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Giuseppe Bellini Relaciones entre la cultura africana y la literatura de América Latina: la poesía de habla castellana en las Antillas 1. Los orígenes de la presencia africana en la literatura de América son bien conocidos. El tema «negro» había entrado ya en la poesía y el teatro del «Siglo de Oro» español. Se trataba de un motivo folklórico. Lope, se sabe, lo introdujo con frecuencia en sus comedias religiosas, en las «Letras para canto y baile». Véase El Capellán de la Virgen, y La limpieza no manchada. Un Entremés de negros escribió Simón Aguado; Góngora introdujo diálogos de negros en sus Nascimientos. Personajes femeninos negros se encuentran en Los engaños y en Eufemia, de Lope de Rueda; Luis Quiñones de Benavente escribió El negrito hablador y Sin color anda la niña; Quevedo tampoco dejó de mencionar al negro en su poesía. Pero en América, y precisamente en México, ya en los albores de la Colonia, Sor Juana Inés de la Cruz, heredera de la tradición literaria de España y al mismo tiempo de la espiritualidad indígena, daba una interpretación distinta, en la substancia, de la presencia africana en el naciente mundo colonial. En efecto, en el octavo «Villancico», tercer «Nocturno», del «Juego» dedicado a la Concepción, en 1676, Sor Juana, sin repudiar el folklore, da al elemento africano, que interviene cantando las loas de la Virgen, de los santos o de Jesús, una dimensión muy distinta,

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Giuseppe Bellini

Relaciones entre la cultura africana y la literatura de América Latina: la poesía de habla castellana en las Antillas

1. Los orígenes de la presencia africana en la literatura de América son bien conocidos. El tema «negro» había entrado ya en la poesía y el teatro del «Siglo de Oro» español. Se trataba de un motivo folklórico. Lope, se sabe, lo introdujo con frecuencia en sus comedias religiosas, en las «Letras para canto y baile». Véase El Capellán de la Virgen, y La limpieza no manchada. Un Entremés de negros escribió Simón Aguado; Góngora introdujo diálogos de negros en sus Nascimientos. Personajes femeninos negros se encuentran en Los engaños y en Eufemia, de Lope de Rueda; Luis Quiñones de Benavente escribió El negrito hablador y Sin color anda la niña; Quevedo tampoco dejó de mencionar al negro en su poesía. Pero en América, y precisamente en México, ya en los albores de la Colonia, Sor Juana Inés de la Cruz, heredera de la tradición literaria de España y al mismo tiempo de la espiritualidad indígena, daba una interpretación distinta, en la substancia, de la presencia africana en el naciente mundo colonial. En efecto, en el octavo «Villancico», tercer «Nocturno», del «Juego» dedicado a la Concepción, en 1676, Sor Juana, sin repudiar el folklore, da al elemento africano, que interviene cantando las loas de la Virgen, de los santos o de Jesús, una dimensión muy distinta,

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sorprendente, caracterizándolo por una ingenuidad profunda de fe, la instintiva ternura y la disposición al ritmo y la danza. Sor Juana emplea especialmente al personaje para alcanzar efectos de veracidad, que constituyen éxitos concretos de poesía. Y el lenguaje, en las deformaciones del castellano y el uso de numerosos negrismos, afirma en la monja un interés más científico hacia un fenómeno lingüístico destinado a encontrar éxito literario siglos más tarde, en la poesía afro-antillana. Adelantándose, a tanta distancia de tiempo, a la posición que caracteriza en el siglo XX la poesía antillana de lengua española, Sor Juana reivindica concretamente al africano dignidad y sensibilidad, integrándolo en la sociedad americana como uno de sus más legítimos exponentes. Siglos después José Hernández, intérprete de una nueva conciencia del significado del hombre, establecerá, en el Martín Fierro, la misma igualdad entre negro y blanco, al signo del dolor, no del amor hacia Dios como lo hizo Sor Juana: reconociendo que Dios les dio a blanco y negro colores distintos «sin declarar los mejores» y que «les mandó iguales dolores / bajo de una misma cruz», él pone de relieve la inevitable evidencia de los hechos, «más también hizo la luz / pa' distinguir los colores»1? La posición de Hernández interpreta una exigencia de justicia que corresponde a la