Mi Senora de May

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    Mi señora

    Mayt

    Descargo:  Xena, la Princesa Guerrera, Gabrielle, Argo y todos los demás personajes quehan aparecido en la serie de televisión Xena, la Princesa Guerrera, así como los nombres,títulos y el trasfondo son propiedad exclusiva de MCA/Universal y Renaissance Pictures. Nose ha pretendido infringir sus derechos de autor con este fanfic. Todos los demáspersonajes, la idea para el relato y el relato mismo son propiedad exclusiva de la autora.Este relato no se puede vender ni usar para obtener beneficio económico alguno. Sólo sepueden hacer copias de este relato para uso particular y deben incluir todas las renunciasy avisos de derechos de autor.

    Agradecimientos: Mi gratitud a Cath por sus detalladas correcciones y comentarios. Migran agradecimiento también a Tana por sus profundos comentarios sobre el género de laConquistadora, además de por los ánimos que me ha dado fielmente.Comentarios: Siempre se agradecen y son bien recibidos.Subtexto: Esta historia describe una relación amorosa entre dos mujeres. Si sois menoresde 18 años o si para vosotros es ilegal leer este texto, no sigáis adelante. [email protected] 

    Título original: My Lord. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2009 

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    La sala del banquete estaba llena de miembros de la corte. Una cosecha abundante los

    había unido a todos en celebración. La comida y la bebida corrían generosamente a medida que

    avanzaba la velada. Era una noche libre de temas políticos, aunque la intriga política siempre

    estaba presente en la corriente subterránea de pensamientos y emociones humanos de la corte.

    Todo ocurría bajo la mirada atenta de la Conquistadora, Xena de Anfípolis. La Conquistadoraestaba sentada en el centro de la mesa principal, vestida con una camisa blanca bordada y

    pantalones negros de cuero. Era una alta belleza de largo pelo negro, intensos ojos azules y una

    brillante sonrisa que tenía la capacidad de encantar y desarmar al mismo tiempo. A su derecha se

    sentaba Jared, su leal general de la Guardia Real. Era un hombre guapo, casi una generación

    mayor que la Conquistadora. Era unos cuantos dedos más alto que la Conquistadora y llevaba el

    pelo corto. Los mechones de canas que tenía en las sienes y le poblaban la barba bien recortada le

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    daban un aspecto distinguido. Tenía los ojos de un profundo tono castaño. Ofrecían más calidez de

    la que sería de esperar de un guerrero veterano. A la izquierda de la Conquistadora se sentaba

    Paulos, general al mando del Cuarto Ejército, una mente militar de menos confianza pero igual

    capacidad. Paulos era un hombre desaseado cuya risa tendía a ser demasiado estentórea. Le

    recordaba a la Conquistadora a los guerreros nórdicos que había conocido cuando recorría el

    lejano septentrión.

    Paulos daba golpecitos distraídos en su copa de vino.

    —Majestad, veo que has adornado el palacio de nueva belleza.

    La Conquistadora se volvió hacia su general y luego siguió la dirección de su mirada hasta

    que sus ojos se posaron en la persona a la que se refería. Efectivamente, la nueva esclava poseía

    una delicada belleza. La Conquistadora calculó que la chica mediría poco menos de dieciséis

    palmos de la cabeza a los pies y que tendría unos diecinueve o veinte veranos de edad. La

    Conquistadora se sonrió por dentro por las medidas ecuestres, prueba de que se sentía más

    cómoda con sus caballos que con las personas. Volviendo a concentrar su atención en la esclava,

    admiró el largo pelo rubio de la chica, que enmarcaba su tez suave y ligeramente bronceada. La

    esclava tenía el aire de alguien nuevo en palacio. Sus movimientos eran torpes, indecisos. Estaba

    aprendiendo a servir. Eso era evidente. La postura de la esclava era la de un espíritu detenido, por

    no decir derrotado. Le temblaban las manos al servir el vino. La Conquistadora se esforzaba por

    inculcar un saludable nivel de temor. Era necesario para controlar el reino. Sin embargo, se sentía

    turbada por la impresión general causada por esta esclava. Tomó nota mental para hablar de ellocon Targon, su administrador.

    Respondió a su general con amabilidad.

    —Me alegro de que sepas apreciar la estética de palacio.

    Paulos se echó a reír.

    —Confieso que me fijo poco en la obra de tus artesanos. Mi aprecio se limita a la carne y

    los huesos que hay en palacio. Una chica como ésa podría reconfortar a un hombre durante una

    noche fría como promete ser la de hoy.

    —Te proporcionaré todas las mantas que desees, general. En cuanto a mis esclavas, las

    normas no han cambiado.

    —Te visito siempre con la esperanza de que algún día hagas una excepción.

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    —Puede que la excepción te diera a ti placer, pero no puedo decir lo mismo sobre la

    esclava que eligieras. Eres un canalla atractivo. Creo que podrías seducir a una moza cualquiera

    sin dificultad. Y si no es así, siempre tienes dinero en la bolsa para pagar un precio justo por los

    servicios prestados.

    —¿Pero quién quiere a una moza cuando puede conseguir una joya?

    —Las joyas se convierten en mozas o algo peor si les quito mi protección. No lo voy a

    hacer.

    —Y por tanto, regreso al sur decepcionado una vez más.

    —La justicia del reino es superior a cualquier hombre.

    —Cierto, Majestad. Pero no es superior a una mujer concreta.

    —Porque me corresponde a mí administrar la justicia hasta que alguien me arrebate ese

    derecho.

    —Me inclino humildemente ante ti. Has traído la paz y la prosperidad a Grecia. He luchado

    a tu lado y jamás me he sentido decepcionado.

    —Ándate con ojo, Paulos. La adulación me asquea.

    —Eso es sólo porque digo la verdad.

    La Conquistadora sonrió.

    —Así me gusta. Ahora cuéntame más cosas sobre el estado de las provincias del sur.

    La Conquistadora se había retirado temprano del banquete. Aunque la fiesta era un

    acontecimiento mucho más agradable que la mayoría de sus asuntos de estado, su deseo dedistraerse de una forma distinta, más productiva, la llevó a otra parte. Buscando libertad de

    movimientos, se puso una camisa y unos pantalones menos formales. Espada en mano, Xena dedicó

    dos marcas a realizar una serie de ejercicios pensados para agudizar su concentración y mantener

    su destreza. Eran su espada y su mente estratégica las que le habían valido el reino. Conservar el

    reino requería que ninguna de las dos perdiera su fuerza.

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    Xena se secó el sudor de la cara y el cuello. Se sentía mejor gracias al ejercicio. Había

    comido poco en el banquete y ahora descubrió que tenía hambre. Por un pasillo oculto que iba de

    su dormitorio a las escaleras, se dirigió a las cocinas. Allí vio a la misma esclava que le había

    llamado la atención en el banquete, muy afanada fregando el suelo.

    La esclava sujetaba el cepillo con las dos manos y lo movía hacia delante y hacia atrás. El

    movimiento hacia delante se detuvo cuando vio dos pies enfundados en botas negras ante ella.

    Levantó la mirada y vio a la Conquistadora. Claramente sobresaltada, la esclava se puso en pie.

    Bajó los ojos.

    —Mi señora, ¿en qué te puedo servir?

    Xena observó a la chica.

    —He bajado a comer algo. Me basta con un poco de pan y queso.

    —Sí, mi señora —asintió la chica. Al intentar dar un paso, le entró vértigo. Se llevó la mano

    a la cabeza.

    Xena la observaba. Sin que la esclava se diera cuenta, Xena alargó la mano, para sujetarla.

    —Oye.

    La chica cayó hacia Xena. Ésta avanzó, cogió a la chica entre sus brazos y la colocó con

    cuidado en el suelo. Le sorprendió lo ligera que era la esclava. Tumbada boca arriba, la esclava

    agarró a Xena de la mano. Su mirada atrapó y sostuvo la de la Conquistadora.

    —Lo siento.

    Xena examinó el cuerpo de la chica. Insatisfecha, le sacó a la chica la camisa de la falda.

    Xena pasó la mano por la piel fría, palpando huesos y músculos. Tras alcanzar un cubo de agua, la

    Conquistadora lo lanzó contra una pared. Se hizo pedazos y el ruido se fundió con la voz de la

    Conquistadora, que llamaba a su cocinera jefa.

    La cocinera llegó muy apurada, seguida de cerca por dos guardias reales.

    —¡Makia! ¿Desde cuándo el reino mata de hambre a sus esclavos?

    La cocinera se retorció las manos atemorizada.

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    —Majestad, la chica es nueva entre nosotros. Llegó así.

    —¿Y has decidido poner remedio obligándola a fregar suelos en plena noche?

    —Como castigo por servir mal a tu Majestad.

    —¿Cómo es eso?

    —Te oí comentar que le temblaban las manos al servir.

    —Si quisiera castigar a mis esclavos, lo diría. ¿Dónde duerme?

    —En la sala común con los demás, Majestad.

    Xena volvió a mirar a la chica. Cogió a la chica en brazos, acunándola. Tras tomar una

    decisión, salió con ella de la cocina rumbo a la enfermería.

    —¡Sígueme!

    Makia fue detrás, intentando no pensar en el precio que se le iba a exigir por provocar la

    ira de la Conquistadora.

    Al llegar a la enfermería, la Conquistadora abrió la puerta de una patada.

    —¡Dalius! ¡Ven aquí ahora mismo! —Colocó a la chica con cuidado en un catre.

    El anciano sanador luchaba por despejarse la cabeza del sueño al entrar. Su ayudante se

    retiró a un rincón de la estancia, buscando lo que no era más que una sensación precaria de

    seguridad.

    La Conquistadora ordenó:

    —¡Ocúpate de ella! —Luego se volvió hacia Makia, aún furiosa—. ¿Pensabas que matarla a

    trabajar sería de mi agrado?

    —No, Majestad. No era ésa mi intención.

    —Makia, te conozco. No has hecho esto por lo que dije. ¿En qué estabas pensando?

    —Es una alborotadora. Estaba contando historias, distrayendo a los demás esclavos.

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    La Conquistadora miró a la inocente sin dar crédito.

    —¿Historias de disensión?

    Makia no quería ver muerta a la chica, por lo que dijo la verdad.

    —No, Majestad. Simples historias de aventuras.

    —Debe de ser buena para haber apartado al personal de su trabajo.

    —No me entiendes, Majestad. La chica trabajaba mientras contaba las historias, lo mismo

    que los que la escuchaban.

    —¿Por qué el castigo, entonces?

    —No pidió permiso.

    La Conquistadora se quedó pensativa.

    —Ya. ¿Debería tratarte yo a ti como tú la has tratado a ella?

    —¿Majestad?

    —No creo que la chica se diera cuenta de que tenía que pedir permiso. La has castigado sin

    piedad.

    Makia cayó de rodillas.

