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Quillota: 8 Textos de Antología (1848-1960) Selección y Notas de Augusto Poblete Solar 2005

Quillota, Ocho Textos de Antología

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Literatura sobre la ciudad de Quillota, Chile.

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Page 1: Quillota, Ocho Textos de Antología

Quillota: 8 Textos de Antología

(1848-1960)

Selección y Notas de

Augusto Poblete Solar

2005

Page 2: Quillota, Ocho Textos de Antología

Índice

Dedicatoria Nota Preliminar

I. Poesía: poema de un quillotano.

-“En mi pueblo”.

II. Narrativa de ficción: un cuento y un capítulo de novela.

-“Roto fatal”.

-“Mientras amanece”.

III. Periodismo: una crónica y un artículo.

-“La Plaza”.

-“Quillota y sus cosas en 1848”.

IV. Libro de viajes: capítulo alusivo a Quillota.

-“Gentes y Paisajes de Chile”.

V. Memorias: un artículo y párrafos de un libro.

-“Alberto Rojas Jiménez, poeta errante”.

-“Gente de mi tiempo”.

Notas sobre autores y textos.

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A la memoria de Chema y Alberto,

mis padres, por su cariño incondicional.

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Nota Preliminar

Durante varios años hemos leído y releído textos literarios, periodísticos e

históricos alusivos a Quillota y los quillotanos. Muchos de ellos nos han fascinado

por diversos motivos y algunos deseamos compartirlos a través de esta antología,

cuyos límites cronológicos son los años 1848 y 1960. Los ocho textos están

presentados en cinco secciones, según géneros literarios y periodísticos.

Seis de los autores de los textos son quillotanos por nacimiento o residencia y dos

de ellos son argentinos: Varas Espinosa, Yankas, Matus, Arancibia, Vásquez y

Durand; Alberdi y Rojas, respectivamente.

Ojalá este trabajo puedan continuarlo otros amantes de la Literatura y de la Historia

quillotanas.

Augusto Poblete Solar

Profesor Normalista (1937)

Quillota, agosto del 2005

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I. Poesía: poema de un quillotano. -“En mi pueblo”.

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Manuel Varas Espinosa

EN MI PUEBLO (1)

Del Aconcagua en la opulenta orilla,

en medio de una flora tropical,

triste, en silencio y á la vez sencilla,

se alza Quillota, mi ciudad natal.

Misteriosa se yergue é imponente,

su quietud nada viene á perturbar,

y parece el murmullo del torrente

leyendas de otros tiempos evocar.

Reina y señora de este fértil suelo

que Natura colmara de esplendor,

lleva en su frente, que levanta al Cielo,

la corona perenne de verdor.

Perdida del boscaje entre las galas,

en brazos del reposo se entregó,

como paloma que plegó las alas

y cansada en el bosque se adurmió.

El silencio, el misterio, la espesura,

juntos le brindan sus encantos mil,

¡es un Edén plantado en la llanura,

verjel hermoso, sin igual pensil!

Aquí Naturaleza sus caudales,

agotó de hermosura y de bondad:

hay crepúsculos, auroras tropicales,

hay misterio, silencio, soledad…

Page 7: Quillota, Ocho Textos de Antología

Para el que busca la perdida calma,

hay misterio y silencio en que vivir;

para el que lleva destrozada el alma

hay soledad en que poder gemir.

Suspira entre los árboles la brisa,

arrúllanse las aves con amor,

á sus plantas el río se desliza

magnífico, soberbio y bullidor.

Todo es aquí grandeza y armonía,

motivo de solaz y admiración,

y á raudales la dulce Noesía

brinda al poeta regia inspiración!

*

Viajero por la senda de la vida,

después de larga ausencia vuelvo á ti,

Quillota hermosa, mi ciudad querida,

toda encanto y recuerdos para mí.

Aun muy niño abandoné tus lares,

sin conocerte hermosa te perdí:

desde las playas de lejanos mares

en mis ensueños sin cesar te ví.

Siempre latente en la memoria mía

tu nombre, nunca lo llegué á olvidar,

porque en mi mente tu recuerdo unía

á los recuerdos del paterno hogar.

Page 8: Quillota, Ocho Textos de Antología

Hoy vuelvo á ti: el viento, la pradera,

el río, el monto, el ave en su cantar…

todo me habla de mi edad primera,

todo mi infancia me hace recordar.

Todo en lenguaje dulce y misterioso,

que tan sólo yo puedo comprender,

me habla de aquel tiempo venturoso

que ya ha pasado, para no volver.

¡Gratos recuerdos de la tierna infancia,

-flores que nunca perderán su olor,-

cómo respira el alma la fragancia

que guardáis de inocencia y de candor!

Plácido el viento que rozó mi frente

cuando niño, la vuelve hoy á rozar,

el murmullo grandioso del torrente

en mis oídos vuelve á resonar.

Igual el monte y la floresta bruna,

el cielo con su misma nitidez,

sólo el hogar que cobijó mi cuna

deshecho por el tiempo fué tal vez.

*

Al volver á mi pueblo, del pasado

empezaron recuerdos á surgir,

y sentíme á otro tiempo transportado

y en otra edad me pareció vivir.

Page 9: Quillota, Ocho Textos de Antología

Volví á ser niño, y en aquel instante,

mi vida entera deslizarse ví;

y ví mi cuna y á su madre amante

y el eco de su voz llegó hasta mí.

En sus brazos me ví,- sobre mi frente

sus ósculos sentir me pareció…

todo fué sueño que forjó la mente,

todo ilusión que pronto se borró.

* Del Aconcagua en la opulenta orilla,

en medio de una flora tropical,

triste, en silencio y á la vez sencilla,

se alza Quillota, mi ciudad natal.

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II. Narrativa de ficción: un cuento y un capítulo de novela.

-“Roto fatal”. -“Mientras amanece”.

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Lautaro Yankas

ROTO FATAL (2)

Lo soltaron esa mañana después de un encierro de ocho días, en que a

duras penas sujetó su rabia alborotada de granuja. El calabozo hediondo

puso en su sangre el grillete del mundo que lo apretaba y empujaba desde

la sombra, aunque el sol inundase calles y cosas. Eran amarras fuertes que

desgarraban la carne y mordían corazón adentro. Tenía la cabeza pesada

cuando entró en su cuarto el último del conventillo. Encontró a su madre

rociando la ropa, para plancharla y hacer los atados que ella misma

entregaría en la tarde a los patrones.

-¿Ya te soltaron?-habló la mujer con acento cansado y sordo.

-Me soltaron- articuló el hijo con parecida voz, adivinando, sin mirar,

los movimientos de su madre, esforzada y magra, sumergida en la nieve

viva de la ropa lavada. Junto a la puerta, sobre el brasero de latón, se

caldeaban las viejas planchas. El Viruta, culpable, vencido y rebelde, no

encontraba palabras.

- Si no escarmenta y ahora, te va pasar lo pior… Van dos con ésta.

-Le digo que no me tira el robar.

-Castigo e Dios ha de ser, entonces, por no acordarnos del finao de tu

padre. Semana a semana le prendía una vela a la Virgen por su descanso

y ahora na. El lavao no da pa comer…

-Cuando llega la mala todito se junta.

-No tenís suerte, Viruta. Mira al Pelao y al Cojo: toas las noches

vuelven cargaos de las quintas y al otro día negocian la cosecha.

-Esos son baquianos. Pero “allá” los tienen en lista…

Page 12: Quillota, Ocho Textos de Antología

-Ah, ¿sí? Entonces les va a salir cargá la cuenta. Vos mejor deja ese

negocio, busca trabajo.

-Trabajo, ¿y dónde?

-Búscalo, facineroso, vago del diablo! ¿Cómo yo encuentro ropa que

lavar?

-Hay mucho cesante. Si hallara una pega, otro gallo me cantara.

-Acuérdate; si no te dejay de enreos con la policía, haré cuenta que

no tengo hijo. ¡Pa pasar vergüenza! Si los patrones llegan a saber que te

pescaron, me muero de hambre.

-Harto le pagan sus patrones. Más ganaría de cocinera.

-Entones estarías bien cebao, ¿no? Pa qué tendrá hijos una…

La mujer va a la puerta, coge una plancha, la limpia en el saco y comienza

su trabajo sobre la tabla. Diríase que piensa en otra cosa cuando dice:

-¿Te dieron de comer?

-¡Seguro! Es hotel, por casualidad… De ayer que no masco un peazo

e pan.

-Ahí, en el esquinero, hijo…

El Viruta encuentra un poco de carne y pan.

-Nadie roba por su gusto. Cuando la mala lo pesca a uno…

-Come, desgraciao, y anda a buscar trabajo.

Come, sentado en la silleta que hay junto a la puerta. Blanquean sus

dientes con un resplandor de fiereza y su mirada se nuble. La madre lo

observa un instante y ahora la plancha estira con esfuerzo el albo lienzo,

mientras la frente se carga de pensamientos.

-El día que trabajís a la luz del sol, la desgracia se irá de esta casa.

Cuando el diablo pesca al pobre, tiene que penar mucho pa zafarse.

-Si pesca al rico, más rico se vuelve.

-Hay ricos que hacen pacto con el diablo.

Page 13: Quillota, Ocho Textos de Antología

-Robar en grande es lo que hay que hacer. En el mundo un ladrón

saltea al otro y el tonto paga el pato.

-Allá te enseñaron el catecismo, por lo que veo, y bien lo aprendiste.

-¡Que lo condenen a uno por un saco de chirimoyas!

-¡Desgraciao, no más!

-...Cuando el viejo las deja podrirse en la mata.

-Anda, sinvergüenza-escupe la madre al verlo salir con las manos en

los bolsillos, desganado y adusto bajo los mechones de su pelo indómito.

El Viruta se encaminó a la boca del conventillo, donde los chiquillos

se revolcaban, y salió a la calle vacía, amarilla del sol. Miró el muro de

enfrente y tuvo ganas de reventarse la cabeza en los ladrillos. ¿A dónde

diablos ir? No tenía ganas de trabajar; su sangre le decía que la vida era

algo mejor que sudar bajo un saco de ochenta kilos o cavando la tierra

endurecida. El que aguanta la miseria, la merece. El hombre debe

buscarse el alivio, y si puede… Ahí, a diez pasos, había “pega”, estaban

rompiendo el pavimento, un trabajo para sus fuerzas. Si él quisiera, allí

tendría para algunos meses. El hombre debe buscarse el propio camino,

¿no es cierto? Ahí estaban sus amigos, el Rucio, el Ají Verde, el Champa,

dando los bofes, construyendo el “progreso nacional”, como decían los

políticos en los diarios ¿Cuánto iban a durar? Mover la barreta y la pala

desde el alba a la noche no era broma. Claro, se pegaba bien, ¿y luego?