nueva sensibilidad del romanticismo, a un concepto nuevo del hombre, que abandona los viejos prejuicios raciales. En su historia Hispanoamérica presenta, a partir del siglo XIX, una contribución sustancial del elemento de origen africano. La guerra de independencia vale a dar al negro de América una dignidad antes desconocida, a pesar de su participación afectiva, durante la Colonia, en la vida más íntima de la familia española. Bartolomé Mitre afirma que los negros liberados revelan cualidades guerreras propias2; el valor y el ímpetu con que se portaron en las batallas fue tal que el general San Martín declaró, entre la admiración y el cálculo: «La Patria necesita estos locos»3. El mismo Sarmiento elogia los batallones negros que combatieron en Chile, Perú y Brasil4. Escribe Luis Alberto Sánchez: «Casi ningún núcleo de negros se mantuvo ajeno a la campaña emancipadora» 5. Donde no pudieron luchar en la guerra contra el enemigo se levantaron contra el gobierno colonial, como en Cuba, y a pesar de las represiones sangrientas se transformaron en valientes guerrilleros. Acabada la guerra no terminó para los negros la lucha, pues se trataba de conservar y confirmar sus conquistas: así en la Argentina se unieron a Rosas contra el llamado «señoritismo porteño»; en el Ecuador fueron liberales y lucharon contra los conservadores feudales; en el Perú fueron demócratas y se opusieron a los latifundistas; en Colombia fueron partidarios del general Uribe; en Brasil lucharon por la República contra el Imperio. La semilla que con la liberación de toda servidumbre había lanzado Simón Bolívar, seguía dando sus frutos y la libertad alcanzada estimulaba en el elemento de origen africano la capacidad crítica, el espíritu de revisión, la visión de un futuro moderno en el que los pueblos serían hermanos. Había sido suficiente la palabra «libertad» para que el pueblo negro se diera a conocer al mundo por sus dotes de valor y de inteligencia, por una dignidad que le permitió alcanzar rápidamente una posición preeminente, desde la cual nada ni nadie podría hacerlo retroceder ya. Con ello no es

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mi intención afirmar, superficialmente, que todos los problemas quedaron solucionados: permanecía, en efecto, un fundamental nivel diversificador, pero ya no consistía en la diversidad racial ni en una distinta posición frente a la ley, sino en una situación económica de la cual participaban por igual blancos y negros, mulatos y mestizos. Lo positivo era que habían caído las barreras legales que reducían a todo un pueblo en una especie de «ghetto», con ser tanta, al contrario, su importancia en el mundo americano. La raza «de visita», como se dijo, se había revelado parte integrante de América, en una inteligente sustitución climática, de selva con selva, de sol con sol, en un continente que, geográficamente, reproducía las características esenciales de la tierra africana en varias de sus extensiones. 2. En nuestro siglo Luis Alberto Sánchez afirmó que la ausencia del elemento africano, además del perjuicio económico que hubiera implicado, sería para América una «amputación sensorial»6. En época más próxima a nosotros un poeta, Pablo Neruda, debía confirmarlo de manera sugestiva, interpretando al mismo tiempo el valor humano, las dotes de soportación y la vitalidad insuprimible de la raza: Negros del continente, al Nuevo Mundo habéis dado la sal que le faltaba: sin negros no respiran los tambores, sin negros no suenan las guitarras. Inmóvil era nuestra verde América hasta que se movió como una palma cuando nació de una pareja negra el baile de la sangre y de la gracia7. Bien conocido es, en efecto, lo que América le debe al elemento africano, en cuanto a música y danza8. En el ámbito de la poesía, ésta se ha ido enriqueciendo a través de la contribución negra, sobre todo en las Antillas, de elementos sensuales, de color y música, que contaminaron felizmente en la época contemporánea hasta poetas españoles como Lorca y Alberti. Hay quien sostiene9, sin embargo, que la poesía «negra», además de conservar el acento propio de una raza no autóctona en América, es producto de grupos con caracteres irreductibles de cultura, y como tal independiente y diferenciada de la masa homogénea del mestizo americano; por ello no merecería ser estudiada como una verdadera expresión literaria de América latina. Si nos atenemos sencillamente al «motivo» africano, esta interpretación puede parecer justificada. Pero los mayores poetas «negristas» de Hispanoamérica han logrado una fusión total entre lo africano y lo autóctono americano: la tierra, el paisaje, la sensualidad de la naturaleza de América, encuentran extraordinaria respondencia en la sensibilidad negra. Y además, la presencia africana ha ido transformando al blanco, tanto que en el siglo XX surge, un poco doquiera en América,

