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UN JURADO Por Ricardo Carrasquilla
Sesenta y cuatro años voy a cumplir para San Juan; hace cuarenta y tres que soy escribiente de la
secretaría de... y veinte que me casé con Petronila, la más fecunda de las hijas de Eva, pues cada
año afianza con una nueva prenda los sagrados vínculos de nuestro consorcio; de manera que, a
no ser por la tos ferina y otras enfermedades redentoras, podría exclamar con noble orgullo: ¡le he
dado a mi patria veinte ciudadanos! Sin embargo, de las referidas epidemias, todavía le llevo
ventaja a Jacob, pues tengo, como quien dice nada, siete hombres y seis mujeres; trece por junto.
Todas estas desventuras y otras que fuera largo referir, las aceptaría con gusto, a trueque de no
verme precisado a ejercer de vez en cuando los preciosos derechos de la ciudadanía; y para que
no vaya a creerse que exagero, referiré, aunque de paso, el lamentable suceso que no ha muchos
meses vino a aumentar el rigor de mis grandes desdichas.
¡Era jueves, y por consiguiente víspera de viernes! ... Llovía a cántaros, y empezaba a anochecer.
Petronila, que desde la semana pasada estaba atacada de un fuerte romadizo, tenía síntomas
alarmantes, y a pesar de la lluvia era forzoso ir a buscar el médico, que vive en los tres puentes,
desde mi casa, situada en el de San Juanito. Me puse mis gruesos zapatones de cuero, me envolví
en mi capa, me encajé un sombrero de funda verde, abrí mi paraguas colorado, que tiene tres
varas de diámetro, y me lancé en medio de la tormenta. Al pasar por la primera Calle Real un mozo
se me puso por delante, y abriendo un tinterito de resorte, mojó la pluma y alargándomela me dijo:
-Tenga la bondad de echarme aquí una firmita.
-¿Qué firmita?
-Es para un jurado.
-¡Jurado! ¡Dios eterno!, en este año me han tocado nueve, y estamos en marzo.
Fue preciso ceder: entramos a una tienda y escribí con mano trémula J. Hermenegildo
Almansa. Llegué por fin a casa del médico, y me dijeron: si usted hubiera llegado un minuto antes,
lo habría encontrado, porque acaba de salir a la calle. Era, precisamente, el minuto que me había
robado el implacable notificador.
Ocho días después, también era víspera de mercado, yendo en busca de cierto usurero para que
me comprara el sueldo del mes de diciembre, pues los de los otros meses los tenía ya enajenados,
me encontré con el del tintero ambulante, quien me dijo:
-En un momentico écheme aquí otra firmita.
-¿Cuándo es el jurado?
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-Hoy a las doce.
-Pues yo no firmo, ni asisto, porque ya va a ser la hora y no tengo para mercado.
-El jurado será muy corto; y la multa ...
-¿Cuánto es la multa?
-Serán unos cincuenta pesos.
¡No hubo remedio! Firmé. Al pasar por la Plaza de La Constitución dieron las doce; y temiendo que
se me tachara de poco puntual, salí corriendo y llegué al juzgado, sudando a mares y casi ahogado
de fatiga. El juez me dijo: aguárdese usted un poquito, que ya no tardarán los compañeros. A la
una llegó el segundo jurado, a la una y media había ya reunidos tres, y el señor juez dispuso que
fueran a llamar a los otros. Por fin a las dos se completó el quórum, y entramos a la sala del jurado,
que es más larga que la lista de mis deudas, y más fría y oscura que las poesías de mi sobrino el
romántico. No tenía más muebles que una mesa cubierta con una carpeta verde y unos cuantos
taburetes desvencijados. Después de prestar el juramento nos sentamos. En la barra estaban
un chino y el reo, custodiado por dos reclutas. El secretario, que era un viejo cotudo, asmático,
calvo, tuerto y con anteojos verdes, empezó a deletrear el expediente, que estaba en una letra
infernal; no le entendíamos sino las palabras finales de cada período, aunque, a decir verdad,
hubiera sido inútil leer más claro, porque ninguno prestaba atención. Dieron las cuatro y el
expediente estaba todavía entero; el juez tuvo que tocar reciamente la campanilla para
despertarme, pues me había quedado dormido y roncaba a pierna suelta. A las seis de la noche,
terminó la amena lectura y el señor fiscal tomó la palabra para traducir todo lo que contenía el
expediente, e informarnos que se trataba de condenar a nueve años de trabajos forzados a un
hombre que se había robado una marrana. El defensor, que es un preceptor de los arrabales de
Las Nieves, dijo:
«Señores jurados, he aceptado el noble encargo de suspender la hórrida cuchilla de la ley pronta a
desplomarse sobre la cabeza del inocente; porque verdaderamente no hay la menor sospecha
contra mi defendido, cuya inocencia; señores jurados, es más clara que la luz del sol cuando se
levanta en el cenit; y por otra parte, estando la perforación del chiquero praticada cerca de la
rústica cabaña de un labriego ¿cómo ha podido extraerse la marrana sin que sus chillidos lo
despertaran? Porque vosotros, señores jurados, recordaréis muy bien lo que son dichos animales.
Finalmente, señores jurados, a vuestro patético corazón quiero hablar después de haberlo hecho a
vuestra razón, porque, siendo evidente la inocencia de mi defendido, yo espero que vosotros uséis
indulgencia, y no lo condenéis a nueve años de presidio, como muy bien ha dicho el señor fiscal,
sino que rebajéis algo la pena en atención a que este pobre indio ha estado dos años en la cárcel,
y tiene mujer y cuatro hijitos. He dicho».
El señor juez dijo: hay que examinar algunos testigos. Presentáronse dos indios achispados, cuyas
respuestas contribuyeron admirablemente a desorientarnos. A las siete de la noche nos encerraron
con llave.
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Antes de pasar adelante, daré a conocer a mis compañeros, en el orden en que estaban sentados.
El primero era un pepito, a quien le cuadran perfectamente estos versos:
Del universo en la indecible anchura
Unicamente Alejo
Ha podido lograr cabal ventura;
Pues le basta un espejo
Donde admirar su espléndida figura.
Efectivamente, Medoro, que éste es su bello nombre, había estado contemplándose a sí mismo
durante la eterna lectura del expediente. Ya ajustaba sus perfumados guantes, ya retorcía sus
finos bigotes, ya mordía la cabeza de su primoroso bastón, ya, en fin, sacudía con su pañuelo
blanco el polvo de las botas de charol.
Era el segundo un barbero raizal entre los raizales y que se precia de haber manoseado los
mostachos del virrey Sámano. Calzaba sus disformes pies, con gruesos guasintones; tenía
calzones blancos y ancha corbata del mismo color, chaleco de Marsella, casaca de las que se
llamaron de punta de diamante y cordero pascual y capa larga, cuyas vueltas fueron
probablemente coloradas.
Al lado del barbero estaba un antiquísimo veterano de la Independencia, que en veinte años de
campañas, logró ascender a teniente. No le quedan más placeres que referir sus glorias y tomar
frecuentes tragos de aguardiente.
Para que el lector se forme cabal idea de su figura, bastará decirle que es de los que usan aretes.
El cuarto jurado era un usurero más rico que Creso y más avaro que rico. De mercachifle ascendió
a dependiente, de dependiente a tendero, de tendero a introductor, y de introductor bajó a usurero.
Este último, que era el más bruto de todos, fue nombrado presidente. Ninguno de nosotros haba
abierto en su vida la Recopilación Granadina, ninguno había leído la ley de jurados, ninguno había
podido entender el expediente. He aquí una pequeña parte de nuestro largo diálogo:
-En todo este libro quién va a encontrar la ley que dijo el fiscal.
-Qué ley, ni qué demonios, juzguémoslo militarmente y que se le peguen sus azotes.
-No, señor, es preciso sentenciar con arreglo a la ley.
-Ahí está la dificultad: ¿cómo vamos nosotros a encontrar ley a estas horas?
-Y que yo estoy trozao de hambre.
-Y yo estoy encalambrado de frío.
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-No hay más sino poner la pena que dijo el señor fiscal.
-Pero con la rebaja que nos pidió el defensor, porque es muy feo desairarlo.
El señor presidente (no se olvide que era el usurero), dijo: es necesario no dejar impune el robo,
que es el mayor de los delitos; por mi parte lo condeno al palo.
-Pues a mí, dijo el militar, lo que me parece es que ese pobre indio se vaya para su casa, que ya
lleva dos años de friega en la cárcel.
-Cierto, añadió el pepito, pues bien visto, la propiedad es un robo, y . . .
Aquí lo atacaron y el usurero hizo un largo discurso contra los ladrones y en favor de la propiedad.
Por último dijo el barbero:
-Yo estuve en otro jurado y si ustedes quieren dictaré la sentencia.
-¡Corriente!, exclamaron todos.
El Pepito hizo de secretario y el barbero le dictó lo siguiente:
1° No se ha cometido el delito de hurto designado en el artículo que citó el señor fiscal.
2° Crispín Zapacoque es responsable de dicha infracción.
Antes de contestar la tercera pregunta se suscitó la cuestión de si Crispín sería autor principal,
cómplice, o auxiliador.
-No hay duda, dijo el barbero, de que es auxiliador; pues en el expediente consta que no pudiendo
salir la marrana, el reo la sacó agarrándola por las patas. Todos convinimos en lo exacto de esta
observación, y el barbero siguió diciendo:
3° Crispin Zapacoque es auxiliador.
4° Esresponsable en primer grado.
A las ocho y media de la noche terminó el jurado, y yo regresé a mi casa muerto de hambre y
tiritando de frío.
No hay necesidad de decir que nuestra sentencia fue anulada, y que otras cinco víctimas fueron
sorteadas para un nuevo jurado.
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EL MERCADO DE LA MESA Por José María Vergara y Vergara
I
Dos novillos gordos y lucidos, de piel negra y lustrosa el uno, barcino y con cuernos amarillos el
segundo, se encaminaban a pesar suyo, pero con fiero aspecto, a la casa de Manuel Fetecua, el
lunes último de noviembre pasado; y digo se encaminaban, en vez de los encaminaban, porque los
rejos que pendían de sus altaneras cabezas, iban flojos; y los dos vaqueros que iban detrás,
apenas tenían que hacer otra cosa que darles un grito, cuando al llegar a algún punto donde se
dividían dos caminos era menester hacerles notar cuál era el que debían seguir, grito a que
obedecían ellos con una inteligencia rara.
Al fin entraron a la casa de Fetecua, y dos horas después los dos arrogantes novillos que habían
sido comprados en cien pesos sencillos, al dueño de la pingüe dehesa de Potrero Grande, no eran
ya sino dos montones de carne despedazada sobre sus mismos cueros. Treinta arrobas de carne
en fresco que había producido cada uno, aseguraban la suma de sesenta pesos; cuatro arrobas de
sebo, a cuatro pesos y medio, diez y ocho; elmenudo, compuesto de las entrañas, la cabeza y las
patas, había sido adjudicado en cinco pesos a doña Carmela del Puente, la que con solo una
tienda a orillas del camino real, ha juntado un capital de 40.000 pesos en veinticinco años que hace
que empezó su laboriosa ocupación.
Por lo que hace a la piel de cada novillo, es sabido que nunca se pone en cuenta, porque figura
siempre como el valor de la sal que se le pone a la carne fresca.
De manera que ese excelente hombre de Fetecua se ganaba treinta y tres pesos en cada novillo;
ganancia exorbitante, si no se supiera que en la última partida de ganado que compró chupó
clavo o lo clavaron, pues perdió de cuatro a diez pesos en res, y eran diez y ocho por todas.
Aquella carne iba para el mercado de La Mesa, con cuya plaza trafica Fetecua; e iba acompañada
de siete cargas de papas muy gordas, papas de año ycriollas, semillas pastusa,
caiceda yblanca; igualmente estaban listas para marchar al mercado diez cargas de blanca harina
sabanera.
El martes, a las cinco de la mañana, ya estaban en la corraleja de cepos, veinticinco mulas gordas
y juguetonas, que bufaban asustadas y aguzando las orejas, cuando sentían sobre su cuello
la chispa del rejo con que las iba enlazando Raimundo, el arriero en jefe. Algunas de ellas tenían
sobre los lomos cicatrices de heridas honrosas recibidas bajo la carga de miel; pero la espuma de
jabón, la bijuacá y otros medicamentos indígenas, y un descanso prudentemente concedido por el
dueño, las habían sanado, y no les quedaban sino parches de pelo blanco que señalaban el lugar
donde las oprimió la enjalma.
6
Fetecua, con su calzón de manta rayada, su ruana a listas, forrada en bayeta colorada, su
sombrero enfundado y sus alpargatas atadas al pie por ataderos de seda con borlas en la punta,
presenciaba la operación de cargar, haciendo las convenientes indicaciones.
-Ala, Raimundo, ponéle la carga de carne a la Cucaracha, que es la más descansada.
-Esa mula es indina. Deje sumercé y verá cómo nos la pega por ahí la carga. En Monteverde hay
un mal paso, y más acá de ña Cruz hay una porción de hoyos.
-Ponésela, no más, y apretále la sobrecarga cuando empiecen el monte, que si ella bota la carga
es cuando la siente floja.
-Y tiene razón, gritó desde la ahumada cocina la niña Eduvigis, que lo mismo le sucede a un
cristiano. Uno aguanta la carga porque no puede más, pero si la siente flojita, ganas le dan de
tirarla.
-Vos calláte Duviges, ¿quién te mete en lo que no te importa?
Eduviges, refunfuñando o no, volvió a entrar por entre la espesa columna de humo que, a falta de
chimenea, salía por la puerta de la cocina; y una hora después salió limpiándose con el revés de la
mano los ojos llorosos por el humo, a anunciar que el almuerzo de los peones estaba listo.
Apenas almorzaron los peones y tomaron su trago de chicha, se fueron a sacar de cabestro las
mulas cargadas. La comitiva se puso en marcha en el orden siguiente:
Lucas, el madrinero, llevaba de tiro el caballo madrino, que era un rucio viejo, de poco pelo, y de
índole tanto más pacienzuda y ejercitada cuanto que tenía, en su calidad de madrino, que
aguantar, a pesar de su repugnancia manifiesta, el excesivo amor de las mulas que lo buscaban, lo
seguían, lo rodeaban, lo hostigaban y lo desesperaban.
El, agachando las orejas y guiñando sus ojos azules, indicaba lealmente a la Ponzoña que se le
acercaba demasiado: «si se acerca usted le rompo la cabeza de un par de patadas». La traviesa e
indócil Ponzoña arriscaba igualmente las orejas y guiñaba sus ojos pardos, como quien dice: «y si
usted me toca, se las devolveré viejo chocho».
La Barqueta era una mula vieja, veterana o cosaria (como se dice en terminología arriera), que
caminaba siempre pujando, que nunca trotaba, pero que, en cambio, jamás se atrasaba. Y con
este prundente sistema la sabia mula siempre rendía jornada, aunque llevara doce arrobas de
peso, y el viaje durara veinte días.
Hacía siete años que vivía con el rucio madrino, y había llegado a concebiruna pasión profunda,
pero seria y clásica, por su viejo amigo. Nada de demostraciones, nada de alharacas, ni de
romanticismo; pero, ¡cuánto afecto! Nunca se separaba de él; pero tampoco trataba nunca de
adelantársele en el camino, cosa que el madrina corsario no perdona, ni se acercaba demasiado.
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Por su parte, el rucio, si alguna vez interrumpió con su relincho su apática y filosófica indiferencia,
fue cuando notó al entrar en una manga, que la Barqueta no lo acompañaba.
En pos de la Barqueta y de la Ponzoña, seguían la Ca-
pitana, el Café, la Panela, el Matachín, la Avispa, la Garza, la Linterna, el Tumbaflotas, el Lucerito, l
a Aceituna, la Parda y doce mulas más cuyos nombres ocuparían renglones sin provecho del
lector. Tras de las mulas cargadas iban Raimundo montado en una retinta enjalmada, y cuatro
arrieros de a pie, con sus largos zurriagos que manejaban no muy discretamente.
Desde que salieron de la casa comenzó a silbar. Lucas llamando a las mulas: fii, fiii, fiii, fii; y los
arrieros haciendo sonar su látigo en el aire, o en las ancas de alguna mula atrasada, las animaban
con el conocido grito de ¡ah mulas!, ¡ah, mulas!
Curioso es por demás el golpe de vista desde la Boca del Monte, viendo bajar diferentes recuas
por aquel camino tortuoso y pintoresco, que bien merece una descripción.
La Boca del Monte se llama un pasadizo angosto, practicado entre un peñón. Allí termina nuestra
hermosa sabana, allí empieza el monte y la bajada. Parado uno en aquel punto, alcanza a divisar a
los viajeros durante dos horas de camino, perdidos de vista en cada recodo, y hallados otra vez
dos pasos más adelante. Tan rápido es el descenso, tan extraordinario el desnivel de la línea del
camino, que en este instante estamos en el suelo que produce
el frailejón, el chite, la plegadera, el raque, que no viven sino en climas sumamente fríos; y dentro
de dos horas, o menos tal vez, podremos almorzar en Tenasucá, en cuya huerta hay platanal y
limoneros. Si uno se arrojara de cabeza tendría tiempo de sentir lo que servía de amenaza a cierto
andaluz que decía a otro con quien peleaba:
«si te doy un puntapié te he de arrojar tan alto, que cuando llegues al suelo ya habrás muerto de
hambre por no haber comido en doce días».
El camino, empedrado y cercado por monte alto a uno y otro lado, lleno de escalones para quebrar
la rapidez de la, bajada con hilos de agua extraviada de su cauce de hojas, y aclarando en uno que
otro punto, es entretenido hasta el extremo. En la víspera de un mercado en La Mesa, los ojos se
cansan de mirar, los labios se cansan de contar, los oídos se fatigan de oír. Centenares de recuas
bajan unas en pos de otras, al paso largo, aguijadas por el chasquido y el azote del zurriago
sabanero. Los gritos de los peones resuenan en los montes solitarios, y el andar de tantas
caballerías sobre el suelo empedrado, forma un conjunto de ruidos sordos que no se puede
expresar.
Es un camino de hormigas: van partidas de mulas que llevan la famosa sal de Zipaquirá o cargas
de arracachas, papas, trigos, harinas, y toda clase de frutos de tierra fría. Van también tropas de
indios a pie, hombres y mujeres que caminan pausadamente pero sin cesar, con su larguísimo
bastón en la mano, y la frente agobiada por su carga. Lo mismo carga el varón que la mujer, el
anciano que va trémulo y acezando, que el indio joven, el cual baja fijando con fuerza sus gruesas
piernas sobre el suelo desigual.
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Estos indios vienen de Ráquira, Turmequé, Chía, Cota, Tenjo, Engativá y de cien pueblos más;
para la paciencia tenaz, y la astucia y cautela de nuestros indios no hay distancia, propiamente
hablando. La distancia es una palabra inventada, o un axioma hallado por la imaginación viva e
impaciente de la raza blanca. Los tercios de estos indios consisten en loza del país, manzanas,
duraznos, cebollas, repollos, yerbas medicinales de tierra fría, pieles de oveja o de cabra, ruanas
de lana y multitud de efectos cuya lista sería demasiado larga para este artículo.
La procedencia de cada individuo, es cosa que se adivina fácilmente en su fisonomía o en su
vestido, aunque es insignificante muchas veces la diferencia de una fisonomía a otra, de un vestido
a otro. Sin embargo, ved un arriero funzano oserrezueluno: su cara redonda y colorada bajo
la corrosca indiana, lo indican. Aquellos otros son deTenjo: ahí tiene usted la ruana negra que baja
hasta las rodillas; y por lo que hace a los que vienen detrás, el sombrero de ramo de copa chata,
¿no está diciendo a gritos que viene de Turmequé?
No estará por demás que, dejando por medio día toda esa gente que luego volveremos a encontrar
en la plaza de La Mesa, sigamos acompañando la partida de mulas de Fetecua. Tendremos
cuidado de ellas; observaremos que los arrieros sabaneros azotan demasiado las mulas, que las
hacen bajar al trote y que no componen la carga sino cuando ha perdido enteramente el equilibrio.
En seguida contaremos todo eso (a nuestro regreso), con mil cosillas más al amigo Fetecua, en
cuya casa dormiremos. El nos agradecerá tanto estas noticias, que nos obsequiará como a
compadres; y yo entonces, enternecido hasta la evidencia, escribiré un artículo que se llamará La
Casa del Sabanero.
En la falda de una cañada está edificada la casa del Tambo. El extraño y costoso pensamiento del
que la edificó proporcionó una ventaja, y es que tiene una vista admirable el frágil edificio.
Hecha en figura de número siete, en el extremo del primer tramo queda la venta con puerta al
camino, y cerca de la ancha acequia enlosada que trae un agua cristalina, atravesando el
camellón. Tras de la venta queda la sala entablada, con corredor a la inmensa cañada, cañada
cuyo fondo lejano está compuesto de varias haciendas.
Sigue la alcoba; y volviendo al tramo segundo se encuentra la cocina, la pieza de amasar, con su
grande y mugroso cernidor de a carga. Las gallinas y los marranos carecen de departamento
especial; y en uso del inciso 14 de la Constitución gozaban a su sabor de la cocina y del patio. Si
no suben el angosto corredor es porque lo desdeñan por incómodo; si no viven en la sala, es
porque la desprecian por estéril. A esta venta han llegado a las once de la mañana nuestros
arrieros. Raimundo penetra en la venta, que está sola.
-Que me vengan a espachar, dice golpeando en el mostrador, y viendo que no sale aún la ventera,
agrega:
¡Huf!, ¡patrona! Mientras ésta sale, Raimundo se recuesta en el mostrador, que tiene, además de
los dos triques imprescindibles, el cajoncito en que se asienta la totuma de chicha.
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Al tercer grito de ¡Huf!, ¡patrona!, sale al escenario la niña Rufina.
-Buenos días, niña Rufina, que nos espache.
-Buenos días, ñor Raimundo, ¿qué quería?
Raimundo pide de almorzar para él y sus compañeros, que almuerzan alternándose, para no dejar
solas las mulas. Estas muerden algunas yerbas olvidadas a orillas del camino; y cuando Raimundo
sale limpiándose la boca con la mano, Lucas vuelve a encabezar la expedición y sigue. Esta vez el
trote no parará hasta el Guayabal, a donde irán a dormir. Al día siguiente estarán a la madrugada
en La Mesa, y tendrán tiempo de descargar en la plaza cuando apenas comience el mercado.
Pero el mercado está compuesto de reinosos y vallunos. Hemos visto ya llegar a los primeros; y
ahora tenemos que dar un gran salto para venirnos con los segundos y empezar el mercado.
II No sabemos cuántos días habrá gastado ese laborioso valluno en reunir grano por grano las quince cargas de cacao y las diez y ocho de arroz que vienen en esa partida que encontramos caminando más acá de la quebrada de Los Angeles. Treinta y cinco cargas por una parte, tres de comestibles para los arrieros, y dos compuestas de un gran toldo, y los atejitos de ropa de los peones, son el cargamento de don Cupertino Farfán, que viene caballero en una mula baya, de valor de doscientos pesos. Cuarenta mulas vienen sirviendo; y a pesar de que todas son de notoria y proverbial bondad y de que por lo tanto gozan de larga fama, traen diez y seis remudas. ¿Para qué tantas? Porquealguna de las que vienen cargando, pudiera cansarse un poquito, o lastimarse una nada con la arretranca, y entonces don Cupertino la remuda inmediatamente, la cura, la lleva a una sombra y hasta derrama lágrimas sobre ella. El mulero neivano es el mejor arriero del mundo, así como el sabanero es el más desconsiderado y cruel con las pobres mulas. Estas tienen a mucho honor y descanso cargar diez días en Neiva, en vez de acompañar una hora al peón funzano. Son las tres de la tarde apenas, y ya don Cupertino ha hecho alto en un llanito árido y triste, cercado de monte, y lejos una hora de la habitación más cercana. Pero reparad el motivo de esta detención: si camina las tres horas del día que faltan aún, llegará a las seis de la noche con las mulas fatigadas, y éstas dormirán sueltas en un llano abierto por donde pasa el camino. Quedándose aquí, dos arrieros se van a llevarlas a un potrero pastado y seguro que don Cupertino conoce; hay una hora de distancia, pero a las cuatro ya estarán las bestias en él y pasarán una noche envidiable. Hasta después que han partido no permite don Cupertino que se haga nada más; cuando ya se han ido, comienza a preparar alguna que otra cosa; pero cuando vuelven los conductores de las mulas con el parte «sin novedad», pregunta a Pedro: -¿Hay paso? -Noo, patrón. -¿Las contaste al entrar? -Síí, patrón.
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-¿Faltaba alguna? -Noo, patrón. Entonces descansa don Cupertino y da la orden de toldar. El neivano sigue este orden en el campamento: Primero acomoda las mulas, luego las enjalmas escrupulosamente dobladas y puestas una sobre otra, en seguida las cargas, y por último, las personas. Desplegado el gran toldo se acomodan dentro de él con preferencia las cargas y enjalmas; si queda un hueco dormirán en él los arrieros, y si no, irán a tender su cuero de cabra en el llano. Por lo que hace a don Cupertino, cuelga su hamaca de dos árboles vecinos y pasa la noche a la belle étoile. Es delicioso llegar a las seis de la noche a una ranchería de éstas. Si uno pide posada, se la conceden con una cordialidad patriarcal, dándole una sombrita del toldo y pasa una noche entretenida. Desde temprano está ardiendo la hoguera junto al toldo; los arrieros sacan plátanos y tasajo que van a asar, y os ofrecen vuestra parte junto con una totuma que hace tres jícaras, llena de exquisito chocolate neivano. Un pedazo de panela blanda y muy blanca termina la suculenta cena. Tomad agua, encended vuestro cigarro, y acostaos oyendo los cuentos que se refieren entre sí los arrieros: son crónicas curiosas de su pueblo. A las tres de la mañana, don Cupertino salta de su hamaca y envía los dos peones que deben traer las mulas. Llegan éstas a la cuatro y media y ya están listos todos para empezar a cargar. Pero podéis apostar ciento contra uno a que cada una de las cincuenta mulas tendrá la misma enjalma todos los días, sin que sea dado equivocarse. A las siete ya están caminando; en vano las robustas y lozanas mulas quieren calentar los pies caminando más aprisa; don Cupertino no las dejará salir de un paso moderado, de miedo de que se fatiguen. A las once descarga para sestear; lava las mulas, les busca pasto, y se están hasta las tres viéndolas comer. Vuelven a cargar, y caminan hasta las cuatro o las cinco, según el potrero a donde vayan a dormir. A las diez de una calurosa mañana había llegado don Cupertino con sus mulas al Paso de Fusagasugá. El río venía por las cumbres; el anchísimo y hondo raudal había enturbiado con su cólera sus aguas tan puras; grumos de espuma, que bajaban precipitados, indicaban al paciente calentano que la creciente apuraría. Don Cupertino se afanó muy poco; hizo tolda, y acomodó en seguida las mulas. Por la tarde ya podían pasar los viajeros que no amaban mucho sus bestias; don Cupertino las adoraba, y hubiera querido tener la omnipotencia que delegó Dios a Moisés, para hacer detener el río, a fin de que sus bestias pasaran a casco enjuto. Sin embargo, esto era mucho pedir, en mi humilde concepto. Al río no se le dio un ardite de que las mulas de Villavieja se ahogaran o no, y siguió creciendo. A don Cupertino le importaba un comino que la creciente se emborrachara o no, y siguió aguardando. Mientras tanto, se entretuvo viendo sembrar una media hanega de maíz, en la roza que don Ciriaco, el dueño de la casa, había hecho a poca distancia de ésta. Al día siguiente estaba el río bravo todavía; pero ya daba paso: don Cupertino dio la orden del embarque. Treinta pasajeros que habían llegado en la noche anterior y en esa mañana, esperaban en la orilla. Unos venían a caballo, como gente acomodada, y otros pocos a pie; entre estos últimos venía un pobre reinoso, ave descarriada de la Sabana, que respondía al nombre de Pancracio. La barqueta se lanzó cargada de pasajeros, y volvió segunda y tercera vez; a las doce ya estaban en la otra orilla los hombres y las cargas; iban a pasar las mulas, y antes de embarcarse don Cupertino pudo ver ya empezando a nacer el maíz que vio sembrar. También quedaba de este lado el pobre reinoso, que no teniendo cómo pagar un puesto en la barqueta, esperaba que lo pasaran de limosna, o que el río bajara tanto que pudiera atravesarlo a nado. Pero al ver
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embarcar la última partida de mulas que pasaba nadando, resguardadas por el caporal que nadaba también llevando de cabestro la retinta, el desvalido Pancracio no pudo resistir, y se echó, después de haberse puesto la ropa en la cabeza. A la mitad del río lo abandonaron las fuerzas, y se asió de la cola del Ciervo, que era un muleto bayo de don Cupertino. Este, que veía el apéndice que se le agregaba a su mejor y más caro muleto, gritó airado: -¡Suéltalo!, ¡suéltalo! Pancracio, lleno de miedo soltó, y fue arrastrado por el río hasta que se consumió entre las coléricas ondas. Cuando las últimas mulas salían a la orilla, don Cupertino viendo al Ciervo decía, refiriéndose al reinoso: ¡zoquete!, ¡pues por poco no me hace ahogar mi macho! A los dos días había atravesado ya la población de Tocaima, e iba subiendo la cuesta de Socotá; allí alcanzó la numerosa caravana de los pueblos vecinos de Melgar, Tocaima y Peñalisa, que llevaban frutos al mercado de La Mesa; la misma abundancia, la misma variedad que hemos visto en el monte de Tenasucá. Un calentano alto, delgado y descolorido iba adelante. Don Cupertino le preguntó a dónde iba. -A La Mesa, le contestó, a llevar los puercos de los hijos de mi amo Amador. Efectivamente, una piara de puercos iba adelante. El lunes a medio día entró triunfante don Cupertino a La Mesa. La hermosísima arria de mulas marchaba a la vanguardia sin una sola lesión. En seguida iban los arrieros, y detrás, cerrando la marcha, caminaba majestuosamente el patrón montado en el Ciervo, que caracoleaba hasta donde un macho puede caracolear. Apenas tomaron hospedaje en la casa de doña Paula, que es el más cómodo parador del lugar, se informó de los precios corrientes. El cacao estaba a cien pesos carga, y el arroz a dos pesos cuatro reales arroba. Tenía, pues, en ciernes una suma redonda de mil ochocientos sesenta pesos el dignísimo hijo de la encantadora Villavieja.
III La plaza de La Mesa es pequeña; por un lado pasa el gran camellón macadamizado del camino real; fuera de este broadway, las demás calles son callejuelas cortas, angostas, solitarias y feas. El mercado se hace en la plaza en primer lugar, en el broadway y en los paradores, en segundo. La escena de la plaza es, desde luego, la mejor, la más vistosa y donde la unidad de acción está tan bien observada como en una comedia clásica. Había en el mercado gentes y frutos de treinta pueblos de la Sabana, y de otros tantos pueblos de los valles y de los alrededores de La Mesa. Los precios de los principales objetos de tráfico, eran los siguientes:
Azúcar[1] la arroba a
$ 3-..
Arroz la " a 2-4. Cacao, carga de a diez arrobas en
100-..
Carne, la arroba a 2-2. Harina sabanera, la carga de diez arrobas y diez libras, encostalada, en
12-..
Harina calentana, id. en
13-..
Miel, la botija[2] de
ocho arrobas 4-..
Maíz, la carga de 6-..
12
ocho arrobas Papas, id. de id. id
3-4.
Sal, la arroba a 1-.. Los lienzos del Socorro, los sombreros de Suasa, las frutas, loza, tabacos, etc., tenían precios según su calidad y consumo. Hemos salido de este pedacito serio. Pasemos a la parte mímica. En primer lugar, tenemos ese grupo de carniceros: su ruana pintada, su cara colorada y su vestido altamente mugroso, pregonan su origen sabanero. Siguen los petaquilleros, mercaderes ambulantes que venden desde novenas a San Juan de Sahagún, hasta petacas de cedrón y tiseras finas. Luego están los indios loceros; después los calentanos de aseada vestimenta y de pocas carnes.
Por un lado del gran camellón macadamizado del camino real...
La conversación general vale un tesoro: hablan todos los dialectos, como en la Torre de Babel hablaron todos los idiomas. Un indio sabanero. -¿No merca la loza, mi señora? Un matador. -Pus sino quere a diez y ocho, no la merque. Una señora mesuna (con sombrilla). -A ver esas coliflores. Un plateño. -Esos blancos no hacen sino regolver, y no compran. Un anapoima. -Mi señora, aquí tiene plátanos. Un neivano. -Anda y trae la otra carga de cacao, a ver si se la encajamos a esos moscas que andan buscando. -¿Onde está?, contesta el altozanero mesuno a quien se le hace la oferta. -Aquicito, no más. (El aquicito vale por veinte cuadras en dialecto neivano). Un mercachifle. -Hilo colorado, mis señoras, tiseras finas, cartones, ataderos... Un socorrano de camisa listada, sombrero nuevo de jipijapa y gran coto, encuadrando una cara risueña y bien nutrida. ¿De cuál manta quiere? ¿fina o más fina? Una india a un calentanito que pasa de un salto sobre sus tercios de frutas. ¡Tese queto, ñor mocito, ora sí! No venga a jugar con yo! (Esta frase es arrancada, por una caricia brutal que le hace echándole el sombrero al suelo). Por este estilo se va oyendo aquel diálogo general, en que cada uno toma parte sin cuidarse de las respuestas y preguntas de la gente que lo rodea, ni de las discordancias que van resultando. Entretanto vaga por el camellón y se entromete con impertinencia a cada instante en el mercado, don Mauricio el chalán, el vendedor de caballos. Siete veces se le ha visto desbaratando grupos y recibiendo maldiciones de los pedestres: la primera vez montaba un rosillo que vendió en diez onzas, y un instante después, ya andaba haciendo caracolear un bayo a presencia de don Segismundo el socorrano; vendido el bayo, salió tercera vez en un castaño, el que vendió en ciento cincuenta pesos, a pesar de que no valdría sino sesenta, y recibió en cambio una mula
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plateña de doble valor.
Agustincito, el pisaverde del pueblo, se cruzó varias veces con don Mauricio; pero no trataron caballos: ¡ay!, se conocían demasiado. Curioso es el estudio de este último personaje, curioso, pero nada más. Es como examinar un puñado de hojas, como contar granos de maíz o hacer cualquiera cuenta inútil. Pero como Agustincito anda revolando por el mercado y las calles, y nosotros en calidad de retratistas tenemos que dejar estampada en el cuadro hasta la última mariposa que se atraviese, fuerza es que hagamos un curso de anatomía en este pájaro.
Veinte años cumplirá para el San Juan; su fisonomía tiene un aire de bobera inapreciable. La naturaleza le dio grandes dientes para una boca siempre risueña, un alma pequeñita como debía tener los dientes, una cara gordiflona, una cabellera rubia algo rizada y un cuerpo atlético. En cambio de estos dones, le negó la facultad de aprender todo, particularmente la ortografía; le negó también la barba, como una compensación por los dientes. Era hijo de Tunja trasplantado a La Mesa.
En sus primeros años se llamó Agustín; pero al hacerse joven, aprendió a bailar vals, lisonjeaba a las damiselas y era el que primero servía bizcochos a las parejas en los bailes.
Estas agravantes circunstancias, unidas a la de haber estado un año entero en Bogotá, y ser hijo de un acomodado agricultor, hilaron para él días de oro, y le hicieron recibir de los frescos labios de Guadalupe, Salomé, Pilar, Columna y Estefanía el nombre de Agustincito. Su vida era una cadena de saludos; como las comodidades de su padre le aseguraban la subsistencia, no trabajaba, conversaba.
Montado en un zaino caucano andón, recorría el mercado y las calles, pretendiendo que alguno se enamorase de su zaino. Un galápago pequeño con estribos de baúl, le servía de montura; su vestido era una toilette encantadora: ruana de hilo listada, sombrero de fieltro con borlas, corbata con anillo de oro, pantalón de dril y chinelas amarillas.
La chaqueta se había quedado en el ropero; pero tenía un chalequito de seda, sin abotonar en donde guardaba un relojillo dorado que estaba suspendido al cuello por un cordón de pelo femenino que él dejaba ver a cada instante. Agreguemos que tenía cinco sortijas en la mano derecha, y tendremos completo el retrato de Agustincito; no falta sino un facsímile de su firma, puesto al fin de una carta de amores.
Al pasar por la ventana de Guadalupe, paró su caballo dándole una furibunda sentada con el freno, que destrozó el paladar del pobre bruto. Guadalupe iluminó sus ojos y su boca con su mejor sonrisa.
-Guadalupita, buenos días, ¿qué tal?
-Muy bien, Agustincito.
-Mil gracias, ¿y usted qué tal?
-¡Aquí cosiendo; acabo de llegar del mercado, tan cansada!, ¿y usted qué hace?
-Bien, Guadalupita; y muy dichoso por verla. ¿Y usted qué tal?
-Aquí estamos buenas. ¿Y a usted cómo le ha ido todos estos días?
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-Así, así, casi muy regularmente. ¿Y usted qué tal?
-¿Estuvo anoche donde Marcelina? Se divertiría mucho: ya me lo supongo, bien trasnochado. ¿Y hoy qué anda haciendo?, ¿cómo le ha ido?
-Nada, Guadalupita, nada de particular. ¿Y usted qué tal? ¿Se ha puesto enteramente buena mi señora María de la Consolación?
La madre juzgó conveniente hacer su entrada en la conversación al oir su nombre; y se repitieron entonces todos los saludos de preguntas sin respuestas, y respuestas sin preguntas.
De esa ventana pasó Agustincito a otra, y de esa a otra; el mercado se concluyó y él no había acabado de saludar, ni había encontrado un comprador para su zaino caucano.
Pasemos a otra escena. En la fonda de don Norberto estaban comiendo en mesa redonda treinta y un forasteros. El comandante Zamora que venía de temperar, tres sabaneros acomodados, cuatro comerciantes del pueblo, diez vendedores de cacao y de sal, el dueño de la fonda, Agustincito, un doctor que estaba defendiendo pleitos en La Mesa hacía seis meses, un boticario, un chalán, y nueve personas más, pasajeros de Neiva e Ibagué para Bogotá.
La conversación versaba sobre la política, el mercado, los caballos, la estación y asuntos particulares. El doctor Nicasio, médico consagrado a la política, y el doctor Anacleto, abogado consagrado al comercio, disputaban con don Jorge, comerciante consagrado a la medicina, sobre el último acuerdo del Cabildo.
-Vamos a ver qué dice de este asunto el señor, dijo el doctor Nicasio, volviendo la cabeza y dirigiéndose a Ramón, que era un joven bogotano a quien su mudez durante la comida, y la fama de que hacía versos, colocaban en la categoría de un sabio. El señor y yo hablábamos sobre nombramientos de jueces. Hay una disposición de la Asamblea que dice que el juez del circuito nombra los jueces parroquiales. Bien. El Cabildo ha acordado poner sueldo a los jueces parroquiales. Muy bien. Y para esto ha determinado que los ciudadanos que renuncien la judicatura parroquial paguen una contribución que servirá para el sueldo de los que acepten. Muy bien. Ahora falta saber cómo se hace. Porque si el Cabildo decretara la admisión de renuncias, podría decir: escoja, paga o admite. Pero no nombrando él a los jueces, ¿cómo sabe a quién debe repartir la contribución? En todo caso yo soy de opinión... desde luego... soy de opinión: yo he estudiado mucho este punto y... soy de opinión...
La opinión de usted me parece muy acertada, contestó don Ramón, sirviendo mostaza en su plato.
-No, señor, yo creo que se equivoca, dijo don Anacleto, poniendo la mano por delante para advertir que se le permitiera pasar el grueso bocado que redondeaba sus mejillas, y que luego iluminaría la cuestión.
-De ninguna manera, replicó don Nicasio, y apelo...
-Pero oigan ustedes -interrumpió don Jorge- o el Cabildo nombra, y entonces...
-¿Cómo se sabe los que van renunciando? Porque han de estar ustedes...
-Mi opinión es que... ustedes saben que los Cabildos...
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-¿Ya levanto el plato?, dijo el mozo de la fonda, y mientras tanto don Ramón pudo seguir comiendo, acabar y levantarse pronto. Los de la disputa siguieron gritando.
Eran las cuatro de la tarde y ya se había concluído el mercado.
Las sales que trajeron los sabaneros ya estaban en poder de los vallunos que trajeron los cacaos; y los cacaos que trajeron los neivanos ya estaban vendidos a los sabaneros que trajeron las sales. Don Cupertino había hecho magníficas transacciones y se disponía para regresar a su pueblo.
La noche cobijó últimamente al pueblo; la plaza llena de hojas movidas por el viento, añadía un sonido más a aquella reunión confusa de sonidos, producidos por los tratantes, los cantos de los desocupados y las conversaciones que se tenían en las tiendas y en las esquinas. Los tiples sabaneros rasgueaban alegres torbellinos ymantas; el aguardiente entusiasmaba por grados a los cantores, que estaban roncos ya cuando la madrugada empezó a esclarecer el cielo de La Mesa.
¡Pero, qué espectáculo alumbró el nuevo día! Gentes que se cruzaban afligidas, y se preguntaban, no dándose tiempo a la respuesta; caras donde se leía la desesperación, en lugar de la alegría animada del día anterior.
¿Qué gran desolación había tenido lugar en el pueblo menos triste del mundo?
Sigamos tras ellos a esa pieza en que van entrando: es la alcaldía. Una palabra que se repite muchas veces, nos indica la gran desolación que oprime al pueblo: «robo de bestias».
Efectivamente, la noche anterior habían desaparecido sobre cien bestias, de los potreros que rodeaban la población. Los míseros dueños de las bestias robadas acudían desolados, a depositar el peso de sus penas en el seno paternal del alcalde. El neivano trazaba en la pared con la punta de su zurriago un facsímile de su fierro; el sabanero hacía lo mismo con la punta de su uña larga y encorvada; y el indio lichiguero daba las señas de su yegüita castaña, no olvidándose de advertir ni el resabio que tenía de arriscar las orejas cuando le apretaban la sobrecarga.
En otra ocasión, diremos, cómo parecieron algunas de estas bestias robadas por un trapichero. Por ahora, pondremos fin a esta última escena de «El Mercado de La Mesa».
[1] Ninguna de las tierras calientes que rodean a La Mesa produce azúcar pues no es la caña su plantación favorita. Parece increíble que en el mercado de La Mesa no haya panela; y que la escasa cantidad de azúcar que se expende, sea traída de los trapiches del Magdalena, por el camino de occidente, atravesando la Sabana. [2] La medida llamada botija hace una carga de zurrones que vienen en una bestia. Los trapicheros entienden por carga tres botijas, o sea lo que cargan tres bestias.
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UNA EXCURSION POR EL VALLE DEL CAUCA
Por Manuel Pombo
¡Lástima que las buenas épocas de la vida no se aprecien sino cuando han pasado, cuando sólo existen en la memoria, envueltas en la melancolía de los recuerdos! ¡Lástima que la juventud, que todo lo engalana con su propio contento, se gaste tan pronto y tan mal como el tesoro en manos del pródigo! ...
Fue para mí una de esas buenas épocas la del año de 1850; pero esto no quiere decir que amenace al lector con el relato de mis bellos días. Quiero apenas referirle un episodio de entonces, enlazado con un acontecimiento de hoy.
En una de esas magníficas mañanas de agosto, que creo que solamente se gozan en Popayán, iluminadas espléndidamente por el sol, en que no se columpia una nube en el horizonte azul y en que el viento perfumado y voluble suena como la sonrisa de la alegre naturaleza, un amigo y yo, tendidos en la orilla del Cauca, bajo la sombra de los árboles de genagra, nos entreteníamos en sabroso coloquio, dejando vagar nuestra imaginación por los paraísos del espiritualismo. De fantasía en fantasía, de sueño en sueño, nos remontábamos cada vez más y en un arranque de entusiasmo, díjome mi compañero:
-¿Conoces algo más hermoso que lo que estamos viendo?
-Sí, le repuse; el Valle del Cauca.
-Quiero entonces visitar esa comarca bendecida por Dios. ¿Me acompañas?
-Te acompaño.
A los pocos días atravesábamos a Buenos Aires, nido de las tempestades; caminábamos por las lomas calcinadas de Quilichao, bajo las cuales se esconde el oro de altos quilates; vadeábamos por entre pedrones y remolinos el río del Palo; saboreábamos el exquisito verdete del Cascajal; dejábamos a los lados del camino las haciendas de Los Frisoles, Quebradaseca, García y Vanegas; poníamos nuestros caballos a escape por las planicies del Espejuelo.
El Llanito, Güengüe y Perodias; nos bañábamos en el Fraile y el Desbaratado; pedíamos hospitalidad en el pueblo de La Florida, sombra en los caseríos de Buchitolo, y aire en el largo llano de Palmira, en que los rayos verticales del sol titilaban sobre las guaduas amarillas que cercaban las estancias y reverberaban en la tierra tostada. Poco después circulábamos por las calles de la villa que lleva el nombre de la ciudad famosa cuyas ruinas aisladas en el desierto inspiraron a Volney sus meditaciones sublimes.
Vivía en Palmira el doctor Rampon, tan hábil médico como laborioso negociante. Visitámoslo, y después de un rato de amena conversación, nos convidó con un cigarro, que amablemente nos hizo encender. ¡Qué cigarro! ...El puro más esmerado de La Habana, tendría apenas su color, su gusto y su perfume; el más refinado fumador no le hubiera puesto un defecto.
-¿Qué le parece a usted ese cigarro?, me dijo el doctor.
-Superior a todo elogio
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-¡Pero es necesario ir tan lejos para conseguirlo!... Figúrese usted...
-Oh, sí, hasta La Habana.
-¡Más!
-Hasta la Virginia
-Todavía más.. . ; ¡hasta la huerta de casa! Ese cigarro es escogido de entre el mejor tabaco que cultivamos aquí con el objeto de exportarlo; hemos tenido que empezar por darlo a conocer en los mercados extranjeros, y si lo conseguimos tendrá el Cauca una riqueza más y una nueva fama. Este es un país privilegiado, país de grandes destinos...
-Si no hubiera tanto egoísmo en los ricos, tanta pereza en los pobres, tradiciones tan perniciosas en todos.
-Ese es el mal del país. Ve usted lo que produce espontáneamente; sabe que el Pacífico bate sus costas y le ofrece anchos puertos para llevar sus productos al punto que el capricho elija en el universo y traerle en retorno libertad, civilización y riqueza. Vio usted la obra de Dios, vea ahora la de los hombres. Para exportar hoy el tabaco de Palmira tenemos que recorrer todo el Valle del Cauca, atravesar los fangales del Quindío y las llanuras de Mariquita, bajar el río Magdalena y buscarle un puerto en Santa Marta, casi a 300 leguas de distancia.
Cuesta triple por lo menos su empaque; hay que prepararle bestias de acarreo en tres puntos diversos, canoas luego, y al fin un buque que a veces aguarda ocioso la carga por largas temporadas gravándonos con su estadía, y a veces se marcha en lastre a costa nuestra. Necesitamos un gran tren de empleados y agentes que no es posible escoger ni vigilar, mantener una correspondencia activa aquí donde el servicio de correos es pésimo. Es claro que una mercancía tan atrozmente recargada no puede entrar en competencia, por excelente que sea, con las demás de su especie.
-¿Y por qué no exporta usted por la Buenaventura?
-Eso es pensar en lo excusado, porque no hay un camino al puerto. Remita usted su carga por el que hoy llaman camino; suponga que a despecho de los precipicios y atascaderos llega a Juntas, donde, si fuere posible, ha preparado usted una canoa y dos bogas para cada cuatro bultos cuando más; aventúrela a los caprichos de las no interrumpidas cataratas del Dagua, y de cada ciento de las cargas que lleguen al puerto, ochenta estarán averiadas.
Embarca usted las veinte y con las otras obsequia los abismos del océano. ¡Brava especulación!
-Ciertamente. Esta parte de la República, para explotar sus riquezas, para ocupar su población ociosa, para corregir en algo sus chocantes desigualdades sociales, para conjurar riesgos de tan diverso género como la amenazan, debe, ante todo, abrirse un camino hacia el Pacífico.
Al día siguiente dejamos a Palmira y continuamos nuestra excursión. Pasado el Llano del Bolo de las ricas haciendas y el buen tabaco, nos bañamos en el Amaime de las aguas diáfanas, refrescándonos antes en un salón magnífico, formado por ceibas seculares y que da principio a Llano de La Concepción. Diseminadas por el llano veíamos casas de hermoso aspecto, cortejadas por otras pajizas y humildes, potreros entapizados de grama, donde correteaban llenos de salud los terneros y los potros, donde mugía el toro de ancha cerviz y relinchaba el caballo de delgados ijares. Dimos espuela a nuestras cabalgaduras al través de la planicie de Nima, y llegamos en
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demanda de sombra y descanso al pueblo del Cerrito. . . ¡Qué encanto! ... allí nos hablaron de la detestable política y de los más detestables partidos, que entonces se formaban, y que convirtieron después al Cauca en un paraíso habitado por demonios!
Del Cerrito, seguimos por el Llano de Guabitas, y de repente mi compañero y yo detuvimos a una las riendas de nuestros caballos. Estábamos en el Llano de Las Guabas...
-¡Esto es mentira!, dijo mi compañero. Esta alfombra de césped, este horizonte de tul, ese sol de oro, esas aguas que murmuran límpidas, aquellos bosquecillos de hojas y flores donde parece que se ocultan las Ondinas y las Náyades... ¡oh, todo esto no puede ser cierto!...
-Poeta, le dije yo, así son las obras de Dios: el cielo canta sus glorias y el firmamento anuncia las obras de sus manos...
Y como si la tentadora fortuna quisiera completar los idilios de mi amigo, al acercarnos al río para gozar más a espacio las bellezas del paisaje, vimos una muchacha suelta la cabellera blonda, curiosos los rasgados ojos, blanca y fresca como el jazmín, cual la zagala de Gil Polo, que,
Junto al agua se ponía, Y las ondas aguardaba, Y al verlas llegar huía; Pero a veces no podía Y el blanco píe se mojaba.
Ibame yo a insinuar con ella, porque en fin, el camino es de todos; pero mi poeta me detuvo apostrofándome:
-¡Ténte, pagano, que no sabes qué viejo Neptuno protegerá esa sílfide!
Y él con todo el recato del Apolo tímido, la pidió agua, que presentada en el amarillo mate, refrigeró no sólo sus fauces sino su imaginación.
Tras el paisaje que acababa de entusiasmarnos, bello hasta donde no puede idearlo la fantasía del mayor poeta, el que nos ofreció el Valle del Sonso, no nos produjo menor efecto. Un hacendado de las inmediaciones, refiriéndonos en seguida las riquezas que encerraba aquella nueva Arcadia, concluyó con esta inesperada exclamación: «¡Riquezas inútiles, entre las cuales vivimos pobres!»
-Esa antítesis, díjele, no puede pasar de una exageración.
-No, me repuso, ni hay para qué ni con quiénes explotarlas. ¿Quién consume lo que puede producir mi hacienda, aquí donde tenemos que derramar la miel para que no se avinagre en las canoas, donde el maíz sirve de pasto a los gorgojos, y las frutas se caen de los árboles porque no hay quien las coja? ¿Aquí donde los jornales tienen que pagarse miserablemente y los que por ellos se conciertan trabajan un día y huelgan un mes, donde no hay industrias que recíprocamente se ayuden, donde cada cual cultiva lo que necesita para su familia y tiene con esto satisfechas las necesidades de su vida inerme?...
-Pero convierta usted la miel en azúcar, haga tercios de su maíz y llévelos a Buga, a Cali...
-Y en Buga y Cali se quedarían almacenados y perdería los costos de producción y transporte. Productos sobran, consumidores faltan.
-Pero en aquellas ciudades habrá comerciantes, habrá exportadores.
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-¿Por dónde exportan?... ¡Por el Dagua que volvería el azúcar al estado de miel, y convertiría en pestilencia los tercios de maíz!
-Tiene usted razón. El Cauca se muere si no se abre comunicación con el Pacífico.
A la mañana siguiente, estábamos en Buga. Ciudad antigua, señora, de un vasto e incomparable territorio, llamada a tener una grande importancia... y sus casas estaban cerradas, desiertas, y llenas de yerba sus calles; silenciosa y triste cuando en su rededor todo habla y todo ríe.
Pero no tiene industria: los embrollos del rabulismo y las rencillas de la político-manía ocupan los ánimos activos de los hijos de ese sol de fuego. Los caucanos tienen que emplear en algo su imaginación ardiente y sus facultades enérgicas, y a falta de otra cosa, hoy las emplean en aborrecerse y mañana las emplearán en matarse.
¡Qué hacen entretanto los hombres de luces y patriotismo del Cauca, que no fomentan la industria para regenerar el país y salvarse ellos y engrandecerse con la común prosperidad! ¿Qué hacen? Se encastillan en sus haciendas, se apartan del pueblo que casi nada posee; y con tal de no moverse por ahora, poco les importa el porvenir... ¡Como si ese porvenir no fuera el de su raza!
Salimos de Buga, conversando de sus exquisitos dulces y admirables frutas, la uva entre ellas que en emparrados expesos columpia sus racimos simétricos. Continuamos por los campos del Chambimbal, San Pedro y Los Chancos, hasta que la villa de Tuluá, situada pintorescamente sobre el río más clamoroso y bello quizás que tiene el Cauca, nos llamó a su seno. Tuluá como Buga, como todas las poblaciones del Cauca, decae y agoniza porque la industria vivificadora la ha abandonado. ¡Cuán hermosa sería una gran población activa y comercial a las márgenes del espumoso río, sobre el fértil suelo y con el dulce clima de Tuluá! Países bien afortunados estos que reúnen todas las condiciones para ser felices; que son saludables; hermosos y ricos.
Dejamos a Tuluá y nos detuvimos en el río de Morales para dar campo libre a una numerosa cabalgata que con grande alboroto venía, sueltas las bridas de sus corceles y ceñida la cintura de cada caballero con el corvomachete de ancha hoja. Si al principio calificamos esto como varonil ejercicio, profundizando un poco y viendo más lejos nos pareció epilogar el futuro del Cauca, si descuidando el desarrollo de los elementos civilizadores, el beduinismo nace de la falta de otros medios de subsistencia para los muchos que ni saben, ni quieren, ni pueden trabajar.
Y avanzamos por toda la extensión del llano de Bugalagrande, por donde serpea el caudaloso río de su nombre, perdiéndose a lo lejos entre grutas de umbrosos guaduales, reapareciendo luego angosto y rápido y ocultándose en un recodo del horizonte. El camino varió totalmente a poco rato, y nos hallamos en los callejones de Monte Morillo, lóbregos y estrechos, plagados de zanjones y atascaderos de que salían a botes nuestros caballos con detrimento de nuestras piernas y cabezas, ora frotadas contra los troncos, ora dando topes contra las robustas ramas de los árboles.
-¡Qué tal!, me apostrofaba mi compañero, ¡qué tal si aquella caravana nos pilla aquí!
-No todo ha de ser flores, amigo mío; y si por estas tierras adolecieran de achaque de policía, esta montañuela tendría su hermosura agreste y romántica, que formaría contraste con la apacible y gratísima de los valles de Sonso y de Las Guabas.
Tras los barrizales y encrucijadas de Monte Morillo, las planicies de La Paila, tan pronto tersas y verdes como salpicadas de grandes piedras y grupos de árboles, pareciéronnos más agradables. En la sombra que proyectaban las piedras y los árboles sesteaban las vacas rumiando siempre como los mascadores de tabaco, y las yeguas soñolientas y sumidas al parecer en hondas
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cavilaciones, importunadas aquellas y éstas por las travesuras de sus crías.
Veíamos desde lejos avanzar al pasitrote repicado de una mula, invariable en sus movimientos y siguiendo estrictamente todos los sesgos de la senda amarilla y angosta trazada por los pasos de sus predecesoras, veíamos avanzar una figura humana cubierta con un sombrero aforrado en género blanco y una pequeña ruana del mismo color con listas de otros, señalándose la intersección entre el caballero y la cabalgadura por las rizadas guedejas del pellón, rojo por lo general, y en ocasiones verde.
En calidad de escudero y a conveniente distancia, un negrillo, con cuchugos en la arción, capa de paja en la grupa y un jarro de plata al cinto, acompañaba a nuestro hombre. Al encontrarnos en el camino cambiábamos con el viajero un saludo lleno de gravedad por su parte, y el negrillo seguía imperturbable en la tarea de flagelar su vehículo para ponerlo al compás y tono del de su señor.
-Viajeros caracterizados, al estilo puro del país, dije a mi compañero, y a poco el hondo río de La Paila nos llamó a pensamientos serios.
Mitad susto y mitad mojada atravesamos el río. Díjosenos que en las montañas que limitan el territorio que habíamos dejado atrás existían grandes riquezas vegetales, especialmente quinas y maderas de tinte, como también fuentes de buenos grados de saturación, y carbón mineral. Se nos añadió que por esas comarcas y en casi todo el Cauca los árboles de caucho formaban bosques, los limoneros eran silvestres, y la vainilla en muchas partes se producía espontáneamente.
Tal cúmulo de dones de la generosa naturaleza, y tal incuria, tan grande desdén por parte de los favorecidos por ella, los constituye en rebelión abierta contra su benefactora. ¡Pero me olvidaba!... El Cauca para satisfacer sus propias necesidades se basta y sobra con el sistema que hoy sigue; y para llevar sus producciones fuera, carece de vías de comunicación. Que las busque, que las construya, y entonces con el aguijón del interés y el premio de la ganancia, sus habitantes más desidiosos se dedicarán al trabajo.
Paso del río Cauca , cerca de Buga...
Buen trecho caminamos hasta que, pasado el río y concluído el llano de Las Cañas, dimos con el pueblo del Zarzal; síguense las llanadas de Las Lajas, La Honda y Chupadero, la población de la Victoria, y un puente llamado con mucha propiedad del Mico o de las Arditas, como se nombra el terreno que media entre él y la parroquia del Naranjo. Encuéntranse luego los llanos verdes y graciosamente ondulados de Mena, Pedro Sánchez, Las Piedras, Potrero-grande, Potrero-chico y Zaragoza, cuya extensa superficie apenas interrumpen una que otra quebrada de escaso raudal, algunos bosquecillos de carboneros y guayabos, de trecho en trecho una cerca con su fornida puerta de golpe, y a las veras del camino y guardando entre sí grandes distancias, las casas espaciosas de los señores de aquella casi desierta comarca.
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La apropiación del territorio, entre pocos dueños, es, a mi modo de ver, una de las causas fundamentales del mal estado presente y acaso de las desgracias futuras de las provincias del sur; y esta cuestión trascendental gravísima se resuelve en parte con la apertura de caminos hacia el océano y hacia las provincias vecinas. Atravesando ellos considerables porciones de terrenos baldíos y dándoles con esta sola circunstancia una utilidad cada día mayor, podría hacerse propietaria y laboriosa a esa multitud desposeída, por medio de adjudicaciones territoriales y de auxilios y estímulos que costarían bien poco. En apoyo de esta observación compárese lo que antes era el Valle del Salado y lo que es hoy, merced al camino que por él pasa para el puerto de la Buenaventura.
Del pueblo de Zaragoza a la ciudad de Cartago hallamos de notable una pequeña laguna a la entrada de ésta, encerrada entre el fondo de un círculo de colinas y cuyas aguas trasparentes riza el viento de la cordillera, o se dilatan en círculos concéntricos cuando los pájaros tocan rápidamente su superficie para refrescarse del estivo calor del clima. Mi compañero, que se perecía por las comparaciones mitológicas, opinó que debía llamarse la Laguna de las Hadas.
Cartago, nombre que recuerda los Aníbales y los Scipiones, el delenda del implacable Catón y la gran palabra de Mario caído, es un pueblo cuya situación le asegura grande importancia mercantil. Punto de obligado crucero de los caminos para Mariquita, Bogotá, Chocó, Antioquia, Buenaventura y Popayán, a la cabeza del Valle del Cauca y al pie de la Cordillera del Quindío, debe ser naturalmente la factoría de todos esos ricos países y el punto de depósito de sus variadísimos productos.
El establecimiento de ferias en ninguna parte sería más fácil y ventajoso que en Cartago: además de que se pondrían en circulación los capitales del comercio de muchos puntos atraídos por las transacciones rápidas y los negocios de todo género que se harían en las ferias, se abastecerían también los pueblos y se fomentaría eficazmente la industria.
Habíamos pensado continuar nuestra excursión por el Hato de Lomos, donde se fabrican excelentes sombreros de paja; Roldanillo, que produce cacao de muy buena calidad; Toro y Anserma; pero desistimos, y desandando hasta Buga el camino que habíamos traído, nos dirigimos a Cali. Con el fango hasta las corazas llegamos al río Cauca, donde los zancudos nos dieron música y aguijonazos por más de dos horas, que gastamos en ablandar el corazón del hombre más adusto y descomedido que registran los anales de los paleros: diríase que iba a la partija con los zancudos.
Por la mucha arena que arrastran las aguas del Cauca y que acumulándose ha debido levantar el lecho del río, parece que no guarda la conveniente nivelación con el valle; así es que rebosa sobre sus márgenes y represa todos sus afluentes. Origínanse de aquí los pantanos que hacen mortíferas sus orillas y las grandes inundaciones a que obliga a sus tributarios en casi toda su longitud. El Cauca es navegable apenas desde La Bolsa hasta un poco adelante de Cartago: que si lo fuera, como su hermano el Magdalena, en toda su extensión, nada tendrían que pedir a la naturaleza los países que recorre.
Cali, vista desde lejos, parece una ciudad del Oriente, por las azoteas que coronan algunos de sus edificios, y las palmeras que en gran número contiene; domina un extenso valle limitado por las rocallosas montañas de Los Farallones y aunque su temperatura es bastante fuerte, las brisas la refrescan y la pureza de su atmósfera la hace sana. Por lo demás, creo que Medellín y Cali son las ciudades más bonitas de la República. Tan poderoso es el influjo del comercio, que aunque ejercitado en su menor escala, aniquilado casi por los gravámenes y vejaciones fiscales, inseguro y laboriosísimo por los obstáculos físicos que tiene que superar, ha hecho sin embargo surgir a Cali de entre esa especie de fatalismo de muerte a que las absurdas instituciones antiguas y esa apatía letal que al presente la rodea por todas partes, parecían haberla condenado.
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Cali es hoy una ciudad importante, pero es apenas el bosquejo de lo que debe ser algún día si comprende sus destinos comerciales, y los sigue con fe y perseverancia; algún día será el emporio del Sur de la República. Como llave del Pacífico, Cali debe propender con todas sus fuerzas a abrirse una vía de comunicación buena y corta hacia el mar; y entonces su fortuna estará hecha; entonces además de su prosperidad propia, la de todo el Cauca, refluirá en su favor, como centro mercantil de tan espléndidas regiones.
Nuestra excursión había terminado, y regresamos a Popayán con el profundo convencimiento de que la gran necesidad, la esperanza redentora del Valle del Cauca es, en general, la industria y especialmente y como condición indispensable para ella, la apertura de caminos hacia el Pacífico. Todos sus intereses lo exigen con instancia, y en la industria está vinculado su porvenir. Con ella, los goces de la civilización, y sin ella... la barbarie[1]
Hay en el Sur una cuestión decisiva, pero tan odiosa que hasta enunciarla me parece repugnante: la cuestión de razas. Es palpable la desproporción que hay hoy, y que será cada vez más grande, entre las que se distinguen por los colores de la epidermis; y las consecuencias a nadie se ocultan. Respetando los derechos y calculando la utilidad de cada una de las razas, creo que esta dificultad no tiene más solución posible que la inmigración; y para lograrla, es necesario introducir en el comercio del mundo esos países de tan afortunadas condiciones. Esta sola razón bastaría para demostrar las ventajas de la apertura de caminos hacia el Pacífico, que por más que se repita, nunca se recomienda lo bastante.
En 1856 parece que se aproxima ese grande acontecimientoque debe regenerar el Sur. Se ha organizado una compañía para llevar a cabo tan importante empresa, y han llegado a Cali los ingenieros norteamericanos que deben realizarla. El capitán Williamson, ingeniero en jefe, ha hallado fácil y pronta la construcción del camino a la Buenaventura, y así lo manifestó al pueblo de Cali en un discurso que le dirigió en el mes de junio, terminándolo con las siguientes frases: «Otra consideración importante al contemplar esta empresa grandiosa, es que los hombres, encontrando ocupación constante que remunere su trabajo, olvidarán la miserable política, las divisiones de partido, y las animosidades y rencores. Estas palabras hacen al presente la descripción del Sur, tan rico, tan hermoso... pero tan desgraciado.
Ojalá que sus buenos hijos comprendan la importancia de la obra proyectada y la auxilien y fomenten con todas Sus fuerzas. Van a resolver ahora la suerte de su patria y su propia suerte: la gloria o la responsabilidad de los resultados les pertenece. Hijos del Sur, contribuyo por mi parte, con lo que puedo, manifestando a mis compatriotas el mal y el remedio, el presente y el porvenir.
[1] Cuando se escribió este artículo aún no se había comenzado el camino de ruedas al puerto de la Buenaventura, cuyos trabajos están ya muy adelantados. - L. E. E.
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LAS FIESTAS EN MI PARROQUIA Por Rafael Eliseo Santander
Esta sociedad que se bulle, que hace esfuerzos para sacudir el ropaje viejo y echarse a volar
vestida de lo nuevo, se siente sin embargo, con ataduras, con hábitos que pareciera ya haber
perdido y que de repente como que los recobra y se ostenta más aferrada a ellos.
Cuando de estas rancias costumbres, borradas casi de la fisonomía de un pueblo, se presentan
nuevamente algunos rasgos, producen en las masas lo que los gratos recuerdos sobre el ánimo.
Hay entonces alborozo, regocijo y entusiasmo, originados por el reaparecimiento de escenas que
despiertan con perdidas memorias, sensaciones que acaso se refieren a la mejor época de la vida.
Ni más ni menos habría juzgado de mí el filósofo observador al reparar que yo, hombre entrado ya
en mis sesenta y cinco años, con todos los recuerdos del antiguo régimen y con una tintura
innegable del colorido de este siglo, bajaba por la Calle de San Juan de Dios, ágil y despierto, vivo
y alegre como un muchacho, a plantarme en la Plaza de San Victorino a esperar desde las doce de
la mañana el encierro de los toros que se dispusieran para la corrida de la tarde.
Era un día de esos del mes de julio, sin lloviznas ni brisas, y en que el sol brilla al través de una
atmósfera trasparente que deja ver los cerros acortando la distancia, y el cielo puro como la
radiante fisonomía de la beldad. Era preciso dar a mi figura una expresión análoga de fiesta, y
tempranito, echando a un lado la capa-esclavina y el sombrero de paja de murrapo, muebles de
constante servicio, comencé a dejar el rostro expurgado de la más tenue cana que pudiera
denunciar mis trece lustros; una peluca a la Luis Felipe cubrió la calva ocultando enteramente los
restos de una cabellera gris; la corbata subyugó cierta deformidad que traigo en la garaganta; y el
chaleco blanco, dejando entrever la gola sujeta con un camafeo netamente inglés, se realzaba
sobre un pantalón azul sin trabillas, cayendo sobre los suizos y en pugna con una levita mona de
dudosa hechura y de época incierta, coronado del todo por un sombrero a la bombé, la gala de
1824, y que el tiempo y la polilla más que el uso lo tienen a mal traer.
Héme aquí en la plaza ostentando mi rubicunda cara, placentera y jovial, expresando el contento,
remedando la juventud y dirigiendo hacia todas partes apasionadas miradas con aspiraciones de
seductor. ¿Qué corazón marchito ya, cansado por los sufrimientos, no ha palpitado con la emoción
que el espectáculo del lugar de las fiestas inspirar suele hasta a la yerta vejez? Aquel cercado
coronado de tablados, vacíos aún de gente pero llenos de taburetes, canapés, cortinas, que bien
pronto estarán en orden ocupados por sus dueños dejando ver la más variada compostulra; la
afluencia de la gente que se agolpa hacia la puerta y recibe toda la que desemboca por el puente,
regada entre las barracas, las mesitas de lotería, blancas y coloradas, la rueda de la fortuna; aquel
ir y venir, aquel ruido incesante producido por la botillera que cobra el precio del mazatovendido, el
paje cargado de trastos que pide paso para llegar al tablado, los jinetes que despacito conducen el
corcel gritando: «a un lado» y la voz aguda y penetrante que entona el cantar tan conocido «el
árbol verde y coposo, las tijeras de aquel sastre, y más detrasito viene» , etc.; todo esto bajo la
influencia de un sol abrasador, respiando polvo en vez de aire, y el olfato atormentado por las
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exhalaciones que emana el peón que en aquel momento lleva una múcura de la buena, o los pre-
parativos de la cena, o las viandas, que trascienden de apetitosa sazón, destinadas para los
fiesteros de asiento que no pueden abandonar el campo ni aún para ir a comer a su competente
domicilio; todo presenta un cuadro animado, compuesto de una masa de gente que undula como
las aguas de un mar bonacible.
De repente los gritos y carreras de los muchachos, el bullicio en los tablados y una nube de polvo
que se divisa por el camino que del lado de occidente forma la entrada a la ciudad, anuncian
el encierro. Seis toros bravíos en compañía de perezosos bueyes vienen escoltados por un número
céntuplo de jinetes enlazadores, armados los unos de púas y los más de retorcidos rejos en actitud
de plantarle el lazo que peine por los mismos cachos a la fiera más arisca que intente la fuga.
Es de ver esta comitiva, compuesta en su base de legítimos jinetes diestros en el arte de domeñar
un toro con el lazo o con la púa, otros aficionados, y que se avanza sobre las fieras en actitud
provocadora, fingiendo destreza e impavidez, y los más que a respetuosa distancia, cubriéndose el
rostro para evitar la polvareda, cierran la cabalgata que entra al cercado entre silbos y gritos
desaforados. La escena que sigue es un preludio de animación. No hay una fisonomía inerte, una
mirada tibia, una boca silenciosa, unas manos ociosas; la sorpresa y la alegría se pintan en todos
los rostros convertidos en aquel momento hacia los toros, dirigiendo miradas escrutadoras,
calificándolos por sus pelos y señales.
-¿Qué te parece aquel fosco que no es posible reducirlo al coso? Mira aquel barcino que
se desmancha en pos de aquel chino que está provocándolo. ¡Qué cogote! ¡Qué carrera!
-Pero más me gusta aquel pintado de las verrugas en la frente, que está escarbando de
puro matrero.
Y a este tenor crúzanse diálogos y se emiten opiniones y presagios sobre el éxito de la ya ansiada
corrida.
Renunciaba a presenciar las escenas subsecuentes al encierro, cuando de un tablado oí una voz
que me gritaba: ¡Tío Juancho, tío Juancho!, era mi sobrino Pericles que a nombre de su mamá me
invitaba a subir. ¿Qué quieres Petronila?, le dije.
-No se vaya usted, me repuso, que hoy hemos dispuesto que la familia se divierta, y para evitarnos
el ir hasta casa, tan lejos como es y volver, comeremos aquí en el tablado como si estuviéramos de
paseo en ElBoquerón o en Fucha.
-Pero niña, va a ser la una y mi costumbre de comer a esta hora no puedo alterarla sin que el
cólico...
-«No, tío, venga usted», me gritaron en coro los cinco sobrinos que Dios me ha dado, y Lucio, el
mayor, con sus pretensiones de abogado y petimetre, me tendió la mano para levantarme en el
aire.
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¡Primera bestialidad!, dije para mis adentros, y procuré ganar una frágil y estrecha escalera por la
cual con suma dificultad pude subir al tablado. Viejo ya y solterón, no pude resistir a las caricias de
mis sobrinitos, y por lo pronto sufrí en paz la pedantería de Lucio, resignándome a pasar el rato e
instalándome convenientemente para esperar la comida.
Entre tanto seguía el encierro, reducido a corretear de aquí para allá en separados grupos
los cachacos de buen tono, que a las doce y media cierran la tienda o abadonan la oficina,
embridan el corcel y se pavonean luego en la plaza pasando y repasando a la vista del adorado
tormento, o de la Filis que está de guardia aquel día, o en pos de una limonaria que buscan cómo
ser indispensable para enardecer un corazón de veinte y tres años, que delira por comunicar
chispas del amor en que rebosa.
Allá están unos artesanos que desde temprano se afanan disponiéndose para el encierro y han
tenido que alquilar caballo, emprestar silla de montar, las espuelas y todo el tren de caballería, que
los más son gente deinfantería, pero que una vez a caballo, corre y más corre hasta fatigar las
bestias sin perjuicio de más de un porrazo, amén de las peladuras y refregones. En otro término
están los orejones con sus rejos y zamarros, su apostura de diestros jinetes, haciendo ostentación
de su habilidad para enlazar, para tenerse a caballo y para cometer una barbaridad por vía de
regocijamiento, soltando sendas carcajadas si han ahorcado un perro o procurado una caída a un
compañero.
Fatigados de la tarea de conducir y encerrar los toros, esperan el momento en que los orejones
aficionados, que se atavían remedando el tren de los originales, los inviten a tomar un trago
de brande, como ellos dicen. A esta sazón ya el Presidente de la República, so pena de pasar por
impopular, por déspota y tirano, ha dejado su caballo y rodeado de la comitiva de buen tono, se
pone a la mesa en que el coñac y el brandy, el madera y el jerez han reemplazado a la mistela y el
anís, quedando los bizcochitos y arepitas como monumentos de que antes acompañaran a la
olvidada horchata, a la desusada limonada, declarada notoriamente nociva en las irritaciones de
estómago.
De aquella mesa todo ciudadano tiene derecho a tomar lo que más le cuadre, y puede tomar hasta
una mona si quiere, e incurrir en todos los desmanes y desacatos que la chispa le sugiera, que
esta es alegría entre los caballeros, y en tiempo de fiestas no se repara. Síguense a esto los
brindis más o menos fervorosos e interesantes en que cada uno se desahoga según por donde le
inspiran los tragos, que a los mustios suelen hacer habladores, a éstos desaforados, a otros tiernos
y derretidos y a los más, patriotas, liberales, generosos y magníficos; que para conocer a los
hombres no hay cosa como que se alumbren un poquito.
Un intrépido de estos se erige en anunciador del próximo encierro y proclama por alféreces a los
que le indican o cree que han de hacer el gasto; nombramiento que recae en el Presidente de la
República, en los Secretarios de Estado, hacendados y comerciantes, gente rica y acomodada, de
la que unos aguantan la banderilla, de miedo de pasar por pichicatos, otros se defienden con
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denuedo y no aflojan para dar gusto, dicen, a los fiesteros que quieren divertirse y comer a costa
ajena.
Ello es que esta bárbara costumbre de proclamar alféreces de encierro, ha retraído a muchos de
concurrir a tan sabroso rato de diversión; y no es para menos oírse aclamar por bando, y en medio
de vítores y cantares sentir que se le dirige un crudo golpe a la bolsa. Si se presta a hacer el gasto
y no hay regalo y abundancia, el alférez se desluce y lo critican y censuran sin compasión. Si no se
presta, la cosa es más amarga, porque lo confirman de miserable, ruin, cicatero. ¿Qué hacer? Hay
quien piense que se dejaría pillar, soportando un escote que le saliera costando entre música,
cohetes y azadones, cien millones, antes que pasar por apretado. Yaquellos que dicen, ¿qué se
me da a mí de eso?, no se afanan; soportan las críticas, las burlas y se refugian en su filosofía: «yo
no mantengo cachorros»...
Pero han sonado las dos de la tarde, hora en que cesa todo negocio en Bogotá, hasta el curso de
una revolución política; todo el mundo endereza para su casa, antes que, como dicen los del
bronce, se enfríe el hígado o críe nata la mazamorra.
Por este día no tuve para qué abandonar la plaza, puesto que mi complaciente hermana y mi
dichoso cuñado, que es un empleado viejo en la Moneda, quisieron agasajarme con su comida de
fiesta. El puchero tirando bien a la olla podrida, un estofado que descuidó la cocinera un tanto en el
fuego, un pavigallo que no había mucho daba vueltas á mi vista en el asador manejado por una
fregona en la improvisada cocina del próximotoldo, formó el banquete de familia que tantos
prefieren al suntuoso ambigú.
Bien previsto tenía que Lucio no faltaría a suscitar la eterna disputa que entre manos traemos para
ponderarme los tiempos que hoy corren de civilización, elegancia y buen gusto, sobre los que, !ay
de mí!, no volverán jamás y fueron de dorada magia, de alegre paz, dé goces sin acíbar para el
que como yo los paladea en copas de oro.
