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01/06/15 00:19 Peggy no se casó | Televisión | EL PAÍS Página 1 de 5 http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/27/television/1427473481_503083.html ENRIQUE VILA-MATAS 29 MAR 2015 - 00:00 CET Si, en lugar de una serie, Mad Men hubiera sido una monumental novela, se habría podido decir que estaba compuesta por fragmentos TELEVISIÓN Peggy no se casó 'Mad Men. O la frágil belleza de los sueños en Madison Avenue’ es un libro coral sobre la fascinación que ejerce la serie. Vila-Matas analiza la narrativa del drama televisivo Archivado en: Mad Men Jon Hamm The Wire HBO Series tv Feminismo Publicidad Programa tv Movimientos sociales Mujeres Programación Televisión Medios comunicación Comunicación Sociedad Me acuerdo de la intensidad con la que seguí muchas de las escenas de los primeros capítulos y de mi felicidad al descubrir que todas tenían entidad propia, un interés por sí solas. Me di cuenta de que si, en lugar de una serie, Mad Men hubiera sido una monumental novela, se habría podido decir de ella que estaba compuesta por unidades de cuentos, por fragmentos que a su vez estaban formados por instantes intensos. Valor supremo del instante. En cierta ocasión recuerdo haber escrito: “Cada momento es un lugar donde nunca hemos estado”. Valor supremo, por otra parte, del fragmento, esa especie de interrupción que rompe el texto continuo, porque el fragmento es lo que rompe, quiebra y diferencia, aniquilando las ilusiones de la plenitud, el vínculo, la repetición mimética. Disfruté mucho de aquellos fragmentos que, por tener una entidad independiente del contexto general, aniquilaban las ilusiones de la plenitud decimonónica. Tanto disfruté que decidí tomarme las escenas de Mad Men como lecciones para reconciliarme con el encanto de dedicarse a las formas breves, de escribir cuentos, en suma. Me reconcilié con el arte de contar por el placer mismo de contar: una actividad de la que, sin desearlo del todo, me había ido apartando en los últimos tiempos, quizá por dedicarle cada día más atención a lo ensayístico. Así que empecé a visionar escenas de episodios de Mad Men como quien entra en el aula de una escuela todos los días para recordar qué es narrar. En esas sesiones, lo que más aprendí fue a disfrutar del momento, pero también, de paso, a profundizar en una historia que le había leído a Rafael Sánchez Ferlosio acerca de una mañana de finales de 1959 en la que, paseando con su hija por un parque de Madrid, al cruzar por el trecho que separaba el quiosco de música de una vieja escalinata, oyó de pronto unas voces que venían de entre los árboles, en las que reconoció el falsete característico de los actores de guiñol. Tras preguntarse si debía acercar a su hija a aquella función —una pieza de reír—, finalmente, optó por llevarla hasta allí: la obra estaba ya más que empezada, lo que no fue problema para que su hija entrara al instante, “sin un punto de asombro, en su propio ser, riendo ya con la primera frase de la manera más natural del mundo, como si no considerase necesario preguntarle a su padre absolutamente nada. La niña se reía con cada paso —o frase— como una unidad que se bastase a sí misma sin un contexto de sentido del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Pero eso no comportaba para ella ninguna deficiencia o

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ENRIQUE VILA-MATAS 29 MAR 2015 - 00:00 CET

Si, en lugar de una serie, MadMen hubiera sido una

monumental novela, sehabría podido decir que

estaba compuesta porfragmentos

TELEVISIÓN

Peggy no se casó'Mad Men. O la frágil belleza de los sueños en Madison Avenue’ es un libro coral sobre la fascinación que ejerce laserie. Vila-Matas analiza la narrativa del drama televisivo

Archivado en: Mad Men Jon Hamm The Wire HBO Series tv Feminismo Publicidad Programa tv Movimientos sociales Mujeres Programación

Televisión Medios comunicación Comunicación Sociedad

Me acuerdo de la intensidad con la que seguí muchas de las escenas de losprimeros capítulos y de mi felicidad al descubrir que todas tenían entidadpropia, un interés por sí solas. Me di cuenta de que si, en lugar de unaserie, Mad Men hubiera sido una monumental novela, se habría podidodecir de ella que estaba compuesta por unidades de cuentos, porfragmentos que a su vez estaban formados por instantes intensos.

Valor supremo del instante. En cierta ocasión recuerdo haber escrito:“Cada momento es un lugar donde nunca hemos estado”.

Valor supremo, por otra parte, del fragmento, esa especie de interrupciónque rompe el texto continuo, porque el fragmento es lo que rompe,quiebra y diferencia, aniquilando las ilusiones de la plenitud, el vínculo, larepetición mimética.