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pero especialmente, y es natural, en las Antillas, una poesía «negra» de blancos fundamentalmente sincera. Emilio Ballagas en Cuba y Luis Palés Matos en Puerto Rico son, en este sentido, las expresiones de mayor relieve. 3. Cantos anónimos debieron aparecer en América, llevados desde las tierras africanas, y luego expresiones corales de la situación en que el importado vino a encontrarse. El drama de la esclavitud, la condición de dolor, la sátira como expresión de protesta, debieron de ser argumento del canto negro compuesto en América. Es indudable, sin embargo, que la distinta situación racial en que los negros se vieron en las tierras dominadas por España atenuó estos acentos, que sólo en época más tarda, en la corriente «negrista» de comienzos del siglo XX, vuelven a formar parte del canto, junto con la belleza de negras y mulatas, la presencia avasalladora de un paisaje que repite el de un África soñada, el ritmo que significa honda vibración espiritual, la magia y el rito. Un carácter distintivo en la posición del elemento africano en la América del Norte y en la hispana es que el primero no llega nunca a aceptar la tierra en que vive como mundo propio, a pesar de la afirmación de Hugues: «Yo también soy América»; los negros hispanoamericanos sienten, al contrario, la tierra americana como tierra propia y África es presencia que se agiganta en mito. Este discurso vale, se entiende, referido a los poetas de nuestro siglo. Los pocos poetas negros que aparecieron en el siglo XIX, Francisco Manzano (1807-1837) y Plácido Gabriel de la Concepción Valdés (1809-1844) entre ellos, agotaron su inspiración en los moldes de una poesía de imitación hispánica que no reveló nada nuevo. De una poesía «negra» se puede hablar sólo cuando, sin excluir hacia el final del siglo XIX a líricos como Candelario Obeso, en Colombia, nos encontramos con poetas como los cubanos Marcelino Arozarena, Regino Pedroso y Nicolás Guillén. A ellos se debe si la poesía «negra» ha llegado a ser en el ámbito de la poesía hispanoamericana una expresión artística, no una imitación estéril. 4. El tema negro, se sabe, habíase vuelto moda en Europa a partir de 1910, cuando Frobenius publicó su Decameron negro, en el que se hacía propagandista apasionado de las culturas africanas. En el París de la postguerra el tema tuvo éxito en la literatura y las artes. La difusión del «jazz», la danza llevada a Europa por Josephine Baker, los fetiches de Picasso, descubrieron la existencia de una entidad artística nueva y en los cantos de los negros norteamericanos el gran caudal poético de una raza por tanto tiempo casi inexistente para la cultura occidental. Todo ello estimuló también en la América hispana el nacimiento de una poesía «negrista». El punto de partida fue, seguramente, exterior, en un primer momento, a pesar de los éxitos a veces notables de poesía. Pero tuvo un resultado positivo inmediato y fue la conciencia no superficial de un problema de marginación social injustificada. En efecto, la poesía «negrista» constituyó el origen de la poesía social en las Antillas. El compromiso con respecto a todo un mundo del cual se iban descubriendo los valores, por tanto tiempo inadvertidos, se manifiesta en dicha poesía desde el comienzo, en el planteamiento de un doloroso desarraigo del mundo africano. Ello aparece ya, por encima de la posición neorromántica, en la poesía del iniciador del movimiento negrista en la América hispana, el