-Tío Juancho, me pareció que ahora poco usted estaba alegre como una sensitiva reanimada por
la frescura de la mañana, sin esa murria y mal humor que lo retraen de la sociedad.
-Sí, sobrino, el aspecto de una ciudad que está de fiestas ¿a quién no comunica su alegría aunque
sea de rechazo? Y, además, los recuerdos todos de la juventud, las desvanecidas ilusiones, los
perdidos placeres, me reanimaron un instante; pero esas mismas memorias han vuelto a sumirme
en el excentricismo que sabes me es habitual.
-Según eso, usted no halla que nuestras actuales diversiones han superado infinitamente a
los groseros entretenimientos de su época, y que hoy...
-¡Ya vienes tú a provocarme con el incesante propósito de refutar las costumbres que no has
conocido! Este es refrán de cuatro noveles que lo pretenden todo a fuerza de figuritas e imágenes
como la que me acabas de espetar, «¡como una sensitiva reanimada por la frescura!» frescos nos
han dejado en todas materias.
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-Pero tío, convenga usted alguna vez en que tengo razón.
-No siempre, sobrino, principalmente cuando se trata de fiestas. ¡Esas sí que eran fiestas y lo
demás patarata! Para demostrártelo no necesitaría remontarme a los tiempos del señor Ezpeleta,
ni a los del señor Mendinueta, que ya nadie me comprendería. Pero yo que he visto las fiestas de
la coronación de Carlos IV y Fernando VII, las del Príncipe de la Paz, a quien aquí celebrábamos
todavía cuando el pobre, a la sazón perseguido y acosado como un gato, yacía en un desván del
Palacio de Aranjuez, encuentro que todo lo que hoy pasa es miserable y pequeño, raquítico y
consunto, como tú dijeras con esa afectación de insoportable gravedad.
Eres, sobrino, un atrevido y vano por demás al titular de groseros los entretenimientos en que la
juventud de mi tiempo cifraba sus recreaciones. Para confundirte me basta y sobra recordar lo que
por mis ojos he visto y la nada que hoy tengo por delante. La gravedad y gentileza, la decencia y
compostura, el lujo y magnificencia que reinaban en aquellos buenos tiempos, ¿qué se han hecho?
Ruido y desorden, desvergüenza y osadía, oropeles y zarandajas de ningún valor, es solo lo que
veo, porque lo positivo todo ha desaparecido. No me vengas ahora con tus fiestas populares y con
que un encierro sea cosa de diversión.
En mi tiempo nada de esto había, que su invención es de ayer, cuando don Francisco de Paula en
la lozanía de la juventud, con su faz placentera y franca, cubierto de laureles y bordados, rodeado
de gente entusiasta y generosa, aflojaba las riendas de un poder casi discrecional para ser
el señor de la fiesta, acatado por una multitud que respondía a sus vítores a la Independencia y a
la Libertad con exclamaciones de júbilo verdadero. Es cierto que los ciudadanos animaban con sus
dádivas el festín costeando banquetes regalados, derramando dinero con mano blanda; y había
expansión y cordialidad, y confianza sin licencia, generosidad más bien que ostentación; que la
discordia no había relajado los vínculos de la sociedad, ni el egoísmo penetrado en los corazones,
ni se hacía gala de la voraz codicia que de día en día va reduciendo a guarismos hasta las
sensaciones. +
Así es que de esta época, sólo ha quedado un grato recuerdo, inseparable del hombre que hasta
en esto supo eternizar su memoria haciéndola tan querida de los buenos granadinos. Y si no,
dime, Pericles de la tierra, ¿qué ves hoy que indique en estas funciones contento y satisfacción,
largueza y garbo, fraternidad y lo que nosotros llamábamos buen humor? Figúrate, hijo mío,
recorriendo a paso mesurado esta plaza en medio de una cabalgata presidida
por Santander, oyendo una música marcial y el eco de mil voces entonando himnos a la Libertad, a
la belleza y a nuestros héroes; celebrando los prodigios de Bolívar, las mil batallas de la lucha por
la Independencia y,
¡Viva Colombia ceñida
de laureles y de oliva,
Viva su Libertador,
Viva el inmortal Bolívar!
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Y todo esto a la vista de las bellas, que con sus demostraciones aprobaban los vuelos de un puro
patriotismo, recibían los homenajes de amor y de admiración por sus encantos y eran servidas y
respetadas por sus caballeros, con la discreción y rendimiento de los tiempos de los trovadores.
Entonces este tu tío, que miras hoy viejo e indiferente a todo, también sintió su corazón palpitar de
amor por una ingrata, de contento por esta patria independiente ... Pero dejemos a un lado tristes
memorias, que el tiempo corre, la comida buena o mala está ya en el jergón, el clarín ha sonado
remedando un «que saquen el toro», y no hay criatura impasible en este momento; que unos
corren a la barrera, otros toman sus respectivos asientos aquellos se quedan dentro del cercado y
todos se disponen a divertirse con la corrida.
-¡ Ay tío!, que por estar usted regañando no ha visto el despejo tan bien ejecutado, me dijo con su
voz cadensiosa y afectadita mi sobrina Lastenia, joven de diez y esto para que la oyese un capitán
de artillería que no la perdía de vista, como prendado de sus atractivos.
-Y luego, continuó, dirá usted que en su tiempo también había despejos y evoluciones militares en
que trazaran sobre la arena estrellas e inscripciones y alegorías.
-Vamos, sobrina, ¿con que mucho te ha interesado el despejo? ¡Lo entiendo! Y lo peor es que
nadie le ha puesto atención, que o no conocen su mérito o los que circuyen la tropa no permiten
ver las maniobras. ¿Y para qué sirve el despejo si no es para aumentar la confusión atrayendo una
multitud al fondo de la plaza? También he visto despejos, pero que sí hacían despejar la plaza de
curiosos e imprudentes, y no como hoy que de nada sirven.
En esto ya el toro había recorrido dos veces la plaza más bien ansioso de buscar salida que de
habérselas con los toreadores.
-¡Qué es ésto!, exclamé, ya no hay chuceros ni jinetes de púa y rejón, ni toreadores propiamente
dichos: todo es desorden, gentío, gritos y silbos. Allá cae uno, más allá tres, aquí atrapa el toro a
aquel que no pudo alcanzar el cercado; entre dos vigas de éste ahogan a una mujer que
desapercibida metió la cabeza para no ver, y -¡qué se hunde un tablado!- ¡que suena una
banderilla! que se salió el toro! ... ¡Y esto llaman juego de toros! Yo diría más bien de imbéciles, de
locos, de atolondrados que todo lo han pervertido, todo lo han degenerado en vez de sostener un
entretenimiento tan humano, por lo menos, el pugilato.
-¡Tío Juancho!, gritan a una mis sobrinos, esto es muy alegre y divertido.
-Ya se conoce, repuse, que no habeis visto otra cosa.
No hay término de comparación entre lo que veo y lo que en mis tiempos se hacía. ¡Aquellas sí
que eran fiestas! Al punto de las tres de la tarde, presente el señor Virrey en su balcón y el ilustre
Cabildo en su puesto; desierta la plaza y libres las barreras, entraban en aquella los toreadores y
chuceros presididos por los de a caballo, todos vestidos con trajes adecuados y uniformes, con
cintas y perendengues, con capitas de colores, haciendo la envidia de los chicos.
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Esta tropa daba vuelta en derredor de la plaza y en seguida Pichico, gorra en mano y rodilla en
tierra, imploraba la real licencia y recibía del Cabildo la llave del toril. Salía la fiera afamada de la
dehesa de Canoas, Fute oLa Conejera, afiladas las astas en vez de recortadas, y daba al diablo
con la tropa de chuceros destinados a provocarla; en seguida los puyadores ejercían su oficio
enardeciendo al animal para que el toreador pudiese lucir su destreza clavando con maestría y
ligereza banderillas preñadas de palomas encintadas, que al reventar aquellas abrían su vuelo
sobrecogidas y espantadas. Llegado el momento fatal, el hombre del rejón afirmándose en los
estribos, bien sentado en la silla, llama la fiera, espérala a pie firme, ¡y, zas!, aciértale en el
cerviguillo y queda tendida a los pies de su caballo.
En el caso malogrado, un toreador de a pie acudía veloz, desafiaba al animal y a la embestida
dábale el golpe de gracia. Entonces se oía un grito de sorpresa y de admiración, y mientras se
hacían comentarios,. el toro muerto era arrastrado por enjaezadas mulitas y sacado de la plaza, y
entretanto el otro ya estaba listo para salir a jugar. Así se deslizaba la tarde y para que nada
faltase, a las cuatro y media la nobleza y el señorío y el buen pueblo de Santafé tomaban
el refresco o colación a la vista de todos y con singular confianza, aquellos haciéndolo en rico
servicio de oro y plata, cuando en bordadas toallas y servilletas, comenzando por tomar el dulce y
luego el aromático chocolate; y el pueblo, siempre humilde, se contentaba con su merienda, es
decir, con las indispensables papas cubiertas de hilachoso queso y de sabroso guiso, provocando
con su fragancia el apetito, recreándose el gusto al masticar un rostro de cordero sazonado
delicadamente y tostado al calor de un fuego lento, desangrando luego con ricos tragos de la que
Dios crió tan amarilla y sabrosa.
Decidme ahora, ¿qué tenéis que oponerme a estas sencillas y modestas costumbres, cuasi
reglamentadas por un ceremonial de corte, que hacían del espectáculo de los toros un verdadero
recreo en que sobresalían la destreza y habilidad y orden y compostura, todo a propósito para
inspirar interés y entretener la atención? Hoy, con un gentío inmenso que se introduce por todas
partes, y convierte un lugar de diversión en Babilonia que nada ofrece de grato, si no fuera el
natural impulso de reunirse los hombres para ver y las mujeres para ser vistas. Despojad vuestras
fiestas de esta segunda parte, y una plaza de toros entre nosotros quedaría con la positiva
barbaridad que le atribuyen los que han sido en París para aprender a despreciar las costumbres
que no han conocido.
-¡Tío, tío, que se cae el tablado! Así era la verdad. Alarma terrible, gritos de desesperación, afanes,
convulsiones. ¡Que se salió el toro! ¡Que nos coje! ¡Ay!, ¡Ay!.. .
Y yo, molido y escarmentado, huí de la plaza para nunca volver a toros, prefiriendo molestar a mis
lectores con cuadros tan pálidos como éste que aquí finaliza.
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DISCURSO DEL DIPUTADO NICOLAS CARAPACHO, AL DISCUTIRSE EL PROYECTO DE LEY QUE TRASLADA A PANAMA LA CAPITAL DE
LA UNION Por Hermógenes Saravia
Ciudadano presidente:
Una cuestión de altísima importancia política y social se debate en el seno de esta augusta
corporación: trátase de saber si conviene o no la traslación de la capital de la República a la ciudad
de Panamá, de acuerdo con el proyecto de ley al efecto presentado.
El que habla, ciudadano Presidente, después de serias y concienzudas meditaciones en tan grave
y trascendental asunto, ha formado el juicio que pasa a exponer.
Pero antes séame permitido, ciudadano Presidente declarar, como solemnemente declaro, que
ningún indigno móvil, ningún interés bastardo dicta mis palabras. Semejante a el águila que cierne
sus alas en las inaccesibles regiones del relámpago, yo, ciudadano Presidente, sólo quiero en tan
solemne ocasión, elevarme en obsequio de mi patria, por cuya dicha y prosperidad hago mis votos
al cielo, a las más encumbradas esferas de la luz y la verdad.
Quiera Dios, que protege las rectas intenciones, guiar mis pasos en tan difícil peregrinación.
Entro en materia, ciudadano Presidente.
Estoy resueltamente por la ciudad de Panamá para capital de la Unión Colombiana.
Expondré los fundamentos en que me apoyo.
Helos aquí:
La ciudad de Bogotá, en donde hasta ahora, por un deplorable extravío del buen sentido, ha
residido entre nosotros el gobierno general; Bogotá, que parece haber prescrito el derecho de
empuñar el cetro de capital, no posee ninguna de las elevadas condiciones e importantísimos
requisitos que hacen adaptable un punto para el efecto. Veámoslo, si no, estudiando con ánimo
desprevenido la cuestión.
La teocracia y la República son entidades que entre sí se excluyen: la una no puede existir donde
hace pesar su malhechor influjo la otra; son, ciudadano Presidente, si se me permite la figura,
como perros y gatos. El gran pensamiento de la titánica revolución por cuyas crisis hemos pasado,
ha sido el de arrancar a la nación la inmensa sotana del fanatismo para quemarla y arrojar al viento
sus cenizas. Si no queremos poner en peligro las libertades públicas; si no queremos hacer
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estériles y nugatorios la sangre y los scrificios ofrendados en sus altares, el elemento que aún
tenemos que combatir sin tregua, es el salvaje elemento del fanatismo, deplorable residuo de las
instituciones, coloniales.
Ahora bien: un lugar donde este aliento de boa, esta especie de ácido prúsico, más aún, ciudadano
Presidente, este infecto y miasmático pantano invada hasta las últimas fibras de la sociedad, es un
lugar en donde, dígase lo que se quiera, las ideas regeneradoras y los mandamientos republicanos
están continuamente en vísperas de zozobrar: la nación que lo adopte para asiento de su gobierno,
se halla siempre al borde de la Roca Tarpeya.
¿Y qué otra cosa es Bogotá, ciudadano Presidente, sino un apuntalado convento, un hospital
de jubilados rezanderos, un lazareto de frailes y beatas sin oficio? Y no se nieguen los hechos,
ciudadano Presidente: en la tullida y gotosa ciudad de Bogotá, todos son frailes, aun cuando usen
bigotes y otra cosa parezcan. El que allí no es fraile, es porque está de lego o ha desenfrailado ya:
no hay término medio. Las campanas, ciudadano Presidente, las campanas, este colgado
elemento del fanatismo invasor, allí no dejan de vociferar jamás: cuando ellas no doblan repican,
ciudadano Presidente; y cuando ni repican ni doblan se están calladas, salvo que
toquen segundillo, que viene a ser lo mismo; y este hecho, ciudadano Presidente bien merece la
pena de llamar seriamente la atención. ¿Será un lugar conveniente para mansión de las altas ma-
gistraturas aquel que aun ofrece a los ojos del filósofo el escándalo de que mantenga frailes y
repique las campanas?
Se dice que el pueblo de la ciudad que combato presenció impasible el hecho grave de expulsar a
las monjas de sus recintos; y que cuando se aguardaba el estallido de la más desencadenada
tormenta, él siguió sereno y en calma como el Lago de Ginebra o la Bahía de Nápoles durante una
noche primaveral; que sus habitantes siguieron durmiendo y roncando a pierna suelta como si no
hubiera infierno, sin que dejaran de almozar huevos fritos al siguiente día ni merendar chocolate
como la víspera, y que un pueblo tan de todo tendrá, menos de bárbaro y fanático. Pero todo esto,
señor, probará, cuando más, un hecho más grave aún: probará que el mal está latente; sus
peligros ocultos, pero en pie; y que el supremo gobierno no hará, residiendo allí, sino dormir en la
boca de un volcán tapizado de flores, pero pronto a engullírselo hasta el bajo vientre, junto con la
libertad, como la ballena bíblica a Jonás.
Que los frailes existen allí es un hecho, ciudadano Presidente. Nada quiere decir el que no se les
vea. De buena tinta sabemos que ellos merodean en la ciudad con narices falsas o supuestas,
ruana de bayetón, montera calada y garrote colgando. ¿Y quién quita, ciudadano Presidente, que
cualquiera de estos religiosos resentidos por la ocupación de sus temporalidades, se agazape a
deshoras de la noche en la Calle de las Béjares, enCareperro, o en la misma Esquina de Cualla; si
se quiere, y que allí a tiempo que un honrado ministro pase con las manos entre los bolsillos y sin
más armas que un plano del canal interoceánico o un proyecto sobre inmigración, le administre un
par seguido de inesperados garrotazos en la misma nuca, que hagan ver inopinadas candelillas y
reduzcan a tierra a cualquier honorable miembro del ejecutivo general?
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Hácese, entre otros, ciudadano Presidente, el argumento de que Panamá carece de las
habitaciones y edificios indispensables para el cómodo, decente y expeditivo ejercicio de las
funciones consiguientes a todo gobierno. Bogotá, dícese, por lo escogido y culto de su sociedad,
por lo fashionable de sus salones, por las elevadas inteligencias que posee, y hasta por sus bellas
y espirituales moradoras, que hacen de ella como un canastillo de flores y diamantes, es el único
lugar entre nosotros que puede ceñir la diadema de capital sin cargar con el ridículo. Pero, ciu-
dadano Presidente, dado caso de que todo cuanto se enumera se eche de menos en Panamá,
nada de ello es en rigor necesario. Recuérdese que los atenienses deliberaban al aire libre y a
la pampa. Si Panamá no posee ricos y lujosos palacios, por cierto que no le faltan anchos y bien
ventiladoscaneyes, o imponentes y majestuosos escombros, que para el caso valen tanto como los
más soberbios capitolios.
Debido a las ventajas que su clima procura, en Panamá no se necesita para nada ese costoso tren
ni esas brillantes exterioridades que redundan siempre en perjuicio de la pública riqueza. Bien al
contrario, allí todo es sencillez. Con una barbacoa que se habilite de mesa, un par
de alcayatas para la vela y un tinajero en un rincón de la sala del despacho, con sus
correspondientes totumas para que beban a menudo los miembros del Ejecutivo y sus auxiliares,
se puede dar evasión y curso a los más arduos e intrincados negocios de público interés.
En cuanto a lo de las mujeres bellas, lejos de ver ventajas, nosotros no vemos sino inconvenientes
y peligros. Aparte de que esto es poner ante la tentación a los miembros del gobierno, que para la
buena marcha de la administración deben ser rígidos como San Gerónimo, téngase en cuenta la
funesta influencia de la mujer siempre que ha tomado parte en los asuntos públicos. Dalila
cortando el pelo al descuidado Sansón; Aspasia suscitando las guerras de Samos y Megara;
Mesalina asfixiando con su aliento; Cleopatra poniendo en manos de Marco Antonio y Octavio la
tea que hubo de devorar a Roma; Lucrecia Borgia envenenando hasta con el contacto de sus
besos; Catalina de Médicis preparando ese horrible convite de sangre que se llamó la San
Bartolomé, son otros tantos elocuentes testimonios de las catástrofes que trae consigo el roce de
la mujer, esa linda víbora, y los inconvenientes de su intervención en el gobierno de los pueblos.
Hay, además, ciudadano Presidente, una cosa que aterra siempre a los diputados del pueblo al
llegar a Bogotá a cumplir su misión. No son esas vestiduras de paño burdo que dejan al
representante como emparedado, sin poder mover ni brazos ni piernas; no son tampoco esos
tiránicos corbatines de vaqueta que le atajan el resuello y le dan aspecto de camello, ni esos
sombreros de felpa que parecen colocarse en la cabeza de los ciudadanos por castigo del cielo y
en expiación de una gran culpa; es algo peor que cuanto llevo enumerado, revuelto y hecho uno.
Son esos botines o guasintones estaquillados, ciudadano Presidente, fruto legítimo de los
fabricantes de calzado en la montaña de Las Nieves, que con su creciente apretamiento y sus
insinuantes estacas, son capaces de hacer bailar mazurca en la calle al más taciturno inglés.
Si a esto se agrega, ciudadano Presidente, que el cuero resulte atravesado, lo que no es un hecho
extraordinario, más le valiera al paciente haber caído en poder del Santo Oficio, o en manos de los
guerrilleros; porque los tales botines no vienen a ser en último análisis sino una
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verdadera cachupina de los pies. En la modesta ciudad de Panamá todo es al contrario: con un par
de chinelas de dócil Soche, una camiseta y hasta con un simple escapulario en el pecho, se dejan
boquiabiertos y chasqueados el frío y la intemperie, y satisfechas las más rígidas exigencias
sociales. Y bien, ciudadano Presidente, todo esto hay que tenerlo en cuenta cuando se trata de
establecer la capital de la Unión, en donde por fuerza hayan de reunirse los delegados del pueblo a
hacer la felicidad de la patria.
Por otra parte, ciudadano Presidente, como no tenemos la insensata pretensión de que la capital
de la República se radique para siempre en Panamá, sino la de que salga radicalmente de Bogotá,
innumerables ventajas de otro orden redundarán en bien de la nación, al aprobarse el proyecto que
se discute. Todos los puntos de la República tienen derecho a las mismas prerrogativas; los
tiempos de fueros y exenciones han pasado felizmente para siempre. En el lugar de residencia del
gobierno nacional debe haber también alternabilidad, que es uno de los cánones de la democracia.
Con tal sistema de estricta justicia, residirá por algún tiempo en Panamá; pero no
permanentemente, sino en calidad de por ahora, y así el gobierno tendrá un carácter de andariego
y nómade, divertido y ventajoso. Hoy estará en Panamá, mañana en Nemocón; de aquí pasará a
Chagres; de Chagres a Motavita o Turmequé; de Turmequé o Motavita al Coconuco, al Pital o a
San Juan de la Vega. Los males que para la buena administración pública surgen de la
excentricidad topográfica del núcleo de donde se haga partir su acción, no se deben tener en
cuenta, porque a cada lugar le llega su San Martín; y si hoy sufre el uno, lo bueno es que mañana
será el otro, y hay verdadero empate; que es lo más que en rigurosa justicia se puede exigir.
Además, un gobierno así viandante tendrá por tal carácter otra gabela. Como no tendrá vecindario
fijo no le tocan las cargas concejiles, como a taita Carriazo. Tampoco sufrirá en su salud; porque
con el continuo traqueteo del camino, se le abrriá más el apetito, cosa que tanto favorece a la
riqueza pública y no se dará lugar a que se le hinchen las piernas o se le hidropique el pecho.
Sabido es, además, ciudadano Presidente, que sólo el gobierno es el que hace las revoluciones
que diezman estas pobres repúblicas, despedazadas y moribundas. Póngasele un honrado
entretenimiento como el de viajar, y se dejará de enredar la pita. Tendrá así por fuerza que hacer
sus aprestos y preparativos; y mientras le recorte los cascos a la mula, le chiripee el rabo, si se me
permite el tropo, y le saque las garrapatas de la oreja; mientras tiene que acortar las acciones,
abrirle puntos a la grupera, preparar el jarro, las cajas de espejuelo y las bayetas para los fo-
mentos, dándoles colocación en el almofrej, no tendrá tiempo ni para rascarselas orejas, y habrá
de olvidar por fuerza su malhadada manía.
Ahora, ciudadano Presidente, en lo concerniente al importantísimo ramo de la administración de
justicia, la utilidad y conveniencia de que el tribunal supremo resida en un lugar como Panamá,
salta a los ojos del más obcecado de los espíritus. Todo pleito, ciudadano Presidente, es una cosa
de suyo inmoral; porque por lo menos prueba que una de las partes no tiene razón ni justicia,
cuando no son ambas, que es lo más común; pues lo corriente es que dos litiguen la cosa de un
tercero.
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Ahora bien: colóquese la Corte Suprema de la nación en un lugar como Panamá o Patagonia, y los
pleitos concluirán, principalmente los que se armen en lo interior de la República. La razón es
obvia, ciudadano Presidente: ¿quién ha de pensar en litigar ni lo ajeno ni lo suyo, si mientras los
autos van y vienen es probable que Dios llame a juicio a los contrincantes, y falle acumulados los
procesos? Estas consideraciones obligarán a los contendores a entrar en arreglos y avenimientos
que darán en tierra con la chicana; y no serán entonces extraños ejemplos de desinterés, iguales al
de Esaú, que acostumbren poco a poco a los ciudadanos a raros hechos de abnegación y
desprendimiento.
Tales son, ciudadano Presidente, las razones que en mi concepto obran de una manera
concluyente en pro del proyecto que se discute; razones que confiadamente espero determinarán a
la Asamblea a dictar una ley con que se asegurará definitivamente la prosperidad y engrandeci-
miento de la incipiente Colombia.
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DESTINO IRREVOCABLE
De Ricardo Carrasquilla
A mi amigo José Manuel Marroquín
Te empeñas, mi querido Manuel, en que, para el presente número de El Mosaico escriba un artículo de costumbres; y aunque yo tengo la de complacer a mis amigos, mis muchas ocupaciones no me permiten hoy emprender una tarea ardua y difícil aún para los que, como tú, manejan con notable gala y soltura la rica lengua de nuestros abuelos. Lo más que puedo hacer en tu obsequio es darte asunto y plan para que escribas un famoso artículo, en que yo mismo seré el protagonista.
Después de que en la introducción demuestres lo irrevocable del destino, citando a Edipo y a otros personajes griegos o latinos, para que se vea que estás versado en la historia, píntame a mí mismo tal como era en la malhadada época en que, habiéndome graduado de doctor, tuve que dejar los estudios y meterme a escribiente de una oficina con la módica asignación de quince pesos mensuales; y asegura que si acepté el empleo no fue por patriotismo, sino con el fin de realizar el dorado sueño de toda mi vida: tener un caballo propio.
Con los más vivos colores de tu paleta esmérate en pintar la desmesurada alegría que se apoderó de mi corazón cuando, después de dos años de ahorros y privaciones fui dueño de la enorme suma de cien pesos de a ocho décimos, encontrándome en posibilidad de ser hombre de a caballo.
Por muchos días anduve en busca de un corcel, tal como en mi acalorada imaginación lo había concebido, hasta que uno de mis amigos (pues siempre he tenido la desgracia de tener muchos), me dijo que para evitar que me engañaran, él iba a hacerme el servicio de venderme su alazán, por la mitad de su valor; y yo, que acababa de leer la «Matilde o Las Cruzadas», vi en la acción de mi amigo un rasgo caballeroso digno de la Edad Media, y a fin de que no me venciera en hidalguía, cerré el trato y le entregué el dinero, resistiendo a las instancias que me hacía para que probara el caballo antes de comprarlo.
Al llegar a este punto te será muy fácil ponderar mi alegría al verme por fin dueño de un caballo, y pintarme paseándome muy ufano a lo largo del altozano de la Catedral, con ese orgullo que sólo es propio de quien por primera vez puede llamarse propietario o padre de familia; pero lo que será muy difícil es que les des a tus lectores una idea de la rabia y angustia que de mí se apoderaron cuando cuatro peritos declararon, después de un prolijo examen, ¡que el alazán estaba completamente patón!
Tuve que venderlo por la mitad de lo que me había costado, y compré en cincuenta pesos un haca, no sin cerciorarme antes de que estaba perfectamente buena de todas cuatro patas. Hice la compra un martes, despreciando el proverbio que prohibe negociar en tan aciago día, y al domingo siguiente, héteme caballero en el Botafuego, que tal fue el nombre con que tuve a bien bautizar a mi nuevo corcel, dirigiéndome a todo galope a la venta del Placer.
¡Mas ay!, al pasar el río de Fucha el caballo dio vuelta de carnero, y cuando al volver de mi aturdimiento, pude darme cuenta de lo sucedido, me encontré sentado en la mitad del río con el agua hasta el pescuezo. El caballo salió antes que yo y, sin duda, para evitar mis justas reconvenciones, se puso a correr como un desaforado, y como el peso del agua apenas me permitía dar paso, resolví dejarlo en libertad; pero un orejón acertó a pasar por la misma vía que llevaba el fugitivo, lo enlazó y me lo trajo. En el acto se reunieron en torno del Botafuego media
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docena de facultativos declarando que yo, para evitar una caída mortal, debía volverme a pie llevándolo por la brida, pues estaba despechádo. Así lo hice, no sin gran despecho y arrostrando repetidas veces la infame rechifla de los chinos y la maligna sonrisa de los pocos transeúntes, que se hallaban en el arrabal donde yo vivía por aquel entonces.
Tras de nuevas pérdidas, y nuevos ahorros, y después de mil disgustos, que en gracia de la brevedad paso en silencio, tuve por fin un rucio que, salvo la pequeñez de su estatura, estaba adornado de eminentes cualidades y exento de todos los defectos que suelen afear a los individuos de la raza caballuna; pero mi implacable destino quiso que casi todos los días recibiese este o semejante recado: «manda a decir mi señá Fulana, que le haga sumercé el favor de emprestarle su rucios». Los días en que las damas lo dejaban descansar, no faltaba algún amigo que viniera a decirme: «dame tu rucito» haciéndome entender con este diminutivo que el favor que me pedía era sumamente insignificante.
Quejábame a un amigo de que en Bogotá todos montaban el rucio menos yo, que era su legítimo dueño; y me aconsejó que para librarme de la polilla de los préstamos, cambiara mi caballo por otro que él tenía, sumamente chisquilloso al tiempo de ensillarlo y que brincaba al montarlo cuando no se tomaban ciertas precauciones, que en mucho secreto me indicó. Aunque siempre he sido un mal jinete, acepté el negocio, pareciéndome que mejor era morir de una caída, que de los frecuentes tabardillos que me ocasionaban los petardistas.
Cuando describas este nuevo caballo, dí que tenía
Despierto el ojo, la nariz hinchada, La frente erguida, trémula la crin...
Que se asustaba de su propia sombra, y pondera muchísimo los trabajos que pasé para ensillarlo.
La india Claudia lo tenía del cabestro, yo me le iba acercando muy lenta y disimuladamente con el sudadero escondido debajo de la ruana, y él, ella y yo temblábamos a trío.
Cuando estuve a la conveniente distancia, saqué de repente el sudadero y quise ponérselo por sorpresa; pero el bucéfalo dio tan terrible estampida que la india tuvo que soltar el cabestro.
Por fin, para taparle los ojos, le amarré en la cabeza un pañuelo de rabo de gallo, y al cabo de una hora, cuando ya estaba acabando de ensillarlo, golperon a la puerta, y una criada de Leonarda, de quien estaba yo enamorado (no vayas a creer que era de la criada), me dijo, que su señora mandaba a decir que si le hacía el favor de enviarle mi caballo para ir a un paseo.
Díle a tu señora, le respondí, que se lo mandaría con mucho gusto, pero que es un caballo que no sirve para mujeres porque brinca siempre al tiempo de montarlo. Diez minutos después, y cuando ya yo tenía el pie en el estribo volvió la criada diciendo: «mi señá Leonarda, que siempre le mande el caballo, que no le hace que sea bravo». Volví a desensillarlo, con suma dificultad y lo mandé con la dulce esperanza de que al montarlo hiciera de las suyas escarmentando a todos los petardistas pasados, presentes y futuros; pero a la tarde me lo devolvieron empapado en sudor, con los ijares chorreando sangre y tan estropeado que apenas podía mantenerse en pie.
Me le acerqué poco a poco y noté con no poca extrañeza que permanecía inmoble, lo chupé y no se dio por entendido, di una recia palmada y ni siquiera pestañeó. Después supe que don Gerónimo, célebre profesor de manejo y equitación, le había dado a Leonarda su caballo manso, encargándose de domar el mío.
Te suplico que cortes muy bien la pluma antes de contar el último recurso de que me valí para
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librarme de las importunidades de mis afectuosos amigos.
Tenía el presbítero Corrales un caballo buchón, patituerto y que, a consecuencia de haberse rascado en cierto arbusto que abunda en nuestros climas templados, había perdido las crines y la cerda de la cola, asemejándose esta última a la de un lagarto. Además de estas cualidades tenía la de enarcar el cuello de abajo para arriba, presentando un conjunto tan feo y tan ridículo que era imposible mirarlo sin soltar la carcajada.
Pero aunque en la parte física estaba tan poco favorecido de la naturaleza, en la moral tenía muchas y sobresalientes cualidades. Propuse al doctor Corrales que cambiáramos caballos y accedió a mi propuesta, quedando yo muy satisfecho con la idea de que nadie se atrevería a montar al Rabón, nombre que le di muy de intento para ponerlo más en ridículo.
Despierto el ojo, la nariz hinchada, La frente erguida, trémula la crín...
Se me olvidaba decir que el día que lo monté para probarlo me vi perseguido por unos cuantos chinos que me gritaban ¡qué feo!, arrojándome una lluvia de piedras; pero todos estos percances los daba yo por bien empleados, con tal de tener un caballo imprestable.
Convine con un amigo en que el domingo siguiente al día en que me encontré poseedor de mi pobre Rabón, iríamos a pasear a Tunjuelo; pero el diablo, que todo lo enreda, hizo que el sábado por la noche fuera yo a casa de Leonarda, quien a pesar de mis finezas me trataba con el más cruel desdén. Esa noche noté, y no sin extrañeza, que Leonarda vino a sentarse a mi lado, y que me hablaba con suma dulzura, lo cual me hizo creer que el cielo quería hacerme completamente feliz, dándome en un mismo día un caballo a medida de mi deseo y el corazón de la mujer que amaba; pero pronto conocí que sus halagos eran peligrosos, pues me dijo:
-¿Me hace usted un favor?
-Sí, Leonarda, con muchísimo gusto.
-Mañana tenemos un paseo a la Piedra Ancha (hazle notar al lector que no me habían convidado), y necesito que usted me dé prestado su caballo.
-Pero, mi señora, si es rabón, y buchón, y . . .
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-No le hace: mándemelo: aunque sea más feo que el mismo diablo, siempre lo necesito.
Al día siguiente le envié mi caballo a Leonarda y le avisé a mi amigo que ya no podía acompañarlo a Tunjuelo.
Por la tarde, yendo por la Calle de los Carneros, alcancé a ver a lo lejos una mujer a caballo y rodeada de una nube de chinos; me acerqué y vi a la cocinera de Leonarda, que venía del paseo montada en mi caballo, el cual estaba más feo que nunca, merced al antiguo sillón con que estaba enjaezado.
Al día siguiente vendí el Rabón por la tercera parte de su valor; y desde entonces, me he privado del único placer que pudiera tener en Bogotá: el de pasear a caballo los domingos.
No concluyas el artículo sin echarles algunas indirectillas a los negociantes de caballos, que son unos grandísimos ladrones, y a los demás petardistas que quieren vivir a costillas del prójimo, haciendo imposibles los más inocentes placeres.
Ricardo Carrasquilla
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De José Manuel Marroquín
Al señor Ricardo Carrasquilla
He leído el manuscrito que me has enviado y al que pusiste el título de «Destino irrevocable», y aunque yo no sea, como en efecto no lo soy, malicioso en demasía, he llegado a sospechar que todo aquello de que tus ocupaciones y no sé qué otras dificultades te impedían hacer un artículo de costumbres es un puro embeleco.
Yo tengo para mí que, al escribir el dicho manuscrito, sabías muy bien que estabas escribiendo el artículo; y no podrás hacerme creer otra cosa, pues eso de que lo que me mandaste es un apuntamiento para que yo saque de él un artículo de costumbres es una de tantas trapacerías de que suelen valerse los escritores para poder zurcir sus composiciones, dándoles cierto aire de originalidad, y curándose en salud por si algún crítico descubre en ellas defectos de aquellos que se tienen por imperdonables cuando se hallan en un escrito trabajado con detención y con esmero y con la mira de darlo a luz. Mi querido amigo:
Además, cuando leí aquel período en que aseguras que yo manejo con gala y soltura la lengua de nuestros abuelos, dije yo: «¡para mi abuela!», y pensé que aunque en realidad tu intención hubiera sido la de suministrarme argumento para un artículo, yo debiera guardarme muy bien de escribirlo; pues el poner a la vista del público una muestra de mi pobrecito estilo al acabar tú de echarme aquel sahumerio, sería, como suele decirse, ponerme en berlina; y esta es cosa a que tengo tanto miedo, que, por no verme puesto en ella, estoy enteramente resuelto a renunciar de todas veras y con incontrastable obstinación la candidatura para la presidencia, caso de que mis copartidarios quieran de aquí a cuatro años favorecerme con sus sufragios, quiero decir con sus votos, que en cuanto a los sufragios, ellos podrán venirme muy bien si para entonces he pagado el común tributo a la naturaleza.
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Volviendo a tu manuscrito, te diré que me ha maravillado sobremanera el que tú confieses tu atraso en lo tocante a la veterinaria y al conocimiento de las cualidades de los caballos, pues tú eres verdaderamente la primera persona a quien yo haya oído semejante confesión. Cualquiera de nuestros paisanos se juzga maestro en esta materia, sea cual fuere su profesión o el tenor de vida que haya llevado.
Don Anacleto, que, como tú sabes, es hombre de muy buen sentido e incapaz de cometer la simpleza de dar su parecer cuando se trata de astronomía, de la literatura oriental o de la botánica; don Anacleto, digo, que ha sido empleado desde la tierna edad de doce años y que no ha cabalgado sino para hacer ese viaje a Chiquinquirá que todos hemos hecho, decide magistralmente sobre el mérito y sobre la sanidad de cualquier caballo y no cree desmentir su moderación y modestia habituales, asegurando que en esa materia ninguno le echa el pie adelante.
Don Eufrasio, relojero de nacimiento y hombre que por lo tanto jamás monta, monta en cólera si alguno se atreve a dudar de la exactitud de sus decisiones cuando declara que un caballo está patón o despechado, o cuando después de registrar la dentadura de una bestia, afirma que tiene diez y siete años cinco meses nueve días. Y sin embargo, el tal don Eufrasio es sujeto de tan apacible condición que, si se le dijese que no sabía distinguir un reloj de ancla de oro de libre escape, llevaría tal vez en paciencia tan grave insulto.
En resolución, apenas se encuentra en esta tierra individuo alguno, por más circunspecto y modesto que sea, que no se gradúe a sí propio de profesor en achaque de caballos, no obstante que la veterinaria es acaso el ramo de conocimientos útiles y de práctica aplicación de que menos noticia se tiene entre nosotros. Y en esto sucede, no sé porqué, lo mismo que en religión y en política, materias que, en la parte especulativa por lo menos, son elevadas, profundas y de difícil comprensión, pero en las cuales cada cual se reputa como un oráculo. El zapatero no acierta a explicar por qué las babuchas que fabrica resultan de la misma figura de la horma en que se han hecho, falla con marcial desembarazo sobre la autoridad de la Iglesia y sobre la inconstitucionalidad de una ley.
Así como he maliciado que tú has querido forjar un artículo de costumbres al escribir tu «Destino Irrevocable», adivino que en él has procurado dar una idea de las incomodidades a que se expone el que, viviendo en Bogotá, se empeña en tener caballo propio; y siendo ello así, es de extrañarse se te haya quedado en el tintero todo lo que pudiste haber dicho sobre la mayor de todas.
Hablo de las dificultades que se presentan al dueño del caballo para procurarle el sustento. Si se trata de mantenerle en la casa, le come a su amo medio lado sin quedar satisfecho y sin dejar por eso de comerse la yerba, el grano y el salvado que le suministran; el medio lado que el animal no se come se lo comen los vendedores de yerba, vendiendo tercios hipócritas que por fuera ostentan las apariencias de la cebada y por dentro no son más que malvas, ortiga y basura.
Si se confía la manutención del bagaje a alguno de los que por negocio reciben bestias a pastaje, se tiene la ventaja de que el dueño del potrero mira al animal como cosa propia, que a primera vista parece ser cuanto se pueda desear; pero a segunda vista se echa de ver que este sistema no vale más que el otro.
Concluyo condoliéndome de que el «El Destino Irrevocable» te prive del placer y de las ventajas higiénicas que podrías proporcionarte si tuvieses bagaje propio, y ofrepor Tunjuelo las caballerías de tu afectísimo amigo.
José Manuel Marroquín
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MARIA TICINCE O
LOS PESCADORES DEL FUNZA Por Eugenio Díaz
LA CHOZA DEL PESCADOR
Es un edificio de paredes de barro y palos y de techo de rastrojo de trigo, que no alcanza a tener ni
aun seis varas de longitud, y el alar es tan pequeño, que no cubre a un cuerpo humano que allí se
ponga de pie; la sala es tan estrecha que casi la ocupa toda el hoyo lleno de agua que tiene en la
mitad, vibrando desde el asiento con oscilaciones repentinas; sobre un fogón de tres piedras
areniscas hierve la olla por medio de boñigas encendidas, que es la leña conocida de tales
cocinas.
Una larga red de pescadores, de la figura de un cartucho, abierta su boca por el arbitrio de un aro
de bejuco, es el mueble que resalta más en uno de los rincones; en otro se ve una ruana colgada
de una estaca, unos zamarros cortos y muy remendados, y una zurriaga pequeña; un azadón que
por falta de trabajo se ha llenado de moho es la última alhaja de la mencionada casa. En la alcoba
se ven los juncos de dormir, unas frazadas y ruanas viejas, y se ven con dificultad porque no tiene
más ventanas que un agujero que está tapado con el envoltorio de una mantilla de bayeta de color
azul.
Hay una cruz que indica la última religión impuesta a los chibchas y junto está una reliquia
monumental que es digna de ser mencionada: es un pequeño tambor, teniendo enredado en sus
hilos de apretar, un pífano o pequeño clarinete de caña del país con tres agujeros por encima y
uno por debajo, instrumento manejado por algunos de los antepasados de esta misma choza en
esas danzas que hasta ahora pocos días fueron usadas por los indios para solemnizar a su modo
las fiestas, formando hileras de a dos que avanzaban y retrocedían convirtiéndolas en círculos y
desbaratándolas luego en un completo antagonismo gimnástico, golpeando simultáneamente unos
pequeños garrotes, mientras que los movimientos de los pies eran ejecutados al son de este
tamborcillo y de esta flauta, en una música por el tono menor, y en el compás de tututún,
tututún, del currulao de los bogas o una cosa muy parecida. El traje era casquete, chaleco y calzón
corto. Esta danza se les permitió a los indios de algunos pueblos de la Sabana como única práctica
festiva de sus mayores; y tal vez religiosa, pues la he visto ejecutar dentro de la iglesia de mi
parroquia.
El padre del actual morador de esta choza era músico de estos dos instrumentos, que él tocaba a
un mismo tiempo; el tambor con la mano izquierda y la flauta con la derecha.
SEÑOR JOSE
Ñor José Ticince era el ciudadano que habitaba el mansión que hemos descrito, por los años del
Señor de 1852. Era de cuerpo pequeño, y moreno de color; tenía setenta años, y sin embargo sus
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dientes estaban cabales, y su pelo negro, con excepción de poquísimas canas. Sus ojos eran
chicos y bastante oblongos, y la nariz corta, delgada y algún tanto curva, sus labios eran delgados
aunque la boca era grande.
En fin, tenía ñor Ticince la cara ovalada y tan grave como la de los retratos de los últimos tres
emperadores del Perú, publicados en un grabado de Madrid del año de 1748, mostrando una
completa salud, a pesar de tener metida una bala en un cuadril, desde el año de 40, en esa guerra
que se extendió en la mayor parte de la República por hacer no sé qué reformas constitucionales o
por elevar al solio supremo a no sé qué candidatos, y a los escalones del mismo solio, a no sé qué
pretendiente;ello es que nunca llegó a saber ñor José por qué causa era la pelea, lo cual en la
América del Sur es muy frecuente aun entre personas que creen que conocen sus derechos.
El traje del ciudadano constaba de un sombrero viejo de trenza de cañabrava que le cubría los
ojos, por su extraña figura de campana; la camisa era de lienzo, los pantalones de manta del
Socorro; traje que desde muchos años atrás vienen usando todos los indios de esta Sabana.
ÑUA BAUTISTA
Así llamaban todos los del pueblo a la esposa del ciudadano, y era de la misma alcurnia
de ñor José y una de las pocas indias que usaban el chircate, que es una tela acanelada del
mismo tejido de las ruanas fabricadas en Guasca, seguramente en los mismos telares que dejó
instituídos Nenqueteba, lo que manifiesta que aquel instructor de los muiscas era muy ilustrado, o
que nosotros no vamos tan a la vanguardia como nos lo hemos soñado en algunas ocasiones.
MARIA
Gervasio, de doce años, y esta buena muchacha eran los únicos hijos que acompañaban a sus
ancianos padres, porque Juan Cancio había muerto en Ambalema de la fiebre, con otros varios
individuos desheredados de los resguardos de su pueblo, y en esos días Josefa se hallaba en esta
capital por causa de una fragilidad, que no la dejó trabajar por algunos meses en las operaciones
del campo; pero que en compensación de mil sinsabores le trajo la triste ventaja de venir a poner a
precio, en esta ciudad, la leche de Josefito, que así se llamaba al triste fruto de sus amores,
dejándolo al cuidado de la cariñosa Bautista.
El pequeño Nepomuceno, llamado en la casa y las vecindades el chino o el chal, no servía sino
para los mandados y para recoger la boñiga seca de las sabanas, que suele usarse por leña, o
bien sea carbón, si se quiere.
No era muy alta de cuerpo la graciosa María, y el color de su especial epidermis era muy parecido
al color del café claro; su frente no era grande ni estaba guarnecida con aquellas cejas y pestañas
renegridas y crespas que hacen disparatar a los aficionados de los buenos ojos de las razas latina
y latinizada, porque tales adornos eran escasos en María; sus ojos estaban dominados por cierta
melancolía que se atraía la compasión de cuantos la reparaban con algún cuidado.
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Los dientes de María, eran sumamente pequeños y blancos, y resaltando por entre sus labios
encendidos, dejaban ver cierta sonrisa muy apacible, que era el primero de sus atractivos; su nariz
delgada armonizaba perfectamente con todo el conjunto de sus gracias. Los pies de María no eran
grandes, para decir verdad, pero no tenían ni el lleno, ni el color rosado, ni la pequeñez de los pies
de las estancieras de la raza blanca que habitan toda la Sabana de Bogotá.
No por el temor de no presentar una beldad acabada dejaré yo de cumplir el intento de aproximar a
la verdad mis cuadros de costumbres, aunque empañados por falta de las bellezas del estilo; y
confesaré de llano en plano que María no poseía un talle de lo más perfecto, no precisamente por
desidia, sino por la reacia costumbre de caminar al trote detrás de su anciano padre, y seguida de
su perro llamado Silencio, trayendo los viernes al mercado su maleta de cangrejos, guapuchas y
pescados y el rancho más grande de estos pescados en su diestra, mientras que empuñaba con la
siniestra una zurriaga muy pequeña. Ahí quizá la vería nuestro amado lector en la Plaza de Bolívar,
en la hilera del pescado, sentada con las rodillas juntas y los pies echados ambos para atrás,
sufriendo pisotones y a veces malas razones de los soldados, de las criadas y hasta de algunas de
su misma raza, que ya estaban vestidas de otra manera.
El traje de la joven pescadora constaba de mantilla azul de frisa demasiado tosca y enaguas de la
misma tela, porque al jichon de sus antepasados había renunciado desde que tuvo los quince
cabales, y se sabía que en las enaguas blancas tenía adornos de labores de lomillo hechos con
hilo azul, porque ella solía alzarse las de encima, aunque no podemos asegurar si era
estudiosamente o si era por trotar con mayor expedición, porque ninguno es árbitro para juzgar de
las intenciones ajenas, y mucho menos cuando las cosas tienen sus visos de moda. También era
de lomillo con labores de piscos y gallos, y maureado y botijón, la tira de la camisa de María, y
frente a su pecho se venían a juntar por un gracioso nudito las puntas de su pañuelo que llevaba
extendido con la espalda en una aberturita, que sería un milagro que no se hubiese inventado por
designios de coquetería, porque la dama muisca se estaba pasando de los diez y ocho y era hija
de Eva.
Aun cuando hubiese habido un conquistador que hubiese clasificado a los primeros indios entre los
micos o los monos, existe en los trajes elegantes cierto género de voluptuosidad ambigua, o
velada, que no deja de tener su mérito, aunque no sea más que el de seducir. Los domingos se
peinaba la Ticince, para ir a misa, al frente de un pedacito de espejo, formándose sobre la nuca
una trenza de su escaso pelo, el que estiraba para atrás poniendo en tormento el pellejo de su
frente y de sus sienes.
Las modas se encuentran en su largo viaje por el mundo, y se combaten o se desprecian. Las
señoras del alto tono, que en otro tiempo se tapaban la frente, o se peinaban a la María Stuard, se
peinan hoy a la María Ticince, que se peinaba para atrás como las criadas de las virreinas de
ahora medio siglo, o como las criadas de las monjas de hoy, y estos no son fenómenos del siglo
XIX sino fenómenos de todos los siglos, y no diremos que del buen gusto, porque en materia de
modas, lo que hoy gusta mañana es horrible.
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El rosario de María estaba adornado con una cruz y con una medalla de cobre fino, y su cintillo con
varias cuentas blancas, verdes y coloradas, ensartadas sin orden ni elección alguna; y de las dos
sortijas que brillaban en sus dedos la una era de estaño y le había costado un cuartillo; la otra era
de cobre y se la había regalado su prometido esposo. ¡Quién les hubiera dicho a las damas
muiscas de ahora trescientos años, que había de llegar el día en que una bella de su propio linaje
no había de cooncer el metal que hizo subir a los blancos hasta la cumbre del Chingaza!
María no poseía ni una sola cuenta de oro entre sus curiosidades. Su sonrisa tan afable, sus
dulces y agradables miradas, su juventud y su pobreza le habían granjeado algunos aficionados de
entre los blancos de la parroquia, que la obsequiaban con galanteos del orden que tal vez usarían
con sus tatarabuelas los primeros blancos que vinieron con Gonzalo Jiménez de Quesada, porque
la hermosura es seductora y no adorable, cuando la riqueza no la perfecciona.
Pero entre los muchos que le hablaban de amor había un joven de su raza que la amaba tierna-
mente, solicitando su trato y su compañía en sus viajes a la parroquia, en sus trabajos del campo y
en sus festines, que eran tristes, a la verdad, por el genio de la raza y por el estado de conquista
que parece marcar todavía todos los movimientos de los indios de las altas sabanas de la Nueva
Granada.
María no bailaba strauss, ni varsoviana, que fueron inventados para quitar el frío en los países del
norte de Europa: María bailaba torbellino y manta, en que no hay tacto de manos ni cintura, y para
eso que, según el uso, llevaba los ojos dirigidos a la tierra, lo que le granjeó de entre los poetas de
su círculo este cuarteto en sus cantos tan tristes como sus danzas:
La niña que está bailando
Se parece a Santa Rita,
Por sus ojos tan humildes
Y su boca tan bonita
En tiempo de arada, María, contaba de seguro con quien le ayudase a uncir su yunta de bueyes;
en la siega tenía un segador fijo que la obsequiase prestándole su ruana, lo que es un galanteo de
regla para con la amarradora, porque en este trabajo es donde se mira todo el extremo de la
etiqueta amorosa de los peones, como en un baile de tono la de los caballeros blancos o negros.
En la parva en que trabajaba el amante de María allí se la veía de fijo, o bien de baleadora, o bien
de simple sacudidora. Este último oficio, triste por cierto, como el que desempeñaba Ruth, es el
mismo que ejecutan las tórtolas o palomas silvestres de la Sabana, recogiendo de entre el tamo o
polvo los granos perdidos del trilladero de las haciendas. El feliz amante de María se llamaba
Custodio Gantiva, simpático, bien conformado y excelente peón rara toda clase de trabajos.
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CONGRESO
A tiempo que la familia Tinice almorzaba con unas papas criollas, casi tan chicas como las alverjas,
se elevo la conversación a los derechos del ciudadano en la Nueva Granada y a las garantías de
los indígenas.
Gantiva era miembro de aquel congreso; y eran de oirse los discursos de la Asamblea por los
pensamientos históricos, y por los rezagos del acento de los chibchas, más dentales que guturales,
propensos al uso de la uy de la s y al multiplicado uso de la ch, que suena tanto en las voces
nacionales chipaca, chite, chitacá, etc., de lo que resta entre ellos un acento indescriptible a los
trescientos años de abolido un idioma, acaso por su configuración orgánica más extraña para el
idioma español que la de los ingleses, los cuales a la segunda generación pueden pronunciar
la r sencilla y la rr doble sin que les notemos diferencia alguna con los españoles.
-María tiene la culpa, decía ñuá Bautista, por haberse bebido de chicha los cuartillos del derecho
de las tierras.
-La ambicia y la codicia de los blancos, dijo Gantiva, que nos hicieron repartir los resguardos.
-Del pedasu de la tierra que me tocó, y nus comimus y nus bebimus con Bautista de eso no me
duele, sino de las tierras que nos quitaron para la población y escuela; porque con la misma razón
debían de haber quitado tierras de las haciendas.
-Y lo que han de ver ustedes es que las tierras de la Sabana todas eran de lostrus antiguos, y se
las quitaron los blancos que vinieron del otro lado del mar, porque no creyan en Lostro Señor, y
porque se mataban los unos contra los otros, al según lo dijo lostru cura.
-Entonces a lus blancos de este tiempo los vendrán a conquistar otros que sean más blancos, dijo
la reflexiva María en estilo enteramente profético; porque también se están matando, y sin saber
por qué, ni con qué fin.
-Y que hoy viene el cobrador del tributo de la subersión, y no tenemos plata, ni modo de hacerla,
porque de eso no saben sino los blancos, ni modo de cobrar lo que nos deben porque los
tramposos y los que se comen lo ajeno están defendidos por las leyes nuevas de los que ya no
quieren gobierno, dijo ñuá Bautista.
-Pero siquiera después que nos conquistó lostru reinos dejaron algude las tierras, y la libertá para
no ser soldado de los indígenas, dijo Gantiva.
-Pero hoy todos votamos, dijo ñor José Ticince.
-Eso es que dicen por engañarnos, pero los que votan son los blancos que saben más, los cuales
nos dan unos papelitos que no sabemos lo que llevan escrito, y de esos papelitos echados en
las urnias es que se fulminan las revoluciones contra todos los pobres; y cada día más miseria y
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más tropelías contra los pobres. Aquí estoy yo que lu diga sin medio chico ni grande, y sin poder
trabajar en forma, dijo Ticince.
-Y ¿cúmu no se va a sacar lus pejes del río grande para llevar a Bogotá, con esos cuatro que están
aquí adentru en el pozo?, dijo ñuá Bautista.
-Porque ya lusblancos ni nos dejan pescar en sus tierras.
-¿Luégo no es en el agua?, contestó María con tono de amargura.
-Pues hasta el agua nos la quitaron ya.
-Se van de noche como otras veces.
-Lo haremos, dijo ñor José; pero eso también tiene sus contratiempos.
Quedó pactada la empresa, y al separarse de la sesión le gritó María a Gantiva, después de hablar
solos con sumo interés:
-¡Pero mire que va!, ¿no?
-¿Y si no lus alcanzo?
-Viva u muerta, por ahí me topa.
María se quedó haciendo girar su huso de mano por el estilo muisca, mientras que Custodio
Gantiva se alejaba trotando por la inmensa Sabana hasta perderse enteramente de vista.
Ñua Bautista aprontó medio de chicha, arepa y pescados para el fiambre, y a la noche tomaron los
pescadores su camino en busca de las playas del Funza.
LA NAVEGACIÓN
No eran todavía las ocho de la noche cuando ñor José colocó sobre una balsa muy vieja, que tenía escondida entre unas matas de bijuacá, a su predilecta hija María, al tierno Gervasio, y los útiles más precisos de la jornada; y después de desplegar la red, y de hundirla entre las aguas, apartándose de la orilla con ayuda de la palanca, comenzó su oración acostumbrada:
-En nombre sea de Dios y de la Virgen de Tuso y de Nuestra Señora de Chiquinquirá, y de todos los santos y de las ánimas benditas del purgatorio, que nos libren de todo mal y peligro.
-¡Amén!, respondió la tierna y devota María, con una melancolía tan extremada como si hubiese previsto que sus labios iban a quedarse sellados para toda una eternidad, entretanto que amarraba el canasto medio hundido entre las aguas del Funza, sobre las que cayeron algunas gotas de sus últimas lágrimas.
A pesar de que solía mostrarse la luna de cuando en cuando, su mismo aparecimiento le daba a la
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escena vistas que, por demasiado fantásticas, llenaban a los mismos navegantes de un pavor que nunca habían experimentado.
Lleno de amargura el corazón de los pescadores por las noticias de la conquista, aunque atrasadas para ellos; por los sufrimientos de parte de los actuales blancos conquistadores de sus derechos de tierras, y de sus derechos políticos, y por los ultrajes que les alcanzan por motivo de las frecuentes revoluciones, ellos se deslizaban con el rostro lleno de hiel por encima de las aguas, disputándoles a los cuervos el alimento, a las horas de la noche en que los blancos advenedizos se entregan en la capital a los goces de su inclinación, o a los del blando sueño, si así lo tienen a bien.
El silencio era imperturbable por parte de los navegantes: ellos tenían precisión de no darse a sentir de los astutos concertados de las haciendas, y de las playas tampoco se oía sino el ¡gua! de cierta ave solitaria llamada guaco, que pronuncia este grito de alarma cuando se ve sorprendida; o el estampido, parecido al cañón, de las manadas de patos emigrantes que se levantan a la vista o al ruido del más mínimo objeto.
Los intervalos de luz dejaban ver al través de la monótona superficie de las aguas, los barrancos perpendiculares, lóbregos y pavorosos como las fortificaciones abandonadas en América, apareciendo de cuando en cuando los grupos mágicos que forman los grullones, y las garzas blancas y rosadas que posan en las orillas del río. Es innegable que las situaciones aterantes de la naturaleza aumentan la ridiculez de las miserables preocupaciones. A María, que iba profundamente extasiada en la meditación de sus penas, le pareció que la mano de un muerto la había tocado, y se estremeció horrorizada en una vez que su padre la movió con el aro frío de la red para que les echase mano a los pescados que saltaban en el asiento.
Era pasada la media noche y la balsa de los Ticince marchaba con cierta especie de fúnebre majestad sobre las aguas, pero sola, porque la balsa de Custodio no parecía. María levantaba sus ojos sobre el escaso trecho que la oscuridad o las revueltas le permitían, y los volvía a bajar desconsolada para que sus lágrimas fuesen a mezclarse libremente con las aguas del Funza, que corrían a perderse en el torrente pavoroso del Salto, cuyos bramidos se oían rugir constantemente en el silencio de la noche.
Por tierra marchaba otro aliado de la misma escuadra, que era Silencio, el compañero de María, gozque de nación, y fiel por instinto y gratitud, cuyo último instante estaba señalado con la misma raya que el de su señora, con muy corta diferencia. Algunas veces la sombra de Silencio venía a dar a las aguas, arrojada desde la margen de algún barranco elevado donde se sentaba para esperar el convoy de sus queridos amos, y a no ser por el peligro, María le hubiera dirigido un grito de cariño. ¡Oh!, ¡cuán triste es para un corazón sensible la necesidad tiránica del silencio!
Los latidos espantosos de unos mastines hicieron comprender a los viajeros que estaban pasando por los dominios de algunas de las haciendas que bañan las aguas del Funza, y la noticia de un acto de crueldad con que habían tratado a un pescador los concertados de una hacienda los hizo someter a la ley del silencio con mayor ahinco.
A poco rato se oyeron unos silbidos, y en seguida aullidos y lamentos de Silencio, que se había apartado de su ruta. María hubiera querido levantar su voz para llamarlo; pero ella misma tenía mucho que temer de los perros y de los concertados. El ruido cesó pronto, y la desgracia de Silencio es de las que son señaladas con el filo de la parca; pero no tuvo María libertad de llorarla a gritos para desahogo de su alma. Ahora lo que importaba era pasar sin ser sentidos.
Las nubes se habían condensado, y ya las pinturas melancólicas se quedaban ahogadas entre los
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horrores del calor. María lloraba en el seno de la República más democrática del mundo, los ultrajes de un despojo en su familia, de un reclutamiento, de una prohibición sobre el uso libre de las aguas.
María se había quedado hundida en el dolor más profundo, con la cabeza reclinada encima del hombro de su hermano y compañero de viaje, después de echar cuatro pescados al canasto. Su pecho le latía con desconocida fuerza, y la respiración se le había puesto difícil. Yo la eximiré de la nota de un suicidio premeditado, mas no de un descuido muy culpable, en la angustiada posición en que se hallaba, y en la clase de balsa en que navegaba, sin la proa de las puntas del junco que todas ellas tienen, y casi inútil por los servicios dilatados que había prestado. Por un acceso de sus muchos sufrimientos se inclinó a la orilla, la balsa se ladeó, y al recuperar su equilibrio se sumió la orilla opuesta, y en esta novedad el canasto de los pescados se vació, Gervasio cayó a un lado y María cayó al otro, dejando su sombrero sobre el asiento.
Ñor José acudió con toda la ligereza posible y pudo coger a Gervasio, que movía un pie y dejaba ver un canto de la ruana; pero la hija se había hundido, y clavando la palanca en la arena, detuvo la balsa para buscarla. Tentó con el cabo que sujetaba el aro de la red en todo el contorno, y no dando con el precioso objeto, con el mayor dolor de su alma, tuvo que consentir en la fatal certidumbre de que María se había ahogado. La noche estaba de lo más oscuro, el angustiado padre lloraba sin cesar, haciendo sus pesquisas más activas, hasta que se convenció por entero de que no era posible ni aun hallar el cadáver en aquellas horas pavorosas y siniestras. Lleno de la mayor angustia y surcado por las lágrimas que le rodaban de sus ojos, pasó ñor José a la ribera que quedaba del lado de su choza, y saltando a tierra, con el sombrero de María cogido en la mano, como finca de valor infinito, ya no pensó sino en ir a dar la fatal noticia.
Seguido de su hijo y trotando sin cesar rodeaba pantanos y cruzaba potreros, hasta que llegó a la choza al rayar del día, sin hija, sin perro y sin pescados. Ñuá Bautista prorrumpió en la exclamación propia de una madre, y en su angustia no dejó de inculpar a su marido por algún descuido de que él se disculpaba con sus lágrimas y sus razones. En medio de sus alaridos y clamores al cielo, tomó ñuá Bautista una repetina resolución: dijo que quería tener el consuelo de ver el cadáver de su hija, y que se iba a buscarlo. Cargó al nieto sobre sus espaldas la desventurada madre, y cuando ya la Sabana comenzaba a presentar su verdura eterna a los ojos de todo viviente, los padres de María corrían sin cesar en busca de las playas del Funza, que les tenían oculto un verdadero tesoro. Dejémoslos gemir, andar, y aventurar sus conjeturas, para ocupamos de la suerte de Gantiva, que estaba comprometido a ir a encontrar el pequeño convoy.
Estaba amarrada su balsa mucho más arriba del puesto que oculpaba la de ñor José, y por una detención en unas raíces, y un banco de arena, no pudo alcanzar la balsa que cargaba, en su concepto, un tesoro más valioso que todos los tesoros de los zipas, porque él amaba con verdadero amor, y si no estaba casado era por falta de plata para pagar los derechos. Gantiva buscaba con sus ojos la balsa de la familia Ticince, con la ansiedad con que han buscado los comisionados los buques perdidos en las malhadadas exploraciones del polo; pero no veía sobre las aguas sino ciertos grupos de plantas acuáticas, que los indios llaman buchón, que suelen desprenderse y siguen el curso de las aguas como pequeñas balsas, sobre las que suele posarse algún chorlo momentáneamente.
Una vez oyó el navegante solitario los ladridos de unos mastines a suma distancia y los aulllidos de Silencio, y según sus conocimientos sobre las revueltas y explanadas de la ribera se puso a calcular la distancia que lo separaba del objeto de sus pensamientos; pero !ay!, que esta distancia era infinita, nada menos que la que separa a los vivos de los muertos. El no sabía que María había pasado a las regiones eternas de la paz, mientras que él arrastraba tristemente el aro de su red por entre las aguas, disputándole su alimento a los cuervos consumidores del Funza, por la costumbre heredada de sus mayores que los pobres indios siguen nada más que por un instinto.
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La balsa de Custódio era chica y bien construída, y con lo que se había ayudado con la palanca iba confundido de no haber dado alcance a la balsa de los Ticince, cuando reparó por el reflejo del agua en un objeto que zozobraba como detenido por unas plantas entre unas basuras de las que suele aglomerar el oleaje en ciertos puntos determinados, arrimó su balsa, tocó con el palo de la red y creyó levantar una pieza de ropa; repitió la indagación acercándose hasta poder tocar con su mano el objeto, y descubrió una mano en que brillaba una sortija que un golpe rápido de la imaginación le recordó que él mismo había regalado.
Se quedó frío, sin necesidad de más exploraciones para satisfacerse de la más triste verdad: era un hecho que el cadáver de María se ocultaba debajo del agua y de basuras. Reunió el navegante sus fuerzas y continuó; al segundo movimiento apareció todo el brazo y en seguida el rostro que le era tan conocido, desfigurado horriblemente con la acción del agua y los ultrajes de la muerte. Lo levantó a su balsa y se quedó petrificado por unos momentos. En su febril estupor acaribiaba las mórbidas facciones, retiraba el pelo de la cara, buscaba un movimiento, una señal de vida, un latido del corazón; y luego quedándose quieto, al ver la contracción y palidez de unos labios que veinte horas antes le daban sonrisas de amor, y la absoluta quietud de unos ojos que le encendían el alma, se entregó al llanto como un chiquillo, teniendo una mano de su adorada entre las suyas por muchos minutos seguidos.
Emprendió Custodio el pasaje de María para el lado opuesto, que era el de lado de la choza, y sacándola en brazos la extendió sobre la arena, y se quedó junto, lleno de conjeturas, todas a cual más crueles y desesperantes. Un hecho era innegable: la pérdida eterna de su idolatrada; ¿pero qué se habían hecho los dos compañeros? ¿Dónde estaba Silencio? ¿Cómo se había ahogado María? Ir a avisar era lo más acertado; ¿pero cómo dejar botados en la playa los restos de lo que más había amado sobre la tierra?
Dio Gantiva unos pasos sobre la arena, y formando una pequeña cruz de dos juncos que halló a la aventura, la puso en las dos manos de María, trayéndolas con suma dificultad sobre el pecho, por la rigidez que el frío de las aguas había dado a todos los miembros. Se puso luego de rodillas y despidiéndose para siempre de las ilusiones del amor, pasó a los temores religiosos, al respeto quese debe a los muertos; y cruzándose de brazos se puso a rezar por el alma de la difunta María Ticince.
Se entregó al llanto, teniendo una mano de su adorada entre las suyas...
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Es digno de describirse este cuadro de desolación.
El sitio era una playa muy estrecha, encerrada entre una revuelta del barranco y la margen del agua, que se seguía hasta dar con la pared contraria, y extendiendo la vista unas varas más abajo, daba con un pequeño morro de tierra, sobre el cual estaba parado un cuervo con sus alas abiertas en cruz, procurándolas secar a los primeros rayos del sol, después de la operación de zambullir en busca de los pescados, como los buzos que sacan las perlas del asiento del mar. En esa actitud, de un verdadero crucifijo, duran estos animales las horas enteras de la mañana en los barrancos o piedras de las orillas del bajo Funza.
El silencio era sagrado. La nivelación del terreno de la Sabana no le permite andar al río sino con una lentitud y una gravedad que recuerdan la idea de lo eterno y de lo infinito. Ni un chorlo, ni una garza blanca o rosada, ni un corpulento grullón. Un cadáver, un deudo y una balsa eran los únicos objetos visibles; la Sabana era otro horizonte separado. Gantiva lloraba, rezaba y gemía, como si se hubiera quedado solo en el mundo.
De repente apareció sobre el barranco ñuá Bautista, la cual gimiendo a grito entero venía recorriendo la ribera en busca del cadáver de su hija. ¿Y qué halló? Se hiela la sangre solo de pensarlo.
Un cadáver, un deudo, una balsa, y un cuervo a la parte opuesta, con las alas extendidas en cruz. El primer arranque de dolor fue en esa clase de metáforas, propias de la madre junto al cadáver de la hija; rasgos de elocuencia que a ninguna pluma le es dado el pintar; palabras santas que la naturaleza no sugiere sino en los momentos supremos, y que no hay quien las sepa expresar, sino únicamente las madres. Allí gemían Gervasio, los padres de la difunta, su amante, y hasta Josecito, aunque no comprendía lo trágico de la escena que estaba viendo desde encima de las espaldas de su abuela.
El sol avanzaba, y ya la permanencia en la desierta playa no conducía en nada a mejorar las circunstancias de la familia en desgracia. Se trató, pues, de conducir el cadáver para hacerle los funerales. Ñor José extendió su ruana en la arena. Entre ñuá Bautista y Custodio levantaron el cadáver y lo pusieron encima, y recogiendo las puntas de la ruana y sujetándolas en una vara, como si fuera hamaca, lo levantaron al hombro y marcharon a buen paso.
Por fortuna no se encontró el fúnebre convoy sino con los ganados de las haciendas, que asustados se retiraban a su paso. Era poco el acompañamiento, pero selecto: los padres, el amante y el sobrino: era el mismo sentimiento en esencia. Silencio era el que faltaba, porque la muerte lo había arrebatado dos horas antes. Cuando ñuá Bautista divisó su rancho, uno tras otro se le presentaron todos los recuerdos de la niñez y de la juventud de María, y prorrumpió en agudos gritos de llanto y desolación.
Custodio se fue de pronto a la parroquia y de limosna consiguió una sábana para la mortaja, y fiadas consiguió unas cuantas velas, que puestas de cuatro en cuatro, en hoyos del suelo, alumbraron el cadáver al lado del pozo donde se depositan todos los pescados mientras que se llevan a Bogotá, por costumbre inveterada de los indios pescadores de algunos pueblos de la Sabana. Algunas gentes vecinas fueron al velorio; se rezó el rosario en toda la noche, y a las seis del día siguiente, sobre un ataúd hecho de dos varas largas de encinillo y de cinco atravesaños de tuno muy bien amarrados, se levantó en hombros el cadáver acomodado sobre manojos de yerbabuena, para llevarlo al cementerio, pasándolo por la plaza, en donde se oyeron unos pocos dobles de las campanas, pero no los salmos cantados ni la música funeraria, porque María no era rica, aunque era una buena cristiana.
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La sepultura estaba ya escavada y colocado en ella el cadáver. Ñuá Bautista echó la primera tierra, rezando todos el Credo, y luego los oficiosos amigos y parientes la acabaron de repletar, viéndose correr lágrimas en abundancia, como única pompa de los funerales. Una cruz de palos rollizos fue la única insignia sepulcral para la tumba de María Ticince.
La tumba fue el único atributo de igualdad para María; la fraternidad fue tal como se ejerce con los pobres de la Nueva Granada; los beneficios de la libertad, su historia los manifiesta. ¡Quiera el cielo que algún día tengamos los granadinos paz, para que mejore la suerte del pueblo, y con ella la de los pobres indios! ¡Quiera Dios que haya justicia, que es la mejor de las garantías para pobres y ricos, peones y propietarios!
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UNA TAZA DE CHOCOLATE
Por Juan Francisco Ortiz
¡Extraño título, por vida mía!, me decía don Dieguito. Don Dieguito es una segunda edición de El mozo de buen humor que no pena por nada, gastrónomo por excelencia, y que tiene como de veintiocho a treinta años de edad.
-Sí por cierto, extraño título, le contesté.
-¿Y verdadero?
-Verdadero, como usted puede cerciorarse leyéndolo.
-¡Hombre!, ¡una taza de chocolate! ¿Qué podrá decirnos usted de una taza de chocolate?
-Ya lo verá usted. ¿Y si son muchas tazas? ¿Le parece estéril el asunto?
-Toma, si me parece...
-Y lo será tal vez: convengamos, sin embargo, en que una taza de chocolate es bebida muy confortable.
-Y un manantial de recuerdos, añada usted.
-Cabalmente bajo ese punto de vista es que la considero.
Tales palabras se trocaban entre don Dieguito y un umilissimo servitore, como dicen en Venecia, hallándonos, los dos solos, en un estrecho aposento perfumado (¡reniego de sus perfumes!), por el humo del cigarro, en una de las tardes del pasado octubre.
Don Dieguito había venido a verme, como lo acostumbra, y sobre mi mesa, enteramente demócrata en lo de estar todo en desorden, vio por casualidad un pliego escrito con el título que lleva este artículo, y de ahí provino su extrañeza.
Quiso satisfacer su curiosidad, y con previo permiso, comenzó a leer lo que sigue:
«Apártense de aquí todos los bebedores de té; hágame a un lado los tomadores de café; retírense los que ponderan el punch; vayan lejos los que acostumbran desayunarse con agua de azúcar o de panela, y los que ensalzan las virtudes de la coca. Salgan, he dicho y vuelvo a repetir, y déjenme sólo con el lector, o si quier lectora, de este artículo, que voy a desahogar el corazón trayendo a estrecho juicio algunas reminiscencias ya casi borradas de la memoria. Quiero recordar los favores que he debido a algunas tazas de chocolate.
I
En 1801, cuando no había ni asomos de transformación política, era yo, umilissimo servitore, un gallardo rapaz, de calzón de tripe, charretera de oro, media blanca y zapato de hebilla. Usaba chaleco de brocado y casaca sin cuello, de anchos faldones, y camisa de olán batista, pañuelito de lino envuelto en el pescuezo a manera de corbata, gran capa de grana y sombrero de París
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completaban mi adorno.
Blancos dientes, negros ojos animados por un alma de fuego, largas trenzas de negros cabellos, y las mejillas rosadas como un durazno y como él pobladas de un ligero vello, me daban tal preponderancia en las tertulias (entonces no eran círculos como ahora), que las mamás aplaudían los donaires de mi conversación, y las niñas, inocentes como la Galatea que le tiraba manzanas a Virgilio y corría a esconderse detrás de los sauces, me dirigían miradas convencionales (palabra francesa) que traducía yo sin equivocarme en corredores y jardines.
¡Qué tiempos los de antaño!, ¡oh recuerdos de mis juveniles victorias! Ahora si me miro al espejo, no me conozco. ¡Tan mudao estoy! La cabeza se me ha pelado y parece un melocotón; los dientes se los llevó la trampa; la espalda se ha encorvado los colores se han perdido; la voz suena ronca y el fuego de la juventud duerme en mi pecho entre las cenizas. Sólo conservo las memorias, y por eso me consuelocon hacer reminiscencias, viendo cuán mudao estoy,
Que ayer maravilla fui, Y hoy sombra de mí no soy.
¿Han visto ustedes en Bogotá, por la Alameda vieja, una casita de piso alto, que hace poco era del señor Gual? pues esa casita con su corredor alto, esa casita que parece de baraja, pertenecía en lo antiguo a una hermosa quinta. El dueño de ella era un canónigo que, después de cantar vísperasen la Catedral, salía infaliblemente todas las tardes no a pasearse, porque estaba gotoso, sino a ver el paseo del Virrey; y al efecto se instalaba en aquel balcón en medio de tres o cuatro señoras viejas, tan gruesa cada una como un confesionario, y de cinco o más doncellas de su parentela, muchachosas frescas, coloradas y robustas.
El paseo del Virrey, de los Oidores, oficiales reales y demás notabilidades (dispénsenme ustedes esta otra palabra que tampoco se usaba entonces), era en coche, con acompañamiento de lacayos y de alabarderos. Aquellos buenos viejos se daban toda la importancia posible, sabían gastar sus reales dándose gusto; y aunque muchos eran hijos de las favoritas o sobrinos de los Grandes de España de primera clase, pasando a Indias representaban un papel principal; porque en aquella época no había elecciones de Presidente, ni sueldos retenidos, ni deuda pública, ni revoluciones periódicas, ni libertad de imprenta para decirnos unos a otros pícaros, ladrones, borrachos y asesinos, finezas que son ya moneda corriente, pero que no dejan de perturbar el espíritu.
Entonces los ladrones no robaban con la ley en la mano, ni los usureros daban dinero al seis por ciento, ni los Congresos ... Entonces eran comedidos los amantes y gastaban algunos rodeos y circunloquios: ahora van al grano, con bayoneta calada, entonando el ¡marchons!, ¡marchons!, de la Marsellesa.
Pero mientras me salgo de la cuestión, como si fuera ya diputado, el señor Virrey pasa en su coche con toda la Corte para volver a Palacio a refrescar (que entonces se comía a la hora de comer), y para asistir más tarde a oír a la Cebollino o a la Nicolasa. El canónigo tenía dadas órdenes perentorias, y era obedecido, pues los criados de aquel tiempo ¡esos sí que llame usted criados!, sin haber estudiado el Contrato Social ni Los Misterios de París.
Apenas el séquito de su excelencia había regresado, cuando se oía en el corredor del canónigo, como un redoble guerrero, el sonoro batir de los molinillos, y dos negras, como dos gallinazos, muy prensadas y cubierto el pecho con sus blancas líquiras, salían trayendo los humeantes pozuelos de plata con exquisito chocolate, molido en las monjas (vea usted si las monjas sabrán moler o no), servidos en platillos de plata, y a veces en cocos con pie del mismo metal. La jícara se alzaba oronda al lado del queso del Rabanal, o de las sabrosas tostadas de pan con mantequilla, y todo
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sobre sus respectivas servilletas. Venían después los ricos bocadillos de Vélez y el dulce de duraznos, y encima un jarro de agua de la quebrada del Arzobispo.