Botarse como un animal o beberse la paga. ¡Bonita vida! Los bueyes vivían

mejor. Cuanto a él, saldría con la suya, aun cuando la mala suerte lo

hubiera echado ya dos veces a la sombra. Soñaba con un traje azul

marino, los pies metidos en flamantes zapatos claros, la corbata alegre, el

bigote cuidado. Su madre lo apaleó desde chico y no le enseñó nada útil.

No era, pues, más que un roto predestinado. Pero él quería ser un roto bien

vestido y cómodo. La cosa era clara y su madre no tenía más que cerrar la

boca.

Page 14: Quillota, Ocho Textos de Antología

El caserío se adormilaba en la cálida luz de la mañana. La calle

principal, zigzagueando en el corazón del pueblo, soportaba el doméstico

ajetreo de los vendedores ambulantes y los vehículos de carga. Cuando un

tren paraba en la estación, la calle parecía hincharse, móvil y gris, con sus

fachadas ruinosas y chatas y sus puestos de frutas. El Viruta lo miraba todo

sin verlo, cansado de las gentes y los gritos cotidianos, engrillados en el

tiempo. Una rabia sorda empezaba a morderle la entraña contra aquella

vida bovina y tétrica. Pueblo de porquería. El viejo Cañas, como los

demás, se conformaba con su mísera ganancia diaria. Estaba siempre

gordo, comiéndose las sobras podridas de su puesto de chirimoyas y

manzanas y cortando las tajadas de queso, que ordenaba luego en la

vidriera llena de moscas. Los turcos esperaban con paciencia de araña tras

el sombrío mostrador y el bachicha pesaba desde temprano, quitando al kilo

los cien gramos de rigor. Todos ellos serían ricos al cabo de años, aun el

propio Cañas, si la suerte lo quería. Así había hecho Dios a los hombres.

Pero el Viruta era de barro diferente y una de esas noches se iría arriba:

entonces mandaría al diablo el pobre caserío con sus gentes obscuras y

sucias como ratas.

Torció hacia la calle del cerro, donde cantaban letreros de cantinas y

el destino le puso en la acera la propia estampa del Gato Pancho, el

“decano” de los “quinteros”.

-¿Te largaron, Viruta? Buena cosa de hombre de diablo.

-Cuando a uno lo pesca la mala- contestó éste, mirando la calle que

se empinaba, áspera, detrás de su amigo y maestro.

-Psch, eso le pasa a cualquiera y nadie se va a quemar por tan poco.

La vida es larga y el que se manea es vaca. ¡Un trago, Viruta!

-Qué nos demoramos.

Page 15: Quillota, Ocho Textos de Antología

Los ojos del Viruta se encendieron frente a la vitrina donde humeaba

la malaya recién cocida junto a la fuente de porotos bayos y a los trozos de

lomo. Todo eso y una botella de tinto…

-¡Dos medios!- gritó Gato Pancho a la gorda que surgió de la

penumbra.

-¿Y a vos cómo te va yendo?- preguntó el Viruta, flemático.

-Tengo un trabajito, niño. Si te animas…

Hay que matar el chuncho, por la grandísima. ¿Pa cuándo?

-Esta noche.

-¿Vos y quién más?

-Eulalio… y vos, si te sobra pana.

- Buena cosa, Gato Pancho. Si no fueras vos, te había timbrado el

hocico.

-Pasa ronda a las doce. Hay que saltar la muralla en la media cuadra

y pasar los sacos frente al sauce grande.

- Es la Quinta Reinoso, por lo que veo.

- La misma. Apenas pase la ronda nos juntamos cerca de la línea…

-Convenío. Salud.

Gato Pancho tiró unos pesos, y en seguida la calle asoleada los hizo

pestañear.

-Subo a la cantera a ver un asunto. Hasta luego, Viruta.

-Hasta luego.

Le cosquilleó el pecho, como otras veces; era la misma sensación de

angustia que le arañaba en víspera de algún “trabajo”. ¿Sentiría lo mismo

el Gato Pancho? No lo demostraba con su desenfado y su cara de gato

goloso. En cambio él, desde un rato, tenía el seso caliente y la arruga de

los sucesos obscuros porfiaba en su cejo. Recordó la pulla de un

amigo:”Vos no tenís ñeque pa eso y te vas a fregar con el Gato Pancho. El

punga nace con las manos largas y vos tenís facha de pije con ganas.

Page 16: Quillota, Ocho Textos de Antología

Bótate a lacho, será mejor”. Era cierto. La astucia se lleva en la sangre, y

se roba sin zozobras. En cambio, él pensaba ávidamente en la riqueza y en

la vanidad lograda con ella. Apenas iniciado por su maestro, lo pillaban

como a un pobre diablo, cuando los chiquillos del barrio robaban con

virtuosismo en las mismas narices de los carabineros. ¡Roto más

desgraciado! Sin embargo, su vida llevaba un pulso apremiante y esta vez

el hombre ganaría la alternativa. Sólo había que pensar en el trabajo.

Además, Gato Pancho era hombre de suerte.

Pasó la tarde tendido en la cama, cavilando, sin hacer caso de los

rezongos de su madre, que no acababa de planchar. Aquella montaña de

níveo lienzo refrescaba sus ojos y dilataba el espacio de su alma como si

estuviese delante del cielo cuajado de nubes mágicas. La madre le ofreció

algún comistrajo que él engulló con indiferencia. Luego se dispuso a salir.

-Onde vas- inquirió la vieja con voz sorda, tibia de sangre alterada, de

entraña alerta, mirándolo en la súbita pausa de la plancha- ¿Onde vas, hijo?

-A dar una vuelta- respondió él con fastidio.

-No te metas en otra- dijo su madre, agria y sufriente-. Nunca el pobre

tiene suerte. Mañana hablaré con el patrón de la vecina que puee necesitar

gente pal campo.

-Mañana veremos.

La Quinta Reinoso había enriquecido a sus dueños; podía, además,

llenar de billetes los bolsillos del primer atrevido. El Viruta había saltado ya

una vez la tapia promisoria, pero hubo de apurar su trabajo ante la amenaza

de perderlo todo, aun la vida, a manos de los cuidadores que dispararon

sobre él. Era una quinta grande como un fundo, con sus primeras cuadras

apoyadas en el caserío y sus términos en los cerros próximos. Cada

cosecha daba casi cien mil kilos de chirimoyas y paltas, sin contar lo

robado, que no pasaba de algunos sacos. El Viruta compartía la opinión de

Gato Pancho: un trabajo bien hecho podía cambiar el rumbo de sus vidas…

Page 17: Quillota, Ocho Textos de Antología

¿Por qué no? La ronda de carabineros pasaba a medianoche y

después, al amanecer. Tenían más de cinco horas para acarrear y cargar.

Valor y suerte, he ahí todo. Ahora el Viruta encontraba la coyuntura para

probar que era muy hombre. Sentíase capaz de desafiar a la desgracia.

Ya verían. Caminaba apretando su voluntad, pegado a los muros de las

cocinerías donde humeaban las frituras y gangoseaban las radios. Entró en

una sala de billares y se entretuvo mirando el juego, sin preocuparse de los

sujetos que lo observaban intencionadamente. Gato Pancho entró de súbito

y se acercó para decirle en voz baja: “Hay dos carretelas; espérame antes

de las doce debajo del sauce grande”.

Cerca de las doce entraba en el callejón. Una luz pobre y sucia

guiñaba en la esquina próxima al pueblo y la masa e los árboles se

redondeaba contra el cielo trémulo de estrellas. El Viruta sentía sus

músculos frescos, las mandíbulas cargadas, mientras sus pies hendían la

tierra blanda. Murmuraba la ramazón al otro lado de la tapia y un reflejo

vagamente dorado venía desde la ciudad. El olor de la fruta en sazón

maceraba la viva frescura de la noche. El Viruta llegó junto al cequión y sus

ojos hurgaron bajo los árboles. Oyó su nombre y reconociendo la sombra,

respondió. “Eulalio”. Se aproximaron y mientras cuchicheaban apareció en

la esquina inmediata la gruesa figura de Gato Pancho. Dos carretelas

esperaban a unos pasos. Los hombres se agazaparon de súbito: oíase

claro tranquear de cabalgaduras; segundos después asomó en el recodo

una pareja de carabineros. Detuviéronse éstos hablando en voz alta y

luego endilgaron callejón adentro.

-Que no se les ocurra volver por aquí mismo-dijo Eulalio acercándose

al camino-. Pacos malditos.

-Yo loreo en la otra punta- dispuso Gato Pancho-. Los sacos llenos

los dejan encima de la amuralla y yo los acarreo. Ya, niños, ahí van los

ganchos.

Page 18: Quillota, Ocho Textos de Antología

-Listos- dijeron los aludidos y se alejaron.

Saltó el Viruta sobre el hombro de su compañero y desapareció tras la

pared; en seguida, Eulalio, trepando por la cuerda que el otro le tendía, se

perdió a su vez en el negro silencio de la quinta.

A ratos, una sombra cruzaba el callejón hacia los sauces inmóviles.

Ni un rumor. Las horas se apretaban lentas, agotadoras. El Viruta sentíase

ágil, leve como si estuviese tejido de sombras. Su brazo movía diestramente

el “tunero”, guiado por la luz escondida en el tarro adosado al palo. El

gancho desprendía los frutos fácilmente. Eulalio, a diez metros, hacía lo

mismo y nadie hubiera advertido a esa distancia lo que allí sucedía. Los

perros de la quinta dormitaban lejos, tal vez junto a las casas. Por

precaución los dos sujetos “trabajaban” en cueros, pues los perros

experimentan terror ante el hombre desnudo en la noche.

Los sacos se llenaban rápidamente. ¡Qué ganas daban de sacudir la

ramazón, abriendo el saco para recibir la preciosa cosecha! Tal ansia nacía

de la angustia, del puño trémulo que golpeaba el pecho de los hombres. El

saco lleno tocaba el borde de la muralla y al instante la mano cómplice lo

hacía desaparecer. La cosecha había sido soberbia… una fortuna, si fuese

para uno solo. En fin, con otras noches como ésta, el mundo había de

cambiar para el Viruta. Todo tenía su tiempo: el hombre cogía la esperanza

y el azar hacía el resto, daba la sazón.