    —Perdóname, Majestad.

    La Conquistadora contempló a la cocinera. No estaba acostumbrada a ver a Makia de

    rodillas ante ella. La imagen la incomodaba. La cocinera era una favorita suya desde hacía mucho

    tiempo, una de las primeras beneficiarias del escudo de la Conquistadora. La buena fortuna de

    Makia se debía en parte a que se parecía por edad y aspecto a la madre de la Conquistadora.

    La Conquistadora se agachó a la altura de Makia y habló en voz baja.

    —La chica no me parece una persona dispuesta a minar intencionadamente tu autoridad.

    Ojalá pudiera decir lo mismo de ti. Me has servido bien durante muchos años. Ésta es la primera

    vez que me decepcionas. Asegúrate de que sea la última o lo haré yo.

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    —Sí, Majestad. Gracias.

    La Conquistadora se incorporó. Le dijo al sanador:

    —Quiero un informe diario. —Volvió a mirar a Makia y ofreció la mano a la mujer ya mayor

    para ayudarla a levantarse—. ¿Cómo se llama la chica?

    Aliviada al verse objeto de la cortesía de la Conquistadora, Makia se levantó.

    —Gabrielle, Majestad.

    Targon era un hombre de estatura moderada y pelo castaño claro. La piel le colgaba reacia

    de los huesos como para desafiar al destino que le había tocado de estar unida a un cuerpo frágil.

    Targon tenía una mente muy aguda para la organización y una ligera vena de cobardía que lo

    convertía en el candidato ideal para dirigir los asuntos más tediosos del gobierno. Xena lo

    consideraba un hábil administrador para el palacio. Mientras que otros se tomaban su papel como

    un medio para conseguir fondos adicionales a través del favoritismo, él no tardó en comprender

    que una bolsa llena le iba a servir de muy poco en el Tártaro, donde la Conquistadora había

    enviado a anteriores administradores que no se habían tomado en serio su prohibición con respecto

    a la corrupción.

    —...y quiero un informe completo sobre esta nueva esclava. ¿De dónde viene? ¿Qué sabe

    hacer? Lo de siempre.

    —Gabrielle, Majestad.

    —Sí.

    —¿Algo más, Majestad?

    —No... Sí. Targon, quiero un repaso de la orientación que reciben los esclavos sobre las

    leyes del reino. Asegúrate de que conocen lo que tienen que ganar así como lo que tienen que

    perder.

    —Así se hará. Con tu permiso...

    La Conquistadora despidió a Targon con un gesto de la mano. Se levantó y salió al balcón

    en busca de la brisa fresca sobre la piel. El aire era más fácil de respirar fuera del palacio que

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    dentro de sus muros. Su reino incluía todas las tierras que abarcaba la vista y más. Aunque ella era

    la soberana, reconocía cuatro partes constituyentes del mismo. La primera y la más importante

    era su ejército, dirigido por la Guardia Real de elite. La segunda, que pocos imaginaban, eran sus

    criados y esclavos. Necesitaba su lealtad. A menudo se enteraban de las disensiones antes que sus

    espías. Su deseo de recibir un buen trato y estabilidad era la clave de su estrategia doméstica. La

    tercera parte constituyente eran los miembros de su corte. Había acabado por reconocer que su

    corte era la mayor amenaza interna para el reino. Su cercanía le parecía problemática, pero era

    un problema que sólo podía controlar, no resolver. Y por último, estaba la gente de la tierra: los

    granjeros, obreros, artesanos, comerciantes y, con gran desdén por su parte, los sacerdotes y

    sacerdotisas. Hasta cierto punto, todos la temían. Lo que esperaba era que algún día ese temor

    cruzara las fronteras del reino y llegara a Roma y Persia. Sólo entonces conocería la paz. No podría

    descansar hasta que llegara ese día.

    Entró Jared.

    —Señora.

    Xena siguió dando la espalda al general.

    —¿Qué noticias traes?

    —César marcha hacia las fronteras del norte.

    La Conquistadora se volvió despacio.

    —¿Sí? Jared, ¿tú qué opinas?

    —Intimidación. Sería un necio planteando un desafío cuando sólo falta una luna para el

    invierno.

    —Eso sería lo lógico. César no es un necio, pero sí es arrogante. Quiero que el Quinto

    Ejército se movilice para proteger las ciudades portuarias del oeste. César podría hacerse a la mar

    en lugar de avanzar por las montañas, contando con que Grecia sea demasiado lenta paramantenerse a la altura de sus barcos.

    —No conoce a Grecia.

    —Tienes razón, Jared. Sólo cree conocer a Grecia.

    —Señora, ¿puedo hablar con libertad?

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    —Ten cuidado, Jared. Hace días que no mato a nadie. Puede que me divierta contigo.

    —Mi vida es tuya. No me queda nada que perder.

    —¿De qué se trata, general?

    —El señor Castan se ha estado reuniendo en privado con los señores Gaugan, Stasis y

    Vacaou. Comentan que últimamente no te muestras tan feroz en la corte como antes. Ven el

    cambio como una señal de debilidad.

    —He matado a hombres que se dedicaban a este tipo de especulaciones.

    —Sí, señora.

    —Basta, Jared. —Xena se puso detrás de su mesa—. ¡Maldito sea el Tártaro! Era más fácil

    cuando luchábamos contra Cortese y esos penosos señores de la guerra que vagaban por el campo.

    Eran crudos y honrados con sus engaños. No intentaban ocultar el hecho de que no podía fiarme de

    ellos. Ahora me ocupo de asuntos diplomáticos e intrigas clandestinas y casi no consigo digerir el

    desayuno del asco que me dan. —Se sentó y colocó una pierna en la mesa—. Castan está al mando.

    Me sorprende que no sea Vacaou.

    —Tal vez lo sea.

    —No está mal no llamar la atención, sobre todo si estás poniendo a prueba la fuerza de tuposición. Que piensen que son hábiles para la traición. Que ellos mismos sean la causa de su propia

    ruina.

    —No tardarán.

    —Depende de César. Los buenos nobles esperarán a que Grecia esté distraída.

    —¿Podrían estar con Roma?

    —Lo dudo. Odian a los latinos casi tanto como yo. Nos mantendremos al margen y veremos

    hasta qué punto son codiciosos. —Xena dejó caer la pierna y se inclinó sobre la mesa—. Jared, creo

    que puede ser necesario que Grecia llame a filas al veinte por ciento de la milicia de cada señor

    para proteger al reino de esta nueva agresión romana.

    —Sí. Estoy de acuerdo.

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    —Elige tú mismo a los hombres: leales, valientes, hábiles, en ese orden. Podemos formar a

    los que no hayan aprendido a ser soldados de Grecia. Haz que escriban las órdenes para mañana

    por la mañana.

    —Como ordenes. ¿Algo más, señora?

    —No. Te veré esta noche.

    El general fue a la puerta. Xena lo llamó. Se volvió hacia ella.

    —Buen trabajo.

    —Gracias, señora.

    El sol que le calentaba la cara desapareció. Abrió los ojos y vio a la Conquistadora.

    —¿Cómo te encuentras?

    Gabrielle se incorporó. Habló con tono apagado:

    —Mejor, mi señora.

    —Dalius me dice que lo único que necesitabas era alimento y descanso.

    —Para mi cuerpo sí, mi señora.

    Xena captó la precisión.

    —¿Qué más necesitas?

    A Gabrielle le falló el valor. Bajó la mirada.

    —No me miras. ¿Debo tomarme tu comportamiento como una señal de falta de respeto,miedo, u otra cosa?

    Gabrielle controló su inseguridad y volvió a mirar a la monarca.

    —La libertad, mi señora. Necesito la libertad.

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    —¿Ha hablado Targon contigo?

    —Sí.

    —¿Y comprendes que puedes ganarte la libertad?

    —Sí.

    —Sólo pido que restituyas tu deuda.

    —Si hubieras prohibido la esclavitud, nunca me habrían capturado.

    —¿Desde cuándo eres esclava?

    —Cinco años.

    —Poseo Grecia desde hace tres años. Me hago responsable de lo que he hecho y por ello

    conoceré el Tártaro, pero no acepto la responsabilidad de aquello que te hicieron a ti o a otros las

    personas que me precedieron.

    —Puedes detenerlo.

    —A menos que se empuje con la espada, el cambio se produce despacio. Si libero a todos

    los esclavos de Grecia, los nobles se rebelarán. Grecia no caerá ante sus enemigos. Se hundirá por

    dentro. No voy a permitir que eso ocurra.

    —Pues no permitas que haya más esclavos nuevos.

    —Los ciudadanos del reino no pueden ser hechos esclavos.

    —Me refiero a todos los esclavos.

    —¿Y afectar al comercio? ¿Convertirnos en un refugio para todos los extranjeros? Los aliados

    de Grecia no lo aprobarían.

    Gabrielle guardó silencio.

    —Hay razones. Siempre las hay. Lo que debes aprender es no sólo cuáles son esas razones,

    sino también qué hay detrás de ellas. Es fácil decir “libera a los esclavos”. Hacerlo no es tan fácil.

    —Xena quiso darle a la chica algo de esperanza—. Dentro de tres años, si me sirves bien, tendrás la

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    libertad. Durante esos tres años, recibirás buenos alimentos, ropa y alojamiento. Cuando termine

    tu trabajo, recibirás una suma de dinero para iniciar una vida lejos del reino, si así lo deseas.

    —¿Por qué no querría marcharme?

    —Pregunta a Targon, a Makia y a todos los que llevan conmigo más tiempo del obligado. Yono puedo hablar por ellos.

    —¿Por qué me cuentas esto?

    Xena se quedó pensativa.

    —Hablo con cada nuevo esclavo que sirve en mi casa. Tienes que elegir. Contrariamente a

    lo que creen otros, tu calidad de vida aquí dependerá más de quién seas tú que de quién soy yo.

    —Entonces, ¿no debería temerte?

    —Sólo si me agravias. Si lo haces, tendrás todos los motivos para temerme. Pero entonces

    será demasiado tarde, porque estarás muerta. ¿Me he expresado con claridad?

    —Sí.

    La Conquistadora miró a la esclava con más intensidad.

    Gabrielle sintió una desazón creciente. Perdió el frágil valor.

    —Mi señora.

    —Muy bien.

    La Conquistadora respondió a la llamada a su puerta:

    —Adelante.

    Gabrielle esperó a que el guardia le abriera la puerta. Llevó la bandeja del desayuno hasta

    la mesa. Makia le había dado instrucciones detalladas sobre cómo colocar los platos. Descargó el

    pan, el queso, la fruta y el té mientras la Conquistadora seguía trabajando en su mesa.

    —¿Mi señora?

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    La Conquistadora volcó toda su atención en la chica.

    —¿Sí?

    —Gracias.

    —Por qué.

    —Por comprarme para ser tu esclava.

