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Satz, Mario - El Judaismo. 4000 Años de Cultura

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Mario Satz

EL JUDAISMO4.000 años de cultura

MONTESINOS

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Mario Satz

EL JUDAISMO4.000 años de cultura

MONTESINOS

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Biblioteca de Divulgación Temática /1 8

© 1982 Montesinos EditorRda. San Pedro 11,6o - Barcelona-10Diseño de cubierta: Julio VivasISBN 84-85859-59-6Deposito Legal: B. 2783 -83Impreso y encuadernado por ALVAGRAFLa Llagosta-BarcelonaImpreso en España

Printedin Spain

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Jerusalén con su templo al centro, tal como aparece en un graba­do en madera. Nuremberg ¡493.

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I. En el Comienzo

Casi todos los pueblos de la tierra, ya sean nómadas o sedentarios, se reclaman originarios y portadores de un lu­gar. Es así como toponímicos y patronímicos, desde que el lenguaje humano alcanza a articular nombres, engarzan en la memoria cultural valles, ríos, piedras, árboles o coli­nas que brillan en los eslabones o anillos de las sucesivas generaciones como signos de pertenencia e identidad. A ese lugar de origen, por otra parte, se va y se vuelve, del mismo modo que nuestro yo hilvana sueño y realidad, pa­sado y presente mediante su actividad reflexiva. Que el es­pejo de la identidad, llegados a su vera, se nos revele como espejismo, es la paradoja de nuestra condición, el aspecto tanto desolador como maravilloso de la utopia humana (u-topos, «sin-lugar»), del que no estaba lejos el judío Je­sús cuando dijo aquello de: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar su cabeza». Mateo 8:20.

Porque el Hijo del Hombre, el ben-adam como se dice aún hoy en Israel, habita y no habita su sitio, reside en la tierra pero lo mueve el cielo. Es único en cada generación, único como cada organismo viviente, y a la vez pertenece a una especie, como las zorras a la zorra primordial y las aves al primer vuelo. Esa inestabilidad está en el origen de la cultura humana que desde el paleolítico con su recolec­ción de frutos y bayas, hasta las primeras ciudades del neo­lítico, teje nuestra conciencia y modula nuestra voz. Tal

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Dos mil años antes de Cristo se produjeron las primeras migra­ciones.

vez por eso nuestra incipiente voluntad -al igual que la del Creador en el Génesis- haya sido la de establecer un orden, trazar una genealogía, unir por la memoria lo que separa el olvido.

Los judíos, herederos y transmisores de una historia particular, pueden -a pesar de las sinonimias de su defini­ción antropológica: hebreos, israelitas, hijos de Jacob, etc.- remitirse al desierto de Judea que se extiende de las colinas de Jerusalén a los bordes del Mar Muerto, pues fue ese paisaje el que forjó su constancia y rotuló su pensa­miento. Tal vez más aún que el de Sinaí, en donde el Pue­blo Judío recibió la Torá por intermedio de Moisés y por donde vagabundeó durante cuarenta años, fueron los wa- dis y las ondulaciones, las depresiones y los lirios, el mila­groso oasis de Jericó y los resplandores del Mar Salado o Iam ha Mélaj (que así se llama el antiguo Mare Asphalti-

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cus de Plinio) del desierto de Judea los que han constelado la cosmovisión del mundo que nos ofrece la Biblia. Cerca de allí están Hebrón y Beersheva, ciudades que habitó y amó Abraham el Patriarca y que recorrieron su hijo Isaac y su nieto Jacob, llamado más tarde Israel. Hasta el desier­to de Judea llegan, también, las aguas del tímido y simbó­lico río Jordán, junto al cual predicaron y curaron Jere­mías, Amos, Elíseo y Jesús. Allí vivieron los esenios de ayer y viven los pioneros de hoy; redimiendo una tierra seca y extendiendo el lenguaje de las antiguas profecías como una red verde y viva sobre el ocre y dorado de las piedras mudas.

Hemos mencionado el lenguaje no por casualidad, ya que el pueblo del que hablaremos hizo del idioma de Ca- naán su propio vehículo expresivo, el hebreo, misterio se­mántico que encierra el alma colectiva de los judíos. De creer a los historiadores, Abraham hablaba arameo, len­gua muy próxima a la de la Biblia y emparentada con el moabita y el fenicio. Pero de su generación a la de Moisés, es decir desde su llegada a la Tierra Prometida por vez pri­mera, hasta la Reconquista emprendida por Josué hijo de Nun, se forjó el primer esbozo de tradición nacional que se expresaría en hebreo. Creándose así el fundamento lin­güístico (y a nuestro juicio también ontológico) de una identidad entre el hombre y su medio ambiente que no sólo se halla en el bíblico binomio adam ve-adamá, «hombre y tierra», sino que también aparece en el enun­ciado profético de la dabar, la «palabra» substancial dada por el Creador a sus mensajeros en el midbar o «desierto».

Los límites fijados de antemano por la naturaleza y el carácter de este trabajo nos impide adentramos demasiado en el terreno etimológico, pero aún así lo bordearemos una y otra vez ya que el hilo de Ariadna del laberinto his­tórico judío tiene el color consonántico, la simplicidad y belleza del idioma hebreo. De ese ibrii que forma parte in­tegrante del ibri Abraham, «el que pasa al otro lado», o el

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El tiempo es visto como en el telescopio, Adán ve a to­das las futuras generaciones de la humanidad colgando de su cuerpo gigantesco; Isaac estudia la ley Mosaica (revelada diez generaciones después) en la Academia de Sem, quien vivió diez generaciones antes que él. En realidad, en el protagonista del mito hebreo no sólo in­fluyen profundamente los hechos, palabras y pensa­mientos de sus antepasados, y se da cuenta de su pro­fundo efecto en el .destino de sus descendientes, sino que influyen en él tanto el comportamiento de sus des­cendientes como el de sus antepasados.

Graves y Patai: Los Mitos Hebreos.

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«pasador» por antonomasia. Padre de muchos pueblos y arquetipo del hombre justo, Abraham dejará U rde Caldea y recorrerá casi toda la Media Luna Fértil que se curvaba desde el Golfo Pérsico al delta del Nilo. Será contemporá­neo de faraones, reyes y sacerdotes, con quienes -según cuentan algunos midrashim o relatos en tom o a su figu­ra-combatirá o confraternizará, enseñando y aprendiendo de ellos.

La importancia histórica de la Media Luna Fértil es fundamental para el desarrollo de la civilización humana. Bajo su arco se cultivaron por vez primera los cereales (el trigo y la cebada); se inventó el alfabeto (fenicio, protosi- nártico) y se erigió la que se sospecha fue la primera ciu­dad del mundo (Jericó). Entre Babilonia y Egipto, los cuernos de la luna, se desarrollaría casi toda la historia clásica de Israel. Los hijos de Jacob recorrerán incansable­mente la aspereza de un paisaje que situado hacia el borde interior del creciente fértil era, al decir del P. de Vaux, «pequeño y pobre, con una marcada desproporción entre la mediocridad de sus aptitudes naturales y la grandeza de su destino espiritual». Un paisaje cuyos contrastes percibi­remos más de una vez al estudiar la tensión entre lo real y lo ideal, lo individual y lo colectivo, cuando oigamos las exigencias de justicia que postula la Ley y descubramos hasta qué punto sus observancias están determinadas por el espíritu del lugar.

Pero si Abraham es el padre del pueblo que más tarde, a la muerte del rey Salomón (siglo X a. de C.), se dividirá en los reinos del sur o Judea y del norte o Israel, fueron los descendientes de Judea quienes crearon en el primer Exi­lio (siglo vi a. de C.) las bases del judaismo del futuro. Los vástagos de la casa davidica, que cincuenta años después de la destrucción de Jerusalén retoman a Sión y recons­truyen bajo el amparo de Ciro el Persa las murallas de la ciudad, traen consigo a los primeros escribas que, cons­cientes del significado del retomo, postulan el objetivo del

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estudio de la Ley como la verdadera realización de una nación ya dispersa hacia los cuatro puntos del Asia Menor pero todavía unida por una memoria común y una histo­ria tan única como extraordinaria.

¿Pero estudiar para qué? Por un lado, para que las pro­pias tradiciones no se pierdan, y por otro, para que el mis­terio del regreso del Exilio sirva de ejemplo, ya que mucho después, cuando Jerusalén caiga por segunda vez, en el año 70 d. de C.. será ese ejemplo el que renueve la llama de la esperanza. Si es cierto que Esdras y Nehemías reorga­nizan al pueblo en tomo a su fe originaria y depuran me­diante prohibiciones y ordenanzas a la comunidad que li­deran, no lo es menos que los rashei galuta o exilarcas ba­bilónicos forjaron fuera de la Tierra Prometida (ien la zona de la cual Abraham había partido]) los utensilios dia­lécticos que convertirán a los descendientes de Jacob en hijos de un Dios extraterritorial y en lectores del Libro que describe sus hazañas. El Primer Exilio fue entonces un se­gundo nacimiento cuyas traumáticas heridas registran tanto los Salmos como las palabras del profeta Jeremías. La voz hebrea que lo nombra es galut, filamento de la raí2 verbal gal. que da origen tanto a la «ola», al «rodar», como al «descubrió» o legalot.

¿No eran, acaso, comparables a olas las familias que iban y volvían a Jerusalén subiendo y bajando colinas du­rante las tres celebraciones anuales que estipula la Biblia? En el libro del Exodo 23:14 leemos: «Tres veces en el año me celebraréis fiesta. La fiesta de los panes sin levadura guardarás. También la fiesta de la siega, y la de las primi­cias de los primeros frutos». ¿Y no «rodaban» los cilindros de la Ley o megailot enrollando la escritura hacia adentro, hacia un interior que era tanto la propia identidad como la certeza de que toda revelación se descubre a si misma a medida que nos acercamos a su centro? Desde entonces (siglo VI), cada pasaje bíblico tiene por lo menos dos senti­dos: el original hebreo y su traducción aramea, y que hay

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que explicar a los que han olvidado la lengua sagrada, la lengua nacional, lo que la Ley expresa en el idioma coti­diano. Dos sentidos... evidentes puesto que aún hay más. tantos como tiene cada letra, tantos como puedan hallarse por exégesis y como se descubran de generación en gene­ración.

De este último pensamiento al que sostiene que los ju ­díos y el judaismo sienten su relación con el Creador como un «favor especial» -e l iehudi esencial da las gracias en sus plegarias mediante un lehodot o «agradecimiento» que compromete tanto su pensamiento como su praxis- hay la distancia que la moderna lingüística cifra entre significan­te y significado. Su nombre es un símbolo convencional tan arbitrario como mágico, pero entrelazado con un des­tino y con una manera de ser que ha permanecido casi constante a pesar de las persecuciones, muertes y resurrec­ciones que registran los cuatro mil años de historia de un pueblo que no contento con sobrevivir, ha vivido contra todos los pronósticos que lo daban por muerto.

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II. La Era de los Patriarcas

Hemos escrito Abraham cuando deberíamos haber co­menzado por escribir Abram. Para la Biblia hebrea, lla­mada entre los judíos Tánaj (Tora, Nebiim y Ktuvim, o sea Pentateuco, Profetas y Escritos Diversos), la morfolo­gía de los nombres es simbólica y contiene en sí misma el destino espiritual de cada uno de los tres patriarcas princi­pales. Este postulado no es una mera pretensión hebraica sino que, cuando más atrás en el tiempo histórico se sitúa una lengua, más substancial se vuelve su significado. Egip­cios, griegos, chinos, hindúes y toltecas concedían a sus idiomas y aún más a sus escrituras un valor jeroglífico, sa­grado. De lo cual se deduce que un cambio de nombre im­plicaba necesariamente un cambio en la persona que lo llevaba. De la aliteración a la alteridad, el ser humano ex­perimentaba entonces una metamorfosis psicológica de la que dan cuenta las vidas de tantos personajes bíblicos.

El hombre que dejó U r se llamó Abram. El que escu­chó la Voz (¿de su conciencia, de Dios?) y aceptó el Pacto se llamará Abraham. Acerca de la letra que separa uno de otro hombre, la hei, quinta del alfabeto, hablaremos luego. Ahora reubiquemos la figura mítica del padre de los judíos en su Caldea natal, entre la actual Bagdad y la costa del Golfo Pérsico. De aquella ciudad de leyenda, hoy sólo queda un montículo llamado Tel-al-Muqavyar o la «coli­na del alquitrán». Documentos relativos a esa época (Tel- el-Amarna) mencionan a los habiru, unos nómadas que se

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El frustrado sacrificio de Isaac por Abraham en el Monte Moría.

movían entre Sumeria y Egipto al ritmo de sus caravanas de asnos, ya que aún no se empleaban camellos. Se los des­cribe como pastores y guerreros, y la polémica que la apa­rición de su nombre en las cartas de Abdi-Hepa suscitó entre los historiadores y etnólogos, aún no se ha aplacado. Para algunos, los habiru o apira (la diferencia fonética en­tre ambas palabras se debería a distintas grafías, en un caso la acádica y en otro la alfabética de Ras Samra) serían los antepasados directos de los hebreos. El P. de Vaux, en cambio, piensa que hay que descartar la etimología que ci­tamos en un comienzo en relación a «pasar el río o la fron­tera », ya que el fonema pr. más apropiado que el de br. tendría que ver con una raíz semita del oeste que significa «polvo», y que se corresponde con el acádico eperu. «Por consiguiente -escribe el sacerdote- los apiru serían los “polvorientos” , los beduinos salidos de los arenales del desierto».

Nómadas y polvorientos... «Y haré tu descendencia

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como el polvo de la tierra; que si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia será contada. Génesis 13:16. Nómadas y polvorientos, marginados de Mari o Jarán, Ugarit o Menfis ¿Son o no los primeros pa­triarcas? Aquí nos enfrentamos -y no será la primera vez que lo hagamos-con una fuente aún incierta, la historio- gráfica, y otra que continúa manando, la Biblia. Donde la primera procede por acumulación y clasificación, la se­gunda diluye el tiempo una y otra vez creando significados a partir de cada nueva generación de lectores. Nuestra bio­grafía puede ser descrita desde afuera, en base a fotogra­fías, testimonios, opiniones, datos, etc. Pero mientras esta­mos vivos, el yo, nuestro yo, la modificará permanente­mente, subjetivando los hallazgos del mismo modo que lo hiciera Abraham -quien no es el primer circunciso del mundo ni mucho m enos- al conceder a ese rito nominal, a esa operación, un valor de Alianza que por sí solo, al decir de Spinoza, podría identificar al Pueblo Judio con su tie­rra hasta el fin de los tiempos.

La circuncisión es el Pacto, el brit miláh. El prepucio se repliega para revelar la cabeza, el glande. En un princi­pio, había que alejarse del origen (del padre, la familia), y luego, había que contemplarlo cara a cara para, a través de la sangre caliente, sellar un contrato que uniría siempre -a pesar de los viajes a Egipto y de los sucesivos exilios de las futuras generaciones- ese hombre a ese suelo. Quienes co­nozcan el hebreo no se sorprenderán de que el vehículo de la vida, la dam o «sangre», tenga una función mediadora entre el «hombre», adam, y la «tierra», adamó. Pero quie­nes además del nexo visual sepan que existe otro acústico, muy en la tradición del «Escucha oh Israel» que prefigura el Deuteronomio 6:4, entenderán por qué la miláh de la «circuncisión» tiene que ver con la «mlah» de la palabra. De tal modo que, creación y recreación, padre espiritual e hijo camal, se hallan en relación de contigüidad por un acuerdo profundo entre lo semántico y el semen.

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Llegados aquí, debemos aclarar que el hebreo es una escritura consonántica que desconoció la puntuación vo­cálica o diacrítica hasta el siglo vil d. de C. por lo menos, época en que bajo influencia árabe los masoretas o «tradi- cionalistas» ajustaron los textos mediante acentos y sepa­raciones. La ambigüedad que hasta entonces existía en la lectura contribuyó en mucho a gestar la pluralidad de sen­tidos de un pasaje o de una frase.

Como el árabe, la lengua de la Biblia responde a un sis­tema de raíces trilíteras que son como las macromoléculas de su código interno. Existen pues las raíces, sobre las que crecen tallo, yema, hoja, rama y fruto, y son estas raíces las que impulsan la savia hacia arriba, transmutando la iner­cia mineral en el tropismo vegetal. Las partes de ese árbol enorme que es el lenguaje, crecen y se modifican por sus sufijos, prefijos y declinaciones. Son como la superficie móvil, el follaje visible que por encima del horizonte esta­blece diferencias mientras que la verdad última, lo indife­renciado y profundo, permanece bajo tierra, en el polvo innumerable y en la sombra.

Isaac, hijo de Abraham, circuncidado al octavo día a partir de su nacimiento, segundo patriarca, llevará en sí la simiente y la raíz de su padre. Su destino estará ligado a la Tierra Prometida, que no abandonara nunca a diferencia de su progenitor y de su hijo. Su tranquila existencia de pastor oscilara entre la perforación de pozos, los rebaños, y el recuerdo de ese sacrificio que no llegó a consumarse pero que transformó para siempre el Monte Moriah en el sitio hierofánico sobre el que siglos después Salomón construirá el primer templo. Si su madre sonrió cuando le fue anunciado su nacimiento, la placidez de su días en Ca- naán, el amor de su esposa y la vejez ciega que le hará con­fundir a Jacob con Esaú, nos lo muestran un hombre sen­cillo y fiel a su familia.

Nada resultara simple, en cambio, para Jacob, el tercer patriarca. Deberá enfrentarse con los celos de su hermano,

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Y no se llamará más tu nombre Abram sino que será tu nombre Abraham. porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes.

Génesis ¡7:4

Se han propuesto varias explicaciones para aclarar la etimología de hrit. Una de ellas, la hace derivar del sus­tantivo acádico berilu, «cadena» y en sentido traslati­cio, «acuerdo vinculante».

Jcnni y Westermann: Diccionario Teológico.

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a quien, por un favoritismo materno, arrebató la primoge- nitura; deberá ir a Padan-aram a buscar esposa en casa de Labán; deberá soñar con los ángeles de Bet-el y escuchará la Voz que antes había oído su padre; deberá trabajar siete años por Lea, siete años por Raquel y luego casi otros siete por Labán. Y cuando finalmente retome a la casa de su padre, luchará con el ángel que lo llamará Israel. Combate que precede a su reconciliación con el hermano ofendido y que se yergue como el paradigma del destino ulterior de todo su pueblo. Tercero en la generalogía, en algún punto de su vida reencontró algo de la de Abraham. Tuvo que cruzar un vado, el Jaboc, «pasando» de un lugar a otro como su abuelo el hebreo.

Si antes dijimos que uno de los significados de la pala­bra judio es «el que agradece», ahora debemos agregar que Jacob es «el que sigue las huellas». ¿De quién? En princi­pio, de su antepasado. Luego, de ese contrincante que no por casualidad es llamado ish, o sea «hombre». El extraño personaje, ya vencido en el combate, llamará a Jacob Is­rael, «el que luchó con Dios o Dios luchó». En menos de treinta líneas el Génesis 32:22 nos ofrece una pieza clave de la historia judía. A los significados ya existentes, vienen a agregarse ahora los de «buscador» y «combatiente» (con Dios o con los hombres). En esc lugar, que Jacob denomi­nará en homenaje a su triunfo, Peniel, en ese sitio y en el pasaje bíblico que a él se refiere, está cifrado el carácter de un pueblo que conoce en la dificultad, que no se rinde, y cuya voz persiste y se atreve a indagar los motivos de su lucha como luego interrogará Job los de su desgracia.

Pero, ¡cuántas cosas más es Israel y cuántas más Jacob! El peso específico de su nombre es tan grande, que aún ha­llamos algo de su significado en Santiago, Sant-lago, San Iacob. En esa ruta que culmina en Compostela y que repi­te, consciente o inconscientemente, la búsqueda del sí- mismo, el peregrinaje conduce hacia el fin del laberinto, hacia el sol del alba. Volviendo al patriarca digamos que

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la reconciliación con el hermano implica también el re­descubrimiento de la tierra natal, ya que el poder de cons­truir altares sólo se da en la geografía de la Promesa. Jacob prosperará y los hijos habidos de sus mujeres y sus siervas conformarán, de acuerdo con la tradición, las doce tribus: (de norte a sur) Asher, Naftali, Zebulon, Issachar, Mensas- he (tanto al este como al oeste del Jordán), Gad, Efraim, Dan, Benjamín, Rubén y Simeón. Pero la distribución de las parcelas no se hará hasta después del Exodo, cuando, surgidos del Egipto faraónico, los Bnei Israel, los hijos de Jacob, retomen a la tierra de sus antepasados y reconquis­ten Canaán liderados por Josué.

Levi, otro de los hijos de Jacob, habitará las ciudades y viajará entre las tribus. Y otro más, José, el intérprete de sueños, será el que ayude a sus ingratos hermanos cuando bajen a Egipto, impulsados por el hambre. Al convertirse en esclavo con posterioridad a la época de expulsión de los conquistadores hicsos, con quienes los hebreos tenían más de un rasgo común, no le quedaba al pueblo sino la vaga esperanza de una liberación del yugo faraónico. Y esto sólo podía llevarlo a cabo un hombre excepcional: Moi­sés.

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III. La Era de los Profetas

El mundo de los patriarcas abarcaba el segundo mile­nio a. de C. El de los profetas se inicia con la figura de Moisés, aproximadamente hacia fines del siglo x v a . de C. y culmina -pasando por el ciclo de los jueces y guerreros que se extiende del XIII al x i- en el siglo IV, durante la do­minación persa. Poco más de diez siglos separan la figura gigantesca de Moisés, descendiente de la tribu de Levi, de Malaquías, uno de los profetas menores. En ese período extenso, que presenció la legislación de Israel como pue­blo, su fulgurante y trágica monarquía y la desaparición de diez de las tribus bajo las garras asirías, está contenida casi toda la historia clásica del judaismo tal como nos la ha transmitido la Biblia.

Pero ¿qué es un profeta y cuándo surge? En los textos constatamos tres nombres distintos para funciones parale­las y complementarías. En principio, está el roéh o «vi­dente», luego el jozé o «vate» en quien persiste el Pacto, y finalmente el nabi, el «portavoz» o el «inspirado». Que Moisés ejerció esas tres funciones a la vez, es indudable. Primero, sometido a la tensión de su destino, y luego asu­miendo el de su pueblo. El hecho de que tanto Freud en su Moisés y el Monoteísmo como otros historiadores hayan incntado desjudaizar su figura, no quita que para el pueblo que se decía descendiente de Abraham, Isaac y Jacob, aquel hombre recobró la raíz primigenia. Una raíz aún in­tacta bajo cuya dura caliptra, encallecida junto a las pira-

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El profeta Jeremías, quien predijo y contempló la destrucción de Jerusalén. Fresco de Miguel A ngel en la Capital Sixtina.

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mides de Goshen, entre el cieno y los juncos, ni demasiado reseca por el sol ni enteramente olvidada, pervivía aquel geotropismo positivo que tuvieron los pozos del Viviente- que-me-Ve (Génesis 25:11) en Beersheva, y las piedras de los primitivos altares erigidos por Jacob.

. Transportada a Egipto, la raíz abrahamánica contenía aún las sales de aquella otra tierra. Para que volviera a ge­nerar hojas y flores era necesario que primero reverdeciera el contacto de la esperanza y que luego volviera a hundirse en Canaán. Por ello, al geotropismo de los patriarcas ha­bía que agregarle un tropismo celeste, el sonido de la Voz y los mandamientos que harían crecer rectamente el tallo hasta alcanzar la altura sinaítica desde la cual el pueblo volvería a recibir la bendición del rocío y sabría que sólo el Uno es la evidencia más exacta de nuestra identidad. Enarbolada, la raíz es el jeroglífico de todo el árbol, su yo profundo, y constituye el eje en tomo al cual rota la memo­ria colectiva y también la individual, el cubo vacío que sostiene las ramas de nuestra lengua. De allí que la corres­pondencia entre el pasaje del Exodo 3:6: «Soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Ja­cob», y el del Exodo 3:14: «Yo Soy El Que Soy» señale tanto una genealogía como su ilusión: lo que nos precede en el tiempo de las generaciones pretéritas es cierto en la medida en que confirma nuestra unidad. Yo, presente, Soy la síntesis de lo que fue y será.

¿Qué hay de común, entonces, entre el monoteísmo de Abraham y el de Moisés? Mejor dicho, ¿cuál es el rostro eterno bajo las múltiples máscaras del tiempo? De las tres corrientes que fluyen a través del Pentateuco o Torá, la yahavista, la elohista y la sacerdotal, sin lugar a dudas es la primera de ellas la más significativa para la cultura judai­ca, ya que alude al famoso Shem Hameforash o Nombre Inefable YHWH que fue, es y será. Sin una exégesis deta­llada de lo que simboliza ese verbo, el verbo creador que condensa el Tetragrama, es imposible entender la Biblia

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hebrea en su doble clave histológica y fisiológica. Inclusi­ve el mensaje parabólico que entraña el Nuevo Testamen­to sería ilegible sin un conocimiento básico de lo que el Yo Soy implica. De él al «camino y la vida» que postula Jesús de Nazareth, hay una línea de fuerza continua e ininte­rrumpida que analizaremos en el capítulo IX.

Ese Yo Soy que resuena en nosotros es, tanto el efecto de las leyes de la herencia -A braham , Isaac y Jacob-como la causa de esta Ley de leyes que encama la Torá. Génesis y genética se enlazan en la doble hélice de la memoria ha­ciendo del hombre una criatura libre pero también condi­cionada. Cuando el yo se hipertrofia, el Yo Soy le recuerda su pequeñez. Moisés lo descubre. La luz horada su concien­cia. La Voz lo despierta del sueño de los objetos faróni- cos. Al pedir la libertad de su pueblo, revela la libertad esencial del hombre. Recordando la Alianza, sabe que él es tallo de aquella raíz. Toda simiente es bendita. Su enor­me trabajo codificador, que recoge ecos de Akenatón y de Hammurabi, tiene el mérito de haber subjetivizado a los dioses y objetivizado al yo que los proyecta. Desde ese mo­mento los judíos conocerán el peso atronador de la res­ponsabilidad. El Decálogo, a diferencia de un Libro de los Muertos egipcio, contiene las instrucciones que El Que Es, el Viviente, ha ofrecido libremente a sus criaturas para que prosperen, crezcan y se multipliquen en este mundo. Sus Aseret ha-Dibrot o Diez Mandamientos, son palabras de vida y no de muerte.

Consolidan una Ley que, según recoge la Sabiduría de los Padres o Pirqé A vot: «Moisés recibió en Sinaí y la pasó a manos de Josué, Josué a las de los ancianos, los ancianos a los profetas y los profetas a manos de los hombres de la Gran Sinagoga». Tradición ininterrumpida hasta el día de hoy y que, tal como otra de las acepciones de la palabra Torá implica, no es sino una «enseñanza», una «teoría» que va siendo ajustada a la cambiante realidad según crez­ca o descrezca el Yo del hombre. Escasos en cada genera-

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Te di por profeta a las naciones.

Jeremías 1:5

El terreno del dabar es objetivo; en lugar del yo del profeta aparece un él; palabra de Dios, discurso de Dios.

A. Neher: Im Esencia del Prpfetismo.

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ción, los profetas son los responsables de ese ajuste, los re­veladores de esta confrontación entre el cielo y la tierra.

