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Literatura sobre la ciudad de Quillota, Chile.
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Quillota: 8 Textos de Antología
(1848-1960)
Selección y Notas de
Augusto Poblete Solar
2005
Índice
Dedicatoria Nota Preliminar
I. Poesía: poema de un quillotano.
-“En mi pueblo”.
II. Narrativa de ficción: un cuento y un capítulo de novela.
-“Roto fatal”.
-“Mientras amanece”.
III. Periodismo: una crónica y un artículo.
-“La Plaza”.
-“Quillota y sus cosas en 1848”.
IV. Libro de viajes: capítulo alusivo a Quillota.
-“Gentes y Paisajes de Chile”.
V. Memorias: un artículo y párrafos de un libro.
-“Alberto Rojas Jiménez, poeta errante”.
-“Gente de mi tiempo”.
Notas sobre autores y textos.
A la memoria de Chema y Alberto,
mis padres, por su cariño incondicional.
Nota Preliminar
Durante varios años hemos leído y releído textos literarios, periodísticos e
históricos alusivos a Quillota y los quillotanos. Muchos de ellos nos han fascinado
por diversos motivos y algunos deseamos compartirlos a través de esta antología,
cuyos límites cronológicos son los años 1848 y 1960. Los ocho textos están
presentados en cinco secciones, según géneros literarios y periodísticos.
Seis de los autores de los textos son quillotanos por nacimiento o residencia y dos
de ellos son argentinos: Varas Espinosa, Yankas, Matus, Arancibia, Vásquez y
Durand; Alberdi y Rojas, respectivamente.
Ojalá este trabajo puedan continuarlo otros amantes de la Literatura y de la Historia
quillotanas.
Augusto Poblete Solar
Profesor Normalista (1937)
Quillota, agosto del 2005
I. Poesía: poema de un quillotano. -“En mi pueblo”.
Manuel Varas Espinosa
EN MI PUEBLO (1)
Del Aconcagua en la opulenta orilla,
en medio de una flora tropical,
triste, en silencio y á la vez sencilla,
se alza Quillota, mi ciudad natal.
Misteriosa se yergue é imponente,
su quietud nada viene á perturbar,
y parece el murmullo del torrente
leyendas de otros tiempos evocar.
Reina y señora de este fértil suelo
que Natura colmara de esplendor,
lleva en su frente, que levanta al Cielo,
la corona perenne de verdor.
Perdida del boscaje entre las galas,
en brazos del reposo se entregó,
como paloma que plegó las alas
y cansada en el bosque se adurmió.
El silencio, el misterio, la espesura,
juntos le brindan sus encantos mil,
¡es un Edén plantado en la llanura,
verjel hermoso, sin igual pensil!
Aquí Naturaleza sus caudales,
agotó de hermosura y de bondad:
hay crepúsculos, auroras tropicales,
hay misterio, silencio, soledad…
Para el que busca la perdida calma,
hay misterio y silencio en que vivir;
para el que lleva destrozada el alma
hay soledad en que poder gemir.
Suspira entre los árboles la brisa,
arrúllanse las aves con amor,
á sus plantas el río se desliza
magnífico, soberbio y bullidor.
Todo es aquí grandeza y armonía,
motivo de solaz y admiración,
y á raudales la dulce Noesía
brinda al poeta regia inspiración!
*
Viajero por la senda de la vida,
después de larga ausencia vuelvo á ti,
Quillota hermosa, mi ciudad querida,
toda encanto y recuerdos para mí.
Aun muy niño abandoné tus lares,
sin conocerte hermosa te perdí:
desde las playas de lejanos mares
en mis ensueños sin cesar te ví.
Siempre latente en la memoria mía
tu nombre, nunca lo llegué á olvidar,
porque en mi mente tu recuerdo unía
á los recuerdos del paterno hogar.
Hoy vuelvo á ti: el viento, la pradera,
el río, el monto, el ave en su cantar…
todo me habla de mi edad primera,
todo mi infancia me hace recordar.
Todo en lenguaje dulce y misterioso,
que tan sólo yo puedo comprender,
me habla de aquel tiempo venturoso
que ya ha pasado, para no volver.
¡Gratos recuerdos de la tierna infancia,
-flores que nunca perderán su olor,-
cómo respira el alma la fragancia
que guardáis de inocencia y de candor!
Plácido el viento que rozó mi frente
cuando niño, la vuelve hoy á rozar,
el murmullo grandioso del torrente
en mis oídos vuelve á resonar.
Igual el monte y la floresta bruna,
el cielo con su misma nitidez,
sólo el hogar que cobijó mi cuna
deshecho por el tiempo fué tal vez.
*
Al volver á mi pueblo, del pasado
empezaron recuerdos á surgir,
y sentíme á otro tiempo transportado
y en otra edad me pareció vivir.
Volví á ser niño, y en aquel instante,
mi vida entera deslizarse ví;
y ví mi cuna y á su madre amante
y el eco de su voz llegó hasta mí.
En sus brazos me ví,- sobre mi frente
sus ósculos sentir me pareció…
todo fué sueño que forjó la mente,
todo ilusión que pronto se borró.
* Del Aconcagua en la opulenta orilla,
en medio de una flora tropical,
triste, en silencio y á la vez sencilla,
se alza Quillota, mi ciudad natal.
II. Narrativa de ficción: un cuento y un capítulo de novela.
-“Roto fatal”. -“Mientras amanece”.
Lautaro Yankas
ROTO FATAL (2)
Lo soltaron esa mañana después de un encierro de ocho días, en que a
duras penas sujetó su rabia alborotada de granuja. El calabozo hediondo
puso en su sangre el grillete del mundo que lo apretaba y empujaba desde
la sombra, aunque el sol inundase calles y cosas. Eran amarras fuertes que
desgarraban la carne y mordían corazón adentro. Tenía la cabeza pesada
cuando entró en su cuarto el último del conventillo. Encontró a su madre
rociando la ropa, para plancharla y hacer los atados que ella misma
entregaría en la tarde a los patrones.
-¿Ya te soltaron?-habló la mujer con acento cansado y sordo.
-Me soltaron- articuló el hijo con parecida voz, adivinando, sin mirar,
los movimientos de su madre, esforzada y magra, sumergida en la nieve
viva de la ropa lavada. Junto a la puerta, sobre el brasero de latón, se
caldeaban las viejas planchas. El Viruta, culpable, vencido y rebelde, no
encontraba palabras.
- Si no escarmenta y ahora, te va pasar lo pior… Van dos con ésta.
-Le digo que no me tira el robar.
-Castigo e Dios ha de ser, entonces, por no acordarnos del finao de tu
padre. Semana a semana le prendía una vela a la Virgen por su descanso
y ahora na. El lavao no da pa comer…
-Cuando llega la mala todito se junta.
-No tenís suerte, Viruta. Mira al Pelao y al Cojo: toas las noches
vuelven cargaos de las quintas y al otro día negocian la cosecha.
-Esos son baquianos. Pero “allá” los tienen en lista…
-Ah, ¿sí? Entonces les va a salir cargá la cuenta. Vos mejor deja ese
negocio, busca trabajo.
-Trabajo, ¿y dónde?
-Búscalo, facineroso, vago del diablo! ¿Cómo yo encuentro ropa que
lavar?
-Hay mucho cesante. Si hallara una pega, otro gallo me cantara.
-Acuérdate; si no te dejay de enreos con la policía, haré cuenta que
no tengo hijo. ¡Pa pasar vergüenza! Si los patrones llegan a saber que te
pescaron, me muero de hambre.
-Harto le pagan sus patrones. Más ganaría de cocinera.
-Entones estarías bien cebao, ¿no? Pa qué tendrá hijos una…
La mujer va a la puerta, coge una plancha, la limpia en el saco y comienza
su trabajo sobre la tabla. Diríase que piensa en otra cosa cuando dice:
-¿Te dieron de comer?
-¡Seguro! Es hotel, por casualidad… De ayer que no masco un peazo
e pan.
-Ahí, en el esquinero, hijo…
El Viruta encuentra un poco de carne y pan.
-Nadie roba por su gusto. Cuando la mala lo pesca a uno…
-Come, desgraciao, y anda a buscar trabajo.
Come, sentado en la silleta que hay junto a la puerta. Blanquean sus
dientes con un resplandor de fiereza y su mirada se nuble. La madre lo
observa un instante y ahora la plancha estira con esfuerzo el albo lienzo,
mientras la frente se carga de pensamientos.
-El día que trabajís a la luz del sol, la desgracia se irá de esta casa.
Cuando el diablo pesca al pobre, tiene que penar mucho pa zafarse.
-Si pesca al rico, más rico se vuelve.
-Hay ricos que hacen pacto con el diablo.
-Robar en grande es lo que hay que hacer. En el mundo un ladrón
saltea al otro y el tonto paga el pato.
-Allá te enseñaron el catecismo, por lo que veo, y bien lo aprendiste.
-¡Que lo condenen a uno por un saco de chirimoyas!
-¡Desgraciao, no más!
-...Cuando el viejo las deja podrirse en la mata.
-Anda, sinvergüenza-escupe la madre al verlo salir con las manos en
los bolsillos, desganado y adusto bajo los mechones de su pelo indómito.
El Viruta se encaminó a la boca del conventillo, donde los chiquillos
se revolcaban, y salió a la calle vacía, amarilla del sol. Miró el muro de
enfrente y tuvo ganas de reventarse la cabeza en los ladrillos. ¿A dónde
diablos ir? No tenía ganas de trabajar; su sangre le decía que la vida era
algo mejor que sudar bajo un saco de ochenta kilos o cavando la tierra
endurecida. El que aguanta la miseria, la merece. El hombre debe
buscarse el alivio, y si puede… Ahí, a diez pasos, había “pega”, estaban
rompiendo el pavimento, un trabajo para sus fuerzas. Si él quisiera, allí
tendría para algunos meses. El hombre debe buscarse el propio camino,
¿no es cierto? Ahí estaban sus amigos, el Rucio, el Ají Verde, el Champa,
dando los bofes, construyendo el “progreso nacional”, como decían los
políticos en los diarios ¿Cuánto iban a durar? Mover la barreta y la pala
desde el alba a la noche no era broma. Claro, se pegaba bien, ¿y luego?