    La Conquistadora se recostó.

    —Yo no te elegí. Targon se ocupa de la administración doméstica. De todas formas,

    “gracias” es lo último que me esperaba que me dijeras.

    —Los demás esclavos y criados hablan bien de ti. Me han dicho que debería estar

    agradecida de que seas un ama honorable.

    La Conquistadora se puso en pie.

    —No dejes que otros piensen por ti. Debes confiar en tu propio criterio.

    —Lo he hecho, mi señora.

    —¿Estás segura de que sabes lo suficiente para juzgarme?

    Gabrielle titubeó ante la idea.

    —No es que te juzgue.

    —Por supuesto que querías juzgarme. Si no, no habrías hablado con el personal doméstico.

    —No pretendía ofenderte.

    —No estoy ofendida. Sólo un idiota pasaría por la vida sin criterio sobre el lugar que le

    corresponde en ella, y tú no me pareces idiota.

    El orgullo de Gabrielle no le permitió responder al equívoco cumplido.

    La Conquistadora reflexionó sobre la opinión que le merecía la esclava. Efectivamente,

    Gabrielle no era idiota. La Conquistadora sospechaba que dentro de la envoltura de la chica había

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    una mente inteligente. Si era la hábil narradora que Makia le había descrito, Gabrielle era capaz

    de utilizar las palabras. Ser capaz de utilizar las palabras era ser capaz de tejer conscientemente

    ideas, observaciones y sentimientos para crear un conjunto coherente. Mientras que la

    Conquistadora utilizaba las palabras para dirigir, para negociar y para manipular, un narrador

    utiliza las palabras para crear una ficción que se hace tan real para el que escucha como el aire

    que respira, igual de invisible, pero vital.

    —No juzgues demasiado deprisa. Vivo en muchos mundos. —La Conquistadora abarcó la

    habitación con un gesto de la mano—. Fuera de este refugio verías un aspecto distinto de mí.

    Gabrielle bajó la vista.

    Xena se rindió a la curiosidad.

    —Dime qué estás pensando.

    Gabrielle levantó la mirada. Xena no conseguía descifrar lo que había tras los dulces ojos

    verdes de la chica.

    —¿Por qué te empeñas en negar tu bondad?

    —Vivimos tiempos peligrosos. El horror del mundo puede volver a llamar a mi puerta bien

    pronto. Debes estar preparada cuando eso ocurra, o la mera visión de lo que vendrá te aplastará.

    Si eso ocurre, no podrás hacer nada por ti misma y, desde luego, no podrás hacer nada por mí.

    —¿Tan terribles son tus enemigos?

    —Sí. Y yo soy más terrible que todos ellos juntos. —A Xena no le gustaba nada el giro de la

    conversación—. ¿Tienes algo más que desees decirme?

    —No, mi señora.

    —Pues retírate.

    —Sí, mi señora. —Gabrielle se inclinó y fue a la puerta. Al llegar, miró atrás. La

    Conquistadora había vuelto a su mesa. Gabrielle se sintió triste. De repente, su pena era más por

    la Conquistadora que por sí misma.

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    —¡Liceus! —Xena se despertó de la pesadilla totalmente empapada en sudor. Se apartó el

    pelo con las manos al salir de la cama y se quitó la camisa de dormir. Se puso una túnica negra y

    siguió el pasillo oculto al fondo de su dormitorio hasta unas estrechas escaleras que subían hasta

    una torre. Descubrió que no estaba sola. Gabrielle estaba apoyada en el parapeto de piedra

    contemplando el cielo.

    —Hace una bonita noche.

    Asustada por la inesperada interrupción, Gabrielle se volvió de golpe. Al reconocer a la

    Conquistadora, su miedo se apaciguó.

    —Lo siento. Me voy.

    Xena alargó la mano.

    —No he dicho que te retires.

    Gabrielle controló el movimiento e intentó hacer lo mismo con su corazón desbocado. Bajó

    los ojos.

    —¿Estabas haciendo algo malo? Me enorgullezco de conocer las leyes de Grecia y no

    recuerdo ninguna que prohíba mirar las estrellas.

    —No, mi señora.

    —Relájate, muchacha. —Xena ladeó la cabeza, sonriendo un poco—. Bueno, ¿qué te trae

    hasta aquí arriba?

    Gabrielle vio la sonrisa de Xena y soltó un flojo suspiro. Regresó al parapeto y contempló la

    noche.

    —Es bonito... el cielo... y hace fresco. Abajo el ambiente puede ponerse muy cargado... y

    aquí hay silencio. Puedo pensar.

    —¿Y en qué piensas?

    —En mi vida... mis historias.

    —Makia me comentó que contabas historias. Tal vez algún día me cuentes una a mí.

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    —Si así lo deseas, mi señora.

    —¿Por eso cuentas historias, porque te lo ordenan?

    —No, mi señora. Me vienen. Son parte de mí. Debe de haber una razón para que existan.

    —¿Qué razón crees que es ésa?

    —Las historias pueden enseñar y entretener... aunque sean tristes.

    —Eso es cierto. Me interesa más saber cómo te sientes tú al contar historias.

    —¿Cómo me siento, mi señora?

    —Porque sientes, ¿no?

    —A veces intento no hacerlo.

    —¿Como ahora mismo?

    —No, mi señora.

    —¿Cuándo, entonces?

    La chica se dio la vuelta. La parte de Xena que era la Conquistadora optó por no tomarseaquello como una afrenta. Se puso al lado de Gabrielle, atenta a la expresión de la chica, visible a

    la luz de la media luna.

    —Una esclava pierde todos sus derechos, incluido el derecho a su cuerpo.

    La Conquistadora sintió una acometida de rabia, aunque su voz conservó la calma.

    —¿Te ha tocado alguien desde que has llegado?

    La chica negó con la cabeza.

    —Mientras estés aquí, nadie te utilizará de esa forma en contra de tu voluntad. El castigo

    por violar a mi personal es la muerte.

    La chica no disimuló su sorpresa.

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    —¿Tú no...?

    —¿No violo? —Xena sabía la forma en que otros corrompían su reputación—. No, muchacha,

    no violo. No me hace falta. Hay muchos hombres y mujeres que acudirían de buen grado a mi

    cama. Es cierto lo que dicen. El poder es un afrodisíaco. —Xena suavizó el tono—. Algún día, si no

    lo has hecho ya, conocerás lo que es una mano tierna y los sentimientos serán muy distintos.

    —¿Quién me querría?

    —Te sorprenderías.

    Gabrielle no vio nada más que sinceridad en el rostro de la Conquistadora.

    —Gracias, mi señora.

    —¿Qué he hecho ahora?

    —Es lo que no has hecho.

    Xena se entristeció al oír eso. Recibir un cumplido por no ser una violadora era digno de un

    animal. Sabía que sólo podía culparse a sí misma.

    —Te dejo a tu noche tranquila.

    —Que duermas bien, mi señora.

    —Tú también, muchacha.

    Gabrielle fue convocada al cuarto de Makia. Algo nerviosa, Gabrielle se recordó a sí misma

    que la severidad de Makia se había aplacado a lo largo de las dos semanas que llevaba en palacio.

    —Bueno, ya era hora de que aparecieras.

    —Estaba ayudando...

    —Ya sé lo que estabas haciendo. Toma. Esto es para ti. —Makia le alargó un vestido a

    Gabrielle. Ésta se quedó donde estaba—. Vamos. Cógelo. Lo necesitarás para esta noche.

    —¿Esta noche?

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    —Sí. —Makia exageró su exasperación con aire humorístico e hizo sonreír a Gabrielle—.

    Servirás en el banquete.

    Gabrielle cogió el vestido y se lo puso sobre los hombros.

    —Es precioso.

    —Es bonito, ¿verdad? —Con falsa hosquedad, Makia confesó—: Lo he elegido yo para ti, así

    que no me apetece oír quejas.

    —Gracias.

    —Ve a probártelo. Si hay que hacer cambios, le diré a la costurera que los haga. No puedes

    presentarte toda astrosa ante la Conquistadora.

    Gabrielle se marchó, pero antes se detuvo en el umbral.

    —Makia, el vestido es precioso.

    Makia se quedó mirando a la chica mientras salía de su cuarto. La Conquistadora tenía

    razón. Gabrielle nunca había pretendido cuestionar la autoridad de la cocinera. A la anciana le

    había costado encontrar un modo de disculparse. Esperaba que este pequeño gesto reparara el mal

    hecho.

    Gabrielle iba de mesa en mesa, sirviendo vino. Los gritos pidiendo más vino eran

    constantes y la desorientaban un poco. Su mayor suplicio era servir las mesas de hombres, sin

    esposas ni prometidas. Las normas de la Conquistadora eran claras. A las criadas no se las podía

    tocar, pero en una sala tan grande como la del banquete, y habiendo bebido varias copas de vino,

    los hombres se crecían y se tomaban libertades, algunas deliberadas, otras por descuido. En

    consecuencia, había manos que le palpaban el trasero y el pecho mientras servía el vino. Ella no

    hacía caso del abuso, concentrada en su tarea. Sabía que no debía derramar una sola gota, por

    mucho que se propasaran con ella.

    Aunque una jarra vacía suponía tener que volver a las bodegas, Gabrielle sintió alivio al

    poder alejarse un momento del jolgorio. Una voz exigente le impidió bajar las escaleras de la

    bodega.

    —¡Chica! Dame vino.

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    Gabrielle se volvió y vio a un guapo joven, alto, de pelo rojo bien recortado. Llevaba un

    pendiente en la oreja derecha, una camisa amplia de color tostado cortada a medida con un

    escudo bordado en el corazón, pantalones marrones y altas botas marrones. Decidió que era

    miembro de una casa nobiliaria.

    Gabrielle replicó con respeto:

    —Señor, me he quedado sin vino, pero ahora mismo vuelvo.

    —¡Ven aquí!

    Gabrielle se quedó sin saber qué hacer.

    El hombre avanzó un paso.

    —¡Deja esa jarra y ven aquí, te digo!

    Gabrielle obedeció.

    —¿Sabes quién soy?

    —No, señor, no lo sé.

    El hombre se inclinó. El aliento le apestaba a vino.

    —Pues te lo voy a decir. Yo soy Ridel, heredero del señor Gaugan. ¿Sabes quién es el señor

    Gaugan?

    —He oído mencionar su nombre, señor.

    —Mi padre es el señor de las provincias del sur. Somos una familia rica y noble. Cogemos lo

    que queremos, cuando queremos, por mucho que diga la Conquistadora. Te quiero a ti y te quiero

    ahora.

    Gabrielle retrocedió. Ridel la agarró del brazo.

    —Ah, no, chica. Tú te vienes conmigo.

    —No, señor, por favor, no.

    —¿Por favor? Tienes modales para ser una guarra. A ver qué más sabes.

