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Relatos al calor de la gloria

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libro de relatos cortos.

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1. A modo de Introducción................................... 9

2. La Muerte........................................................... 13

3. El coche de línea................................................. 21

4. José “Chatilla”, el pastor.................................... 31

5. Las brujas........................................................... 37

6. El cura................................................................ 47

7. El trabajo de mi padre......................................... 59

8. La maestra........................................................... 69

9. El abuelo............................................................. 87

10. La yegua.............................................................. 99

11. La abuela............................................................ 107

12. El convento........................................................ 117

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Yo sé que al escribir estosrelatos, al traer a mi memoriatodo este caudal de sensaciones,aflorarán los mitos que anidansecularmente en el corazón de loshombres. Así lo percibo. Lamitificación de aquellos recuerdosforma parte de ese querido mundode la infancia que, aunque nofuera el mejor, es en el que conmás facilidad me reconozco.

De forma muy lejana mellegaban las dificultades de unasvidas pegadas a la dureza de latierra. Ahora me doy cuenta queexistían. Y puedo nombrarlas yreconocerlas. Y hasta dolermeprofundamente con ellas, perotambién es cierto que todo lo quede aquellos tiempos me viene a lamemoria, me viene sindramatismos. Yo creo queformábamos parte de la naturalezacon la que estábamos íntimamenteunidos. Y se aceptaba la helada yel pedrisco, la enfermedad y lamuerte, la cosecha y la vendimia,el frío y el calor, la risa y elllanto. Y no había ni grandes

fiestas ni grandes tragedias. Sóloel fluir constante de la vida.

Y los ciclos de la tierra secorrespondían con los ritosreligiosos, o al revés, en unintento de trascender lo cotidianoy dar descanso al cuerpo.

Y cada uno leía su papelpredestinado, en renglones muyrectos, muy derechos, o muytorcidos, pero su papel, el queesperábamos que leyera. Y lossonidos, las luces y las sombrastambién formaban parte de lavida. Con el sol la ropa se tendía,íbamos a la escuela, zumbaban lasabejas. Con la noche regresabanlas cabras, rezábamos el rosario,calentábamos las camas con elbrasero. Los sonidos nosacompañaban todo el día: lascampanas del Ángelus, lasesquilas del ganado, el piar de lospájaros, el balar de los corderos,el despertar del viento en lachopera, el croar de las ranas enel río, el crepitar del leño en el

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horno. Pasa y pasa el tiempo ypuedo oírlos. Y no sientonostalgia, sino un hálito de vidaque me lleva a un tiempo queforma parte de mi historia y de lahistoria de muchas gentes. A untiempo que, fecundo ensensaciones, al recordarlo, meayuda a vivir.

Mi infancia en un pueblocastellano de la Vieja Castilla mepuso en contacto con mundos ycosas que se me antojan ahoramedievales: lavar en la poza,tender la ropa al sol, regarla,encender -cuando te tocaba- lagran estufa escolar, pescarcangrejos en el río, vendimiar y-sobre todo- ir a la vendimiametida en los cuévanos, en lo altodel carro, sarmentar, trillar,buscar berros en los arroyuelos,sentarse al calor del brasero o delchupón de la gloria, pasar frío,mucho frío, asistir a la matanza,ver la fiesta del trasquileo, ayudara la abuela a cardar e hilar lalana...

Todo un mundo lejano, muylejano para los que vivimos en las

grandes ciudades. Cuando viajopor tierras de Castilla percibo muybien esa lejanía en esosutensilios y máquinas solitariasvaradas en un corral abandonado,en una esquina, junto a unmojón que se derrumba. Son“trastos” que se han vistorodeados de hombres y mujeres denuestros campos castellanos,dependiendo de ellos parafuncionar, facilitándoles la tareasin doblegarles. Y ahora estánobsoletos -así se dice hoy día-porque la nueva tecnología -asíse dice también- ha traídola “cosechadora-veldadora-trilladora-gavilladora” que ocupatoda la era, atruena con susruidos, y le dice al hombre:

«to-do-te-lo-re-su-el-vo» «to-do-te-lo-re-su-el-vo» «to-do-te-lo-re-su-el-vo»

Yo sé que el progreso tienesus ventajas. Lo sé, pero megusta, probablemente porque yano existe, traer a mi memoria enestos relatos ese mundo queridode mi infancia.

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No sé por qué tengo yo tan malarelación con la muerte, esa especiede temor enfermizo a que, a mímisma y -casi más- a aquellos alos que quiero, les roce.

Digo que no sé por qué tengoesa mala relación porque desdemuy pequeña la vi como algocotidiano, natural y cercano.