Un silbido hendió la noche. El trabajo estaba terminado. Era preciso

apurarse, aunque el amanecer estaba lejos. En la noche se esconden

todos los presagios. Se oyó al otro lado del muro un rumor blando; en

seguida crujieron los resortes de una carretela. El Viruta sintió una angustia

grande y se vistió exhalado. Su compañero se acercó al muro y fue el

primero en trepar. El Viruta esperó la cuerda que Eulalio tardó en largar, se

cogió a ella como gato desesperado y cuando estuvo arriba oyó ruido de

cabalgaduras. En ese instante Eulalio desaparecía como una visión entre

Page 19: Quillota, Ocho Textos de Antología

los sauces. Las carretelas habían escapado a tiempo. Quedaba él. Pobre

Viruta, roto desgraciado. Los carabineros estaban allí y habían visto su

traza turbia, vacilante en la tiniebla del último sueño. El pobre corría ahora

sobre el muro erizado de vidrios, suelta la camisa, como un débil y triste

fantasma.

-¡Alto ahí, carajo!

Una carabina apuntaba.

-¡Roto fatal!...

Un gemido y el Viruta desapareció en un salto. Se oyó un solo golpe.

Horas después lo encontraron doblado junto a un tronco. Estaba

muerto, aunque no mostraba herida alguna. Su boca ofrecía un gesto

cansado y fatal.

Roto desgraciao…

Page 20: Quillota, Ocho Textos de Antología

Eugenio Matus

“Mientras Amanece”: capítulo XIV (3)

Allá por marzo se presentó nuevamente don José en la casa. Me

había encontrado ya una colocación y venía a darme la noticia. No era una

cosa excelente, pero para empezar estaba bien.

-Yo a tu edad- me explicó- trabajaba por la comida. En todo caso, si

te portas bien te aumentarán el sueldo.

En efecto, al día siguiente nos presentamos los dos en la Casa de

Remates de don Miguel Garrúa, Martillero Público y de Hacienda.

Yo no tenía una idea muy clara de lo que significaban estos títulos, pero me

acordaba de haber asistido alguna vez a un remate y la figura del martillero

e había parecido bastante antipática. Era un personaje como de circo,

charlatán, que gesticulaba y daba martillazos en una tablita con aire de

importancia.

Don Miguel Garrúa, sobre todo, era una persona curiosa. Tenía el

aspecto de un extraño pajarraco: grueso achaparrado, grasoso, con una voz

enronquecida por el tabaco. Nos recibió con amabilidad. Yo me dediqué a

observarle los gestos. Lo que decía no me importaba. Hablaba moviendo

las mandíbulas hasta las orejas y escupía como un guanaco. Los ojillos

eran grises, y la nariz corva, como pico de loro.

-Bien, bien- decía a cada rato-. Creo que nos entenderemos.

Me enseñó los diversos rincones de su negocio, todos ellos sombríos

y llenos de olor a naftalina. Había allí toda clase de objetos: muebles

antiguos, jarrones, armas, cuadros, juegos de loza, cristalería, instrumentos

Page 21: Quillota, Ocho Textos de Antología

musicales. Parecía un museo. Yo paseé mi vista por todo y me convencí de

que mi vida allí no iba a ser un modelo de amenidad.

Garrúa me señaló un escritorio metido entre dos biombos viejos, y me

dijo que allí debería trabajar. Era un rincón frío y oscuro. Una gran lámpara

de pie lo alumbraba. El resto de mis ocupaciones se reduciría a atender a

los clientes que llegaran en ausencia del martillero y pasarle, de vez en

cuando, un plumero a los muebles que estaban más a la vista.

-Esta es una casa seria e importante- me dijo- y hay que desvelarse

por atender bien a los clientes. El trabajo de oficina queda enteramente en

sus manos. Sé que usted lo desempeñará con absoluta competencia. Ya

don José me ha hablado de usted y creo que debo formarme de su persona

el más alto concepto.

No tardé en conocer algunas peculiaridades de mi patrón. Tenía la

debilidad de creerse un gran señor y, como tal, vestía siempre en forma

impecable, ostentosa. En invierno usaba polainas, abrigo negro, con cuello

de terciopelo, y sombrero de ministro. En la buena estación se vestía de

colores claros, a veces, enteramente de blanco, usaba sombrero de paja y

no le faltaba un rojo, deslumbrante, llamativo y, a su parecer, elegantísimo

clavel en el ojal. Sus modales los acomodaba a esta solemnidad esencial

con que quería rodear su persona. Llegaba al negocio con mucha

ceremonia y daba la impresión de que el acto de colgar el sombreo y el

bastón en un destartalado paragüero que había a la entrada, constituía

para él verdadero ritual. A mí me decía “señor Grez” y me trataba con una

estirada deferencia.

Tenía, al parecer, también el convencimiento de que era una persona

cultísima y que a su lado el resto del mundo no pasaba de ser un hato de

bestias. Hablaba de todo con una fanfarronería notable. Debía tener

algunos rudimentarios conocimientos de música, pues a veces se sentaba

al piano y empezaba a chapurrear trozos de ópera y a cantarlos con una

Page 22: Quillota, Ocho Textos de Antología

voz catarrosa y desafinada. El barullo que formaba era espantoso: apretaba

el pedal derecho del piano en cuanto empezaba a tocar y ya no lo soltaba

hasta el final, cuando la confusión de sonidos se hacía insoportable.

Entonces se quedaba unos instantes mudo, contemplando con aire

dramático el teclado y lanzaba un suspiro hondo;

-¿Verdad, señor Grez, que la música es el mejor alimento del

espíritu?

Yo, naturalmente, prefería no contestar.

Era además muy obsequioso con los clientes y, ante las damas,

adoptaba una actitud cortesana, refinada, que llegaba hasta lo ridículo. Su

voz se suavizaba melosamente y toda su cara de pajarraco se esforzaba

por parecer simpática. A veces lo conseguía. No obstante, era implacable

cuando se trataba de dinero. Podía hacer cualquier cosa, menos ceder un

peso a nadie.

-Las buenas palabras y los modales finos son atributo de los espíritus

selectos, señor Grez. Pero en cuanto a dinero… cada uno tiene que ganar

el suyo. Si es posible, honradamente.

Esta parecía ser, para él, la más sabia de las sentencias y, según

pude darme cuenta, la cumplía al pie de la letra.

Cuando discutía de negocios con algún cliente, hacía uso de toda su

fanfarronería. Mentía con cinismo y con tanta soltura que no parecía sino

que no había hecho otra cosa en toda su vida. Un espejo que había

sobrado en un remate de la vecindad, se convertía para él en una joya

adquirida directamente, al Embajador de Francia, de quien él era, por

supuesto, muy amigo. El piano, un vejestorio apolillado, pesado como

locomotora, había pertenecido al Emperador Guillermo II de Alemania. Y

así lo demás.

Page 23: Quillota, Ocho Textos de Antología

III. Periodismo: una crónica y un

artículo. -“La Plaza”. -“Quillota y sus cosas en 1848”.

Page 24: Quillota, Ocho Textos de Antología

Orlando Arancibia

La Plaza (4) La plaza de mi pueblo, - no había nacido yo allí, pero viví en él desde

muy niño hasta los clásicos 15-, era curiosa en su conformación. Estaba

rodeada por grandes álamos carolinos (creo que quedan algunos) y desde

cada esquina hacia el centro partían dobles hileras de pimientos que

dejaban una calle que los árboles se encargaban de tapizar de semillas

rojas y de cuncunas.

El centro de la plaza lo ocupaba una fontana colonial de tres tazones

superpuestos, de mayor a menor, y el agua caía cantando sobre una base

de cemento y piedras, adornada con “hojas de Eva”, helechos y plantas

acuáticas por entre cuyas raíces jugueteaban peces rojos que eran la

tentación de los muchachos. Burlando la escasa vigilancia de los

“guardianes” de policía, solíamos ir algunos escolares premunidos de hilo

de volantín y anzuelos hechos con alfileres curvados a pescarlos, para que

luego se nos murieran en algún lavatorio o en pocitas hechas en los

jardines.

Por el paseo exterior de la plaza deambulaban las tardes de los

domingos las sirvientas, - que aún no conquistaban el nombre de

empleadas-, y por el paseo del centro, alrededor de la plaza, las señoras

encopetadas, rancia aristocracia pueblerina cuya mayor preocupación eran

los huertos, las frutas y la flores; que a pesar de todos los apellidos todavía

con sabor colonial no desdeñaban vender flores y frutas, so pretexto de que

“no se perdieran”.

La gente tenía fama de cicatera. El fin de semana mandaban a regar

las huertas para que los visitantes de Valparaíso o la capital no pudieran

Page 25: Quillota, Ocho Textos de Antología

entrar a recorrerlas, “como había tanto barro…”. Y así se libraban de tener

que distribuir los productos, con merma para el bolsillo. Mi padre, que era

sureño, decía que los habitantes de esta ciudad eran capaces de correr diez

cuadras tras de una tenca, para quitarle una breva… No hay duda que

exageraba, pero en el fondo tenía alguna razón.

La vida era allí tranquila, apática, con escasas fiestas, como no lo

fueran religiosas. Se sacudía el vecindario para la Semana Santa, por una

famosa procesión; para el día de Santo Domingo, que el convento de esta

orden celebraba con regocijo; el 18 de Septiembre, la Pascua con muchos

“nacimientos” en iglesias y casas particulares, alguna que otra función

teatral y la chaya.

Aquí llegó una vez Santiago Miretti, precursor de Joaquín Montero en

eso de la popularidad y de quedarse en Chile para siempre, como que murió

hace algunos años en el sur; la compañía Senisterra, y de vez en cuando se

reunían los jóvenes y señoritas del pueblo para representar “Don Lucas

Gómez”, a beneficio de la Sociedad de San Vicente de Paul u otra obra de

beneficencia, y por muchos meses quedaba el recuerdo de los artistas de

verdad o de los aficionados.

La Chaya era, incuestionablemente, la fiesta pagana más esperada.

Cada tarde de febrero, después de comida, -que en esa época se hacía

entre seis y siete-, se juntaban las familias en sus respectivos paseos y

llovían papelitos picados, “redes de amor”, flores deshojadas y aguas

olorosas, que se adquirían en las tiendas en “pomos” o tubos de plomo

como los que hoy traen los dentífricos. Un leve chorrito bañaba una cara y

a veces el escozor de la esencia dejaba lágrimas en las mejillas de las

bellas muchachas, que luego se desquitaban en pandillas contra él atrevido.