Botarse como un animal o beberse la paga. ¡Bonita vida! Los bueyes vivían
mejor. Cuanto a él, saldría con la suya, aun cuando la mala suerte lo
hubiera echado ya dos veces a la sombra. Soñaba con un traje azul
marino, los pies metidos en flamantes zapatos claros, la corbata alegre, el
bigote cuidado. Su madre lo apaleó desde chico y no le enseñó nada útil.
No era, pues, más que un roto predestinado. Pero él quería ser un roto bien
vestido y cómodo. La cosa era clara y su madre no tenía más que cerrar la
boca.
El caserío se adormilaba en la cálida luz de la mañana. La calle
principal, zigzagueando en el corazón del pueblo, soportaba el doméstico
ajetreo de los vendedores ambulantes y los vehículos de carga. Cuando un
tren paraba en la estación, la calle parecía hincharse, móvil y gris, con sus
fachadas ruinosas y chatas y sus puestos de frutas. El Viruta lo miraba todo
sin verlo, cansado de las gentes y los gritos cotidianos, engrillados en el
tiempo. Una rabia sorda empezaba a morderle la entraña contra aquella
vida bovina y tétrica. Pueblo de porquería. El viejo Cañas, como los
demás, se conformaba con su mísera ganancia diaria. Estaba siempre
gordo, comiéndose las sobras podridas de su puesto de chirimoyas y
manzanas y cortando las tajadas de queso, que ordenaba luego en la
vidriera llena de moscas. Los turcos esperaban con paciencia de araña tras
el sombrío mostrador y el bachicha pesaba desde temprano, quitando al kilo
los cien gramos de rigor. Todos ellos serían ricos al cabo de años, aun el
propio Cañas, si la suerte lo quería. Así había hecho Dios a los hombres.
Pero el Viruta era de barro diferente y una de esas noches se iría arriba:
entonces mandaría al diablo el pobre caserío con sus gentes obscuras y
sucias como ratas.
Torció hacia la calle del cerro, donde cantaban letreros de cantinas y
el destino le puso en la acera la propia estampa del Gato Pancho, el
“decano” de los “quinteros”.
-¿Te largaron, Viruta? Buena cosa de hombre de diablo.
-Cuando a uno lo pesca la mala- contestó éste, mirando la calle que
se empinaba, áspera, detrás de su amigo y maestro.
-Psch, eso le pasa a cualquiera y nadie se va a quemar por tan poco.
La vida es larga y el que se manea es vaca. ¡Un trago, Viruta!
-Qué nos demoramos.
Los ojos del Viruta se encendieron frente a la vitrina donde humeaba
la malaya recién cocida junto a la fuente de porotos bayos y a los trozos de
lomo. Todo eso y una botella de tinto…
-¡Dos medios!- gritó Gato Pancho a la gorda que surgió de la
penumbra.
-¿Y a vos cómo te va yendo?- preguntó el Viruta, flemático.
-Tengo un trabajito, niño. Si te animas…
Hay que matar el chuncho, por la grandísima. ¿Pa cuándo?
-Esta noche.
-¿Vos y quién más?
-Eulalio… y vos, si te sobra pana.
- Buena cosa, Gato Pancho. Si no fueras vos, te había timbrado el
hocico.
-Pasa ronda a las doce. Hay que saltar la muralla en la media cuadra
y pasar los sacos frente al sauce grande.
- Es la Quinta Reinoso, por lo que veo.
- La misma. Apenas pase la ronda nos juntamos cerca de la línea…
-Convenío. Salud.
Gato Pancho tiró unos pesos, y en seguida la calle asoleada los hizo
pestañear.
-Subo a la cantera a ver un asunto. Hasta luego, Viruta.
-Hasta luego.
Le cosquilleó el pecho, como otras veces; era la misma sensación de
angustia que le arañaba en víspera de algún “trabajo”. ¿Sentiría lo mismo
el Gato Pancho? No lo demostraba con su desenfado y su cara de gato
goloso. En cambio él, desde un rato, tenía el seso caliente y la arruga de
los sucesos obscuros porfiaba en su cejo. Recordó la pulla de un
amigo:”Vos no tenís ñeque pa eso y te vas a fregar con el Gato Pancho. El
punga nace con las manos largas y vos tenís facha de pije con ganas.
Bótate a lacho, será mejor”. Era cierto. La astucia se lleva en la sangre, y
se roba sin zozobras. En cambio, él pensaba ávidamente en la riqueza y en
la vanidad lograda con ella. Apenas iniciado por su maestro, lo pillaban
como a un pobre diablo, cuando los chiquillos del barrio robaban con
virtuosismo en las mismas narices de los carabineros. ¡Roto más
desgraciado! Sin embargo, su vida llevaba un pulso apremiante y esta vez
el hombre ganaría la alternativa. Sólo había que pensar en el trabajo.
Además, Gato Pancho era hombre de suerte.
Pasó la tarde tendido en la cama, cavilando, sin hacer caso de los
rezongos de su madre, que no acababa de planchar. Aquella montaña de
níveo lienzo refrescaba sus ojos y dilataba el espacio de su alma como si
estuviese delante del cielo cuajado de nubes mágicas. La madre le ofreció
algún comistrajo que él engulló con indiferencia. Luego se dispuso a salir.
-Onde vas- inquirió la vieja con voz sorda, tibia de sangre alterada, de
entraña alerta, mirándolo en la súbita pausa de la plancha- ¿Onde vas, hijo?
-A dar una vuelta- respondió él con fastidio.
-No te metas en otra- dijo su madre, agria y sufriente-. Nunca el pobre
tiene suerte. Mañana hablaré con el patrón de la vecina que puee necesitar
gente pal campo.
-Mañana veremos.
La Quinta Reinoso había enriquecido a sus dueños; podía, además,
llenar de billetes los bolsillos del primer atrevido. El Viruta había saltado ya
una vez la tapia promisoria, pero hubo de apurar su trabajo ante la amenaza
de perderlo todo, aun la vida, a manos de los cuidadores que dispararon
sobre él. Era una quinta grande como un fundo, con sus primeras cuadras
apoyadas en el caserío y sus términos en los cerros próximos. Cada
cosecha daba casi cien mil kilos de chirimoyas y paltas, sin contar lo
robado, que no pasaba de algunos sacos. El Viruta compartía la opinión de
Gato Pancho: un trabajo bien hecho podía cambiar el rumbo de sus vidas…
¿Por qué no? La ronda de carabineros pasaba a medianoche y
después, al amanecer. Tenían más de cinco horas para acarrear y cargar.
Valor y suerte, he ahí todo. Ahora el Viruta encontraba la coyuntura para
probar que era muy hombre. Sentíase capaz de desafiar a la desgracia.
Ya verían. Caminaba apretando su voluntad, pegado a los muros de las
cocinerías donde humeaban las frituras y gangoseaban las radios. Entró en
una sala de billares y se entretuvo mirando el juego, sin preocuparse de los
sujetos que lo observaban intencionadamente. Gato Pancho entró de súbito
y se acercó para decirle en voz baja: “Hay dos carretelas; espérame antes
de las doce debajo del sauce grande”.
Cerca de las doce entraba en el callejón. Una luz pobre y sucia
guiñaba en la esquina próxima al pueblo y la masa e los árboles se
redondeaba contra el cielo trémulo de estrellas. El Viruta sentía sus
músculos frescos, las mandíbulas cargadas, mientras sus pies hendían la
tierra blanda. Murmuraba la ramazón al otro lado de la tapia y un reflejo
vagamente dorado venía desde la ciudad. El olor de la fruta en sazón
maceraba la viva frescura de la noche. El Viruta llegó junto al cequión y sus
ojos hurgaron bajo los árboles. Oyó su nombre y reconociendo la sombra,
respondió. “Eulalio”. Se aproximaron y mientras cuchicheaban apareció en
la esquina inmediata la gruesa figura de Gato Pancho. Dos carretelas
esperaban a unos pasos. Los hombres se agazaparon de súbito: oíase
claro tranquear de cabalgaduras; segundos después asomó en el recodo
una pareja de carabineros. Detuviéronse éstos hablando en voz alta y
luego endilgaron callejón adentro.
-Que no se les ocurra volver por aquí mismo-dijo Eulalio acercándose
al camino-. Pacos malditos.
-Yo loreo en la otra punta- dispuso Gato Pancho-. Los sacos llenos
los dejan encima de la amuralla y yo los acarreo. Ya, niños, ahí van los
ganchos.
-Listos- dijeron los aludidos y se alejaron.
Saltó el Viruta sobre el hombro de su compañero y desapareció tras la
pared; en seguida, Eulalio, trepando por la cuerda que el otro le tendía, se
perdió a su vez en el negro silencio de la quinta.
A ratos, una sombra cruzaba el callejón hacia los sauces inmóviles.
Ni un rumor. Las horas se apretaban lentas, agotadoras. El Viruta sentíase
ágil, leve como si estuviese tejido de sombras. Su brazo movía diestramente
el “tunero”, guiado por la luz escondida en el tarro adosado al palo. El
gancho desprendía los frutos fácilmente. Eulalio, a diez metros, hacía lo
mismo y nadie hubiera advertido a esa distancia lo que allí sucedía. Los
perros de la quinta dormitaban lejos, tal vez junto a las casas. Por
precaución los dos sujetos “trabajaban” en cueros, pues los perros
experimentan terror ante el hombre desnudo en la noche.
Los sacos se llenaban rápidamente. ¡Qué ganas daban de sacudir la
ramazón, abriendo el saco para recibir la preciosa cosecha! Tal ansia nacía
de la angustia, del puño trémulo que golpeaba el pecho de los hombres. El
saco lleno tocaba el borde de la muralla y al instante la mano cómplice lo
hacía desaparecer. La cosecha había sido soberbia… una fortuna, si fuese
para uno solo. En fin, con otras noches como ésta, el mundo había de
cambiar para el Viruta. Todo tenía su tiempo: el hombre cogía la esperanza
y el azar hacía el resto, daba la sazón.
