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Matheson Richard - Duelo Y Otros Relatos

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INDICE

DUELO

EL EXAMEN

EL TERCERO A PARTIR DEL SOL

NACIDO DE HOMBRE Y MUJER

EL FLORECIMIENTO DE LAS

CORTESANAS

E L HE RM ANO D E LAS M ÁQ UINAS

LOS VAMPIROS NO EXISTEN

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DUELO

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DUELO RICHARD MATHESON

A las 11 y 32 de la mañana, Mann pasó al camión. Se dirigía hacia el oeste, con rumbo a San Francisco. Era jueves y extrañamen-te caluroso para ser abril. Se había quitado la chaqueta del traje y la corbata, y su camisa lucía el cuello abierto y sus puños estaban arremangados hasta los codos. La luz del sol bañaba su brazo izquierdo y parte de su regazo. Podía sentir el calor atravesando sus pantalones oscuros mientras conducía por la carretera estatal de dos carriles. En los últimos veinte minutos, no había nota-do ningún otro vehículo transitando en una dirección o en la otra. Entonces vio al camión adelante, remontando un tramo en pendiente entre dos altas colinas verdes. Pudo sentir la tracción demoledora de su motor y vio una sombra doble en la carretera. El camión acarreaba un acoplado. No prestó especial atención a los detalles del camión. Al ubicarse detrás de él, enfiló su coche hacia el carril opuesto. La carretera presentaba adelante mu-chas curvas ciegas y no se animó a adelantarse hasta que el camión hubiera cruzado las colinas; así que esperó hasta que el camión rodeara una curva hacia la izquierda en el descenso; entonces, viendo el camino libre, pisó el ace-lerador y dirigió su coche por la senda opuesta. Mantuvo la velocidad hasta que pudo ver al camión en el espejo retrovisor antes de volver al carril dere-cho. Mann observó el panorama rural que se le presentaba por delante. El horizonte era una serie de cadenas montañosas hasta donde podía divisar y todo alrede-dor, verdes colinas onduladas. silbó suavemente mientras desaceleraba el co-che y sus neumáticos crepitaron en el pavimento. Al pie de la colina, atravesó un puente de concreto y, volviendo su mirada hacia la derecha, vio un riachuelo seco cubierto de rocas y grava. Mientras se alejaba del puente, notó un parque de casas rodantes acampadas al costado de la ruta. ¿Cómo podría alguien vivir en estos lugares? pensó. Al ver el letrero CEMENTERIO DE MASCOTAS sonrió. Tal vez a las personas en esos remolques les guste estar cerca de las tumbas de sus perros y sus gatos. Ahora, la carretera por delante era una línea recta. Mann, siempre con el sol en su brazo y en su regazo, se abandonó a la deriva de sus pensamientos. Se preguntó que estaría haciendo Ruth en estos momentos. Los niños, natural-mente, estarían en la escuela y volverían a casa en algunas horas. Tal vez Ruth estuviera de compras; los jueves son los días en que ella usualmente sa-le. Mann la visualizó en el supermercado, metiendo artículos diversos en la ca-nasta del carrito. Deseó estar con ella, en lugar de emprender este enésimo viaje de ventas. Le quedaban aún algunas horas de recorrido antes de alcanzar San Francisco; tres días pernoctando en hoteles y comiendo en restaurantes, con la esperanza de conseguir algunos contactos interesantes y desde luego, las probables decepciones. Suspiró; luego, impulsivamente, estiró el brazo y prendió la radio. Hizo girar el sintonizador hasta encontrar una estación que transmitía música suave, innocua. Canturreó un poco, con los ojos casi fuera de foco en el camino por delante. Se quedó aturdido cuando el camión se le adelantó atronadoramente sobre su izquierda, haciendo oscilar ligeramente el auto. Observó al camión y su aco-plado cerrarle el paso abruptamente sobre su carril y frunció el ceño al tener que aminorar la marcha para mantenerse a una distancia segura del acoplado. ¿Qué pasa contigo? Pensó.

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Le dirigió al camión una mirada escrutadora. Era un enorme transporte de combustible, remolcando un tanque cisterna, cada uno de ellos con seis pares de ruedas. No era nuevo: estaba oxidado aquí y allá y lleno de abolladuras, casi a punto de jubilarse. Los tanques estaban pintados torpe y descuidada-mente, de un color entre plateado y sucio. Mann se preguntó si ese trabajo de pintura lo habría hecho el camionero por sí mismo. Su mirada derivó desde la palabra INFLAMABLE impresa en la parte trasera del tanque del acoplado, le-tras rojas sobre un fondo blanco, hasta las líneas paralelas de pintura roja re-flectante que bajaban y se perdían en la mugre de los inmensos faldones de caucho, que aleteaban cimbreantes tras las ruedas traseras. Las líneas reflec-tantes lucían como si hubieran sido toscamente pintadas con un esténcil. El conductor debe ser un transportista independiente, pensó, y no muy próspero, dado el aspecto general de su transporte. Le dio una ojeada a la matrícula del remolque. Era de California. Mann chequeó su velocímetro. Se mantenía estable a 85 kilómetros por hora, como hacía siempre cuando conducía en carretera abierta. El camionero ha de-bido moverse por lo menos a 115, para haberlo pasado tan rápidamente. Eso parecía un poco extraño. ¿No se supone que los camioneros están obligados a conducir a una velocidad prudente? Hizo una mueca de asco al recibir el olor del caño de escape del camión y lo miró. Era un tubo vertical a la izquierda de la cabina. Expulsaba un humo tan espeso que formaba una nube que oscurecía el costado y la parte trasera del acoplado. Cristo, pensó. Con toda la manija que se está dando sobre la conta-minación ambiental, ¿Por qué se sigue tolerando esta clase de cosas en las ca-rreteras? Ceñudo por la constante humareda, experimentó una pequeña náusea. Sabía que no podía quedarse detrás del camión mucho tiempo. Tendría que adelan-tarse al camión otra vez o disminuir la velocidad, pero no podía darse el lujo de retrasarse; ya bastante atraso tenía. Si seguía manteniendo los 85 kilómetros por hora hasta el final, apenas llegaría a tiempo para su cita de esta tarde. No, tendría que adelantarse. Oprimiendo el acelerador, giró a la izquierda hacia la senda opuesta. Ningún vehículo adelante. El tráfico de hoy en esta ruta parecía casi inexistente. Acele-ró a fondo y comenzó a adelantarse al camión. A medida que lo pasaba, lo fue recorriendo con la vista. La cabina del conduc-tor estaba demasiado alta para ver adentro. Todo lo que pudo llegar a divisar fue el dorso de la mano izquierda del conductor en el volante. Era robusta y oscuramente bronceada, con grandes y nudosas venas. En el momento en que Mann pudo ver el camión en el espejo retrovisor, giró de regreso a la mano derecha de la ruta. Sorprendido por un insistente y explosivo trompetazo de la bocina regresó la vista al espejo retrovisor. ¿Qué fue eso? ¿Un saludo o una maldición? Se pre-guntó, gruñendo divertido, siempre con los ojos fijos en el espejo. Los roñosos guardafangos delanteros del camión eran de un color entre púrpura y rojo, y la pintura lucía opaca y descascarada; otro trabajo de novato. Todo lo que se po-día ver era la porción inferior del camión; el resto estaba recortado por la parte superior de su parabrisas trasero.

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Ahora, Mann dirigió la mirada a su derecha. Vio una cuesta de terreno esquis-toso, como tierra con parches de maleza y cubierto de hierba. Su vista se fijó en la casita de madera encima de la cuesta. La antena aérea en su techo se combaba en un ángulo de casi 40 grados. Debe dar una gran recepción, pensó. Miró hacia el frente otra vez, apartando la vista abruptamente hacia un tosco cartel de aglomerado pintado a la brocha en letras mayúsculas: CARNADA PA-RA REPTANTES NOCTURNOS ¿Qué diablos sería un reptante nocturno? se pre-guntó. Sonaba como a algún monstruo de película clase B. El inesperado rugido del motor del camión le hizo volver su mirada precipita-damente al retrovisor y, alarmado, chequeó el espejo lateral izquierdo. Por Dios, este tipo me está pasando de nuevo. Mann volteó su cabeza para mirar sulfurado la forma del leviatán que estaba adelantándosele. La cabina seguía fuera de su campo visual. ¿Qué le pasa a este tipo? se preguntó. ¿Qué cuernos cree que tenemos aquí, una competencia? ¿Ver que vehículo puede quedarse adelante más tiempo? Pensó en acelerar para quedarse adelante pero cambió de idea. Cuando el ca-mión y el acoplado recuperaron la mano derecha delante de su auto, Mann aflojó el acelerador, soltando un sonido de incredulidad cuando se dio cuenta que si no hubiera bajado la velocidad, el camión le hubiera cortado nuevamen-te el paso. Cristo, pensó. ¿Qué le pasa a este tipo? Su malhumor aumentó cuando la oleosa pestilencia del caño de escape del camión alcanzó su nariz otra vez. Irritado, giró con violencia la manija de la ventanilla y la cerró. Maldita sea, pensó ¿Voy a tener que respirar esta porque-ría todo el camino hasta San Francisco? No podía permitirse aminorar la velo-cidad. Tenía que entrevistarse con Forbes a las tres y cuarto de la tarde sí o sí. Miró adelante. Al menos no había tráfico complicando el asunto. Mann pisó el acelerador, ubicándose cerca por detrás del camión. Cuando la carretera se curvó lo suficiente como para darle una vista completamente libre del camino, pisó a fondo el acelerador y se apostó en la mano opuesta. El camión se le tiró encima, bloqueándole el paso. Por algunos segundos, todo lo que pudo hacer Mann fue mirar aturdidamente hacia adelante. Luego, con un gemido alarmado, aminoró impulsivamente la marcha, regresando a la mano derecha. El camión se movió para volver a que-dar delante de él. Mann no podía permitirse aceptar qué aquello aparentemente había tenido lu-gar. Tenía que haber sido una coincidencia. Ese camionero no podía haberlo bloqueado a propósito. Esperó más de un minuto, entonces prendió la luz de giro para dejar en claro cuales eran sus intenciones y, oprimiendo el acelera-dor, enfiló otra vez hacia el carril izquierdo. Inmediatamente, el camión cambió de posición, cortándole el paso. —¡CRISTO! —gritó Mann, completamente asombrado. Esto era increíble. En los veintiséis años que llevaba manejando un auto, jamás había visto algo pareci-do. Regresó al carril derecho, negando con la cabeza al ver que el camión hacía lo mismo. Desaceleró un poco, tratando de ubicarse fuera del alcance del humo del esca-pe.

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¿Y ahora, qué? se preguntó. San Francisco aún lo esperaba. ¿Por qué en nom-bre de Dios no se desvió al principio del viaje para tomar cómodamente la au-topista estatal? Esta condenada carretera era de dos carriles hasta el final. Impulsivamente, aceleró hacia la izquierda otra vez. Para su sorpresa, el ca-mionero no lo cerró. En lugar de eso, asomó su tostado brazo izquierdo y lo ondeó, haciéndole la señal de paso. Mann comenzó a acelerar. Repentinamen-te, aflojó el pedal con un jadeo y giró el volante tan bruscamente para enfilar-se tras el camión, que la parte trasera del auto comenzó a culebrear. Mientras luchaba por recuperar el control, un descapotable azul pasó como un rayo en sentido contrario. Mann consiguió captar una visión momentánea de la iracun-da mirada de su conductor. Respirando agitadamente, Mann recobró el control de su auto otra vez. Su corazón latía casi dolorosamente. ¡Por Dios! Pensó, ¡Quiso mandarme al choque contra ese auto! Este pensamiento lo galvanizó. Aunque, debería haber comprobado por sí mismo que la carretera adelante estuviese libre; ESE fue su error. Pero no paraba de hacer señas con la mano... Mann se sintió consterna-do y enfermo. Ay, Dios, Ay, Dios, pensó. Esto es realmente un caso de estudio. ¿Ese hijo de puta habría querido estrellarlo porque sí, sólo para contemplar el espectáculo? Se negó a dejar entrar esa idea en su cabeza. ¿En una carretera de California, en una mañana de jueves? ¿Por qué? Mann trató de calmarse y racionalizar el incidente. Tal vez es el calor, pensó. Tal vez el camionero estaba estresado o le dolía el estómago; tal vez las dos cosas. Quizás había tenido una pelea con su esposa anoche; quizás ella le había dicho «esta noche no». Mann trató en vano de sonreír. Podría existir un sinfín de motivos. Estiró el brazo y apagó la radio. Esa música alegre empeza-ba a irritarlo. Por varios minutos, mantuvo su distancia detrás del camión. Su cara era una máscara de animosidad. Cuando la humareda empezó a asquear su estómago, repentinamente apoyó la palma derecha sobre la barra de la bocina y la mantuvo apretada allí. Viendo que la ruta adelante estaba despejada, pisó el pedal del acelerador y se dirigió al carril opuesto. El movimiento de su coche fue igualado inmediatamente por el camión. Mann se mantuvo en su curso, con su mano oprimida en la barra del claxon. ¡Quítate del medio, hijo de una gran puta! Vociferó en su cabeza. Podía sentir los músculos de su mandíbula endureciéndose con dolor. Hubo una contorsión en su estómago. —¡MIERDA! Intempestivamente volvió al carril derecho, estremeciéndose furioso. —Eres un miserable hijo de puta —masculló, fulminando con la mirada al ca-mión, mientras éste recuperaba su posición delante de él. ¿Pero qué diablos pasa contigo? Te pasé un par de veces y te hice perder la cordura? ¿Estás dro-gado, loco o qué? Mann asintió con la cabeza tensamente. Sí, eso es. No hay ninguna otra explicación. Se preguntó qué pensaría Ruth acerca de todo esto y cómo hubiera reacciona-do ella. Probablemente, ella hubiera empezado a tocar la bocina y continuaría haciéndolo porfiadamente, asumiendo que quizás atraería la atención de un policía. Miró alrededor con un gesto áspero. ¿Y dónde diablos encontraría poli-

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cías aquí afuera? Hizo un chasquido de burla. ¿Aquí, en el culo del mundo? Probablemente un sheriff a caballo, por el amor de Dios. Repentinamente se preguntó si podría engañar al camionero pasándolo por la derecha. Enfiló hacia la banquina, mirando cauteloso hacia adelante. Ni soñar-lo. No había espacio suficiente. El camionero podría arrojarlo de un empujón a través de esa cerca alambrada, si quisiera. Mann tembló. Y sin duda lo haría, pensó. Mientras conducía, fue tomando conciencia de la cantidad de basura que yacía al costado de la carretera: latitas de cerveza, envolturas de caramelo, cartonci-tos de helados, papel de diario amarillento y ajado por el clima, un cartel de madera rotulado SE VENDE partido por la mitad. Conservemos limpio el país, pensó sarcásticamente. Pasó una roca grande y redonda con el nombre WILL JASPER pintado con cal. ¿Quién sería Will Jasper? se preguntó. Qué pensaría él acerca de esta situación? Inesperadamente, el auto comenzó a brincar. Por un instante, Mann pensó que una de sus llantas se había desinflado. Luego notó que la pavimentación a lo largo de esta sección de carretera consistía en lomitas de burro. Vio que el camión también saltaba y pensó: Espero que se te den vuelta los sesos. Mientras el camión enfrentaba una brusca curva a la izquierda, Mann pudo vislumbrar fugazmente la cara del camionero reflejada en el espejo late-ral de la cabina. No pudo distinguir lo suficiente como para establecer su apariencia. —Ah —musitó. Una colina larga y pronunciada se perfilaba adelante. El camión tendría que escalarla lentamente. Sin duda, allí habría una oportunidad para adelantársele. Mann aceleró, acercándose al camión tanto como la seguridad se lo permitiera. Casi a la mitad de la cuesta, Mann vio que el carril izquierdo se elevaba sin trá-fico alguno en cualquier parte donde mirara. Pisando el pedal del acelerador, se disparó hacia la mano opuesta. El camión, que se movía trabajosamente, comenzó a arquearse enfrente de él. Con su rostro agarrotado, Mann dirigió su coche a toda velocidad a través del borde del peralte esquivando la maciza trompa de la mole, derrapando en la banquina y levantando una espesa nube de polvo y tierra, haciéndole perder de vista el camión. Sus llantas zumbaron y crujieron en el ripio; luego, repentinamente, saborearon el pavimento otra vez. Chequeó el espejo retrovisor y un ladrido de risa hizo erupción desde su gar-ganta. Sólo había tenido la intención de pasar. El polvo había sido un extra in-esperado. ¡Dejemos que este bastardo olfatee algo de su propia mierda para variar! Machacó el claxon gozosamente, con un ritmo burlón de bocinazos. —¡Jódete, amiguito! Irrumpió en la cima de la colina. Un panorama sublime se tendía por delante: cerros soleados y llanuras, un co-rredor de árboles oscuros y parches cuadrangulares cultivados de un color ver-de claro; a lontananza, una torre acuífera. Mann se sintió relajado. Hermoso, pensó. Encendió la radio y comenzó a canturrear con la música.