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uruguayo Ildefonso Pereda Valdés: en sus poemas se abre paso la protesta y al mismo tiempo asistimos a una directa asimilación de elementos negros, especialmente el ritmo. Podemos observarlo en «La guitarra de los negros», o bien en la «Ronda catonga». Sólo desde un punto de vista exterior, sin conocer el problema, podríamos pensar en una pura ejercitación folklórica; al contrario, el acercamiento íntimo al alma africana es evidente. Muy a razón afirmaba Rafael Cansinos Assens que en su poesía Ildefonso Pereda Valdés interpreta al alma negra como algo íntimamente unido a la tierra de América, algo que «cabe completamente dentro de lo nativo, por cuanto contempla los elementos étnicos de nuestra masa social»10. No debe olvidarse que precisamente poemas de Ildefonso Pereda Valdés, publicados en la «Revista de Avance» en 1928, contribuyeron a la afirmación, si no al nacimiento, de la poesía afro-cubana. En el mismo año José Zacarías Tallet escribe su célebre poema «La rumba», pero ya en el año anterior Regino Pedroso daba comienzo a la poesía social en la isla, partiendo del maquinismo futurista de Boti. Siguen más tarde los poemas de Ramón Guirao, la conocida «Bailadora de rumba», que publica en 1929, y los Motivos de son, de Nicolás Guillén, publicados en 1930, pero anteriores a este año en su composición. En Puerto Rico, Luis Palés Matos ya desde el año 1926 había iniciado, a través de sus poemas de tema negrista, la difusión de esta modalidad poética en el ámbito insular. En Cuba Emilio Ballagas, autor de la conocida «Elegía de María Belén Chacón», escribía otra «Rumba» y la famosa «Comparsa habanera», y se transformaba en el más entusiasta difusor continental de la nueva poesía. En particular, años más tarde, su Mapa de la poesía negra americana, publicado en 194611, sucesivo a la Antología de la poesía negra hispanoamericana 12, y a la publicación de Órbita de la poesía afrocubana de Ramón Guirao, editada en 1938 13, marca un momento fundamental en la toma de conciencia del valor de la poesía negrista, por encima del fácil folklorismo. Es importante subrayar que el Mapa de Ballagas precede de dos años la célebre Anthologie de la nouvelle poésie nègre et malgache de langue française, recopilada por Léopold Sedar Senghor, editada en París en 194814. La antología de Emilio Ballagas tiene el mérito de hacer posible una serie de interesantes comparaciones entre las producciones poéticas de distintas áreas idiomáticas americanas sobre el tema negrista; sin alcanzar, se entiende, el significado vital y expansivo del libro de Senghor, que destaca los caracteres de una poesía en progreso, abierta al futuro. La poesía «negra» de lengua francesa en América tiene, en efecto, posibilidades que no presenta la poesía negrista hispanoamericana, debido especialmente a dos factores: primero, en cuanto producto directo de un ámbito racialmente homogéneo no llega a ser una «mode»; segundo, tiene la gran posibilidad de un continuo contacto vivificante con la que puede considerarse centro naturalmente atractivo, la poesía del África que se expresa en francés. Asistimos, por ello, al fenómeno que, mientras en el ámbito de la lengua francesa en América la poesía no necesita etiqueta de color, en el mundo de habla castellana, con la destacada excepción de Nicolás Guillén, la poesía «negra» no parece tener ya más posibilidades. O sea, que el fenómeno se circunscribe dentro de un clímax y de un período, como un movimiento más de la poesía hispanoamericana del siglo XX. 5. A pesar de lo dicho es justo subrayar que la poesía «negrista»

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constituyó para el mundo hispanoamericano una toma de conciencia también en lo que se refiere a una presencia determinante de civilización. El hecho de que en el proceso de su desarrollo intervinieran poetas de raza negra y de raza blanca significa para los unos la urgencia de imponerse en un medio que los desconocía casi, y para los otros, más que un motivo de folklore, la conciencia de la grandeza de una civilización. Si el punto de partida fue un dato exterior, la moda europea de la primera postguerra, el resultado fue la reivindicación de parte de los poetas negros de un derecho a expresarse en la poesía, como en el arte. O sea un momento de completa mayoría de edad. Lo que ocurre con la revista «L'étudiant noir» fundada por Césaire, Senghor y Damas, por lo que se refiere a la poesía de la «negritude», se verifica en Cuba a través de la «Revista de Avance» y el «Diario de la marina». Por cierto le faltó a la «negritud» de lengua castellana un Sartre que la valorizara y