Un silbido hendió la noche. El trabajo estaba terminado. Era preciso
apurarse, aunque el amanecer estaba lejos. En la noche se esconden
todos los presagios. Se oyó al otro lado del muro un rumor blando; en
seguida crujieron los resortes de una carretela. El Viruta sintió una angustia
grande y se vistió exhalado. Su compañero se acercó al muro y fue el
primero en trepar. El Viruta esperó la cuerda que Eulalio tardó en largar, se
cogió a ella como gato desesperado y cuando estuvo arriba oyó ruido de
cabalgaduras. En ese instante Eulalio desaparecía como una visión entre
los sauces. Las carretelas habían escapado a tiempo. Quedaba él. Pobre
Viruta, roto desgraciado. Los carabineros estaban allí y habían visto su
traza turbia, vacilante en la tiniebla del último sueño. El pobre corría ahora
sobre el muro erizado de vidrios, suelta la camisa, como un débil y triste
fantasma.
-¡Alto ahí, carajo!
Una carabina apuntaba.
-¡Roto fatal!...
Un gemido y el Viruta desapareció en un salto. Se oyó un solo golpe.
Horas después lo encontraron doblado junto a un tronco. Estaba
muerto, aunque no mostraba herida alguna. Su boca ofrecía un gesto
cansado y fatal.
Roto desgraciao…
Eugenio Matus
“Mientras Amanece”: capítulo XIV (3)
Allá por marzo se presentó nuevamente don José en la casa. Me
había encontrado ya una colocación y venía a darme la noticia. No era una
cosa excelente, pero para empezar estaba bien.
-Yo a tu edad- me explicó- trabajaba por la comida. En todo caso, si
te portas bien te aumentarán el sueldo.
En efecto, al día siguiente nos presentamos los dos en la Casa de
Remates de don Miguel Garrúa, Martillero Público y de Hacienda.
Yo no tenía una idea muy clara de lo que significaban estos títulos, pero me
acordaba de haber asistido alguna vez a un remate y la figura del martillero
e había parecido bastante antipática. Era un personaje como de circo,
charlatán, que gesticulaba y daba martillazos en una tablita con aire de
importancia.
Don Miguel Garrúa, sobre todo, era una persona curiosa. Tenía el
aspecto de un extraño pajarraco: grueso achaparrado, grasoso, con una voz
enronquecida por el tabaco. Nos recibió con amabilidad. Yo me dediqué a
observarle los gestos. Lo que decía no me importaba. Hablaba moviendo
las mandíbulas hasta las orejas y escupía como un guanaco. Los ojillos
eran grises, y la nariz corva, como pico de loro.
-Bien, bien- decía a cada rato-. Creo que nos entenderemos.
Me enseñó los diversos rincones de su negocio, todos ellos sombríos
y llenos de olor a naftalina. Había allí toda clase de objetos: muebles
antiguos, jarrones, armas, cuadros, juegos de loza, cristalería, instrumentos
musicales. Parecía un museo. Yo paseé mi vista por todo y me convencí de
que mi vida allí no iba a ser un modelo de amenidad.
Garrúa me señaló un escritorio metido entre dos biombos viejos, y me
dijo que allí debería trabajar. Era un rincón frío y oscuro. Una gran lámpara
de pie lo alumbraba. El resto de mis ocupaciones se reduciría a atender a
los clientes que llegaran en ausencia del martillero y pasarle, de vez en
cuando, un plumero a los muebles que estaban más a la vista.
-Esta es una casa seria e importante- me dijo- y hay que desvelarse
por atender bien a los clientes. El trabajo de oficina queda enteramente en
sus manos. Sé que usted lo desempeñará con absoluta competencia. Ya
don José me ha hablado de usted y creo que debo formarme de su persona
el más alto concepto.
No tardé en conocer algunas peculiaridades de mi patrón. Tenía la
debilidad de creerse un gran señor y, como tal, vestía siempre en forma
impecable, ostentosa. En invierno usaba polainas, abrigo negro, con cuello
de terciopelo, y sombrero de ministro. En la buena estación se vestía de
colores claros, a veces, enteramente de blanco, usaba sombrero de paja y
no le faltaba un rojo, deslumbrante, llamativo y, a su parecer, elegantísimo
clavel en el ojal. Sus modales los acomodaba a esta solemnidad esencial
con que quería rodear su persona. Llegaba al negocio con mucha
ceremonia y daba la impresión de que el acto de colgar el sombreo y el
bastón en un destartalado paragüero que había a la entrada, constituía
para él verdadero ritual. A mí me decía “señor Grez” y me trataba con una
estirada deferencia.
Tenía, al parecer, también el convencimiento de que era una persona
cultísima y que a su lado el resto del mundo no pasaba de ser un hato de
bestias. Hablaba de todo con una fanfarronería notable. Debía tener
algunos rudimentarios conocimientos de música, pues a veces se sentaba
al piano y empezaba a chapurrear trozos de ópera y a cantarlos con una
voz catarrosa y desafinada. El barullo que formaba era espantoso: apretaba
el pedal derecho del piano en cuanto empezaba a tocar y ya no lo soltaba
hasta el final, cuando la confusión de sonidos se hacía insoportable.
Entonces se quedaba unos instantes mudo, contemplando con aire
dramático el teclado y lanzaba un suspiro hondo;
-¿Verdad, señor Grez, que la música es el mejor alimento del
espíritu?
Yo, naturalmente, prefería no contestar.
Era además muy obsequioso con los clientes y, ante las damas,
adoptaba una actitud cortesana, refinada, que llegaba hasta lo ridículo. Su
voz se suavizaba melosamente y toda su cara de pajarraco se esforzaba
por parecer simpática. A veces lo conseguía. No obstante, era implacable
cuando se trataba de dinero. Podía hacer cualquier cosa, menos ceder un
peso a nadie.
-Las buenas palabras y los modales finos son atributo de los espíritus
selectos, señor Grez. Pero en cuanto a dinero… cada uno tiene que ganar
el suyo. Si es posible, honradamente.
Esta parecía ser, para él, la más sabia de las sentencias y, según
pude darme cuenta, la cumplía al pie de la letra.
Cuando discutía de negocios con algún cliente, hacía uso de toda su
fanfarronería. Mentía con cinismo y con tanta soltura que no parecía sino
que no había hecho otra cosa en toda su vida. Un espejo que había
sobrado en un remate de la vecindad, se convertía para él en una joya
adquirida directamente, al Embajador de Francia, de quien él era, por
supuesto, muy amigo. El piano, un vejestorio apolillado, pesado como
locomotora, había pertenecido al Emperador Guillermo II de Alemania. Y
así lo demás.
III. Periodismo: una crónica y un
artículo. -“La Plaza”. -“Quillota y sus cosas en 1848”.
Orlando Arancibia
La Plaza (4) La plaza de mi pueblo, - no había nacido yo allí, pero viví en él desde
muy niño hasta los clásicos 15-, era curiosa en su conformación. Estaba
rodeada por grandes álamos carolinos (creo que quedan algunos) y desde
cada esquina hacia el centro partían dobles hileras de pimientos que
dejaban una calle que los árboles se encargaban de tapizar de semillas
rojas y de cuncunas.
El centro de la plaza lo ocupaba una fontana colonial de tres tazones
superpuestos, de mayor a menor, y el agua caía cantando sobre una base
de cemento y piedras, adornada con “hojas de Eva”, helechos y plantas
acuáticas por entre cuyas raíces jugueteaban peces rojos que eran la
tentación de los muchachos. Burlando la escasa vigilancia de los
“guardianes” de policía, solíamos ir algunos escolares premunidos de hilo
de volantín y anzuelos hechos con alfileres curvados a pescarlos, para que
luego se nos murieran en algún lavatorio o en pocitas hechas en los
jardines.
Por el paseo exterior de la plaza deambulaban las tardes de los
domingos las sirvientas, - que aún no conquistaban el nombre de
empleadas-, y por el paseo del centro, alrededor de la plaza, las señoras
encopetadas, rancia aristocracia pueblerina cuya mayor preocupación eran
los huertos, las frutas y la flores; que a pesar de todos los apellidos todavía
con sabor colonial no desdeñaban vender flores y frutas, so pretexto de que
“no se perdieran”.
La gente tenía fama de cicatera. El fin de semana mandaban a regar
las huertas para que los visitantes de Valparaíso o la capital no pudieran
entrar a recorrerlas, “como había tanto barro…”. Y así se libraban de tener
que distribuir los productos, con merma para el bolsillo. Mi padre, que era
sureño, decía que los habitantes de esta ciudad eran capaces de correr diez
cuadras tras de una tenca, para quitarle una breva… No hay duda que
exageraba, pero en el fondo tenía alguna razón.
La vida era allí tranquila, apática, con escasas fiestas, como no lo
fueran religiosas. Se sacudía el vecindario para la Semana Santa, por una
famosa procesión; para el día de Santo Domingo, que el convento de esta
orden celebraba con regocijo; el 18 de Septiembre, la Pascua con muchos
“nacimientos” en iglesias y casas particulares, alguna que otra función
teatral y la chaya.
Aquí llegó una vez Santiago Miretti, precursor de Joaquín Montero en
eso de la popularidad y de quedarse en Chile para siempre, como que murió
hace algunos años en el sur; la compañía Senisterra, y de vez en cuando se
reunían los jóvenes y señoritas del pueblo para representar “Don Lucas
Gómez”, a beneficio de la Sociedad de San Vicente de Paul u otra obra de
beneficencia, y por muchos meses quedaba el recuerdo de los artistas de
verdad o de los aficionados.
La Chaya era, incuestionablemente, la fiesta pagana más esperada.
Cada tarde de febrero, después de comida, -que en esa época se hacía
entre seis y siete-, se juntaban las familias en sus respectivos paseos y
llovían papelitos picados, “redes de amor”, flores deshojadas y aguas
olorosas, que se adquirían en las tiendas en “pomos” o tubos de plomo
como los que hoy traen los dentífricos. Un leve chorrito bañaba una cara y
a veces el escozor de la esencia dejaba lágrimas en las mejillas de las
bellas muchachas, que luego se desquitaban en pandillas contra él atrevido.