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Siete minutos más tarde, pasó junto a una cartelera publicitaria: CAFETERIA DE CHUCK. —No, gracias, Chuck —murmuró. Distraídamente, divisó una casa gris construida en una hondonada. ¿Que será eso...? ¿Un cementerio en el patio delantero o un grupo de estatuas de yeso en venta? Oyendo un distante rumor detrás de él, Mann miró el retrovisor y sintió el frío del miedo recorrerle el cuerpo. El camión se estaba lanzando cuesta abajo en la colina, siguiéndolo. La boca se le abrió involuntariamente y chequeó el velocímetro. Iba a ¡Más de 90! En un descenso curvo, esa no era una velocidad segura para conducir; pe-ro el camión debía estar excediéndola por un margen considerable, y la distan-cia entre ellos disminuía rápidamente. Mann tragó saliva, manteniéndose sobre su derecha mientras tomaba una curva cerrada. De veras está loco, pensó. Su mirada se fijó adelante, escrutadora. Había visto un desvío a menos de me-dio kilómetro adelante y se decidió a tomarlo. En el espejo retrovisor, la enor-me grilla cuadrada del radiador era todo lo que podía ver ahora. Pisó violenta-mente el acelerador y sus llantas chirriaron fastidiosamente mientras enfrenta-ba otra curva, convencido que el camión tendría que verse forzado a desacele-rar. Soltó un gemido cuando lo vio redondear la curva con facilidad; sólo el balan-ceo de sus inmensos tanques revelaron el esfuerzo que había invertido en gi-rar. Temblando, Mann se mordió los labios mientras se lanzaba alrededor de otra curva. Un descenso directo ahora. Oprimió el pedal con más fuerza, mi-rando de reojo el velocímetro. ¡Casi 100 kilómetros por hora! ¡No estaba acos-tumbrado a conducir así! Desesperado, vio pasar el desvío velozmente sobre su derecha. De cualquier manera, nunca hubiera podido haber salido de la ruta a esa velocidad; se habría volcado. —¡Maldito seas, hijo de una gran puta! Mann tocó la bocina con asustada furia. Repentinamente, bajó la ventanilla y sacó su brazo izquierdo para hacerle señas al camión. —¡AMINORA! —gritó, y tocó la bocina otra vez—. ¡AMINORA, BASTARDO EN-LOQUECIDO! El camión estaba casi sobre él ahora. ¡Va a matarme! pensó Mann, horroriza-do. Hizo sonar el claxon repetidamente, luego tuvo que usar ambas manos pa-ra agarrar el volante al driblar otra curva. De un vistazo, vislumbró el retrovi-sor. Pudo ver sólo la porción más baja de la rejilla del radiador. ¡Iba a perder el control! Sintió que las ruedas traseras habían comenzado a patinar y aflojó el pedal rápidamente. Los neumáticos volvieron a morder el camino, y el coche dio un brinco, recuperando su empuje. Mann vio lejos y al fondo de la bajada, una construcción con un cartel donde se leía CAFETERIA DE CHUCK. El camión estaba ganando terreno otra vez. ¡Esto es demencial! Se quejó, enfurecido y aterrorizado. La carretera se ende-rezaba. Pisó el pedal: 110 ahora... 115. Mann se endureció, haciendo el intento de mantener su auto lo más cercano posible a su izquierda. Abruptamente, comenzó a frenar; luego dio un cerrado viraje a la derecha, haciendo rastrillar su coche en el parque de estacionamiento frente al café. Gritó cuando el auto comenzó a colear y luego patinó de costado.

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¡Domínalo! gritó una voz en su mente. La parte posterior del coche se azotaba de lado a lado, y los neumáticos arrojaron mugre y nubes de polvo. Mann pre-sionó duro el pedal de frenos, cambiando de dirección en el patinazo. El coche comenzó a enderezarse y frenó más duro aún, mientras que de reojo era consciente del paso del camión y su acoplado rugiendo a toda velocidad en la carretera. En su giro, casi chocó de refilón uno de los autos estacionados allí y siguió derecho. Apretujó el pedal de frenos tan fuerte como pudo y las llan-tas se clavaron a casi una treintena de metros de la cafetería. Mann permaneció sentado en un silencio nervioso, con los ojos cerrados. Sus latidos se sentían como martillazos en el pecho. Tenía la impresión de no poder recobrar el aliento. Si alguna vez iba a tener un ataque cardíaco, ese sería un buen momento. Al cabo de un rato, abrió sus ojos y apoyó la palma derecha contra su pecho. Su corazón todavía palpitaba laboriosamente. No era de ex-trañar, pensó. No todos los días te persigue un camión. Giró la manija y abrió la puerta. Al intentar salir, gruñó sorprendido cuando el cinturón de seguridad lo mantuvo sujeto al asiento. Con dedos temblorosos, oprimió el botón de liberación y se lo quitó. Le dio una ojeada a la cafetería. ¿Qué pensarían los parroquianos al verlo apa-recer en esa forma tan dramática? se preguntó. Salió del auto adolorido y caminó bamboleándose la distancia que lo separaba de la cantina. ¡BIENVENIDOS CAMIONEROS! Se leía en una cartulina puesta en el escaparate. Al verla, Mann degustó una vaga sensación de náusea. Temblo-roso, abrió la puerta y entró, evitando la vista de los clientes. Era seguro que lo observaban, pero no tuvo fuerzas para afrontar esas miradas. Manteniendo los ojos fijos hacia adelante, caminó hasta la parte posterior y entró en el baño de caballeros. Ya en el lavabo, abrió el grifo y colocó ambas manos en forma de copa bajo el chorro de agua fría y se lavó la cara. Sentía un revoltijo en los músculos del estómago que no lograba controlar. Se enderezó. Tironeó de varias toallitas del dispensador y las refregó sobre su cara, haciendo una mueca por el olor del papel. Tirando las tollitas mojadas en la canasta detrás del lavatorio, se enfrentó a sí mismo en el espejo de la pa-red. Permanece con nosotros, Mann, pensó. Asintió, tragando saliva. Sacó un peine del bolsillo y se peinó. Nunca se sabe, simplemente nunca se sabe. Vas de un lado a otro, año tras año, dando por hecho muchas cosas; por ejemplo, conducir en una vía publica sin que alguien haga el intento de atropellarte. Es que, dependes de esa clase de cosas. Entonces, contra toda probabilidad, esa cosa ocurre y no tienes nada de que aferrarte. Un acontecimiento insólito y to-dos esos años de lógica, valores y de civilización son despedazados en un se-gundo. De pronto, estás solo, enfrentando la jungla otra vez. El Hombre: mitad animal, mitad ángel. ¿De dónde había sacado esa frase? Se estremeció. Allí afuera, había un verdadero animal vagando en su camión. Su aliento era casi normal ahora. Mann se obligó a sonreír tensamente frente a su reflexión. De acuerdo, varón, se dijo a sí mismo. Ya pasó. Fue una maldita pesadilla, pero ya pasó. Estás en camino a San Francisco. Te buscarás un boni-to cuarto de hotel, ordenarás una botella de escocés caro, te darás un baño

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caliente, te relajarás y olvidarás. De acuerdo, pensó. Se dio vuelta y salió del cuartito. Se paralizó a los tres pasos, boqueando y con su corazón aporreando su pe-cho; los ojos clavados en el gran escaparate rectangular de la cafetería. El camión estaba estacionado afuera. Mann le dirigió una vidriosa mirada incrédula. No era posible. Lo había visto pasar a toda velocidad. El camionero le había ganado; ¡TENÍA TODA LA MAL-DITA CARRETERA SÓLO PARA ÉL! ¿Para qué había vuelto? Mann miró a su alrededor con pánico repentino. Había cinco hombres comien-do, tres a lo largo de la barra, dos en las mesas. Se maldijo a sí mismo por no haberles mirado las caras cuando entró. Ahora no tenía forma de saber quién era. Mann sintió que sus piernas comenzaban a temblar. Abruptamente, caminó hacia la mesa más próxima y se deslizó torpemente en la silla. Espera, se dijo. Simplemente espera. Seguramente, habría alguna for-ma de reconocerlo. Camuflando su cara con el menú, recorrió la cantina con la mirada a través de la parte superior de la cartilla. ¿Sería aquél, el de la camisa caqui? Mann trató de ver las manos del hombre pero no pudo. Siguió escru-tando nerviosamente. Aquél tipo de traje y corbata, seguro que no. Le quedaban tres. ¿Y el de la mesa junto a la puerta, de facciones cuadradas y pelinegro? Si tan sólo pudiera verle las manos al tipo, eso podría ayudar. ¿Y qué hay con los otros dos de la barra? Mann los estudió ansiosamente. ¿Por qué no les miraste las caras cuando pudiste? Bien, de acuerdo, que el conductor del camión estuviera aquí dentro no signifi-caba automáticamente que tuviera la intención de continuar aquel absurdo duelo. La cafetería de Chuck podría ser el único lugar donde comer en muchos kilómetros. ¿Era hora de almorzar, no es cierto? El conductor del camión pro-bablemente había tenido la intención de comer aquí todo el tiempo. Simple-mente, se había apurado para tener un buen lugar donde estacionarse. Así que había bajado la velocidad y regresado, eso era todo. Mann se forzó a leer el menú. Vamos, varón, tranquilízate. No hay razón para estar tan aturdido. Qui-zás una cerveza pueda ayudarme. La camarera detrás de la barra se acercó y Mann ordenó un emparedado de jamón con pan de centeno y una botella de Coors. Cuando la chica se dio vuel-ta y se fue, se preguntó, con una punzada de autoreproche, por qué simple-mente no había abandonado la cantina para salir disparado a toda velocidad en su coche. Hubiera sabido inmediatamente si el camionero todavía tenía inten-ciones de seguirlo. Ahora, tendría que sufrir durante todo el almuerzo para en-terarse. Casi gimió en su estupidez. Pero, ¿Qué hubiera ocurrido si el camionero lo hubiera seguido hasta afuera y salido en su persecución otra vez? Habría vuelto enseguida donde había empe-zado. Aunque le hubiera sacado una buena ventaja, el conductor del camión lo habría alcanzado eventualmente. Tendría que mantenerse a 130 o 140 kilóme-tros por hora y no era un buen conductor en altas velocidades. Además la pa-trulla motorizada de California podría interceptarlo. ¿Entonces, que haría? Mann reprimió el enjambre de pensamientos que se abatieron sobre él. Trató de relajarse a sí mismo. Miró deliberadamente a los cuatro hombres; los dos más probables eran el de cara cuadrada de la mesa junto a la puerta y el re-choncho con overol sentado en la barra. Mann reprimió el impulso de caminar

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hacia ellos y preguntarles quién de ustedes es el dueño de ese camión, y decir-le al tipo que lamentaba si de alguna forma lo había irritado, y proponerle cualquier cosa para calmarlo, sin mencionar, obviamente, que su comporta-miento en la ruta había sido irracional, o maníaco-depresivo, probablemente. Tal vez le compraría al tipo una cerveza y juntos charlarían un rato para com-poner las cosas. Mann no podía moverse. ¿Y qué tal si el camionero había olvidado todo este asunto? ¿Y si al acercársele, lo irritaba de nuevo? Mann se sentía debilitado por la indecisión. Inclinó la cabeza débilmente cuando la mesera colocó el empare-dado y la botella frente a él. Tomó un trago de la cerveza, que le provocó una carraspera. ¿El camionero habría encontrado divertido el sonido de su tos? Mann sintió un profundo resentimiento interior. ¿Qué derecho tenía ese bas-tardo a imponerle semejante tormento a otro ser humano? ¿No es este un país libre, acaso? ¡Maldita sea, claro que tenía todo el derecho de pasar a ese hijo de puta en cualquier carretera, si hubiera querido! —Oh, mierda —masculló. Trató de sobreponerse. ¿No estaría llevando esto demasiado lejos? Miró la ca-seta telefónica. ¿Qué cosa le impedía llamar a la policía local y reportar toda esta situación? El tiempo. Perder el tiempo, claro. Tendría que quedarse aquí, enojar a Forbes y probablemente anular la venta. ¿Y qué tal si el camionero se quedaba a enfrentarlos? Naturalmente, negaría completamente todo. Y qué ocurriría si la policía le creyera y no hiciera nada al respecto? Después de que se hubieran ido, el camionero indudablemente se abalanzaría sobre él otra vez, sólo que peor. ¡Dios mío! pensó Mann agónicamente. El sándwich no tenía gusto a nada y la cerveza era desagradablemente amar-ga. Mann se quedó con la mirada fija en la mesa mientras masticaba. ¿Por el amor de Dios, por qué permanecía sentado aquí sin hacer nada? ¿No era un hombre adulto, acaso? ¿Por qué no se decidía a hacer alguna maldita cosa de una vez por todas? Su mano izquierda tembló espontáneamente y derramó cerveza en sus panta-lones. El hombre de overol se había levantado de la barra y se movía hacia la parte delantera de la cafetería. Mann sintió que su corazón se estrujaba cuan-do el tipo le pagó a la mesera, tomó su cambio, agarró un escarbadientes del dispensador y salió. Mann lo observó en un ansioso silencio. El hombre no se metió en la cabina del camión. Entonces, tenía que ser el que estaba sentado en aquella mesa. Su cara se adaptó al recuerdo de Mann: Cuadrada, ojos oscuros y pelo negro; el hombre que había tratado de arrollarlo. Mann se levantó abruptamente, dejando que el impulso venciera al miedo. Con los ojos fijos adelante, se encaminó hacia la entrada. Cualquier cosa era prefe-rible a quedarse sentado allí. Se acercó a la caja registradora, consciente del fastidioso silbido que soltaba mientras inhalaba aire a bocanadas. ¿Estará observándome? se preguntó. Tra-gando saliva, Miró su ticket y sacó un fajito de billetes del bolsillo derecho del pantalón. Oyó una moneda caer al piso y rodar. Ignorándola, miró a la chica. Vamos, muévete, pensó. Pagó. Al recibir el cambio, dejó un dólar y 25 centa-vos en el mostrador. Guardó temblorosamente el resto en su bolsillo.

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Al hacer eso, escuchó que el hombre sentado en la mesa junto a la puerta se levantaba. Un estremecimiento helado le recorrió la espalda. Lanzándose rápi-damente hacia la puerta, la abrió de un empujón, viendo de reojo al tipo de la cara cuadrada aproximándose a la caja registradora. Se alejó de la cantina. Dando grandes zancadas, se dirigió hacia el auto. Su boca estaba seca otra vez. Ahora el pecho le dolía. Repentinamente, empezó a correr. Oyó el ruido de la puerta de la cafetería ce-rrándose de un golpe y peleó contra el deseo de mirar hacia atrás. ¿Eran rui-dos de alguien corriendo, ahora? Al llegar al coche, Mann abrió de un tirón la puerta y se metió adentro atropelladamente. Sacó el manojo de llaves del pan-talón y trató de introducir la de ignición en la ranura. Su mano temblequeaba tanto que lloriqueó al no poder hacerlo. —¡Vamos, carajo! —dijo entre dientes, loco de impotencia. La llave finalmente se deslizó, y la retorció convulsivamente. El motor arrancó y sacudió frenéticamente la palanca de cambios para ponerla en primera. Apretó el acelerador y salió derrapando hacia la carretera. Por el espejo lateral, le llegó el movimiento del camión y el acoplado dando marcha atrás desde la cantina. La reacción afloró dentro de él. —¡NO! —gritó enfurecido, mientras pisaba con fuerza el pedal del freno. ¡Era un comportamiento idiota! ¿Por qué diablos tendría que salir corriendo? Se es-tacionó en un codo de banquina y abrió la puerta con un empellón del hombro. Saltó afuera y empezó a caminar hacia el camión dando rabiosas zancadas. De acuerdo, amiguito, pensó furioso, dirigiéndose al tipo dentro del camión. Si quieres darme una trompada en la nariz, de acuerdo, pero se terminó la maldi-ta persecución en la carretera. El camión comenzó a cobrar velocidad. Mann levantó su brazo derecho. —¡HEY! —gritó, sabiendo que el camionero lo estaba viendo—. ¡OYE, TÚ! Comenzó a correr al ver que el camión no se detenía; el motor rugía cada vez más fuerte. Estaba saliendo a la carretera abierta ahora, corriendo con una sensación de martirizada indignación. El camionero escaló una marcha, y el camión se movió más rápido. —¡ALTO! —gritó Mann—. ¡MALDITO SEAS, DETENTE! Se paró en el codo de la banquina, jadeante, con los ojos clavados en el ca-mión, viendo como giraba balanceándose hacia la ruta y desaparecía tras el contorno de una colina. —Miserable hijo de puta —masculló—. Eres un maniático y condenado hijo de puta. Subió lentamente a su coche, tratando de creer que el camionero había huido del peligro de pelearse con él a puño desnudo. Era posible, por supuesto, pero en cierta forma no podía creer en eso. Estaba a punto de salir a la ruta cuando súbitamente cambió de idea y apagó el motor. Ese lunático bastardo podría haber salido a treinta kilómetros por hora para esperarme más adelante. Ni lo sueñes, cabrón, pensó. Así que, al demonio la agenda; Forbes tendría que esperar, eso era todo. Y si a Forbes no le gustaba esperar, al carajo Forbes, también. Él se sentaría aquí por un buen rato, dejando que aquel trastornado quedara fuera de alcance, para dejarle creer que lo había vencido. Mann esbozó una agria sonrisa. Eres el temible Ba-

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rón Rojo, amiguito; me has derribado en buena ley. Ahora vete al infierno con mis más sinceros cumplidos. Negó con la cabeza, aliviado. Ahora que lo pensaba, debería haber hecho esto desde el principio; debió de-jarlo pasar y quedarse quieto, esperando. El camionero ya no lo habría moles-tado. Y quizás hubiera elegido a algún otro. Este sorpresivo pensamiento lo inquietó. ¡Dios, tal vez así era como pasaba diariamente sus horas de trabajo ese loco bastardo! ¿Sería posible eso? Miró el reloj del tablero. Eran pasadas las 12 y media. Ay, hermanito, todo esto en menos de una hora, pensó. Cambió de posición en el asiento apoyándose contra la puerta y estiró las piernas. Cerró sus ojos y mentalmente especuló sobre las cosas que tendría que hacer mañana y pasado. El día de hoy ya es-taba arruinado, hasta donde se podía ver. Cuando abrió los ojos, asustado de adormecerse y de haber perdido demasiado tiempo, habían pasado casi once minutos. El loco debe estar bien lejos ahora, pensó; al menos 20 kilómetros y probablemente más, en la forma en que con-ducía. Suficiente. De cualquier forma, ahora trataría de llegar en horario a San Francisco y quizás pudiera salvar el asunto pendiente con Forbes. Iba a tomarse esto de manera optimista. Mann se ajustó el cinturón de seguridad, encendió el motor, puso primera y salió a la carretera, dando una ojeada a través del hombro. Ni un alma en la ruta. Un gran día para viajar. Todo el mundo se quedaba en su casa. Aquel lu-nático debía tener una gran reputación por estos lugares. Cuando Crazy Jack está en la ruta, deje su coche en el garaje. Mann se rió de esa idea cuando su auto tomó la primera curva. Un reflejo involuntario le hizo pisar el freno. El coche patinó ruidosamente an-tes de clavarse en el medio de la ruta. El camión y su acoplado estaban estacionados en la banquina, a menos de 100 metros adelante. Sintió como si su cuerpo se negase a funcionar; se quedó aturdido, mirando hacia adelante. Cuando un explosivo bocinazo sonó detrás de él, lanzó un gemido, replegando involuntariamente las piernas. Chasqueando sus cervicales, miró el retrovisor, boqueando al ver una camioneta estanciera amarilla acercándosele a gran ve-locidad. Repentinamente, desapareció del espejo, rumbeando hacia la mano izquierda. Mann se sacudió cuando la estanciera pasó raudamente su coche, bordeando la banquina, con sus destartalados guardabarros traseros traque-teando de aquí para allá y sus neumáticos chillando. Pudo ver la ira del hombre que conducía, y también sus labios, que se movieron en un silencioso insulto. Enseguida, la estanciera amarilla recuperó el carril derecho y se alejó, pen-diente abajo. Al verla pasar el camión, Mann sintió una extraña sensación. El tipo que conducía la camioneta podía irse tranquilo, sin peligro. Sólo él había sido elegido. Yo soy la presa. Aquello que sucedía era demente. Pero estaba ocurriéndole.

