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CAPITULO 2 _______

CIENCIA

Y

ESPERANZA

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Dos hombres llegaron a un agüero en el cielo. Uno le pidió al otro que le ayudara a subir... Pero el cielo era tan bonito que el hombre que miraba por encima del margen; lo olvidó todo, olvidó a su compañero al que había prometido ayudar y salió corriendo hacia todo el esplendor del cielo.

De un poema en prosa inuit iglülik de principios del siglo XX, contado por Inugpasugjuk a Knud Rasmussen, el explorador ártico de Groenlandia

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Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis

primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de 1939.

Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y descubrimientos a los no científicos— es algo que viene a continuación, de manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso. Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la ciencia.

Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una manera de pensar. Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es

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cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad.

La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Buttheadi siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles, incluso indeseables.

Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones— dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.

Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con importante base bíblica, de Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que ataca la caza de brujas que se realizaba entonces como una patraña «para engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta, cualquier cosa fuera de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: «¿cómo si no existirían, o llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra historia teníamos tanto miedo del mundo exterior, con sus peligros impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a cualquier cosa que prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas, de alcanzar el dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino seguro. La microbiología y la meteorología explican ahora lo que hace sólo unos siglos se consideraba causa suficiente para quemar a una mujer en la hoguera.

Ady también advertía del peligro de que «las naciones perezcan por falta de conocimiento». La causa de la miseria humana evitable no suele ser tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de nosotros mismos. Me preocupa, especialmente ahora que se acerca el fin del

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milenio, que la pseudociencia y la superstición se hagan más tentadoras de año en año, el canto de sirena más sonoro y atractivo de la insensatez. ¿Dónde hemos oído eso antes? Siempre que afloran los prejuicios étnicos o nacionales, en tiempos de escasez, cuando se desafía a la autoestima o vigor nacional, cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de pensamiento familiares de épocas antiguas toman el control.

La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz. Aumenta la oscuridad. Los demonios empiezan a agitarse.

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Es mucho lo que la ciencia no entiende, quedan muchos misterios

todavía por resolver. En un universo que abarca decenas de miles de millones de años luz y de unos diez o quince miles de millones de años de antigüedad, quizá siempre será así. Tropezamos constantemente con sorpresas. Sin embargo, algunos escritores y religiosos de la «Nueva Era» afirman que los científicos creen que «lo que ellos encuentran es todo lo que existe». Los científicos pueden rechazar revelaciones místicas de las que no hay más prueba que lo que dice alguien, pero es difícil que crean que su conocimiento de la naturaleza es completo.

La ciencia está lejos de ser un instrumento de conocimiento perfecto. Simplemente, es el mejor que tenemos. En este sentido, como en muchos otros, es como la democracia. La ciencia por sí misma no puede apoyar determinadas acciones humanas, pero sin duda puede iluminar las posibles consecuencias de acciones alternativas.

La manera de pensar científica es imaginativa y disciplinada al mismo tiempo. Ésta es la base de su éxito. La ciencia nos invita a aceptar los hechos, aunque no se adapten a nuestras ideas preconcebidas. Nos aconseja tener hipótesis alternativas en la cabeza y ver cuál se adapta mejor a los hechos. Nos insta a un delicado equilibrio entre una apertura sin barreras a las nuevas ideas, por muy heréticas que sean, y el escrutinio escéptico más riguroso: nuevas ideas y sabiduría tradicional. Esta manera de pensar también es una herramienta esencial para una democracia en una era de cambio.

Una de las razones del éxito de la ciencia es que tiene un mecanismo incorporado que corrige los errores en su propio seno. Quizá algunos consideren esta caracterización demasiado amplia pero, para mí, cada vez que ejercemos la autocrítica, cada vez que comprobamos nuestras ideas a la luz del mundo exterior, estamos haciendo ciencia. Cuando somos autoindulgentes y acríticos, cuando confundimos las esperanzas con los hechos, caemos en la pseudociencia y la superstición.

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Cada vez que un estudio científico presenta algunos datos, va acompañado de un margen de error: un recordatorio discreto pero insistente de que ningún conocimiento es completo o perfecto. Es una forma de medir la confianza que tenemos en lo que creemos saber. Si los márgenes de error son pequeños, la precisión de nuestro conocimiento empírico es alta; si son grandes, también lo es la incertidumbre de nuestro conocimiento. Excepto en matemática pura, nada se sabe seguro (aunque, con toda seguridad, mucho es falso).

Además, los científicos suelen ser muy cautos al establecer la condición verídica de sus intentos de entender el mundo —que van desde conjeturas e hipótesis, que son provisionales, hasta las leyes de la naturaleza, repetida y sistemáticamente confirmadas a través de muchos interrogantes acerca del funcionamiento del mundo. Pero ni siquiera las leyes de la naturaleza son absolutamente ciertas. Puede haber nuevas circunstancias nunca examinadas antes —sobre los agujeros negros, por ejemplo, o dentro del electrón, o acerca de la velocidad de la luz— en las que incluso nuestras loadas leyes de la naturaleza fallan y, por muy válidas que puedan ser en circunstancias ordinarias, necesitan corrección. Los humanos podemos desear la certeza absoluta, aspirar a ella, pretender como hacen los miembros de algunas religiones que la hemos logrado. Pero la historia de la ciencia —sin duda la afirmación de conocimiento accesible a los humanos de mayor éxito— nos enseña que lo máximo que podemos esperar es, a través de una mejora sucesiva de nuestra comprensión, aprendiendo de nuestros errores, tener un enfoque asintótico del universo, pero con la seguridad de que la certeza absoluta siempre se nos escapará.

Siempre estaremos sujetos al error. Lo máximo que puede esperar cada generación es reducir un poco el margen de error y aumentar el cuerpo de datos al que se aplica. El margen de error es una autovaloración penetrante, visible, de la fiabilidad de nuestro conocimiento. Se puede ver a menudo el margen de error en encuestas de opinión pública («una inseguridad de más o menos tres por ciento», por ejemplo). Imaginemos una sociedad en la que todo discurso en el Parlamento, todo anuncio de televisión, todo sermón fuera acompañado de un margen de error o su equivalente.

Uno de los grandes mandamientos de la ciencia es: «Desconfía de los argumentos que proceden de la autoridad.» (Desde luego, los científicos, siendo primates y dados por tanto a las jerarquías de dominación, no siempre siguen este mandamiento.) Demasiados argumentos de este tipo han resultado ser dolorosamente erróneos. Las autoridades deben demostrar sus opiniones como todos los demás. Esta independencia de la ciencia, su reluctancia

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ocasional a aceptar la sabiduría convencional, la hace peligrosa para doctrinas menos autocríticas o con pretensiones de certidumbre.

Como la ciencia nos conduce a la comprensión de cómo es el mundo y no de cómo desearíamos que fuese, sus descubrimientos pueden no ser inmediatamente comprensibles o satisfactorios en todos los casos. Puede costar un poco de trabajo reestructurar nuestra mente. Parte de la ciencia es muy simple. Cuando se complica suele ser porque el mundo es complicado, o porque nosotros somos complicados. Cuando nos alejamos de ella porque parece demasiado difícil (o porque nos la han enseñado mal) abandonamos la posibilidad de responsabilizarnos de nuestro, futuro. Se nos priva de un derecho. Se erosiona la confianza en nosotros mismos.

Pero cuando atravesamos la barrera, cuando los descubrimientos y métodos de la ciencia llegan hasta nosotros, cuando entendemos y ponemos en uso este conocimiento, muchos de nosotros sentimos una satisfacción profunda. A todo el mundo le ocurre eso, pero especialmente a los niños, que nacen con afán de conocimiento, conscientes de que deben vivir en un futuro moldeado por la ciencia, pero a menudo convencidos en su adolescencia de que la ciencia no es para ellos. Sé por experiencia, tanto por habérmela explicado a mí como por mis intentos de explicarla a otros, lo gratificante que es cuando conseguimos entenderla, cuando los términos oscuros adquieren significado de golpe, cuando captamos de qué va todo, cuando se nos revelan profundas maravillas.

En su encuentro con la naturaleza, la ciencia provoca invariablemente reverencia y admiración. El mero hecho de entender algo es una celebración de la unión, la mezcla, aunque sea a escala muy modesta, con la magnificencia del cosmos. Y la construcción acumulativa de conocimiento en todo el mundo a lo largo del tiempo convierte a la ciencia en algo que no está muy lejos de un meta-pensamiento transnacional, transgeneracional.

«Espíritu» viene de la palabra latina «respirar». Lo que respiramos es aire, que es realmente materia, por sutil que sea. A pesar del uso en sentido contrario, la palabra «espiritual» no implica necesariamente que hablemos de algo distinto de la materia (incluyendo la materia de la que está hecho el cerebro), o de algo ajeno al reino de la ciencia. En ocasiones usaré la palabra con toda libertad. La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad sino que es una fuente de espiritualidad profunda. Cuando reconocemos nuestro lugar en una inmensidad de años luz y en el paso de las eras, cuando captamos la complicación, belleza y sutileza de la vida, la elevación de este sentimiento, la sensación combinada de regocijo y humildad, es sin duda espiritual. Así son nuestras emociones en presencia del gran arte, la música o la literatura, o ante los actos de altruismo y valentía ejemplar como los de Mohadma Gandhi o Martín Luther King, Jr. La idea de que la ciencia y la

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espiritualidad se excluyen mutuamente de algún modo presta un flaco servicio a ambas.

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La ciencia puede ser difícil de entender. Puede desafiar creencias

arraigadas. Cuando sus productos se ponen a disposición de políticos o industriales, puede conducir a las armas de destrucción masiva y a graves amenazas al entorno. Pero debe decirse una cosa a su favor: cumple su cometido.

No todas las ramas de la ciencia pueden presagiar el futuro —la paleontología, por ejemplo— pero muchas sí, y con una precisión asombrosa. Si uno quiere saber cuándo será el próximo eclipse de sol, puede preguntar a magos o místicos, pero le irá mucho mejor con los científicos. Le dirán dónde colocarse en la Tierra, para verlo, cuándo debe hacerlo y si será un eclipse parcial, total o anular. Pueden predecir rutinariamente un eclipse solar, al minuto, con un milenio de anticipación. Una persona puede ir a ver a un brujo para que le quite el sortilegio que le provoca una anemia perniciosa, o puede tomar vitamina B12. Si quiere salvar de la polio a su hijo, puede rezar o puede vacunarle. Si le interesa saber el sexo de su hijo antes de nacer, puede consultar todo lo que quiera a los adivinos que se basan en el movimiento de la plomada (derecha-izquierda, un niño; adelante-atrás, una niña... o quizá al revés) pero, como promedio, acertarán sólo una de cada dos veces. Si quiere precisión (en este caso del noventa y nueve por ciento), pruebe la amniocentesis y las ecografías. Pruebe la ciencia.

Pensemos en cuántas religiones intentan justificarse con la profecía. Pensemos en cuánta gente confía en esas profecías, por vagas que sean, por irrealizables que sean, para fundamentar o apuntalar sus creencias. Pero ¿ha habido alguna religión con la precisión profética y la exactitud de la ciencia? No hay ninguna religión en el planeta que no ansíe una capacidad comparable —precisa y repetidamente demostrada ante escépticos redomados— para presagiar acontecimientos futuros. No hay otra institución humana que se acerque tanto.

¿Es todo eso adoración ante el altar de la ciencia? ¿Es reemplazar una fe por otra, igualmente arbitraria? Desde mi punto de vista, en absoluto. El éxito de la ciencia, directamente observado, es la razón por la que defiendo su uso. Si funcionara mejor otra cosa, la defendería. ¿Se aísla la ciencia de la crítica filosófica? ¿Se define a sí misma como poseedora de un monopolio de la «verdad»? Pensemos nuevamente en este eclipse futuro a miles de años vista. Comparemos todas las doctrinas que podamos, veamos qué predicciones hacen del futuro, cuáles son vagas y cuáles precisas, y qué

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doctrinas —cada una de ellas sujeta a la falibilidad humana— tienen mecanismos incorporados de corrección de errores. Tomemos nota del hecho que ninguna de ellas es perfecta. Luego tomemos la que razonablemente puede funcionar (en oposición a la que lo parece) mejor. Si hay diferentes doctrinas que son superiores en campos distintos e independientes, desde luego somos libres de elegir varias, pero no si se contradicen una a otra. Lejos de ser idolatría, es el medio a través del que podemos distinguir a los ídolos falsos de los auténticos.

Nuevamente, la razón por la que la ciencia funciona tan bien es en parte este mecanismo incorporado de corrección de errores. En la ciencia no hay preguntas prohibidas, no hay temas demasiado sensibles o delicados para ser explorados, no hay verdades sagradas. Esta apertura a nuevas ideas, combinada con el escrutinio más riguroso y escéptico de todas las ideas, selecciona el trigo de la cizaña. No importa lo inteligente, venerable o querido que sea uno. Debe demostrar sus ideas ante la crítica decidida y experta. Se valoran la diversidad y el debate. Se alienta la formulación de opiniones en disputa, sustantivamente y en profundidad.

El proceso de la ciencia puede parecer confuso y desordenado. En cierto modo lo es. Si uno examina la ciencia en su aspecto cotidiano, desde luego encuentra que los científicos ocupan toda la gama de emociones, personalidades y caracteres humanos. Pero hay una faceta realmente asombrosa para el observador externo, y es el nivel de crítica que se considera aceptable o incluso deseable. Los aprendices de científicos reciben mucho calor e inspirado aliento de sus tutores. Pero el pobre licenciado, en su examen oral de doctorado, está sujeto a un mordaz fuego cruzado de preguntas de unos profesores que precisamente tienen el futuro del candidato en sus manos. Naturalmente, el doctorado se pone nervioso; ¿quién no? Cierto, se ha preparado para ello durante años. Pero entiende que, en este momento crítico, tiene que ser capaz de responder las minuciosas preguntas que le planteen los expertos. Así, cuando se prepara para defender su tesis, debe practicar un hábito de pensamiento muy útil: tiene que anticipar las preguntas, tiene que preguntarse: ¿En qué punto flaquea mi disertación? Será mejor que lo identifique yo antes que otros.

El científico participa en reuniones y discusiones. Se encuentra en coloquios universitarios en los que apenas el ponente lleva treinta segundos hablando cuando la audiencia le plantea preguntas y comentarios devastadores. Analiza las condiciones para entregar un artículo a una revista científica para su posible publicación, lo envía al editor y luego éste lo somete a árbitros anónimos cuya tarea es preguntarse: ¿Lo que ha hecho el autor es una estupidez? ¿Hay algo aquí lo bastante interesante para ser publicado? ¿Cuáles son las deficiencias de este estudio? Los resultados

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principales ¿han sido encontrados por alguien más? ¿El argumento es adecuado, o el autor debería someter el informe de nuevo después de demostrar realmente lo que aquí es sólo una especulación? Y es anónimo: el autor no sabe quiénes son los críticos. Esta es la práctica diaria de la comunidad científica.