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    Gabrielle se debatió, pero Ridel era fuerte, demasiado fuerte para poder soltarse.

    —Bonita furcia. —Le agarró el vestido por el cuello y lo desgarró, dejando al descubierto el

    pecho envuelto de Gabrielle—. Maldita sea, ¿por qué llevan tanta ropa las mujeres? —Se echó a

    reír—. Bueno, así tomarlas supone un mayor desafío. Me gustan los desafíos. Oye, chica, ¿tú vas a

    ser un desafío? —Dicho esto, la apartó de un tirón del pasillo abierto para ocultarla parcialmente

    tras un arco. La pegó a la pared y sus labios se apoderaron de su boca con un beso brutal.

    Gabrielle intentó empujarlo. Jadeaba. Tenía el corazón desbocado. Cerró los puños cuando

    su desesperación fue a más. No conocía este nivel de violencia desde que había entrado al servicio

    de la Conquistadora. Había esperado que las normas de la Conquistadora la protegieran. Ahora

    sabía que se había equivocado al esperar tal cosa.

    —¡Aaj! —Ridel detuvo su ataque. Se echó hacia atrás. Gabrielle sólo veía sus ojos vidriosos.

    Confusa, dejó de resistirse. Él cayó de rodillas. Sólo entonces vio Gabrielle el cuchillo que tenía en

    la espalda, clavado en el corazón. Miró hacia delante. La Conquistadora estaba a veinte pasos de

    distancia. A su lado estaban Jared y dos guardias reales.

    La Conquistadora avanzó. Se detuvo delante del cuerpo sin vida de Ridel y lo tiró al suelo

    de una patada. Se volvió para gritarle a Jared:

    —¡Dile a Gaugan que he matado al cabrón de su hijo!

    Miró a la chica que estaba allí expuesta, a quien le habían robado todo su pudor, con lacara surcada de lágrimas y los ojos todavía llenos de espanto. La Conquistadora se dio la vuelta y

    se alejó.

    Al pasar junto a Jared, susurró con dolor:

    —Tápala.

    Jared se quitó la capa y envolvió a Gabrielle en ella. Le indicó a Leah, una joven criada

    que estaba allí cerca, que llevara a Gabrielle con Makia. Luego ordenó a los dos guardias quecogieran el cuerpo de Ridel y lo siguieran. El hijo de Gaugan fue trasladado al centro de la sala del

    banquete para que lo vieran todos los invitados. Jared anunció que el banquete se daba por

    finalizado y aconsejó al desolado señor que se llevara a su hijo a casa.

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    Makia notó el silencio sobrecogedor y la falta de movimiento del piso de arriba. Algo había

    sucedido. Sus instintos le decían que lo que fuese había ocurrido deprisa y que no era bueno.

    Esperó a que regresara el siguiente criado. Nunca tenía que esperar mucho para recibir noticias.

    Gabrielle entró con Leah a su lado. Makia reconoció la capa del general Jared. Gabrielle no

    la tendría si hubiera hecho algo malo. Se fijó en que la chica temblaba a pesar del calor de la

    estancia.

    Makia ordenó:

    —Leah, vuelve al trabajo.

    Leah miró a Gabrielle con ojos protectores antes de volver a subir las escaleras hasta la

    sala del banquete.

    La cocinera se acercó a Gabrielle. La chica apartó los ojos. La cocinera levantó la mano

    despacio y le puso los dedos en la barbilla, obligando a Gabrielle a mirarla. Habló con ternura:

    —¿Quién te ha hecho esto?

    —Ridel, el hijo del señor Gaugan.

    —¿Está muerto?

    Gabrielle asintió.

    Makia suponía quién había sido el protector de Gabrielle.

    —¿El general Jared?

    Gabrielle negó con la cabeza.

    —¿La Conquistadora?

    —Sí —susurró Gabrielle.

    —No tienes nada que temer. No has hecho nada malo.

    —¿Y si ella piensa lo contrario?

    —Créeme cuando te digo que no es así.

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    Gabrielle se dejó vencer por la tensión y se hizo un ovillo como una niña pequeña. Makia

    cogió a la chica entre sus brazos.

    —Vamos, vamos. —Dejó que Gabrielle llorara un rato y luego se echó hacia atrás con

    delicadeza—. Ve a echarte. Haré que le devuelvan la capa al general Jared por la mañana. Le

    servirás el desayuno a la Conquistadora como siempre.

    —Pero... —Gabrielle intentó suplicar.

    Makia la interrumpió con inflexible severidad.

    —No, muchacha. No puedes ocultarte de ella. Te enfrentarás a la Conquistadora y luego

    seguirás adelante con el nuevo día.

    De acuerdo con sus obligaciones habituales, Gabrielle entró en la cocina. Llevaba la capa

    del general colgada del brazo. La mujer mayor la había estado esperando.

    —Dobla la capa y déjala en la mesa y luego tráeme una bandeja.

    Makia observó a la chica con atención mientras colocaba la comida de la Conquistadora.

    —¿Has dormido?

    —Un poco.

    —Se valiente, muchacha. En esto, sé que la Conquistadora no te defraudará. Ahora, ve a lo

    tuyo.

    Gabrielle salió de la cocina. Se desvió un momento de camino a los aposentos de la

    Conquistadora.

    Gabrielle encontró a la Conquistadora sentada a su mesa. El general Jared y Stephen,capitán de la Guardia Real, estaban de pie ante ella. El general se volvió y sonrió a Gabrielle.

    La Conquistadora miraba fijamente a Stephen. Había elegido esta ocasión para dar a

    Stephen mayores responsabilidades. Se había distinguido en el campo de batalla junto a ella y

    Jared durante la campaña para ganar Grecia. La Conquistadora valoraba su capacidad estratégica

    y su carácter paciente. Por esa razón mantenía a Stephen, de cuerpo esculpido, ojos grises y

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    melena rubia hasta los hombros, lejos de su cama. Acostarse con él eliminaría sus posibilidades de

    conseguir un futuro ascenso. Ninguno de sus oficiales de mayor confianza conocía nunca el lecho

    de la Conquistadora.

    —Ha habido rebeliones por causas más nimias. Prefiero que ésta ocurra cuanto antes.

    Jared, tendremos que tomar una decisión con respecto a la sucesión. Las provincias del sur son

    ricas. Ésta es una buena oportunidad para dividir los latifundios en fincas más pequeñas. Dile a

    Paulos que haga sus recomendaciones. Añade las tuyas a la lista.

    —O podrías quedarte tú con el botín —sugirió Jared.

    —No he matado a Ridel para obtener beneficio. Tú, por otro lado, eres libre de quedarte

    con lo que quieras.

    —Ya tengo todo lo que necesito.

    La Conquistadora le tomó el pelo:

    —Mira que eres campesino.

    —Viniendo de ti, señora, me tomaré el reconocimiento de mi origen campesino como un

    cumplido.

    Xena se rió ligeramente.

    —Stephen, tu general es un hombre astuto con las palabras. Te recomiendo que lo escuches

    bien y aprendas.

    Stephen sonrió.

    —Me he fijado en su ingenio, señora.

    —No basta con ser ingenioso. Hay que ser inteligente, ¿verdad, Jared?

    —Mi señora —interrumpió delicadamente la voz de Gabrielle.

    A Xena no le quedó más remedio que mirar a la chica.

    —Sí.

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    —¿Necesitas algo más esta mañana?

    Xena no lograba interpretar la expresión de Gabrielle. Era una mezcla de dolor y de

    anhelo. Deseó poder ofrecer consuelo a Gabrielle, y tal vez lo habría intentado si Jared y Stephen

    no hubieran estado presentes.

    —Hoy no.

    Gabrielle se inclinó y salió de la habitación.

    La Conquistadora dirigió su pregunta a Jared:

    —¿Cómo estaba cuando me marché?

    —Estremecida. Temía que pudieras pensar que había hecho algo malo.

    —Ser deseada no es un crimen.

    Tras haber despedido a Jared y Stephen, Xena fue a la mesa para desayunar. Encontró una

    flor en su plato. Cogió la flor y aspiró el dulce aroma. Con una sonrisa, expresó lo que pensaba en

    voz alta:

    —Gabrielle de Potedaia, eres osada, además de hermosa.

    Deseosa de soledad, Gabrielle subió las escaleras hasta la torre. Cruzó el umbral sin darse

    cuenta de que estaba en compañía de otra persona.

    —¿Otra noche contemplando las estrellas?

    Sobresaltada, Gabrielle se giró de golpe y se encontró cara a cara con la fuente de la

    pregunta. La Conquistadora estaba tranquilamente ante ella.

    —Mi señora.

    Xena levantó la vista al cielo. Habló suavemente:

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    —Algunas personas creen que las estrellas son diamantes colocados en el cielo por los

    dioses y que, como una peonza lenta, sus posiciones cambian con las estaciones. ¿Tú qué opinas?

    Olvidándose de su preocupación inmediata, Gabrielle reflexionó un poco sobre la pregunta.

    —Tal vez somos nosotros los que nos movemos y las estrellas permanecen inmóviles.

    —Una teoría es tan válida como la otra.

    —Hay tantas cosas sobre el mundo que no comprendo.

    —No sé si debemos conocer las respuestas a todas nuestras preguntas. Creo que lo mejor

    que podemos hacer es observar y averiguar los patrones y lo que hay detrás de esos patrones.

    Gabrielle se sintió intrigada por esta filosofía. Habló, olvidándose de que era la

    Conquistadora quien la entretenía.

    —¿A qué te refieres?

    —Cuando plantamos, pescamos o cazamos, lo que hacemos y cómo lo hacemos no se deben

    necesariamente a que conozcamos la razón de que el mundo sea como es. No sabemos por qué,

    cuando regamos una planta, ésta crece, ni por qué, cuando ponemos un tipo concreto de anzuelo,

    es más posible que pique una trucha, ni por qué, cuando seguimos un rastro y ponemos una

    trampa, seguramente atraparemos un conejo. Y sin embargo, a base de hacerlo, a base deintentos y fracasos, llegamos a saber que si hacemos lo que hacemos, obtendremos los resultados

    que deseamos.

    —Ya.

    —Con las personas es lo mismo. Tienen ciertas motivaciones. ¿Por qué? No lo sé, y la verdad

    es que no me importa. Me basta con conocer sus patrones para conseguir lo que quiero.

    Gabrielle se sintió incómoda con la conclusión de la Conquistadora.

    —No creo que debamos ser tan fríos.

    —No pretendo olvidar la posibilidad de lo inesperado. Eso es lo que convierte a la vida en

    un desafío.

    —¿Es un juego para ti?

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    —No, muchacha, no es un juego. Un juego tiene reglas fijas. No hay reglas en la vida que

    no se puedan desobedecer.

    —Pero sí que las hay.