Ungidores de reyes, como Samuel, consejeros y críticos como Isaías, visionarios como Ezequiel o Daniel, los pro­fetas se remitirán al más grande entre ellos, Moisés, cada vez que el pueblo se aparte de sus costumbres y leyes, pues constatarán que los desastres colectivos obedecen a razo­nes no meramente casuales. Se trata de signos divinos que, revelándose en la historia, en los fenómenos cotidianos dan cuenta de un Ser perfecto y estable cuya efectividad modélica depende de que el comportamiento humano sea justo y armónico. Y ya que ese Creador es también un Juez para Su pueblo, a veces empleará a otras naciones para que Israel vuelva por sus fueros. Exigirá una respon­sabilidad digna del Yo soy, responsabilidad delineada en el Levítico, en Números y en el Deuteronomio, libros que con el Génesis y el Exodo, se atribuyen a Moisés.

Unidad teológica y antropológica de un Yo Soy que, estampada en los Diez Mandamientos, había sido prefigu­rada antes por la persona de Abraham. En cierto sentido podríamos decir que el «padre de muchos pueblos» conci­be la ¡dea monoteísta y que el descendiente de la tribu de Levi, educado en las refinadas escuelas egipcias, la siste­matiza organizándola en un corpus ético capaz de garanti­zar, mediante la revelación colectiva y la enseñanza oral, su continuidad a través de los tiempos. A partir de la en­trega de la Torá -dice la Sabiduría de los Padres compila­da entre los siglos v y llt a. de C .- el pueblo de Israel oscila­rá entre el cumplimiento de su destino excepcional y el ol­vido de su misión.

La era de los profetas mayores culmina con los llama­dos profetas menores que continúan el trabajo catártico y purificador de Isaías (siglo Vlll a. de C.) Jeremías, Ezequiel y Daniel (del siglo vil al vi a. de C.). Siendo los menores doce, entre ellos destacan primero los de la época asiría (750-612): Oséas, Joel, Amos, Abdías, Jonás, Miquéas,

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Nahum, Habacuc y Sofonías. El período babilónico cono­ció la voz de Báruj (612-539); y el persa las de Ageo, Zaca­rías y Malaquías (539-333).

Los eved-YHWH o «sirvientes de Dios» tendrán la fuerza de «herir y sanar», Isaías 10:22: De golpear y acari­ciar a su comunidad. Cada vez que el énfasis se aplique a la renovación de bril esbozado entre el Creador y Abra- ham y labrado en piedra por Moisés, resucitará con la fuerza de una recriminatoria la preocupación por la au­sencia de tzedek, de «justicia», tanto más significativa cuando más cerca de la imagen de la balanza social esté ese concepto, ya que «el justo es el fundamento del mun­do», según dice Proverbios 10:25, y un mundo sin funda­mentos, como una casa sin pilares, se desmorona. Así pues, la justicia implica verdad, la verdad confesión, y la confesión responsabilidad que, como hemos visto, parece ser la característica más notable de la idiosincrasia judía que nos transmite la Biblia. Se puede olvidar o soslayar un objeto, pero no se puede ignorar ni olvidar el Yo Soy, im­perativo categórico cuyas exigencias recorren la cosmovi- sión integra de la cultura hebraica. Realizable o no, el ideal sigue allí, inescrutable como el orden secreto que mueve a las galaxias. Nos acercamos a él para ver hasta qué punto aún está lejos. Si el resultado lógico del pensa­miento profético es el mesianismo, «el reino de los cielos» se acercara a nuestro mundo cuanto más cerca de nuestro prójimo estemos nosotros.

En las primeras décadas del siglo iv a. de C., la irrup­ción de Alejandro de Macedónia en el escenario medio- riental hasta entonces dominado por los persas, marcara el primer encuentro entre dos concepciones de vida - la he­lena y la jud ía - de cuya posterior fusión nacería el cristia­nismo. Ese proceso de osmosis mutua tendría una virulen­cia unilateral primero, y una lenta e irreversible sedimen­tación después. Si la profecía se acalla, es porque el hele­nismo aportó a la religión extática que encarnaban los

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profetas el gusto por la filosofía reflexiva, el rigor de la ló­gica y un cierto estatismo más acorde con una concepción cíclica del cosmos que con un historicismo creacionista de tipo bíblico. Sin embargo, lo esencial de la tradición judia impregnaba ya los estratos principales del pueblo cuando la voz de los profetas dejó de hacerse oir.

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IV. El Signo de los Tiempos

En un libro capital para entender las sutilezas de la es­piritualidad bíblica, Claude Tresmontant sostiene que a diferencia de la idea negativa de materia que suponen tan­to el pensamiento platónico como el neoplatónico, el pen­samiento expresado en la Torá nos habla de «una crea­ción, y de una creación excelente. A cada etapa del Géne­sis, el Creador ve que aquello es ‘muy bueno'. El gran nú­mero de criaturas, innumerable como la arena de los ma­res y las estrellas del cielo, manifiesta la potencia, la ina­gotable fecundidad del creador.» Para los griegos, el prin­cipio de individuación era negativo, puesto que acarreaba la multiplicidad de los seres. Para los hebreos, «cada ser que viene al mundo aporta consigo algo nuevo», según di­cen los maestros jasídicos.

Apreciar lo creado supone am ar y aceptar el tiempo de su manifestación. Este tiempo, el de la siembra y el de la cosecha, tan poéticamente sentido en el Eclesiastés, nos remite nuevamente a la imagen del árbol que hemos co­menzado a definir a partir de su raíz, es decir, de Abra- ham. Ante la elección, la pregunta esencial de los profetas era: ¿Cómo y por qué se pierde una cosecha? ¿Cómo y por qué se pudren los frutos? ¿Cómo y por qué la cultura hu­mana desfallece y sus vástagos se marchitan? En lo que toca a la naturaleza, sospechaban los nebiim, por falta de cuidados, de ahí que se diga «no sembrarás tu viña con se­millas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla

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que sembraste como el fruto de la viña», (Deuteronomio 22:9), y luego, ante lo humano de la viña de Nabot que el rey Acab, por obra de la perfidia de Jezabel, roba a su ver­dadero dueño después de hacerlo asesinar, / Reyes 21:14, nos hablan de la propiedad de un siervo del rey, mostrán­donos su compasión para con un individuo cuyos esfuer­zos habían sido consagrados al cuidado de su huerto.

Doble defensa de la individualidad. En primer lugar, para que la semilla siga su curso viviente debe conservar su identidad; después, para que el reino, la estructura so­cial se mantenga, tiene que haber justicia, orden. El pode­roso no debe avasallar a los débiles, ignorar a los pobres o despreciar a los extranjeros. A pesar de nuestra buena vo­luntad, la historia nos desmuestra una y otra vez que lo de Nabot se repite. La acumulación de poder es inevitable y tiende a aplastar al desposeído. David, conquistador y poeta, ve desgarrada su casa y su linaje por haber deseado a la mujer del prójimo, Betsabé, esposa de Urías el hitita. El gusto por el poder aumenta su deseo y éste se excede transgrediendo de ese modo su propio orden interno. Al extenderse su drama pasional, el conflicto enciende el in­cesto de sus hijos Amnón y Tamar.

Esta compleja, trágica tensión entre lo temporal y lo espiritual tan bien escenificada por el binomio Saúl- Samuel y por la pareja David-Natán, nos demuestra cómo el profeta, que actúa a la sombra del rey, delimita su luz para controlar su vanidad. El tiempo, el pequeño yo, nece­sita que se le recuerde una y otra vez su pasaje, su efímera carnalidad. Para ello, el profeta asumirá en el espacio el rol de la eternidad del Yo Soy que naturalmente es ecuáni­me en relación a lo que Platón llamaba «su imagen mó­vil». El Eterno manifestará la recurrencia de los motivos para dar relieve a sus parábolas porque los errores de una generación influyen sobre la siguiente y el mal ejemplo es imitado, a pesar de lo que advierte la Ley.

Desde el comienzo vemos cómo el profeta Samuel se

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opone a que Israel tenga un rey «como todos los demás pueblos». Las razones: ni más ni menos que la acumula­ción de riquezas, los impuestos, la servidumbre y el conse­cuente descontento general. Tendrán que mantener al es­cogido y a su casa aún después de haberse servido de él. Pero, ¿cómo sabía el profeta a qué conduce la monarquía basada en la sangre y sólo en ella? Mejor dicho ¿cómo al­canzó a entrever que el espíritu, o lo que éste representa, puede diluirse con facilidad en medio de una jerarquía meramente humana? A pesar de su comprensión, de su in­teligencia, también Samuel se equivocaba.

Reemplazando a David por Saúl sólo corrigió una parte de la historia. El resto es Natán quien debe enmendarlo. El signo de los tiempos ha cambiado y el antiguo pastor se ha convertido en un hombre poderoso proclive a la soberbia.

Heredero de Josué y de los jueces, Samuel fue testigo histórico del desplazamiento de la vida nómada a la se­dentaria, y quizá por ello temía la concentración que esta última implicaba y que, por otra parte, era inevitable. El pueblo del Exodo ya no era tan primitivo. El contacto ar­duo pero estrecho con cananeos y filisteos le había enseña­do la agricultura y el uso del hierro. Las tribus ocupaban sus respectivos lugares. La necesidad de un rey, de una ca­beza unifícadora, conducirá en menos de una generación a la búsqueda de una ciudad: Jerusalén. El simple ascetismo pastoril irá transformándose poco a poco en el complica­do placer de los sedentarios, quienes no contentos con acumular espacio apetecen tiempo dinástico, aún a costa del crimen y el engaño. Los descendientes de David y Sa­lomón, divididos en los reinos de sur y del norte, conoce­rán, en la época del profeta Jeremías, el primer embate asirio. En el año 722 a. de C., el reino de Israel con capital en Samaría, es anexionado por los asirios y su población dispersada y mezclada con prisioneros de guerra de distin­ta procedencia. Un siglo y medio después, en el año 587 a. de C., los babilonios, que a su vez han reemplazado a los

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asirios, sitian la ciudad del Jerusalén, capital de Judea y saquean, destruyen e incendian el Templo que Salomón había construido en el siglo X, es decir, cuando el país aún no se había dividido.

Para los profetas, la desgracia nacional es consecuencia de la infidelidad a la Alianza; Israel sucumbe porque está dividida, y está dividida, a su vez, porque sucumbe ante modelos foráneos como el egipcio o el que encaman los imperios del norte, caracterizados precisamente por su fal­ta de caridad y justicia. ¿No advertía la Torá que la justi­cia interna debía ser continua para que no fuese disconti­nua la externa? En esas condiciones, en medio del dolor y la agresión, nace el primer esbozo de una actitud que pasa por alto los gestos del servicio sacerdotal. «¿Para qué Me sirve la multitud de vuestros sacrificios? -escribe Isaías 1:1 ¡ - que dice el Señor. Tengo suficiente con los holo­caustos de cameros y con el sebo de animales cebados. No me deleito en la sangre de los toros... el incienso me es abominación, y el novilunio, el sábado... y no puedo so­portar la iniquidad... Vuestras manos están llenas de san­gre.»

Se ha producido una grave fisura entre el ritual y su significado simbólico: el yo se ha vuelto a hipertrofiar negan­do el Yo Soy. El signo, que ha cambiado con el tiempo, no se ajusta ya a la realidad. El pueblo irá al Primer Exilio por falta de conocimiento. La fuerza ética de lo Uno no soporta la dual hipocresía de un sacrificio que se acaba cuando se transponen las puertas del recinto templario para matar al hijo de éste o a la hermana de aquél. Las masacres y revueltas familiares que se extendieron como una plaga desde los días de Ahazía, rey de Judea y descen­diente de Omri en el siglo IX a. de C., hasta los de Joachin, último rey davidico, avergüenzan al Creador. El caos inte­rior que provocaron facilitó la conquista babilónica. Du­rante el reinado de Josias, se había logrado, a pesar del de­sorden. reconstruir parte de las tradiciones nacionales con

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la ayuda de los sacerdotes y profetas (en el 662, habiéndo­se redescubierto en el Templo el Deuteronomio, se impu­so la Ley de Moisés como Ley de Estado), pero aún así fue imposible corregir en dos décadas los errores de casi dos siglos de luchas intestinas. Todas esas desgracias fueron anunciadas y lloradas por las tristes palabras de Jeremías.

Deportada la corte de Judea a Babilonia por Nabuco- donosor, sus notables llevaron consigo textos y costum­bres, dejando detrás de sí una tierra que, por el espacio de una generación, permaneció desolada. Esa íranslatio que hasta hoy se recuerda cada noveno día del mes de Av, Tis- há Beav, provocó la herida simbólica acariciada infinitas veces en plegarias y salmos nostálgicos, y cuya cicatriz su­puso una revelatio que ya habíamos insinuado al hablar del «rodar» o de la «ola» y su «descubrimiento» de la tra­ma oceánica de la historia. El signo de los tiempos hizo que Isaías condenara el sacrificio, pero el profeta Eze- quiel, contemporáneo de Jeremías, cautivo como sus her­manos entre los grandes ríos de la Mesopolamia, dedicó veintidós años de su vida a reconstruir mentalmente el templo enseñando y rescatando los valores judíos. Soñan­do con un retomo que alcanzaría su máxima capacidad restauradora cuando, otra vez, el sacerdote pudiera ofrecer sacrificios. Hacia el 572 a. de C., Ezequiel profetiza acerca de las ofrendas del Templo y da las medidas de sus apo­sentos. Lo que antes debió ser criticado, ahora debe ser enaltecido. ¿No señala la Eclesiastés un tiempo para la construcción y otro para la destrucción? Nuevamente es el ety el «suceso», la circunstancia, la que determina la posi­ción del profeta respecto de la voluntad del Creador. El re­tomo estaba ya prefijado, tal vez a causa de un simple error político de los babilónicos. Al dejar en manos de los judíos -esos «pasadores» de una orilla a otra, esos «agra­decidos» no siempre fíeles- la Ley hallada en los tiempos de Josías, contribuyeron a preservar su identidad. Los conquistadores fundieron los candelabros de oro y plata.

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los objetos de culto, pero no confundieron al sujeto del culto. Desapareció la tierra, pero no el cielo que la fecun­dó. Los judíos habían muerto como entidad política para renacer espiritual y culturamente.

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V. Primer Exilio

Descender a Egipto en los siglos anteriores al Exodo fue consecuencia del hambre, pero ascender a Babilonia fue producto de la saciedad. Entre ambos momentos -siglo xv y siglo vi a. de C .-, se sitúa, como ya dijimos, tanto la revelación y codificación sinaítica, como su rea­parición en los anales que la recojen y que al entrar en vi­gencia en el año 662, en los días de Jeremías, reubicaron al pueblo frente a su ya rica memoria colectiva. Los hijos de Jacob, que fueron miserables esclavos en Goshen. no lle­garon a serlo nunca en Babilonia. Según el historiador Flavio Josefo, «Nabucodonosor, tomando a los hijos de los nobles de los judíos y a los parientes de su rey Sedecías que se distinguían por su fortaleza física y la hermosura de su rostro, los confió a pedagogos para que los instruyeran después de haber convertido a algunos de ellos en eunu­cos». Uno de esos parientes fue Daniel, el profeta, quien pasa por ser el autor del libro de la Biblia que lleva su nombre, cuando en realidad sólo es su personaje central, ya que el texto data del año 165 a. de C., período de los macabeos, y su contenido es alegórico.

Tal como nos lo describe el autor de las Antigüedades Judias, Daniel -¡como antes José!- es un consejero estu­pendo, un hábil intérprete de sueños y un hombre capaz de provocar las envidias más innobles. Educado en ambas culturas, la hebrea y la babilónica, debió ser un personaje muy importante puesto que cuatrocientos años después de

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Si me olvidare de ti oh Jcrusalém pierda mi diestra su destreza. Mi lengua se pegue a mi paladar.

Salmos ¡37:5

Es en mérito a esos profetas que la mayoría de los exi­liados judíos retuvo su cohesión y su fe.

Wurmbrand y Roth: El Pueblo Judio

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muerto se le concede la autoría de un libro en el que la profecía reaparece bajo un nuevo aspecto: ya no se trata del futuro de Israel únicamente, sino y también del destino de Babilonia. El Creador, desde la zona de extraterritoria­lidad en la que se halla, habla por boca de su mensajero como un Dios internacional, un Ser que, en las encrucija­das de la historia, prevee el porvenir de las naciones. Los datos sobre los cuatro imperios sucesivos no sólo atañen al Pueblo Judío sino que se refieren al mundo en general. El Primer Exilio es una prueba por la que se mide la justicia entre los pueblos, además del tzedek hebreo.

La actitud ética del Libro de Daniel explaya un modus vivendi que desde esa época hasta el presente caracterizará a la vida judía: fidelidad a Dios y a la tradición nacional, a la vez que aceptación de las leyes del lugar, al que tanto el profeta como sus familiares y compatriotas se habían adaptado de un modo asombroso. Por eso, cuando en el año 538 a. de C. Ciro el Grande firmó el decreto que auto­rizaba a los judíos a regresar a su lugar de origen, muchos de ellos, habiendo alcanzado posiciones ventajosas en Ba­bilonia, decidieron quedarse allí. Por aquel entonces ha­bían dejado atrás el provincianismo de los días de Joachin. Viajaban por las rutas asiáticas, estudiaban en las bibliote­cas reales y se convertían en hombres de empresa, en sa­bios, médicos o astrónomos sin dejar por eso de ser judíos. Pero el bienestar, la molicie, la comodidad, tendían al es­tatismo.

Rompiéndolo, la primera caravana de estusiastas colo­nos que volvían a Jerusalén salió de la Mesopotamia en el año 537 a. de C. Entre ellos iban Zorobabel el príncipe y Josué el sacerdote. Al parecer, antes de partir Ciro les hizo entrega de algunos de los utensilios del Templo de YHWH. Faltaban empero, el Arca de la Ley y otros obje­tos que probablemente habían sido fundidos bajo el reina­do de Nabucodonosor, o que bien pudieron haber desapa­recido en la época de Darío. Se cuenta que siglos después

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de que esa primera caravana llegara a Judea, cuando el conquistador romano Pompeyo penetró en el Sancta Sanctorum del Segundo Templo, se sorprendió al hallarlo completamente vacío. La verdad es que la reconstrucción que emprendieron Esdras y Nehemías en una etapa com­plementaría a la de Josué y Zorobabel, preservó ese espa­cio vacío porque el verdadero contenido de la Ley ya ha­bía sido introyectado adquiriendo un sentido nuevo. Cada año, en el día de la Fiesta del Perdón, en Iom Kippur, el sumo sacerdote ponía sobre la losa de piedra recordatoria -eben sheiiaj o «piedra fundamental», la llama de Mis fi­nó - un inciensario cuyo humo testimoniaba que el Crea­dor, más allá de la suerte corrida por el Arca, deseaba con­tinuar en la oscuridad tal como escribe Reyes 8:12. Enton­ces, y sólo entonces, se pronunciaba Su Nombre, eco de los siglos, fórmula inefable.

El ansiado retomo de Babilonia a Jerusalén alude nue­vamente, y mediante el hebreo, a una simbología vegetal: Zorobabel lleva en su nombre la partícula zr, «corona», referida sin duda a la descendencia davídica. Y Esdrás, que en realidad debería escribirse Ezra, contiene el ana­grama de zera, «semilla». La raíz ha sido preservada, y aunque ya no exista el Arca, queda sin embargo la voz que denomina la parte más recóndita del santuario que aquella solía ocupar: el debir o Santo de los Santos participa de la raíz dbr, «logos», «palabra». Idas las maderas, quemadas sus fibras, pervive aún la memoria del árbol original. Nada preserva mejor el polens de la semilla como el vacío. El gran misterio, la gracia de la Alianza que consistía en ligar los lingüístico a lo seminal, logró conservar esa fuerza co­hesiva que corroboran cuatro mil años de historia y que la savia que circula por la lengua de la Biblia transporta has­ta nosotros.

Como los fenicios, los hititas, o los moabitas, Israel te­nía que haber desaparecido y sin embargo... aún está allí. Las razones de su continuidad exceden los procesos de la

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lógica histórica. Para explicarlo en términos científicos tal vez deberíamos recurrir a esa ley física que dice que nada se pierde sino que se transforma, y agregarle la excepción judía: entre todo lo que cambia y se modifica, hay algo que permanece, llámese tabla periódica de los elementos quí­micos o Tablas de la Ley. Advierto al lector que no soy el primero en trazar un paralelo entre la Torá y el código fundamental de la ciencias naturales. Si resulta difícil en­tender la historia judia en el contexto de la historia univer­sal, es porque esta última tiene un sentido divergente mientras que la primera es convergente. Una cosa es el cómputo de los hechos y otra más difícil su análisis y sen­tido. AI qué o cómo del período exilíaco le sucedió un por qué y para qué del que muy pocos pueblos salen indem­nes, puesto que soportar la tensión del mea culpa e inten­tar corregir en el presente los errores del pasado, presupo­ne una dureza para consigo mismo que no siempre es de­seable, sobre todo cuando se está bien instalado como los judíos babilónicos y no es imprescindible ni obligatorio el retomo. De serlo, todos hubieran abandonado las fértiles tierras mesopotámicas por la reseca Judea. Como sabe­mos, gran parte del pueblo hebreo permaneció en el exilio desparramándose y extendiéndose hasta llegar a la India y a China. Entregándose al medio circundante con igual fer­vor que a sus propias tradiciones, renovadas a través de peregrinaciones y viajes que no cesaron, cesan ni cesaran de llevarse a cabo, puesto que aún vive en el carácter de Is­rael la idea del «pasaje» de una zona a otra, tanto o más fuerte que la promesa de una tierra única para un pueblo único.

En cuando a las tribus desaparecidas, es interesante se­ñalar que para los historiadores judíos su rastro se perdió debido a una mezcla tanto racial como cultural de la que dan un vivido testimonio los samaritanos. Quienes se que­daron en Judea -y hay razones para creer que sólo una élite marchó cautiva a Babilonia- se vieron forzados a ol­

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vidar poco a poco sus tradiciones. Rechazaron las que aportaban los exiliados mientras que éstos, a su vez, los acusaban de un mestizaje que transgredía no solamente re­glas alimenticias sino también las matrimoniales.

Desde la época de Esdras y Nehemías, en el siglo vi a. de C., comienzan a acentuarse las características endogá- micas del Pueblo Judío. La larga ausencia de Jerusalén ha­bía demostrado a los líderes que para sobrevivir como gru­po diferente debían autodefinirse con valentía. Aún cuan­do ese acto implicara discriminación, rechazo de los ma­trimonios mixtos y dolor social, aún así había que insistir en el carácter providencial del Primer Exilio y del consi­guiente retomo. Los profetas anteriores al cautiverio ha­bían dicho que un resto volvería del destierro. Ese «rema­nente», que en hebreo es shar, y del que habla Isaías 10:21 en el siglo vm (¡doscientos años antes de que los babilonios conquisten Jerusalén!) pareciera estar previsto en la me­moria colectiva. Al verse obligada a la rotación de sus sig­nos, ésta los invirtió reinterpretando su propio discurso histórico como un hecho reversible. De Caldea había sali­do originalmente Abraham en los días de Ur, y de Babilo­nia volvían ahora sus descendientes, enriquecidos por la experiencia adquirida.

Si la destrucción del Primer Templo conduce al Pri­mer Exilio, éste engendra la sinagoga. En ella se desarro­llaron nuevas formas de culto que, no siendo específica­mente litúrgicas, afectaron sin embargo a la vida íntegra del judío. La más importante de todas las reformas realiza­da por la sinagoga o casa de estudios enfatiza el sentido cósmico del sábado o shabat, también él (en hebreo es «ella») ligado a la idea del regreso del tiempo más allá de los avatares del espacio. La sinagoga, que en griego quiere decir «asamblea», fue el nombre que se dio en el período helenístico a esa particular manera de reunirse, estudiar y recordar su propia historia, que los judíos crearon y prac­ticaron en Babilonia.

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VI. El Mito del Libro

Mucho antes de que el Islam llamara a Israel el Pueblo de Libro, exactamente mil años antes de que naciera Ma- homa, los judíos habían descubierto la resurrección de la Voz a través de la escritura. Al oír el zumbido como de abejas que producen las letras al contacto de la mente del lector, percibieron la presencia de una miel que si en el presente condensa el perfume de la extintas flores de al­mendro que la gestaron, en el pasado circuló por las ra­mas, el tronco y la raíz de un pueblo que se vive a sí mis­mo como parábola natural de la Creación. «Así será (como la miel) a tu alma el conocimiento de la sabiduría. Si la hallaras tendrás recompensa, y al fin tu esperanza no será cortada». Proverbios 24:13.

¿De qué miel se trata y cuál es la esperanza que no debe ser cortada? La micl.de aquel país en la que fluía jun­to a la leche, la miel cuya virtud tonificante no debe trun­carse ya que es ella la que une al judío a su tierra natal. En aquellos días, una sabiduría que, como la miel, tuviera virtudes terapéuticas y presentadoras, no podía provenir más que de los anales celosamente guardados por los cus­todios del pueblo, sus escribas y sabios. Habían poseído la tierra, la habían abandonado y ahora volvían a ella, del mismo modo que la luz abre el azahar, gesta el azúcar flo­ral, atrae a la abeja (que es deborá en hebreo, derivada de dabar, la «palabra») y se condensa en la miel hasta que el

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soi vea en ella el espejo de su oro líquido, su rostro iniciá- tico.

Bajo la dirección de Esdrás y Nehemías, sacerdotes y escribas trabajaron en medio del segundo contingente que regresó de Babilonia a Judea en la compilación y antología de lo que hoy conocemos por Tora o Pentateuco. Canoni­zados, los libros se volvieron míticos. Sus palabras se con­virtieron en hierogramas cuya regularidad formal -denominada «escritura cuadrada»- impondría el orden religioso judío durante milenios. A esta primera canoniza­ción, que de acuerdo con los Manuscritos del Mar Muerto ha probado ser fidelísima, le siguieron otras en los siglos posteriores. Mientras se levantaban las derruidas murallas de Jerusalén, se erguian otra vez las frases del Libro que las cantara.

El cúmulo de discusiones legales y pronunciamientos de genera­ciones de estudiosos conformaron, paralelamente a la ley escrita del Pentateuco, una Ley Oral adaptándola a las transformacio­

nes y las condiciones de la época.

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El carácter de proclama o estatuto social a la vez que de Ley revelada que Esdras imparte a la Torá, se refleja en el siguiente pasaje bíblico: «Y leyó en el libro delante de la plaza que está delante de la Puerta de las Aguas, desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres y de todos los que podían entender; y los oídos de todo el pueblo estaban atentos de la Ley», Nehemias 8:3. De esta impresionante escena, la tradición rabínica deduce que Esdras es un segundo Moisés, y la analogía es más que evi­dente. Un detalle que figura un poco más adelante en el texto, se refiere al servicio que prestaban al pueblo los «le­vitas Jesuá, Bani y Serebías», y nos indica que esa ayuda consistía fundamentalmente en una traducción del hebreo al arameo, puesto que la mayoría del pueblo no hablaba ya la lengua de David y Salomón.