¿Por qué soportamos todo eso? ¿Nos gusta que nos critiquen? No, a ningún científico le gusta. Todo científico siente un afecto de propietario por sus ideas y descubrimientos. Con todo, no replicamos a los críticos: espera un momento, de verdad que es buena idea, me gusta mucho, no te hace ningún daño, por favor, déjala en paz. En lugar de eso, la norma dura pero justa es que si las ideas no funcionan, debemos descartarlas. No gastes neuronas en lo que no funciona. Dedica esas neuronas a ideas nuevas que expliquen mejor los datos. El físico británico Michael Faraday advirtió de la poderosa tentación de buscar las pruebas y apariencias que están a favor de nuestros deseos y desatender las que se oponen a ellos...

Recibimos como favorable lo que concuerda con [nosotros], nos resistimos con desagrado a lo que se nos opone; mientras todo dictado del sentido común requiere exactamente lo contrario.

Las críticas válidas te hacen un favor. Hay gente que considera arrogante a la ciencia, especialmente cuando

pretende contradecir creencias arraigadas o cuando introduce conceptos extraños que parecen contrarios al sentido común. Como un terremoto que sacude nuestra fe en el terreno donde nos hallamos, desafiar nuestras creencias tradicionales, zarandear las doctrinas en las que hemos confiado, puede ser profundamente perturbador. Sin embargo, mantengo que la ciencia es parte integrante de la humildad. Los científicos no pretenden imponer sus necesidades y deseos a la naturaleza, sino que humildemente la interrogan y se toman en serio lo que encuentran. Somos conscientes de que científicos venerados se han equivocado. Entendemos la imperfección humana. Insistimos en la verificación independiente —hasta donde sea posible— y. cuantitativa de los principios de creencia que se proponen. Constantemente estamos clavando el aguijón, desafiando, buscando contradicciones o pequeños errores persistentes, residuales, proponiendo explicaciones alternativas, alentando la herejía. Damos nuestras mayores recompensas a los que refutan convincentemente creencias establecidas.

Aquí va uno de los muchos ejemplos: las leyes de movimiento y la ley de cuadrado inverso de gravitación asociadas con el nombre de Isaac Newton están consideradas con razón entre los máximos logros de la especie humana. Trescientos años después, utilizamos la dinámica newtoniana para predecir los eclipses. Años después del lanzamiento, a miles de millones de kilómetros de la Tierra (con sólo pequeñas correcciones de Einstein), la nave espacial llega de manera magnífica a un punto predeterminado en la órbita

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del objetivo mientras el mundo va moviéndose lentamente. La precisión es asombrosa. Sencillamente, Newton sabía lo que hacía.

Pero los científicos no se han conformado con dejarlo como estaba. Han buscado con persistencia grietas en la armadura newtoniana. A grandes velocidades y fuertes gravedades, la física newtoniana se derrumba. Éste es uno de los grandes descubrimientos de la relatividad especial y general de Albert Einstein y una de las razones por las que se honra de tal modo su memoria. La física newtoniana es válida en un amplio espectro de condiciones, incluyendo las de la vida cotidiana. Pero, en ciertas circunstancias altamente inusuales para los seres humanos —al fin y al cabo, no tenemos el hábito de viajar a velocidad cercana a la de la luz— simplemente no da la respuesta correcta; no es acorde con las observaciones de la naturaleza. La relatividad especial y general son indistinguibles de la física newtoniana en su campo de validez, pero hacen predicciones muy diferentes —predicciones en excelente acuerdo con la observación— en esos otros regímenes (alta velocidad; fuerte gravedad). La física newtoniana resulta ser una aproximación a la verdad, buena en circunstancias con las que tenemos una familiaridad rutinaria, mala en otras. Es un logro espléndido y justamente celebrado de la mente humana, pero tiene sus limitaciones.

Sin embargo, de acuerdo con nuestra comprensión de la falibilidad humana, teniendo en cuenta la advertencia de que podemos acercarnos asintóticamente a la verdad pero nunca alcanzarla del todo, los científicos están investigando hoy regímenes en los que pueda fallar la relatividad general. Por ejemplo, la relatividad general predice un fenómeno asombroso llamado ondas gravitacionales. Nunca se han detectado directamente. Pero, si no existen, hay algo fundamentalmente erróneo en la relatividad general. Los pulsares son estrellas de neutrones que giran rápidamente, cuyos períodos de giro pueden medirse ahora con una precisión de hasta quince decimales. Se predice que dos pulsares muy densos en órbita uno alrededor del otro irradian cantidades copiosas de ondas gravitacionales... que con el tiempo alterarán ligeramente las órbitas y los períodos de rotación de las dos estrellas. Joseph Taylor y Russell Hulse, de la Universidad de Princeton, han usado este método para comprobar las predicciones de la relatividad general de un modo totalmente nuevo. Según sus hipótesis, los resultados serían inconsistentes con la relatividad general y habrían derribado uno de los pilares principales de la física moderna. No sólo estaban dispuestos a desafiar la relatividad general, sino que se los animó a hacerlo con entusiasmo. Al final, la observación de pulsares binarios da una verificación precisa de las predicciones de la relatividad general y, por ello, Taylor y Hulse recibieron conjuntamente el Premio Nobel de de Física en 1993. De modos diversos, otros muchos físicos ponen a prueba la relatividad general: por ejemplo

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intentando detectar directamente las elusivas ondas gravitacionales. Confían en forzar la teoría hasta el punto de ruptura y descubrir si existe un régimen de la naturaleza en el que empiece a no ser sólido el gran avance de comprensión de Einstein.

Esos esfuerzos continuarán siempre que haya científicos. La relatividad general es ciertamente una descripción inadecuada de la naturaleza a nivel cuántico, pero, aunque no fuera así, aunque la relatividad general fuera válida en todas partes y para siempre, ¿qué mejor manera de convencernos de su validez que con un esfuerzo concertado para descubrir sus errores y limitaciones?

Esta es una de las razones por las que las religiones organizadas no me inspiran confianza. ¿Qué líderes de las religiones principales reconocen que sus creencias podrían ser incompletas o erróneas y establecen institutos para desvelar posibles deficiencias doctrinales? Más allá de la prueba de la vida cotidiana, ¿quién comprueba sistemáticamente las circunstancias en que las enseñanzas religiosas tradicionales pueden no ser ya aplicables? (Sin duda es concebible que doctrinas y éticas que funcionaron bastante bien en tiempos patriarcales, patrísticos o medievales puedan carecer absolutamente de valor en el mundo tan diferente que habitamos.) ¿En qué sermón se examina imparcialmente la hipótesis de Dios? ¿Qué recompensas conceden a los escépticos religiosos las religiones establecidas... o a los escépticos sociales y económicos la sociedad en la que navegan?

La ciencia, apunta Ann Druyan, siempre nos está susurrando al oído: «Recuerda que eres nuevo en esto. Podrías estar equivocado. Te has equivocado antes.» A pesar de toda la prédica sobre la humildad, me gustaría que me enseñasen algo comparable en la religión. Se dice que las Escrituras son de inspiración divina, una frase con muchos significados. Pero ¿y si han sido fabricadas simplemente por humanos falibles? Se da testimonio de milagros, pero ¿y si en lugar de eso son una mezcla de charlatanería, estados de conciencia poco familiares, malas interpretaciones de fenómenos naturales y enfermedades mentales? No me parece que ninguna religión contemporánea y ninguna creencia de la «Nueva Era» tenga en cuenta suficientemente la grandeza, magnificencia, sutileza y complicación del universo revelado por la ciencia. El hecho de que en las Escrituras se hallen prefigurados tan pocos descubrimientos de la ciencia moderna aporta mayores dudas a mi mente sobre la inspiración divina. Pero, sin duda, podría estar equivocado.

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Vale la pena leer los dos párrafos que siguen, no para entender la ciencia que describen sino para captar el estilo de pensamiento del autor. Se enfrenta a anomalías, paradojas aparentes en física; «asimetrías», las llama. ¿Qué podemos aprender de ellas?

Es sabido que la electrodinámica de Maxwell —tal y como se entiende actualmente— conduce a asimetrías que no parecen inherentes a los fenómenos, cuando se aplica a cuerpos en movimiento. Tómese, por ejemplo, la acción electromagnética dinámica recíproca entre un imán y un conductor. El fenómeno que aquí se observa depende únicamente del movimiento relativo entre el conductor y el imán, mientras que la visión habitual establece una bien definida distinción entre los dos casos en que uno u otro de esos cuerpos está en movimiento. Ya que si el imán está en movimiento y el conductor en reposo, aparece en los alrededores del imán un campo eléctrico con una cierta energía definida, que produce una corriente en aquellos lugares donde se sitúan partes del conductor. Pero si el imán está estacionario y el conductor en movimiento, no surge ningún campo eléctrico en los alrededores del imán. Sin embargo, en el conductor encontramos una fuerza electromotriz, para la que no existe la energía correspondiente, pero que da lugar —suponiendo que el movimiento relativo sea el mismo en los dos casos discutidos— a corrientes eléctricas de la misma dirección e intensidad que las producidas por las fuerzas eléctricas en el caso anterior.

Ejemplos de este tipo, junto a los intentos que sin éxito se han realizado para descubrir cualquier movimiento de la Tierra con respecto al «éter», sugieren que los fenómenos de la electrodinámica lo mismo que los de la mecánica no poseen propiedades que corresponden a la idea del reposo absoluto. Más bien sugieren que, como se ha demostrado en el primer orden de pequeñas cantidades, serán válidas las mismas leyes de electrodinámica y óptica para todos los marcos de referencia en que sean aplicables las ecuaciones de mecánica.

¿Qué intenta decirnos aquí el autor? Más adelante trataré de explicar los antecedentes. De momento, quizá podemos reconocer que el lenguaje es ahorrativo, cauto, claro y sin un ápice más de complicación que la necesaria. No es posible adivinar a primera vista por la redacción (o por el poco ostentoso título: «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento») que este artículo representa la llegada crucial al mundo de la teoría de la relatividad especial, la puerta del anuncio triunfante de la equivalencia de masa y energía, la reducción de la presunción de que nuestro pequeño mundo ocupa algún «marco de referencia privilegiado» en el universo, y en varios aspectos diferentes un acontecimiento que marca una época en la historia humana. Las palabras que abren el artículo de 1905 de Einstein son características del informe científico. Su aire desinteresado, su

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circunspección y modestia son agradables. Contrastemos su tono contenido, por ejemplo, con los productos de la publicidad moderna, discursos políticos, pronunciamientos teológicos autorizados... o, por qué no, con la propaganda de la solapa de este libro.

Nótese que el informe de Einstein empieza intentando extraer un sentido de unos resultados experimentales. Siempre que sea posible, los científicos experimentan. Los experimentos que se proponen dependen a menudo de las teorías que prevalecen en el momento. Los científicos están decididos a comprobar esas teorías hasta el punto de ruptura. No confían en lo que es intuitivamente obvio. Que la Tierra era plana fue obvio en un tiempo. Fue obvio que los cuerpos pesados caían más de prisa que los ligeros. Fue obvio que algunas personas eran esclavas por naturaleza y por decreto divino. Fue obvio que las sanguijuelas curaban la mayoría de las enfermedades. Fue obvio que existía un lugar que ocupaba el centro del universo, y que la Tierra se encontraba en ese lugar privilegiado. Fue obvio que hubo un sistema de referencia en reposo absoluto. La verdad puede ser confusa o contraria a la intuición. Puede contradecir creencias profundas. Experimentando, llegamos a controlarla.

Hace muchas décadas, en una cena, se pidió al físico Robert W. Wood que respondiera al brindis: «Por la física y la metafísica.» Por «metafísica» se entendía entonces algo así como la filosofía, o verdades que uno puede reconocer sólo pensando en ellas. También podían haber incluido la pseudociencia.

Wood respondió aproximadamente de esta guisa: El físico tiene una idea. Cuanto más piensa en ella, más sentido le parece que tiene. Consulta la literatura científica. Cuanto más lee, más prometedora le parece la idea. Con esta preparación va al laboratorio y concibe un experimento para comprobarlo. El experimento es trabajoso. Se comprueban muchas posibilidades. Se afina la precisión de la medición, se reducen los márgenes de error. Deja que los casos sigan su curso. Se concentra sólo en lo que le enseña el experimento. Al final de todo su trabajo, después de una minuciosa experimentación, se encuentra con que la idea no tiene valor. Así, el físico la descarta, libera su mente de la confusión del error y pasa a otra cosa.6

La diferencia entre física y metafísica, concluyó Wood mientras levantaba su vaso, no es que los practicantes de una sean más inteligentes que los de la otra. La diferencia es que la metafísica no tiene laboratorio.

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6 Como lo expresó el físico Benjamín Franklin: «En el curso de esos experimentos, ¿cuántos bellos sistemas construimos que pronto nos vemos obligados a destruir?» Al menos, pensaba Franklin, la experiencia bastaba para «ayudar a hacer un hombre humilde de un vanidoso».

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Para mí, hay cuatro razones principales para realizar un esfuerzo concertado que acerque la ciencia —por radio, televisión, cine, periódicos, libros, programas de ordenador, parques temáticos y aulas de clase— a todos los ciudadanos. En todos los usos de la ciencia es insuficiente —y ciertamente peligroso— producir sólo un sacerdocio pequeño, altamente competente y bien recompensado de profesionales. Al contrario, debe hacerse accesible a la más amplia escala una comprensión fundamental de los descubrimientos y métodos de la ciencia.

• A pesar de las abundantes oportunidades de mal uso, la ciencia puede ser el camino dorado para que las naciones en vías de desarrollo salgan de la pobreza y el atraso. Hace funcionar las economías nacionales y la civilización global. Muchas naciones lo entienden. Ésa es la razón por la que tantos licenciados en ciencia e ingeniería de las universidades norteamericanas —todavía las mejores del mundo— son de otros países. El corolario, que a veces no se llega a captar en Estados Unidos, es que abandonar la ciencia es el camino de regreso a la pobreza y el atraso.