Disfruté mucho de aquellos fragmentos que, por tener una entidadindependiente del contexto general, aniquilaban las ilusiones de laplenitud decimonónica. Tanto disfruté que decidí tomarme las escenas deMad Men como lecciones para reconciliarme con el encanto de dedicarsea las formas breves, de escribir cuentos, en suma. Me reconcilié con el artede contar por el placer mismo de contar: una actividad de la que, sindesearlo del todo, me había ido apartando en los últimos tiempos, quizá

por dedicarle cada día más atención a lo ensayístico.

Así que empecé a visionar escenas de episodios de Mad Men como quienentra en el aula de una escuela todos los días para recordar qué es narrar.En esas sesiones, lo que más aprendí fue a disfrutar del momento, perotambién, de paso, a profundizar en una historia que le había leído a RafaelSánchez Ferlosio acerca de una mañana de finales de 1959 en la que,paseando con su hija por un parque de Madrid, al cruzar por el trecho queseparaba el quiosco de música de una vieja escalinata, oyó de pronto unasvoces que venían de entre los árboles, en las que reconoció el falsetecaracterístico de los actores de guiñol. Tras preguntarse si debía acercar a

su hija a aquella función —una pieza de reír—, finalmente, optó por llevarla hasta allí: la obra estabaya más que empezada, lo que no fue problema para que su hija entrara al instante, “sin un punto deasombro, en su propio ser, riendo ya con la primera frase de la manera más natural del mundo, comosi no considerase necesario preguntarle a su padre absolutamente nada. La niña se reía con cada paso—o frase— como una unidad que se bastase a sí misma sin un contexto de sentido del que tomasesignificación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de unacadena causal con un antes y un después. Pero eso no comportaba para ella ninguna deficiencia o

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Después de todo, muchas delas grandes novelas del sigloXX están construidas con la

lógica del fragmento, como sisu verdadero corazón fuera el

relato

insuficiencia, sino, por el contrario, una autosuficiencia de la significación, del puro decir en sí,emancipado de cualquier impleción en un campo de sentido”.

Si lo narrativo en mi escritura había ido pasando a un indeseado segundo plano, el retorno al placerde escuchar y contar historias —acompañado del minucioso estudio analítico, casi escolar, de losfragmentos y de los instantes de fragmentos de Mad Men— me ayudó a recobrar una antiguafelicidad que hoy relaciono con el hecho nada casual de que para Matthew Weiner, el creador de MadMen, su forma favorita de escritura sea el cuento, el relato corto, y John Cheever su autor preferido(“Sus cuentos funcionan como episodios de televisión, no llegan a repetir ninguna información sobrelos personajes. Te atrapa desde el primer momento”).

No es que no conozca el episodio de las risas de Richard Price, showrunner de la serie The Wire,durante su rueda de prensa en Madrid, cuando un periodista describió Mad Men como “elequivalente audiovisual de las novelas de John Cheever”. Y ya sé que Víctor Lenore en Indies,hipsters y gafapastas consideró que la réplica de Price fue rotunda: “Si Cheever es los Beatles, MadMen es la beatlemanía. Me parece una serie para los amantes de los trajes y los muebles”.

Conozco el episodio de Price, pero pienso que él ahí exhibe una rotundidad de ciego. No se equivocasi piensa que The Wire es televisión pura, y Mad Men, cine con fondo literario. Pero ese fondo tienemuy poco de malo, porque Matthew Weiner, más allá del diseño y el humo, es un maestro de laescena breve, del relato corto; no solo tiene talento para los diálogos y para capturar al espectador encada escena, sino que detrás de sus guiones, sin que eso signifique un lastre, se adivina lasensibilidad de un lector furiosamente contemporáneo. Está más allá, pues, de los trajes y losmuebles y del whisky de las oficinas.

Ahora recuerdo que en una entrevista televisiva le oí decir a Weiner que lefascinaba la estructura de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad,donde el narrador sale en busca de Kurtz, pero en el camino se entretienecon innumerables digresiones, y esas digresiones son en realidad —decíaWeiner— el relato mismo. Y ahora me acuerdo de que, al oírle esto, penséque de algún modo era ahí donde yo quería llegar: quizá el XIX fue el siglode “las grandes novelas”, y el XX, en cambio, la era del fragmento, elreencuentro de lo narrativo con su esencia, con el cuento, con el relatobreve.

Después de todo, muchas de las grandes novelas del siglo XX están construidas con la lógica delfragmento, como si su verdadero corazón fuera el relato, algo que, por supuesto, no es fácilmentedemostrable, aunque puede llegar a serlo si uno atiende al dictado de aquella Tesis sobre el cuento enla que Ricardo Piglia afirma que un relato siempre cuenta dos historias. El cuento, dice Piglia, es unrelato que encierra un relato secreto, se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estabaoculto: reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajola superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir lodesconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decíaRimbaud.