Daban las seis, y al toque de Oraciones, Angelus Domini decía el canónigo, y toda su familia rezaba devotamente, lo que ahora no se reza, y rodeado de dueñas y de doncellas regresaba a su casa. Entre aquellas jóvenes había una que interesaba mis afectos, y cuando al descuidito podía darle una rosa, o estrecharle una mano; ¡arre viejo!, me contemplaba más feliz que el canónigo con toda su renta, y que el señor Virrey con toda su pompa. Algunas veces comí con ella el dulce en un mismo plato, ¡oh!, ¡qué dulce tan dulce!, y bebí el agua en un mismo vaso, ¡tocado antes por sus labios más lindos que las flores! ¡Oh, chocolate del señor canónigo, enlazado con los recuerdos de mi amor!, ¿cómo es posible que yo te olvide?
II
Vino la patria (mal dicho, la patria estaba en casa, como cosa perdida), vino la libertad, vino Nariño, vino Baraya, vinieron los venezolanos el año 14, vinieron los godos el año 16, en fin, vino la revolución, que es como decir que vinieron todos los diablos juntos; y yo que me hallaba metido en la danza escapé, por un prodigio, de que me hiciera arcabucear en la Huerta de Jaime don Pablo Morillo, teniendo que asilarme en la ciudad de los barrancos, quiero decir, en la ciudad de Tunja.
Tunja no es una bella ciudad; pero es hospitalaria, abundante en víveres, y ciudad donde saben moler muy bien el chocolate y prepararlo con primor. Era mocetón, con la sangre caliente, y no podía sufrir el encierro a que estaba reducido. Corría el año 19, y ya se barruntaba algo de la venida del viejo Bolívar. Así es que bonitamente me salía de mi escondite para ir donde una tía que Dios me dio en aquella ciudad, que tenía una hija, tunjana al fin, donosa en extremo. Mis visitas eran por la tarde y siempre a horas de chocolate. Mi tía se confesaba con un fraile de San Francisco, que la visitaba con frecuencia para hablar de la patria, pues en aquel tiempo todos éramos patriotas prácticos: ahora es que se usan losespeculativos.
Me parece que estoy viendo el cuartito donde tomábamos el chocolate. Fray Pedro, gordo y corpulento, estaba sentado en una butaca; mi tía sobre un cojín, tenía delante una mesita en la que hacía cigarros. Los que usaba fray Pedro, eran descomunales, de cuatro pulgadas de largo y una de diámetro. Clarita, en el hueco de la ventana, escarmenaba algodón con sus manos más blancas que el algodón mismo, y sus ojos picarísimos mantenían en los míos un diálogo continuado. El viento de Runta doblaba los tallos de las flores que había en el balcón, y hacía temblar las hojas de una pasionaria (curuba) que reverberaban con el sol de la tarde.
Después que fray Pedro nos había referido algunos cuentos de duendes y aparecimientos del enemigo malo, decía mi tía con su voz ronquilla, que me parece que estoy oyendo (Dios la tenga en descanso): Niña andá a la dispensa y trenos el chocolate, que me quieren dar estas morideras. Bajaba Clarita y volvía en breve a servirnos ella misma el refresco. Al religioso se le olvidaban los duendes y los diablos en presencia de una gran taza de loza rebosando de chocolate, que se encajaba su paternidad muy reverenda con una torta y dos almojábanas deTunja, que es cuanto puede decirse (cuanto puede caber en un almofrej), ración cumplida para seis prelados benedictinos, hubiera dicho Moratín.
Después se metía con una cucharita de naranjo un platillo de melado en el cual había desmoronado, con el índice y pulgar de su mano consagrada, media libra de queso de Ocusá; bebíase un jarro de agua de La Fuente, y empezaba a chupar uno de aquellos cigarros monstruos, que ni más ni menos parecía que tuviese un tizón cogido con los labios; y mientras su paternidad conversaba con mi tía de que Bolívar estaba en Paya, y que venía con Rondón, Carvajal, Anzoátegui y los otros héroes de Boyacá. ¡Clara!, cuya imagen hace palpitar todavía mi corazón,
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después de tantas navidades; ¡sí, me acuerdo de las tazas de chocolate!
III
Pasaron los años y Clara se casó, como se había casado la sobrina del canónigo, por aquella regla general que dice: no hay real que no pase, ni mujer que no se case; y el que las vea hoy y recuerde lo que fueron, no las conocerá ni por el forro. Yo, servitore umilissimo, como la hormiga siempre cargada con su hojita, he ido andando, andando, abrumado con el peso de mis recuerdos.
Siempre me ha gustado cultivar la sociedad de los literatos y de los artistas. En 1840, año que no deja que desear en punto a revoluciones, contraje amistad en Bogotá, con mi caro Manuel, oriundo de Zipaquirá, a quien arrastró el viento de la revolución a playas extranjeras desde su tierna infancia. Manuel es hombre de orden, metódico como un jesuita y patriota como un puritano. Ama las artes con delirio, y con hijo de vizcaíno tiene una probidad y una buena fe a la antigua, que no le sienta mal con los anteojos, el peinado a la moda y la levita cortada por los últimos figurines de París. Manuel es un solterón apreciable, si los hay, y nuestra amistad se estrechó con algunas tazas de chocolate.
Mis visitas eran nocturnas; Manuel escribía para los periódicos; me leía a veces sus trabajos, y quería que yo le leyese los míos que no están escritos. En una pieza sencillamente amueblada, cerca de una mesa de mármol blanco, dos mullidas poltronas nos recibían en sus brazos, a él con su levita y sus anteojos, y a mí embozado en mi capa. Una lámpara encima de la mesa, con su velador de papel a la chinesca, como una gasa sutil, disminuía los reflejos de la luz haciéndola más suave.
Allí nos agarrábamos a pico, como suele decirse, y Manuel me hacía pedir cacao, hablándome en italiano y leyéndome en inglés interesantes artículos de los diarios que acababa de recibir. Allí me leyó las Silvas a la luz, y embelesado, extasiado gozaba un placer interior tan vivo que no se cómo expresarlo. La poesía es una lengua aparte, que no todos entienden. Yo deletreaba apenas algunas voces.
Manuel se levantaba, y apretando el resorte de una campanilla de sobremesa, resonaban tres martillazos hasta los últimos aposentos. Al instante se presentaba un criado trayendo una mesita, cuya tabla pintada al óleo entretenía la vista con un paisaje muy lindo. Dicha mesa se cubría con dos tazas de chocolate, queso salado, pan francés, riquísimo dulce de almíbar, y copas elegantes
con agua cristalina; servido todo con una coquetería, como decía Manuel burlando, o con una delicadeza extremada, como digo yo. Cada sorbo de chocolate iba alternando con un chiste, con una ocurrencia feliz, con algún recuerdo de la hermosa Cuba, o de la bella Caracas, ciudades en
que Manuel ha residido por mucho tiempo. Debo, pues, a las tazas de chocolate que nos embaulamos, a las ocho de la noche en punto, mucha parte de la amistad de Manuel.
IV
No hace mucho que estaba yo, umilissimo servitore, haciendo de enfermero. Rosana estaba convaleciendo de una grave enfermedad. Ya habían vuelto las rosas a hermosear su cara; ya sus ojos, lánguidos siempre, habían recobrado su antigua brillantez, ya no estaba flaca ni extenuada cual la vimos un día. Rosana tiene el cabello corto, todo rizado, ¡primorosamente rizado! Su cabeza no tiene más adorno que los manojos de crespos cabellos que le caen por el cuello y por las espaldas; los cabellos negros como el azabache, y las espaldas y los hombros blancos que parecen de mármol exquisito.
¡Ojalá no fuera también de mármol su pecho! La luz de una esperma, puesta sobre una consola, se
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reflejaba de un espejo tan grande como la joven que en él se miraba, esparciendo su benigna claridad en un dormitorio perfumado con la esencia de los jazmines, puestos en grandes jarras de China sobre la mesa. Una cama de caoba, cubierta con un pabellón de raso color de rosa, que la envolvía toda como una gran capa de seda, era la de la enferma.
Al lado, sentada en taburetes de paja, estaban varias amigas, y un joven cerca de la cabecera estaba leyendo unos versos compuestos ex-profeso para la habitadora de este retrete, quien los oía con gusto y a veces interrumpía con una estrepitosa carcajada. A las once se tomaba el chocolate de la despedida, a la catalana. Una jícara muy pequeña, y muy espesa, oliendo a canela, y dos rebanaditas de pan tostado; encima un vaso de agua; y la escena se cerraba con decir:
-Que mañana la encuentre a usted mejor, Rosanita.
-Gracias, Santiago, gracias.
-Que duerma usted mucho.
-Y usted también.
La viveza, la gracia, el talento natural de Rosana, sus infortunios mismos, me interesan por ella, y aunque es planta muy rara la amistad sin interés, soy su amigo sin más aspiraciones. Es tan chistosa como una andaluza, y tan despreocupada como una francesa. Muchas veces, al dar las once de la noche, me acuerdo del chocolate que tomaba en casa de Rosana.
Así es que a esta exquisita y deliciosa bebida debo buenos ratos, varias amistades, muchos consuelos y algunas inspiraciones. Los botánicos llaman al cacao Theobroma, que en griego quiere decir bebida de los dioses, como lo saben mis lectores perfectamente. El de Caracas se ufana con su nombradía. En nuestro país, el de los valles de Cúcuta, el de los llanos de Neiva, el del Cauca y el del Magdalena obtienen la preferencia. ¡Qué agradable es pasear a la sombra de esos cacaotales tan frondosos (porque el caso se siembra a la sombra de las ceibas y de otros árboles que lo protegen con sus extendidas ramas), y ver los montones de mazorcas(bayas) que son el patrimonio y la riqueza agrícola de tantas familias!
Al instante se presentaba un criado, trayendo una mesita...
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El chocolate es bueno para los enfermos y para los sanos: niños y viejos lo toman a porfía. El viajero en la Nueva Granada siempre lleva algunas pastillas en el cojinete. El fraile piensa en el chocolate cuando canta vísperas, los empleados se refocilan de vez en cuando con una tacita; y para la jaqueca, para el constipado, para el dolor de muelas, para todo mal el chocolate es lo primero. El chocolate es una panacea universal, es el consolador de los afligidos. Al fin de un baile, ¿quién apetece otra cosa sino un pocillo de chocolate? ¿Y al fin de una partida de juego? Chocolate.
Y después de un temblor, el hombre aterrado y sin saber dónde está, lo primero que hace es pedir chocolate. Con una taza de chocolate el escritor público cobra fuerza; el orador que toma una jícara, antes de subir a la tribuna, es elocuente, sus pensamientos adquieren cuerpo y vida. Infeliz el que busque sus inspiraciones en el licor!: perderá los estribos. El poeta, el músico, el pintor, cantan, tocan y pintan con más gusto si se han saboreado con una taza de chocolate: sí, del chocolate celebrado por el Metastasio y por nuestros paisanos Marroquín y Gutiérrez. El señor Aiguals de Izco ha propuesto recientemente el gran problema de huevosochocolate, y tuvo que decidirse al fin por que se deben tomar ambas cosas, dando a conocer así su buen gusto.
Pero así como el buen chocolate merece todos los elogios, hablo de aquel que es molido con aseo, y al que se le ha puesto su proporcionada cantidad de azúcar bien blanco, y su poco de canela, clavos, vainilla o nuez moscada; hay una purga malísima que se usurpa el mismo nombre, y es una bebida insípida y mal sana. Hay personas que primero se levantarían de la cama sin persignarse, ¡cosa horrenda!, que sin tomar una jícara de chocolate; y provincias en que se toma muchas veces al día, a pique de que empalague; pero no haya cuidado que tal suceda con una bebida tan nutritiva y agradable.
-«¡Feliz aquel a quien no le falta una jícara de buen chocolate! ¡Feliz el pueblo donde hay una chocolatería bien establecida!, y más feliz yo, si...»
Don Dieguito interrumpió aquí su lectura para decirme que le habían entrado ya ganas de soberse una taza de chocolate. Fue servido inmediatamente, y me pidió este artículo para publicarlo. Yo lo dejé hacer, seguro de que en toda sociedad de tono el chocolate es bien recibido, y que este artículo de costumbres tendrá muchos lectores; y me atrevo a decir de costumbres, pues sin disputa la mejor, la más general y la más inocente de todas, es la de tomar chocolate.
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SEIS HORAS EN UN CHAMPAN
Por José Joaquín Borda
Llegué por fin a orillas del gran río, cuya inmensa y poética hoya había contemplado con avidez desde las alturas de Laguneta. Gruesos caracolíes y ancianas ceibas de hojosa copa me daban sombra contra los ardores del sol de mediodía, y las brisas, refrescadas en las olas, acariciaban mis sienes.
Una ancha canoa de doce o diez y seis varas de largo, cubierta en la parte central con un techo de paja, me esperaba. Era el champán que debía conducirme a la bodega de Conejo, estación de los vapores que surcan las aguas del Magdalena, y de los cuales son muy pocos los que pueden subir hasta el puerto de Honda. Llamábase «La joven Tulia», aunque, al decir de un boga, era más viejo que la misma antigüedad.
La embarcación estaba atestada de pacas de tabaco, algunas de las cuales yacían aun sobre la arena blanca de la playa, salpicada de partículas que centelleaban a los reflejos del sol.
Mi puesto estaba señalado en la parte de popa, sobre una paca de oloroso ambalema, junto al lugar de los remeros. En la proa se levantaba una columna de humo, anunciando a los bogas que bien pronto tendrín sobre la palma de sus canaletes el dorado maúro, alimento favorito que a manos llenas les brinda la salvaje naturaleza.
-A bordo, ¡blanco!, gritóme el patrón, que empuñaba ya el timón para hacer virar el champán; y como yo vacilase por temor de humedecerme o de caer al río al saltar, alzóme un boga, como si fuera una pluma, y me colocó en mi puesto.
Quedé reposando sobre los sacos de cuero que contenían el exquisito tabaco destinado a la plaza de Bremen, y sobre mi cabeza se columpiaban los calabazos en que beben sus licores los bogas, como también unos racimos de plátano, capaces de haber hecho honor a la tierra bíblica de promisión. A mi lado gritaba sin descanso un loro de refulgente plumaje.
En la popa doce mulatos medio desnudos empuñaban su canalete, y otros cuatro sobre la cubierta alzaban sus varas delgadas para secundar el movimiento de los remeros, apoyando una punta de la vara en los árboles de la orilla y la otra en el desnudo y encallecido pecho.
El calor de mediodía llega al último grado en las riberas del Magdalena; el aire era a la sazón un mar de fuego; las brisas, como toda la naturaleza, parecían adormecidas; nubes espesas de mosquitos, desprendidas de los pantanos inmediatos, revoloteaban en torno mío, haciéndome arrepentir de mi visita a los dominios de tan agreste naturaleza.
De repente sonó un grito general, una invocación a todos los santos del calendario, mezclada con las palabras más obscenas y las interjecciones más vulgares. Era la despedida de los bogas: el pesado champán se ponía en marcha, entregado a merced de la corriente.
Colocados los doce bogas remeros por mitad a un lado y otro de la popa, alzaban y bajaban los remos a compás, zapateando con la callosa planta, gritando desaforadamente, imitando el rugido del tigre, el silbido de la serpiente, el grito de los pericos y la voz de otros animales. El champán rasgaba entonces las aguas que parecían murmurar; la corriente de aire, establecida por el movimiento de la embarcación, alejaba a los picadores insectos y templaba el calor abrasador; toda la naturaleza parecía embellecerse, moverse, sonreír y cantar.
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De repente los bogas dejaban la maniobra y todo entraba en una calma abrumadora y solemne; la brisa plegaba sus alas; el champán se deslizaba imperceptiblemente; las nubes de mosquitos se cernían en mi rededor; los bogas dormían al rayo del sol, bebían aguardiente o jugaban al naipe.
Y entre tanto, aquella naturaleza desplegaba a mis ojos toda la pomposa beldad con que, desde el Páramo de las Papas parece llevar en triunfo al gran río, que sepulta al fin su grandeza en el Atlántico. Arbustos de distinta naturaleza y árboles colosales entrelazan sus ramas como para formar barrera a las aguas, o prestan sus troncos a junquillos y enredaderas de cien colores que se extienden como jardines flotantes y embalsaman el aire y sombrean los nidos de infinitas aves desconocidas, gala y armonía de esos inmensos desiertos, y sirven también de nido a la sierpe de brilladoras franjas, a la pantera y al león de perversos instintos.
Olvídase en esos momentos el viajero de sí mismo, recorriendo en su imaginación los siglos al través de los cuales la civilización convertirá ese río en uno de los más bellos vergeles de la tierra; cuando se talen los bosques, se cieguen los pantanos, fuentes de enfermedades y muerte; cuando crucen sus abundosas aguas innumerables vapores, y los puentes de acero se tiendan por los ríos uniendo hermosas ciudades en una y otra ribera; en una palabra; cuando la mano del hombre haya puesto la parte que le corresponde en esa obra admirable de la creación.
¡Qué distinto aspecto presenta todavía el Magdalena! champán es el símbolo de nuestra primitiva época. En vano flota sobre su cubierta la bandera de la República. La navegación por champanes fue establecida, a fines del siglo XVI por el buen virrey de Nueva Granada don Andrés Díaz Venero de Leiva, y en ellos se viajaba y se transportaban los cargamentos tanto del interior como del extranjero. Los infelices comerciantes de aquel tiempo, que iban a hacer sus compras en Europa y con más frecuencia en Jamaica, debían permanecer uno, dos y hasta tres meses en el río, expuestos a la influencia maléficade los miasmas de la ribera, a la incomodidad de la navegación, a la escasez de recursos y a los caprichos de los bogas. Felizmente en la administración de 1845 se introdujo la navegación por vapor y ¡milagro de la civilización! los dos meses de champán se han reducido a seis horas.
El aspecto de mis remeros no era de lo más poético con que pueda soñarse, ni su algarabía de lo más armonioso que pueda escucharse. Ostentaban al sol sus espaldas, sus muslos y su crespa cabeza, sin que se les ocurriera quejarse de aquel calor infernal, y algunos de ellos con la mayor naturalidad del mundo se echaban un par de baldes de agua fresca sobre los nervudos miembros, cuya piel resplandecía por el abundante sudor.
Entre mis remeros había pieles de distintos matices, según el grado de sangre negra, blanca e india que circulaba en sus venas; el amarillo cobrizo, el de aceituna española, es decir, verde pálido, el morado oscuro y el negro de azabache.
Hermosas pinceladas han dado nuestros literatos sobre el carácter moral y la fisonomía física de los bogas. Yo encontré en ellos unos seres más bien ignorantes que viciosos, que desconociendo el movimiento y las grandezas del mundo, fincan toda su ambición en una copa de aguardiente y unos racimos de plátano. Hombres ligeros, volubles y supersticiosos, tienen alguna gracia en sus conversaciones; pero se hacen insufribles por sus caprichos y sirven de punto para adivinar el grado de degeneración a que puede llegar la especie humana.
Entre mis remeros había uno que llevaba el nombre de Satanás, otro el de Culebra, y por ese orden todos los demás. Tigrillo era un hermoso cuarterón de 26 a 28 años, vigorosamente musculado. Iba a casarse aquella misma noche en una de las poblaciones del Magdalena, y esto me explicó el misterio de verlo adornado con una camisa de lino muy prensada y anudada en el cuello con una cinta de color de fuego. ¿Por qué extrañarlo? ¿No tienen también los leones sus
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amores?
Cuando «La joven Tulia», se encontraba con otro champán, los bogas de ambas embarcaciones prorrumpían en gritos descompasados, en insultos de baja ley y aun en viles blasfemias. Esto era, sin embargo, un saludo que repetían al pasar por alguna ranchería, concluyendo por dirigir un requiebro a las mulatas y hacer algún encargo a los dueños de las chozas.
De repente los bogas dejaban la maniobra y todo entraba en una calma abrumadora y
solemne...
La pendiente del Magdalena, desde Honda hasta las Bocas de Ceniza, por donde se lanza al Atlántico, es de cerca de cuatro varas por legua; el Orinoco y el Amazonas no alcanzan al mismo número de varas de inclinación en cincuenta leguas.
La temperatura del agua en la superficie es de 25° centígrados, que bajan hasta 20° en las crecientes del río.
En las arenosas playas y en los islotes de distintas figuras que aparecen en el río como lindas macetas de verdura, se ven tendidas tropas de caimanes. Esta familia de cocodriláceos es la primera de los reptiles saurios y está dividida en tres ramas: el aligator o cocodrilo americano, el gavial o cocodrilo de las Indias Orientales y el verdadero cocodrilo de Egipto.
Cuéntanos el historiador de Nueva Granada, Fray Pedro Simón, que por los años de 1625 se mataban más de treinta mil caimanes, para sacarles la grasa, que se empleaba en el alumbrado, sobre todo de los buques. Hoy no existe esa industria, y el más desapacible, el más antipático de los animales continúa dominando las solitarias riberas. Sólo el desocupado viajero se distrae de la monotonía de la navegación haciéndoles algunos tiros de escopeta o pistola, y viendo que rechazada la bala por la dura escama, baja el caimán tranquilamente a recobrar su reposo entre las aguas.
En uno de aquellos momentos de silencio y de calma mis ojos descubrieron en la ribera un cuadro que no olvidará jamás mi memoria. Altos palmares se elevaban rectos al cielo y pomposos caracolíes lanzaban en círculo sus pabellones frondosos, de entre los cuales se desprendían velos inmensos de flores. De repente se abrió una de estas cortinas y asomó un tigre a la playa. He visto después en jaulas panteras americanas y tigres de Bengala. Pero ¡cuán diferentes se muestran esas fieras aprisionadas por el hombre, de cuando moran en sus salvajes dominios!
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Sólo el hombre es rey de la creación en el trópico y en los polos, en las prisiones y bajo el docel. El ave para huír necesita la libertad de los aires y el fresco de las verdes enramadas; el caballo necesita del anchuroso prado para ostentar su gallardía, y derramar con elegancia la abundosa crin de seda sobre los nerviosos miembros que se estremecen al contacto del aire; el tigre necesita de sus selvas. En aquella soledad imponente brillaban como llamas los ojos de la fiera, cuyo pardo cuerpo franjado de negro contrastaba con el cerco de flores que lo envolvía.
Ya venían las sombras de la noche; el ocaso brillaba como un irritador mar de fuego; el aire se refrescaba con el aliento de la noche, cuando el sonido de una campana me sacó de mi arrobamiento y a los bogas del sueño en que el aguardiente y el trabajo los tenía sumergidos. Algunos de ellos habían perdido los catorce pesos, ganados en el viaje y recibidos de antemano; pero era seguro que los afortunados en el juego se hallarían al día siguiente como los demás; pues el boga siempre va con el día, sin miedo al tenebroso porvenir.
La campana que a mis oídos llegaba por cima de los coposos bosques era la campana del vapor, a donde debía transbordarme y que bien pronto descubrí anclado en la orilla de Conejo. Ondeaba en ese vapor la bandera británica, enlazada con la nuestra, y se oían los acentos de la viril lengua inglesa, mezclados con la majestad de la sonora lengua española. Un momento después cambié el champán, recuerdo de lo pasado, por el lujoso y cómodo vapor, prenda de civilización moderna y esperanza en lo porvenir.
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LOS VIAJEROS EN COLOMBIA Y SUR AMERICA
Por Felipe Pérez
I
Monsieur Gervasio es un sujeto que hizo su fortuna en el comercio de baratijas, sin más tienda que
un cajón ni más libros que su memoria. Sus parroquianos fueron numerosos, y no hubo aldea ni
caserío que no recorriese en el país de sus especulaciones. Vender, vender cargando a la factura
un setenta y cinco por ciento era todo su programa, y no dar jamás una vara de cinta ni una pasta
de jabón al fiado, salvo que fuese sobre prendas de calidad, porque entonces, preciso es ser
verídicos y decir que en este caso monsieur Gervasio era un hombre muy tratable y estaba
siempre dispuesto a faltar a la rigidez de su sistema.
Pero donde monsieur lució más en la exhibición de sus altas dotes comerciales, fue en las fiestas
de parroquia. Presentábase en ellas con su cara mofletuda y sus maneras a la francesa, y desde el
primer momento ya las niñas dejaban de pensar en los niños, y hablaban como unas cotorras de
los espejos, encajes y demás perendengues del extranjero, hasta causar fastidio a las mamás, y
hacer montar en cólera a los buenos de los papás, poco complacientes en materia de gastos.
Impasible como el Judío Errante, monsieur Gervasio iba y venía sin que fueran bastantes a
detenerlo ni ríos crecidos, ni valles abrasados, ni escabrosas montañas, ni desiertos.
Con su cajón pendiente de los hombros y el largo palo que le servía de apoyo y de defensa, se le
veía llegar tarde de la noche a las posadas y salir de ellas con los primeros resplandores del día.
Monsieur Gervasio viajaba siempre solo, porque se decía, y se decía con razón: «Aunque los
compañeros paguen siempre por mí, con una vez que yo pague por ellos soy hombre perdido». Y
en esto de cuentas, pocos monsieures habrá en el orbe tan hábiles como Gervasio.
Tampoco tuvo jamás criado, porque también decía, y decía con razón: «Para tener disgustos,
conmigo sobra; y yo, al menos no me robo».
En materias políticas era también un tanto filósofo monsieur Gervasio. En los treinta años de su
vida y pico, había sido borbonista, bonapartista, orleanista y republicano; esto es, todo lo que
puede ser un buen galo. «Yo estoy por mi país, decía monsieur Gervasio; ¡oh!, ¡la Francia, la
Francia!» Y efectivamente la Francia era la ninfa de sus únicos amores, como era la Marsellesa
su canto favorito.
Tan luego como monsieur Gervasio se puso en algunos cuantos reales, resolvió dejar el triste oficio
de cabotajero terrestre, y emprendió otro más digno de un súbdito del emperador, que aunque más
tardío, era más lucrativo. Queremos decir que se metió a viajero.
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Todo el mundo sabe qué y cuánto quiere decir esta palabra en esta nuestra desgraciada América.
Un viajero es un caballero de industria de los muchos que hemos visto por acá, que empiezan por
hacerse lado con el gobierno y con los que pasan aquí por amigos de las ciencias naturales. Las
gangas llueven sobre ellos desde el primer momento ... con el gobierno se celebran contratos, y a
los aficionados se les explota con los petardos.
A veces suele dársele también uno que otro arañazo al Museo Nacional.
Luego que monsieur Gervasio tuvo el buen capricho de pasar de mercachifle a viajero, su primer
cuidado fue hacer un trato con el almanaque dándole un santo por otro. Dióle a San Gervasio por
San Horacio, por parecerle, si no más piadoso el segundo que el primero, por lo menos más
sonoro; y monsieur Gervasio era bien ducho en materia de mundo para no saber que en la nueva
empresa que iba a abrazar y en su calidad de literato, no podría adquirir alta fama y prest sin la
rotundidad en todo, requisito hoy indispensable.
Por otra parte ¿cuál era el negocio que él hacía?, dar el Gerv por el Hor; o en otros términos, dar
cuatro letras por tres, una vez que el acio (cambiando la s en c), pertenecía de derecho a ambos
nombres.
Fácil es adivinar que el negocio quedó hecho ese mismo día, y que era la primera vez en la vida
que monsieur daba más por menos.
En cuanto al apellido, el nuevo Horacio no intentó variación alguna. Primero, porque el suyo no era
tan malo que digamos: Molineux; y segundo, porque era de fácil pronunciación; y Horacio, que
tenía la costumbre de decirse todo, se dijo: «Los apellidos extranjeros difíciles, están muy cerca del
apodo, porque el pueblo en la alternativa de tenerlos que pronunciar y no poderlo hacer, los
cambia por la primera chulada que encuentra a la mano, hasta el punto de hacerlo caer a uno en
ridículo; al paso que los fáciles los pronuncian todos aunque no sea más que por hacer notar que
los saben pronunciar, y de aquí nace la popularidad. Monsieur Molineux ha salido, monsieur
Molineux ha entrado, dirá todo el mundo, con facilidad; pero no podrá decir lo mismo de monsieur
Schouprstuarsing».
Esto arreglado, monsieur Horacio pensó en el aderezo de su persona. Dejóse para lo cual crecer
las barbas y el cabello, que no se peinaba nunca, como convenía a un viajero, que ha pasado,
como las fieras, todo el año en los montes. Metióse en seguida en un levitón de paño, y dio a su
andar y a sus maneras una continencia muy distinta del abandono del vendedor de baratijas, que
decía que la mejor partida doble era un candado doble. Hecho esto, ya monsieur no pensó más en
sí.
Empero, tareas más serias pasaron a llamar su atención. Compró algunos cuadernos en blanco, y
pasó varias noches en vela quebrándose los cascos para atinar con el título que debiera poner a
su obra. Fijóse por fin en el siguiente, que correspondía bien a su idea:
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«Horacio Molineux,
o viaje fantástico alrededor del mundo».
El quid de la dificultad quedó resuelto, y ya desde entonces nuestro héroe se echó a rodar por los
mundos de Dios con todo el garbo que corresponde al hiljo de las ciencias, pero sin salir nunca del
territorio americano, y la razón es clara.
El primer gobierno a que se presentó monsieur Horacio con las notas recomendaticias del caso, y
con todos los titulajos de viajero naturalista, miembro de todas las academias, etc., fue al de ... el
cual se apresuró a comunicar por nota circular el suceso a todas las autoridades del tránsito,
recomendándoles encarecidamente lo hospedasen con comodidad, y pusiesen a su disposición
todos los archivos y maravillas del país, acompañándoles al efecto el itinerario que monsieur
mismo (sobre este hecho recalcaba mucho el bueno del soberano) había formado para su
excursión.
Ya es de suponerse cuál sería la solicitud con que los señores gobernadores, y en su falta los
alcaldes, saldrían al encuentro del eminente viajero francés, siempre y cuando que desde
Humboldt y La Condamine ¡el pobre suelo de las Américas no se había visto hollado por pies tan
egregios! Baste sólo decir que las comilonas que se metió monsieur Horacio dejaron atrás, y en
mucho, a las tan ponderadas bodas de Camacho, y que su equipaje creció tanto en tan poco
tiempo, que ya no eran suficientes diez mulas de Cuenca para conducirlo.
Mas, ¿qué contenía este equipaje?
El equipaje de monsieur no contenía por cierto los manuscritos de su viaje fantástico, porque
aquellos manuscritos no pasaban de borradores, ni aquellos borradores
de ligeros apuntes; lo que contenía el equipaje de monsieur Horacio Molineux eran las
preciosidades que había podido hallar a la mano, la mayor parte indianas y de un valor subido.
El antiguo vendutero había jurado guerra a muerte asimismo, a las mariposas de Muzo, a los
pájaros de las tierras calientes, a los titíes, y, en general, a todo lo que era valioso por su
singularidad.
Mas hablemos ya de los apuntamientos de monsieur Molineux.
Estos, a la verdad, eran bien diminutos. Componíanse de unas cuantas páginas en desorden, de
las cuales daremos idea, refiriendo los siguientes pasajes auténticos.
Un día al atravestar nuestro viajero una calle cualquiera de... vio a un hombre de la sierra que
llevaba poncho azul y polainas verdes. Al punto trazó Molineaux en su memorándum:
«Los habitantes de las tierras altas en...visten todos de verde y azul».
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Otro día estando en el malecón de Guayaquil vio que un grupo de muchachos se entretenía en
correr y silbar tras de un zorro doméstico, que se había escapado de una casa vecina. Molineux
escribió en su viaje fantástico:
«En Guayaquil transitan los tigres por las calles».
Finalmente, habiendo bajado el Magdalena y observado que, a causa del calor de sus valles y de
la vida de semipeces que llevan los bogas, allí, estaban casi desnudos o desnudos por entero,
borrajeó:
«Dos terceras partes de la población de Nueva Granada, en la América del Sur, andan desnudas».
Meses después supimos por los periódicos de ultramar que la obra de monsieur Molineux, después
de causar una gran revolución en los círculos literarios de Europa, había sido adoptada por la
Sociedad de la Historia.
Indudablemente el bueno de Gervasio era un sabio, cuando había cambiado los cordeles de su
canastillo de baratijas, por los cordones codiciados no sabemos de cuántas órdenes.
II
A diferencia de monsieur Molineux, sir Tomas Moor era un anticuario de primer orden. Componíase
su cámara ambulante, entre otras, de las siguientes preciosidades:
El broche de la capa de Yocasta, con que se sacó el infortunado Edipo los ojos, encontrado en uno
de los vericuetos de Tebas;
Una pluma (auténtica) de la paloma que comía en las orejas de Mahoma;
Un casco de metralla inglesa, que había pasado muy cerca de Napoleón, el grande, el día de la
batalla de Waterloo;
Un arete del inca Viracocha; y
Un guijarro, con el cual dizque se tropezó Epaminondas diez años antes de la batalla de Leuctres.
¡Quién no se imagina cuántos viajes y más penosos que los de Molineux, no tendría que hacer sir
Tomas para recoger estas bellezas históricas!
Por otra parte, si Tomas había escrito su nombre en los picachos más altos del Himalaya y del
Chimborazo, lo que por sí solo era bastante para fundar cualquier reputación inglesa.
Al paso que sir Tomas Moor se ocupaba en estos trabajos tenía trazado el plan de una obra, cuyo
título era:
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«Maravillas Articas y Antárticas del globo,
por Sir Tomas Moor»
Empero, la verdad sea dicha: sir Tomas era demasiado estirado y pergaminudo para que pensara
siquiera en sernos gravoso. Se trataba de una montaña, el buen inglés la había subido hasta la
cumbre; de un río, él había visitado sus cabeceras; de un lago, él había cazado en sus orillas; de
un despeñadero, sir Tomas había rodado por él; de un árbol, él se había colgado de sus ramas; de
una torre altísima, él había repicado sus campanas; en una palabra, él había viajado por las cinco
partes del mundo, inclusive la Micronesia, la que había recorrido toda a pie enjuto.
Por lo demás, nada tenemos que decir de sir Tomas, sino que su gloria estaba reducida a haber
subido o bajado entrado o salido, ido o venido, hecho o no hecho; pero siempre por orgullo
nacional. ¡Era un buen inglés!
En América viajó de incógnito, y no causó daño ni a gobiernos ni a particulares. Por el contrario,
bastaba venderle cualquier terrón a guisa de antigüedad histórica, para recibir buenos pesos en
cambio.
Como los ingleses lo hacen todo por manía, él viajaba por manía; y según hemos sabido poco
después, terminó su vida en las riberas del Plata, en la ímproba tarea de domesticar un caimán
monstruo, y de adaptarlo a la navegación fluvial.
III
Terminaremos este boceto con el siguiente epílogo justificativo, que traducimos de la relación que
ante la segunda sesión anual de la Sociedad de Geografía de París, apropósito de la España, ha
hecho nuestro muy respetable consocio, el señor V. A. Malte-Brun.
Hélo aquí:
«Empero, la exploración más importante ejecutada este año en la América del Sur, es la de
la misión científica española. Llegada a Buenos Aires en la fragata de hélice «Resolución» ha
atravesado el continente americano por las Pampas y los Andes, y ha venido a Valparaíso por
Mendoza y San Felipe. Los principales miembros de esta misión son: el capitán de navío Patricio
Paz y Menviela, presidente: y los señores doctor Manuel Almagro, Fernando Amor y Juan Isern.
Según hemos sabido, los dos primeros habían comenzado ya sus investigaciones en la provincia
de Valparaíso, Amor se había dirigido hacia las regiones mineras del norte, e Isern se proponía
explorar las florestas, casi vírgenes aun del sur. El almirante Pinzón que manda la fragata
«Resolución», había venido a juntarse en Valparaíso con la fragata de hélice «Triunfo» y la goleta
de vapor «Covadonga». Este es un hecho muy notable en los anales de las exploraciones
científicas, ¡pues hacia largo tiempo que la España no enviaba una misión sabia del otro lado del
Atlántico»!
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Todo el mundo sabe ya en qué ha parado dicha exploración científica y cuánto vale la sabiduría de
Pinzón, Mazarredo y Pareja, cuyas exploraciones no han pasado de las Islas de Chincha y de la
guerra hecha a la nación chilena.
¿Habrá también Horacios Molineux entre las naciones?
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COSTUMBRES DE ANTAÑO
Por José Manuel Groot
Hubo un tiempo en nuestra tierra, que después se ha calificado de caliginoso y bárbaro, sin duda porque entonces no nos andábamos a balazos, como ahora, ni nos estábamos en todo tiempo y lugar ocupados con las cuestiones de principios, ni con cuestiones de vida o muerte.
Entonces no se ocupaban las gentes de más principios que de los que se acompañaban con la sopa y el puchero; pero no de los pucheros que traen consigo los principios de ahora, que son más de lengua que de sesos. Las cuestiones de vida o muerte de aquellos tiempos, eran las cuestiones de buñuelos y empanadas; las cuestiones de comilonas en los campos de San Diego, Egipto y La Peña, o los paseos al Salto y a la Piedra-ancha. Estas eran cuestiones de vida o muerte de nuestros abuelos. Y en verdad que lo eran, porque bien podía un atracón de aquellos mandarlo a uno para el otro mundo con pasaporte de cólico o apoplejía, que eran las autoridades que entonces los expedían para la gente alegre.
Las épocas que se atravesaban eran: la Noche-buena, la Semana Santa y el Corpus con sus octavas. En los intermedios había otras fiestas chirriadas y fecundas en solaz y contento. Tales eran, las de El Campo, las de La Peña, las de Egipto. En todas ellas se encontraba el viajero (porque salir uno de su casa para ir a alguna de esas partes, era como hallarse en un país diferente), en medio de una población de toldos y tiendas de campaña, ¡oh!, ¡qué movimiento!, ¡qué alboroto! Aquí las cachimonas; allí las blancas y coloradas; las loterías con su eterna cantinela; todos estos juguetes en sus mesitas rodeadas de artesanos, de peones, de soldados, de mujeres.
Allí el gran toldo del pasadiez, con su gran mesa rodeada de gente. Las viejas trasnochadas, con la saya arremangada, la mantilla por el pescuezo y el sombrero redondo de ir a misa. Las mozas también revuelven con sus blancos y ensortijados dedos, los montones de pesos fuertes y de onzas que tienen junto. A la cabecera está el tirador con tantos ojos y tanta boca abierta tras la bola que va rodando. Aquel toldo no cabe de gente que se apunta, que conversa y que mira. Las cenas, los pavos, los ajiacos, las fritadas dan con sus humos por las narices aquí y allí, y las cantinas con sus mesas cubiertas de bizcochos, bizcochuelos, turrones, arepas, barquillos, caspiroletas y ariquipes en bandejas, frascos de alojas y horchatas, dan en los ojos por todas partes, provocando el apetito de los más desganados.
¿Y los muchachos? ¡Ah, los muchachos! Pues los muchachos se andaban en sus glorias, metiéndose por una parte y saliendo por otra, siempre con la boca llena, y la cara sucia con el sudor y la polvareda consiguiente al terreno teatro de las fiestas.
¿Y las niñas? ¡Ah!, pues las niñas iban con sus madres, abuelas o tías viejas, que por lo regular eran aficionadas al jueguecito, única costumbre que las luces del día han hecho desaparecer, con toda mi aprobación, y quisiera que mi voto constara afirmativo, porque después que dejé de ser lo que era, he conocido no ser muy conveniente que las niñas fueran tras de sus madres o tías, metiéndose en esa barahunda de los toldos, cuando una escolta de los nuestros iba siempre detrás, como pajes de canónigos en procesión de viernes santo; y a las abuelas desde que ponían el pie en la puerta del toldo y oían el ruido de la bola, les sucedía lo que a los cazadores cuando se levanta venado, que no reparan en nada, y se botan por un cerro abajo, aunque se los lleve la trampa, con todos los que vienen detrás.
Así, esas venerables matronas perdían los estribos de su gravedad desde que entraban al toldo
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del pasadiez y se sentaba en un escaño sin quitar la vista de la bola y de los pesos, mientras las niñas estaban detrás aguantando empujones, apretones de la insolente chusma, sin más amparo, que aquellos jóvenes que de puros comedidos íbamos de pajes, para favorecerlas y prestarles auxilio; y las venerables madres o tías no volvían atrás la cara si no era para pedirle plata prestada a alguno, o para mandar a casa por ella, cuando se les acababa la que habían llevado.
Por lo demás, aquello era una gloria ver subir y bajar la gente de la ermita por entre arcos de laurel, y las calles de toldos que hervían con el concurso, el bullicio de las voces, los repiques y las músicas.
Había aquí ciertos reposteros afamados por su pericia en el arte gastronómico, y por su buen servicio. Estos eran unos hombres formalotes, a quienes los comerciantes no tenían inconveniente en darles cuanto pedían, ya fuese de rancho, ya fuese de cosas para el servicio de las mesas.
Los nombres de Ezpeleta, Juancho y Julián, valían por una escritura y eran los centros de los grandes círculos gastronómicos de las fiestas. A ellos les pedían las cenas, las meriendas, las comidas, los almuerzos, un día unas familias, otro día otras, y sus grandes toldos de campaña, que más parecían casas que toldos, se hallaban a todas horas llenos de la gente más granada de Bogotá. Algunos hasta a dormir se quedaban, se entiende que hablo de los que no eran jugadores, porque de éstos, ni hay para qué decirlo, se pasaban allá los tres días enteros, sin prórroga porque esto de prórroga, ha venido desde que hay Congreso.
Por lo que hace al pueblo, también tenía sus Juanchos y Juanchas, y en más abundancia, que ponían grandes toldos de chicha, mute, bollos, ajiacos, etc., Allí se oía el alfandoque, la pandereta, los tiples y las coplas a voz en cuello; solían alegrarse demasiado estas reuniones, paraban en pescozones y rasguños; pero los alguaciles estaban listos, y en el momento se ponía todo en paz, porque temían a la justicia, y la justicia todo lo que hacía era meter a la cárcel, o al divorcio, a alguno o alguna por veinte y cuatro horas, sin que se alegara detención arbitraria.
Los artesanos no iban a las fiestas con botines de charol, ni con sacos de paño, ni con bastoncito; iban con su buena ruana pastusa de a 25 pesos, con su sombrero de pelo, y gran pañuelo almidonado, en la cabeza; camisa con cuello tieso y labrado, chaquetón de pana con botones de cascabel; calzón corto con charnelas de plata y alpargates nuevos, con ligas de seda y borlitas de hilo de oro, y en el bolsillo no les faltaban sus ocho pesos fuertes para cada día de fiestas, y esto sin riesgo de que les aserraban las piernas, ni los mandaran a conocer el ferrocarril de Panamá.
Iban éstos como unos patriarcas, con su mujer y sus hijos. El lujo de las mujeres del pueblo era, en esos tiempos, las enaguas de bayeta rosada con cintas celestes; mantilla de paño azul, y sombrero de castor negro de copa redonda y ala extendida; otras usaban cubanos con cintas de raso. No había mujer de maestro artesano que no tuviera gruesas sortijas, zarcilletes y gargantillas de oro o de plata, con relicario de Santa Bárbara, en óvalo de alguno de estos metales; a lo que se agregaba el rosario con pasadores y cruz de oro, con más la covadonga engastada en plata, para el mal de ojo.
Para ver si esta gente gastaba entonces más que ahora, es preciso saber que los pañuelos blancos valían a dos pesos, y los de rabo de gallo a veinte reales cada uno.
De lo que resulta que el lujo de las mujeres del pueblo entonces valía veinte tantos más de lo que vale el de ahora, no incluyendo ciertas notabilidades de la actualidad, que gastan como mujeres de ministros plenipotenciarios, o gastan en ellas, porque ellas no gastan sino la salud y el bolsillo.
En la Noche-buena los buñuelos eran el emblema de la época, y los hacendados de tierra caliente
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se hacían un deber el mandar el regalo de melado a sus amigos, regalo que no bajaba de un zurrón para cada casa, y a los conventos mandaban una o dos cargas a los procuradores para endulzar sus cuentas con los provinciales.
Las misas de aguinaldo, los pesebres, los bailecitos, los buñuelos y empanadas llenaban la época, que concluía con la misa de gallo el día de Pascua, y seguía el apéndice hasta el de Reyes, que era el gran día de las fiestas de Egipto. Pero los pesebres, sobre todo, era lo que más fijaba la atención. Casi no había casa en donde no pusieran pesebre, y en esto había cierta competencia que los hacía notables cada año por alguna nueva idea, aunque no como la idea nueva de ahora.
Había entre los maestros de oficios y principalmente entre los sastres, ciertos varones eruditos que lo entendían para poner pesebres y bosques; y nótese de paso que los sastres siempre han sido eruditos entre nosotros. Estos varones eran llamados por las señoras de las casas para que les pusieran el pesebre, y ellos, después de dejarse rogar un poco para hacer más recomendable su ciencia, iban a poner el pesebre. Se les ponía a su disposición la pieza, el laurel, los monos, las conchas, caracoles, chochos y casitas de cartón para que formasen aquel nuevo mundo, que debía presentarse a las miradas de todos.
Ellos empezaban por poner el portal, y después, siguiendo el hilo de la historia, disponían lo demás por un orden cronológico tan ajustado, que muchas veces al lado de la casa de Herodes se veía una gruta con su ermitaño rezando el rosario ante el crucifijo; más allá se veía una venta de indios en chirriadera y un capuchino bailando con los hábitos arremangados; después un batallón de soldados vestidos a la francesa, y así otras mil cosas sin cometer mayor anacronismo.
La familia de la casa hacía la novena de aguinaldo a las siete de la noche, y en muchas de ellas había convidados. Los cachacos de entonces eran más respetuosos; no dejaban de rezar en estos convites, aunque de cuando en cuando tiraran algún bodocazo. Después del rezo era la exhibición del pesebre. En esas noches estaban las calles llenas de gente que andaba viendo pesebres con muy buen humor, pues entonces no habíapolítica que indispusiera los ánimos.
Tampoco había quejas ni desórdenes en la concurrencia a los pesebres: todo lo que podía suceder era que al salir se encontraran algunos camisones o mantillas cosidos contra alguna capa o casaca. Un riesgo había, y era el de que pudieran robarse algún objeto curioso, y para evitarlo, se ponía por lo regular una criada a un lado del pesebre para que estuviera mirando, aunque a veces no valía esta centinela, y se tomaban otras precauciones, tales como la de amarrar con alguna cuerdao alambre aquellos objetos que pudieran correr riesgo; práctica que dio lugar al caso que voy a referir.
En uno de esos pesebres había un sapo muy curioso que se movía sobre una laguna de vidrio. Se enamoró perdidamente del animalejo una señora respetable, y determinó robárselo. En efecto, estudió bien el lance, y cuando le pareció que no la veían, le echó mano y se lo llevó al seno. Pero, ¡oh, desgracia! Tras del sapo vino una peña entera y cuatro casas, quedando por tierra multitud de gente que iba para Belén con canastos de huevos y gallinas.
El embajador de los Reyes Magos, que iba adelante con la trompeta, bajó dando vueltas de carnero con caballo y todo; pero se tuvo tanto que no se zafó de la silla, ni dejó de tocar la trompeta, aunque quedó sobre una iglesia cuyo campanario volvió pedazos. ¡Estupenda cosa es la caída de un embajador! Figúrese el lector, qué tal sería el estrépito al caer así las peñas, y al llevarse por delante los edificios aquel personaje, y todo esto producido por el tirón de un sapo de quien estaba enamorada una señora. No hay que admirarnos de aquello que dice:
Robó Paris a Elena Y en llamas Troya padeció la pena.
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¡Tan largas uñas tienen los enamorados! Pero la niña Elena se dejó robar y el sapo no, porque estaba amarrado de la peña con un alambre, y aunque al tirón la peña vino abajo, el sapo quedó ahí y la señora tan cortada que no pudo decir otra cosa sino que lo había cogido para verlo más de cerca.
Robó Paris a Elena Y en llamas Troya padeció la pena.
En fin, aquel tiempo era todo de holgura. El día de Noche-buena se cruzaban por las calles las criadas y criados con las bandejas de buñuelos y empanadas. Después la misa de gallo!, ¡qué tiples!, ¡qué bailecitos! Unos iban para la iglesia; otros para el baile o a cenar según se dijo en «la Noche-buena de don Rufo»:
A lo divino y humano Este tiempo alegre pasas; Por la mañana cristiano Los villancicos repasas; Y por la noche mundano De chirriador en las casas Eres eterno arlequín Con tu incansable violín.
¡Felices tiempos! ¡Cuánto mejor era esto que estar haciendo cartuchos y revoluciones!
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¿Y la Semana Santa? ¡Oh! ¡Las procesiones! ¡Las lamentaciones! En esto de lamentaciones no estamos tan mal, son de todo el año y Dios quiera que no acaben con tinieblas, miserere y porrazos.
Las lamentaciones de los tiempos a que nos referimos, eran las del profeta Jeremías, y no las de los habitantes de Bogotá, que en nada menos pensaban que en lamentarse.
Los monumentos, resplandecientes con mil luces, se visitaban el jueves santo de día y de noche, con respeto y compostura; porque todos y todas iban muy compuestos con vestidos nuevos, única compostura que ha quedado; en esto no ha habido variación ni decadencia, y lo mismo podemos hablar del pasado que del presente.
¿Quién no sabe que todo bicho viviente sube un punto más de su ordinario en el jueves santo? Desde el opulento capitalista hasta el altozanero y el mendigo, en todos, el termómetro de la vestimenta sube algunos grados. El mendigo aparece ese día como altozanero; el altozanero,
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como oficial de taller; el oficial de taller, como maestro; el maestro, como comerciante; el empleado que no tiene más que su sueldo para comer, aparece como capitalista, y el capitalista se va a las bambalinas.
Las que cargan agua, se ponen como criadas; la frisa se vuelve bayeta: la bayeta, camisón de zaraza. Las de mantilla de paño, se la echan de española; las de española, se echan de chal. Esto es por lo que hace a la compostura del exterior; que por lo que hace a la del interior, la barriga también sabe cuándo es jueves santo. Ese día se echa en todas partes un garbanzo más en la olla, y como en la Noche-buena, también andan por la calle las criadas con los platos de regalo. Los capellanes de monjas tenían roscón, frasco de vino y bizcochuelos.
Era grande el concurso por las calles en la visita nocturna de monumentos, y no se oía más que
rezar la estación, sin gloria, por todas partes. Por el tránsito se solía uno encontrar con algunos
grupos del pueblo algo embochinachados. ¿Qué es eso? -Es un penitente-. Iba el penitente en
medio del montón con sus enaguas blancas y su caperuza, que le cubría cabeza y cara; las
espaldas al aire, y la disciplina andándole por encima, no de mosqueo sino de sacar sangre. Otros
hacían su penitencia llevando los brazos en cruz, amarrados a un palo por detrás.
Estos penitentes hacían sus descansadas contra la pared, en las calles donde había tiendas de
chichería, porque nunca faltaban mujeres piadosas, que salían a refocilarlos con algunas
totumadas; circunstancia por la cual muchos eran movidos a penitencia. El hecho es que, en
aquellos tiempos de piedad, la autoridad ecleisástica y la policía tuvieron que atajar el paso a estos
penitentes, porque a veces solían penitenciar a otros, dándoles de garrotazos con el palo en que
iban crucificados.
Esta época, verdaderamente monumental, ponía en agitación a todas las familias. Pero no en
agitación de andar prestando plata a usura para comprar trajes y después andar de la lengua para
pagar los intereses, vendiendo quizás los mismos trajes por la mitad menos, quedándose con la
llaga del principal abierta. No, la agitación de las familias no era de esta especie: era que se
agitaban en medio del descanso, como el que bracea y se agita entre el río de Tunjuelo,
bañándose a todo gusto; era que se agitaban buscando qué comprar para salir a lucir la persona
en la semana santa. ¡Qué plata la que hacían los cuatro comerciantes que tenían cintas, linones y
rasos!
Por lo que hace a los afanes de los cachacos, que entonces se llamaban pisaverdes, después
currutacos, voz compuesta de curro y de taco, que algo significaría; después, en tiempos más
ilustrados, se llamaronpetrimetres, lo que prueba que ya se asomaba entre nosotros el francés
aunque estropeado por los abuelos ...
Estos currutacos, o como se quiera, tenían que verse en aquellas circunstancias con los tres o
cuatro sastres, que había en Santafé. El maestro Caballito era el más afamado para cortar casacas
o casacos, que en esto del sexo las dejaba que no se les conocía, y algunas veces cambiando los
géneros las dejaba en el neutro o ambiguo y los currutacos tenían que conformarse, por evitar ale-
gaciones y retardos que los dejarían sin tener con qué salir a la calle el día de lucirse.
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Llegados a la tienda estos recipiendarios tenían que sufrir la operación de las medidas, que duraba
más de un cuarto de hora, y habrían sido muy felices si hubiera habido entonces cloroformo.
Consistía la operación en hincarles la uña del pulgar, sobre las delicadas carnes en cada punto de
aquellos donde el maestro tenía que fijar la medida, que la usaban de tiras de papel en doble y
añadidas. En esta medida iba el señor maestro haciendo piquetes y sacabocados con la tijera; y
hay que admirar aquí aquella ciencia con que acertaban con las medidas de cada postulante,
porque en una misma la tomaban a muchos, y después se iban sin dejar siquiera apuntado el
nombre. Esta ciencia es una de tantas que se han perdido, y que se debería ofrecer un premio
para el que la hallara, a fin de evitar a los sastres del día el desastre de llevar libro para apuntar
líneas y puntos.
En el Corpus era otra cosa. Los sastres no tenían que hacer tantas casacas, porque muchos
cachacos preferían vestirse de matachines o de danzantes, unos para ahorrar el gasto, y otros
porque bajo el anónimo solían ser más expresivos.
Los alcaldes ordinarios, que no eran más que dos, lo hacían todo a su costa, desde los fuegos de
las vísperas hasta los toros que se corrían por las calles después de la fiesta. Estos toros iban
enlazados, y una multitud de currutacos adelante corriendo a caballo gritaban: ¡toro!, ¡toro! A la
bulla, todas las ventanas se abrían, y las puertas de las tiendas se cerraban.
Algunos sacaban su lance de pasada y se emboscaban en las puertas. Muchas veces tenía uno
que hacerse toreador sin querer, porque de golpe desembocaban con el toro por una calle, sin
puertas donde meterse, y había que correr media cuadra dejando la capa y el sombrero, o había
que resolverse a jugar lance. Algunas veces se encontraba uno con dos toros, uno por una esquina
y otro por la otra, y no había más recurso que e0mbeberse en una puerta, cerrar los ojos y
contener el resuello.
Estos alcaldes, aunque ordinarios, solían ser más finos que los de ahora; y si llegaban a ejercer
actos extraordinarios, era cuando en las rondas nocturnas encontraban a algunos unidos en
matrimonio civil, y los mandaban a dormir, el uno a la cárcel y la otra al divorcio.
Unos quince o veinte días antes del Corpus iban los alcaldes a las casas de las señoras,
a echarles ángeles y ninfas. Así era que desde entonces entraban en movimiento las mujeres y
empezaban a andar de casa en casa y a darse cuenta de lo que les habían echado.
-Que a mí me echaron un ángel, decía la una.
-Que a mí me echaron a Holofernes, decía la otra; y esto sin rabiar ni maldecir al alcalde por el
petardo, sino muy contentas y hasta agradecidas. A las que le tocaba el Sumo Sacerdote era gran
cosa, porque se había de vestir con suma grandeza, no con cascabeles y oropel como las ninfas
de estos últimos tiempos; lo que entonces se les ponía era diamantes, oro, esmeraldas y perlas
finas. ¡Qué contrastes de tiempos! Seguíanse las diligencias a las tiendas del catalán, de
Lombana, y de Páramo por lentejuelas, gusanillo, argentería, etc. Luego las consultas sobre los
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emblemas, atributos y vestidos de los personajes de la Biblia que habían de representar. La Biblia
de Scio con láminas andaba de mano en mano.
El padre Venancio, el padre Ruiz, el padre Venturita y otros padres graves eran consultados en
esta y en la otra casa, y debían resolver sobre los puntos dudosos. El padre Venancio, por
ejemplo, entraba por la tarde a eso de las cuatro y media a la casa de donde había sido llamado.
Se sentaba en su silla con mucha gravedad, con un meneo de cabeza natural que lo hacía más
imponente.
Se proponía el punto por la señora. En esto entraba la criada de líquira, jubón y trenza, muy
aseada, con el chocolate de canela en pocillo de plata, acompañado de tostadas, bizcochuelos y
bizcochitos de filigrana. El padre lo recibía con agrado y cortesía; y entre sopas y largos sorbos de
la aromática poción, iba contestando y resolviendo, pro tribunali, todos los puntos difíciles que la
señora o señoras le proponían desde su estrado de cojines de tripe y tapetes quiteños. El corística
compañero despachaba mientras eso su jicaron en la antesala, echando en la manga algunos
bizcochos y tajadas de queso.
Los galantes jóvenes volvían a las visitas del sastre, que todos los días los engañaban con el
vestido, que no venía a acabarse sino a la hora de salir la procesión. Otros iban a las casas de las
viejas en busca de casacas bizcochueleras, de sombreros templadores, de pelucas, de bucles y de
calzones bragueteros. ¿Y esto para qué? Ya lo hemos indicado arriba: para vestirse
de matachines; porque muchas veces más agrada a una niña un matachín que un grave
diplomático, aunque en sustancia un diplomático no sea más que un matachín grave, que a veces
pasa a ser agudo y hasta sobreagudo, por medio de ciertas transiciones que ellos se saben, con
verdad sabida y buena fe guardada, que es su estribillo.
Los pulperos, los artesanos, los mercachifles, todos andaban en esos días a caza de disfraz y
máscara; unos para salir en parranda con zurriago desplegado, chuchas y pandereta; otros para
las danzas, y otros no tenían que buscar nada de esto porque los alcaldes y el Cabildo los
habilitaban con lo necesario para que saliesen de mampuchos ygigantes, cuyas vestimentas y
armazones les daban gratis. Así eran habilitados de hombres grandes los altozaneros y adoberos.
Estos gigantes eran forjados sobre unas armazones de chusque, forradas en lienzo pintado al
temple. Por supuesto es excusado advertir que el alma que los movía era el peón que iba dentro,
mirando por un agujero que el gigante tenía en la barriga y cuya alta cabeza estaba henchida de
lana, cosa bien significativa para ciertos hombres grandes que siempre miran por su barriga en
este mundo político.
Otras almas como las de los gigantes salían haciendo andar la Tarasca, que era un animalón de
figura atortugada y con rabo. Estas almas o pies del animalejo eran unos diez hombres que
atropellaban y hacían correr a las mujeres y a los muchachos cuando se les iban encima con el
armante.
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No se les veían más que los pies, pero ellos veían muy bien donde pisaban. En dónde veían los
canastos de frutas de las revendedoras, allá iban a dar con la Tarasca; pasaban por encima,
derramaban las manzanas y laTarasca se paraba allí mientras sus pies daban tarascones a las
frutas. Las revendedoras le tiraban pedradas que daban sobre el cuerpo del animal, sin tocar en
el alma, y con esto desfogaban su cólera y quedaban satisfechas; imagen exacta de ciertas
grandes corporaciones, contra quienes tira el público quedando muy satisfecho, y mucho más
satisfechos los que van debajo comiendo manzanas.
Llegado el día de Corpus, todos madrugaban a colgar los balcones, las ventanas y las puertas. No
había casa que a las ocho de la mañana no estuviera en movimiento; las mujeres peinándose y
vistiéndose de gala; los hombres graves en manos del peluquero, que les hacía los bucles con
polvos de almidón; luego se ajustaban sus grandes chalecos de raso, bordados de oro y piedras;
se ceñían el espadín y se encasquetaban el templador para irse a la Catedral. Los jóvenes se
componían igualmente, si no eran de los que andaban afanados vistiéndose de matachines,
porque en ese tiempo la profesión matachinesca no estaba degradada como ahora.
Salía la tropa con su banda de músicos, y con toda la plana mayor de punta en blanco. Se
formaban los cuerpos en dos filas, por toda la carrera de la procesión, que estaba ya cuajada de
gentes de todas clases, que iban y venían, mirando los altares, los bosques, los arcos y la infinidad
de cuadros de toda especie con que se adornaban las paredes. Las filas de canastos de frutas, y
las botillerías que estaban abiertas ofreciendo a la vista mesas llenas de dulces, bizcochuelos,
arepas, etc., frascos de aloja, horchata y otras aguas; todo esto excitaba el apetito, principalmente
en los muchachos. Aquel día, por supuesto, cada uno tenía su peseta, y era de ley en toda casa
dar a las criadas su corpus, es decir, su real para dulces o frutas. Así todos andaban, todos
miraban y todos comían.
Son las nueve de la mañana, hora en que las comparsas de matachines y demás andan
recorriendo la carrera a son de tambora y violín. En los balcones, ventanas y puertas flamean las
colchas de damasco, de filipichín y de zarazas chinescas. De trecho en trecho están los arcos
triunfales forrados en colchas de damasco carmesí, y de alto a bajo guarnecidos de plata labrada;
platones, palanganas, platos, platillos, macerinas, mazos de cucharas y tenedores, jarros, todo de
ese metal tan escaso ahora. Estos arcos así argentados y con espejos y láminas brillaban con el
sol de los hermosos días de junio, y hacían brillar también la riqueza de las gentes, sin que
tuvieran que temer la teoría del comunismo humanitario, que entonces no había nacido.
Si los arcos eran ricos y vistosos, los altares eran mas. Todos tenían frontales y candeleros de
plata con mallas y macetas del mismo metal. Las flores, los damascos, los espejos, las láminas,
todo formaba un conjunto tan vistoso como rico, y en el centro de cada altar, se representaba algún
pasaje del antiguo testamento alusivo a la Eucaristía.
Aquí era el ver a toda la gente del pueblo con la boca abierta mirando para arriba, y preguntando
por el significado de cada cosa. No lo hacían en balde, porque siempre se encontraban al lado
algunos cicerones, de esos sastres o peluqueros viejos, que empezaban a explicar el significado
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bíblico del pasaje representado. De estos viejos había muchos y eran los que llamaban las señoras
para que les pusieran los pesebres en Noche-buena. Por supuesto que se sabían dar todo aquel
aire de doctores que les convenía, y tenían en las casas buenos almuerzos y buen chocolate por
las tardes.
Los bosques en las boca-calles eran de la cuerda matachinesca. En uno se representa el
escribano; con gorro y anteojos, escribiendo en su mesita, sobre la cual hay un montón de autos,
tintero y plumas, y al pie de la silla está amarrado del pescuezo un gato que maulla medio
ahorcado, símbolo de los escribanos. Más allá, en la otra esquina, hay otro bosque en que se ve a
un enfermo en su cama, y al médico junto que le toma el pulso a una mochila de plata, que está a
la cabecera de la cama. Allí se ve la gente amontonada y riéndose, a pesar de las oleadas de los
que van y vienen dándose apretones y pisotones.
De repente se oye bochinche que desemboca por una esquina. Suena el tu-tu-tum de la tambora.
¡Los matachines, los matachines!, gritan los muchachos. Todo se vuelve barahunda, unos corren
para allá otros para acá; los muchachos se caen y otros pasan por encima; las mujeres se asilan,
no en las legaciones, sino bajo de las colchas que están colgadas en las puertas de las tiendas y
portones. Risas, gestos, jojorojó y ¡zás! con la vejiga; ahí te va el geringazo con agua. Allá viene el
calentano con el alfandoque y el rejo terciado, pegando alfandocazos.
El barrigón viene con un gallinazo muerto, que les pasa por la cara a las mujeres, que gritan y se
encucuruchan la mantilla, volviéndose contra la puerta en que están embebidas. Los matachines
saludan a los balcones y ventanas con muecas y retóricas, que no dejan de ser entendidas por
algunas que se ríen y se ponen coloradas. El violín se oye. Ahí viene la danza de los currutacos.
Las niñas se descuelgan casi de los balcones, alargan tanto el pescuezo, porque aquí viene gente
conocida. Los danzantes se paran frente al balcón, y ponen la contradanza para lucirse con las
matachines que están arriba, hechas un gusto y coloradas como unos tomates. Maravillas, que es
el violinista, toca, y los danzantes hacen maravillas; acaban y siguen más adelante, hasta dar toda
la vuelta. El silencio sigue a tanta bulla. Se oye la música y el canto de la iglesia; el batir de las
cajas; nubes de incienso se levantan por el aire; la procesión pasa con grande acompañamiento, y
la tropa, de grande uniforme, viene detrás. Se acabó el Corpus.
Ahora me da gana de contar a mis lectores, lo que le pasó a Maravillas por meterse con colegiales.
Maravillas era violinista de profesión, de aquellos que no faltan en los bailecitos de candil, en las
octavas de los pueblos, y sobre todo, en las danzas de matachines.
Pues se les antojó a los colegiales de San Bartolomé salir de matachines en una danza de Corpus.
Pidieron licencia para ello al rector del colegio, que lo era don Manuel Andrade, a quien llamaban el
buey, hombre respetable por sus campanillas, por su edad, y más que todo por unas cejas rucias,
tamañas de largas, que tenía de alar sobre los ojos; su voz era grave y la acompañaba un cierto
pugido que la hacía más grave.
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Con toda esta gravedad dio, por fin, a fuerza de ruegos, licencia a los colegiales para salir de
matachines. Eso sí, exigiéndoles toda formalidad, cosa en que ellos no se pararon, como los
tramposos que no se paran en las condiciones que les exige quien les presta plata.
Le hablaron a Maravillas para que les tocara el violín. El aceptó de muy buena gana, porque era
hombre alegre, y el día de Corpus salió con ellos vestido de matachín.
Anduvieron la carrera de la procesión, como era de costumbre, y con mucha formalidad. Pero
luego que la concluyeron, al regresar a la plaza empezaron a volverse el diablo, dando zurriagazos
y vejigazos. En estas vino la procesión a entrar en la Catedral. Entró, y luego empezaron a retornar
para sus conventos las comunidades de religiosos.
A tiempo que iba a pasar el caño de los capuchinos con su cruz alta, uno de los colegiales dio un
voleo a la zurriaga de la vejiga, que fue a enredarse en la cruz que llevaba un lego con tantas
barbas. El colegial haló, no sabiendo, entre tanta gente, quién le hacía fuerza a la cabuya, y el lego
vino al caño con cruz y todo. La comunidad se para; los padres menean la cabeza; la gente clama
venganza al cielo, y los alguaciles caen sobre los colegiales, y a nombre de la justicia, los llevan a
la cárcel! Estos declinan de jurisdicción, porque dicen que dependen del rector.
Los colegiales son conducidos al colegio, menos Maravillas, que los había dejado desde antes del
fracaso, que ignoraba, por haberse ido a tomar mistela a casa del alcalde. Los alguaciles hacen
relación de la causa al doctor Andrade, y ponen a los colegiales a su disposición. Ellos
permanecían enmascarados, por lo que pudiera servirles en aquel trance. El doctor Andrade llamó
a un forzudo mulato que tenía, y con él y los alguaciles resolvió hacer justicia, en la sala rectoral.
Empezó a preguntar:
-¿Quién fue el que hizo caer al padre capuchino?
Cada uno iba diciendo con voz disfrazada:
-Yo no fuí, señor rector.
-¿Fuisteis vos?
-No, señor rector.
De aquí no los sacaban.
-Pues bien, bájense los calzones.
-¿Por qué, señor rector?
-Bájense los calzones.
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Y haciendo señal al mulato, empezó a coger matachines, y los alguaciles a bajar calzones, y el
doctor Andrade a dar rejo. Entre coces, estrujones y gritos los compuso a todos. Luego, les dio
licencia para salir a sus casas. Salieron, como puede considerarse, y dos de ellos se encontraron
con Maravillas, que todavía andaba con su máscara y violín.
-¡Hombre! ¡Maravillas! Se ha perdido usted de lo mejor.
-¿De qué?
-Del refresco que nos ha dado el rector. Pero si va pronto, todavía alcanza.
-Ahora mismo.
Diciendo y haciendo se fue Maravillas.
Estaba el viejo entripado, y se había sentado en el canapé. Entra Maravillas; se le pone por
delante; le hace la cortesía y dos piruetas pasándole el arco al violín, y dice:
-Jojorojó, señor Rector, yo falto.
El Rector, creyendo que era alguno de los colegiales que iba a burlarse de él, no le contestó más;
sino que sale a la puerta, llama al mulato, y le dice:
-Bájele los calzones.
-¿Por qué, señor Rector?
-Bájele los calzones.
-Señor rector, si yo soy de los de la danza, y vengo a que me dé mi refresco como a los otros.
-¿Te vienes a burlar?, cógelo.
El mulato le echó mano, lo cargó y se chupó sus azotes el maravilloso violinista, que en todos sus
afanes no acertó a quitarse la máscara para que lo conociera el doctor Andrade, que lo tenía por
colegial, y de cuenta de colegial salió con el rabo caliente, al cabo de la vejez porque era hombre
que pasaba de cincuenta años, aunque tenía el humor de un cachaco.
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APUNTES DE UN VIAJE POR EL SUR DE LA NUEVA GRANADA, EN 1853
Por Santiago Pérez
Demora Anserma-nuevo al noroeste de Cartago; dista de él como una y media legua de camino llano, por el terreno del valle, encontrándose por medio el Cauca, el cual corre manso y turbio, sirviendo más abajo de lindero entre la provincia de su nombre y las de la antigua Antioquia. Para atravesarlo nos echamos, revueltos con equipajes, en entregas de tres y de a cuatro bultos, por lo pequeño de la canoa.
Hace como trescientos años que el capitán Velazco halló un puente de bejuco suspendido sobre el Cauca, en el punto de Negrerí; el puente desapareció luégo; y hoy, después de tanto tiempo, el Cauca, majestuoso y pintoresco, que corre por más de doscientas leguas, y que baña cinco provincias de las más ricas de la Nueva Granada, no tiene, con excepción del de Popayán, muy al principio de su curso, sino, como el de Velazco, otro puente de bejuco.
Anserma-nuevo viene a ser como el puerto de aquel océano pendiente de selvas y de montes. Situado al pie de la gran cordillera tendida casi de norte a sur, a la altura de 972 metros sobre el nivel del mar, fue el último pueblo del Cauca por donde pasamos. Se llama nuevo para distinguirlo del Anserma o Santana de los Caballeros, fundado por Robledo hacia 1540, y que está como doce leguas al norte. El nuevo es un montón de casas de pobre aspecto. Todo el cantón sólo tiene, oficialmente hablando, 1.069 almas. Se encuentra en un terreno llano, de mica esquisto.
Desde Anserma hasta el sitio llamado La Boca, distante como una legua, es posible, aunque muy incómodo, transitar a bestia; pero lo enmarañado del monte y lo desigual del piso, lo hace desde allí de todo punto imposible. Detenidos en un lugar, a la orilla de la quebrada Cabeceras, que cruza, murmuradora y cristalina, viéndose por entre los claros del bosque como una sierpe de plata, nos servimos como de mesa de una piedra tamaña y desigual, y habilitamos de copas las de nuestros sombreros para beber del vino del desierto o sea el agua de la quebrada, la que, bajo las alas de innumerables mariposas, que allí sí que pudieran llamarse flores voladoras, corría como bajo un velo movible y tornasol.
En aquel punto, en el cual debíamos subir sobre nuestros respectivos cargueros, éstos nos aguardaban con el largo bordón en las manos, unos calzones que los cubrían desde la cintura hasta los muslos, por único vestido, y sin más apero que la silla de guadua sobre los lomos robustos.
Ibamos nosotros a estudiar el país por la senda misma por donde para devastarlo venían, antes de la Conquista los aborígenes del Chocó; y no sólo llevábamos la misma senda, sino que la encontrábamos en el mismo estado; como si apenas estuviera saliendo el salvaje del siglo XIV para que entrara el hombre civilizado del XIX.
La silla era una armazón a propósito para echárselo a ano a cuestas de cualquier modo. Se componía de dos tablillas como de una vara de largo y algo menos de ancho, formadas de fajas de guadua estrechamente unidas. Las dos se juntaban en un ángulo, uno de cuyos lados descansaba sobre la espalda del sustentante y el otro servía de base a la justa posición humana. Tres anchas cintas de un bejuco muy fuerte, una de las cuales ceñía las sienes y las otras dos se cruzaban en los hombros, servían para mantener la silla sujeta. En ésta, que salía del cuerpo inclinado del carguero a manera de espina, se instalaba cada cual, soltando las piernas cuan largas eran hasta alcanzar el estribo apendizado a la silla.
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La silla era una armazón a propósito para echárselo a ano a cuestas de cualquier modo...
Comenzamos a andar mirando más o menos hacia arriba, según que nuestro porta-persona se doblaba más o menos hacia abajo. Quedamos confundidos de mancomun et in solidum con nuestros cargueros, a cuya buena fe, o más bien, a cuyas buenas piernas teníamos que consignarnos en cuerpo y alma. Verdad, es por otra parte, que nosotros ni de vista los conocíamos a ellos, y que aun cuando esos sitios no eran de los que más nos pudieran confortar, nosotros los veíamos por primera vez, y esto al revés; por cuanto que al fin cada uno no era sino la espalda mirona y pensativa de un animal, prójimo nuestro, que había asumido sobre la suya nuestra respectiva personalidad
Pudiera creerse que desde el momento en que el hombre entraba a hacer el oficio de las bestias, abandonara virtualmente sus pretensiones a categorías o diferencias. Nada de eso. Entre los cargueros los hay de silla ylos hay de carga. En esas recuas humanas sucede, pues, lo que en las otras.
Nuestros compatriotas de silla nos llevaban a nosotros; nuestros conciudadanos de carga la llevaban y la llamaban líchigo. Y era el líchigo un cesto cónico echo con lianas y por ambos lados cubierto con las hojas anchas y dobles del vihao. Los lichigueros rompían la marcha, sacrificando en este caso la etiqueta a la seguridad; y en pos desfilábamos nosotros de dos en dos, o de uno en uno, según el modo de apreciar lo dividuo o individuo de cada grupo de aquella humana o inhumana procesión.
Una vez instalada la persona en la angosta silla y dada la señal de prevención, hay que entregarse, en lo corporal al más completo quietismo; porque en esas veredas, si lo son, desiguales y breñosas, en donde cada paso es un peligro, y peligro cuya solidaridad no admite dudas, cualquier movimiento de la individualidad superpuesta produce una conmoción, un terremoto, que trastornando al conviador efectivo todos sus cálculos de equilibrio, no le permite dominar la situación y lo puede hacer dar en tierra con entrambas humanidades.
Antes de corridas dos leguas y caminando de Anserma-nuevo hacia el Occidente, primero por la llanura despejada de los ángulos del Valle del Cauca, al pie de los cortos estribos que la gran cadena occidental arroja hacia el Este, y pasando y repasando después otra quebrada que parece como que se enreda a los pies del viajero, pues se llega a perder la esperanza de encontrarla por última vez, el bosque se va haciendo más tupido y se comienza a subir la montaña.
Esta pertenece a los terrenos de transición; tiene su eje principal en la dirección N-N-E. A su
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costado oriental se dilatan, por el norte, las tres riquísimas provincias de Antioquia, cuyos criaderos de oro están en la misma cordillera. Por el sur se extiende el hermoso y fecundo Valle del Cauca, de terreno sedimentoso.
Por el costado occidental van las dos hoyas, la del San Juan hacia el Pacífico y la del Atrato hacia el Atlántico, separadas en valles de diferente nivel, más bajos el del uno y el del otro que el del Cauca, por el corto istmo de San Pablo, que tiene una legua y mil metros de anchura. Por este mismo costado bajan perpendicularmente al eje principal de la cordillera cinco largos estribos, que separan los lechos de cuatro ríos pequeños, tributarios del San Juan.
El punto más elevado de esta dilatada cordillera está en los farallones del Citará, a los 3.300 metros sobre el nivel del mar, y aquel por el cual la íbamos nosotros a trasmontar, alcanza, en Palo Gordo, a 2.465 metros.
Desde el momento en que se penetra en la montaña, el horizonte se estrecha y no va encontrando a su rededor el viandante sino un cerco de bosques impenetrables, conjunto de una vegetación vigorosa, que se ha desarrollado virgen durante siglos y siglos.
En la aparente unidad de perspectiva, siempre de árboles, de palmas, de arbustos, de hojas y de flores, a las miradas del viajero estudioso debe presentarse la más extraordinaria variedad, como en el seno opulento de la naturaleza.