El primer recuerdo conscientesobre ella es la muerte de unapequeña de siete años, Lucrecia.No sé por qué murió. Todavíapodría indagar la causa de sumuerte. Ahora todos hablamos de"tiene tal enfermedad", "empezócon estos síntomas", "no lediagnosticaron a tiempo". Porentonces se moría uno y se acabó.A lo más que llegábamos anombrar era el "cólico miserere":

Ha muerto de un cólicomiserere. !Pobrecito!

También se morían reciénnacidos y parturientas, pero esas

muertes sí que eran naturales. Detan naturales eran sin nombre.

No recuerdo qué edad teníacuando murió Lucrecia, la hija delseñor Rafael y la señora Josefa,pero recuerdo con absoluta nitideza toda la chiquillería del pueblocurioseando en el zaguán de la casadonde estaba la niña, muy blanca;blanca de todo, de tez, de caja yde ropa, pues la habían vestidocon la ropa de Comunión.

La carita estaba enmarcada enunos tirabuzones rubios y ahora seme representa como una muñecade cera, como si no hubiera tenidovida nunca, como si por su cuerpono hubiera corrido anteriormenteni una gota de sangre.

No recuerdo el entierro, ni elsonido de las campanas queposteriormente tanto me hanintimidado. Solamente lachiquillería alrededor de la cajacomo si de un objeto de feria setratara.

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El siguiente recuerdo de lamuerte se relaciona con los últimosdías de la vida de mi bisabuelaInocencia. Fue la tercera mujer demi bisabuelo paterno. Una guapamujer, pobre, que casó con mibisabuelo, de regular hacienda quediría Machado, y que supo hacersecon el cariño de todos.

Hablaba un castellano antiguosumamente cuidado:

¿Vas a morar hija ?

Me preparaba unos abundantescuencos de sopas con leche, llenosde azúcar, que dejaba reposar en elhermoso hogar de la cocina.

Cuando enfermó recuerdo quesubía a menudo a verla, meempinaba con dificultad a la altacama y la besaba las mejillashermosísimas que iban cogiendoun color amarillento sobre lasblanquísimas sábanas en las quereposaba.

Los últimos días de suenfermedad no recuerdo haberentrado a besarla pero sí la mirabadesde la puerta del saloncito quecomunicaba con su habitación.Había en ese saloncito un gran

espejo colocado con una pequeñainclinación de modo que mepermitía ver toda la habitacióndonde reposaba mi bisabuela. Yoespiaba su sueño amarillento entrela blancura de la ropa. No se lemovía uno solo de sus hermososcabellos entrecanos recogidos enun moño y yo aceptabatranquilamente que no me volvieraa hacer sopas de leche azucarada.

Otros muchos recuerdos mevienen a la memoria en esasmuertes de los pueblos castellanosde nuestra niñez, muertes o muyjóvenes o muy viejas, pero que seaceptaban con igual conformidad-esa era la palabra clave- que la deuna yegua, una vaca o una partidade ovejas, que también suponían suaquél de tragedia por las "perras"que se perdían.

Son recuerdos del entierro deFernandito, el hijo de Virginia yPablo, muerto de "mal de oídos",de los hijos del cartero,compañeros míos de la escuela quemurieron de un "andancio" desarampión y difteria que casi noslleva a medio pueblo.

Todos ellos son recuerdoscomo he dicho serenos, sin temor,

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como si la muerte fuera comonacer, comer, alimentar alganado, ver ordeñar las vacas ocualquier otro trabajo que para irllevando la vida se tuviera quehacer.

Así asistíamos dos o tres díasantes de los santos a un trabajofebril de recopilar flores, arena ycantos rodados del río para arreglarlas tumbas de nuestros muertos conesa naturalidad de la que hablo.

El cementerio, que ahora se mehace desolador en el recuerdo, eradías antes de las ánimas un corralde tapias de adobe lleno de malezaentre la que se alzaban pequeñaselevaciones presididas por dospalos en forma de cruz.

No me explico cómo, perotodos sabíamos qué "elevación"era la nuestra. Así que bajo elcierzo de los primeros fríos delinvierno burgalés cavábamos elcontorno de la tumba,limpiábamos la maleza y lucíamosnuestras dotes artísticas en lapreparación de la tumba, haciendocon los cantos, la arena y las floresadornos, en parte rebuscados, enparte llenos de una graningenuidad infantil.

Mi prima Encarna y yoarreglábamos las tumbas de sumadre y las de los bisabuelos y aveces colaborábamos en el arreglode otras en animada charla con lasvecinas de "elevación".

Ya con mediana edad la muerteme colocó dolorosamente dondeestoy: en el lugar donde ésta tearrebata a seres a los que quieres ya los que no querrías ver debajo deuna "elevación", aunque ahorasea sin maleza.

