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Pasos en la escalera

Laura Rivas Arranz

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Título original: Pasos en la escaleraLaura M.ª Rivas Arranz

Portada: Literanda, sobre una fotografía de Marcus Pink, www.marcuspink.com© de la presente edición: Olmo Cepero de la Plaza, Literanda, 2015

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización expresa de los titulares del copyright la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

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“[...] de cualquier desventura se puede sacar partido sólo con

convertirla en matera de narración. En el momento en que compren-demos esto, ya estamos en disposición para agarrar las riendas de

nuestra vida y empezarla a protagonizar”

“[...] Ser narrador capacita para rectifi car lo que parecía irreme-diable y roturar su magma impreciso, otorga el don de la revancha”

Carmen Martín Gaite. El cuento de nunca acabar

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Estaba volando… El aire frío se precipitaba contra su cara. Desplegó los brazos. Siempre había querido volar...

Necesitó ver que de verdad volaba y otra vez abrió los ojos. Vio el asfalto oscuro y sucio de la calle cerca, cada vez más cerca. Quiso plegar los brazos por delante del rostro como si pudieran resistir el asfalto...

Odiaba su vida. ¡La odiaba! Pero ya no quería morir… ¡de ver-dad que ya no quería!...

El asfalto se le echó encima sin dejar salir un grito de los pul-mones.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo I

El hombre del tiempo había prometido lluvia. Por la ventanilla del taxi Claudia observó la calle repleta de sol y de gente, pero lo sintió todo nublado. No estaba preparada para tanto sol… No estaba preparada…

—Ésta es la calle. ¿Dónde quieres que te pare?Le señaló al taxista el edifi cio.Sin ascensor ni calefacción. Pero era lo mejor que habían en-

contrado. Al menos por este año, su primer año de universidad, ella iba a vivir en aquel piso.

El taxista sacó del maletero las bolsas de viaje y desapareció.Mientras buscaba las llaves en el bolsillo del vaquero, se pre-

guntó si había estado correcta con el taxista; si se había aturullado como solía hacer siempre; si había metido la pata de algún modo...

Sacó las llaves, se obligó a olvidar el asunto, respiró hondo y entró. El portal era estrecho y largo. Con una bolsa colgada del hombro y otras dos de la mano, avanzó hasta las escaleras. Se había empeñado en viajar sola e instalarse sola. Era el modo que había elegido para anunciarse a sí misma que ya era mayor. Ahora con tres bolsas y seis pisos por subir comenzaba a dudar que hubiera sido una buena idea…

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***

Catalina escuchó ruido en la escalera. Caminó hasta la mirilla de la puerta con la rapidez que le permitió el reuma. Vio a una chica; cargada como una mula, la pobre. Debía de ser la inquilina nueva...

***

Claudia miró la sombra de unos pies interrumpiendo la luz bajo la puerta del primero. Un cotilla en la primera planta, estupendo... Siguió subiendo. El golpeteo de una máquina de escribir salió del se-gundo piso, pero enseguida enmudeció. De algún lugar de más arriba llegaban los gritos de una discusión. Dejó una bolsa en el suelo y la cogió de nuevo intentando llevarla mejor.

***

Bruno observó el renglón que acababa de escribir. Arrancó la hoja de la máquina y la arrugó. Escribía a máquina por superstición. Lo mejor que había escrito hasta ahora había salido de aquella má-quina vieja un día que su portátil se había estropeado. Colocó otro folio y se preguntó con qué llenarlo... Echó la culpa de no saberlo a la discusión de sus vecinos del quinto; siempre gritando.

***

Sus zapatos de verano aún se estrellaban ruidosos contra el sue-lo a cada paso. La tercera planta estaba en silencio. La discusión de más arriba se escuchaba cada vez mejor. Claudia continuó subiendo.

La puerta del cuarto piso se abrió. Una chica en chándal y con el rostro serio la observó.

—Hola.Claudia respondió con un tono apagado que enseguida se re-

prochó.