Y así comenzaban los primeros “pololeos”. No se conocían entonces las
serpentinas y cuando aparecieron las primeras, desterraron para siempre a
los papelitos multicolores picados con la prolijidad en las tardes calurosas,
robándole horas a la infaltable siesta.
En las calles diagonales de la plaza, al pie de cada pimiento, una
mujer con varios niños vendía cartuchitos de chaya, “minitura p’a la chaya”,
como gritaban, comiéndose letras y transformando miniatura en minitura,
con esa gracia tan particular de nuestro pueblo para inventar vocablos.
Esta miniatura era la desesperación de las muchachas, entonces de pelo
muy largo, que gastaban buenas horas cada mañana para sacarse los
papelitos enredados en rizos y guedejas.
El pueblo, afuera, usaba medios más bruscos para divertirse. El
“pomo” era reemplazado por jeringas con agua pura; el papel picado era
más grande y no faltaba quien por lo menos los últimos días, llevara
paquetes con harina de la cual participaban no poco “futres” que recibían un
rociada al pasar, previa la consabida frase:”tiempo de chaya nadie se
enoja”.
Tuvieron fama las bromas de algunas familias de los fundos cercanos,
que en vísperas del miércoles de ceniza, fin de la temporada de chaya,
llegaban en carruajes abiertos, en los que iban sacos de harina y pipas con
agua para lanzarse de coche a coche, en medio de gran regocijo de los
mirones. Era tal vez un poco fuerte, pero como se hacía entre amigos muy
íntimos, dispuestos a ellos de ánimo y de indumento, no había trastornos.
La fiesta terminaba en el club Social donde se bailaba hasta el amanecer.
Después de cada verano, que se repartía en paseos por la plaza o la
estación ferroviaria, se celebraban muchos compromisos matrimoniales.
Las bellas muchachas del pueblo eran “descubiertas” por los porteños y
santiaguinos, que los propios jóvenes de allí, en fuerza de contemplar
bellezas todo el año o de tratarse fraternalmente con ellas, no venían a
darse cuenta de su valor sino cuando, casadas, se iban para siempre.
Fue allí, en esa ciudad, donde se conservó por muchos años el juego
del volantín, tan celebrado por Blest Gana en “El loco Estero”. Desde que
los primeros vientos de septiembre comenzaban a orear los campos, el
cerro cercano, que podría haber sido un segundo Huelén si el pueblo
hubiera tenido un Vicuña Mackenna, se poblaba de chicos y grandes.
Desde el vulgar “chonchón” o cambucha hasta la bola de género, pasando
por el volantín tricolor de papel de seda, el jote, el barrilete, la estrella y las
docenas de figuras del ingenio e inventiva juvenil, se paseaban juguetonas
por el aire, pavoneándose gravemente o girando con la rapidez vertiginosa
de los “chupetes”.
Era una fiesta de colores. Parecía que el viento hubiera levantado
todas las flores de la ciudad para adornar el cielo azul, llevándolas
locamente de aquí para allá, o arrancándolas en las “comisiones” con hilo
curado, para ir a adormecerlas en las aguas del río que serpenteaba por la
falda norte del cerro hasta perderse en la lejanía.
Aquel pueblo tenía singular encanto para mí. En esa plaza, recuerdo
de la colonia, hoy tan cambiada, tuve mis primeros amigos. Por sus calles
pavimentadas con piedras de río paseó mi niñez y los albores de mi
juventud. En el río aprendí a nadar. Por los polvorientos caminos de los
alrededores hice mis primeras armas con un rifle “de salón” cazando
pajarillos. Y desde la cima de aquel cerro lancé mis volantines y mis
sueños, al caer una tarde dominical, pensando en ir a conquistar ese mundo
que el brumoso horizonte me hacía adivinar lleno de aventuras.
Hoy todo aquello está lejano, pero no borroso. Casi todos los míos
partieron para no regresar jamás. Muchos compañeros de juegos se
esparcieron por el país; otros han muerto. Quedan unos pocos allí mismo,
que talvez recordarán, como yo, esos días. Y la muchacha que al regreso
de la escuela me miraba con ojos grandes y soñadores, verdes y llenos de
promesas, y que un día se casó mientras yo vagaba por otros puntos,
posiblemente sin saber que por largos años su nombre y sus facciones
estuvieron ligadas a un recuerdo dulce y emotivo.
Juan Bautista Alberdi
Quillota y sus cosas en 1848 (5) Valparaíso no es un lugar pobre en sitios de recreo, desde que tiene a
Quillota a seis horas de distancia. Con perdón de la bella ciudad de los
lúcumos, Quillota es el jardín de Valparaíso; o como dicen los histriones,
Quillota es la despensa de Valparaíso: despensa abundantísima y variada,
que hace de Valparaíso el lugar de Chile más bien provisto de frutas y
verduras.
Equidistante del mar y de Los Andes nevados, Quillota posee uno de
los temperamentos más agradables del mundo, sin fuertes vientos, sin
grandes calores, sin grandes fríos. Es uno de los pocos lugares de Chile
donde se puede extender la vista al derredor, sin que tropiece con cerros.
Los que cercan el valle, son bajos, regularmente vestidos y parecen alejarse
para dejar a la vegetación señora de los llanos húmedos y amenos.
Quillota no está destinada a desmentir a los geógrafos y viajeros, así
es que lo que de ella dijeron ahora diez años, se halla confirmado aún por
los hechos “ad pedem litere”. Quiero decir que Quillota prospera, pero no
con esa impaciencia de Valparaíso, fundado a las márgenes de un río que
se mueve constantemente, no puede ser estacionario, pero es necesario
verle de 4 en 4 años, para percibir sus adelantos.
Si preguntáis ¿por qué está estacionario el progreso de Quillota? El
vecindario os dice por la incuria de las autoridades; y las autoridades dicen
por la incuria del vecindario. El hecho es que la prosperidad de Quillota se
está ahí sin dar un paso; y que tal vez son cómplices de la misma culpa, los
que mandan y los que obedecen, en la ciudad de que nos ocupamos. Tal
vez es cierto también que han pasado los tiempos de oro de Quillota y que
hoy es una de las víctimas del nuevo régimen. Pobre de recursos, privada
de medios propios de riqueza, vivió siempre del tránsito terrestre. Su misma
orografía y forma topográfica muestra que no fue sino la población del
camino de Aconcagua: su calle larga no es más que un gran trozo poblado
de ese camino. Hoy día, es ascendiente de las comunidades marítimas y el
incremento de los pueblos mediterráneos. Mientras que Valparaíso,
Copiapó y Talcahuano hacen rápidos adelantos, Quillota permanece aún la
misma que antes.
Fácil es concebir mejoras para Quillota; su planta pintoresca es
susceptible de trabajos lucidísimos. La amenidad de sus alrededores la
hacen apta par tomar el aire de una ciudad suiza o italiana, pero en tocando
la cuestión de los medios dais en agua con vuestros proyectos dorados.
Quillota es pobre como un carmelito descalzo.
Su posición no es para pensar en mejoras. Su vida y no sus mejoras
es el objeto que hoy reclama su atención. Está amenazada de una
inundación que puede sepultarla en el fondo de su río.
Los ríos de nuestro país parecen haberse puesto en campaña contra
la seguridad de nuestras ciudades y la prosperidad de nuestra agricultura.
Rancagua, amenazada por el Cachapoal; Quillota por el río de su nombre; y
Santiago por las aguas del canal de Maipo. Domar y someter esos
enemigos desastrosos es un deber de nuestra administración. Sería
original, que después de ser tan seco el país, viniese a ser víctima de las
aguas. El hecho es que la forma del suelo hace de nuestros ríos unos
enemigos formidables por la impetuosidad de su curso.
El río Quillota es una criatura rústica y mal criada, como todos
nuestros ríos de América. Corre por un lecho dispendiosamente grande,
con todo el desgreño y abandono de un indígena. Su canalización daría a la
agricultura de Quillota otro tanto del suelo que hoy posee, pero esa
operación es más ardua que la conversión de la raza araucana. Sin
embargo, ya es tiempo de pensar en la canalización de nuestros ríos, no
para hacerlos navegables (por el de Quillota, no podrá navegar jamás ni una
nuez); sino con el fin de enconomizar y ganar tierras útiles, facilitar la
construcción de puentes y fomentar el tranco, dando al mismo tiempo
seguridades a las poblaciones y a la agricultura. Canalizar nuestros
torrentes es como domarlos, como educarlos; es darles una forma útil y
culta.
Hablando de Quillota es preciso hablar de su sociedad y de sus
habitantes. Pero hablar de los habitantes de Quillota es hablar de sus
mujeres porque ellas componen la Población. Es una ciudad femenina, se
ha dicho con razón, como Valparaíso es un pueblo masculino. Si sus hijas
no fueran tan bellas como delicadas, se diría que era un pueblo de
amorosas. Difieren de éstas en que en vez de amar la guerra son
inclinadas a la amistad. Después de la amistad, su pasión es el baile. La
quillotana es la sílfide chilena por excelencia. Algún día Fany Sler o la
Cerito han de ser eclipsadas por algún ángel salido de este ameno valle, si
tienen aquellas la bondad de esperarse un par de siglos, hasta que Quillota
iguale a la Europa en el cultivo del arte. Entretanto, si hacéis correr listas de
suscripción para la refacción de un camino, es probable que no halléis
abonados en tanto número y con tanta prontitud como si para un baile los
buscaseis. La danza tiene un poderío en las quillotanas que casi constituye
un resorte de gobierno y de oposición. Para sublevar a Quillota no habría
mejor medio que la danza; Strauss haría aquí más estragos que el primer
caudillo.
Los instrumentos músicos, que sirven al baile, son la vihuela, el piano
y las bandas militares. Los tres son malos servidores. La vihuela es inhábil
no por la sorda, pues en el silencio de Quillota tiene las voces de arpa; sino
porque no es adecuada para tocar valses, polkas y cuadrillas, y las
quillotanas no son gentes de zamacueca. La vihuela es para el canto. El
canto en Quillota no es un arte: es un instinto. Todas las niñas cantan,
como cantan todos los pájaros. El canto es aquí de derecho natural.