Allí se ven, las gesnereáceas con su brillante corola de formas diversas y de variados matices, con sus hojas cubiertas de vello finísimo, verdes las unas como esmeraldas, sembradas las otras de líneas negras y con el reverso morado en éstas, rojo en aquellas, y del color de la candela en las demás.
Hay un grupo de esta familia notable por lo salpicadas que están sus hojas de pintas como goterones de sangre. Ni son menos hermosas las aroideas, las que, agavilladas por el viento, cuando las columpia, forman un ramillete con sus negras hojas de terciopelo, ahorquilladas más o menos profundamente en su limbo, y con listas blanquecinas que las cruzan.
Basta haber observado una sola de estas plantas para comprender que se clasifican con las que los naturales llaman contras, por su virtud específica contra el veneno de las culebras, puesto que es muy notable la semejanza caractetrística entre todas ellas.
Son notables también las rubiáceas, sobre todo las melástomas, en que se admira así las bellísimas flores como el muy útil tejido leñoso. En estas regiones las palmas no descuellan por la elevación ni por el grosor de su astil; pero, en compensación, parecen más gallardas; hay un cierto donaire adicional en sus copas redondeadas como por la mano de un artista, no menos que en sus hojas de un verde brillante y de formas caprichosas, hojas de las cuales la más central y levantada se pudiera tomar por la extremidad caudal de un pájaro que estuviera escondido entre las otras.
¡Cuántos vegetales desconocidos, especies distintas, familias nuevas, crecerán en los senos jamás explorados de esas selvas que, fuera de la línea sesga y profunda de los llamados caminos, sólo son conocidas de las aves que en ellas se anidan y de las serpientes que por allí se arrastran! ¡Cuántos tesoros ocultos, que algún día habrán de utilizar las ciencias y las artes!
Entretenido en estas consideraciones veía pasar ante mis ojos las ondas majestuosas de aquel mar de verdura, sintiendo, sin verlos, los accidentes del camino. Este es una zanja tortuosa y profunda, encajonada de ordinario entre las paredes que le han formado las aguas, única cosa que, al decir de alguno de nuestros antiguos virreyes, no va nunca, en nuestro país, fuera del
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camino.
La ruta es casi siempre tan estrecha que no cabe de frente sino un sólo carguero; en ocasiones desciende a mayor profundidad, mientras que sus lados escurren agua constantemente. Hay puntos en donde la luz penetra con dificultad por entre las ramas que se enlazan las de la una con las de la otra orilla, formando como un bosque flotante. Por las quiebras retumban las pisadas del viajero (del de debajo, por supuesto), el cual va sondeando con su larga vara lo profundo de los fangales que pisa, o de la corriente enturbiada que, en la misma dirección o en la opuesta, le acompaña sin falta.
De la meditación a que me había entregado ante la sublime originalidad de aquel espectáculo, en que sólo era ridículo el modo como se me iba presentando, pues yo le veía como caminando de para atrás, de tal meditación vino a despertarme un recio golpe que sentí en la cabeza, el que me obligó, contra ordenanza y faltando abiertamente a mis instrucciones, o más bien a las del que conmigo cargaba, a estremecerme con perfecto sobresalto. El carguero improbó el movimiento y vacilando sobre sus tres pies me dijo:
-Cuidao con rebuyirseme, patroncito.
-¿Aunque me mate usted?
-¡Ya por esta vez no, blanco! Es que topamos con un agachadero.
-Me parece que fue con un desnucadero.
Dejó el carguero pasar como desapercibida mi apasionada moción, en tanto que, arqueándose suficientemente, pasó bajo esa horca caudina; y pude ya entonces ver que el agachadero era un grueso tronco cruzado sobre las murallas del camino. El mismo estorbo habría hecho ya de las mismas y las habrá seguido haciendo, lo mismo que sus no pocos numerosos compañeros, derrumbados por los años o por las tempestades, y que, examinados siempre a posteriori por sus víctimas, continúan ejerciendo en pleno desierto el derecho que pudiera llamarse de cerviz, sobre los viajeros encumbrados.
Dos o tres horas antes de morir el día, que, en aquellas alturas, más que día tropical parece un dilatado crepúsculo, nuestra caravana hacía alto. En el momento, las más de las veces a toda la fuerza de la lluvia, se principiaba el levantamiento del rancho que había de protegernos hasta la mañana siguiente. Había que comenzar esta operación por quitar el fango y la maleza del sitio que merecía de nosotros la atención de ser elegido por lecho para aquella noche. Se cortaba del vecino monte las varas y se traía las hojas y los helechos con que decorábamos nuestra posada en el desierto.
Los cargueros tienen establecida una legislación que determina el trabajo personal subsidiario de cada uno de ellos en la ranchería, según sean silleros, lichigueros u hojeros. El hojero es el que a cuestas carga, durante el día, el lecho de la casa nocturna. Este se hace con las hojas del bihao (Maranta luthea), planta de tallo ramoso y lleno de nudos, cuyas hojas nacen de la raíz. Son de forma oval y de gran tamaño, alcanzando por lo regular más de un metro de longitud y como la mitad de anchura. Su faz inferior está cubierta de una materia blanca y cretácea que las hace impenetrables al agua.
Sobre la cima de la alta peña, en el declive del monte, o en el corto valle que entre sí dejan las quiebras de la montaña, se encuentran más o menos espaciosos trechos, donde no es tan tupida la selva, que se llamancontaderos, y que, por cierto son contados, a cada uno de los cuales tienen
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su nombre los baquianos. Uno de esos cortaderos se señalaba siempre por término de la jornada.
En el extremo superior de dos estantillos clavados en tierra, a dos o tres metros de separación uno de otro, se sujetaba una vara, sobre la cual se apoyaban de distancia en distancia otras que se traían desde el suelo con la inclinación suficiente. Las varas se aseguraban con cintas de un bejuco fuerte llevadas de unas a otras para ir colocando, engarzadas en el bejuco, a manera de tejas, las hojas en cuyo raquis se hacía al efecto la debida incisión o broche.
No era otra nuestra casa, literalmente de vara en tierra. Por comodidad y resabios de sibaritismo la alfombrábamos, como queda dicho, con hojas y helechos húmedos y no, sino más blandos y mullidos por lo mismo. El frente y los costados conservaban la franqueza natural del sitio y la que demandaba la plaga, más natural todavía, del mismo tan escampado sitio.
Al pie del rancho se encendía la hoguera, a cuyo rededor quién enjugaba sus ropas, quién ahumaba más bien que asaba el maduro, y quién, casi sobre las llamas, se esforzaba por aumentar el calor vital que sentía a medias extinguido en sus miembros tras el largo encogimiento de la silla.
Como lo que se camina en definitiva sólo es cosa de una legua o legua y media por jornada, hasta la cuarta de éstas no llegamos al Zancudo, lugar de nombre siniestro para todos los justos apreciadores de la plaga. Por primera vez, montaña adentro, encontramos allí casa. Estaba edificada sobre horcones a un metro de altura sobre el suelo; también encontramos allí plátanos.
Una legua adelante corre la quebrada de las Cuevas que separa por ese lado la provincia del Chocó de la del Cauca. Allí el clima es ya cálido; como que la quebrada tiene apenas 1.454 metros sobre el nivel del mar.
El río Ingará nace de la rama principal de los Andes occidentales, al sur de las fuentes del Tamaná, e inclinándose entrambos al S-O, en su curso torrentoso, van a unirse en el punto llamado Las Juntas, siete leguas al Este de Nóvita. Cuatro leguas antes de dicha confluencia, se pasa el Ingará por un puente de guaduas; allí es todavía correntoso por lo pendiente de su cauce de piedras que está en los estribos de la alta cordillera, estribos de que baja para hundirse en los valles hondos del San Juan.
Vista de Las Juntas
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El puente sobre el Ingará merece la atención del viajero. Atados fuertemente a los troncos de gruesos árboles, como a un metro de altura sobre las barrancas laterales, atraviesan el espacio, encima del río estrepitoso, dos cuerdas o cables hechos de bejuco retorcido, que están separados de otra cuerda como media vara y que van paralelas deorilla a orilla. Esos cables son además sostenidos por otros que los sujetan al ramo corpulento lanzado casi horizontalmente por un árbol tamaño, puesto como a propósito en el borde del abismo. Sentado en el estribo natural que le brinda una gran piedra, sobresaliente en una de las márgenes, se extiende por la parte interior, y paralela también a las cuerdas de bejuco, una barbacoa formada de guaduas, la que se apoya en un alto horcón.
Desde éste se continúa hasta el lado opuesto por medio de otras cañas de la misma especie, que se unen para medir toda la anchura del cauce. Las guaduas están trabadas por la parte inferior, mediante algunos travesaños poco separados entre sí y estrechamente sujetos a ellas por dobles ataduras. En cada extremidad de estas sólidas fajas trasversales, viene a juntarse, por uno y por otro costado, una vara que baja derecha del respectivo bejuco, al que abraza con la horqueta de su cabo superior.
Estas varas, que forman como una baranda en uno y otro lado del puente, lo sujetan a los bejucos que sostienen su peso y le dan el aspecto de un balcón sobre las aguas, el que se arquea más bien que se cimbra a los pasos vacilantes del viajero. En el paso del Ingará el calor es ya muy fuerte. La altura del puente es de sólo 243 metros sobre el nivel del mar.
El punto llamado Juntas del Tamaná viene a ser el centro hidrográfico a que convergen las aguas de una superficie como de sesenta leguas cuadradas, reunidas al S-E por el río Havita, al S-O por el Turama, que desaguan ambos en el Ingará, y al N-O por el Tamaná, que concluye en Las Juntas, sin contar el Irabubú, cuya reunión tiene lugar más adelante, también por el N-E.
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LA CARRERA DE MI SOBRINO Por José Manuel Marroquín
Mi sobrinito Isidro había coronado ya su carrera literaria; es decir, había estudiado primer año de
inglés, segundo año de matemáticas, tercer año de geografía y el curso completo de teneduría de
libros; siendo de advertir que aquel año primero fue sin segundo y que el segundo fue sin primero,
así como el tercero fue sin primero ni segundo. Llegó el tiempo de darle alguna ocupación, y él
mismo sintió la necesidad de dedicarse a algún trabajo provechoso. Pero aquí fue el devanarse los
sesos, el hallarles dificultades e inconvenientes a todas las profesiones y carreras, y el palpar la
inutilidad de casi todos los estudios que había hecho.
De inglés había aprendido harto poco y además, aunque lo hubiera poseído mejor que Byron,
importaba muy poco, pues nadie vive de hablar inglés, ni tenía cosa alguna que decir en ese
idioma. Las matemáticas y la geografía, tampoco pasaban de ser un adorno. La teneduría de libros
ya era otra cosa, según parecía; pues los conocimientos que había adquirido en este ramo le
hacían apto para desempeñar las funciones de dependiente de algún mercader; y con efecto, al
cabo de muchas discusiones y consultas, se resolvió que tal había de ser su destino.
No fue corto, en verdad, el número de comerciantes con quienes hube de hablar a fin de alcanzarle
a mi sobrino la apetecida colocación; pues los de segunda categoría, es decir, los que no gastan
caja de hierro ni cuchara, me hacían ver que ellos se servían a sí mismos de dependientes y que
hasta el presente se hallaban satisfechos de sus servicios; y los que gastan caja de hierro y libros
con guarniciones de cobre, estaban provistos de los dependientes que habían menester.
Al cabo, y por una gran casualidad, vacó una plaza en la casa de uno de estos comerciantes, e
Isidro fue llamado a ocuparla, con un sueldo de doce pesos mensuales y con las esperanzas que
su patrón le hizo concebir de llegar con el tiempo a obtener una colocación infinitamente más
ventajosa. En alto grado satisfechos quedamos mi sobrino y yo, y éste se entregó con fervor a sus
nuevas ocupaciones. Pero era el caso que la teneduría no la tenía él sino un tenedor de libros
extranjero que el mercader tenía contratado, y mi sobrino no tenía otra teneduría que la del
plumero con que se sacudía el polvo, y si por acaso llegaba a tener otra ocupación, era la de hacer
despachar en la botica alguna receta para la patrona, la de llevar una carta al correo, u otra de
aquellas para las cuales no es de provecho alguno el haber estudiado a Degrange y a Rafael
Pérez, y el haber hojeado el «Diccionario de comercio».
Así, los progresos que hacía eran pocos, y lo peor era que, no siendo razonable que anduviera
desarrapado, sacaba con frecuencia del almacén efectos y sumas de dinero que se cargaban a su
cuenta, al mismo tiempo que yo cargaba solo con el peso de su manutención. A la postre, nos
persuadimos él y yo de que la elección de carrera no había podido ser peor, y él hizo dimisión del
plumero, después de cubrir el saldo que contra él resultaba en aquellos libros que algún día había
esperado tener; y no hay para qué agregar que la suma con que se cubrió ese saldo no salió de
otra parte que de mi bolsillo.
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Viniéronseme entonces a la memoria ciertas amistosas demostraciones que me había hecho un
conspicuo personaje, que a la sazón ocupaba un puesto muy elevado. Ocurrí a él, y, mediante sus
buenos oficios, conseguí para mi ex-dependiente una plaza de meritorio en cierta oficina, en la que
trabajó por largos meses y con infatigable tesón, alentado por la esperanza de ver alguna vez su
nombre figurando en aquellas nóminas que cada mes regocijaban la oficina. Entretanto aprendió a
escribir, pues del colegio había salido menos que mediano pendolista, y a aplicar a la práctica las
operaciones aritméticas.
Ya su jefe decía que tenía bonita letra y que no le faltaba despejo y expedición para los negocios,
con lo que, y con haberse tenido noticia de una promoción general que en la oficina debía
verificarse, se creyó era llegado el día en que, dejando de ser meritorio, iba a ver recompensados
sus méritos; pero no le avino, según sus esperanzas, porque a pesar de los empeños que se le
echaron al funcionario que debía hacer el nombramiento, sus méritos fueron desatendidos y la
plaza que esperaba ocupar sirvió de galardón para los de un mozo que, por haber escrito y
publicado unos versos titulados «En el álbum de la señorita Fulana de tal», había cobrado fama de
muchacho de esperanzas.
Mohino quedó con este chasco el pobre de mi sobrino, y determinó hacer dimisión de la parte,
como la había hecho del todo; quiero decir que soltó la pluma de empleado como lo había hecho
con el plumero de dependiente.
Recorrió en seguida los colegios solicitando la férula de pasante, y no tuvo más ventura que en sus
otras pretensiones, porque casi todos los mancebos contemporáneos suyos le habían ganado de
mano, y así era que en cada establecimiento el número de pasantes pasaba de lo mandado.
Los partidos entre los cuales se podía escoger se iban, pues, agotando, porque para aprender un
oficio manual o alguna de las bellas artes, era ya demasiado tarde; de suerte que no le quedó a mi
sobrino más que un camino que tomar, y fue el del campo; cosa a que sentía él desde pequeñito
cierta natural e irresistible inclinación, la que principalmente se había desenvuelto con ocasión de
un viaje que, algunos años antes, había hecho a la Piedra-ancha, en un precioso caballito morcillo
careto, de índole fogosa y delicados movimientos. Parecíale también que el nombre que (al
parecer por acaso), había recibido en el bautismo, era un indicio de la vocación que alguna vez
había de sentir y de la carrera que había de emprender para llegar a ser hombre de provecho.
Por lo demás, el llevar a cabo el proyecto no era de lo más sencillo, y Dios sabe cuántos sudores
me costó proporcionarle algunos fondos para que pudiese entregarse a los trabajos agrícolas.
Muchas fueron las posesiones que diferentes propietarios me ofrecieron en arrendamiento para mi
sobrino, y no pocos los viajes que éste tuvo que hacer para elegir entre todas la que más le
conviniese. Hizo estas excursiones en una mula que al efecto nos prestó un amigo, y con un tren
de cabalgar, asaz inconexo y poco pintoresco. Iba con su sombrero viejo de castor, con la ruana
pastusa y los estribos de aro que habían pertenecido a su padre, con el freno de jaquimón de mi
mujer y con otros adminículos igualmente indignos de un presunto campesino.
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Desecháronse varias de las posesiones visitadas, por diferentes nulidades que Isidro les hallaba, y
señaladamente por la de estar demasiado distantes de Bogotá, centro de gravedad que hace sentir
su fuerza centrípeta a todo el que una vez se ha sometido a su atracción.
Eligióse por fin una posesión que su dueño llamaba hacienda y que los imparciales llamaban
estancia, situada a cosa de cinco leguas de la capital, cercada de vallado o más bien de vestigios
de ellos; adornada con una risueña casita de paja, y cubierta con profusión de ciertas plantas que
mi novel campesino calificó de ricos y abundantes pastos.
Guadaban la casa, en ausencia del propietario, ñor Juan Ignacio y ña Marcela, patriarcal y
adorable pareja de campesinos bonachones y serviciales, que, sabiendo de antemano el fin con
que Isidro iba a visitar la estancia, y no ignorando que podía muy bien venir a ser su patrón, se
esmeraron en asistirle y tratarle como a cuerpo de rey y en hacerle demostraciones de afecto y
sumisión. Ganáronse los dos viejos la voluntad de mi sobrino; y esto y lo exquisito del agua que
por el patio de la casa y en grande abundancia corría, acabó de decidirle a tomar en arrendamiento
la California, que tal era el nombre que el dueño se había empezado en ponerle, si bien los
campesinos de la comarca no la habían conocido jamás, ni la conocían aún, por otro nombre que
el de la Chusquera.
Enamorado mi buen Isidro de la que a el se le antojó pintoresca y productiva posesión, ya le
parecía que se le iba de las manos; hízome de ella una pintura que me sedujo, y yo no opuse
dificultad ninguna para que se perfeccionara el contrato, en el que tuve la honra de poner mi firma
como fiador y principal pagador, por haberlo querido así el propietario, no sin afirmar que aquella
era una formalidad inútil, pero... que siempre era bueno.
Dióse el nuevo arrendatario de la California a transformar su persona en la de un verdadero
campesino, y lo primero que hizo fue abandonar el traje y los arreos con que había hecho las
expediciones preliminares. Dejóse crecer la barba (que a pesar de su poca edad abundaba ya en
su rostro), y nadie a primera vista le hubiera podido conocer el día en que, con sombrero alón de
funda, chaqueta de dril, ruana parda, zamarros de caucho, zurriaga de guayacán, tapaojos de
lomillo, silla orejona bien aderezada y un amarillo y no nada blando rejo de enlazar, montó a
caballo en el zaguán de casa, pronto a partir para la California. En aquella memorable ocasión,
oprimía los lomos de un morcillo careto, escogido por su color en conmemoración de aquel
morcillito de marras. Iba el corcel con herraduras, que aunque en rigor hubiera podido ahorrarse el
costo de ellas, el que las tuviese convenía para la ejecución de un designio que mi sobrino había
concebido.
Era el caso que al hacer de su tierra aquella primera salida, se hallaba ya provisto, como el héroe
de la Mancha, no sólo de caballo y de los arreos adecuados a su nueva profesión, sino también de
dama de sus pensamientos, y se proponía no salir de la ciudad sin pasar por las ventanas de
Guadalupe, no por las del templo compañero de la cruz monumental, sino por las de la casa que
habitaba la susodicha dama, que aquel nombre llevaba; y le parecía cosa indecente y de muy
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escaso efecto ir a lucir a su vista la gallardía de su persona y el brío y la hermosa estampa del
morcillo, sin que éste hiriese estrepitosamente el suelo con los herrados cascos.
En la mañana de este mismo día salió para la California un arriero con el equipaje de Isidro.
Llevaba en un buey el almofrej con la cama y la ropa, y en una burra las petacas con el mercado,
platos y cubiertos, una buena provisión de tabacos, dos cajas de a quinientos fósforos, una baraja,
el «Ivanhoe», dos tomos de «El Instructor», y «Los Tres Mosqueteros».
Ya establecido de asiento en su casa de campo, puso mano mi sobrino a las tareas mediante las
cuales esperaba conseguir que el nombre de la hacienda no quedase por embustero; y, habiendo
sabido que uno de sus vecinos tenía de venta algunas vacas de hato, fue a buscarle en compañía
de ñor Juan Ignacio, asesor nato suyo en todas las ocasiones en que se necesitaba más práctica
en los negocios campestres que la que mi sobrino tenía. El vecino presentó en efecto un hatajo de
vacas paridas, cuya corpulencia y cuyos escogidos colores le fascinaron y sedujeron de todo
punto.
En vano fue que ñor Juan Ignacio te hubiese insinuado con disimulo, que de aquellas vacas, la que
menos, tendría catorce años. «Catorce años, dijo para su capote, catorce años es muy buena
edad; cuando yo la tenía era un muchacho, casi un párvulo». Y tuvo por cosa averiguada que, con
aquella insinuación, ñor Juan Ignacio no se había propuesto otra cosa que estimularle a hacer la
compra, y se dejó hacer el favor, que su vecino le encomiaba sobre manera, de darle aquellas
vacas por lo que le habían costado, callando eso sí la circunstancia de que a su poder habían
venido cuando estaban en todo su auge y en la primavera de la vida.
Grande fue luego el conflicto en que se vio mi deudo cuando el vecino (engolosinado con el
negocio que acababa de hacer), le brindó vacas horras. Avergonzábase de dar a conocer su
ignorancia, y para salir del paso respondió, no sin gran miedo de cometer un despropósito, que
vacas horras no quería, y que preferiría llevar algunas que no estuviesen paridas. Ni fue menor su
perplejidad cuando se le habló de novillas, de vacas de vientre y de vacas machorras, ni más
pequeñas las atrocidades que blasfemó a propósito de todas estas cosas, por no atreverse a
confesar que no entendía los términos de la facultad.
Muy corrido quedó cuando ñor Juan Ignacio le hizo ver las sandeces en que había incurrido; pero,
a pesar de todo, nada puede compararse con la pura alegría que inundó su corazón al verse dueño
de ganado y al arrear por sí mismo con su flamante zurriaguita aquellas hermosas vacas, que no
veía la hora de ver ordeñadas para saber cuánto daba cada una; y es fama que, para reducir al
hatajo una mansísima vaca colorada que se extravió un poquito, la enlazó de una mano, así para
dar a la función la apariencia de una vaquería clásica, como para estrenar el rejo de enlazar.
Por entonces fui yo a hacer una visita a mi sobrino, y hallé que, a semejanza de nuestro primer
padre al principio del mundo, estaba entretenido en poner nombres a los animales, pero se hallaba
en abierta pugna conñor Juan Ignacio y con los muchachos de la hacienda, quienes no podían
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avenirse con los nombres que Isidro inventaba, y, o bien los estropeaban lastimosamente, o bien
los desechaban del todo y les sustituían otros de pésimo gusto y faltos de originalidad.
Al morcillo careto, de que tengo hecha mención, quiso llamarlo Djerid, en memoria de cierto corcel
árabe que hace papel en no sé qué novela; pero fue preciso ceder al torrente de la opinión y con-
formarse con oírlo llamar el Espejito. Otro recibió el nombre de Mazeppa, pero las leyes de la
concordancia lo hicieron llamar el Mazeppo. Un buey barcino de encendidos ojos, que debía haber
sido Diocleciano, fue por fin Dioclesiástico.Para las vacas también suministraron nombres la
historia, la novela y el drama; pero todo fue en vano. Toda vaca negra era conocida por la
Cocinera, la Carbonera o la Azabacha; toda barcina, por la Granadilla o la Calamaca; toda hosca,
por la Guayacana o la Mosca; toda blanca, por la Zura, y las otras por el mismo tenor.
Había mandado hacer fierro para marcar sus ganados, y naturalmente se le había ocurrido
formarlo de las iniciales de su nombre y apellido. Mas sucedió, que como estas letras eran, I. P.
(Isidro Pérez), un gracioso del vecindario leyó indulgencia plenaria, sarcasmo que le hirió en lo vivo
y le decidió a preferir la inicial de su segundo nombre de pila que era Basilio; pero, como le
hubiesen hecho notar que entonces leerían bendiciónpapal, dejó a un lado el abecedario y se dio a
trazar arabescos y figuras no clasificadas hasta ahora en la geometría, hasta que después de
hacer y deshacer, delinear y borrar, componer y modificar infinitas, se decidió por una que vino a
ser su fierro quemador y que se propuso no desechar, a pesar de todos los dicharachos que su
vista pudiera sugerir a los bufones de la comarca.
No todos los contratos que le hicieron dueño de los bueyes, ovejas y caballos con que vistió la
hacienda fueron tan onerosos como el de las vacas. No obstante, siempre siguió comprando a
precio bien subido la experiencia de consumado campesino, la que no llegó a ser completa (lo diré
de una vez), sino cuando abandonó la profesión, es decir, cuando ya no era menester. Entre los
bueyes que compró, se hizo inocentemente a un novillo de la Conejera, que puso a los peones en
vergonzosa fuga la primera vez que se trató de sujetarlo al yugo.
Una vez, creyendo comprar una potranca nuevecita, adquirió una yegua octogenaria, después de
haberle registrado la boca y descubierto que todavía no le apuntaba el colmillo. En otra ocasión dio
dos excelentes caballos que estaban flacos y despelucados en cambio de un execrable caballejo
bien almohaceado y lucio.
Pero todo lo daba por bien empleado con tal que su persona y sus cosas tuviesen un aire
de campesinidad bien pronunciado. No perdonó diligencia a fin de que sus manos y sus pies se
ennegrecieran y se cubrieran de callos; estudió los más exagerados modos de montar a caballo;
mandó hacer espuelas de inconmensurables dimensiones; atestó la casa de perros alborotadores
y golosos, ladrones de la despensa y asesinos de los potreros; no menos que de gallinas y pavos
indisciplinados que hicieron suya toda la casa; y aprendió a abrochar un patón y a dar una
sentada con toda la gentileza de un cumplido sabanero. Y dado como estaba en cuerpo y alma a
estos ejercicios campestres, lloraba los años que había perdido estudiando las matemáticas y la
geografía, que de tan poco provecho le eran en la actualidad.
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Preciso será volver atrás para dar noticia de los primeros ensayos que, como agricultor, hizo mi
sobrino. Pidió y oyó consejos de todos los vecinos, así sobre el tiempo en que había de sembrar,
como sobre la elección de los terrenos y de las semillas, y halló tanta conformidad en las opiniones
de los agrícolas, como suele hallarse entre las de los médicos, lo que le puso en perplejidades
indecibles; al cabo, siguiendo algunas veces el parecer de ñor Juan Ignacio y dejándose guiar
otras por sus propios instintos, sembró sus semillas a salga lo que saliere.
A propósito de estas primeras siembras, cuenta ñor Juan Ignacio que su patrón, habiendo oído
referir que uno de los vecinos había sacado gran provecho sembrando una mitaca, le dio orden
para que saliese a buscar unas cargas de esa semilla a fin de sembrarla al mismo tiempo que las
demás.
Entretanto los gastos no cesaban y California no daba oro como su tocaya, sino esperanzas y más
esperanzas; y como quiera que esta moneda no sirviese para pagar jornales ni hubiese para qué
llevarla al mercado, Isidro se vio precisado más de una vez a tomar dinero al uno por ciento.
Es verdad que las venerables vacas daban leche, que se fabricaban quesos y que éstos se
vendían casi todas las semanas; mas como no todo el monte era orégano, es decir, como las
lozanas y viciosas praderas que mi sobrino había tomado por excelentes pastales, fueron
apreciadas por las vacas en su justo valor, y como, a proporción que las crías de las vacas crecían,
la leche menguaba, el valor de los quesos apenas equivalía a los intereses que era forzoso pagar,
y las pobres vacas no producían su leche ni los infelices becerros ayunaban sino en beneficio de
los usureros; de suerte que, si bien las cosechas del primer año no fueron de las peores, su
producto total hubo de invertirse en el pago del arrendamiento, y los fondos con que Isidro había
planteado sus negocios estaban representados no más que por las decrépitas vacas y por las no
muy medradas crías a que aquellas, viendo cercano su fin, confiaban el cuidado de reembolsarle a
su dueño el exorbitante precio a que, por última vez y con no poca admiración suya se habían visto
vender.
Reveses, pues, no faltaron en el primer año, y en los dos. siguientes se renovó aquello de la plata
tomada al uno; y aun pluguiera al cielo que hubiera sido tomada al uno, pues en realidad hubo que
tomarla a mucho. Una cosecha de trigo se perdió por el polvillo; otra de papas, por el muque;otra
de maíz, por los hielos. Murieron dos vacas, y de muerte natural, que fue lo peor, y antes de que
las demás tuviesen la misma suerte, fue menester venderlas, no ya como vacas de hato sino como
ganado de ceba, lo que quiere decir que habían desmerecido como la renta sobre el tesoro o como
los vales de manumisión; dos caballos se patonearon, y los restantes no podían venderse por la
mitad de lo que habían costado.
Verdad es que cierto día me dio aviso mi sobrino de haber vendido a Canrobert en cuatrocientos
pesos, aviso que me llenó de asombro; pero este asombro menguó considerablemente cuando
supe de qué se componía aquel inverosímil e inaudito precio. Recibía Isidro en cambio del caballo
una obligación o documento contra el tuso Benavides, por valor de cien pesos; ocho cabras
paridas, a 4 pesos cabeza; un reloj de sobremesa, por cincuenta pesos; una caja y una rueda de
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carro, por noventa; un tratado de agricultura en seis volúmenes, por dos onzas; y cuatro onzas en
dinero sonante, con plazo de ocho meses; siendo de notar que ni el dinero sonante ni el reloj
llegaron a sonar jamás.
Otra plaga más temible que el polvillo, el muque y los hielos había contribuído a devastar, ya que
no las mieses, sí por lo menos los bolsillos de mi sobrino. Hablo de las visitas que en la California
recibía. Las relaciones que había contraído en la ciudad eran numerosas y no pasaba semana sin
que algún amigo, o bien alguna partida de amigos fuese a disfrutar en su casa de los placeres del
campo, del baño (que era allí delicioso), y del gusto de pasear a caballo; por lo cual, aunque mi
sobrino hubiera querido limitar sus gastos y no tener su despensa demasiado bien provista, todo
régimen económico era imposible.
Forzoso era procurar, no solamente que la comida fuese regular y abundante, sino también que no
faltasen en la casa unas botellas de buen brandy, y aún alguna caja de vino generoso para las
ocasiones solemnes. Pero cuando mi sobrino echó el resto fue cuando supo que la familia de
Guadalupe deseaba salir al campo a pasar en él una temporada. El asegura que le echaron una
que otra indirecta a fin de que brindase la California; pero yo, aunque no presumo de muy
perspicaz, he maliciado siempre que fue él mismo el autor de aquella invención, y sabe Dios
cuántas instancias hizo a fin de que el proyecto se llevase a cabo. Ello es que tanto en la hacienda
como aquí en casa todo se puso en movimiento.
La cocinera de casa partió para California precedida de las dos terceras partes de su batería de
cocina, de algunas docenas de platos de porcelana y de cajas de fideos, jamones y chorizos, que
no parecía sino que se trataba de abastecer una plaza fuerte para un largo sitio. Mi sobrino, a
fuerza de cambalaches, préstamos y arbitrios de todo género, logró elevar la recogida de los
caballos al pie de guerra; los trabajos se suspendieron, y por cierto que era tiempo de desherbar
una sementera de papas. El viaje se hizo en bestias de Isidro; las camas y las criadas fueron
conducidas en su carro, y sus peones llevaron a los niños.
Durante la temporada hubo comidas campestres, baño diario, paseos a caballo, corridas de toros
en la corraleja; se arrastraron las niñas en cueros (es decir, no desnudas, sino sobre pieles de res);
los tres novios de las tres futuras cuñadas de Isidro y todos los amigos y tertulios de la casa de
Guadalupe fueron todos los sábados y pasaron allá todos los domingos, y todos, todos, todos y
otros más, se solazaron, y se divirtieron, y se recrearon, y comieron, y bebieron, y durmieron, y
bailaron, y cantaron sin medida, y todo, todo a costa del cuitado de mi sobrino, quien lo daba todo
por bien y rebién empleado, hallándose como se hallaba en la dulce compañía de Guadalupe, con
la cual, en sabrosos y dilatados coloquios, formaba, sobre el terreno castillos en el aire,
imaginándose hallarse ya unidos por el sagrado vínculo y gozando solos, y en silencio, y
escondiéndole al mundo su ventura, de una vida de amores, pasada en aquel risueño y solitario
albergue.
Muy razonable era, pues, que mi amartelado sobrino diera por bien empleados los gastos y la
baraunda que aquella peregrinación ocasionó. Pero yo, yo que no fui el objeto de ninguna
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hechicera sonrisa, ni de ninguna lánguida mirada; yo que no probé los jamones ni caté los vinos;
yo que no me arrastré en cueros ni tuve modo de hacer castillos en el aire; yo, en fin, que, como se
verá a su debido tiempo, vine a ser el principal pagador de las deudas de mi sobrino, no obstante
lo inútil de aquella formalidad de que hablaba el dueño de la California, yo doy desde entonces a
Barrabás las posesiones campestres que distan poco de la ciudad, y que halagan a los amigos y a
las novias que gustan de visitar el campo.
Por todas estas causas, y por otras que paso en silencio, se vio precisado mi sobrino a hacer por
entonces su última dimisión; es decir, la del rejo de enlazar, no sin proponerse volver a empuñarlo
cuando para ello se le presentase ocasión. Tan eficaz y tan misterioso es el atractivo que encierra
la vida del campo para quien una vez la ha probado, mayormente si se ha gozado de ella en esta
bendita Sabana de Bogotá, por más que uno la haya regado en vano con el sudor de su frente.
Terminaré mi relación como se termina una novela, dando noticias al lector de la suerte que ha
corrido cada uno de los personajes:
Ñor Juan Ignacio y ña Marcela sirven ahora a un nuevo arrendatario de la California, y le tratan
como habían tratado a mi sobrino; esto es, como si nunca hubiesen tenido otro patrón, y como si le
hubiesen visto nacer.
Isidro, que no había conseguido ser nada, ni comerciante, ni empleado, ni pasante, ni campesino,
ya es algo... ¡es casado!
Respecto de Guadalupe, véase el párrafo anterior.
Yo soy el mismo que al principio de esta historia y hago lo que antes hacía, con una pequeña
diferencia: ahora me ocupo en buscar algún arbitrio para pagar las deudas que contraje a fin de
colocar a mi sobrino en la California.
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EL COSECHERO Por Medardo Rivas
Más bien que un escritor de costumbres se necesita un pintor para bosquejar este tipo
enteramente nacional, pues su gracia, su originalidad y su mérito están en su vestido, su cara, sus
modales y sus posturas imposibles de describirse; pero como a las regiones del Magdalena no ha
de venir artista alguno, preciso es que antes de que desaparezca el cosechero al impulso de la
civilización, que todo lo modifica, quede de él un recuerdo para la gran galería de caracteres
nacionales.
El cosechero vivió en un tiempo, siendo el bello ideal presentado por los filósofos del siglo XVIII, en
el hombre de la naturaleza, es decir, sin ambición, sin aspiraciones, sin «hacer la desgracia del
género humano, cercando un pedazo de tierra y diciendo: esto es mío», y en medio de las
inmensas selvas del Magdalena, sin cultivar un palmo, excepto la platanera, que rodeando su
choza tenía sobre la margen del río; tendido en una hamaca de donde sólo se levantaba para
sacar el pez prendido del anzuelo o cortar un racimo de plátanos, que su mujer sabía preparar.
¿Quién lo arrancó de su indolente y poética pereza?
La industria, que llegando a los umbrales de su choza sin puerta, le dijo: aquí tienes oro para
adornar el cuello de tu mujer; telas para vestirte, carne para todos los días; aguardiente para saciar
tu única pasión, la embriaguez, y dinero para que juegues y gastes en la tuna; pero levántate y
cultiva tabaco.
El perezoso calentano se levantó, movido por tantos halagos, y principió a sembrar tabaco y a
llevar una vida de disipación y de vicios; pero pronto advirtió que de libre que era se había
convertido en siervo del dueño de la tierra que cultivaba y que le daba los avances para el cultivo, y
que el trabajo era superior a sus fuerzas.
Desde entonces el cosechero es una mezcla indefinible del bárbaro que quiere volver a sus
antiguos hábitos, del astuto esclavo que quiere siempre engañar a su señor y del hombre disipado
que ama el dinero para gastarlo y que nunca estima su valor ni sabe aprovecharse de él cuando lo
consigue.
Taita Ponce era el mejor cosechero de mi hacienda, y quiero hacérselo conocer. a mis lectores del
interior, haciendo de él la filiación, como se hace en los cuarteles.
De edad de cincuenta años, alto, delgado, ojos negros, boca rasgada y poblada de blancos
dientes, color indefinible, pues la cara era de un azul color de pecho de palomo, con diversas
ráfagas formadas por el carate, mientras que las manos eran hasta la mitad blancas como marfil y
la otra mitad enteramente negras, y la cutis del cuerpo y de los pies semejante a la piel de los
caimanes.
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Recuerdo ahora una anécdota, que no quiero dejar de referir antes de pasar adelante en la pintura
del cosechero.
Llevó don Joaquín Mosquera, cuando fue a los Estados Unidos, un sirviente de Neiva, caratoso
desde los pies hasta la corona, y a pocos días de su llegada a Nueva York, se le perdió el sirviente
en el laberinto de calles de aquella ciudad.
Apareció en la semana siguiente en todas las esquinas un aviso que decía:
«El hombre azul. Nada de engaño. En el Museo de Barnum, con la descripción de este fenómeno
extraordinario».
Como todos los extranjeros, el señor Mosquera fue a visitar este museo, y se encontró al pobre
neivano vestido de guayuco y en actitud académica, llamando la atención de un numeroso público
que no se contentaba con mirarlo, sino que también lo refregaba para asegurarse de que no era
pintado.
-Mi amo Joaquín, sáqueme sumercé de aquí, le gritó el calentano apenas lo vio; y sin aguardarse
más, descendió del aparato en que lo tenían exhibiéndolo.
Bien, pues, como el hombre azul era taita Ponce; usaba camisa blanca de lienzo ordinario con la
falda flotante, un calzoncillo del mismo género hasta abajo de la rodilla, quimbas de cuero de toro;
un sombrero de hoja de palma de largas alas y copa cónica, un collar de huesos de gallinazo, y se
veía por entre la abertura de la camisa, siempre desabrochada, un rosario
de coquito con paternoster y cruz de oro.
Taita Ponce tenía una yegua mocha, es decir, sin orejas, y una mujer tuerta: ambas le servían para
cargar el tabaco y los plátanos, y ambas lo acompañaban en la tuna; pero yo tengo datos para
creer que su cariño prefería a la mocha pues cuando se la expropió el gamonal de Piedras, estuvo
seriamente afligido.
-¿Por qué no se casa?, le pregunté un día.
-¡Vaya!, mi dotor, me contestó, para casarse está uno, con estos volates de estas guerras, con
la hambruna que nos come, y la bendición que cuesta tan cara.
-¿Tiene mi dotor güen vino grande?, vino a preguntarme al cabo de muchos años del anterior
diálogo.
-¿Para qué quiere vino?
-Para despenar a aquella, porque no quiere desprendérsele el alma ni por nadita.
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-Pero hágale usted un remedio en vez de tratar de despenarla, contestéle, procurando hacerle
variar de resolución.
-Si es ganas: ya fue su hora y no hay remedio que valga. Conque le cogió un causón con dolor
alto, que se le comunica de la paletilla al cuajo. Se le ha dao la uva con ají, por si era de frío;
después el anís con pólvora, por si era bicho; pero nada, si es que ya le convino morirse.
-Yo no le di el brandy, pero alguna alma caritativa debió de dárselo porque esa noche circuló en la
hacienda la grata noticia de que había muerto la mujer de taita Ponce.
Digo que la grata noticia, porque un muerto de categoría es siempre en el Magdalena, un
acontecimiento que prepara muchos días, de una fiesta místico-pagana, del mayor interés para sus
habitantes, y en la cual el aguardiente hace como siempre un papel principal.
Al entierro que se hace en medio de un bosque, al que apellidan pomposamente cementerio,
concurren todos los dolientes y amigos, haciendo frecuentes libaciones; y para que sea solemne,
todos los concurrentes han de volver completamente ebrios.
Después, por nueve noches seguidas, concurren a la casa del finado, todos los de la comarca, y
precediendo las ceremonias de poner una vela encendida y un jarro de agua para que el alma no
padezca escuranía nisequía, principia una cadena de rosarios y cantos místicos, de suspiros, de
duelo y de llantos uniformes, que dura hasta la madrugada; a cuya hora ya todos ebrios,
olvidándose del difunto y del rezo, concluyen por terribles peleas de garrote y de machete.
Todo hombre llega a tomarle cariño a la profesión que ejerce, y ama los instrumentos de su oficio.
Don Pepe Junguito, removido del destino de secretario de un tribunal, se enfermó de nostalgia, y
en el delirio de la fiebre pedía expedientes y se pasaba haciendo margen en las sábanas del lecho.
El capitán Clark murió de tristeza por la pérdida de su buque. Miguel Angelo, agonizante, pedía su
buril. Bernardo Pardo cayó diciendo un chiste; y no sé qué inglés pidió por suplicio ser ahogado en
un tonel de malvasía.
Pero el cosechero aborrece el cultivo del tabaco, se lamenta siempre de las plagas, que son en su
lenguaje la flotilla, el pulgón y el dueño de tierras; y siendo su máxima «pocas matas y bien
cuidadas cumple con la primera parte y olvida siempre la segunda.
Taita Ponce guardaba todas las fiestas vigentes y suprimidas, es decir, se emborrachaba; lo mismo
hacía los domingos, y los lunes, que son domingos chiquitos, y el viernes por ser día de mercado;
el resto de la semana lo empleaba en chinchorrear, cuando había pescado en el río, o en hacer los
preparativos de una gran siembra que jamás realizó.
¿Había fiestas en Piedras?, allí estaba taita Ponce en su yegua, y con su mujer. Las de La Villa no
las perdía, y todos los años hacía romería a nuestra Señora de Méndez.
-Una noche se presentó en mi casa, y desde la puerta me dijo:
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-Se las dé Dios, mi dotor.
-Entre taita Ponce.
-Vengo después de verlo a traerle esta pepa.
Era una patilla hermosísima y en sazón. Después, poniéndose en cuclillas, y armando con el dedo
un agujero en el suelo, principió este diálogo:
-Pues mi dotor, yo vengo desauciao, a echarme en brazos de busté, que después de Dios es
nuestro padre y a más dueño de tierras.
-¿Qué quiere, taita Ponce?
-Pues ha de saber mi dotor que me encuentro péndulo, y vengo a que me haga una
grande iniquidá.
-¿Cuál es?
-Pues vengo a que me dé un suicidio con que meterle calunias al caney.
-Está bien.
-Yo quisiera que mi dotor me diera el suplicio de un toro.
-¿Cómo es eso?
-Pues que me afianzara un toro, para yo tener una galantía, con que poder echar una buena
siembra en esta cosecha.
-Imposible, taita Ponce, si usted ya debe mucho, no trabaja y nunca entrega tabaco.
-¡Ah!, mi dotor, eso es por las circunstancias de los tiempos; pero ahora tengo una flor de
tabaco que le voy a traer, apenitas dé, porque está todavía zarazo.
Y yendo de engañado a engañado, taita Ponce se llevó siempre el toro, sin haber hecho objeción
ninguna al precio por que se lo vendí; y el día de la matanza hizo un convite para que fuesen los
demás cosecheros a ayudarle a levantar el caney.
Era de verse la multitud de calentanos ese día, en contorno de la res muerta, todos en cuclillas;
parecía un sacrificio romano, cuando los soldados de rodillas alrededor de la víctima,
contemplaban con ávidos ojos las entrañas, esperando que los augures dedujeran el porvenir y el
éxito de la campaña.
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La res muerta y preparada, se pusieron al trabajo en medio de la más bulliciosa algazara,
procurando cada uno que el vecino fuese quien llevase la carga, y así levantaron algunas de las
columnas del caney; pero comoera convite, los tragos se sucedían sin largos intervalos, dando el
ejemplo taita Ponce, que quería pasar por rumboso y espléndido ese día.
A las doce y después de un opíparo almuerzo, en que devoraron la mitad de la res, ya todos los
convidados estaban imposibilitados para trabajar; y medio ebrios, los unos luchaban a brazo
partido en la llanura, los otros cantaban debajo de una ceiba, y otros jugaban a la primera
envidada; de cuyo número fue taita Ponce, habiendo perdido el resto de la res, el chinchorro y todo
cuanto poseía.
Si alguna vez tuvo taita Ponce la flor de tabaco que me había prometido, fue un misterio para mí, a
pesar de la vigilancia de los inspectores; pues parece que unas veces lo sacaban verde para
venderlo del otro lado del río, donde los chuceros tenían caneyes a propósito para comprar el
tabaco y secarlo; otras, cambiaban en las sartas el bueno por carola a media noche, de manera
que al día siguiente los comisionados al hacer la visita no encontraban merma en el peso, pero el
día en que se le recibía el tabaco ya no servía para nada; y ya, en fin, apelando a la astucia, al
fraude y a todos los recursos humanos lograba, como un cubiletero, que el tabaco ya seco y
preparado desapareciese por encanto del caney a la casa de recibo.
Un día que yo tomaba un baño en el delicioso Magdalena, vi que taita Ponce llegó a la orilla, con
tres vástagos de plátano, los echó al río, atólos con un bejuco, y quitándose la camisa que puso
sobre dos estacas cruzadas en la balsa, se embarcó y del medio del río me gritó:
-Adiós, mi dotor, me voy desauciao a buscar posesión a Lagunilla, porque estas tierras ya no dan;
pero su plata no la dé por perdida, pues Dios mediante, algún día nos hemos de volver a encontrar.
¿Qué había dejado taita Ponce? Una cuenta en el libro por $ 300; tres palos parados para formar
un caney y su grata memoria.
La libertad del cultivo, como toda libertad, siempre benéfica, va trayendo a los terrenos otra clase
de cosecheros, todavía muy escasos, pero que para la riqueza pública son inmensamente más
productivos que los anteriores.
Si viajar en los Estados Unidos del Norte es un placer para el filósofo y el amante de la humanidad,
porque no encuentra allí el pauperismo, lepra que devora la población de Europa, y porque ve la
comodidad y el bienestar repartidos por todas las clases; venir al Magdalena, después de recorrer
el interior de la República viendo su población mugrosa y esclava de un salario, es también un
placer, encontrando al cosechero que trabaja libre, rodeado de su familia, en medio de la
abundancia y mitigando la maldición de comer con el sudor de su frente.
Y en efecto, es muy grato llegar al espacioso caney, descubierto por todas partes, y sólo por un
lado tapado con hojas de palma, para formar la alcoba, donde duermen y donde tienen sus baúles,
una mesita con botellas, algunos platos y pocillos de loza fina, una vara atravesada, de donde
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penden la ruana y el traje de gala del hombre y su mujer, y las monturas varoniles que sirven para
ambos.
El frente del caney está empradizado de verde grama, y debajo de los totumos y naranjos hay
una barbacoa donde lucen grandes y pequeñas ollas de barro colorado; y más lejos se ven atados,
entre el pasto de guinea, una yegua y un caballo en delicioso consorcio.
En caney está ocupado hasta la mitad por una troja de maíz conservado en mazorca con hojas, la
otra mitad se emplea en las operaciones del diario, y el techo está cruzado por infinidad de cuerdas
en las que va ensartado el tabaco. Los racimos de plátano de la vecina platanera se maduran
colgados al humo de la hoguera; y las gallinas los patos, los palomos y el cerdo que engordan
tienen siempre el caney en bullicio y agitación.
Al rayar el día se levanta el enjambre de muchachos, del cuero en donde duermen, y en estado de
primitiva desnudez marchan al río a regar las eras de almácigo. Verdadera fiesta para ellos, pues el
agua es la felicidad en el clima caliente, y ellos cumplen su tarea bañándose, nadando y
jugueteando, hasta que el padre armado de un perrero viene a llevarlos por delante para el caney.
Allí los esperan sendas tazas de chocolate aromático y sabroso, acompañado de arepas de maíz o
plátanos verdes asados; y concluído el suculento desayuno, marchan en procesión, uno en pos de
otro, vestidos hasta la cintura y cubierta la cabeza con un gran raspón, al tabacal, a
matar cachulo, a despulgar y coger el tabaco en sazón.
Cuando ya el sol es muy fuerte, cada uno toma su pizca o tercio de hojas de tabaco verde, se lo
echa a la espalda y presididos por el padre, marchan a almorzar y sestear al caney.
Comidas abundantes tiene siempre el cosechero, aunque es parco en comer, y en ellas su mujer
sabe mezclar con infinita variedad el exquisito viudo de pescado, el sancocho de plátano con
carne, el arroz atollado, elcocido y el peto de maíz.
Después del almuerzo el cosechero duerme, o sentado en una banquita, emprende la laboriosa
tarea de tejer su atarraya; y es entonces que la mujer domina presidiendo todos los trabajos, al
mismo tiempo que le mete fuego a la hornilla, que espanta los perros, llama las gallinas, pela
plátanos y arrulla al niño que lleva en los brazos.
Aquí hay poesía, hay belleza; y si se ve la escena en medio de las agrestes selvas, iluminada por
el sol de los trópicos y a la orilla del caudaloso Magdalena, por una imaginación ardiente y un
hombre apasionado por la familia, se siente placer y el corazón descansa.
La voz cadenciosa de la mujer no deja de oírse un momento, lo que prueba que la lengua no es
sólo el arma sino también el poder de esta parte predilecta de la humanidad.
-Mirá, Juancho, que no hagás maganza. ¡Chi, Chi! Espantá esas gallinas y echales agua, que
están doraditas.
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-Miren el diablo del gato, metido entre el rescoldo.
-¡Cabeza con cabeza y cola con cola! Como que no sabés amarrar los ataos.
-Ensartá la carola aparte.
-¡Arrú!, ¡arrú!, ¡arrú!
-Duérmete, niño,
-Que tengo que hacer,
-Lavar los pañales,
-Hacer de comer.
-Mirá que se arrebiata esa olla, sacále unos tizones.
-Compadre Pacho, pasque ni an agua hay, vaya y se trae un túmbilo al río.
-Cantalicia, no jugués, porque te doy con el chirrión.
-¡Oíste!, mirá ese marrano que rompe las ollas. ¡Como que no tenés ojos!
-Ñor Toribio, déjese de estarle haciendo sanajorias a Emperatriz, porque se lo digo a él y viene y
lo jarta a palos.
Así ella presidiendo, viendo, mandándolo todo; y la familia ensartando, colgando y amarrando
tabaco, pasan el día hasta que la tarde se refresca, y entonces vuelven al tabacal a darle la última
mano.
¿Le falta algo al cosechero? Tiene trabajo, abundancia, hogar, familia y porvenir.
Sí; le falta una voz amiga que le enseñe el Evangelio; que dulcifique sus costumbres semibárbaras;
que lo haga sobrio y económico; que lo lleve poco a poco por la senda de la civilización; y que sin
arrebatarle el trabajo de sus hijos, les enseñe la moral y les inspire el deseo de mejorar su
condición, haciéndoles amar la virtud y mostrándoles los encantos y los placeres de la vida
civilizada.
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EL MAESTRO JULIAN Por David Guarín
He cogido entre manos en esta semana cierto tipo que me está haciendo cosquillas, y que por
cierto, para solaz mío, y no sé si para el de mis lectores, no lo dejaré en el olvido.
El maestro Julián vive aquí no más, a la vuelta de la esquina, y sin que yo dé más señas, bien
puede cualquiera dar con él aunque no sepa donde vive; pues tan popular así es. Y no vaya usted
a averiguar su edad ni su procedencia; nadie las sabe. Viejos ochentones hay que dicen que
cuando ellos iban a la escuela ya el maestro estaba tal como hoy, y siempre viviendo en la misma
tienda que hoy posee; así es que no se le puede concebir sin su tienda, ni ésta sin él, pudiéndose
decir que son uno solo, sin que pueda decirse cuál de los dos fue hecho para el otro.
Este fósil viviente, y que parece un San Cristóbal de escalera, tiene allí en una especie de agujero
su taller y establecimiento de cuanto usted quiera. Escuela de ambos sexos, sastrería, barbería,
zapatería y despacho de correspondencia epistolar; todo se encuentra allí. ¿Quiere usted que le
haga una trampa? Pues no necesita ir en busca de un agente eleccionario porque él se la hace de
número cuatro, y tan sutil que si se escapa queda al probarla debajo de ella, lo que no es muy
extraño que suceda a los que tienen tal oficio. ¿Necesita un escrito de los de ante usted represento
y digo? Déjese usted de buscar abogado, que le pide un sentido y no le hace cosa que sirva; el
maestro sabe todas esas fórmulas tan necesarias queno dicen nada, y sobre todo, le llevará muy
poco por su trabajo.
Además, allí, y sólo allí pueden hacerle calzones de tapabalazo o fundillo, tan escasos hoy, le
trabajan un documento de debo y pagaré con cuantos amarradijos quiera usted para que el deudor
no se le escape aunque no tenga con qué pagarle; quitan manchas a la ropa de paño que no las
tenga; le embolan sus botas con betún fabricado de humo de papel y panela; le remiendan cuanto
tenga roto, se comprometen a cuanto usted quiera, y por último, le escriben cartas de amores para
cualquier situación en que éstos se encuentren. Ya usted ve, señor lector, que un establecimiento
de éstos no en todas partes se halla.
Sin embargo, todo esto se podría hacer allí sin grande inconveniente; pero lo que no se concibe sin
hacerse uno cruces es el cómo el maestro Julián hace allí los oficios de casado, cuando conozco
cónyuges que por no poder vivir estrechamente se han separado. Y no hay remedio: la pobre vieja,
su esposa, aunque no es creíble, desempeña allí todas las funciones de su ministerio con la
gravedad que tan acucioso marido exige.
No se crea que esto es chanza: no, señores, la tienda es tan pequeña que apenas tendrá cuatro
varas por lado. Desde la puerta, que está en un ángulo, hay una banca de madera en que se
sientan los muchachos y que da hasta la pared de enfrente; allí hay una mesa donde están los
útiles de la escuela y donde se cortan las obras de sastrería y se hace todo aquello para lo cual
hay necesidad de algún apoyo.
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Terminada esta mesa hay una puertecita fracturada en una tabique, detrás del cual hay un callejón
angosto como un ataúd y donde está una cama en que no cabe sino una sola persona; así es que
no se sabe cómo se acuestan ahí marido y mujer; a no ser que sea de medio lado con peligro eso
sí de quedar prensados y cuadrados como tabaco guaduero. Razón más en mi favor para
preguntarme cómo podrán vivir allí dos casados. Al pie de la otra pared hay otra banca y en el
rincón está la hornilla donde se desempeñan todos los oficios de cocina; siendo de advertir que el
menaje está colgado en la pared encontrándose, además, allí un cuerno que no me acuerdo qué
aplicación tiene. Las láminas, pinturas y el rejo para castigar a los niños, completan el adorno de
las paredes. Por último, en medio de la pieza hay una mesita y una silleta que después sabrá el
lector para qué son, y si algo se me olvida, súplanlo, que no todo lo he de decir yo.
¡Y cómo le cae qué hacer! Indudablemente el oficio que más plata le ha dejado es el de la
fabricación de cartas de amores. Y si no, por aquí no más juzguen ustedes. En cierta casa hay una
sirvientica que han criado desde pequeñita; llega a la edad en que los carrillos se le colorean a la
vista de un hombre y el corazoncito se le inquieta con un negros tienes los ojos. A la sazón un
zapatero dandy (que también los hay zapateros), apuesta a chicolearle cada vez que pasa por su
puerta, hasta que por fin estas dos almas se comprenden dejándose llevar de esa pasión que los
devora.
La muchacha se tarda en el mandado; ya no quiere sino estar en la calle; se peina como la señora
y alza la voz cuando la reprenden. ¿Qué hace un hombre al ver que una persona sufre así por un
amor inocente? Va donde el maestro Julián y le encarga una carta en que le hable del porvenir
dichoso y la tranquilidad imperturbable; de la inocencia de su amor y de lo mucho que sufren dos
almas ausentes. Y como quiera que el maestro sabe tanto de esto, va y se la hace mejor de lo
necesario, y hé aquí el rancho ardiendo. La muchacha la recibe, la guarda entre su seno después
de que la da a leer, y por la noche en tanto que las señoritas bailan, ella recoge lo suyo, y como
esto lo hace a oscuras, se le enreda algo de lo ajeno y se va. El principio de esta historia es tan
común que ni debí haberlo descrito; pero ya que empecé procuraré acabar.
En los primeros días, la niña no sale de la tienda a donde la ha llevado su amante zapatero;
después ya asoma la cara, en tanto que su Adonis por entregarse a los oficios de su nueva vida
trabaja poco. Los gastos se aumentan, se nota que el amor se obtiene muchas veces hasta de
balde y al fin... no quisiera decirlo porque ya debe suponerse, la abandona.
Sigue, pues, el trabajo del maestro Julián, quien, como si fuera cura, no hay peripecia en la vida
humana que no tenga necesidad de él.
La muchacha, como es natural, no quiso servir en unas partes y en otras no la admitieron;
resultando de aquí que empezó a suspirar por su ingrato conquistador sin tener otro recurso para
conmoverlo que decirle por escrito sus amarguras. Apeló, pues, al refugio de todos, y una mañana
se paró frente a la puerta del maestro de escuela.
-¿Qué quería la niña?, le preguntó el viejo.
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-Mire lo que le digo, contestó pasito.
El viejo se acercó, y como es sordo se arrimó bien.
-¿Que si me hace una cartica?
-¿Carta de qué, dice recio, de amores?
-No es de amores; pero ...
-Explíquese a ver, porque ya sabe: si es de amores no más, vale un real; si es de amor
despechado, vale real y medio, y si es de amor correspondido, vale dos reales. Conque diga a ver.
La criada en vista de esta tarifa le explicó lo que le pasaba.
-¡Ah!, dijo el viejo, esas de amor dormido valen más, y tienen que traer papel.
-Hágamela por un real; no tengo más.
Por fin arreglaron mediante un aumento, pero en cambio le sacó la condición de que le pusiera
corazones con flechas y un verso al fin.
Ida la criada, el maestro llamó al muchacho más entendido en la escritura, lo sentó en una banca y
sobre la mesita que hay en la mitad de la pieza hizo que el discípulo pusiese lo que él le dictaba.
Para que los demás muchachos no oyeran les ordenó que estudiasen sus lecciones de doctrina
cristiana, lo que ejecutaron con su sonsonete especial, a grito entero y cada cual por su lado.
Resultaron pues de aquí, entre lo que él dictaba y lo que los muchachos gritaban, algunas
curiosidades que no dejaré entre el tintero:
-Poné aquí arriba, le dijo el maestro: «Mi único amor». Son tres, gritó un muchacho, mundo,
demonio y carne. «Pues esta se dirige» - Al fin del mundo, gritó otro «con el objeto» - De que nos
libre Dios de las malas obras y deseos - «de que usted se imponga de mis desdichas» ¿Qué cosas
son esas? - «de que es el solo causante». - Y ¿su cuerpo cómo quedó? - «Si usted no me hubiera
sonsacado como está acostumbrado a hacerlo» - Cualquier hombre o mujer que tenga uso de
razón - «yo estaría honrada» - Para tres cosas - «al lado de mis señoras - ¿Mostrad cómo? «y no
estaría buscando» - Contra lujuria castidad - «a tarde y a mañana» - ¿Por qué tantas veces? «a
quien me ha perjudicado,» - A la manera que el rayo del sol pasa por un cristal sin romperlo ni
mancharlo - «después que con el modito que tiene» - Sí tengo, y cada uno de los hombres tiene el
suyo - «me sonsacó con los pocos trapitos que yo tenía» - Para que nos sirviésemos de ellos como
de instrumentos y medios de conservación - «yo me pregunto» - ¿Sois cristiano? - «¿cuál es la
causa de las causas?»-Los Apóstoles - «de que en mi pecho - ¿Y por qué en los pechos? - «¿sufra
tantos dolores?» - Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante - «Qué hago con» - Los rastros
y reliquias de la mala vida pasada - «¿lo penoso de mi vida?» - Acostumbrarse a decir si o no
como Cristo nos enseña.
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Concluída la carta, que no inserto toda por ser muy larga, dictó al amanuense este verso:
Papelito, papelito,
Hacé lo que yo no puedo,
Que tú te vas a la gloria
Y yo en el infierno quedo.
-¡Amén!, gritaron dos muchachos.
Ninguna gracia habría hecho yo si no les contara las habilidades del maestro Julián como barbero.
No cuente nadie con él los sábados y los domingos por la mañana, porque no tiene tiempo sino
para limpiar a sus parroquianos tanto de cara como de bolsillo. Llegado un campesino lo acomoda
en un taburete, lo enjabona, y después de darle unas cuantas pasadas a la navaja en la mano,
empieza su operación, para lo cual les coge la punta de la nariz suspendiéndolos casi, de manera
que la infeliz víctima queda con la boca abierta, sin que pueda siquiera quejarse al saltársele las
lágrimas, que por fuerza brotan al pasar una navaja que no corta. Los que tienen barbas saben lo
que es bueno.
Un día llegó un hombre con el empeño de que le rapara la cabeza a navaja. Sí, señor, le dijo;
porque tiene la cualidad de no decir no a nada. Lo sentó, pues, le recortó de raíz el pelo, y después
de haberle enjabonado la cabeza tomó la navaja con la soltura y desparpajo de un Saunier.
Empezó desde la corona y queriendo darle una pasada, como quien dice de violín, trajo la navaja
hasta la frente, y bien fuera porque la parara mucho o porque no cortara, lo cierto fue que
hizo rrrum sobre el pellejo, como hace el dedo sobre la superficie de una pandereta.
¡Ay!, gritó el hombre; pero el barbero dijo: no tenga usted cuidado que es porque el jabón está muy
bravo. Y era la verdad, porque se le había entrado en cada una de las heridas que le había dejado
en la estrepitosa carrera aquella infernal navaja. Deseoso el hombre de librarse de tal escozor,
salió corriendo para lavarse en el caño; pero era el caso que los muchachos, que donde quiera son
el diablo, le habían amarrado la punta de la ruana al taburete, resultando de aquí que en la carrera
lo sacó arrastrando no sin enredar al viejo, que, con la navaja en una mano y un paño en la otra,
cayó de espaldas largo a largo.
Mis lectores conocen ya una parte aunque pequeña de mi maestro, pero no se han imaginado de
cuánto sirve su consorte. Una pareja más igual no se encuentra ni mandada hacer. Es que la
experiencia y los años les han hecho ver que hay en la sociedad una multitud de personas que se
dedican a lo que hemos llamado artes y oficios; pero que las necesidades de la vida requieren
quienes desempeñen ciertos quehaceres para los cuales se necesita también su aprendizaje.
La mujer del maestro es conocida en todas las casas de la población; así es que ella es el pañito
de lágrimas en trances apurados. El día en que falta una criada, por ejemplo, y no hay quien vaya
a la cocina, ahí está la mujer del maestro; ella vendrá a cocinar de día y de noche, volverá a su
casa llevando una buena provisión para el estómago y otra para la cabeza de su marido, pues no
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deja de contarle todo cuanto ha pasado. Ofrézcase un mandado, un oficito de pronto, ahí está ña
Calixta, que en el momento lo hace todo.
Y descuídese usted, señor lector, y verá cómo el día menos pensado le lleva una razoncita a la
señora, o le deja escurrir un billetito en el costurero de la niña sin que usted sospeche nada.
Y es tal la habilidad de esta antigualla, que sin comprometerse hizo que en una noche, a la misma
hora, saliesen el dueño de casa y la señora al portón, a tiempo que llegaron la criada de enfrente y
un señor que se paraba en la esquina; es decir, cuatro personas distintas con un sólo objeto
verdadero. Por supuesto que el uno dijo que había venido a cerrar el portón; la señora que venía a
ver si ya habían cerrado; la criadita dijo que venía por malvas para un enfermo, y el otro, que se
encontró allí sin qué decir, entró haciendo mil reverencias a hacer una visita de cumplimiento.
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UN PAR DE VIEJOS
(ULTIMAS COSTUMBRES DE SANTAFE REFLEJADAS SOBRE BOGOTA)
Por José María Vergara y Vergara
El sol esconde ya sus últimos rayos... dejémonos de sol y de crepúsculos. Yo no sé por qué los escritores andan siempre (y yo entre ellos), a caza de frases prestadas para decir lo que estaría mejor dicho sencillamente, y apelando a los recuerdos propios que, en todo caso, tienen por lo menos la ventaja de ser originales.
A las cinco de la tarde de un día del diciembre de 1848, un grupo de chinos y de albañiles de menor cuantía cerraba el paso en la esquina de La Tercera, a tiempo que las alegres aunque roncas campanas de La Veracruz, fatigaban los ecos, llamando a los fieles al acostumbrado rosario complicado esa tarde con no sé qué fiesta.
Lo que había reunido a los pilluelos no era por cierto la devota intención de entrar a encomendarse a la Virgen, sino la malévola idea de estudiar los ademanes de dos viejos que venían del lado de Las Nieves, camino de La Veracruz, a donde por último se entraron. Los dos ancianos tenían, preciso es confesarlo, mucho y muchísimo que llamara la atención. El sombrero de paja amarillenta de la anciana era evidentemente compañero del de castor de su esposo, que éste compró, sin duda, en Lima en 1798.
La capa color de pasa del viejo hacía juego con la tela y el corte de los vestidos de su compañera que caminaba a un lado, tosiendo ambos a dúo, y atravesando palabras de una conversación doméstica. La criada con un farol apagado, un paraguas enorme, que iba cerrado, y una alfombra quiteña tan anciana como los viejos, parecía una acémila cargada con los despojos de un saqueo. Mientras los dos ancianos venían caminando muy trabajosa, pero apaciblemente, los chinos repartidos en alas, observaban y hacían comentarios en voz baja.
Llegados al templo de La Veracruz, penetraron hasta cerca del presbiterio. El anciano se quedó en la primera silla de los escaños que hay en el cuerpo de la iglesia y la anciana tomó cuarteles dos pasos más adelante. La criada depuso en el suelo el paraguas y el farol, y desplegó la alfombra, vieja pero bien conservada, sobre el húmedo suelo. La alfombra en que se arrodilló la anciana tenía florones colorados y amarillos, y en derredor un marco lleno con letras mayúsculas, que decía así:
SOYDEDOÑAJOSE * PHABERMUDESY * BRITOBIB
ALA * RELIGION 1802 *
Por lo que hace al anciano caballero, puso en la silla su sombrero de castor y sacó de su chaquetón de paño azul, un grandísimo pañuelo de hilo, a grandes cuadros, que dobló en cuatro y colocó sobre el ladrillo en que iba a arrodillarse. Hechas todas estas operaciones, sacaron sus camándulas de gruesas pepas negras y lustrosas ensartadas en trenzas de seda roja, y con cruces de azabache incrustadas de nácar, que contenían en el centro una partícula del lignum crucis, y acompañaron el rosario que rezaba en voz alta el capellán. Cuando terminó la función, ya era muy entrada la noche, y por lo tanto, no pudieron volver a ver a los viejos los chinos
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que habían esperado largo rato, y que fastidiados al fin, se retiraron.
Caminando tres cuadras después de La Tercera, por el Camellón de las Nieves, y volteando a la izquierda, se encontraba una casa baja, de anticuado gusto y viejísima construcción, con tres ventanas a la calle y al lado de ellas un zaguán empedrado, húmedo y oscuro. Al entrar al corredor se divisaba por primer objeto un enorme cuadro al óleo que representaba a San Cristóbal; a la derecha se encontraba la sala, con todos sus adornos especiales, que bien mereecn una descripción detallada. No había cielo raso, ni tampoco artesonado.
El enchuscado empañetado y blanqueado hacia sus veces; y las vigas descubiertas estaban recargadas de festones de flores pintadas. Las paredes, sin colgadura, tenían también su pintura, que consistía en jarrones de flores, cenefas y marcos, todo pintado con brocha gorda. Un ancho canapé forrado en tripe, seis silletas antiguas y dos mesas de pata de águila con urnas de Nacimientos, eran todo el mobiliario. La estera, de anchasempleas revelaba, aunque no estaba rota, una vejez envidiable.
Las alegres aunque roncas campanas de la Veracruz, fatigaban los ecos llamando al
rosario...
En la testera, una puerta abierta dejaba ver la alcoba nupcial, con su cama de pabellón de macana, cuyo pabellón, obra maestra del Socorro, había resistido incólume el peso del polvo y de los años, sin que uno sólo de sus pliegues se hubiese roto ni rozado.
Apenas llegaron los dos ancianos a su casa, después de un breve reposo en el canapé para refrescarse de la agitación del paseo, se levantaron para colgar cuidadosamente en una percha de la alcoba la capa color de pasa del viejo, con los sombreros, la mantilla y la saya de doña Josepha Bermúdez y Brito, que tal era su nombre si damos crédito a la habladora alfombra, que así lo decía.
La criada, mientras tanto, había ido a revivir la soñolienta candela de la cocina, la que soplada no sólo por los fuelles mugrosos, sino por los robustos pulmones de la india Claudia, alzó al momento sus llamas coloradas que hicieron sonar pronto la olleta en que hervía el agua destinada para hacer el chocolate. Una gran sartén recibía masas, carne y tamales pequeños, que iban a constituír indudablemente la cena de los dos viejos. Claudia vino después de media hora a la sala, y arrimando un velador al canapé en que estaban conversando los dos ancianos, tendió una servilleta, colocó sobre ella la bandeja que contenía el frito, y luego dos tazas llenas de caliente chocolate, cuya espuma hacía visos azules y rojos a la luz de las velas. Los dos ancianos al ver
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lista la cena, se movieron en sus asientos y se miraron cariñosamente.
-¿Cenamos ya, Josefa?
-Como usted guste, don Raimundo, contestó la anciana, acariciando con su mirada profundamente cariñosa la faz llena de arrugas del anciano.
Don Raimundo recibió aquella mirada y sus arrugas se despejaron al devolvérsela más llena de afecto, si cabe; y ofreciéndole con la mayor galantería la mano, vinieron a sentarse junto en torno del velador donde los aguardaba la cena o refresco.
Ajiaco, frito, chocolate; todo el prosaico tren de la cena santafereña, adornada con retoritas tiernas y doradas, y terminada por un plato entre cuyo almíbar grueso y cándido se trasparentaban las purpúreas fresas, y a la postre un jarro de plata, lleno de agua almacigada; tal fue el refrigerio de aquellos dos bienaventurados viejos.
Nada más perfumado, ni más puro ni más risueño, que la conversación que entablaron. Las palabras eran perfectamente corteses, la familiaridad llena de respeto y los modales llenos de atención. Tras una breve lucha sobre quién serviría primero, cedió la anciana, pero eludiendo diestramente la preferencia que tenía que aceptar, con pasar de su plato los mejores bocados al de su galante compañero, y hasta que éste hubo acabado de servir ambos platos.
-Hoy hace cuarenta años que a estas mismas horas estábamos en nuestra mesa de bodas, dijo tras breve silencio don Raimundo.
-¡Cómo se pasa el tiempo! ¡Me parece que fue ayer!
-¿Me hace usted el favor de tomar a mi nombre esta presa?
-Con mucho gusto; pero usted jamás come por cuidarme.
-La cuido menos de lo que debiera, y de lo que usted se merece. Desde esta mañana estoy cavilando y no doy con el nombre de aquel a quien se le cayeron los dulces que llevaba entre un pañuelo la noche de nuestro casamiento. . . ¿se acuerda usted?
-¡Pues! Era... permítame usted... era Isidro González.
-Cabal. No he vuelto a verle desde entonces. ¡Qué muchacho aquel!
-Sí, le vimos ... en aquellos días ... de la capilla ...
-Basta, basta, Josefa. No me acordaba ya de las personas que entonces nos ayudaron. !Pobres gentes! ¿Y todo para qué?
-¡Fusilar un muchacho de veinte y dos años! Jamás salido de entre la cabeza semejante cosa, ni acierto comprenderla.
-¡Pobre Carlos! Preciso era que Santander tuviese muy mal corazón. ¡Qué día aquél!
-Hoy no estaríamos tan solos, mientras que sin Carlos no habrá quién entierre al último que se muera de nosotros dos.
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-¡Para qué piensa en eso! Será lo que Dios quiera, y nada más.
El recuerdo de Carlos siempre que se atravesaba en la conversación la cortaba al fin para dar lugar a un doloroso silencio. Pero hasta el recuerdo de Carlos, por muy triste que fuera, se había gastado ya a fuerza de hablar de él tres veces en cada día, siempre a medias palabras, siempre invitándose mutuamente a no hablar de cosas tristes, y siempre volviendo a las andadas.
Es fuerza ya decir quién era Carlos, cuyo nombre ha sonado en la conversación de los ancianos, como un recuerdo de tristeza y una lástima incesante.
Cuando don Raimundo pretendió allá por los años de 1802 a la graciosa doncella de quien salió más tarde doña Josefa Bermúdez y Brito, ésta vivía al lado de su familia, separada únicamente de una hermana a quien amaba mucho, y que habiéndose casado con don Juan José Rincón, noble hijo de Tunja, había seguido a su esposo, aunque con alguna pena, a la ruinosa capital de los antiguos zaques. Breve fue la ausencia, porque breve fue su felicidad y su vida. Al año cabal murió, pasando a mejor lugar (no hay duda que es mejor la Gloria que Tunja), dejando un niño de un mes de nacido.
Mientras tanto los amores de don Raimundo seguían, e iba a hacerse un matrimonio cuando sobrevinieron algunos sucesos que lo impidieron y no logró verificarlo sino en diciembre de 1808. Don Raimundo era pobre si doña Josefa no era acaudalada, y por lo tanto el novio no podía hacer ningún regalo de valor a su desposada, porque es fama que en 1808 no se fiaban los muebles ni los perendengues. El refrán de la bota chirriando y el bolsillo silbando, no se inventó hasta 1820, época en que trajeron por primera vez a Bogotá las botas chirriadoras.
Esto lo hemos descubierto revolviendo archivos, movidos solamente del deseo de ayudar a las ciencias, fijando la fecha importantísima de la importación de las botas con música, de que tanto han abusado después los cachifos Como íbamos diciendo, imposibilitado don Raimundo para obsequiar espléndidamente a su bella y vergonzosa novia, dio en cavilar tanto, que al fin encontró el regalo; y una mañana montó a caballo, y la del alba sería cuando él ya estaba a dos leguas de Bogotá, camino del norte.
Quince días después estaba de vuelta, y entraba en el patio de la casa de doña Josefa trayendo sobre una almohada en la cabeza, forrada en plata, de la silla, a un infante, gordo de carrillos, travieso de ojos, llamado Carlos Rincón, menor de cinco años y con generales. Era el hijo de la hermana que tanto había llorado Josefa. Fácil es adivinar cómo logró don Raimundo inclinar al padre de Carlos a que le diera el niño, si se atiende a que lo traía a la capital, donde todos los provincianos de medianas proporciones se educaban, y que lo conducía al lado de su familia, bajo su propia responsabilidad.
Tal fue el regalo de bodas de don Raimundo, regalo que doña Josefa recibió llorando de alegría y de dolor, porque si gusto le daba ver a aquel suave retoño de su hermana, también la hacía llorar el parecido de las facciones del niño con las de la madre, que le recordaba más vívamente que aquella ya no existía.
Ocho días después se verificó el casamiento, pasándose a vivir los novios a la misma casa en que los encontramos la noche en que empieza esta relación, en diciembre de 1848. A falta de hijos, que no los hubo, don Raimundo, fue reputado tal el niño que había traído de Tunja: Carlos fue mimado y consentido por los dos esposos, rivalizando éstos en amor por el huérfano.
Ya mancebo, era por su educación esmerada y generosos sentimientos el encanto de sus padres adoptivos, a quienes pagaba con usura de cariño, lo que les debía. Pero toda felicidad tiene un
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término repentino e imprevisto, y la de los dos esposos la tuvo: supieron una noche a deshoras que Carlos acababa de ser preso, acusado de haber entrado en una revolución.
En vano don Raimundo y doña Josefa revolvieron este mundo y el otro por salvarlo. Tras un rápido sumario, fue sentenciado a muerte con otros compañeros, y ajusticiado en la plaza mayor de Bogotá. Esto pasó en 1834.