Y así comenzaban los primeros “pololeos”. No se conocían entonces las

serpentinas y cuando aparecieron las primeras, desterraron para siempre a

Page 26: Quillota, Ocho Textos de Antología

los papelitos multicolores picados con la prolijidad en las tardes calurosas,

robándole horas a la infaltable siesta.

En las calles diagonales de la plaza, al pie de cada pimiento, una

mujer con varios niños vendía cartuchitos de chaya, “minitura p’a la chaya”,

como gritaban, comiéndose letras y transformando miniatura en minitura,

con esa gracia tan particular de nuestro pueblo para inventar vocablos.

Esta miniatura era la desesperación de las muchachas, entonces de pelo

muy largo, que gastaban buenas horas cada mañana para sacarse los

papelitos enredados en rizos y guedejas.

El pueblo, afuera, usaba medios más bruscos para divertirse. El

“pomo” era reemplazado por jeringas con agua pura; el papel picado era

más grande y no faltaba quien por lo menos los últimos días, llevara

paquetes con harina de la cual participaban no poco “futres” que recibían un

rociada al pasar, previa la consabida frase:”tiempo de chaya nadie se

enoja”.

Tuvieron fama las bromas de algunas familias de los fundos cercanos,

que en vísperas del miércoles de ceniza, fin de la temporada de chaya,

llegaban en carruajes abiertos, en los que iban sacos de harina y pipas con

agua para lanzarse de coche a coche, en medio de gran regocijo de los

mirones. Era tal vez un poco fuerte, pero como se hacía entre amigos muy

íntimos, dispuestos a ellos de ánimo y de indumento, no había trastornos.

La fiesta terminaba en el club Social donde se bailaba hasta el amanecer.

Después de cada verano, que se repartía en paseos por la plaza o la

estación ferroviaria, se celebraban muchos compromisos matrimoniales.

Las bellas muchachas del pueblo eran “descubiertas” por los porteños y

santiaguinos, que los propios jóvenes de allí, en fuerza de contemplar

bellezas todo el año o de tratarse fraternalmente con ellas, no venían a

darse cuenta de su valor sino cuando, casadas, se iban para siempre.

Page 27: Quillota, Ocho Textos de Antología

Fue allí, en esa ciudad, donde se conservó por muchos años el juego

del volantín, tan celebrado por Blest Gana en “El loco Estero”. Desde que

los primeros vientos de septiembre comenzaban a orear los campos, el

cerro cercano, que podría haber sido un segundo Huelén si el pueblo

hubiera tenido un Vicuña Mackenna, se poblaba de chicos y grandes.

Desde el vulgar “chonchón” o cambucha hasta la bola de género, pasando

por el volantín tricolor de papel de seda, el jote, el barrilete, la estrella y las

docenas de figuras del ingenio e inventiva juvenil, se paseaban juguetonas

por el aire, pavoneándose gravemente o girando con la rapidez vertiginosa

de los “chupetes”.

Era una fiesta de colores. Parecía que el viento hubiera levantado

todas las flores de la ciudad para adornar el cielo azul, llevándolas

locamente de aquí para allá, o arrancándolas en las “comisiones” con hilo

curado, para ir a adormecerlas en las aguas del río que serpenteaba por la

falda norte del cerro hasta perderse en la lejanía.

Aquel pueblo tenía singular encanto para mí. En esa plaza, recuerdo

de la colonia, hoy tan cambiada, tuve mis primeros amigos. Por sus calles

pavimentadas con piedras de río paseó mi niñez y los albores de mi

juventud. En el río aprendí a nadar. Por los polvorientos caminos de los

alrededores hice mis primeras armas con un rifle “de salón” cazando

pajarillos. Y desde la cima de aquel cerro lancé mis volantines y mis

sueños, al caer una tarde dominical, pensando en ir a conquistar ese mundo

que el brumoso horizonte me hacía adivinar lleno de aventuras.

Hoy todo aquello está lejano, pero no borroso. Casi todos los míos

partieron para no regresar jamás. Muchos compañeros de juegos se

esparcieron por el país; otros han muerto. Quedan unos pocos allí mismo,

que talvez recordarán, como yo, esos días. Y la muchacha que al regreso

de la escuela me miraba con ojos grandes y soñadores, verdes y llenos de

promesas, y que un día se casó mientras yo vagaba por otros puntos,

Page 28: Quillota, Ocho Textos de Antología

posiblemente sin saber que por largos años su nombre y sus facciones

estuvieron ligadas a un recuerdo dulce y emotivo.

Page 29: Quillota, Ocho Textos de Antología

Juan Bautista Alberdi

Quillota y sus cosas en 1848 (5) Valparaíso no es un lugar pobre en sitios de recreo, desde que tiene a

Quillota a seis horas de distancia. Con perdón de la bella ciudad de los

lúcumos, Quillota es el jardín de Valparaíso; o como dicen los histriones,

Quillota es la despensa de Valparaíso: despensa abundantísima y variada,

que hace de Valparaíso el lugar de Chile más bien provisto de frutas y

verduras.

Equidistante del mar y de Los Andes nevados, Quillota posee uno de

los temperamentos más agradables del mundo, sin fuertes vientos, sin

grandes calores, sin grandes fríos. Es uno de los pocos lugares de Chile

donde se puede extender la vista al derredor, sin que tropiece con cerros.

Los que cercan el valle, son bajos, regularmente vestidos y parecen alejarse

para dejar a la vegetación señora de los llanos húmedos y amenos.

Quillota no está destinada a desmentir a los geógrafos y viajeros, así

es que lo que de ella dijeron ahora diez años, se halla confirmado aún por

los hechos “ad pedem litere”. Quiero decir que Quillota prospera, pero no

con esa impaciencia de Valparaíso, fundado a las márgenes de un río que

se mueve constantemente, no puede ser estacionario, pero es necesario

verle de 4 en 4 años, para percibir sus adelantos.

Si preguntáis ¿por qué está estacionario el progreso de Quillota? El

vecindario os dice por la incuria de las autoridades; y las autoridades dicen

por la incuria del vecindario. El hecho es que la prosperidad de Quillota se

está ahí sin dar un paso; y que tal vez son cómplices de la misma culpa, los

que mandan y los que obedecen, en la ciudad de que nos ocupamos. Tal

vez es cierto también que han pasado los tiempos de oro de Quillota y que

Page 30: Quillota, Ocho Textos de Antología

hoy es una de las víctimas del nuevo régimen. Pobre de recursos, privada

de medios propios de riqueza, vivió siempre del tránsito terrestre. Su misma

orografía y forma topográfica muestra que no fue sino la población del

camino de Aconcagua: su calle larga no es más que un gran trozo poblado

de ese camino. Hoy día, es ascendiente de las comunidades marítimas y el

incremento de los pueblos mediterráneos. Mientras que Valparaíso,

Copiapó y Talcahuano hacen rápidos adelantos, Quillota permanece aún la

misma que antes.

Fácil es concebir mejoras para Quillota; su planta pintoresca es

susceptible de trabajos lucidísimos. La amenidad de sus alrededores la

hacen apta par tomar el aire de una ciudad suiza o italiana, pero en tocando

la cuestión de los medios dais en agua con vuestros proyectos dorados.

Quillota es pobre como un carmelito descalzo.

Su posición no es para pensar en mejoras. Su vida y no sus mejoras

es el objeto que hoy reclama su atención. Está amenazada de una

inundación que puede sepultarla en el fondo de su río.

Los ríos de nuestro país parecen haberse puesto en campaña contra

la seguridad de nuestras ciudades y la prosperidad de nuestra agricultura.

Rancagua, amenazada por el Cachapoal; Quillota por el río de su nombre; y

Santiago por las aguas del canal de Maipo. Domar y someter esos

enemigos desastrosos es un deber de nuestra administración. Sería

original, que después de ser tan seco el país, viniese a ser víctima de las

aguas. El hecho es que la forma del suelo hace de nuestros ríos unos

enemigos formidables por la impetuosidad de su curso.

El río Quillota es una criatura rústica y mal criada, como todos

nuestros ríos de América. Corre por un lecho dispendiosamente grande,

con todo el desgreño y abandono de un indígena. Su canalización daría a la

agricultura de Quillota otro tanto del suelo que hoy posee, pero esa

operación es más ardua que la conversión de la raza araucana. Sin

Page 31: Quillota, Ocho Textos de Antología

embargo, ya es tiempo de pensar en la canalización de nuestros ríos, no

para hacerlos navegables (por el de Quillota, no podrá navegar jamás ni una

nuez); sino con el fin de enconomizar y ganar tierras útiles, facilitar la

construcción de puentes y fomentar el tranco, dando al mismo tiempo

seguridades a las poblaciones y a la agricultura. Canalizar nuestros

torrentes es como domarlos, como educarlos; es darles una forma útil y

culta.

Hablando de Quillota es preciso hablar de su sociedad y de sus

habitantes. Pero hablar de los habitantes de Quillota es hablar de sus

mujeres porque ellas componen la Población. Es una ciudad femenina, se

ha dicho con razón, como Valparaíso es un pueblo masculino. Si sus hijas

no fueran tan bellas como delicadas, se diría que era un pueblo de

amorosas. Difieren de éstas en que en vez de amar la guerra son

inclinadas a la amistad. Después de la amistad, su pasión es el baile. La

quillotana es la sílfide chilena por excelencia. Algún día Fany Sler o la

Cerito han de ser eclipsadas por algún ángel salido de este ameno valle, si

tienen aquellas la bondad de esperarse un par de siglos, hasta que Quillota

iguale a la Europa en el cultivo del arte. Entretanto, si hacéis correr listas de

suscripción para la refacción de un camino, es probable que no halléis

abonados en tanto número y con tanta prontitud como si para un baile los

buscaseis. La danza tiene un poderío en las quillotanas que casi constituye

un resorte de gobierno y de oposición. Para sublevar a Quillota no habría

mejor medio que la danza; Strauss haría aquí más estragos que el primer

caudillo.

Los instrumentos músicos, que sirven al baile, son la vihuela, el piano

y las bandas militares. Los tres son malos servidores. La vihuela es inhábil

no por la sorda, pues en el silencio de Quillota tiene las voces de arpa; sino

porque no es adecuada para tocar valses, polkas y cuadrillas, y las

quillotanas no son gentes de zamacueca. La vihuela es para el canto. El

Page 32: Quillota, Ocho Textos de Antología

canto en Quillota no es un arte: es un instinto. Todas las niñas cantan,

como cantan todos los pájaros. El canto es aquí de derecho natural.