difundiera a través de un nuevo «Orphée noir». Pero el proceso es igual, o, en palabras del mismo Sartre, que también pueden aplicarse al ámbito que aquí nos interesa: «La négritude, comme la liberté, est le point de départ et terme ultime: il s'agit de la faire passer de l'immédiat au médiat, de la thématiser. Il s'agit donc pour le noir de mourir à la culture blanche pour renaître à l'âme noire, comme le philosophe platonicien meurt à son corps pour renaître à la verité»15. Es un rechazo que se cumple a medias, pero que da sus frutos en Pedroso, en Arozarena, en Guillén especialmente. Que más temprano o más tarde existieran contactos con los grandes poetas antillanos y caribes de expresión francesa -desde los haitianos Jacques Roumain, Roussan Camille, René Bélance, hasta los guadalupanos Paul Niger y Guy Tirolien, el guayanés Damás, el martiniqueño Aimé Césaire- resulta evidente, a lo menos como lecturas. Estos contactos se verificaron sobre todo con los poetas haitianos, por razones geográficas y políticas, que en el tiempo no se han modificado sustancialmente: en efecto el prestigioso continuador de la poesía haitiana, René Depestre, vive refugiado actualmente en la isla de Cuba. Sin embargo no parece haber influencia directa de la poesía de la «negritud» francesa en el nacimiento de la poesía negrista de lengua castellana, y lo prueba la anterioridad cronológica de muchas composiciones y colecciones poéticas del área hispánica. 6. Volviendo al examen de las características de la poesía negrista antillana de expresión castellana era natural que el primer aporte de la misma fuera la afirmación orgullosa de la presencia negra en el mundo americano, presencia que se confundía en, y brotaba al mismo tiempo de, un sentimiento de nostalgia hacia un África de contornos borrosos, matriz viva y operante de un lejano origen. Es una reacción y una afirmación. Tampoco Césaire había visto África, según parece, cuando alude a ella, en «À l'Afrique» 16, como a una tierra «donde la muerte es bella»; ni Guy Tirolien, ni Paul Niger evocando al África piensan, por supuesto, en un país concreto, sino más bien en una entidad mítica, que se transforma en símbolo. En «L'âme du noir pays»17 de Tirolien «les lentes mélopées / dont s'enivrent là-bas au pay de Guinée / nos soeurs / noires et nues» significa un lugar mítico, el mismo al cual se refiere, en el ámbito de la poesía negrista cubana Regino Pedroso en «Hermano negro», cuando alude a la selva, a los «grandes ríos, origen de la raza», al espacio fantástico

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en que el negro «fue libre sobre la tierra»; o Nicolás Guillén cuando, en «Llegada», se refiere a una palabra que a los negros les viene «húmeda de los bosques», a sus ojos en que «duermen palmeras exorbitantes», y mejor todavía cuando alude, en la «Balada de los dos abuelos», a un «África de selvas húmedas / y de gordos gongos sordos...», en la que sueña el antepasado negro. La presencia de un África vuelta mito es ya un aporte importante a la poesía negrista, pues significa destacar en ella los elementos espirituales continuamente operantes en el alma negra, ello es una esencia de civilización. Es una presencia que se extiende hasta el alma del blanco. Luis Palés Matos, por ejemplo, parece participar directamente del hechizo, en «Pueblo negro», cuando, evocando el paisaje africano, alude a «un pueblo de sueño» tumbado «allá» en sus «brumas interiores / a la sombra de claros cocoteros». O cuando en «Tambores» resuscita el mundo afro-antillano interpretándolo como un reflejo directo de la determinante presencia embrujadora del África. 7. Pero hay más: la mitización del África significa el encuentro con su espíritu, o sea, concretamente, con los antepasados pervivientes, con todo lo que ello implica de revolucionario en el concepto de la vida y la muerte. Es un nuevo aporte de civilización africana: el hombre prolonga la vida de sus antepasados; la muerte no es destrucción sino comienzo de permanencia, vida que se prolonga en la descendencia, encarnación continua de los antepasados en ella. En Gouverneurs de la rosée el haitiano Jacques Roumain habla de un camino hacia Guinea, que se alcanza con la muerte, lugar donde «sin impaciencia» esperan los antepasados; Nicolás Guillén en la «Balada de los dos abuelos», por encima del significado que el poema tiene en cuanto a preconizada solución pacífica del problema racial, manifiesta el valor permanente de la mencionada concepción africana: los abuelos que por igual encarnan en el poeta -«Sombras que sólo yo veo, / me escoltan mis dos abuelos».