Y siento a diario la amenaza auna frágil felicidad que construyesa través de unos afectos que sehacen con las palabras, con losgestos, con la sangre, con lapasión, con el amor en fin, quepide la presencia del ser queridoaquí y ahora.

Entre uno y otro lado de misentir sobre la muerte están lascampanas.

Me gusta mucho el sonido delas campanas y esto en los puebloscastellanos ha sido un privilegiodel que aún se puede gozar.

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Unos sonidos para la fiesta,otros para el fuego, el tañido paraahuyentar los truenos, otro para lamisa, otro para la muerte...

Y tengo en el recuerdo el intuirel dolor de ésta a través de lascampanas.

Me veo asistir a entierros entristes tardes castellanas golpeadaspor el cierzo. Y siento, ya no tan"cotidianamente", el silencio triste

del bajar la cuesta del cementerioacompañando una caja cualquiera,de cualquier muerto joven o viejo,bien visible en lo alto entre lagente, oyendo muy dentro elsonido lúgubre, tan - tan, tan -tan, del doblar a muertos.

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EMPRESA GONZALOGONZALEZ S.A. Ese era el rótuloque cruzaba el lateral del coche delínea del pueblo de mi padre.

El autobús era grande,alargado, con asientos de skay decolor marrón. Hacía el recorridoZael - Burgos, parándose en todoslos pueblos del camino, entrandoincluso en uno de ellos situado a 3Kms. de la carretera general. Elrecorrido era: Zael, Villamayorde los Montes, Madrigalejo delMonte, Madrigal del Monte,Valdorros, Cogollos, Sarracín yBurgos. Un recorrido de 28 Kms.que duraba una hora y tres cuartos.

El conductor era Arturo y elcobrador Luis. En el pueblo eranArturo "el chófer" y Luis "elcobrador". No supe nunca susapellidos. Arturo tenía una caraancha muy colorada y Luis eramenudito y nervioso. Formabanuna pareja singular en la queclaramente el chófer, de variablehumor, "partía el bacalao".

No me gusta recordar los viajesde ida. Sobre todo los de primerosde octubre. Comenzaban a lassiete de la mañana cuando mimadre me apretaba la nariz conlas manos heladas paradespertarme; me iba a Burgos aestudiar. Me esperaba un trimestrefuera de casa en unas condicionesque nunca llevé bien.

El recorrido lo hacía muy tristecon la cara pegada a la ventanillamirando los rastrojos secos, lastierras preparadas para arar, losmajuelos en sazón o reciénvendimiados.

Prefiero recordar la llegada delautobús en los meses de verano.Era todo un acontecimiento para lachiquillería del pueblo.

Paraba frente al molino deCesáreo y Martín -el otro molinodel pueblo junto con el de misabuelos- y allí estábamos a verquién venía.

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Pocas sorpresas teníamos.Venían... los que ya conocíamos,con sacos, cajas, paquetes dediverso contenido. Todosestábamos allí sentados en elpequeño poyete que remataba larampa de subida al molino, con"el pueblo en la cara" que diríaDelibes, mirando a Luis elcobrador sacar de la parte traseradel autobús la carga de la gente.

Formábamos una chiquilleríaheterogénea en "edad y condición"y por condición señalo aquí lastrazas y vestimentas. La mayorparte de los chicos y chicaslucían unas hermosas "velas"colgando de la nariz que loschicos se quitaban directamentecon la mano y las chicas con elreborde del vestido. Habíatambién chicos con los pantalonesabiertos en la bragueta para orinarmás fácilmente, pantalones queclaramente eran arreglos de "undifunto más grande" y que lesdaba a todos un aire de hombressin crecer.

De estas llegadas del coche tresrecuerdos me llegan con másclaridad.

Uno es el de las orquestinas quetocaban en las funciones delpueblo, el 16 de mayo, la Virgende Nava, y el 27 de octubre, SanVicente, Santa Sabina y SantaCristeta.

Eso sí que era todo unacontecimiento. Mirábamosembobados la bajada del bombo ylos instrumentos, en este caso dela baca, y les acompañábamoscomo un cortejo de cómicos de lalegua al mesón del pueblo.

En este autobús solían venirtambién los gaiteros que tocaban"La chospona" en la bajada de laVirgen a la ermita. Pero el ciegode Madrigalejo -que era eldulzainero- y su acompañante conel tamboril no tenían laparafernalia y el aquél seductorde los músicos de orquesta.

Cuando llegábamos al mesónespiábamos desde el portón cómosubían los instrumentos y volvían abajar para tomarse unos vinos.Nos parecía que su vida era unacontinua aventura de pueblo enpueblo conociendo chicasguapísimas y atrevidas con las quetenían unas historias de amorapasionadas.

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