El nombre de “Collard y Collard” no ha llegado a Quillota todavía. Los

pianos de “Clementi” parecen haberse refugiado allí para verse sus sonidos

rehabilitados por el silencio. Unos cuantos claves y monocordios completan

la docena de instrumentos de tecla que existe en Quillota, comprendida la

Calle Larga. Un maestro de música, que hoy no lo hay, ganaría lo bastante

para no morir de hambre.

La banda militar establece despóticamente este dilema: o bailar o

conversar; pero las dos cosas a la vez no ha lugar. En efecto, juntos bajo el

techo de un salón con un par de clarines, una corneta a pistón, un trombón,

una trompa y un requinto, y ni con bocina podréis hacer llegar una palabra a

oídos de la dama con quien bailáis. Si preguntáis algo antes de un valse;

tendréis respuesta antes de la polka siguiente.

Fuera del baile, para ver a las quillotanas, es preciso buscarlas en la

Iglesia. Entre el día y la noche, es decir, entre dos luces, quedan algunos

cuartos de hora que son para los placeres de la crónica y del romance.

En el curso del día la ciudad está como sin existencia. El silencio,

este antiguo vecino de Quillota, es la persona única que se hace

expectable. Todas las casas están cerradas, puertas y ventanas. Como las

ventanas y puertas son lo que Quillota posee de más antiguo, pues todas

son trabajadas al gusto del siglo de la conquista y tal vez en la misma

época, diríase uno, al verlas cerradas y al observar el silencio de la ciudad,

que se hallaba en medio de alguna Palmira americana; nada menos que

eso. Cuarenta mil almas habitan debajo de esas aparentes ruinas y la más

vieja y fea de las puertas encierra un vergel de bonitas mujeres, que sólo

se dejan ver a su tiempo. Cuando a las horas en que quema el sol se anda

por las calles, es frecuente ver en el cuadro oscuro de un postigo abierto

Page 33: Quillota, Ocho Textos de Antología

algún rostro joven, blanco y bello, que aparece allí como esas cabezas de

Murillo pintadas en lienzos viejos y polvorosos.

Page 34: Quillota, Ocho Textos de Antología

IV. Libro de viajes: capítulo alusivo a

Quillota. -“Gentes y Paisajes de Chile”.

Page 35: Quillota, Ocho Textos de Antología

Ricardo Rojas

“Gentes y Paisajes de Chile”: capítulo Quillota (6)

Para los turistas que parten de Santiago a Viña del Mar, ansiosos de

llegar a la ribera, Quillota es apenas el nombre de una estación sobre el

camino. Para los chilenos, Quillota es una aldea rutinaria, desprovista de

motivos estéticos que justifiquen un viaje hasta ella. Para mí, en cambio,

Quillota era una ciudad de leyenda, por haber Alberdi escrito allí contra

Sarmiento las formidables epístolas que llamamos Las Quillotanas,

precisamente por el sitio en que las escribió.

Cuando algunos amigos chilenos oyéronme decir una tarde en la

redacción de “El Mercurio”, que deseaba visitar este pueblo, todos me

desanimaron, asegurándome que carecía de interés.

-Para mí lo tiene- respondí.

-¿Para Vd? ¿Y por qué?

-Porque allí vivió Alberdi durante una época decisiva de su vida.

-Es un noble motivo- me observaron-; pero no es suficiente para ir a

padecer malos hospedajes. Allí no van sino viajantes de comercio y

agricultores de la región.

- Me bastaría estar allí unas horas, para poder decir que he estado

en ella, y que Quillota, como la Mancha, existe…

Pocos días después realicé mi propósito.

Un rápido mañanero que corre de Valparaíso a Santiago, me llevó en

una hora desde Viña a Quillota, y volví en el rápido de la tarde, que regresa

de Santiago al balneario del mar.

Page 36: Quillota, Ocho Textos de Antología

Quillota existe, puedo afirmarlo ahora; existe la ciudad que Alberdi

hizo famosa en la Argentina, por haber datado allí sus cartas contra

Sarmiento, después de la caída de Rosas y su sistema.

Pero ¿qué digo? Sarmiento mismo estuvo en Quillota e laño 1842 y la

describió en “El Mercurio” de Valparaíso, fingiéndose un turista

norteamericano. Hizo el viaje a caballo desde el puerto; pasó por el

Almendral, el Cerro Alegre, el Campo de las Siete Hermanas, el Valle de

San Pedro, y una hora después su cabalgadura entró en la aldea del

verdegueante quillotano.

“Es Quillota-dice Sarmiento- una población reducida, con poca

extensión y contadas habitaciones en derredor de la única plaza que tiene;

la mayor parte de sus habitantes reside en un arrabal llamado la calle Larga

que se prolonga por más de dos leguas, alineadas por ambos costados las

habitaciones mezquinas, pero que abrigan en cambio mujeres liadísimas

que por lo general ostentan en su fisonomía, y sin el triste auxilio del arte, la

bella mezcla de los colores de la azucena y de la rosa. El clima es

delicioso, dando, por su temperamento ardiente en el estío y benigno en el

invierno, crecimiento y sazón a varios árboles de los trópicos; el aromático

chirimoyo y el verde lúcumo mezclan sus follajes con el naranjo y el

limonero, cuyas frutas gozan de merecida reputación por su exquisito

refresco en todo el ámbito de la república; y aunque los primeros no podían

brindarnos sus frutos, los reemplazan con ventajas las manzanas,

camuesas que exceden en bondad a todo lo que en otras partes he

gustado”.

El artículo de Sarmiento (que puede verse en el tomo primero de sus

Obras, tan henchido de substancia chilena), describe luego el origen de esta

ciudad, sus fiestas sociales, sus prácticas religiosas, uniendo a la pintura la

crítica con esa mezcla de ingenuo romanticismo y de propósitos sociales

que entonces procuraba realizar en sus escritos.

Page 37: Quillota, Ocho Textos de Antología

Ochenta años después de Sarmiento, he realizado yo su mismo

itinerario; pero en ferrocarril, como él lo hubiera deseado. El camino ha

cambiado un tanto, en población, en nombres y en cultivos ¿Cuál es el

Cerro Alegre de antaño? ¿Cuál es el Campo de las Siete Hermanas, donde

apretaba el corazón del caminante una leyenda de bandidos?... Por aquel

entonces Viña del Mar no existía, ni eran tan extensas las hoy famosas

viñas de Limache. Cuando el tren ha pasado este lugar, el panorama se

abre en un anfiteatro de altas serranías, y el convoy entra por lo que debió

ser la antigua calle Larga, entre quintas que sazonan el aire con el perfume

de las más sabrosas frutas. En la estación, las vendedoras se acercan a los

coches ofreciendo manojos de flores en sus canastillas, suculentas ciruelas,

carnosos priscos, refrescantes peras de agua.

Salí de la estación para recorrer al azar las calles del pueblo. Las

calles angostas y rectas, las manzanas cuadrangulares, las casas bajas,

con aleros de teja, según el aspecto de las viejas villas hispanoamericanas.

El ámbito era silencioso y de una dulce tibieza; el cielo, intensamente azul;

las montañas aparecían al fondo de las calles con sus moles obscuras. Las

gentes iban a pie, bajo el dorado sol de la mañana: unas mujeres, con la

canasta al brazo, volvían de hacer sus provisiones; otras, con el manto a la

cabeza, volvían de oír su misa. Había en todo aquello, para mí,

reminiscencias de algo antes contemplado. ¿Era Jujuy, acaso? ¿Era el

antiguo Tucumán? Quizá vino Alberdi a recogerse en este pueblo, porque

encontraba en él un ambiente análogo al de su aldea nativa… La montaña

ataja aquí las brisas de la costa; cálidas aguas fertilizan el valle; prosperan

en la atmósfera húmeda las naranjas y las chirimoyas; los patios se cubren

de lujuriantes helechos y jazmines embriagadores; la carne femenina se

macera en ensueños de misticismo y sensualidad. Algo de todo ello

descubrió Sarmiento, en rápida visión, con sus ojos de artista. Mucho de

todo ello debió sentir Alberdi cuando aquí viviera hace ya tantos años.

Page 38: Quillota, Ocho Textos de Antología

Yo había querido ir a Quillota, en edad en que aún sentía estas

emociones, sin cartas de presentación, y a nadie conocía en el pueblo.

Había caminado a la ventura por la calle principal y por el suburbio, viendo

acá la tienda de un mercader de paños, allá el taller de un artesano

herrador, acullá la acequia que regaba una huerta, y mientras yo pasaba por

ahí atrayendo las miradas de los vecinos, que se acercaban a ver al

forastero, de pronto una anciana sencilla, con esa amabilidad curiosa que

suelen tener las viejas de los pueblos apacibles, me saludó muy

gentilmente.

-Esta viejecita de cabellos canos, que así me sonríe, debe de ser la

tradición y el alma de Quillota- pensé.

Y seguro de que hablándola satisfacía mi curiosidad y la suya, me

llegué a la puerta en donde estaba, que era un puesto de frutas, y le dije:

-Señora: yo soy argentino, y he venido a conocer su pueblo, que es

famoso en mi tierra.

La buena mujer se mostró muy hospitalaria y ladina. Como yo le

dijese que en Quillota había vivido hacia 1853 el doctor don Juan Bautista

Alberdi, hombre célebre en América, y le preguntara si ella no lo había oído

nombrar, me respondió que no, pero agregó en seguida:

-Más anciano que yo, y de una familia quillotana más vieja, es el

propietario de esta casa, don Eleuterio, que vive aquí en los fondos: si usted

es gustoso de ello, yo lo puedo llamar, y él ha de complacerlo mejor que yo

sobre noticias antiguas de este pueblo.

Fue la señora al traspatio y volvió con don Eleuterio personaje

cuellicorto y obeso, de tez amarillenta, de párpados rojizos y pelados, de

hablar pastoso y tartamudo. Lo traía la curiosidad, pero lo retraía la

desconfianza. Don Eleuterio era sordo, pero al fin conseguí que me

entendiera.

Page 39: Quillota, Ocho Textos de Antología

-Si, señor: le pregunto si usted no ha oído nombrar a un tal Alberdi,

que cuando usted era niño, vivió aquí en Quillota.

-¿Valverde, me dize? Cómo no. Si los hei conocido. Vivían aquí a la

güelta. Los Valverdes han sío toos d’este pueblo.