- asumen un valor emblemático. En «Nuit de Sine», de los Chants d'ombre, escribe Senghor: «Que je respire l'odeur de nos Morts, que je recueille et redise leur voix vivante, que j'apprenne à / Vivre avant de descendre, au-delà du plongeur, dans les hautes profondeurs du sommeil»; la posición de Nicolás Guillén en el poema citado no es distinta, bien mirado: él interpreta el mensaje de sus antepasados como expresión permanente de vida; los abuelos actúan en él fortaleciéndole, como lo hacen en el mundo africano con su descendencia, y por ello son «sombras» que sólo él ve, mientras su voz le llega cual expresión de permanencia vital. No sin motivo en «Llegada» el mismo Guillén había escrito «Los hombres antiguos nos darán leche y miel, / y nos coronarán de hojas verdes». Aquí los antepasados asumen categoría mítica, son ya los Loas, o los Orishas de la religión yoruba, entidades superiores de la Santería que se difunde en la isla de Cuba. La presencia de la civilización africana en la poesía antillana de lengua castellana se manifiesta también en la alusión a las divinidades y al rito. El Vodu haitiano, el Nañiguismo y la Santería cubanos tienen parte importante en la poesía negrista. Por cierto no se nos escapa el hecho de que a menudo se trata para el poeta, sobre todo si blanco, de una atracción folklórica -es el caso de Palés Matos-, pero la alusión a las divinidades de origen africano y al rito, a las fórmulas mágicas, contribuye al conocimiento de expresiones que atañen directamente a la

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espiritualidad africana, y en ella a su civilización. No se trata ahora de entrar en la descripción de fenómenos harto conocidos, sino de subrayar los aportes, en este sentido, de la poesía. En una posición irónica, pero con extraordinario resultado de color y humor, se sitúa el poema «Ñáñigo al cielo», de Luis Palés Matos. Y sin embargo el lector va familiarizándose con una complicada simbología que alude a un dominio espiritual africano bien definido, aunque el nañiguismo representado por el poeta más se refiere a la presencia de danzas profanas en el mundo antillano, que no al original sentido cultual. La contaminación entre religión africana y religión cristiana se hace patente, en un resultado de poesía inédito, en la representación de la asunción al cielo del ñáñigo: La gloria del Padre Eterno rompe en triunfal taponazo, y espuma de serafines se riega por los espacios. El ñáñigo va rompiendo tiernas oleadas de blanco, en su ascensión milagrosa al dulce mundo seráfico. Sobre el cerdo y el caimán Jehová, el potente, ha triunfado... ¡Gloria a Dios en las alturas que nos trae por fin al ñáñigo! Por encima del color los símbolos del ñañiguismo quedan patentes. Con mayor adhesión al elemento ritual, al significado religioso, Alejo Carpentier en 1927 publica, en la «Revista de avance», su «Liturgia», poema en el que evoca en todos sus significados emblemáticos una «potencia», el rito ñáñigo, con la presencia de los «ecobios» -amigos o popularmente «diablitos», componientes de la sociedad secreta ñáñiga-, las divinidades ancestrales, desde Ecué -divinidad de los efik de la Nigeria Meridional, identificada en Cuba con Jesucristo, el dios-hijo, en realidad para los ñáñigos el «Gran Misterioso», o sea la Muerte-, hasta Obatalá -divinidad creadora de los yoruba, asimilada en las Antillas a la «Virgen de las Mercedes»-, el rito del «ecón» -la campanilla sagrada agitada por el sacerdote-, el sacrificio del gallo, del chivo, la marca fúnebre con arcilla amarilla, la evocación del mítico lugar sagrado africano donde en otros tiempos se realizarían los ritos sacrificales, el «eribó», o tambor sagrado, sobre el cual se deposita la cabeza del animal sacrificado. En el poema se trata de una lograda síntesis del rito, y la representación poética de una función cultual ñáñiga es perfecta. Un nuevo aspecto de la civilización africana entra así en la poesía antillana de expresión castellana, no como puro motivo de folklore; como entran en ella los aspectos religiosos conectados con los nombres de divinidades cristianas: además de Obatalá, Changó -señor del relámpago, de la guerra y la