Desde esa época hubo siempre una lágrima en los ojos de doña Josefa, un recuerdo doloroso en la memoria de don Raimundo y una sombra en la sala de la casa sobre el asiento vacío que ocupó Carlos durante tantos años. Todos los días hablaban de él, y todos los días concluían por suplicarse mutuamente que olvidaran recuerdos tristes, como hemos visto que sucedió en la conversación que tenían la noche en que empieza esta historia. Volvamos ya a los ancianos que hemos dejado apurando sus jícaras de aromático chocolate.
Doña Josefa vestía un camisón de zaraza, de talle alto, y tenía la cabeza cubierta con un pañuelo de color. Su cara llena de arrugas interesaba a su favor; sus ojos negros tenían mirar apacible y bondadoso, y en su color blanco y despercudido y en la regularidad de todas sus facciones se descubría que en su juventud habría sido muy hermosa.
Don Raimundo era de color moreno, nariz larga y expresión seria pero bondadosa; y la limpieza de su vestido y el esmero con que estaba afeitado anunciaban su educación distinguida. El chaleco blanco de solapa, la camisa y la corbata de hilo eran de resplandeciente blancura; el chaquetón de pana y los pantalones de paño no tenían ni una motita ni una mancha. La edad había blanqueado y disminuído sus cabellos; pero los pocos que le quedaban estaban perfectamente arreglados.
Concluída la cena, conversaron otra hora todavía, y luégo sacando don Raimundo algunos libros, leyó la vida del santo de sus oraciones y reflexiones, y un trozo de otra lectura espiritual; en seguida, volviendo a calarse sus antiparras engastadas en carey, leyó una media hora más en un tomo de Feijóo, interrumpiéndose cada paso la lectura con observaciones que hacía cada uno de los dos ancianos.
La regularidad con que había abierto los volúmenes indicaba que tal era la costumbre diaria, y la atención de doña Josefa daba a entender lo grata que le era la lectura espiritual del padre Croisset y la de pasatiempo de Feijóo.
Cuando concluyeron la lectura eran ya las diez de la noche. La india Claudia, sentada en un rincón de la sala, estaba inmóvil, so pretexto de que atendía; pero en realidad, lo que hacía era dormir como un lirón.
Al sonar las diez, se levantaron los dos viejos, llamaron a la criada para que fuera a dormir sobre su junco, y ellos se retiraron a su alcoba.
Media hora después estaba a oscuras y en silencio la casa.
Las campanas de San Francisco tocaban a misa de cinco; y su tañido alegre y agudo se hacía oír más distintamente al través de la niebla que vagaba majestuosamente sobre los tejados de la ciudad. Doña Josefa, que tenía la costumbre de despertarse a esa hora, oyó el primer repique y se incorporó en el acto para levantarse, con ánimo de asistir a su misa favorita.
Dos o tres veces llamó a su compañero; pero dormía profundamente, y parte por el respeto que siempre le había profesado, parte por su cariñosa solicitud, no se atrevió a insistir en despertarle, y dejándole cubierto hasta la barba, se levantó sin hacer ruido, vistió su saya y salió para la iglesia.
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Tres cuartos de hora pasaron, poco más o menos, cuando después de haber oído la misa de cinco, regresaba la anciana, alegre y tranquila, y llena de infantiles esperanzas. El día anterior lo habían celebrado como una fiesta, por ser el cuadragésimo aniversario de su casamiento, fiesta que guardaban religiosamente todos los años, no trabajando, pasando el día en dulces conversaciones y yendo vestidos de sus modestas y mejores galas a los ejercicios piadosos de San Francisco y La Veracruz, que eran las iglesias que frecuentaban.
El día siguiente a aquel de tan dulces y apacibles recuerdos, tenía también algo de fiesta, pero de menos recreo. ¡Qué risueña perspectiva la de doña Josefa! Veía, en primer lugar, el almuerzo cercano, la conversación con su amigo, el descanso tras el almuerzo; por la tarde, la asistencia a la iglesia para rezar sus devociones, un paseo a San Diego después; luégo, la noche con su calma; y por último, el momento de la muerte lejano, muy lejano todavía aunque eran ya muy viejos los dos esposos, ¡porque el hombre, aún más allá de la edad de ochenta y de cien años, todavía espera vivir!
Ocupada en pensamientos de color de la aurora, más rosados aún por el reciente y piadoso ejercicio de la misa, iba caminando la buena señora. Cuando llegó a la casa, oyó el ruido que hacía en la cocina la india Claudia empezando sus tareas diarias, moviendo las cacerolas, lavando la loza y previniéndolo todo.
Penetró en la sala, cerrada todavía a la luz azulosa de la mañana; se quitó, sin hacer ruido, la saya y la mantilla, y luego se acercó a la cama un tanto sorprendida por el sueño de su esposo. Puso el oído atentamente para oir la respiración del anciano; acercóse más, y púsole la mano en la cara, alarmada por su silencio. Hallólo frío e inmóvil; arrojóse desesperada a la ventana, y la abrió por entero. ¡Qué espectáculo!
Yacía don Raimundo dulcemente cobijado hasta la barba y en la misma postura de un hombre dormido. Sus ojos, que se habían cerrado para el grato sueño, cerrados habían quedado por el sueño de la muerte. Su cuerpo no estaba recto, pero, la rigidez de los miembros se adivinaba por encima de las cobijas que los dibujaban. Su boca se había quedado entreabierta para dejar escapar su último aliento; y una de sus manos, inerte, fría y blanca como el mármol, estaba debajo de su cabeza pesada como el plomo.
Doña Josefa no se engañó creyendo que era un accidente, pues los síntomas de muerte no dejaban duda. Detúvose un instante pálida y asombrada, a lo que el torrente de luz entró por la ventana y le mostró la faz amadísima de su esposo. Pulsóle el pecho y las sienes, levantóle los cabellos que caían sobre su frente; en seguida se arrodilló a su lado; le tomó la mano que estrechaba entre las suyas y rompió en llanto, pero sin gritos y sin desesperación.
Así permaneció al lado de su difunto amigo, más de una hora.
Cuando entró Claudia, la envió a que llamara al padre Cruz, el confesor y amigo de ambos, excelente religioso franciscano. A éste le recomendó el entierro, que él hizo con gran pompa en la iglesia de su orden. Con gran pompa, hemos dicho, por cuanto doña Josefa dejaba su casa y algún dinerito al convento, y éste había entrado inmediatamente en posesión de los bienes, porque por la tarde cuando fue la Comunidad por el cadáver, hallaron a doña Josefa arrodillada y muerta, sobre la mano de su marido, que estaba vestido de gala, en su cama de respeto[1].
No dejaron ningún pariente, y con ellos se extinguieron sus apellidos en Nueva Granada. [1] Tal como refiero esta muerte, sucedió una en Bogotá, en 1848.
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LA TIJERA (Articulo tomado del duende)
Por Domingo A. Maldonado
He aquí un epígrafe bien extravagante; he aquí un articulillo bien chocante. ¡La tijera! ¿Y qué nos
viene a decir «EI Duende» de la tijera? ¡qué!, ¿ni aun este útil instrumento ha de escaparse de sus
investigaciones, de sus sátiras?
No, señor: no se sofoque. Sepa usted en primer lugar, que ni vengo a hacer la descripción del tal
instrumento, ni a relatar su historia, desde su ingenioso inventor hasta nuestros días, ni a decir
nada del uso que se ha hecho y se hace de él en las artes, ni a deplorar el empleo a que se le
haya destinado en ciertas ocasiones, como en aquella en que Sansón perdió sus fuerzas físicas
por haber unas tijeras despojádole de su pelo; y en segundo lugar, sepa usted también que de la
tijera de que va a ocuparse «El Duende» es de la misma que él suele manejar.
Allá voy, pues.
Pero el pleito es largo ¡toma si lo es!, ¡como que en este mundo redondo no hay quien no meta su
tijeretazo; así como ninguno se escapa de ser tijereteado! Vean, pues, ustedes, si hay tela que
cortar.
Para que no andemos con dudas, adivinanzas y misterios acerca de lo que diré, necesario es que
me adelante a anunciarles que la tijera, el asunto que traigo entremanos, tiene otro nombre y es la
lengua. ¿Me comprenden ustedes? -Sí- Muy bien; mas, me falta hacer otra advertencia, y es que
hay otro instrumento que también se convierte en tijera. -¿Cuál?- La pluma. -¡Corriente!-Es decir
que estamos de acuerdo en los preliminares, y que puedo empezar.
Sin embargo, ahora me ocurre una dificultad, y grande. ¿Cómo clasificaré las diversas especies de
tijeras? ¿Por sexos, por edades, por tamaños, por categorías? ¿Las colocaré en escala
ascendente o descendente? ¿Empezaré por las más dañinas o por las menos nocivas? ¿Las
sacaré a la suerte?... ¡Una dificultad dije y son muchas! ¿Cómo salir del aprieto?
Lo natural sería dividir mis reflexiones en dos grandes partes, a saber: la tijera-lengua y la tijera-
pluma; o al revés: la lengua-tijera y la pluma-tijera. Pero como muchos usamos de una y otra a la
vez y como lo que deseo es singularizar lo más que me sea posible, y como no me conformaría
con hacer un sermón incomprensible, de puras generalidades... ¡Vamos!, ¿a que por fin doy fin sin
conseguir mi fin?
No será: ya me tiene usted pronto: ya empiezo. Figúrese usted que en este momento, yo, «El
Duende», soy un garitero de lotería, y que, por consiguiente, tengo en una de las manos un bolsón
lleno de fichas que voy sacando con la otra; y que usted, caro lector, con los ojos fijos en su cartel,
111
va apuntando las que van saliendo: ¿qué le parece la idea? -Excelente-. Pues bien: hagan silencio
todos, que se va la ficha:
Pintó... pintó por...
¡La señora de gran tono! Esta es la tijera temible, odiosa, aborrecida para las muchachas cuya
familia viven de un empleo tal cual, o de una pensión de retiro, o de una tienda a crédito, o de los
réditos de fincas raíces; porque, siendo imposible, como lo es, que contando tan solamente con
eso puedan presentarse en público con el lujo y brillantez que la que tenemos a la vista, ésta ríe y
hace burla del modesto ajuar que aquellas llevan, como si fuese lo mismo tener caudal para
templarse en regla y botar, que no poseer sino lo necesario para comer y vestir apenas con
decencia.
¡Qué necias, qué tontas son las mujeres ricas! Las de medio tono no debieran temer sus
tijeretazos, porque con ellos no se las injuria; pero la verdad es que los temen, ¡y tanto!, que para ir
a cualquier parte averiguan primero quiénes estarán allá, y escogen las calles donde no vivan sus
murmuradoras; y muchas veces se privan de ir a funciones y paseos por evitar la desdeñosa
mirada, el doloroso tijeretazo de esas señoras de gran tono. Y si no ¿porqué no han podido
hacerse más bailes en el Coliseo? Entre otras causas, porque las ricas y las que quieren pasar por
tales se propusieron divertirse a costa de las pobres; aquellas pretendían ir a ver bailar a éstas; y
éstas acabaron por no aguantar más la diversión.
¡Se va la ficha! ¡No vayan a equivocarse: miren bien el cartel!... ¡Pintó por... pintó por faldas
también!
¡La señora de medio tono! Esta es la tijera antagonista de la anterior. Contra aquella estúpida risa,
contra aquel desdén antirrepublicano, la señora de medio tono opone las pullas, los apodos y
también la burla. -«Me miras y te ríes, y vuelves a mirarme como por compasión, porque no tengo
gorra de paja de Italia, ni pelerina de seda, ni traje de camaleón, ni chal escocés?... Pues yo me río
porque tú llevas muy mal puestos todos esos dijes; porque te pintas la cara; porque tuerces los
pies; porque te jorobas; porque haces gestos; porque no sabes cómo llevar la sombrilla a la polka
para que te la vean; porque... con toda esa seda y esa prendería no vales un pito (¡chúpate esa!); y
de esa otra desvencijada me río, porque va vestida de cien colores; y de esa otra, porque
lleva suplentes (ojuanillos); y de esa otra, porque siendo tan rica, tan presuntuosa, se acomoda
sobre un traje de gro un pañolón de calamaco; y de esa otra... » ¡Puf!, ¡qué descarga!, ¡qué tijera!
-Rebulla las fichas.
-Chas, chas, chas. -Se fue ... y pintó ... pintó por lo mismo.
¡La señora improvisada!
-¡Terno! Con otras dos...
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-Esta, que ayer llamaba cachacas patiforradas a las que forman el ambo que queda apuntado, hoy,
ya tienen también forros, y se da (o se lo da la criada), el título de señora. Tijera doble, no porque
sea de pluma y lengua, sino porque así muerde a las de arriba, como a las que, en virtud de los
forros, ya le quedan abajo. «A cualquier orejón se la mete», como decimos por acá; pues nada le
falta (en lo externo) de lo que corresponde a una verdadera señora.
A nosotros (no sólo a los duendes, sino a todos los masculinos que vivimos aquí), no nos la mete,
porque la conocimos cual era antes de sus ascensos; y aunque así no fuera, las dimensiones de
los supradichos forros,indican bien que lo que ellos encierran ha debido mantenerse por mucho
tiempo en libertad completa. Además, las maneras de la señora improvisada, esas maneras a lo
dramático, y su lenguaje de chorote, y esas apariencias señoriles, revelan a cada paso el origen y
carrera del personaje que tiene usted a la vista, querido lector.
¡Temible, quién lo duda!, es la tal, como tijera; y más para las de arriba que para las de abajo, pues
que ahora está más cerca de aquellas, o como si dijéramos, ya es de palco de en medio, y por
supuesto tiene más facilidad de hacer sus averiguaciones para imponerse de la vida y milagros de
las de gran tono y de las de medio tono; y mucho más cuando ahora trata con caballeros de pro.
Las de abajo no le tienen miedo, porque la consideran aún como del gremio, y si llegara a
disgustarlas, ¡pobre de ella!
-¡Va la ficha!, ¡pintó... dale con las faldas!
-¡La mujer de todo el mundo!
-¡Cuaterno!, seguiditas me han salido.
-¡Silencio! Apunten la mujer de todo el mundo. Esa, sí, esa del jipijapa con cinta verde y morada, y
mantilla de paño negro y camisón de zaraza, y almidón que es un horror y la patita limpia y pelada;
esa es la tijera-contra; corta a derecha e izquierda, a unas y a otras. Oigala usted: -«Allá van las
tales, y por allí vienen las cuales; ¡ah, cachacas chocantes y filimiscas!, les parece que no hay
otras; éstas tienen cara de ser más bobas que Curubito; aquellas son las de la tortulia del
niño Calistro... Si supieran lo que dicen de ellas los cachacos ¡pobrecitas! ¡cómo las despellejan!
Bien es que a nosotras no nos dejan pellejo sano.
Con esos diablos no hay medio: ya porque sí, ya porque no, de todos modos nos descreditan y
nos deshonoran; ¡y si el gusto de ellos es conversar! ... Pero, al menos nosotras no tenemos qué
perder: ellas, que son señoras, no debieran dar motivos... porque al fin nosotras, sea por
necesidad, sea porque no tuvimos quien nos librara del rodadero... pero ellas... ¡Eh!, la suerte de la
mujer es así. . . ! Miren a la remolino: ya se echó de zapato y media! ¡qué tono se viene dando!
¿Ya se le cerraría la cortada que le hizo la diente-largo? ¿Qué majadero será el que da para el
disfraz? ¿Quién habrá cargado con ese muerto?. . . Seguramente es aquel viejo enfadoso que
estuvo...
-¡No más faldas! Rebulla las fichas a ver si salen machos.
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-A mí me falta una para sacármela: pinté por lo mismo.
-¡No!, ¡no!, que ya cansa.
-Se va la ficha, y salga lo que saliere. Pintó por... por... no se ve bien, está medio borrada la figura.
¡Ah!, es...
-¡El escritor .mordaz!
-Ese no es verso...
-No le hace, apúntelo el que lo tenga.
-¡Grito!
-Tijera autorizada; tijera que corta y destroza libremente, porque en ello no hace más que ejercer
un derecho; derecho y ejercicio que entre nosotros los granadinos... (¡Cálla Duende!) Libelos y
dicterios, insulto y grosería... El escritor mordaz no alaba nada, ni a nadie: es un diccionario de
injurias.
-Se va la ficha: ¡atención!
-El escritor... ¡no sé qué! -No lo apunten, porque cayó la ficha otra vez en el saco.
-Aquí está otra.
¡El Dandy a la parisien! Esta tijera se emplea por lo común en arreglarles el vestido, y aun la barba,
a los que no han ido a París. Todavía se visten aquí como orejones dice el dandy, todavía usan
capa. ¡Qué talle tan alto el de la casaca de Félix!, ¡qué calzón tan ajustado el de Marcelo! Esos
botones ya no se usan: qué mal gusto... en París ...
Y dale con París, como si con haber ido él fuera bastante para que todos los que no han ido se
afrancesasen. Tijera maniática: el que la maneja, lejos de hacer daño a los demás, cae en ridículo,
y cuando piensa que su persona es un modelo de elegancia, otras tijeras le están abriendo por
detrás tales tajos que, si se distrae, se le verá la camisa de punto. Algunos apellidan a este perso-
naje la tijera-polka.
-Va otra ficha. Chas, chas, chas, ¡ay!, que se ha roto el saco y se han salido las fichas. ¡Adios
trabajos! Recojámoslas...
-Vuelve a cantar.
-No: ya es muy tarde.
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-Pero siquiera déjeme ver las que no han salido.
-Véalas usted, pero a la ligera, que ya me escuecen los ojos: tengo seca la tijera, digo, la lengua.
-¿Este qué es?
-El cachaco desalmado. ¡Eso sí que es bueno!, ¡si usted lo oyera! Ni sexo, ni edad, ni posición, ni
estado, ni... nada se le escapa. Allá van mentiras, allá van cuentós y aventuras, allá van conquistas
y victorias, lances y anécdotas; allá van chistes, y caigan donde cayeren, a ver y cómo no. Tijera
emponzoñada, que nada respeta, ni lo más casto, ni lo más sagrado: es la tijera-vaga.
El político aburrido, es ese otro. Un poco parecido al anterior; pero su tijera casi no se ejercita sino
en el género de la política «¡Qué gobierno éste!, ¡qué leyes éstas!, ¡qué programas, qué planes,
qué proyectos éstos!, ¡qué ministerio éste! ¡qué diputados éstos...!» Y así, nada hay bueno para él
desde que él no figura en los negocios públicos. Tijera mohosa, que no hace mucho daño, pero
que sí causa algún escozor a ciertos personajes.
Ese... ese barbilampiño, estirado, es doctorcito de 20 años. También es tijera, y tijera destemplada,
crugidora -«¿Quién habla en aquel corrillo?» -Fulano- «Ese es un bestia -«¿Quién tiene la
palabra?» -El diputado tal«Ese es un borrico» -¿Quién es el autor de esos versos?- Zutano- «Ese
es un ignorantón» -¿Quiénes redactan, aquel periódico? -Tales y cuales- «¡Puf! Miren qué
escritores, y ni siquiera han leído a Bentham, a Macarel: cuando yo tome la pluma...!» -Y así chilla
el pollito borlado como si fuese ya gallo hecho y derecho.
Puede decirse que ésta tijera no corta efectivamente, sino que hace cosquillas y causa risa -Por
ahí encontrará usted otra ficha con la figura de otro doctor, pero doctor maduro, aunque con el
mismo tema: nada les parece bueno, sabio, hermoso, digno, adecuado, elocuente, erudito, sino lo
que sale de sus mercedes. Y sin embargo, si hablan disparatan, si escriben la pifian. Por eso casi
no son calificables de tijeras, pues si llegan a cortar es su propio vestido. Tienen, eso sí, privilegio
exclusivo para decir simplezas y necedades: no toleran que otro las diga.
-Aquí salió otro faldellín... no; es saya.
-¡Ah! Esa es la vieja, lengua de víbora: tijera abominable, maldecida, infernal. Se emplea en
asesinar la honra del prójimo; nada de lo que es virtud se le escapa. Se ceba de preferencia en las
jóvenes honestas y de mérito personal que empiezan a brillar en nuestra sociedad; las destroza!
¡pero con qué arte, con qué maña de los demonios! Se habla de alguna que está para casarse -
«¡Qué majadero!, exclama la vívora, ¿no sabrá que el viaje a Cáqueza fue por... »- Se dice que
otra estaba muy linda y muy bien puesta en el baile de anoche -« ¡Linda!, ¡si todo es postizo! ¡Bien
puesta! por de contado, si tal comerciante le paga en géneros escogidos». -Que fulanita está
enferma- «Esa enfermedad no se cura sino en Tocaima o con el lamedor de las Alvarez». -Que
Zutanita va a entrar de monja- «Sí: como si los conventos fueran... » ¡Dios santo! ¿Y contra tan
ponzoñosa tijera no habrá poder, ni fuerza, ni justicia, ni remedio? Sí: en el infierno, allí caerá esa
lengua a pedazos, cortada por una tijera de fierro encandecido ...
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-¡Hola, hola!, ¡que va usted tomando un tono...!
-Amigo, dése usted prisa, acabe de ver las fichas y explíquese usted mismo como pueda las
figuras, que yo ya estoy dormido.
-Parece que usted no está por la tijera, señor Duende.
-Según y cómo, compadre. Emplear la lengua o la pluma en levantar falsos testimonios, en
desacreditar, en deshonrar, en zaherir injustamente; derramar hiel en vez de tinta; decir bufonadas
que pongan en ridículo a quien no lo merece; no respetar ni aún nuestras más íntimas relaciones,
por el prurito de inventar cuentos degradantes... por esto, por nada de esto estoy; a nada de esto
suscribo. Haya, enhorabuena, una tijera reguladora de las acciones una tijera que corrija sin
calumniar, ¡santo y bueno! Pero que convirtamos nuestra pluma o nuestra lengua en instrumento
destructor de la honra y reputación del prójimo inocente, esto no es justificable ni en la tierra ni en
el cielo.
-¡Amén!
-No, amigo: no diga usted amén todavía, que me falta el final.
-Muy bien; diga usted, concluya usted.
-Censúrese al rico que vive como si fuera pobre; al pobre que gasta como si fuera rico; al que la
echa de sabio sin saber siquiera la ortografía de su lengua; a la mujer casada que presta oídos al
descompuesto lenguaje del libertino; al marido que hace pública ostentación de sus inmorales
desvíos; al padre de familia que no impide las travesuras de sus hijos; al vagabundo corruptor; al
que niega sus servicios a la patria; al que se los presta con tal extremo y con tan mala intención
que pueden dejarla inservible; al que con el manto de la libertad cubre sus miras ambiciosas; al
que profana esa misma libertad, proclamándola asociada a nombres ensangrentados y proscritos;
al que con apariencias de amor patrio, maquina sordamente contra la patria; al que hace consistir
la ilustración en mostrarse enemigo de la religión y de la moral; al que bajo la capa de religión, no
es más que un embaucador que especula con el nombre de cristiano; al empleado infiel o
perezoso, que chupa y no trabaja; al militar cobarde o traidor; al regular irregular; al juez venal; al
tinterillo que estafa y engaña; al inquieto y revoltoso que no tiene paz con nadie; al escritor
atrabiliario y mordaz; a los gorristas; a los jugadores; a los borrachos; a los espadachines; a los
usureros; a los avaros; a los presuntuosos; a las coquetas incorregibles; a los viles aduladores; a
los facciosos consuetudinarios; y en fin, a todo aquel (sea hembra o macho, o ninguna de las dos
cosas), que no viva conforme a su estado y a sus deberes religiosos, morales, políticos y sociales.
-¡Amén!
-Todavía no. Ahí tenéis, diestras tijeras, campo inmenso, géneros en abundancia: ¡cuidado con
ejercitarse, cuidado con tijeretear en la tela de la vida privada!, ¡cuidado con cortar la casaca a
quien merezca respeto, consideración y aplauso por su irreprensible conducta! ... «El Duende», ya
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lo veis, está a la mira; «El Duende» es la tijera de la época y líbrese alguno de que él lo señale
diciendo: ¡ese es más feo que yo!
- ¡Por siempre jamás, amén!
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LA CALLE HONDA
RECUERDO DE 1816
Por Rafael Eliseo Santander
Contando con la complacencia del Editor, principiaremos por decir que cuando en voluntad nos
viene escribir alguna cosa, por cierto que no hemos de hallar materia fuera de los límites de la
parroquia. Ella es la patria, la cuna, nuestro universo.
Allí vimos la primera luz, allí se deslizaron los primeros días de la niñez; allí en medio de bulliciosos
camaradas, ávidos de emociones, de ruido y algazara, pasaron los primeros años, entre el trompo
y la pelota, las cabalgatas en burras y las guerrillas a pedradas, el juego de toros y las carreras,
amén de la férula del maestro Vicente, q. d. D. g. Allí, en fin, pasaron escenas de otro orden,
graves, solemnes y aterradoras, de las que la edad no permite distinguir ni diferenciar las víctimas
de los verdugos, la razón de los unos, la causa de los otros.
En la edad de la niñez se ansía un espectáculo, sea cual fuere, con tal que hiera la imaginación,
con tal que produzca impresiones, con tal que el placer o el asombro que inspiren venga a ser
materia de ponderadas relaciones, o de creaciones tétricas para consejas y cuentos de espantos y
aparecidos.
Ya entrado en años, cuando la mente se lanza a penetrar entre las nieblas del pasado; cuando
formadas ya las ideas a esfuerzos de verídicas relaciones y de recuerdos, si bien confusos, por
otro lado indelebles, entonces aparecen los hechos a la vista del hombre y los comprende en todos
sus pormenores. Reconoce con pesar que a la vista del niño pasaron los martirios de los próceres
de la Independencia; que a unos los vio marchar al suplicio y en él exhalar el postrer suspiro; a
otros maniatados, formando una cadena, tomar el camino del destierro; y en pos de ellos las
viudas y los huérfanos seguir también aquella senda dolorosa.
Más tarde el hombre quiere recoger sus recuerdos, representarse las tragedias de que fue testigo,
dar a los actores fisonomía, cuerpo y aun palabras; hay más, señala con precisión los sitios,
demarca el campo, relata el acto y ¡es en vano que quiera figurarse los personajes que vio en tan
sangriento drama, y cuyos nombres ha conocido después!
Tal es la fatigosa historia de los recuerdos. Así también los anales de las naciones ofrecen los
hechos cubiertos con sombras de un claro oscuro que no permiten descifrar los objetos. En este
estado se ama la cavilación, el ánimo gusta de entretenerse solo y sin guía en aquella época de la
vida de la que apenas quedan memorias indefinibles. Y si por acaso un día paseamos los lugares
en donde vimos la tremenda ejecución, súbito los recuerdos vienen en confuso tropel
ennubleciendo el pasado, y de él no podemos sacar ni personajes ni pormenores.
Pero la memoria despierta reanimada a la vista de los lugares que fueron el teatro de escenas que
yacían en el olvido. Quizá no retenemos la fisonomía de un padre, de un compañero de la infancia,
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del guerrero a quien vimos decorado con coronas de laurel; mientras que al través de los años y la
distancia mantenemos viva la idea de la morada paterna, del templo donde una madre cariñosa
nos enseñó las primeras oraciones; de la inmensa plaza donde se levantara un patíbulo.
De esta suerte los sitios públicos de la parroquia están siempre presentes a nuestra memoria; y ya
deberá comprenderse que en ellos buscamos el lugar de tristes meditaciones, o de infantiles
placeres, inocentes y los únicos que no dejan pesares ni remordimientos.
Y con todo, estos lugares ya no son lo que eran; que la mano del hombre va trasformándolos a su
placer. El crecimiento de la población ha ido llevando a ellos las gentes que no caben en los
cuarteles populosos de la Catedral. La tendencia visible de la ciudad es a esplayarse por el lado de
la parroquia.
Mas antes que los embellezcan casas elegantes, quizá palacios soberbios, calles embaldosadas;
antes que de nuestra caduca cabeza desaparezcan antiguas reminiscencias, consignémoslas a los
tipos junto con escenas que un día presenciamos; que luego solicitará algo la historia, el drama o
el romance y aquí encontrará tal vez alguna luz.
Siguiendo la piadosa práctica del institutor que enseñaba en aquellos tiempos las primeras letras,
debían los niños dejar la escuela a buena hora para ir a presenciar la ejecución de la pena de
muerte, que en aquel día iban a sufrir los que habían sido condenados por traidores a S. M. don
Fernando VII, de feliz olvido.
Henos allí al lado del Puente de San Victorino, formando parte de esa falange de chicuelos que
preside en cualquiera pública función, anhelando el momento en que desembocara en la plazuela
el fúnebre cortejo.
Los españoles, aparte de sus crueldades, se han hecho célebres por la gravedad e imponente
aparato con que han sabido revestir las escenas de terror, desde el auto de fe hasta una simple
ejecución.
Ocho batidores blandiendo relucientes espadas abrían paso ahuyentando a la multitud, que por
todas partes se apiñaba a reconocer a los ajusticiados.
La comitiva rompía presidida de un Crucifijo sostenido a regular altura. Dos faroles de singular
construcción a los lados alumbraban con dudosa luz la imagen del Hombre-Dios. La voz de la
piedad se anunciaba por el tañido de esa campana que hoy mismo oímos resonar para advertir a
los hermanos de la venerable Orden Tercera que uno de ellos ha dejado de existir.
La seráfica comunidad de franciscanos, con su sayal destinado para servir luego de sudario,
calada la capilla y salmodiando a compás el oficio de los agonizantes, formaba las filas que
cerraban atrás los destinados al suplicio, sostenidos cada uno por dos ministros del altar, y ro-
deados de sayones y de verdugos. Piquetes por todas partes, cubriendo las avenidas, corriendo la
multitud, daban a conocer la importancia de las víctimas, y el recelo de sus sacrificadores. En este
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orden entraba la comitiva por la vía dolorosa, es decir, por la Calle Honda que conduce a
la Huerta de Jaime.
El nombre de esta calle, si nos remontamos a su origen, es verdaderamente etimológico. El lector,
que como nosotros vaya para viejo, recordará que bajo el nivel que hoy tiene abríase una senda
profunda, de piso gredoso y desigual, de penosa travesía, remedando una trocha formada por la
mera acción del paso del hombre.
Diríase que era una calle enclavada en otra superior, desapacible, solitaria y aterradora como toda
encrucijada. Al lado izquierdo, así como entramos, veíase una serie de casitas de pobre
apariencia. El empedrado se extendía como vara y media e iba a dar sobre la hondonada, y
dominaba a ésta semejando un balcón.
La eminencia del lado derecho era mayor, y la coronaba una cerca casi derruida, entremezclada de
borracheros (datura arborea), cuya sombra ocultaba la choza de un hortelano. Seguía luego un
solar inculto; a su frente unas tienduchas ennegrecidas, como sus moradores, por el humo y la
miseria. El pasajero, al cruzar esta calle funesta, aceleraba el paso, como el que teme una
asechanza. En su término descorríase el panorama estrecho de la Huerta de Jaime.
El español escogió adrede esta plaza, abierta por el frente y circunvalada de paredes de tierra,
como un lugar propio de expiación. Vese dominada por la ciudad, pues queda a su extremo
central, y a donde de todas partes puede mirársela, y cuanto en ella pasa. Hacia el fondo se
levantaba el suplicio, como para que se ostentase más visible.
A las diez de la mañana ya estaba formado el cuadro a su rededor por algunos cuerpos de la
guarnición, la multitud ocupaba el resto de la plaza, y ganaba las paredes, para presenciar con
más comodidad el espectáculo. Los sitios se tomaban a buen tiempo, se esperaba en silencio el
momento; y cuando un rumor confuso anunciaba la llegada de las víctimas, todos se disponían con
afanoso cuidado para no perder el rasgo más insignificante de la sangrienta tragedia. ¿Cómo
habremos de explicar esta curiosidad? ¿Es barbarie, ferocidad o estupidez? A veces hemos
pensado que el día en que no haya espectadores para la ejecución de la pena de muerte, ese día
ella vendrá a ser ineficaz.
Estamos seguros de que espectadores no faltarán, porque la barbarie, la ferocidad y la estupidez
parecen ser el limo de que estamos formados. Nosotros también acudíamos al espectáculo; pero
una curiosidad de niño nos llevaba a presenciarlo. Acaso la vanidad tenía ya parte en esta
determinación.
Seguíamos paso a paso a los que iban a ser ajusticiados; observábamos sus movimientos, sus
vestidos, su andar. Todo cuanto de ellos se ofrecía a nuestra vista era objeto de inexplicable
emoción. Sus miradas, siempre fijas en el Crucifijo, el rostro pálido y descompuesto, la voz
insegura; aquel se mostraba fervoroso, ese otro resignado; pero todos con vida; y sin embargo,
marchando a la muerte, en medio de todo un aparato.
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Aquel día la fiesta, como entonces se decía, tenía algo nuevo y sorprendente. No era sólo el
número de los ajusticiados, ni su categoría lo que llamaba la atención. ¡Era un ahorcado!...
En efecto, al pie de la máquina mostrábase un ser humano, con rostro feroz y atraidorado, avezado
al crimen, y diestro en dar la muerte. Llevaba vestido colorado ribeteado de blanco, las piernas
desnudas, cubierta la cabeza con un sombrerillo apuntado; ¡parecía el bufón del drama y no era
sino el verdugo!
Ya se dejará entender que nuestro puesto favorito para examinar más de cerca los destinados al
suplicio era en la «Calle Honda», allí donde formaba como un balcón que dominaba sobre la parte
baja. Allí ejercitábamos la observación de que ya hemos hablado; y merced a ella tuvimos ocasión
para notar un anciano que caminaba penosamente, porque cojeaba, pero cuya fisonomía revelaba
entereza y serenidad; un otro nos dirigió una mirada que nunca olvidaremos; y para colmo de
espanto, un hombre del pueblo a quien se le escaparon estas palabras: ¡POBRES CABALLEROS!,
cae a nuestro lado herido por la mano de un expedicionario pacificador.
Renunciamos a describir el momento en que, desembocando la comitiva en la Huerta de Jaime, se
encaminaba al suplicio.
El redoble de los tambores, el movimiento de las tropas, las voces de mando, el ruido y tropel de
las gentes; todo anunciaba que había llegado el instante supremo. Para los que hayan apurado
aquella agonía que acompaña a los aprestos del martirio, tendría que ser pálido lo que de ella
intentásemos decir.
Aquella ansiedad de muerte mientras toma su puesto la víctima, se la ata y sujeta al fatal banquillo;
aquel combate glorioso que sostiene el apóstol de Jesucristo para separarse del que va a morir;
aquellas palabras de fortaleza y consuelo, de valor y paciencia con que sin cesar exhorta al que va
a dejar en brazos de la muerte... renunciemos a describir esta escena. La descarga de fusiles
suena, el humo se remonta en torbellino, todo se consuma; y el niño crédulo sueña que las almas
de los ajusticiados han alzado su vuelo hacia el cielo envueltas en aquella nube de humo.
El rigor de los años va emblanqueciendo nuestros cabellos, entibiando el ardor de nuestra sangre;
pero nunca, lo juramos, alcanzará a debilitar el menor de los recuerdos de nuestra niñez sobre los
mártires que la barbarie española sacrificó a su brutal pacificación. La vista de una localidad, la
apariencia del cielo, la hora, no son medios menos poderosos que los caracteres y los tipos para
producir el pleno recuerdo de un suceso infausto, acaecido a nuestra vista en la edad de la
infancia.
Anselmo Pineda está llamado a recibir de la posteridad la merecida alabanza por la incontrastable
laboriosidad con que ha venido preservando de la destrucción multitud de documentos singulares
destinados a ilustrar nuestra historia.
Un día leíamos, al lado de aquel amigo de tantos años, un impreso cuyo sentido produjo en
nosotros los más vivos y contrarios afectos. He aquí su título:
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«Relación de las principales cabezas de la rebelión de este Nuevo Reino de Granada, que
despojaron las autoridades legítimas del mando, y fueron causa de todos los trastornos y males
sufridos en estas provincias, los cuales (?), después de haber visto detenidamente sus
procesos en el consejo de guerra permanente, han sufrido la pena capital.
Antonio Villavicencio, José Maria Carbonell, José Ramón de Leiva, Ignacio Vargas..»
Estos nombres venerandos, que aprendimos en el enlutado hogar materno, en los días mismos en
que fueron inmolados, al leerlos en la relación, hicieron saltar en nuestra memoria el cuadro que
acabamos de bosquejar.
Los contemporáneos, y los deudos mismos de aquellos generosos patricios, nos han explicado que
el anciano de quien hemos dicho que caminaba con pena era José Ramón de Leiva, teniente
coronel y secretario del Virrey, en el antiguo régimen; que luego ilustró su nombre en los primeros
combates de la guerra santa, dirigidos por Nariño; y dejó una viuda e hijos en quienes arde inextin-
guible el fuego del patriotismo.
La relación habla de un ahorcado: ese lo vimos pendiente del fatal suplicio, despidiendo humo de
sus vestidos.
El verdugo, o inhábil, o incapaz, no pudo rematarlo, y hubieron de fusilarlo a quemarropa. Ese
ahorcado fue José María Carbonell, presidente de la junta tumultuaria, principal autor y cabeza del
motín, acérrimo perseguidor de los españoles americanos y europeos.
El pacificador quiso ennegrecer el nombre de Carbonell, hasta apellidarlo el más perverso y cruel
entre los traidores, como para justificar a la vez la ignominia de su suplicio. Pero el cielo deparaba
a Carbonell la corona de la inmortalidad que, tarde o temprano, tienen que conquistar los que dan
su sangre y su vida por las grandes causas que los designios providenciales santifican y hacen
inevitables para la consumación de los fines de la humanidad.
Más de cuarenta años han transcurrido de cuando vimos la representación de este drama
sangriento. Hemos tratado de copiarlo con los colores que entonces nos eran familiares, y bajo la
misma impresión que nos dominara. El recuerdo de aquellos tiempos de asombro y amargura hoy
sería para nosotros de profundo rencor, si de otro lado no pudiéramos decir: al menos
somos independientes.
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LAS COMPRAS EN LA CALLE REAL
Por José M. Angel Gaitán
Estaba recién venido a Bogotá, don Roque, mi tío, hombre de poco más de 40 años, de sencillas costumbres y bastante rico, pues tenía una buena hacienda, aunque muy distante de la capital, y tan distante, además, de toda población, que podía asegurarse que el propietario no era vecino de ninguna sociedad humana. Con todo, es tal el poder de la riqueza y la esclavitud del rico, que don Roque no había tenido libertad para volverse un necio, pues por una parte los negociantes y por otra parte los petardistas habían tomado a su cargo el no dejarlo embrutecer.
Como don Roque debía volverse a su hacienda muy pronto y éramos muy amigos, me vi en la necesidad, un viernes por la mañana, de ir a hacerle mi última visita.
-Deseándote estaba, sobrino, me dijo con muestras de mucho gozo así que me vio en su cuarto. Tú que eres hombre de buen gusto y que habitando en Bogotá estás al corriente de las modas, vas a prestarme hoy un servicio. Descansa, pues, un rato, que luego tenemos que salir juntos.
-Muy bien, tío Roque, será como usted guste: yo estoy siempre a sus órdenes, y ya sabe que si puedo servirle tendré mucho gusto.
-Sí, ya lo sé. Y hoy me servirás mucho: sí... ¿no te digo que estaba deseándote? Ahora te explicaré... aguarda, aguarda, acabo de amarrar esta petaquilla que estoy arreglando ya para mi marcha.
-Por lo que a mí toca, mi querido tío, usted puede arreglarla tan despacio como quiera, que yo estoy a su disposición.
-Es decir, que estás desocupado un rato, ¿eh?
-Sí, señor.
-Lo celebro, sobrino.
-Pero es con tal que no pase de una hora.
-Veamos, dijo sacando el reloj; son las once de la mañana. La hora es oportuna, a las doce estamos ocupados.
-Corriente, dijo mi tío, que ya estaba poniéndose una levita nueva de paño azul y un sombrero de jipijapa sin ahormar, sin cinta y sin forro. Llamó luego al criado para que nos siguiera, cerró la puerta, y llenos de principios económicos, salimos y nos encaminamos a la Calle del Comercio.
Yo procuraba acelerar el paso, y a favor de esa celeridad llegamos a las once y media a la Calle del Comercio. Media hora nos quedaba para hacer nuestra diligencia, pero yo dificultaba bastante que nos alcanzase.
En la primera calle había entre los primeros, un almacén asistido por un francés tan meloso y obligante, que era difícil salir de allí sin haber comprado alguna cosa; pero al mismo tiempo era tan escrupuloso en los precios que sería cansarse en vano pedirle rebaja ni en un céntimo. Yo,
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preocupado aún con la doctrina de los precios corrientes, y acordándome de los guantes de cabritilla, que era fácil se nos olvidasen, elegí esta tienda para buscarlos, seguro de que allí los había. Entramos, pues, pregunté al francés si tenía guantes de cabritilla negros.
Vista de la Calle Real
¡Oh!, señor mío, contestó. Como yo celebro de verlo a usted aquí, que se ha olvidado de comprarme tan buenas cosas como yo tengo ahora. Y mientras esto decía, se había subido sobre el mostrador, y había ido bajando primero unos naipes, después unas peinillas, luego unos compases, y sucesivamente con una ligereza extraordinaria y hablando por los codos, siguió bajando anteojos, braceros, despabiladeras, botones y otras mil cosas que parecían destinadas para hacer olvidar lo que se estaba buscando.
-Sí, señor, dije yo mirando el tendal de objetos que había colocado el comerciante sobre el mostrador; todo esto es buenísimo, pero tenga la bondad de bajar ante todas cosas los guantes de cabritilla.
-¡Oh, señor!, ¡qué guantes de cabritilla! Eso no es bueno; vea usted qué anteojos éstos tan finos; póngaselos usted; sí señor, póngaselos y verá si no se queda sin unos.
-Sí, son muy buenos, dije yo poniéndome los anteojos.
-Ahora vea usted esta cadena. ¡Ah!, todos van a creer que es de oro, ya lo verá usted. Esa que tiene usted en el reloj, ¡va!, eso no sirve; ésta le sentará mucho mejor; llévela usted, es baratísima.
-Sí, señor; es una hermosa cadena; pero sírvase alcanzar los guantes de cabritilla.
-Sí, señor; ya estoy a la cabritilla; pero aguarde usted, que no se irá sin comprar estas pipas: no hallaría usted tal cosa en otra parte; ¡qué porcelana tan fina!, esto es baratísimo. Con esta pipa usted fumará todo el día su tabaco, y él le durará muchas horas; el mismo tabaco, y no hay por qué volver a mudarlo, desde que usted lo encienda una vez, le durará todo el tiempo que puede estar fumando.
-Sí, señor; pero permítame que le repita que por ahora lo que me interesa son los guantes de cabritilla.
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-¡Qué cabritilla!, eso no vale nada: aguarde usted. Mientras el mercader se dirigió a un rincón del almacén, mi tío Roque se entretenía en mirar los diferentes artículos con algún interés.
-Aguarde usted, decía el francés desde el rincón; yo le voy a mostrar muchas cosas, y principalmente una cosa que le gustará mucho. ¡Oh!, aquí está: este es un tamboril para el niño. El tiene el sonido más fino que puede haber en un objeto así pequeño como este tamboril. Y tomando las baquetitas empezó a golpearlo; y efectivamente sonaba como una campana.
Mi tío, que hasta entonces, como se ha dicho, se entretenía en silencio mirando ya los anteojos, ya las pipas y demás objetos que había traído el francés al mostrador, dejándolo todo, le pidió el tamboril y tomándolo con una sonrisa de niño, empezó a darle vueltas entre las manos, riéndose más al ver las pinturitas que tenía en torno de la caja. ¡Qué cosa tan curiosa, decía, qué cosa tan chiquita!
-Sí, repuso el francés, dirigiéndose a mi tío; usted no sabe qué cosa tan curiosa es este tamboril. El tiene un resortito para templarlo, que es cosa finísima. Usted va a llevar el tamborcito para el niño, porque es muy barato.
-¿Qué te parece sobrino, me dijo, qué te parece la calidad del tamboril?
-¿Piensa, pues, comprarlo tío?
-Precioso; si esto es preciosísimo; voy a llevárselo a Paquito.
-Paquito, dijo el francés, será muy contento del tamboril. Esta es una cosa que se hace para acostumbrar al niño al movimiento de los brazos, que es muy útil para la elocuencia, como usted lo verá a la vuelta de algunos días como Paquito será un niño elocuente.
-Sobrino, esto tiene un objeto útil: trata el tamborcito por lo que valga.
Se fijó luego el precio del tamborcito en ocho reales, y el criado empezó a recibir en el canto de la ruana los objetos que se iban comprando.
Ya nos salíamos, cuando me acordé de los guantes de cabritilla, con cuyo motivo nos volvimos y le dije al francés que sacase los tales guantes. Esta pregunta sólo sirvió para que el francés le vendiera a mi tío unos cochecitos y unas trompeticas. Y cuando por última vez hice mi demanda sobre los guantes de cabritilla:
-¿Guantes de cabritilla para las manos?, preguntó el francés.
-Sí, señor, guantes de cabritilla.
-Se acabaron, señor. Los tuve bastante buenos, pero los vendí todos.
Salimos, y mi tío me dijo: es menester que pongan sobre la puerta de este almacén una tabla que diga: Aquí se vende lo que no se busca.
Pasamos a otro almacén surtido de géneros blancos casi todos y tan simétricamente colocados que parecían dispuestos con regla y escuadra. En el testero del frente estaba sentado sobre un taburete y teniendo por delante una mesa pequeña, un hombre pálido con un libro en la mano, leyendo con tanta gravedad, que parecía que lo ocupaba algún tratado de teología. Tan derecho se
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recostaba contra el estante como si estuviera haciendo el ente de que lo que lo respaldaba era un solio de púrpura.
Lo saludamos; no nos contestó hasta después de un largo espacio, al cabo del cual dejó de mirar su libro y se dignó mirarnos con una expresión que parecía querer preguntarnos, ¿qué quieren ustedes?, ¿a qué vienen?, ¿porqué se han atrevido a entrar e interrumpir mi estudio? Yo que sentí sin oírlo este mudo pero enérgico interrogatorio, me aceleré a absolverlo contestándole con aire muy benévolo: señor, venimos aquí con el objeto de ver si usted tiene géneros de algodón.
-¿De algodón?, repuso él con una sonrisa desdeñosa. Y no vendo algodón; yo lo que vendo es lino: si hubiera de estar vendiendo algodón, ya había dejado el comercio. ¡No faltaba más sino que yo estuviera aquí vendiendo liencillos o bogotanas! ...
-Señor, le interrumpí, también buscamos lino. Mas cuando yo acabé mi frase, ya él estaba leyendo otra vez y me dejó esperando la respuesta.
-Señor, dije nuevamente, también necesitamos lino.
Dejó entonces de leer, y preguntó: ¿qué dice usted?
-Que también necesitamos lino.
-Ahí tiene usted: todo eso que ustedes ven es lino, y nos señalaba los estantes. Pero advierto que es muy caro.
-Sin embargo, tenga usted la bondad de alcanzarnos una pieza. Entonces se levantó, tomó la primera que encontró a mano, y desde la mitad de la tienda la arrojó sobre el mostrador. Hallamos el género de nuestro gusto y preguntamos su valor.
-Es a treinta y dos pesos, contestó el hombre.
Yo le dije en voz baja a mi tío, que aún cuando el género estaba un poco caro, lo mejor era pagarlo sin replicar, porque si no lo comprábamos o si pedíamos rebaja estábamos expuestos a que el mercader nos encajase el libro en la cabeza.
Movido yo por el deseo de despachar cuanto antes, y viendo allí mismo unos paquetes de calzonarias, que era uno de los objetos que necesitaba mi tío, me atreví a solicitar del comerciante nos alcanzase para examinarlas. Como nos parecieron muy buenas, pregunté a cómo eran.
-Son a 25 pesos, nada menos, contestó el mercader, cuya respuesta me hizo conocer que él hablaba del valor de todo el paquete y no del de cada par, que era de lo que se trataba. Lo manifesté así, y el comerciante, que como yo no lo esperaba, aun no se había dulcificado con los 32 pesos que acababa de desembolsar mi tío, tomó su paquete diciendo con notable enojo. ¿Cree usted que yo vendo pares de calzonarias? Ya le he dicho que no soy un mercachifle.
-¿Y tengo yo acaso, le contesté, cara de mercachifle para que usted suponga que ando comprando paquetes de calzonarias?
El volvió a su libró, y nosotros nos salimos, y mi tío me decía: sobre esta puerta debe ponerse una tabla que diga: Almacén de estudio y gabinete de holandas.
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En la tienda siguiente vendía una señora de edad como de unos 35 años. Entramos allí a buscar unas muselinas.
-Sí, señor: las tengo muy lindas, y de las que ha traído el señor N, ya no me quedan sino éstas.
-¡Ah, mi señora, le han dejado las más feas!
-No, señor, de estas son de las que han llevado las señoritas de mejor tono.
-¿Y a cómo son?
-A doce reales.
-No es posible, porque yo las he comprado a cuatro el otro día.
-Sí, esas son de otras.
-No, señora, de estas mismas.
-No, señor, de otras, lo sé muy bien.
-Yo lo sé mejor, y eran de éstas.
-Dígole, caballero, que eran de otras. Pero en fin, voy a dejárselas a once y medio.
-No, señora, porque creo que no valen más de a cuatro reales.
Seguimos regateando un cuarto de hora hasta que me resolví a que nos saliéramos, porque el precio era exorbitante. Mas cuando ya iba en la puerta me llamó la señora diciéndome:
-Pues para que vea que quiero tratar con usted, voy a dárselas a once.
-Pero, mi señora, si no puedo pagarlas más que a cuatro.
-A once son regaladas: pregúntele usted a don Fulano, a mi señora Zutana, a don Perensejo y a todo el mundo si no es verdad que las he dado a doce. Volvimos a salirnos; nos volvió a llamar y volvimos a regatear aunque ya en la escala de diez, después en la de nueve, luego en la de ocho, hasta que de la escala de siete empezó a hacerme alto no de real en real, sino de cuartillo en cuartillo.
Cuando estábamos ya en los cinco y cuartillo era la una del día, el hambre me devoraba, me había olvidado de las doctrinas económicas de mi tío, y no pensaba sino en ir a comer a casa de mi amigo, que me estaría esperando quizá todavía. Por manera que mi tío tuvo que pagar en cada vara de muselina real y cuartillo más de lo que valía, pero yo quedé muy contento de haber avanzado un paso más en las diligencias.
Ya nos salíamos cuando mi tío me recordó los guantes de cabritilla. Preguntamos por ellos, y no habiéndolos en esta tienda nos informó la señora que en un almacén que estaba a dos cuadras de distancia los había muy buenos.
Salimos, pues, a buscarlos y entonces observó mi tío que sobre la puerta había una tabla que
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decía: Aquí se venden las mercancías por menos de lo que se pide. Mi tío añadió: y por más de lo que valen.
Henos aquí buscando los guantes de cabritilla negros, y volviendo a caminar lo que habíamos andado, para encontrarlos. Llegamos a la tienda que se nos había indicado, pero fue en vano, porque allí no había tal cosa. Pasamos a otra donde era probable los hubiera, pero como el que la asistía estaba formando con otros cuatro señores un corrillo en que se discutía sobre una cuestión de política, creyó mi tío que no era oportuno interrumpirlos, por lo que seguimos adelante.
Llegamos a otra tienda y preguntamos por los guantes. No había. En la otra tampoco y así sucesivamente en otras mil. ¿Qué es esto?, decía mi tío: ¿si no habrá guantes de cabritilla negra en el mundo? Pero eso no puede ser, pues que yo los he tenido. ¿Si estará prohibida su importación? ¿Si será preciso encargalos especialmente a Europa? Busquemos, sin embargo, otro rato, a ver si por fin los encontramos; y volvimos entonces para arriba, hasta la última tienda, pero siempre en vano.
Nos paramos en la esquina fatigados y sin saber qué hacer.
-A que ya no se llama cabritilla la cabritilla, decía mi tío: seguramente nos equivocamos, ¿qué entiendes tú, sobrino, por guantes de cabritilla?
-Yo que estaba poco listo a semejante definición, me contenté con invitarlo a que volviéramos para abajo preguntando otra vez por los guantes de cabritilla.
-No, de cabritilla no digas, sobrino; es mejor generalizar un poco más la petición por si acaso nos hemos equivocado, pregunta sólo por guantes negros.
Así lo hicimos sin mejor resultado, de tal modo que cuando llegamos a la esquina, ya mi tío iba sosteniendo que los guantes no se llamaban guantes en el tecnicismo del comercio, pues no podía persuadirse que en Bogotá no se pudiera encontrar un par de guantes negros. Estas dudas vino a disiparlas un mercader que nos dijo haberlos tenido muy buenos, pero que ya se le habían acabado; sin embargo, nos hizo el favor de indicarnos otro almacén donde era probable los hubiese.
Salimos contentísimos con la noticia y después de haber caminado una cuadra, llegamos; preguntamos por los guantes, y nos dijeron que los había de superior calidad. ¡Gracias a Dios!, decía mi tío, ¿conque es cierto que por fin los encontramos? Bien: vamos, pues, a ver esos guantes.
-Sí, señor; le mostraré a usted... Cosa muy buena. . . y no los hay en ninguna parte. Esto decía el mercader parado en el fondo de la tienda y mirando alternativamente ya para arriba, ya para abajo, ya al frente, ya a la espalda. Luego daba vueltas diciendo entre dientes: ¿Dónde están? ¿Dónde puse yo estos guantes?... ¡Ah!, allí, ya me acordé. Tomó entonces la escalera, la arrimó a un estante y empezó a subir. Cuando estuvo bien arriba, comenzó a botar al suelo ponchos y percalas, para dar con los guantes que debían estar debajo. Mas al cabo de un rato se bajó diciendo: ¿me creen ustedes que no están aquí?
-No, señor, ¿cómo no han de estar?, decía mi tío, un poco caritriste.
-Pues no están; seguramente están en casa: vuelvan ustedes mañana; yo los haré traer esta tarde.
-No, por Dios, decía mi tío: búsquelos que ahí deben estar.
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-Dice usted bien: aquí están; no me acordaba.
Se metió entonces debajo del mostrador; y después de bregar un largo rato salió diciendo: pues tampoco están aquí; no me acuerdo dónde los puse... ¡Ah!, sí; allí están, ¡qué necio soy!, y se dirigió a un rincón, tomó una caja de cartón, y lleno de satisfacción venía a abrirla sobre el mostrador. En efecto, la destapó y luego que levantó todas las hojas de papel de seda que cubrían lo que allí estaba encerrado, se ofrecieron a nuestros ojos unas cuantas docenas de medias de algodón.
-¡Voto!, dijo el mercader: es la caja de debajo; y con gran paciencia se puso a arreglar las hojas de papel, hasta que cerró la caja con suma perfección; pero se cuidó poco de volverla a su puesto y la colocó donde primero encontró lugar. Se volvió, y trajo otra caja que en efecto contenía los guantes, mas todos eran o verdes, o colorados o blancos; el único color que faltaba era precisamente el negro.
-Señor, saque usted la caja de los guantes negros.
-Eso sí no hay, no tengo más que éstos.
-Pero los que buscamos son negros.
-¿Sí?, no obstante, ¿por qué no lleva usted de éstos que son lo mismo?
-Bien, dijo mi tío: busquemos los más oscuros, y contentémonos con ellos; que al fin, en asuntos de encargo no se usa de mucha exactitud. Vamos, me llevo éstos, ¿qué valen?
-Se los daré a usted en cinco pesos; ya le digo que no los hay en ninguna parte.
Aunque el precio era exorbitante, mi tío no pensó en eso, y trató sólo de probar si le vendrían los guantes; pero al ver el mercader la tentativa de mi tío para probárselos, se opuso abiertamente, exigiéndole que si los compraba, debía llevarlos sin intentar semejante prueba. ¿Qué remedio? Mi tío tuvo que ceder y compró por cinco pesos y a ciegas los guantes que encontraba por gran fortuna.
Era ya muy tarde; mi tío y yo nos entramos, pues, a un café con el fin de tomar alguna cosa. Mientras nos servían trató de nuevo mi tío de probarse los guantes; mas cuando logró introducir la mano, ya estaban hechos pedazos por varias partes. Allí nos acordamos de la conversación que habíamos tenido antes de salir, y sacamos en resumen, que el día de las compras, es precisamente el día en que el trabajo se pierde, y en que el valor de las rentas se fija en su más simple expresión.
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LA VOLUNTARIA Por Joaquín Posada Gutiérrez
Detrás de la gran guardia marchaban unas ochenta mujeres de las que, con el carácter ostensible
de vivanderas, abundan a veces demasiado en nuestras tropas, y que el vulgo llama «voluntarias»,
agobiadas con sus maletas, y algunas con su hijo, todo encima de sus espaldas. Siendo las más
naturales de esta ciudad o de los pueblos inmediatos, iban sollozando y despidiéndose de sus
conocidas, con lo que excitaron tan tierna simpatía que todos se apresuraban a darles algún
pequeño socorro pecuniario: de las tiendas salían las venteras a darles pan, pastillas de chocolate,
tabacos, queso, etc., que ellas repartían con las que no habían alcanzado a recibir algo.
Estas «hijas del regimiento», jóvenes las más, algunas blancas y una que otra bella, son la
Providencia para el soldado en marcha y en campaña. Como hormigas arrieras se adelantan, se
dispersan por los caseríos, y cuando el cuerpo llega a la aldea, o al lugar donde ha de vivaquear,
ya la mujer le está preparando a su marido, o le ha preparado el alimento con cuanto ha podido
conseguir; ellas cocinan, lavan la ropa a los oficiales por una corta remuneración, asisten a los
enfermos, cuidan a los heridos, se prestan a toda clase de sacrificios para que las toleren y no les
impidan seguir a su compañero.
En los combates su heroísmo las santifica; en los mayores peligros, por en medio de las balas,
metiéndose por entre los caballos, apartando las lanzas enemigas, buscan desesperadas al
hombre que aman cuando notan que falta en su fila, y a veces encuentran, o su cadáver y lo
sepultan, o lo hallan respirando todavía y entonces, provistas de tiras de lienzo, o sacándolas de su
propia ropa, lo vendan, avisan, piden auxilio hasta en el campo enemigo, y muchos infelices deben
la vida a la tierna solicitud de su mujer; algunas de ellas caen traspasadas por las balas, y sin
embargo ninguna se retira, ninguna huye mientras tiene esperanza de servir en algo al pobre
compañero de su triste vida; alguna otra más dichosa logra proporcionar al moribundo, por algún
capellán de los cuerpos, los auxilios espirituales de la religión, y recibe su mano fría, recogiendo el
último suspiro del ya su esposo legítimo; y si sobrevive, ¡qué felicidad!, aquella mujer ha
conseguido la recompensa de todos sus sacrificios, la que esperaba, la que deseaba, la que
merecía; y aunque ignorante, sin pretensiones, sin alcanzar a ser vista sino de sus compañeras
que la envidian, eleva su corazón a Dios, dándole gracias, y se presenta delante de los hombres
radiantes de alegría.
Yo no he podido menos muchas veces de admirar con asombro en estas mujeres, el poder
inmenso de la fuerza de voluntad sobre la debilidad física, y así las he soportado siempre con
lástima; en las tropas que he mandado, nunca les ha faltado una ración de carne, cuando no ha
faltado para el soldado. Compadece, pues, lector, y no desprecies a las pobres mujeres que
resueltamente seguían a los que las sacaban de su país, del regazo de sus madres, y que llevando
el corazón traspasado de dolor, no volvían la cara atrás sino para decir: ¡Adiós!
(De las «Memorias histórico-políticas»).
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VAMOS A MISA AL PUEBLO Por José Manuel Marroquín
Los romanos llamaban por antonomasia la ciudad a la capital del Imperio, y, siguiendo un ejemplo
tan clásico, los campesinos de la Sabana de Bogotá llamamos el pueblo antonomásticamente a la
parroquia o cabecera del distrito de que somos vecinos. Y no se extrañe que nosotros, colabo-
radores, aunque indignos, de «El Mosaico», nos contemos en el número de los campesinos; pues
por la misericordia de Dios, así hacemos al plectro y a la pluma, como al zurriago y al rejo de
enlazar.
Explicada ya en este breve preámbulo la palabra, tal vez demasiado vaga, en el encabezamiento
de este artículo contenida, invitaremos de nuevo al lector a que venga con nosotros a misa al
pueblo; en lo cual creemos proceder con más miramiento que los autores de novelas,
que conducen a los lectores a donde se les da la gana, sin pedirles siquiera su consentimiento.
Justo y natural parece que no llevemos el nuestro a otro pueblo que al de nuestra vecindad, así
porque en él podremos servirle de cicerone mucho mejor en otro cualquiera, como porque estamos
muy seguros de que en éste puede hacer tantas y tan interesantes observaciones como en el
mejor o como en el peor.
Véngase, pues, conmigo, caro y curioso lector (perdonándome ante todas cosas el que deje a un
lado el nos de que, por el privilegio concedido a los escritores públicos, he usado hasta ahora), y
en una fresca y alegre mañana de verano, a la hora en que las últimas nieblas que engalanan las
sierras vecinas se deshacen a los del sol, dará usted conmigo un paseo por las veredas tapizadas
de yerba fresca y olorosa que dividen las labranzas, ora recién surcadas por el arado, ora cubiertas
de sementeras verdes todavía o ya sazonadas y amarillentas.A la hora en que el campanario de la
iglesia, que no muy lejos se divisa y cuya cruz domina los árboles y las del lugar, suena el primer
toque a misa, verá usted multitud de campesinos y campesinas que van afluyendo de todas partes
y que por todas las veredas se van encaminando a la parroquia.
Lástima es que el traje de nuestras campesinas esté tan lejos de ser pintoresco: por adelantadas
que estuviesen entre nosotros las artes del grabado y de la litografía, mal podríamos entretener a
los extranjeros haciéndoles conocer el vestido y los atavíos de las doncellas de nuestros campos,
como ellos nos entretienen enviándonos primorosas láminas que representan ya a la aldeana de
Alsacia, ya a la vendimiadora de Sorrento, ya a la molinera irlandesa, ya a la pastora de los Alpes,
graciosas siempre, y siempre ataviadas con encantadora sencillez y elegancia.
Con todo, bajo el sombrero de ala tiesa y extendida, bajo la sombría mantilla de bayeta de cien
hilos o tal vez de burda frisa, podrá usted, señor lector, maliciar, ya que no descubrir del todo,
algunas fisonomías hermosas a menudo, frescas, rozagantes y rosadas casi siempre. En pos de
las doncellas o a su lado se encaminan a la parroquia las matronas del vecindario, cuyo atavío
sería el mismo que el de sus hijas si no llevasen sus sombreros forrados en hule reluciente,
morado o amarillo y si su cuello grueso y fornido por lo regular como el de un novillo cebado, no
estuviese guarnecido de numerosos hilos de cuentas gordas, de cruces y de dijes.
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Antes de pasar adelante, pondré en noticia del público que el lector (ente amado, curioso,
desocupado y benévolo, según todos los autores de prólogos), seducido por la interesante pintura
que acaba de hacerse, aceptó mi invitación con suma condescendencia, me siguió hasta mi
pueblo, hizo en mi compañía el paseo de que le había hablado, y se dirigió siempre conmigo hacia
la casa cural, en cuya puerta dimos principio al coloquio siguiente:
-¿Cómo, me dijo, quiere usted hacerme visitar tan temprano al señor cura?, yo no tengo relaciones
con él y...
-No tenga usted cuidado, caro lector, que si en cualquiera sazón es la casa del cura casa de
todos, como lo dijo Rafael Pombo, puede asegurarse que en la mañana del dia de fiesta y a la
hora de misa, es casa de todos excepto del cura. Entre usted con satisfacción, que el señor cura
está en la iglesia, y además, aunque no estuviera...
-Pues bien, vamos adelante, ya que usted se empeña.
Según mi deseo, nos instalamos en el balcón, que cae a la plaza, a tiempo que ésta iba llenándose
de gente que venía a asistir a la misa parroquial y al mercado.
-Esto de que el mercado se verifique los domingos, observó el lector, no deja de parecerme cosa
irregular y poco conforme con lo que la iglesia nos manda en orden a la santificación de las fiestas:
yo no sé cómo los curas no tratan de corregir tal abuso.
-Tiene usted razón en mirar esta costumbre como un abuso, le contesté yo; pero lo cierto es que el
mercado y la misa se favorecen recíprocamente; muchos vecinos dejarían de venir a la parroquia y
de asistir a la función religiosa si el mercado no fuese para ellos un aliciente...
-Bien, ¿y por atender al mercado no dejan muchos de entrar a la iglesia?
-Así es; pero acaso no son tantos como los que dejarían de oir misa si el mercado se dejase para
otro día.
-Y dígame usted, prosiguió el lector, mudando de conversación, ¿con qué motivo se ha reunido
tanta gente en el corredor de aquella casa, que según las apariencias, es la del cabildo?
-¿Qué casa dice usted?... ah, ya sé; es que don Narciso está leyendo la «Gaceta»; tiene la
devoción de leerla en voz alta todos los domingos mientras llega la hora de misa; alrededor de él
se forma un gran corro; los indios oyen sin pestañear y con tamaña boca abierta la lectura de los
proyectos de ley, las relaciones de reos prófugos, los decretos y las circulares; los vecinos más
entendidos refunfuñan y hacen comentarios que trascienden a oposición siempre que se lee
alguna amonestación sobre pago de contribuciones.
-¿Y qué casta de pájaro es el don Narciso?, se me figura que ha de ser el tinterillo del lugar.
132
-No, señor; es cierto que conoce la legislación municipal y que mal o bien da sus consejos a los
que tienen algún pleito, motivo por el cual es conocido en el pueblo bajo el apodo de el Código;
pero como es antiguo y honrado vecino del lugar y como es hombre ocupado y trabajador, no ha
descendido a la categoría de tinterillo; por lo demás, es hombre que habla con tono magistral sobre
el sistema representativo, sobre el despotismo, sobre las guerras de la Francia y sobre los
progresos que hace en los estudios su hijo Inocencio, a quien destina para la Iglesia; es hombre
que tiene a su señora indispuesta, en vez de tener mala a su mujer.
-Por lo visto, aquí no tienen ustedes tinterillos.
-Ojalá que así fuese, señor lector de mi alma. Si no nos hubiesen venido de fuera, de seguro no los
tendríamos; pero hace algunos años nos vino de Bogotá un maestro de escuela, que habiéndose
quedado sin su destino después de haberlo desempeñado, y sabe Dios cómo, por algún tiempo, se
nos ha quedado en la parroquia y ha dado a los vecinos útiles lecciones sobre el arte de despojar a
los indios de sus terrenos, sobre el de buscar camorras con el cura, sobre el de hacer trampas en
las elecciones y sobre el de hacer una causa al más pintado por quítame allá esas pajas.
Hasta el año pasado tuvimos otro leguleyo. Había venido el tal de pajecillo de uno de nuestros
curas, quien lo mandó a Bogotá a que aprendiese a cantar y a tocar el órgano para que luego
sirviera en el coro; volvió al pueblo al cabo de algún tiempo; pero al parecer se había consagrado
en esta ciudad al culto de Témis y al de Mercurio más que al de Apolo y al de Euterpe; por lo cual
solían decir los chuscos del pueblo que sí había aprendido a tocar, pero no el órgano sino el arpa
sin cuerdas; por fortuna nuestra, hizo al cabo una bellaquería entre otras, de cuyas resultas tuvo
que irse con la música a otra parte.
-Estoy observando con no poca satisfacción, me dijo el lector, la diferencia que hay entre
los gamonales viejos y los gamonalitos mozos. Vea usted aquel vejancón que lleva pañuelo en la
cabeza y sobre él un sombrero de funda morada que no ha perdido ni perderá la figura que le dio
la horma; note usted ese cuello descomunal y tres veces almidonado en que tiene la cara como
engastada: ¿ha visto usted mayor aire de desmaña y de desaliño y tanta falta de garbo? Ahora
pare usted la atención en el gamonalito que está de pie en la puerta de aquella tienda: vea usted
qué sombrerito tan cuco, qué lazo el de la corbata, qué...
-Bien veo todo eso, amado lector, interrumpí, y bien despacio he mirado a esos dos sujetos: el
primero, que es Nicasio, va a casa el día 30 de cada mes a pagarme el rédito de una estancia que
le tengo dada en arrendamiento; el segundo, que es Miguelito, va también a menudo ...
-También será arrendatario...
-No, señor, ese va a pedirme dinero prestado.
-Ya, querrá emprender algún negocito.
-Pues si le digo a usted que ya lo tiene emprendido.
133
-Y ¿quién es aquel sujeto que se para en el corredor del cabildo y en derredor del cual empieza a
formarse un corro tan numeroso?
-Es don Pascual, uno de los hacendados más notables del distrito. El es quien provee al pueblo de
noticias y quien juzga sin apelación a los generales y a los magistrados. Don Pascual es mirado
como un oráculo: de ahí viene que apenas se desmonta los domingos se ve rodeado de todas
las ruanas pintadas del lugar. Esto no se opone, sin embargo, a que sean oídas con interés las
noticias que no dejan de traer otros vecinos que durante la semana
han concurrido al mercado de La Mesa, al de Zipaquirá o al de Bogotá.
-Según lo que estoy viendo y lo que usted me refiere, la vida del hombre del campo sería
intolerable si la misa del día festivo no atrajese la gente a la parroquia como a un centro común,
interrumpiendo así la fastidiosa monotonía y la soledad en que ustedes los campesinos deben de
vivir ordinariamente.
-No se engaña usted, señor lector; soy poco teólogo y no sabré decir si al establecerse el precepto
de la santificación del domingo y el de oir misa, se tendría en cuenta la ventaja de que usted habla
y mayormente la de impedir que cada individuo se vaya aislando más y más cada día, y
renunciando por consiguiente a todos los bienes que emanan de la vida en sociedad y del trato con
los demás; pero sí puedo asegurarle a usted que la misa es, por decirlo así, el único lazo que une
a los vecinos de cada distrito, el único rendez-vous en que ellos se reunen y en que pueden
promover los intereses de la población; el único estímulo poderoso que pueden sentir para vencer
la pereza que el salir de sus casas les cuesta. La misa proporciona a la mayor parte de los
agricultores y de los ganaderos la única ocasión posible de conocer el estado de los negocios y la
abundancia o carestía de los efectos que cada cual necesita expender o comprar. Hasta la
administración política y la de justicia pueden ejercerse con más regularidad en un distrito cuya
población se halla diseminada en un vasto territorio, habiendo un motivo que cada semana reuna
en el lugar a la mayor parte de los vecinos.
-Infiero, observó el lector, de lo que usted me dice, que todos los vecinos vienen a misa: ésta es
señal de la moralidad de la población.
-No, señor; aunque todos vienen al pueblo, no todos asisten a misa: generalmente los
más ilustrados se quedan afuera durante la función religiosa, pero...
-Permítame usted que le interrumpa: ¿dice usted que los más ilustrados son los que dejan de
entrar a la iglesia?
Esto me parece extraño, y más extraño todavía el oirlo de boca de un hombre como usted.
-Pues hasta cierto punto, tiene usted razón; sin embargo, cualquiera de los del pueblo le dirá a
usted lo mismo.
134
-Y ese cualquiera que me diga lo mismo, ¿en qué les ha conocido la ilustración a esos señores que
no oyen misa?
-Pues en eso, señor lector; además, son los que frecuentan la buena sociedad.
-Hola, ¿conque aquí hay buena sociedad?
-Toma si la hay; ahí tiene usted a la vista la casa de don Hermógenes, que, como usted sabe, es
una persona culta; con él vienen a veces sus hermanas; y entonces se baila y se juega tresillo, se
juega a los...
-Bien, pero usted me iba diciendo cuando le interrumpí. . .
-Sí, le iba diciendo a usted que los tales no vienen a la parroquia por asistir a misa; pero vienen
porque saben que con motivo de ella encuentran aquí reunidos a los individuos con quienes tienen
relaciones o negocios, y no quieren renunciar a las ventajas que la misa les proporciona.
-De manera que esos señores no toman de la misa sino lo que les conviene.
-Así es ... Mire, mire usted, señor lector, aquella familia que llega, ¿ve usted aquellas niñas de
sombreros de fieltro con plumas y lazos de cinta, de capita verde y de luengas faldas blancas?,
¿qué le parecen a usted?
-Me parecen muy endomingadas.
-Sobradamente riguroso está usted, amado lector: a mí me consta que en esos trajes se ha ido la
mitad de una cosecha de trigo.
-Pues en ese caso los que hicieron su agosto fueron los mercaderes.
-No dudo que hayan gastado como gastan siempre las campesinas cuando pretenden ponerse
majas; pero el buen gusto se ha encaprichado en no salir de Bogotá y en no visitar los campos; y le
aseguro a usted que, para esto de la elegancia, ayuda más una onza de buen gusto que cien
onzas de oro. Y hablando de otra cosa, ¡qué posada tan concurrida parece ser aquella en que las
damas de las capas verdes se han desmontado!, los dueños deben de ponerse las botas cada
domingo.
-¡Ponerse las botas!, quiá: su casa es tratada en ésta y en semejantes ocasiones como ciudad
tomada por asalto sin que ellos saquen ni pizca de provecho; esa casa está a la hora de ahora
atestada de caballos que pelean, que piafan, que se amusgan, que tiran coces y que se llevan en
los tapaojos y en las ancas una buena parte de la tierra blanca con que las paredes están
enlucidas, sin que de todo eso se les den dos pitos a laspatronas, las cuales en esta ocasión
observan al pie de la letra la máxima que dice: quien tiene tienda, que atienda, por estar la suya
inundada de mozos del pueblo, que aquende y allende el mostrador piden de beber, beben, gritan,
135
disputan y camelan a las patroncitas. Los que van desmontándose, van tomando posesión de la
sala y acomodando sobre la mesa, sobre la silla, sobre los tercios de papas y sobre la pila de las
enjalmas los cojinetes, los zamarros, las espuelas y los trajes de montar.
Para acomodar los rejos de enlazar y los zurriagos, se cuenta siempre con el dueño de casa, a fin
de que proporcione una colocación más segura a aquellos utensilios, los cuales gozan de este
privilegio por ser opinión recibida en toda la Sabana, la de que no es pecado hurtarlos; no obstante
lo difícil que sería hallar la edición de la Biblia en que se haya agregado al 7° mandamiento el
inciso o parágrafo en que tales restricciones deben estar contenidas.
-Hace rato, díjome el lector, me está llamando la atención aquel individuo que anda en un rucito:
desde que llegó no ha dejado de recorrer la plaza, acercándose a todos los grupos, tomando parte
en todas las conversaciones y entablando con algunas personas diálogos a que da grande aire de
importancia y de reserva: mire usted, ahora mismo llama aparte, con mal fingido disimulo, a un
mocito de los más apuestos; se paran los dos en lugar retirado; el de a caballo se cuelga en la silla
de una pierna y se inclina como para hablarle al otro en secreto, mientras éste peina con sus
dedos las crines del rucio. Mucho me engaño, o el tal debe de traer entre manos alguna intriga o
algún negocio arduo y complicado.
-Sí, por cierto; ya me parece que lo estoy oyendo: el de a caballo pregunta a su interlocutor si por
fin le sacó ribete al viejo Camero en el cambalache de caballos que hicieron ayer; el de a pie,
informa que tuvo que contentarse con hacer el trato pelo a pelo, y sazona su respuesta con un
desabrido vizcaíno.
-Pero, si hablasen de cosa de tan poca sustancia, ¿cómo podría haber tomado ahora ese aire
propio de quien busca una difícil solución? Vea usted cómo sigue el uno peinando el caballo,
mientras el otro se acaricia laguacharaca; pero, no lo dude usted, el pensamiento del uno no está
en las barbas, ni el del otro en las crines.
-Pues, señor, todo lo que hay es que están callados porque no tienen qué decir.
-¡Valiente simpleza!, ¿quién sería capaz de aguantar un solazo como el que está haciendo, por tan
poca cosa?
-Pues lo cierto es que todos estamos de tal manera acostumbrados a perder el tiempo, que sin
dejar de renegar del sol y del cansancio que el estar de pie nos ocasiona, no dejamos de hacer por
dos o tres horas cada día de fiesta lo que usted censura en aquellos dos individuos.
Oyendo, al llegar aquí nuestro coloquio, que dejaban á misa, nos encaminamos a la iglesia, y
mientras el lector atravesaba conmigo el corto trecho que separa la casa coral del altozano, me
preguntó si varios vecinos que se quedaban a cierta distancia formando corros, eran de los
ilustrados.
