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NOTAS SOBRE LA HISTORIOGRAFIA REGIONAL JALISCIENSE EN EL SIGLO XX J osé M a . M uriA Centro Regional de Occidente I.N.A.H. S.E.P. Las constituciones que han pretendido regular la vida de nuestro país, desde 1857 a la fecha —tanto las dos nacionales como las que han tenido particular vigencia en cada uno de los Estados "libres y soberanos” de la Unión mexicana—, coinciden en señalar al federalismo como la fórmula reguladora de las relaciones entre los grupos hu- manos que habitan en los diferentes parajes de la República. Por otro lado, la idea de que la autonomía de los Estados y el respeto a la voluntad de éstos es algo que debe de considerarse casi sagrado, ha sido con frecuencia expre- sada públicamente por funcionarios de todos los niveles. Sin embargo, el camino en realidad seguido por la vida mexicana dista mucho de ser, en este caso, el esperado por quienes hicieron las leyes, mediante mecanismos no previs- tos en las legislaciones o con subterfugios decididamente contrarios a ellas, la verdad es que, desde los tiempos de Benito Juárez en la Presidencia de la República hasta el día de hoy, la tendencia ha sido la de ir centralizando cada vez más la vida de este país. No son necesarios ejemplos para certificar estas aseve- raciones, pues se trata de algo presente en el ánimo de todos, especialmente ahora que nos damos cuenta de cómo la centralización ha hecho crecer exageradamente al centro y de que los problemas por ello ocasionados comienzan a ser dolorosos. Ya a principios de este siglo, Luis Pérez Verdía, autor de la única Historia Particular del Estado de Jalisco1—con pretensiones de abarcar todo lo que a su época interesaba— a pesar de sus loas al régimen porfiriano en el que se encontraba tan bien ubicado económica y socialmente, no dejaba de "reconocer con tristeza” que Jalisco había perdido

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NOTAS SOBRE LA HISTORIOGRAFIA REGIONAL JALISCIENSE EN EL SIGLO X X

J osé M a . M uriA

Centro Regional de Occidente I.N.A.H. S.E.P.

Las constituciones que han pretendido regular la vida de nuestro país, desde 1857 a la fecha —tanto las dos nacionales como las que han tenido particular vigencia en cada uno de los Estados "libres y soberanos” de la Unión mexicana—, coinciden en señalar al federalismo como la fórmula reguladora de las relaciones entre los grupos hu­manos que habitan en los diferentes parajes de la República.

Por otro lado, la idea de que la autonomía de los Estados y el respeto a la voluntad de éstos es algo que debe de considerarse casi sagrado, ha sido con frecuencia expre­sada públicamente por funcionarios de todos los niveles.

Sin embargo, el camino en realidad seguido por la vida mexicana dista mucho de ser, en este caso, el esperado por quienes hicieron las leyes, mediante mecanismos no previs­tos en las legislaciones o con subterfugios decididamente contrarios a ellas, la verdad es que, desde los tiempos de Benito Juárez en la Presidencia de la República hasta el día de hoy, la tendencia ha sido la de ir centralizando cada vez más la vida de este país.

No son necesarios ejemplos para certificar estas aseve­raciones, pues se trata de algo presente en el ánimo de todos, especialmente ahora que nos damos cuenta de cómo la centralización ha hecho crecer exageradamente al centro y de que los problemas por ello ocasionados comienzan a ser dolorosos.

Ya a principios de este siglo, Luis Pérez Verdía, autor de la única Historia Particular del Estado de Jalisco1 —con pretensiones de abarcar todo lo que a su época interesaba— a pesar de sus loas al régimen porfiriano en el que se encontraba tan bien ubicado económica y socialmente, no dejaba de "reconocer con tristeza” que Jalisco había perdido

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lo que él consideraba "la hegemonía cultural de la República y con ella las virtudes cívicas de que dieron tantas muestras nuestros antecesores”.

...que Guadalajara no es ya aquel centro intelectual que floreció independientemente y luminoso en pasadas eda­des; la centralización operada por la ciudad de México en la órbita de los negocios financieros y de la política, obra también en este ramo, y muchos artistas de valía, en pos de fama o de fortuna, emigran a la capital y en ella se establecen2.