El nombre de “Collard y Collard” no ha llegado a Quillota todavía. Los
pianos de “Clementi” parecen haberse refugiado allí para verse sus sonidos
rehabilitados por el silencio. Unos cuantos claves y monocordios completan
la docena de instrumentos de tecla que existe en Quillota, comprendida la
Calle Larga. Un maestro de música, que hoy no lo hay, ganaría lo bastante
para no morir de hambre.
La banda militar establece despóticamente este dilema: o bailar o
conversar; pero las dos cosas a la vez no ha lugar. En efecto, juntos bajo el
techo de un salón con un par de clarines, una corneta a pistón, un trombón,
una trompa y un requinto, y ni con bocina podréis hacer llegar una palabra a
oídos de la dama con quien bailáis. Si preguntáis algo antes de un valse;
tendréis respuesta antes de la polka siguiente.
Fuera del baile, para ver a las quillotanas, es preciso buscarlas en la
Iglesia. Entre el día y la noche, es decir, entre dos luces, quedan algunos
cuartos de hora que son para los placeres de la crónica y del romance.
En el curso del día la ciudad está como sin existencia. El silencio,
este antiguo vecino de Quillota, es la persona única que se hace
expectable. Todas las casas están cerradas, puertas y ventanas. Como las
ventanas y puertas son lo que Quillota posee de más antiguo, pues todas
son trabajadas al gusto del siglo de la conquista y tal vez en la misma
época, diríase uno, al verlas cerradas y al observar el silencio de la ciudad,
que se hallaba en medio de alguna Palmira americana; nada menos que
eso. Cuarenta mil almas habitan debajo de esas aparentes ruinas y la más
vieja y fea de las puertas encierra un vergel de bonitas mujeres, que sólo
se dejan ver a su tiempo. Cuando a las horas en que quema el sol se anda
por las calles, es frecuente ver en el cuadro oscuro de un postigo abierto
algún rostro joven, blanco y bello, que aparece allí como esas cabezas de
Murillo pintadas en lienzos viejos y polvorosos.
IV. Libro de viajes: capítulo alusivo a
Quillota. -“Gentes y Paisajes de Chile”.
Ricardo Rojas
“Gentes y Paisajes de Chile”: capítulo Quillota (6)
Para los turistas que parten de Santiago a Viña del Mar, ansiosos de
llegar a la ribera, Quillota es apenas el nombre de una estación sobre el
camino. Para los chilenos, Quillota es una aldea rutinaria, desprovista de
motivos estéticos que justifiquen un viaje hasta ella. Para mí, en cambio,
Quillota era una ciudad de leyenda, por haber Alberdi escrito allí contra
Sarmiento las formidables epístolas que llamamos Las Quillotanas,
precisamente por el sitio en que las escribió.
Cuando algunos amigos chilenos oyéronme decir una tarde en la
redacción de “El Mercurio”, que deseaba visitar este pueblo, todos me
desanimaron, asegurándome que carecía de interés.
-Para mí lo tiene- respondí.
-¿Para Vd? ¿Y por qué?
-Porque allí vivió Alberdi durante una época decisiva de su vida.
-Es un noble motivo- me observaron-; pero no es suficiente para ir a
padecer malos hospedajes. Allí no van sino viajantes de comercio y
agricultores de la región.
- Me bastaría estar allí unas horas, para poder decir que he estado
en ella, y que Quillota, como la Mancha, existe…
Pocos días después realicé mi propósito.
Un rápido mañanero que corre de Valparaíso a Santiago, me llevó en
una hora desde Viña a Quillota, y volví en el rápido de la tarde, que regresa
de Santiago al balneario del mar.
Quillota existe, puedo afirmarlo ahora; existe la ciudad que Alberdi
hizo famosa en la Argentina, por haber datado allí sus cartas contra
Sarmiento, después de la caída de Rosas y su sistema.
Pero ¿qué digo? Sarmiento mismo estuvo en Quillota e laño 1842 y la
describió en “El Mercurio” de Valparaíso, fingiéndose un turista
norteamericano. Hizo el viaje a caballo desde el puerto; pasó por el
Almendral, el Cerro Alegre, el Campo de las Siete Hermanas, el Valle de
San Pedro, y una hora después su cabalgadura entró en la aldea del
verdegueante quillotano.
“Es Quillota-dice Sarmiento- una población reducida, con poca
extensión y contadas habitaciones en derredor de la única plaza que tiene;
la mayor parte de sus habitantes reside en un arrabal llamado la calle Larga
que se prolonga por más de dos leguas, alineadas por ambos costados las
habitaciones mezquinas, pero que abrigan en cambio mujeres liadísimas
que por lo general ostentan en su fisonomía, y sin el triste auxilio del arte, la
bella mezcla de los colores de la azucena y de la rosa. El clima es
delicioso, dando, por su temperamento ardiente en el estío y benigno en el
invierno, crecimiento y sazón a varios árboles de los trópicos; el aromático
chirimoyo y el verde lúcumo mezclan sus follajes con el naranjo y el
limonero, cuyas frutas gozan de merecida reputación por su exquisito
refresco en todo el ámbito de la república; y aunque los primeros no podían
brindarnos sus frutos, los reemplazan con ventajas las manzanas,
camuesas que exceden en bondad a todo lo que en otras partes he
gustado”.
El artículo de Sarmiento (que puede verse en el tomo primero de sus
Obras, tan henchido de substancia chilena), describe luego el origen de esta
ciudad, sus fiestas sociales, sus prácticas religiosas, uniendo a la pintura la
crítica con esa mezcla de ingenuo romanticismo y de propósitos sociales
que entonces procuraba realizar en sus escritos.
Ochenta años después de Sarmiento, he realizado yo su mismo
itinerario; pero en ferrocarril, como él lo hubiera deseado. El camino ha
cambiado un tanto, en población, en nombres y en cultivos ¿Cuál es el
Cerro Alegre de antaño? ¿Cuál es el Campo de las Siete Hermanas, donde
apretaba el corazón del caminante una leyenda de bandidos?... Por aquel
entonces Viña del Mar no existía, ni eran tan extensas las hoy famosas
viñas de Limache. Cuando el tren ha pasado este lugar, el panorama se
abre en un anfiteatro de altas serranías, y el convoy entra por lo que debió
ser la antigua calle Larga, entre quintas que sazonan el aire con el perfume
de las más sabrosas frutas. En la estación, las vendedoras se acercan a los
coches ofreciendo manojos de flores en sus canastillas, suculentas ciruelas,
carnosos priscos, refrescantes peras de agua.
Salí de la estación para recorrer al azar las calles del pueblo. Las
calles angostas y rectas, las manzanas cuadrangulares, las casas bajas,
con aleros de teja, según el aspecto de las viejas villas hispanoamericanas.
El ámbito era silencioso y de una dulce tibieza; el cielo, intensamente azul;
las montañas aparecían al fondo de las calles con sus moles obscuras. Las
gentes iban a pie, bajo el dorado sol de la mañana: unas mujeres, con la
canasta al brazo, volvían de hacer sus provisiones; otras, con el manto a la
cabeza, volvían de oír su misa. Había en todo aquello, para mí,
reminiscencias de algo antes contemplado. ¿Era Jujuy, acaso? ¿Era el
antiguo Tucumán? Quizá vino Alberdi a recogerse en este pueblo, porque
encontraba en él un ambiente análogo al de su aldea nativa… La montaña
ataja aquí las brisas de la costa; cálidas aguas fertilizan el valle; prosperan
en la atmósfera húmeda las naranjas y las chirimoyas; los patios se cubren
de lujuriantes helechos y jazmines embriagadores; la carne femenina se
macera en ensueños de misticismo y sensualidad. Algo de todo ello
descubrió Sarmiento, en rápida visión, con sus ojos de artista. Mucho de
todo ello debió sentir Alberdi cuando aquí viviera hace ya tantos años.
Yo había querido ir a Quillota, en edad en que aún sentía estas
emociones, sin cartas de presentación, y a nadie conocía en el pueblo.
Había caminado a la ventura por la calle principal y por el suburbio, viendo
acá la tienda de un mercader de paños, allá el taller de un artesano
herrador, acullá la acequia que regaba una huerta, y mientras yo pasaba por
ahí atrayendo las miradas de los vecinos, que se acercaban a ver al
forastero, de pronto una anciana sencilla, con esa amabilidad curiosa que
suelen tener las viejas de los pueblos apacibles, me saludó muy
gentilmente.
-Esta viejecita de cabellos canos, que así me sonríe, debe de ser la
tradición y el alma de Quillota- pensé.
Y seguro de que hablándola satisfacía mi curiosidad y la suya, me
llegué a la puerta en donde estaba, que era un puesto de frutas, y le dije:
-Señora: yo soy argentino, y he venido a conocer su pueblo, que es
famoso en mi tierra.
La buena mujer se mostró muy hospitalaria y ladina. Como yo le
dijese que en Quillota había vivido hacia 1853 el doctor don Juan Bautista
Alberdi, hombre célebre en América, y le preguntara si ella no lo había oído
nombrar, me respondió que no, pero agregó en seguida:
-Más anciano que yo, y de una familia quillotana más vieja, es el
propietario de esta casa, don Eleuterio, que vive aquí en los fondos: si usted
es gustoso de ello, yo lo puedo llamar, y él ha de complacerlo mejor que yo
sobre noticias antiguas de este pueblo.
Fue la señora al traspatio y volvió con don Eleuterio personaje
cuellicorto y obeso, de tez amarillenta, de párpados rojizos y pelados, de
hablar pastoso y tartamudo. Lo traía la curiosidad, pero lo retraía la
desconfianza. Don Eleuterio era sordo, pero al fin conseguí que me
entendiera.
-Si, señor: le pregunto si usted no ha oído nombrar a un tal Alberdi,
que cuando usted era niño, vivió aquí en Quillota.
-¿Valverde, me dize? Cómo no. Si los hei conocido. Vivían aquí a la
güelta. Los Valverdes han sío toos d’este pueblo.
-No, señor. Valverde, no… Al-ber-di, don Juan Bautista Alberdi, un
doctor argentino.