• La ciencia nos alerta de los riesgos que plantean las tecnologías que alteran el mundo, especialmente para el medio ambiente global del que dependen nuestras vidas. La ciencia proporciona un esencial sistema de alarma. • La ciencia nos enseña los aspectos más profundos de orígenes, naturalezas y destinos: de nuestra especie, de la vida, de nuestro planeta, del universo. Por primera vez en la historia de la humanidad, podemos garantizar una comprensión real de algunos de esos aspectos. Todas las culturas de la Tierra han trabajado estos temas y valorado su importancia. A todos se nos pone la carne de gallina cuando abordamos estas grandes cuestiones. A la larga, el mayor don de la ciencia puede ser enseñarnos algo, de un modo que ningún otro empeño ha sido capaz de hacer, sobre nuestro contexto cósmico, sobre dónde, cuándo y quiénes somos. • Los valores de la ciencia y los valores de la democracia son concordantes, en muchos casos indistinguibles. La ciencia y la democracia empezaron —en sus encarnaciones civilizadas— en el mismo tiempo y lugar, en los siglos VII y VI a. J.C. en Grecia. La ciencia confiere poder a todo aquel que se tome la molestia de estudiarla (aunque sistemáticamente se ha impedido a demasiados). La ciencia prospera con el libre intercambio de ideas, y ciertamente lo requiere; sus valores son antitéticos al secreto. La ciencia no posee posiciones ventajosas o privilegios especiales. Tanto la ciencia como la democracia alientan opiniones poco convencionales y un vivo debate. Ambas exigen raciocinio suficiente, argumentos coherentes, niveles rigurosos de

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prueba y honestidad. La ciencia es una manera de ponerles las cartas boca arriba a los que se las dan de conocedores. Es un bastión contra el misticismo, contra la superstición, contra la religión aplicada erróneamente. Si somos fieles a sus valores, nos puede decir cuándo nos están engañando. Nos proporciona medios para la corrección de nuestros errores. Cuanto más extendido esté su lenguaje, normas y métodos, más posibilidades tenemos de conservar lo que Thomas Jefferson y sus colegas tenían en mente. Pero los productos de la ciencia también pueden subvertir la democracia más de lo que pueda haber soñado jamás cualquier demagogo preindustrial.

Para encontrar una brizna de verdad ocasional flotando en un gran océano de confusión y engaño se necesita atención, dedicación y valentía. Pero si no ejercitamos esos duros hábitos de pensamiento, no podemos esperar resolver los problemas realmente graves a los que nos enfrentamos... y corremos el riesgo de convertirnos en una nación de ingenuos, un mundo de niños a disposición del primer charlatán que nos pase por delante.

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Un ser extraterrestre recién llegado a la Tierra —si hiciera un examen

de lo que presentamos principalmente a nuestros hijos en televisión, radio, cine, periódicos, revistas, cómics y muchos libros— podría llegar fácilmente a la conclusión de que queremos enseñarles asesinatos, violaciones, crueldad, superstición, credulidad y consumismo. Insistimos en ello y, a fuerza de repetición, por fin muchos de ellos quizá aprendan. ¿Qué tipo de sociedad podríamos crear si, en lugar de eso, les inculcáramos la ciencia y un soplo de esperanza?

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CAPÍTULO 19

NO HAY

PREGUNTAS

ESTÚPIDAS

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Y no dejamos de preguntarnos, una y otra vez, Hasta que un puñado de tierra Nos calla la boca... Pero ¿es eso una respuesta?

HEINRICH HEINE «Lazarus» (1854)

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En el este de África, en los registros de las rocas que datan de hace dos millones de años, se pueden encontrar una serie de herramientas talladas, diseñadas y ejecutadas por nuestros antepasados. Su vida dependía de la fabricación y el uso de esas herramientas. Era, desde luego, tecnología de la primera Edad de Piedra. Con el tiempo se utilizaron piedras de formas especiales para partir, astillar, desconchar, cortar y esculpir. Aunque hay muchas maneras de hacer herramientas de piedra, lo que es notable es que en un lugar determinado durante largos períodos de tiempo las herramientas se hicieron de la misma manera, lo que significa que cientos de miles de años atrás debía de haber instituciones educativas, aunque se tratara principalmente de un sistema de aprendizaje. Aunque es fácil exagerar las similitudes, también lo es imaginarse al equivalente de profesores y estudiantes en taparrabos, las clases de laboratorio, los exámenes, los suspensos, las ceremonias de graduación y la enseñanza postgrado.

Cuando no cambia la preparación durante inmensos períodos de tiempo, las tradiciones pasan intactas a la generación siguiente. Pero cuando lo que se debe aprender cambia de prisa, especialmente en el curso de una sola generación, se hace mucho más difícil saber qué enseñar y cómo enseñarlo. Entonces, los estudiantes se quejan sobre la pertinencia de lo que se les explica; disminuye el respeto por sus mayores. Los profesores se desesperan ante el «deterioro de los niveles educativos y lo caprichosos que se han vuelto los estudiantes. En un mundo en transición, estudiantes y profesores necesitan enseñarse a sí mismos una habilidad esencial: aprender a aprender.

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Excepto para los niños (que no saben lo suficiente como para dejar de

hacer las preguntas importantes), pocos de nosotros dedicamos mucho tiempo a preguntarnos por qué la naturaleza es como es; de dónde viene el cosmos, o si siempre ha estado allí; si un día el tiempo irá hacia atrás y los efectos precederán a las causas; o si hay límites definitivos a lo que deben saber los humanos. Incluso hay niños, y he conocido algunos, que quieren saber cómo es un agujero negro, cuál es el pedazo más pequeño de materia, por qué recordamos el pasado y no el futuro, y por qué existe un universo.

De vez en cuando tengo la suerte de enseñar en una escuela infantil o elemental. Encuentro muchos niños que son científicos natos, aunque con el asombro muy acusado y el escepticismo muy suave. Son curiosos, tienen vigor intelectual. Se les ocurren preguntas provocadoras y perspicaces. Muestran un entusiasmo enorme. Me hacen preguntas sobre detalles. No han oído hablar nunca de la idea de una «pregunta estúpida».

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Pero cuando hablo con estudiantes de instituto encuentro algo diferente. Memorizan «hechos» pero, en general, han perdido el placer del descubrimiento, de la vida que se oculta tras los hechos. Han perdido gran parte del asombro y adquirido muy poco escepticismo. Los preocupa hacer preguntas «estúpidas»; están dispuestos a aceptar respuestas inadecuadas; no plantean cuestiones de detalle; el aula se llena de miradas de reojo para valorar, segundo a segundo, la aprobación de sus compañeros. Vienen a clase con las preguntas escritas en un trozo de papel, que examinan subrepticiamente en espera de su turno y sin tener en cuenta la discusión que puedan haber planteado sus compañeros en aquel momento.

Ha ocurrido algo entre el primer curso y los cursos superiores, y no es sólo la adolescencia. Yo diría que es en parte la presión de los compañeros contra el que destaca (excepto en deportes); en parte que la sociedad predica la gratificación a corto plazo; en parte la impresión de que la ciencia o las matemáticas no le ayudan a uno a comprarse un coche deportivo; en parte que se espera poco de los estudiantes, y en parte que hay pocas recompensas o modelos para una discusión inteligente sobre ciencia y tecnología... o incluso para aprender porque sí. Los pocos que todavía muestran interés reciben el insulto de «bichos raros», «repelentes» o «empollones».

Pero hay algo más: he visto a muchos adultos que se enfadan cuando un niño les plantea preguntas científicas. ¿Por qué la luna es redonda?, preguntan los niños. ¿Por qué la hierba es verde? ¿Qué es un sueño? ¿Hasta qué profundidad se puede cavar un agujero? ¿Cuándo es el cumpleaños del mundo? ¿Por qué tenemos dedos en los pies? Demasiados padres y maestros contestan con irritación o ridiculización, o pasan rápidamente a otra cosa: «¿Cómo querías que fuera la luna, cuadrada?» Los niños reconocen en seguida que, por alguna razón, este tipo de preguntas enoja a los adultos. Unas cuantas experiencias más como ésta, y otro niño perdido para la ciencia. No entiendo por qué los adultos simulan saberlo todo ante un niño de seis años. ¿Qué tiene de malo admitir que no sabemos algo? ¿Es tan frágil nuestro orgullo?

Lo que es más, muchas de estas preguntas afectan a aspectos profundos de la ciencia, algunos todavía no resueltos del todo. Por qué la luna es redonda tiene que ver con el hecho de que la gravedad es una fuerza que tira hacia el centro de cualquier mundo y con lo resistentes que son las rocas. La hierba es verde a causa del pigmento de clorofila, desde luego —a todos nos han metido esto en la cabeza—, pero ¿por qué tienen clorofila las plantas? Parece una tontería, pues el sol produce su máxima energía en la parte amarilla y verde del espectro. ¿Por qué las plantas de todo el mundo rechazan la luz del sol en sus longitudes de onda más abundantes? Quizá sea

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la plasmación de un accidente de la antigua historia de la vida en la Tierra. Pero hay algo que todavía no entendemos sobre por qué la hierba es verde.

Hay mejores respuestas que decirle al niño que hacer preguntas profundas es una especie de pifia social. Si tenemos una idea de la respuesta, podemos intentar explicarla. Aunque el intento sea incompleto, sirve como reafirmación e infunde ánimo. Si no tenemos ni idea de la respuesta, podemos ir a la enciclopedia. Si no tenemos enciclopedia, podemos llevar al niño a la biblioteca. O podríamos decir: «No sé la respuesta. Quizá no la sepa nadie. A lo mejor, cuando seas mayor, lo descubrirás tú.»

Hay preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas, preguntas planteadas con una inadecuada autocrítica. Pero toda pregunta es un clamor por entender el mundo.35 No hay preguntas estúpidas.

Los niños listos que tienen curiosidad son un recurso nacional y mundial. Se los debe cuidar, mimar y animar. Pero no basta con el mero ánimo. También se les debe dar las herramientas esenciales para pensar.

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«Es oficial», dice el titular de un periódico: «Estamos fatal en ciencia.» En pruebas a jóvenes de diecisiete años de muchas regiones del mundo. Estados Unidos quedó el último en álgebra. Mientras la media de los jóvenes estadounidenses era del cuarenta y tres por ciento, la de sus equivalentes japoneses, en pruebas idénticas, era del setenta y ocho por ciento. En mi opinión, el setenta y ocho por ciento es bastante bueno; el cuarenta y tres por ciento es suspenso. En una prueba de química, sólo los estudiantes de trece naciones fueron peores que los de Estados Unidos. La puntuación de Gran Bretaña, Singapur y Hong Kong era tan alta que casi se salían de la tabla, y el veinticinco por ciento de los canadienses de dieciocho años sabía tanta química como un selecto uno por ciento de los estudiantes de segunda enseñanza estadounidenses (en su segundo curso de química, y la mayoría en programas «avanzados»). El mejor de entre veinte clases de quinto grado de Minneapolis era superado por todos los componentes de veinte clases de Sendai, en Japón, y por diecinueve entre veinte en Taibei, Taiwan. Los estudiantes de Corea del Sur estaban muy por encima de los estadounidenses en todos los aspectos de matemáticas y ciencias, y los de trece años de la Columbia Británica (al oeste de Canadá) superaban a sus equivalentes estadounidenses en toda la tabla (en algunas disciplinas superaban a los coreanos). El veintidós por ciento de los chicos de Estados 35 No incluyo aquí la lluvia de «porqués» con que los niños de dos años atacan a veces a sus padres, quizá en un intento de controlar el comportamiento de los adultos.

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Unidos dicen que no les gusta la escuela, por sólo el ocho por ciento de los coreanos. Sin embargo, dos tercios de los americanos, por sólo un cuarto de los coreanos, dicen ser «buenos en matemáticas».

Estas desalentadoras tendencias del promedio de estudiantes de Estados Unidos se ven compensadas en ocasiones por la actuación de estudiantes sobresalientes. En 1994, un estudiante americano consiguió una marca de una perfección sin precedentes en la Olimpíada Matemática Internacional de Hong Kong, derrotando a otros trescientos sesenta estudiantes de sesenta y ocho naciones en álgebra, geometría y teoría del número. Uno de ellos, Jeremy Bem, de diecisiete años, comentó: «Los problemas de matemáticas son como rompecabezas de lógica. No hay nada rutinario: todo es muy creativo y artístico.» Pero aquí no hablo de producir una nueva generación de científicos y matemáticos de primera categoría, sino de la cultura científica del público en general.

El sesenta y tres por ciento de los adultos norteamericanos no son conscientes de que el último dinosaurio murió antes de que apareciera el primer humano; el setenta y cinco por ciento no sabe que los antibióticos matan a las bacterias pero no a los virus; el cincuenta y siete por ciento no sabe que los «electrones son más pequeños que los átomos». Las encuestas muestran que algo así como la mitad de los adultos de Estados Unidos no saben que la Tierra gira alrededor del Sol y tarda un año en hacerlo. En mis clases en la Universidad de Cornell he encontrado estudiantes brillantes que no saben que las estrellas salen y se ponen por la noche, o ni siquiera que el Sol es una estrella.

Debido a la ciencia ficción, el sistema educativo, la NASA y el rol que juega la ciencia en la sociedad, los estadounidenses están mucho más expuestos a la percepción copernicana que el humano medio. Una encuesta de 1993 realizada por la Asociación China de Ciencia y Tecnología revela que, como en Estados Unidos, no más de la mitad de personas en China sabe que la Tierra gira alrededor del Sol una vez al año. Podría ser muy bien, pues, que más de cuatro siglos y medio después de Copérnico, la mayor parte de la gente de la Tierra creyera todavía, en el fondo de su corazón, que nuestro planeta está inmóvil en el centro del universo y que somos profundamente «especiales».

Ésas son las preguntas típicas del «alfabetismo científico». Los resultados son desmoralizadores. Pero ¿qué es lo que miden? La memorización de afirmaciones autoritarias. Lo que deberían preguntar es cómo sabemos... que los antibióticos discriminan entre microbios, que los electrones son «más pequeños» que los átomos, que el Sol es una estrella a la que la Tierra da la vuelta una vez al año. Estas preguntas son una medida

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mucho más auténtica de la comprensión de la ciencia por parte del público, y los resultados de estas pruebas serían sin duda más descorazonadores todavía.

Si se acepta la verdad literal de todas las palabras de la Biblia, la Tierra tiene que ser plana. Lo mismo ocurre con el Corán. Por tanto, declarar que la Tierra es redonda equivale a decir que uno es ateo. En 1993, la autoridad religiosa suprema de Arabia Saudí, el jeque Abdel-Aziz Ibn Baaz, emitió un edicto, o fatwa, declarando que el mundo es plano. Todo el que crea que es redondo no cree en Dios y debe ser castigado. No deja de ser irónico que la lúcida evidencia de que la Tierra es una esfera, reunida por el astrónomo greco-egipcio del siglo II Claudio Tolomeo, fuese transmitida a Occidente por astrónomos musulmanes y árabes. En el siglo IX bautizaron al libro de Tolomeo en el que se demuestra la esfericidad de la Tierra como el Almagesto, «el más grande».