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Estacionó su auto en la banquina y frenó. Colocó la palanca de cambios en punto muerto y se reclinó, clavando los ojos en el camión. Sus sienes palpita-ban y latían sordamente, como un sofocado reloj distante. ¿Qué podría hacer? Sabía muy bien que si se bajaba del auto para ir a enfren-tarlo a pie, el camionero movería el camión, sólo para ir a estacionarse más adelante. Debía comprender de una maldita vez que estaba tratando con un desequilibrado. Los temblores en su vientre lo sobresaltaron otra vez. Su cora-zón golpeteaba en la caja torácica. ¿Y ahora qué? Con un fiero y súbito arrebato, Mann zarandeó la palanca, engranando ruido-samente el primer cambio y pisó con fuerza el acelerador. Los neumáticos gira-ron locamente en el ripio antes de adherirse al suelo, y el coche salió serpen-teando hacia la carretera. Inmediatamente, el camión comenzó a moverse. ¡Había dejado el motor en marcha! pensó Mann, en un acceso de furioso te-rror. Luego, abruptamente, se percató que nunca podría pasar, dado que el camión estaba empezando a bloquearle el camino y el auto terminaría chocan-do contra el acoplado. Una visión centelleó en su mente: una violenta y roja explosión y una pared de llamas que lo incineraban. Empezó a frenar, primero con fuerza y luego en forma regular, procurando no perder el control. Cuándo consiguió desacelerar lo suficiente para sentir que estaba seguro, se lanzó sobre la derecha volviendo a la banquina, dejando la palanca en punto muerto. Casi ochenta metros delante, el camión hizo lo mismo. ¿Y ahora qué? La pregunta insistía en su cabeza, mientras golpeteaba sus de-dos en el volante. ¿Retroceder hasta el empalme que lo llevaría a San Francis-co por otra ruta? ¿Cómo iba a saber que el camionero no lo seguiría? Se mordió los labios coléri-camente. ¡No! ¡No voy a dar la vuelta! Su expresión se endureció repentinamente. Pues bien, no iba a quedarse sen-tado aquí todo el día, eso era seguro. La palanca de cambios se quejó ruido-samente cuando puso primera y lanzó el auto sobre el pavimento otra vez. Vio que el camión se ponía en marcha nuevamente pero no hacía ningún esfuerzo por acelerar; aminoró un poco la marcha, tomando posición a unos 30 metros detrás del acoplado. Chequeó el velocímetro: 60 kilómetros por hora. El ca-mionero sacó su brazo izquierdo por la ventana de la cabina y le estaba haciendo señas para que lo pasara. ¿Qué intentaba decirle con eso? ¿Cambias-te de idea? ¿Finalmente decidiste que este asunto había ido demasiado lejos? Mann no se podía permitir creerle. Miró más allá del camión. A pesar de que las montañas rodeaban todo, la ruta parecía bastante recta hasta donde podía verse. Tamborileó ligeramente una uña en la barra de la bocina, haciendo el intento por tomar una decisión. Qui-zás pudiera continuar así todo el camino hasta San Francisco a esta velocidad, quedándose atrás lo suficientemente lejos como para evitar lo peor del caño de escape. Además, no parecía probable que el camionero se fuera a detener en el medio de la ruta sólo para bloquearle el camino; y si se tiraba a la banquina otra vez para fingir que lo dejaría pasar, él podría hacer lo mismo, mantenien-do su distancia. Sería un jueguito extenuante, pero sería un jueguito seguro. Por otra parte, hacer un último intento por burlar a esa bestia quizás valiera la pena; pero obviamente, eso es lo que estaría esperando ese hijo de puta.

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Igualmente, un vehículo de tal porte nunca podría rivalizar en velocidad y des-envoltura de manejo con, en este caso, su propio auto. Las Leyes de la Mecá-nica jugaban en su contra, así nada más. Cualquier ventaja que el camión tu-viese en términos de masa, la perdería en términos de estabilidad, en particu-lar llevando semejante acoplado. Si Mann condujera a, digamos, 120 kilóme-tros por hora en alguna de las pendientes que tenía esa ruta, y estaba seguro que encontraría algunas más adelante, el camión tendría que quedarse reza-gado forzosamente. La pregunta era, por supuesto, si tendría la sangre fría de conservar semejante velocidad por una distancia tan prolongada. Jamás lo había hecho antes; pero cuanto más pensaba en el asunto, más apremiante se volvía, alejándolo de la respuesta. Abruptamente, se decidió. De acuerdo, pensó. Observó adelante y luego taconeó el pedal del acelerador, arrojándose al carril izquierdo. A medida que se acercaba al camión, se tensó, anticipando que el conductor podría salir a bloquearle el paso, pero el camión se mantuvo en su carril. El coche de Mann avanzó a lo largo de la abrumadora silueta de mamut que tenía a su derecha. Dirigió una rápida mirada hacia la cabina y vio el nombre KELLER pintado en la puerta. Por un horripilado instan-te, pensó que había leído KILLER y comenzó a desacelerar. Luego, releyó la tosca etiqueta y abandonó su sobresalto pisando el acelerador nuevamente. Cuando alcanzó a ver el camión en el espejo retrovisor, retomó su curso por el carril derecho. Se estremeció, en una mezcla de temor y satisfacción, al ver que el camionero aceleraba. Era extrañamente reconfortante haber anticipado definitivamente las intenciones de aquel hombre. Esto, sumado al hecho de haber visto su cara y su nombre parecía, de algún modo, achicarlo, disminuirlo en su estatura. An-tes, había sido una gran criatura anónima, sin rostro, una personificación del terror más oculto; ahora, al menos, era un individuo. Muy bien, Keller, dijo su mente, veamos si ahora puedes vencerme con esa reliquia achacosa. Taconeó duro el acelerador. Aquí vamos, pensó. Miró el velocímetro, y cuando vio que se movía a sólo 110 kilómetros por hora frunció el ceño. Deliberadamente, presionó aún más el pedal, alternando su mirada entre la carretera y el velocímetro hasta que la aguja superó los 120. Sintió un súbito espasmo de satisfacción. De acuerdo, Keller, bruto hijo de pu-ta, alcánzame si puedes, pensó. Después de algunos segundos, consultó el espejo retrovisor otra vez. ¿El ca-mión se estaba acercando? Aturdido, comprobó el velocímetro. ¡Maldita sea! ¡Había aminorado hasta 115! Forzó el acelerador coléricamente. ¡No podía permitirse correr a menos de 120! El pecho de Mann se estremeció en un convulsivo resuello. Mientras pasaba una arboleda, desvió la mirada hacia un sedán beige estacio-nado debajo de un árbol; sentados adentro, una joven pareja charlaba. Al cabo de unos instantes, estuvieron lejanos, en un mundo separado del suyo. ¿Si hubiesen apartado la vista, lo habrían visto pasar? Seguro que no. Reparó en la sombra de un puente sobre la capota y el parabrisas. Respirando cansadamente, chequeó el velocímetro otra vez. Se mantenía en 120. Miró el

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retrovisor. ¿Era su imaginación o el camión estaba ganando terreno? Miró a lontananza con ojos ansiosos. Debería haber un pueblito o algún centro habi-tado en alguna parte. Al diablo con esto; se detendría en alguna estación de policía y denunciaría todo lo que le había sucedido. Tendrían que creerle. ¿Por qué razón se detendría alguien para contarles una historia semejante si no fuese cierta? Hasta donde se podía imaginar, Keller tendría alguna clase de prontuario criminal por estos lugares. «Oh, claro, lo tenemos en la mira» le dice un policía sin rostro; «Saldremos enseguida a buscar a ese loco bastardo y le daremos su merecido». Mann se estremeció y receló lo que vería en el espejo. El camión se estaba acercando. Angustiándose, examinó el velocímetro. ¡Maldición, mantente alerta! Le gritó su mente. ¡Estaba en 114! Gimiendo de frustración, oprimió el pedal del acele-rador. ¡118! ¡120! ¡Deprisa, hay un asesino detrás de ti! Su coche comenzó a transitar un campo florido. Lilas, blancas y púrpuras, ex-tendiéndose en filas interminables. Pasó una pequeña barraca cerca de la ca-rretera, con un letrero rotulado FLORES FRESCAS DEL CAMPO. Apoyado en la pared de la barraca, un cartón cuadrado color café tenía escrito las palabras POMPAS FÚNEBRES pintadas crudamente. Bruscamente, Mann se vio a sí mismo, yaciendo en un tosco ataúd y pintado como si fuera algún grotesco maniquí; Ruth y los niños sentados en la primera fila, con las cabezas gachas; el abrumador perfume de las flores saturando las narices; todos sus parientes... De pronto, el pavimento se tornó irregular y el coche comenzó a rebotar y a sacudirse, transmitiéndole dolorosas puntadas directo a su cabeza. Sintió que el volante le oponía resistencia y lo sujetó con fuerza, haciendo que los violen-tos sacudones subieran vibrando por sus brazos. No se atrevió a mirar el espejo. Tenía que obligarse a mantener constante esa velocidad. Keller no iba a aminorar, eso era seguro. ¿Y qué ocurriría si se le reventaba un neumático? Perdería el control en un instante. Imaginó su auto dando un salto mortal, girando y rebotando en el pavimento, metales rechi-nando, sus gritos, el tanque de combustible explotando, su cuerpo aplastado y quemado y... El estropeado intervalo de pavimento finalizó y lanzó un vistazo al retrovisor. El camión no estaba más cercano, pero tampoco había perdido terreno. Mann miró alrededor frenéticamente. Adelante se divisaban colinas y montañas. Tra-tó de tranquilizarse diciéndose que las pendientes jugaban a su favor, y que podría sortearlas sin disminuir la velocidad; pero aún podía imaginar que en cualquiera de esos descensos, el inmenso camión se le vendría encima, estre-llándose violentamente contra su coche y lanzándolo a través del borde de al-gún acantilado. Tuvo una horrenda visión: docenas de autos destrozados y oxidados yaciendo ocultos para siempre en el fondo de los precipicios, con ca-dáveres en cada uno de ellos, todos empujados a una muerte atroz por Keller. El coche de Mann transitó vertiginosamente por un frondoso pasadizo de árbo-les; a cada lado de la carretera, altísimos eucaliptos cortaban el viento; sus gruesos troncos se erguían separados entre sí a casi un metro de distancia. Era como viajar por el fondo de un profundo desfiladero. Mann resoplaba cada vez que alguna rama grande golpeaba el parabrisas soltando polvorientas hojas

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que dificultaban su visión del camino. ¡Mierda! Estaba acercándose demasiado al borde del pavimento. Si perdía el control a esta velocidad, estaba frito. ¡Dios! ¡Eso sería ideal para Keller! Se dio cuenta repentinamente. Se imaginó al camionero de la cara cuadrada riéndose al pasar junto a su incendiado auto, sabiendo que había cazado a su presa sin ensuciarse las manos. Cuando su coche salió del pasillo arbolado, Mann respiró un poco. Ahora, la ruta adelante era algo serpenteante y se perdía al pie de las monta-ñas. Mann se obligó a presionar el pedal todavía más. 125 ahora, casi 126. Hacia su izquierda, una amplia explanada verdinegra se extendía hasta los ote-ros. Alcanzó a ver un vehículo negro en un camino de tierra, moviéndose hacia la carretera. ¿Tenía los lados pintados de blanco? El corazón de Mann se agitó. Impulsivamente, atascó la palma derecha en la barra del claxon y la mantuvo allí. Los estridentes bocinazos atormentaron sus oídos. ¿Era un auto de la policía? ¿Si o no? Volvió a tomar el volante con las dos manos. No, no era. ¡Mierda! Profería furiosa su mente. Keller debía estar divirtiéndose mucho con sus desesperados esfuerzos. Sin duda, en estos momentos, estaría muriéndose de la risa. Oyó la voz del camionero en su mente, tosco y astuto. «¿Te creíste que buscando a la yuta te ibas a salvar, turrito? ¡Vas a espichar!» El corazón de Mann se retorció con un odio salvaje. ¡MALDITO LOCO HIJO DE MIL PUTAS! Sacudiendo el puño derecho en forma amenazante, lo golpeó con fuerza sobre el tablero. ¡Maldito seas, Keller! ¡YO soy el que va a matarte, así sea lo último que haga! Las colinas estaban cada vez más cercanas. Había pendientes bastante más empinadas ahora. Mann sintió palpitar la esperanza dentro de sí. Estaba segu-ro que le sacaría una buena ventaja a esa bestia. No importa cuánto esfuerzo hiciese ese bastardo, nunca podría sostener 120 kilómetros por hora subiendo una cuesta. ¡Pero yo sí! Festejó su mente con feroz júbilo. La saliva inundó su boca y la tragó. Tenia las axilas y la espalda empapadas de sudor y la camisa se le había pegado al tapizado del asiento. Podía sentir la transpiración go-teando bajo sus brazos. Un baño y una cerveza. Si, eso es. Sería lo primero que haría al llegar a San Francisco. Un baño largo y caliente y una bebida larga y fría. En Cutty Sark; una fanfarronada, desde luego. Pero se lo merecía. El auto trepó una ligera pendiente. ¡No era lo suficientemente pronunciada, maldición! La pérdida de velocidad del camión se vería compensada por su propio empuje. Mann sintió un odio invo-luntario hacia ese paisaje. Cuando hubo coronado la cima y se hubo inclinado para encarar el suave descenso, miró el espejo retrovisor. Cuadrado, pensó, todo en ese maldito camión era cuadrado: La rejilla del ra-diador, la forma de los guardafangos, el parachoques, el contorno de la cabina, incluso las manos de Keller y su cara. Volvió a ver al camión como alguna gran entidad insensible y bestial, que lo perseguía por puro instinto. Mann gritó, horrorizado, al ver el cartel REPARACIONES VIALES EN CURSO.