-¿Argentino? Entonces ha e ser don Cesáreo Gardel. Zi, pues eze
era argentino. Fue mi preceltor. El nos enseñó el silabario, a mí y a mi
hermana Balbina.
Ví que nada podía conseguir de don Eleuterio, y pregunté si no había
en Quillota algún anciano que pudiese darme otras noticias. La viejecita de
cabellos blancos, deseosa de mostrarse más amable, me avisó donde vivía
el señor X, un octogenario, cuyo padre, hombre principal, había sido un
emigrado argentino, que se casó en Quillota, y él debía saber lo que yo
preguntaba. Al oír aquello, se me antojó la ilusión de que podría averiguar
hasta en qué casa había escrito Alberdi sus “Quillotanas”.
A la plaza llegué caminando primero por la calle principal, en donde
está el comercio cosmopolita, acaparado por gente de nacionalidad
improbable, judíos y sirios en su mayoría. Pasé por “la paquetería” que se
llama “La Flor de Grecia”; doblé por otra calle donde está la “Panadería de
los Aliados”, a cuya puerta aguardaba un hirsuto burrito con las árganas
repletas de bollos perfumados, y llegué sin mucho andar a la esquina de la
plaza. Había en torno la inevitable iglesia, la necesaria botica, la
indispensable escribanía, y entre los frondosos árboles del centro, el
quiosco de las eróticas retretas, en donde suelen pololear las bellas
quillotas. Una paz realmente provinciana reinaba en aquel lugar. El sol de
mediodía doraba ya las aceras y las polvorosas calzadas. En un banco de
la plaza, guarecido a la sombra, estaba un chiquillo harapiento, pregonando
diarios; me vendió “El Mercurio” de Valparaíso, de esa mañana, y él me
avisó cuál era la casa que yo buscaba.
La casa que me indicó era baja, con rejas a la calle y ancho zaguán
cuya cancel dejaba admirar el espacioso patio florecido. Mientras
aguardaba a que viniesen a abrirme, eché una ojeada al periódico de
Valparaíso, y con grata sorpresa ví mi retrato en grandes letras, seguido de
un artículo que me saludaba por haber estado el día anterior en aquel
puerto. “He aquí una buena presentación para el señor X”, pensé… La
criada que me atendió díjome que el amo no estaba en casa; acababa de
salir a ver un hermano muy enfermo; pero el señor X era, precisamente,
aquel caballero que iba entrando en la plaza, y, si yo tenía urgencia, podía
alcanzarlo. Así lo hice. Me acerqué al caballero, un hombre distinguido, de
tez rosada y barba blanca; le di mi tarjeta y el número de “El Mercurio”; le
pedí excusas por aquella manera de presentarme; le dije que estaba
pasando unos días en Viña, que se me había ocurrido conocer Quillota por
haber vivido en ella nuestro Alberdi; que yo estaba encantado de su pueblo,
y que deseoso de saber si alguien, recordaba allí al autor de las
“Quillotanas”, me había dirigido a él, por se en cierto modo argentino…
-Yo soy chileno, señor- me contestó secamente.
-Sí, señor. Me dicen que usted nació en Quillota, hace ya setenta
años, pero que su señor padre fué argentino.
- El era de Córdoba, donde dejó muchos parientes.
-¿Debió venir a Chile en la época de la tiranía de Rosas?
-Si. El año 40. Después de una revolución que hicieron en Córdoba.
-Luego, pues, ha sido compañero de adversidades con los otros
argentinos que emigraron a Chile, Alberdi entre ellos.
-¿Quién?
-Alberdi.
-No lo conozco.
-¿No lo conoce Ud?
-No, señor.
-Eso es raro, siendo usted quillotano e hijo de argentino. Aquí vivió
Alberdi, compatriota de su señor padre, traídos los dos por una misma
fatalidad, y aquí escribió Alberdi un libro que los argentinos llamamos
“Cartas Quillotanas”, escrito después de la caída de Rosas, contra
Sarmiento, a quien acaso habrá oído nombrar usted.
Mi interlocutor me miró silencioso.
-Pues vea usted qué cosa más absurda, observé: Quillota es
conocida de los argentinos por Alberdi, y aquí nadie lo recuerda. Yo creía
que usted, al menos, conocería su nombre. Perdóneme usted, señor.
Y me alejé, saludándolo con mucha reverencia.
Después de aquel diálogo frustrado, resolví regresar a Viña en el
primer tren, y me encaminé a la estación, reflexionando sobre estos mitos
que nos forjamos a veces los hombres familiarizados con la historia. De
pronto, una experiencia nos revela que nuestra ilusión individual no
corresponde a la realidad colectiva. Así Quillota existe en Alberdi, pero
Alberdi no existe en Quillota. Yo creo que la enseñanza primaria de uno y
otro país, en ambos lados de los Andes, podría divulgar ciertos nombres
que dan persistencia a la tradición local de una ladea y que tejen la trama
de dos naciones en una sola cultura: Henríquez, Bilbao, Lastarria, para los
argentinos; Mitre, Sarmiento, Alberdi, para los chilenos.
Y mientras me encaminaba de regreso a Viña del Mar, mi silencioso
monólogo evocaba esos nombres en el ambiente de aquella aldea borrosa,
y de sus lejanas montañas azules, perdidas en el horizonte…
V. Memorias: un artículo y párrafos
de un libro. -“Alberto Rojas Jiménez, poeta errante”. -“Gente de mi tiempo”.
Alejandro Vásquez
Alberto Rojas Jiménez, POETA ERRANTE (7)
ALBERTO Rojas Jiménez le agradaba visitar Quillota, cuna de sus
antepasados y valle donde corrió el claro manantial de su infancia. Pasaba
por las calles mirándolo todo, deteniéndose frente a algunos edificios,
asomándose por encima de las cercas, para aspirar el perfume de las flores
de chirimoyos, azahares y jazmines. En la calle San Martín casi esquina de
Yungay, está la casa que construyeran sus abuelos. Es una casona
inmensa, llena de piezas, con dos patios, con bodegas y caballerizas y con
un gran huerto de chirimoyos y de paltos. Era la antigua casa del
terrateniente quillotano, construida especialmente para guardar los
productos del fundo y albergar a su numerosa familia. Con el correr del
tiempo, la casa pasó por muchas manos y sin sufrir mayores
transformaciones fue arrendada a diversas personas. Cuando yo la conocí
se decía que todos los arrendatarios, desde mucho tiempo atrás, habían
perdido en ella algún deudo querido. A mí me correspondió atender en esta
casa a una joven que murió de una tuberculosis galopante y a un niño de
meningitis tuberculosa. Se creó en torno a ella una leyenda fatal y durante
muchos años permaneció desocupada. Por esa época, Alberto Rojas
Jiménez visitaba solo y despacio la casa abandonada. Era para él una
dulce excursión al país de la infancia.
Escapado de la vorágine Santiaguina, llegaba al rincón provinciano en
busca de un baño de paz para su alma atormentada, añorando el seno
materno. El sabor elemental de las cosas de la edad infantil, destilaba
recuerdos inocentes que estremecían tiernamente su alma compleja y
satánica de bohemio errante. El patio de chirimoyos, cargados de grandes
frutas como puños de terciopelo, emergiendo sobre la maraña olorosa de
violetas y jacintos; o la luz tamizada por los vidrios de colores de una vieja
mampara; o el sostenido canto de los sapos; o el alegre cacareo de las
gallinas; o el sabor incomparable de un huevo fresco apenas cocido. Todo
esto que animaba el camino de su infancia le hacía un bien inmenso.
En estas fugas, Alberto me dedicó tres visitas. La primera fue sólo
una solicitud de rescate: me pedía en una esquela enviada por un
mensajero, que lo salvara, pues lo tenían en rehenes en el Hotel España,
por deudas. Cumplí su encargo; lo acompañé por algunos minutos y partió
a Santiago.
La segunda vez se hizo anunciar en forma muy original pro teléfono:
-Avisan del Hospital que el señor Director General de Beneficencia
vendrá a visitarlo, me dijeron.
Lo esperé extrañado sin salir de casa. Era el mediodía y tenía que
visitar aún a algunos enfermos en la calle. Al poco rato, el viejo coche del
Hospital se anunciaba a la distancia por el estrepitoso rodar de sus llantas
de acero. Se detuvo frente a mi casa y a través de los vidrios biselados de
la ventanilla, pude contemplar al visitante, es decir, darme cuenta que vestía
delantal y gorra blanca de médico, pues el rostro quedaba medio oculto,
mientras él trataba difícilmente de abrir la portezuela. El cochero del
Hospital había saltado del pescante y abierto la puerta. Con la
majestuosidad de un taumaturgo, avanzó hacia mí este misterioso
personaje delgado, pálido y sonriente. Me abrió sus brazos y el Director
General, se transformó en el poeta Alberto Rojas Jiménez. Había detenido
al coche del Hospital y convencido rápidamente al cochero de que debía
ayudarlo en una broma de buen gusto, a su amigo el Director del Hospital.
Como en otras ocasiones, hacía veinticuatro horas que había llegado a la
ciudad y después de su itinerario romántico, había pasado en el Hotel de la
Estación, al lado de su botella de vino y de muchos amigos circunstanciales,
monologando. Su aspecto era un poco desordenado y báquico. Un alto
cuello blanco un poco ancho, le hacía parecer muy enflaquecido; su corbata
con el nudo a medio hacer, corrido a un lado y su camisa mostrando
numerosas manchas de vino que inútilmente trataba de ocultar. Por otra
parte el terno oscuro, completamente arrugado, hacía pensar que había
dormido vestido.
Mientras se bañaba cantando, se le preparó todo para su
transformación y momentos más tarde, el flamante Director General pasaba
al comedor correctísimo.