He conocido muchas personas que se sienten ofendidas por la evolución, que preferirían apasionadamente ser la obra artística personal de Dios que haber surgido del fango por fuerzas físicas y químicas ciegas desarrolladas durante eones. También suelen ser reacios a exponerse asiduamente a las pruebas. La evidencia tiene muy poco que ver con ellos: creen lo que desean que sea verdad. Sólo el nueve por ciento de los norteamericanos acepta el descubrimiento central de la biología moderna de que los seres humanos (y todas las demás especies) han evolucionado lentamente por procesos naturales de una serie de seres más antiguos sin que fuera necesaria la intervención divina en el camino. (Cuando se les pregunta simplemente si aceptan la evolución, el cuarenta y cinco por ciento de los norteamericanos dice que sí. La cantidad asciende al setenta por ciento en China.) Cuando se exhibió en Israel la película Parque Jurásico, algunos rabinos ortodoxos la condenaron porque aceptaba la evolución y enseñaba que los dinosaurios vivieron hace cien millones de años... cuando, como se establece claramente en el Rosh Hashonah y en toda ceremonia de boda judía, el universo tiene menos de seis mil años de antigüedad. La prueba más clara de nuestra evolución puede encontrarse en nuestros genes. Pero la evolución sigue teniendo detractores, irónicamente entre aquellos cuyo propio ADN la proclama... en las escuelas, en los tribunales, en las editoriales de libros de texto, y en la cuestión de cuánto dolor podemos infligir a otros animales sin cruzar algún umbral ético.

Durante la Gran Depresión, los maestros disfrutaban de seguridad de trabajo, buenos sueldos y respetabilidad. Enseñar era una profesión admirada, en parte porque se reconocía que aprender era una manera de salir de la pobreza. Poco de ello es cierto hoy. Y así, la enseñanza de la ciencia (y otras) se hace demasiado a menudo de manera incompetente o poco inspiradora y sus practicantes, por asombroso que sea, tienen poca preparación o ninguna

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en los temas que presentan, se impacientan con el método y muestran ansias por llegar a los descubrimientos de la ciencia... y a veces son incapaces ellos mismos de distinguir la ciencia de la pseudociencia. Los que tienen preparación a menudo consiguen trabajos mejor pagados en otra parte.

Los niños necesitan experimentar con sus propias manos el método experimental en lugar de leer en un libro cosas sobre la ciencia. Se nos puede hablar de la oxidación de la cera como explicación de la llama de la vela. Pero tenemos una sensación mucho más vivida de lo que pasa si vemos arder la vela brevemente en una campana de cristal hasta que el dióxido de carbono producido por la duerna rodea la mecha, bloquea el acceso al oxígeno y la llama parpadea y se apaga. Se nos pueden explicar las mitocondrias de las células y cómo transmiten la oxidación a la comida al igual que la llama quemando la vela, pero es totalmente distinto verlas en el microscopio. Se nos puede decir que el oxígeno es necesario para la vida de algunos organismos y no para otros. Pero empezamos a entenderlo realmente cuando comprobamos la proposición en una campana de cristal totalmente desprovista de oxígeno. ¿Qué hace el oxígeno por nosotros? ¿Por qué sin él moriríamos? ¿De dónde viene el oxígeno del aire? ¿Está asegurado el suministro?

La experimentación y el método científico se pueden enseñar en muchas materias distintas de la ciencia. Daniel Kunitz es un amigo mío de la universidad. Ha sido toda la vida un profesor de ciencias sociales innovador en institutos de enseñanza media. ¿Los alumnos quieren entender la Constitución de Estados Unidos? Se les puede decir que la lean, artículo tras artículo, y luego la comenten en clase... pero, lamentablemente, acabarán todos dormidos. O se puede intentar el método de Kunitz: prohibir a los estudiantes leer la Constitución. A cambio, los invita a celebrar una Convención Constitucional, dos por cada estado. Primero plantea en detalle a cada uno de los trece equipos los intereses particulares de su estado y región. A la delegación de Carolina del Sur, por ejemplo, le hablará de la primacía del algodón, la necesidad y moralidad del tráfico de esclavos, el peligro planteado por el norte industrial, etc. Las trece delegaciones se reúnen y, con un poco de guía facultativa, pero principalmente solos, escriben una constitución durante unas semanas. Luego leen la Constitución de verdad. Los estudiantes han reservado el poder de declarar la guerra al presidente. Los delegados de 1787 lo asignaron al Congreso. ¿Por qué? Los estudiantes han liberado a los esclavos. La Convención Constitucional original no lo hizo. ¿Por qué? Eso exige una mayor preparación de los profesores y más trabajo para los estudiantes, pero la experiencia es inolvidable. Es difícil no pensar que las naciones de la Tierra estarían mejor si todos los ciudadanos se sometieran a una experiencia comparable.

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Necesitamos más dinero para preparar y pagar a los profesores, y para laboratorios. Pero en Estados Unidos los aspectos vinculados a la escuela suelen perder la votación. Nadie sugiere que se usen los impuestos de propiedades para engrosar el presupuesto militar, o los subsidios de agricultura, o para limpiar residuos tóxicos. ¿Por qué sólo la educación? ¿Por qué no financiarla con tasas generales a nivel local y estatal? ¿Qué tal una tasa especial de educación para las industrias que tienen una necesidad especial de trabajadores con preparación técnica?

Los niños estadounidenses no trabajan bastante en la escuela. El año escolar es de ciento ochenta días, comparado con doscientos veinte en Corea del Sur, unos doscientos treinta en Alemania y doscientos cuarenta y tres en Japón. Los niños de algunos de estos países van a la escuela el sábado. El estudiante medio de instituto en Estados Unidos dedica tres horas y media a la semana a hacer deberes. El tiempo total que dedica a los estudios, en el aula y fuera de ella, es de unas veinte horas por semana. Los japoneses de quinto curso dedican una media de treinta y tres horas a la semana. Japón, con la mitad de población que Estados Unidos, produce el doble de científicos e ingenieros con títulos avanzados al año.

Durante cuatro años de instituto, los estudiantes americanos dedicaron menos de mil quinientas horas a temas como matemáticas, ciencia e historia. Los japoneses, franceses y alemanes dedicaron más del doble de tiempo. Un informe de 1994 encargado por el Departamento de Educación de Estados Unidos apunta:

El día escolar tradicional tiene que contener ahora toda una serie de requisitos para lo que se ha llamado «nuevo trabajo de las escuelas»: educación sobre seguridad personal, sobre consumo, sida, conservación y energía, vida familiar y preparación para conducir.

Así pues, debido a las deficiencias de la sociedad y a la inadecuación de la educación en el hogar, sólo se dedican unas tres horas al día a los temas académicos centrales en el instituto.

Está demasiado extendida la idea de que la ciencia es «excesivamente difícil» para la gente normal. Lo podemos ver reflejado en la estadística de que sólo alrededor del diez por ciento de los estudiantes de instituto estadounidenses optan por un curso de física. ¿Qué es lo que hace de pronto a la ciencia «excesivamente difícil»? ¿Por qué no es demasiado difícil para todos esos países que superan a Estados Unidos? ¿Qué ha ocurrido con el talento americano para la ciencia, la innovación técnica y el trabajo duro? En otros tiempos, los norteamericanos se enorgullecían de contar con inventores que abrieron el camino del telégrafo, el teléfono, la luz eléctrica, el fonógrafo, el automóvil y el aeroplano. Excepto en lo relativo a la

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informática, todo eso parece algo del pasado. ¿Dónde ha ido a parar todo aquel «ingenio yanqui»?

La mayoría de los niños americanos no son estúpidos. Parte de la razón por la que no se aplican al estudio es que reciben pocos beneficios tangibles cuando lo hacen. Ser competente (es decir, conocer realmente la materia) en expresión verbal, matemáticas, ciencia e historia hoy en día no aumenta los ingresos de los jóvenes medios en los ocho años siguientes a su salida de la escuela, y la mayoría se emplean en empresas de servicios y no industriales.

Sin embargo, en los sectores productivos de la economía suele ser diferente. Hay fábricas de muebles, por ejemplo, que corren el riesgo de perder el negocio... no porque no haya clientes, sino porque muy pocos trabajadores al entrar son capaces de hacer operaciones aritméticas sencillas. Una importante compañía electrónica declara que el ochenta por ciento de los que aspiran a trabajar en ella no son capaces de superar una prueba matemática de quinto curso. Estados Unidos está perdiendo ya unos cuarenta mil millones de dólares al año (principalmente en descenso de productividad y el coste de educación para remediarlo) porque los trabajadores, en un grado excesivo, no saben leer, escribir, contar o pensar.

Según un informe del Comité Nacional de Ciencia de Estados Unidos de ciento treinta y nueve compañías de alta tecnología, las causas principales del declive de la investigación y el desarrollo que se atribuían a la política nacional eran: 1) carencia de una estrategia a largo plazo para afrontar el problema; 2) falta de atención a la preparación de futuros científicos e ingenieros; 3) demasiada inversión en «defensa» e insuficiente en investigación y desarrollo civil, y 4) poca atención a la educación preuniversitaria. La ignorancia se alimenta de ignorancia. La fobia a la ciencia es contagiosa.

Los que tienen la visión más favorable de la ciencia en Estados Unidos tienden a ser jóvenes varones blancos con educación universitaria y buen nivel de vida. Pero tres cuartas partes de los nuevos trabajadores norteamericanos de la próxima década serán mujeres no blancas e inmigrantes. No lograr despertar su entusiasmo —por no hablar de la discriminación— no sólo es injusto sino que es estúpido y contraproducente. Priva a la economía de los trabajadores preparados que necesita desesperadamente.

Los estudiantes afroamericanos e hispanos han mejorado sus resultados en las pruebas estándar de ciencia con relación a finales de la década de los sesenta, pero son los únicos. La diferencia media en matemáticas entre blancos y negros graduados sigue siendo grande en los cursos de enseñanza superior: de dos a tres niveles; pero la distancia entre los

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blancos de cursos de enseñanza superior de Estados Unidos y, por ejemplo, los de Japón, Canadá, Gran Bretaña o Finlandia es dos veces mayor (con los estadounidenses a la zaga). Si uno recibe poca motivación y poca educación, no sabrá mucho... no es ningún misterio. Los afroamericanos de las ciudades con padres educados en la universidad tienen el mismo nivel universitario que los blancos de las ciudades con padres de educación universitaria. Según algunas estadísticas, incluir a un niño pobre en un programa Head Start duplica sus posibilidades de conseguir un empleo más tarde en la vida; el que completa un programa Upward Bond tiene cuatro veces más posibilidades de conseguir una educación universitaria. Para ser sinceros, sabemos lo que hay que hacer.

¿Y en cuanto a la universidad? Hay una serie de pasos obvios: mejora de la condición basada en el éxito de la enseñanza y promoción de los profesores en base a la actuación de sus estudiantes en pruebas estandarizadas de doble ciego; sueldos para los profesores que se acerquen a lo que podrían cobrar en la industria; más becas, ayudas y equipo de laboratorio; programas imaginativos e inspiradores y libros de texto en que los principales miembros de la facultad tengan un papel principal; cursos de laboratorio como requisito para graduarse; y prestar atención especial a los que tradicionalmente se han apartado de la ciencia. También deberíamos animar a los mejores académicos de la ciencia a dedicar más tiempo a la educación pública: libros de texto, conferencias, artículos en periódicos y revistas, apariciones en televisión. Y podría valer la pena intentar un primer curso obligatorio sobre pensamiento escéptico y métodos científicos.

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El místico William Blake miró fijamente al sol y vio ángeles,

mientras otros, más mundanos, «sólo percibían un objeto de las medidas y el color de una guinea dorada». ¿Vio Blake realmente ángeles en el sol, o era un error perceptual o cognitivo? No conozco ninguna fotografía del Sol que muestre nada de este tipo. ¿Vio Blake lo que la cámara y el telescopio no pueden ver? ¿O la explicación se encuentra dentro de la cabeza de Blake mucho más que fuera? ¿Y no es la verdadera naturaleza del Sol, tal como la revela la ciencia moderna, mucho más maravillosa: no meros ángeles o monedas de oro, sino una enorme esfera en la que pueden caber un millón de Tierras, en el centro de la cual se fusionan núcleos de átomos, el hidrógeno transformado en helio, la energía latente en el hidrógeno durante miles de millones de años liberada, la Tierra y otros planetas calentados e iluminados,

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y el mismo proceso repetido cuatrocientos mil millones de veces en alguna otra parte de la galaxia de la Vía Láctea?

Los proyectos, instrucciones detalladas y órdenes de trabajo para construir una persona desde la nada ocuparían unos mil volúmenes de enciclopedia si se escribieran en inglés. Sin embargo, cada célula de nuestro cuerpo contiene una serie de esas enciclopedias. Un quasar está tan lejos que la luz que vemos empezó su viaje intergaláctico antes de que se formara la Tierra. Toda persona de la Tierra desciende de los mismos antepasados no del todo humanos del este de África hace algunos millones de años, lo que nos hace a todos primos.

Siempre que pienso en alguno de estos descubrimientos siento un escalofrío de entusiasmo. Se me acelera el corazón. No puedo evitarlo. La ciencia es una sorpresa y una delicia. Reconozco mi sorpresa cada vez que una nave espacial sobrevuela un nuevo mundo. Los científicos planetarios se preguntan a sí mismos: «Oh, ¿es así? ¿Cómo no se nos ocurrió?» Pero la naturaleza siempre es más sutil, más compleja, más elegante de lo que somos capaces de imaginar. Lo que es sorprendente, dadas nuestras limitaciones manifiestas, es que hayamos sido capaces de penetrar tanto en los secretos de la naturaleza.

Casi todos los científicos, en un momento de descubrimiento o comprensión súbita, han experimentado un asombro reverencial. La ciencia —la ciencia pura, no con alguna aplicación práctica sino por ella misma— es un asunto profundamente emocional para los que la practican, como lo es también para los no científicos que de vez en cuando se zambullen en ella con el fin de saber qué se ha descubierto recientemente.

Y, como en una historia de detectives, es una gozada formular las preguntas clave, trabajar con explicaciones alternativas y quizá incluso avanzar en el proceso de descubrimiento científico. Consideremos estos ejemplos, algunos muy sencillos, otros no, elegidos más o menos aleatoriamente:

• ¿Podría haber un número entero no descubierto entre el 6 y el 7? • ¿Podría haber un elemento químico no descubierto entre el número atómico 6 (que es carbono) y el número atómico 7 (que es nitrógeno)? • Sí, ese nuevo conservante causa cáncer en las ratas. Pero ¿y si para inducir el cáncer en una persona, que pesa mucho más que una rata, se debiera tomar una libra de sustancia al día? En este caso, quizá el conservante no sea tan peligroso. ¿El beneficio de tener la comida conservada durante largos períodos superaría el pequeño riesgo adicional del cáncer? ¿Quién decide? ¿Qué datos se necesitan para tomar una decisión prudente?