Esa experiencia didáctica será más tarde tomada muy en cuenta por las generaciones talmúdicas, al punto que cuando se inicie a un niño en el estudio de las Sagradas Es­crituras, su padre o maestro untará una página con una gota de miel en memoria del versículo que alude a la sabi­duría. De ese modo, al naciente amor por el estudio, le co­rresponderá un conocimiento interlinguae que volvere­mos a encontrar en Alejandría y en Toledo, cuya famosa escuela de traductores contó con tantos judíos políglotas. Cuando se dice entonces que los levitas interpretan para el pueblo, mebinim et-ha-am, se insinúa que seguían Heles, aunque en otra dimensión del ser, a ese «pasaje» de una dimensión a otra.

Toda familiaridad con el universo de la traducción apunta hacia un conocimiento mínimo de sintaxis a la vez que fomenta el hábito de una complementariedad mental elástica y reversible, ya que aquello que no está escrito, re­quiere una interpretación paralela y constante capaz de convalidar el tránsito lingüístico. Cuando lo escrito ha de cambiar de ropas, lo oral debe recurrir al cuerpo y a su voz.

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Volveremos sobre el significado de «lo paralelo» cuan­do nos adentremos en el territorio de la Kibala. Por el ins­tante, es suficiente con no perder de vista lo que el período de Esdras y Nehemías representa para la tradición judía. Durante un siglo, que va de la decadencia del imperio per­sa al surgimiento de las huestes macedónicas que acabaron con él, Judea será Yehud, una provincia autónoma gober­nada según sus propias leyes y regida por un sumo sacer­dote. La relativa paz de que gozaron por aquél entonces las comunidades de la Diáspora -en Babilonia y en Egip­to - ayudó a la decantación del trabajo emprendido por la generación de los escribas. La conciencia nacional volvió a fortalecerse. El sentido de un destino singular e intrans­ferible se reflejó en episodios dramáticos como el que des­cribe el Libro de Esther que, aunque de origen dudoso, re­vela con inteligencia y sagacidad las presiones a las que es­taban sometidos en aquella época los hijos de un pueblo que sólo se consideraba siervo de Dios.

Allí, en este texto, aparecen los eternos temas antise­mitas: celos, envidia y malevolencia. Su afortunado desen­lace es recordado mediante la instauración de la fiesta de Purim (que significa «suerte» y revela el clásico agradeci­miento judío por continuar vivos, por superar la crisis). Una interpretación posterior nos dice que en ese lib ro-el único en toda la Biblia hebrea que no menciona al Crea­dor-, Su voluntad está implícita (es decir, «oculta», nistar, palabra que tiene la misma raíz que Esther) Su contenido nos permite ver el grado de dispersión que había alcanza­do el Pueblo Judío en las postrimerías del imperio aque- ménida, compuesto por «ciento veintisiete provincias». El siniestro edicto real promovido por Amán y que por fortu­na no llegó a consumarse, fue comunicado «a cada provin­cia según su escritura».

Los hijos de Jacob hablaban pues, diversos idiomas, pero continuaban unidos, de un extremo al otro del Asia Menor, por aquella lengua sagrada que cifraba su pasado y

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contenía, crípticamente, su destino futuro. De Jerusalén refluyó la corriente innovadora impuesta por Esdras de­lante de la Puerta de las Aguas. Los caminos abiertos ha­cia los cuatro puntos cardinales de la Diáspora eran reco­rridos, durante las peregrinaciones, por judíos ansiosos de conocer la evolución de las academias o escuelas que co­menzaban a brotar en las inmediaciones del Templo re­construido. Temerosos de que las comunidades distantes se diluyeran en sus entornos exiliares, los maestros insis­tían en la primacía de Jerusalén. Al respecto hemos citado ya el papel normativo que ejercía la sinagoga. Cuando Amén alude despectivamente «a las leyes de los judíos», se refiere con toda seguridad a las dietéticas y a las que conciernen al sábado. Josefo describe el régimen vegeta­riano que Daniel y sus allegados seguían en Babilonia. No es que todos los judíos se abstuvieran de comer carne, pero ante la imposibilidad de que los animales fueran sacrifica­dos y bendecidos según estipulaba la Ley, preferían variar la dieta. La Kashruí, que así se denomina el conjunto de constumbres alimenticias que observan los judíos ortodo­xos, proviene de la palabra Kosher que significa «conve­niente». El Levítico y el Deuteronomio contienen y deta­llan lo que puede y no puede comerse. El cerdo, como se sabe, está prohibido por impuro. Los animales sacrifica­dos no deben tener ninguna tara y deben ser inmolados cortándoles la tráquea; la carne debe salarse para quitarle la sangre y nunca debe cocinarse o comerse al mismo tiempo que la leche. Fue el mito del libro el que condujo a la observancia estricta de la Ley. El shabal adquirió con posterioridad a la época de Nehemías, una trascendencia que no había tenido hasta entonces, aunque ya estuviera ordenado respetarlo desde los días del Exodo. Reflexio­nando sobre el tema, el P. de Vaux se pregunta cómo es posible que un pueblo de pastores abandonara sus ganados un día a la semana, y concluye respondiéndose que la idea sabática evolucionó conjuntamente con el pueblo que

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Y se enrollarán los cielos com o un libro.

Isaías 34:4

Las palabras que respectivamente designan «libro» en griego y en latín, byblos y líber, significaron original­mente «corteza».

Svend Dahl: Historia del Libro

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creía en ella. De pastores a agricultores, y de agricultores a comerciantes y artesanos-profesiones ejercidas en Babilo­nia-, los judíos fueron estructurando cada vez más su pe­culiar noción del tiempo. Los efectos psicológicos provo­cados por la frecuentación de la lectura de sus libros sagra­dos, les hacía obvia, muchas veces, la importancia del es­pacio. En menos de cien años pasaron del acto al análisis.

Algo parecido ocurría por entonces en el mundo grie­go. Del mito de Orfeo al orfismo, y de la aventura de los dioses a su explicación por boca de los filósofos como Só­crates y Platón, el mundo del Mediterráneo oriental expe­rimentaba un viraje notable. Estamos en el siglo v a. de C. Según Jaspers, ese fue un período decisivo para la forma­ción de lo que conocemos por humanismo clásico: en él vivieron Sócrates, Buda y Confucio. Nace el método mayéutico simultáneamente en Grecia y en China. El arte de preguntar es tan importante como el arte de responder. El Pueblo Judío, situado entre la vieja Ecbatana y Tarso, viajero de Pumbedita a Elefantina, a la vez que cobrar conciencia de sus propios valores, comienza a prepararse para el gran encuentro con el helenismo. El mundo persa era, como antes el cananeo, parecido al suyo. Pero el uni­verso griego, con su gusto por las técnicas y su tendencia vocálica hacia la apertura, traería al Oriente un conjunto de valores que desde entonces no ha cesado de conmover sus cimientos. Dialéctica, arte y democracia: diálogo, des­nudez y populismo político.

En Esdras y Nehemías hay todavía un resabio teocráti­co que irá democratizándose a medida que el ideal judío se esparza más y más a través de la educación y la lectura. Aunque el pueblo nunca renunciará a la inmanencia de sus aspiraciones sociopolíticas, desde la época persa pre­valece la tradición sacerdotal y trascendente. Tradición que desembocará luego en el Talmud contribuyendo antes a erigir el dique con que los macabeos intentarán desterrar a los descendientes de Alejandro por la rama seléucida.

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cuando éstos opriman y desprecien la cultura judía. La fascinación del helenismo llegó hasta el siglo ll a. de C. En el año 175 a. de C., Matatías, sacerdote de Modiín en Gali­lea, obligado a ofrecer sacrificios en un altar pagano, se negó rotundamente matando al oficial y a un judío renega­do que se disponía a obedecer. Los hechos protagonizados por la familia se narran en los dos libros de los Macabeos, que si bien no son canónicos para los judíos, contienen una fecha simbólica celebrada hasta hoy: Uanuka, «dedi­cación» y purificación del Templo en el año 165 a. deC.

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VII. El Encuentro con el Helenismo

El alfabeto, nuestro alfabeto, es originario de Fenicia, de donde lo tomaron los griegos, quienes a su vez lo deja­ron en herencia a los romanos. Los fenicios, semitas del norte como los hebreos lo eran del sur (la definición pro­cede de la escritura, pero es igualmente válida para indicar el parentesco cultural entre ambos pueblos), no escribían sus vocales. Fueron los griegos quienes, forzados por su lengua hablada a explicitar y representar los sonidos que ese alfabeto excluía, las inventaron. La diferencia entre vocales y consonantes es mucho más profunda de lo que comúnmente se cree: mientras las primeras son libres e in­tercambiables, las segundas simbolizan los límites silábi­cos del lenguaje, su arquitectura fonética.

La mutabilidad vocálica está directamente emparenta­da con la ciencia griega y con el análisis. La persistencia consonántica, con el fervor judío por lo invisible. Si el he­lenismo encama la dispersión de la cultura griega, la dis­persión judía conduce a la concentración de sus creacio­nes culturales. Por un lado, vemos el avance arrollador del gimnasio con su culto al desnudo, y por el otro percibimos los efectos del pudor, el llamado a la modestia, temerosa siempre del endiosamiento humano, cauta y discreta. Cuando Alejandro llegó a Judea en la tercera década del siglo iv a. de C., su respeto por la sabiduría le llevó a incli­narse ante los sacerdotes del Templo de Jerusalén. El Tal-

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Una página del Talmud.

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mud, que recoge algunas anécdotas del gran macedonio, da cuenta de su incontenible ambición aurífera. No obs­tante, ese primer encuentro fue amistoso. Seguro de su he­lenismo, Alejandro no vio la necesidad de imponerlo como lo hicieron más tarde los descendientes de su general Seleuco. Respetó los cultos locales porque para él -discípulo de Aristóteles- éstos significaban al fin y al cabo menos que el conocimiento filosófico, menos que la realidad despojada de ropas de un discóbolo.

Esa política de mutua tolerancia por parte de conquis­tadores y conquistados, continuó ampliándose e interpene­trándose culturalmente en la zona de influencia que tocó en suerte a Ptolomeo, general también él de Alejandro y quien heredó a la muerte de su jefe el Delta del Nilo con sus ciudades y etnias diversas. Hasta la época de la famosa Septuaginta, traducción de la Biblia hebrea al griego ale­jandrino, podríamos decir que el mayor interés, la fascina­ción cultural por el mundo griego provenía de los judíos, radicados desde hacía al menos ocho siglos en Egipto. Pero a partir de la versión de los Setenta ordenada por Ptolomeo Filadelfo (que reinó del 185 al 246 a. de C.), la influencia del espíritu de Jerusalén, el peso específico de su monoteísmo ético, fue cada vez mayor entre los no ju ­díos. Creador del esplendor alejandrino, Filadelfo ordenó también la construcción del gran faro cuyo recuerdo ha llegado intacto hasta nuestra época como una de las mara­villas del mundo antiguo. A esa alta luz que miraba el mar le correspondía aquella otra que escrutaba los corazones: «La Ley es Luz», Torá or, dice Proverbios 6:24.

El politeísmo griego no veía nada malo en asomarse a los misterios egipcios, decadentes por aquel entonces, ni en consultar los textos sagrados de los hebreos. Alejandría era una ciudad cosmopolita en la que, como buenos ciu­dadanos, los judíos comenzaron a participar en los con­cursos atléticos. Para evitar diferenciarse de los griegos, muchos de ellos borraron las huellas de la circuncisión

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medíanle la técnica del epipasmo, olvidando de ese modo el pacto seminal/semántico que la justificaba. En el térmi­no de varias generaciones adquirieron un dominio tan asombroso del idioma griego, que hasta les permitió rivali­zar con los grandes filósofos como lo demuestra la obra de Filón de Alejandría. Fueron comerciantes, médicos, acto­res, marinos y dramaturgos y puesto que contribuían más que cualquier otra comunidad de la Diáspora al manteni­miento del Templo de Jerusalén, nadie allí les exigía de­masiada fidelidad para con los ancestros. Por otra parte, considerando que tas filosofías platónica y neoplatónica coincidían bastante en su intuición del Uno con el mono­teísmo bíblico, concordar una tradición con otra se con­virtió en una cuestión de buen gusto. Sin embargo, no siempre la convivencia era tan fluida como el Nilo: a las tragedias familiares causadas por la asimilación y la con­secuente crítica de los helenizados, venían a superponerse las tensiones causadas por la violación del sábado y la pro­miscuidad que acarreaban los gimnasios.

Para los judíos, la homosexualidad, la sodomía y el desprecio olímpico por los aspectos fecundos del sexo, en­camaban algo que Moisés había prohibido de modo muy explícito en el Levitico 18:3 «No haréis como hacen en la tierra de Egipto, ni haréis como hacen en la tierra de Ca- naán». De allí las frecuentes fricciones interétnicas y sobre todo la división intema que el helenismo provocó en el mundo judío. Prohelenos y antihelenos se disputaban el liderazgo de la comunidad. Mientras los primeros asistían al gymnasioti y al ephebion para cultivar sus cuerpos, los segundos continuaban aferrados a la sinagoga y eran tan estrictos en sus usos y constumbres que, quinientos años después de iniciada la época helenística, Filostrato, un es­critor que habitaba en Roma en el siglo III d. de C., escri­bió: «Esta gente no se mezcla con otra ni para comer, ni en la propiedad, la plegaria o el sacrificio. Están más lejos de nosotros que Susa, Bactríana o la India». Sin embargo, se

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equivocaba porque veía sólo una parte de la realidad so­cial.

En vida de Filón de Alejandría, en pleno siglo i a. de C.. coexistían en Egipto un millón de judíos con siete mi­llones de habitantes de diversa condición y origen. Es im­posible pensar, por lo tanto, que iodos ellos militaban en el exclusivismo ortodoxo. De ser verdad ese juicio, no hu­bieran habido, como hubo, ni soldados ni exploradores ju ­díos. Desgraciadamente la animadversión de Filostrato será recogida más tarde por la patrística griega y por aque­llos que, en todo tiempo y lugar, desprecian lo que no en­tienden. Al helenismo-como luego al mundo grecorroma­n o - le interesaba la pluralidad sincrética en materia de re­ligión y el hedonismo en la vida cotidiana. Al judaismo, en cambio, le preocupaba su misión ética y social. Maes­tros en el pensamiento abstracto y conquistadores acos­tumbrados al mar y al comercio, los griegos chocaban con­tra lo intransigente e irreductible de ese destino ascético acuñado antaño por pastores y labradores. Sólo el genio del cristianismo, y gracias al neoplatonismo bíblico de Fi­lón, buscará la conciliación de ambas vías, transformando al Israel histórico en metáfora ahistórica.

Una anécdota del siglo ll a. de C. recogida por el Tal- mud, nos da ¡dea de la actitud religiosa judia respecto de la cultura griega: «Rabí Meir encontró una granada, comió su interior y tiró la piel». El rechazo era por lo tanto exte­rior, ya que lo que podía ser asimilado sin inconvenientes lo era de buen grado. En cambio, la referencia a la piel es­taba teñida de aprehensión para con el sensualismo escép­tico de los alejandrinos. Esa piel era demasiado tentadora y escurridiza como para que los judíos no le opusieran un mínimo de resistencia. Llevados por un curioso error de interpretación los sabios hebreos juzgaron con desprecio las doctrinas de Epicuro (341-270 a. de C.). De ahí que el término apicoires o epicúreo sea empleado despectiva­mente en el discurso talmúdico. Los judíos ignoraron la

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B ienaventurado el hom bre que halla la sabiduría.

Proverbios 3:13

Pero si es necesario introducir a los judíos en los valo­res del helenismo, también hay que presentar a los griegos el valor eminente de la fe judia. De ahi que la actividad intelectual de Filón tenga una doble vertien­te.

Jean Daniélou: Ensayo sobre Filón de Alejandría

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verdadera médula del pensamiento del maestro de Samos así como, por su parte, muchos griegos nunca llegaron a captar la profunda sabiduría bíblica. Epicuro enseñaba que el placer es el fin supremo del hombre, y que todos nuestros esfuerzos deben tender a conseguirlo. Pero este placer de ningún modo consistía en la exclusividad de los goces materiales sino que apuntaba al cultivo del espíritu y a la práctica de la virtud. Cómo y por qué los judíos vie­ron en esa búsqueda una senda que conducía directamente al homosexualismo y a la perversión, lo explican tal vez su temor atávico a toda transgresión sexual y su desconfianza ante un lujoso hedonismo que, recordaban, había arruina­do tanto a Samaría como a Judea. Todo abrazo entre cul­turas distintas implica una cierta dosis de malentendidos.

Al margen de esta divergencia, el Talmud habla con admiración de la «sabiduría griega». Las palabras de ese origen que figuran en muchas de sus páginas así lo testi­monian: sanedrín viene de synedrion o «concejo»; kategor de kalégoros o «fiscal». En cuanto al arte y la arquitectura, y a pesar de los límites visuales que imponía la tradición bíblica, decenas de sinagogas se adornaban con centauros y nereidas como antes lo habían hecho con querubines. Las ruinas de Dura Europos a orillas del Eufrates, y las de Beit Alfa en el valle de Izreel, cerca de Beit Shean, son un testimonio harto elocuente de esa fascinación cultural que ni siquiera el nacionalismo de la revuelta macabea pudo evitar. Uno de los nietos del valiente sacerdote Matatías, Yohanan, cambió su nombre por el de Juan Hircano, e in­clusive antes del alzamiento guerrillero que tuvo lugar ha­cia el 175 a. de C., el sumo sacerdote de Jerusalén, fervien­te helenista, dejó de llamarse Josué para llamarse Jasón. Cuando en el año 134 a. de C., Simón, otro de los hijos de Matatías, estableció la real dinastía de los Asmoneos, Is­rael recuperó parte de su dignidad nacional sin tener que renunciar por ello a lo que la extraordinaria cultura griega había aportado a Oriente Medio.

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VIII. El Océano Talmúdico

El Primer Exilio o galui babel había logrado «revelar», legalot, a un pueblo que se dispersaba como la espuma bajo las tempestades de la historia, que las generaciones humanas son como «olas», galim: cuanto más se adelga­zan en su curvatura, más nítida es su trama y más salina su concentración. Conocedor de que todos los ríos van a pa­rar al mar ¿cómo podía Israel ignorar que ese mar, en la le­janía, se transformaba en océano? Convertido en naufra­go, su más ardiente deseo fue una isla, por pequeña que fuera, en la que pudiese apoyar sus pies. Sabía que un sim­ple tronco flotante o el resto de una nave le permitirían alentar la esperanza de sobrevivir. Isaías 10:21 había anunciado el desastre y profetizado acerca de la existencia de un «remanente» que volvería a tierra firme: el misterio­so shar iashuv cuyo retomo sería tan arduo como milagro­so.

Un rápido repaso cronológico nos permitirá accederá los que hemos convenido en llamar el océano talmúdico. Entre los siglos vi y lll a. de C., se inicia la tradición oral basada en los comentarios de los maestros acerca de la Torá. Del año 200 a. de C. al 200 d. de C., se los recopila y escribe en la Mishná o «repetición», cuya versión definiti­va se atribuye a Rabí Yehuda ha-Nasí el Príncipe. Entre los años 200 y 400 de nuestra era (que los historiadores ju ­díos suelen llamar «era común»), se compila la Guemará,

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f iX N c u x y i n Y u ^ - r t - i i i m i a a i x x i a n i x »x< i r x i i i iKx i rx>*x y M A A V i o y x t 7 K O N l lX X K O N W H

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Página del Código Sinaitico (Museo Británico), un manuscrito del siglo IV de la versión griega de la Biblia conocida como la

Septuaginia.

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«que completa» la repetición previa. Ambas partes, Mish­ná y Guemará, constituyen así el grueso del Talmud. Ha­cia principios del siglo v se consolidan las primeras acade­mias rabínicas en Babilonia. Así es como existen dos Tal­mudes, complementarios y distintos. Pero será el de Babi­lonia, cuya compilación terminará más tarde, el que ad­quiera mayor importancia cultural y normativa en el seno del judaismo. Del siglo vm al xm. en un período que coin­cide con la expansión del Islam, concluye el ciclo escritu- rístico con la famosa frase que sostiene tres principios bá­sicos y es atribuida a los hombres de la Gran Asamblea: «Sé cuerdo en el juicio, forma muchos discípulos y pon un vallado en tom o a la Ley».

Sin embargo, la geografía espiritual judía, descrita y comentada por sus maestros cartógrafos continuó crecien­do más allá de las vallas. Entre el 1200 y el 1500, en Fran­cia, Rashi de Troyes y sus discípulos escribieron las Tosa- fot o «agregados» al Talmud. Fiel al sentido de convergen­cia que según vimos caracterizaba a la historia judia, ob­servamos cómo una comunidad ya instalada en Europa occidental (a donde llegó tras las huellas de las legiones ro­manas que conquistaron las Galias) recoge el fruto de Ba­bilonia a través de España. Por aquel entonces, el hebreo, santificado por la liturgia y el estudio, servía también de lingua franca permitiendo que los exiliados pudieran en­tenderse entre sí a pesar de las distancias y los diversos am­bientes en los que vivían.

A esta breve sinopsis, hay que agregar una subdivisión interna de la Mishná que consta de la Halajá o comenta­rio a la Ley propiamente dicha, y de la Agadá que se ex­tiende a través de un fantástico meandro de anécdotas, na­rraciones y leyendas folklóricas. A diferencia de la Gue­mará, que está escrita en arameo, la Mishná lo está en he­breo. Un hebreo más analítico que el bíblico, puesto que recoge gran parte de la metodología dialógica griega. Si se quiere dar una idea aproximada del abanico temático del

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Talmud hay que aclarar que la Mishná sola consta de 63 tratados que van desde las reglas agrícolas sobre las «semi­llas» o zeraim, hasta la «higiene» de la mujeres o nidá\ de las «bendiciones» o brajot, hasta el simbolismo del «sába­do» o shabaí. Verdadera enciclopedia, pero también ma­nual de vida, minucioso hasta la exasperación, con una buena dosis de humor y algunas gotas de delirio y ensueño en sus miles de páginas, el Talmud constituye una de las obras literarias más ambiciosas e insignes de la humani­dad.

Como el del Pueblo Judío a partir de la oficialización del cristianismo, el destino del Talmud ha sido azaroso y trágico. El primer intento de prohibición del que se tenga noticia, se atribuye al emperador Justiniano, quien en el año 553 y en su novella 146, decía: «Lo que se llama por ellos (obsérvese el tono despectivo) Mishná -deuterosis-, la prohibimos en todas partes por no estar contenida en los libros sagrados.» Se trata de una diferencia canónica que, nos atrevemos a sugerir, fue más perjudicial para la cultura de Occidente de lo que éste mismo supone. La sa­biduría judía, tamizada por el pensamiento griego, de ha­ber sido asimilada por Europa tal como lo pretendía el humanista Reuchlin en el Renacimiento, hubiera contri­buido en mucho a que su historia no fuera tan cruel ni tan omnipotente.

Pero «la auténtica persecución del Talmud-escribe en el prólogo a su espléndida traducción de la Mishná el profesor Carlos del Valle- tiene lugar del siglo xm al xvill.» Las causas de esta prolongada prohibición hay que buscarlas en las acusaciones que lo judíos conversos hacían a sus antiguos correligionarios. Pluspapistes que le Pape, aquellos acusaban al Talmud de contener pasa­jes irreverentes para con el cristianismo. De modo tal que, cuando no era quemado, el libro debía someterse a la censura y al nihil obstat eclesiástico. Al respecto, existe un dato significativo que a nuestro juicio tiene carácter de

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substitución simbólica: el nombre de Roma, relacionado la mayoría de la veces con el período precristiano de esa ciudad, debió ser reemplazado por el de Aram (Mesopota- mia) o Paras (Persia). Como se sabe, los ganadores escri­ben la historia, pero una interpretación psicoanalítica de ese reemplazo demuestra hasta qué extremo el imperialis­mo romano seguía vivo en toda su terrible omnipotencia, y hasta qué punto no podía soportar que los descendientes de aquella Judea Capta siguieran haciendo oír su voz para recordarle al mundo su crueldad.

Era cierto que los judíos habían perdido el poder polí­tico y la tierra natal, era cierto que estaban dispersos por el ancho mundo (aunque no precisamente a causa del «deici- dio» que postulaba la Iglesia ya que según hemos visto, el exilio babilónico es muy anterior al nacimiento del cris­tianismo); era cierto que en su mayoría no trabajaban ya el campo (porque se lo prohibían); era cierto que ejercían la usura (porque los obligaban), pero también era y es cierto que frente a la humillación su voluntad continuó inque­brantable y su identidad se mantuvo tal alta como su me­moria durante casi ochocientos años, precisamente gracias al Talmud, detrás de cuyo vallado vivieron encerrados a pesar de la breve pero fecunda apertura hispanoárabe. Sí, los judíos no habitaban ya una tierra sino toda la tierra. Heridos, continuaban sangrando la luz de la Torá.

De aquel pretérito «pasador» llamado Abraham, y de los levitas-sin-territorio-fijo de la Biblia, que hacían comprender al pueblo lo que decía su Ley, los judíos se transformaron poco a poco en los perfectos intermediarios entre culturas distintas. La dualidad nacida en Babilonia en época de los rashei galuta o representantes de la comu­nidad en la Diáspora, eran tanto más efectiva cuando más diferenciaba las leyes del país-respetadas por los judíos en toda época y lugar salvo cuando se trataba de «adorar» a un hombre, fuera éste emperador y se llamara Calígula o fuera el Hijo D ios- de aquella otra Ley cuya estricta ob-

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Siete son ios atributos del sabio: no habla ante quien es mayor que él en ciencia y edad; no interrumpe a su prójimo; no se apresura a responder; habla del objeto de la conversación y responde según la regla, al pri­mero por lo primero, y al último por lo último; confie­sa su ignorancia por lo que no sabe y dice siempre la verdad.

A yo( 5: I0

El Talmud es... el producto de un milenio de actividad intelectual, espiritual y cultural.

Morris Adler. El Mundo deI Talmud.

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servación aseguraba generación tras generación la conti­nuidad del pueblo que la había recibido en Sinaí. La Bi- bilia era el eje de esa rueda que la Halajú o «camino» reco­rría a través del Talmud. Al igual que el cubo de esa rueda y como antes en el Sancta Sanctorum del Templo de Jeru- salén, el radiante vacío continuaba operando. Allí donde diez judíos se reunían en un minian, allí mismo volvía a escucharse el eco de la Voz persistente y bello como un salmo.

A lo largo de diez siglos, los bordes del océano oscila­ban entre el Midrash o «exégesis» del Pentateuco, y los Pirké A voí o «Sabiduría de los Padres».

Entre los grandes maestros cuyos nombres ha conser­vado el Talmud sobresalen los de Hillel y Shamai. De ellos descienden Gamaliel y San Pablo. De las muchas ge­neraciones que destilaron y transmitieron el conocimiento que el pueblo tenía de sí mismo, las más importantes se conocen por los nombres de tanaítas (período grecorroma­no); amoraítas (período parto-sasánida); saboraítas (perío­do bizantino); gaonitas (período islámico); poskim (perío­do feudal-europeo); maharils (período renacentista); pil- pulista o polemistas (período moderno), y, finalmente, los herederos de las academias de Vilma o Varsovia que toda­vía hoy continúan su tarea en New York e Israel sacudién­dose las cenizas aún calientes del Holocausto nazi.