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Su mirada frenética recorrió toda la ruta. Los dos carriles estaban bloqueados y una enorme flecha negra indicaba DESVIO. Gimió angustiadamente, al ver que la desviación era un camino de tierra. Su pie se lanzó automáticamente al pedal del freno y comenzó a bombearlo. Echó una ojeada al retrovisor. El camión se estaba moviendo ¡Más rápido que nunca! ¡No puede ser! La expresión de Mann se congeló en una máscara de terror cuando el auto empezó a girar hacia la derecha. Se atiesó cuando las ruedas delanteras mordieron el camino de tierra. Por un instante, creyó que se volcaría de lado; sintió que el auto ya no le obedecía. —¡No, no! —sollozó. Se encontraba derrapando salvajemente en el medio de un trompo, y sus neumáticos chirriaban en el cascajo del camino de tierra; sus codos atrancados contra sus lados y sus manos permanecían fieramente agarradas al volante tratando de recuperar el control. Las cunetas del camino parecían desgarrar el caucho de las llantas y las ventanillas tintineaban ruidosamente. Su cuello se sacudía de acá para allá con dolorosos tirones, mientras que el traqueteo im-pulsaba su cuerpo contra la atadura del cinturón de seguridad y lo estrujaba violentamente en el asiento. Mann experimentó todos los efectos centrífugos del revoleo del auto en su espina dorsal. Su mandíbula prensada se desplazó violentamente y reprimió un quejido al morderse el labio inferior. Al ver como en un sueño a la parte trasera del coche surgiendo velozmente a la derecha, ronqueó girando con fuerza el volante hacia la izquierda, luego, si-seando, lo torció en la dirección opuesta, boqueando al sentir que los guarda-barros traseros habían derribado una cerca. Bombeaba enloquecido el pedal del freno, luchando por recobrar el control; los neumáticos revolvían el ripio y la tierra y asperjaban todo en una espesa nube. Mann se atoró con una mezcla gris de saliva y mugre que inundó su garganta, mientras zarandeaba el volan-te. Finalmente, consiguió salir del trompo y el coche estaba en curso otra vez. Ahora su cabeza latía como su corazón, con palpitaciones gigantescas. Comen-zó a toser con dificultad, escupiendo un pringoso espumarajo mezclado con sangre de su labio. El camino de tierra finalizó de improviso y el auto recuperó impulso sobre el pavimento. Se animó a mirar el retrovisor. El camión estaba rezagado pero se-guía detrás de él, meciéndose como un buque de alta mar azotado por la tem-pestad; sus enormes neumáticos elevaban un grisáceo murallón de polvo. Mann aceleró su coche. Había visto una pendiente bastante pronunciada ade-lante; ahora sí ganaría alguna distancia. Tragó algo de sangre y mugre, haciendo arcadas por el sabor. Luego buscó a tientas en su bolsillo del pantalón y sacó un pañuelo. Lo presionó en su labio sangrante, con los ojos siempre fijos en la cuesta adelante, a unos cincuenta metros más o menos. Intentó acomodarse en el asiento, pero la camisa empa-pada se le adhería fastidiosamente a la piel. Dio un vistazo al espejo; el ca-mión acababa de salir del camino de tierra y recobraba velocidad sobre el pa-vimento. Nada mal, pensó con veneno; pero todavía no me atrapas ¿Verdad, Keller? Su coche estaba en los primeros metros del peralte cuando una columna de vapor comenzó a salir por debajo de la capota. Los ojos de Mann se agranda-ron repentinamente, horrorizados. La presión del vapor aumentó, convirtiéndo-

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se en una niebla humeante. La vista de Mann cayó al tablero. La luz roja toda-vía no parpadeaba pero lo haría en cualquier momento. ¿Cómo pudo ocurrirle esto? ¡Justo cuando estaba por lograrlo! La pendiente era larga y gradual, con muchas curvas, así que no era el lugar ni el momento para detenerse. ¿Podría dar un repentino viraje en U y escapar hacia atrás? el pensamiento cruzó su mente. Miró adelante. La ruta era demasiado estrecha, circundada por colinas en ambos lados. No habría espacio para hacer un círculo y tampoco tiempo su-ficiente para completarlo; si decidiera intentarlo, Keller podría llegar a golpear-lo de costado o de frente. —¡Oh, Dios Mío! —murmuró Mann, repentinamente. Se dispuso a morir. Se quedó contemplando el vapor con la mirada vapuleada, progresivamente cegado por la creciente nube blanquecina. Abruptamente, recordó aquella tarde cuando llevó el auto a hacerle una lim-pieza al vapor en el Autolavadero del barrio. El hombre que lo atendió le había sugerido que reemplazara las mangueras de agua, porque la limpieza al vapor tenía la tendencia a cuartearlas. Él le había dicho que sí, que lo haría cuando tuviese más tiempo. ¡Más tiempo! La frase fue como una daga en su mente. No le dio importancia; se había olvidado de las mangueras. Y por ese descuido ahora estaba a punto de morir. Sollozó quedamente cuando la luz roja en el tablero brilló intermitentemente. La miró sin querer; el indicador de temperatura del agua era rojo fuego. Con una boqueada jadeante, zarandeó la palanca, bajó un cambio y miró adelante. ¿Porqué no lo había hecho inmediatamente? La cuesta parecida interminable. Ya podía oír un latido hirviente dentro del radiador. ¿Cuánto líquido le queda-ba? El vapor estaba cada vez más denso, nublándole la visión. Estiró el brazo hacia el tablero y encendió los limpiaparabrisas, que barrieron un poco el vapor y la mugre a diestra y siniestra. Calculó que tendría suficiente líquido en el ra-diador como para llevarlo a la cima. ¿Y después qué? Lloró su mente. Nunca podría conducir sin líquido en el radiador, ni siquiera cuesta abajo. Consultó el espejo; el camión porfiaba. Mann gruñó, enloquecido de furia. ¡Si no fuera por esa puta manguera, me estaría escapando ahora! Otra repentina sacudida del coche lo trajo de regreso al terror. Si frenaba aho-ra, quizás pudiera saltar del auto, salir corriendo y remontar esa pendiente; sin embargo, no podía obligarse a detenerse. No importa cuánto pudiese correr, se sentía seguro en su coche, menos vulnerable. Sólo Dios sabe lo que ocurriría si lo abandonaba. Mann trataba de concentrarse en la subida, tratando de no mirar la luz roja ni siquiera de reojo. Metro a metro, su coche iba perdiendo velocidad. Vamos, vamos, imploraba su mente, aún sabiendo que la súplica era inútil. La marcha era cada vez más desigual. El lamento borboteante del radiador llenaba sus oídos; en cualquier momento, el motor se atoraría, dejándolo a merced de la bestia. No, no, no, pensó. Hizo un intento por blanquear su mente. Ya estaba casi en la cresta, y en el espejo podía ver al camión aproximándose. Al pisar el acelerador, el motor crepitó. ¡Vamos, Vamos! ¡Por favor, Dios, ayúdame! Gritó su mente. Más cerca. Más cerca. ¡Vamos, fuerza! El auto se estremecía y rechinaba y desaceleraba mien-tras el aceite, el humo y el vapor salían a borbotones por debajo de la capota.

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Los limpiaparabrisas barrían de un lado para el otro. La cabeza de Mann latía; sus manos crispaban el volante, entumecidas. El co-razón martillaba su pecho. ¡Por favor, Dios mío, POR FAVOR! El pico de la pendiente. ¡Hecho! Los labios de Mann se abrieron en un grito de triunfo cuando el auto empezó a descender. Con sus brazos cimbrando incontrolablemente, puso la palanca en punto muer-to y dejó que el coche rodara cuesta abajo. A su alrededor, colinas y más coli-nas hasta donde alcanzaba su vista; un aullido de triunfo se estranguló en su garganta. Ahora estaba descendiendo, en una larga bajada. Pasó un cartel donde leyó: VEHÍCULOS PESADOS CONSERVAR MARCHA SUAVE LOS SIGUIENTES 20 KILOMETROS. ¡Veinte kilómetros! Algo surgiría. El coche comenzó a ganar velocidad. Mann chequeó el velocímetro; 70 kilóme-tros por hora. La luz roja aún ardía, pero dejaría descansar al motor por mucho tiempo y por veinte kilómetros, si es que el camión estaba lo suficientemente rezagado. Su velocidad aumentaba. 75… Casi 80. Mann observó a la aguja indicadora gi-rar lentamente a la derecha. Echó un vistazo al retrovisor. El camión no había aparecido aún. Con un poco de suerte, todavía podría sacarle una buena ventaja. Allí, en alguna parte tendría que haber un lugar donde detenerse. La aguja ya bordeaba la marca de los 87. Otra vez, miró el espejo. El camión había coronado la pendiente y estaba ca-mino abajo. Sintió que sus labios temblequeaban sin control y los frunció. Sus ojos saltaban alternándose entre el parabrisas oscurecido por el humo y el es-pejo. El camión se acercaba rápidamente; Keller tendría el pie incrustado en el acelerador. No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera al camión encima. La temblorosa mano derecha de Mann palanqueaba inconscientemente los cambios de marcha. Cuando se dio cuenta la echó hacia atrás, mirando el ve-locímetro; apenas había superado los 90. ¡No eran suficientes, necesitaba usar el motor! Extendió la mano desesperadamente pero la detuvo en seco cuando el motor se sofocó; rápidamente, retorció la llave de ignición. El motor lanzó un chasquido ronco, pero no arrancó. Mann vio que se estaba acercando a la banquina, y dio un impulsivo volantazo. Otra vez, volvió a girar la llave, pero no hubo resultado. En el espejo, el camión ganaba terreno velozmente; en el velocímetro, la aguja se mantuvo en 92. Mann, abrumado por el pánico, se quedó con la mirada en blanco, los ojos vacíos. Entonces la vio. A varios centenares de metros adelante, una ruta de escape para camiones con frenos quemados. Ya no habrían más alternativas; o tomaba esa ruta o su coche sería arrollado duramente desde atrás. El camión estaba espantosamen-te cerca; podía escuchar el agudo bramido de su motor. Inmediatamente, co-menzó a bordearse hacia la derecha, pero repentinamente enderezó el volante. ¡No debía revelar sus movimientos! Tendría que esperar hasta el último mo-mento posible. De otra manera, Keller lo habría seguido.

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Poco antes de alcanzar la vía de escape, Mann giró el volante. La parte poste-rior del coche comenzó a colear hacia la izquierda y los neumáticos chirriaron en el pavimento. Mann gobernó el patinazo, frenando lo suficiente como para no perder el control; las ruedas traseras mantuvieron su adherencia a 90 kiló-metros por hora y el auto encaró el camino de tierra, levantando una polvare-da. Ahora comenzó a frenar. El auto serpenteó sobre el ripio formando huellas tortuosas y Mann resolló cuando el coche comenzó a rebotar en las cunetas. Clavó el freno con todas sus fuerzas y el auto giró violentamente a la derecha, mientras escuchaba el inconfundible ruido de un metal al romperse; su cuello latigueó hacia un lado, producto de la brusca parada en seco. Aturdido, Mann se volteó para ver al camión y a su acoplado abandonar la ca-rretera a toda velocidad en un giro muy cerrado. Paralizado por el agotamiento y el espanto, observó como el macizo vehículo se lanzaba sobre él; se quedó allí, estupefacto y vacío de reacciones, pero con-servando todavía la despabilada certeza ante su muerte. Maravillado ante la vista del mamut que rugía cancelando el cielo, Mann abrió la boca pero el alarido no pudo salir. Repentinamente, el camión comenzó a bambolearse. Mann, ajeno, distante y en un sofocado silencio, lo vio: la bestia había tropezado y perdía el equilibrio desenfrenada y aparatosamente; antes de que alcanzase su coche, había des-aparecido del parabrisas trasero. Con los brazos entumecidos, Mann se desprendió el cinturón de seguridad y empujó la puerta. Luchando por caminar, se tambaleó alejándose del auto, a tientas en la nube de polvo, acercándose al borde del barranco. Había llegado justo a tiempo para ver al camión volcarse de lado como un barco en pleno naufragio; arrastrado por su propio y centrífugo ímpetu, la bestia se precipitó acarreando al acoplado con el tanque cisterna, cuyas enormes ruedas seguían girando desenfrenadamente en el aire. Mann permaneció inmóvil, quedándose con la mirada fija hacia abajo. El tanque cisterna explotó primero, y la violenta detonación hizo que Mann re-culara y cayera sentado torpemente. Una segunda explosión bramó allá abajo, y su tórrida onda de choque espoleó sus oídos. Desde el suelo, vio una fiera columna roja y negra subir rápidamente hacia el cielo; luego otra. Mann gateó cautelosamente hacia la orilla del barranco y atisbó con los ojos irritados por el aceitoso humo. Las enormes lenguas de llama se encumbraban hacia arriba impidiéndole ver al camión o al acoplado; sólo se veía la densa fogarata en medio de fumarolas que se arremolinaban; Mann se incorporó lentamente y siguió observando, bo-quiabierto, drenado de toda sensación. Luego, inesperadamente, sus emociones regresaron. No era temor, al principio, y muchos menos pena. Tampoco la náusea, que vendría poco después. Desde lo más recóndito de su mente, empezaba a emerger un subterráneo tumulto, un instintivo y oscuro furor: era el regocijado alarido de alguna bestia ancestral frente al cadáver de su enemigo derrotado.

FIN

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EL

EXAMEN

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En la noche anterior al examen, Less ayudaba a estudiar a su padre en el comedor. Jim y Tommy dormían ya en el piso de arriba, y en la sala de estar, Terry cosía con rostro inexpresivo, mientras la aguja se movía con perfecto ritmo. Tom Parker se hallaba sentado rígidamente, con el tronco erguido apoyando sobre la mesa con sus delgadas manos entrelazadas, en las que se destacaba el relieve azulado de las venas. Sus ojos de color azul pálido se clavaban con intensidad en los labios de su hijo como si de aquella forma pudiese entenderle mejor. Tenía 80 años y este era su cuarto examen. —Está bien —dijo Less, mirando hacia el impreso que les había entregado el doctor Trask—. Repite las siguientes sucesiones de números. —Sucesión de números... —murmuró Tom, intentando asimilar lo que escuchaba. Pero las palabras ya no se asimilaban fácil... ni rápidamente. Parecían posarse sobre los tejidos de su cerebro cómo perezosos, lentos insectos carnívoros... Repitió de memoria una vez más las palabras... «Sucesión de... sucesión de números»... sí, eso era. A continuación miró a su hijo y esperó. —¿Bien...? —interrogó impaciente tras una larga pausa de silencio. —Papá... ya te he dado la primera —explicó Less. —Bueno... —murmuró el padre tratando de hallar las palabras adecuadas—. Por favor, dame la... ten la bondad de... de... Less exhaló un suspiro de profundo aburrimiento y repitió: —Ocho, cinco, once, seis. Los viejos labios temblaron. La oxidada maquinaria de la mente de Tom comenzó a funcionar lentamente. —Ocho... cin... cinco... Los ojos claros del anciano parpadearon lentamente. —Once... se... seis... —terminó Tom, casi sin respiración. Después irguió el cuerpo con orgullo. Sí, pensó, muy bueno... muy bueno. No conseguirían confundirle al día siguiente; lograría derrotar a sus criminales leyes. Apretó los labios y crispó ambas manos sobre el blanco mantel. —¿Cómo...? —preguntó entonces, mirando fija e irritadamente a Less que acababa de decirle algo—. ¡Habla más alto...! ¡Más alto! —Acabo de darte otra sucesión —replicó Less con calma—. Bien... la leeré otra vez. Tom se inclinó hacia adelante, forzando el oído. —Nueve, dos, dieciséis, siete, tres —repitió Less. Tom aclaró la garganta con un esfuerzo. —Habla más despacio —rogó a su hijo. No había captado bien los números. ¿Cómo era posible que aquella gente esperase que alguien retuviera tan ridícula sarta de números? —¿Cómo... cómo? —preguntó Tom nuevamente y un tanto encolerizado, cuando Less leyó los números otra vez. —Papá, el examinador leerá las preguntas con mucha más rapidez que yo. Tienes que... —Estoy enterado de eso... —le interrumpió Tom con rigidez—, perfectamente

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enterado. Y permíteme recordarte... esto no es un examen. Es un estudio... estamos estudiando. Es una estupidez tener que estudiar todo esto... todo el examen... Tom parecía encolerizado, y miraba a su hijo con gesto de enfado a la vez que se indignaba consigo mismo porque las palabras parecían huir de su mente. Less se encogió de hombros y leyó de nuevo el impreso. —Nueve, dos, dieciséis, siete, tres —recitó lentamente. —Nueve, dos, seis, siete... —Dieciséis, siete... papá. —Eso dije. —Has dicho seis, siete, papá. —¿Acaso crees que no sé lo que dije? Less cerró los ojos durante un momento. —Está bien, papá —murmuró. —Bueno..., ¿vas a leerlo otra vez o no? —preguntó Tom con voz chillona. Less volvió a leer los números; mientras escuchaba a su padre tartamudear la sucesión, dirigió su mirada a la sala de estar, hacia Terry. Seguía allí sentada, impasible, cosiendo. Había apagado la radio y Less comprendió que ella estaba también escuchando los errores del anciano al repetir las sucesiones de números. Está bien, se dijo Less como si estuviera hablando con ella. Está bien, sé que está muy viejo y totalmente inútil. ¿Quieres que se lo diga cara a cara y le clave así un cuchillo por la espalda? Tú y yo sabemos que no pasará el examen. Por lo tanto permíteme esta pequeña comedia. Mañana se habrá cumplido la sentencia. No hagas que la pronuncie yo esta noche y maté al viejo de un disgusto. —Creo que esto está bastante correcto... Less oyó la calmosa voz de su padre y miró su rostro flaco surcado por mil arrugas. —Sí, creo que está bien —murmuró con precipitación. Less lamentó su lamentable traición cuando los labios de su padre esbozaron una ligera sonrisa. Lo estoy engañando, pensó. —Pasemos a otra cosa —oyó decir a su padre. Less examinó rápidamente la hoja que tenía delante. ¿Qué sería fácil para el viejo?, pensó, despreciándose a sí mismo ante tal idea. —Vamos, Leslie —dijo el padre con tono débil—. No podemos perder tiempo. Tom vio cómo su hijo examinaba otras hojas que tenía ante sí, y crispó los puños. Su vida se hallaría en peligro al día siguiente, y su hijo examinaba tan tranquilo aquellos impresos de examen como si al día siguiente no fuese a suceder nada importante. —Vamos... vamos... —murmuró con impaciencia. Less tomó un lápiz al que había atado un fino cordel y trazó sobre una hoja de papel un círculo de un centímetro de diámetro. —Tienes que sostener la punta del lápiz sobre el círculo durante tres minutos —explicó. De pronto temió haber elegido una prueba difícil. Había visto más de una vez cómo temblaban las manos de su padre al tratar de abrocharse los botones de su ropa, o al intentar correr alguna cremallera.