La tesis de Piglia me hace pensar que si contuviera alguna historia secreta la densa trayectoria de lanovela del siglo XX, esta giraría en torno al hábil camuflaje del texto breve, del fragmento, de launidad de cuento en el interior del alma central de su gran laberinto. Conrad, Cheever, ya citadosaquí, junto a Nabokov, Walser, Kafka, Ballard, Philip K. Dick, Sebald, Beckett y otros, serían entoncesalgunos de los practicantes más brillantes de una gran simulación, consistente en haber rehabilitadosecretamente el cuento bajo la falsa apariencia de estar novelando, es decir, de haberse situado enuna línea de continuidad con respecto a las grandes novelas del siglo XIX.

Una gran simulación que se entiende mejor si se le aplica la tesis de las dos historias de Piglia, dondese explica que la variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió enhacer de la construcción cifrada, de la historia que va por debajo de la supuestamente principal, el

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En las escenas de Mad Men vique también él operaba al

modo borgiano

tema del relato.

Obsérvese que Borges acostumbraba a narrar historias que contaban las maniobras de alguien queconstruía con perversidad una trama secreta con los materiales de una historia visible.

Precisamente, Borges fue pionero en comentar un problema que iba a presentarse a muchos autoresdel siglo XX a la hora de narrar, que iba a presentárseles cuando se dieran cuenta de que si unotrataba de emular a un gigante literario del siglo anterior, al monumental Tolstói, por ejemplo,quedaría siempre por debajo del monstruo y, por tanto, llevaría a cabo un esfuerzo tan titánico comoinútil. Como se sabe, seguramente a causa de este problema, Borges no escribió nunca una novela.Hizo muy bien, qué duda cabe. Después de todo, no estaba obligado a escribirla, y, menos aún, a darla vida por esta idea. Debió de pensar: espero no ser tan estúpido como para pasarme la vidaintentando mejorar a Tolstói, Flaubert o Stendhal; no voy a ser tan idiota de intentar algo así cuando,además, a lo sumo lo único que podría lograr, en el improbable caso de luchar contra ellos en campoabierto y superarles, sería dar un mínimo paso más allá. Y aun suponiendo que lo diera, ¿deberíadedicarle a ese minúsculo “paso más allá” un esfuerzo inhumano y el tremendo sacrificio de toda unavida?

Borges no escribió una sola novela y, además, se burló del dilema de sitenía que escribirla o no: “Continuamente me preguntan que cuándo voy aescribir una novela, pero me consuelo pensando que en otro tiempopreguntaban a los escritores: ‘Y usted, ¿cuándo va a escribir unaepopeya?’ o ‘¿cuándo va a escribir un drama de cinco actos?’, y

actualmente esa pregunta no se usa. Creo además que el cuento es un género más antiguo que lanovela y quizá pueda vivir más allá de la novela”.

En las escenas de Mad Men que tan a fondo espié sentado en la casera aula de mi escuela secreta fuilentamente entrando en contacto con el modo de trabajar de Weiner y vi que también él operaba almodo borgiano, es decir, que la historia que en Mad Men iba por debajo de la supuestamenteprincipal —la historia aparentemente secundaria o segundona de la luchadora Peggy Olson(Elisabeth Moss) y sus compañeras de oficina— era en realidad la trama secreta, el centro de lanarración, el eje verdadero de todo. Y también me di cuenta de que, pasara lo que pasara, siempre alfondo de las escenas estaba Peggy. Llegué a acostumbrarme a verla con tanta frecuencia en todos losfragmentos que en cierta ocasión, en una secuencia de una fiesta hippy, me pareció verla cantando alfondo de la sala.

Peggy canta siempre al fondo, pensé. Y me dije también que ella no solo era la trama secreta, sinotambién el género secreto oculto en el eje mismo de la narración. ¿Peggy es un cuento entonces? Creoque sí, que ella es la trama secreta, pero también —porque esa trama está repleta de unidades decuentos— el mismísimo género camuflado dentro de la estructura general de novela, el verdaderogénero utilizado para la narración global puesta en marcha por Weiner.

Si así fuera, Madame Bovary representaría la novela, al género por excelencia del siglo XIX,mientras que nuestra Peggy, la “secretaria ascensora”, estaría inserta en el interior de un tipo denarración que no sería ya del siglo de Flaubert y en la que ella, como anti-Bovary, encarnaría unintenso cuento, un fragmento camuflado en un laberinto narrativo que solo en apariencia recordaríaa los del pasado.

Exacto. Peggy, vista —esta tarde mientras termino estas líneas— como un fragmento que rompe,quiebra y acaba cantando al fondo de alguna sala, aniquilando cualquier posible última ilusiónanticuada de plenitud decimonónica.

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