Vale traer a colación a Pérez Verdía, porque represen­ta la falsa imagen de un México compacto y homogéneo tenida por un porfirista de la provincia. Ello a pesar del texto anterior y de ser nativo de un Estado que tanto se había apuesto al centralismo durante la decimonónica cen­turia y del que, él mismo, nunca pudo llegar a ser goberna­dor debido al capricho personal de quien gobernaba desde el centro3.

Así pues, a lo largo de su libro no ofrece este autor una sola muestra de lo que ahora llamaríamos diferencias regio­nales, mismas que cualquiera esperaría encontrar explícitas en una obra que versa sobre una región tan orgullosa aún hoy de sus particularidades.

Fue un contemporáneo, coterráneo, y amigo suyo, tam ­bién distinguido miembro de la "alta sociedad” tapatía, quien con mayor claridad denotó esa idea de un país sin marcadas diferencias internas. Se trata de José López Porti­llo y Rojas, autor de La Parcela, considerada por muchos autores como la novela rural jalisciense por excelencia, no obstante su carencia de elementos que le permitan ubicar la trama en alguna parte determinada de México y, en cambio, tener muchos que sin duda nunca se encontrarían en el campo mexicano.

En el ’prólogo”, hecho por el propio autor a la novela, da a entender que es precisamente el medio rural el unifica- dor de México, aserto que no deja de horrorizaren nuestros días:

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Nuestras clases rurales son eí nervio de México, el pro­ducto más directo y genuino de los diferentes factores que van unificando a nuestro pueblo4.

Bajo esta premisa, resulta difícil que la visión transmi­tida por el porfiriato en torno a México pueda reconocer, descubrir y, mucho menos, explicar las profundas diferen­cias que este país guardaba y guarda dentro de sí.

Aunque abominando al porfiriato, fue con el apoyo de su historiografía centralizante como se escribieron, después de 1930, los libros de historia general de México más leídos, por lo cual, la posición historiográfica respecto a las provin-, cias siguió siendo la misma. México era imaginado como un vasto territorio alrededor de una ciudad que, paradójica­mente, lleva por nombre el mismo que tiene el país: fuera de México todo es Cuautitlán. Una historia de México era la de su capital, con alusiones a la provincia cuando en ella sucedía algo que la afectara directamente.

Por fortuna, la situación dio muestras de empezar a cambiar hace algunos años, como lo muestran algunos li­bros que al estudiar una época o un asunto determinado, no soslayan la situación prevaleciente a lo largo y a lo ancho del territorio nacional.

Un ejemplo, de los muchos que podrían señalarse, lo constituye en este caso la famosa Historia Moderna de México, dirigida por Daniel Cosío Villegas. En ella, las referencias a la provincia son mucho más frecuentes, como también lo son las incursiones casi monográficas en torno a la situación predominante en cada uno de los Estados en sus diferentes momentos. A veces, poco integradas al resto del texto si se quiere, pero por lo menos dan fe de lo acaecido y recuerdan al lector que otros ámbitos nacionales asimismo deben de ser estudiados si se pretende hacer historia "nacio­nal”.

Como quiera que sea, entresacando de aquí y de allá en ciertas obras "nacionales”, algo puede obtenerse ya sobre cada una de nuestras regiones.

Es de señalar, por otro lado, que los mejores talentos de la provincia se han visto obligados a emigrar a la capital,

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para no correr el riesgo de perderse en la mediocridad de no hacerlo. Algunos conservan su querencia provinciana y aprovechan los recursos a todas luces superiores ofrecidos por la gran ciudad para desarrollar estudios sobre sus regio­nes de origen. Pero los más se nos pierden en busca de una universalidad difícil de alcanzar cuando no se está muy consciente de la identidad propia.

Cuántos autores hay, me pregunto, que solamente re­cuerdan su tierra natal cuando ésta les ofrece algún recono­cimiento por sus éxitos o son enviados a ella a ocupar determinado puesto público de importancia.