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• En una roca de tres mil ochocientos millones de años, uno encuentra una ratio de isótopos de carbono típicos de los seres vivos de hoy y diferente de los sedimentos orgánicos. ¿Deduce de ello que hace tres mil ochocientos millones de años había vida abundante en la Tierra? ¿O podrían haberse infiltrado en la roca los restos químicos de organismos más modernos? ¿O hay una manera de que los isótopos se separen en la roca aparte de los procesos biológicos? • Las mediciones sensibles de corrientes eléctricas en el cerebro humano muestran que cuando ocurren ciertos recuerdos o procesos mentales entran en acción regiones particulares del cerebro. ¿Es posible que nuestros pensamientos, recuerdos y pasiones generen unos circuitos particulares de las neuronas del cerebro? ¿Sería posible simular estos circuitos en un robot? • ¿Sería factible insertar nuevos circuitos o alterar los viejos en el cerebro de modo que cambien opiniones, recuerdos, emociones y deducciones lógicas? ¿Es esta desnaturalización terriblemente peligrosa? • Su teoría del origen del sistema solar predice muchos discos planos de gas y polvo en toda la galaxia de la Vía Láctea. Mira por el telescopio y encuentra discos planos en todas partes. Llega felizmente a la conclusión de que la teoría ha quedado confirmada. Pero resulta que los discos que vio eran galaxias espirales muy alejadas de la Vía Láctea, y demasiado grandes para ser sistemas solares nacientes. ¿Debe abandonar su teoría? ¿O debe buscar un tipo de discos diferentes? ¿O es esto sólo una expresión de su poca disposición a abandonar una hipótesis desacreditada? • Un cáncer creciente envía un boletín a las células que revisten los vasos sanguíneos: «Necesitamos sangre», dice el mensaje. Las células endoteliales, obedientes, forman puentes de vasos sanguíneos para suministrar sangre a las células del cáncer. ¿Cómo ocurre eso? ¿Se puede interceptar o cancelar el mensaje? • Usted mezcla pintura violeta, azul, verde, amarilla, naranja y roja, y consigue un color marrón barro. Luego mezcla luz de los mismos colores y consigue blanco. ¿Qué ocurre? • En los genes de los humanos y de muchos otros animales hay largas secuencias repetitivas de información hereditaria (llamada «sin sentido»). Algunas de esas secuencias causan enfermedades genéticas. ¿Podría ser que determinados segmentos del ADN fueran ácidos nucleicos revoltosos que se reproducen por su cuenta y desdeñan el bienestar del organismo que habitan? • Muchos animales se comportan de una manera extraña justo antes de un terremoto. ¿Qué saben ellos que no sepan los sismólogos? • Las palabras para nombrar a «Dios» de los antiguos aztecas y los antiguos griegos son casi las mismas. ¿Evidencia esto algún contacto o comunidad entre las dos civilizaciones, o se puede esperar que se dieran estas

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coincidencias ocasionales entre dos lenguas por pura casualidad? O, como pensaba Platón en Cratylus, ¿puede ser que al nacer tengamos algunas palabras dentro? • La segunda ley de termodinámica afirma que en el universo, tomado como un todo, aumenta el desorden a medida que pasa el tiempo. (Desde luego, pueden emerger localmente mundos y vida e inteligencia, al coste de una reducción en el orden en otra parte del universo.) Pero si vivimos en un universo en el que la presente expansión del big bang llegará a calmarse, detenerse y ser reemplazada por una contracción, ¿se podría revertir entonces la segunda ley? ¿Pueden los efectos preceder a las causas? • El cuerpo humano utiliza un ácido clorhídrico concentrado en el estómago para disolver la comida y favorecer la digestión. ¿Por qué el ácido clorhídrico no disuelve el estómago? • Las estrellas más antiguas, en el momento de escribir estas líneas, parecen ser más antiguas que el universo. Igual que al afirmar que una persona tiene hijos mayores que ella, no hace falta saber mucho para reconocer que alguien ha cometido un error. ¿Quién? • Existe ahora una tecnología suficiente para mover átomos individuales de modo que se pueden escribir mensajes largos y complejos en una escala ultramicroscópica. También es posible hacer máquinas de la medida de una molécula. Hay ejemplos rudimentarios de esas dos «nanotecnologías» bien demostrados. ¿Dónde nos llevará eso en unas décadas más? • En varios laboratorios diferentes se han encontrado moléculas complejas que, en condiciones adecuadas, hacen copias de ellas mismas en el tubo de ensayo. Algunas de estas moléculas, como el ADN y el ARN, están hechas de nucleótidos; otras no. Algunas usan enzimas para acelerar el ritmo de la química; otras no. A veces hay un error en la copia; a partir de este punto, el error se copia en sucesivas generaciones de moléculas. Así llegan a existir especies ligeramente diferentes de moléculas autorreplicantes, algunas de las cuales se reproducen más de prisa y con mayor eficiencia que otras. Son preferentemente las que prosperan. Con el tiempo, las moléculas en el tubo de ensayo se hacen cada vez más eficientes. Estamos empezando a atestiguar la evolución de las moléculas. ¿Qué percepción proporciona esto sobre el origen de la vida? • ¿Por qué el hielo ordinario es blanco pero el glaciar es azul? • Se ha encontrado vida muchos kilómetros por debajo de la superficie de la Tierra. ¿Hasta qué profundidad llega? • Una leyenda del pueblo dogon de la república de Malí, según un antropólogo francés, dice que la estrella Sirio tiene una estrella compañera extremadamente densa. Sirio, en realidad, tiene una compañera así, aunque se necesita una astronomía muy sofisticada para detectarla. Por tanto: 1)

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¿descendía el pueblo dogon de una civilización olvidada poseedora de grandes telescopios ópticos y astrofísica teórica?, o 2) ¿fueron instruidos por extraterrestres?, o 3) ¿oyeron algo los dogon sobre la pequeña compañera enana de Sirio de un visitante europeo?, o 4) ¿se equivoca el antropólogo francés y en realidad los dogon nunca tuvieron esa leyenda?

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¿Por qué tiene que ser tan difícil para los científicos transmitir la ciencia? Algunos científicos —incluyendo algunos muy buenos— me dicen que les encantaría hacer divulgación, pero carecen de talento para ello. Dicen que saber y explicar no es lo mismo. ¿Cuál es el secreto?

Yo creo que sólo hay uno: no hablar al público en general como uno lo haría con sus colegas científicos. Hay términos que transmiten su significado al instante y con precisión a compañeros expertos. Uno puede encontrarse esas frases todos los días en el trabajo profesional, pero sólo sirven para confundir a una audiencia de no especialistas. Utilice el lenguaje más sencillo posible. Por encima de todo, recuerde lo que pensaba antes de entender usted mismo lo que está explicando. Recuerde los malentendidos en los que estuvo a punto de caer y señálelos explícitamente. Mantenga en mente con firmeza que hubo una época en la que no entendía nada de todo esto. Recapitule los primeros pasos que le llevaron de la ignorancia al conocimiento. Nunca olvide que la inteligencia natural está muy ampliamente distribuida en nuestra especie. Ciertamente, es el secreto de nuestro éxito.

El esfuerzo necesario es poco, los beneficios muchos. Entre los escollos potenciales está el exceso de simplificación, la necesidad de ahorrar calificaciones (y cuantificaciones), dar un mérito inadecuado a los muchos científicos implicados y trazar distinciones insuficientes entre analogía útil y realidad. Sin duda, deben buscarse soluciones de compromiso.

Cuanto más presentaciones de este tipo hace uno, más claro ve cuál de ellas funciona y cuál no. Hay una selección natural de metáforas, imágenes, analogías y anécdotas. Con el tiempo, uno encuentra que puede llegar casi a cualquier parte si camina por un sendero bien pavimentado que el público pueda recorrer. Luego puede adaptar las presentaciones a las necesidades de cada público determinado.

Como algunos editores y productores de televisión, hay científicos que creen que el público es demasiado ignorante o estúpido para entender la ciencia, que la empresa de la divulgación es fundamentalmente una causa perdida, o incluso que equivale a la confraternización, si no a la contribución directa, con el enemigo. Entre las muchas críticas que podrían hacerse de esta

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opinión —junto con su arrogancia insufrible y su ignorancia de toda una serie de ejemplos logrados de popularización de la ciencia— es que sólo sirve de confirmación personal. Y, para los científicos implicados, es contraproducente.

El apoyo a gran escala del gobierno a la ciencia es relativamente reciente, a partir de la segunda guerra mundial, aunque el mecenazgo de algunos científicos por parte de ricos y poderosos es mucho más antiguo. Con el final de la guerra fría se hizo prácticamente imposible seguir jugando la carta de la defensa nacional, que proporcionó apoyo a todo tipo de investigaciones científicas. Creo que, en parte sólo por esta razón, la mayoría de los científicos se sienten ahora cómodos con la idea de popularizar la ciencia. (Como casi todo el apoyo a la ciencia procede de los fondos públicos, la oposición de los científicos a una divulgación eficiente sería un extraño flirteo con el suicidio.) Es más probable que el público apoye lo que entiende y aprecia. No me refiero a escribir artículos para el Scientific American, por ejemplo, revista que leen los entusiastas de la ciencia y científicos de otros campos. Tampoco hablo sólo de dar cursos de introducción a no licenciados. Hablo de los esfuerzos por comunicar la sustancia y enfoque de la ciencia en los periódicos, revistas, radio y televisión, en conferencias para el público en general y en libros de texto de la escuela elemental, media y superior.

Desde luego, la divulgación debe seguir unas pautas de valoración determinadas. Es importante no crear confusión ni mostrarse paternalista. En ocasiones, al intentar estimular el interés público, los científicos han ido demasiado lejos... derivando por ejemplo conclusiones religiosas injustificadas. El astrónomo George Smoot comentó que descubrir pequeñas irregularidades en la radiación que dejó el big bang fue como «ver a Dios cara a cara». León Lederman, el físico laureado con el Premio Nobel, describió el bosón de Higgs, un bloque hipotético de creación de materia, como «la partícula de Dios», y así tituló un libro. (En mi opinión, todas son partículas de Dios.) Si el bosón de Higgs no existe, ¿queda desaprobada la hipótesis de Dios? El físico Frank Tipler propone que la informática en un futuro remoto demostrará la existencia de Dios y propiciará la resurrección de la carne.

Los periódicos y la televisión pueden producir chispas cuando nos dan una visión de la ciencia, y esto es muy importante. Pero —aparte del aprendizaje o las clases y seminarios bien estructurados— la mejor manera de popularizar la ciencia es a través de libros de texto, libros populares, CD-ROM y discos láser. Así uno puede reflexionar sobre ello, ir a su propio ritmo, repasar las partes difíciles, comparar textos, analizar en profundidad. Sin embargo, es importante hacerlo correctamente, y especialmente en las

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escuelas no suele ser así. Allí, como comenta el filósofo John Passmore, la ciencia se presenta a menudo

como una cuestión de aprender principios y aplicarlos con procedimientos de rutina. Se aprende de libros de texto, no leyendo las obras de grandes científicos, ni siquiera las contribuciones diarias a la literatura científica... El científico que empieza, a diferencia del humanista que empieza, no tiene contacto directo con el genio. Ciertamente... los cursos escolares pueden atraer a la ciencia al tipo erróneo de persona: chicos y chicas poco imaginativos a quienes les gusta la rutina. Yo sostengo que la divulgación de la ciencia tiene éxito si, de

entrada, no hace más que encender la chispa del asombro. Para ello basta con ofrecer una mirada a los descubrimientos de la ciencia sin explicar del todo cómo se lograron. Es más fácil reflejar el destino que el viaje. Pero, si es posible, los divulgadores deberían intentar hacer una crónica de los errores, falsos principios, puntos muertos y confusiones aparentemente sin remedio que aparecieron en el camino. Al menos de vez en cuando, deberíamos proporcionar la prueba y dejar que el lector extraiga su propia conclusión. Eso convierte la asimilación obediente de nuevo conocimiento en un descubrimiento personal. Cuando uno mismo hace el descubrimiento —aunque sea la última persona de la Tierra en ver la luz— no lo olvida nunca.

Cuando era joven me inspiraron los libros y artículos sobre ciencia popular de George Gamow, James Jeans, Arthur Eddington, J. B. S. Haldane, Julián Huxley, Rachel Carson y Arthur C. Clarke, todos ellos con una buena preparación y la mayoría importantes practicantes de la ciencia. La popularidad de los libros bien escritos, con una explicación buena y profundamente imaginativa de la ciencia que llegan al corazón además de la mente parece ser mayor que nunca en los últimos veinte años, y tampoco tiene precedentes el número y diversidad disciplinar de los científicos que escriben estos libros. Entre los mejores divulgadores científicos contemporáneos se me ocurren Stephen Jay Gouid, E. O. Wilson, Lewis Thomas y Richard Dawkins en biología; Steven Weinberg, Alan Lightmann y Kip Thorne en física; Roaid Hoffmann en química; y las primeras obras de Fred Hoyle en astronomía. Isaac Asimov escribió con capacidad acerca de todo. (Y aunque exige saber cálculo, la popularización de la ciencia más provocadora, excitante e inspiradora de las últimas décadas me parece el primer volumen de las Conferencias de introducción a la física de Richard Feynman.) A pesar de todo, está claro que los esfuerzos actuales no son proporcionales en absoluto con el bien público. Y, desde luego, si no sabemos leer, no podemos beneficiarnos de estas obras, por muy inspiradoras que sean.

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Me gustaría que rescatásemos al señor «Buckley» y a millones como él. También me gustaría que dejásemos de producir estudiantes de instituto poco curiosos, carentes de espíritu crítico y de imaginación. Nuestra especie necesita, y merece, una ciudadanía con la mente despierta y abierta y una comprensión básica de cómo funciona el mundo.

Sostengo que la ciencia es una herramienta absolutamente esencial para toda sociedad que tenga la esperanza de sobrevivir hasta el próximo siglo con sus valores fundamentales intactos... no sólo la ciencia abordada por sus practicantes, sino la ciencia entendida y abrazada por toda la comunidad humana. Y, si eso no lo consiguen los científicos, ¿quién lo hará?

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CAPÍTULO 7

EL MUNDO

POSEÍDO

POR DEMONIOS

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Hay mundos poseídos por demonios, regiones de total oscuridad.

Upanisad de Isa

(India, 600 a. J.C. aprox)

El temor de las cosas invisibles es la semilla natural de lo que cada uno llama para sí mismo religión.

THOMAS HOBBES,

Leviatán (1651)

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Los dioses velan por nosotros y guían nuestros destinos, enseñan muchas culturas humanas; hay otras entidades, más malévolas, responsables de la existencia del mal. Las dos clases de seres, tanto si se consideran naturales como sobrenaturales, reales o imaginarios, sirven a las necesidades humanas. Aun en el caso que sean totalmente imaginarios, la gente se siente mejor creyendo en ellos. Así, en una época en que las religiones tradicionales se han visto sometidas al fuego abrasador de la ciencia, ¿no es natural envolver a los antiguos dioses y demonios en un atuendo científico y llamarlos extraterrestres?

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La creencia en los demonios estaba muy extendida en el mundo antiguo. Se los consideraba seres más naturales que sobrenaturales. Hesíodo los menciona casualmente. Sócrates describía su inspiración filosófica como la obra de un demonio personal benigno. Su maestra, Diotima de Mantineia, le dice (en el Symposio de Platón) que «todo lo que es genio (demonio) está entre lo divino y lo mortal... La divinidad no se pone en contacto con el hombre —continúa— sino que es a través de este género de seres por donde tiene lugar todo comercio y todo diálogo entre los dioses y los hombres, tanto durante la vigilia como durante el sueño».