-No, señor. Valverde, no… Al-ber-di, don Juan Bautista Alberdi, un

doctor argentino.

-¿Argentino? Entonces ha e ser don Cesáreo Gardel. Zi, pues eze

era argentino. Fue mi preceltor. El nos enseñó el silabario, a mí y a mi

hermana Balbina.

Ví que nada podía conseguir de don Eleuterio, y pregunté si no había

en Quillota algún anciano que pudiese darme otras noticias. La viejecita de

cabellos blancos, deseosa de mostrarse más amable, me avisó donde vivía

el señor X, un octogenario, cuyo padre, hombre principal, había sido un

emigrado argentino, que se casó en Quillota, y él debía saber lo que yo

preguntaba. Al oír aquello, se me antojó la ilusión de que podría averiguar

hasta en qué casa había escrito Alberdi sus “Quillotanas”.

A la plaza llegué caminando primero por la calle principal, en donde

está el comercio cosmopolita, acaparado por gente de nacionalidad

improbable, judíos y sirios en su mayoría. Pasé por “la paquetería” que se

llama “La Flor de Grecia”; doblé por otra calle donde está la “Panadería de

los Aliados”, a cuya puerta aguardaba un hirsuto burrito con las árganas

repletas de bollos perfumados, y llegué sin mucho andar a la esquina de la

plaza. Había en torno la inevitable iglesia, la necesaria botica, la

indispensable escribanía, y entre los frondosos árboles del centro, el

quiosco de las eróticas retretas, en donde suelen pololear las bellas

quillotas. Una paz realmente provinciana reinaba en aquel lugar. El sol de

mediodía doraba ya las aceras y las polvorosas calzadas. En un banco de

la plaza, guarecido a la sombra, estaba un chiquillo harapiento, pregonando

Page 40: Quillota, Ocho Textos de Antología

diarios; me vendió “El Mercurio” de Valparaíso, de esa mañana, y él me

avisó cuál era la casa que yo buscaba.

La casa que me indicó era baja, con rejas a la calle y ancho zaguán

cuya cancel dejaba admirar el espacioso patio florecido. Mientras

aguardaba a que viniesen a abrirme, eché una ojeada al periódico de

Valparaíso, y con grata sorpresa ví mi retrato en grandes letras, seguido de

un artículo que me saludaba por haber estado el día anterior en aquel

puerto. “He aquí una buena presentación para el señor X”, pensé… La

criada que me atendió díjome que el amo no estaba en casa; acababa de

salir a ver un hermano muy enfermo; pero el señor X era, precisamente,

aquel caballero que iba entrando en la plaza, y, si yo tenía urgencia, podía

alcanzarlo. Así lo hice. Me acerqué al caballero, un hombre distinguido, de

tez rosada y barba blanca; le di mi tarjeta y el número de “El Mercurio”; le

pedí excusas por aquella manera de presentarme; le dije que estaba

pasando unos días en Viña, que se me había ocurrido conocer Quillota por

haber vivido en ella nuestro Alberdi; que yo estaba encantado de su pueblo,

y que deseoso de saber si alguien, recordaba allí al autor de las

“Quillotanas”, me había dirigido a él, por se en cierto modo argentino…

-Yo soy chileno, señor- me contestó secamente.

-Sí, señor. Me dicen que usted nació en Quillota, hace ya setenta

años, pero que su señor padre fué argentino.

- El era de Córdoba, donde dejó muchos parientes.

-¿Debió venir a Chile en la época de la tiranía de Rosas?

-Si. El año 40. Después de una revolución que hicieron en Córdoba.

-Luego, pues, ha sido compañero de adversidades con los otros

argentinos que emigraron a Chile, Alberdi entre ellos.

-¿Quién?

-Alberdi.

-No lo conozco.

Page 41: Quillota, Ocho Textos de Antología

-¿No lo conoce Ud?

-No, señor.

-Eso es raro, siendo usted quillotano e hijo de argentino. Aquí vivió

Alberdi, compatriota de su señor padre, traídos los dos por una misma

fatalidad, y aquí escribió Alberdi un libro que los argentinos llamamos

“Cartas Quillotanas”, escrito después de la caída de Rosas, contra

Sarmiento, a quien acaso habrá oído nombrar usted.

Mi interlocutor me miró silencioso.

-Pues vea usted qué cosa más absurda, observé: Quillota es

conocida de los argentinos por Alberdi, y aquí nadie lo recuerda. Yo creía

que usted, al menos, conocería su nombre. Perdóneme usted, señor.

Y me alejé, saludándolo con mucha reverencia.

Después de aquel diálogo frustrado, resolví regresar a Viña en el

primer tren, y me encaminé a la estación, reflexionando sobre estos mitos

que nos forjamos a veces los hombres familiarizados con la historia. De

pronto, una experiencia nos revela que nuestra ilusión individual no

corresponde a la realidad colectiva. Así Quillota existe en Alberdi, pero

Alberdi no existe en Quillota. Yo creo que la enseñanza primaria de uno y

otro país, en ambos lados de los Andes, podría divulgar ciertos nombres

que dan persistencia a la tradición local de una ladea y que tejen la trama

de dos naciones en una sola cultura: Henríquez, Bilbao, Lastarria, para los

argentinos; Mitre, Sarmiento, Alberdi, para los chilenos.

Y mientras me encaminaba de regreso a Viña del Mar, mi silencioso

monólogo evocaba esos nombres en el ambiente de aquella aldea borrosa,

y de sus lejanas montañas azules, perdidas en el horizonte…

Page 42: Quillota, Ocho Textos de Antología

V. Memorias: un artículo y párrafos

de un libro. -“Alberto Rojas Jiménez, poeta errante”. -“Gente de mi tiempo”.

Page 43: Quillota, Ocho Textos de Antología

Alejandro Vásquez

Alberto Rojas Jiménez, POETA ERRANTE (7)

ALBERTO Rojas Jiménez le agradaba visitar Quillota, cuna de sus

antepasados y valle donde corrió el claro manantial de su infancia. Pasaba

por las calles mirándolo todo, deteniéndose frente a algunos edificios,

asomándose por encima de las cercas, para aspirar el perfume de las flores

de chirimoyos, azahares y jazmines. En la calle San Martín casi esquina de

Yungay, está la casa que construyeran sus abuelos. Es una casona

inmensa, llena de piezas, con dos patios, con bodegas y caballerizas y con

un gran huerto de chirimoyos y de paltos. Era la antigua casa del

terrateniente quillotano, construida especialmente para guardar los

productos del fundo y albergar a su numerosa familia. Con el correr del

tiempo, la casa pasó por muchas manos y sin sufrir mayores

transformaciones fue arrendada a diversas personas. Cuando yo la conocí

se decía que todos los arrendatarios, desde mucho tiempo atrás, habían

perdido en ella algún deudo querido. A mí me correspondió atender en esta

casa a una joven que murió de una tuberculosis galopante y a un niño de

meningitis tuberculosa. Se creó en torno a ella una leyenda fatal y durante

muchos años permaneció desocupada. Por esa época, Alberto Rojas

Jiménez visitaba solo y despacio la casa abandonada. Era para él una

dulce excursión al país de la infancia.

Escapado de la vorágine Santiaguina, llegaba al rincón provinciano en

busca de un baño de paz para su alma atormentada, añorando el seno

Page 44: Quillota, Ocho Textos de Antología

materno. El sabor elemental de las cosas de la edad infantil, destilaba

recuerdos inocentes que estremecían tiernamente su alma compleja y

satánica de bohemio errante. El patio de chirimoyos, cargados de grandes

frutas como puños de terciopelo, emergiendo sobre la maraña olorosa de

violetas y jacintos; o la luz tamizada por los vidrios de colores de una vieja

mampara; o el sostenido canto de los sapos; o el alegre cacareo de las

gallinas; o el sabor incomparable de un huevo fresco apenas cocido. Todo

esto que animaba el camino de su infancia le hacía un bien inmenso.

En estas fugas, Alberto me dedicó tres visitas. La primera fue sólo

una solicitud de rescate: me pedía en una esquela enviada por un

mensajero, que lo salvara, pues lo tenían en rehenes en el Hotel España,

por deudas. Cumplí su encargo; lo acompañé por algunos minutos y partió

a Santiago.

La segunda vez se hizo anunciar en forma muy original pro teléfono:

-Avisan del Hospital que el señor Director General de Beneficencia

vendrá a visitarlo, me dijeron.

Lo esperé extrañado sin salir de casa. Era el mediodía y tenía que

visitar aún a algunos enfermos en la calle. Al poco rato, el viejo coche del

Hospital se anunciaba a la distancia por el estrepitoso rodar de sus llantas

de acero. Se detuvo frente a mi casa y a través de los vidrios biselados de

la ventanilla, pude contemplar al visitante, es decir, darme cuenta que vestía

delantal y gorra blanca de médico, pues el rostro quedaba medio oculto,

mientras él trataba difícilmente de abrir la portezuela. El cochero del

Hospital había saltado del pescante y abierto la puerta. Con la

majestuosidad de un taumaturgo, avanzó hacia mí este misterioso

personaje delgado, pálido y sonriente. Me abrió sus brazos y el Director

General, se transformó en el poeta Alberto Rojas Jiménez. Había detenido

al coche del Hospital y convencido rápidamente al cochero de que debía

ayudarlo en una broma de buen gusto, a su amigo el Director del Hospital.

Page 45: Quillota, Ocho Textos de Antología

Como en otras ocasiones, hacía veinticuatro horas que había llegado a la

ciudad y después de su itinerario romántico, había pasado en el Hotel de la

Estación, al lado de su botella de vino y de muchos amigos circunstanciales,

monologando. Su aspecto era un poco desordenado y báquico. Un alto

cuello blanco un poco ancho, le hacía parecer muy enflaquecido; su corbata

con el nudo a medio hacer, corrido a un lado y su camisa mostrando

numerosas manchas de vino que inútilmente trataba de ocultar. Por otra

parte el terno oscuro, completamente arrugado, hacía pensar que había

dormido vestido.

Mientras se bañaba cantando, se le preparó todo para su

transformación y momentos más tarde, el flamante Director General pasaba

al comedor correctísimo.