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La chica del chándal comenzó a bajar y ella siguió subiendo.La discusión era en el quinto. Un hombre hablaba a gritos so-

bre un pendiente.Siguió subiendo... El sexto; su piso; había llegado. Introdujo la

llave en la cerradura y abrió la puerta...Demasiada luz…Y dejó que las bolsas cayeran al suelo.Olía raro. No olía bien. Tampoco mal. Olía raro. En la coci-

na vio los cacharros que su madre se había empeñado en traer con antelación. Cogió un vaso, lo llenó de agua y comenzó a beber. La rotura de algún objeto en el piso de arriba le hizo fi jar la atención en el techo.

***

Víctor contemplaba los trozos de cristal esparcidos por el sue-lo. Iba a matar a Alejandro. Su hermano había dejado en la mesa la maldita jarra llena de agua. Al menos había caído al suelo y no sobre lo que por fi n parecía que comenzaba a ser su tesis doctoral... Hizo un fregado rápido del suelo y abandonó la limpieza. Se sentó de nue-vo frente a la tesis: Incidencia de las interacciones eléctricas en los Fenómenos Lunares Transitorios. Miró el reloj; se había hecho tarde y tenía que pasar por el departamento.

***

Mientras su madre introducía la llave en la cerradura, Cristina, sin dejar de mascar chicle, miró hacia las escaleras. Quería ver quién era el que podía bajarlas tan deprisa... Un chico mayor.

Escuchó a su padre gritar a Daniel. Indiferente, atrapó un ex-tremo del chicle entre los dientes, sujetó el otro con la mano y co-menzó a estirarlo hasta convertirlo en una hebra fi na que empezó a balancear cuidadosamente. Con el mismo cuidado la fue enrollando

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en el dedo índice. En medio de todo aquello miró a su madre porque intuyó que le había dicho algo.

—¿Quieres entrar de una vez? Y te he dicho mil veces que no hagas esas porquerías con los chicles. —Cerró la puerta tras la niña—. Qué habrá hecho tu hermano ahora...

Sin difi cultad, arrancó el chicle del dedo de Cristina.—No vuelvas a hacer esto. Sólo dios sabe cómo tendrás esas

manos. Si ahora te comieras este chicle —se lo mostró educativa-mente desde su mano— podrías pillar cualquier enfermedad, ¿te das cuenta?

Cristina miró con disgusto su dedo vacío y después a su madre.—Anda, vete a jugar. Todavía falta un rato para la comida.Se encaminó a averiguar qué le ocurría a su otro hijo. Cristina

la siguió.—Ahora dice el crío que se quiere poner un pendiente. ¿Qué

te parece?—¿Quieres un pendiente?Daniel miró a su madre.—Y qué si lo quiero.—¿Tienes dinero para comprarlo?Volvió a mirar a su madre. Odiaba eso. Ya estaba con su típico

montón de preguntas prácticas, que él no sabría contestar porque en realidad no quería, ni siquiera un poco, aquel estúpido pendiente.

—Puede.—¿Sabes dónde vas a ir a hacerte el agujero?El agujero. No había pensado en eso, qué imbécil...—Claro que lo sé. ¿Es que crees que soy idiota?—¡Que hables bien a tu madre! Cómo tengo que decírtelo. A

los padres hay que hablarles con respeto.—Y a los hijos también.Miró a su mujer:—Me voy porque voy a terminar haciendo algo de lo que me

voy a arrepentir.

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—¡Me voy yo!Daniel se precipitó fuera de la habitación.Cuando apenas faltaban unos centímetros para cerrar la puerta

de su cuarto, se planteó si dar o no un portazo. Lo dio. Se instaló de un salto en la cama, malhumorado. Pensó que a su madre le disgus-taría ver las zapatillas deportivas sobre el edredón, y concentró su rebeldía en aquel hecho insignifi cante. Enseguida volvió a pensar en el pendiente... Sólo había sido un comentario. Claro que no iba a ponerse un idiota de pendiente. O quizá ahora tendría que hacerlo. Si no, sería como dar la razón a su padre; y eso, de ninguna manera.