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virilidad, asimilado a Santa Bárbara-, Yemayá, su madre -diosa de los ríos y los manantiales, asimilada a la «Virgen de la Regla» como protectora de los marinos-, y las presencias secretas de un mundo negativo. Igualmente intervienen en la poesía las expresiones del rito y sólo a una observación superficial los poemas que las presentan pueden parecer evocación exterior de un clímax «africano». Es el caso del conocido poema de Nicolás Guillén, «Sensemayá», canto ritual, de origen claramente africano, para matar una culebra. En este poema se incorporan, estilizadas, expresiones propias del culto al dios-serpiente, en una nota de intenso dramatismo que, según referencias18, en la dicción de Eusebia Cosme se hacía escalofriante para los oyentes. Rito y ritmo se funden, con altos resultados artísticos, en gran parte de la poesía de Nicolás Guillén, como puede verse en «Sóngoro cosongo», en el «Canto negro», además que en «Rumba». Especialmente en «Canto negro» el poeta, a través de puros fonemas, crea un clímax que más allá del folklore se transforma en algo que se podría llamar litúrgico, sobre un fondo obsesivo de tambor: Tamba, tamba, tamba, tamba, tamba del negro que tumba; tumba del negro, caramba, caramba que el negro tumba: ¡yamba, yambo, yambambé! De la misma manera Emilio Ballagas dedica su «Comparsa habanera» a la evocación de un rito ya popularizado en Cuba, el desfile culebreante por las calles de La Habana, el día de Reyes, huella de la ritualidad africana en el conjuro del dios-serpiente. En este poema Ballagas logra uno de sus mayores éxitos artísticos en cuanto a ritmo y movimiento, acudiendo a menciones evocadoras de la liturgia negra, a onomatopeyas de fuerte poder musical. En un nivel sentimental distinto el mismo poeta se expresa, con igual pericia en el uso de la onomatopeya, en la «Elegía de María Belén Chacón», donde la reiteración del nombre de la mujer marca el ritmo de una creciente ternura. En el mismo plan de la «Comparsa habanera» se sitúa «El baile del papalote»; aquí la danza negra se presenta como algo ritual, una especie de ceremonia sagrada; a pesar de lo cual, de trecho en trecho, asoma una fina sensualidad, de notable efecto poético: «Ábrete la bata blanca, / nadando en rumba, sirena...». 8. A través del verso negro el mundo antillano adquiere otra dimensión. El paisaje se agita, la realidad se transforma en magia -¿cuál mejor comienzo para el «realismo mágico» en América?-, la «jungla africana» se identifica con la «manigua haitiana», cantada por Luis Palés Matos en «Numen». La noche antillana, al igual que la africana, según la fantasía de los poetas, está dominada por hondos sonidos que la animan toda: es «un criadero de tambores / que croan en la selva», según se expresa el poeta puertorriqueño en «Tambores». Desde su amuleto no sólo Haiti ve, como afirma el dominicano Manuel del Cabral en «Amuleto de hueso», sino que

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todo el mundo antillano parece agitarse en una secreta vida interior que sobrevive al tiempo por su raíz africana. Hasta las cosas se transfiguran, en lo hermoso o en lo deforme. En la «Balada del güije» Guillén evoca las pesadillas que agitan la noche del niño negro, la multitud de seres negativos que inquietan su sueño. A través de un ritmo que parece dar vida a las cosas va acentuándose el clímax mágico, embrujado, donde el rito revive y crea una atmósfera de delicada ternura, revelación, una vez más, de la finísima sensibilidad del poeta: Mi chiquitín, chiquitón, sonrisa de gordos labios, con el fondo de tu río está mi pena soñando, y con tus venitas secas, y tu corazón mojado. ¡Ñeque, que se vaya el ñeque! ¡Güije, que se vaya el güije! ¡Ah, chiquitín, chiquitón, pasó lo que yo dije! Sólo Emilio Ballagas compite con Guillén en ternura; véase la «Canción para dormir a un negrito». El ritmo reina en todas partes y es una nueva presencia de la civilización africana. Senghor ha subrayado la conexión entre ritmo y poesía; para el poeta senegalés palabra y música son una misma cosa y la poesía no es perfecta sino cuando es canto19. Escribe a propósito de la poesía negrista de lengua castellana Janheinz Jahn que, gracias a su