Parco en comer y por el ambiente familiar, mesurado en la bebida,

conversó alegremente, discurrió elegantemente sobre su vida en

Montmartre y dijo algunos chistes a los niños. Su doble yo, sencillo y

bondadoso, era quien generalmente lo acompañaba durante el día. El otro

yo, lírico, demoníaco y altanero, era su traje de noche. Sin embargo, en

esta visita, de sobremesa, solo él y yo; me habló de sus proyectos, de sus

angustias económicas y de la incomprensión de la gente. Su desorden era

según él, consecuencia de la incomprensión ambiente. Me recitó algunos

poemas inéditos, claros y subjetivos. Me leyó esta vez, además, una

evocación de la legendaria Procesión del Pelícano de la Parroquia de

Quillota. Contaba en su narración, que él había actuado una vez como uno

de los angelitos de las andas que paseaban alrededor de la plaza. En aquel

tiempo, comentó, yo era un niño lindo, rubio y sonrosado. Este trabajo

había sido publicado en “La Nación” de Santiago. Lo conservé algún tiempo

archivado, luego lo presté para que un escritor amigo hiciera un trabajo

sobre las costumbres del Quillota viejo y no volvió a mis manos nunca más.

Page 46: Quillota, Ocho Textos de Antología

Solicitado por mis clientes en la hora de consulta, le pedimos, juntos

con mi mujer, que se quedara con nosotros algunos días; pero, como de

costumbre, se levantó de la mesa, dió las gracias en forma muy versallesca

a la dueña de casa y partió para su destino.

Un año más tarde, vino a verme por última vez. Los primeros fríos del

Otoño se estaban haciendo sentir y yo con mi familia gozaba un momento

de las delicias del hogar, leyendo junto a la salamandra encendida.

Qué raro parecía esta vez, con su rostro blanco más que pálido, de

una palidez que se prolongaba al cráneo, que desprovisto de su melena

bohemia, totalmente afeitado, recordaba el cráneo de los bonzos del Japón.

Su humorismo, esta vez, se había extralimitado y nos era inexplicable.

Alberto muy serio y muy fino, cumplía sus deberes sociales de preguntas y

respuestas para con mi familia. Yo lo miraba sonriente y sorprendido.

Momentos después, a solas, me confesó que su querida melena había

quedado en Calera.

-Tú comprendes, en el bar, una copita de vino y otra copita de vino;

un grupo de obreros filarmónicos que me echa “tallas” por mi melena de

poeta; entre ellos dos peluqueros que ofrecen sus servicios, los que yo

acepto, si los diez del grupo me acompañan en igual sacrificio. Otra copita

de vino sella el pacto y allá me tienes de inspector de peluquería, yo me

quedé para el último porque no quería ser burlado. Al final, todos mis

compañeros con el cráneo rasurado, oficiaban bebiendo y cantando tras de

mí, el supremo sacrificio de mi lírica melena. Eso es todo. ¿No lo

encuentras sublime? Yo tampoco, terminó diciendo y tocándose su bola de

billar; porque siento un frío inmenso en la cabeza y no tengo sombrero…

En el fondo, lo acontecido, si tenía gracia, no dejaba de ser amargo y

doloroso. Mi amigo, el elegante y dionisíaco poeta de otros tiempos, había

condescendido demasiado con la vida. Todo eso lo dijeron mi mirada y mi

silencio. Alberto lo notó y como un niño, con los ojos bajos, me prometió

Page 47: Quillota, Ocho Textos de Antología

enmienda. Sin duda estaba avergonzado, recordando mis largas

conversaciones con él, llenas de consejos paternales.

Acto continuo, abrió una carpeta, y extrajo de su interior numerosos

originales y fotografías. Empezó pasándome el retrato de una joven

cubierta con uno de esos feos sombreros que se usaron, allá por el año 29.

Representaba a Nanette, su esposa de París, su compañera de aventuras y

la madre de su hijo.

-Era una mujercita encantadora y comprensiva, me dijo.

-No lo dudo, las parisinas tienen fama de sensitivas pero realistas,

contesté.

-La mía tuvo además, la virtud de darme un hijo; el bebé era algo

extraordinario, si tú lo hubieras conocido…Pero aquí tengo su retrato;

guárdalo tú como un recuerdo mío, me dijo pasándome la fotografía

después de haber escrito en el reverso, una dedicatoria.

Después de mirar ambas fotos y de comprobar que la mirada del niño

recordaba mucho a la del padre, se las devolví.

-Creo que estos recuerdos íntimos deben acompañarte siempre.

-En efecto, me han acompañado siempre; tanto que los llevo

grabados en mi corazón y por eso es que te los dejo. Nada puedo dejarte,

que me sea más querido; además toma esto, mi último libro, África…

Yo me sentía confundido. Rechazar sus obsequios preciosos era

ofenderlo; aceptarlo, era tal vez un abuso de amistad.

Quien sabe qué misterioso impulso lo guiaba en esos momentos,

como en una postrera despedida. No creo en los presentimientos, pero algo

de extrahumano vibraba en la insistencia del poeta, a que me quedara con

sus pobres tesoros. Guardé para mí los retratos de su Nanette y de su

pequeño parisiense; leí a la ligera los titulares de algunos recortes de

periódicos que me entregó; y de África tomé sólo dos cuadernillos, todo lo

demás se los devolví cariñosamente, cerrando su carpeta.

Page 48: Quillota, Ocho Textos de Antología

Estaba realmente triste aquella tarde, con su aspecto tragicómico, sin

la protección romántica de su vieja melena.

-Cualquiera diría que has venido a decirme adiós para siempre, o a

distribuir los legados de tu testamento, le dije.

-Todo puede ser, Alejandro, y como ves, tomo mis precauciones.

Me pareció más delgado, más pálido, tal vez enfermo. Como otras

veces, quise examinarlo, pero no me lo permitió.

-No he venido a ver al médico, sino al buen amigo, al hermano y al

pueblo de mi niñez.

-Qué importan los males físicos cuando el alma está joven y vibrante,

continuó.

Me preguntó la hora. Había llegado el momento de partir a tomar su

tren de regreso a Santiago y al anochecer de aquel día otoñal, después de

un abrazo estrecho, partió nuevamente el amigo pródigo, que fué Alberto

Rojas Jiménez.

Hoy, buscando papeles en mi archivo, me han salido al encuentro

estos recuerdos materiales del poeta.

Me he prometido cumplir el antiguo deseo de dar a conocer este aspecto de

su vida. Será como rendir homenaje a la memoria de este lírico chileno,

que escribió tantas cosas bellas, que fué un gran creador de metáforas

rutilantes y que, pródigo con todo, fue dejando jirones de su propia vida en

todas las encrucijadas.

He aquí, dos capítulos originales de su novela África, el IX y el XI.

Lamento ahora no haberlos guardado todos. Son los eslabones perdidos de

su novela trunca e inédita.

He aquí el retrato de su mujercita Nanette, tierna y comprensiva,

heroica y abnegada.

Y he aquí la fotografía de su hijo; un hermoso niño de carita redonda,

frente despejada y amplia, enmarcada por una pelusilla rubia; ojos grandes

Page 49: Quillota, Ocho Textos de Antología

y melancólicos, naricilla respingada, boca pequeñita y fina. El conjunto me

evoca el rostro del Alberto. Su madre ha puesto al pie una dedicatoria

breve y sencilla: “Pour mon papa”- París le 12 fevrier 1929-Serge.

El poeta no lo vió crecer a su lado, talvez no supo más de él sin

embargo, este pequeño cartón parisiense le acompañaba en el naufragio de

su vida; era un símbolo. Serge, significaba belleza, bondad, pureza. Sus

ansias de superación, sus inmensos sueños de amor y de gloria. En el

reverso, Alberto me dedicó las siguientes palabras: (primero que todo su ex

libris: una botella de vino y una copa) y después “Para Alejandro, poeta,

mago, hermano, padre y víctima de mi desorden. 1934).

Toda su historia de poeta errante en esta imagen inocente. Un

medallón documental de su vida aventurera, con anverso y reverso; con luz

y sombra.

Quillota, julio de 1946.

Page 50: Quillota, Ocho Textos de Antología

Luis Durand

“Gente de mi tiempo”: párrafos. (8)

En cierta ocasión fui a pasar un fin de semana a Quillota. Hacía días

que no me sentía bien y creí que era una gripe que se me había pegado por

falta de un buen sudorífico. Resultó que me enfermé de tal manera que al

día siguiente amanecí con fiebre tan alta que me fue imposible levantarme.

Todos los solícitos cuidados que me prodigaron los nobles y generosos

amigos en cuya casa me encontraba, no surtieron efecto. Vinieron médicos

que se reunieron en junta. Vásquez, Hiriart, Sola, Concha. Lo que yo tenía

era un tifus de marca mayor. Y acto continuo me llevaron al hospital.

¡Qué gentes tan buenas, tan afectuosas todas aquellas que me

atendieron en ese hospital! Los médicos, las monjas, las enfermeras. Allí

aprendí a saber lo que es estar en cama, en una gran soledad. Alejandro

Vásquez fué quien se hizo cargo de mí. Y pasaba a verme por lo menos

dos veces al día. Alejandro, médico jefe del hospital, era un poeta, un

artista amigo de ellos, que sentía una gran alegría cuando podía alternar

con esta clase de gente.

Hasta aquel rincón amable legaron a verme Domingo Melfi, Guillermo

Koenenkampf, Jerónimo Lagos, S.E. el Presidente de la República don

Arturo Alessandri estaba en Viña del Mar y Sergio Atria, que en la época del

verano se desempeñaba junto a él como secretario, le informó de mi

enfermedad. Un día el Presidente, en persona, llamó por teléfono al

hospital de Quillota. Contestó la señorita encargada de la estadística del

establecimiento.

Page 51: Quillota, Ocho Textos de Antología

-Señorita, tenga la bondad de decirme cómo sigue el enfermo Luis

Durand.

-¿Quién llama?- preguntó la señorita.

-Dígale que el Presidente.

La joven sin pensar ni siquiera remotamente de que se trataba de don

Arturo Alessandri, nada menos, le pregunta sin mucho comedimiento,

creyendo que se trataba del presidente de algún sindicato de La Calera o

de El Melón.

-¿El presidente de qué?...

Entonces don Arturo le contesta con voz tonante:

-De la República, pues, señorita…

Llegó la niña encendida y asustada, corriendo hasta mi cama para

decirme llena de gran confusión:

-Señor, por Dios, fíjese que el Presidente está preguntando por su

salud: Y que le mande decir si necesita algo.

-Dígale que estoy mejor y que por el momento nada se me ofrece.

Que le agradezco en el alma su preocupación.

¡Don Arturo! ¿Cómo no recordarlo con afecto, cuando era tan humano

y tan sincero y afectuoso contados sus amigos?