Como prueba de la sencilla sabiduría contenida en el Talmud, transcribiremos algunos de sus pasajes más fa­mosos; «Rahí Janina ben Dosa dijo; Todo aquel que se de­leita en el espíritu de sus semejantes, es objeto de deleite para el Espíritu que está en todas partes». «Donde no hay harina no hay estudio de la Ley» enseñó Rabí Eleazar Ben Azarías, «y donde no hay Ley no hay harina». Hillel de­cía: «Quien no aumenta su saber lo destruye.» Y también; «Quien no aprende se somete a la muerte.» José, hijo de Yoezer de Zeredah, decía: «Que tu hogar sea la casa donde se reúnen los sabios. Siéntate en el polvo de sus pies y bebe

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con avidez sus palabras». Y por último, una frase del már­tir, del fiel Rabí Akiba: «La muralla de la sabiduría es el silencio».

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IX. El Segundo Exilio

Roma, heredera de las tierras conquistadas por Alejan* dro en el Mediterráneo oriental, aprovechó la disensión existente en el seno de la dinastía hasmonea que reinaba en Jerusalén para enviar allí al general Pompeyo. Habien­do conquistado Siria éste se hallaba en ese momento en Damasco. Expeditivo, resolvió la disputa convirtiendo a Judea en provincia romana. Fue así como acabó la inde­pendencia que con tanto esfuerzo labraron los macabeos. De reyes, los hasmoneos se convirtieron en etnarcas, es decir, en meros delegados que obedecían las órdenes de Roma.

A pesar de la brusca clausura de la época hasmonea, durante ese breve período de recuperación nacional se afianzó el Sanedrín o Consejo Supremo que contaba con 71 miembros. En él estaban representados los dos partidos o fracciones cuyos ecos, aunque deformados, se perciben en el Nuevo Testamento. Los fariseos y los saduceos te­nían más puntos en común que divergencias. La influen­cia griega, que de algún modo había relegado lo religioso a una cuestión de puro orden intemo (así lo reconocían y preferían los romanos) tendía a considerar lo político o la razón de estado como algo ajeno al ritual o la fe. Para los fariseos, empero -que procedían de los estratos más demo­cráticos e idealistas de la sociedad judia de la época- la postura acomodaticia de los saduceos traicionaba los inte­reses del pueblo. El oportunismo aristocrático de estos úl­

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timos postergaba las aspiraciones éticas de los hijos de Is­rael. Una tercera tendencia la constituía el movimiento de los zelotas, enemigos radicales del poder romano. Una cuarta, se encerraría en Qumrán en torno a la idea mesiá- nica de un Maestro de Justicia a quienes los esenios atri­buían el principado de la luz.

Los fariseos o «separados» son un fenómeno típico de lo que la historiografía judía llama el período del Segundo

Moneda romana en conmemoración de la victoria sobre los ju ­díos. La inscripción reza "Judaea capta"(Jadea subyugada).

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Templo. Su nombre mismo procede del verbo lefaresh que significa «explicitar», «analizan». De modo que pode­mos considerarlos sin duda herederos de Esdras el escríba y de la escuela de levitas que hacían comprender al pueblo los múltiples significados de la Ley. Este es el grupo del que nacerán los rabinos o rabanitas (de rab, «mucho», «el que sabe mucho»). En cuanto a los saduceos, éstos se re­clamaban herederos de Sadoc el sacerdote, ungidor del rey Salomón. Real o simbólica, la filiación denota una ape­tencia de poder así como también la creencia en una jerar­quía aristocrática que no podía sino chocar con el «labo­rismo» de los fariseos, en su mayoría artesanos, campesi­nos y pequeños comerciantes. Los zelotas, continuadores de la causa macabea, querían por su parte liberar a Israel del yugo romano y fueron - a pesar de su desesperado he­roísmo- quienes más contribuyeron a la caída de Jerusa- lén en el 70 d. de C. Su nombre hebreo era kanaím, de kaná, «celar», «ser celoso». En cambio, los esenios o isilm, «recolectores» (asimá es «guardan», «coleccionar») se replegaban sobre las sagradas escrituras, abstenían de todo contacto sexual, eran místicos y contemplativos. Dis­ciplinados y piadosos, se piensa que de sus filas surgieron Juan Bautista y Jesús.

De las cuatro facciones, sólo una conseguiría sobrevivir al Segundo Exilio. Ligados a la diáspora babilónica, y en tanto parte integral del pueblo judío, los fariseos daban más importancia a la ética que los saduceos, pero su pie- tismo no era tan obsesivo como el de los esenios. ni su na­cionalismo tan intransigente como el de los zelotas. A los esenios se los tragó el polvo del desierto y tal vez la trage­dia de Masada (73 d. de C.), orgulloso baluarte judío que durante tres años resistió a los romanos en el desierto de Judea. Mientras una de sus ramas se constituyó, tal vez, en la secta judiocrístiana de los primeros siglos de nuestra era, girando en tomo a la figura de un rabino de la Galilea, la otra se dedicó a ocultar los manuscritos de su scriptorium

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en las secas y hondas cuevas que bordean al Mar Muerto. Los saduceos, ligados a la familia de Herodes el Grande y a sus descendientes casi por inercia, nunca se ganaron el fervor del pueblo. Los antiguos zelotas, agrupados por su líder Bar Cojba o «hijo de la estrella», iniciaron por su parte una revuelta en época de Adriano (117- 138) y lo­graron, mediante algunas victorias, entusiasmar a sus compatriotas menos decididos. El motivo del alzamiento revela a las claras la capacidad represora del aparato im­perial romano: se prohibió la práctica de la circuncisión bajo pena de muerte, al mismo tiempo que se ordenaba, después de reducirla a ruinas, la reconstrucción de Jerusa- lén con el nombre de Aelia Capitolina. Sobre los humean­tes restos del templo, un santuario pagano fue dedicado a Júpiter. Inconexo, poco duró ese brote nacionalista: des­pués de una admirable y terca resistencia cayó Betar, la úl­tima fortaleza judía (I3S). La leyenda quiere que esa des­gracia ocurra -com o las anteriores y para que el pueblo no la olvide- el nueve del mes de Av (julio - agosto).

Los sobrevivientes del desastre fueron a sumarse, en calidad de esclavos, a los que ya habían sido vendidos por Tito en el año 70. Las islas griegas, el valle de Nilo, la Me- sopotamia. la Galia, Germania e Hispania conocieron un flujo continuo de refugiados a lo largo y ancho de las rutas imperiales. Mientras tanto, los judíos de la Diáspora, que habían acompañado el dolor de sus correligionarios, co­municaron a éstos aquella forma de vida mediante la cual, a pesar de las distancias, a pesar de su condición de mino­ría étnica, a pesar de la permanente influencia de los goim o «naciones» entre las cuales se hallaban dispersos, aún era posible seguir siendo fiel a la Alianza. De qué manera y hasta qué punto, fue la responsabilidad que tomaron a su caigo los rabinos.

En época de Herodes fue nombrado cabeza del Sane­drín Hiliel el Anciano, quién según dijimos anteriormente era uno de los grandes maestros fariseos que cita el Tal­

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mud. Hillel procedía de Babilonia y era tan famoso por su sabiduría como por su bondad. Uno de sus discípulos. Rabí Yojanán ben Zacai, estaría llamado a ser «el resplan­dor» que iluminó el camino entre el fariseísmo tradicional y el naciente rabinismo didáctico. Cuenta la leyenda que salió de Jerusalén -entonces sitiada por las tropas de Tito-oculto en un féretro, puesto que los zelotas amena­zaban de muerte a quien abandonara la lucha y Yojanán ben Zacai se oponía al conflicto armado contra Roma. Habiendo solicitado de Tito Vespasiano el permiso para fundar una escuela (paralela a las que ya existían, aunque de modo aún incipiente, en Babilonia), ben Zacai agrupó en Yavne-Iam a los mejores maestros de su tiempo, sen­tando allí, en esa pequeña ciudad costera, frente al azul Mediterráneo, las bases del judaismo temporal. Como Es- dras en el siglo vi a. de C., Yojanán ben Zacai en el siglo l d. de C. apeló a la codificación y al fervor intelectual de su pueblo para transferir el sacrificio templario a la esfera de la caridad cotidiana. Enfatizando las buenas obras y ayu­dado por sus discípulos -en tre quienes se contaba el famo­so Raban Gamliel II, descendiente de H illel- estableció definitivamente el canon bíblico dividido en veinticuatro libros. Para entonces, el Sanedrín había cambiado de orientación. Los saduceos, poderosos en los días de Pom- peyo y aún después, habían cesado en sus atribuciones sacerdotales con la destrucción de Jerusalén dejando en manos de los fariseos el detino cultural de Israel.

La transcendencia de esa muerte iniciática protagoni­zada por «el resplandor», contaba con el precedente de un exilio doble que al multiplicar el menos de la desgracia re­ciente por el menos de la desgracia pasada, producía el más de la sublimación. Desde esa época, y muy especial­mente después del fracaso de Bar Cojba, a consecuencia del cual pereció mártir Rabí Akiba, el mesianismo reden­tor fue decantándose en dos direcciones al principio entre­lazadas y luego claramente opuestas. Para los judíos, el fu­

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turo Mesías nunca seria confundido con Dios. Para los ju- deo-cristianos, era Dios mismo hecho hombre el que ha­bía comenzado ya a salvara la humanidad mediante la Pa­sión, Muerte y Resurrección de Su hijo Jesús. En un caso, se trataba de una muerte simbólica (la de Yojanán ben Za- cai), que conducía a la vida real, y en el otro, de una ago­nía real (la del Nazareno) que se vivía como simbólica. Durante al menos dos siglos, ambas comunidades, en Pa­lestina y en la Diáspora, hicieron un camino similar en re­lación a los excesos del poder romano: lo respetaban por fuera, pero por dentro abominaban de su circo, su vesanía y su decadente paganismo. Aquéllos no eran los días de la seducción griega, a pesar del helenizantc Adriano. Las olimpíadas habían sido substituidas por juegos crueles y sádicos. Sin embargo, en el siglo IV, al llegar Constantino (274-337) al poder, se promulgó un edicto de tolerancia para con los cristianos, quienes en poco tiempo pasaron de ser una modesta secta desgajada del judaismo a gozar de los privilegios de una religión de estado. Roma cambiaba la espada por la cruz.

Para los judíos, que sufrieron los efectos de la transfe­rencia discriminatoria cristiana, Roma se convirtió en Edom, el enemigo arquetípico. Para los apóstoles, en cam­bio, se transformó en el centro de una nueva fe cuyo máxi­mo e inocente deseo era hacer cumplir las profecías de hermandad fraterna que postulaba la Biblia hebrea y co­rroboraba el Nuevo Testamento. Si se piensa en lo que ya hemos mencionado en relación a la polaridad lingüística hebreo-griega, se comprenderá más fácilmente la historia esotérica e interna del judaismo, prácticamente hasta la moderna creación del Estado de Israel, y la expansión exo­térica del cristianismo helenizado que, como religión uni­versal, al menos en el plano teológico, trascendía las fron­teras geográficas y olvidaba lentamente sus orígenes zahi­riéndolos, cuando no deformándolos, en la persecución del pueblo de la Primera Alianza. Abandonadas la circun­

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cisión y las costumbres dietéticas, trasladado el ritual sa­bático al domingo (San Ignacio de Antioquía, hacia el año 110, se refiere a un «pasaje de lo que es viejo a la novedad de la esperanza. No observando más el shabat sino vivien­do según el domingo.»); acusados los judíos de «deicidio» desde y por el poder, no les cupo más que cerrar filas, tem­plar su carácter y esperar paciente y dolorosamente a que aquel Segundo Exilio fuera el último. Por su parte, el Tal­mud y el estudio de la Torá conservaron el judaismo en estado latente y no «fósil» -com o dijera despectivamente Toynbee.

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X. La Era de los Filósofos

Hemos visto que los judíos de Alejandría sufrieron la influencia directa y pluralista de la civilización griega, en tanto que los de Babilonia lograron mantenerse más fíeles a su identidad ayudados por el esplendor de las academias de Sura y Pumbadita, en las cuales sonaba el arameo y re­sonaba el hebreo. Tras la división del imperio romano, Bi- zancio extendió las fronteras del cristianismo y adoptó una actitud crítica para con los hijos de Israel. En la lejana Mesopotamia, en cambio, los reyes sasánidas fueron más tolerantes con los judíos y nestorianos, por lo que Rab As- chi (325-427) pudo dedicarse a implementar un programa de estudios que, basándose en los trabajos iniciados en Yabne-Iam por la escuela de Yojanán ben Zacai, y desglo­sando lo que un siglo y medio antes había transcrito Rabí Yehuda ha-Nasí el Principe en la Mishná, abrió el perío­do de los saboraítas, quienes a su vez cerrarían la Guema- rá. Mientras el destino de los judíos en Occidente era ame­nazado por la insidia teológica de obras como el Traciatus Adversus Judeos de San Agustín, cuyos efectos ardían como pólvora hacia tierras de francos, celtas y demás bár­baros que se levantaban sobre las ruinas coloniales de Roma, en Oriente, desde Persia a la India, se dejaba sentir el poderoso influjo de los exilarcas o rashei galula con su corte de sabios y doctores. Cuando surge el Islam, en el si­glo vil, los gaonitas relevan a los saboraítas y dan por con­cluida la escritura del Talmud. Claramente conscientes de su situación diaspórica pero orgullosos de su herencia, los

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judíos se mezclarán no siempre en igualdad de condicio­nes con los miembros de ejércitos musulmanes avanzando con éstos en su camino hacia el oeste, e iniciando una co­laboración cultural que durará ocho siglos.

El arte de las responso florece a partir del siglo vil: des­de todos los confínes del mundo conocido los judíos escri­ben a Babilonia para recabar nuevos datos acerca de la Ley y su correcta interpretación. Las respuestas no se ha­cen esperar y así, mientras Occidente y el Islam comien­zan sus respectivos monólogos, los judíos dialogan habi­tuados a la participación y a la distancia. Poco después, mediando el siglo VIII, cuando ya los árabes llevan casi un siglo en el poder, surge en Oriente una secta herética que causará una nueva conmoción dentro del judaismo: los caraitas (de cará, «lector», «lectura») rechazaban las tra­diciones orales y por consiguiente el Talmud. Ateniéndo­se únicamente a lo escrito, como los samaritanos siglos an­tes no alcanzaron a entrever la doble naturaleza de la vida judía de la época. Por su parte, los cautos foijadores de la tradición oral, sabían a qué había conducido la literalidad mesiánica. Los cristianos ¿no convirtieron a su maestro en un semidiós cuando no en Dios mismo? Leer era el deber de todo judío culto, pero interpretar lo leído era responsa­bilidad del sector más representativo de la comunidad, de su Sanedrín intemo (el externo había desaparecido en la primera época bizantina). Nos referimos a los rabanim o sabinos que, precisamente por no tomar el texto al pie de la letra, eran maestros y no sacerdotes. El ejemplo más no­table de este nuevo tipo de líder lo constituye Saadia ha- Gaon (siglo X). Tanto su estilo como el carácter de su obra consolida el modelo de lo que ha de ser la espiritualidad judía -exceptuando el relámpago renacentista- hasta el si­glo xviii. Dedicándose con igual pasión a la exégesis (he­rencia farisea) que a la filosofía de la religión, Saadia escri­bió en árabe, como habrían de hacerlo más tarde Maimó- nides e Ibn Ezra.

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Por uno de esos cíclicos milagros que articulan la larga historia de la supervivencia judía, Hasdai ibn Shaprut (915-970) fue el encargado de tender un puente entre el úl­timo suspiro de las academias babilónicas situadas en el sector este del Islam, y el sector oeste que alcanzaría un notable esplendor durante el reinado del califa Abd el- Rahman III. Siendo médico de la corte y ministro de asun­tos exteriores del califa, Shaprut logró interesar a su señor en la fundación de una academia rabínica en la ciudad de Córdoba. En ella enseñaron, iniciando así la famosa lor hazzav o «edad de oro» judeo-española, Moisés ibn Ha- nok, Menajem ibn Saruq y Dunash Ibn Labrat. Jasdai, imitando a los califas, promovió y financió el trabajo inte­lectual y cultural de sus correligionarios, quienes no tarda­rían mucho en interesarse por otras esferas del saber. As­tronomía, matemáticas, lingüística y filosofía vinieron a sumarse al ya tradicional estudio del Talmud- Torá.

Las traducciones se volvieron imprescindibles para re­cuperar lo poco que quedaba de la monumental biblioteca de Alejandría. Ya a principios del siglo vm, Masarjis de Basra, un médico judío, dedicó muchas horas a traducir del griego y el siríaco (hablado por los nestoríanos de reli­gión cristiana, herederos de Bizancio) al árabe. Se trataba de obras de medicina que, como era natural entonces, con­tenían incipientes tratados de mineralogía y de botánica. Masarjis será el primero de un linaje de maestros-médicos cuyo exponente más luminoso es Maimónides. Del siglo X al xiu, mientras en la zona cristiana de España los judíos conocen restricciones, en la musulmana alcanzan cotas sublimes de poesía y discernimiento. Por vez primera des­de los días de la Mishná, los poetas judíos vuelven al he­breo sin dejar de escribir por eso en árabe. Los hijos de Is­rael tenían más en común con los pueblos orientales que con los occidentales, ya que a pesar de la discriminación establecida por ley del dhimmi, impuesto obligatorio que pagaban los fíeles del Libro (judíos y cristianos), los mu­

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sulmanes creían en un Dios Unico, ni trino ni representa­ble. Paralelamente, la distancia entre las lenguas árabe y hebrea era menor que la existente entre ésta, el latín y las lenguas romances. Los nombres más destacados en esa constelación de poetas, astrólogos y médicos judíos de la España medieval, son: Samuel Ibn Nagrella, Shlomo Ibn Gabirol, Bahya Ibn Paquda y Yehuda ha-Leví, para el pe­ríodo que Millás Vallicrosa denomina de florecimiento. La época de Maimónides (siglo til) será la de madurez, y la de Moisés ben Nahmán o Nahmánides de Gerona, será la de fatiga y angustias debido, sobre todo, a las forzadas po­lémicas (como la famosa disputa teológica de Tortosa) que la Iglesia imponía en la zona cristiana a los judíos.

El período previo a la expulsión, comprendido entre los siglos xill y xv, es, simultáneamente al de la decaden­cia del Islam, el de los grandes éxitos de la Reconquista, el que da nacimiento al monumental Zohar y a las escuelas de Kábala de Zaragoza, Toledo, Barcelona, y tantos otros enclaves españoles. Frecuentemente, los alborotos antiju­díos, producto tal vez de esa posición intermedia que Is­rael ocupaba entre cristianos y musulmanes, mermarán las fuerzas de las comunidades, debilitadas ya aunque más lentamente que en Alejandría por el racionalismo de la fi­losofía griega. Maimónides fue el primero que intentó, en su «Guía de los Descarriados» o Moré ha-nebujim, con­ciliar revelación con razón, la Biblia con Aristóteles. Cu­riosamente, ese esfuerzo fue mejor aprovechado por los cristianos que por los judíos, quienes en su época lo acusa­ron de escéptico. Que la ciencia demostrara o corroborara lo que decía la religión era, para ciertos sectores místicos dentro del judaismo, como volver a Filón y dedicarse a es­pecular en lugar de rezar y ejercer la caridad.

Perseguido por los cristianos y criticado por los judíos, Maimónides se entregó con resolución a su obra rabínica: Entre los 23 y 33 años concluyó su «Libro de la Elucida­ción» o Kitab-al-Siray, comentario a la Mishná. Pero su

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obra más trascendente, destinada a tener un peso enorme dentro de la escolástica judía, es la Mishné Torá, o «Nue­va Ley», llamada también Yad Jazaka o «Mano Fuerte», a causa de sus catorce capítulos o secciones. En ella con­vergen la lógica griega, sistemática y nítida, y la exégesis judía inaugurada por Rabí Yehuda ha-Nasí, tradicional y analógica.

La filosofía, que busca el conocimiento por sí mismo, mereció siempre la sospecha de la religión, cuya fe postula la entrega y la obediencia. Prometeo y Adán sufren a cau­sa del fuego y el conocimiento, de modo que para evitar quemarse y pecar, insinúan las iglesias, es preferible mol­dear la mente sobre un canon establecido de una vez y para toda la eternidad. Para los opositores de Maimónides no había conciliación entre lo que consideraban humano - la filosofía- y lo divino - la Ley-, Entre tanto, el sabio cordobés trascendía ese dualismo reduciéndolo a una sim­ple cuestión de perspectiva. Santo Tomás de Aquino y Al­berto Magno heredarán de él la valla apolínea que conten­ga el cristianismo dionisíaco de San Francisco de Asís. En esa época (siglos XIII-XIV-XV), es Aristóteles quien lleva ventaja a su maestro Platón. El empirismo es paralelo al incipiente desarrollo de las nuevas técnicas. Las summas brotan en Europa como antes lo había hecho el Talmud en Babilonia: para cercar, podar y cuidar la ley. Lo abs­tracto triunfa sobre lo concreto. Lo polivalente de las tres religiones, por ejemplo, sufre el embate de un catolicismo monolítico que suma para restar, contrariamente a lo que había hecho Yehuda ha-Leví de Tudela en su Kusari: re­mitir los tres ríos a su fuente, Dios, océano de sabiduría y misterio.

Leído a través de sus discípulos, los neoplatónicos, el genio de La República, el mago de la palabra, inagotable en imágenes y sublime en ideas, seguía sin embargo vivo en las corrientes místicas musulmana y judía que habían tomado su primer contacto con Platón en la Alejandría de

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los gnósticos. Kabalistas y sufíes españoles se entregaban, en plena Reconquista, a una filosofía más efusiva que la de Maimónides, aunque -desde el punto de vista de la orto­doxia- tan peligrosa como la del cordobés. Sus especula­ciones no eran sistemáticas sino poéticas. Yuxtaponían, como se lee en los textos del Zohar, pasajes y versículos. Antes que el orden buscaban, a través de la lengua hebrea, las causas espirituales y fantásticas que justificaban la per­durabilidad de las Sagradas Escrituras, y, sobre todo, la constancia existencia! del pueblo que las había recibido.

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XI. El Renacimiento

Aunque los judíos se radicaron en Roma poco después de la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70, y continuaron haciéndolo en el resto de Italia en los siglos subsiguientes, sólo hacia el primer Renacimiento vemos una revaloración de sus tradiciones desde Fuera de la co­munidad. Muchos se habían adaptado al medio desapare­ciendo en el fragor de las invasiones bárbaras. Otros, se ha­bían cristianizado por interés o por la fuerza. Dos hechos casi paralelos modificarán esa situación de olvido cuando no de indiferencia para con el propio pasado cultural: en 1453 los turcos toman Constantinopla y muchos judíos de las islas griegas suben por el Adriático hasta Ravenna y Venecia. Treinta y nueve años más tarde, al producirse la expulsión de España, los hijos de Israel cruzan el Medite­rráneo hacia Livomo y Nápoles, iniciando así ese fermen­to ideológico que los humanistas italianos -com enzando por el conde Pico della Mirándola y por León Hebreo o Judá Abarbanel, refugiado español y autor de los famosos Diálogos de Amor- aprovecharán más que ningún pueblo de Europa en el siglo XV.

Florencia fue a la ya vieja Italia lo que Alejandría a Egipto. Su academia neoplatónica, liderada por Marsilio Ficino, mostró hacia la tradición hebraica y en especial hacia la Kibala, un interés creciente. La simetría entre los diálogos platónicos y la obra de León Hebreo era evidente. Ambos pensamientos, el griego y el hebreo, estaban desti-

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PHILOSOFHIE

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HEDREV:Cootenant Ies grande fe baotf pnioA%.

def.jucls el le traite, tant pour le» cholea Morales 3c N^turcüc;.que potar lea dt« oinci fe fupenuturcílcs.

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Portada de la edición francesa de los "Diálogos de amor” de León Hebreo. Una de las obras filosóficas más populares del re­

nacimiento. de evidente simetría con los diálogos platónicos.

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nados a encontrarse varias veces a lo largo de su mutua historia, pero jamás de modo tan brillante como en la mente del Mirandulano. La situación de los judíos en la Italia católica, donde vivían y promulgaba leyes el Papa­do, nunca había sido fácil. Mientras Sicilia perteneció a la Corona de Aragón, también de allí se expulsó por decreto real a los judíos. A pesar de ello el único país que comen­zaba a plantearse la civilización como algo plural, diverso, modificable, elástico y con perspectivas, era Italia. Al espí­ritu de la Reforma, exceptuando el genio de Erasmo de Rotterdam, le faltaba algo mediterráneo, solar, libre. En cuanto a la Contrarreforma, compañera inseparable de la Inquisición, había cometido el pecado de omnipotencia y la frialdad teológica que la animaba veneraba más el fuego destructor que el creador.

El Renacimiento, que buscaba en lo grecolatino un cuerpo escamoteado por la Iglesia, no podía sin embargo deshacerse así como así de la tradición cristiana. El na­ciente humanismo criticaba, como antes lo había hecho Dante, el significante, no el significado. Ansiaba encontrar las claves del mensaje, su lógica intema, su origen real.

De modo menos religioso que a la Reforma, a los hu­manistas italianos les interesaban los hechos y sus causas. La búsqueda arqueológica, iniciada por Petrarca en el siglo xiv, debía ser fiel a los estratos revelados por la excava­ción si quería ser fructífera. Para Pico, esos estratos -com o antes para Yehuda ha-Leví- encamaban a las sucesivas culturas cuyas principales ideas llevaban al mismo centro por distintos caminos. Pero conceder a la K ibala el mis­mo valor que a los libros canónicos cristianos; explicar un verbo por otro, un símbolo por otro, era un cambio dema­siado radical para el pensamiento europeo del siglo XV. Un atrevimiento que ni siquiera al conde se lo toleró la iglesia.

De cualquier modo, a pesar del ascetismo de un Savo- narota, a pesar de la Inquisición y la Contrarreforma, un

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Nuevo Mundo estaba por nacer, hambriento y curioso. A la disección Leonardina le correspondía el análisis lingüís­tico de Ficino, la búsqueda de la Harmonía Mundi o la Pax Philosophica que proponía Pico. Para los judíos, aquella oportunidad era única porque podían demostrar al mundo gentil que si bien el judaismo había dado luz al cristianismo, no había muerto en el parto. Todavía conte­nía y producía dentro de sus propios alambiques una lite­ratura espiritual digna de ser tomada en cuenta. Las crea­ciones de los poetas y filósofos hebraicoespañoles, comen­zando por la de León Hebreo y siguiendo por el Zohar. afectaron profundamente el desarrollo ulterior del huma­nismo. Mientras en España se queman las versiones ver­náculas de la Biblia o bien se prohíbe su publicación du­rante el reinado de los Reyes Católicos, poco después de la expulsión, en Ferrara, en el año 1553, los judíos Abraham Huesque el portugués y Yom Tob Atias el castellano tra­ducen la Torá al español del siglo XV, conservando curio­sos arcaísmos que dan una idea bastante clara de otro ras­go característico del pueblo de Israel en su larga Diáspora: acostumbrado a la fidelidad, conservan hasta lo que no es suyo.