136
-No, señor, le respondí: éstos oyen misa, pero no la aceptan con todas sus consecuencias. Están
aguardando que pasen el asperges, la enseñanza de doctrina y la plática para entrar al templo. El
cura hace todo lo posible para burlarse de sus precauciones, combinando de distinta manera cada
día festivo las partes de que se compone la función dominical; pero los bellacos de
los gamonales olfatean indefectiblemente la pláctica y la doctrina y no caen en el garlito.
A estos los oirá usted al salir quejarse de lo largo de la misa; pues estas quejas son tan de orde-
nanza y tan consuetudinarias, como el ponerse de pie al tiempo del Evangelio.
-He estado considerando, me dijo el lector cuando hubo terminado la función y salimos de la
iglesia, que lo augusto y majestuoso del culto católico es independiente de la magnificencia de los
templos y de la suntuosidad del aparato con que se celebren las ceremonias, sin que por eso dejen
estas circunstancias de contribuir en gran manera a producir en el ánimo de los fieles el grande y
saludable efecto que la asistencia a las funciones religiosas debe producir.
-Sin embargo, repuse yo, durillo se me hace el creer que la apariencia de este templo, como la de
casi todos los de las parroquias del campo, que parecen edificios sin concluir, y que por lo común
están adornados con un gusto tanto peor cuanto mayor sea la devoción de los feligreses, no sea
parte a debilitar el fervor y no ceda en mengua del decoro ...
-Pues con todo eso yo que he asistido a las más grandes festividades en las basílicas de Roma y
en San Sulpicio y en Nuestra Señora (porque ha de saber el público que el lector ha estado en
Europa), no experimenté en ellas emociones más profundas ni más dulces que las que hoy he
experimentado al ver los dos largos grupos, de hombres a la izquierda y de mujeres a la derecha,
vestidos todos con el aseo compatible con su pobreza y todos penetrados de una fe sencilla,
postrados en presencia de Dios que, siendo Dios de todos, gusta más, por decirlo así, de serlo de
los pobres y de los ignorantes.
Tal vez usted se reirá de mí; pero le confieso que al oír que la piadosa muchedumbre golpeaba sus
pechos en el momento del Sanctus y que en ese punto empezaba a sonar en el coro el triángulo y
el bombo, acompañando la música de los otros no muy bien tocados ni muy armoniosos instru-
mentos, sentí que mi alma se elevaba y que los más dulces sentimientos de piedad inundaban mi
corazón. Y no vaya usted a atribuír estas cosas a extravagancia mía ni a sensibilidad exagerada: el
acto de adorar un pueblo a Dios y de rendirle sus homenajes tiene siempre mucho de grandioso y
de sublime, cualquiera que sea el aparato con que se solemnice. Y hasta me parece que esa
música estrepitosa y desapacible con que los pobres aldeanos obsequian al Dios hecho Hombre y
a la Madre de Dios, puede hallar en pechos cristianos el mismo eco que las melodías con que en
las grandes capitales católicas se acompaña la celebración de las fiestas más solemnes.
En estas pláticas estábamos, cuando un muchacho vino a convidarnos a almorzar de parte del
señor cura, convite que aceptamos gustosos y que puso fin a mis coloquios con el lector y a las
observaciones que juntos estábamos haciendo.
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EL CHINO DE BOGOTA
Por Januario Salgar
Los muchachos de la calle, lo que llaman en Bogotá los chinos, son dueños de un tipo social sin imitación en ninguna otra parte. El chino de Bogotá no es semejante al pilluelo de ningún otro pueblo. Repárelo usted, y observe detenidamente las señales que caracterizan ese tipo tan bien delineado. El chino es regularmente un muchacho huérfano o abandonado, que pernocta en el portal más inmediato al lugar donde le coge la noche, que se alimenta de los despojos de otras comidas o de algún pan estafado con ardides ingeniosos. S
e le ve por la mañana en la plazuela de San Victorino, lamiendo la estaca con que se destapan las botijas de miel, y por la tarde en los cerezos de Egipto o en las huertas de Las Nieves acariciando y sobornando al mastín que las custodia; sabe la casa de todos los habitantes de la ciudad; juega con los criados en el zaguán y engaña a los niñitos; sigue a los sordo-mudos y los impacienta; persigue a los locos y los enfurece; hace gestos a los viejos, se mofa de los paquetes de provincia; roba frutas en los mercados; saluda los triunfos de la libertad con sus gritos, acompaña a todos los presos hasta la puerta de la cárcel y hace número para toda pública rechifla. Viste, o más bien lleva como puede, un largo pantalón arremangado hasta la pantorrilla y sujeto debajo de los brazos por un suplente de calzonaria de orillo, que partiendo del botón que cierra la pretina, da vuelta por encima del hombro y vuelve al mismo punto y al mismo botón.
Lleva una camisa desgarrada, llena de nudos, en que encierra un medio real pillado, regalado o encontrado, un dedal, un devanador, etc., que arrastró el caño en la última creciente; si tiene chaqueta, es como los calzones, grandísima, arremangada y con manoplas de dulce y mugre; con ella también suple la carencia de un pañuelo; nunca tiene sombrero, anda entre casa, es morador de la calle, inquilino de la municipalidad. Su fisonomía es graciosa, despierta, inteligente; sus ojos de víbora brillan por entre el cabello largo que anda siempre por la cara; el descuido y la mugre ocultan el resto de las facciones.
Todos sus movimientos son el efecto de su natural inquietud, sus palabras son atrevidas y sus dichos célebres, sabe todas las ensaladillas, retiene todos los versos, silba toda la música que una vez oye, y no pierde un epigrama ni un cuento popular. Es comedido, servicial y dañino, según el humor del momento. Este conjunto de fealdad y de belleza, de maldad y de gracia, de inteligencia, malicia, perversidad... qué se yo, ese es elchino de Bogotá, el ángel de la picardía.
El chino bogotano
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EL SALTO DEL TEQUENDAMA Por Juan Francisco Ortiz
I
Hay en la cumbre de los Andes una llanura de figura irregular, que mide ocho leguas de oriente a
poniente y diez y ocho de norte a mediodía, según Codazzi. Esa llanura es la Sabana de Bogotá,
poblada por trescientos mil habitantes, riquísima en pastos y tierras de labor, cubierta de
innumerables greyes y de caseríos y poblaciones, entre las cuales levanta su cabeza coronada de
torres, nuestra ciudad natal.
Si subimos a los montes vecinos, Monserrate o Guadalupe, se ofrece desde allí a nuestra vista un
mar de verdura, circunscrito en lontananza por los montes azules de la cordillera, el cual tiene
encima el alegre cielo de las montañas que nos deslumbran la vista con su resplandor.
«El cielo, decía Salazar en el Semanario del Nuevo Reino, varía a cada instante de formas: ya se
cubre de nubes, ya se aclara, ya brilla con un azul oscuro muy superior al de la costa. Este es el
término del horizonte... ».
Catorce torrentes mayores, o llámense ríos si se quiere, y cien quebradas o arroyuelos que se
desprenden de la cordillera, derraman sus aguas en el Funza, que, naciendo más allá de Las Pilas,
discurre perezosamente por medio de la Sabana; y después, rugiendo como un león, se abalanza
y se arroja furioso por la cascada del Tequendama.
El ingeniero don Domingo Esquiaqui la midió con la sondalesa y con el barómetro, y halló que su
altura, desde el nivel del río hasta las piedras que sirven de recipiente a sus aguas, es de
doscientas sesenta y cuatro varas castellanas.
«Es preciso figurarse el Tíber, escribía don Francisco Antonio Zea, que se despeña por una roca
escarpada, tres veces más alta que la cúpula del Vaticano, para formarse tal cual idea de este
Salto ...Suspendido el viajero como en el aire, entre árboles y peñas, registrando espantosas
profundidades, viendo estrellarse en una y otra roca aquel soberbio río y levantar al cielo nubes de
espuma y torbellinos de humo con un ruido como el de mil truenos que retumban mil veces en el
hondo valle, y contemplando luego el anchuroso abismo, aquel infierno de agua en millares de olas
que, batiéndose contra millares de rocas, ya caen precipitadas, ya se levantan más enfurecidas,
braman, conmueven el monte, y lanzándose unas sobre otras, desaparecen como relámpagos.
¡Qué sensaciones debe experimentar el que, desde un balcón, al parecer suspendido en las
nubes, mira tales horrores!».
Y después, hablando de la amenidad del sitio, añade:
139
«Todo contribuye a la ilusión, pero nada tanto como los iris tan hermosos y variados que hacen
resaltar el color de las peñas vecinas, el resplandor de la cascada y de la niebla, y la situación del
espectador que, teniendo los unos a sus pies, ve los otros sobre su cabeza... No hay quizá en el
globo otro recinto en que, a un tiempo y perpetuamente, se presenten a la vista las flores y frutos
de diversos climas, y tanta variedad de aves, insectos y cuadrúpedos que, atraídos de la
abundancia, concurren de todas partes a esta capital de Flora».
Parece que la Sabana fue en otros tiempos una gran laguna.
«Si hubiéramos de creer una tradición, recibida desde la antigüedad más remota, dice el citado
Salazar, se vio algún día anegado el terreno por las inundaciones del Funza, y apoderándose de
esta comarca la consternación y el espanto, huían despavoridos sus moradores a buscar las cimas
de los montes como un asilo de seguridad. Los animales, los sembrados y las posesiones, todo se
hallaba sumergido por las aguas, no le quedaba al muisca otro auxilio que el de una fuga
precipitada.
Entonces apareció un hombre divino, cuya memoria ha existido en el espíritu de estas
generaciones, llamado con el triple nombre de Zhué, Bochica y Nemqueteba... Este hirió con la
punta de su cayado una de las más duras serranías y dio libre curso a las aguas, que,
precipitándose con la mayor violencia, formaron la cascada del Tequendama, obra admirable de la
naturaleza... ¿Qué diremos de esta antigua fábula consagrada por la superstición de los pueblos?
¿Sería que los indios conservaban algunos vestigios del diluvio?».
Pero sea de eso lo que fuere, ya se figuran nuestros lectores que todas las aguas de la Sabana de
Bogotá no tienen otro cauce para bajar de la cordillera y reunirse al Magdalena, que ese gran canal
de roca viva hecho por la mano de Dios, cuyas altísimas paredes golpea el Funza con estupendo
empuje, antes de precipitarse en el abismo. ¡Bien! No debe echarse en olvido lo que dice Zea:
«No hay quizá en el globo otro recinto en que a un tiempo y perpetuamente se presenten a la vista
las flores y frutos de diversos climas, cuanta variedad de aves, etc.».
Porque, en efecto, en las llanuras de Bogotá reina una primavera eterna, fenómeno que asombra a
algunos extranjeros que no aciertan a explicárselo. Aquí todo el año hay rosas, geranios,
anémonas, jazmines y las mil y mil flores que brotan bajo el cielo del trópico, sin sentirse un calor
sofocante ni un frío que moleste.
Pero al bajar la cordillera, a medida que crece el calor, cambia la vegetación, y el que se asoma a
gozar de este admirable paisaje, descubriría, si no se lo impidieran los pretiles del Salto, las
palmeras, los naranjos, los entables de caña de azúcar y los trapiches del pueblo de San Antonio
de Tena, a tiempo que ve las rocas de Cincha y de Canoas coronadas por una selva de pinos y
nogales, de robles y laureles. Abajo revuelan clamoreando las pintadas guacamayas y se oye la
voz de los verdes papagayos habitadores de la zona tórrida, en tanto que arriba gime la paloma
torcaz y se cierne en las nubes el águila altanera.
140
Veamos ahora lo que escribió el sabio Caldas:
«El Bogotá, después de haber recorrido con paso lento y perezoso la espaciosa llanura de su
nombre, vuelve de repente su curso hacia el O, y comienza a atravesar por entre un cordón de
montañas que están al S-E, de Santafé. Aquí, dejando esa lentitud melancólica, acelera su paso,
forma olas, murmullo y espumas. Rodando sobre un plano inclinado, aumenta por momentos su
velocidad. Corrientes impetuosas, golpes contra las rocas, saltos, ruido majestuoso, suceden al
silencio y a la tranquilidad. En la orilla del precipicio todo el Bogotá se lanza en masa sobre un
banco de piedra; aquí se estrella; allí da golpes horrorosos; más allá forma hervores, borbollones y
se arroja en forma de plumas divergentes, más blancas que la nieve, en el abismo que lo espera.
En su fondo el golpe es terrible y no se puede ver sin horror. Estas plumas vistosas que formaban
las aguas en el aire, se convierten de repente en lluvia y en columnas de nubes que se levantan a
los cielos. Parece que el Bogotá, acostumbrado a recorrer las regiones elevadas de los Andes, ha
descendido a pesar suyo a esta profundidad, y quiere orgulloso elevarse otra vez en forma de
vapores.
«Las márgenes del Bogotá desde que entran en la garganta del Tequendama, están hermoseadas
con arbustos y también con árboles corpulentos. Las vistosas beffarias, resinosa y urcus, las
melástomas, la cuphea...esmaltan esos lugares deliciosos que ponen a la sombra el roble, las
aralias y otros muchos árboles. El punto más alto de la catarata, aquel desde donde se precipitan
las aguas, está 312 varas más bajo que el nivel de la esplanada de Bogotá, y esto basta para
comenzar a sentir la más dulce temperatura.
A la derecha y a la izquierda se ven grandes bancos horizontales de piedra, tajados a plomo y
coronados de una selva espesa. Cuando los días son serenos y el sol llega de los 45 a los 60° de
altura sobre el horizonte del lado del E, el ojo del espectador queda colocado entre este astro y la
lluvia que forman las aguas al caer. Entonces percibe muchos iris concéntricos bajo de sus pies,
que mudan de lugar conforme se va levantando el astro del día.
«La cascada no se puede ver de frente, y es preciso contentarse con observarla de arriba a abajo.
Por el lado del N. ofrece el terreno un acceso más fácil y más cómodo. Aquí hay un pequeño plano
horizontal de piedra al nivel mismo del punto en que se precipitan las aguas, y desde este lugar es
que los curiosos y observadores han visto esta célebre catarata.
«Cuando se mira por primera vez la cascada del Tequendama hace la más profunda impresión
sobre el espíritu del observador. Todos quedan sorprendidos y como atónitos: los ojos fijos, los
párpados extendidos, arrugado el entrecejo, y una ligera sonrisa manifiestan claramente la
sensación del alma. El placer y el horror se pintan sin equivocación sobre todos los semblantes.
Parece que la naturaleza se ha complacido en mezclar la majestad y la belleza con el espanto y
con el miedo, en esta obra maestra de sus manos».
II
141
Como la catarata dista apenas cuatro leguas de la capital, es el paseo favorito de los bogotanos.
Ella también ha sido visitada por muchos extranjeros.
En 1801 vino a verla el barón de Humboldt, quien la describió elocuentemente en su Viaje a las
Cordilleras.
En 1826, el general Bolívar, entusiasmado con tan magnífica escena, no pudo contenerse y saltó a
una piedra de dos metros cuadrados que forma como un diente en la horrorosa boca del abismo. A
la misma piedra salté yo en una de mis excursiones, pero con esta diferencia, que el Libertador
llevaba botas con el tacón herrado y yo tuve la precaución de descalzarme previamente; yo estaba
en la fuerza de mis diez y ocho años, y eso excusa en parte mi temeridad. Un paso falso, un
resbalón, hubieran bastado para que no estuviera contando el cuento. Veces hay en que se me
erizan los cabellos al pensar en aquella barbaridad.
En 1827 estuvo a pagarle su tributo de admiración el duque de Montebello.
En 1832 el joven Pedro Bonaparte, hijo de Luciano, príncipe de Canino, primo de Napoleón III, vino
a Bogotá con el general Santander. Al segundo día de su llegada ya estaba a caballo en vía para el
Salto, y al tercero de regreso para Nueva York.
En 1842 encontré en medio de la montaña del Quindío al barón de Lita, rico e ilustrado viajero que
venía recorriendo la América Meridional desde la tierra Patagónica, y me dijo: «Voy a ver el
Tequendama y la linda ciudad de Bogotá, para seguir después a Santa Marta a asistir a la
exhumación de los restos del Libertador Bolívar».
El barón Gross, que a la fecha está de embajador en la China, hallándose de encargado de
negocios de Francia en esta República, visitó unas cuantas veces el Salto, y sacó el croquis y los
pormenores que le sirvieron para pintar un magnífico cuadro al óleo. El practicó el camino que va a
parar a un punto denominado el Balconcito, por la baranda de madera que hizo poner allí.
El presbítero Romualdo Cuervo, metido en una petaca de cuero, sostenida por fuertes rejos, bajó a
ochenta varas de profundidad en frente del gran banco de piedra en que se estrellan las aguas y
saltan deshechas en menuda niebla. Allí dejó escrito su nombre y una botella vacía sobre una
piedra.
Varios jóvenes bajaron una vez al Salto, vieron la botella, y apostaron unas cuantas (de vino) al
que le diera un balazo. Cargaron las escopetas, y el primero puso la bala a una cuarta de distancia,
el segundo tocó la punta del corcho, y el tercero, que si mal no recuerdo era Andrés Santamaría, la
volvió cien pedazos.
III Por lo que a mí hace, diré que no he visto el Salto a la ligera, como la mayoría de los viajeros, sino que he vivido en sus cercanías y he disfrutado de su asombrosa vista por semanas enteras.
142
Salto del Tequendama
He bajado al Salto con cazadores, cuando era uno de ellos, y he disparado a los monos y a las ardillas; lo he visitado también con señoras, que en el buen tiempo iban barriendo las hojas secas con sus largos trajes y en el invierno cayendo y resbalando desde el Almorzadero, punto en que es preciso dejar los caballos, para llegar a pie hasta la boca de la catarata.
He tenido y tengo amistad con los dueños de las haciendas de Cincha y Canoas, en cuyos linderos queda el Salto, lo cual me ha valido para poderlo explorar a todas mis anchas.
Traté a don Fernando Rodríguez, de quien me permito referir aquí una anécdota. Cuando Bolívar vio el Salto por primera vez, le acompañaban muchos amigos, y entre ellos muchos militares.
De regreso llegaron a Canoas, donde el señor don Fernando les tenía preparado un refresco de frutas, vinos y colaciones. Entre trago y trago empezaron a menudear los brindis, y un oficial llanero echó contra los chapetones uno que hizo reír a carcajadas. Todos aplaudieron menos el dueño de la casa, que se quedó muy serio, notando lo cual, díjole el Libertador:
-Señor Rodríguez, ¿por qué no nos acompaña usted a hacer la razón?
A lo cual respondió el honrado viejo:
-Porque siendo español, no creo que eso sea razonable.
-¡Ojalá tuviésemos muchos patriotas como usted, señor don Fernando!, le contestó Bolívar.
Don José María Uricoechea, yerno del citado Rodríguez, me trató siempre, no sólo como amigo sino como hermano. Para mí no había secretos en su corazón. El día que solía visitarlo era un día de fiesta para su familia.
143
Salíamos a matar patos a la laguna de Cerro-gordo, nos paseábamos por los potreros en excelentes caballos, y solíamos subir a una altura que se llama... no recuerdo el nombre, en donde nos entreteníamos, mirando con un anteojo de larga vista La Mesa de Juan Díaz y los paisajes que la rodean.
Respecto de don José María Urdaneta, dueño en la actualidad de la hacienda de Canoas, no diré nada, por no ofender su modestia. El sabe que soy su amigo.
IV
Hay en la cordillera meses de lluvia y meses en que no llueve.
En los de lluvia, que llamamos impropiamente de invierno, crecen los arroyuelos, los torrentes crecen, y el Funza, rey de los ríos de la Sabana, sale de madre como el Erídano, y no sólo inunda sus riberas, sino que forma, por el lado del poniente, un lago de muchas leguas de extensión.
Por las tardes, cuando el sol va a ponerse, el cielo se cubre de nubecillas retocadas de oro y de púrpura, y se ve nuestra verde Sabana; y allá, muy más allá, una gran faja de plata, tras la cual se divisa el perfil de los montes azules de Zipacón y Bojacá. Esa cinta de plata es el lago que han formado los ríos.
Entonces se aumenta considerablemente el volumen de las aguas que se despeñan por el Salto; entonces el río es una gran manga del diluvio, como decía Chateaubriand hablando del Niágara; entonces es cuando los amantes de la naturaleza deben ver el Salto; entonces es cuando yo lo he visto.
V
Hallándome agitado hacía muchos días por el deseo de ver el Salto cuando el río estuviera más pujante y soberbio, tuve la fortuna de encontrar un excelente compañero de viaje.
El señor Rafael Roca, pintor, que deseaba tomar una vista de la catarata, se entusiasmó oyéndome hablar del proyecto, y convinimos en hacer juntos una excursión aprovechando, para realizarla, el veranito de San Martín, que se reduce a unos pocos días, a mediados del mes de noviembre, en que anualmente cesan las lluvias en la cordillera. Llegado el día prefijado, fuimos descansadamente a dormir al pueblo de Soacha.
El 12 de noviembre de 1852, entre siete y ocho de la mañana, montamos en nuestros caballos, y como avisados de antemano, nos esperaban ya los paseros frente a las casas de la hacienda de Canoas con una barquilla.
Nos embarcamos y después de una feliz travesía de ocho o diez cuadras, pisamos, no diré la orilla de la playa, sino el barro del puente, que a manera de una isla sobresalía en aquel mar de las montañas.
Echamos allí pie a tierra, pasamos el puente, llegamos a la hacienda de Canoas, y sea dicho en testimonio de verdad, almorzamos con un apetito de marinero, que daba claros indicios de nuestras fuerzas digestivas; y después, parte a pie, parte a caballo, y asordados por el ruido de la catarata, llegamos providencialmente, sin que se nos quebrara una pierna, al balconcito histórico del barón Gross.
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VI
No esperen los lectores de este artículo un rasguño descriptivo de mi cosecha. Bien he sudado para reducir a un pequeño cuadro lo que otros han dicho acerca de esta escena, que en concepto de Miralla era «horrorosamente bella».
¿Qué es a su lado mi elocuencia parca?
(exclamaré aquí con Arriaza)
Un hilo de agua que en el campo brilla, Y el ancho mar que todo el mundo abarca.
Oigamos a Madiedo:
Llegué y hallé un abismo de rocas coronado. Que un rápido torrente luchaba por colmar; El uno siempre oscuro, profundo como el Hado, Jamás cansado el otro cayendo sin cesar.
Tú cubres de pensiles, de mieses y de flores La espléndida llanura que baña el Bogotá; Las tumbas de los muiscas dan vírgenes amores El premio de las perlas que tu fragor les da.
Tú prestas a los montes espléndidas aureolas; Tus gasas a los cielos, tu aliento al huracán; Al tiempo en su carrera la furia de tus olas, Tus ecos poderosos al hórrido volcán.
Veamos lo que escribió Samper:
Tus ruidos que retumban en las cumbres, Los ruidos son de la feroz tormenta, Y cual la nube cárdena y sangrienta Tus aguas siempre a desgarrarse van. ........................................................ En tus selvas hallé suaves murmurios, Y en tu torrente estrepitosos ruidos, Como se encuentran ayes y gemidos Junto quizá de báquica canción. Yo he visto, Tequendama, tus aguas espumosas Rodar en torbellinos con hórrido estridor, Rasgarse entre los vientos, y luego, vaporosas, Volar hasta la cima del cóncavo peñón.
Recordemos lo que, entre otras cosas, dijo Celedón:
Cual rubia cabellera de rápido cometa, Los rayos moribundos refléjanse del sol Sobre tu blanca mole, tu niebla vaporosa, Magníficas aureolas de espléndido arrebol.
Permítaseme citar lo que cantó mi hermano José Joaquín, sentado en las rocas del Tequendama:
¡Prodigio del Creador! ¡Oh!, nada falta A tu gloria; pictórico horizonte Delante se abre; antiguos como el mundo Los árboles se elevan en tu monte; Solemnes armonías Resuenan en tu seno ancho y profundo, Flores, perfumes, luz y movimiento; Aire esencial de vida en cada aliento; Un cielo claro encima, Cual el alma de un niño ven los ojos; Y por diadema para ornar tu frente Iris de oro, de púrpura y diamantes Se cruzan sobre ti reverberantes. ........................................................ ¡Oh!,!qué objetos!, ¡el hombre y Tequendama! El hombre sin poder, pincel ni acento Con qué pintar lo que su mente inflama Que ayer nacido vivirá un momento, Y mañana en el soplo del sepulcro ¡De su vivir se apagará la llama! Y esta tremenda catarata, eterna Con esa voz cual la de mil tambores, Cual ruido estrepitoso De cien y cien caballos triunfadores En el afán de una total derrota;
Y ese hervir fragoroso, inextinguible, Y esa su roca firme, estable, immota, Que alcanzará a los años de los años, Y del mundo a una edad la más remota. ........................................................ Porque tu
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vista horriblemente bella Asombro, pasmo, horror sublime inspira, Y de verdad severa lección grande Deja en la mente con profunda huella.
Y mutatis mutandis ¿por qué no hemos de aplicar al Tequendama lo que dijo del Niágara el inspirado Heredia?
Torrente prodigioso, calma, acalla Tu trueno aterrador, disipa un tanto Las tinieblas que en torno te circundan, Déjame contemplar tu faz serena Que de entusiasmo ardiente mi alma llena. ........................................................ Sereno corres, majestuoso, y luego En ásperos peñascos quebrantado Te abalanzas violento, arrebatado, Como el destino irresistible y ciego. ¿Qué voz humana describir podría De tu sirte rugiente La aterradora faz? El alma mía En vagos pensamientos se confunde Al mirar esa férvida corriente, Que en vano quiere la turbada vista En su vuelo seguir al borde oscuro Del precipicio altísimo; mil olas Cual pensamiento rápidas pasando, Chocan y se enfurecen, Y otras mil y otras mil ya las alcanzan, Y entre espuma y fragor desaparecen. Ved, llegan, saltan. El abismo horrendo Devora los torrentes despeñados; Crúzanse en él mil iris, y asombrados Vuelven los bosques el fragor tremendo. En las rígidas peñas Rómpese el agua; vaporosa nube Con elástica fuerza Llena el abismo, en torbellinos sube, Gira en torno, y al éter Luminosa pirámide levanta, Y por sobre los montes que le cercan Al solitario cazador espanta.
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APUNTES DE UN VIAJE
POR EL SUR DE LA NUEVA GRANADA, EN 1853
Por Santiago Pérez
La zona cercana al mar, en la provincia de Barbacoas, como de seis a ocho leguas de anchura, está cruzada por multitud de esteros y deltas, y es inundada por la marea. Los mangles, producción vegetal de los terrenos expuestos al mismo tiempo al riesgo de las aguas dulces y al de las salobres, y que pertenecen a la familia de las rhisophoreas, dominan profusamente en ella.
Sus raíces, que en forma digital se extienden por entre el fango, dan alguna consistencia al terreno de aluvión, preparando con el limo un suelo fértil; pero viciando por ahora el ambiente con las emanaciones nocivas de vegetales en putrefacción. La faja central de la misma provincia, que tiene de cinco a seis leguas de ancho, está orillada por los ríos, de cuyos bordes son únicos habitadores los negros recién libertados. Las corrientes que cruzan esa comarca, arrastran mezclado con sus arenas el oro abundantemente.
La caza, la pesca, algún cultivo del maíz, de la caña de azúcar y del plátano, dan lo suficiente a dichos moradores, los cuales no conocen otras necesidades, ni aun la de andar vestidos. Un machete y un hacha para desmontar los contornos, o para labrar subarbacoa, una atarraya para pescar en las vecinas corrientes y una canoa para navegar en ellas, un tambor y una marimba para sus bacanales, son todos los bienes de aquellos habitantes.
Es la marimba un instrumento que les sirve para producir una música sui géneris. Lo forman arreglando de mayor a menor, tubos de guadua, de distintos diámetros, que atan unos con otros, formando con ellos una fila sobre la cual, mediando regulares espacios, pasan listones de chonta, sobre los que dan golpes con pequeños mangos de madera cuya punta está guarnecida con caucho.
Al ruido bronco del tambor hecho de piel de tatabro, acompañado del son de la marimba, los negros entonan sus cantos salvajes y zapatean sus danzas uniformes y desagraciadas.
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Cuando de las playas del Pacífico se va ascendiendo a la mesa de los Pastos, la naturaleza va tomando de una a otra jornada, por decirlo así, nuevos rasgos que anuncian el paso de una región a otra.
Antes de llegar a la altiplanicie se dejan por supuesto las vías fluviales, donde la navegación no es por vapor ni velera, sino lenta, de canalete y de palanca, es decir, casi arrastrada. Luego empiezan las veredas escabrosas por entre las peñas, cuyo talud nunca buscaron los aborígenes para trazar esas rutas que, detrás de ellos, aun seguimos servilmente nosotros.
Las cimas de la cordillera, ceñidas permanentemente por la niebla, dejan ver sus ángulos y festones caprichosos; la vegetación enrarece y decae hasta los arbustos, las plantas enanas y el frailejón en cuyas vellosidades ruedan las aguas del páramo. Enmudece el ruido viviente de los numerosos moradores alados de los bosques, y sólo se perciben, monótonos y entrecortados, los rumores de corrientes despeñadas.
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En La Mesa, elevada a 3.187 metros sobre el nivel del mar, se divisan los muchos aunque poco extensos poblados de que ella está sembrada. Alegran la vista hermosos paisajes en que contrastan los varios matices de las sementeras, apiñadas en los terrenos quebrados.
Numerosos ganados y caballerías pacen en las dehesas, cuyos excelentes pastos dieron tal vez nombre a esa altiplanicie, la más elevada de los Andes granadinos y que fue llamada por Humboldt el Tíbet de la América del Sur. Está inclinada hacia el oriente. Los hacinamientos de piedra pómez que se descubren en varias partes, muestran las frecuentes erupciones de sus volcanes, cuyas columnas de humo, en los que son activos, se confunden con las nubes que cercan sus cráteres.
Nos hallábamos al fin de uno de esos períodos de lluvias tan largos que han hecho decir que en esas regiones llueve por trece meses en cada año, y teníamos que continuar nuestro viaje a mula, según nos lo aseguraba, enfáticamente un señor alcalde, el cual ponderaba al mismo tiempo la dificultad de hallar las mulas indispensables.
Caballeros, en fin, en lo que Dios fue servido depararnos, emprendimos resignadamente la tarea de trasmontar la sierra. Cuando ni en lontananza divisábamos la capital de la provincia de Túquerres, perdimos el último rayo del sol descolorido que, esquivo, medio había alumbrado nuestro entoldado horizonte. El frío era intenso. Habíamos disfrutado casi sin interrupción de una lluvia penetrante, y el camino o sea el despeñadero por donde andábamos, abundaba más a cada trecho en hondas grietas y descomunales zanjones.
Sin luz como a poco nos hallamos y sin guía, nos vimos en la dificultad de no poder continuar a pie ni a caballo. Pero la noche se anunciaba tormentosa, y no había tambo ni ramada en donde guarecernos. Era preciso seguir.
Alzándonos de un fangal para rodar en otro, como a las tres horas de andar a tientas, tuvimos indicios de haber llegado a Túquerres. Todavía el piso era lodoso y desigual; y para tomar la plaza aún tuvimos que ganar una cuesta resbaladiza. Una vez allí, dijimos a la primer alma viviente que encontramos:
-Háganos el bien de conducirnos a la casa del señor gobernador.
-El señor gobernador vive a la salida del lugar.
Emprendimos consiguientemente la retirada, y al terminarla se nos dijo:
-Aquí vive. Llamen ustedes.
-Buenas noches, señor gobernador.
-Se las dé Dios muy buenas, señores.
-Somos los de la comisión corográfica: acabamos de llegar y no sabemos dónde hospedarnos.
-¿Conque ustedes son de la comisión?, ¿y qué tal?
-Pésimamente, señor. Nos ha llovido mucho; nuestro equipaje no ha llegado; tampoco hemos comido.
-¡No han comido! Pues es bien tarde para ello. Y en verdad, les tengo un anteojo soberbio.
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-Nosotros traemos los instrumentos que necesitamos. Lo que esperamos es que nos haya preparado algún alojamiento. ¿No ha recibido aviso del gobierno?
-¡Cómo no! Pero ¿quién pensara que llegarían ustedes de noche y así?
-Sin embargo hemos llegado.
-Así parece. ¿Y el señor Codazzi?
-Anda por el otro extremo del lugar en busca de usted.
-Entonces vamos a ver si hay dónde se guarden ustedes. Deben estar algo húmedos. ¿Desde dónde les cogió el agua?
-Desde la cabeza hasta los pies, señor gobernador.
-¡Con razón! Pues, como les iba diciendo, el anteojo es excelente. Vamos andandito.
Andandito volvimos a la plaza; allí aguardamos a que buscaran dónde depositarnos. Cuando lo halló y en camino hacia allá, nos dijo:
-¿Permanecerán ustedes aquí bastantes días?
-Si esta noche no morimos de frío y de hambre, permaneceremos algunos días. En caso contrario, ¡quién sabe!
-Así es. Pero el anteojo es estupendo; les va a ser utilísimo.
-¿Estamos todavía en el lugar?
-Sí, y en esta casa se van a quedar ustedes.
-Mas vea, señor gobernador, está desierta, desmantelada.
-Pero caben perfectamente. Mañana les mando el anteojo.
-Mejor nos vendría esta noche algún refrigerio, alguna manta. Estamos mojados; venimos de tierras muy calientes; hoy no hemos almorzado todavía; ayer comimos muy mal; y en cuanto a su anteojo, estamos persuadidos de que es inmejorable.
-¡Por supuesto, es el mejor anteojo que he visto desde pequeño! Siempre les dejaré mi farol. No olviden cerrar bien la puerta, porque aquí los huracanes son bravosos. ¡Hasta mañana!
-¡Hasta mañana! No olvide el anteojo, señor gobernador...
Corramos el velo del olvido sobre aquella noche. ¡Un recuerdo para ese gobernador sensible y hospitalario; un estuche para su anteojo sin par!
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Ya sea por la semejanza de su aspecto físico con algunas comarcas del norte de la República que nos son queridas ya por su contraste con las selvas ribereñas del Pacífico que acabábamos de dejar, hallamos notablemente hermosa la perspectiva de los alrededores de Túquerres. Unas colinas encima de otras, cubiertas todas de verde vivo, salpicado de flores, y repartidas como en pequeñas heredades; capillas y parroquias coronando varias eminencias; al norte las rocas traquíticas que tienen en su cuenco el lado de azufre; por el sudoeste los volcanes en actividad de Chiles y Cumbal; al sur el gran nudo de los Andes y el nevado de Cayambe. Del sendero que lleva a la cumbre del volcán de Túquerres, se ve levantarse sobre su explanada el imponente volcán de Pasto; y más lejos cierra el horizonte con farallones azulados por la distancia, la cadena de los Andes orientales.
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El indio tuquerreño conserva en su fisonomía y en sus hábitos los caracteres degenerados de su raza: color bronceado, cabello liso y desgreñado, facciones toscas y aire frío de estupidez o indiferencia. Es sufrido, trabajador y porfiado. Aunque pobre de espíritu, se hace guerrillero feroz al mandato de un fraile. Se humilla hasta hacer el servicio de las bestias y vive desentendido en su pobreza y abyección.
Jamás se atreve el indio a contradecir abiertamente; pero tampoco apoya nunca con decisión. Satisface a la más precisa interpelación con un equívoco cómo no. Mucho ha de ser para que aventure un de onde, exclamación negativa que parece pesarle en seguida.
Respeta en primer lugar al amo cura, en quien cree y a quien obedece, en seguida a los santos (los de palo), ante los que se prosterna en su iglesia y salta en las procesiones, al compás de los gorgoritos rituales o al son de su tambor y su pífano, disfrazado groseramente con cintillos y botones de color, hojas de lata y pañuelos y cintas coloradas; y en tercer lugar a sus gobernadores, que es como allí llaman a los alguaciles.
A pesar de la real o aparente indiferencia con que mira a los blancos, aun al mismo que ha traído a cuestas desde Barbacoas, si lo encuentra en la calle, no tiene embarazo en llenar el traguero, o vaso de madera, y en ofrecerles un trago o más de calaguasca, especie de aguardiente abominable, sin contar nunca con la justicia, ni aun con la posibilidad de una repulsa.
Lleva, en sus correrías, delante de sí a su mujer con una carga de dos o de tres arrobas; cobra lo que ganan entrambos; lo consume en aguardiente, aún antes de rendida la jornada, y comienza otra vez.
Esto si es vivandero como la mayor parte de los aledaños al Ecuador, los que hacen uno o dos viajes en cada mes a Barbacoas. Si mora en su tambo, que es de vara en tierra, cuida de sus animales, cultiva su terreno, viste pobremente entre semana y reserva para el domingo, cuando viene a la parroquia, la gran ruana tejida por su compañera, ruana cuyas puntas le llegan a las rodillas, y que está formada con listas abigarradas sobre un fondo negro, o alternando en los colores que cuanto más encendidos son, más satisfacen a su dueño.
Dicho día oye misa; vende los frutos que ha traído, compra su sal y se embriaga infaliblemente. Se observa en el lenguaje de los habitantes no bien educados de aquellas tierras, del Mayo para allá, una monótona posposición de ciertas palabras y un especial uso de términos bárbaros.
-Agacharáse y si no pegaráse, decía un carguero a uno de mis compañeros, y éste, ya familiarizado con el dialecto, le respondía:
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-Bueno, agacharéme; pero si no caminarís más aprisa, no llegarís con el día.
-¡De onde!, y asentaráse mejor para podriba yo andar.
Esto lo de menos sería sin la manera que de hablar tienen, como comprimiendo los sonidos, lo que hace de cada una de sus palabras un ruido gutural, tiple y chillón, que cuando se oye salir de la armazón enorme de un indio ancho de espaldas y lleno de pulmones, produce desazón y hasta cólera.
Nada más curioso y original que la escena de una pareja de paisanos que se requieren tiernamente, al estímulo de sendas botellas de calaguasca, bebida nauseabunda de que preferentemente se ha de proveer quien allí, y a estilo popular, se proponga vacar al amor. El formulario galante se resume en un par de frases suficientemente lacónicas para ser cambiadas, a cada nueva libación, como nuevo requiebro.
-Pus será con busté.
-¡Elai! Pus benga de allá.
Y viene y va hasta apurar las heces en el inmundo traguero, sin lo cual no cesan las hostilidades.
Júzguese del efecto aterrador que producirá una endecha tuquerreña, cuando un acento punzante bota, con todo el furor del desentono, cantinelas así:
Montes y pajonales Seránme testigos, La vida que paso En estos retiros. ¡Rondin, rondón! Vení no más, ¡Que solita estoy!
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Forman la riqueza de aquellas gentes los productos de su agricultura, que son todos los de climas fríos y templados, con los cuales abastece a Barbacoas, y además su abundancia de rebaños, sus tejidos de lana, consistentes en ruanas, capisayos y pellones, los rosarios y juguetes que hacen de tagua o marfil vegetal y los artefactos de paja, de fique y de barro. Llevan a Pasto víveres, que cambian por barnices y por dinero; a Barbacoas, víveres también y sombreros, que cambian por mercancías extranjeras, por cocos y por pescado; y al Ecuador, caballerías y dinero, que cambian por sal, bayetas, pinturas y otros artículos.
El puente de Rumichaca, cuya altura sobre el nivel del mar es de 2.630 metros, es una bóveda natural bajo la cual se esconde el Carchi. A no ser por el estruendo soterraño, se pasaría por el arco de la peña que cubre el río sin verlo y sin conocer que la tierra está tan apartada debajo de los pies.
Al descender, como es posible hacerlo, no obstante lo agrio del escarpe, por el uno o por el otro lado del puente, se ven a pocos metros de profundidad aguas ferruginosas, cuya temperatura es de 40° centígrados. Desde la orilla se alcanzan a ver las olas alborotadas que golpean la roca y la piedra, y que ocultándose en los senos del peñasco, o remolineando, como indecisas, se lanzan luego en busca del corazón de la tierra. Algunas aves negras revolotean sobre las espumas, saliendo de sus nidos cavados en los bordes y se agitan sin fuerzas en las alas para lanzarse hacia el bosque que queda encima.
Cuando de este santuario de aguas, rocas y ruidos, se sale otra vez al mundo que se ha dejado arriba, a cada paso se aleja el gemido de la onda subterránea y se pierde cierto misterio o atractivo
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que no se vuelve a encontrar.
¡Qué cándida sencillez la del padre Velazco, que hace a los indios del Perú artífice de este capricho de la naturaleza! Las rocas, unidas en este sitio, no están en todos los demás tan apartadas que no sea posible, en varios, poner un pie en territorio ecuatoriano y otro en territorio neogranadino, teniendo en medio el río que se oye a intervalos rumoroso por entre el cauce profundo.
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Adelantando hacia el sur y descendiendo como por una espiral de piedra, de repente halla el viajero, en medio de peñascos y como labrada en el corazón de ellos, una capilla, cuya parte externa se asoma atrevida y graciosamente sobre el precipicio.
Esta parte es de mampostería; el interior es todo formado por la roca misma, cortada en lajas, y en una de éstas se ve dibujada al óleo la imagen de la Virgen, a quien ha levantado la naturaleza y el hombre completado este altar en las entrañas de la peña.
Las aguas corren cuarenta pies abajo; las murallas se destacan agrias y rocallosas; el bosque se tupe alrededor, y todos los contornos se presentan con silvestre majestad.
Desde Popayán, desde el Ecuador y hasta del Perú concurren al santuario peregrinos para adorar a la Virgen del Rosario.
El sacrificio cristiano celebrado sobre esa ara imponente, debe ser una escena grandiosa y acaso única en la naturaleza. Todo es allí piedra: las gradas que dan ascenso al templo, el barandaje que rodea su portada, las paredes, la bóveda, y en lo profundo el lecho del torrente. La altura en este paraje es de 2.591 metros sobre el nivel del mar.
Santuario de Las Lajas
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La cascada de «El Excomulgado», no dista mucho del mencionado monumento. Grave y gravísima culpa debió cometer cierto sacerdote, cuyo nombre no reza la tradición, cuando su signo fue el de bautizar con su voluntario o violento sacrificio la caída de aquellas aguas, que desde la altiplanicie de Ipiales bajan a confundirse con la corriente del Males o Rumichaca.
Dichas aguas, en las que, la verdad sea dicha, no se columbran ya restos sacerdotales ningunos, debieron apoderarse del precito, y en su primer ímpetu rodarían con él, como ahora lo hacen solas, hasta perderse en el oscuro seno de un bosque.
Allí debió ser la postrera agonía del excomulgado; pues cuando volvió el raudal a verse, como ahora se ve, la caída fue y es tan rápida, que las aguas parecen una cuchilla desnuda y clavada contra el lomo del peñasco. La cascada tiene 80 metros de altura.
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EL CANEY DEL TOTUMO Por Eugenio Díaz
Una ramada cubierta de hojas de palma, donde se cuelgan, para secarlas, las hojas de tabaco
ensartadas en cuerdas de fique, es lo que en la provincia de Mariquita se ha llamado caney.
Vamos hoy a tratar de uno determido, por escribir sobre asuntos de nuestro país, más importantes
tal vez, que algunos retazos de periódicos extranjeros con que se suelen llenar los nuestros.
El Caney del Totumo está situado en una vega interminable, entre los muchos rastrojos que
sustituyen en nuestros tiempos a los diomates, dindes y guayacanes centenarios, de los cuales
vemos todavía uno que otro venerable tronco, para honor de sus familias, como se ven en Roma
las estatuas de los Césares. La estructura y las medidas de los actuales caneyes, levantados
sobre seis entinales principales, son todavía conforme a las ordenanzas de tos reyes de España
cuando monopolizaron el ramo.
Una adición de los mismos materiales del caney era la habitación del cosechero que intentamos
historiar; y el único adorno de su patio era un totumo cargado de esos frutos esféricos como globos
astronómicos y geográficos, y de corteza sumamente dura, que sirven de copas para la venta del
licor nacional en casi todos los pueblos de Nueva Granada.
Cenón Argüelles se llamaba el cosechero de quien vamos a tratar; su esposa., Mariana Quimbayo,
y sus hijas, Carmen, Ruperta y María; tenían, además, otro hijo, llamado Jacinto. A este personal
se agregaba una ahijada huérfana y algunos peones que solamente trabajaban por temporadas.
Carmen, la hija mayor, era el ídolo de sus padres y de todos los que la conocían, habiéndose
criado fama de buena moza en todos los sitios vecinos, de manera que iban a dar con aquel retiro
muchos señores curiosos, con pretexto de comprar tabaco, de cazar guacharacas o de pedir la
candela algunas veces.
Los ojos de Carmen eran, por cierto, hermosos y muy expresivos; su voz era blanda y delicada, y
su locución tal como la usa la mayor parte de las estancieras y lugareñas pobres de Llano-grande y
otros sitios del Valle del Magdalena, que expresan en ocasiones el pensamiento con una frase o
con una metáfora más feliz de lo que pudiera un estudiante de retórica de nuestros colegios.
Vestía la graciosa estanciera enaguas de fula muy anchas, y camisa de muselina blanca, con unas
arandelas apenas suficientes para los contornos limitados que graciosamente la engalanaban. Era
descolorida y ligeramente aperlada, pero de un cuerpo bien repartido y robusto, mostrándose su
talle mucho más interesante, con los pliegues que partían desde su delgada cintura, que lo hubiera
sido con la estrategia de las varillas y de los alambres.
Estaba toda esta familia ocupada en su trabajo el día 1° de mayo de 1854 por la tarde, cuando
apareció de una trocha de los rastrojos un sujeto, montado a lo sabanero en una mula alazana,
seguido de un compañero, el cual estimulaba su bagaje con una zurriaga de guayacán que llevaba
en la mano.
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-¡Buenas tardes!, gritó en el patio el referido caballero.
-¡Bueeenas se las dé Dios!... apéese y entre, contestó Carmen desde junto a la piedra en donde de
pie, según el uso de tierra caliente, estaba moliendo un poco de maíz blanco.
-¡Mil gracias!... ¿El dueño de la casa?
-Está despulgando, pero ya no dilata... Entre usted.
-Pues ningún hijo de Adán se merece tanto las obras de misericordia como el pobre viajero.
El viajero se había desmontado debajo del totumo, y Carmen, después de lavarse los brazos en
una cuyabra de agua que cerca de sí tenía, avanzó unos pasos hasta darle la mano, y le ofreció la
hamaca de costal que colgaba en aquel libre departamento, cuyos costados, de tabique de palma,
no estaban todos cerrados.
-¿Y cómo ha sido para dar usted con este caney?, preguntó Carmen a su huésped, con la
tranquilidad y cariño de los que se han tratado por muchos años.
-Por pedir posada y comprar dos manojos de tabaco para mi gasto.
-La posada, de mil amores; pero lo demás ni pensarlo, porque mi padre es cosechero, y...
-Por lo mismo. ¿No fuman ustedes del mejor tabaco de la provincia, de ese que llaman plancha?
-¡Ni el olor!, contestó Carmen con una sonrisa lastimosa pero llena de gracia.
-Lo creo, porque usted lo dice; pero no me parece corriente.
-Es que se halla usted un poco escasón de noticias. ¿De Bogotá viene?
-Sí, señora, de Bogotá.
-Con razón, porque el que no sabe es como el que no ve.
-Pero usted me iluminará, si es tan hospitalaria como linda y amable.
-¡Naaada!...
-Pues ningún hijo de Adán se merece tanto las obras de misericordia como el pobre viajero.
-La posada y cuanto guste; pero lo demás ya sabe. Y si quiere hablar con mi señor padre, allá
despulgando lo encuentra en medio de la labranza, porque los cosecheros somos esclavos de los
gusanos y del que todo lo puede.
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-¿Esclava usted?... Yo la compraría por lo que pesa.
-Y salía perdiendo, porque yo no sirvo más que para despulgar, y ni aún eso a ratos.
-¿Esclava?, repetía el viajero como distraído, ¿esclava?...
-¿Y qué otra cosa?, cuando desde que nace el tabaco hasta que se entrega no hay para qué
descansar en el día, ni en la noche, en ocasiones; y que el gusano tampoco entiende de días de
fiesta, porque lo mismito come en sábado que en domingo; y para eso que en la tienda del dueño
de tierras no han puesto de todo lo que necesitamos en los caneyes, aunque más caro y menos
bueno, para no dejarnos ir a las muchachas los domingos a misa al lugar, a mirar y a que nos
miren.
-¿Conque están federadas las haciendas, según eso, y por consiguiente las muchachas
cosecheras?
-Y sin una capilla para las cosas de la devoción y todas las obligaciones de nosotras las cristianas.
Pensando estoy que cuando yo vaya a la iglesia me he de asustar al ver al padre y a los santos del
altar. Pero, en fin, vaya véase con mi señor padre, que yo le contaré después.
Don Sixto, que así se llamaba el viajero, se fue por una calle formada por dos hileras de matas de
tabaco, de una rectitud geométrica, sin exageración, y de una vara de ancho, a lo sumo, teniendo
cada una de dichas matas cinco cuartas de altura, o poco menos. El extenso plantel de la
nicociana daba una vista sumamente melancólica para los ojos del viajero, quien se había quedado
en extremo pensativo desde que oyó hablar a la simpática cosechera acerca de la esclavitud y del
destierro.
El sol reflejaba ya sus rayos sobre la Sierra-Nevada del Ruiz, huyendo de los ardorosos valles, y su
amarillenta luz, combinada con el azul de las hojas de primera, le daba a todo ese cuadro el tinte
más aflictivo del mundo, cuando el viajero se encontró con el ciudadano Argüelles, de estatura
levantada y de brazos y cintura muy flexibles, lo que le viciaba, al menearse, su natural gravedad
de hombre, como se ve en algunos hijos de Adán.
Eran regulares sus facciones; pero muy habituado al sarcasmo y continua burla, se había creado
un aire de brusca pedantería, que lo volvía insoportable: su traje era una gran camisa que le venía
hasta las rodillas sobre sus calzoncillos únicamente, porque los calzones azules, de mahón o fula,
los había dejado colgados en el totumo, donde se veían otras piezas de ropa, que a precaución se
guardan por librarlas de la sustancia melosa que del tabacal siempre se desprende. El sombrero
del cosechero era de trenza, y tan ancho como un paraguas; por calzado tenía dos recortes de su
cuero de dormir, atados con delgadas correas, que es lo que se llamaquimbas.
-¿Y qué vientos me lo han echado por aquí?, le dijo don Cenón Argüelles al viajero, después de
contestarle su respetuoso saludo.
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-Por pasear y conocer sus tierras.
-¡Quién sabe! ¡Cómo que usted viene de raspa!
-Me salí de Bogotá, ciertamente, por no tener comprometimientos en la revolución actual.
-Rogando a Dios estoy que gane mi paisano, para que los pobres tengamos más libertad. Bien que
la tierra que nosotros pisamos es la tierra de la libertad.
-¿Y tendrá usted la bondad de darme posada y venderme unos manojos de tabaco?, le dijo don
Sixto al cosechero, interrumpiendo su perorata.
-Lo que tiene es que el dueño de tierras... contesto el ciudadano Argüelles, mudando de tono y
clavando los ojos en tierra, como si hubiese sonado la campanada de alzar; y como para distraerse
o distraer del objeto al forastero, le mostró una larva de fajas plateadas, con un cuerno en la frente.
¿Qué es eso?, preguntó don Sixto, sin atreverse a tocarlo con los dedos.
-El cachudo, ¿no lo ve?
-¿Y para qué sirve?
-Para tragar tabaco y hacernos desbautizar a los cosecheros.
-¿Y de dónde sale?
-De esta perlita, mire, dijo el cosechero, reventando un huevo del tamaño de una semilla de
repollo, o poco mayor, que estaba sobre una hoja; y esta la deja, continuó diciendo, una mariposa
blanca que no alcanza a tener una pulgada; y mire aquí el cogollero, verde como la misma herejía.
Este amanece en el propio cogollo, y luego deja el puesto para que la mariposa, que es
achocolatada y más chica que la del cachudo, venga a poner el otro; vea usted el gusanito; y el
huevo es verdoso y puntiagudo.
Esto decía el ciudadano libre, sin dejar de destripar gusanos con los dedos y con las pantuflas de
cuero crudo, ni de explicar a su modo las variedades de los insectos.
-Este es el pulgón, continuó diciendo, y sacudió una hoja de donde saltaban unas cucarachitas
mayores que una pulga. Y este es el gusano de tierra, dijo, escarbando los pequeños terrones, y
sacando de allí un gusano de color cobrizo. Todos estos enemigos nos combaten y persiguen... y
luego... el dueño de tierras... ¿Conque qué vida es ésta?, dijo Argüelles, volviendo a quedarse
mudo por algunos instantes.
-¿Y qué se hace con estos insectos?
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-Pues despulgar, ¿no me ve aquí como clueca con pollos hambrientos?
-¿Y todas las semanas?
-¡Usted está enteramente a oscuras! ... todos los días, y a tarde y a mañana, y en ocasiones por la
noche con luces encendidas; porque ya sabe que el día que uno se descuida tantico se comen la
mitad de la labranza; y luego el dueño de tierras...
-Este último gusano, que usted llama de tierra, o dueño de tierras, es el que le falta mostrarme.
-De ese no le puedo hablar a usted sino muy en secreto, dijo Argüelles, volviendo a deponer los
arranques de pedantería que fluctuaban sobre su rostro, y continuó en su obra de reventar
gusanos, andando a la cabeza de todos los peones, quienes suplían la Marsellesa con risotadas y
burletas, de las cuales Bonilla, el compañero de don Sixto, entendió que no se escapaba él mismo,
ni las venerables barbas de su patrón, que en Bogotá se merecían mil elogios, por lo menos de las
muchachas buenas mozas.
Nuestro viajero también extendió sus ojos sobre los otros espulgadores, que llevaban seis surcos
de separado, y en todos no reparó como raro sino el traje caprichoso de la enhiesta y hermosa
Ruperta, que únicamente contaba de sus enaguas de fula, chingadas, esto es, colgadas de sus
hombros con ayuda de los cordones de atar a la cintura, a manera de la túnica de los israelitas.
Empezaba ya a oscurecer, y los peones con su jefe empezaron a desfilar hacia el caney, atraídos
por la esperanza de la cena de peto con carne asada, y de los afables cuanto alegres coqueteos
de sus compañeras de trabajo. Carmen los esperaba con afán. También refrescaron don Sixto y su
modesto compañero, y en seguida se puso el primero a darle muy afectuosas palmaditas a su
mula. Es tan propio de un viajero acariciar el bagaje, como del candidato lo es acatar y complacer
a sus amados electores. Pero con el fin de tributar un obsequio más positivo, le pidió al cosechero
(en calidad de compra, se entiende), un palito de maíz para la mula.
-¿Maíz?, caballero ... ni lo piense, respondió Argüelles, porque está en vara de Castilla en estos
días.
-¿También el cachudo?
-El dueño de tierras que no lo consiente sembrar. Así es que el poquito que se consigue en las
balsas es más caro que la salvación; y ese cuando más alcanza para que nos muelan el peto, y ni
aun eso a ratos.
Mientras que el hijo del cosechero amarraba las mulas a soga, Bonilla, el compañero de don Sixto,
le colgaba su hamaca junto de la de costal del dueño de casa; y fumando sus cigarros los dos
primeros personajes, se pusieron a conversar de gusanos, de sartas, de atados, de clases y
calidades, y de lo demás que tiene relaciones con el arte cosechero, mientras que los peones, por
su parte, tendidos al pie del totumo, sobre cueros o costales, procuraban pasar el rato lo mejor que
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se pudiese, galanteando con entera confianza a las niñas del caney, que ensartaban unas hojas
cogidas el día anterior.
-Yo no sabía lo que era el caney, decía don Sixto, bien estirado entre su movediza y flotante cama,
y estoy pensando que los cosecheros (si es que hay otros como usted), son los israelitas del
desierto de Canaan, por las 7.777 plagas que los persiguen; por ese gran gusano de tierras que se
me figura el supremo Faraón; por el túnico judaico que le vi a Ruperta en la labranza, y que al
llegar al caney ha reforzado con la camisa común, y por el maná, es decir, por el peto, que es de
sal o de dulce, o de ninguna de las dos cosas, conforme al gusto de los cosecheros, como sucedía
con el verdadero maná, que a la madrugada les llovía a los israelitas durante la peregrinación del
desierto.
-Pero es que aquí en lugar de peto lo que nos llueve son las plagas.
-Y usted no me ha explicado hasta ahora cómo es ese gusano que usted llama de tierras, o dueño
de tierras.
-Ese es el amo, no sea usted tan zonzo: el amo, a quien le pago yo 30 pesos por el arriendo del
almud de tierra que siembro y de los siete pies de tierra sobre que me acuesto, con algunas
condiciones que no dejan de ser medio enfadosas luego.
-¿Como cuales?, por ejemplo.
-La de venderle al amo todo el tabaco sin reservar una hoja de carola siquiera, ni guardar para el
gasto ni un manojo de capa; y éste me lo paga a dos pesos de a ocho, pero pesado en la romana
de a 30 libras. Y yo tengo que comprarle a juro la res para matar, aunque en otro potrero me la
vendan por la mitad menos; y yo tengo que comprarle las herramientas y los abastos en su tienda;
y Carmen y las otras niñas tienen que comprarle la bogotana y la fula, también a juro, aunque
pudieran sacarla con alguna comodidad de las otras tiendas, en donde se vende la fula libre, y en
donde les hacen favor a ellas en ocasiones.
-¿Y si usted no quiere?...
-¿Y los celadores o guardas? ¿No ve que rondan y esculcan hasta las camas de mis caseras?
-¿Pero eso de la carne?
-Es como le cuento; que estoy obligado a venderle mi tabaco y a comprarle la carne y cuanto hay
al señor Dueño de Tierras.
-¿Y la carne se la pesan a usted en la romana de 30 libras?
-¡Eso no!
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-Pero usted pisa la tierra de la libertad y de la igualdad.
-¡Eso sí, mi caballero!, porque en cumpliendo con las leyes del Dueño de Tierras para elecciones,
y para todo, por lo demás, ya sabe...
-¿Y usted tiene escritas todas esas leyes judaicas, o mosaicas?, porque todo lo que veo en el
caney tiene alguna semejanza en los usos y costumbres israelitas.
-No, señor.
-Pues si usted quiere yo se las escribiré en un momento, pero sin que usted se lo cuente a nadie.
-¡Pues si me hace el bien! ...
Y sacó Bonilla el recado de entre un maletón, y sobre un cuaderno, sin levantarse de la hamaca,
codificó don Sixto todas las obligaciones del «Caney del Totumo», y se lo entregó al cosechero,
quien lo puso sobre una tabla con la libreta y con una instrucción impresa sobre el cultivo del
tabaco, de, tantas que se han repartido para la diversión de aquellas gentes.
Don Sixto se quedó callado, moviendo por intervalos su grande hamaca para procurarse algún
alivio. Las caseras, que se acababan de acostar a la vista de sus compañeras de caney, en la
barbacoa central, exhalaban una que otra interjección, oprimidas por el sofocante calor que hacía;
pero a poco rato nada interrumpía el sueño general, con excepción de unas voces ligeras de
Ruperta, que soñaba con la matanza de los cachudos. Todos dormían.
De golpe se despertó don Sixto, por unos golpes disimulados que sonaron en el empalmado, y con
el trasluz que la falta de puertas le dejaba a la sala, vio salir a la hija mayor, con pasos silenciosos,
cortos y mesurados, como una hurí de las mencionadas en las antiguas leyendas de los
musulmanes, y atisbando en seguida por entre las persianas de hojas de palma, vio saludar a un
caballero dé botas y de chaqueta (o cualquiera de sus degeneraciones), y sentarse a conversar
con é1 sobre un grueso tronco, cuyos despojos sin duda, estaban empleados en la construcción de
aquel caney. Puso don Sixto cuidado, y les oyó esta parte de su conversación:
-Te has deslucido, Carmen.
-¿Y qué quería que yo hiciera? ¿No ve cómo está el celo mientras más días?
-¿Y no has oído que al celoso cuernos?... ¿Para cuándo es ese talento?... ¡Y tan viva!...
-¿Luego no sabe que estoy muerta? Por lo menos, para eso de contrabandos; y le encargo que no
me vuelva a decir nada sobre este particular.
-¡Entiendo!... Don Eladio pasa por estos lados muy tarde de la noche, con pistolas y machete...
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-Pues lo que le juro es que no hay nada de lo que piensa, porque si llega es a pedir la candela, y
nada más.
A este tiempo salió el dueño de casa, y creyendo don Sixto que una buena gresca se iba a ofrecer,
lo que se siguió fue una larga visita, sentados los tres personajes sobre el mismo tronco
mencionado.
-¿Conque nada, don Cenón?, decía el misterioso caballero.
-Nada, señor don Emigdio. Ya un contrabando lo tengo yo como una cosa imposible, ¿me lo cree?
-¿Y pagándole yo el tabaco a cuatro pesos?
-Aunque me lo pague a veinticinco.
-Es que usted está muy retrógrado. ¿Para cuándo es, pues, esa libertad del cultivo?
-Pero si han dado los celadores en rondarnos tanto, cristiano de mi alma; y que usted sabe ya que
los ocho hilos componen una arroba por la medida de los doce pies de camarote a camarote, y que
rondan y nos esculcan hasta no más.
-¿Y cómo es que yo he colectado en la semana pasada quinientas arrobas de tabaco libre, con
sólo pagarlo a dos pesos más de a como lo pagan las casas?
-¡Es que usted no duerme, cristiano, y que usted es más vivo que un gavilán! De veras, don
Emigdio.
-¡Pero qué quiere usted, si en esas casas saben tanto!
-¡Pues ya sabe!
-Lo siento por usted; y me voy aprisa, porque tengo que ir a echar en la barqueta unas veinte
arrobas de tabaco libre que compré por allá en otro caney de más adelante. ¡Adiós, don Cenón!
¡Adiós, Carmen! Conque hagan mucho empeño por acá, y si hay forma me lo llevan; pero a media
noche, porque los vampiros de las casas tampoco se descuidan.
Inquieta la imaginación de don Sixto por las relaciones de guardas y contrabandos, no había vuelto
a dormir; y alzando la cabeza con motivo de un ligero ruido, vio desplegarse en guerrilla por toda la
casa un pelotón de actores, unos en dirección a las camas de las muchachas, y otros hacia los
rincones y trojes de la ramada. Tomó sus pistolas en las manos y se mantuvo en expectativa. De
los que se habían quedado más afuera dio uno con la cama de Bonilla, y lo pisó. El bogotano, que
había caído como muerto de cansancio, despertó gritando:
-¡Que nos roban, patrón!
161
Don Sixto dejó ir un tiro, preocupado con la voz, a tiempo que Bonilla repartía garrotazos a palo de
ciego sobre los invasores, los cuales no acertando a defenderse por la sorpresa, y aturdidos por
los repetidos golpes, fueron perseguidos hasta más allá de los límites del patio. Pero adentro vino
a terminarse la refriega con el acto más terrible y espantoso. A tiempo que don Sixto forcejeaba
con un prisionero, Carmen gritaba llena de espanto:
-¡Fuego!, ¡fuego!
Creyendo el adalid que la voz era para animarlo, tuvo a bien disparar la segunda pistola; pero los
gritos, que no cesaban, le advirtieron del verdadero peligro en que todos se hallaban.
-¡Fuego en el rincón!, decía la desdichada joven, a tiempo que la luz de una horrible candelada
iluminaba ya toda la estancia. Es indecible la angustia y desesperación con que la gente se
lanzaba a cortar los progresos del incendio, sabiendo lo veloz que corre en toda casa construída
de hojas de palma.
La vista de los ejecutores, por entre las llamas y el humo, era de lo más pavoroso del mundo. El
cosechero cortaba la palma con un machete; Ruperta y su hermana Carmen botaban agua; María
y su desolada madre cargaban de un pozo cercano este elemento de salvación; y fue cosa de
primor ver apagado en un minuto el fatal incendio, tanto, que Bonilla no alcanzó a ver sino el humo
y las cenizas, y la palidez detodos los rostros, cuando llegó atraído por los lamentos y los gritos,
después de la carga a los enemigos.
El fuego había terminado, y al recitar los vencedores el detalle, comprendió don Sixto que los
derrotados habían sido los guardas del dueño de tierras, y que el fuego se había originado por los
tacos de su primer tiro de pistola.
-¿Y cómo no me lo dijeron a tiempo?, preguntó el vencedor, mostrándose disgustado.
-Por un olvido, respondió el cosechero, pero así sean todas las equivocaciones de esta vida, señor.
-¿Y si la casa se hubiera ardido?
-Eso sí; pero Dios nos ha sacado con bien.
-¡Vaya, vaya!
-Pero, ¡ah mosquita!... ¡Cómo les repartía zurriaga!
-Es un artesano albañil, de Bogotá, que se me quiso agregar por no comprometerse en la
revolución del diez y siete de abril.
-¡Vean!
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-¿Usted no sabe lo que es esta gente?... Pues entra cualquiera a una obra de Bogotá, donde se
encuentra un gran número de trabajadores, casi siempre solos, o con sobrestantes de entre ellos
mismos (porque los maestros confían en su honradez para recibir varias obras) y no dirigen a nadie
burlas ni dicterios, sino que por el contrario, responden con urbanidad cuando son interpelados.
-¡Vean!
-Por las calles no dan ejemplos de beodez ni de riñas escandalosas, habiendo tres mil de ellos
repartidos por toda la ciudad; y el día de tomar el fusil, dice el artesano de Bogotá: «Un cobarde
podría matarme; pero diez valientes no podrían hacerme volver la espalda».
-¡Vean! Y no parecía.
-Pues ya lo vio con sus propios ojos. Este joven es pariente del sargento Bonilla, que murió en el
campo de la Culebrera, el año de 1840, después de hacer una retirada con cuatro artesanos, más
gloriosa que la del regimiento de Valencey en Carabobo.
Sobre este mismo tema, que es una parte muy interesante de la historia de la Nueva Granada,
siguió conversando don Sixto, hasta llegar a entender que ya su auditorio estaba dormido. Era
pasada la media noche. Había visto desde su hamaca las estrellas, y también las candelillas que
volaban sobre los tabacales; oía el grito fúnebre del currucú, y sus meditaciones sociales sobre el
caney no le dejaban pegar los ojos, cuando advirtió un ruido nuevo hacia el lado del totumo.
Sonaban espuelas y frenos, al mismo tiempo que oyó decir a Carmen, como arrebatada de alguna
pesadilla infernal:
-¡Ole! ... ¡El dueño de tierras! ¿Y ahora?
Argüelles salió en el momento al alar, mientras que doña Mariana, tiritando, trataba de prender un
fósforo, desperdiciando la mayor parte de la caja. Las muchachas se enderezaron, y en el acto
salieron al salón a recibir la visita, con la vela encendida, sin atender a componerse. Don Sixto veía
disimuladamente cuanto pasaba, sin moverse de su hamaca. El teatro era muy interesante, pare-
cido, en lo material a esos teatros provisionales que se suelen hacer en tiempo de fiestas en los
pueblos, formando una ligera enramada.
Las decoraciones eran: una pila de atados de tabaco seco, dos asientos de tijera, de cuero en
pelo, un banco y una mesita; unas agujas, de a dos varas de largo, prendidas en el empalmado,
una tasajera con carnes, y algunos otros objetos del mismo género; la izquierda una barbacoa con
dos cueros de res por colchones, y a la derecha sillas, maletones y una gran hamaca de algodón
junto a otra pequeña de fique. En un rincón estaba una gran tinaja para el agua, y en el fondo se
veía el horizonte, hasta donde podía ser visto, según la escasa claridad de la noche, a los últimos
reflejos de la luna en cuarto, ofuscaba al entrarse por los vapores acumulados sobre la sierra de la
gran cordillera.
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Un caballero respetable se presentó del lado del patio, y empezó con Argüelles un diálogo bastante
animado, sin que éste se atreviese a levantar los ojos. Allí estaba Carmen, que aunque los
levantaba, su aspecto mostraba otro género de humillación no menos abyecta. A sus miradas
acompañaba una que otra sonrisa, como el relámpago en una noche de tempestad. Mas ¿quién
podría asegurar que no fuese aquella sonrisa la de la esclava sacrificada violentamente a las
circunstancias? ¿Quién podría asegurar que el tierno corazón de Carmen no pasase por una de las
crueles pruebas de los ominosos tiempos del feudalismo?... Y no busquen mis lectores del
feudalismo por los nombres de los gobiernos, ni por los nombres de los siglos, sino por los grados
de civilización, y más que todo, por el grado de comodidad de que disfrute el arrendatario. Las
demás caseras escoltaban las espaldas de Carmen, porque en estos casos, todo se confía a la
mejor moza o a la más elocuente de la familia.
-Argüelles; me desocupa la estancia, decía el nuevo actor, con la fría tranquilidad de quien todo lo
puede.
-¿Y mi trabajo?
-¿Y mi tierra?
-¡Señor!, mi familia...
No hay remedio: la tierra es mía y el camino es suyo. ¡Qué! ¿Apalearme a mis celadores?... Otro
día me querrán apalear a mí también, como ya ha sucedido en otras partes.
-Pero, óiganos, mi amo.
-Yo no necesito de alegatos en estrados... Apalearme a mis guardas...
-Fue un mosca, señor, un mosca.
-Qué mosca, ni qué pan caliente... Ahora mismo se largan todos muy a la punta de un cerro.
-¿También yo?, exclamó Carmen con los ojos llorosos, y con esa voz dulce y comprometedora que
le hemos conocido en el curso de esta historia.
A tan elocuente aunque lacónico rasgo de la bella interlocutora, no pudo quedarse don Sixto
indiferente, y levantándose consternado, comenzó su papel de nuevo actor en el drama del
Totumo.
-Yo, dijo el bogotano, poniéndose la mano sobre el pecho, yo soy el único culpable, si es que hay
alguno. Vi desde la hamaca unos vampiros que allanaban, contra un artículo expreso de la
Constitución, la casa del ciudadano y las camas de las ciudadanas; los tuve por bandidos, de los
más famosos, e hice fuego con mis pistolas; mi compañero trabó pelea con algunos de ellos, y
parece que los maltrató: esto es lo que sucedió en el caso; esto y nada más.
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-Pues eran mis guardas, contestó el señor dueño de tierras.
-Dispense usted, caballero, que ha sido una equivocación; y como yo no estoy impuesto en las
leyes de los dueños de tierras, no conozco sus guarda-bosques tampoco.
-Pues siendo por equivocación, dijo el dueño de tierras, ¡qué se va a hacer!... ¿Conque teníamos
huésped en el Caney del Totumo?
-Sixto Ricaurte, un servidor de usted.
-Soy quien debe servir. ¿Y qué tal lo han tratado?
-¡Oh! ... perfectamente, y que además, cargo lo necesario, porque exigir de nuestras posadas las
gollerías de la Europa, es un solemne disparate, y exigir, como algunos, sin aflojar la bolsa, eso es
combinar la miseria con el tono, por lo cual yo nunca pasaré, francamente hablando.
-Y qué le han parecido a usted mis cosecheritas, ¿eh?
-Carmen es inmejorable, señor.
-Y si la viera usted espulgar, trasponer y coger, eso da gusto; hoja que coge Carmen tiene, de
seguro, el casco morado.
-¿Ycuánto paga el ciudadano Argüelles?
-Treinta pesos; pero cultiva más de un almud de tierra, y sin más obligación que venderme a dos
pesos las cien arrobas de tabaco de cada cosecha (pero en mi romana) y de comprar en mi tienda
todo lo que necesite. Y luego vendo el tabaquito a siete pesos, a cualquier comerciante.
-¿Conque el amigo Argüelles paga treinta pesos de arriendo, y sin tener siquiera casa donde vivir?
-Y si no ¿cómo le sacaba yo cincuenta mil pesos a mi hacienda?, y ¿cómo valdría hoy cien mil la
tierra que me costó cinco mil?
-Pero con algunas condicioncillas, tal vez graves, si no me equivoco, como eso del allanamiento,
etc.
-¿Y si no fuera así, cómo ponía yo en ejecución la ley del año de 1849, sobre el libre cultivo?
-Pues eso de legislación poco lo he estudiado; pero lo que sí le puedo decir a usted es que la ley
del libre cultivo sin la ley de libre venta, es lo mismo que la libertad de tener escopeta, con la
prohibición de tener pólvora, o la libertad de entrar, con la prohibición de salir.
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-¡Ah!, usted es benthamista; usted es proteccionista; usted es humanitarista! ... Eso es porque
usted no tiene fincas raíces, seguramente; pero ya veremos, si Dios le llega a dar un mundito de
tierras como las mías, ¡ya lo veremos! ... Mis ordenanzas y mis guardas son una consecuencia
lógica de la ley del libre cultivo, como corre en estos tiempos; ¡y haberme apaleado a mis guardas!
... Pero eso se compone con esta ley adicional: «No se dará posada a gente de botas en el Caney
del Totumo... » Argüelles, ¿lo oyes? No se dará posada en el Totumo a ninguno que tenga botas,
lo oyes, ¿Carmen? (con excepción del señor don Sixto). ¿Lo oyes? ¿Lo oyen las muchachas?
-¡Mil gracias!, dijo el forastero, accionando con una ligera venia.
-No será malo que el amo me apunte la nueva ley en el papel en que está escrita la ley antigua,
que me la dejó no hace mucho un pasajero para mi uso, dijo Argüelles, y alcanzó la recopilación
que don Sixto le había codificado hacia dos horas.
El dueño de tierras desdobló el papel y leyó con algún recelo, porque era malicioso como los
chicoras:
«DECALOGO DEL TOTUMO»
Y con un gesto burlón preguntó, sin dirigirse a ninguno:
-¿Y quién será el Moisés?
Se quedó pensativo el lector, y a otro rato continuó:
«Y descendió Moisés al pueblo y le refirió todas estas cosas sobre la tierra.
«Y habló el Señor todas estas palabras:
« 1° Yo soy el Señor tu Dios: no adorarás más Dios sobre mi tierra y sobre la tierra ajena.
«2° No jurarás ni votarás sin previo consentimiento.
«3° Santificarás todas las fiestas en la tienda del dueño de tierras, y no en las tiendas de los
amorreos ni de los filisteos.
«4° Honrarás a tus padres, imitándolos en la paciencia para despulgar la labranza.
«5° No matarás res cebada en potrero ajeno».
Botó el papel el lector, y dijo:
-Se me pone que éstas son vagabunderías de algún proteccionista.
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-Yo entiendo que es una biblia, un poco adulterada; pero la entenderá cada uno como quiera,
según la preciosa garantía del libre examen, dijo don Sixto muy disimulado.
-Eso de libre examen no entra con mis arrendatarios, y lo que haré será prohibir esa biblia
adulterada.
-¿Prohibición?, ¿censura? Siendo entre nosotros la imprenta tan libre como los letreros de las
paredes y como los pasquines, ¿no serán libres también los manuscritos?... Nada: léanos otro
poquito de biblia, es lo que ha de hacer.
-Pues oigan boberías que a nada conducen, dijo el caballero, tomando de nuevo el papel y leyendo
lo que sigue:
«6° No cometerás contrabando.
«7° No venderás tabaco del caney.
«8° No mentirás delante de mis guardas.
«9° No desearás la cosechera de tu prójimo.
Se quedó pensativo el lector, y a otro rato continuó:
«10° No codiciarás los bienes del tabaco libre.
-Siguen todavía más, dijo el caballero, oigan ustedes simplezas:
«LEVITICO DEL COSECHERO»
«Esto dice el Señor vuestro Dios:
«Toda res de potrero ajeno será execrable, aunque rumie y aunque tenga pezuña hendida.
«Toda carne, bien sea de cecina o de tasajo, siendo de tienda ajena, es abominable; y si la
comiéreis, quedaréis inmundos.
«Todo licor de tierra ajena es abominable.
«Toda mercancía de tienda ajena es inmunda.
«La fula de tienda ajena es execrable».
-Dejaremos la lectura, dijo le dueño de tierras, por que esto no conduce a nada, ni sirve para nada:
¿no les parece a ustedes?
167
-A nada, me parece, contestó don Sixto, con un tono malicioso.
-Y que si es sátira que no valga, porque yo no le puse el puñal en el pecho a Cenón para obligarlo
a ser mi cosechero. En fin, nos iremos, que ya pronto es de día. Adiós, señor don Sixto; adiós,
Cenón; adiós Carmen, adiós todos... Muchachas, adiós. ¿Dónde están las muchachas, que no se
vienen a despedir de su dueño de tierras?... ¡Adiós muchachas!, y cuidado con el contrabando,
¿eh?
Después de la partida del dueño de tierras se quedó profundamente dormido don Sixto, sin
despertar hasta las ocho de la mañana, y cuando se levantó se halló solo como en un desierto,
porque el cosechero estabadespulgando con su gente, y Bonilla se había ido por las bestias.