Conviene no perder de vista a los autores emigrados a la capital, pues de ellos son los mejores trabajos de historio­grafía provinciana hasta ahora producidos. Y no es de pensar en estos momentos en el caso excepcional de Luis González, ejemplo admirable de quien se ha resistido a romper el cordón umbilical que lo liga a su pueblo, sino el de Jalisco, cuyos mejores historiadores radican fuera de Guada­lajara.

En efecto, cuando en Guadalajara se piensa en lo que llamamos "nuestros historiadores en la capital”, nos damos cuenta de que, con raras excepciones, son mejores su libros que los realizados por los locales: con información más amplia y fidedigna, con una técnica más depurada y, sobre todo, bajo un concepto de la Historia mucho más moderno.

Ello, sin duda, encuentra una clara explicación en la pobreza del medio ambiente provinciano: archivos que más bien son bodegas inaccesibles, bibliotecas paupérrimas y en desorden, librerías inútiles y una carencia desesperante de elementos capaces de proporcionar un adecuado entrena­miento técnico y metodológico.

A pesar de esos muchos pesares, no puede, ni debe, dejarse de tomar en cuenta aquellos que, sin duda alguna, constituyen una brigada de héroes casi anónimos que no se movieron de sus lugares de nacimiento. Anónimos porque casi nadie sabe de ellos ni de sus trabajos5; héroes porque se quedaron a vivir y a trabajar en las pésimas condiciones existentes.

Muchos no salieron porque no pudieron, es cierto.

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Pero los hay también que con buenas oportunidades y mejores opciones decidieron quedarse, inspirados por la mística de que alguien debía defender, rescatar y acrecentar, lo poco que se tenía.

De todas maneras, salvo singularidades, muy poco cabe esperar de los trabajos sobre historia regional publicados antes de los sesentas, escritos por residentes o no en la capital, ya que conservan ese tufillo añejo, disonante respec­to de la forma de trabajar de los diferentes escuelas historio- gráficas capitalinas del tiempo.

Tal vez por eso los temas y los estudios regionales fueron vistos durante mucho tiempo con cierto desprecio por los grandes que se preocupaban de asuntos “nacionales” de gran importancia. Otro tanto sucedía con los investiga­dores de problemas locales a quienes se trataba con una medida condescendencia. Una actitud así obviamente ayu­daba a que la gente lo pensara dos veces antes de emprender estudios de esta índole, creándose un, círculo vicioso que la propia provincia no podía romper a causa de sus carencias.

Esta postura es, hasta cierto punto, explicable. Así como la literatura nos habla de los ’poetas menores" de una determinada época, sin duda alguna que estos personajes dedicados a cosas tan poco importantes como escribir sobre asuntos de historia de una provincia, habían de ser conside­rados también como "historiadores menores” con una fuer­te dosis de menosprecio.

Durante muchos años, este menosprecio fue resentido por quienes se ocupaban de esta "historia menor”, dentro o fuera de sus provincias. De tal manera, no tenía por qué sorprender el que muchos autores provincianos arremetie­ran con violencia contra Luis González y los términos michohistoria y microhistoriador acuñados por él6.

De hecho, aquellas buenas gentes difícilmente acepta­ron que lo de "micro” se refería a la extensión geográfica del objeto de estudio y no a la capacidad del historiador.

Esta dignidad herida puede ser el aspecto cómico de un proceso mucho más serio, cuyos buenos resultados son cuestión del futuro mediato o inmediato, pero los síntomas empiezan a manifestarse desde ahora con plena franqueza.

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Sea como fuere, es evidente que la historia regional está adquiriendo un auge alentador cuyos alcances son imprevi­sibles.

Además del hecho mencionado de que algunos ’gran­des” autores de obras de tema nacional tienden a preocupar­se más por lo sucedido en la periferia, añádase que cada vez más escritores jóvenes, nativos de la provincia o no, em ­prenden con entusiasmo el análisis de los más diversos aspectos del devenir de ésta.

Según se ve, la escala de valores del historiador de hoy ha dado un vuelo importante, al extremo de que hoy día se antoja más atractivo acometer la indagación de una o varias haciendas7 o de un cuestionamiento de raíz muy local, que volver sobre los magnos asuntos de siempre.