    —Están las leyes de la naturaleza, pero aparte de eso, las leyes creadas por la humanidaddan una falsa sensación de seguridad. Por ejemplo, existe una ley en Grecia por la que el personal

    doméstico de la Conquistadora debe ser respetado. Y sin embargo, en un banquete ofrecido por

    mí, nada menos, un hombre optó por violar esa ley, suponiendo erróneamente que no habría

    consecuencias.

    —Mi señora, ¿estás enfadada commigo?

    —¿Contigo? ¿Por qué iba a estar enfadada contigo? Eres tú quien me ha dado una sorpresa y

    ha hecho interesante mi día.

    —¿Cómo, mi señora?

    —¿Por qué, me he preguntado, me daría mi esclava una flor?

    —No pretendía faltarte al respeto.

    —Eso ya lo sé, muchacha. Ahora dime, ¿qué pretendías con ello?

    —Era la única forma que se me ocurrió de darte las gracias sin sobrepasar mis límites.

    —¿Y qué límites son esos?

    —Las normas que me han enseñado para servirte como es debido.

    —¿Normas que no se pueden desobedecer?

    —No deseo experimentar las consecuencias de tomarme tal libertad, mi señora.

    —¿Se te ocurre una razón lo suficientemente importante como para arriesgarte a cargar

    con las consecuencias?

    —Puede que algún día haya una razón. Ahora mismo, no se me ocurre ninguna.

    —Muy bien.

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    Las dos se quedaron calladas. Xena contemplaba la noche, apoyada en el parapeto.

    Gabrielle no sabía qué se esperaba de ella.

    —Mi señora, ¿preferirías estar sola?

    —Siempre estoy sola, muchacha, tanto si estoy en compañía de otros como si no.

    Gabrielle no conseguía imaginar qué clase de mujer vivía bajo la fachada de la

    Conquistadora. Miró en la misma dirección que la Conquistadora, curiosa por ver qué le resultaba

    interesante a la otra mujer. Sólo había oscuridad, interrumpida por las luces que salían de las

    casas y los edificios que formaban la ciudad. A medida que pasaba el tiempo, Gabrielle fue

    relajándose y dirigió la mirada a las cosas que le interesaban. Al poco, su mente se tranquilizó y se

    sintió en paz.

    Xena había perdido la noción del tiempo. No sabía cuánto llevaban la chica y ella en la

    torre en silencio. Lamentaba que hubiera pergaminos en su mesa a la espera de recibir su

    atención.

    Habló suavemente para no asustar a Gabrielle.

    —Muchacha.

    —Sí, mi señora.

    Todavía apoyada en el parapeto, Xena se volvió hacia su esclava.

    —Cuando estemos solas, puedes acudir a mí con tus preguntas o peticiones. Mientras digas

    la verdad, la única consecuencia será que oirás una respuesta igualmente sincera.

    —Gracias, mi señora.

    Xena se irguió y su estatura volvió a reflejar el poder de la Conquistadora.

    —Gracias, muchacha, por compartir un poco de la velada conmigo.

    Gabrielle se quedó mirando a la Conquistadora cuando ésta se fue. Una vez más, se

    preguntó qué clase de mujer era su ama.

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    Gabrielle se colocó delante de la mesa de la Conquistadora después de disponer el

    desayuno. Llevaba días debatiendo si debía acudir a su ama. Decidió que el riesgo merecía la

    pena, aunque sólo fuese para valorar la sinceridad de lo que le había dicho la Conquistadora.

    —Mi señora.

    La Conquistadora no levantó la vista del pergamino que estaba leyendo.

    —Sí.

    —Tengo una petición.

    —¿Y de qué petición se trata?

    —Deseo aprender a defenderme.

    Xena dejó el pergamino a un lado al tiempo que alzaba los ojos y miró a la chica.

    —El palacio de la Conquistadora no es necesariamente un lugar seguro donde estar,

    ¿verdad?

    Gabrielle no respondió. Temía que tanto si se mostraba de acuerdo como en desacuerdo,

    se arriesgaba a ofender a su ama.

    —¿Qué deseas aprender?

    —Esperaba que tú propusieras algo.

    Xena evaluó a la chica.

    —Yo empezaría con la vara de combate.

    —¿No con una espada?

    —Tienes que aumentar la fuerza del tronco y la destreza. Con la vara lo conseguirás. Más

    adelante, puede que tengas fuerza suficiente para manejar una espada. —Los ojos interrogantes

    de Xena atravesaron a la chica—. Pero, ¿quieres derramar sangre, muchacha?

    —No quiero que nadie vuelva a tomarme nunca contra mi voluntad.

    —¿Y estás dispuesta a matar para impedirlo?

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    —Sí, mi señora.

    —Le diré a Jared que te asigne un maestro. Aprenderás un arte que no había imaginado

    para ti. Por desgracia, estoy de acuerdo, es uno que deberías poseer.

    —Gracias, mi señora.

    Jared desahogó su irritación:

    —Estamos en un punto muerto. Salvo por unas pocas excursiones de los exploradores, las

    tropas de César continúan en su lado de las fronteras.

    Xena comprendía lo que sentía su general. Sin embargo, no estaba dispuesta a actuar sólo

    por dar rienda suelta a la energía reprimida que había contaminado el razonamiento de sus

    hombres.

    —Mantendremos nuestras posiciones. Haz saber a Dimas que si me entero de que uno solo

    de sus soldados insulta a un romano al otro lado de la frontera, haré descuartizar al soldado y

    también a él. Los romanos no van a llevar a Grecia a un juego infantil para ver quién puede más.

    No es el momento de ir a la guerra.

    —Sí, señora.

    —Nos guste o no, Ares no tardará en tener el placer de pasearse por un campo de batalla

    ensangrentado. Por ahora, quiero un inventario actualizado de nuestras armas, así como un

    recuento del personal a cargo de los servicios de suministro. Y vamos a ofrecer a los hombres una

    distracción que empiece a calentarles la sangre para el combate. Prepara tres juegos de guerra

    para la infantería y la caballería, y organiza un concurso de habilidad para nuestros arqueros y

    ballesteros, y cualquier otra diversión que pueda entretenerlos y que no requiera que desenvainen

    las espadas. Tienden a dejarse llevar por el entusiasmo y ahora mismo lo más importante para mí

    es un ejército con todas sus extremidades intactas.

    —¿Juzgarás tú los concursos?

    —Como siempre, observaré con interés.

    —¿Tal vez la Conquistadora querrá competir junto a sus hombres?

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    Targon entró en los aposentos de la Conquistadora con un pergamino. El calor que

    emanaba de la chimenea no era suficiente para aliviar el hielo que tenía en el alma.

    —Majestad, he recibido un informe sobre la suerte de los campesinos de Potedaia.

    La Conquistadora notó el pésimo humor de Targon. Habló sin traicionar su crecienteaprensión:

    —¿La hermana de Gabrielle?

    —Se cree que estaba en un grupo concreto de mujeres capturadas por Draco. Tengo un

    informe completo. —Ofreció el pergamino a la Conquistadora para evitar más preguntas.

    Xena comprendió el raro gesto.

    —Eso es todo.

    Targon agradeció que la Conquistadora hubiera optado por apiadarse de él.

    —Gracias, Majestad.

    Xena esperó a que su administrador cerrara la puerta al salir. Se quedó mirando el

    pergamino, preguntándose qué pesadilla le iba a ser revelada. Draco era un carnicero, y

    descansaba tranquila con el recuerdo de haber puesto fin a su vida con su espada. Soltó la cinta

    que sujetaba el pergamino y lo desenrolló. Las letras de tinta negra daban una descripción

    objetiva de cómo Draco había entregado a todas menos a unas pocas de las mujeres de Potedaia a

    sus hombres como recompensa por su última conquista, reforzando su lealtad al renunciar a la

    suma de dinero que podría haber obtenido vendiendo a las mujeres a los tratantes de esclavos. Los

    hombres se turnaron para violar a las mujeres y, una vez completados los turnos, volvieron a

    empezar. Lo hicieron una y otra vez, hasta que los cuerpos quedaron sin vida. No hubo una pira

    funeraria. Las dejaron tiradas en el suelo. Los animales carroñeros hicieron trizas la carne, hasta

    que no quedó nada que reclamar. El pergamino enumeraba a todas las mujeres que se creía que

    habían sufrido esta suerte. A Xena le temblaban las manos cuando una lágrima solitaria cayó sobreel pergamino, emborronando el tercer nombre: Lila, hija de Herodoto y Hécuba. Incapaz de

    contener su ira, se levantó y, con un grito propio de un lobo herido, tiró el pergamino al fuego.

    Era tarde por la noche cuando Gabrielle bajó por el pasillo de palacio que llevaba a los

    aposentos privados de la Conquistadora. No le habían dado un motivo para la llamada. Que ella

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    Xena había hecho jurar a Targon que guardaría el secreto. La joven Gabrielle sufriría, pero

    sería un sufrimiento menos cruel que la verdad completa.

    Xena se levantó y miró a la chica con el rostro vacío de expresión.

    —Tu aldea fue atacada por Draco.

    La afirmación sorprendió a Gabrielle. La confirmó:

    —Sí, mi señora.

    —Un pequeño grupo de mujeres y tú misma fuisteis separadas del resto.

    Gabrielle asintió.

    —Ésa fue la última vez que viste a tu hermana.

    Gabrielle sintió un temor creciente. Habló con un susurro asustado:

    —Sí.

    Xena avanzó un paso y se puso justo delante de la chica.

    —He averiguado que Lila de Potedaia murió de una fiebre poco después de ser capturada.

    Gabrielle sacudió la cabeza.

    —No... No puede haber muerto. Es la única familia que...

    Xena posó las manos con suavidad en los brazos de Gabrielle.

    —Tu hermana conoce la paz.

    El dolor de Gabrielle subió como una ola. Retorció el cuerpo de un lado a otro, soltándose

    de las manos de Xena.

    —¡No!

    A Xena no le gustó nada la sensación de impotencia que se apoderó de ella.

    —Lo siento.

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    —¡No, no es cierto! ¡Tú eres igual que todos esos asesinos! —Gabrielle descargó el puño

    contra el pecho de Xena una vez y luego otra. La Conquistadora no se defendió del ataque.

    Como había oído ruido, Trevor abrió la puerta de los aposentos de la Conquistadora y se

    asomó. Vio a Gabrielle tirada en el suelo junto a los pies de la Conquistadora. Ésta había oído la

    puerta y miró al guardia. Con un ligero movimiento de cabeza, le indicó que se fuera. Preocupado

    por la escena, vaciló. La Conquistadora se mantuvo donde estaba. Incapaz de encontrar motivo o

    valor para intervenir, el hombre volvió a salir al pasillo y cerró la puerta.

    La pena llevó a Gabrielle a un abismo, vacío y oscuro. Se abrazó a sí misma y se meció

    mientras lloraba sin disimulo.