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Tragando saliva nerviosamente, Less tomó de encima de la mesa un cronómetro, hizo una señal a su padre y lo puso en marcha. Tom hizo un esfuerzo para respirar profundamente cuando se inclinó sobre el papel y sostuvo el lápiz sobre el círculo. Less se fijó cómo su padre se apoyaba sobre un codo... algo que no se le permitiría hacer durante el examen... pero no dijo nada. Permaneció inmóvil en su asiento mirando a Tom. El anciano palidecía poco a poco. Less observaba claramente cómo se destacaban en sus pálidas mejillas las finísimas líneas trazadas por los vasos sanguíneos. Luego estudió aquella piel seca, arrugada, un tanto oscura, cuyas manchas evidenciaban un mal funcionamiento del hígado. Ochenta años de edad, pensó. ¿Cómo se sentirá un hombre a los ochenta años? Una vez más Less miró a Terry. Durante un instante la mirada de la mujer se cruzó con la suya. Pero ninguno de los dos sonrió ni hicieron ningún gesto. Luego, Terry bajó sus ojos, clavándolos de nuevo en su labor. —Creo que ya han pasado los tres minutos —dijo Tom con voz tensa. Less consultó el cronómetro. —Minuto y medio, papá —respondió, mientras se preguntaba si no debía haber mentido nuevamente. —Bien... entonces procura no apartar tus ojos del reloj —murmuró Tom con temblorosa voz, a la vez que el extremo del lápiz oscilaba totalmente fuera del círculo—. Se supone que esto es un examen... no una... una... diversión. Less miró la punta del lápiz que temblaba ostensiblemente, y tuvo la impresión de que todo aquello era inútil, y que nada podría hacerse para salvar la vida de su padre. Al menos, pensó, los exámenes no los hacemos nosotros... los hijos e hijas que hemos votado en favor de la ley. Por lo menos no tendría que estampar aquel negro sello con la calificación INCORRECTO en el examen de su padre ni pronunciar la sentencia. El lápiz osciló de nuevo sobre el borde del círculo y se apartó de él al mover Tom ligeramente el brazo sobre la mesa, movimiento que lo descalificaría automáticamente en aquella prueba. —¡Ese reloj funciona mal... demasiado despacio...! —exclamó Tom, súbitamente enfurecido. Less contuvo la respiración y consultó una vez más el reloj. Dos minutos y medio. —Tres minutos —dijo, deteniendo el cronómetro. Tom dejó caer el lápiz sobre la mesa con un ademán de irritación. —¡Caramba! —exclamó—. ¡Ahí lo tienes...! Otra prueba estúpida que no demuestra nada, absolutamente nada de nada. —¿Quieres probar alguna otra cosa, papá? —¿Están ahí las otras pruebas del examen? —preguntó Tom con tono de sospecha, examinando por sí mismo los impresos. —Sí —mintió Less sabiendo que su padre tenía la vista demasiado débil para ver algo, aunque siempre se negó a admitir el uso de anteojos—. ¡Oh... espera un momento! —añadió Less con viveza—. Hay otra prueba antes de eso... te pedirán que digas la hora. —Otra prueba estúpida —murmuró Tom—. ¿Qué es lo que...?

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Se inclinó sobre la mesa y tomó el reloj para examinarlo, añadiendo: —Las diez y cuarto. Sin pensarlo dos veces Less repuso: —¡Pero son las once y cuarto, papá! Durante un momento el anciano permaneció inmóvil como si hubiera recibido una cachetazo. Luego volvió a tomar el reloj y lo examinó, avanzando ambos labios, y Less tuvo la impresión de que Tom iba a insistir en que eran las diez y cuarto. —Bien, eso es lo que quería decir —dijo Tom repentinamente—. Me has entendido mal. Desde luego que son las once y cuarto. Cualquier estúpido podría verlo. Las once y cuarto. Este reloj no es nada bueno. Los números están demasiado cerca unos de otros. Debes prescindir de él... verás... Tom introdujo una mano en el bolsillo de su chaleco y extrajo de él su propio reloj de oro. —He aquí un verdadero reloj —dijo con orgullo—. ¡Marca la hora exacta desde hace... sesenta años! Este sí que es un reloj... y no ése... Y tras pronunciar estas últimas palabras arrojó sobre la mesa el reloj de Less. El cristal se quebró en mil pedazos. —Mira eso —dijo Tom rápidamente, tratando de ocultar su vergüenza—. Ya ves... es un reloj que no soporta el más pequeño golpe. Evitó la mirada que le dirigía Less, observando su propio reloj. Apretó con fuerza los labios al abrir la tapa posterior, y ver el retrato de Mary; una Mary que tendría unos treinta años, muy rubia y encantadora. A Dios gracias ella no tenía que pasar por examen de ninguna clase, pensó... al menos se había evitado tal cosa. A Tom jamás se le había ocurrido pensar que la muerte accidental de Mary, sobrevenida a los cincuenta y siete años de edad, hubiese sido un hecho afortunado, pero aquello había ocurrido antes de instaurarse los exámenes. Cerró el reloj y lo dejó sobre la mesa, al mismo tiempo que decía: —Déjame ese reloj esta noche... me preocuparé de que mañana le pongan un buen cristal. —Está bien, papá... sí, tienes razón, es un reloj viejo. —Así es... así es —murmuró Tom—. Déjamelo y haré que le pongan un buen cristal, un cristal que no se rompa fácilmente. Sí, déjamelo... Tom respondió luego a preguntas de orden monetario, y después a otras como, por ejemplo: “¿Cuántas monedas de veinticinco centavos hay en un billete de cinco dólares?” y “Si resto treinta y seis centavos de un dólar, ¿qué cambio me queda?” Casi todas ellas eran formuladas por escrito, y Less permaneció todo el tiempo sentado frente a su padre, controlando el tiempo que tardaba en contestarlas. La casa estaba sumida en el silencio. Todo parecía normal y corriente... los dos hombres allí sentados, y Terry cosiendo en la sala de estar. Y esto era precisamente lo terrible. La vida seguía como siempre. Nadie hablaba de morir. El Gobierno enviaba cartas, se efectuaban los exámenes, y aquellos que fracasaban recibían la orden de presentarse en el centro gubernamental para que les administraran las inyecciones. La ley funcionaba como una máquina perfecta, el índice de mortalidad era normal, y se ponía freno al problema del aumento de po-

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blación... todo llevado a cabo oficialmente, de forma impersonal, fría, sin un lamento ni una lágrima. Pero eran personas queridas las que morían. —No vale la pena de que pierdas el tiempo observando ese cronómetro —dijo Tom—. Puedo resolver estas preguntas sin tu ayuda... y sin que mires tan fija-mente ese maldito reloj. —Papá, los examinadores harán lo que yo hago ahora. —Los examinadores son eso... examinadores —replicó Tom con enfado—. Pero tú no lo eres. —Papá, estoy intentado ayudarte... —Bien, entonces ayúdame... ayúdame de verdad. No te quedes ahí sentado contemplando ese reloj. —Eres tú quien va de examinarse y no yo —contestó Less, sintiendo que la ira enrojecía sus mejillas—. Y si tú... —Sí... mi examen... ¡mi examen, sí! —replicó Tom súbitamente enfurecido—. Todos se han preocupado, ¿verdad? ¡Todos se han preocupado...! Las palabras le fallaron otra vez, y en su cerebro se acumularon una serie de furiosos pensamientos. —No tienes por qué gritar, papá. —¡No estoy gritando! —¡Papá... los niños están durmiendo! —exclamó Terry desde la sala de estar. —¡No me importa que...! —gritó Tom. Se detuvo y se recostó en la silla. Soltó el lápiz que sostenía sus dedos, que rodó sobre el mantel de la mesa. —¿Quieres continuar, papá? —interrogó Less conteniendo su nerviosa cólera. —No pido mucho —murmuró Tom para sí—. No pido mucho a la vida. —Papá... ¿continuamos? Tom se irguió y replicó lentamente, con tono de herido orgullo: —Si para ti no es perder el tiempo... si no consideras que pierdes tu tiempo... Less examinó una vez más los impresos, que en aquel momento sostenía con dedos crispados. ¿Preguntas de tipo psicológico? No, no podría hacérselas. ¿Cómo iba a preguntar a su anciano padre lo que opinaba sobre el sexo, a aquel padre de ochenta años para quien la observación más inocente era «obscena»? —Bien... —murmuró Tom en actitud de espera. —Parece que no queda nada más —dijo Less—. Hace casi cuatro horas que estamos trabajando. —¿Y esas hojas que tienes en la mano? —Casi todas ellas se refieren... a la cuestión física, papá. Vio cómo los labios de su padre se crispaban y durante un momento temió que Tom fuera a insistir, pero todo cuanto el anciano dijo fue: —Un buen amigo... un maravilloso amigo. Less se detuvo. No valía la pena de hablar más sobre aquello. Tom sabía perfectamente que el doctor Trask no podría firmar un certificado de buenas condiciones físicas, como hizo ya en los tres exámenes anteriores. Less también sabía lo atemorizado y ofendido que se sentiría Tom, cuando tuviera que desvestirse y permanecer enteramente desnudo ante los médicos, que lo examinarían y le harían preguntas ofensivas. Tampoco ignoraba Less el

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miedo que Tom sentía al ser observado por una mirilla mientras se vestía, para anotar en un gráfico el tiempo que empleaba en vestirse y cómo lo hacía. Sin contar el hecho de que, al comer en la cafetería del Gobierno, durante el descanso concedido en el largo día del examen, unos ojos lo contemplarían de nuevo, atentos, si dejaba caer el tenedor o la cuchara, tropezaba con el vaso de agua o se ensuciaba la camisa con alguna gota de grasa. —Te pedirán que firmes y escribas después tu dirección —explicó Less, con el deseo de que su padre olvidase el examen físico, pues sabía lo orgulloso que se sentía Tom de su caligrafía. Simulando obrar de mala gana, el anciano recogió el lápiz y se puso a escribir. Los engañaré, pensó, mientras el lápiz se movía sobre el papel con fuerza y seguridad. SEÑOR THOMAS PARKER, escribió. 2719, BRIGHTON STREET, BLAIRTOWN, NEW YORK. —Y la fecha... —añadió Less. El anciano escribió: 17 DE ENERO DE 2003. Después sintió que algo muy frío se movía en su interior. Al día siguiente era el examen. Yacían en el lecho uno al lado del otro, pero sin dormir. Apenas habían hablado al desnudarse, y cuando Less se inclinó para darle un beso y las buenas no-ches, ella murmuró algo inaudible para él. En aquel momento se volvió de costado, exhalando un profundo suspiro y, en la semioscuridad de la habitación, la miró. Ella abrió los ojos para mirarlo a su vez. —¿Dormido? —preguntó ella suavemente. —No. Less no dijo nada más. Esperó a que hablase ella. Pero al cabo de unos momentos Less dijo: —Creo que esto es... el final. Sus últimas palabras fueron muy débiles porque no le gustaban. Sonaban ridículamente melodramáticas. Terry no dijo nada. Luego, como si pensara en voz alta, murmuró: —¿Crees que existe alguna posibilidad de...? Less tensó todos los músculos de su cuerpo, porque sabía lo que ella le estaba preguntando. —No —respondió—. Jamás superará la prueba. Oyó cómo Terry tragaba saliva. No me lo digas, pensó desesperadamente. No me digas que durante quince años he estado diciendo lo mismo. Lo dije porque sabía que era cierto. Súbitamente deseó haber firmado años antes la Demanda de Eliminación. Los dos necesitaban desesperadamente verse libres de Tom, por el bien de sus hijos y de sí mismos. Pero ¿cómo se explicaba aquella necesidad con palabras, sin sentir la impresión de cometer un crimen? No se podía decir: «Espero que el viejo fracase. Espero que lo maten pronto». Y, sin embargo, todo cuanto se pudiera decir con otras palabras no era más que un eufemismo, un hipócrita sucedáneo de aquellas palabras... porque aquellas palabras eran las que expresaban exactamente lo que se sentía.

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Terminología médica, pensó... gráficos de cosechas insuficientes, bajos niveles de vida, hambre, y nivel de salud deficiente... Habían empleado todas aquellas palabras para apoyar la promulgación de la ley. Mentiras..., mentiras sin ninguna base. Se había promulgado la ley porque querían quedarse solos, porque deseaban vivir sus propias vidas. —Less... ¿y si pasa el examen? —insistió Terry; Less notó que sus manos se crispaban inconscientemente sobre el colchón—. ¿Less...? —No lo sé, cariño —respondió al fin. Su voz sonaba firme en la oscuridad, la voz de Terry parecía hallarse al borde de la crisis. —Tienes que saberlo —dijo. Less movió inquieto la cabeza sobre la almohada. —Cariño, déjalo ya, por favor —rogó. —Less, si pasa el examen... serán cinco años más. CINCO AÑOS MÁS, Less, ¿te das cuenta? —El viejo no puede pasar este examen, cariño. —Pero... ¿y si lo aprueba? —Terry, se equivocó en las tres cuartas partes de las preguntas. Yo mismo se las hice. Casi no oye, su vista es deficiente, su corazón está muy débil, y padece artritis... Less se detuvo y con un puño golpeó con desesperación la cama al añadir: —Ni siquiera pasará el examen físico... Less se estaba odiando a sí mismo por asegurar a Terry que Tom ya estaba condenado. Si al menos pudiese olvidar el pasado y considerar a su padre como lo que era en aquel momento... un anciano inútil y agotado que estaba arruinando sus vidas. Pero era muy difícil olvidar cuánto había amado y respetado a su padre, olvidar los buenos ratos pasados con él en el campo, las excursiones de pesca, las largas conversaciones nocturnas, muchas cosas que él y su padre habían compartido. Aquél era y había sido el motivo por el cual nunca había tenido ánimos para afirmar la petición. Bastaba con llenar un impreso, algo mucho más sencillo que aguardar los exámenes quinquenales. Pero eso hubiera significado firmar la sentencia dé muerte de su padre. Pudo solicitar al Gobierno que dispusiera del viejo como si se tratara de un desperdicio. Pero ahora su padre tenía ochenta años, y, pese a haber recibido una educación basada en sólidos principios morales y cristianos, tanto él como Terry temían que el viejo Tom lograse aprobar el examen y seguir viviendo con ellos otros cinco años más... otros cinco años gruñendo por toda la casa, contraviniendo las instrucciones dadas a los niños, rompiendo cosas, deseando ayudar sin ser más que un estorbo, y haciendo de la vida una continua guerra de nervios. —Será mejor que duermas —murmuró Terry más tarde. Less lo intentó, pero no pudo conseguirlo. Permaneció inmóvil en la oscuridad, mirando hacia el oscuro techo de la habitación, e intentando hallar una res-puesta sin resultado.

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El despertador sonó a las seis. Less no tenía que levantarse hasta las ocho, pero deseaba ver a su padre. Abandonó el lecho y se vistió silenciosamente para no despertar a Terry. Pero Terry despertó y le miró desde la almohada. Tras una pausa se apoyó sobre un codo, mirándole aún con gesto soñoliento. —Me levantaré y te prepararé el desayuno —dijo. —No te preocupes —replicó Less—. Puedes quedarte en cama. —¿No quieres que me levante? —No te molestes, cariño... quiero que descanses. Terry se tendió y se volvió hacia el otro lado para que Less no viese su cara. No sabía el motivo, pero había empezado a llorar en silencio; ignoraba si era porque no quería que Less viese a su padre, o porque en aquel momento se acordó del examen. Pero no podía dejar de llorar. Todo cuanto pudo hacer fue permanecer en extrema tensión hasta que se cerró la puerta del dormitorio. Entonces temblaron sus hombros, y un fuerte sollozo quebró la barrera que ella misma había alzado. La puerta de la habitación de su padre estaba abierta al acercarse Less. Miró hacia el interior y vio a Tom sentado en el borde de la cama, inclinado hacia delante, atándose los cordones de los zapatos. Vio cómo los sarmentosos dedos trataban de hacer el lazo. —¿Todo va bien, papá? —preguntó Less. El hombre le miró muy sorprendido. —¿Qué haces aquí a estas horas? —preguntó. —Pensé en desayunar contigo —dijo Less. Durante un momento ambos se miraron en silencio. Luego, su padre volvió a inclinarse sobre los zapatos. —Eso no es necesario —murmuró el anciano. —Bien, de todas formas habrá que desayunar algo —dijo Less volviéndose para que su padre no pudiera discutir. —¡Oh...! Less se volvió. —Confío en que no olvides ese reloj —dijo Tom—. Lo llevaré hoy a la joyería para que le pongan un cristal decente... un cristal que no se rompa con facilidad. —Papá, ese reloj es muy viejo —replicó Less—. No vale ni cinco centavos. Tom asintió lentamente con un movimiento de cabeza, alzando una mano y haciendo con ella un gesto como si tratara de evitar toda posible discusión. —De todas formas —insistió—, trataré de... —Está bien, papá, está bien. Lo dejaré sobre la mesa de la cocina. Tom se incorporó y miró a Less durante un momento sin que en sus ojos se reflejara expresión alguna. Luego, como si obedeciese a un segundo pensamiento, volvió a inclinarse sobre sus zapatos. Less contempló los grises cabellos del anciano y advirtió que sus dedos temblaban más que nunca. Después se volvió. El reloj seguía sobre la mesa del comedor. Less lo recogió para dejarlo sobre la mesa de la cocina. Pensó que quizá el viejo estuvo pensando en el reloj durante toda la noche. De lo contrario no le hubiese hablado de él tan pronto. Puso agua en la cafetera y oprimió los botones que correspondían a dos