Parco en comer y por el ambiente familiar, mesurado en la bebida,
conversó alegremente, discurrió elegantemente sobre su vida en
Montmartre y dijo algunos chistes a los niños. Su doble yo, sencillo y
bondadoso, era quien generalmente lo acompañaba durante el día. El otro
yo, lírico, demoníaco y altanero, era su traje de noche. Sin embargo, en
esta visita, de sobremesa, solo él y yo; me habló de sus proyectos, de sus
angustias económicas y de la incomprensión de la gente. Su desorden era
según él, consecuencia de la incomprensión ambiente. Me recitó algunos
poemas inéditos, claros y subjetivos. Me leyó esta vez, además, una
evocación de la legendaria Procesión del Pelícano de la Parroquia de
Quillota. Contaba en su narración, que él había actuado una vez como uno
de los angelitos de las andas que paseaban alrededor de la plaza. En aquel
tiempo, comentó, yo era un niño lindo, rubio y sonrosado. Este trabajo
había sido publicado en “La Nación” de Santiago. Lo conservé algún tiempo
archivado, luego lo presté para que un escritor amigo hiciera un trabajo
sobre las costumbres del Quillota viejo y no volvió a mis manos nunca más.
Solicitado por mis clientes en la hora de consulta, le pedimos, juntos
con mi mujer, que se quedara con nosotros algunos días; pero, como de
costumbre, se levantó de la mesa, dió las gracias en forma muy versallesca
a la dueña de casa y partió para su destino.
Un año más tarde, vino a verme por última vez. Los primeros fríos del
Otoño se estaban haciendo sentir y yo con mi familia gozaba un momento
de las delicias del hogar, leyendo junto a la salamandra encendida.
Qué raro parecía esta vez, con su rostro blanco más que pálido, de
una palidez que se prolongaba al cráneo, que desprovisto de su melena
bohemia, totalmente afeitado, recordaba el cráneo de los bonzos del Japón.
Su humorismo, esta vez, se había extralimitado y nos era inexplicable.
Alberto muy serio y muy fino, cumplía sus deberes sociales de preguntas y
respuestas para con mi familia. Yo lo miraba sonriente y sorprendido.
Momentos después, a solas, me confesó que su querida melena había
quedado en Calera.
-Tú comprendes, en el bar, una copita de vino y otra copita de vino;
un grupo de obreros filarmónicos que me echa “tallas” por mi melena de
poeta; entre ellos dos peluqueros que ofrecen sus servicios, los que yo
acepto, si los diez del grupo me acompañan en igual sacrificio. Otra copita
de vino sella el pacto y allá me tienes de inspector de peluquería, yo me
quedé para el último porque no quería ser burlado. Al final, todos mis
compañeros con el cráneo rasurado, oficiaban bebiendo y cantando tras de
mí, el supremo sacrificio de mi lírica melena. Eso es todo. ¿No lo
encuentras sublime? Yo tampoco, terminó diciendo y tocándose su bola de
billar; porque siento un frío inmenso en la cabeza y no tengo sombrero…
En el fondo, lo acontecido, si tenía gracia, no dejaba de ser amargo y
doloroso. Mi amigo, el elegante y dionisíaco poeta de otros tiempos, había
condescendido demasiado con la vida. Todo eso lo dijeron mi mirada y mi
silencio. Alberto lo notó y como un niño, con los ojos bajos, me prometió
enmienda. Sin duda estaba avergonzado, recordando mis largas
conversaciones con él, llenas de consejos paternales.
Acto continuo, abrió una carpeta, y extrajo de su interior numerosos
originales y fotografías. Empezó pasándome el retrato de una joven
cubierta con uno de esos feos sombreros que se usaron, allá por el año 29.
Representaba a Nanette, su esposa de París, su compañera de aventuras y
la madre de su hijo.
-Era una mujercita encantadora y comprensiva, me dijo.
-No lo dudo, las parisinas tienen fama de sensitivas pero realistas,
contesté.
-La mía tuvo además, la virtud de darme un hijo; el bebé era algo
extraordinario, si tú lo hubieras conocido…Pero aquí tengo su retrato;
guárdalo tú como un recuerdo mío, me dijo pasándome la fotografía
después de haber escrito en el reverso, una dedicatoria.
Después de mirar ambas fotos y de comprobar que la mirada del niño
recordaba mucho a la del padre, se las devolví.
-Creo que estos recuerdos íntimos deben acompañarte siempre.
-En efecto, me han acompañado siempre; tanto que los llevo
grabados en mi corazón y por eso es que te los dejo. Nada puedo dejarte,
que me sea más querido; además toma esto, mi último libro, África…
Yo me sentía confundido. Rechazar sus obsequios preciosos era
ofenderlo; aceptarlo, era tal vez un abuso de amistad.
Quien sabe qué misterioso impulso lo guiaba en esos momentos,
como en una postrera despedida. No creo en los presentimientos, pero algo
de extrahumano vibraba en la insistencia del poeta, a que me quedara con
sus pobres tesoros. Guardé para mí los retratos de su Nanette y de su
pequeño parisiense; leí a la ligera los titulares de algunos recortes de
periódicos que me entregó; y de África tomé sólo dos cuadernillos, todo lo
demás se los devolví cariñosamente, cerrando su carpeta.
Estaba realmente triste aquella tarde, con su aspecto tragicómico, sin
la protección romántica de su vieja melena.
-Cualquiera diría que has venido a decirme adiós para siempre, o a
distribuir los legados de tu testamento, le dije.
-Todo puede ser, Alejandro, y como ves, tomo mis precauciones.
Me pareció más delgado, más pálido, tal vez enfermo. Como otras
veces, quise examinarlo, pero no me lo permitió.
-No he venido a ver al médico, sino al buen amigo, al hermano y al
pueblo de mi niñez.
-Qué importan los males físicos cuando el alma está joven y vibrante,
continuó.
Me preguntó la hora. Había llegado el momento de partir a tomar su
tren de regreso a Santiago y al anochecer de aquel día otoñal, después de
un abrazo estrecho, partió nuevamente el amigo pródigo, que fué Alberto
Rojas Jiménez.
Hoy, buscando papeles en mi archivo, me han salido al encuentro
estos recuerdos materiales del poeta.
Me he prometido cumplir el antiguo deseo de dar a conocer este aspecto de
su vida. Será como rendir homenaje a la memoria de este lírico chileno,
que escribió tantas cosas bellas, que fué un gran creador de metáforas
rutilantes y que, pródigo con todo, fue dejando jirones de su propia vida en
todas las encrucijadas.
He aquí, dos capítulos originales de su novela África, el IX y el XI.
Lamento ahora no haberlos guardado todos. Son los eslabones perdidos de
su novela trunca e inédita.
He aquí el retrato de su mujercita Nanette, tierna y comprensiva,
heroica y abnegada.
Y he aquí la fotografía de su hijo; un hermoso niño de carita redonda,
frente despejada y amplia, enmarcada por una pelusilla rubia; ojos grandes
y melancólicos, naricilla respingada, boca pequeñita y fina. El conjunto me
evoca el rostro del Alberto. Su madre ha puesto al pie una dedicatoria
breve y sencilla: “Pour mon papa”- París le 12 fevrier 1929-Serge.
El poeta no lo vió crecer a su lado, talvez no supo más de él sin
embargo, este pequeño cartón parisiense le acompañaba en el naufragio de
su vida; era un símbolo. Serge, significaba belleza, bondad, pureza. Sus
ansias de superación, sus inmensos sueños de amor y de gloria. En el
reverso, Alberto me dedicó las siguientes palabras: (primero que todo su ex
libris: una botella de vino y una copa) y después “Para Alejandro, poeta,
mago, hermano, padre y víctima de mi desorden. 1934).
Toda su historia de poeta errante en esta imagen inocente. Un
medallón documental de su vida aventurera, con anverso y reverso; con luz
y sombra.
Quillota, julio de 1946.
Luis Durand
“Gente de mi tiempo”: párrafos. (8)
En cierta ocasión fui a pasar un fin de semana a Quillota. Hacía días
que no me sentía bien y creí que era una gripe que se me había pegado por
falta de un buen sudorífico. Resultó que me enfermé de tal manera que al
día siguiente amanecí con fiebre tan alta que me fue imposible levantarme.
Todos los solícitos cuidados que me prodigaron los nobles y generosos
amigos en cuya casa me encontraba, no surtieron efecto. Vinieron médicos
que se reunieron en junta. Vásquez, Hiriart, Sola, Concha. Lo que yo tenía
era un tifus de marca mayor. Y acto continuo me llevaron al hospital.
¡Qué gentes tan buenas, tan afectuosas todas aquellas que me
atendieron en ese hospital! Los médicos, las monjas, las enfermeras. Allí
aprendí a saber lo que es estar en cama, en una gran soledad. Alejandro
Vásquez fué quien se hizo cargo de mí. Y pasaba a verme por lo menos
dos veces al día. Alejandro, médico jefe del hospital, era un poeta, un
artista amigo de ellos, que sentía una gran alegría cuando podía alternar
con esta clase de gente.
Hasta aquel rincón amable legaron a verme Domingo Melfi, Guillermo
Koenenkampf, Jerónimo Lagos, S.E. el Presidente de la República don
Arturo Alessandri estaba en Viña del Mar y Sergio Atria, que en la época del
verano se desempeñaba junto a él como secretario, le informó de mi
enfermedad. Un día el Presidente, en persona, llamó por teléfono al
hospital de Quillota. Contestó la señorita encargada de la estadística del
establecimiento.
-Señorita, tenga la bondad de decirme cómo sigue el enfermo Luis
Durand.
-¿Quién llama?- preguntó la señorita.
-Dígale que el Presidente.
La joven sin pensar ni siquiera remotamente de que se trataba de don
Arturo Alessandri, nada menos, le pregunta sin mucho comedimiento,
creyendo que se trataba del presidente de algún sindicato de La Calera o
de El Melón.
-¿El presidente de qué?...
Entonces don Arturo le contesta con voz tonante:
-De la República, pues, señorita…
Llegó la niña encendida y asustada, corriendo hasta mi cama para
decirme llena de gran confusión:
-Señor, por Dios, fíjese que el Presidente está preguntando por su
salud: Y que le mande decir si necesita algo.
-Dígale que estoy mejor y que por el momento nada se me ofrece.
Que le agradezco en el alma su preocupación.
¡Don Arturo! ¿Cómo no recordarlo con afecto, cuando era tan humano
y tan sincero y afectuoso contados sus amigos?