Tal vez comience allí, en Ferrara, lo que Moisés Men- delsshon definirá más tarde como «judío en casa y alemán en la calle». En cierto modo, la conversión forzada, la vida secreta de los marranos, así lo exigía. Traducción y vuelta a los orígenes indican que en el Renacimiento, lo que de verdad estaba ocurriendo era una segunda salida al mundo gentil (la primera fue en Alejandría); una salida cuyos éxi­tos ya no dependían directamente del poder religioso sino del entendimiento humano, de la razón. Aún cuando fue­ran pocos los judíos que se daban cuenta de ese proceso de doble asimilación, sus oficios cambiaban, ya no eran los de España o los de Babilonia. En Italia los prestamistas y banqueros eran florentinos y más tarde Lombardos o Ge- noveses. Tampoco integraban una comunidad monolítica.

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Se los denominaba precisamente (re nazioni incluyendo en esta definición a los judíos de origen italiano, a los se­fardíes procedentes de España y a los ashkenazies origina­rios de Alemania. Los primeros fundaron, junto a los cris­tianos, la Universidad de Ñapóles en el siglo xm. Los se­gundos, llegados en el siglo XV, trajeron el alto nivel médi­co de la España musulmana y la filosofía Averroísta. Y fi­nalmente los terceros aportaron la mística y el fervor de los discípulos de Rashi. Así fue como Italia reunió por vez primera en tom o a la naciente sociedad capitalista a los judíos del norte y del sur. Hay un hecho curioso que debe destacarse: en ese país la persecución antijudía nunca fue sistemática... hasta las leyes raciales impuestas por Hitler a Mussolini.

El Humanismo agregó, a su devoción por las lenguas clásicas, el amor por el hebreo, hasta entonces estudiado exclusivamente en los conventos. Pero sólo estamos en el comienzo de un movimiento laico que se generalizará dos siglos y medio más larde y que alcanzará la cima en pleno siglo de las Luces. Todavía en el año 1555, en las zonas de legislación papal, ningún judío podía poseer inmuebles. Todos debían usar distintivos amarillos y las mujeres ve­los del mismo color. Era obligatorio adm itirá los predica­dores de la conversión en todas las sinagogas. Mientras tanto, entre presión y presión, los hebreos se transforma­ban en músicos, compositores, inventores, geógrafos, tra­ductores (un viejo oficio judío), o devenían actores, aque­llos destacados comediantes a quienes se llamó histriones ebrei. Hubo también famosos autores de teatro, modistos, empresarios, maestros de baile, etc. Contrariamente a lo ocurrido en el período de oro español, el cual contribuye­ron a forjar, el Renacimiento conformó la vida judía de modo parecido a como lo hizo el helenismo trece siglos antes: dándoles más de lo que de ellos recibía.

La invención de la imprenta, tan ligada al individualis­mo capitalista, a la vez que expandir las conciencias, con­

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solidaba y depuraba el mosto espiritual que las generacio­nes anteriores habían exprimido en Gerona, León y Tole­do. Al respecto, es notable el aporte judío a la historia de la edición. Venecia, Londres, París, las principales ciuda­des de Europa, vinculadas cada vez más por el libro y el comercio, lo hacen a través de esos “pasajeros” casi eter­nos que son los hijos de Israel. Lutero, como antes Maho- ma, quiso ganarlos para su causa. Su fracaso se trocó en odio: no se daba cuenta de que mientras él separaba la tra­dición cristiana en dos, los hebreos unían las metáforas de sus desastres a la redención de su lugar de origen. Un gru­po de emigrados españoles llevó la llama mística del viejo continente hasta Jerusalén y Safed.

En esta última ciudad galilea, en los días del imperio Otomano, se inició para el pueblo de la Biblia un proceso de relectura histórica similar al ya realizado en la época del exilio Babilónico: Yosef Caro, autor del Shulján Aríij o «Mesa tendida», vuelve a codificar la vida cotidiana agre­gando a la tradición mishnaica reglas que facilitarán pero también anquilosarán la identidad nacional encerrada con posterioridad al drama de la expulsión en ghettos oscuros y estrechos. Del siglo xvi al comienzo del siglo x ix , Caro fue el polo del rigor mientras que Jaím Vital y Rab Luria Ashkenazi, también ellos de la escuela de Safed, consoli­daban el del entusiasmo. A partir de la teoría luriana de la «rotura de los vasos», se acuñaría el concepto positivo de tikkun o «reparación» sociológica. Palabra que tiene un sentido doble, ya que si en lo espiritual alude a la reunión de lo disperso, a las chispas que deben volver al fuego, en lo material no está lejos de la obra fílántropica que llevó a cabo la familia de Doña Gracia Mendes en Tiberíades. Junto a Joseph Nasi, antes Juan Miguez, Doña Gracia mantuvo una imprenta de textos rabínicos en Constanti- nopla, cuyos ecos alentaron por vez primera la idea de un estado judío moderno. Aunque el proyecto no pudo lle­varse a cabo entonces, su naturaleza cívica habría de tener

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gran influencia en los primeros teóricos del sionismo como Herzl y Hess.

Los años de repliegue en la sórdida atmósfera de los ghettos europeos, como la calificaban muchos historiado­res, conocerán empero sabios, santos y poetas. Israel tiene la cerviz dura y su fe no se apaga a pesar de los continuos chubascos y destierros. De España a Portugal, de Portugal a Inglaterra, luego a Francia y más tarde a Polonia, Litua- nia y Hungría, las comunidades se superponen y entrecru­zan. Coexiste lo antiguo con lo nuevo. La mística con la lógica ya asimilada de Maimónides y de Caro. Obligados a la introspección, los judíos llegarán a lo más profundo de sí mismos. La abyección les enseñará dos cosas: que se los odia por lo que son, y que se puede seguir siendo hombres por encima de ese odio.

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XII. Los Jasidim

Jasid es una palabra hebrea que significa «devoto», aunque también «piadoso». El primer grupo que llevó ese nombre en el seno de Israel se originó en el período del Se­gundo Templo, destacándose activamente junto a los Zelo- tas en las guerras contra Roma. El segundo, de carácter as­cético, floreció en el siglo Xlll en las comunidades del valle del Rhin. El tercer grupo identificable con ese nombre, brotó en la región de los Cárpatos y tuvo como mentor y líder a Israel Baal Shem Tov, el maestro del Buen Nombre (1699-1760). Surgido como reacción a la rígida ortodoxia talmúdica que por entonces constituía una verdadera cas­ta dentro de la comunidad, el Jasidismo fue un movimien­to popular cuyo mayor objetivo ideológico era, aunque suene fantástico decirlo así, la alegría.

Oprimidos, desplazados, relegados a las tareas más in­nobles o humildes (Baal Shem Tov comenzó su misión siendo un simple acarreador de arena) por la sociedad cris­tiana en medio de la cual vivían; despreciados e ignorados por los intelectuales judíos que muy pronto, y para defen­derse de la pasión y el fervor de los jasidim, se llamaron así mismo milnagdim u «opositores», los discípulos del Maestro del Buen Nombre se entregaban a la danza, al éx­tasis y a la caridad activa. Debemos recordar que nos ha­llamos en la Europa central del siglo xvm , muy lejos de los efectos cívicos del Renacimiento italiano, rodeados por una sociedad feudal, violenta y cruel, y que mientras

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Jacob Frank (I 726- 1791) pretendía ser una reencarnación de Shabataí Ziti; repudió el Talmud, basando sus enseñanzas en el Zehar; acabó por in­corporarse a la Iglesia Católica junto con sus adeptos, pero sin aban­donar por eso sus pre­tensiones mesiánicas.

La sinagoga de Israel Baúl Shem Tev (1700-1760), fundador del jasidismo, en Medziboz, Ucrania.

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Holanda se aprestaba por medio de Spinoza a continuar el trabajo racionalista de Maimónides, y Suiza iba a ofrecer al mundo el genio de Juan Jacobo Rousseau, inquieto, el espíritu del tiempo buscaba en casi todas partes una ética independiente del rito: la naturaleza antes que la cultura. En Rusia, en Polonia, junto a las religiones ortodoxa y ca­tólica, existían numerosas sectas mesiánicas y espiritualis­tas cuyo caldo de cultivo influyó sin duda en el jasidismo. Era el eco de sí mismos el que los judios escuchaban reso­nar por boca de los Salvadores, Los que No Rezan, los Lu­chadores, los Bebedores de Leche, puesto que desde el si­glo VIH y a través del reino independiente de los Razares judíos (700-1016), el hebraísmo sedujo a los creyentes es­lavos.

Como Rousseau entre los lagos helvéticos, el Baal Shem devolvió al judaismo el gusto por la contemplación de la naturaleza y sus pequeños seres. Un gusto que fué muy vivo en la época bíblica, y que las sucesivas disper­siones y restricciones habitacionales a que eran sometidos los hijos de Jacob, terminó por anestesiar o neutralizar con el paso de los siglos. En tanto Rousseau remarca (he­rencia calvinista) el destino individual del hombre, su «contrato social» con el prójimo, el jasidismo recrea el lazo cósmico, el hrit del Pacto Abrahamánico: nadie está sólo, el menor de los hombres depende del mayor, el amor por el compañero es tanto o más importante que el amor a Dios. El estado depende de la gracia y no la gracia del esta­do.

Aquel soplo dionisíaco que -según escribe Patai- animó a los primeros pensadores jasídicos, tendría extra­ñas consecuencias y derivaciones en los siglos siguientes. En más de un aspecto, las herejías de Shabatai Zvi y Jacob Frank darían la razón a los mitnagdim u opositores, quie­nes desde un comienzo habían advertido acerca de los pe­ligros del entusiasmo y el éxtasis desmedidos.

De Frank nació el Frankismo y el movimiento iiberta-

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rio que contribuyó al desarrollo de la Revolución France­sa. De Shabatai Zvi, el sabateanismo que tantos dolores causó al judaismo ortodoxo. Bifurcaciones o disidencias típicas en todo proceso de metamorfosis espiritual: el río se desborda por sus costas y antes de trazar nuevos cana­les, el agua se esparce libremente.

Los canales expresivos labrados por el jasidismo fue­ron tres: la Kavaná o «correcta intención» en el servicio a Dios y a los hombres; la devkut o «apogeo» a ese servicio y finalmente la hitlahabut, «entusiasmo» o felicidad exis­tencia!. La abodá o «trabajo» para y de Dios que compar­tían todos los judíos, fuera cual fuese su origen o grado de instrucción, exigía un despliegue horizontal, colectivo, pero los jasidim hicieron de ese trabajo una fuente de ale­gría creadora capaz de verticalizarse, de ascender en cada individuo hacia estados trascendentes, ilimitados y lumi­nosos, y por eso vieron en ese verbo (laabod) la santifica­ción por los oficios, concediendo dignidad espiritual a las tareas más sim ples-zapateros, herreros, sastres-, comple­mentarías de la que realizaban los estudiosos y eruditos de la Torá.

Sin embargo, las teorías más espontáneas requieren un mínimo de rigor estructural si desean prolongarse en el tiempo. Siguiendo la ley de toda cristalización social, el ja ­sidismo instituyó la figura del tzadik, el «justo» cuya sola intersección permitía a la comunidad corregir sus miras y apuntar hacia lo alto. Mucho más tarde, estos «justos» fundaron dinastías, y lo que antes fuera criticado en el or­gullo intelectual talmudista, se transformó en soberbia e intransigencia jasídica. Los heterodoxos de ayer pasaron a ser los ortodoxos de hoy.

En los dos largos siglos que duró la expansión del mo­vimiento (del XVll hasta comienzos del XIX), Europa se ve­ría sacudida por un positivismo que iría relegando poco a poco el poder eclesiástico para dar lugar a los absolutis­mos ilustrados que alzaban la razón a la altura de la guillo­

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tina. Decaía la teología, pero la ascendiente ideología no se libraría tan fácilmente de los prejuicios acumulados du­rante siglos en contra de los judíos. Desde los tiempos de las Cruzadas a las matanzas del cosaco Jmielnicki, en el si­glo xvn, la turba enceguecida por los monjes y la nobleza crucificaría miles de veces a su Cristo en los cuerpos inde­fensos de los judíos, de tal modo que lo que ocurriera antes en un sitio, tendía a ocurrir luego en otro. El por qué, ha­bría que buscarlo en San Agustín, en Torquemada, o bien mucho más atrás: en ese siniestro poderío romano cuya pax era bien distinta del shalom hebraico.

La respuesta jasídica a ese dolor continuo, a ese des­precio constante, fue la más alta que pueda expresar un pueblo desterrado y condenado por los avateres de la his­toria a la incomprensión y el oprobio. El nigun, la «melo­día», el canto de esperanza y amor que propagaron los dis­cípulos del Maestro del Buen Nombre, dotó a Israel de una capacidad de resistencia mayor que la que hasta en­tonces poseía. Frente a la inseguridad vital, asumió la con­vicción de que cada instante de vida era y es un milagro incomparable. A la negación respondió con una nueva afirmación. Desde el punto de vista del judaismo tradicio­nal, el jasidismo agregó a la rica literatura bíblica y talmú­dica un inagotable venero de leyendas y cuentos. El Baal Sham Tov, como los «portadores del Buen Nombre» antes que él, se dedicó también a curar al estilo de los antiguos esenios y terapeutas: por las palabras y la imposición de manos, empleando hierbas silvestres y pócimas medicina­les que su contacto con el campesinado eslavo le había en­señado a utilizar. Fue un médico del cuerpo y del alma en quien pervivían los profetas y los maestros de la Mishná.

Otorgara la harina y al harinero la misma importancia que a la sabiduría y al sabio, convierte a la primera en un oficio paralelo del que no está lejos la Kabalá. En uno de los primeros capítulos de este libro hablamos de la quinta letra alfabética, la hei. Además de ser el artículo definido

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El hombre que se mira a sí mismo cae en la melanco­lía, pero cuando abre los ojos a la creación que lo ro­dea. conoce la alegría.

BaaIShem Tov

El Jasidismo, que predicaba la fraternidad y la reconci­liación. se convirtió en el altar sobre el cual todo un pueblo fue inmolado. A veces, el niño que hay en mi me dice que el mundo no merece esta Ley, este amor, este mensaje de espiritualidad, este canto que acompa­ña al hombre en su ruta solitaria.

Elie Wiesel: Célébration Hassidique

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por excelencia, la hei es una de las tres letras claves que componen el Tetragrama. Como símbolo del espíritu y la respiración, encama la transición entre lo visible y lo invi­sible y alude a la enseñanza oral (en más de un aspecto, la letra hei equivaldría a la ache muda del castellano). De manera que si Kabalá significa la «tradición» en su senti­do amplio,la ha-Khalá es el «paralelismo» o la vía de lo no escrito que cada generación y cada maestro traza en pos del infinito. «Donde veas la huella del hombre, allí está Dios», sostienen los Jasidim.

Una de esas historias jasídicas que relacionan el alma con el cuerpo, lo invisible con lo visible, dice: «Una vez, durante un año de gran sequía, el precio del alimento su­bió y la gente sufrió en consecuencia. Varios jasidim, que visitaban al Kotzer (famoso rabino), un sábado, lo interro­garon al respecto. El maestro les contestó: “ La razón por la cual el precio de la comida es alto y el precio del estudio es bajo, se debe a que todo el mundo pide comida pero muy pocos quieren estudiar y aprender. Si la gente se preocupara más del estudio y menos de la comida, el ali­mento bajaría de precio y el conocimiento y el estudio su­birían”». Otra, atribuida al Koretzer, cuenta que éste dijo: «Vemos cómo la lluvia cae sobre toda clase de plantas, ha­ciendo que cada cual crezca de acuerdo con su propia na­turaleza. Dejemos de igual modo que todo el mundo reci­ba instrucción, pues cada uno aprovechará de acuerdo a su capacidad».

La sabiduría jasidica, como antes la de la Biblia, es pa­rabólica: va de Dios a la naturaleza y de la naturaleza al Hombre, que con su «trabajo» o abodá alumbra y perfec­ciona el mundo en el que vive. Que un elhos tan noble y al mismo tiempo tan sencillo haya podido sobrevivir prácti­camente integro hasta el genocidio nazi, en medio de tor­turas sin fin y continuas ofensas, dice mucho del pueblo de Israel, pero mucho más de la barbarie que quiso destruir­lo. Para el judaismo no hay orgullo posible en la ignoran-

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cía y el desprecio. Rabí Schmelke dijo: «En el pasaje de PirkéAvot (sabiduría de los Padres) que cita a Rabí Yehu- da ha-Nasí a propósito de lo que ‘un hombre debe elegir -su honor y el de la hum anidad-’ se alude al hecho de que ningún hombre debe creer que él es el único que ha escogi­do correctamente. Antes bien, debe estar preparado para admitir que existen otros senderos tan honorables como el suyo aún siendo distintos».

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XIII. La Era de los Iluminismos

Cuando en las últimas décadas del siglo xvm la Acade­mia de Ciencias de Berlín quiso incorporar a Moisés Men- delsshon -am igo de Kant, Herder y Lessing- como a uno de sus miembros, Federico el Grande tachó con su propia mano el nombre de ese pequeño filósofo que, surgiendo de las cavernas del ghetto, había alcanzado la fama y el honor únicamente por el valor de su pensamiento. A los que adu­cen que el nazismo, el numerus clausus, el odio y la discri­minación no tienen nada que ver con el pasado de Europa, la historia de Mendelsshon y de su familia (su nieto fue el famoso músico) les asombrará.

Contemporáneo de Rousseau -m uchos de cuyos libros reseñó para las revistas que dirigía Lessing- y del Baal Shem Tov, la figura de éste sorprendente judío de Dessau constitiye el modelo perfecto de lo que se llama el Ilumi- nismo judío o la Haskalá. Con posterioridad a la época de oro española y excepción hecha de Spinoza en el siglo xvn, el grueso de los judíos no podían asomarse a las cien­cias y letras del mundo gentil porque tampoco podían re­correr libremente sus calles ni acceder a sus bibliotecas o centros de estudio. Encerrada en sí misma, la comunidad se protegía con la excomunión o jérem de quienes no eran solidarios con ella. Lo ocurrido en Holanda con el autor de la Etica, demostraba a las claras la incompatibilidad existente entre el pensamiento tradicional y las nuevas co­rrientes filosóficas. Un fenómeno que ya vimos reflejado

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en la polémica generada por los tradicionalistas en tom o a la obra de Maimónides.

Precisamente fue el médico y maestro cordobés quien ayudó a Mendelsshon a realizar su tarea humanista en un momento histórico ya maduro para la conciliación de la fe y la razón. Si Spinoza abandonó el ritual pero no el con­cepto de Dios, fiel al consejo de Hillel el sabio, Mendelss­hon no se alejó de uno ni de otro. Sus conocimientos ma­temáticos y lingüísticos fortalecieron en su intelecto lo que ya había erigido allí la Tora, y sobre todo el Talmud. Tenía detrás de sí y lo sabía, el dudoso mundo de los Jasi- dim con sus ramas heréticas tanto como el rigor intransi­gente de sus opositores. Entre ambos caminos, había que hallar el intermedio, una senda que remitiera a la época de oro de la cultura hebraico-española, a los ha-Leví y los Ibn Ezra. Sí, había que rescatar la obra de León Hebreo y la de Filón para demostrar el poder de síntesis del pensamiento judío y, sobre todo, para dignificar esa vida comunitaria continuamente aplastada por la burla y el escarnio crísti- nos.

Kant en Alemania y Rousseau en Francia proclama­ban uno las categorías, los imperativos delineadores y for­jadores de la mente, y otro la inocencia original de esa misma mente sofocada por la cultura. Descubrir el meca­nismo de la moral e insistir en un nacimiento no pecami­noso, acentuando el poder redentor del hombre, harán de­cir a Moisés Mendelsshon, portavoz y pionero del judais­mo ilustrado de Europa central, que: «El judaismo no se vanagloria de ser una revelación exclusiva de verdades eter­nas indispensables para la Salvación; ni tampoco se vana­gloria de ser una religión revelada en el sentido habitual de ese término. Es necesario distinguir entre una religión revelada y una legislación revelada.» La Ley, y las leyes.

Si la palabra de la Ley tiene dos caras, una vertical y otra horizontal, una cósmica y otra social, entonces es po­sible considerarlas por separado para luego armonizarlas.

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La religiosidad de Kant, como la de la moral spinozista, es esencial, no formal. Por lo tanto, agregará Mendelsshon, la forma de judaismo puede variar, adaptarse al medio y a la historia sin que por eso su contenido pierda fuerza ni virtuosismo. Partiendo de ese respeto a la Ley que garanti­zaba por un lado la conservación de lo doméstico -el judaism o-, y por el otro el respeto a la cosa pública -el entom o gentil-, los pensadores judíos irán reclamando poco a poco sus derechos humanos en aquella Europa re­volucionaria y masónica del siglo xvni. En el año 1792, por un decreto de la Asamblea Nacional en Francia, se de­clara la emancipación de los judíos de ese país. Cuatro años más tarde Holanda les concede el mismo derecho. En 1807 Napoleón 1 convoca por vez primera en Europa, die­ciséis siglos después del último Sanedrín judío en Oriente Medio, un gran Sanedrín cuyo fin será el de ganara los ju­díos para la causa republicana (utilizándolos como enlace y focos de penetración francesa en las zonas de influencia otomana: Egipto, Turquía, etc.). Es la orden del día: ser li­bre, igual y fraterno ... tan ambiciosamente como se pue­da.

El Siglo de las Luces hubiera sido imposible sin el pre­cedente sentado por el Renacimiento y sin la secuela deja­da por la Reforma en Italia. El catolicismo monolítico, cuyo eje romano fuera desplazado temporariamente por los ejércitos napoleónicos, no podía luchar ya contra Ga- ribaldi y el nuevo credo unificador nacionalista. El ro­manticismo que iniciara en Alemania Schiller y en Ingla­terra Lord Byron, a la vez que admirar la Edad Media, ve­neraba el espíritu del lugar. Herder buscaba en la historia y no en la teología las causas del desarrollo humano. De igual modo, Lessing, al escribir Natán el Sabio, obra de teatro cuyo personaje central era Mendelsshon, corregía desde la sociología la óptica occidental sobre el pueblo de la Biblia sentando así la premisa de que ninguna condena o culpa es justificable hasta que no se la demuestre con he­

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chos reales. Esa búsqueda del a priori, de lo objetivo, tan cara a Kant, entroncaba secretamente con las palabras del mismo Mcndeisshon sobre la legislación sinaítica y con el Código Civil instaurado por Napoleón a comienzos del si­glo XIX.

El humanismo ilustrado comenzaba así a rendir sus dolorosos frutos. Félix Mendelsshon, nieto de Moisés, que ayudó a Alemania a redescubrir a Bach, que compuso ora­torios, oberturas y sinfonías con el mismo espíritu armóni­co de su abuelo, conocería sin embargo el negro retomo de los progroms sistemáticos en Rusia, y vería, atónito, el re­nacimiento del antisemitismo doctrinal en la misma Ale­mania, teniendo que enfrentar, más de una vez, las dificul­tades que «teóricamente» había superado su antepasado. Por lo visto la Ilustración, que tan ecuánime pretendía ser con respecto a los hombres y que contaba en principio con el esperanzado entusiasmo judío, no podía borrar del todo la herencia maligna de una civilización fundada sobre la absurda idea de un dcicidio. En el mundo de todos los días Poncio Pilatos continuaba lavándose las manos, hipócrita y criminal.

Michelet en Francia, Herder en Alemania y Puschkin en Rusia, exhibieron las entrañas de sus respectivos países al mismo tiempo que América del Norte recibía a los refu­giados y disidentes de todo el mundo, a los republicanos y a los masones. En el pensamiento del siglo, el gusto por la verdad y los excesos de la razón coexistían con el recono­cimiento de las diferencias concretas entre país y país. La geografía y el territorio aparecían como factores centrales en la consolidación de una nación. No deja de ser paradó­jico que mientras Moisés Mendelsshon intentaba abrir las puertas del mundo gentil con sutileza y valentía, buscando introducir en la casa de la cultura a los judíos del ghetto mediante la traducción de la Biblia hebrea al alemán para integrarlos definitivamente a una sociedad rural y civiliza­da. a sus espaldas se desarrollaba la gran literatura idish

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de Europa oriental, y frente a sus ojos surgía la Europa de las nacionalidades entre los escombros míticos de la mo­narquía divina. Simultáneamente, ese desfasaje entre las dos caras de la Ley que propugnaban la separación de la iglesia y el estado, o de lo religioso y lo civil, tendía a exa­gerar el valor de esta última esfera. De tal modo que si los judíos habían sido culpables teológicos, ahora se convertían en culpables geográficos. El romanticismo nacionalista tenía tierras; los judíos no. Todos los lugares tenían un «espíritu». Los judíos, caso de tener espíritu, carecían de «lugar». Poco importaba que hablaran el alemán mejor que los ale­manes. Ya podían asimilarse todo lo que quisieran, desta­carse en tal o cual ciencia, servir al ejército con dignidad y disciplina (caso Dreyfus); seguirían teniendo, a pesar de todo ello, el estigma de lo distinto, el signo de una otredad difícil de aceptar. Eran extraterritoriales.

Pero la haskalá o «iluminismo» hebreo prosiguió su camino entre espinas. No todos los judíos creían en ese movimiento. Algunos temían que acabara con la identi­dad que tan celosamente protegían. A la angustia de la persecución, venía a sumarse la angustia de la asimilación. En más de un sentido, y cuando se producía, ésta tendía a ser demasiado crítica con el pasado familiar y con no poca frecuencia, como antes los «cristianos nuevos» en España, los asimilados solían volverse, impulsados por el autodes- precio, contra su linaje. «Aumentar el saber es aumentar el dolor», dice el Eclesiastés. En el año 1778 se fundó en Berlín la primera «escuela libre judía», que no enseñaba idish sino alemán. Sus primeros quinientos alumnos se agruparon posteriormente en una «asociación de amigos de la lengua hebrea» publicando la revista Hameaseff, «el que se agrega o completa», dando así muestras de su fideli­dad para con el hebraísmo clásico. La preeminencia de la Torá sobre el Talmud en el estudioso seno de ese primer y significativo grupo iluminista judío, se relacionaba con los efectos causados por la traducción de Mendelsshon. La

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búsqueda de la territorialidad ancestral por debajo de ia extraterritorialidad talmúdica era, implícitamente, el co­mienzo del sionismo. No es sorprendente, entonces, al considerar estos antecedentes, que Teodoro Herzl (1860-1904), abogado y periodista de Budapest, escribiera en alemán El estado judío. Ni todo el iluminismo era peli­groso, ni la permanencia en la Diáspora tendría sentido sin el cumplimiento final de las profecías del retomo a la tierra de los antepasados.

De aquella primera escuela surgirían otras, y de éstas, los grandes maestros de la historia judía: Ludwig Geiger, Henri Graetz, Hermann Cohén. Entre el siglo xvm y XIX, el judaismo pasó del ghetto a la academia. Entre el xix y el XX, de la lucidez al horror. Como escribió con clarividen­cia Moisés Mendelsshon, nada puede hacerse contra el odio cuando «se nos ata las manos y luego se nos echa en cara que no las utilizamos».