riqueza en vocales sonoras breves la lengua española ha podido asumir palabras y grupos de palabras africanas sin que den la impresión de palabras extranjeras, y que la métrica africana ha podido aclimatarse en la lengua española gracias a la posibilidad que tiene de acentuar fuertemente las palabras, de modo que entre dicha lengua y la rítmica de África, entre el arte del verso español y el africano se ha podido establecer una perfecta armonía, en una poesía que para ser sentida hasta el fondo necesita ser oída20 El compás de la rumba ha dado a la poesía antillana de expresión castellana su mayoría de edad y a través del ritmo ha servido a imponer un nuevo aspecto de la civilización del África. Hasta los poemas «negristas» en que se celebra la presencia de la mujer negra o mulata en la danza, no representan nunca un puro ejercicio de sensualidad, sino que responden a un significado ritual. Exactamente el mismo Jahn subraya21 en el poema «Caridá», de Marcelino Arozarena, la presencia sagrada de una Orisha de la Santería, de la «hija de Yemayá», diosa del mar, o sea de Oshun, en la danza ritual de la fertilidad. La función rítmica de la palabra, los fonemas con puro valor rítmico que aparecen en tantos poemas negristas, representan una conciencia musical que la poesía no ha conocido en otros idiomas. Al compás de la rumba se une, en la poesía de Guillén, la evocación del «son», de antigua raigambre

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en Cuba. El ritmo alcanza su cumbre en la evocación de la belleza negra o mulata en la danza. También en el concepto de la belleza femenina encontramos una presencia más de la civilización africana en las Antillas. En la «Rumba» Emilio Ballagas canta a la mujer negra como «vértice de un ciclón» en la «sandunga»; Manuel del Cabral subraya su belleza esencial en «Negra desnuda con ropa»; Guillén destaca una nueva dimensión de la belleza femenina en «Mujer nueva»: la negra es una «diosa recién llegada», un valor primitivo; en el «Madrigal I» su signo se espiritualiza: la «fuerte gracia negra» de su cuerpo «desnudo» pierde toda sensualidad, en una imagen inédita en la que se resume la sustancia de un mundo de antiquísima civilización, y es cuando el poeta celebrando su mirada alude a «ese caimán oscuro / nadando en el Zambese de tus ojos». En el «Madrigal II» Guillén transforma a la mujer en un ser de poderes mágicos, cuando ante el espejo mueve con su belleza todo un mundo misterioso que vive más allá del cristal: «ahúma / las algas tímidas del fondo». 9. Todos estos elementos, característicos de la poesía negrista de expresión castellana en las Antillas, justifican y afirman al mismo tiempo la conciencia, en la componente negra, de pertenecer a un mundo de civilización en nada inferior a la del blanco; presencia insustituible que se impone por encima de la situación real que ve todavía su postergación. Por encima de todo ello destaca una afirmación consciente, ya presente en «Canción negra sin color», de Marcelino Arozarena, más allá de la constatación de una injustificada emarginación, y en «Hermano negro», de Regino Pedroso, a pesar de la denuncia de una larga existencia de dolor. Esta conciencia la expresa, mejor que nadie Nicolás Guillén en «Llegada», donde el negro afirma orgullosamente sus valores en el ámbito americano. En él existe no solamente el vigor de un mundo todavía virgen e incontaminado espiritualmente, sino una riqueza interior que se califica como poder de salvación para la civilización de América, mundo al cual el negro trae conscientemente rasgos concretos: «Traemos / nuestros rasgos al perfil definitivo de América». En el Ecuador, Adalberto Ortiz canta el mismo motivo en «Contribución»: «a los blancos, a los de hoy, / invade la sangre cálida / de la raza de color»; en Santo Domingo, Manuel del Cabral anuncia, en «Negro de América», un futuro inevitable: «Negro de América, / el alba viene precoz, / viene anciana de claridad». Y en Puerto Rico, Luis Palés Matos celebra, en «Mulata-Antilla», la síntesis felizmente realizada de la presencia negra en el blanco: «Ahora eres, mulata, / glorioso despertar, en mis Antillas». La «negritud» del mundo antillano queda así afirmada, en la conciencia de una civilización de remotos orígenes y continuamente en progreso.

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