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raciones de huevos con jamón. Luego se sirvió dos vasos de jugo de naranja y tomó asiento ante la mesa. Un cuarto de hora después entró su padre en la cocina, con su traje azul oscuro, los zapatos cuidadosamente pulidos, las uñas arregladas y los cabellos bien peinados. Parecía mucho más viejo cuando se acercó hasta la cafetera de cristal y la miró. —Siéntate, papá —dijo Less—, te serviré yo. —No soy un inútil —replicó Tom—. Quédate donde estás. Less sonrió y dijo: —He preparado huevos con jamón. —No tengo apetito —replicó Tom. —Necesitas desayunar bien, papá. —Jamás he desayunado fuerte —contestó Tom secamente sin apartar los ojos de la cafetera—. No creas... no es bueno para el estómago. Less cerró los ojos durante un momento y en sus facciones se reflejó una terrible desesperación. ¿Para qué me habré molestado en madrugar? se preguntó. Lo único que hacemos siempre es discutir. No. Less tensó todos los músculos de su cuerpo. Tenía que mostrarse alegre aun a costa de un enorme esfuerzo. —¿Dormiste bien, papá? —preguntó. —Desde luego que dormí bien —respondió su padre—. Siempre duermo bien. Muy bien. ¿Acaso crees que no dormiría por culpa de un...? El anciano se detuvo y se volvió mirando a Less con ademán acusador. —¿Dónde está ese reloj? —preguntó. Less lanzó un hondo suspiro y alzó el reloj que había dejado antes sobre la mesa. Su padre avanzó trabajosamente sobre el linóleo, tomó el reloj con una mano y lo contempló durante un instante, avanzando ambos labios con gesto despreciativo. —Un trabajo vulgar... —contestó en voz baja—. Muy vulgar... Guardó el reloj en uno de los bolsillos de su chaqueta, añadiendo tras una ligera pausa: —Te conseguiré un cristal decente... uno que no se rompa. Less asintió con un movimiento de cabeza y respondió: —Eso será magnífico, papá. El café ya estaba hecho y Tom sirvió dos tazas. Less abandonó su asiento y apagó la parrilla automática. Tampoco él en aquellos momentos tenía el más mínimo apetito, pensó. Luego se sentó frente al ceñudo padre y bebió café, agradeciendo el reconfortante calor que se deslizaba por su garganta. El café tenía un sabor horrible, pero Less sabía que aquella mañana los mejores manjares del mundo tendrían el mismo sabor amargo para él. ——¿A qué hora tienes que estar allí, papá? —preguntó, para romper el silencio. —A las nueve en punto —respondió Tom. —¿No quieres que te lleve en el coche? —No, no... nada de eso —dijo Tom como si estuviese hablando con un chico. —Iré en subterráneo. Me lleva hasta allí con suficiente tiempo. —Está bien, papá —asintió Less, contemplando el café que restaba aún en su

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taza. Debo decir algo, pensó, pero nada se le ocurría. Entre ambos reinó el silencio durante unos largos minutos, mientras Tom bebía su café a sorbos lentos y metódicos. Less humedeció los labios con la punta de la lengua, ocultando su pánico tras la taza. Charlamos de coches y de subterráneos, pensó... cuando el viejo podía ser sentenciado a muerte aquel mismo día. Lamentó haberse levantado. Hubiese sido mejor despertarse por la mañana y descubrir que su padre se había ido ya. Deseaba que todo sucediera de aquel modo... “permanentemente”. Siempre había deseado despertar una mañana y hallar vacío el dormitorio de su padre... no ver sus trajes, sus zapatos oscuros, sus ropas de trabajo, sus pañuelos, sus ligas, sus tirantes, sus medias, el equipo de afeitar... todas aquellas mudas pruebas de una vida que había desaparecido. Pero no ocurriría así. Una vez fracasara Tom en el examen, pasarían unas semanas antes de que se recibiera la citación, y luego otra semana o dos antes de la notificación que fijaba la fecha. Un lento y espantoso proceso de cesión de efectos personales, de comidas y cenas en común, de charlas nerviosas un día y otro día, hasta el viaje en coche hasta el centro gubernamental, y luego el silencioso ascensor hasta... ¡Santo Dios! Less se dio cuenta de que estaba temblando sin remedio, y por un momento temió echarse a llorar. Luego alzó la cabeza, con gesto de asombro, cuando su padre se puso en pie. —Tengo que irme —anunció Tom. Los ojos de Less se fijaron en el reloj de pared. —No son más que las siete menos cuarto —dijo en tensión—. No necesitas tanto tiempo para ir a... —Me gusta llegar antes de la hora —replicó Tom con firmeza. —Pero, por Dios, papá, sólo se tarda una hora en llegar a la ciudad... —insistió Less con una doloroso nudo en el estómago. Su padre movió la cabeza negativamente, hasta que Less comprendió que no le había oído. —Es temprano, papá —dijo Less, alzando más la voz temblorosa. —Aun así —cortó su padre. —No has comido nada, papá. —Jamás he desayunado fuerte... no es bueno para el... Less no escuchó el resto... porque las palabras de su padre eran las mismas de siempre, una repetición de las frases que expresaban todos los hábitos de una larga vida, que los desayunos fuertes no eran buenos para el estómago, etc., etc.. ¿Cuántas veces le habría oído decir lo mismo? Less sintió de pronto que le invadía el terror, la tentación de abrazar al viejo y decirle que no se preocupara por el examen porque no importaba... que ellos le querían y que siempre cuidarían de él. Pero no pudo hacerlo. Permaneció sentado mirando al viejo, abrumado por una sensación de temor que le inmovilizaba. Ni siquiera pudo hablar cuando su padre se volvió en el umbral de la cocina, diciendo con las últimas fuerzas que le quedaban:

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—Te veré esta noche, Less. La puerta se cerró, levantando una ligerísima bocanada de aire que, tras tocar las mejillas de Less, avanzó glacialmente hasta su corazón. Se puso en pie de un salto con un gruñido de sorpresa y atravesó el pavimento de linóleo de la cocina. Al llegar al umbral, vio que su padre había llegado casi hasta la puerta de la calle. —¡Papá...! Tom se detuvo y miró hacia atrás, sorprendido, al mismo tiempo que Less atravesaba el comedor contando mentalmente sus pasos... uno, dos, tres, cuatro, cinco... Se detuvo ante su padre y, con un enorme esfuerzo, esbozó una sonrisa. —Buena suerte, papá —dijo—. Te... te veré esta noche. Había estado a punto de decir. «Estaré ansioso por ti...», pero no lo hizo. Tom asintió con un ligero movimiento de cabeza, sólo una vez, un movimiento cortés como el de un caballero que es presentado a otro. —Gracias —respondió, volviéndose nuevamente. Cuando la puerta se cerró, fue como si, de repente, se hubiera convertido en un obstáculo impenetrable que su padre jamás podría franquear. Less se acercó hasta la ventana y vio cómo el anciano recorría lentamente el sendero, para luego girar a la izquierda en dirección a la acera. Observó cómo penetraba en la calle, hinchiendo el pecho, echando hacia atrás los hombros, con paso ligero bajo la luz gris de la mañana. Al principio Less creyó que estaba lloviendo. Pero luego se dio cuenta de que la brillante humedad que nublaba sus ojos no procedía de la ventana. No pudo ir a trabajar. Telefoneó diciendo que estaba enfermo y no se movió de casa. Terry llevó los niños a la escuela. Luego desayunaron juntos y Less ayu-dó a Terry a retirar los platos de la mesa y a colocarlos en el fregadero. Terry no hizo el menor comentario al ver que Less permanecía en casa. Fingió que era normal que Less se quedara en casa un día de trabajo. Less pasó la mañana y las primeras horas de la tarde en el taller del garaje, entretenido en siete trabajos distintos, que no tardaba en abandonar. Alrededor de las cinco Less entró en la cocina para tomar una jarra de cerveza mientras Terry preparaba la cena. No dijo nada a su esposa. Luego comenzó a pasear por la sala, acercándose de vez en cuando hasta la ventana. —Me pregunto dónde se habrá metido —comentó Less al volver a la cocina. —Regresará pronto —respondió Terry. Less frunció el ceño creyendo captar una nota de disgusto en la voz de su mujer. Dio un profundo suspiro y relajó los músculos de su cuerpo, seguro de que la imaginación le estaba jugando una mala pasada. Cuando se vistió, después de ducharse, eran las cinco y cuarenta minutos. Los niños estaban en casa. Todos tomaron asiento ante la mesa. Less advirtió que Terry había puesto un plato en el lugar que siempre ocupaba Tom, y se preguntó si su esposa no hacía aquello para consolarlo. No pudo comer nada. Se entretuvo cortando la carne en trozos cada vez más pequeños y en mezclar la manteca con las papas cocidas, pero no probó un solo bocado. —¿Qué dices? —preguntó cuando Jim le habló.

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—Papá, si el abuelo no pasa el examen, aún le queda un mes, ¿verdad? Less miró a su hijo mayor mientras los músculos de su estómago se tensaban. «Aún le queda un mes, ¿verdad...?», las últimas palabras de Jim se repetían en su cerebro con mil ecos diferentes. —¿De qué estás hablando? —preguntó. —Mi libro de Derecho Cívico dice que los viejos aún disponen de un mes de vida después de fallar en el examen, ¿no es así? —No, ni hablar —terció Tommy—. La abuela de Harry Senker recibió su carta al cabo de dos semanas. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Jim a su hermano de nueve años—. ¿Viste tú esa carta? —Ya está bien... —exclamó Less. —¡No tuve que verla! —gritó Tommy—. Terry me dijo que... —¡Basta! Los dos chicos contemplaron el pálido rostro de su padre. —No tenemos por qué hablar de eso —murmuró Less tras una pausa. —Pero... —¡Jimmy! —advirtió Terry con severidad. El niño miró a su madre y devolvió su intención a la cena. Reinó el silencio. La muerte de su abuelo significa muy poco para ellos... pensó Less amargamente, no significa nada en absoluto. Tragó saliva e hizo un esfuerzo para relajar la tensión de su cuerpo. Bien, ¿y por qué había de significar algo para ellos? se dijo a sí mismo : aún no les ha llegado el momento de las preocupaciones. ¿Por qué obligarlos a que las tengan ahora? Llegarán más pronto de lo que suponen. A las seis y diez minutos se abrió la puerta principal, para luego cerrarse. Less se puso en pie con tal precipitación que volcó un vaso vacío. —Less... ¡por favor! —exclamó Terry. Comprendió al instante que la mujer tenía razón. A su padre no le habría gustado nada verlo salir corriendo de la cocina para hacerle preguntas. Se dejó caer de nuevo en la silla, con la mirada fija en la cena que apenas había tocado, mientras su corazón latía apresuradamente. Al tomar de nuevo el tenedor, con dedos crispados, oyó cómo el anciano cruzaba el comedor y subía las escaleras. Miró a Terry, que tragó saliva. Less no pudo comer ni un solo bocado. Permaneció sentado respirando pesadamente. Oyó cómo en el piso de arriba se cerraba la puerta de la habitación de su padre. Cuando Terry puso un pastel sobre la mesa, Less salió con una excusa. Se hallaba ya al pie de las escaleras cuando se abrió la puerta de la cocina. —Less... —oyó decir a su esposa con tono imperativo. Guardó silencio hasta que Terry se aproximó a él. —¿No es mejor que le dejemos solo? —preguntó la mujer. —Pero, cariño, yo... —Less, si hubiese aprobado el examen habría entrado en la cocina para decírnoslo. —Cariño, papá no puede saber si... —Lo sabría muy bien de haber aprobado. Así fue las dos últimas veces, ¿no te acuerdas? Si hubiese aprobado...

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La voz de Terry se quebró y la mujer tembló ligeramente al ver la forma en que su marido la miraba. En el opresivo silencio resonó la lluvia contra los cris-tales de las ventanas. Los dos se miraron durante un largo instante. Luego Less dijo: —Voy arriba... —Less... —murmuró Terry. —No diré nada que pueda molestarlo... procuraré... Una vez más se miraron en silencio. Luego Less se volvió y comenzó a subir los escalones. Terry lo dejó ir. En las facciones de la mujer se reflejaba una expresión vacía, de absoluta desesperanza. Less se quedó inmóvil durante un minuto ante la puerta cerrada, armándose de valor. No lo molestaré, se dijo a sí mismo. No, no lo molestaré. Llamó suavemente, preguntándose en aquella fracción de segundo si estaría cometiendo o no una equivocación. Quizá hubiese sido mejor dejar solo al anciano, pensó con amargura. Escuchó un movimiento en la cama, seguido del sonido ahogado de los pies de su padre que tocaban el suelo. Less contuvo la respiración. —Soy yo, papá —dijo. —¿Qué es lo que quieres? —¿Puedo verte? Hubo un silencio prolongado. —Bueno... —murmuró el anciano. Oyó cómo su padre se levantaba, sus pasos que se acercaban. Después notó un rumor de papeles y el golpe seco de un cajón al cerrarse. La puerta se abrió al fin. Tom vestía su vieja bata roja. Se había descalzado y puesto las pantuflas. —¿Puedo entrar, papá? —preguntó Less. Tras un instante de duda, respondió: —Entra. Pero no era una auténtica invitación. Era como si hubiese dicho: «Esta es tu casa..., no puedo impedir que entres aquí». Less estuvo a punto de retirarse, pero no pudo hacerlo. Entró en el cuarto y permaneció inmóvil en el centro, esperando. —Siéntate —dijo Tom. Less obedeció y tomó asiento en la silla de respaldo recto sobre la que Tom colgaba sus ropas al acostarse. Su padre esperó a que se sentara para dejarse caer sobre el lecho con un gruñido ininteligible. Durante largo tiempo se miraron mutuamente, sin hablar, como dos extraños que esperasen a que uno de ellos iniciara la conversación. ¿Cómo había ido el examen? Less escuchó las palabras que se repetían en su mente. ¿Cómo había ido el examen? Pero no podía pronunciarlas. ¿Cómo había ido el...? —Supongo que deseas saber... qué sucedió —murmuró al fin Tom, dominándose visiblemente. —Sí —replicó Less—. Yo... Se detuvo y volvió a repetir: —Sí. El anciano clavó los ojos en el suelo durante un momento. Luego alzó la

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cabeza de pronto y miró a su hijo con aire de reto. —No me presenté —dijo. Less tuvo la impresión de que le abandonaban las fuerzas. Continuó inmóvil en la silla, mirando a su padre. —No tenía intención de presentarme —explicó el viejo apresuradamente—. No me agradaba lo más mínimo pasar por todas esas pruebas estúpidas. Reconocimiento físico, mental, cuadros, dibujos en un encerado... ¡Sabe Dios qué más! No, no tenía la menor intención de presentarme. El anciano se detuvo y miró a su hijo con ojos en los que reflejaba la cólera, como desafiando a Less a que le dijese que había cometido una equivocación. Pero Less no pudo decir nada. Pasaron unos minutos. Less tragó saliva hasta que logró articular unas palabras. —¿Qué... piensas hacer? —preguntó. —Eso no importa... no tiene ninguna importancia —respondió el padre, como si agradeciese aquellas palabras—. No te preocupes por tu padre. Sé cuidar de mí mismo. Y, de repente, Less oyó cómo el cajón de la mesita se cerraba nuevamente, luego el rumor de una bolsa de papel. Sintió la tentación de mirar hacia la mesita y comprobar si la bolsa de papel aún continuaba allí. Al cabo de unos segundos sintió que el cuello le dolía por el esfuerzo de no mirar hacia atrás. —Bien... bien... —murmuró. —Eso ahora ya no tiene importancia —repitió Tom, con tono casi suave—. No es problema del que tengas que preocuparte. No... no es tu problema. ¡Sí que lo es! Less oyó aquellas palabras que gritaba su mente. Pero no surgieron de su garganta. Había algo en el anciano que le detenía. Una especie de fuerza inexplicable, una tremenda dignidad que él no debía herir. —Ahora me gustaría descansar —oyó decir a Tom. Ante las palabras del anciano, Less tuvo la impresión de que alguien le había golpeado violentamente en el estómago. «Me gustaría descansar...» «me gustaría descansar...» Aquellas palabras se repitieron en su mente al mismo tiempo que se ponía en pie. Descansar... descansar... Se encontró súbitamente en el umbral desde donde se volvió para mirar a su padre. Adiós. Pero la despedida tampoco la pronunciaron sus labios. Su padre sonrió entonces y dijo: —Buenas noches, Less. —Papá... Sintió la mano del anciano que tomaba la suya. Era una mano fuerte, firme, segura, que parecía consolarlo. Luego sintió también aquella misma mano que se apoyaba en uno de sus hombros. —Buenas noches, hijo —murmuró Tom. En aquel instante se hallaban los dos muy cerca uno del otro. Less vio, por encima del hombro del anciano, la arrugada bolsa de la farmacia en un rincón del cuarto, como si hubiese sido arrojada allí para que nadie la viese. Segundos más tarde, Less se hallaba inmóvil en el vestíbulo, abrumado por el terror, al oír el chasquido de la cerradura de la habitación. Comprendió que aun cuando su padre no cerrara la habitación, nunca se atrevería a entrar allí de nuevo...

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Durante largo tiempo estuvo contemplando la cerrada puerta, temblando sin poder evitarlo. Luego se volvió. Terry le estaba esperando al pie de las escaleras, con el rostro muy pálido. Al llegar Less junto a ella, comprendió su muda pregunta. —No... no se presentó —fue todo cuanto dijo. Terry movió los labios para emitir un ininteligible sonido. —Pero... —murmuró. —Estuvo en la farmacia —añadió Less—. Yo... he visto la bolsa en un rincón de su cuarto. Papá la arrojó allí para que yo no la viese, pero... la vi. Durante un instante pareció que Terry trataba de lanzarse escaleras arriba, pero no fue más que un movimiento instintivo. —Debió enseñar al farmacéutico la carta sobre el examen —murmuró Less—. Y... le dieron... las tabletas. Como lo hacen todos. Permanecieron en pie, silenciosamente, en el comedor, mientras la lluvia azotaba los cristales de las ventanas. —¿Qué haremos? —preguntó Terry con voz casi inaudible. —Nada —respondió Less. Tragó saliva y repitió casi sin darse cuenta: —Nada... Caminó de modo mecánico hacia la cocina y sintió cómo un brazo de Terry le ceñía desesperadamente por la cintura, hablándole de un profundo amor que en aquel momento no podía expresar con palabras. Durante el resto de la tarde estuvieron sentados en la cocina. Después de acostar a los niños, Terry regresó a la cocina para tomar un poco de café y charlar con Less en voz baja. Hacia medianoche abandonaron la cocina. Pero antes de subir la escalera, Less se detuvo ante la mesa del comedor y encontró allí su reloj con un nuevo cristal. Ni siquiera se atrevió a tocarlo. Subieron y pasaron por delante de la puerta de Tom. En el interior de la habitación no se oía el menor ruido. Después se desnudaron y se metieron en la cama. Terry colocó el despertador como solía hacerlo todas las noches y al cabo de un par de horas pudieron conciliar el sueño. Durante toda la noche reinó el silencio en la habitación del anciano. Y al día siguiente continuó reinando el mismo silencio.