Pero la enfermedad no cedía así no más. Un anoche en que yo

dormía presa de una gran fiebre, en medio de la cual estaba soñando todas

esas cosas absurdas que produce un estado como el que indico, sentí que

alguien me tocaba en el brazo y que me llamaba en voz baja:

-Señor Durand, señor Durand…

Creí que se trataba de una alucinación. Pero como la cosa continuara

desperté al fin y, al abrir los ojos en la media luz de la habitación, vi a una

persona a quien no conocía, que estaba sentada cerca de mí. La miré largo

rato y por fin le pregunté:

-¿Quién es usted?

Page 52: Quillota, Ocho Textos de Antología

-Soy Couchot, señor Durand. Soy el administrador del palacio de

Viña y figúrese usted que me ha pasado una cosa tremenda. Denantes,

como a las cinco de la tarde, me encontré con S. E. que venía llegando de

dar un paseo y me dijo:”Mire Couchot, vaya a ver al hospital de Quillota a mi

amigo Luis Durand, que está ahí enfermo. Dele mis saludos y dígale que yo

estoy muy preocupado por su salud. Que me mande a decir lo que se le

ofrezca”. Y resulta- continuó mi inesperado visitante- que llegaron unos

señores a revisar unas facturas y tuve un trabajo tan enorme que me olvidé

por completo del encargo de S. E. Para mal de mis pecados, en la noche,

poco antes de comida, me encontré con él y me preguntó:”Qué hay,

Couchot, ¿cómo estaba Durand?” “Mejor, Excelencia. Estuvo muy

agradecido de su atención y me encargó que lo saludara y que por el

momento no se le ofrecía nada”. Créamelo que no pude probar bocado. Y

apenas S.E. se retiró a sus habitaciones tomé el auto y me largué para acá,

trayendo un gran susto. ¡Lo que falta que este bendito señor Durand se

haya muerto! Ahí sí que la hacía de oro. No sabe cuánto me alegro

encontrarlo tan bien. Porque está mucho mejor usted, ¿no es así?

En medio de mis dolores de cabeza no pude menos que reírme de las

tribulaciones de aquel buen señor Couchot, que se marchó muy tranquilo

porque yo estaba mejor y no se me ofrecía nada. Tal como él se lo había

dicho al Presidente. También don Arturo le había encargado al gobernador

de Quillota que pasara a verme lo más seguido que pudiera y lo informara

por teléfono acerca de mi salud. Ese buen caballero cumplió con gran

solicitud el encargo que se le había hecho. Conversaba un momento

conmigo y después de darme la mano se las lavaba cuidadosamente,

secándose con su pañuelo, a fin de evitar una infección. Después me decía

un tanto confundido:

-Excúseme, pero ya sabe que esto es contagioso. Y a mi edad no es

ninguna gracia pescarse un tifus. Yo que soy médico lo sé bien.

Page 53: Quillota, Ocho Textos de Antología

Uno piensa a veces que en estas cosas del destino no hay nada que

hacer. A este buen caballero, a quien le guardo una infinita gratitud por sus

atenciones, le ocurrió que en el terremoto que sobrevino a comienzos del

año siguiente le cayó una viga encima y terminó con él. Es entonces

cuando uno se da cuenta de lo frágil que es este tránsito y que de nada vale

aferrarse a él cuando ya la hora está señalada.

Tendría que escribir muchas páginas si tuviera que expresar mi

gratitud a todas las personas que me ayudaron en aquel trance. Nunca he

olvidado a Ofelia, una simpática muchacha que me atendía en la noche y a

quien divisaba yo entre mis afiebradas nieblas durmiendo tranquilamente,

sentada en una silla y con el codo apoyado en los pies de mi cama. Dormía

como un niño, pues no se le oía la respiración. Un día que pasaba yo, años

más tarde, por una callejuela de San Pedro, me salió al paso una mujer con

tres chicos pegados a su falda. Iba a pasar de largo, cuando ella vino a

hablarme. Era Ofelia.

¡Qué impresión penosa me dejó! Los niños, la pobreza, las mil

privaciones, a los veinticinco años le habían quitado su frescura y su belleza

de niña. Pero tuve una gran alegría de verla, de conversar con ella, como

en aquellas noches cuando yo le decía:

-Ofelia, háblame de algo, estoy con dolor de cabeza y muy aburrido.

Dime, cuéntame algo.

Y entonces Ofelia me contaba sus amores y los de otras de sus

compañeras. Y por las noches mientras le ponía hielo a la bolsa que

colocaba debajo de mi cabeza me decía:

-Y usted nadita que me cuenta a mí, porque ha de ser bien diablito

también ¿No es cierto?

Alejandro Vásquez llegaba por las mañanas. A eso de las nueve lo

oía con su tosecita seca, que pasaba carraspeando. Solía asomarse a mi

puerta y su rostro inundado de simpatía sonreía para decirme:

Page 54: Quillota, Ocho Textos de Antología

-¿Qué hay, Luchito? ¿Cómo has amanecido? Ya vuelvo a verte.

Y al mediodía había gran tertulia en mi pieza. Los médicos se

sentaban sobre mi cama y fumaban y contaban cuentos picantes. Recuerdo

a ese hombre tan simpático y tan lleno de bondad que era el doctor Sola.

Algunos días aparecía Laurita, la esposa de Alejandro, bella y sonriente,

con ese modo un poco esquivo, que se me ocurre debió tener desde

muchacha. ¡Qué felices debían ser! Porque Alejandro la adoraba.

Respiraba a través de ella. Y eso, aunque a ratos se convierta en una

esclavitud que molesta un poco, es lo que se llama dicha. O sea, el

matrimonio perfecto dentro de la imperfección humana.

Allí recibí en dos o tres ocasiones cartas de mi amigo Hernández

Catá, que era entonces embajador de Cuba en Río de Janeiro.”¿Qué hay,

Durand? -me decía- . ¿Y cómo sigue esa enfermedad? Cuénteme,

cuénteme que estoy ansioso de saber que su mejoría va ya muy adelante”.

Y mis amigos de Quillota venían de vez en cuando a verme. Alina

estaba enferma en eso días y no pudo llegar hasta el hospital. Pero me

manifestaba en todas las formas que podía su preocupación y su cariñosa

atención. Yo era, como acaba de decirme un amigo en carta que en este

instante recibo, un viejo gruñón, arrinconado. Creyendo que todos me

olvidaban. Y que Alina esta entre esas personas que no me recordaban en

absoluto. Oh, Alina, y cómo me hacía sufrir pensar así. Mi amor por ti era

tan infinito. Tan hermoso como un permanente y mágico sueño. Y yo

estaba equivocado, porque ella también por esos días se sentía muy

enferma. ¡Qué dolorosas horas son aquellas en que pensamos en los seres

a quienes amamos de verdad! Y el tiempo y las angustias que nos

arrinconan, que nos hacen cavilar día a día, sin poder, convencernos de que

esos seres a quienes adoramos son aquellos que nos olvidan, con la fría

crueldad que trae el desamor.

Page 55: Quillota, Ocho Textos de Antología

Hasta que un día pude levantarme. Y fui a casa de Alina. La

encontré inclinada sobre un macetero admirando a unas flores recién

abiertas. Cuando alzó la cara vi que tenía los ojos húmedos y brillantes. Y

nos quedamos contemplándonos sin hablar. En un silencio tan tenso que

sentíamos como el corazón nos latía agitadamente, hasta hacernos daño.

No es este un capítulo de una novela. ¿Verdad, Alejandro Vásquez?

¿Verdad, don Arturo Alessandri? Pero es bello retornar por los caminos del

pretérito y ver encendidas las lámparas que alumbraron las noches mágicas

de nuestros sueños más fantásticos.

Mis hijos y mi mujer me miraron extrañados de verme con veinte kilos

menos. Aparecía yo casi esbelto. Nada les había comunicado para no

causarles inquietud. Aquel veraneo había sido bien original. Con un tifus,

que en aquellos tiempos era una pelea a brazo partido con la muerte. Pero

yo sentía de nuevo una secreta melodía muy adentro del corazón. Era

como una canción de la buena esperanza. Como una ilusión que florecía

de nuevo.

Page 56: Quillota, Ocho Textos de Antología

Notas sobre autores y textos 1) Autor: Manuel Varas Espinosa (1880-1959): poeta, periodista y político nacido

en Quillota.

Texto: poema de la antología “Parnaso Chileno” (1910) de Armando Donoso.

2) Autor: Lautaro Yankas (1902-1990): novelista, cuentista y ensayista. Fue

profesor de Artes Plásticas del Liceo de Hombres de Quillota.

En 1943, publicó “La ciudad dormida”, novela ambientada en Quillota.

Texto: cuento del volumen “Rotos” (1945).

3) Autor: Eugenio Matus Romo (1929-1997): novelista, ensayista, crítico y

antologador. Profesor de Castellano nacido en Quillota.

Texto: capítulo de la novela “Mientras amanece” (1960), ambientada en Quillota

y Valparaíso. El personaje quillotano Garrúa aparece también en su novela

“Encuentro en Tánger” (1966) Matus se inspiró en un martillero de apellido

Marúa.

4) Autor: Orlando Arancibia (1896-1957): periodista y escritor nacido en Nogales.

Fue alumno del Liceo de Hombres de Quillota.

Texto: crónica del libro “Al pie del Mayaca. Crónicas” (1954)

5) Autor: Juan Bautista Alberdi (1810-1884): jurisconsulto, escritor y político

argentino. Vivió en Chile varios años y pasó largas temporadas en Quillota.

Texto: artículo publicado en “El Comercio” de Valparaíso el 24 de marzo de

1848. Transcrito de “El Observador”.

Page 57: Quillota, Ocho Textos de Antología

6) Autor: Ricardo Rojas (1882-1957): historiador, crítico y poeta argentino. Estuvo

en Chile, por primera vez, en 1921.

Texto: capítulo del libro “Gentes y paisajes de Chile”, tranascrito del la revista

“Atenea” (1928).

7) Autor: Alejandro Vásquez ( - ): médico, poeta y escritor. Amigo de Alberto

Rojas Jiménez (1900-1934) y Luis Durand.

Texto: artículo de la revista “Atenea” (1946).

8) Autor: Luis Durand (1895-1954): novelista, cuentista y ensayista. Tuvo varios

amigos quillotanos.

Texto: párrafos del libro “Gente de mi tiempo” (1953). Lo que narra sucedió el

año 1938.