La historiografía mexicana, se debate hoy más clara­mente que en otras épocas, entre dos tendencias opuestas y complementarias: la de resumir e integrar en una sola obra las conclusiones principales obtenidas en los últimos años sobre el pasado de México8 y la de abrir nuevos cauces a la investigación, incorporar problemas inéditos y mayores elementos para, en el futuro, disponer de una perspectiva más amplia de nuestro tiempo remoto.

El caso de la historiografía de y sobre el Estado de Jalisco, como el de cualquier otro de la República, constituye un buen ejemplo y es muy claro en este sentido.

A partir de la publicación de la extensa obra de Pérez Verdía, que recoge casi cuanto "se sabía” en su momento y sirve de apoyo a todo autor posterior, los autores jaliscien- ses siguieron trabajando —tanto los que se quedaron como los que se fueron— con un criterio que los identificaba bastante con el positivismo, aunque con algunas diferencias notables que dotan en muchos casos a esta historiografía de un alto grado de rusticidad.

Su filiación positivista se manifiesta precisa por su afán de narrar hechos verdaderos y de trabajar objetiva e imparcialmente.

El amor a una verdad ’’absoluta y definitiva” demostra­da y ’’universalmente demostrable”, es sin conjetura una de las mortificaciones más graves de estos autores de la prim e­

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ra mitad del siglo XX, de tal magnitud que la demostración llega a ocupar a veces más páginas que lo demostrado, con la consecuente fatiga del lector común, quien, por fuerza se interesa más en conocer los resultados de la investigación que las peripecias y andanzas del historiador para obtener­los. Esto contribuyó también a que el público de esta litera­tura se mantuviera reducido a los más adictos o simplemen­te a los especialistas.

A mayor abundamiento, la "universalidad” de tal de­mostración se basaba en general más en el apoyo en muchos libros y documentos, más prestigiados e irrefutables cuanto más añejos, —como si la argucia, la falsedad y la mala fe fuesen privativas del hombre moderno—, de donde deriva la marcadísima preferencia por los temas antiguos —cuan­to más antiguos mejor— .

En estas condiciones, como el conocimiento de nuestra antigüedad no puede ir mucho más allá de la Conquista, es exactamente ésta, junto con la Colonización española, la temática más socorrida por quienes trataron de la provincia mexicana.

Los casos más dignos de mención, por los insubstituí- dos que aún siguen siendo sus trabajos, son el dejosé López Portillo y Weber con su Conquista de Nueva Galicia y su tra­tado sobre la Rebelión en Nueva Galicia, reprimida en 1542 por Antonio de Mendoza9, y el de Arturo Chávez Hayhoe, cuyos escritos giran casi exclusivamente en torno a los orí­genes y los primeros años de la vida de Guadalajara10.

Es asimismo notable, en la mayor parte de los libros de historia que versan sobre una localidad o un ámbito reduci­do determinado, aun cuando el relato llegue hasta el presen­te, el hecho de que los tiempos remotos (conquista, funda­ción, evangelización, etc.), ocupen un espacio mayor que lo acaecido en le siglo XIX o incluso en el XX, a pesar de que las épocas más cercanas ofrecen siempre una cantidad supe­rior de testimonios.

La falta de entrenamiento técnico y metodológico im ­pide al historiador provinciano manejar los testimonios cuando éstos son abundantes; por lo que, cuando se trata de

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épocas con muy pobre información, sin más trámites inclu­ye todo lo que encuentra.

Es obvia la diferencia entre un libro procedente de una pluma con muchas horas de vuelo, como Pueblo en Vilon , y tantos otros de autores sin más armas que su entusiasmo y amor por el pueblo cuya historia narran.

No siempre es el propósito de discernir los orígenes de una comunidad lo que impele a escribir, sino también la simple búsqueda de antepasados de parientes y amigos.