***

Aunque tenía puesta la televisión, Catalina no la miraba. Se levantó del sillón despacio, y con la mano derecha sobre el dolor de espalda caminó hasta la puerta del patio.

—¡Cristina! ¡Niña!, ¿me oís?Se situó en el mismo centro del patio mirando a las ventanas

de arriba.

***

Daniel más molesto de lo que quería permitirse abrió la venta-na.

—Abuela, ¿qué pasa?—Oye... Alfonsito…—Soy Daniel, abuela…—Daniel... Daniel… pero… ¿y Alfonsito?—Abuela, espera un momento.Se apartó de la ventana y salió de su habitación... Otra vez la

abuela hablaba sin sentido...—Abuela está en el patio, no sabe quién soy y me ha pregunta-

do por Alfonso o no sé quién…

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Cada palabra le salió envuelta en el enfado de la discusión toda-vía reciente. Dio media vuelta y se encaminó a su habitación. Entró en el cuarto y, sin cerrar la puerta, se dirigió de nuevo a la ventana. La abuela seguía allí abajo, en mitad del patio. Ahora miraba el suelo o quizá sus pies. Su padre llegó enseguida hasta la abuela.

—Mamá, vamos. Aquí fuera hace un poco de corriente.Daniel miró cómo se cerraba la puerta del patio. Elevó la vista

hasta colocarla, sin intención, en la única ventana del piso de arriba que podía ver desde su posición.

***

Sintió la mirada del niño e, instintivamente, Claudia se alejó de la ventana. Contempló la parte de su ropa que aún seguía formando un desordenado montículo sobre la cama.

Cuando terminó de ordenar todo, respiró con profundidad y decidió calentar una parte de la comida preparada que su madre le había obligado a traer...

El aroma del guiso se extendió. La casa se llenó de olor a la de sus padres y se sintió mejor. Llenó el plato con más de lo que de ver-dad iba a comerse. Se sentó frente a la televisión. Hasta el televisor sonaba diferente. A pesar de ello, las voces que anunciaron un coche, un perfume y cereales resonaron familiares.

Desde la calle, el escándalo de una moto se antepuso a los anuncios.

***

Alejandro aparcó la moto. Aquella mañana había tenido que re-partir pocos paquetes. Regresaba pronto. Sacó las llaves del bolsillo del vaquero y caminó hasta la puerta.

***

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Al doblar la esquina de su calle, Irene se desanudó de la cin-tura la sudadera del chándal y, por enésima vez en aquella mañana, se preguntó cómo era posible que aún hiciese tanto calor. Vio a un vecino en la puerta, y mientras caminaba trató de relacionarlo con alguno de los pisos de la casa. Era el chico raro que vivía por arriba, no sabía exactamente dónde...

—Hola.Alejandro se volvió para mirarla y respondió al saludo. Sujetó

la puerta hasta que entró....en el último piso. El chico raro de gesto ausente y cara de

pocos amigos vivía en el último piso con un hermano… ¿Era su her-mano? Creía que sí...

Mientras subían, empezó a buscar algún comentario irrelevante que pudiera hacer las veces de conversación. El calor del día fue lo único que se le ocurrió, pero era demasiado típico y lo rechazó.

Al alcanzar el segundo piso, el primer movimiento del concier-to número dos de Brandenburgo resonó en forma de silbido, alige-rando el silencio de los dos por la escalera.

***

Bruno observó aquel medio renglón asomando parcialmente tras la cinta de la máquina. Sin dejar de silbar transformó el primer impulso de arrancar la hoja en el más económico de coger el correc-tor y convertir las palabras en un borrón blanco listo para reescribir en cuanto se le ocurriera algo… Miró otra vez el aviso de llegada que había encontrado en el buzón el día anterior. Su libro de relatos, el que había ganado un concurso hacía un año, no se vendía. Parte de los ejemplares que se imprimieron entonces estaban ahora esperán-dole en Correos. La editorial no los quería y él había tenido que ad-quirirlos para evitar su destrucción. Tomó más aire y siguió silbando con fuerza. El lunes iría a recoger los libros.

***