FIN

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EL

TERCERO

A PARTIR

DEL SOL

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EL TERCERO A PARTIR DEL SOL RICHARD MATHESON

Abrió los ojos cinco segundos antes de que sonara el reloj. Se despertó súbi-tamente, sin el menor esfuerzo. Ya en plena conciencia, con toda frialdad, esti-ró la mano izquierda en la oscuridad para apagar la alarma y la campanilla vi-bró un segundo aún, antes de ahogarse. Su esposa, tendida junto a él, le tocó el brazo. Él le preguntó: —¿Has dormido? —No. ¿Y tú? —Algo —respondió él—. No mucho. Ella guardó silencio por algunos segundos. Sin embargo, el marido podía oír las contracciones de su garganta, la sentía temblar. Sabía de antemano lo que es-taba por decir. —¿Nos vamos de veras? El cambió de posición en la cama y aspiró profundamente. —Sí —respondió y los dedos se apretaron con más fuerza en torno a su brazo. —¿Qué hora es? —Alrededor de las cinco. —Será mejor que nos preparemos. —Sí, será mejor. Pero ninguno de los dos se movió. —¿Estás seguro de que podremos entrar en la nave sin que alguien nos vea? preguntó la mujer. —Creerán que es otro vuelo de prueba. No habrá nadie que controle. Ella no hizo más comentarios pero se estrechó contra su marido. Tenía la piel muy fría. —Tengo miedo —declaró. El le tomó una mano y se la oprimió con firmeza. —No debes sentirte así. No corremos peligro. —Me preocupan los niños. —No corremos peligro — insistió él. La mujer, con mucha suavidad, le besó la mano. —Está bien —aceptó. Ambos se incorporaron en la oscuridad. El la oyó levantarse. El camisón se deslizó hasta el suelo con un susurro, sin que ella lo levantara, permanecía in-móvil, estremecida por el aire frío de la mañana. —¿Estás seguro de que no necesitaremos nada más? —preguntó. —No, nada. En la nave tenemos todas las provisiones necesarias. De todos modos... —¿Qué? —No podemos llevar nada cuando pasemos ante el puesto de guardia, debe-mos fingir que tú y los chicos van a verme partir. Mientras ella comenzaba a vestirse, el marido apartó las cobijas y se levantó. Cruzó el cuarto por el suelo helado para buscar sus prendas en el ropero. —Voy a despertar a los niños —dijo la mujer. Él respondió con un gruñido mientras sacaba la cabeza de entre la ropa. Filla se detuvo en la puerta. —¿Qué? —¿Y si al guardia le parece extraño que los vecinos vayan también a despedir-te?

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EL TERCERO A PARTIR DEL SOL RICHARD MATHESON

—Tendremos que correr ese riesgo —contestó él, hundido en la cama, mien-tras buscaba a tientas los cordones de sus zapatos—; es preciso que vengan con nosotros. Hubo un suspiro: —Todo parece tan frío, tan calculado... La silueta femenina se perfilaba en el umbral de la puerta. El sé irguió para verla. —¿Qué remedio nos queda? —preguntó con vehemencia. No podemos permitir que nuestros hijos procreen entre sí. —No —exclamó ella—. Sólo que... —¿Sólo que qué? —Nada, querido, perdóname. Cerró la puerta tras de sí y sus pasos se perdieron por el corredor. Se abrió la puerta del otro dormitorio. El oyó las voces de sus dos hijos y una sonrisa in-expresivo le estiró los labios. Como si fueran a una fiesta, pensó. Se puso los zapatos. Al menos, los niños ignoraban lo que ocurría. Para ellos se trataba sólo de acompañarlo hasta la pista; creían que al regreso podrían contar todos los detalles a sus compañeros de escuela. Ignoraban que no habría regreso. Terminó de ajustarse los zapatos y se levantó. Se dirigió hasta el baño, arras-trando los pies, para encender la luz. La situación era extraña: un hombre de aspecto completamente común planeando algo semejante. «Frío. Calculador.» Las palabras de su mujer le repercutían en la mente. Bien, no había otra salida. En pocos años, tal vez antes de lo que se creía, el planeta entero volaría en una explosión devastadora. Aquella era la única solución: escapar con un pequeño grupo y comenzar de nuevo en otro planeta. —No hay otra salida —se repitió, contemplándose en el espejo. Echó una larga mirada en torno al dormitorio, despidiéndose de toda aquella etapa de su vida. Apagar la lámpara fue como apagar una luz en su conciencia. Al salir, cerró la puerta con suavidad y acarició con los dedos el gastado pica-porte. Sus dos hijos, varón y mujer, descendían por la rampa, hablando en misterio-sos susurros. No pudo menos que menear la cabeza, divertido. Su esposa lo estaba esperando. Bajaron juntos, tomaron de la mano. —Ya no tengo miedo, querido —afirmó ella—. Todo saldrá bien. —Seguro. Sin duda. Se sentó a desayunar junto a los niños. La mujer les sirvió el jugo de frutas y fue a buscar lo demás. —Ayuda a mamá, querida —dijo a la niña. Mientras ésta se levantaba, el hermanito comentó: —Falta poco, ¿no, papito? Muy poquito, ¿no? —Tranquilo —le advirtió—. Recuerda lo que te dije. Si hablas de esto con al-guien no podré llevarte. Un plato se estrelló contra el suelo. El levantó la vista: su mujer tenía los ojos fijos en él y le temblaban los labios. Apartó la mirada y se inclinó para recoger los fragmentos del plato. Levantó sólo algunos trozos, con mano vacilante; luego los dejó caer otra vez. Volvió a incorporarse y empujó todo con el pie hacia la pared.

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EL TERCERO A PARTIR DEL SOL RICHARD MATHESON

—Qué importa —comentó, nerviosa—. Qué importa que la casa esté limpia o no. Los hijos la miraron, sorprendidos. —¿Qué sucede? —inquirió la niña. —Nada, querida, nada —repuso ella—. Estoy nerviosa, nada más. Vuelve a la mesa y toma tu jugo. Tenemos que desayunar rápido. Pronto llegarán los veci-nos. —Papá —preguntó el varón—, ¿por qué vienen los vecinos con nosotros? —Porque quieren —respondió él, vagamente— No pienses más en eso. Y no hables tanto. La habitación quedó tranquila. La mujer entró con la comida y la dejo sobre la mesa. Sólo sus pasos quebraron el silencio. Los niños se miraban entre sí, para echar luego una ojeada al padre. Este mantenía la vista fija en su plato; la comida le parecía insulsa y espesa; podía sentir las palpitaciones del corazón contra sus costillas. El último día, se dijo. Este es el último día. —Será mejor que comas —dijo a la esposa. Ella se sentó y tomó los cubiertos, dispuesta a obedecer. En ese momento so-nó el timbre de la puerta. Sus dedos, nerviosos, vacilaron y el cubierto cayó al suelo con un tintineo. El marido lo levantó rápidamente y cubrió con su mano la de su mujer. —No te preocupes, querida —dijo—. No te preocupes. Y se volvió hacia los ni-ños, ordenándoles: —Vayan a abrir la puerta. —¿Los dos? —Sí, los dos. —Pero... —Hagan lo que les digo. Ambos abandonaron morosamente las sillas y salieron del cuarto, sin quitar la vista de sus padres. Cuando hubieron desaparecido por la puerta corrediza, él se volvió hacia su mujer. Estaba pálida y tensa, con los labios fuertemente apretados. —Por favor, querida —trató de explicarle—. No los llevaría si no tuviese la se-guridad de que estaremos a salvo. Sabes que he volado muchas veces en esa nave, y tengo bien decidido el sitio adonde vamos. No habrá problemas. Crée-me, no habrá problemas. Ella le tomó la mano y apoyó allí su mejilla, cerrando los ojos. Unas lágrimas enormes se filtraron entre los párpados y rodaron por el rostro. —No es eso lo que me preocupa —explicó ella—. Es... este asunto de irnos y no volver más. Hemos pasado toda la vida aquí. No es lo mismo que mudarse. No podremos volver. jamás. —Escucha, querida —insistió él, en un tono apremiante que revelaba su ten-sión—. Sabes tan bien como yo que dentro de pocos años habrá otra guerra; y será terrible. No quedará nada en pie. Tenemos que irnos. Por nuestros hijos, por nosotros mismos... Hizo una pausa, para medir el efecto de sus propias palabras. —Por el futuro de la vida misma —concluyó, sin convicción. En seguida se arrepintió. A la mañana temprano, y después de un prosaico desayuno, ese tipo de disquisiciones no sonaba convincente. Aunque fueran

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verdad. —No tengas miedo —repitió—. Todo saldrá bien. Ella le apretó la mano. —Lo sé —afirmó con suavidad—. Lo sé. Unos pasos se aproximaron. El le alcanzó un pañuelo de papel. Apresuradamente, la mujer se enjugó las mejillas. Se abrió la puerta y entró el matrimonio vecino con sus hijos. Los niños no po-dían contener la agitación. —Buenos días —saludó el vecino. Las mujeres se dirigieron hacia la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Los niños, sin alejarse, se movían constantemente, mirándose entre ellos con ansiedad. —¿Ya desayunaron? —preguntó él. —Sí —respondió el vecino— ¿No le parece mejor que salgamos? —Creo que sí. Dejaron los platos sobre la mesa. La mujer subió a buscar abrigos para toda la familia. Mientras los demás se dirigían al coche, él y su esposa permanecieron unos momentos en el porche. —¿Cerramos la puerta? —preguntó él. La mujer se pasó una mano por el pelo y esbozó una sonrisa desolada, enco-giéndose de hombros. —¿Importa, acaso? —respondió, dándole la espalda. El cerró la puerta y la si-guió por el sendero. —Era bonita, la casa —murmuró ella. —No pienses más en eso. Volvieron la espalda al hogar y subieron al coche. —¿Cerraron con llave? —preguntó el vecino. —Sí. —Nosotros también. Íbamos a dejar abierto, pero tuvimos que volver a cerrar. Avanzaron por las calles tranquilas. Los bordes del cielo empezaron a enroje-cer. La vecina iba en el asiento trasero con los cuatro chicos. Junto a él viajaban su esposa y el vecino. —Va a ser un hermoso día —afirmó éste último. —Tal vez. —¿Se lo han dicho a los niños? —preguntó el hombre, en voz baja. —Por supuesto que no. —Yo tampoco, yo tampoco —aseguro el vecino—. Preguntaba, nada más. —¡Oh! Por un rato avanzaron en silencio. El vecino preguntó: —¿No tienen a veces la sensación de estar... huyendo? —No —respondió él, apretando los labios—. No. —Creo que es mejor no hablar del asunto —comentó apresuradamente el otro. —Es lo mejor. Mientras se acercaban al puesto de guardia, en la entrada, él se volvió hacia los de atrás. —Ya saben —les dijo—. Ustedes, ni una palabra.

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El guardia, soñoliento, no prestó mucha atención. Lo reconoció en seguida, pues él era el principal piloto de prueba de la nave último modelo. Y eso bas-taba. El piloto dijo que su familia quería verlo despegar. Estaba muy bien. El guardia les permitió acercarse a la plataforma de la nave. El coche se detuvo junto a las enormes columnas. Todos descendieron y alza-ron la vista, Muy por encima de ellos, la gran nave metálica, apuntaba hacia el cielo, empezaba a reflejar en su vértice el resplandor de la mañana. —Vamos —ordenó él— ¡Apúrense! Mientras todos trepaban rápidamente al ascensor de la nave, él se detuvo por un momento y miró hacia atrás. El puesto de guardia parecía abandonado. Echó una mirada a su alrededor, tratando de grabarlo todo en su memoria. Se inclinó para recoger un puñado de tierra y lo guardó en el bolsillo. —Adiós —susurró. Y corrió hacia el ascensor. Las puertas se cerraron ante ellos. El cubículo ascendió en silencio; sólo se oí-an el zumbido del motor y algunas toses nerviosas de los niños. El los contem-pló por un instante. Llevarlos así, tan pequeños, pensó, sin que puedan ayu-dar... Cerró los ojos. Su mujer lo tomó del brazo. Ambos se miraron y ella sonrió. —Todo está bien —susurró. El ascensor se detuvo con un estremecimiento. Las puertas se abrieron, desli-zándose y todos salieron. El vaciló un instante. Empezaba a aclarar. —¡Rápido! —el piloto urgió a los demás. Todos treparon por la plataforma cubierta y entraron por la angosta portezuela que se abría al costado de la nave. Cuando le llegó el turno, volvió a vacilar. Sentía la necesidad de decir alguna frase adecuada a las circunstancias. Pero no pudo. Tomó impulso para entrar y cerró bien la puerta tras de sí, murmurando algo al hacer girar el volante con que se ajustaba. —Listo —anunció—. Vamos, todos. El eco multiplicó todos aquellos pasos a través de las plataformas metálicas. Finalmente llegaron a las escaleras y al cuarto de control. Los niños corrieron hacia los ojos de buey para mirar al exterior. La inmensa altura los dejó boquiabiertos. Las dos madres, detrás, miraban hacia abajo con ojos asustados. El se acercó al grupo. —¡Qué alto! —dijo su hijita. —¡Qué alto! —repitió él, acariciándole suavemente la cabeza. Se volvió bruscamente para dirigirse hacia el panel de instrumentos. Allí per-maneció, vacilante. Alguien se le acercó por detrás. Era su mujer. —¿No te parece que debemos decírselo a los niños? Así sabrán que es la última mirada. —Hazlo —replicó— puedes decírselo. Pero los pasos de su mujer no se alejaron. Se volvió y ella lo besó en la meji-lla. Entonces fue a hablar con los niños. El accionó el interruptor. En las ocultas entrañas de la nave, una chispa encen-dió el combustible. Un chorro de gas concentrado surgió de los eyectores. Las

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mamparas empezaron a temblar. Oyó el llanto de su hija y trató de no escuchar. Extendió una mano temblorosa hacia la palanca. Súbitamente, se volvió a mirarlos. Todos tenían los ojos fijos en él. Entonces asió con firmeza la palanca y la movió. La nave se estremeció por un momento y se deslizó en seguida por la suave plataforma inclinada para remontarse a velocidad creciente. El viento silbaba a su paso. Los chicos volvieron a dirigirse hacia los ojos de buey. —Adiós —dijeron. —¡Adiós! Agotado, se dejó caer sobre el panel de controles. Por el rabillo del ojo vio que el vecino se sentaba a su lado. —¿Sabe con exactitud adónde vamos? —Está allí, en ese mapa —respondió él. El vecino echó un vistazo al diagrama y alzó las cejas. —Es otro sistema solar —observó. —Correcto. Allí, la atmósfera es parecida a la nuestra. No tendremos proble-mas. —No podemos fallar —dijo el vecino. Asintió con un gesto y se volvió para mirar a la otra lámina. Todos seguían mi-rando por las escotillas. —¿Cómo dice? —preguntó al vecino. —Preguntaba cuál de todos esos planetas es el que ha elegido. El se inclinó sobre el mapa y señaló un punto. —Ese pequeño que está allí —dijo—, cerca de aquella luna. —Este, el tercero a partir del sol. —Precisamente —respondió—. Ese. El tercero a partir del sol.

FIN

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NACIDO

DE

HOMBRE

Y MUJER

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NACIDO DE HOMBRE Y MUJER RICHARD MATHESON

X - Hoy cuando apareció la luz mamá me llamó monstruo. Eres un monstruo me dijo. Vi en los ojos de mamá que estaba enojada. ¿Qué quiere decir monstruo? Hoy cayó agua de arriba. Cayó por todas partes. Yo la vi. Vi la tierra por la ventanita. La tierra se chupó el agua como una boca que tiene sed. Bebió demasiado y se enfermó y se puso oscura. No me gustó. Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías alrededor tengo un papel detrás de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las figuras veo caras como las de mamá y papá. Papá dice que son bonitas. Una vez lo dijo. Y también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo papá y no tenía una cara buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se sacudió y se fue donde yo no podía alcanzarlo. Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita. Vi el agua que caía de arriba. XX - Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos duelen. Después de mirar el sótano es rojo. Me parece que eso es la iglesia. Se van de arriba. La máquina grande los traga y camina y ya no está. En la parte de atrás está la mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero saqué la cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero. Hoy cuando estuvo oscuro me comí la comida y unos bichos. Oí risas arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Saqué la cadena de la pared y me la envolví en el cuerpo. Fui despacio a las escaleras. Gritan cuando yo las piso. Las piernas me resbalan porque por las escaleras no camino. Los pies se me pegan a la madera. Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como la luz blanca que viene de arriba a veces. Entré y me quedé quieto. Oí otra vez risas. Caminé hasta el sonido y abrí un poco una puerta y miré la gente. Era mucha gente. Pensé reír con ellos. Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso liso y la cadena hizo ruido. Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano en la boca. Tenía los ojos grandes. Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo. Mamá dijo la tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo. Papá vino y dijo bueno es tan pesada qué necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron. Me golpeó. El líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo. Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los ojos. No era como en el sótano abajo. Papá me ató los brazos y las piernas. Me puso en la cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y miraba una araña negra que bajaba a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Oh dios dijo. Y no tiene más que ocho. XXX - Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz. Tengo que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que no lo haga otra vez o me pegará fuerte. Eso duele. Me duele. Dormí de día y puse la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de arriba.