Platón, el estudiante más célebre de Sócrates, asignaba un gran papel a los demonios: «Ninguna naturaleza humana investida con el poder supremo es capaz de ordenar los asuntos humanos —dijo— y no rebosar de insolencia y error...»

No nombramos a los bueyes señores de los bueyes, ni a las cabras de las cabras, sino que nosotros mismos somos una raza superior y gobernamos sobre ellos. Del mismo modo Dios, en su amor por la humanidad, puso encima de nosotros a los demonios, que son una raza superior, y ellos, con gran facilidad y placer para ellos, y no menos para nosotros, dándonos paz y reverencia y orden y justicia que nunca flaquea, hicieron felices y unieron a las tribus de hombres.

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Platón negaba decididamente que los demonios fueran una fuente de mal, y representaba a Eros, el guardián de las pasiones sexuales, como un genio o demonio, no un dios, «ni mortal ni inmortal», «ni bueno ni malo». Pero todos los platonistas posteriores, incluyendo los neoplatonistas que influyeron poderosamente en la filosofía cristiana, sostenían que había algunos demonios buenos y otros malos. El péndulo iba de un lado a otro. Aristóteles, el famoso discípulo de Platón, consideró seriamente la idea de que los sueños estuvieran escritos por demonios. Plutarco y Porfirio proponían que los demonios, que llenaban el aire superior, venían de la Luna.

Los primeros Padres de la Iglesia, a pesar de haberse empapado del neoplatonismo de la cultura en la que nadaban, deseaban separarse de los sistemas de creencia «pagana». Enseñaban que toda la religión pagana consistía en la adoración de demonios y hombres, ambos malinterpretados como dioses. Cuando san Pablo se quejaba (Efesios 6, 14) de la maldad en las alturas, no se refería a la corrupción del gobierno sino a los demonios, que vivían allí:

Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas.

Desde el principio se pretendió que los demonios eran mucho más que una mera metáfora poética del mal en el corazón de los hombres.

A san Agustín le afligían los demonios. Cita el pensamiento pagano prevaleciente en su época: «Los dioses ocupan las regiones más altas, los hombres las más bajas, los demonios la del medio... Ellos poseen la inmortalidad del cuerpo, pero tienen pasiones de la mente en común con los hombres.» En el libro VIII de La ciudad de Dios (empezado en 413), Agustín asimila esta antigua tradición, sustituye a los dioses por Dios y demoniza a los demonios, arguyendo que son malignos sin excepción. No tienen virtudes que los rediman. Son el manantial de todo el mal espiritual y material. Los llama «animales etéreos... ansiosos de infligir males, completamente ajenos a la rectitud, henchidos de orgullo, pálidos de envidia, sutiles en el engaño». Pueden afirmar que llevan mensajes entre Dios y el hombre disfrazándose como ángeles del Señor, pero su actitud es una trampa para llevarnos a nuestra destrucción. Pueden asumir cualquier forma y saben muchas cosas —«demonio» quiere decir «conocimiento» en griego—,14 especialmente sobre el mundo material. Por inteligentes que sean, su caridad es deficiente. Atacan

14 «Ciencia» significa «conocimiento» en latín. Aun sin profundizar, se nos revela aquí una disputa jurisdiccional.

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«las mentes cautivas y burladas de los hombres», escribió Tertuliano. «Moran en el aire, tienen a las estrellas por vecinas y comercian con las nubes.»

En el siglo XI, el influyente teólogo bizantino, filosofo y turbio político Miguel Psellus, describía a los demonios con estas palabras:

Esos animales existen en nuestra propia vida, que está llena de pasiones, porque están presentes de manera abundante en ellas y su lugar de residencia es el de la materia, como lo es su rango y grado. Por esta razón están también sujetos a pasiones y encadenados a ellas. Un tal Richalmus, abad de Schónthal, alrededor de 1270 acuñó un

tratado entero sobre demonios, lleno de experiencias de primera mano: ve (aunque sólo cuando cierra los ojos) incontables demonios malevolentes, como motas de polvo, que revolotean alrededor de su cabeza... y la de los demás. A pesar de las olas sucesivas de puntos de vista racionalista, persa, judío, cristiano y musulmán, a pesar del fermento revolucionario social, político y filosófico, la existencia, gran parte del carácter e incluso el nombre de los demonios se mantuvo inalterable desde Hesíodo hasta las Cruzadas.

Los demonios, los «poderes del aire», bajan de los cielos y mantienen ayuntamiento sexual ilícito con las mujeres. Agustín creía que las brujas eran fruto de esas uniones prohibidas. En la Edad Media, como en la antigüedad clásica, casi todo el mundo creía esas historias. Se llamaba también a los demonios diablos o ángeles caídos. Los demoníacos seductores de las mujeres recibían el nombre de íncubos; los de los hombres, súcubos. Hay algunos casos en que las monjas, con cierta perplejidad, declaraban un parecido asombroso entre el íncubo y el cura confesor, o el obispo, y al despertar a la mañana siguiente, según contaba un cronista del siglo XV, «se encontraban contaminadas como si hubieran yacido con varón». Hay relatos similares, pero no en conventos, sino en los harenes de la antigua China. Eran tantas las mujeres que denunciaban íncubos, según argumentaba el religioso presbítero Richard Baxter (en su Certidumbre del mundo de los espíritus, 1691), «que es impudicia negarlo».15

Cuando los íncubos y súcubos seducían, se percibían como un peso sobre el pecho del soñador. Mare, a pesar de su significado en latín, es la antigua palabra inglesa para designar al íncubo, y nightmare (pesadilla) significaba originalmente el demonio que se sienta sobre el pecho de los que duermen y los atormenta con sueños. En la Vida de san Antonio de Atanasio

15 Igualmente, en la misma obra: «Son tantos los que atestiguan que las brujas provocan tormentas que creo innecesario nombrarlos.» El teólogo Meric Casaubon —en su libro de 1668, De la credulidad y la incredulidad— argüía que las brujas debían existir porque, al fin y al cabo, todo el mundo cree en ellas. Cualquier cosa en la que cree un gran número de personas tiene que ser cierta.

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(escrita alrededor del 360) se describía que los demonios entraban y salían a voluntad de habitaciones cerradas; mil cuatrocientos años después, en su obra De Daemonialitae, el erudito franciscano Ludovico Sinistrari nos asegura que los demonios atraviesan las paredes.

Prácticamente no se cuestionó la realidad externa de los demonios desde la antigüedad hasta finales de la época medieval. Maimónides negaba su existencia, pero una mayoría aplastante de los rabinos creían en dybbuks. Uno de los pocos casos que he podido encontrar en que incluso se llega a insinuar que los demonios podrían ser internos, generados en nuestras mentes, es cuando se le preguntó a Abba Poemen, uno de los Padres del Desierto de la primera Iglesia:

—¿Cómo luchan contra mí los demonios? —¿Los demonios luchan contra ti? —preguntó a su vez el padre

Poemen—. Son nuestras propias voluntades las que se convierten en demonios y nos atacan.

Las actitudes medievales sobre íncubos y súcubos estaban influenciadas por el Comentario sobre el sueño de Escipión de Macrobio, escrito en el siglo XIV, del que se hicieron docenas de ediciones antes de la Ilustración europea: Macrobio describió los fantasmas que se veían «en el momento entre la vigilia y el sopor». El soñador «imagina» a los fantasmas como depredadores. Macrobio tenía un sesgo escéptico que los lectores medievales tendían a ignorar.

La obsesión con los demonios empezó a alcanzar un crescendo cuando, en su famosa Bula de 1484, el papa Inocencio VIII declaró:

Ha llegado a nuestros oídos que miembros de ambos sexos no evitan la relación con ángeles malos, íncubos y súcubos, y que, mediante sus brujerías, conjuros y hechizos sofocan, extinguen y echan a perder los alumbramientos de las mujeres, además de generar otras muchas calamidades.

Con esta bula, Inocencio inició la acusación, tortura y ejecución sistemática de incontables «brujas» de toda Europa. Eran culpables de lo que Agustín había descrito como «una asociación criminal del mundo oculto». A pesar del imparcial «miembros de ambos sexos» del lenguaje de la bula, las perseguidas eran principalmente mujeres jóvenes y adultas.

Muchos protestantes importantes de los siglos siguientes a pesar de sus diferencias con la Iglesia católica, adoptaron puntos de vista casi idénticos. Incluso humanistas como Desiderio Erasmo y Tomás Moro creían en brujas. «Abandonar la brujería —decía John Wesley, el fundador del metodismo— es como abandonar la Biblia.» William Blackstone, el célebre jurista, en sus Comentarios sobre las Leyes de Inglaterra (1765), afirmó:

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Negar la posibilidad, es más, la existencia real de la brujería y la hechicería equivale a contradecir llanamente el mundo revelado por Dios en varios pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Inocencio ensalzaba a «nuestros queridos hijos Henry Kramer y James Sprenger» que, «mediante Cartas Apostólicas han sido delegados como Inquisidores de esas depravaciones heréticas»: Si las «abominaciones y atrocidades en cuestión se mantienen sin castigo», las almas de las multitudes se enfrentan a la condena eterna.

El papa nombró a Kramer y Sprenger para que escribieran un estudio completo utilizando toda la artillería académica de finales del siglo XV. Con citas exhaustivas de las Escrituras y de eruditos antiguos y modernos, produjeron el Malleus Maleficarum, «martillo de brujas», descrito con razón como uno de los documentos más aterradores de la historia humana. Thomas Ady, en Una vela en la oscuridad, lo calificó de «doctrinas e invenciones infames», «horribles mentiras e imposibilidades» que servían para ocultar «su crueldad sin parangón a los oídos del mundo». Lo que el Malleus venía a decir, prácticamente, era que, si a una mujer la acusan de brujería, es que es bruja. La tortura es un medio infalible para demostrar la validez de la acusación. El acusado no tiene derechos. No tiene oportunidad de enfrentarse a los acusadores. Se presta poca atención a la posibilidad de que las acusaciones puedan hacerse con propósitos impíos: celos, por ejemplo, o venganza, o la avaricia de los inquisidores que rutinariamente confiscaban las propiedades de los acusados para su propio uso y disfrute. Su manual técnico para torturadores también incluye métodos de castigo diseñados para liberar los demonios del cuerpo de la víctima antes de que el proceso la mate. Con el Malleus en mano, con la garantía del aliento del papa, empezaron a surgir inquisidores por toda Europa.

Rápidamente se convirtió en un provechoso fraude. Todos los costes de la investigación, juicio y ejecución recaían sobre los acusados o sus familias; hasta las dietas de los detectives privados contratados para espiar a la bruja potencial, el vino para los centinelas, los banquetes para los jueces, los gastos de viaje de un mensajero enviado a buscar a un torturador más experimentado a otra ciudad, y los haces de leña, el alquitrán y la cuerda del verdugo. Además, cada miembro del tribunal tenía una gratificación por bruja quemada. El resto de las propiedades de la bruja condenada, si las había, se dividían entre la Iglesia y el Estado. A medida que se institucionalizaban estos asesinatos y robos masivos y se sancionaban legal y moralmente, iba surgiendo una inmensa burocracia para servirla y la atención se fue ampliando desde las brujas y viejas pobres hasta la clase media y acaudalada de ambos sexos.

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Cuantas más confesiones de brujería se conseguían bajo tortura, más difícil era sostener que todo el asunto era pura fantasía. Como a cada «bruja» se la obligaba a implicar a algunas más, los números crecían exponencialmente. Constituían «pruebas temibles de que el diablo sigue vivo», como se dijo más tarde en América en los juicios de brujas de Salem. En una era de credulidad, se aceptaba tranquilamente el testimonio más fantástico: que decenas de miles de brujas se habían reunido para celebrar un aquelarre en las plazas públicas de Francia, y que el cielo se había oscurecido cuando doce mil de ellas se echaron a volar hacia Terranova. En la Biblia se aconsejaba: «No dejarás que viva una bruja.» Se quemaron legiones de mujeres en la hoguera.16 Y se aplicaban las torturas más horrendas a toda acusada, joven o vieja, una vez los curas habían bendecido los instrumentos de tortura. Inocencio murió en 1492, tras varios intentos fallidos de mantenerlo con vida mediante transfusiones (que provocaron la muerte de tres jóvenes) y amamantándose del pecho de una madre lactante. Le lloraron sus amantes y sus hijos.

En Gran Bretaña se contrató a buscadores de brujas, también llamados «punzadores», que recibían una buena gratificación por cada chica o mujer que entregaban para su ejecución. No tenían ningún aliciente para ser cautos en sus acusaciones. Solían buscar «marcas del diablo» —cicatrices, manchas de nacimiento o nevi— que, al pincharlas con una aguja, no producían dolor ni sangraban. Una simple inclinación de la mano solía producir la impresión de que la aguja penetraba profundamente en la carne de la bruja. Cuando no había marcas visibles, bastaba con las «marcas invisibles». En las galeras, un punzador de mediados del siglo XVII «confesó que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres en Inglaterra y Escocia por el beneficio de veinte chelines la pieza».17

En los juicios de brujas no se admitían pruebas atenuantes o testigos de la defensa. En todo caso, era casi imposible para las brujas acusadas presentar buenas coartadas: las normas de las pruebas tenían un carácter especial. Por ejemplo, en más de un caso el marido atestiguó que su esposa estaba durmiendo en sus brazos en el preciso instante en que la acusaban de estar retozando con el diablo en un aquelarre de brujas; pero el arzobispo, pacientemente, explicó que un demonio había ocupado el lugar de la esposa. Los maridos no debían pensar que sus poderes de percepción podían exceder

16 Por lo visto, la Santa Inquisición adoptó este tipo de ejecución para acatar literalmente una frase bien intencionada de la ley canónica (Concilio de Tours, 1163): «La Iglesia abomina del derramamiento de sangre.» 17 En el tenebroso terreno de los cazadores de recompensas e informadores a sueldo, la corrupción vil suele ser la norma, en todo el mundo y a lo largo de toda la historia humana. Para tomar un ejemplo casi al azar, en 1994, a cambio de una cantidad, un grupo de inspectores de correos de Cleveland decidió actuar en secreto para descubrir a delincuentes; a continuación inventaron casos penales contra treinta y dos trabajadores de correos inocentes.

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los poderes de engaño de Satanás. Las mujeres jóvenes y bellas eran enviadas forzosamente a la hoguera.