    Xena miró a la chica. No podía culpar a Gabrielle por la violencia de sus palabras o su

    puño. Sabía lo que era perder a un hermano querido. Xena se arrodilló y, sin decir palabra, cogió a

    la chica entre sus brazos. Gabrielle no se resistió.

    Al cabo de un rato, el llanto de Gabrielle cesó y se quedó dormida, aunque estaba agitada.

    Xena no recordaba cuándo había sido la última vez que había sostenido a otra persona como ahora

    sostenía a la chica. Aunque se le partía el corazón por Gabrielle, su contacto le producía una

    notable calma. Movió su cuerpo para equilibrarse y levantó a Gabrielle en brazos. La chica que

    ahora acunaba en sus brazos parecía horriblemente frágil. Xena fue a la puerta y le dio una

    patada. Trevor abrió la puerta, sorprendido por segunda vez en lo que iba de noche por lo que vio.

    Xena susurró:

    —Ven conmigo.

    El guardia acompañó a la Conquistadora hasta el alojamiento de Gabrielle. Comprendiendo

    su tarea sin que se le dijera, abrió la puerta y se hizo a un lado, observando mientras la

    Conquistadora colocaba a Gabrielle con delicadeza en la cama y la tapaba con dos gruesas mantas.

    La Conquistadora se quedó al lado de la cama. No quería marcharse. Al cabo de un momento, se

    dio la vuelta y salió de la habitación. Trevor la siguió, cerrando la puerta.

    Xena habló en voz baja:

    —Dile a Makia que se ocupe de Gabrielle. Dile que Gabrielle debe descansar. —La mirada

    de Xena se posó en la puerta cerrada—. Hoy he averiguado que la hermana de Gabrielle está

    muerta.

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    Los ojos de Trevor se apartaron de la Conquistadora, fueron a la puerta y volvieron a la

    Conquistadora. Ahora comprendía lo que había ocurrido entre las dos mujeres. Contrariamente a

    lo que temía, Gabrielle no había sufrido abusos. Sintió una admiración creciente por la

    Conquistadora. Compartiría lo que había visto con el resto de la Guardia Real.

    —Lamento la pérdida de Gabrielle, señora.

    Xena percibió la sinceridad en las palabras del joven soldado. Asintió y regresó a sus

    aposentos, presa de su propia pena inconsolable.

    Jared entró en los aposentos de la Conquistadora sin ser anunciado. Xena estaba en el

    balcón. El general fue hasta ella. Xena había estado observando la creciente actividad. Miró por

    encima del hombro.

    —¿Qué noticias hay?

    —Gaugan se mueve contra Grecia.

    Xena se volvió a Jared.

    —¿Quién cabalga con él?

    —Nadie.

    Xena fue a su mesa. Ya había colocado encima un mapa del sur de Grecia.

    —Informe de daños.

    Jared la siguió a la mesa.

    —Se ha apoderado del puerto de Pilos y de tres pueblos cercanos.

    —¿Qué ha hecho Paulos al respecto?

    —Avanza desde Esparta.

    —¿Alguna señal de una invasión por mar?

    —No. No tenemos motivo para creer que esté colaborando con Roma.

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    —Entonces, ¿en qué está pensando Gaugan?

    —No piensa. Está furioso.

    —¿Furioso? ¿Y porque está furioso va a sacrificar la vida de la familia que le queda y de su

    milicia? Si Gaugan sobrevive, llorará para toda la eternidad. —Xena se sentó—. Qué días tanamargos son éstos, Jared.

    —¿Estás pensando en la muchacha?

    Xena ladeó la cabeza. Jared suponía más de lo que hasta ella estaba dispuesta a confesarse

    a sí misma.

    —La chica ha perdido a una hermana por la fiebre. Eso no puede compararse con lo que

    tendremos que ver en las próximas semanas. Prepárate para marchar hacia el sur. Me apetece unabuena pelea.

    Al día siguiente, cuando el amanecer teñía el horizonte, la Conquistadora salió al frente de

    la Guardia Real por las puertas de Corinto rumbo a Trípolis. Desde la ventana de su cuarto,

    Gabrielle contempló el desfile. No veía a la Conquistadora desde que se había enterado de la

    muerte de su hermana. Makia le había dicho que debía tener tiempo para hacer el duelo. Gabrielle

    deseaba haber podido hablar con la Conquistadora antes de su marcha, aunque no sabía qué le

    habría dicho a su ama.

    Los criados y esclavos de palacio hicieron lo posible por seguir con sus tareas, aunque las

    que eran específicas para la Conquistadora quedaron suspendidas. Makia permitió que los que

    estaba a su mando tuvieran más tiempo para el ocio. Les aseguró a todos que cuando la

    Conquistadora regresara victoriosa, tendrían que trabajar mucho para ocuparse del servicio

    exigido por el inevitable aumento de la actividad en la corte.

    El talento de Gabrielle como narradora estaba más solicitado que nunca por suscompañeros y por los soldados del Primer Ejército que permanecían acuartelados en la ciudad. Su

    tono cambió y se dedicó a tejer relatos de guerra. Conocía a muchos de los hombres de la Guardia

    Real y deseaba verlos regresar sanos y salvos. Los triunfos parecían menos gloriosos y las derrotas

    más espantosas. Cuando describía a un héroe, la imagen de la Conquistadora flotaba en su mente.

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    Había pasado más de una luna cuando el palacio recibió noticia de que la Conquistadora

    regresaba a Corinto. La batalla contra Gaugan había sido rápida y decisiva. Geldpac, un miembro

    veterano de la Guardia Real, enviado a Corinto por delante de las fuerzas de la Conquistadora, se

    sentó encima de una de las mesas más grandes de la cocina de palacio. Estaba rodeado de

    hombres y mujeres del servicio, ansiosos por oír lo que había ocurrido en el sur. No disfrutaba

    contándolo. Los actos de la Conquistadora habían sido los más brutales que había visto en su vida.

    No hubo piedad. Gaugan se le había escapado, pero los miembros de su familia no. Todos los

    varones adultos fueron crucificados. Las mujeres y los niños, acostumbrados al lujo, quedaron en

    la miseria. Se rumoreaba que se había acostado con una serie de delatores de ambos sexos que

    tenían la esperanza de que si satisfacían a la Conquistadora, ésta decidiera no condenarlos a

    muerte. Dio igual. Por la mañana, sus cabezas, junto con las de todos los demás colaboradores

    capturados el día anterior, quedaron clavadas en sendas estacas.

    Gabrielle estaba sentada en silencio al lado de Makia. Advirtió que Makia meneaba lacabeza con desesperación.

    —¿Qué pasa?

    —La Conquistadora se ha perdido de nuevo.

    —¿Qué quieres decir?

    —Tú no sabes, Gabrielle, cómo puede ser. No has visto cómo su corazón se vuelve negro de

    odio.

    —La vi matar al hijo de Gaugan.

    —Eso no fue más que un juego de niños. Geldpac describe una maldición que hacía tiempo

    que no veíamos, pero que siempre hemos sabido que podía volver sin previo aviso. Lo único bueno

    que veo en esto es que estamos advertidos. Cuando la Conquistadora regrese, ten cuidado de cómo

    te presentas ante ella. Estará distinta, y si cometes un error, nadie podrá ayudarte.

    —¿Tan terrible puede ser?

    —Sí, créeme.

    Durante las dos semanas siguientes a su regreso, la Conquistadora se mantuvo a solas

    cuando no estaba en la corte. Cada día Gabrielle servía la bandeja del desayuno de la

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    Conquistadora. Tanto si la Conquistadora estaba trabajando en su mesa como si estaba en el

    balcón contemplando la ciudad que empezaba a despertarse, no se decía una sola palabra.

    En este día, Gabrielle se fijó en que había un puñal en la mesa de la Conquistadora. Ésta

    estaba sentada leyendo y con el pulgar izquierdo acariciaba el mango negro tallado. A Gabrielle le

    dio la impresión de que la Conquistadora estaba esperando a tener un motivo para usarlo.

    —¿Mi señora? —Gabrielle se apostó la vida a que el puñal no era para ella.

    Xena levantó la vista de la mesa.

    —¿Estás bien, mi señora?

    —¿Por qué lo preguntas?

    Gabrielle dudó. Le costaba encontrar las palabras que transmitieran su preocupación y

    justificaran la interrupción.

    —Pareces cambiada.

    Una parte de Xena quiso atacar a la chica. Al ver la preocupación auténtica de la chica,

    volcó la violenta emoción hacia dentro para sujetarla con su formidable voluntad. No fue el tono

    de la Conquistadora lo que traicionó su lucha interna. Fueron sus palabras.

    —La guerra es dura para el alma.

    —¿Hay algo que pueda hacer por ti?

    Xena respondió suavemente:

    —Sigue ahora con tus tareas.

    —Sí, mi señora.

    Xena pensó que la chica había sido la única que se había interesado. Ni siquiera Jared o

    Targon se atreverían a abordar el tema de su ira sofocante.

    Gabrielle tenía intención de marcharse. Tenía intención de esperar a un momento en que

    la Conquistadora estuviera más accesible. Se dio cuenta de que no había forma de saber cuándo

    podría llegar ese momento.

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    —Mi señora.

    Xena miró a la chica y esperó.

    —Te debo una disculpa.

    —¿Por qué? —Xena se quedó desconcertada ante la culpabilidad de la chica.

    —No debería haber dicho lo que te dije cuando me comunicaste la muerte de mi hermana.

    Aquella noche le parecía a Xena que había sucedido hacía una vida entera.

    —No pasa nada.

    —Lo siento de verdad.

    —Te creo.

    —Gracias, mi señora.

    La marcha de Gabrielle dejó a Xena sola en sus aposentos. En cada uno de los dos rincones

    de la habitación que tenía delante, Xena veía una imagen de sí misma, una de la mujer en que se

    había convertido al dejar Corinto, la Conquistadora, la oscuridad de una guerrera consumida por la

    sed de sangre, que hacía equilibrios al borde de la locura, más bien un animal que jamás podría

    saciar su deseo no sólo de dirigir, sino de dominar a la manada. En el otro rincón, Xena de

    Anfípolis, la ingenua idealista que adoraba a su hermano Liceus, quería a su madre y toleraba a su

    hermano mayor Toris, más débil. En realidad, no era ninguna de las dos. Eso daba pie a la

    pregunta, “¿quién era?” No podía responder a la pregunta con ninguna certeza. Se planteó una

    pregunta más importante: “¿quién quería ser?” Se le ocurrió una respuesta, pero le pareció

    improbable y no quiso pensarla más que un momento.

    Targon estaba de pie ante la mesa de la Conquistadora. Llevaba siete pergaminos enprecario equilibrio en los brazos. La Conquistadora estaba impaciente por librarse de él y de todos

    los asuntos domésticos que le traía.

    —¿Hay algo más en esos pergaminos tuyos que requiera mi atención?