De cualquier manera, estos autores ofrecen informa­ción útil y a menudo bien depurada —siempre y cuando no “ofenda” la memoria de la familia— aprovechable para otros asuntos. En este renglón se ubica Jesús Amaya Topete, cuya Ameca, protofundación mexicana incluye documentos de gran valor para conocer el origen de ese pueblo y, sobre todo, el de la tenencia de su tierra; lo mismo sucede con su estudio sobre los Conquistadores Fernández de Híjar y Bracamontes, que se remonta a la conquista de la propia Ameca12. En la misma categoría entra Ricardo Lancaster Jones, quien deriva más hacia la propiedad rural de jalis- cienses distinguidos en su Haciendas de Jalisco15.

De menor utilidad, por ser francamente genealógicos, son los trabajos de Jorge Palomino y Cañedo, cuya preocu­pación no va más allá de obtener nombre propios y relacio­nes de parentesco14.

Lo curioso de esta tendencia por buscar orígenes es que no haya provocado una mayor cantidad de autobiografías, particularmente entre aquellos con pretensiones de haber llevado una vida relevante. Sólo algunos con filiación en el campo político —fieles a la tendencia de que sólo lo político es importante— han dejado algo en este sentido. Por lo común tienen muchos datos, no todos fidedignos, y una recargada insistencia por mencionar a todo el mundo para evitar herir susceptibilidades, de donde, a menudo, apare­cen listas interminables de nombres sobre los que no se informa la menor cosa, como si con el simple hecho de ponerlos en lista impresa cumplieran con un compromiso social. Algo así como el no pasar por alto a alguien al invitar a una fiesta.

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De lo anterior, los tres autores más útiles son Angel Moreno Ochoa15, Esteban Chávez16 y José G. Zuño17.

Como caso excepcional vale mencionar también la de un médico, Delfino Gallo, cuyas Huellas de mi caminar reflejan mucho sobre la vida de un profesional de este tipo en la Guadalajara de la primera mitad del siglo18.

Este culto a veces desmesurado por la antigüedad, es lo que traiciona la vocación 'objetiva” y veraz del autor y lo lleva a salpicar su texto de adjetivos reveladores de su maravillamiento por la fiereza y dureza del conquistador —que, aunadas a las cualidades similares del nativo— dotan a la Conquista de la majestuosidad de una superproducción cinematográfica en casos donde no pasó de ser una escara­muza, lo venerable de la paciencia, bondad y cristiandad del evangelizador; lo grandioso del empeño por fundar las poblaciones, la importancia de éstas, etc., que propician decepciones tremendas cuando se logra disponer de datos concretos y fácilmente comparables con los de otros lugares, como pueden ser el número de habitantes, los diezmos recabados o el simple volumen de lo producido.

Dávila Garibi, por ejemplo, cuya vasta obra sobre temas jaliscienses acabó vertiéndose en sus seis tomos de Apuntes para la Historia de la Iglesia en Guadalajara1̂ , siendo tan mesurado y crítico, tiene marcada tendencia a exagerar en cuanto a la grandeza de los eventos, majestuosi­dad de las edificaciones, bondad de los obispos, etc.

Otra razón por la cual nuestros autores pierden a veces el equilibrio de. su ilusionada "imparcialidad” y llenan de calificativos sus escritos, es su marcadísima religiosidad —católica o jacobina—, en aras de la cual toda exclamación se antoja lícita. De tal manera, muchos de sus libros, convi­ven como el agua y el aceite, dos formas de trabajo por lo mismo fáciles de desglosar.

Aunque no versa sobre la Conquista, pero sí sobre los orígenes y años más lejanos de algo, viene a cotejar aquí la Antigua Universidad de Guadalajara de Juan Iguíniz20, don­de la erudicción del autor desempeña un brillante papel proporcionando un acervo de noticias fértilísimo. En cam­bio, su acendrado catolicismo origina interpolaciones la­

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mentables que traicionan el rigor y la minuciosidad y privan de un mayor valor a su libro.

En este planteamiento no cabe hacer alusión mayor a esa vasta literatura política panfletaria de todos conocida, con argumentos sacados de la historia y predispuestos a exhibir bondades o maldades del pasado con fines de lucha contemporánea. Pero sí merece señalarse, en contra, que el historiador provinciano tiene una mayor tendencia a que su quehacer sea influido —y su temática escogida— de acuerdo al horizonte político del momento. Juan López, cronista de la ciudad de Guadalajara desde 1973, representa un ejemplo de ello, como lo constata su amplia y valiosa producción21.