Los elementos eróticos y misóginos eran fuertes... como puede esperarse de una sociedad reprimida sexualmente, dominada por varones, con inquisidores procedentes de la clase de los curas, nominalmente célibes. En los juicios se prestaba atención minuciosa a la calidad y cantidad de los orgasmos en las supuestas copulaciones de las acusadas con demonios o el diablo (aunque Agustín estaba seguro de que «no podemos llamar fornicador al diablo») y a la naturaleza del «miembro» del diablo (frío, según todos los informes). Las «marcas del diablo» se encontraban «generalmente en los pechos o partes íntimas», según el libro de 1700 de Ludovico Sinistrari. Como resultado, los inquisidores, exclusivamente varones, afeitaban el vello púbico de las acusadas y les inspeccionaban cuidadosamente los genitales. En la inmolación de la joven Juana de Arco a los veinte años, tras habérsele incendiado el vestido, el verdugo de Rúan apagó las llamas para que los espectadores pudieran ver «todos los secretos que puede o debe haber en una mujer».

La crónica de los que fueron consumidos por el fuego sólo en la ciudad alemana de Wurzburgo en el año 1598 revela la estadística y nos da una pequeña muestra de la realidad humana:

El administrador del senado, llamado Gering; la anciana señora Kanzier; la rolliza esposa del sastre; la cocinera del señor Mengerdorf; una extranjera; una mujer extraña; Baunach, un senador, el ciudadano más gordo de Wurtzburgo; el antiguo herrero de la corte; una vieja; una niña pequeña, de nueve o diez años; su hermana pequeña; la madre de las dos niñas pequeñas antes mencionadas; la hija de Liebler; la hija de Goebel, la chica más guapa de Wurtzburgo; un estudiante que sabía muchos idiomas; dos niños de la iglesia, de doce años de edad cada uno; la hija pequeña de Stepper; la mujer que vigilaba la puerta del puente; una anciana; el hijo pequeño del alguacil del ayuntamiento; la esposa de Knertz, el carnicero; la hija pequeña del doctor Schuitz; una chica ciega; Schwartz, canónigo de Hach...

Y así sigue. Algunos recibieron una atención humana especial: «La hija pequeña de Valkenberger fue ejecutada y quemada en la intimidad.» En un solo año hubo veintiocho inmolaciones públicas, con cuatro a seis víctimas de promedio en cada una de ellas, en esta pequeña ciudad. Era un microcosmos de lo que ocurría en toda Europa. Nadie sabe cuántos fueron ejecutados en total: quizá cientos de miles, quizá millones. Los responsables de la persecución, tortura, juicio, quema y justificación actuaban desinteresadamente. Sólo había que preguntárselo.

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No se podían equivocar. Las confesiones de brujería no podían basarse en alucinaciones, por ejemplo, o en intentos desesperados de satisfacer a los inquisidores y detener la tortura. En este caso, explicaba el juez de brujas Pierre de Lancre (en su libro de 1612, Descripción de la inconstancia de los ángeles malos), la Iglesia católica estaría cometiendo un gran crimen por quemar brujas. En consecuencia, los que plantean estas posibilidades atacan a la Iglesia y cometen ipso facto un pecado mortal. Se castigaba a los críticos de las quemas de brujas y, en algunos casos, también ellos morían en la hoguera. Los inquisidores y torturadores realizaban el trabajo de Dios. Estaban salvando almas, aniquilando a los demonios.

Desde luego, la brujería no era la única ofensa merecedora de tortura y quema en la hoguera. La herejía era un delito más grave todavía, y tanto católicos como protestantes la castigaban sin piedad. En el siglo XVI, el erudito William Tyndale cometió la temeridad de pensar en traducir el Nuevo Testamento al inglés. Pero, si la gente podía leer la Biblia en su propio idioma en lugar de hacerlo en latín, se podría formar sus propios puntos de vista religiosos independientes. Podrían pensar en establecer una línea privada con Dios sin intermediarios. Era un desafío para la seguridad del trabajo de los curas católicos romanos. Cuando Tyndale intentó publicar su traducción, le acosaron y persiguieron por toda Europa. Finalmente le detuvieron, le pasaron a garrote y después, por añadidura, le quemaron en la hoguera. A continuación, un grupo de pelotones armados fue casa por casa en busca de ejemplares de su Nuevo Testamento (que un siglo después sirvió de base de la exquisita traducción inglesa del rey Jacobo). Eran cristianos que defendían piadosamente el cristianismo impidiendo que otros cristianos conocieran las palabras de Cristo. Con esta disposición mental, este clima de convencimiento absoluto de que la recompensa del conocimiento era la tortura y la muerte, era difícil ayudar a los acusados de brujería.

La quema de brujas es una característica de la civilización occidental que, con alguna excepción política ocasional, declinó a partir del siglo XVI. En la última ejecución judicial de brujas en Inglaterra se colgó a una mujer y a su hija de nueve años. Su crimen fue provocar una tormenta por haberse quitado las medias. En nuestra época es normal encontrar brujas y diablos en los cuentos infantiles, la Iglesia católica y otras Iglesias siguen practicando exorcismos de demonios y los defensores de algún culto todavía denuncian como brujería las prácticas rituales de otro. Todavía usamos la palabra «pandemónium» (literalmente, todos los demonios). Todavía se califica de demoníaca a una persona enloquecida o violenta. (Hasta el siglo XVIII no dejó de considerarse la enfermedad mental en general como adscrita a causas sobrenaturales; incluso el insomnio era considerado un castigo infligido por demonios.) Más de la mitad de los norteamericanos declaran en las encuestas

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que «creen» en la existencia del diablo, y el diez por ciento dicen haberse comunicado con él, como Martín Luther afirmaba que hacía con regularidad. En un «manual de guerra espiritual», titulado Prepárate para la guerra, Rebecca Brown nos informa de que el aborto y el sexo fuera del matrimonio, «casi siempre resultarán en infestación demoníaca»; que el carácter de la meditación, el yoga y las artes marciales pretenden seducir a cristianos confiados para que adoren a los demonios; y que la «música rock no "surgió porque sí", sino que era un plan cuidadosamente elaborado por el propio Satanás». A veces, «tus seres queridos están cegados y dominados por tendencias diabólicas». La demonología todavía sigue formando parte de muchas creencias serias.

¿Y qué hacen los demonios? En el Malleus, Kramer y Sprenger revelan que los «diablos... se dedican a interferir en el proceso de copulación y concepción normal, a obtener semen humano y transferirlo ellos mismos». La inseminación artificial demoníaca en la Edad Media se encuentra ya en santo Tomás de Aquino, que nos dice en De la Trinidad que «los demonios pueden transferir el semen que han recogido para inyectarlo en los cuerpos de otros». Su contemporáneo san Buenaventura lo expresa con mayor detalle: los súcubos «se someten a los machos y reciben su semen; con astuta habilidad, los demonios conservan su potencia, y después, con el permiso de Dios, se convierten en íncubos y lo vierten en los depositarios femeninos». Los productos de esas uniones con mediación del demonio también reciben la visita de los demonios. Se forja un vínculo sexual multigeneracional entre especies. Y recordemos que se sabe perfectamente que esas criaturas vuelan; ciertamente, viven en las alturas.

En esas historias no hay nave espacial. Pero se hallan presentes la mayoría de los elementos centrales de los relatos de abducción por extraterrestres, incluyendo la existencia de seres no humanos con una obsesión sexual que viven en el cielo, atraviesan las paredes, se comunican telepáticamente y practican experimentos de cría en la especie humana. A no ser que creamos que los demonios existen de verdad, ¿cómo podemos entender que todo el mundo occidental (incluyendo a los que se consideran más sabios entre ellos) abrace un sistema de creencias tan extraño, que cada generación lo vea reforzado por su experiencia personal y sea enseñado por la Iglesia y el Estado? ¿Hay alguna alternativa real aparte de una ilusión compartida basada en las conexiones del cerebro y la química comunes?

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En el Génesis leemos acerca de ángeles que se emparejan con «las hijas de los hombres». Los mitos culturales de la antigua Grecia y Roma hablan de dioses que se aparecen a las mujeres en forma de toros, cisnes o

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lluvias de oro y las fecundan. En una antigua tradición cristiana, la filosofía no derivaba del ingenio humano sino de la conversación íntima de los demonios: los ángeles caídos revelaban los secretos del cielo a sus consortes humanos. Aparecen relatos con elementos similares en culturas de todo el mundo. En correspondencia con los íncubos están los djinn árabes, los sátiros griegos, los bhuts hindúes, los hotua poro de Samoa, los dusti célticos y muchos otros. En una época de histeria demoníaca era bastante fácil demonizar a aquellos a quienes se temía u odiaba. Así, se dijo que Merlín había sido engendrado por un íncubo. Como Platón, Alejandro Magno, Augusto y Martín Lutero. En ocasiones se acusó a un pueblo entero —por ejemplo, los hunos o los habitantes de Chipre— de haber sido engendrado por demonios.

En la tradición talmúdica, el súcubo arquetípico era Lilit, a quien creó Dios del polvo junto con Adán. Fue expulsada del Edén por insubordinación... no a Dios, sino a Adán. Desde entonces, pasa las noches seduciendo a los descendientes de Adán. En la cultura del antiguo Irán y muchas otras se consideraba que las poluciones nocturnas eran provocadas por súcubos. Santa Teresa de Ávila relató un vivido encuentro sexual con un ángel —un ángel de luz, no de oscuridad, aseguraba ella—, como hicieron también otras mujeres posteriormente santificadas por la Iglesia católica. Cagliostro, el mago y estafador del siglo XVIII, dio a entender que él, como Jesús de Nazaret, era producto de la unión «entre los hijos del cielo y de la tierra».

En 1645 se encontró en Cornualles a una adolescente, Anne Jefferies, tendida en el suelo, inconsciente. Mucho más tarde, la chica recordó que había sufrido un ataque de media docena de hombres pequeños, que la habían paralizado y llevado a un castillo en el aire y, después de seducirla, la habían enviado de vuelta a casa. Definió a los hombrecitos como hadas. (Para muchos cristianos piadosos, como para los inquisidores de Juana de Arco, esta distinción era indiferente. Las hadas eran demonios, pura y simplemente.) Volvieron a aterrorizarla y atormentarla. Al año siguiente fue arrestada por brujería. Tradicionalmente, las hadas tienen poderes mágicos y pueden provocar parálisis con un simple toque. En la tierra de las hadas, el tiempo transcurre más despacio. Como las hadas tienen un deterioro reproductor, mantienen relaciones sexuales con humanos y se llevan a los bebés de las cunas (a veces dejando un sustituto, un «niño cambiado»). Ahora la cuestión parece clara: si Anne Jefferies hubiera vivido en una cultura obsesionada con los extraterrestres en lugar de las hadas, y con ovnis en lugar de castillos en el aire, ¿algún aspecto de su historia tendría un significado distinto con respecto a las que cuentan los «abducidos»? En su libro de 1982, El terror que se presenta por la noche: Un estudio centrado en la experiencia de tradiciones de amenazas sobrenaturales, David Hufford describe el caso de un ejecutivo con educación universitaria de poco más de treinta años que recordaba haber pasado un verano en casa de

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su tía cuando era adolescente; Una noche vio que se movían unas luces misteriosas en el puerto. A continuación se durmió. Desde la cama vio una figura blanca y resplandeciente que subía la escalera. Entró en su habitación, se detuvo, y luego dijo —con muy poca inspiración, me parece—: «Eso es linóleo.» Algunas noches, la figura era una vieja; otras, un elefante. A veces el hombre estaba convencido de que todo era un sueño; otras veces estaba seguro de que estaba despierto. Se quedaba hundido en la cama, paralizado, incapaz de moverse o de gritar. Le palpitaba el corazón. Le costaba respirar. Le ocurrieron acontecimientos similares en muchas noches consecutivas. ¿Qué ocurre aquí? Esos acontecimientos ocurrieron antes de que se describieran ampliamente las abducciones por extraterrestres. De haber sabido algo de ellas, ¿le habría puesto una cabeza más larga y unos ojos más grandes a la vieja?

En varios pasajes famosos de Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano, Edward Gibbon describía el equilibrio entre credulidad y escepticismo a finales de la antigüedad clásica:

La credulidad ocupaba el lugar de la fe; se permitía que el fanatismo

asumiera el lenguaje de la inspiración y se atribuían los efectos de accidente o ingenio a causas sobrenaturales...

En tiempos modernos [Gibbon escribe a mediados del siglo XVIII], hasta las disposiciones más piadosas destilan un escepticismo latente e incluso involuntario. Su admisión de verdades sobrenaturales es mucho menos un consentimiento activo que una aquiescencia fría y pasiva. Acostumbrada desde tiempo atrás a observar y respetar el orden invariable de la naturaleza, nuestra razón, o al menos nuestra imaginación, no está suficientemente preparada para sostener la acción visible de la Deidad. Pero en las primeras eras del cristianismo, la situación de la humanidad era absolutamente diferente. Los más curiosos, o los más crédulos entre los paganos, se veían convencidos a menudo de entrar en una sociedad que hacía una afirmación real de los poderes milagrosos. Los cristianos primitivos pisaban perpetuamente un terreno místico y ejercitaban la mente con el hábito de creer los acontecimientos más extraordinarios. Sentían, o así les parecía, que los atacaban demonios incesantemente por todas partes, que las visiones los reconfortaban y las profecías los instruían, y se veían sorprendentemente liberados de peligro, enfermedad y de la propia muerte a través de las súplicas de la Iglesia...

Tenían el firme convencimiento de que el aire que respiraban estaba poblado de enemigos invisibles; de innumerables demonios que aprovechaban toda ocasión, y asumían todas las formas, para aterrorizar y, por encima de todo, tentar su virtud desprotegida. Engañaban a la imaginación, e incluso a los sentidos, con las ilusiones del fanatismo desordenado; y el ermitaño, cuya oración de medianoche se veía apagada por el sueño involuntario, podía

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confundir fácilmente los fantasmas de terror o maravilla que habían ocupado sus sueños de noche y despierto...

La práctica de la superstición es tan apropiada para la multitud que, si se los despierta por la fuerza, aún lamentan la perdigan de su agradable visión. Su amor por lo maravilloso y sobrenatural, su curiosidad con miras a acontecimientos futuros y su fuerte propensión a ampliar sus esperanzas y temores más allá de los límites del mundo visible, fueron las principales causas que favorecieron el establecimiento del politeísmo. Tan apremiante es la necesidad del vulgo de creer, que la caída de cualquier sistema de mitología será sucedida muy probablemente por la introducción de algún otro modo de superstición...

Dejemos de lado el esnobismo social de Gibbon: el diablo también

atormentaba a las clases altas, e incluso un rey de Inglaterra —Jacobo I, el primer monarca Estuardo— escribió un libro crédulo y supersticioso sobre demonios (Daemonologie, 1597). También fue el mecenas de la gran traducción al inglés de la Biblia que todavía lleva su nombre. El rey Jacobo opinaba que el tabaco era la «semilla del diablo», y una serie de brujas se pusieron al descubierto por su adicción a esta droga. Pero en 1628, Jacobo se había convertido en un perfecto escéptico, principalmente porque se había descubierto que algunos adolescentes simulaban estar poseídos por el demonio y de este modo habían acusado de brujería a personas inocentes. Si pensamos que el escepticismo que según Gibbon caracterizaba a su época ha declinado en la nuestra, y aunque quede un poco de la gran credulidad que atribuye al final de la época clásica, ¿no es normal que algo parecido a los demonios encuentre un destacado lugar en la cultura popular del presente?