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XIV. El Caso de los Judíos Sefaradíes

El siglo xv, que se abrió inquieto hacia el Nuevo Mun­do, inició para los hijos de Israel perseguidos en España y Portugal un proceso migratorio que había de prolongarse a lo largo de tres líneas principales: hacia Holanda y los Países Bajos, hacia Turquía, Grecia y los Balcanes, y final­mente hacia las recientes colonias de América del Norte. Fue así como los que no habían aceptado la conversión forzada optaron por el enésimo exilio pensando que en aquellos países lejanos se verían libres del oprobio inquisi­torial. Los conversos, llamados también «cristianos nue­vos» o «marranos», ocuparon por su parte y muy pronto posiciones claves en el gobierno, la universidad y natural­mente las ordenes religiosas que los aceptaban. Sin embar­go, comoquiera que la conversión-obligatoria comenzara antes del edicto de los Reyes Católicos, es posible que las tensiones internas que provocaba obligaran al poder cris­tiano a tratar de eliminar el problema de raíz. Por ello, aún después de la expulsión -que coincide misteriosa­mente con el primer viaje de C olón- la Inquisición conti­nuó su labor con resultados tan paradójicos que un siglo y medio más tarde los «marranos» volvían al judaismo en Holanda, Italia o el Peloponeso, habiendo huido en barcos clandestinos de las heladas garras de los Santos Tribuna­les.

¿Cómo borrar en un siglo o dos lo que habían gestado más de diez centurias en suelo español? ¿Cómo erradicar

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Spinoza (J632-1677) Excomulgado por la comunidad de Ams- lerdam, debido a sus opiniones heréticas en 1656. Admirador de Descartes, sustituyó el número por el legalismo talmúdico. Am­plió tanto las ideas deístas de su época, que éstas sólo llegaron a ser comprendidas un siglo más tarde gracias a Lessing, Goethe y Sclielling, sus devotos admiradores. En la historia de la diáspora sólo hay otros dos genios que pueden comparársele en más de un

sentido: Marx y Freud.

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la lengua -que aún hoy se habla entre los sefaradies-, el orgullo y la memoria de Toledo, o la belleza de Córdoba y de la cien comunidades que hicieron de la Sefarad judía un hogar sólo comparable al de Israel? La patria del Zohar, desagradecida para con los judíos, continuaría no obstante viva en su memoria desde Salónica a Nueva Amsterdam, desde Curasao en el Caribe hasta Goa en la India. La dia­léctica de la historia judía es tan sorprendente que parecie­ra emerger de los ataques exteriores con nuevo orgullo, conservador hasta el exceso, obstinado y sin embargo fle­xible. «¿Quién merece el nombre de hombre fuerte? El que de su enemigo hace su amigo», dijo Rabí Natán. La rápida adaptación a los nuevos escenarios redundaría, pues, en beneficio de los holandeses primero y de los in­gleses después, cuando éstos se vieron obligados a admitir judíos en sus tierras para así competir mejor con los Países Bajos en su política expansionista.

Del siglo xvi al xvm , gracias a la habilidad de los ju­díos que habían regresado al seno de su pueblo en los en­claves del Asia Menor, el Imperio Otomano extiende sus fronteras. Mientras sus hermanos de Polonia, Rusia y Ale­mania sufren nuevas opresiones e injurias, los sefaradies descollan en la medicina, el comercio internacional, la ex­plotación de los ingenios azucareros y, porqué no, hasta en la trata de esclavos. Se construyen sinagogas en Suri- nam, Pemambuco y New Port. Ante los hechos, celosa y resentida, España prosigue su implacable faena represora: en 1S70 se llevo se lleva a cabo en Lima el primer Auto de Fe en tierras sudamericanas. Los «judíos secretos» tuvie­ron que elegir entre la muerte y la conversión verdadera. En 1601, la Inquisición de México procesa y finalmente envía a la hoguera a la famosa familia de los Carvajal. Cuarenta y ocho años más tarde y en el mismo país, ciento ocho marranos o conversos murieron víctimas de las lla­mas.

Otra vez se hacía pagar al pueblo de la Biblia por cul­

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pas que tenían otro origen: la trágica extinción de la Ar­mada Invencible, la lucha contra la Reforma en época de Felipe II, y la guerra de los Treinta Años en los días de Fe­lipe IV, eran los tristes reveses que una política totalitaria provocaba en el seno del Imperio Español. Pero la fuerza perdía terreno, una vez más, frente al desarrollo de la inte­ligencia. Si los judíos expulsados habían dejado tierras y dinero en el siglo xv, honores y títulos en el xvi, y un cli­ma irrespirable en el XVII. ¿cómo culparlos entonces de volver a su antigua fe? ¿Cómo criticar el que recordaran tiempos mejores y quisieran repetirlos en otras partes?

Era más fácil acusar a los hebreos, más sencillo encon­trar otro chivo expiatorio que sentarse a pensar en un error que en 1609 volvía a cometerse por segunda vez con la expulsión de los moriscos. Los países protestantes, más habituados a la disidencia, pero igualmente crueles, se aprovecharon entre tanto de la sangría española. Desafortu­nadamente, esos judíos conversos o ex perseguidos, recon­vertidos en balei teshuvá o «regresados al Dios del Israel», no pudieron evitar, a su vez, ser herederos del mismo fa­natismo e intransigencia que los católicos españoles ha­bían empleado con ellos: Uriel da Costa y Spinoza sufrie­ron los absurdos y terribles juicios, las amenazas y hasta el desprecio de la comunidad hebrea de Holanda por atre­verse a ser libres sin dejar de ser por ello judíos. En nues­tros días, la magnitud de esa tragedia se comprende mejor a la luz etnocéntrica de un grupo que, necesitado de una firme y renovada identidad, teme las fisuras y los escapes peligrosos, especialmente si éstos proceden de la filosofía, madre de todo escepticismo. El fantasma de Mainiónides seguía asustando a las almas pías: está bien emplear la ra­zón cuando se trata de negocios, pero no ésta tan bien cuando conduce primero a la duda teológica y luego al abandono de la tribu.

Spinoza, a diferencia de Moisés Maimónides y de Mendelsshon, y a pesar de haber dedicado parte de su es-

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L as p a la b ras no caen en el vacio.

El Zohar

Los judíos abandonaron el pais prácticamente con las manos vacias. Los frailes aprovecharon el ánimo de­caído de los expulsados y durante esos meses intensifi­caron su propaganda misionera.

Wurmbrand y Roth: El Pueblo Judio

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fuerzo intelectual a la compilación de una gramática he­brea, era un individuo solitario por naturaleza, un ser a quien le interesaba el pensamiento abstracto antes que la vida concreta de sus correligionarios. Admirador de Des­cartes, sustituyó el número por el legalismo talmúdico. Amplió tanto las ideas deístas de su época, que éstas sólo llegaron a ser comprendidas un siglo más tarde gracias a Lessing, Goethe y Schelling, sus devotos admiradores. En la historia del judaismo diaspórico hay otros dos genios que pueden comparársele en más de un sentido: Marx y Freud. Y los tres tienen en común su rechazo del judaismo tradicional y religioso. Volviendo a Spinoza, al que pode­mos considerar un producto típico de la mentalidad sefa- radí, metafísica y preciosista a un tiempo, encontramos en él tanto el rigor metodológico que ya habíamos visto en el médico cordobés, como la capacidad de síntesis cultural que demostrara Yehuda Halevi en su Cuzari. Por otra parte, su tragedia personal ni fue única ni fue exclusiva­mente judía. Un siglo antes, Servet cometió la osadía de ofender a católicos y calvinistas describiendo la circula­ción de la sangre en los pulmones. En 1649, cuando los marranos portugueses y españoles llevaban viviendo cier­to tiempo en Inglaterra, y como se descubriera que gente tan brillante no «era en realidad cristiana sino judía», se planteó a los anglosajones el problema de qué actitud adoptar para con ellos. Cromwell y los puritanos resol­vieron -aunque no definitivamente- el caso. Soñar con la reconciliación de los dos Testamentos no sólo era halaga­dor para los judíos, que así veían revalorizada su tradi­ción, sino que también era conveniente para los ingleses, ansiosos de atraer a sus filas a tan hábiles mercaderes e in­dustriales. Quizá por ello, en 1664, después de la Restau­ración emprendida por Carlos II, los privilegios de los ju ­díos y de los conversos, cuyas vidas se entrecruzaban cons­tantemente, se mantuvieron en pie. Entre Londres y Li- vomo, Salónica y Creta, el Viejo y el Nuevo Mundo, aca­

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bó por producirse el mismo intercambio osmótico que en­tre las dos partes de la Biblia. Del celo y la laboriosidad ju­día. los ingleses y holandeses aprendieron a ahorrar fuer­zas y prosperar en este mundo. De los protestantes, el pue­blo hebreo aprendió a pensar en invertir lo ahorrado en las nuevas empresas, que tanto Nueva Holanda como Nueva Inglaterra ofrecían a los colonos.

Las dos Américas constituyeron así en más de un senti­do y a cambio del temporario repliegue de los judíos, la avanzadilla esperanzada de los conversos. Que la del norte tuviera más suerte que la del su r-p o r lo menos en el plano económico- revela hasta qué punto eran esencialmente distintas la Reforma y la Contrarreforma, el libre intercam­bio de las ideas y la celda inquisitorial. Pero esos marranos que hablaban ladino o judeoespañol, situados otra vez en­tre ríos, mares y continentes, obligados a prestar atención al menor de sus gestos y palabras, afortunados y distinguidos por reyes y nobles, nunca olvidaran -com o Josef Nasí y Doña G racia- a sus compañeros menos favorecidos. Es parte del deber judío el pagar rescate por un correligiona­rio en desgracia. La solidaridad comunitaria, precepto bí­blico, es también consecuencia lógica de la hostilidad su­frida. Ya lo dijo Hillel el Sabio en los días del Segundo Templo: «No te separes de la comunidad. No confies en tus propias fuerzas hasta el día de tu muerte. No juzgues a tu prójimo hasta que no te halles en su misma situación. No digas que algo es incomprensible hasta que haya sido comprendido del todo».

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XV. La Era del Hombre Común

Denominamos así al período que va de la Revolución Francesa a la Rusa. Entre la declaración de los Derechos Humanos y Cívicos del 27 de agosto de 1789 y la insurrec­ción popular armada que en octubre de 1917 conmueve los cimientos del mundo, vemos surgir en medio del caos, el dolor y la muerte, a un tipo de hombre imbuido de una mística de derechos y deberes sociales cuyos principales enemigos eran la religión y el poder jerárquico de las mo­narquías: los sacerdotes y los reyes.

Aún después que el imperialismo napoleónico y la Restauración llenaran de desprestigio a quienes, habiendo luchado por el pueblo, limitaban ahora su destino, los ideales franceses expresados en la histórica declaración se­guían siendo válidos para Rusia en la primera década del siglo xx . En menos de dos siglos, el valor del ciudadano común, del campesino, del obrero y el artesano, superó al de la Iglesia, el sacerdote, el soldado y el terrateniente. Pero si no toda Europa fue revolucionaria al mismo tiem­po, el liberalismo primero y el socialismo después se disputaban ya de modo irreversible los senderos por los que, en adelante, habría de caminar la humanidad. Cuan­do Saint-Simón muere, Karl Marx tiene siete años. La f i­losofía positiva de Augusto Comte (1798-1857) impulsa la corriente sociológica que, como suele decirse, exhuma la pretérita edad de oro para proyectarla en el futuro de una religión planetaria basada en el altruismo industrial. La

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inversión del mito griego narrado por Hesíodo, que situa­ba esa edad maravillosa atrás, y como prefacio de una caí­da en el tiempo, había logrado desprestigiar -p o r media­ción eclesiástica- un adelante al que la sana y generosa evolución espiritual del hombre podía acceder -venía a decir Com te- a través de la fraternidad y el trabajo común. La maldición del empleo forzado e inhumano fue comba­tida con la bendición del trabajo liberador. El infierno fue suplantado por el paraíso laborista.

Entretanto, los judíos, libres en el papel, presurosos por ayudar a los ejércitos napoleónicos a derrumbar los muros de los ghettos italianos y alemanes, oscilaban entre el entusiasmo y la desconfianza. ¿De verdad iban a ser iguales a los demás, de verdad podían, finalmente, expre­sar su fe sin temor? El planteo de Mendelsshon en rela­ción a lo doméstico y lo público volvió a reaparecer en ju­lio de 1806 y en París. En aquella asamblea de notables convocada por Napoleón y a la que asistieron ciento doce representantes del judaismo francés, se plantearon pre­guntas capitales como la lealtad al estado, la no oposición a los matrimonios mixtos y la renuncia-por parte ju d ía -a una administración independiente. Advertidos de que cualquier objeción les sería desfavorable, los judíos llega­ron a decir ¡que la Iglesia Católica los había protegido siempre! Teóricamente, pues, ya eran iguales; práctica­mente, un decreto de 1808 restringe lo concedido en 1806. Decepcionados, los judíos lo llamaron el «decret infa­me».

Sin embargo, la emancipación era, en más de un senti­do, un proceso irreversible. Muy pronto Prusia, Polonia y la misma Francia contarían en sus ejércitos con valientes soldados y oficiales judíos que arriesgaban su vida por la causa de la patria que los cobijaba. Ya no la del cielo pre­térito de Jerusalén, sino la del país europeo en el que vi­vían desde hacía siglos. En casi todas partes soplaban vientos liberales, antieclesiásticos y laicos. Precisamente

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por ello, donde más habrían de sufrir los judíos con poste­rioridad a la derrota napoleónica de Waterloo, fue en Ita­lia. Los Papas, empeñados en una vigorosa batalla, busca­ban reconquistar las posiciones perdidas, empujando para ello nuevamente a los judíos hacia los ghettos y renovando los sermones conversionistas. Achacándoles no ya el clási­co deicidio sino el «pecado liberal».

Cuando el péndulo histórico que iba de una revolución - la burguesa- a otra - la proletaria-, cruzó París en 1891,el conflicto emocional despertado por el caso Drey- fuss golpeó en el corazón de Theodor Herzl, a la sazón co­rresponsal en Francia de un diario vienés. Abogado, dra- matuigo y hombre de gran cultura humanista, tolerante a pesar de la intolerancia que como judío padeciera en sus años de postgraduado, entrevio con profética clarividencia que sólo un Estado Judío, una entidad autónoma y segura de sus propias fuerzas, podría defenderse de los incesantes progroms rusos, el antisemitismo alemán o francés. Si en el París de tradición libertaría ocurría aquella burla sinies­tra a cuyo lado resurgían el desprecio y el odio con una vi­rulencia que no lograban atemperar ni Zola ni la buena voluntad de los espíritus más lúcidos ¿qué no podría llegar a ocurrir en el futuro en otro lugar del mundo? De esa re­flexión al sionismo político había poco trecho, pero tan difícil de recorrer como cruzar el Atlántico a nado.

Unos años antes de que Herzl publicara Der Judens- taat/EI Estado Judio, el escritor y ensayista político Moi­sés Hess (1812-1875) fundador del socialismo ético, ya ha­bía expresado en su libro Roma y Jerusalém el ideario bá­sico para la renovación de la vida judía en el antiguo solar bíblico. También Leo Pinsker y en Rusia, describió en su Autoemandpación el insoslayable destino histórico de los judíos, un destino tan ligado a la Torá como a su vieja Tie­rra Prometida. Pero no fueron estos textos sino el caso Dreyfuss el que demostró a Herzl (quién en menos de dos meses pasó de la liviandad de la comedia mundana a la

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trágica asunción de una identidad que continuaba siendo excluida del mundo), que el judio debía ser su propio sol­dado. Se trataba de una verdadera liberación nacional en la que tenía que enrolarse todo el pueblo; desde el artesa­no al financiero, el creyente tanto como el ateo. Para ello, el único vehículo idóneo era un marco geográfico, en Pa­lestina o más lejos (los primeros congresos sionistas bara­jaron los nombres de Argentina y Uganda, pero la mayo­ría de los judíos se oponía a un lugar «artificial» desligado del pasado histórico del pueblo) un país nuevo y viejo a la vez, al que el mismo Herzl llamó, poéticamente, Alteneu- ¡and.

¡Tenía que ser en la tierra de la Biblia donde Israel re­naciera a la vida libre y digna! Uganda, sugerencia inglesa, o la Argentina -breve sueño Herzliano-, inducido por las corrientes migratorias de judíos que entonces iban hacia el sur, y Birobidjan en Siberia, en donde años más tarde el gobierno soviético intentaría solucionar el problema de la identidad judía mediante la creación de una «zona autó­noma» en la que se hablaría idish pero estaría prohibido el hebreo, fracasaron precisamente por no reunir las condi­ciones apropiadas ni evocar, en el inmenso repertorio que es la memoria cultural de una nación, el manantial del que surgió su alma. Recordemos ahora aquello de «un res­to volverá». Volverá a la Tierra Prometida, no a otra.

El dramático giro que dieron los acontecimientos euro­peos con posterioridad al caso Dreyfuss, señalaba a las cla­ras que -u n a vez despojados de la negra culpa ¡deológi- ca-los judíos continuarían siendo criticados por tomarse en serio las ciudadanías tan duramente conquistadas. Las ¡deas hegelianas acerca del estado homogéneo, que tanta influencia ejercieron en los socialismos y nacionalismos del siglo XIX, a la vez que representar el triunfo de la ra­zón, arrastraban consigo un racismo irracional alimentado tanto por aristócratas resentidos como por sacerdotes anti- modemistas. De Lessing en el siglo XVlll a Rosenberg en el

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XX, Europa retrocedió no dos sino diez centurias. En el Si­glo de las Luces y más aún en el xix, los judíos tuvieron su oportunidad de demostrar al mundo que no eran ni seres inferiores ni condenados sin absolución posible. Sin em­bargo, no fue suficiente: la conversión debía ser total, ab­soluta. Y aún cuando esta se daba, un abuelo o un padre judío bastaban para corromper esa pureza aria preconiza­da por Gobineau. E! algún punto, los judíos, los negros y los chinos, seguían estando equivocados.

Para Herzl, como luego para A. D. Gordon, teórico del movimiento sionista obrero, la solución radicaba en de­sandar el camino, en salir de Babilonia. Había que respon­der a la discriminación con la identidad, a la burla con el orgullo creador. El gran sueño nacional de esos años era despertar de la pesadilla diaspórica, cortar la maligna en­redadera de una tragedia política y social mediante el uso de un instrumento igualmente político y social. Había que hablar la lengua cotidiana. Por ello no es extraño que don­de más prendiera el mensaje de Herzl fuera entre las pau- perizadas masas judías de Polonia, Rusia y Rumania, sen­sibilizadas para con los hechos del hombre común gracias al jasidismo del Baal Shem Tov. De modo que mientras los oficios, la caridad, la vida simple preconizada por el Maestro del Buen Nombre derivaban hacia el laborismo sionista, la revolución cultural iniciada por el iluminismo en Alemania se trasladaba a América del Norte dando lu­gar al judaismo reformista y moderno que, paralelamente a la creación del Estado de Israel, constituiría el polo tem­poral del judaismo contemporáneo.

Ver revivida en Dreyfuss la equívoca figura de Judas Iscariote (¡que pertenecía al partido de los zelotas!), ver acusar de alta traición a quién arriesgaba su vida por Fran­cia, a quién vestía orgullosamente el uniforme de su ejérci­to, tenía que revelar a la opinión pública hasta qué punto es contagiosa la mentira, y cómo un mito falso puede des­pertar un odio verdadero. A los judíos, ese hecho les ense­

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ñaba, por fin, que ya no tenían que seguir representando el papel de Cristo en medio de la sociedad cristiana.

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XVI. La Era de los Colonos

Hacia 1904, el Papa Pío X se mostró reacio a la idea de un Hogar Nacional Judío, de modo que a pesar de todos sus esfuerzos de seducción, Herzl no pudo recabar su cató­lica ayuda. Tres años antes, la negativa provino del sulta­nato otomano, por esa época dueño y señor del Oriente Medio. La primera repuesta sensible del mundo gentil provino de Inglaterra, que mediante la «Declaración Bal- four» de 1917 expresó el apoyo británico al establecimien­to en Palestina de un hogar nacional para el pueblo de la Biblia. Las últimas décadas del siglo XIX, que habían des­pertado en las comunidades diezmadas por los pogroms (palabra rusa que significa «masacre») una aguda concien­cia colectiva, vieron la consolidación de movimientos ta­les como la Fundación de Sión en Berlín y los Amantes de Sión en Kattowitz, cerca de Silesia. Los cinco congresos sionistas celebrados antes de la Declaración Balfour forti­ficaron los lazos entre las juderías del centro y del este de Europa fomentando la compra de terrenos pantanosos en la Galilea y ayudando a los colonos que quisieran emigrar a Palestina, con subsidios, maquinaria y asistencia técni­ca.

El mismo año de la famosa declaración señaló el inmi­nente fin del dominio turco sobre Egipto y Palestina. Los judíos que ya vivían en su patria ancestral, aclamaron al Mayor General Allenby en su entrada a Jerusalén, como a su «liberador». Muy pronto, la Primera Guerra Mundial,

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horrorosa y siniestra, trastocaría la imagen del mundo. Emergiendo de las trincheras, surgidos de ellas como hé­roes, los que escogieron el retomo a Sión o shivat zion se instalaron en las tierras adquiridas por Sir Moisés Monte- fiore y por Edmond de Rotschild con el propósito de convertir en realidad lo que para Herzl fue mero sueño. Guiados por los peritos agrícolas que surgían de la escuela Mikveh Israel, primera en su género, los pioneros proce­dentes de Rumania, Polonia o Bulgaria, se adentraban en el secreto paisaje de sus corazones al mismo tiempo que la lengua hebrea les devolvía sus tesoros. El combate inicial fue duro y muchos sucumbían bajo los efectos de la mala­ria o de la intolerancia árabe, ya que en ningún momento

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Curioso recibo firmado por Sir Herbert Samuel, el primer Alio Comisionado, confirmando que recibió una “Palestina comple­

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el Islam aceptó la decisión británica. Creyendo calmar las protestas de los jeques, los ingleses, que desde 1922 tenían el mandato sobre Palestina, decidieron la creación de la Transjordania con el loable propósito de acabar de una vez y para siempre con las críticas y las agresiones. Aun­que esa escisión implicó una drástica reducción del terri­torio originalmente asignado para el Hogar Nacional Ju­dio, los sionistas la acataron. No obstante, en lugar de me­jorar, la situación empeoraba.

En 1929, Safed y Hebrón, que contaban con antiguas comunidades judías, sufrieron un tremendo ataque árabe. Entre el sabotaje británico que imponía severas restriccio­nes inmigratorias y el rechazo islámico, la población judía fue creciendo como pudo, y una red de valientes colonias multiplicaba sus centros de instrucción y autodefensa mientras los pioneros abrían sus brazos a los hermanos perseguidos que -com o parias de ojos iluminados-, llega­ban por tierra o por mar, tras increíbles odiseas y aventu­ras, a los arenales y las yermas colinas de su futuro. Esas olas humanas llevan, en hebreo, el hermoso nombre de aliois, plural de la palabra alia, que significa «ascenso» o «peregrinación». A diferencia de los Cruzados, los judíos no subían para liberar un Santo Sepulcro, ni llegaban, como los romanos, los ingleses o los turcos, para ocupar una lejana provincia imperial. Venían a renacer de sus ce­nizas, a extraer de aquellas piedras el viejo color de la san­gre de la Alianza, el privilegiado fruto de la libertad.

Cómo, una nación que desde los días de la Mishná (si­glo ll a. de C.), no tenia contacto creador y continuo con la tierra, logró convertirse en un país de agricultores, única­mente puede explicarse por la fuerza espiritual de la pro­fecía y por aquel positivismo judio que en el Génesis des­cribe la multiplicación de lo viviente como algo bueno y necesario. Sión, la áspera colina de Jerusalén, fue para los colonos el íziún, la «marca» indeleble y orientadora que dos mil años de Diáspora no habían conseguido borrar, el

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Y os d aré la tie rra de Israel

Ezequiel 11:17

Si lo queréis no será una leyenda

Theodore Herzl

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polo cultural y místico que no sólo justificaba la existencia de Torá que de él había surgido, sino también el enlace que garantizaba la adherencia magnética de un pueblo a su suelo natal. La semejanza entre el primer período sio­nista y el del Segundo Templo, es sorprendente.

Al igual que entonces, el papel regenerador desempe­ñado por la lengua de la Biblia fue incomparable y mági­co. Del ritual sagrado se pasaba al trabajo profano a través del concepto de abodá, único e indivisible: redimiendo el cuerpo se redimía el alma. Los nombres volvían a la vida al mismo tiempo que quienes los pronunciaban. Un pu­ñado de visionarios estaba preparando el camino para de­jar paso al acontecimiento sociológico más importante del siglo xx: el renacimiento político de un pueblo que, ha­biendo pasado dos mil años en el exilio, no había perdido jamás la esperanza de un retomo a la patria de sus mayo­res. Fue con un irrefrenable entusiasmo, capaz de hacer frente a las mil adversidades cotidianas, que maestros, obreros, médicos, agricultores y poetas trazaban caminos o erigían escuelas, fundaban periódicos y se entrenaban para combatir contra los cinco países árabes que, apenas anunciada la creación del Estado de Israel, la noche del 14 de mayo de 1948, antes de que el último británico abando­nase Palestina, se lanzaron sobre los resucitados y heridos de todos los rincones de la tierra que allí jugaban su última carta de sobrevivientes.

De poco servían aquella noche las bellas palabras del Emir Feisal, pronunciadas en 1917: «Nosotros los árabes, especialmente los cultos, vemos el movimiento sionista con la mayor simpatía... Deseamos a los judíos una bien­venida de corazón al hogar... Trabajaremos juntos por un Oriente Medio reformado y corregido y nuestos dos movi­mientos se complementarán el uno al otro». Se trataba, por enésima vez, de la amistad y tolerancia de papel. Ali­mentado por la intransigencia y el odio racista, el famoso Emín el Husseini (admirador de la Alemania nazi) sé con-

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virtió en el principal instigador de una política diametral­mente opuesta a la de Feisal; convocando huelgas e incitan­do a la masacre, el siniestro líder abría aún más las heri­das. No era suficientemente trágico lo que en esa década (del treinta al cuarenta) ocurría en Europa, ni bastaba con el asesinato de millones de niños y mujeres indefensas. Todavía había que vomitar un poco más de desprecio, un poco más de ignominia sobre los hijos de ese pueblo cuya contribución a la grandeza del Islam y de la Cristiandad había sido inmensa.

Pero Jacob Israel seguía allí, llorando a sus muertos con las armas en la mano, gritando al mundo su derecho a la existencia. Hasta la declaración del Estado Judío y la guerra que ese hecho provocó, las tierras habitadas por los colonos habían sido rigurosamente compradas, a veces a precios exorbitantes. Tanto los turcos como los mismos palestinos se deshicieron libre y tal vez demasiado fácil­mente de las parcelas que entonces no consideraban férti­les. Un error que habrían de pagar con rencor y resenti­miento muchos años después, cuando comprendieran lo irreversible del movimiento de liberación judío. Así pues, la tragedia palestina que aún continúa, la dejaron en he­rencia los ingleses con la partición apresurada e inorgáni­ca de una tierra que nunca fue suya. Sin embargo, en des­cargo de los británicos, debemos aclarar que el fuego era atizado continuamente por el inevitable cortocircuito cul­tural producido entre el carácter socialista y liberal de los colonos judíos, y el feudalismo musulmán. Porque allí se enfrentaban, tal como ingenuamente profetizaban Herzl, lo nuevo y lo viejo, la mujer soldado y el púdico velo corá­nico, dos formas de vida sobre un mismo y caliente territo­rio.