    —Majestad, ¿el general Jared te ha hablado de Gabrielle?

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    Eso despertó el interés de Xena.

    —¿Qué pasa con Gabrielle?

    —Cuando no está llevando a cabo sus tareas domésticas, pasa gran parte de su tiempo en la

    enfermería contando historias a los heridos. Aprecian mucho sus visitas. Dalius ha comentado queha mejorado la moral.

    El nerviosismo de Targon no le pasó desapercibido. Xena escuchaba atentamente,

    adivinando ya la pregunta de su administrador.

    Éste continuó:

    —El general Jared ha sugerido que las tareas domésticas de Gabrielle se reduzcan varias

    marcas al día para que pueda pasar más tiempo con los heridos.

    —Targon, tú diriges mi casa por mí. Para eso estás a mi servicio. ¿Por qué acudes a mí con

    esto?

    —Queríamos...

    —¿Queríamos? —La Conquistadora arrugó la frente.

    —Dalius, el general Jared y yo queríamos asegurarnos de que estuvieras de acuerdo en

    dejar que Gabrielle emplee su tiempo contando historias.

    —¿Por qué no iba a estar de acuerdo?

    —Creíamos que era posible que pensaras que un miembro de tu servicio debería tener

    ocupaciones más prácticas.

    —Yo considero la moral de mis hombres digna de mis recursos. Parece que estamos de

    acuerdo.

    —Sí, Majestad.

    —¿Alguien le ha comunicado a Gabrielle este grandioso plan que habéis pergeñado entre los

    tres?

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    —No, Majestad. Dada la posibilidad de que quisieras que sus tareas continuaran como

    están, no queríamos alimentar sus esperanzas para luego tener que decepcionarla.

    —Todo un detalle por vuestra parte. —Xena se estaba divirtiendo. Como sospechaba que la

    chica podía empeñarse en cumplir con sus viejos deberes al tiempo que los nuevos, Xena optó por

    asegurarse de que los cometidos de la esclava no aumentaran—. Supongo que adquirirás otra

    esclava que complete las anteriores tareas de Gabrielle.

    —Inmediatamente, Majestad.

    —Y Targon, no me opongo a que le preguntes a Gabrielle cuáles de sus actuales deberes

    prefiere conservar.

    —Así se hará.

    —Muy bien. Te veré después de la comida de mediodía.

    Targon se inclinó y salió de la habitación.

    Xena se preguntó quién le traería el desayuno al día siguiente. ¿Elegiría Gabrielle continuar

    con su tarea diaria de servir el desayuno a la Conquistadora?

    Xena estaba fuera, en el balcón, contemplando la salida del sol por el horizonte. Comotodos los días a esta hora, oyó que se abría la puerta de sus aposentos.

    —Buenos días, mi señora.

    Xena sonrió. Ya tenía la respuesta a su pregunta. Gabrielle había elegido continuar

    sirviéndole. Xena se sintió complacida al saberlo. En el tono de la chica se advertía una nueva

    ligereza. Como quería confirmar su impresión, controló sus rasgos y se volvió hacia la esclava.

    Gabrielle sonreía abiertamente con la bandeja en las manos.

    —Buenos días tengas tú, muchacha.

    Aunque el rostro de la Conquistadora permanecía estoico, Gabrielle vio que los penetrantes

    ojos azules de su ama habían recuperado el brillo que les faltaba desde su regreso a Corinto.

    —Mi señora, quiero darte las gracias por dejarme contar mis historias.

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    Xena se acercó a la chica y le quitó la bandeja de las manos.

    —Ha sido idea del general Jared. Dale las gracias a él.

    Gabrielle, sobresaltada por la ayuda inopinada de la Conquistadora, recuperó el habla.

    —Ya lo he hecho, mi señora.

    Xena dejó la bandeja en la mesa y cogió la taza de té antes de hacerse a un lado para

    dejar sitio a Gabrielle para que ésta terminara de disponer el desayuno. Gabrielle se acercó y

    colocó en silencio los platos y la jarra.

    Xena disfrutaba teniendo a la chica cerca de ella. Había llegado a considerar a Gabrielle

    como parte de su vida cotidiana. La chica traía calma a la habitación. Xena se sentía relajada en

    presencia de alguien que no le tenía miedo ni pretendía nada de ella.

    Una vez terminada su tarea, Gabrielle preguntó:

    —¿Necesitas algo más, mi señora?

    Xena sintió una punzada de cariño por la chica. Estos sentimientos de ternura llevaban

    mucho tiempo dormidos. La Conquistadora que llevaba dentro sabía que si se dejaba llevar por lo

    que sentía, perdería justamente lo que había llegado a valorar. Quería darle a la chica algo a

    cambio, pero le costaba hacerlo sin comprometer su posición como ama de Gabrielle.

    —¿Cuántos vestidos tienes, muchacha?

    —Dos, mi señora. —Como no quería dar una falsa impresión con respecto a su vestuario,

    Gabrielle añadió—: Y una falda y dos blusas que me pongo para el trabajo más pesado.

    —A los hombres les vendría bien que te presentaras ante ellos con aspecto atractivo.

    Gabrielle se sintió herida por el comentario de la Conquistadora.

    —Mi señora, te pido perdón si mi aspecto te desagrada.

    Xena entendió el cambio de Gabrielle como lo que era y lamentó haberle quitado a la chica

    su dignidad con tan poco tacto.

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    —No me has entendido. Eres bella por naturaleza y es la ropa que te ha proporcionado el

    reino la que te hace un mal servicio. Si te parece bien, le diré a Makia que te dé unos cuantos

    vestidos nuevos apropiados para una narradora del reino.

    Gabrielle se animó.

    —Eres muy generosa, mi señora.

    La Conquistadora oyó las risas cuando estaba en medio del patio con Jared. Volcó su

    atención en el origen, la enfermería.

    —Parece que hay alguien más que los enfermos y los heridos con nuestra narradora.

    —Los guardias se han aficionado a visitar a sus hermanos con más regularidad. La comida

    del mediodía es un buen momento para visitarlos sin descuidar sus deberes.

    Xena echó a andar hacia el edificio. Jared la acompañó.

    —Así que la moral va bien.

    —Muy bien.

    —Gabrielle parece más contenta.

    —Yo diría que sí.

    —Os hago igualmente responsables a Targon, a Dalius y a ti de su bienestar. Si tenéis la

    más mínima sospecha de que se está quedando agotada de nuevo por sus deberes, quiero que

    solucionéis el problema. Y, por el bien de la moral, la solución no consistirá en prohibirle contar

    historias.

    Jared sonrió.

    —Comprendido, señora.

    —Bórrate esa sonrisa de la cara, Jared, o corres el riesgo de que la Conquistadora tenga un

    despiste la próxima vez que entrenemos.

    La sonrisa de Jared se hizo más amplia.

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    —No me gustaría que eso ocurriera, señora.

    Xena le dio un manotazo en broma al general en la tripa.

    —He averiguado que si me quedo al lado del poste de las caballerías, oigo bien la voz de

    Gabrielle y puedo disfrutar de sus historias. Ella no me ve, así que no tengo que preocuparme deque se sienta intimidada por mi presencia.

    —Jared, tú no eres capaz de intimidar ni a un cachorro.

    —Pero tú sí, señora.

    Se detuvieron junto al poste de las caballerías. La Conquistadora paseó la mirada por el

    patio con cara severa. Se apoyó en el poste sin dejar de observar la actividad que tenía delante.

    Su oído estaba concentrado en la bonita voz de Gabrielle que sonaba detrás de ella. No iba a ser laúltima vez que la Conquistadora decidiera reunirse con su general durante la comida del mediodía,

    ni iba a ser la última vez que su reunión los llevara hasta el poste de las caballerías.

    Gabrielle estaba delante de su armario contemplando sus cinco vestidos. Los últimos que

    había añadido estaban cortados con precisión de acuerdo con sus medidas. Le habían dado la

    posibilidad de escoger la tela y comentar los modelos. Nunca había tenido ropa tan buena.

    Reflexionó sobre el tiempo que había transcurrido desde que la compraron para el servicio

    doméstico de la Conquistadora. Su vida había ido cambiando poco a poco a mejor. Habían pasado

    tres lunas desde que Leah y ella se habían trasladado a la habitación que compartían. Se sintió

    aliviada al librarse de la sala común, donde había mucha menos privacidad.

    Leah era una buena compañera de cuarto. Un par de veranos mayor que Gabrielle, Leah

    había adquirido un punto de vista cínico sobre la vida. Gabrielle no podía echárselo en cara. Y sin

    embargo, Gabrielle se estaba hartando de las quejas de Leah sobre la vida en palacio. De estatura

    igual a la de Gabrielle, pelo castaño, ojos almendrados, nariz pequeña y respingona y pómulosmarcados, Leah utilizaba su belleza para seducir a los criados y esclavos varones, buscando

    siempre un favor a cambio. Por acuerdo tácito, Leah mantenía sus líos fuera de su cuarto.

    Gabrielle había recuperado las fuerzas. La Conquistadora le había dicho la verdad. En la

    casa de la Conquistadora tenía buenos alimentos, ropa y alojamiento. Aunque trabajaba de la

    mañana a la noche, sus tareas variaban en dificultad. Esto era así para todos los esclavos. Ni un

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    solo esclavo trabajaba excesivamente a costa de otro. El servicio se organizaba de manera

    equitativa con pocas distinciones entre los esclavos. Los criados tenían más ventajas. Trabajaban

    menos horas, se les daba una paga más generosa, cuartos más cómodos para dormir y eran libres

    de moverse por donde quisieran sin tener que comunicar primero a un supervisor dónde iban y

    cuándo iban a regresar.

    Gabrielle se había fijado en que Makia exigía mucho a todos los recién llegados al servicio,

    ya fuesen esclavos o criados. También se había fijado en que, cuando los nuevos miembros del

    servicio demostraban su valía, Makia les daba mucha más libertad.

    Durante la pasada luna, Gabrielle había tenido el placer añadido de hacer compañía a los

    heridos. Además de contar historias, había realizado pequeñas tareas como enfermera. Dalius

    alimentaba su deseo de dar consuelo. La gratitud de los hombres no conocía límites. Se había

    ganado la admiración de la Guardia Real y, a pesar de que continuaba entrenando con las armas,

    no dejaban de proporcionarle escolta cada vez que iba al mercado o deseaba explorar la ciudad. A

    Gabrielle le resultaba irónico que donde más a salvo se sentía fuese en medio de los guerreros más

    mortíferos de Grecia, por no decir del mundo conocido.

    —¿Qué vestido te vas a poner? —dijo Leah al entrar en su cuarto.

    —Nunca pensé que podría tener el problema de tener que decidir entre tantos vestidos.

    —Somos afortunadas de contar con el favor de la Conquistadora.

    —¿Es que lo tenemos?