Carmen fue la única persona viviente que respondió a su voz, y esa sé hallaba muy ocupada en los
quehaceres del almuerzo.
-No se vaya a ir sin almorzar, que le maté pollo y le estoy haciendo una arepa, le dijo con el dulce
halago de una madre tierna.
-Mil gracias, Carmen; le acepto a usted si me pasa la cuenta, y si no, no.
Estuvo el almuerzo muy agradable, y sobre todo muy a tiempo. La arepa tembladora estaba
exquisita y tan blanca como el maná del desierto.
Antes de montar preguntó el viajero cuánto valía todo, y a fuerza de fuerzas se animó Carmen a
pedir el valor del pollo solamente, valorándolo por real y medio. Don Sixto dio dos reales, y le dejó
al cosechero una navaja que tenía en el bolsillo. Don Sixto clamaba por comodidades en las
posadas, pero no de limosna, y donde no encontraba lo que deseaba, se conformaba fácilmente,
acordándose de lo que había leído sobre la escasez de los caminos del Asia, y de algunos de
Europa. Sus manifestaciones de gratitud fueron inmensas, y pronto desapareció de sus ojos el
memorable Caney del Totumo.
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EL LENGUAJE DE LAS CASAS
Por José María Vergara y Vergara
I
SANTAFE
La casa del señor don Pedro Antonio de Rivera demora tres cuadras abajo de la plaza mayor. Se compone de dos grandes patios, dos corrales y una huerta. El primer patio es claustreado; pero sus tramos fueron edificados en distintas y lejanas épocas, y cada uno de ellos conserva el sello de la época en que fue hecho. El primero, que cae a la calle, tiene por fuera un balcón corrido de gruesos y redondos pilares, y a un lado y otro grandes ventanas de fierro, que tienen en la mitad uña P, una A y una R de fierro, entrelazadas.
Son las iniciales del nombre del bisabuelo del actual propietario, que tenía su mismo nombre. Sobre el portón hay un Jesús tallado en piedra, y encima en un nicho, una tosca imagen de piedra que representa a San José; al pie de la imagen había un gran farol que en el siglo pasado se encendía todas las noches, y que el espíritu del siglo 19 ha apagado. El ancho zaguán, de suelo empedrado, tiene en los ángulos poyos de adobe para hacer los rincones impermeables.
La segunda puerta del zaguán, que da al corredor de la entrada, tiene postigo para que entren y salgan los vivos, y gran portón que no se abre sino cuando hay que sacar los muertos. En tiempos pasados se abría también cuando salía la carroza, que, tirada por seis mulas herrerunas, sacaba a pasear a don Pedro Antonio I, cuando iba en el séquito del Arzobispo Virrey. El tramo de que vamos hablando fue hecho en 1760 y por dentro es de arquería.
El segundo tramo es de pilares de piedra y su tejado más bajo que el del primero; el tercero se une a la diabla en el tejado con el segundo y tiene pilares torneados de madera; el cuarto y último, de pilares de madera también, pero cuadrados, fue hecho en 1820. En el patio hay aljibe plagado de ranas; rosales de Jericó que crecen a su sabor y han perfumado con cien generaciones de rosas las tres de hombres que han habitado en la casa. En un ángulo, al lado del tramo nuevo, se ve un grupo de madreselva, que como planta recientemente importada, se ruboriza de vivir allí, y cuyas rositas bajan ruborosas las cabezas ante las encendidas miradas de las rosas de Jericó que tienen al frente. El segundo patio tiene en su recinto el servicio interior, y en la mitad de él se eleva una pila seca, cuya cañería se dañó durante la Patria Boba (1814).
En los corrales se ven papayos de troncos gordiflones, abonados con cascajo, que con la mano en la cintura, la frente alta y la cabellera en desorden, parecen campesinos que se quedan viendo una torre de la ciudad. De las papayas de estos semi-árboles se han hecho dulces para el virrey Sámano, para Bolívar, para don Joaquín Mosquera y todos los Presidentes que le sucedieron. En frente de los papayos, que son once, siete hembras y cuatro machos, están de pie con los brazos cruzados y el cuello muy almidonado, muy rectos y muy erguidos, unos catorce arbolocos, que son los hombres de Estado de la naturaleza vegetal. Quien les ve su apostura tan gentil piensa que son grandes hombres, porque viven tan pensativos; pero si se les examina, se les encuentra huecos.
Estos señores se llenan de hijos que son tan sosos como sus padres, y que crecen tan rápidamente que alcanzan la estatura de sus mayores desde la infancia. Arrimados a la pared, y huyendo de la vista de los arbolocos, que les es odiosa, se ven unos grandes cerezos que in illo tempore se cubrían de racimos de fruta; y que viendo que los muchachos no la dejaban madurar, y cansados de oir malas palabras a los dueños de la casa que los insultaban so pretexto
169
de que las cerezas producen disentería, se habían dedicado a criar churruscos de todas clases en compañía de unos curubos de larguísimos bejucos que vivían apegados a los troncos retorcidos de los seculares cerezos.
Los malvabiscos, la malva y la ortiga llenaban el espacio que quedaba libre, aguardando los primeros que hubiese un constipado en la casa para que lo curasen con el cocimiento de sus hojas; la segunda, a que hubiese un porrazo o cualquier otra enfermedad que se aliviase con un baño emoliente; y la tercera, a que unas piscas estériles que piaban en el corral vecino consiguiesen hijos de su vejez para que los criasen con ortiga tierna, que es el único suave alimento que pueden digerir aquellos suaves estomaguitos, que cuando grandes tragan clavos de hierro y picotean tachuelas de cobre, sin que les cause mal ninguno.
Sobre los anchurosos tejados vive una república dé esas aves que cargan con el nombre de domésticas, y que la historia juzgará severamente con el nombre de palomas, que se habían encargado del ramo de las goteras, y cuya segunda atribución era no servir para nada. Se les tolera en la casa con la lejana esperanza de comer pichones; pero ni la familia gusta de ellos, ni ellos se dejan coger a pesar del adjetivo de domésticos que distingue a tales individuos.
Entre los patios y el corredor principal divaga un perro indeclinable, porque a causa de su vejez, y de que ésta y la sarna lo han pelado en partes, no se sabe si es perro, perra o ambas cosas; pero de una información de peritos resulta que pertenece al género masculino; hay también una prueba moral de mucho peso y es que lleva el nombre de Repollo. Este perro se ocupa en dar tarascadas a las moscas que se ríen de él entre sus barbas, y en andar en perpetuo movimiento echándose aquí y más allá, porque cree que lo que le pica es el suelo y no la sarna, y que por lo tanto, con mudar de puesto se alivia. Esta práctica es tomada de los hombres, que creemos a menudo que la calentura está en las sábanas.
En el descanso de la ancha y descansada escalera de piedra, está pintado al fresco sobre la desnuda pared un San Cristóbal gigante, que lleva en los hombros al niño Jesús, del tamaño de un hombre de los que se usan hoy, y en la mano, a modo de bordón, una palma de coco que acababa de descuajar para apoyarse en ella. El San Cristobalón está pasando un mar o un río, cuyas altísimas olas le llegan hasta las rodillas; y en la orilla se divisa a San Cucufato con su capucha calada y su linterna en la mano, que viene a alumbrar el pasaje.
El Santo es del tamaño de su linterna, y de esta salen rayos de luz pintados a manera de barbas de gato. Por allá arriba, en los grandes aposentos, vaga como un proscrito un gato de talla mayor, llamado como la mayor parte de los gatos, michico. Michico es como si dijéramos Juan, Pedro o José entre los hombres.
El salón que tiene por subalterno el gran balcón de la calle, tiene la filiación que a continuación se expresa: En las desnudas paredes campan unos grandes cuadros al óleo, y de las vigas labradas prolijamente bajan tres guardabrisas y una araña centenaria, en que viven otras idem que bajan de las vigas a los retorcidos brazos de cristal de la araña principal. El todo forma un conjunto pintoresco de cortinillas fabricadas gratis por los habitadores de la armazón cristalina.
Dos cornucopias empolvadas reposan contra la pared, sobre mesas de patas de águila; y veinte sillones de patas de águila y de león con cuatro canapés de la misma fábrica, forrados en filipichín colorado, completan el mueblaje. En las alcobas hay camas de pabellón de macana, que abren sus dos grandes alas sobre la barandilla del tíbar; sobre un mesón de cedro reposa un gran crucifijo con potencias de plata, cubierto de polvo.
El cuarto llamado del estrado, está colgado de toscas pero vistosas telas de lana, con paisajes y
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dibujos; las ventanas, lo mismo que las puertas, están ornamentadas con cuadros de madera tallada y dorada. En todos los demás cuartos se ven adornos y muebles por el estilo: escritorio de carey, urnas del Niño Dios, mesas y mesitas de cedro, camas de pabellón, etc.
Si con el permiso que tenemos de visitar toda la casa, conviene el lector en que abramos los roperos, los baules, las grandes cajas de cedro y los cajones de los escritorios de carey y de rosa, pudiéramos hacer un donoso inventario. La familia Rivera, que vive siempre entre las escaseces, con el día, como se dice vulgarmente, pasa por familia empobrecida; y ellos lo creen sinceramente. Sin embargo, veamos algunos de esos papelones. En un cajón de uso más frecuente se ven mal pergeñados legajos de escrituras, recibos y contabilidad llevada en tirillas de papel, cosa que ha dado al traste con todas las grandes casas de Santafé.
Resulta del examen de esos papeles que la familia posee un caserón viejo por San Agustín, que se arrienda en veinte pesos al ricacho don N, quien lo tiene subarrendado en cuarenta; cuatro casitas por Las Nieves, que producen unos sesenta pesos mensuales mal contados (porque sus dueños no saben contar bien); cuatro o seis solares que reditúan veinte y cinco pesos; una casa por La Candelaria, sin escritura ni más título de propiedad que la posesión no interrumpida durante cincuenta años.
Censos en diferentes propiedades que reditúan, al cinco por ciento, unos seiscientos pesos al año. Documentos de dinero impuesto en las cajas reales, cuyos fondos tomó el gobierno republicano, y cuya deuda no quiere reconocer porque, dice, que eso sería antipatriótico; documentos de suministros hechos al gobierno colombiano, y que no fueron presentados a tiempo a la comisión fiscal, y por lo tanto fueron declarados virtualmente cancelados; insolutos de la misma República en gruesos y apolillados paquetes; escrituras de dos deudas con hipoteca, hechas a favor de don Pedro Antonio, que por no haber sido cobradas en treinta años, han prescrito; y así otras curiosidades, como alcances liquidados y no cobrados a mayordomos, corresponsales, agentes, censatarios, etc., en un espacio de ochenta años.
En los arcones de cedro hay vestidos sin estrenar, de los que se usaban de 1790 a 1810; paño apolillado, paquetes de abanicos de marfil calado, y tercios de mercancías importadas en 1808, que aun no hay sido abiertos porque desde entonces está la familia haciendo entes de preparar convenientemente un almacén que posee en la calle real, lo que se ha ido dilatando día por día y año por año, a causa de la escasez en que viven. Por los muebles de rosay de carey, de cedro y de tíbar que hay en la casa, daría un conocedor seis mil pesos ... con el objeto de ganarse otro tanto restaurándolos y vendiéndolos por menor.
Como los abuelos Riveras vivieron en tiempos de Vásquez y fueron grandes admiradores de este artista, se fueron acumulando sus cuadros en la casa, y hoy se pudieran sacar hasta unos veinte de primer orden, sin contar con los que quedarían haciendo milagros en la casa, a causa de representar santos de especial valimiento cerca de Dios, según la creencia de la devota familia.
Entre las alacenas hay algunas arrobas de plata labrada, que los criados van desamortizando poco a poco, con el único objeto de acrecer la riqueza pública; y en las gavetas de las cómodas, de oloroso cedro, hay todavía algunos miles de pesos en joyas de oro.
Por último, no se encuentra en la vetusta casa nada cuya fecha sea posterior a 1825. El tiempo no ha corrido para ella, sino que la ha respetado como respeta un torrente la piedra colosal que está enterrada entre su cauce; prefiere lanzar sus raudales espumosos por uno y otro lado; pero ni sueña en arrancarla.
El lector habrá extrañado el silencio profundo que hay en la casa que hemos recorrido. No se oye
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hablar a nadie, no hemos visto ninguna persona. ¿Tiene curiosidad de ver las personas que la habitan? Pues por la descripción de la casa puede asignarles fisonomía, edad, costumbres, vestidos, etc. Y viva seguro de que no se equivocará ni en un cinco por ciento.
II
SANTAFE DE BOGOTA
Las hijas de don Facundo Torrenegra, prócer de la independencia, se habían refugiado en una casa baja situada en el barrio de la Catedral, después de que pasó la deshecha borrasca de la independencia, en la cual perdieron su gran fortuna, no quedándoles más que la casa en que se recogieron como en un puerto. Esta casa hacía esquina, lo que les proporcionaba la ventaja de tener luz a un lado y otro: esto era algo; ya que habían perdido la fortuna, les quedaba la luz.
El tiempo las ha respetado, como respeta un torrente la piedra colosal que está enterrada
entre su cause...
Las grandes ventanas cuadradas, de balaustres lisos, bien pintadas de verdacho, adornaban por ambos lados las blancas paredes. Por el zaguán enladrillado se entraba a un corredor angosto que rodeaba al primer patio. Había en éste un confuso y gracioso jardín, en que maldito el caso que se había hecho de las reglas del arte de la jardinería. Se habían dejado crecer las plantas apiñadas, sin poda y sin dirección: unas en el suelo, otras en tazas de barro.
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Claveles de todos los colores formaban macetas perfumadas; rosas de Jericó y de la China, asomaban sus hojas de color de la aurora junto a las rosas blancas, que son uno de los remedios de los pobres. Un jazmín de Arabia, crecía en buena compañía con un naranjo, que estaba un poco desmedrado y trieste por el frío, al cual no se acostumbra. Dos ciruelos españoles y dos manzanos cometían la falta de mostrar hojas, flores y frutos, todo a un tiempo, cosa que se reputa imposible y bárbara por los que estudian los secretos de la naturaleza. Un árbol del huerto dejaba caer melancólicamente sus ramos adornados de flores coloradas, herido aún de la amargura que presenció en el Huerto, la noche que sudó sangre de agonía el Divino Jesús.
Un raque lleno de flores volvía sus ojos llorosos al campo de donde fue traído, y sin el cual no podía vivir. Encendidas clavellinas y olorosos cinamomos sitiaban una pobrecilla malva de olor, que se recogía y agazapaba, a ver si así podía huir de tan injusta obsesión. El doncenán enredaba en un pilar del corredor sus frágiles y quebradizos bejucos cubiertos de flores, bien ajeno de que él iba a ser declarado planta vulgar algunos años más tarde.
Las pequeñas y modestas trinitarias alegraban su follaje verde y tupido, como alegran los ojos la cara, que sin ellos inspira lástima o repulsión, como sucede con los ciegos, los dormidos y los cadáveres. Unas matas delinaza habían dicho: ¡a ver si cabemos aquí!, y se habían acomodado entre dos matas de claveles, que las estrechaban, y que, seguras de que la casa era propia, echaban hojas y hojas a todo su sabor. ¡Allí estabas tú también, modesta y olorosa albahaca, que por tu nombrey tu aristocrático olor recuerdas las huertas de Valencia y las vegas del Genil!, que si no echas de menos el aire tibio de Andalucía, es porque este suelo también se llama Granada, ¡y porque también hay aquí ojos árabes que te vivifiquen! Junto a ella estaba su prima hermana, la amable mejorana, de oriental origen; y más allá lucía su eterno verdor la hoja santa, que arraiga hasta en las piedras, que reverdece con el verano, y que, como la industria, no pide ni protección ni privilegio, sino sólo el permiso de existir. Por último, un curubo trataba por juego, nada más que por broma, de quitarle la luz a las ventanas del costurero, fabricando un toldo verde, de cuyo techo bajaban sus flores coloradas y sus frutos envueltos en terciopelo amarillo.
Examinemos las piezas. A la derecha está la sala con canapés forrados en zaraza; mesas de pino barnizadas, recargadas con monos de porcelana, juguetitos de niños, pequeños espejos de cajón, llamados tocadores, yartefactos curiosos producidos por los indios loceros de Moniquirá, Ráquira y Timaná. Cuatro cuadros con marcos de cristal, con pinturas en lata, representando a San Francisco Javier, San Francisco de Paula, San Francisco de Borja y San Francisco de Asís, adornan dos de los lados de la sala; y en los otros dos lados hay cuatro cornucopias cuyos marcos igualan a los de los Santos. Sobre una repisa de nogal, hay un reloj inglés, de cuco, cuya curiosa muestra llena de círculos, señala a un tiempo el instante, el minuto, la hora, el día, la fecha, el mes y el año. Encima de la muestra hay un hueco por donde asoma un pajarito, cuando da la hora, a cantar mientras suenan los campanazos.
En medio de las dos ventanas se ve un retrato al óleo, que representa un gallardo joven de treinta y cinco años, con casaca azul de cuello de cordero pascual, cuello de camisa que ha sitiado el pescuezo y amenaza a los ojos con sus puntas; pechera de vuelo almidonada; chaleco abierto, reloj con complicado pendiente y pantalones de casimir. Este es el retrato de don Facundo Torrenegra, fusilado por los españoles en 1818, por haber dado su fortuna a la patria. En el suelo hay sobre la estera indígena, esteras de chingalé y tapetes quiteños, con su letrero circular acostumbrado: Viva la patria, viva la religión.
En algunos más explícitos, se leía también: Viva Bolívar. Dos sonoras guitarras sevillanas acusando que se hacía de ellas un frecuente uso, porque estaban templadas, yacían sobre los brazos de los canapés.
Tras de la sala hay una grande alcoba en que están las camas de doña Carmen de Torrenegra, y
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de sus tres hijas María, Inés y Rudesinda. Hay una quinta cama perpetuamente tendida: fue la que ocupó otra hija de la casa, Gregoria, muerta hacía diez años en Popayán, a donde se fue recién casada. El lecho le sobrevivía, porque era la imagen del recuerdo que de ella conservaban su madre y hermanas.
Tras de la alcoba seguía el cuarto de costura, con sillas de vaqueta, bajas y de asiento semicircular; mesas enchapadas de carey y marfil, y cajas de costura pastusas con chapas y llaves de plata. Las paredes estaban cubiertas de imágenes de santos, entre las que lucían dos miniaturas con marquitos negros: representaba la una a doña Carmen de edad de diez y ocho años, blanca, de grandes ojos negros, con bucles y peinetón, camisón escotado, mangas con ahuecadores, talle bajo los hombros, largos zarcillos y muchas sortijas.
La otra miniatura era la imagen del señor Torrenegra, con su casaca de cuello de cordero pascual. Las dos miniaturas eran un regalo de bodas. Al frente de la puerta del cuarto de costura estaba, sobre la baranda del patio, una gran jaula de cañabrava llena de toches y mirlas blancas, a quienes se les daba la congrua sustentación porque cantaran, que en esto y en la vida canóniga se parecían a los canónigos. En los corredores había láminas en vidrio con marco dorado, que representaban varios pasajes clásicos, y al pie letreros dorados, tales como éstos: Sacrifice de Régulo, Coriolano cede a las oraciones de su madre y Roma es salvada. Morte de A tala y despecho de Chactas. Didon convoca a Eneas y se suicida.
Al frente de la puerta de la calle queda el comedor, donde una grande y lustrosa mesa de nogal rodeada de sillas de brazos, ocupa la mitad del aposento y espera aque sirvan la comida. Allí también hay láminas: unos grabados franceses clavados con tachuelas, que representan lo que constituyó la delicia de nuestros padres, la tierna historia de Telémaco. Cada lámina tiene al pie la explicación en francés y en español, o mejor dicho, en francés y francés. Véase un ejemplo: Telémaco aborda la isla de Calipso. Las Ninfas que son en el baño le rodean y él comenta la relación de su naufragio. Mentor obliga a Telémaco de se precipitar en el mar. Las Ninfas burlan con sus teas el navío que había construido Mentor. Telémaco ante las ninfas demanda a su padre Ulises.
Tras el comedor hay un cuarto aislado que se ha dedicado a oratorio. Allí hay un cuadro dé Vásquez, que representa a la divina Señora, cuyo virginal busto ha sido el estudio de todos los pintores del mundo; varias estampas francesas de aquellas que dicen al pie: Sainte Anne -Santa Ana. Saint Joachin -San Joaquín, estampas de esas que han creado los franceses con el objeto de probar que las minas de bermellón y verdacho son inagotables. A un lado del risueño oratorio, que huele a incienso, y a flores, está desarmado, es decir, en tosco acomodo, un pesebre quiteño, compuesto de la Virgen, San José, el Niño, el buey, la mula, los tres Reyes Magos, los Pastores, y una comparsa innumerable de caballitos, mulas, burros, pájaros; acopio inmenso de lama para hacer rocas; pedazos de vidrios para figurar lagunas; papel blanco para simular cascadas; idem dorado para fabricar estrellas; idem azul para fingir cielo y horizontes; marmajas para hacer camellones; cáscaras de huevo para hacer piedras del camino; casitas de madera, etc.
El interior de la casa está compuesto de la cocina, despensa, cuarto de criadas, cuarto de ropa y cuarto de planchar, que rodean un patio empedrado; más hacia el fondo queda el corral de las gallinas, bien provisto de volatería, y un hermoso huerto sembrado de papas.
Toda la casa huele a alhucema. Con esta última noticia se comprenderá el carácter de sus cuatro habitadoras.
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III
BOGOTA
Juan Manuel Doronzoro casó, hará tres años, con la señorita Matilde del Pino, y se fueron a vivir a
la casita nueva de la calle de San Juan de Dios, que acababa de improvisar el señor Arrubla con
los sobrantes de otra casa que él también había construído. La escala de la casa se puede calcular
por este solo hecho: de un extremo a otro de la casa, y al través de las habitaciones, se percibió
una vez el olor de pavesa que despedía una vela apagada en la alcoba. El fondo de la casa
sumaba veinticinco varas y el ancho trece y media. En aquel terreno suponían que estaban
viviendo Juan Manuel y Matilde.
Un zaguán de vara y media de ancho, empapelado, esterado, con friso de tablas barnizadas y cielo
raso estucado con florón, daba entrada a una galería de cristales liliputienses, donde se ahogaban
elegantemente dos divanes de tafilete y una mesita redonda con tarjetero y lámpara de kerosene.
Sobre las paredes empapeladas estaban no el San Cristóbal, santo patrono de las buenas casas
santafereñas, sino Garibaldi, Lamartine y la reina Victoria, en grandes marcos dorados y con
hermosos vidrios. A la galería salían cuatro puertas: una a la izquierda, y era la del cuarto de
hombre; a la derecha la de la sala; en un lado de la galería la de la recámara, y al frente, en el
mismo bastidor de cristales, la que salía al corredor del primer patio.
El cuarto de hombre, empapelado de color gris, contenía una cama de cornisa, lavamanos con
innumerables chismes de tocador y un ropero suntuoso. De este cuartito se pasaba a otro, que
tenía ventana a la calle, en el cual había una otomana, una mesa de escribir cercada de ba-
randillas y unas silletas de paja italiana. En las paredes lucían dos hermosos grabados: el plano de
la ciudad de Nueva York y una vista de San Francisco de California, tomada a vuelo de gavilán,
porque parece que a California la tomaron al vuelo dos veces los yankees.
La sala es un curioso museo de todos los objetos que se pueden romper. Pudiera
escribirse «Fragility the narre ist extranjero», cambiando la palabra acoman, que dijo Shakespeare,
en extranjero, por no ser impertinentes con Matilde, que es (acá entre nos), el mueble más
quebradizo de aquella casa a la derniere.
Hay dos sofás y doce taburetes con resorte, forrados en terciopelo rojo, y disfrazado de vulgar pino
o chuguacáde que están hechos, con un delicado y negro barniz de tapón, tan lustroso, tan
brillante, que se lee en él fragility... De pata de gallo, pero imitando madera de rosa, esa madera de
que hacían escaleras nuestros padres, es la mesa redonda, que no es redonda porque es ovalada,
y en vez de una gruesa y única pata como tenían las mesas redondas, tiene cuatro patas largas,
encorvadas, frágiles (fragility), que se reunen en una flor de lis para volver a apartarse a buscar el
suelo en que se apoyan. Encima de la brillante superficie de la mesa hay una bandeja de plata
alemana llena de tarjetas, y debajo de la mesa una alfombra, con una pintura que representa un
perro aullando sobre una ropa ensangrentada.
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Las tarjetas por sí solas constituyen una voz del lenguaje de las casas. Las hay de todas formas.
Unas son tan delgadas y lustrosas y trasparentes, que uno adivina cuan grueso es su
dueño Raimundo del Valle, cuyonombre está allí en grande letra inglesa. Otras, aspirando al
renombre de buen tono, son grandes y duras como una tabla, y en la mitad, en letra sumamente
pequeña, dice: José Ruiz. Otras tienen medios relieves blancos; otras el letrero en blanco, en letras
góticas, en donde se lee, por milagro, el nombre de su dueña: Susana Perdomo.
Hay una imitando viruta de carpintero, en que se lee el nombre y se adivina el carácter de su
dueño: Rómulo Roncancio R. Las hay también de matrimonio: unas evidentemente anticuadas,
pues deben ser del año de 1854, están unidas por un lazo de cinta blanca; otras, más modernas y
más significativas, están amarradas con un primorcito de hilo de oro que se podía romper, más que
romper, quebrarse, con una nada.
Las de 1862 ya no se unen, sino que entran en una argollita de espiral de las que antes servían
para coger por detrás los botones del chaleco. Las de 1864 ya no traen ni argolla, sino una
lentejuela, y las de 1865 ya no traen ni lentejuela sino que vienen sueltas entre el sobre, como
quien dice: nada nos impide coger diferentes caminos. Estas últimas son un verdadero
logogrifo: grifo y logo que adivinara un cachifo, y que vamos a describir. El sobre de papel,
sumamente grueso y satinado, es color de ruana parda por dentro, y pretenciosamente blanco por
fuera.
Al abrir el sobre se ve en letras blancas, sobre el fondo, este nombre: Rosa Rubiano. De las dos
tarjetas, la una dice J. Fernández, y la otra R. Fernández. De manera que no sabe uno si los que
se casaron y dan parte fueron dos o tres personas.
En derredor de cada tarjeta hay la famosa cinta de oro que une los matrimonios del siglo XIX, y
encima de todas se lee mentalmente: fragility. Las dos boletas, ya lo hemos dicho, andan sueltas
entre el sobre, como si dijéramos, duermen aparte. Entre el montón de boletas se ven muchas,
muchísimas con nombres tan armoniosos como éstos: Shtrhirlgs, Tghmygndt, Rmondfgt y otros
nombres de alemanes diletantes.
Estos alemanes, cuando se les pregunta su nombre debieran, si son hombres de bien, contestar:
me llamo Abecedario; pero los alemanes que vienen por acá no son hombres de bien porque nos
dicen que sus nombres sí se pronuncian.
Sigamos con la sala.
Sobre dos consolas de pata de gallo charolado hay dos espejos con marco dorado, y entre las dos
ventanas en un gran marco dorado, hay un emblema de la felicidad doméstica, como se usa en las
casas felices, o mejor dicho, un emblema nacional: ¡hay... un retrato de Víctor Manuel! ¡Un primor
de ocurrencia! En frente de las ventanas hay dos marcos dorados, redondos, hermosísimos: el uno
tiene el retrato del príncipe de Gales, y el otro el del príncipe imperial. ¡Por todas partes los más
tiernos emblemas de la paz doméstica! Los retratos están suspendidos de cordones de seda que
vienen desde el techo, y tienen que bajar, por supuesto, cuatro varas para llegar al marco. Las
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ventanas y puertas están abiertas a la moda actual: si los aposentos tienen de largo seis varas, los
techos tienen de alto treinta y seis. Parece que la fórmulaarquitectónica que nos dejó Reed para
saber la altura, fue ésta: multiplicar el largo por sí mismo.
En una de las mesas hay un álbum ... pero no el álbum rococó, de versos y más versos, moda
sumamente pasada, sino el álbum actual: retratos y más retratos; ¡pero qué retratos! Abrámoslo,
¡Jesús, ¡qué parecido! ¿Quién? ¡Alejandro Dumas! Siguen Eugenio Pelletan, el Cardenal Caraffa,
el General Rebus, Víctor Hugo, Ravaillac, Russi, Napoleón III, la Pati, la Grisi, un grupo del
mercado de las verduleras de París, otro id de laChambre de Deputés, el retrato de Juan Manuel
con la bata y el gorro, el cigarro en la mano y un pie con pantuflas, alzado sobre una silla.
El retrato de Matilde, de cuerpo entero, de medio lado, con gran crinolina de gran cola. Parece que
lo que quiso retratar fue la cola. Excusado es decir que todas las amigas de Matilde le habían
mandado los retratos de sus hijitos, pequeñitos sujetos retratados entre un sillón, con sus caritas
redondas, que no se sabe si son del género masculino o femenino.
¿Por qué en vez del retrato de Bolívar, de Nariño, de Zea, de Caldas, del Presidente de la
Confederación, de Guarín, de Párraga, de Osorio, del Arzobispo, del general París, de los
miembros de la familia del dueño del álbum y de sus amigos íntimos, se tienen los de las
notabilidades europeas, y aun de los que no son notabilidades?
Pasemos a la alcoba. Una cama de sepulcro, con cortinas de pabellón, campa en la mitad de la
angosta alcoba; mesa de noche y tocador, todo barnizado; ropero lleno de crinolinas forman el
resto del mobiliario de aquella pieza en que la endemia está escondida trás de los infinitos
perfumes del tocador.
En la recámara hay un facsímile de cuarto de costura.
El patio contiene unas tazas de hermosas flores, porque las flores son hermosas hasta cuando son
de moda.
Mas ni el alegre y frondoso novio,
Ni el doncenón,
Ni los pintados grandes claveles,
Ni la purpúrea rosa temprana
De Jericó,
alegran la vista. Hay tazas de cinerarias, lámparas colgantes, llenas de frágiles zulias, una rosa
mosqueta, otra de Bengala, otra de princesa Elena. En el comedor canta un canario, devorando
con la vista el pequeño patio a donde da la ventana; y queda concluída la descripción del primer
patio.
En el segundo hay una despencita con estantes magníficos para guardar, entre cajones de pino
con tiraderas de cristal, algunos terrones de azúcar, unas papas vergonzantes, pan francés,
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botellas de vino y abundante vajilla de blanca porcelana. En el cuarto de criadas, empapelado co-
mo el resto de la casa, hay cama de cornisa para la mercenaria sirvienta que entró ayer y se irá
mañana. Tras del cuarto de criadas, hay una cocina empapelada, un fogón de reverbero y
maquinita para moler el café.
Y se acabó la casa.
_____
Hemos concluído ya la descripción de las tres casas. Ellas representan bien a Santaf é, a Santaf é
de Bogotá ya Bogotá, que son los tres nombres que las leyes, y más que las leyes las costumbres,
han dado a la ciudad de que se trata.
¿Hemos perdido? ¿Hemos ganado? ¡Que el lector se meta las manos en los bolsillos y decida!
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BAJANDO EL DAGUA
(1850)
Por Manuel Pombo
Gracias al lado benéfico y a los firmes cascos de nuestras mulas, habíamos terminado la bajada
del Hormiguero, sin detrimento de nuestras personas, y estábamos en la población de Juntas. En
este punto Dagua, que viene bullicioso y galanteador por la derecha, y Pepita, que aparece con
timidez y remilgo por la izquierda, se encuentran, se oyen y se aman; juntan luego sus ondas y sus
destinos, adoptando en su consorcio el nombre y hasta las geniadas del río varón; siguen como
conjunta persona el curso vario y agitado de su vida, con las querellas domésticas que se
sospechan, pero que ocultan para quien los trata superficialmente; y mueren al fin, identificados y
mansos, en la bahía de Buenaventura, formada por ese océano sin fondo y sin horizonte, como la
eternidad, que se llama el Pacífico.
En Juntas pasamos el día siguiente, que fue domingo, aprestándonos para emprender la bajada
del Dagua a los primeros albores de la próxima mañana, y empleando lo demás del tiempo en las
tres cosas más inofensivas en la tierra caliente: la charla, el cigarro y la hamaca. Entre la travesura
incansable de la una, las azules bocanadas del otro y la voluptuosa oscilación de la última, las
horas discurrieron rápidas, y el sueño de la feliz edad en que nos encontrábamos vino con la noche
y con el arrullo de los ríos vecinos a adormirnos profunda y sabrosamente.
A la madrugada estábamos listos y esperábamos a los bogas, que nos habían prometido ser
puntuales como los gallos que a esa hora cantaban por todas partes; pero las últimas estrellas
desaparecieron, la luz, indecisa al principio, rosada luego, y deslumbradora al fin, vino con el sol
sobre el horizonte, y nuestros bogas no se presentaban. La marcha en hora avanzada tanto quería
decir como prohibición de descanso y sombra en todo lo que nos quedase de día, oscuridad y
peligro en los malos pasos del río desde que cerrase la noche, y entrada a la bahía de
Buenaventura entre tinieblas, con el viento encontrado y el mar en vaciante.
Estas consideraciones unidas a la impaciencia propia de nuestros juveniles años, nos traían
contrariados y propensos a armar camorra a nuestros hombres cuando se nos presentasen.
Amainamos, sin embargo, cuando un flemático vecino nos enderezó una erudita disertación
demostrando tres puntos: primero, que nuestros bríos eran inútiles para remediar lo ya sucedido;
segundo, que la informalidad es condición que por sabida se calla entre nuestros paisanos; y
tercero y principal, que ese día era nada menos que lunes, hasta donde suele prorrogarse el
régimen de holganza del domingo. ¡Lastima de no haberlo comprendido antes para haber dormido
más!
Las ocho serían cuando cuatro negros hercúleos, con la manta terciada sobre los hombros
desnudos, el cigarro en la boca, la audacia en el rostro y el vigor en toda su férrea musculatura, se
nos presentaron en la puerta.
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-Buenos días, brancos, nos dijeron: ¿vustedes son los que se van con nosotros?
-Sí, camaradas, les respondimos, y ojalá que sea pronto.
-Pus a ver los buques de ropa (cargas) y nosotros les avisaremos la hora de montar.
Alzaron las cargas, que nosotros apenas podíamos mover, con la facilidad con que hubieran
levantado su capisayo o manta, y se marcharon. Siguióse otra buena media hora de espera; y no
pudiendo ya refrenar nuestra impaciencia, resolvimos trasladarnos a la playa para activar la
partida.
Atracadas a la margen del río y meciéndose blandamente al compás de las ondas rizadas, dos
pequeñas canoas parecia que esperaban la hora de surcar las aguas. Los equipajes se habían
repartido en las dos, ocupando los extremos de cada una y dejando en la parte media un corto
espacio vacío, demarcado por los bordes de la canoa y los costados de las cargas.
Ese espacio había sido tapizado en su contorno con hojas de figüe que sobresalían más de una
cuarta de los bordes de la canoa: parecía un nido de hojas doradas y simétricas, mecido sobre el
agua trasparente por las brisas cariñosas del río. Dos palancas cortas y un canalete, completaban
los aprestos de cada canoa. Era, pues, seguro que cada uno de nosotros ocuparía su nido en la
piragua, que tendría en ella dos bogas y que seguiría solo los azares de la jornada.
Otro largo rato esperamos a los bogas en la playa; cuando se presentaron venían relamiéndose y
saboreándose con sus anchos labios y sus dientes de marfil, claro indicio de que habían almorzado
a su sabor y a sus anchas. Habían también eliminado todas las piezas del vestido, menos el
pantalón, que lo traían enrollado hasta los muslos y un ancho sombrero de hojas que les
resguardaba hasta los hombros.
Tenían mucho de original, de salvaje y de hermoso aquellos hombres, negros como el azabache,
esbeltos y musculosos, que arrostraban el sol y los insectos, la fatiga y los peligros, y a cuyo lado
parecíamos nosotros enanos, criados entre algodones y azorados y tímidos como niños.
-Se me figura, me dijo por lo bajo mi compañero, que estamos en las costas de Africa; que la arena
nos quema los pies, que las serpientes silban, que los leones rugen...
-Arriba, pues, nos apostrofaron nuestros conductores: dénnos las mañanas y vámonos con la
ayuda de Dios y de María Santísima.
Partiéndose ellos en dos parejas, cada una tomó posesión de una canoa, colocándose un boga en
cada extremo de ella. «¡Adentro patroncito!», me dijeron señalándome mi nido, en el que me
introduje como mejor pude y procuré sentarme de la única manera compatible con la estrechez del
espacio, doblando las piernas como los orientales.
180
«Estése quetico, me añadieron, no vaya a ser cabeceador»; y desataron la canoa. Al instante
estuvimos en la mitad del río, y la corriente nos tomó de lleno para abajo. Mi compañero se
embarcó después que yo, y en la primer revuelta del río lo perdí de vista: quedé solo entre aquellos
desiertos, a la merced de las aguas y de mis conductores.
Como el potro indómito que por primera vez siente la silla, así partió a botes y corcovos la ágil
piragua, caracoleando a veces, otras hundiéndose y luego sobreaguándose con indecible
volubilidad. Conservar el equilibrio en semejantes vaivenes me era imposible, por más que quisiera
ceñirme fielmente a la consigna de los bogas; ellos en tanto, seguros e impávidos, maniobraban
por uno y otro lado, con la palanca o el canalete, a pie firme sobre los bordes de la canoa como si
formaran con ella una sola pieza.
Combatida tan reciamente la embarcación, a poco rato estaba llena de agua.
-Amigos, dije angustiado a los bogas, nos vamos a pique.
-No tenga cuidado, branco, me contestó el delantero, que aquí van los estrumentos.
Y me mostró sus pies, anchos como los del pato. Efectivamente; vi luego que, por un movimiento
rápido del uno contra el otro, el agua comprimida saltaba como en una pila.
El Dagua es más bien torrente que río: corre entre angostas márgenes y con poco raudal,
estrellándose clamoroso contra las piedras. En ocasiones se estrecha entre rocas, y forma chorros,
saltos, sumideros y remolinos; en otras se explaya en pozos diáfanos y mansos, que retratan el
cielo y los árboles de los contornos. Es tan impracticable en algunos puntos, que las canoas tienen
que abandonar el cauce del río y pasar arrastradas a brazo por sobre la arena o el cascajo, o a
fuerza de palanca por las zanjas abiertas entre las piedras por las manos de los bogas.
En otros puntos la impetuosísima corriente de un chorro envuelve y arrebata la frágil embarcación,
el viento zumba en los oídos y los ojos ven con horror la peña donde va a estrellarse y
despedazarse la canoa; pero entonces el boga, firme en su puesto, ágil y sereno, enristra la
palanca, clava su punta con admirable destreza en los pequeños agujeros que en la piedra lisa han
ahondado sus predecesores, y la canoa vira dócil y aprovecha el impulso para escapar en otra
dirección.
Al errar una palancada todo estaría perdido: con razón, dijo el doctor Duque Gómez que cada
canoero era un Neptuno y cada palancada un milagro; y otro viajero llamó a los bogas pescados en
el agua y maromeros en la canoa. Puede aplicarse al Dagua lo que se dijo de otro semejante:
«Alternativamente apacible como un lago e impetuoso como una catarata, pero siempre tortuoso y
quebrado en su curso, este río parece complacerse en el desorden y en los contrastes».
Dos cadenas de montañas corren casi paralelas en las márgenes del Dagua; sobre el follaje tupido
que las entapiza con los variados tintes de su verdura y sus festones de diversas flores, descuellan
árboles gigantescos, aprisionados por los retorcidos lazos de los más caprichosos bejucos.
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El murmullo de los torrentes, los discordes ruidos de los animales y el canto de infinitas variaciones
de las aves, se ocultan en el misterio de las selvas; y apenas se ven de cerca los pájaros que
revolotean por todas partes, entre ellos la bellísima Primavera, vestida con los colores del iris, tal
cual culebra que se desliza cauta o lagarto que huye azorado; y a lo lejos, en las copas de los
árboles, corrillos de monos gravemente sentados tomando un poco de sol y parloteando a
gruñidos, o largas filas de ellos que van de paseo saltando de rama en rama. Y como el Dagua
lleva grande declive en su curso, al seguirlo con la vista hacia arriba semeja una faja de plata
destinada a marcar la cintura de las montañas.
Encuéntranse de trecho en trecho a las veras del río haciendas y caseríos, en cuyos huertos se
madura el plátano que destila miel, la exquisita piña, la dulcísima naranja, y donde el maíz y la
caña de azúcar, disputando el suelo al intrincado guadual, adquieren proporciones inusitadas.
Se ven también con frecuencia barracas levantadas sobre estantillos de guadua, con su especie de
balcón defendido por barandillas de cañas, a cuyas inmediaciones se asolean las atarrayas y se
cuelgan los anzuelos de los pescadores que las habitan: es el apetitoso rayo el pez que ellos
rebuscan entre las ondas del río.
El paisaje del Dagua es, en fin, tan variado como pintoresco, y si no fuera porIas cuitas y
sinsabores consiguientes a la navegación impuesta por la necesidad a ese río que para tanto no
fue criado, el viaje a Buenaventura podría hacerse por placer, recorriendo tantas bellezas para
llegar a la más grande y sorprendente y magnífica de todas, la del mar.
Los varios puntos notables del río se denominan arrastraderos, si en ellos hay que arrastrar la
canoa a guisa de coche, y botaderos o salideros si hay que tomar un sesgo o aventurarse en una
corriente. Tiene además, cada uno su historia más o menos trágica y su nombre especial: entre los
que recuerdo por más peligrosos desde Juntas hasta El Salto, mencionaré a El Credo, Cartagena,
La Medialuna, Sombrerillo, Infiernito, La Tarabita, Las Animas, La Cuelga, El Palo y La Víbora.
Hallábame justamente con el resuello corto en uno de esos pasos, cuando de vuelta encontrada dí
con un amigo que procuraba remontar la corriente con tantas dificultades como a mí me sobraban
facilidades para bajarla. Pasé como relámpago por cerca de él y entablamos a gritos este diálogo:
-¡Hola amigo!, me apostrofó el que bregaba por subir, ¿qué tal va usted por allá?
-No muy bien que digamos, ¿y usted qué tal?
-Un poco peor, pues si por allá llueve por acá no escampa.
-¡Adiós!
-¡Adiós!
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A mí me bastaría con pocas horas para bajar el Dagua, mientras que mi amigo que lo subía,
llevaba empleados ya tres días, y gracias a que el río estaba bajo, que al hallarlo crecido, con una
semana no le sería suficiente.
A las dos horas dé viaje habíamos llegado a El Salto. Forma allí el rio una catarata que pasa de los
límites de las que le son tolerables y toleradas, y es preciso o trasportar las naves por tierra como
Núñez de Balboa, o tomar otras de las que han subido desde el Saltico. Hay en El Salto una gran
casa pajiza, a manera de tambo, condecorada con el título de Bodega; el bodeguero había tenido
el buen gusto de ausentarse; y aquel castillo sin castellano convidaba al descanso a quien, como
yo, sentía la necesidad de estirar las piernas y de orear el vestido mojado. Mi compañero llegó a
poco rato, desconcertado y maltrecho como yo, pero sano y salvo, que era en fin de cuentas lo
más a que se podía aspirar en aquellas alturas.
Contratadas las nuevas canoas y trasbordados a ellas nuestros equipajes, ocupó cada cual su nido
en la parte media de la suya y nos volvimos a separar hasta mejor ocasión.
Con peripecias y vicisitudes semejantes a las ya referidas, y dejando burladas las malas
intenciones de Perico, Jaramillo, Catanga, Tortugas, Castillo, Cacagual, Remolino y otros
peligrosos pasos, abordé a las dos horas largas a las playas del Saltico; segunda detención
obligada y nuevo cambio de canoas, porque otra vez el río se propasa a mayores y se permite otra
catarata superior a sus atribuciones. Hay en el Saltico bodegas pasables, algunas tendezuelas de
provisiones y una casa en forma, habitada por el obsequioso señor Manuel Fernando Ayala, de
quien por lo general llevan los viajeros agradecido recuerdo.
Antes que nosotros y en vía para Juntas, había llegado al Saltico una señora francesa, la que con
extremada locuacidad y diligencia tomaba disposiciones para continuar su marcha. Seguramente
nuestra presencia no le fue de feliz presagio para lo que la esperaba pues nos dijo entre recelosa y
burlona:
-¡Oh, señores!. . . yo creo que los vestidos de ustedes han tomado mucha agua...
-Será tal vez de la que hemos sudado, le repuso con sorna mi compañero.
-¿Y el mosquito los ha favorecido a ustedes demasiado?
-Con sus más expresivas demostraciones.
-¡Oh!, conmigo él lo ha hecho de una manera toda especial ...
-¡No le arriendo las ganancias a esta pobre madama!, murmuró alejándose mi compañero.
De este punto para abajo las canoas pueden no ser unitarias y cesan las estaciones y los
trasbordos. Pudimos pues, en una sola embarcación acomodarnos los dos pasajeros y nuestros
haberes, y prometernos llegar así, Dios mediante, al puerto de Buenaventura.
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Aunque el caudal del río es ya mayor por los afluentes, que se le han ido incorporando, no rompe
sin embargo sus tradiciones y las recuerda de vez en cuando con chorros y remolinos peliagudos,
tales como los deTagua, Pureto, La Colorada, Cumbamba y Trapiche.
Encuéntrase luego el caserío de Santa Rosa, desde donde el río empieza a sosegarse y la palanca
de los bogas se cambia por el canalete; la embarcación resbala sobre la tersa y apacible superficie
de las aguas, ayudada por la suave corriente y por el remo que le sirve de timón. Las márgenes
van apartándose, los montes se aplanan; vanse dejando atrás los caseríos de San Cipriano, La
Mojarra, Santa Gertrudis, La Cruz y Mondomo; el horizonte se dilata, y las brisas, mensajeras del
mar, parece que se atropellan para advertir al presuntuoso viajero la estupenda, la terrible
majestad ante la cual pronto va a comparecer.
Como lo habíamos temido, la noche nos sorprendió cuando nos faltaba gran parte del río por bajar.
A proporción que las tinieblas fueron condensándose y con ellas el silencio y la soledad
aumentaron su pavoroso influjo, el diálogo entre mi compañero y yo fue desanimándose y
decayendo, hasta que al fin cada cual se concretó en su propio ser, en las profundidades de su
alma, repasando sus melancólicos recuerdos o acariciando sus esperanzas inciertas.
Los bogas se dirigían de tarde en tarde algunas concisas advertencias, silbaban o canturreaban los
aires de su país, hacían centellear la piedra herida por el eslabón para encender su cigarro, y el
silencio y el anonadamiento recobraban su absoluto imperio. Y la canoa se deslizaba meciéndonos
blandamente, como si quisiera adormirnos, o como si recelase turbar con un ruido indiscreto el
sueño de la naturaleza.
En nuestra marcha veíamos fulgurar a lo lejos y extinguirse lentamente un foco luminoso; otro
aparecía después, nos acompañaba y moría: era el fuego del hogar encendido
en las pobres habitaciones diseminadas en las márgenes del río. En una ocasión un boga rompió
el prolongado silencio al ver aparecer una de esas remotas luces:
-Allá están velando a mi compadre Camilo... ¡alma bendita! ...
-En toda la tetilla le clavaron el cachi-blanco.. . ¡Dios nos favorezca! añadió otro boga.
En la situación en que nos hallábamos, predispuesto el ánimo para las cosas sombrías, esas
pocas frases me impresionaron de tal modo que sentí estremecérseme los nervios y dilatárseme
los ojos en sus órbitas.
-Que me emplumen si no fue por alguna pelandusca, comentó sentenciosamente mi compañero; y
como los bogas no le contradijesen, añadió con solemnidad: ¡Hum...! ¡quién calla otorga!
Al cabo de unas dos horas el balanceo de la canoa empezó a subir en rápida progresión, el viento
húmedo agitaba sordamente sus alas, el frío se introducía hasta los huesos, los canaletes de los
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bogas hendían el agua con perseverante esfuerzo, y la voz de mando del patrón fue haciéndose
frecuente.
La situación se complicaba sin duda; y poco a poco se complicó de tal suerte, que creímos llegado
el caso de interpelar a nuestros conductores. Era que nos aproximábamos al Arenal, que la marea,
que apenas antes percibíamos, nos combatía ya de lleno, que la bahía estaba cerca y el mar nos
aguardaba. En el Arenal los bogas hicieron alto, tomaron huelgo, acordaron algo sobre las
operaciones futuras, y después de una libación redoblada, recobraron sus puestos y seguimos
marcha.
Un rato más y estuvimos en la bahía. Las olas jugaban con nuestra canoa, el agua y el viento nos
traían entumecidos, la lobreguez se espesaba en nuestro contorno, y la ansiedad, casi la congoja,
se apoderaron de nuestro ánimo. ¡Qué negro, qué implacable, qué desamparado nos pareció el
mar! A la merced de su fuerza invencible, no podíamos comprender que fuese dable marcar rumbo
a nuestra embarcación; que toda la debilidad del hombre tuviese la loca, la impía audacia de
medirse con toda la omnipotencia del piélago ilimitado. Los titanes de la fábula escalando el cielo
nos parecieron menos temerarios que nosotros: ellos eran titanes y nosotros orugas; su empresa
fue una quimera, la nuestra una realidad...
En un recodo del horizonte se destacó de repente una luz fija y redonda; fueron luego
reuniéndosele otras y otras que brillaban como estrellas sobre la gasa de la noche, o como los
fuegos postreros que quedan diseminados en el campo reducido a cenizas por el incendio voraz de
la roza... Era la población de Buenaventura, el término de nuestra angustiosa jornada, el descanso
de nuestro espíritu y de nuestro cuerpo.
-¡Boguen!, ¡boguen!, decíamos a nuestros conductores y nos parecía que no avanzábamos; que
nunca cumpliríamos el vehemente deseo de alcanzar aquellas tentadoras luces, de vernos en
tierra firme, pisando el elemento en que habríamos de sentirnos fuertes y libres. Medida por
nuestra impaciencia, cuan larga se nos hizo la travesía hasta Buenaventura!, ¡cuan indolentes y
perezosas las horas que transcurrieron!
Al fin llegamos a la isla del Cascajal y pisamos las calles de la población, que para nosotros
justificó su nombre de Buenaventura. Eran casi las once de la noche.
-Bien venidos, nos dijo y nos repitió apretándonos la mano en su casa el generoso Nico Lañas.
-Una cama blanda y caliente, le repusimos gozosos; y si anduviese por ahí trasconejado algún
sustancioso pernil en unión de un buen vaso del añejo de Jerez, que sean tan bien venidos como
nosotros a esta casa hospitalaria.
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ESQUINA DE AVISOS Por José María Vergara y Vergara
Las reses aman ciertos lugares del potrero para escarbar y mugir; las gallinas no conciben que se
pueda dormir en otra parte que en el rincón del corral que escogieron la primera noche; y cuando
se les desbarata en el día el corral a las ovejas, al llegar la noche acuden al mismo lugar y forman
cuadro sobre el asiento del corral, lo mismo que si existieran aún las cercas protectoras a que ya
estaban acostumbradas. El hombre, que no es menos animal... de costumbres que las vacas, las
gallinas y las ovejas, tiene sus lugares predilectos para cada cosa.
A semejanza, y para que sea mayor el parecido, a semejanza de los potros que no ejecutan ciertas
operaciones sino donde mismo las ejecutó el anterior, regla a la cual nunca faltan, ni por
excepción, así el hombre pone sus inmundicias morales unas sobre otras. Prescindamos de tantas
cosas que se hacen por costumbre y en el lugar de costumbre; no hablemos ahora sino de la
esquina de poner avisos. Hay esquinas predilectas. ¿Por qué no han de leerse lo mismo los avisos
que se pongan en las esquinas al lado del oriente en la Calle Real? Pues no haya miedo de que
usen de ellas: todos han de fijarse en la esquina de Montoya, en la de Dupuy y en la de don Juan
Antonio Pardo.
Y si algún repartidor de papeles progresista fija algún cartel al frente, los lectores le vuelven le
espalda, y lo buscan en la esquina tradicional. Hay avisos que se han leído de esta manera, como
si se deletreara en la pared vacía el reflejo de la escritura que está al frente. Y lo que decimos de
las esquinas de Dupuy, de Montoya y de Pardo, lo decimos de la de Belchite, del Correo y otras
pocas que son las favoritas de los lectores. Nadie lee en otra esquina.
¡Oh, hombre!, mucho me cuesta esta exclamación, en primer lugar por la cacofonía tan dura, y en
segundo por lo que tengo que decirle. ¡Oh, hombre!, tú no eres sino un animal en dos pies; eres
metódico y mecánico, maniático y doméstico como,
La mansa res, el tímido cordero
Y el perro noble, cariñoso y fiel.
Tú haces expedientes de suministros de caballos y reses, por costumbre; y no los hace el caballo
por costumbre también, porque tú y el caballo, o mejor dicho, el caballo y tú (lo más noble se pone
antes: regla de gramática), el caballo y tú estáis acostumbrados a muchas cosas que se hacen al
revés y debieran ser al derecho. Porque si el hombre cobra el valor de ciertos caballos, ¡cuántos
caballos no pudieran cobrar el valor de ciertos hombres!
Mas, volviendo a las esquinas de avisos, yo las recomiendo a los lectores como una de las
diversiones más inocentes y provechosas para la instrucción, de las que están sujetas a menos
estorbos y contribuciones, y que, bien estudiada, pudiera hacer un César Cantú, de cada uno de
tantos Césares que andan por ahí como versos sueltos, sin colocación ni aun en la esquina de
avisos.
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La anunciatividad es el órgano más prominente en la calavera del siglo XIX. Todo se publica. Un
cliente escribe: Una sentencia contra ley escrita, y me pone a los jueces como nuevecitos. Un
perdulario larga un folletito bajo este título: Juzguen los hombres de honor. Un Perico el de los
Palotes, a propósito de un altercado con el Pedro Fernández de su suegro, este otro: Al universo
civilizado. Un Juan Lanas se desmonta por las orejas con aqueste: Un cobarde en
vergüenza pública. Un boticario amasa magnesia con ruibarbo, y escribe: Adoras de la vida. Un
tinterillo de barrio que se llama Juan Sánchez encuentra el mismo nombre, porque en el último
censo resultaron 1.000.359 Juanes Sánchez y medio, e imprime una protesta en la cual advierte
que él es Juan Sánchez J. Un maestrico de escuela anuncia que ha abierto el Instituto de
tres por cuatro, o el Colegio de San Pedro Alcántara y San Pedro Arbúes. Un zapatero avisa que
en su establecimiento «Al botín de oro» hay chinelas de superior suela. Un abogado infecundo
anuncia que «ha abierto nuevamente su estudio de abogado».
Un médico desconocido anuncia que en su calidad de heredero de don Juan Quiñones, cura los
constipados y los uñeros. Un militar deja caer encimita del tesorero un alegoría, diciéndole en
breves razones que él aprendió en Ayacucho a no dejarse faltar de nadie. Un cura de aldea,
llamado Felipe, lanza una filípica contra Garibaldi por el sitio de Roma. (Siguen más de mil
etcéteras). En suma, la prensa en el siglo XIX tiene más de 19.000 usos: forma parte del vestido y
de la casa, parte de la familia y de la mesa; parte de la digestión; es el octavo vicio, la octava
virtud, el cuarto enemigo del alma, el sexto sentido corporal, la décimaquinta obra de misericordia,
la novena bienaventuranza, el undécimo mandamiento.
En suma, es tal el órgano de la publicidad y de la anunciatividad y de la imprimatividad, que
aquellas personas que no pueden imprimir apelan a señales convencionales tan claras como ésta:
la pulpera de Santafé pone una hoja de tallo en la puerta, y los estómagos deletrean estas
palabras al mirar la hoja: Al-u-ni-ver-so-en-te-ro-a-quí-hay-ta-ma-les.
Ya se puede suponer, por las premisas que dejamos sentadas, que siendo tal la manía de publicar
y de anunciar, la esquina de poner avisos será un pandemonium, una Babel, un guirigai, un museo,
una exhibición, una caja de muestras, una... lo que ustedes digan... una caja de costura, una
conciencia de negociante, un testamento de vieja, una enciclopedia, un diccionario; en fin
una ¡esquina de poner avisos!
Mas la mejor parte de la esquina no consiste en la obra de los hombres, sino en las combinaciones
que forma ese caleidoscopio que llama la casualidad. Avisos de teatro, candidaturas, hojas sueltas,
boletines, invitaciones a entierro, listas de jurados, hallazgos o pérdidas, anuncios de nuevos
periódicos; todo esto se lo puede suponer el lector; pero lo que no se puede suponer es lo que
queda después de que un aviso se pone encima de otro. Eso no está escrito, pero trataremos de
escribirlo, por lo que hemos visto, y por lo que actualmente se ve en las esquinas, copia
taquigráfica y simbólica de las pasiones que braman en eterno vórtice en el seno de la sociedad
bogotana, quien bajo el exterior más beatífico y pazguato oculta intríngulis de diversos quilates.
Vamos a los avisos.
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LISTA DE LOS JURADOS PARA 1865.-Personajes: el conde de Lucena, Eloy Izásiga.
Matilde, señora Margarita Izásiga. Garci Pérez, Honorato Barriga.
TEATRO - GRAN FUNCION A BENEFICIO DE... Velación por el alma de los señores... muertos en
la batalla de... - LA NORMA... Cuarenta horas en el Carmen... A BENEFICIO DE ACHIA RDI. . .
- Precios de lunetas, los mismos conocidos... - TEATRO, gran función mimoplástica. . . PARA
1865... - ES UN ÁNGEL! - ADOPTAMOS COMO CANDIDATO AL SEÑOR.... -ECHEVERRIA
HERMANOS. - LA MUJER DE DOS MARIDOS. - Ha muerto la señora Ulpiana Rodríguez!, su
afligido esposo, sus inconsolables deudos suplican a sus amigos que concurran a... - EL ELIXIR
DE AMOR, y luego se cantará por la señorita Mazzetti la graciosa tonadilla: ¿quién quiere mi
naranjita? RENUNCIAS. - Y función extraordinaria a beneficio de...- LA CONVENCION HA
TRASLADADO SUS SESIONES... SE NECESITA. -EL HOMBRE DE HIERRO... - SANTOS
GUTIERREZ. - Candidatura del gran general.. - PROCLAMA DEL PRESIDENTE A SUS
HABITANTES. DETRÁS DE LA CRUZ EL DIABLO. -SE HA PERDIDO UN NIÑO DE EDAD
DE...- LA COMPAÑIA LIRICA ... Se ha encontrado un anillo de oro con rubíes: la persona que lo
hubiere perdido ocurra a. . . - UN BANDOLERO DE MAGISTRADO.. - Se solicita una casa en el
barrio de... RAFAEL RODRIGUEZ G., RAFAEL MUNEVAR - Protesta del Arzobispo de Bogotá
sobre la clase de religión... - (Siguen las firmas)... APROVECHAD, POBRES! - El doctor A. Pizot,
cirujano dentista... - SE OFRECE EN ALQUILER... - UNA VELACION... - NOTICIAS DE
ANTIOQUIA... Salmo para las presentes circunstancias, traducido por Olavide. Señor, ya de dolor
desfallecemos, y a cantar nos obligan los tiranos; mas nosotros colgamos nuestras cítaras del
sauce melancólico en los ramos. -Compatriotas! Acabo de firmar y mandar publicar el libro sagrado
de la Constitución expedido por la Convención de Cundinamarca... Compatriotas! MARIA DE
ROHAN. . . - EL BARBERO DE SEVILLA, ópera cómica... - Decimonono remate de bienes
desamortizados. . . - El 15 de febrero se rematará. - LA TRAVIATA. - En la tienda del señor Justo
Pastor Losada está de venta. - La junta suprema... NUEVA BOTICA. - EL GRAN GENERAL EN
HONDA... -S. Diego... acaba de recibir calzado inglés de tornillo, superior... - HIJA Y MADRE. - La
señorita Jesús Ramírez ha muerto!... EL MONITOR INDUSTRIAL... DIARIO... -Se publica los
jueves... - CREDITO PUBLICO. Se vende este folleto en la tienda en que se...RIFA.
¿Qué dice usted ahora, señor lector? ¿No son las esquinas de avisos una copia fiel del estado en
que están todas las cabezas?
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¿QUIEN ES EL MAS FELIZ DE LOS MORTALES? Por J. Manuel Marroquín
No ha muchos días me hallaba yo en una tertulia, y como las materias de conversación se hubiesen agotado, uno de los concurrentes propuso esta antiquísima, trivial y manoseada cuestión: «¿Cuál es el más feliz de los mortales?»
Varios fueron los pareceres. Unos atribuyeron al amor la virtud de hacer felices a los hombres, otros a la salud; quién se decidió por la riqueza, quién por el poder, quién por la paz doméstica. Dos de los que estaban presentes se acordaron de cierto pasaje de Telémaco, y el uno dijo que, en su sentir, el mortal más dichoso es un rey que teme a los dioses y que labra la felicidad de sus pueblos; el otro afirmó que la persona verdaderamente feliz es la que cree serlo. Suscitóse al oir este último parecer un murmullo aprobatorio; pero el sujeto que había propuesto la cuestión no se dio por satisfecho y sentó la proposición de que el mortal más feliz es una ama de leche. Añadió que, aunque esta felicidad es casi infinita, no deja de tener sus grados, y que, si los padres de la criatura que se cría son acomodados y aprehensivos, aquella dicha, pasando por encima de todos los grados de comparación, alcanza al superlativo, y no como quiera al superlativo absoluto (felicissimus) sino al superlativo relativo (felicissimus omnium), el más feliz de todos.
«Me he penetrado de esta verdad, prosiguió el sustentante, no por medio de reflexiones hechas al aire, sino por medio de observaciones diarias que he .podido hacer en casa de un hermano mío, casado y padre de un hijo que vino al mundo después de otros dos que, ni de la cuna siquiera, sino de la artesa, pasaron al sepulcro.
Este nuevo infante vino a ser el objeto de todos los desvelos y aprehensiones de sus padres, quienes, temerosos de que aquella criatura se hallara condenada a tener el mismo prematuro fin que las otras dos, resolvieron disputar su víctima a la muerte sin ahorrar para ello esfuerzo ni sacrificio. Lo primero que vio Carlitos al abrir los ojos, ¡infeliz!, fue un médico encargado por los autores de sus días de llevarlo como de la mano por el camino de la vida, de reglamentar su sueño, su abrigo, sus movimientos y su alimentación, y de combatir en él cualquier preludio de enfermedad que llegase a mostrarse.
Pero esta precaución no fue bastante para tranquilizar a mi cuñada: si la respiración de su hijo alcanzaba a percibirse, "¡la angina!, exclamaba, ¡la pulmonía!, ¡la muerte!" Si dormía sosegadamente, "¡malo!, decía también, mi hijo se muere de apoplegía". Si el estómago funcionaba activamente, aquello era disentería; si no funcionaba, era un cólico mortal.
Como mi cuñada había dado de mamar a las dos primeras y malogradas criaturas, no se creyó prudente que hiciese lo mismo con la otra. Una vecina aconsejaba se la criase con leche de cabra, abogaba otra por la de burra; cuál daba la preferencia a la de vaca, cuál al caldo de carne fresca o bien a las mazamorritas y el sagú; pero la opinión que sobre todas éstas prevaleció fue la del médico, quien dispuso se le buscase una nodriza. Recorriéronse en busca de ella los campos y los pueblos circunvecinos, y entre otras varias candidatas en quienes se pusieron los ojos, se dio la preferencia a una india de Suba, mocetona rolliza, cuya cría era casi de la misma edad que Carlitos y cuya madre consintió en echarse a cuestas al nieto, sin pararse en pelillos respecto de los alimentos con que había de criarlo.
Traída Agustina (que este es el nombre del nuevo personaje que pongo en escena) a casa de mi hermano, fue en el mismo punto prolijamente tanteada y reconocida por el doctor, y cuando éste hubo afirmado que no quedaba duda de su sanidad y robustez, se le hizo deponer el chircate, una mantilla cuyos hilos, si se quisiesen contar, no se perdería uno solo de la cuenta, y una camisa de
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que más tarde quiso ella misma sacar un remiendo para otra sin que aquello se hubiese podido conseguir. Vistió en seguida unas famosas enaguas de Castilla, y una flamante camisa de tira bordada, y vio por primera vez deshechas las marañas seculares de negros y cerdosos cabellos, que cubrían su cabeza y que habían solido ser visitados con harta frecuencia, no tanto por el peine cuanto por las uñas.
Yo no sé si la india en los devaneos de su juventud habría soñado con el lujo y saboreado la idea de verse algún día ostentosamente ataviada; pero era mujer, y esto basta para que, sin incurrir en la nota de ligero, pueda cualquiera presumir que no le fue indiferente la transformación que en su vestimenta se obró, ni es dudoso que, al mirarse por primera vez en uno de los espejos de la sala, experimentaría una íntima e inefable satisfacción.
Bien puede creerse que su ingenio no sería de aquellos que se pierden de vista; mas como quiera que la facultad de comparar sea innata en nuestra alma, si hemos de admitir lo que la psicología nos enseña, se puede buenamente discurrir que más de una vez establecería parangón entre su vida pasada y su condición actual; de donde se ha de sacar por consecuencia que, además de los deleites corporales de que más adelante vamos a verla disfrutar, no dejaría de probar también aquellos de que fuera capaz su espíritu, por más estrecho y encogido que éste se hallase dentro de aquella reducidísima mollera.
En efecto ¿cómo era posible que no viniese frecuentemente a su memoria la imagen de aquel ranchito de piso húmedo y desigual, cubierto en todas sus partes de una negra y espesa capa de hollín y lleno de agujeros tan estrechos para el humo como espaciosos para el frío y la lluvia? ¿Ni cómo había de echar en olvido aquella cama compuesta de un costal agujereado, ni aquel ponderoso tercio de tallos que tantas veces trajo a sus espaldas desde su tierra hasta la plaza de la capital?
Y pensaba en estas cosas aspirando el aire tibio y embalsamado de una habitación elegante, o reclinada en una mullida y sabrosa cama, o viendo caer la lluvia por entre las vidrieras, o saboreando viandas nunca probadas por ninguno de su raza, ni por el mismísimo Nemequene en sus regios festines.
¡Y, cosa rara!, por más repentina que hubiera sido la transición de su antiguo modo de vivir al actual, Agustina se hizo sin esfuerzo alguno a las costumbres bogotanas; y es probable que nunca hubiera podido hacerse de nuevo a las de Suba, o sea a las subanas, sialguna vez hubiese determinado volver al hogar paterno: así lo deja discurrir a lo menos el ejemplo de tantas campesinas que cuando han llegado a probar los encantos de la vida bogotana, en lo que menos piensan es en echar de menos la que en su tierra solían llevar.
En los primeros días se sentía Agustina maravillada de todo lo que veía y satisfecha de la suerte que le había cabido; pero sucedió que, yendo días y viniendo días, se olvidó de la miserable condición de que se la había sacado, y maliciando que su presencia en la casa de mi hermano se miraba como indispensable, echó de ver que bien podía levantarse a mayores y que, de ama de leche que era, se podría convertir en ama verdadera de la casa.
Hacíale falta la chicha; ni pudiera ser de otro modo estando habituada a tomarla desde su más tierna infancia, y manifestó a mi cuñada su temor de que sin su bebida favorita se le mermase la leche o le sobreviniese alguna enfermedad. Una enfermedad de Agustina o la merma de la leche eran, a los ojos de su señora, las mayores calamidades, y así fue que se apresuró a disponer se le suministrase todos los días cuanta chicha pudiera apetecer; y como después de haber catado la que en las cercanías se fabricaba no la hubiese hallado de su gusto, se acudió a la tienda de ña María Chiquita, alta notabilidad arrabalera, que es al precioso licor lo que Dent a los relojes, o Didot a la tipografía, o nuestro Ramón Torres a los retratos.
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Alcanzada sin dificultad esta primera ventaja, las pretensiones fueron aumentándose en rápida y creciente progresión. El angelito, que como todos los individuos de su ralea hacía las cosas de forma que causasen al prójimo la mayor incomodidad posible, dio en dormir de día y velar por las noches, con lo que se las hacía pasar execrables a la nodriza, y ésta declaró que si no se arreglaban las cosas de suerte que ella pudiese dormir a su sabor, su salud padecería grave detrimento y el niño lo pagaría. Desde entonces el bonazo de mi hermano se hizo cargo de pasear toda la noche en sus brazos al caro, y bien caro objeto de su ternura.
La cocinera que había en la casa, era una de aquellas criadas a la antigua que ya no se hallan por un ojo de la cara, aunque se las busque con la misma diligencia con que aquel mentecato de Diógenes buscaba un hombre. Había visto nacer a mi cuñada y le profesaba el más entrañable cariño; sin que por mirarse como miembro de la familia se creyese dispensada de mostrar a sus amos la más respetuosa sumisión, ni de sazonar la comida de la más deliciosa manera. Pero a pesar de las prendas que la adornaban, Agustina, a quien no le había caído en gracia, le declaró la guerra, armó con ella una ruidosa quimera e hizo presente que si la cocinera no salía de la casa, saldría ella misma y dejaría la crianza de Carlitos en el punto en que se hallaba. Esto es, a lo que yo entiendo, lo que en el lenguaje de la política moderna se llama una cuestión de gabinete. Duro, durísimo era para mi cuñada despedir a aquella criada tan fiel y tan antigua que de seguro jamás podría ser reemplazada; se agotaron los medios de conciliación; se le ofreció a Agustina que en adelante comería, si tal era su gusto, no en la cocina sino en un sitio en donde no tuviera que rozarse con su antagonista; pero la implacable descendiente de los chibchas se mantuvo en sus trece, y la inocente cocinera fue despedida.
Un día sorprende mi hermano al ama conversando en el zaguán con un oficialito de albañil que pocos días antes había venido a la casa para cierto menester; siéntese poseído de una santa indignación; arroja ignominiosamente al atrevido galán, y dirige a la dama una furibunda filípica; ésta por su parte, guarda un sombrío silencio; mi cuñada le echa también su reprimenda, y la muy taimada se obstina en no descoser sus labios. Al cabo de algunas horas se nota que Carlitos llora y se desgañita desaforadamente, se le pregunta a la nodriza cuál puede ser la causa, y ella declara entonces que está haciendo ayunar al niño, porque como le han hecho tener una cólera, su leche está alterada y lo mataría si le diese de mamar, y añade que está resuelta a partir al siguiente día para su tierra natal. Mi cuñada se dehace en llanto al oír esta nueva, y mi hermano se deshace en reniegos y jura que no sufrirá más el despotismo y los caprichos de aquella mala pécora; pero, ¡quiá!, la vida del heredero de su nombre podía peligrar y, observándose en esta ocasión aquella máxima de la Sagrada Escritura «que el sol no debe ponerse sobre nuestra cólera», antes de que anocheciera se había celebrado ya una capitulación honrosa; si bien lo fue más para mi heroina que para mi hermano, cuya autoridad como cabeza de la casa no dejó de padecer menoscabo. Estipulóse que Agustina no volvería a tener entrevistas clandestinas con el pretendiente y que, cuando sus servicios no fuesen ya necesarios, se le facilitaría todo a fin de que sus relaciones con él pudiesen tener un desenlace decoroso.
Cofieso que siento tentaciones de conservar en la escena al amartelado albañil, con lo que mi relación se haría infinitamente más interesante; mas como no estoy componiendo una novela, sino refiriendo una verdadera historia, no vacilo en declarar de una vez que aquel olvidadizo Eneas abandonó a aquella moderna Dido; la cual, por otra parte, no estaba destinada a doblar su cerviz bajo el yugo del matrimonio ni bajo yugo de ninguna especie. Ella había de renunciar a los placeres del matrimonio y a los de la maternidad por los más positivos y seguros de una dichosa soltería.
Sin embargo, como ya ella había echado de ver que sus atractivos eran capaces de rendir algunos corazones, se hizo coqueta y presumida; dio en acicalarse y se aficionó al lujo, de suerte que no pasaba día sin que se le antojase ya un camisón de lanilla, ya un nuevo par de zarcillos, ya un pañuelo de seda, ya, ¿lo creerán ustedes?, una crinolina de rejo, ya finalmente, pasar de Agustina descalza a Agustina calzada. Arbitrio humano para rehusarle la satisfacción de alguno de los
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antojos no lo había, pues de la noche a la mañana se había vuelto atrabiliaria y la menor contradicción la hacía montar en cólera, contratiempo que a toda costa se trataba de evitar, por haber afirmado personas competentes que la leche que Carlitos mamara estando su nodriza encolerizada sería para él un veneno. Los gastos, pues, crecían que era un contento, a lo menos para ella, y ella se regodeaba, que aquello era para causar envidia a un bienaventurado.
Aquella venturosa situación hubiera podido tener la nulidad de ser, como todas las prosperidades humanas, de corta duración; porque al cabo Carlitos no había de mamar toda su vida; pero la suerte, que tan visiblemente la protegía, hizo que el angelito le cobrase una afición desenfrenada, tanto que no era posible separarlo de ella sin que pusiese los gritos en el cielo; a mayor abunda-miento, a causa de ser hijo único, del temor de que se malograra y de haber costado su crianza tamaños sacrificios, era el muchacho más mimado de toda la cristiandad, y aun dudo que entre los gentiles y los perros mahometanos hubiera alguno tan malcriado y voluntarioso. Bajo el amparo, pues, del tiranuelo de la casa, la bellaca de la india conservó siempre los fueros y prerrogativas que, en gracia de su primitivo ministerio, se le habían otorgado, y ella goza aún en paz de todas las comodidades y regalos que tengo dichos, y gozará de ellos por luengos años, si una apoplegía no viene a ponerles término».
Aquí tuvo fin la narración, y todos los circunstantes convinimos en que la historia de Agustina era, mutatis mutandis, la historia de todo el género a que ella pertenece, y en que la criatura más feliz es una ama de leche, que era lo que se quería demostrar.
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LOS LLANOS Por Felipe Pérez
El paisaje que tenemos delante es inmenso y típico. Todo lo peculiariza, todo lo distingue.
Compónenlo una serie de sabanas, altas las unas, bajas las otras, cautivadas las menos, desiertas
las más que, sin más lindero o separación que las linfas de los ríos, ni más contraste que el de
las matas, colman el horizonte por todas partes, y con su inmensidad y su montonía dan al
espectador la idea de un mar de tierra y de verdura, las palmas han desaparecido por completo, no
hay un árbol solo, bajo cuyo follaje guarecerse durante los grandes calores del estío, y las selvas
mismas, que demoran a la distancia, a pesar de su inmensidad, semejan a lo más manchones de
algas flotando en aquel océano de colores, transparente como una esmeralda, e igual a la cúpula
de cielo que lo cobija.
Pero no sólo faltan allí las palmas, sino que faltan también los bohíos y el humo de las tribus
errantes: no puede darse en la tierra mayor soledad. En el Sahara, suele a veces encontrarse
estampada en la arena la huella del corcel del beduino, la pata del avestruz o el esqueleto de una
caravana entera; en los Llanos no quedan vestigios del paso de nadie. Su suelo es como el aire:
nada lo turba, nada lo señala. El huracán mismo cuando pasa y lo azota con sus alas como el
águila azota las nubes que engendran el rayo, no hace más que rizarle, ligeramente, su vello de
paja, largo, amarillento y dócil como la mies.
En vano sería buscar allí una vereda, un rancho, un plantío, o algo que revelase la presencia del
hombre culto o del hombre salvaje: todo allí es desierto, pleno desierto.
Caballos cimarrones, de piel lustrosa y fina como la de los corzos, y de largo callo, paciendo en
manada o cruzando veloces como tropa que huye, preséntanse aquí y allí estremeciendo la
sabana con el ruido de sus pisadas o llamándola a la vida con sus relinchos. De cuando en
cuando, dos potros, blanco el uno y el otro negro, para mayor contraste, levantada la enorme cola,
erizada la crin, la oreja tendida sobre el cuello, contraído el labio, listo el diente y golpeante el
cuarto vigoroso, dispútanse la hembra o la dehesa. Alzados sobre sus patas traseras como dos
grandes y fuertes osos, abrázanse y luchan. La sangre corre de sus pechos espumosos y
temblantes, su ojo chipea, su garganta bufa y cada arremetida quebranta su cerviz, esparce sus
cerdas en pedazos o lastima sus ancas.