Pero la enfermedad no cedía así no más. Un anoche en que yo
dormía presa de una gran fiebre, en medio de la cual estaba soñando todas
esas cosas absurdas que produce un estado como el que indico, sentí que
alguien me tocaba en el brazo y que me llamaba en voz baja:
-Señor Durand, señor Durand…
Creí que se trataba de una alucinación. Pero como la cosa continuara
desperté al fin y, al abrir los ojos en la media luz de la habitación, vi a una
persona a quien no conocía, que estaba sentada cerca de mí. La miré largo
rato y por fin le pregunté:
-¿Quién es usted?
-Soy Couchot, señor Durand. Soy el administrador del palacio de
Viña y figúrese usted que me ha pasado una cosa tremenda. Denantes,
como a las cinco de la tarde, me encontré con S. E. que venía llegando de
dar un paseo y me dijo:”Mire Couchot, vaya a ver al hospital de Quillota a mi
amigo Luis Durand, que está ahí enfermo. Dele mis saludos y dígale que yo
estoy muy preocupado por su salud. Que me mande a decir lo que se le
ofrezca”. Y resulta- continuó mi inesperado visitante- que llegaron unos
señores a revisar unas facturas y tuve un trabajo tan enorme que me olvidé
por completo del encargo de S. E. Para mal de mis pecados, en la noche,
poco antes de comida, me encontré con él y me preguntó:”Qué hay,
Couchot, ¿cómo estaba Durand?” “Mejor, Excelencia. Estuvo muy
agradecido de su atención y me encargó que lo saludara y que por el
momento no se le ofrecía nada”. Créamelo que no pude probar bocado. Y
apenas S.E. se retiró a sus habitaciones tomé el auto y me largué para acá,
trayendo un gran susto. ¡Lo que falta que este bendito señor Durand se
haya muerto! Ahí sí que la hacía de oro. No sabe cuánto me alegro
encontrarlo tan bien. Porque está mucho mejor usted, ¿no es así?
En medio de mis dolores de cabeza no pude menos que reírme de las
tribulaciones de aquel buen señor Couchot, que se marchó muy tranquilo
porque yo estaba mejor y no se me ofrecía nada. Tal como él se lo había
dicho al Presidente. También don Arturo le había encargado al gobernador
de Quillota que pasara a verme lo más seguido que pudiera y lo informara
por teléfono acerca de mi salud. Ese buen caballero cumplió con gran
solicitud el encargo que se le había hecho. Conversaba un momento
conmigo y después de darme la mano se las lavaba cuidadosamente,
secándose con su pañuelo, a fin de evitar una infección. Después me decía
un tanto confundido:
-Excúseme, pero ya sabe que esto es contagioso. Y a mi edad no es
ninguna gracia pescarse un tifus. Yo que soy médico lo sé bien.
Uno piensa a veces que en estas cosas del destino no hay nada que
hacer. A este buen caballero, a quien le guardo una infinita gratitud por sus
atenciones, le ocurrió que en el terremoto que sobrevino a comienzos del
año siguiente le cayó una viga encima y terminó con él. Es entonces
cuando uno se da cuenta de lo frágil que es este tránsito y que de nada vale
aferrarse a él cuando ya la hora está señalada.
Tendría que escribir muchas páginas si tuviera que expresar mi
gratitud a todas las personas que me ayudaron en aquel trance. Nunca he
olvidado a Ofelia, una simpática muchacha que me atendía en la noche y a
quien divisaba yo entre mis afiebradas nieblas durmiendo tranquilamente,
sentada en una silla y con el codo apoyado en los pies de mi cama. Dormía
como un niño, pues no se le oía la respiración. Un día que pasaba yo, años
más tarde, por una callejuela de San Pedro, me salió al paso una mujer con
tres chicos pegados a su falda. Iba a pasar de largo, cuando ella vino a
hablarme. Era Ofelia.
¡Qué impresión penosa me dejó! Los niños, la pobreza, las mil
privaciones, a los veinticinco años le habían quitado su frescura y su belleza
de niña. Pero tuve una gran alegría de verla, de conversar con ella, como
en aquellas noches cuando yo le decía:
-Ofelia, háblame de algo, estoy con dolor de cabeza y muy aburrido.
Dime, cuéntame algo.
Y entonces Ofelia me contaba sus amores y los de otras de sus
compañeras. Y por las noches mientras le ponía hielo a la bolsa que
colocaba debajo de mi cabeza me decía:
-Y usted nadita que me cuenta a mí, porque ha de ser bien diablito
también ¿No es cierto?
Alejandro Vásquez llegaba por las mañanas. A eso de las nueve lo
oía con su tosecita seca, que pasaba carraspeando. Solía asomarse a mi
puerta y su rostro inundado de simpatía sonreía para decirme:
-¿Qué hay, Luchito? ¿Cómo has amanecido? Ya vuelvo a verte.
Y al mediodía había gran tertulia en mi pieza. Los médicos se
sentaban sobre mi cama y fumaban y contaban cuentos picantes. Recuerdo
a ese hombre tan simpático y tan lleno de bondad que era el doctor Sola.
Algunos días aparecía Laurita, la esposa de Alejandro, bella y sonriente,
con ese modo un poco esquivo, que se me ocurre debió tener desde
muchacha. ¡Qué felices debían ser! Porque Alejandro la adoraba.
Respiraba a través de ella. Y eso, aunque a ratos se convierta en una
esclavitud que molesta un poco, es lo que se llama dicha. O sea, el
matrimonio perfecto dentro de la imperfección humana.
Allí recibí en dos o tres ocasiones cartas de mi amigo Hernández
Catá, que era entonces embajador de Cuba en Río de Janeiro.”¿Qué hay,
Durand? -me decía- . ¿Y cómo sigue esa enfermedad? Cuénteme,
cuénteme que estoy ansioso de saber que su mejoría va ya muy adelante”.
Y mis amigos de Quillota venían de vez en cuando a verme. Alina
estaba enferma en eso días y no pudo llegar hasta el hospital. Pero me
manifestaba en todas las formas que podía su preocupación y su cariñosa
atención. Yo era, como acaba de decirme un amigo en carta que en este
instante recibo, un viejo gruñón, arrinconado. Creyendo que todos me
olvidaban. Y que Alina esta entre esas personas que no me recordaban en
absoluto. Oh, Alina, y cómo me hacía sufrir pensar así. Mi amor por ti era
tan infinito. Tan hermoso como un permanente y mágico sueño. Y yo
estaba equivocado, porque ella también por esos días se sentía muy
enferma. ¡Qué dolorosas horas son aquellas en que pensamos en los seres
a quienes amamos de verdad! Y el tiempo y las angustias que nos
arrinconan, que nos hacen cavilar día a día, sin poder, convencernos de que
esos seres a quienes adoramos son aquellos que nos olvidan, con la fría
crueldad que trae el desamor.
Hasta que un día pude levantarme. Y fui a casa de Alina. La
encontré inclinada sobre un macetero admirando a unas flores recién
abiertas. Cuando alzó la cara vi que tenía los ojos húmedos y brillantes. Y
nos quedamos contemplándonos sin hablar. En un silencio tan tenso que
sentíamos como el corazón nos latía agitadamente, hasta hacernos daño.
No es este un capítulo de una novela. ¿Verdad, Alejandro Vásquez?
¿Verdad, don Arturo Alessandri? Pero es bello retornar por los caminos del
pretérito y ver encendidas las lámparas que alumbraron las noches mágicas
de nuestros sueños más fantásticos.
Mis hijos y mi mujer me miraron extrañados de verme con veinte kilos
menos. Aparecía yo casi esbelto. Nada les había comunicado para no
causarles inquietud. Aquel veraneo había sido bien original. Con un tifus,
que en aquellos tiempos era una pelea a brazo partido con la muerte. Pero
yo sentía de nuevo una secreta melodía muy adentro del corazón. Era
como una canción de la buena esperanza. Como una ilusión que florecía
de nuevo.
Notas sobre autores y textos 1) Autor: Manuel Varas Espinosa (1880-1959): poeta, periodista y político nacido
en Quillota.
Texto: poema de la antología “Parnaso Chileno” (1910) de Armando Donoso.
2) Autor: Lautaro Yankas (1902-1990): novelista, cuentista y ensayista. Fue
profesor de Artes Plásticas del Liceo de Hombres de Quillota.
En 1943, publicó “La ciudad dormida”, novela ambientada en Quillota.
Texto: cuento del volumen “Rotos” (1945).
3) Autor: Eugenio Matus Romo (1929-1997): novelista, ensayista, crítico y
antologador. Profesor de Castellano nacido en Quillota.
Texto: capítulo de la novela “Mientras amanece” (1960), ambientada en Quillota
y Valparaíso. El personaje quillotano Garrúa aparece también en su novela
“Encuentro en Tánger” (1966) Matus se inspiró en un martillero de apellido
Marúa.
4) Autor: Orlando Arancibia (1896-1957): periodista y escritor nacido en Nogales.
Fue alumno del Liceo de Hombres de Quillota.
Texto: crónica del libro “Al pie del Mayaca. Crónicas” (1954)
5) Autor: Juan Bautista Alberdi (1810-1884): jurisconsulto, escritor y político
argentino. Vivió en Chile varios años y pasó largas temporadas en Quillota.
Texto: artículo publicado en “El Comercio” de Valparaíso el 24 de marzo de
1848. Transcrito de “El Observador”.
6) Autor: Ricardo Rojas (1882-1957): historiador, crítico y poeta argentino. Estuvo
en Chile, por primera vez, en 1921.
Texto: capítulo del libro “Gentes y paisajes de Chile”, tranascrito del la revista
“Atenea” (1928).
7) Autor: Alejandro Vásquez ( - ): médico, poeta y escritor. Amigo de Alberto
Rojas Jiménez (1900-1934) y Luis Durand.
Texto: artículo de la revista “Atenea” (1946).
8) Autor: Luis Durand (1895-1954): novelista, cuentista y ensayista. Tuvo varios
amigos quillotanos.
Texto: párrafos del libro “Gente de mi tiempo” (1953). Lo que narra sucedió el
año 1938.