    —Yo diría que sí. Somos bonitas y a ella le gusta lo bonito. —Leah hizo una reverencia con

    coquetería.

    —¿Alguna vez te ha tocado?

    —No. —Leah se echó a reír por la absurda idea.

    —No pareces... preocupada.

    —¿Por qué iba a estarlo? La Conquistadora no se acuesta con esclavos. Si lo hiciera, a lo

    mejor me libraba por completo del trabajo que hago. Pero no me quejo. Lo único que tengo que

    hacer es servirle el vino por las noches a esa odiosa asesina con una sonrisa. Es un precio pequeño

    que pagar por la comodidad que me supone.

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    —¿Alguna vez habla contigo?

    —¿Que si me habla? Nunca le he oído decir nada que no sean órdenes. Ésa no sabe hablar

    como una persona de verdad.

    Gabrielle volvió a concentrarse en sus vestidos.

    —Yo me pondría el verde. Va bien con tus ojos —sugirió Leah.

    —¿Tú crees?

    Leah se echó a reír.

    —¿Es que no te das cuenta de que la mitad de los hombres de la Guardia están enamorados

    de ti?

    —No es cierto —protestó Gabrielle con sinceridad.

    —¡Claro que sí! Gabrielle, tú tienes algo que ellos desean. Ya va siendo hora de que sepas

    que puedes usar tu belleza para sacar provecho.

    —Yo no quiero ser así.

    —No seas boba. ¿O es que te crees demasiado buena?

    —Leah, yo quiero amor.

    —Gabrielle, somos esclavas. ¡Esclavas! ¿Cómo puedes imaginar siquiera que podemos

    recibir amor?

    —No seremos esclavas para siempre. A ti sólo te queda un año para recibir la libertad.

    —Y a ti te quedan más de dos para que la Conquistadora te deje marchar. No puedes

    contar con el futuro. Puede ocurrir cualquier cosa. Fíjate en lo que hizo el señor Gaugan. Un díade estos alguien va a matar a la Conquistadora y sus normas domésticas darán igual. Seremos

    esclavas hasta el día en que muramos.

    —Yo creo en... creo que la Conquistadora no se dejará matar fácilmente.

    —Espero que tengas razón.

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    —Ruego a los dioses que tengas una muerte lenta y dolorosa.

    —Tú primero, Gaugan. —La Conquistadora se adelantó y le clavó un puñal en el estómago y

    luego fue cortando hacia arriba despacio, centímetro a centímetro, mientras los soldados lo

    sujetaban en el sitio. La Conquistadora volvió a bajar el puñal y luego trasladó la hoja hacia la

    izquierda, cortando más carne. Trazó medio círculo con el puñal y luego cortó hacia la derecha.

    Gaugan gritaba de dolor. La Conquistadora sacó el puñal.

    —¿Dónde más debería cortarte, Gaugan? Si te corto la lengua, ¿chillarás más o menos?

    El horror de la escena dejó atónita a la esclava. Una jarra de vino rota, que sus manos

    soltaron sin darse cuenta, se hizo añicos a los pies de Gabrielle.

    En la sala se había hecho un silencio palpable. El estampido de la jarra rebotó en las

    paredes y en el oído de la Conquistadora. Ésta miró por la sala hasta que descubrió el origen delestrépito. La chica estaba a un lado, medio oculta por una columna. Xena se acercó a Gabrielle,

    sujetando el puñal con firmeza. A un brazo de distancia, Gabrielle retrocedió atemorizada. Un

    soldado se colocó detrás de ella y le puso la mano en el hombro, y no supo si era para detenerla o

    para reconfortarla.

    La mirada de Xena atravesó a la chica. Xena se fijó en el miedo y el asco de Gabrielle. La

    chica acababa de ver por primera vez a la auténtica Conquistadora. Era evidente que no le gustaba

    lo que veía. A Xena le sorprendió descubrir que no tenía palabras que ofrecer a la chica. No había

    nada que decir. En ocasiones como ésta, los actos contaban más que las palabras. Volvió donde

    estaba Gaugan. Asintió y los dos soldados lo sostuvieron lo más erguido posible. Con un rápido

    movimiento de muñeca, el puñal atravesó el corazón de Gaugan. Se desplomó muerto. Su muerte

    no había sido tan lenta como pretendía la Conquistadora originalmente. Sin volverse a mirar a

    Gabrielle, Xena se dirigió al joven soldado:

    —Anton, llévate a la chica de aquí.

    Aunque la Conquistadora no había visto al guardia más veterano, Anton se inclinó.

    —Sí, señora. —Apretó el hombro de Gabrielle con delicadeza y luego se la llevó de vuelta a

    la cocina.

    Anton y Gabrielle entraron en la cocina. Makia se fijó en la estremecida chica.

    —¿Qué ha ocurrido?

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    Las lágrimas de Gabrielle caían sin control. Las náuseas que sentía le provocaron una

    arcada. Corrió a un rincón donde había un cubo de fregar vacío y vomitó. Siguió presa de las

    arcadas incluso cuando ya no le quedaba nada que echar.

    Anton informó a Makia discretamente de lo que había ocurrido en el banquete mientras la

    cocinera jefa seguía dirigiendo la preparación y el servicio de la comida. La mujer mayor quería

    consolar a la joven, pero no tenía tiempo. Cogió un paño mojado y se agachó junto a Gabrielle,

    entregándoselo.

    —Arréglate un poco y luego hablamos.

    Gabrielle cogió el paño agradecida y se limpió la cara.

    —Lo siento.

    —No tienes por qué. Me preocuparías si ver cómo matan a un hombre no te pusiera

    enferma.

    Gabrielle cambió de postura para poder apoyarse en la pared.

    —¿Por qué lo ha hecho?

    —No le quedaba más remedio —intervino Anton—. Gaugan ha sido responsable de la muerte

    de veintidós guardias, hombres a quienes considerábamos nuestros hermanos. Lo que laConquistadora le ha hecho a Gaugan sólo ha sido lo que él le habría hecho a ella.

    —No por eso está bien.

    —Sí está bien. Pero no es fácil de ver.

    Gabrielle se levantó, sin dejar de usar la pared para sostenerse.

    —¿Sois todos como ella?

    —Si te refieres a los guardias, yo diría que no. Pero aspiramos a ser dignos del aprecio de la

    Conquistadora.

    —No os entiendo.

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    —Y yo espero que nunca llegue el día en que lo hagas, porque para entendernos debes ver

    lo que hemos visto nosotros, y eso no se lo deseo a nadie.

    —¿Por qué no os marcháis?

    —Porque tenemos recuerdos. No podemos olvidar, y lo cierto es que no queremos. Mientrasgobierne la Conquistadora, los señores de la guerra ya no cogerán a nuestras aldeas como rehenes,

    el pueblo de Grecia ya no formará parte de las listas de esclavos, y habrá alimentos de sobra para

    comer. Gaugan quería destruir el reino.

    Gabrielle se dio la vuelta y se fue a su cuarto. Agotada, se tumbó en la cama y se quedó

    dormida sin desvestirse. Su opinión sobre la carnicería cometida por la Conquistadora se

    enfrentaba al valor que daba a la vida que le había dado la Conquistadora. No había manera de

    conciliar ambas cosas.

    Durante tres días consecutivos, Gabrielle sirvió el desayuno de la Conquistadora en una

    habitación vacía. Aunque se sentía tentada, Gabrielle no tenía valor para ir en busca de la

    Conquistadora penetrando en su dormitorio. Otros criados veían apenas a su ama de vez en

    cuando. En todo el palacio reinaba una atmósfera de cautela.

    Gabrielle buscó a la Conquistadora. Subió las escaleras del palacio hasta la torre. La

    Conquistadora estaba allí sola, apoyada en el parapeto, como era su costumbre. Como no sabía siGabrielle buscaba la soledad o su compañía, Xena decidió no darse por enterada de su presencia

    para darle a la chica la oportunidad de marcharse. Oyó la respiración acompasada de Gabrielle. La

    chica se había quedado.

    Xena levantó los ojos del horizonte hacia el cielo.

    —Las nubes se han apoderado del cielo. Esta noche sólo se ven unas pocas estrellas.

    —Mi señora, ¿puedo hablar con franqueza?

    —Puedes. —Xena no cambió de postura.

    —Tengo una petición. He hablado con Dalius. Con tu permiso, me gustaría ser su aprendiza.

    Xena no pudo evitar preguntarse si la solicitud de Gabrielle se debía en parte a un deseo de

    no volver a servirle directamente. Xena tendría pocos motivos para ver a la chica en la

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    enfermería. Cerró los ojos y repasó todo lo que sabía y había observado sobre Gabrielle. Tomó la

    medida completa a la chica y no encontró faltas en ella. La petición, aunque inesperada, era

    razonable.

    —Sanadora. Será un buen oficio para ti cuando dejes mi servicio, mejor que fregar suelos y

    servir bandejas de desayuno, aunque siempre podrías ser bardo... Tienes mi permiso. Se lo diré a

    Targon.

    —Gracias, mi señora.

    Gabrielle esperó a que la Conquistadora continuara la conversación o la despidiera. Sólo

    hubo silencio entre las dos. Gabrielle se dio la vuelta para marcharse.

    Se le ocurrió una cosa.

    —Mi señora.

    Xena se volvió y sus ojos se encontraron con los de la chica.

    —Seguiré sirviéndote el desayuno antes de comenzar mi jornada en la enfermería.

    Gabrielle captó el amago de una sonrisa en el rostro de la Conquistadora.

    —Pues te veré mañana.

    —Sí, mi señora. —Dicho lo cual, Gabrielle salió de la torre.

    Targon entró en la enfermería. Gabrielle estaba cosiéndole una mejilla herida a un guardia

    real mientras Trevor observaba.

    Gabrielle le tomó el pelo al guardia:

    —Endres, ahora tendrás una bonita cicatriz para impresionar a las mujeres.

    Trevor añadió:

    —Y si sobornas bien a tus hermanos de la Guardia, no les diremos que tropezaste con tus

    propios pies cuando la Conquistadora te atacó con su espada.

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    Gabrielle se quedó quieta.

    —¿Esto lo ha hecho la Conquistadora?

    —Endres puede dar gracias a los dioses por haber estado entrenando con la Conquistadora y

    no con uno de nosotros menos hábil. Detuvo el golpe para evitar cortarle la cabeza.

    Gabrielle cortó el hilo.

    Endres se volvió hacia Gabrielle y sonrió.

    —Por una vez, señorita, Trevor no miente. Y también he tenido suerte de que la

    Conquistadora estuviera de buen humor. No comentó nada sobre mi torpeza y hasta me ofreció la

    mano para ayudarme a levantarme.

    Gabrielle colocó una gasa sobre la herida de Endres.

    —A lo mejor pensaba que el corte bastaba para darte una lección.

    —Eso no le ha impedido otras veces corrernos a patadas