Tras esa intensa e inacabable fricción surgiría lo que Sadat llamó la «barrera psicológica» que separaba judíos de árabes, pero también esa mezcla de temor y odio des­proporcionado que el mundo islámico siente por Europa,

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y que, a sus ojos, encama en aquellos israelíes de pantalo­nes cortos que han hecho del desierto un vergel. Puesto que en todas partas se cuecen habas, para agravar aún más la situación, ocurre que cada uno de los contrincantes contenía y contiene un punto negro en el blanco yang, y un punto blanco en el negro yin: los judíos ortodoxos, opuestos en un principio al sionismo laico, nunca termi­naron de aceptarlo del todo. Más de una vez han criticado aquellas realizaciones de las que ahora, y con cierta irres­ponsable ligereza, se han apropiado. En el mundo árabe, el factor del escándalo lo constituye todo simpatizante de Israel que, desde el seno del Islam, quiera como el Emir Feisal a comienzos de siglo y el malogrado Sadat hasta su muerte, una vida de paz y armonía con los vecinos judíos.

Aun cuando la mayor parte del pueblo de la Biblia viva aún lejos de Israel, el cambio operado por la existen­cia del Estado en la conciencia colectiva de los judíos de todo el mundo es significativo. Hoy, a pesar del dolor de las heridas aún abiertas por causa del Holocausto, a pesar de los judíos que continúan sufriendo en la U.R.S.S., don­de por desgracia no son las únicas victimas, gran parte de la dignidad hebraica ha sido recuperada gracias a esos ja- lutzim o pioneros judíos. La lucha de reivindicación na­cional, que no ha hecho más que empezar, será tal vez muy larga, pues el regreso a la Tierra Prometida es sólo parte del ideal mesiánico. Para que la redención lo com­plete es necesario que la justicia, antes que la injusta gue­rra, guíe el destino de los hombres.

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XVII. La Era de los Muertos

Alemania, cuna de la emancipación judía, fue también el país en el que nacieron los más grandes asesinos que re­cuerde la historia de la humanidad. En ningún otro lugar de Europa el horror estuvo tan cerca del Apocalipsis, ni la muerte tuvo tanto desprecio por la vida, como en el sinies­tro período iniciado en Alemania por los nazis. Es cierto que el pueblo de la Biblia había conocido antes el despre­cio, el pogrom, la opresión, la burla, el servicio militar cruel e interminable -d e los ocho a los treinta y ocho años en los ejércitos zaristas- la acusación del crimen ritual, la violación de sus mujeres, el robo de sus niños para ser bau­tizados por la fuerza y la destrucción de sus viviendas, pero nunca había sido víctima de un genocidio sistemático como el que los alemanes y su acólitos llevaron a cabo en Polonia, Francia, Grecia, Italia, Rusia, Holanda y Bélgica.

Los uniformes militares no mienten: las calaveras sim­bólicas de los esbirros de Hitler asi lo atestiguan. Y lo prueban las cámaras de gas con sus duchas letales. Pero una tarea tan demente e imperdonable como el genocidio no es, empero, el producto casual de una civilización que de un día para otro decide desprenderse de algo que le mo­lesta. Veinte siglos de doctrina cristiana, veinte siglos de amor al prójimo se consumían en las humeantes piras del Holocausto. Y todavía debían pasar veinte años más para que, angelical e insomne, el Papa Juan XXIII pronunciara la oración de arrepentimiento que encierra tanto la histo-

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ría judía en Europa como la de la propia Iglesia: «Recono­cemos ahora que muchos, muchos siglos de ceguera han tapado nuestros ojos de manera que ya no vemos la her­mosura de Tu pueblo ni distinguimos en su rostro los ras­gos de nuestro hermano mayor. Reconocemos que lleva­mos sobre nuestra frente la marca de Caín. Durante siglos Abel ha estado abatido en sangre y lágrimas porque noso­tros habíamos olvidado Tu amor. Perdónanos la maldi­ción que injustamente pronunciamos contra el nombre de los judíos. Perdónanos que, en su carne, te crucificásemos por segunda vez. Pues no sabíamos lo que hacíamos...»

Lamentablemente, en 1963 era imposible no saber lo que se había hecho. Muy tarde para arrepentirse. El Holo­causto había tenido lugar no en la India, el Yemen o Kai- feng, donde los judíos vivieron más o menos en paz desde los días del rey Salomón. Fue en Europa donde los marca­dos para la muerte llevaron el mismo paño o estrella ama­rilla que fuera de uso obligatorio durante la Edad Media y fueron los europeos los que decretaron la «solución final». Muchos de ellos, fieles del arzobispo de Berlín, quien con singular compasión solicitó a los «judíos bautizados» que acudieran a las misas de primera hora para estar solos y así no tener que molestar a sus hermanos arios. ¡El viejo anti- judaismo religioso fue transferido tout court de la negra «noche de cristal» en la que ardieron las sinagogas al anti­semitismo racial que culminó en los crematorios!.

Ante ese hecho atroz el famoso silencio de Pío XII fue el equivalente exacto de «La muerte de Dios» anunciada por Nietszche años antes. La mansedumbre cristiana clau­dicaba ante al agresivo suigimiento del superhombre. De manera que, muerto Dios ¿Por qué iba «la bestia rubia» a quedarse con Su pueblo? Es verdad que muchos cristianos y creyentes de buen corazón acudieron en socorro de los perseguidos afrontando riesgos en los que a veces se les fue la vida. Y también es cierto que el Papa, aunque no a la al­tura de sus funciones, ejerció la caridad para con los que

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padecían «sed de justicia». Pero no es menos verdadero el hecho de que la Iglesia alemana, con la complicidad del Vaticano, ayudó a sembrar en el campo de las relaciones humanas el odio racial permitiendo un velado marcionis- mo que hizo decir a monseñor Hilfrich, cuando se estaban perpetrando las primeras matanzas colectivas, que «la re­ligión cristiana no tiene su fuente en la naturaleza de ese pueblo; es decir, que no ha sido influida por las caracterís­ticas raciales de los judíos».

Algunos historiadores contemporáneos sostienen que el gran enemigo de la religión cristiana era entonces el co­munismo, su perversa imitado, y que por ello el Vaticano y lodos los «colaboracionistas» del nazismo optaron por aliarse tácitamente con el menor de los males. Se trata, hay que decirlo, de una verdad a medias, a pesar de la crueldad staliniana y de los muchos crímenes comunistas. Las raíces del mal, las máscaras de la indiferencia, venían de muy lejos. Antes de que el primer obispo cristiano ocu­para la cátedra de Roma ya vivían judíos en la cuenca del Rhin, en París, Marsella y por supuesto en Italia. ¿Por qué razón entonces los «arios» debían tener más derecho a sus tierras que los judíos a las suyas, sino a causa de aquella suspentio ad divinis que la teología había implantado en la mentalidad cristiana en relación a la condición judía desde los tiempos de San Agustín? Las infaustas leyes de Nüremberg, que definían como judío a toda persona de esa ascendencia, condenaron también a quien tuviera un solo abuelo hebreo, y borraron de un plumazo la ciudada­nía alemana que con tanto orgullo muchos ostentaban. Al considerar criminal toda relación sexual entre judíos y arios, la nueva acusación de rassenschande (profanación racial) tenía para los judíos el eco siniestro de la vieja In­quisición, su mismo propósito asesino en otro idioma, mucho más despiadado e irracional que el del siglo xv.

Los que podían hacerlo, volvían al Génesis en Palesti­na. Los que no, perecían en las hogueras apocalípticas.

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Aquí y allá, nefasta, la muerte acababa en días, semanas o meses, lo que largos siglos de trabajo y paciencia habían gestado. Europa, hastiada de sus propias creaciones, se su­mergía en la barbarie dogmática y destructiva a la que la habían conducido tanto el egoísmo como el nihilismo, la máquina estatal hegeliana como la mística racial de Gobi- neau. Decir, como hace Alain Besangon, que el nazis­mo es la perversa imitación del judaismo (luego de haber empleado la misma metáfora polar para el binomio catoli- cismo/comunismo), es no comprender la naturaleza meta­física de la Alianza tanto como vejar impunemente la me­moria de los mártires judíos, ya que, considerar racista a un pueblo que tiene todos los rostros de la humanidad, del blanco y rubio askenazi al moreno sefaradí, del oliva ye­menita al negro de los falashes de Etiopía, unidos todos por un ideario ético que subraya, entre sus mandamientos, el «no matarás», es hacer una broma macabra e insensata.

La misma naturaleza convergente del judaismo impide su expansión, o lo que falsamente se ha denominado «im­perialismo sionista». Recordemos que San Pablo hubo de renunciar a la circuncisión y a las leyes dietéticas a fin de que los gentiles se «injertaran en el olivo», y que si los hi­jos de Jacob volvieron a su tierra, fue precisamente por fi­delidad al Pacto cuyo marco geográfico sigue siendo, en esencia, el que contiene ese árbol y el que amaron y cuida­ron los patriarcas hebreos. Ni el judaismo tiene semejanza alguna con el nazismo, ni los judíos explotan contra su vo­luntad a los árabes, digan lo que digan los «humanistas de izquierda».

Volviendo a la muerte, digamos que una de sus carac­terísticas más notables es una pálida fijeza, el rigor mortis que hace que todos los cadáveres tengan el mismo aspecto. Por ello la uniformidad tanática que caracteriza al nazis­mo tenía que escoger la calavera como emblema de su ideología y únicamente podía ver un «fermento en des­composición» en las teorías relativistas del judío Albert

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Einstein. A la muerte, recordemos, sólo le interesa la com­posición, el absoluto, un reino de esqueletos y de botas que marchan wagnerianamente hacia un cielo de pureza nórdica. Es que los muertos en vida temen más que nada a la inasible movilidad del rostro humano, a la sonrisa sin estado ni bandera de los gitanos y los testigos de Jehová o a ese humor liberal con que los demócratas digieren sus múltiples defectos.

Los muertos en vida, que todavía andan por ahí, de ha­ber tenido éxito en la solución final al problema judío, hu­bieran inventado el problema chino o eslavo para saciar su necrofilia. Ni qué decir tiene que tampoco los comunis­tas están libres de esa irracional fascinación tanática. El precedente histórico sentado por el nazismo y reactivado por el stalinismo soviético, nos demuestra a las claras que ante la inacabable e innoble esclavitud, el judaismo sigue exigiendo la libertad del pueblo. Ante el desprecio, conti­núa postulando la dignidad de la persona. Ante el monó­logo del sordo esgrime la difícil belleza del diálogo. Qué racismo puede atribuirse entonces Israel cuando entre los años cincuenta y sesenta contribuyó más que nadie al de­sarrollo económico y social de la jóvenes repúblicas afri­canas. Ningún pueblo de la tierra sabe como el judío lo que es ser extranjero y minoría, único y distinto, pequeño y frágil.

«El hebreo -escribe Tresm ontant- tiene el sentido y el amor de los elementos, de lo camal». Tal vez por eso Jesús dijo que enterrar a los muertos era tarea de muertos. Pues­to que a él, como buen judío, sólo le interesaban los vivos.

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XVIII. Judaismo Temporal y Judaismo Espacial

Al referimos al Primer Exilio en el capítulo V mencio­namos la voz hebrea que lo nombra, galul. En el comienzo de esa palabra estaba la partícula gal, que significa «ola». Asimilables a las agujas del reloj, las olas y las mareas, re­gidas por la luna, viven el influjo del tiempo, su creci­miento y decrecimiento entre las márgenes espaciales de los continentes. En el Eclesiastés, libro que la Biblia dedi­ca muy especialmente al misterio y la magia del tiempo (allí denominado et), se emplea en forma recurrente la me­táfora del ir y venir, el cíclico tránsito del paisaje humano y natural cuya manifestación completa un «círculo» o igul a través de un ritmo océanico que nos recuerda lo indivi­dual - la o la - tanto como lo colectivo -e l m ar-. El latido que va de las horas a los meses, del centro a la periferia, del espacio al tiempo y viceversa, es aplicable al proceso histórico recorrido por Israel. De allí que su literatura ha­ble tanto de la dispersión como de la unidad del pueblo.

Jerusalén y Sión encaman el punto de implantación de las agujas que van hacia el tiempo cruzando el espacio, a la vez que articulan el espacio en función de su manifesta­ción temporal. Para el historiador judío, con su idea del shar iashuv o «remanente que vuelve», su tierra, esa aretz de la que hablan los profetas, es el sitio visible por exce­lencia, el lugar siempre presente, la matriz espacial, insus­tituible y estable. En oposición complementaria, se sitúa la vida diaspórica, el Exilio que es y ha sido vivido funda­

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mentalmente como un tiempo punteado de shabatols o sábados, un tiempo valorado por su concentración invisi­ble y plena de promesas. A pesar de las leyes y los relatos talmúdicos concernientes a las relaciones del hombre ju ­dío con la naturaleza en general, su modelo primigenio, las semillas, el clima y el calendario, responden a una zona particular que no es la de Babilonia, Noruega o la In­dia sino la que dio nacimiento al Israel bíblico. Por ello, mientras no hubo regreso al surco y al arado, la semilla se mantuvo tan potencialmente fértil como hermética a fin de que, ausente el espacio, pudiera preservar sólo el tiempo su mensaje genético hasta el día de la siembra.

Esa era la valla que los maestros pusieron en tom o a la Ley, alrededor de la Torá. Ambigua empalizada que si por un lado produjo el ghetto, por el otro preservó la vida ju ­día casi intacta desde sus orígenes hasta nuestros días. Pri­vado de su espacio natal, al judaismo no le cupo sino insis­tir en la importancia del tiempo. Del pasado, conservaba la sal de la Tierra Prometida. La sal que preserva y con­centra. Del futuro, sabía que se cumpliría cuando la tierra fuera limpiada de su sal, lavada y redimida para su culti­vo. En cuando al presente, cuerpo inasible entre alas fuga­ces, Israel jamás dejó de encamarlo. Ya fuera en Pekíin (Galilea) o en Jerusalén, desde los días de Samuel el Profe­ta en adelante, siempre hubo judíos en su tierra. Iban y ve­nían, como las horas y los minutos, o como las olas atraí­das por el polo pétreo alrededor del cual alguna vez batie­ron los Salmos. Iban y veían, de Salónica o Bagdad, de Co- chín o el Yemen, de París o Zaragoza, buscando el consue­lo y el amor que en otro sitio les negaban. Iban y venían, anclada en sus memorias la nave comunitaria, el Arca de Noé de la supervivencia. Iban y venían, finalmente, para renovar el Pacto que Abraham sellara para él y para su descendencia.

Con la creación del Estado Judío, aquellos que quisie­ron y pudieron hacerlo, se deslizaron de la coordenada del

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tiempo a la del espacio. Al lavar a la tierra de sus sales, co­menzaron a sufrir una metamorfosis psicológica que toda­vía hay preocupa e intriga al judaismo. El ansiado renaci­miento nacional ¿implica acaso el suigimiento de un nue­vo hombre, distinto por completo del anterior? Es conoci­da la aspereza de los sabras o judíos nacidos en Israel, en relación a las características diversas y por lo general «blandas» de sus correligionarios de la Diáspora. La elasti­cidad exilíaca se convirtió en un pragmatismo duro y constante que tiende, en Israel, a la transgresión de algu­nos de los mandamientos bíblicos así como el olvido de la flexible sabiduría forjada en siglos de convivencia con cien naciones. Este conflicto - ta n m oderno- entre lo sagrado y los profano, lo religioso y lo laico, tiene para los judíos una resonancia distinta, ya que si en la Diáspora se tradu­ce por la «asimilación» o desaparición de lo particular en el amorfo medio gentil, cuya desacralización se justifica en cierto modo, en el joven estado se llama imperdonable «distanciamiento» de las fuentes o «fracaso» educacional que atenta contra el mensaje original del Pacto. Sin em­bargo existe una ventaja del Israel geográfico sobre el de la Diáspora en lo que a la cultura nacional se refiere. Por vez primera después de dos mil años, el mito del libro se ha convertido en la realidad de la tierra: lo sagrado regresa a lo profano para que éste renueve el sentido de aquél. Y co­moquiera que el proceso debe continuar todavía fundién­dose en el crisol en el que se mezclasen setenta orígenes soplados por un único fuego, es natural que el conflicto entre lo acumulado por el tiempo y lo que quiere distri­buir el espacio, aún no se haya solucionado.

Por un lado el estar, y por el otro el ser. La disyuntiva paradójica que nos ofrece la o de ese verbo infinitivo , apunta hacia una convertibilidad constante de uno en otro término, pero también revela una dualidad que no es sola­mente la de la lengua castellana sino también la del Pue­blo Judío en nuestra época. Dentro de Israel se está, a ve­

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ces, muy lejos de todo lo que ser judío representó durante siglos. Fuera de Israel se es -p ara no desaparecer en medio la confusa marea de la actual civilización- un foco de re­sistencia distinto y milenario. El caso de la oprimida jude­ría rusa asi lo demuestra: a ella, el divorcio del binomio es­pacio / tiempo le ha sido impuesto otra vez ya que para ser ruso, enteramente ruso, es necesario dejar de ser judío. Ser soviético excluye el ser sionista. La historia, pues, se repite para peor.

Un fenómeno distinto encama la judería norteameri­cana. Pudiendo ejercer su judaismo y su sionismo libre­mente, escoge ser norteamericana además de asumir las dos dimensiones previas. Esta polivalencia es debida tanto a la clásica convergencia cultural judía, como al hecho de que hoy en día los pueblos superpoblados, o bien pobres de recursos -G recia con sus seis millones de griegos fuera del solar natal; Portugal, España y hasta Italia con sus hi­jos en tierras lejanas-, han sufrido un proceso diaspóríco que en más de un aspecto recuerda al vivido por el pueblo judío y ostentan por ello dos nacionalidades. Ya sea por causa de la guerra, o por causa de un porvenir más digno y próspero para sus descendientes, los judíos, como los ita­lianos o los griegos, han prolongado indefinidamente el tiempo del Exilio sin por ello renegar del espacio de su ori­gen. Desde siempre la Iglesia ha criticado el apego judío a Israel y su testarudo «particularismo», oponiéndolo al «universalismo» cristiano, como si ñera posible optar en­tre una rama de olivo y el árbol entero. Lo cierto es que para el judio, la búsqueda de Dios, de su justicia, no ha terminado aún. En cambio, para el cristianismo, habiendo llegado el Mesías, no tiene sentido esperar más. Un sólo hombre intercede por los pecados de lodos. Inversamente, el judío cree que todos los hombres deben trabajar por la redención de cada uno y que nadie muere por otro ni lo salva sino es salvándose primero a sí mismo.

¿En qué consiste esa salvación, ése ideal mesiánico en

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proceso de madurez? Para el tiempo, en evaporarse por encima del espacio y así trascender sus leyes. Para el espa­cio, en gozar de los frutos del tiempo. Los judíos creen que es posible «reparar» el desgaste del tiempo, mediante el tikkun del espacio. Curar al cosmos herido por los mismos hombres. Es más: lavar las heridas, vivir en armonía y co­mer el pan de la vida es más importante que alcanzar el paraíso post mortem. Los cristianos, que quemaron cuer­pos (en los autos de fe) para salvar almas, y volvieron a quemarlos (en los hornos nazis) para que no quedara el menor rastro de unos ni de otras, quizá deban reconocer hoy lo particular discerniendo entre lo que es de Roma y lo que es de Jerusalén, entre lo que hizo el cesarismo con­tra los judíos, y lo que estos hicieron por la humanidad. El destino entero de Occidente depende, para sobrevivir, de un retomo del Apocalipsis al Génesis, de un tránsito de la nefasta mística del dolor, a la sublime ética del amor.

La digresión en tomo al cristianismo es deliberada, ya que éste ha hecho siempre hincapié en la Jerusalén celes­te, futura, condenando a la terrestre y pasada. Víctima de esa creencia, objetos de la historia, los judíos han vuelto a su tierra porque han comprendido que el peligro de toda diáspora radica en la nostalgia y la idealización exagerada. De ambos sentimientos surgieron tanto el cristianismo creyente en la resurrección del Hijo de Dios, como el ju ­daismo que fue víctima contemporánea de Su muerte. La importancia ecológica del espacio, inaugurada entre los judíos a partir del sionismo moderno, nos dice que su tiempo está oscilando entre las doce y la una. ¿Significa eso que ha llegado ya el mediodía de la justicia? Por lo que vemos, aún no. Ni el tiempo de la Diáspora ha llegado a su fin, ni la tierra es todavía el hogar fraterno que soñaron los profetas. Pero el regreso de los hijos de Jacob a su tierra prometida, su aspiración democrática a vivir en paz junto a los otros pueblos de la zona, es también el retomo a esa maltrecha promesa, la esperanza, que tan necesaria nos es

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en esta época de hastío, violencia y nihilismo. Muchos se preguntan si la «segunda venida de Cristo» no tendrá que ver con el regreso judío a la geografía que lo foijó. Formu­lémoslo más claramente aún: la muerte y resurrección del pueblo judio en el siglo XX ¿no señala con pasión su im­plícita creencia en el Jesús hombre? Falta que los gentiles comprendan que son ellos -cristianos y musulmanes, vás- tagos del tiempo revelado- los que deben aceptar ahora la hermosa y bendita gloría del espacio recuperado por los judíos.

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XIX . La Lengua de las Lenguas

Hemos hablado de judaismo temporal y judaismo es­pacial. De la Diáspora y del moderno estado de Israel. Un tema tan apasionante tenía que conducir al análisis de las infinitas ramificaciones lingüisticas que, habiendo nacido en los días de Abraham, rebrotaron en los de Eliezer Ben Yehuda, el creador del hebreo moderno, el Adán del siglo xix. En ese inmenso viaje que va de la temprana raíz a la última de las hojas, del balbuceo mítico al más reciente diccionario, pasando por el Sefer Yetzirá o Libro de la Creación atribuido al primer patriarca; condensándose luego en menos de un siglo y en la Galilea o abriéndose en mil Dores poéticas durante los siglos x , X I, X II y X III en Es­paña, la lengua de las lenguas ha sido el vehículo tanto fí­sico como metafísico que transportó al judaismo en sus ru­tas por el mundo.

Exteriormente, el idioma hebreo y su escritura consti­tuyen un sistema consonántico de veintidós signos que se escriben de derecha a izquierda. Desde sus orígenes, forma parte de la familia semítica a la que pertenecen el árabe, parte del acadio y el sumerio y el antiguo etíope o amári- co. La base común de todas estas lenguas es la raíz trilíte- ra, generalmente relacionada con el significado concep­tual que trasmiten las consonantes y a las que se hace fun­cionar en la cadena sintagmática del discurso mediante el agregado implícito o explícito de las vocales. Confrontada con la multiplicidad flexional de la familia lingüística in-

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Eliezer Ben Yehuda (1858-1922). Gracias a su obstinación, el hebreo volvió a convertirse en lengua hablada en Palestina.

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doeuropea, la semítica es relativamente estable y conser­vadora. El tropo más usual en el hebreo bíblico, por ejem­plo, se llama anáfora (figura que consiste en la repetición de una o varias palabras al comienzo de una frase). Así, el Cantar de los Cantares o la Raíz de las Raíces describen un movimiento centrípeto e interno. Por el contrario, el grie­go -y a partir de él casi todas las lenguas occidentales- revela una tendencia centrífuga que busca la lejanía exter­na, la divergencia. Hemos constatado hasta qué punto la historia judía es convergente. Ahora veremos cómo esa convergencia se explica, en parte, por la estructura del he­breo.

Atribuir un texto de dudosa procedencia a un persona­je fabuloso o a un prestigioso autor del pasado, era una práctica muy corriente en la Edad Media. Si además del tema o el estilo (por ejemplo, cualquier opúsculo de botá­nica se debía a Plinio el Viejo; cualquier tratado de alqui­mia a Zózimo) el nombre propio del autor aludido prefi­guraba la clave o el código de todo el desarrollo posterior de su obra -com o es el del patriarca Abraham, supuesto escritor del Sefer Yelzirá- la espiral metafísica podía reco­rrerse entonces en sentido inverso al de su manifestación para reconstruir en el tiempo de la lectura lo que había ar­ticulado el espacio de la escritura. En Abraham conviven pues, la partícula Ab que significa «padre», pero también la am, que indica «madre»; la voz bará. traducible por (El) «creó», a la vez que ram, «arriba», «alto»; cuatro palabras que junto a la alefy a la bel indicadoras del alfabeto, con­centran en un solo nombre el contenido íntegro del libro que habla de la creación del mundo por mediación del lenguaje.

¿Casualidad? ¿Juego verbal? ¿Teleonomía? La cita de Graves y Patai que aparece en la página 12 alude al mismo fenómeno reversible. Un caso que de no verse constante­mente confirmado por los hechos, podría parecer absurdo. ¿Se trata del shar iashuvl ¿Reside en esa química onomás­

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tica todo el misterio de la profecía? Es como si el judío que vuelve una y otra vez a Jerusalén -«pasando» al igual que su antepasado de una cultura a otra sin perder en el trasva­se lo esencial de su identidad- recuperara instantánea­mente la memoria del Pacto que su pueblo sustenta con el Libro que lo creó. Hay una famosa escena del Nuevo Tes­tamento (Hechos de los Apósteles 2:4), en la que se habla del Espíritu Santo y de las lenguas, y que alude en parte a esa paradoja semántica. Allí, en medio del naciente cris­tianismo, la anáfora judía se transformó en metáfora grie­ga: los hebreos fueron hechos iguales a los gentiles y am­bos pasaron a ser hijos del Dios Uno. Entusiasmados por ese nuevo tropo, los apóstoles fueron literalmente trans­portados por el Espíritu al momento feliz de la profecía, a la plenitud. Estaban en Jerusalén y era la fiesta de Pente­costés para ellos, y la fiesta de Shavuot o de las Semanas para los judíos. A cincuenta días de la Pascua, se celebraba la recolección de los frutos de la tierra. Los apóstoles los tomaron entre sus manos y marcharon a las islas del Egeo, a Roma, a las Galias, al confín de la metáfora. Los judíos, volvieron a la tierra y agradecieron al Creador del árbol el regalo ofrecido.

Ahora, dos mil años después, el Espíritu sopla otra vez, aunque en sentido inverso: todas las lenguas entran al he­breo. Lo judíos dispersos, a quienes se negó el fruto, a quienes se obligó a comer el pan de la amargura, a quienes se ofendió y asesinó, humilló y masacró, traen consigo a Jerusalén la luz de todos los rincones de la tierra, tal como está escrito en la Biblia que ha de ocurrir. Herederos de la doble Alianza, camal y espiritual, celebrada en ese sitio y no en otro, los judíos pudieron seguir siéndole esencial­mente fieles a lo largo de veinte siglos gracias al milagro de su lengua, que en un inicio abarcó la época anterior al pri­mer Exilio (siglo vi a. de C.), la post-exiliaca y la de la Mishná (siglo II d. de C.). El segundo período comenzó en el umbral de la época romana y continuó, en los hipogeos

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de la historia, hasta mediados del siglo xix. Fue entonces cuando Ben Yehuda renovó con fuerza incomparable el idioma de los profetas.