Por otra parte, López y algunos otros resintieron la mencionada falta de alcance de lectores de la historiografía regional, y la trataron de superar con pie en su apego literario, a base de preparar sus trabajos buscando la belleza de su prosa y recurriendo a la amenidad de la anécdota; jugando siempre con el peligro de perder claridad y preci­sión conceptual a cambio de lograr frases bien cortadas y hasta poéticas, o de que el uso de anécdotas consideradas "muy representativas y sabrosas” los hiciera olvidar un poco —a veces— el fondo substancial del problema tratado.

Más que López, quien mejor representó esta tendencia fue sin duda José Cornejo Franco, pozo inacabable de cono­cimientos e increíble perspicacia, pero de frutos impresos escasos a causa de haber invertido mucho más tiempo en preservar libros y documentos durante los treinta años que estuvo atrincherado en la Dirección de la Biblioteca Pública de Jalisco.

El tema de Cornejo fue casi siempre Guadalajara. Abordó diferentes aspectos de ella según los requerimien­tos que la propia ciudad le hacía, pero nunca, como de ordinario sucede, escribió de motu proprio: respondía en todo caso al llamado de alguna institución o persona.

Tampoco faltó, por supuesto, quien se preocupara por la minucia. Por recoger detalles insignificantes en aparien­cia, útiles en su conjunto y publicados las más de las veces sin más orden que el de su aparición ante los ojos del autor. Se trata de Leopoldo Orendáin, quien durante su larga vida

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dio a conocer una enorme cantidad de artículos cortos que él llamaba Cosas de viejos papeles, algunos de los cuales fue­ron recogidos en cinco volúmenes22.

Otra propensión dentro de este espíritu positivo fue la del bibliógrafo, como el ya citado y prolífico Juan B. Iguíniz con su Periodismo en Guadalajara, por ejemplo, que enlista todos los múltiples periódicos tapatíos de que tuvo noticia, dando algunos datos eruditos sobre ellos, o con sus Historia­dores de Jalisco, donde hace lo mismo con todos los autores que pudo descubrir en 19 1 823. Sin embargo, el más extraor­dinario en este aspecto es Ramiro Villaseñor, quien ha dedicado su vida entera a recopilar fichas encaminadas a formar una bibliografía general de Jalisco que permanece prácticamente inédita, pues de ella tan sólo se ha publicado un primer tomo —hasta la "F”— y algunas pequeñas partes más que constituyen bibliografías de diferentes autores24.

Debe mencionarse también la categoría de los recopi­ladores y publicadores de documentos alrededor de un tema. Aquí el más sobresaliente de los papeles pertenece a Moisés González Navarro —más por su notabilidad personal que por el trabajo mismo—, quien reunió y publicó una colec­ción sobre El repartimiento de Indios en Nueva Galicia25.

González Navarro tiene un lugar aparte, muy definido, al de los demás autores mencionados, dado su mayor profe­sionalismo proveniente de una sólida preparación histórica y de un ejercicio muy concienzudo. Para infortunio de Jalis­co es muy poco lo que ha escrito sobre su tierra de origen26.

La época en que Moisés González se encontraba en plena fase de forja como historiador e iniciaba su tarea, fue tal vez la época en que la historia regional cayó en su mayor descrédito. Tal vez ello explique en parte lo que ahora, con espíritu muy provincialista, se le recrimina.

El afán de publicar antigüedades, quizás haya encon­trado su mayor exponente en José Luis Razo Zaragoza, quien se ha echado a cuestas la reimpresión de importantes fuentes de Nueva Galicia27. Labor de innegable beneficio, pero hubiera sido mucho mejor si también hubiesen sido bien anotadas y estudiadas, tal y como nos mal acostumbró Edmundo O’Gorman con sus trabajos sobre las obras de Las

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Casas, Motolinía, Acosta, Mártir de Angleria y Fernández de Oviedo.