Desde luego, como se apresuran a recordarme los entusiastas de las visitas extraterrestres, hay otra interpretación de esos paralelos históricos: los extraterrestres, dicen, siempre nos han visitado para fisgonear, robarnos esperma y óvulos y fecundarnos. En tiempos antiguos los reconocíamos como dioses, demonios, hadas o espíritus; sólo ahora hemos llegado a entender que lo que nos acechaba durante tantos siglos eran extraterrestres. Jacques Vallee ha planteado estos argumentos. Pero entonces ¿por qué prácticamente no hay informes de platillos volantes antes de 1947? ¿Por qué ninguna de las principales religiones del mundo usa los platillos como iconos de lo divino? ¿Por qué no transmitieron entonces sus advertencias sobre los peligros de la alta tecnología? ¿Por qué este experimento genético, cualquiera que sea su objetivo, no se ha completado hasta ahora... miles de años o más después de haber sido iniciado por criaturas con un nivel tecnológico

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supuestamente superior? ¿Por qué nos preocupa tanto si el fin de su programa de reproducción es mejorar nuestras capacidades?

Siguiendo esta línea argumental, podríamos esperar que los adeptos actuales de las viejas creencias entendieran que los «extra-terrestres» son como hadas, dioses o demonios. En realidad hay varias sectas contemporáneas —los «raelianos», por ejemplo— que mantienen que los dioses, o Dios, vendrán a la Tierra en un ovni. Algunos abducidos describen a los extraterrestres, por repulsivos que sean, como «ángeles» o «emisarios de Dios». Y los hay que todavía creen que son demonios.

En Comunión, Whitley Strieber escribe un relato de primera mano de «abducción por extraterrestre»:

Fuera lo que fuera, era de una fealdad monstruosa, sucia, oscura y siniestra. Desde luego eran demonios. Tenían que serlo... Todavía recuerdo aquella cosa en cuclillas, tan horriblemente fea, con los brazos y piernas como las extremidades de un gran insecto, con sus ojos mirándome fijamente.

Según dicen, ahora Strieber admite la posibilidad de que esos terrores nocturnos fueran sueños o alucinaciones.

Entre los artículos sobre ovnis en La Enciclopedia de noticias cristianas, una recopilación fundamentalista, se encuentran: «Obsesión fanática anticristiana» y «Los científicos creen que los ovnis son obra del diablo». El Proyecto de Falsificaciones Espirituales de Berkeley, California, advierte que los ovnis son de origen demoníaco; la Iglesia Acuaria de Servicio Universal de McMinnville, de Oregón, dice que todos los extraterrestres son hostiles. Una carta publicada en el periódico en 1993 sobre «comunicaciones de conciencia cósmica» nos informa de que los ocupantes de los ovnis consideran que los humanos somos como animales de laboratorio y quieren que los adoremos, pero suelen desanimarse ante el padrenuestro. Algunos abducidos han sido expulsados de sus congregaciones religiosas evangélicas; sus historias se parecen demasiado al satanismo. Un panfleto de 1980, La explosión del culto, de Dave Hunt, revela que:

los ovnis... es evidente que no son físicos y parecen ser manifestaciones demoníacas de otra dimensión con el fin de alterar la manera de pensar del hombre... las supuestas entidades «ovni» que al parecer se han comunicado físicamente con humanos Siempre han predicado las mismas cuatro mentiras que la serpiente presentó a Eva... esos seres son demonios y se preparan para la llegada del Anticristo.

Cierto número de sectas mantienen que los ovnis y las abducciones por extraterrestres son premoniciones de «tiempos finales».

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Si los ovnis vienen de otro planeta u otra dimensión, ¿son enviados por el mismo Dios que nos ha sido revelado en cualquiera de las religiones principales? No hay nada en el fenómeno de los ovnis, arguye la denuncia fundamentalista, que exija la creencia en el Dios único y verdadero, mientras que en su mayor parte contradice al Dios retratado en la Biblia y la tradición cristiana. En La Nueva Era: una crítica cristiana (1990), Ralph Rath habla sobre ovnis y, como es típico en esta literatura, lo hace con extrema credulidad. De ese modo sirve a su propósito de aceptar la realidad de los ovnis para envilecerlos como instrumentos de Satanás y del Anticristo, en lugar de usar el rasero del escepticismo científico. Esta herramienta, una vez afilada, podría conseguir mucho más que una simple erradicación limitada de la herejía.

El autor fundamentalista cristiano Hal Lindsey, en su exitoso libro religioso Planeta Tierra. Año 2000, escribe:

He llegado al pleno convencimiento de que los ovnis son reales... Los hacen funcionar seres extraterrestres de gran inteligencia y poder... Creo que esos seres no son sólo extraterrestres sino de origen sobrenatural. Para ser sincero, creo que son demonios... parte de un complot satánico.

¿Y cuál es la prueba para llegar a tal conclusión? Principalmente, los versículos 11 y 12 de San Lucas, capítulo 21, en los que Jesús habla de «grandes señales del cielo» —no se describe nada parecido a un ovni— en los últimos días. Desde luego, Lindsey ignora el verso 32, en el que Jesús deja muy claro que habla de acontecimientos en el siglo I, no en el XX.

También hay una tradición cristiana según la cual no puede existir vida extraterrestre. En Christian News del 23 de mayo de 1994, por ejemplo, W. Gary Crampton, doctor en Teología, nos comenta por qué:

La Biblia, ya sea explícita o implícitamente, se refiere a todos los aspectos de la vida; nunca nos deja sin respuesta. La Biblia no afirma ni niega explícitamente en ningún lugar la vida extraterrestre. Sin embargo, implícitamente, las Escrituras niegan la existencia de esos seres, negando así también la posibilidad de los platillos volantes... La Escritura ve la Tierra como el centro del universo... Según Pedro, está fuera de lugar un Salvador «que vaya de planeta en planeta». Ésta es la respuesta a la existencia de vida inteligente en otros planetas. Si existieran, ¿quién los redimiría? Cristo no, desde luego... Se debe renunciar siempre a las experiencias que no se ajustan a las enseñanzas de las Escrituras por falaces. La Biblia tiene un monopolio sobre la verdad.

Pero muchas otras sectas cristianas —la católica romana, por

ejemplo— están completamente abiertas, sin objeciones a priori y sin ninguna insistencia, a la realidad de extraterrestres y ovnis.

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A principios de la década de los sesenta argumenté que las historias de ovnis se acuñaban principalmente para satisfacer anhelos religiosos. En una época en que la ciencia ha complicado la adhesión aerifica a antiguas religiones, se presenta una alternativa a la hipótesis de Dios: los dioses y demonios de la antigüedad, con el disfraz de la jerga científica y la «explicación» de sus inmensos poderes con terminología superficialmente científica, bajan del cielo para atormentarnos, ofrecernos visiones proféticas y tentarnos con visiones de un futuro de esperanza: una religión misteriosa naciente en la era espacial.

El folclorista Thomas E. Bullard escribió en 1989 que: las declaraciones de abducciones parecen refritos de tradiciones más antiguas de encuentros sobrenaturales en las que los extraterrestres cumplen el rol funcional de criaturas divinas.

Concluye:

Es posible que la ciencia haya expulsado a fantasmas y brujas de nuestras creencias, pero con la misma rapidez se ha llenado el vacío con extraterrestres que cumplen la misma función. Sólo los atavíos exteriores extraterrestres son nuevos. Todo el temor y los dramas psicológicos del trato con ellos parecen haber encontrado un nuevo camino, donde es tan habitual como en el reino de la leyenda que las cosas, de noche, empiecen a moverse.

¿Es posible que personas de todas las épocas y lugares experimenten ocasionalmente alucinaciones vividas realistas, a menudo con contenido sexual, sobre abducciones por parte de criaturas telepáticas y aéreas que brotan de las paredes... y que los detalles sean suministrados por el lenguaje cultural prevaleciente que emana del Zeitgeist? Otras personas que no han vivido la experiencia personalmente la encuentran conmovedora y en cierto modo familiar. La cuentan a más personas. Pronto toma vida propia, inspira a otros para comprender sus propias visiones y alucinaciones y entra en el reino del folclore, el mito y la leyenda. En esta hipótesis, la relación entre el contenido de alucinaciones espontáneas del lóbulo temporal y el paradigma de la abducción por extraterrestres es coherente.

Quizá cuando todo el mundo sabe que los dioses descienden a la Tierra, alucinamos sobre dioses; cuando todos estamos familiarizados con los demonios, son íncubos y súcubos; cuando las hadas son ampliamente aceptadas, vemos hadas; en una época de espiritualismo, encontramos espíritus; y, cuando los viejos mitos se apagan y empezamos a pensar que es plausible la existencia de seres extraterrestres, nuestra imaginería hipnagógica va hacia ellos.

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Podemos recordar en detalle décadas después pedazos de canciones o idiomas extranjeros, imágenes y acontecimientos que presenciamos, historias que escuchamos en nuestra infancia, sin tener conciencia de cómo nos llegaron a la cabeza. «En las fiebres agudas, gente completamente ignorante hablaba en lenguas muertas —dice Hermán Melville en Moby Dick—; y al investigarse el misterio resultó que en su lejana niñez las habían oído hablar realmente a algunos eruditos». En nuestra vida cotidiana incorporamos sin esfuerzo e inconscientemente normas culturales y las hacemos nuestras.

En las «alucinaciones de órdenes» de la esquizofrenia se encuentra presente una asimilación similar de motivos. Los afectados sienten que una figura imponente o mítica les dice lo que tienen que hacer. Se les ordena que asesinen a un líder político o a un héroe popular, o que derroten a los invasores británicos, o que se lesionen ellos mismos, porque es la voluntad de Dios, de Jesús, del diablo, o de demonios, ángeles y —últimamente— extraterrestres. El esquizofrénico se siente traspasado por una orden clara y profunda de una voz que nadie más puede escuchar y que él ha de identificar de algún modo. ¿Quién podría emitir una orden así? ¿Quién podría hablar dentro de nuestra cabeza? La cultura en la que hemos nacido y vivido nos ofrece una respuesta.

Pensemos en el poder de la imagen repetitiva en la publicidad, especialmente para televidentes y lectores impresionables. Nos puede hacer creer casi cualquier cosa... hasta que fumar cigarrillos imprime carácter. En nuestra época, los extraterrestres putativos sirven de tema de innumerables historias de ciencia ficción, novelas, telefilmes y películas. Los ovnis son una característica habitual de los semanarios sensacionalistas dedicados al engaño y la mistificación. Una de las películas de cine con mayor recaudación bruta de todos los tiempos trata de extraterrestres muy parecidos a los descritos por los abducidos. Los relatos de abducciones por extraterrestres eran relativamente raros antes de 1975, cuando se emitió por televisión una crédula dramatización del caso Hill; dieron otro salto a la atención pública después de 1987, cuando el relato de primera mano de Strieber, con el retrato en portada de un «extraterrestre» de ojos grandes, se convirtió en éxito de ventas. En contraste, últimamente se oye hablar muy poco de íncubos, elfos y hadas. ¿Dónde han ido a parar?

Lejos de ser globales, el localismo de esas historias de abducción por extraterrestres es decepcionante. La gran mayoría proceden de Estados Unidos. Apenas trascienden a la cultura americana. En otros países se habla de extraterrestres con cabeza de pájaro, insecto, reptil, robot, y rubios con ojos azules (el último, es fácil predecirlo, del norte de Europa). Se dice que

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cada grupo de extraterrestres se comporta de manera diferente. Es evidente que los factores culturales juegan un papel importante.

Mucho antes de que se inventaran los términos «platillo volante» y «ovnis», la ciencia ficción estaba llena de «hombrecillos verdes» y «monstruos con ojos de insecto». De algún modo, durante mucho tiempo, nuestros extraterrestres clásicos han sido seres pequeños y lampiños con grandes cabezas (y ojos). Se los podía ver habitualmente en las revistas de ciencia ficción de la década de 1920 y 1930 (y, por ejemplo, en la ilustración de un marciano que envía mensajes a la Tierra en el ejemplar de diciembre de 1937 de la revista Short Wave and Televisión). Quizá el tema venga de nuestros remotos descendientes, tal como los pintara el pionero británico de la ciencia ficción H. G. Wells. Wells argüía que los humanos habían evolucionado de primates de cerebro más pequeño pero más peludos con un aire atlético que superaba con creces el de los académicos Victorianos; extrapolando esta tendencia hacia el futuro lejano, sugirió que nuestros descendientes serían casi lampiños, cotí cabezas inmensas, aunque apenas capaces de andar por sí mismos. Los seres avanzados de otros mundos podrían estar dotados de manera similar.

El típico extraterrestre moderno del que se habla en Estados Unidos en la década de los ochenta y principios de los noventa es pequeño, con la cabeza y los ojos desproporcionadamente grandes, facciones subdesarrolladas, sin cejas ni genitales visibles y con la piel gris suave. A mí me parece tan horripilante como un feto en la duodécima semana de embarazo o un niño muerto de hambre. Es una cuestión interesante por qué tanta gente puede obsesionarse por unos fetos o niños malnutridos e imaginarlos atacándonos y manipulándonos sexualmente. En años recientes, en Norteamérica, han empezado a surgir extraterrestres distintos del tipo pequeño y gris. Un psicoterapeuta, Richard Boylan, de Sacramento, dice:

Hay tipos de un metro a un metro veinte; los hay de metro cincuenta a metro ochenta; de dos metros a dos cuarenta; hay tipos de tres, cuatro y cinco dedos, almohadillas en las yemas de los dedos o ventosas; hay dedos con membrana interdigital o sin ella; hay ojos grandes en forma de almendra inclinados hacia arriba, hacia abajo u horizontales; en algunos casos, grandes ojos ovoides sin inclinación; hay extraterrestres con pupilas partidas; hay otros tipos de cuerpo diferentes —el llamado tipo mantis religiosa, los reptiloides... Son los que encuentro con más asiduidad. Hay algunos informes de casos exóticos y únicos sobre los que prefiero mostrar cierta cautela hasta disponer de corroboración.

A pesar de esta aparente variedad de extraterrestres, me parece que el síndrome de la abducción ovni retrata un universo banal. La forma de los

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supuestos extraterrestres muestra una gran falta de imaginación y preocupación por los asuntos humanos. Ni un solo ser presentado en todos esos relatos es más asombroso de lo que sería una cacatúa para quien no ha visto nunca un pájaro. Cualquier libro de texto de protozoología, bacteriología o micología está lleno de maravillas que superan en mucho las descripciones más exóticas de los abductores extraterrestres. Los creyentes toman los elementos comunes de sus historias como pruebas de verosimilitud más que como una prueba de que las han inventado a partir de una cultura y biología compartidas.