Interiormente, el hebreo pertenece -dirían los poetas medievales- a la familia de los ángeles. Como el sánscrito y el chino, su cifra secreta es sagrada y contiene verdades tan profundas que, si de cara a lo social son morales y éti­cas, de cara a lo individual son transcendentes y poéticas. Por un lado la gramática, la fonética, el mecanismo. Por el otro, la metafísica, la fonémica (unidad mínima de senti­do, no de sonido), el organismo. Hacia fuera, la tradición escrita; hacia adentro, la tradición oral. En la tierra, las metamorfosis; en el cielo, lo inmutable. En la parte visible del espectro, la dispersión de la luz -e l concepto de orla- goim o «luz para los pueblos»-; en su parte invisible, la luz universal y blanca - la Ley que es, ella misma, el res­plandor, Torá or- del que surgió el arco iris para iluminar la visión de Ezequiel 1:28.

Nosotros, que estamos hechos de tierra y cielo y res­pondemos a lo social tanto como a lo individual, y que vi­vimos en nuestro siglo en una ignorancia supina con res­pecto a las maravillas de la lengua, deberíamos recordar que durante más de un milenio la Biblia fue la piedra an­gular de la civilización occidental, fundamento del mo­nasterio y la catedral, de Roma a los límites del mundo co­nocido. Esa Biblia nació, pues, en la tierra del olivo que ofreció el aceite para la lámpara de los estudiosos, y tam­bién el Getsemaní o Gal shmanim («prensa de las olivas») de cuya misma madera se hizo la Cruz. Por eso, para com­prender los aspectos escatológicos de la historia del siglo XX, para discernir entre las capas sedimentarias del in­consciente colectivo de nuestra civilización, es imprescin­dible leer entre líneas la Biblia.

Si el aspecto sincrónico de una lengua se refiere a lo estático de ésta, y el aspecto diacrónico al conjunto de sus evoluciones en el tiempo, para el hebreo, su cruce simbó­

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lico está entre los dos Testamentos, entre la anáfora del primero y la metáfora del segundo.

La Cruz no ha salvado al mundo. La Estrella de David lo ha padecido. El moderno ecumenismo y la crisis de las iglesias nos indican a las claras un repliegue de lo sagrado en Occidente a la vez que la aparición en el horizonte de las culturas de otras cosmovisiones y creencias tan válidas como las nuestras. En cierto sentido, las mil nacionalida­des, estados y diminutas repúblicas que hoy claman por su suelo y su autonomía, aluden el fracaso de los imperios y las generalizaciones. Todos buscan hoy lo concreto, lo particular. Nunca, a pesar de los viajes espaciales, tuvo tanto valor el humus, la ierra natalis, la esquina del cam­po. En ese viaje de regreso a lo sensible, los judíos han sido los primeros en experimentar el enfrentamiento entre lo religioso y lo profano.

Cuentan que en 1881, cuando Eliezer Ben Yehuda lle­vó a su familia a Jerusalén decidido a hablar únicamente el hebreo (su hijo fue el primero que empleó ese idioma desde la infancia sirviendo de cobayo lingüístico a su pa­dre), los judíos religiosos venían a arrojar piedras a su casa ofendidos por su actividad profana. iComo la lengua litúrgi­ca, la de los ángeles y los patriarcas, iba a utilizarse para comprar golosinas o escribir periódicos! Habiendo leído cuando niño el Robinson Crusoe de Daniel Defoe, Ben Yehuda comprendió que, después del naufragio, en la so­ledad de una isla, de pie en el último de los terrenos culti­vables, Robinson era Adán y Adán era el primer héroe bí­blico, el primer hombre cuyo eco llegaba hasta la pequeña biblioteca de su tío para despertar en él, lector de aquella traducción al hebreo del libro de un sobreviviente, la aventura única del renacimiento de una lengua, el meticu­loso rescate de la realidad humana, la maravilla de poder colaborar con la Creación, pues, como se sabe, el paraíso empieza por su nombre.

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XX. Glosario

Ab, onceavo mes del calendario judío (julio/agosto). Pa­dre, alfabeto.Aggadá-Haggadá, historia, leyenda relativa a la Pascua. Himno cotidiano.Amoraim, oradores, intérpretes. Varios miles de ellos, en Palestina y Babilonia, elaboraron del siglo lll al v el Tal­mud.A rameo, lengua hermana del hebreo. Fue adoptada por los judíos en los días del Primer Exilio, en el siglo vi a. de C.Ashkenazi, nombre que comenzó por designar a los judíos alemanes y luego abarcó a todos los procedentes de Eu­ropa.Bar Mitzva, hijo del deber. Rito de iniciación por el que pasan los adolescentes varones al cum plir ios trece años. Brit Milá. Alianza, Pacto y circuncisión. Ceremonia cele­brada al octavo día del nacimiento. Génesis 17.Baal Shem, dueño del Nombre (de Dios), maestro, cura­dor.Bnai Israel, hijos de Israel o Jacob. El pueblo judío.Birkat ha-mazón, bendición de los alimentos.Birkat ha-kohanim, bendición de los sacerdotes a la co­munidad.Cohén o Kohen, palabra hebrea que significa sacerdote.Davar, logos, palabra.Diáspora, diseminación, exilio que se inició en el siglo VI

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a. de C. y que para gran parte del pueblo judío continúa hasta hoy.Dinim, leyes Juicios que regulan la ética judía.Eber, ibri, ibrit, pasar, transitar, hebreo, y lengua homóni­ma. Parentesco lingüístico que alimentó a generaciones enteras de estudiosos.El, uno de los nombres de Dios.Elul, mes hebreo (agosto/septiembre).Emet, verdad, fidelidad.Emunah, fe.Eret: Israel, la tierra de Israel. El lugar del Pacto.Etrog, una de las cuatro especies utilizadas en la fiesta de los Tabernáculos o Sucot. Fruto del cidro.Galut, golá, exilio, destierro.Gaonim, grandes, excelsos, mestros de las academias tal­múdicas. Entre los siglos v y x d. de C.Guemará, lo aprendido, lo completo. Parte del Talmud. Goim, pueblos de religión no hebraica.Hadás, mirto, una de las cuatro especies vegetales de Sucot.Haflaráh, lectura bíblica de los Profetas que cierra algunas ceremonias.Halajá, enseñanza oral, ajustable a las circunstancias. Senda, camino, marcha. Parte de las enseñanzas conteni­das en el Talmud.Hannuka, fiesta de Las Luminarias. Inauguración del Templo de Jerusalén por los Macabeos. fiaron ha-kodesh, Arca de la Alianza. lar, mes del calendario hebreo (abril/mayo).Israel, segundo nombre de Jacob, que por metonimia indi­ca a todo el pueblo hebreo. Patria histórica de los judíos. Kabalá, recibo, tradición (oral). Misticismo judío.Kadish, oración por los muertos.Kasher o Kosher, bueno, permitido, perfecto. En especial en relación a las reglas dietéticas que observan los judíos religiosos o tradicionalistas.

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Kavod-Adormí, la gloría del Señor.Kislev, tercer mes del calendario hebreo.Ladino, lengua hablada por los judíos españoles o sefara- dim, desde 1492 hasta hoy.Lehadlik ner shel shabat, encender las velas para la cere­monia del sábado.Lejá dodí, himno religioso con que se recibe la llegada del sábado.Leví, levitas, tribu de Israel a la que perteneció David, ser­vidores del Templo, ayudantes de los Kohanim.Lúlav, ramos y hojas para las procesiones y fiestas. Una de las cuatro especies santificadas. Hoja de palma.Majzor, ritual, breviario de oraciones para todo el año. Marranos, judíos convertidos al cristianismo por la fuerza y en España, de los siglos Xiv al xv. En hebreo se los llama anussim, «obligados». No deja de ser un contrasentido lla­mar «cerdos» a quienes por principio tienen prohibido co­mer la carne de ese animal.Mashiaj, Mesías, ungido. En griego christos. Liberador del pueblo.Masorah o masorel, tradición.Matzah, pan ázimo que se come en Pascuas.Medinat Israel, Estado Judío.Meguilá o meguilot, los Cinco Rollos o Libros del Penta­teuco cuando se refieren a la Torá, y «rollos» a secas cuan­do se refieren al Cantar de los Cantares, Ruth, Lamenta­ciones, Eclesiastés y el Libro de Esther.Melamed, el que enseña Biblia o cualquier otro libro santo.Menorá, el candelabro de siete brazos.Meturgeman, traductor de la Torá al arameo.Mezuzá, estuche metálico que se adquiere a las jambas de las puertas y que contiene frases bíblicas. Deuteronomio 6:4.Midrash, investigación, relato, interpretación de la Escri­tura. Exégesis.

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Minhagim, principales ritos litúrgicos.Minhá, principal oración de la tarde.Mishná, parte jurídica del Talmud.Milzvot, deberes religiosos para con el Creador, el hombre y la sociedad.Nashim, tratado talmúdico relativo a las mujeres.Neshamá, alma.Nebiim o neviim, los profetas.Nisart, mes del calendario hebreo (marzo/abril). Epoca de la Pascua.Pésaj, Pascua.Olá, holocausto, sacrificio.Olam ha-bá, mundo futuro.Olam ha-ze, este mundo, mundo presente.Pilpul, pimienta, método de análisis talmúdico, sutil y pi­cante a la vez.Pirké Abot, Proverbios o Dichos de los Padres. Parte del Talmud.Purim, suerte, fortuna, fiesta relativa al Libro de Esther. Pogrom, matanza, crimen contra los hebreos en Europa Oriental.Rab o rabí, maestro.Resh galuia, exilarca.Rosh ha-shaná, año nuevo hebreo.Sahoraim, doctores del Talmud. Sucesores de los amo- raí m o intérpretes.Saduceos, partido religioso y aristocrático de la época del Segundo Templo.Sanedrín synhedrion, asamblea de sabios y ancianos. Salosh regalim o raglaim, las tres fiestas de peregrinación: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos.Shejitá, degüello ritual de los animales.Shem ha-mefbrash, el Nombre Inefable, Impronunciable. El Tetragrama.Shabat, día santo, sábado. Comienza en la víspera del

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viernes y estipula un descanso regulado por el pasaje del Exodo 20:21.Shavuoi, semanas, Pentecostés. Siete semanas después de la Pascua.Shemá Israel, «Escucha oh Israel», primera y última ple­garia judía que se pronuncia para atestiguar la unidad de Dios y su fe en El. Deuteronomio 6:2.Shemóne esré, literalmente dieciocho. Gran Plegaria que en realidad contiene diecinueve bendiciones.Shevat, mes del calendario hebreo (enero/febrero).Shofar, cuerno de camero, utilizado en las fiestas más im­portantes.Seder, orden, ordenamiento. Relativo a la fiesta de la Pascua.Se/er, Libro, escritura.Sefarad, sefaradim, nombre hebreo para España y para los judíos españoles.Sidur, libro de oraciones.Sionismo, movimiento de regeneración y reconstrucción nacional en el suelo y en la tierra de los patriarcas. Sinagoga, palabra griega que significa comunidad. Por ex­tensión, templo.Talil, manto de rezar.Talmud, enseñanza, libro o colección de libros que junto con la Biblia constituye el Corpus principal del judaismo clásico y postclásico.Talmud-Torá, nombre de las academias donde se estu­dian los textos religiosos.Tamuz, mes del calendario hebreo (junio/julio).Tanaím, maestros de la ley que vivieron entre ios siglos l y nid.deC.Targum, traducción aramea de la Biblia hebrea.Tefilá, oraciones, rezos.Tefilim, filacterias.Teshuvá, respuesta, retomo a las fuentes del judaismo. Tevei, mes del calendario hebreo (diciembre/enero).

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Torá, enseñanza, la Ley o el Pentateuco. La parte más im­portante de la Biblia hebrea.Tikkun , arreglo, reparación cósmica en la que creen los kabalistas.Tikvá, esperanza.Tosafot, com plem entos, agregados al Talmud, com pilados p o r los tosafistas franceses en los siglos X ll y X III.Zadik o Tzadik, justo, piadoso, director espiritual de la congregación jasídica.Zeraim, simientes. Parte de la Mishná relativa a la agri­cultura.Zohar, libro místico atribuido a Moisés de León, kabalista español del siglo X III. Texto que sigue a la Torá y el Tal­mud en el rango espiritual.

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Bibliografía

Las citas bíblicas están tomadas de la traducción de Casiodoro de Reina (1569) y Cipriano de Valera (1602). Edición de las Sociedades Bíblicas Unidas, 1960. Un dic­cionario temático accesible al lector de lengua española es el de Haag, Breve Diccionario de la Biblia, Herder, Barcelo­na 1976. el manual clásico que hemos consultado y que sirve como introducción histórica general es El Pueblo Ju­dio, de W urmbrand y Roth, Aurora. Tel Aviv, 1980. La obra de Keller Historia del Pueblo Judio, Omega. Barce­lona 1975, abarca los casi dos mil años que se extienden desde Judea Capta al moderno Estado Judío, y es muy útil para el contexto europeo. Los datos geográficos y demo­gráficos han sido recabados en el Atlas de la Historia Ju­dia de Gilbert, la Semana, Jerusalén 1978. Existe una ver­sión española de la obra de S. Barón Historia Social y Re­ligiosa del Pueblo Judio, Paidós, Buenos Aires 1969, cuya extensión y profundidad siguen siendo modélicos.

I

Sobre el segundo y el tercer milenio a. de C., ver los Mundos Sepultados de André Parrot, Garriga, Barcelona 1961, La Historia Antigua de Israel del Padre de Vaux, dos volúmenes, Cristiandad, Madrid 1975, y el manual de

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Woolley: Ur, La Ciudad de los Caldeos, Fondo de Cultu­ra, México 1975.

11

El primer tomo de Historia de las Creencias e Ideas Religiosas de Mircea Eliade, contiene una amplia y fiable información a cerca de la era de los patriarcas. Ed. Cris­tiandad, Madrid 1978; la Arqueología Bíblica de G. E. Wright, Cristiandad, Madrid 1974, recupera todo lo que hasta la fecha podemos saber sobre los antiguos poblados y ciudades en el Canaán en el segundo milenio a. de C.

III

El profetismo ha sido amplia y diversamente estudia­do. Las obras más importantes y asequibles al respecto, son los tres tomos de A. J. Heschel, Los Profetas, Paidós, Buenos Aires 1973; la Esencia de! Profetismo, de André Neher, Sígueme, Salamanca 1975; y El Pensamiento de los Profetas, de I. Mattuck, Fondo de Cultura, México 1971. '

IV

Para entender los aspectos hisloricistas del pensamien­to bíblico, la mejor introducción es el insustituible Ensayo sobre el Pensamiento Hebreo de Claude Tresmontant, Taurus, Madrid, 1962. El manual número 98 de Brevia­rios del Fondo de Cultura dedicado a la época prefilosófi- ca, desentraña en Los Hebreos de Irwin y Frank-Fort, la concepción política y antropológica de los pensadores del antiguo Israel.

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V

Sobre el Primer Exilio, además de los libros Bíblicos de Esdras y Nehemías, puede consultarse el segundo volu­men de Las Antigüedades Judias de Flavio Josefo, capí­tulos VIII al X, Acervo Cultural, Buenos Aires 1961.

VI

La bibliografía existente en tomo al Pueblo de Libro como tal es tan frondosa como inaccesible. Desde el libro de Esdras hasta G. Scholem y su monumental Ursprung und Anjange del Kabbala, Berlín 1962; pasando por el Se- fer Yetzirá o Libro de la Creación, Sigal, Buenos Aires 1966, no hay ningún relato judío, folklórico o teológico que pueda obviar la imagen de la escritura. El episodio clave para entender este capítulo está en el segundo libro de Reyes, 23:30. Allí se narra la tarea reformista empren­dida por el rey Josías (639-609) con motivo del hallazgo del Deuteronomio entre los objetos de culto del Templo.

VII

El texto de Rafael Patai, La Mentalidad Judia, Acervo Cultural, Buenos Aires 1979, especialmente su capítulo V, registra el fascinante y a la vez trágico proceso de osmo­sis cultural que tuvo lugar entre el judaismo y el helenis­mo. El trabajo sobre Filón de Alejandría, de Jean Danié- lou, Tauros, Madrid 1963, sitúa al personaje mencionado en el período interesiamentarío, otorgándole, con razón, la preeminencia simbólica que tiene en cuanto nexo cul­tural entre la Antigua y la Nueva Alianza.

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Muy cuidada, la versión de la Mishná (que el traductor prefiere nombrar, no sabemos por qué, Misná) de Carlos del Valle, Editora Nacional, Madrid 1981, es de agradecer. Su prefacio constituye una buena introducción a la litera­tura y al pensamiento talmúdico. El pequeño manual de Adler, El Mundo del Talmud, Paidós, Buenos Aires, 1964, (los primeros tomos de la magna obra han sido ya traducidos y publicados por Acervo Cultural en Buenos Aires), dará al lector una cálida bienvenida a la filosofía existencia! del judaismo post-clásico.

VIII

IX

Las Rutas de San Pablo en el Oriente Griego, de Henri Metzger, Garriga, Barcelona, 1962; La Guerra de los Ju­díos, de Flavio Josefo, Acervo Cultural, Buenos Aires, 1963, y The Ghetto and The Jews ofRom e , de Ferdinand Gregorovius, Schocken New York, 1966, ordenan un tríp­tico que podrá satisfacer al más sabio de los lectores inte­resado tanto en el feroz imperialismo romano, como en la suerte de quienes iban a cederles su religión monoteísta.

X

Para este capítulo, recomendamos en primer lugar La Escuela Hebrea de Córdoba, de Carlos de Valle Rodrí­guez, Editora Nacional, Madrid, 1981. La sección El Ara­besco Hebreo en el ya mencionado libro de Patai. La Mentalidad Judia (páginas 111 a 153), y la Literatura He- braicoespañola de Millás Vallicrosa, Labor, Barcelona. 1968.

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XI

Además de la obra de S. Barón, el lector puede consul­tar The Jews o f the Renaissance, de Cecil Roth, Filadelfia, 1946; y La Kahhala Cristiana del Renacimiento, de F. Se- cret; Taurus, Madrid, 1979.

XII

El trabajo antológico de Martin Buber sobre el jasidis- mo ha sido publicado por Paidós en Buenos Aires, entre 1969 y 1971. Barón dedica también muchas páginas de su obra monumental al tema. Pero la joya más preciosa es, a nuestro juicio, la Celebralion Hassidique de Elie Wiesel, Du Seuil, París 1972. En lengua inglesa, la recopilación de Newman, Hasidic anthology Schocken, New York 1963, es tan extensa como interesante.

XIII

Rafael Patai, capítulo IX, Op. cit. The French Eniigh- tenment and the Jews, de A. Hertzberg, New York 1968.

XIV

Los dos magníficos volúmenes de la Historia de los Ju­díos en España Cristiana, de Yitzhak Baer, Altalena, Ma­drid 1981; Los Judíos Secretos, de Cecil Roth, Altalena, Madrid 1979; Los Judíos Españoles, de Felipe Torraba de Quiroz (edición del autor) Madrid 1977, e Inquisición, Brujería y Criptojudaismo, Julio Caro Baraja, Madrid 1972. La revista Sefarad del Instituto Arias Moreno de

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Madrid es un instrumento indispensable para abordar el tema.

XV

Desgraciadamente escasa en español, la bibliografía sobre sionismo es abundante en alemán, inglés, francés y por supuesto hebreo. Existe, empero, una versión de El Sionismo de Jacob Taur, Madrid, Aguilar, 1980. La obra de consulta más interesante sobre el tema, por el estilo y personalidad del autor, es The Jews in Their Land, de Da­vid Ben Gurion, Doubleday, N. Y. 1966. También el tra­bajo de M. Buber Israel and ihe World, Schocken, N. Y. 1948, da una amplia visión del tema. Para el sociólogo de nuestra lengua ¿El Fin del Pueblo Judio? de G. Fricd- mann. Fondo de Cultura, Méjico 1968, constituye un va­liente ensayo de aproximación a la dialéctica Israel/Diás- pora. En Jerusalén se publica la magnífica revista Disper­sión y Unidad, que da cuenta -en tres o cuatro lenguas- de la historia, efectos y consecuencias del retomo judío a la tierra de los antepasados.

XVI

La Geoaraphy o f Israel, de Om y y Efrat, Israel 1971, constituye uno de los trabajos más completos que existen sobre la reconstrucción nacional judia, y abarca temas re­lacionados entre sí como la geología y los recursos natura­les; la indusría y la agricultura, o la demografía y sociolo­gía de Israel. Las memorias de Ben Gurion, en proceso de publicación, y el libro ya clásico de Jaím Weizman, Trial and Error, Londres 1952, son un excelente complemento al tema tratado en este capitulo.

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X V II

En Pos del Milenio, Norman Cohn, Barral, Barcelona 1972, y también su libro dedicado al análisis crítico y des- mitifícador del libelo Los Protocolos de los Sabios de Sión, de Sergei Nilus; la obra en dos volúmenes de Polia- koff sobre el antisemitismo: I) De Mahoma a los Marra­nos, 2) La Europa suicida, Muchnik, Barcelona 1980-81, y L ’ Exil de la Parole: du Silence Biblique au Silence d'Auschwitz, Seuil, París 1970, constituyen un dramático testimonio del antisemitismo, su historia y sus consecuen­cias.

XVIII

Ver el formidable trabajo de Max Dimont, The Indes­tructible Jews, Signet, N. Y. 1973. El Shabat y el Hombre Moderno, De A. J. Heschel. Paidós, Buenos Aires 1965. Y II i ¡leí el Sabio, El surgimiento del Judaismo Clásico, de N. Glazer, Paidós, Buenos Aires 1966. También Jesús de Israel de J. Isaac, Paidós, Buenos Aires 1966.

XIX

Para entender los aspectos metafísicos involucrados en la lengua de la Biblia, la mencionada obra de Tresmon- tant, el Ensayo Sobre el Pensamiento Hebreo, es impres­cindible. La lengua Hablada Por Jesucristo de Alejandro Diez Macho, Madrid 1976, sitúa al lector en el marco his­tórico apropiado para juzgar el período intertestamentarío y el defasaje entre el mundo hebraico y el mundo helenís­tico. Tongue o f the Profets, biografía novelada de Ben Ye- huda (Saint John, N. Y. 1973), reconstruye paso a paso el retomo de casi todas las lenguas conocidas a la lengua he­braica.

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TABLA CRONOLOGICA

Historia política

Fechas más importantes Acontecimientos trascendentales

3761 Comienzo de la Era de la Creación 2000 Abraham 1250 Moisés 1000 David933 Engrandecimiento del reino 538 Zerobabel458 Reconstrucción de Jerusalén 167 Levantamiento de los Macabcos:

Judas104 Reinado de los Asmoncos 37 Hcrodcs

722 Cautiverio de Asiría 586 Cautiverio de Babilonia

169 Antíoco Epifanes

63 Pompeyo en Jerusalcn

66 Guerra judeo-romana 132 Bar Kojhba 321 Judíos en Colonia 640 Bostanai740 Conversión d. 1. kazarcs

1000 Disposiciones de R. Gcrschom 1525 Josel v. Rosheim 1657 Readmisión en Inglaterra 1783 Año de la emancipación: América 1869 Confederación Germánica del

Norte1917 Declaración Ballour 1933 Comienzo de la persecución 1948 Fundación del Estado de Israel

(Jh. Weizmann y Bcn Gurion)

38 Flaco (Alejandría)

70 Destruc, de Jerusalén (Tito) 135 Caída de Bcthar 691 Mezquita de Ornar

1096 I1 Cruzada 1290 Expulsión de Inglaterra 1298 Rindíleisch 1306 1 ■ expulsión de Francia 1336 “Banda de cuero"1348 Pesie1394 2* expulsión de Francia 1492 Expulsión de España 1648 Chmielnicki 1840 La cuestión de Damasco 1919 Pogrom en Ucrania 1939 Destrucción masiva

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DE LA HISTORIA JUDIA

Historia de ia cultura Epocas

Figuras más importantes Obras y autores

725 Isaías

1150 Canto de Dcbora 700 Inscripción de Siloé

621 Proclamación de la Tora

2000-1600 Patriarcas 1200-1050 Jueces 1050- 586 Reyes 1000- 450 Profetas

600 Jeremías 575 Ezequicl

450 Esdras 250 Simón el Justo

500 Papiros de Elefantina

450 Terminación de la Ley

300 Septuaginta

450- 250 Soferim

300- 100 Helenismo

35 Hillel

70 Jonatán ben Zakai 125 Akiba

35 Filón 90 Joscfo

70- 240 Tanaitas

200 Judas ha-Nassi 125 Apocalíptica; NT 240- 500 Amoreos450 Aschi 200 Misna 500- 589 Saboreos900 Saadia 400 Talmud pal. 589-1040 Geonim950 Hasdai ibn Schaprui 500 Talmud bab. 900-1400 Filosofía de

la Religión1000 Gersehom ben Judá 1050 Samuel ha-Nagid

800 Massora 1050 Gabirol

1000-1450 “Dccisores"

1200 Maimónides 1260 Najhmanides

1075 Raschi 1125 JehudáHalevi

1200-1600 Kábala

1500 Isaac Abravanel 1180 MishneThora 1500-1700 Movimiento1570 Isaac Luria 1300 Zohar mesiánico1650 Manassé b. Israel 1325 Tur desde 1740 Jhasidismo1740 Israel Baal Schuem 1565 Schuljhan Aruch desde 1780 Ilustración1760 EliaWilna 1780 Mcndelssohn

1670 Spinoza desde 1800 Reforma desde 1823 Ciencia del

1913 Ch. Weizmann 1926 Martin Buber 1933 LeoBaeck

1783 Biblia alemana judaismodesde 1896 Mov. nacio­

nalista judio

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Indice

I. En el comienzo............................................... 9II. La Era de los Patriarcas................................ 16

III. La Era de los Profetas.................................. 23IV. El Signo de los T iem pos.............................. 31V. Primer Ex ilio ................................................ 37

VI. El Mito del Libro.......................................... 43VIL El Encuentro con el Helenismo.................. 51

VIII. El Océano Talmúdico................................... 58IX. El Segundo E x ilio ........................................ 66X. La Era de los Filósofos................................ 73

XI. El Renacim iento.......................................... 79XII. LosJasidim .................................................... 86

XIII. La Era de los Ilum inism os.......................... 94XIV. El Caso de los Judíos Sefardíes.................. 100XV. La Era del Hombre C o m ú n ........................ 107

XVI. La Era de los Colonos.................................. 113XVII. La Era de los M uertos.................................. 120

XVIII. Judaismo Temporal y Judaismo Espacial. 127XIX. La Lengua de las Lenguas............................ 133XX. G lo sa rio ........................................................ 139

Bibliografía.................................................... 145T abla cronológica........................................ 152

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Más allá de la actual tragedia histórica que asóla al Cercano Oriente y de todo ju icio político, se yergue la azarosa y milenaria historia del pueblo judío. El Estado de Israel no es sino un instante entre el dolor, la vida y la muerte, la justicia y la injusticia. El mero cuestionamiento de su existencia no hace más que ahondar el eterno pe­regrinaje humano que, desde Abraham el patriarca a nuestros días, ha querido sim bolizar el judaismo.

En este libro, el autor realiza una fulgurante sintaxis que sirve de llave introductoria para un tema tan comple­jo como apasionante.