Aparte de Razo Zaragoza y del ya citado Amaya Tope­te (cfr. nota 11), el acopio y publicidad dé documentos ha encontrado muchos adeptos más, entre los que destacan Rubén Villaseñor Bordes y Salvador Reynoso28; pero hay otro tipo de trabajos que, sin ser abiertamente recopilacio­nes, en el fondo no son otra cosa. Se trata de aquello que Col- lingwood llamó "historia de tijeras y engrudo”, muy simila­res a la Historia de la Conquista de México de Genaro García, en las cuales un texto antiguo se une a otro como si el autor tuviese miedo de decir algo por su propia cuenta. El mismo Razo es un buen ejemplo29, además de José Ramírez Flores y Luis Páez Brotchie30, cuyos trabajos proporcionan, no obstante, informaciones de inapreciable valor.

Así como no todos los historiadores de Jalisco se han dedicado a temas jaliscienses, hay muchos estudios sobre nuestra zona procedente de plumas forasteras, de otras partes de México o del extranjero.

En términos generales se trata de las obras mejor acabadas, en vista de la mayor cultura y superiores posibili­dades de sus autores. Desde luego, salvo en el caso de algunos mexicanos conocedores profundos de la tierra, en éstos raro es que no haya detalles reveladores de que el tema se estudió, pero no se vivió con plenitud.

Vale aclarar en este punto que partimos de la creencia de que el historiador debe comprometerse con el área sujeta a examen para que el resultado adquiera la contemporanei­dad y vigencia obligadas.

Quien nos analiza desde fuera, aunque nos visite repe­tidas veces durante sus investigaciones, lo hará lógicamente de acuerdo con los requerimientos y necesidades de su propio medio, porque su forma de trabajo, su idea de la historia y su método, son más bien un producto de las condiciones y características de su lugar de origen.

De todos modos, dentro de una revisión de la historio­grafía regional jalisciense aparece como secuela indispensa­ble hacer por lo menos una ligera mención de lo más preponderante.

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Dejando a un lado libros que aborden asuntos jaliscien- ses como corolario de estudios más complicados como los de Borah y Cook sobre población31, el de Brading sobre mine­ría32, el de Meyer sobre La Cristiada33, o el de Nettie Lee Benson sobre los orígenes del federalismo54, pueden apun­tarse dos caminos seguidos por quienes han trabajado en forma amplia cuestiones jaliscienses.

En prim er plano, los propensos a la particularización monográfica,que pudiera llamarse sajona. Se ubica en esta especie los que van al fondo de un problema, una institu­ción, una localidad, etc., durante un lapso determinado, desechando su contacto con una temática más común. La mayoría de esos trabajos son tesis doctorales, causa por la que no van más allá de lo intrínseco del tema. La motivación de estos autores —aparte de un atractivo ordinario por asuntos latinos—, es la de referirse a un material virgen sin el peligro de que un libro ya impreso les haga sombra.

Muestra muy digna de esto es el texto sobre la Audien­cia de Guadalajara en el siglo XVI, de J.H. Parry35 o Colima de la Nueva España en el siglo X V I de Cari Sauer36.

La otra inclinación denominable quizá latina, procura generalizar más. Tanto para Berthe37 como para Hélene Riviere38, por ejemplo, el tema Guadalajara les atrae más por comparanza con otras ciudades que por ella misma, de manera que la redituabilidad de sus aportaciones es conside­rable por las conclusiones generales más que por los datos concretos que contienen.

Existe asimismo la modalidad española —sevillana— de trabajar en base a las revelaciones que el famoso Archivo de Indias suministra, que luego son mentadas en los esque­mas previstos al efecto. En e-cit cuso, más que cu ningún otro, el tipo de estudio está determinado por lo que aparezca en aquel océano de documentos. Este puede ser el caso del reciente libro de Ramón Ma. Serrera39, estructurado todo él con fundamento en las referencias obtenidas sobre la expor­tación de ganado de Nueva Galicia a Nueva EspañÉL

El arribo de los mexicanos a materias jaliscienses des­cansa en una circunstancia similar. Normalmente se debe al hallazgo fortuito en archivos capitalinos de algún filón

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sobre el asunto, el cual es seguido justo hasta el momento en que lo reunido sirve para una publicación corta, artículo o ensayo. Aquí el más útil de los ejemplos es Colotlán, doble frontera contra los bárbaros y la Jurisdicción militar en Nueva Galicia40, de Ma. del Carmen Velázquez. La razón de ambos escritos es exactamente el haber hallado algunos documentos relativos durante las largas horas de búsqueda que la autora ha invertido en el Archivo General de la Nación.