En ocasiones no es el caballo el que lucha con el caballo, es el lobo agavillado el que rodea a éste
y le presenta liza desigual. Dos están ya apoderados de sus patas y trituran el hueso de sus
canillas con la púa de sus dientes; otros dos acechan sus manos agitadas en lo alto y repartidoras
de una muerte ciega; un quinto espía el momento de sacarle el corazón de una tarascada. El noble
y valiente animal sucumbe al fin, su enemigo es pérfido y mayor en número; la resistencia es
heroica, pero el sacrificio es seguro. Un gran ruido pone término a la reyerta, y lo produce el cuerpo
ensangrentado y palpitante del bruto que cae.
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El festín es más corto que el combate, porque un enjambre asesino se precipita sobre el cadáver
de la víctima y da remate hasta a sus huesos.
Pero no sólo hay allí lobos y caballos; no, el desierto es también rico en animales. Repetidas
manadas de marranos de monte, alimento de los tigres y de los leones, lo visten por todas partes
como otros tantos rebaños; hay chigüiros en los esteros, gran número de aves acuáticas, venados
por montones, y cachicamos, que viven entre los pajonales, y en las cuevas. Empero todo está allí
cubierto por la vegetación y todo tiene la fisonomía del desierto hasta junto a las primeras faldas de
la cordillera o hacia las orillas del Meta, donde empieza ya a oirse el mugido de los rediles y el
canto melancólico de los pastores junto al fuego y a las puertas de su cabaña.
Hay puntos dominantes en que las aguas estancadas o los pajonales han cedido su lugar a los
piñales silvestres, los que no sólo se extienden por leguas enteras, sino que embalsaman también
el aire con sus aromas.
Las matas son en los Llanos lo que los oasis en los desiertos del viejo mundo; esto es, sotos de
árboles altísimos revestidos de verde follaje, o agrupamientos de palmeras enormes y cubiertas de
frutas, donde reinan las brisas, chillan las aves y brota de alguna roca el agua fresca y limpia como
el cristal.
Allí llega el viajero abrumado por el bochorno, va a la fuente y refresca sus labios, devora en
seguida su fiambre, da respiro a su fatigado caballo o a su robusta mula, guinda su hamaca de los
troncos de dos árboles opuestos, monta su rifle y lo pone al lado, enciende su cigarro y se tiende a
descansar. Entonces no hay nada igual a la plenitud de su felicidad; él es el dueño y señor del
mundo inmenso que tiene delante de los ojos; le falta la corona y el cetro, pero es rey, es
soberano. Las serpientes se arrastran a sus pies, y el león se aleja y le entrega el campo; el ave lo
entretiene con sus trinos y las dríades le envían para refrescarlo, soplo de aromas y hálitos
exquisitos.
La sabana es entonces un horno, y para no morir de calor, es preciso buscar la sombra de los
bosques o meterse dentro del agua; el termómetro marca al amanecer 30° por lo menos, y 60° a
las doce. La noche misma no es por lo común suficientemente larga ni fresca para enfriar aquella
atmósfera de fuego.
Aquí como en Africa no se conoce el rocío, y bastaría una chispa para poner en combustión todo
aquel horizonte abrasado. Soplos ignívomos y desconocidos, como respiraciones de volcanes
ocultos, atraviesan de cuando en cuando el vacío y retuestan la vegetación: son los vientos que
vienen de las dilatadas sabanas de Cumaná, Barcelona, Caracas, Apure y Arauca, y que pasan
sobre el Llano como el vahear de la hoguera. Todo es entonces uniforme en aquellos parajes, todo
imponente; y todo está triste, todo inmóvil. El eter y las reverberaciones solares empiezan desde el
mismo suelo.
No flota una nube en los aires, no se dibuja un arrebol en los cielos; éstos están siempre limpios y
puros como el seno de una virgen.
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Las partes bajas del Llano, que por su inmensidad y la acción del calor están en constante y
copiosa evaporación, presentan el aspecto de lagos de plata, que huyen delante del viajero, y que,
no siendo más que una ilusión óptica, brillan, se agitan y mecen como una encantadora falsedad.
Cuatro años de constantes trabajos y cuidados necesita el hombre en estos parajes bravíos
para cautivar una sabana cualquiera; un hato no se establece en menos tiempo, y eso perdiendo
un cincuenta por ciento en las cabezas fundadoras. El pasto es tan fuerte al principio que mata las
bestias.
Las sabanas que no están cautivadas se llaman crudas.
Esta parte admirable del mundo americano, lecho tal vez de algún océano en tiempos
antiquísimos, tiene también su peste terrible, su cólera morbo como las regiones asiáticas. ¿Qué
causa produce este efecto terrible? Según los habitantes del Llano, el mal proviene de la
florescencia de la guadua, hecho que tiene lugar cada siete años. Los muchos ríos de esta región,
que en varias partes no tienen cauce fijo por lo plano del terreno, fecundizan la tierra por donde
quiera que pasan y hacer brotar por miríades esta gramínea colosal.
Vienen luego los vientos reinantes, y desprenden de aquellas corolas de muerte esos miasmas
pestilenciales y desconocidos que llevan el estrago consigo. Víciase la atmósfera; destrúyense o
diézmanse los poblados, perecen los hatos, no hay hombre ni animal seguro; el hálito
emponzoñado se pasea por todas partes hiriendo aquí los caballos, allí las toradas, más allá los
chigüiros, los venados, las vabas, los caimanes; perecen los leones, los tigres y las dantas en el
seno de los bosques; sécanse los cañaverales y su descomposición produce grandes cantidades
de ácido carbónico, tan nocivo a la vida animal; el calor y la humedad corrompen en breve tanto
cadáver extraño; empiezan las lluvias; faltan las comunicaciones y los víveres, y nada hay activo
allí más que la muerte. Sólo ella se agita, sólo ella anda; ¡sólo ella vive, en fin, por decirlo así!
A fines de marzo algunas sombras visitan el cielo, la región austral aparece iluminada por varias
explosiones eléctricas, soplan las brisas por horas enteras, retumba el trueno sordo y lejano, y los
ganados todos se ponen en movimiento hacia las partes altas. Es el invierno que empieza a
desplegar sus alas acuosas y gélidas.
El día más brillante es turbado de repente por una oscuridad siniestra; ciérrase el horizonte, crece
el calor y la primera tempestad lo encharca todo. Después de la tempestad viene el diluvio.
Los ríos, los caños y los esteros salen de madre, chorrean agua los árboles, filtran las gramíneas;
el Orinoco, hinchado como un mar en borrasca, devuelve todos sus tributarios, y bien presto se
cubre la tierra de aguas desbandadas que se precipitan por todas partes buscando una salida. El
charco de ayer es hoy un lago; el lago un océano. De los bosques no se divisa más que la copa; la
palmera tiene todo su tronco sumergido; la garza y la gaviota vuelan y revuelan y no encuentran
dónde pararse; se oyen ruidos subterráneos y temibles formados por las aguas que crecen. De
éstas unas van, otras vienen; unas se descuelgan, otras hierven, formando todas un verdadero
dédalo de horror.
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Un mes después los Llanos son un completo mar; mar donde flota uno que otro banco o médano, a
distanciasenormes, refugio incómodo de los ganados y de los llaneros, y donde es común para
todos el calor, la escasez y la plaga; mar, en fin, sin ondas ni ruido, mar sin tempestades, mar
tranquilo, mar cuyas islas son de follaje y de flores; pero levantado por la mano de la naturaleza
sobre montones de cadáveres.
¡Sin embargo, cosa increíble y aterradora a un mismo tiempo! Esta vorágine, este diluvio, este
cristal líquido y amenazante que se lo traga todo, suspende raras veces la marcha del llanero. El
nació junto a él o sobre él, y sabe dominarlo. Escogiendo la línea de los bancos, él monta en su
caballo y emprende el viaje. Cuando el agua no pasa de la cincha, él se mantiene caballero;
cuando pasa de allí, hala su bestia para ayudarla, y nada con la silla al cuello. ¡Trescientos o
cuatrocientos metros de extensión son nada para aquel nauta diluviano!
La noche la pasa en los médanos, y el día en las aguas hasta rendir su jornada.
No se diría que es un hombre que camina, sino un monstruo que viaja...
Hemos hablado de los Llanos físicos, hablemos ahora de los Llanos históricos. Una vez conocido
el teatro continuaremos nuestra interrumpida escena.
No basta a veces conocer la faz de una cosa, es necesario saber sus hechos, entrar en su interior.
El primero que descubrió los Llanos fue Diego Ordaz, intrépido explorador que subió el Orinoco
hasta la boca del Meta en 1531.
El maestre de campo Alonso de Herrera repitió esta expedición cuatro años después, y habría
llegado antes que Quesada al país de los chibchas, si una flecha envenenada no le quita la vida en
la mitad de su camino.
El alemán Jorge Spira, vagó por ellos cinco años continuos, y Federman, su ingrato auxiliar, tres,
pasando al fin los Andes Orientales por su parte más ancha para venir al célebre encuentro
llamado de los tres conquistadores.
En 1541 una expedición procedente de Coro y al mando de Felipe de Urre, buscador temerario
del Dorado, atravesó estos parajes hasta dar con las huellas de Hernán Pérez, hermano del
conquistador Quesada, quien andaba también perdido por allí en prosecución del mismo intento.
En 1569, Quesada en persona, al frente de trescientos hombres escogidos, algunas mujeres y mil
quinientos indios auxiliares, vino a los Llanos deslumbrado con el mismo objeto. ¡Tres años duró su
peregrinación atrevida, quedando su ejército reducido a sólo veinticinco hombres!
Antonio Berrío vino también a los mismos lugares por ahí en 1591.
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El Dorado empero no parecía por ninguna parte, ni ha parecido hasta ahora; era como una luz que
huía siempre delante de sus perseguidores. Mas en cambio sus buscadores tropezaban siempre
con una tumba cierta.
El descrédito de la empresa trajo después ciento sesenta y seis años de reposo. Nadie volvió a
pensar en aquel país de oro macizo que no se dejaba asir por ningún lado. Tras las fábulas
vinieron las necesidades de la ciencia, y en 1757 una comisión científica, a cargo de don José
Solano, remontó el Orinoco, y pasando al Meta, el cual navegó por diez y ocho días, vino hasta
Bogotá durante el gobierno del virrey don José Solis Folch de Cardona.
Hasta aquí los conquistadores sólo habían cruzado los Llanos como simples aves de rapiña, sin
más idea que el botín, ni otras armas que el mosquete y la espada; ni habían fundado más
ciudades que Santiago de las Atalayas y San Fernando de Atabapo. Detrás de ellos había otros
expedicionarios más eficaces; la cruz había sustituído a la espada, y el Evangelio a los reniegos
del soldado.
Eran estos expedicionarios los misioneros jesuitas, el Dorado de los cuales era la propagación de
la fe cristiana, y quienes habían venido a establecerse a estas soledades por orden de Felipe II.
Para 1628 tenían los jesuitas fundadas las doctrinas de Chita, Támara y Morcote, a la cual
pertenecían Casanare y Tame.
Ciento treinta y nueve años después fueron los jesuitas expulsados a la misma hora y en el mismo
día, de todos los dominios españoles, y expulsados hasta de los desiertos; marcháronse, pues, de
los Llanos, pero las señales de su paso quedaron marcadas allí por la fundación de 16 pueblos y la
reducción de las tribus salvajes siguientes: sálibas, airicos, achaguas, chucunes, guaibos, chiricos,
betoyes, támaras, tunebos, etc.
Adelantos tangibles que no habían costado sangre ni cadáveres, productos del mandamiento
apostólico y no del mandamiento conquistador.
Los grandes capitanes cubiertos de acero bruñido que habían atravesado los Llanos en todas
direcciones, sólo habían logrado desengaños y penalidades; en una palabra, el soldado había sido
impotente, y el sacerdote poderoso y feliz.
Ahora, si hoy mismo no se pueden recorrer aquellas vastas sabanas sin los peligros del clima, los
caminos y las tribus salvajes ¿cuánto mayores no serían aquellos peligros en la época en que las
asociaciones religiosas, sin más ayuda que su palabra ni otra arma que la cruz, acometieron la
ardua empresa de lanzarse en medio de aquellos desiertos cuajados de enfermedades,
privaciones y enemigos feroces? ¿Cuál no sería su celo y su fe evangélica al ir a hablar por
primera vez a aquellos salvajes sin nociones de Dios, sin culto, sin ídolos y sin más templos que
las grutas y las montañas, de una doctrina tan elocuente como la del cristianismo, que toca a un
tiempo el espíritu y el corazón?
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UNA VISITA Por Gregorio Gutiérrez González
-Beso sus pies, mi señora. -Servir a usted, caballero.
Siéntese usted.-Muchas gracias. -Parece que está molesto, Tome el sofá.-No, señora, Estoy bien aquí, aprecio. -Es que el taburete suele
Ser muy incómodo asiento. -No, señora, yo estoy bien
Donde quiera que me siento. ¿No tiene usted novedad?
-No, señor, gracias.-Celebro; ¿Y el señor don Luis?-Salió A la calle ha poco tiempo,
Sin novedad.-¿Y el chiquito? -Gracias, señor, está bueno. ¡Es tan gracioso¡ ¡si viera...!
¡Tan lindo que es un portento! Josefa, trae a Lisandro
A que le hable a don Anselmo. (Y no responde) !Josefa!
¡Josefa! (¡Si se habrá muerto! ) ¿Pues ve usted? Si las criadas
Sólo sirven de tormento... -Sí, señora, y es difícil
Encontrar una entre ciento. -Permítame usted, señor,
Que dentro de poco vuelvo. Quizá será que Lisandro
Todavía se halle durmiendo. -No vaya usted, mi señora,
A despertarle.-Yo creo Que está en el jardín jugando.
Le traigo en este momento. Dispense usted que le haya
Dejado solo.-Yo siento Haber a usted molestado...
-No es molestia, don Anselmo, Aquí le traigo a Lisandro Para que vea su despejo.
¡Jesús!, ¡qué ropa tan sucia! ¡Parece sepulturero!
Venga le ato la camisa Que tiene suelto ese cuello;
No le paran los botones, Pues los arranca al momento,
Nada le dura... es preciso
-¡Qué bien lo hace!, deme un beso. La fábula diga ahora
Que se aprendió en Samaniego. -¿Y sabe leer el chiquito?
-No, señor, ya va aprendiendo Con una facilidad...
Casi todo el alfabeto Lo sabe, y apenas hace
Unos seis meses y medio Que empezó a aprender, pues tiene
Un admirable talento -Sí, señora, y lo demuestra
Lo que ha aprendido tan presto. -Sí, señor, para su edad
Son seis meses poco tiempo... -¿Y qué edad tiene?-Nueve años
Ha de cumplir en febrero, Y así tan niño se aprende
Cualquier cosa en un momento. Diga, pues, la fabulita;
Deje el gato; estese quieto. ¡A ver!, con formalidad;
Lisandro, no sea travieso. La de la zorra y el busto,
Que estudió con tanto empeño. -La zorra le dijo al busto
Cuando lo olió...-¡Bueno! ¡bueno! Siga... ¿a ver?... ¿ya no se acuerda?
-Bonito pero sin seso. -Muy bien; muy bien: Lisandrito
Deme un abrazo, mi cielo. ¿No dijo con mucha gracia La fábula, ¿don Anselmo? -Sí, mi señora, muy bien;
Habla con mucho despejo. -Y hasta oído de poeta ¡
Van sacando el bribonzuelo! -Sí, señora, pues recita
Con mucha gracia los versos. -Sí, esto es una maravilla;
No es cierto, ¿mi hijo?, ¿no es cierto Que en usted tengo un tesoro?
¿No es cierto que vale un reino? Don Anselmo, le aseguro
Que saben en estos tiempos Tantas cosas los muchachos Que se hace dudoso creerlo;
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Hacerle ropa de cuero. Arrímese, Lisandrito,
¿No saluda al caballero? No sea tonto...-Venga acá... ¿No me saluda...?-No quero, -Ja, ja, ja, ja, ¡qué gracioso!
Mírele usted... ¿no es muy bello? -Sí, señora, y no desmiente
Que usted le llevó en su seno. Lisandro, ¿no me conoce? Venga acá.-¡Qué majadero!
No le doy una cosita Si no le habla a don Anselmo.
Si usted le viera, señor, Cuando está solo; ¡qué juegos!
¡Qué gracias dices, ¡no cesa De hablar y decir portentos!
Le viera usted remedar A cuantos pasan: al perro Lo imita tanto... Lisandro,
¿Cómo hace Turco...?-No quero. -¿Así se dice a mamá?
¡Qué dirá este caballero! Que es bobo; no, pero el niño Si me obedece; ¿no es cierto?
Remede a Turco, mi hijito, Y esta tarde va a paseo.
¿Cómo hace?, ¿a ver?-Gua, gua, gua.
Por esta razón yo juzgo Que aprendidos nacen. -¡Cierto!
Dice usted muy bien, y sabe Más un muchacho que un viejo,
Mi señora, hasta otro rato. -¿Por qué tan pronto?, yo espero
Que no se vuelva a perder Otra vez por tanto tiempo.
-Sí, señora, y más despacio Volveré... Mucho celebro
Que se halle sin novedad. -Hasta después, don Anselmo.
Y así salió renegando Este pobre caballero,
Harto ya de necedades De la mamá y del chicuelo.
Al verse libre en la calle Alzó las manos al cielo, Dándole gracias a Dios
Que en libertad le había puesto. Pero lleno de basura
Y ajado vio su sombrero; Se halló con bastón sin borlas,
Y con un guante de menos; Chorreados los pantalones, Sucios casaca y chaleco, Y hasta entonces conoció De Lisandrito el portento.
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UNA TERTULIA CASERA Por Juan B. Ortiz T.
No hace muchos días que, hojeando por curiosidad varios papeles amontonados sobre nuestra
mesa de escribir, nos encontramos en uno que había ido a dar allí hecho cartucho de dulces, la
siguiente curiosa carta:
Bogotá, agosto de 1865
Mi querido Pepe: Te ofrecí al separarnos que te contaría en mis cartas cuanto me sucediera en
esta capital, y hoy cumplo esta promesa de amistad refiriéndote un episodio que tal vez no dejará
de interesarte.
Como te lo había anunciado, el domingo tuve el gusto de ser presentado a una familia que, desde
mi llegada, me había inspirado la más ardiente simpatía, y que después he sabido es una de las
más honorables y distinguidas de la ciudad.
Cuando pasados los cumplidos de ordenanza, la conversación, sin dejar de ser frívola, comenzaba
a animarse, empezaron a oirse en la puerta de la calle golpes repetidos que se hacían más fuertes
de momento en momento, hasta que perdida la esperanza de que de adentro se movieran, una de
las señoritas que nos recibían la visita, dejó su asiento y salió a ver quién era.
Debo advertirte, por paréntesis, que aquí no tienen portero ni las familias más acomodadas, ni aun
los hombres de negocios que tienen su oficina en la casa, estando muy generalizada una
costumbre tan ventajosa para los rateros, como incómoda para los que no acostumbramos entrar
clandestinamente en el hogar ajeno. Me ha sucedido ya cien veces encontrar el cuerpo principal de
una casa enteramente abandonado por sus moradores, y tener que pasarme largos cuartos de
hora golpeando, antes de oir el consabido ¿quién es?
Volviendo a mi cuento, te decía que una de las señoritas había dejado su asiento para hacer las
funciones de portero; luego se oyó un diálogo entre ella y una criada, al que se siguió una escena
que me hizo temer algún accidente que nuestra presencia impedía publicar. Era de ver, en efecto,
la agitación que reinaba en la sala: las muchachas salían de una en una, entraban y volvían a salir,
conferenciaban en el corredor y volvían a entrar. Se conocía que querían decir algo, pero que no
se atrevían; trataban de romper el silencio, pero lo que hacían era ponerse encarnadas y bajar la
cabeza; alguna hubo a quien se le saltaron las lágrimas al querer hablar. Aunque esta emoción mal
disimulada de las niñas, no causara alarma ninguna en la mamá, que, haciéndose la desentendida,
seguía conversando de cosas indiferentes, nosotros íbamos a retirarnos ya temiendo ser
importunos, cuando Adela, como más atrevida o más influente con la madre, expuso con voz
temblorosa el motivo de aquel extraño movimiento. La criada de unas amigas íntimas traía un
recado de sus señoras invitándolas a una tertulia para esa noche, y a guisa de credenciales, un
billetito escrito con lápiz y concebido poco más o menos en estos términos, salvo los errores de
ortografía.
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«Mi querida Adela: Como tú sabes, hoy es el santo de Pepita; no hay baile sino una reunión muy
de confianza, pero las aguardamos precisamente. Si no vienen, no esperen que nosotras volvamos
allá.
Tuya - Mercedes».
-¡Esto es, contestó la madre; ¡ya yo me lo sabía! Pero cómo quieren ir a bailes; ¿no saben que
Luisito está enfermo, que su papá no puede salir de noche y que a mi me matan las trasnochadas?
¡Pero el asunto es divertirse y aunque una sea después la embromada!
-¿Es decir, que no vamos?, replicó Adela.
-Mándales decir que son mis señoras, que siento mucho no poderlas complacer, porque tengo a
Luisito muy malo y estoy sin criadas, pero que allá iré a hacerles una visita en cuanto pueda salir, y
que deseo que se diviertan mucho.
Adela salió a transmitir a la criada el recado de su mamá, pero sin dejar de añadir de su bolsillo:
«dile a Mercedes que repita sus instancias; que finja una carta de su papá para mamá, a ver si así
nos llevan; pero no se te olviden. Y volvió a entrar a la sala haciéndose indiferente y resignada.
Esta posdata surtió tan buen efecto, que antes de un cuarto de hora llegó un agente más
autorizado de las invitadoras. En vano se le opusieron inconvenientes; él los allanó todos, instó,
rogó, importunó, hasta que arrancó a la señora la promesa de que llevaría a las niñas, pero eso sí,
con la condición precisa de que se volverían antes de las once.
Algunos de los jóvenes que estaban de visita conmigo, que no conocían como yo, sino de nombre,
a la familia que daba la tertulia, empezaron a quejarse de la monotonía de la vida bogotana, de la
falta absoluta de diversiones etc., dejando comprender que darían algo por ser de los convidados.
Yo, pobre forastero, que no me había imaginado ir nunca a un baile sin previa invitación, a menos
de afrontar el grave peligro de ser puesto en la puerta por el dueño de la casa, no le veía remedio
al mal; pero las muchachas, más entendidas que yo en ese punto, lo allanaron todo así que
comprendieron las indirectas de sus amigos. «Es seguro, nos dijeron, que de allá vendrán por
nosotras esta noche; procuren ustedes estar aquí oportunamente, y el que venga a llevarnos se
verá en la precisión de invitarlos. Pero aunque no sea así, no hay nada perdido; se van con
nosotras y mamá los presentará».
Así quedó convenido, y mis compañeros adquirieron desde entonces la certidumbre de ir a bailar
esa noche a una casa donde nadie los conocía. En cuanto a mí, aunque no consideraba la
aventura muy exenta de peligros, impuse silencio a la delicadeza y dejé hablar sola a la curiosidad
en el fondo de mi conciencia.
Efectivamente, a las nueve de la noche hacía con mis compañeros de la mañana, parte del grupo
de jóvenes que obstruía la puerta de la sala del baile. Alumbrada por las seis u ocho espermas de
la araña y dos vistosas lámparas de aceite mineral colocadas en las consolas, y cuya luz se
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esparcía reflejada por dos grandes espejos; perfumada por varios ramilletes de vistosas flores,
colocados en elegantes jarrones, y por las aguas de olor en que estaban empapados los pañuelos;
la sala contenía diez y seis o veinte muchachas vestidas sin lujo pero con gracia, y muy bonitas en
su mayor parte, que aguardaban impacientes la primera pieza, mientras sus buenas mamás fu-
maban y conversaban en la alcoba.
El número de hombres, ya triple del de las parejas, se aumentaba continuamente, lo que me hizo
comprender desde entonces que muchos pobres hijos de Adán tendrían que resignarse al papel de
mirones.
La hora tan deseada llegó; la música, compuesta de bandolas, tiples y guitarras, después de un
buen rato dé preludios, rompió el fuego con un delicioso vals. Pero los jóvenes no parecían tener
tanta impaciencia como las hermosas huríes; los músicos se cansaban ya y ellos permanecían
agrupados en la puerta, donde se habrían quedado si el dueño de la casa no los hubiera metido
casi a empellones. Cómo iba yo a figurarme, al ver esto, que las parejas estuvieran monopolizadas
ya, ¡y muchas desde por la tarde! Y sin embargo, así era.
Cuando yo me dirigí a la que me pareció mejor, esperando encontrarla libre, ella me contestó casi
desde que adivinó mi intención:
-Siento mucho no poder complacer a usted, pero estoy comprometida.
-¿Y podremos bailar la pieza que sigue?, respondí yo ya picado.
-Tengo pareja para siete piezas, me replicó ella, pero si usted quiere bailaremos la octava.
No me quedó otro partido que hacerle una cortesía y dirigirme a otra y otras, pero con todas me
sucedió lo mismo.
Fue preciso resignarme a la quietud, y para distraerme me acerqué a una solterona que, no
pudiendo hacerlo de otro modo, se divertía trazando la mortaja a cuantos pasaban bailando, y de
quien sólo me separaba de vez en cuando para salir al corredor a fumar.
Así había pasado una hora en que habrían bailado cinco o seis piezas, cuando vinieron a llamarme
con mucha instancia de parte de la señora de la casa. Oir el recado y volar a al alcoba a ponerme
a sus órdenes, fue todo uno.
-«Como usted es de confianza, me dijo (¡de confianza y nos habíamos conocido esa noche!), me
he atrevido a llamarlo para rogarle que saque a bailar a aquella señorita; pertenece a una familia
por la que tengo mucho aprecio, y estoy muerta de afán de verla constantemente sentada». Y
diciendo esto, me indicó una señora como de cuarenta abriles, ridículamente vestida, y que no
llamaré fea, porque era protofea, que yacía olvidada en un rincón.
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Yo, más condescendiente o más majadero que otros varios a quienes la señora había hecho
inútilmente la misma propuesta, me dirigí a buscar la pareja que se me indicaba sin hacer alto en la
sonrisa de burla que se dibujó en todos los labios al ver mi resignación. ¡Ah, si yo hubiera podido
adivinarlo a tiempo!.. . Lo que producía la hilaridad no era la edad casi provecta de mi pareja, ni su
desgraciada cara, sino que la pobre entendía de baile lo que los libres pensadores entienden de
religión.
Para mayor desgracia mía, tocaban entonces un rápido Strauss, y como la sala no era bastante
grande para que bailaran cómodamente las parejas que había, éstas se chocaban, se pisaban, y
formaban aquí y allí remolinos de que muy hábil coreógrafo había de ser el que saliera ileso. Yo
aguardé prudentemente a que se desbarataran los remolinos, y entonces traté de poner en
movimiento a mi cuarentona. ¡Lo mismo hubiera sido tratar de sacudir con mis flacas fuerzas una
piedra de molino! Ya empezaba á creer que se había convertido en estatua, cuando un violento
sacudimiento me hizo dejar mis meditaciones.
Lo que sufrirá un pobre pescador sorprendido en alta mar por una borrasca, lo que sentirá el infeliz
Mazepa atado a los lomos de un potro bravío, apenas podrá compararse con lo que experimenté
yo mientras iba a remolque brincando por la sala, dando y recibiendo empellones y pisotones sin
saber siquiera por dónde iba.
En vano procuraba poner los brincos de mi vestiglo en relación con la música; ¡a un caballo
desbocado no se le hace tomar el paso! Por fin paramos: yo estaba sin fuerzas, sentía las mejillas
y las orejas ardiendo y el cuerpo tan molido como si hubiera recibido una paliza. Sólo al reponerme
de mi aturdimiento pude notar los daños que habíamos hecho en nuestra vertiginosa carrera: había
colas destrozadas, crinolines rotas, pies magullados, parejas de chiquillos estrelladas contra los
muebles; en fin, te diré sin exageración, que un toro suelto en la sala hubiera hecho menos
destrozos.
Con el tiempo fui notando que varias señoritas, en vez de las seis o más parejas que me habían
dicho, no tenían más que una o dos. Se las veía bailar seguido dos, tres y aún más piezas con uno
solo, y cuando éste o algún recomendado suyo no las sacaba, se declaraban cansadas y
respondían invariablemente a los que iban a citarlas: «no bailo esta pieza».
Aun había dos o tres a quienes sus pretendientes, más celosos o más exigentes, les habían
prohibido absolutamente el baile. Estas tomaron pavo toda la noche por complacer a sus ídolos de
un día, sin cuidarse siquiera de los comentarios a que su extraña conducta daba margen. ¿No te
parece, Pepe, una cosa de mal gusto, por no decir otra cosa, ir a las tertulias a hacer ostentación
de relaciones de esta especie, que muy rara vez paran en casamiento, haciéndose la fábula de la
reunión por complacer al zopenco que ha logrado impresionarlas, tal vez sólo por algunos días?
¿No te parece que las madres de familia no debieran, por decoro, tolerar eso?
Observé también que los muchachos de catorce a diez y ocho años (pepitos, o en lenguaje vulgar
cachifos), eran los más audaces para monopolizar parejas; los que hacían más gala de mantener
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relaciones amorosas con las muchachas más bonitas de la tertulia; y que sin embargo de
manifestarse exigentes, atrevidos y hasta soeces; aquellas no los recibían mal, y aun prodigaban
desaires, por complacerlos, a jóvenes dignos de respeto por su educación y cualidades.
Después he sabido que estos coqueteos con los adolescentes son los primeros ensayos de las
muchachas en la comedia de amor. Duran sólo mientras llega un pretendiente que les dé más
prontas esperanzas de casamiento; el día que esto sucede, la turba imberbe sale por la tangente
para no merecer en lo sucesivo sino desprecios de la juiciosa y altiva señorita.
El monopolio de parejas no podía dejar de producir confusiones y disgustos.
-Esa es nuestra pieza, ¿no es verdad?, decía un joven a una señorita.
-No señor, es la siguiente.
-¿Luego no van seis desde que yo la cité a usted?
-No he puesto cuidado, pero lo que sí sé es que mi pareja para esta pieza es E...
-Y lo peor es que yo, convencido de que ésta era la nuestra, he citado pareja para la otra...
-Es que le ponen a una la cabeza tan grande que al fin no sabe lo que hace.
En otra parte el diálogo era este:
-¿Llegó nuestra hora, no es verdad?
-¡No, señor; si la pieza que debíamos bailar era la anterior y usted me ha dejado esperándolo!
-Perdóneme usted mil veces. ¡Qué olvido!, ¿pero cuál bailamos?
-Ya estoy comprometida para esta y cinco más.
Más allá dos o tres tendían a un mismo tiempo la mano a una bella; era indudable que se había
comprometido con varios; pero ella, que era diestra, se decidía por el que más le gustaba dejando
a los otros medio convencidos, medio chocados.
Estos incidentes suelen producir camorras y engendrar odiosidades que no se apagan tan
fácilmente, alteran el buen humor y convierten una diversión en un semillero de disgustos. Es casi
seguro que basta un malcriado de uno u otro sexo para hacer perder a una tertulia todo lo que
tiene de agradable; y lo que sí puedo asegurarte es que quien se muestra moderado y fino, puede
estar seguro de verse siempre postergado en estas competencias: para ser atendido es necesario
hacerse temer.
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Eran las once y media y el hambre hacía sentir poderomente su aguijón, cuando se presentaron
dos señores llevando en charoles, el uno bizcochos y el otro unas copitas de pus-café. Cada
señora tomó, después de dejarse rogar bien, uno o dos bizcochos y una copita. Por mi parte, era
tal mi apetito que me hubiera comido un carnero. La ración que se distribuyó a los hombres en el
comedor no fue menos exigua. ¡Ya se ve!, no siempre se ha de gozar de todos modos.
Los que no bailaban, empezaron a pedir que se tocara algo para oir, y Laura X... que pasa por
pianista consumada y cantatriz más que mediocre, fue la candidata proclamada a la voz para lucir
sus habilidades en presencia de aquella multitud ávida de placer. En vano trató ella de excusarse;
su tímida modestia tuvo que ceder a repetidas instancias, y trémula y conmovida se dejó arrastrar
al piano. Después de tocar con soltura y gusto unas variaciones, cantó con una voz tan dulce como
la expresión de sus lindos ojos, un aria de Bellini que le hicieron repetir tres veces, acogiéndola con
tan ruidosos aplausos, que no debieron dejar bicho dormido en cuatro manzanas a la redonda.
Ya estarás imaginándote que durante ese cuarto de hora nadie había tenido ojos sino para ver ni
oídos sino para oir a la linda cantora. ¡Cómo te engañas si tal piensas! Puedo asegurarte que de
todos esos aplaudidores no había seis que dieran más razón de lo que había tocado y cantado
Laura, que de lo que estuviera pasando a esas horas en Londres o en Pekín. Mientras ella creía
cantar sola, le hacían coro adentro, piano pianísimo, los galanes y sus bellas, y afuera a sotto voce
los papás que, formados en ancho corro, hablaban calurosamente de política y actualidades.
A las doce, una de las matronas más rígidas o dormilonas empezó a tratar de irse con su familia.
¡Hubieras visto qué conspiración la que se formó para detenerla! Pronto vino a ser el centro de un
inmenso grupo formado por las señoras de la casa y otros muchos interesados en detenerla.
-¡Qué afán es ese!, le decía la una; ¡cómo en otras partes no le da sueño tan temprano!
-¡Cómo es eso!, decía otra, ¡querer irse cuando apenas empezamos a ponernos de humor!
-Mire, mi señora, le decía un pepito; yo he sacado a Paquita para la pieza siguiente, y usted no me
hará el desaire de llevársela sin que baile conmigo...
Y mientras esto pasaba alrededor de la señora, en otro grupo decían: «nadie se va; aquí nos ha de
amanecer», y en consecuencia de esta decisión, pañolones, sombreros y bufandas iban a dar al
último rincón de la casa, y la llave del portón pasaba al bolsillo del más decidido partidario de la
trasnochada completa. Indudablemente en esta tierra, donde tanto se habla de libertad, le hacen
coacción a uno hasta para que se divierta.
Ahora van a ver una cosa divertida, dijo por último la señora Paula; Pacho va a hacer gracias.
-¿Dónde está Pacho?, que lo busquen, repitieron veinte voces.
Pacho es un joven de figura simpática y modales distinguidos, de inteligencia clara y una
instrucción no común, y por último, laborioso, modesto y honrado; digno por consiguiente de
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respeto y consideraciones; pero tiene la desgracia de ser o pasar por chistoso, y por eso a las
tertulias a donde tanto quidam va a divertirse, a él sólo lo llevan para que divierta a los demás. Fue
inútil todaexcusa, no le quedó al infeliz ni el miserable consuelo de escoger entre el ridículo y la
puerta; fue preciso ser bufón, y agotar, por decirlo así, todos los rigores de la burla.
Cuando el pobre hubo acabado su tarea de remedar bobos, locos y jubilados, agotando la lista de
celebridades en estos géneros, dos o tres graciosos de pacotilla se presentaron con un disfraz
entre indecente y grotesco, a representarnos una especie de sainete que figuraba una demanda de
indios ante su alcalde. Nos engastaron en veinte sandeces cuatro gracejos muy usados, pero la
gente se rió y ellos quedaron muy satisfechos de su trabajo.
Terminado el párrafo de gracias, como los músicos no parecían y fuera preciso tocar para que
nadie pensara en salir, una señorita dejó su asiento y voló al piano, y yo, que al fin había visto
llegar mi turno de bailar con buena pareja, me dirigí a ella palpitando de emoción. Pero como en
esa noche todo había de ser desgracia para mí, ahora era la música la que no se podía aguantar.
En esta época, en que se protesta contra todas las tiranías, la oficiosa tocadora había protestado
contra la del compás, y su música no lo tenía más igual que el ruido que hace al rodar una piedra
que arrastra un torrente. La buena niña se imaginaba sin duda que para acompañar una danza
basta hacer sonar un instrumento; y en vano se le pedía que tocara polka, redowa o vals; el
resultado era siempre el mismo: una descarga de reclutas sobre las teclas del piano.
Aunque se había tenido cuidado de parar a las diez todos los relojes de la casa, los de bolsillo
marcaban las dos de la mañana, y la conspiración contra los encerradores empezaba a hacerse
formidable. Los papás fatigados de sus discusiones políticas, que habían concluido con aquellas
exclamaciones de ¡este país está perdido! ¡esto no tiene remedio! etc., tan frecuentes en los labios
de los egoístas, habían acabado por dormirse en los canapés que adornaban corredor y costurero,
y a esa hora empezaban a despertarse mal humorados y a pronunciarse por todas partes, mientras
las mamás se pronunciaban en sala y alcobas. Pero para este caso extremo se había reservado un
recurso heroico: la contradanza es sin duda alguna el más decente y elegante de los bailes, pero
como en ella se baila con todos y todas, no es del gusto de los jóvenes de ogaño, cuyo placer
principal consiste en decirle cuatro boberías al oído a la niña con quien van bailando (cuando no
sea en una cosa más reprensible aún), y está reservada como último recurso para detener a los
viejos cuando el sueño empieza a triunfar en ellos de la condescendencia.
-Que toquen contradanza, y que la ponga don Rufo, dijo una voz.
-Que toquen contradanza, repitieron todos.
-¡Viva don Rufo! ¡viva el buen humor!
-¡Viva! repitieron todos sin consideración ninguna por los que dormían en la vecindad.
Decidido esto, las parejas comprometidas se aplazaron para la pieza siguiente, y las muchachas
salieron a reclutar rodillones para que bailaran la contradanza.
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La más bonita y coqueta de todas se presentó luego trayendo del brazo a don Rufo, cuya aparición
produjo una explosión de buen humor. Sólo después que depositó sobre el espaldar de un sofá su
capote de calamaco y su sombrero de paja, de anchas alas, pude contemplar a mi gusto la figura
del tal don Rufo.
Era un viejecito de fisonomía simpática y mirada inteligente y viva, blanco y bien afeitado. Abrigaba
su despoblada cabeza un pañuelo blanco, por debajo del cual se asomaban dos o tres mechones
de cabellos finos y tan blancos como el pañuelo que los envolvía; otro pañuelo, blanco también,
hacía las veces de corbata formando un pequeño nudo en la garganta después de dar dos vueltas
alrededor del cuello.
Su cuerpo se movía holgadamente entre su gran chaleco de marsella, su chaqueta y su ancho
pantalón de dril de lino. Unas medias de lana parda y unas chinelas amarillas completaban el
vestido de don Rufo. Tras él venían, casi arrastrados por sus parejas, varios otros monumentos del
pasado, cuyos vestidos formaban un verdadero museo de modas.
A los viejos se mezclaron varios jóvenes que, por maldad o impericia, echaron a perder de tal
modo la contradanza, que a pocas vueltas nadie sabía lo que hacía, ni donde estaba.
Después de la pieza aristocrática debía venir el aire popular. El alegre bambuco hizo brincar dentro
de los pechos todos los corazones, y un joven se dirigió a sacar una señora de tez arrugada y
prominente garganta, que salió a bailar, entre aplausos, envuelta en su pañolón y con su pañuelo
de seda en la cabeza. A esa se sucedieron en el puesto otras varias parejas durante el bambuco,
que duró tres cuartos de hora.
Ya era una niña de quince abriles, que nos dejaba encantados con la flexibilidad de su talle y la
gracia y soltura de sus movimientos; ya una anciana, que al verse en el puesto, parecía recobrar
todo el brío de su primera juventud. Ya un pequeño pie primorosamente calzado, se dejaba ver
apenas bajo los anchos pliegues de un traje de cola, ya el zapato de cordobán y la media blanca
se mostraban libremente bajo un traje largo apenas hasta el tobillo.
Al bambuco debía seguir la pieza de despedida, que las mamás consintieron en esperar, con tal
que fuera muy corta. ¡Pobrecitas!... Los músicos tocaron hasta romper la plumeta contra la última
cuerda de sus bandolas, y cuando ellos se dieron por vencidos, una niña se zafó del brazo de su
pareja y corrió al piano.
Cansada esa, se sentaron a tocar sucesivamente otra y otra y otra. Las madres andaban ya como
mariposas tras de sus niñas, con los pañolones y las bufandas que habían conseguido desenterrar
de su escondrijo; el piano tenía seis u ocho alambres reventados, ¡y la música seguía!
La mayor parte de los danzantes había caído sin fuerzas sobre los asientos; los más incansables
no bailaban ya, se arrastraban penosamente sobre la estera destrozada.. . ¡y la música no se
acababa!
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Pondré punto a mi carta diciéndote que eran las seis y media de la mañana cuando salíamos de la
tertulia medio muertos de cansancio y ...de hambre y pidiéndote mil perdones por haberla llenado
con esta insípida y larga historia.
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REMIGIA O
VICISITUDES DE LAS HIJAS DE ALEGRIA
Por José Manuel Groot
Iba yo un día por la calle de San Juan de Dios con otro amigo un poco veterano en esto de aventuras mundanales, y al pasar por un zaguán nos alargó la mano descarnada y amarilla, como de momia sepulcral, una pordiosera que, envuelta en mil andrajos, y apoyada en muletas, con la cara medio carcomida, voz gangosa y lastimera nos pedía limosna. La fetidez que despedía de su cuerpo nos hizo dar una rehuída tal que por poco vamos al caño.
-¡Lo que hace la miseria! dije yo.
-No digas la miseria, sino otra cosa, me replicó Pacho. Voy a contarte la historia de esta infeliz, porque son dignas de observarse las vicisitudes de las hijas de alegría. por el escarmiento que de ello pueda resultar.
-¡Qué! ¿y ésta era alguna de ellas? ¿Cómo ha podido hacer tal papel en el mundo un ser tan horrible?
-¡Oh, amigo!, esto es lo que vas a saber. ¡Qué linda muchacha era Remigia! La conocí desde que empezó su carrera en el mundo. Doce años tendría cuando andaba vendiendo fósforos por la calle real. Mientras estuvo chica, este fue su oficio: a todos les ofrecía en la calle y en las tiendas los fósforos de cerita, pero con nadie sacaba candela, a no ser con uno que otro chicotero que por encender su tabaco le hacía quemar inútilmente a la pobre muchachita un fósforo de prueba, y después le decía que no ardían bien.
Más luego que llegó a los 14 años, los comerciantes que, como tú sabes, hay algunos que son peores que las comadrejas para cierta clase de cacerías, empezaron a comprarle los fósforos aunque no los necesitasen. Por supuesto que el negocio empezó a serle productivo; iba a los almacenes de los que venden por mayor a comprar las docenas de cajitas y mientras más grandecita iba estando, más baratas se las daban, de modo que el precio del artículo bajaba según iba subiendo la edad de Remigia.
A poco tiempo llegó a cero el precio de las cajitas de fósforos; ya se las regalaban y le daban ñapa, agasajándola con alguna suave palmadita en las mejillas o un tironcito de orejas. Al mismo tiempo que hacía las compras con cuenta, las ventas eran seguras, de manera que los negocios mercantiles de Remigia iban perfectamente.
Ya no necesitaba de envidar, como antes, los fósforos, porque los consumidores de este artículo, que por lo común son los de las tiendas de menudeo, la llamaban para comprarle, y no sólo se los compraban sino que la trataban con mucho cariño y bondad, entablando con ella conversación sobre cosas indiferentes, como, si tenía madre, en donde vivía, que si le gustaban mucho unos zarcillitos.
La muchacha, torciéndose toda y cargándose contra el mostrador, volvía la carita poniéndose colorada y contestaba de aquella manera que es tan natural en tales casos y en tales personas: «¿Para qué lo quiere saber?... » y la bondad del comerciante llegaba a ratos hasta cogerle la
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manita, con el mostrador de por medio, eso sí, y entonces la muchacha decía con vocecita agitada: «deeéjeme, deeeéjeme, tese queto... adiós... hasta luego» y se salía corriendo.
¿Pues con tan buen trato no se había de aficionar al comercio desde chiquita la muchacha, y no se han de aficionar a él tantas que lo emprenden todos los días bajo los mismos auspicios? Algunas veces encocoré yo a varios, porque cuando la veía en la tienda arrimadita a la puerta o al mostrador, medio agachada, rayando con la uña la tabla, o deshilachando la punta de la mantilla, o sacando con el dedo de la patica basuritas de algún hoyito del suelo, y al comerciante parado del lado de adentro ron las manos en los bolsillos mirando para afuera, o cargado sobre el mostrador, me metía yo con pretexto de preguntar alguna cosa, y me estaba ahí hasta que Remigia se aburría y decía: hasta luego, y dando un revoloteo se salía.. . ¡Ah chivos, padre, los que he metido yo de esta clase! Pero voy al cuento.
Llegó Remigia a los 15 años y empezó a desarrollarse en su físico lo que los franceses llaman la beauté du diable, que es aquella edad en que hasta las feas parecen bien. Entonces ya no eran pañuelitos de rabo de gallo los que le regalaban, ni papeles con león y unicornio de las platillas, sino pañuelos de seda, cortes de zaraza, la cinta ancha para el sombrero, frasquitos de aguas de olor y tarritos de pomada. Entonces el fosfórico comercio ya era en grande, por partida doble.
Ya rayaba en los 16. . . ya estaba grande, de talle esbelto, de un color blanco muy despercudido, con sus ligeros frescores carminados en las mejillas; sus labios de coral, frescos como el botón de rosa que empieza a abrirse, dejaban ver con una graciosa sonrisa dos hileras de dientes parejos y tan blancos como la porcelana.
Su frente hermosa se apoyaba sobre un par de cejas oscuras, sin ser enteramente negras, que parecían pintadas y daban un ligero sombrío a sus ojos lánguidos y al mismo tiempo brillantes como dos luceros, de color un poco garzo; su nariz acordonada y en una proporción divina, completaba un conjunto encantador en aquel rostro tan bien ovalado. Su pelo castaño y fino, su cuello torneado, sus manos blancas y bien hechas; en fin, a todas estas bellezas daba realce el aire y la frescura juvenil, agregándose el sencillo adorno que usaba con tanto gusto, de ese gusto que es instintivo y natural en algunas muchachas bonitas, que cualquier cosa que se pongan les ríe. Remigia andaba regularmente con un camisoncito sencillo de zaraza oscura o de color medio, su mantilla de paño negro y sombrerito de paja con cinta ancha, cuyas puntas le caían graciosamente a un lado.
En este estado ya la muchacha no vendía fósforos sino que vendía en los zaguanes muchos efectos, como cajas de zarcillos, tijeras, navajas, estampas, aguas de olor, etc., porque estaba muy acreditada entre los comerciantes, que le vendían a precios muy baratos y con grandes plazos, sin temer los malos resultados de un concurso de acreedores.
Hasta entonces Remigia no se había corrompido, a pesar de que los comerciantes se habían explicado con ella en los términos más claros, y sus ofrecimientos y propuestas eran tales, que antes por milagro llegó a esta edad sin avería. Un infeliz artesano anduvo enamorado de ella, y aunque era joven, honrado y con oficio, no quizo darle palabra de casamiento por la inquietud de los cachacos y no cachacos del comercio, los cuales la embromaban con el guachecito, como lo llamaban, y le decían que no fuera a hacer el disparate de casarse, porque luego la llenaría de familia, la pondría a trabajar y que hasta le daría de palos. Con estas juiciosas y morales re lexiones, la muchacha lo desengañó por entero y se entregó al elocuente orador que le ofreció casa, saya, zapatos, tapete, ridículo y paragüitas, llevarla al coliseo, a maroma, etc., A esto la acabó de resolver una tía suya que había corrido la caravana en su mocedad y se hallaba ya reducida a torcer tabacos y sacar almidón.
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No hubo casa por lo pronto, pero hubo casi-tienda, la cual fue paramentada bajo la dirección de la tía. Sus muebles eran una caja de nogal, una cama de cuero, una mesa de planchar con sueltas de cabuya, una silla de vaqueta y un bastidor para poner de biombo delante de la puerta. Las paredes de la pieza se adornaron con algunas estampas de paisajes en que había pintados pájaros tan grandes como los hombres, y éstos más grandes que las casas, con unas láminas del «Mensajero de Londres»; unos dos espejitos y tres estampas de totilimundi completaban el adorno. La tía llevó sus moyas de sacar almidón, su rallo, dos zuros, una gallina, un gallo y una lora.
Así estuvo viviendo Remigia algunos meses, porque no se encontraba casa, que era lo ofrecido y lo que ella reclamaba todos los días; y a ratos ya se incomodaba y no dejaba de moquear algo, diciendo que se la engañaba y que si ella hubiera sabido... ¡cuándo! La tía la consolaba, porque ella siempre iba ganando; pero a todas estas la muchacha estaba enferma, y lo peor fue que al cumplirse el mes mandaron a cobrarle el arrendamiento de la tienda, lo que en los anteriores no había sucedido e indicaba que ya no había esperanzas de casa, ni de sayas (porque hasta entonces aún no se había calzado), ni de ridículo, ni de todo lo demás.
Se desesperó, se arañó, se repeló, maldijo a la tía y cogió furiosa la escoba y echó tras de los palomos y las gallinas, que salieron dando aletazos por la calle, quebró un moyo, y la tía no podía apaciguarla. Pero últimamente lo consiguió ofreciéndole mejores esperanzas; y en efecto, a pocos
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días Remigia tenía casa, saya y todo lo que deseaba, con más un par de sofás, tocador, criada, buena cama. Empezaron a visitarla gentes; empleados de categoría, abogados, jueces, escribanos, militares, comerciantes.
Remigia se presentaba en la calle con el último lujo, y se atraía las miradas de todos, pues que ya alentada enteramente se había puesto más bonita. Iba a la iglesia con criada y tapete, llevando entre el ridículo un libro de oir misa, en tafilete y con dorados; pero como no sabía leer, unas veces tomaba el libro al derecho y otras al revés, hasta que un día la reparó un viejo rico y casado, que era uno de sus tertulios, y se empeñó en que había de enseñarla a leer, lo cual emprendió con gran paciencia, hasta que logró que decorase.
En tertulias, meriendas, paseos y fiestas, Remigia pasaba su vida en grande. Tenía buenas alhajas que le habían regalado los ministros extranjeros, y plata; comía muy bien, y complacía a todo el mundo con su genio corriente y alegre. Así se deslizaron dulcemente algunos años, salvo ciertas alternativas de poca monta, hasta que empezó a enfermarse y también a deteriorarse mucho su físico. Las tertulias ya no eran tan numerosas, ni de gente tan lucida. Ultimamente cayó en cama. La vio un médico de los que eran sus amigos, y sin preguntarle nada, porque todo lo sabía, le recetó una promesa a San Jacinto de Tocaima.
Obedeció la enferma disponiendo su viaje. Un oficial le facilitó todo, y se fue a llevarla.
Ella tenía buen galápago y demás aperos, porque había hecho paseos al Salto y a otras partes. Se estuvo en Tocaima bastante tiempo, lavándose en Catarnica, y cuando ya se sintió bien, volvió a Bogotá. Trató de establecer su crédito y tertulias; a todos les decía que estaba tan buena y alentada como una manzana, pero nada le valió; fue necesario que se acomodara con gente de menor cuantía, y la halló entre los tinterillos de los juzgados, principalmente de los progresistas nieblinos, que son de una sensibilidad exquisita; entre los militares retirados, y por fin entre los mercachifles y guardas.
Mas como con esta clase de individuos no se podía hacer frente a gastos de lujo, porque ni las pensiones de los retirados, ni los sueldos de los guardas, ni los medios de las boletas, ni demás zurrapas de que viven los tinterillos de los juzgados parroquiales le daba para tanto, le fue preciso reducir sus gastos, y empezar a vender las cosas de lujo que tenía.
Se redujo también a una casa bastante mala y húmeda, por el lado de Belén, en la cual se volvió a enfermar; hasta los tertulias se habían enfermado tanto en ella que ya no contaba con ninguno la pobre mujer. No tenía más amiga que una india que le cocinaba, porque la tía se murió en el hospital mientras Remigia estuvo en Tocaima.
Postrada en cama y sin recursos, ya casi no tenía qué vender, no le quedaban sino unos zarcillos, los cuales en una mejoría que tuvo los vendió en doce pesos para hacer algún balance; y emprendió el de hacer velas, por parecerle que tenía menos que saber, pues ella no había aprendido a hacer nada, no habiéndose dedicado en su vida a otra cosa que al comercio y la plancha a ratos.
Compró un velero, pabilo, palitos, sebo, y alquiló fondo para derretirlo. La india la imponía de lo que necesitaba; pero la gracia es que la india tampoco sabía hacer velas. Tuvo también que comprar una yunta de varas para el tendal, con lo cual se le fueron los doce pesos, quedando empeñada con el del sebo en seis reales.
Hicieron los pabilos, cortaron el sebo y lo derritieron. La infeliz Remigia, enferma, no acostumbrada al trabajo sudaba la gota, le lloraban los ojos con el humo, y se afanaba con la esperanza de doblar
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la plata con las velas.
Llenaron el velero de sebo derretido y empezaron entre las dos a mojar las velas, pero a poco rato el sebo había bajado y las velas no se alcanzaban a mojar sino cada vez más abajo, porque los palitos no podían pasar del borde del velero. Aquí entraron en dudas sobre el modo de hacer las velas, pero la india sostenía que la cosa iba bien, y que el ir bajando el nivel del sebo nada quería decir, que eso siempre sucedía y que por eso las velas eran más gruesas de abajo que de arriba, que si así no fuera saldrían iguales de arriba a abajo; pero como habiendo querido proseguir vieron que las velas no salían como todas, suspendieron la cosa, y Remigia salió hecha una angustia en busca de una mujer de allí cerca, quien viendo aquello le dijo, que al velero se le echaba agua caliente y que el sebo se echaba por encima, y que según fuera mermando le fuera echando más.
Se le abrieron los cielos a Remigia con la receta: lo hicieron así; pero las velas resultaron todas torcidas como raíces, por la circunstancia de no haber sabido que los pabilos se sobaban con sebo antes de mojarlos. Item más: las velas salieron chirriadoras, porque faltando aquello, el agua penetra algo los pabilos. En fin, el desconsuelo volvió, pero se hicieron los masos de velas. A los tres días fueron a venderlas, pero nadie las quería por lo que apestaban de mal olor. ¿Y esto qué sería? Válgame Dios, decían... Pues qué había de ser sino que derritieron el sebo sin haberlo lavado después de cortado. Lo dejaron con toda la sanguaza y se corrompió.
Pues a la cama de redondo fue a dar la infeliz después de tanto estropeo, y de haber gastado lo que tenía, sin alcanzar a pagar lo que debía del sebo.
Aquí fue donde la miseria le acometió de frente. La india se fue; la echaron de la casa y tuvo que refugiarse en el hospital, donde adquirió relaciones con otras dos que habían ido a carenarse el astillero de Charitas. Estas salieron a navegar de nuevo, y con ellas salió Remigia. Tomaron entre todas una mala tienda ahumada y llena de hoyos, allá por el chorro de María Teresa, en donde se mantenían con longaniza asada en la vela; sus cortejos eran soldados.
+Un día le tocó a ella ir a llevar los diez reales del arrendamiento a la casa de la señora dueña de la tienda, a quien encontró con un sujeto de capa y botas y cadena de oro en el reloj, que era el marido de la señora; pero ¿Cuál sería la sorpresa de Remigia al reconocer en este rico sujeto al artesanito que en su juventud la había pretendido en matrimonio? El no la reconoció absolutamente, porque era imposible. Ella salió confundida diciendo para sí: ¡Esta casa y esta riqueza debían ser mías, si yo hubiese tenido más juicio y no me hubiera creído de los cachacos! Y era la verdad, porque todo aquello lo había adquirido el artesano con su trabajo, después de casado con una muchacha todavía más pobre de lo que estaba Remigia cuando lo despreció por las ofertas de paragüitas, sayas y maroma.
Como la miseria la lanzó a la más baja prostitución, las enfermedades la acabaron de rematar en términos tales, que arrastrándose volvió al hospital, pero sin que le alcanzara remedio alguno, por lo cual se salió a pedir limosna de la manera que la acabas de ver...
-¡Hombre! ¿Esa es Remigia?, exclamé yo dando un paso atrás y juntando las manos con un fuerte golpe.
-La misma, me contestó, y mira ahí la carrera que recorren casi todas las mujeres que se entregan a la prostitución.
-Pero no tienen tanto ellas la culpa, sino esos hombres inmorales que las seducen desde la más tierna edad...
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EL RAIZALISMO VINDICADO Por Rafael Eliseo Santander
Dime hasta dónde has viajado, Porque tu aire es de extranjero.
-Por el norte a Chapinero. Por el oeste a Fontibón;
Y por los otros dos puntos, El oriente y mediodía,
Estuve en La Peña un día Y en Tunjuelo una ocasión.
Ricardo Carrasquilla
Ha dado usted en la flor, señor Restrepo, de andar buscando camorras con todo el mundo; se entiende, camorras de éstas en que a peor andar perderá uno la negra honrilla de escritor. ¡Ahí me las den todas! Que al ser usted uno de tantos matasietes, que a la segunda palabra envían a pedir explicaciones con acompañamiento de amenazas y terríficas balandronadas, ya me guardaría de recoger el guante que usted me ha arrojado, así al desgaire, poniéndome en el dudoso predicamento de campeón capaz de sacar en palmas lo que usted y otros profesores de paleontología han llamado raizalismo.
Ya en cierta ocasión tuve ímpetus de salirle al paso cuando, enardecido usted contra el quieto y reposado raizalismo, se complació en representarlo con rasgos que cuadran a mi pergenio. «Ese soy yo», estuve a punto de gritar en tal ocasión; pero, enemigo de engalanarme con adornos que otros saben llevar fundamentalmente, guardé silencio, que al fin en boca cerrada no entra mosca.
Pero está visto que con usted no vale longanimidad. Ahora mismo, sin saber por qué, se da por ofendido de que Manuel Pombo le descubriera propensiones al raiza-lismo, y respinga como si le hubiese picado un tábano. Mas luego, como volviendo en sí, recapacita que el raizalismo debe ser una cosa de tomo y lomo, cuando me cuenta, dice, entre sus sacerdotes y admiradores. Y a renglón seguido me festeja con aquello de genio artístico, sabrosa conversación y distinguido talento. ¿A mí con leoncitos? ¿A mí con floreos hijos del miedo? Tiempo perdido.
Cepos quedos, señor Emiro, y repare usted que aunque ya soy hombre que está de vuelta, tengo todavía la dentadura intacta, para esto de no pasar entero. Cierto es que en mis mocedades cultivé un tanto la música, y casi, casi estoy por decir, al revés del príncipe de la Paz, que lo tengo por desgracia. Y no lo diría por mal, puesto que a aquel arte divino debo instantes de arrobamiento, de transportes dulcísimos; instantes acaso comparables con esos fugitivos en que se aspira nueva vida, cuando la ventolina de Ubaque sopla fresca en una risueña mañana de Santafé.
Pero el cultivo de las artes, en una época bien cercana a los tiempos de la colonia, como dijera el patrón Murillo, hacía perder en gravedad y compostura al que aspirara a otra carrera. Vea usted lo que me ha costado seguir, aunque de lejos, las huellas de Franco y Salas, Londoño y Guarín, genios positivamente artísticos, a quienes yo agraviaría si así, de buenas a primeras, hubiera de consentir en poseer las cualidades artísticas que usted me atribuye.
No sé si mi afición a las artes, en vez de infundirme ese desenfado de que adolecen en general los artistas, me hizo soltar la lengua, y de aquí me venga también que eche mi cuarto de espadas, cuando en pláticas amenas, y con humillos del Jerez, me suelo engolfar en recitaciones que sólo tendrán de sabroso lo que de heroico y portentoso tienen las hazañas de nuestros padres en la
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magna guerra, el recuerdo de hechos y dichos de hombres que han desaparecido, dejándonos memorias muy gratas. Al ser yo un Vicente Lombana, un Vicente Piñeres, créame que no declinaría aquello de la «sabrosa conversación», que a ellos sí les viene de molde.
Al llegar al punto de lo del talento, querría que mi protesta estuviese autorizada por ante notario. Esto del talento es un destello de la Providencia, dispensado con mano avara a señalados mortales. En nuestro país, por poco que usted adelgace, creo que no encontraría media docena de hombres poseedores de ese privilegio. No estamos muy distantes de aquellos días en que nos concedíamos talento en todo y para todo; y ya es tiempo de que nos vayamos corrigiendo de este defecto, de que los discretos se haz aprovechado para calumniarnos suponiendo que de él hemos hecho una galantería con que nos obsequiamos recíprocamente.
No crea usted por eso que yo trate de achicar mi propio valer, resabio muy común en los santafereños, con el que suelen paliar su natural desidia. Es porque así lo siento, es porque si en mejores días borroneé tal cual articulejo de costumbres, hoy la brocha pintamonas ha soltado briz-nas, que todo lo ensucian, a fuerza de ejercitarse en lo del pido y suplico; o en tal cual necrología, que viene a salir lo mismo.
Ya podrá usted imaginarse por esto cuál vendrá a ser mi defensa del raizalismo. Dicen que no hay peor defensor de sus propias cosas que el dueño mismo. De esta suerte, y si no tuviera la seguridad de que usted y don Javierito Serna han procedido con la mejor intención del mundo, creería que me hubiesen tendido un lazo para hacerme escribir, nada menos que el sermón de la Bordadita.
Bien he podido, por vía de excepción dilatoria, dar largas a esta contestación, exigiendo que usted aclare su libelo. Usted que metamorfosea su pluma, ora dejándola correr tierna y armoniosa, ora festiva y ligera, la convierte luego en un pincho, y lastima y hiere usando de vocablos que no se ha tomado la pena de definir. Raizal y raizalismo significan para usted algo de añejo y vetusto, por aquello de la inmovilidad santafereña, y es cuanto he sacado en limpio, por el uso que usted hace de aquellas palabras.
¡A mí, los que han visto la luz primera en los cuatro vientos de esta hija de Quesada! ¡A mí, los que no han visto el humo de las chozas del extranjero, ni han bebido otras aguas que las de los Cristales o el Boquerón! ¡Vosotros, mas dignos que yo para tan alta empresa, acorredme para que pueda dejar mal parado al musulmán Emiro, demostrándole arreo que en la inmovilidad santafereña hay más encantos que delicias en Capua, más ensueños mágicos que en las plácidas noches de Venecia, más fruiciones y gozos que en la renombrada Lutecia!
La noble y leal Santafé, la ciudad del águila negra y granada de oro, no bien salió de la mente de Quesada, armada como la hija de Júpiter, cuando ya ostentaba las eminentes prendas de grave matrona. Recostada sobre las faldas de Guadalupe dejó descorrer de un golpe su majestuoso ropaje, y en un día se enseñoreó de cuantas comarcas le dio en dote el Prudente Felipe, de inmarcesible gloria. En su seno alimentó cuanto de más ilustre se desprendió de las «encantadas riberas del Bétis»; y para que nada faltase a su imperial continente también tuvo su fuente de Cibeles,reproducida en nuestra pila de la plaza, cuyas aguas, una vez bebidas, adormecían en el regazo de la ínclita ciudad a los acuitados peregrinos que le pedían hospedaje.
Cuerdo y sesudo el español de aquellos tiempos, hubo de trasplantar a esta tierra sus lares y sus queridos penates, y con ellos el intenso amor que lo arraiga (anóteme usted la palabrita), al suelo en donde se meció su cuna. El español tuvo ánimo para dejar ese suelo, pero luego le faltó el valor para arrancarse de aquí, en donde ya había echado raíces.
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Tenemos, pues, que nosotros derivamos del español ese apego al terruño. Es sabido que en la escala de los pueblos que tienen más propensión a abandonar la patria, el español ocupa el penúltimo grado. Si a esto se agrega que el indio tiene en aquella escala el último lugar, y que en nuestra revuelta sociedad, cual más, cual menos, de indio algo se nos ha ido entre vena y vena, ¿qué tiene de extraño, al fin, que el santafereño sea entre los nacidos el más adherido a este pedacito de tierra?
¿Y por qué habría de huír de ella? Ni el hambre, ni la peste, ni una nobleza insolente, ni una plebe revoltosa, ni el mismo despotismo colonial se hicieron sentir como en otras regiones desafortunadas, que han lanzado millares de hijos que no pueden sustentar, que no ofrecen pábulo a la industria, en donde son perseguidos de muerte por sus opiniones políticas o religiosas. Ninguno de estos motivos obró en la antigua colonia para hacer que sus hijos la abandonaran. Trescientos años de una vida cuyas graves ocupaciones consistían en comer y dormir, apenas alarmada por las contiendas de la madre patria, o apasionada a ratos por las demasías de un presidente o los amoríos de un oidor, hubieron de crear hábitos de sosiego, blandura y bienaventuranza, a cuya sombra la vida se deslizaba como la humilde barquilla resbala sin vaivenes sobre las ondas mansas de un límpido lago.
Imagínese usted cómo sería aquel paraíso, del que una abuela que yo tuve, me hacía una pintura que no me atrevería ni aun a bosquejar, de miedo de trastrocar los colores, a causa de hallarse mi paleta un sí-es-no-es impregnada con otros vívidos y gayos, que han venido confundiéndose en ella de 1810 para acá. Mas, cumple a mi intento el que usted me haya comprendido que hay hondas raíces en el pasado, de donde parte ese raizalismo que los mozalbetes oligarquistas aparentan menospreciar, hasta que les llegue la hora de sentirse enraizados.
Bueno es que de paso apunte que en Santafé debe de haber algo que enamore y seduzca; algo en su cielo, algo en sus días de espléndido sol, de atmósfera diáfana y reanimadora; algo en sus días de grandes lluvias, cuando el padre Monserrate se echa a cuestas su manto de nieblas y bruma.
¿No cree usted conmigo que también haya algo en la acogida cariñosa, en el trato jovial, a la par que cortés y decente, de esas chicas que hieren con los ojos, seducen con la sonrisa, hacen enloquecer con ese conjunto que forma el todo de un palmito que rinde y esclaviza al más rabioso y espetado spleen? Y atienda que si le hago esta pregunta no es porque yo acepte que usted se haya quedado de mirón en el patio, asistiendo a lo que usted llama la comedia del amor.
El que una vez ha hecho como usted de primer galán en el drama, bien puede reír luego en la comedia, pero nunca olvidará que su primer papel fue lucido; y que le ha dejado caros recuerdos de ternura infinita, de acrisolada fe, que la risa de Momo no alcanzará nunca a borrar de un corazón bien puesto. Y volviendo a mi asunto, ¿no hay atractivos que encadenan en esta sociedad parlera, cuentera, bufona, en esa cachaquería que de todo se ríe, menos del infortunio?
Ello es que si no acierto a explicarme, sí me habrá usted comprendido que trato de darme razón por qué Santafé es patria común, tierra de amigos. Me remito a usted señor provinciano. ¿Cuál es de ustedes el que no halle en mi tierra sabroso hogar, afectos, consideraciones y caminos francos que los conduzcan a la fortuna o al poder? Y es la gracia que apenas han transcurrido algunos años de estada en Santafé, cuando los de otra parte se hacen a los hábitos, a las propensiones de los raizales, y aceptan, casi por completo, la manera de ser del más consumado raizalismo.
Así aclimatados, van produciendo esos retoñitos del corazón, nacidos ya en Santafé, y crecen y toman todo el aire y continente de raizalitos; y a la postre ninguno, si no es por el árbol genealógico, que todavía se guarda algo de esto, podría sacar en limpio de dónde fueron sus abuelos, si españoles, socorramos, neivanos o marquetanos. De aquí es que, platicando sobre
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estas niñadas con el frater Plata, concluía con esa su lógica aristotélica, que a la larga resulta que todos somos parvenus, o si usted gusta, santafereños hechizos.
Convenga, pues, por Dios, que en Santafé hay ese no sé qué, que en una criatura no acertamos a definir; porque decir gracia y zandunga, todavía es poco para decir en qué consista. Si usted conviene, como lo espero de su docilidad antioqueña, en cuanto llevo expuesto, no queda duda que le he ganado el pleito.
Haga usted la experiencia, si ya no es que, trabajado de andar a salto de mata, llevado del auri lames, pereciendo de hambre entre los farallones, en lúbricos baños con las ondinas chocoanas, o cazando lagartos, le ha tocado Dios el corazón y ha dicho, como otros tantos: «A Santafé me vuelvo más que sea en una pata». Tan luego como usted tome esta cuerda resolución, le prometo iniciarlo en la vidorria santafereña, seguro de que a pocas vueltas llegará a convertirse en mi baquiano. Consulte usted este punto con sus paisanos, que tan atrás están dejando a los nativos, o si quiere ir a la fuente, consúltelo con Ricardo Carrasquilla, sujeto que, en esto de raizalismo, le daría lecciones a mi maestro don Victorino García.
¡Oh!, y cuánto siento no poder enviarle hoy la inolvidable capa española! El santafereño ha perdido con este traje la mitad y el tercio y quinto de su gala más socorrida desde que la recortaron y le dieron la forma mezquina en que al presente se gasta. Imagínese usted si no, que en una fresca mañana, a eso de las siete, abrigado lo íntimo con una jícara del bueno de Neiva, salía usted de su casa y echaba, por esa de San Diego, el embozo hasta las narices y por entre las sombras de los sauces, halagado por el canto de los pajarillos, desperezado por el ambiente vivificador del claro día, daba suvueltecita, y tornaba a la casa como nuevecito. No me atrevo a provocarlo des-cribiéndole un desayunó de ajiaco, frito, y más del bueno, y para coronar la obra un vaso de agua, si de los Molanos, del chorro de María Teresa o de la Manita; esto no importa, que las aguas de Santafé manan de un brazo de las del paraíso, que subterráneamente la atraviesa.
En seguida iba usted con achaques de quehaceres, a la Calle Real; una palabra al uno, a otro le hablaba de negocios, a todos de la crónica escandalosa, hasta que a las dos dadas tomaba el camino de su casa, a hacer por la vida. La tarde se deslizaba entre la siesta, el obligado paseo, y la noche ... a pedir de boca. La tertulia, ese eterno charlar con la mamá, con las muchachas, de todo y sobre todo; luego un valsecito; luego el «Corsario» o la «Extranjera»; y derretido de amor, o aplacado por el frío de la noche, tomaba la cama. ¡Qué he dicho! ¡La cama! Usted que las echa de andariego, ¿puede decirme si en alguna parte del mundo hay cosa comparable con la cama de Santafé? Cuenta un viajero que Mr. de Boussingault, en Guayaquil, se tendió a la bartola en una hamaca y pasó quince días enteros fumando y meciéndose; con esto decía que esos quince días habían sido los únicos de ventura que el cielo le había dispensado. ¡El ingrato!, ¡así había olvidado la cama de Santafé!
Cuando usted, señor Emiro, se hace acaso de las nuevas y con sorna dubitativa supone que la inmovilidad santafereña debe tener sus encantos, da a conocer que no ha pasado en esta ciudad una semana santa, un corpus, una noche-buena; y que no ha encontrado quien lo conduzca por la mano para que usted pudiera llegar a comprender cuánto de majestuoso e imponente, de profundamente conmovedor, de tierno y edificante a la vez hay en aquellas solemnidades, si usted asiste a ellas con el respeto de la tradición, con los recuerdos de la infancia, con las emociones volubles de la juventud.
Referir a usted uno por uno tantos encantos como los que el santafereño paladea en cada una de aquellas grandes ocasiones, sería perder mi tiempo; porque usted, hombre culebrero y desasosegado, no me comprendería jamás.
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Nos pasa a los santafereños que cuando alguno de los nuestros torna al hogar, después de haber visitado a Londres y París y corrídose hasta Madrid, nos mantenemos colgados de sus labios mientras nos está contando de los boulevares, de los cafés, el ferrocarril y los vapores. No se admire usted si luego de oírlo le levantamos que estuvo (el viajero) en las Tullerías, que bailó con la Eugenia, y que la casaca o el chaleco más ruidoso que haya importado lo debió a la munificencia napoleónica. Pase usted por estas chanzonetas que, en verdad sea dicho, forman la delicia de la parlotería de Santafé.
Mas la gente machucha se pregunta ¿qué es la vida íntima en Europa? El vapor y la electricidad, acortando distancias y movilizándolo todo, ha destruído costumbres, ha trastrocado hábitos, ha borrado todas las tradiciones domésticas. ¿Qué es etonces la vida sin el inmóvil asiento a cuyo rededor giran la esposa, los hijos, ese comercio generoso de afectos que sólo el tiempo y el sepulcro pueden acabar?
Recoja usted, como Dios le de a entender, de entre las especies que en este artículo-carta, desgreñado y despergeñado he zurcido, las que puedan encaminarlo a esta conclusión: «el raizalismo es un profundo amor, un amor sin término al pedacito de tierra en que la Providencia le vino en voluntad mandarnos crecer y multiplicarnos».
Considerado el raizalismo bajo este punto de vista, es claro que si los santafereños lo poseemos en alto grado, somos muy dignos de elogio.
Pero el raizalismo es a manera de un lago tranquilo en el que se dejase caer un cuerpo que conmoviese sus ondas; éstas se extenderían en círculos concéntricos hasta sus más apartados lindes. Así el santafereño ama primero su ciudad, sin que esto le estorbe esparcir su amor hasta ir a derramar su sangre, en bien de sus prójimos, desde las plateadas ondas del Orinoco hasta las heladas cimas del Potosí.
El raizalismo es relativo, y no he de concluír con usted sin referirle los cachitos que le darán la más cumplida idea de cómo comprendemos aquel. sentimiento los fijos e inmobles santafereños.
Usted es patriota y sabe como yo que el ilustre religioso Padilla tuvo que ir a dar con su humanidad hasta Roma, echado de esta su tierra por envidias y calumnias con que se quiso vengar en él su decisión por la causa de la Independencia. El sabio agustiniano llevó consigo nada menos que un chibcha neto de Fontibón. Días después de estar en Roma, el expatriado Padilla entablaba con su indio uno de esos diálogos que tan gratos deben de ser en tierra extraña, aunque se tengan con un indio.
-Y bien, Juancho, ¿mucho has paseado en esta ciudad de Roma?
-Sí, mi amo, mucho.
-¿Has recorrido las plazas, los monumentos, sus grandiosas ruinas, has visto sus innumerables palacios?
-Sí, mi amo, casi todito.
-Dime ahora, ¿qué te ha parecido la soberbia Roma?
-¡Poro mucho bonita, mi amo, lo que es Fontibón es más mejor!
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¿Qué le pide usted ahora a este rasgo de raizalismo? ¿No le dice usted que en aquel corazón de indio había más amor a su tierra que en muchos de los que vociferan patriotismo?
Pero hay otro linaje de raizalismo, que con todas veras quisiera yo que predominara entre nosotros. Conozco a un cierto inglés y digo que lo conozco para diferenciarlo de tantos amigos como tengo. Departíamos en estos días, como ya debe usted suponerlo, sobre la obra de fortifi-cación de Cherburgo y la del cable submarino; aquella debida a los cálculos de un hombre ambicioso, y ésta a la tenacidad y pertinancia de John Bull, y del hermano
Jonathan. Yo sostenía con todas las fuerzas de mi alma y fingiendo sublime admiración hacia aquel hombre prodigioso, encanto y adoración de los colonos de Cayena, que los siglos pasados y futuros no ofrecerían al asombro del viajero una obra más fructuosa para la dicha del género humano que la de Cherburgo. Mi contrincante no anduvo escaso de razones en su vano empeño de probar que la obra del cable submarino; al fin obra de la pérfida Albión, multiplicaría, estrecharía las relaciones entre los dos mundos, que el comercio y la civilización en todas sus relaciones tomarían tal vuelo, que hasta nosotros habríamos de participar ampliamente de sus beneficios.
-Inglaterra, me dijo, es muy grande para que Francia pueda igualarla nunca en esta clase de obras: ella sola ha hecho más por la ilustración y la libertad del mundo, que cuanto han intentado y cuanto hagan todas las otras naciones unidas.
-Ya se ve, le repuse, pero dígame, ¿qué tan grande es Inglaterra?
-¡Es dos veces y media más grande que el mundo!
Eso sí que es raizalismo, y de patente.
Provocado, en fin, por usted y mi malqueriente Javierito Serna, he escrito este sermón de la Bordadita, a saltos y brincos, ysólo en cumplimiento de un deber, que más de uno de mis paisanos habría desempeñado mejor. Y si por ventura echase usted a descortesía la tardanza de este escrito, note usted que si me hubiese apresurado a macanearlo, mis paisanos me habrían vitu-perado tan culpable presteza, como ajena de su carácter, y como contraria a los fueros del raizalismo. - He dicho.