Desafortunadamente para Jalisco, ningún autor consa­grado de la capital ha emprendido un trabajo penetrante sobre temas del Occidente del país.

Bien puede decirse que en el centro mismo está la clave contra el propio centro. Sin duda que tantos años de centra­lizar la vida del país han volcado sobre su capital la mayor parte de sus recursos técnicos, humanos y económicos. Por lo tanto, esperar que la historiografía de la provincia resurja sin contar con la ciudad de México es algo totalmente ilusorio: indispensable es que los mismos provincianos acudan a la metrópoli a extraer lo que no se tiene en casa, de manera que pueda hacerse, para y desde cada región —de acuerdo con sus perspectivas y necesidades— una historio­grafía del mismo nivel que en la capital.

Por otro lado, este proceso de centralización que ha sido global —no sólo en lo referente a historia— ha em pe­zado ya a dar muestras de sus propias contradicciones inter­nas. El gigantesco monstruo urbano, ya casi inhabitable, es en sí mismo la razón de fortalecer a la débil provincia y los historiadores han empezado a detectar ya la necesidad de aligerar la gran nave que se hunde y a distribuir su carga entre otras más pequeñas.

De hecho, como se apuntó, puede asegurarse que la escala de valores se'ha invertido, y ahora empieza a conside­rarse más elegante —de mejor tono— verter la atención sobre temas regionales y, sobre todo, encabezar o pertenecer a grupos de investigadores que aborden en equipo el estudio de una comunidad o de una pequeña zona, lo mismo que intentar, institucionalmente, que investigadores de discipli­nas diversas echen raíces en la provincia, viviendo y traba-

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jando en ella, fortaleciendo además las instituciones locales.Todo ello permite asegurar que, a corto plazo, podrá

empezarse a hablar de una nueva historiografía regional llevada a cabo con mejores bases tanto técnicas como meto­dológicas.

NOTAS

1. P e r e z VERD1A, LUIS; Historia Particular de jalisco, desde los primeros tiempos de que hay noticia, hasta nuestros días. Guadalajara, Tip. Escuela de Artes, 1910-11 (3 tomos).

2. Id. tomo III, p. 669.3. En 1903, Pérez Verdía intentó ser Gobernador de Jalisco, lo mismo que José

López Portillo y Rojas y Manuel Cuesta Gallardo, también jaliscienses conno­tados; pero Don Porfirio impuso a Miguel Ahumada, un coronel colímense que se encontraba en Chihuahua.

4. L ó p e z P o r t i l l o y R o ja s ,J osé, La Parcela. México, Porrúa, 1976, p l , 6a. edic.5. Es muy larga la lista de autores que costean ellos mismos sus propios libros e

incluso se encargan personalmente de su distribución, la mayor parte de las ve­ces gratuita (cfr. G o n z a l e z L u í s : Invitación a la Microhistoria. México. Secreta­ría de Educación Pública, 1973. (Col. Sepsetentas No. 72) pp. 100-183.

6. Ello sucedió en los tres Encuentros de Historiadores de Provincia, celebrados en 1972 (San Luis Potosí), 1974 (San Luis Potosí) y 1976 (Monterrey).

7. B a z a n t J a N : Cinco Haciendas Mexicanas, tres siglos de vida rural en San Luis Potosí (1600-1910). México, el Colegio de México, 1975.MORENO, H eriberto , Guaracha: tiempos nuevos y tiempos viejos (historia de un reparto agrario). Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia, UNAM, 1978.

8. L e ó n P o r t i l l a , M igue l- , (coord.) Historia de México. México, Salvar, 1976- 1978-. XI tomosr Cosío Villegas, Daniel (coord.) Historia de México. México, El Colegio de México, 1977. 1 tomos. Y Alvarez,José Rogeiio (director). Enci­clopedia de México. México, Enciclopedia de México, 1966-1977 XII tomos.

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