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NACIDO DE HOMBRE Y MUJER RICHARD MATHESON

XXXX - Saqué la cadena de la pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la ventanita. Vi toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son hermosos. Estaban haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las piernas. Son como mamá y papá. Mamá dice que toda la gente normal es así. Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui resbalando por la pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me vieran. Oí las voces junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo ruido. Oí a la mamita que llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la cama. Puse la cadena en la pared y me acosté mirando para abajo. Oí a mamá que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada. No te acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena. Mamá tomó el palo y me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido corrió por toda la cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh dios mío dios mío dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá corrió y subió. Dormí de día. XXXXX - Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que bajaba los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la mamita me ve. Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de ella y tenía las orejas en punta. La mamita le hablaba. Todo estaba bien pero la cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro. Hacía un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí. Yo no quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca había oído. La apreté más. Estaba toda aplastada y roja sobre el carbón negro. Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí por el carbón con la cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima. Puse la cadena en la pared otra vez. X - Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó. Esta vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la cara blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave. No estoy tan contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared. Y estoy muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro día. Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me colgaré cabeza para abajo de todas mis piernas y me reiré y echaré verde por todas partes hasta que ellos estén tristes porque no fueron buenos conmigo. Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.

FIN

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EL

FLORECIMIENTO

DE LAS

CORTESANAS

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EL FLORECIMIENTO DE LAS CORTESANAS RICHARD MATHESON

Una tarde, en 1959, sonó el timbre de la puerta. Frank y Sylvia Gussett acababan de acomodarse para ver los programas de la televisión. Frank colocó en la mesa su vaso de gin and tonic y se puso en pie. Luego, se dirigió al recibidor y abrió la puerta. Era una mujer. —Buenas tardes —dijo—. Represento al Intercambio. —¿Al Intercambio? —preguntó Frank, sonriendo cortésmente. —Sí —dijo la mujer—. Estamos poniendo en práctica un programa experimental en el vecindario. En cuanto a nuestros servicios... Sus servicios eran bastante venerables. Frank tragó saliva. —¿Está usted hablando en serio? —inquirió. —Absolutamente —replicó la mujer. —Pero, ¡Santo Cielo! ¡No pueden ustedes venir a nuestras propias casas y..., y..., eso es contrario a las leyes! ¡Podría hacer que la arrestaran! —¡Oh, no es posible que desee usted eso! —dijo la mujer, al tiempo que aspiraba profundamente el aire para que su blusa tomara un aspecto provocativo. —¿Usted lo cree? —le dijo Frank, cerrándole la puerta en las narices. Permaneció a continuación inmóvil, tratando de recuperar la respiración. En el exterior, oyó el repiqueteo de los altos tacones de la mujer que descendían por los escalones del porche y luego se desvanecían. Frank se dirigió con paso vacilante hasta el salón. —Es increíble —dijo. Sylvia levantó la mirada de sobre el aparato de televisión. —¿Qué quieres decir? Frank se lo explicó. —¿Qué? —se incorporó en su asiento, estupefacta. Los dos esposos permanecieron un momento mirándose el uno a la otra. Luego, Sylvia se dirigió hacia el teléfono y lo descolgó. Marcó un número en el disco y le dijo a la telefonista: —Deseo que me comunique con la policía. —Extraño asunto —dijo el policía, que llegó unos minutos más tarde. —Realmente extraño —aprobó Frank. —Bueno, ¿qué piensan ustedes hacer? —quiso saber Sylvia. —No podemos hacer gran cosa, señora —explicó el policía—. No tenemos nada en qué basarnos. —Pero, mi descripción... —comenzó a protestar Frank. —No podemos ir por la ciudad, arrestando a todas las mujeres que veamos con tacones altos y una blusa blanca —le indicó el agente—. Si vuelve, comuníquenoslo. Sin embargo, es probable que se trate de alguna chiflada. —Es posible que tenga razón —dijo Frank, cuando se alejó el automóvil de la patrulla. —Me sucedió algo muy extraño anoche —le dijo Frank a Maxwell, cuando se dirigían al trabajo, a la mañana siguiente. Maxwell rió despectivamente. —Sí, vino también a nuestra casa —dijo. —¿De veras? Frank miró asombrado a su vecino, que estaba sonriendo. —Sí —replicó Maxwell—. Tuve suerte de que la anciana abriera la puerta.

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Frank se envaró. —Nosotros llamamos a la policía —dijo. —¿Para qué? —preguntó Maxwell—. ¿Para qué combatirlo? Frank frunció el entrecejo. —¿Quieres decir que no crees que se trataba de una chiflada? —¡Diablos, no! —dijo Maxwell—. Es algo real. Comenzó a canturrear: «...Soy solamente una pobre puta que va de puerta en puerta; deseo ser buena; pero no me comprenden...» —¿Qué quieres decir? —preguntó Frank. —Lo oí en una tertulia de hombres solos —explicó Maxwell—. Creo que no es la primera ciudad en que actúan. —¡Santo Dios! —murmuró Frank, palideciendo. —¿Por qué no? —preguntó Maxwell—. Era solamente una cuestión de tiempo. ¿Por qué iban a dejar que se perdiera todo ese comercio en los hogares? —¡Es execrable! —declaró Frank. —Así es —opinó su vecino—. ¡Es el progreso! La segunda mujer llegó aquella noche; una rubia con el cabello negro cerca de las raíces, de falda corta y suéter que dejaba al descubierto más de dos centímetros de su pecho. —¡Hola, cariño! —dijo, cuando Frank le abrió la puerta—. Me llamo Janie. ¿Te gusto? Frank permaneció rígido sobre sus talones. —Yo... —comenzó a decir. —Veintitrés y toda la libertad —dijo Janie. Frank cerró la puerta, haciendo una mueca. —¿Otra vez? —preguntó Sylvia, cuando regresó a su lado. —Sí —murmuró. —¿Conseguiste su dirección y su número de teléfono, para que podamos llamar a la policía? —Se me olvidó —confesó el hombre. —¡Oh! —Sylvia tiró con fuerza al suelo una de sus zapatillas—. Dijiste que lo ibas a hacer. —Ya lo sé —dijo Frank, tragando saliva—. Se llama Janie. —¡Vaya una ayuda! —dijo Sylvia—. Ahora, ¿qué vamos a hacer? Se estremeció. Frank sacudió la cabeza. —¡Es algo monstruoso! —dijo la señora—. ¡Que tengamos que estar expuestos a esas... Tembló de rabia. Frank la abrazó. —¡Sé valiente! —le dijo. —Voy a comprar un perro que sea muy malo —dijo ella. —No, no —replicó su esposo—, vamos a llamar otra vez a la policía. Solamente tendrán que hacer que alguien vigile nuestra casa. Sylvia comenzó a llorar. —¡Es monstruoso! —repitió, entre sollozos.

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—¡Ya lo creo! —opinó su esposo. —¿Qué estás tarareando? —preguntó Sylvia a la hora del desayuno. —Nada —dijo Frank, casi dejando caer la tostada que tenía en la mano—. Es una tonada que he oído. Su esposa le dio una palmadita en la espalda. Se fue de la casa, un poco desorientado. Es monstruoso, pensó. Aquella mañana, Sylvia compró una placa en una ferretería y la clavó sobre el césped, delante de la puerta principal. NO ACEPTAMOS OFERTAS, decía. Y subrayó la palabra OFERTAS. Más tarde, volvió a salir, y volvió a subrayar otra vez la misma palabra. —¿Dice usted que van directamente a su puerta? —dijo el agente del FBI al que Frank llamó desde su oficina. —A la puerta misma de la casa —repitió Frank—. Son verdaderamente descaradas. —Es cierto —dijo el agente del FBI. Produjo un ruido extraño. —Es intolerable —insistió Frank, con energía—; la policía se ha negado a apostar a un vigilante en nuestro vecindario. —¡Ah! —dijo el del FBI. —Es preciso que hagan algo —declaró Frank—. Se trata de una gran invasión de nuestra intimidad. —Es cierto —replicó el agente— y vamos a ocuparnos de ello; despreocúpese. Después de que Frank colgara el teléfono, el agente del FBI volvió a ocuparse de su sándwich de jamón y de su botella de leche chocolatada. —Soy solamente una pobre... —comenzó a canturrear, antes de controlarse. Asombrado, estuvo haciendo dibujos durante todo el resto de su tiempo de almuerzo. La noche siguiente fue una morena muy atractiva, con el escote de la blusa abierto hasta un punto inimaginable. —¡No! —le dijo Frank, con voz seca. La mujer se contoneó voluptuosamente. —¿Por qué? —preguntó. —No tengo por qué darle explicaciones —le dijo él, cerrando la puerta y sintiendo que su corazón latía con fuerza. Luego, hizo chasquear los dedos y volvió a abrir la puerta. La morena se volvió, sonriendo. —¿Has cambiado de opinión, cariño? —preguntó. —No, quiero decir, sí —le dijo Frank, entornando los ojos—. ¿Quiere usted darme su dirección? La morena lo miró de manera acusadora. —Hey, cariño, ¿no estarás pensando en crearme problemas? —No quiso decirme nada —dijo Frank, con desconsuelo, cuando regresó a la sala. Sylvia parecía estar desesperada. —He vuelto a telefonear a la policía —dijo.

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—¿Y...? —Y nada. Me parece que en esto debe de haber algo de corrupción. Frank asintió gravemente. —Será mejor que compres el perro —dijo. Pensó en la morena, y le dijo a su esposa: —Era una mujer alta. —¿Qué te parece la tal Janie? —preguntó Maxwell. Frank hizo virar su automóvil vigorosamente en una esquina, haciendo que el vehículo reposara casi sobre dos ruedas. Su rostro tenía una expresión inflexible. Maxwell le dio una palmadita en el hombro. —¡Oh, vamos, Frankie! —le dijo—. No creas que me engañas. No eres diferente del resto de nosotros. —No tengo nada que ver en eso —declaró Frank—, y eso es todo. —Sigue diciéndoselo a tu esposa —indicó Maxwell—. Pero debes pasar buenos ratos, como el resto de nosotros, ¿no es cierto? —Te equivocas —le dijo Frank—. Estás absolutamente equivocado. No me asombra que la policía no pueda hacer nada. Yo soy probablemente el único testigo voluntario de toda la ciudad. Maxwell soltó una carcajada. Aquella noche, fue una vampiresa de cabello negro y brillante, con un sombrero ajado. En su vestido, las lentejuelas se movían y brillaban en lugares estratégicos. —¡Hola, corderito! —lo saludó—. Me llamo... —¿Qué ha hecho usted con nuestro perro? —inquirió Frank. —Nada, cariño, nada —replicó la mujer—. Está haciendo migas con mi perrita Winifred; Ahora, hablemos de nosotros... Frank cerró la puerta y esperó a que el repiqueteo de los tacones se desvaneciera antes de regresar junto a la televisión, donde estaba Sylvia. Semper, ¡Oh, Dios!, fidelis, pensó, mientras se ponía el pijama, más tarde. Las dos noches siguientes, estuvieron sentados en la sala, con la luz apagada, y en cuanto las mujeres llamaban a la puerta, Sylvia telefoneaba a la policía. —Sí —dijo con furia—. Están ahora mismo en nuestra casa. ¿Quieren hacer el favor de enviar una patrulla inmediatamente? Las dos noches, el automóvil de patrulla llegó después de que las mujeres se habían ido. —Complicidad —murmuró Sylvia, mientras se embadurnaba de crema—. Todos son cómplices. Frank dejó que el agua fría corriera sobre sus muñecas. Aquel día, Frank telefoneó a funcionarios de la ciudad y del estado, que prometieron ocuparse del asunto. Aquella noche se presentó una pelirroja enfundada en un vestido verde, que realzaba todos los lugares abultados, que eran bastantes. —Escuche usted... —comenzó a decir Frank. —Las muchachas que estuvieron aquí antes que yo —dijo la pelirroja— me dijeron que usted no estaba interesado. Yo siempre digo que cuando un marido no está interesado es debido a que su esposa está escuchando.

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—Escuche usted... —dijo Frank. Se detuvo cuando la pelirroja le entregó una tarjeta. La miró automáticamente.

92-60-91

MARGIE (ESPECIALIDADES)

SOLAMENTE CON CITA PREVIA

—Si no desea usted llamarme aquí, cariño —le dijo Margie—, puede encontrarme usted en la habitación Cyprian del hotel Filmore. —Le ruego que me excuse —le dijo Frank, tirando la tarjeta a lo lejos. —A la tarde, entre las seis y las siete —le dijo Margie, riendo. Frank se apoyó contra la puerta cerrada y sintió como si hubiera pájaros con las alas calientes que le golpearan la cara. —Es monstruoso —dijo, tragando saliva—. ¡Oh, es monstruoso! —¿Otra vez? —preguntó Sylvia. —Pero con una diferencia —dijo Frank vengativamente—. Ya conozco su domicilio, y mañana llevaré allá a la policía. —¡Oh, Frank! —dijo su esposa, abrazándolo—. ¡Eres maravilloso! —Gracias. Cuando salió de su casa a la mañana siguiente, encontró la tarjeta sobre uno de los escalones del porche. La recogió y la metió en su cartera. Sylvia no debería verla, pensó. Le dolería. Además, tenía que mantener el porche limpio. Además, era una prueba importante. Aquella noche se sentó en la habitación Cyprian, en la penumbra, haciendo girar un vaso de jerez entre los dedos. Se oía una música suave y se oían numerosas conversaciones después del trabajo. Ahora, pensó Frank, cuando llegue Margie, me precipitaré al teléfono y llamaré a la policía; luego, la mantendré ocupada, en conversación, hasta que lleguen los agentes; Eso es lo que voy a hacer. Cuando Margie... Margie llegó. Frank permaneció sentado como una víctima de Medusa. Solamente su boca se movió. Se le abrió lentamente. Su mirada se posó sobre la opulencia del cuerpo de Margie cuando la vio avanzar por el pasillo, contoneándose, antes de detenerse en un taburete forrado de cuero, frente al mostrador. Cinco minutos más tarde, escapó por una puerta lateral. —¿No fue? —preguntó Sylvia por tercera vez. —Ya te lo dije —exclamó Frank, concentrando la mirada sobre su churrasco. Sylvia guardó silencio durante un momento. Luego, dejó el tenedor a un lado, y dijo: —Entonces tendremos que mudarnos de casa. Es evidente que las autoridades no tienen intenciones de hacer nada. —¿Qué importa dónde vivamos? —murmuró él.

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Sylvia no replicó. —Quiero decir —explicó, tratando de romper el terrible silencio—, bueno, ¿quién sabe?, Quizá es un fenómeno cultural inevitable. Quizá. —¡Frank! —gritó su esposa—. ¿Estás defendiendo a ese horrible Intercambio? —No, no; por supuesto que no —respondió Frank abruptamente—. Es execrable; ¡Realmente execrable! Pero... Bueno, quizá sea otra vez como en la antigua Grecia o quizás como en Roma. Quizás... —¡No me importa qué pueda ser! —gritó Sylvia—. ¡Es horrible! Frank tomó una de las manos de su esposa entre las de él. —Cálmate —dijo. 92—60—91, pensó. Aquella noche, en la oscuridad, se produjo una reafirmación desesperada de su amor. —Fue maravilloso, ¿verdad? —preguntó Sylvia, gimiendo. —Por supuesto que sí —replicó él. 92—60—91. —¡Tienes razón! —le dijo Maxwell, cuando se dirigían juntos a su trabajo, a la mañana siguiente—, es un fenómeno cultural. Has dado en el clavo, Frankie. Es un fenómeno cultural inevitable. Primeramente las casas. Luego, las conductoras de taxis, las muchachas en las esquinas de las calles, los clubes, los automóviles de los adolescentes que iban a los autocines. Tarde o temprano tenía que avanzar, haciéndolo sobre la base de puerta en puerta. Y naturalmente, los sindicatos van a dirigirlo todo, a pagar a los que se quejen, etcétera. Es inevitable. Tienes tanta razón, Frankie, cuando dices que es un fenómeno cultural. Frankie continuó adelante, asintiendo sombríamente. A la hora del almuerzo, se sorprendió a sí mismo tarareando: «Margie, siempre estoy pensando en ti...» Se detuvo, estremeciéndose. No pudo concluir la comida. Se paseó por las calles hasta la una, con ojos cansados. Era la mentalidad de las masas, pensó, la vieja y maligna mentalidad de las masas. Antes de entrar en su oficina, rompió en pedacitos la pequeña tarjeta de visita y arrojó los restos a un cubo de basura. En las cifras que escribió durante toda aquella tarde, el número 92 volvió una y otra vez, con una desalentadora regularidad. Una vez lo escribió con un signo de admiración. —Casi estoy creyendo que estás defendiendo esa..., esa cosa —lo acusó Sylvia—. ¡Tú y tu fenómeno cultural! Frank permaneció sentado en la sala, oyendo cómo su esposa rompía platos en el fregadero. Es una locura, pensó. MARGIE (especialidades) ¡BASTA! Le ordenó furioso a su mente.

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Aquella noche, cuando se estaba lavando los dientes, comenzó a canturrear: «Soy solamente una pobre...» —¡Maldita sea! —murmuró en dirección a la imagen de sí mismo que se reflejaba en el espejo. Aquella noche tuvo sueños... desacostumbrados. Al día siguiente, Sylvia y él riñeron. Al día siguiente, Maxwell le contó cuál era su sistema. Al día siguiente, Frank murmuró más de una vez para sus adentros: —¡Estoy tan cansado de todo esto...! A la noche siguiente, las mujeres dejaron de ir a su casa. —¿Es posible? —dijo Sylvia—. ¿Van a dejarnos en paz al fin? Frank la mantuvo abrazada. —Así parece —dijo con voz suave—. ¡Oh!, Soy despreciable, pensó. Pasó una semana. Ninguna mujer volvió. Frank se levantó todas las mañanas a las seis y limpió un poco el polvo de la casa, pasando la aspiradora por el suelo, antes de ir a su trabajo. —Me agrada ayudarte —dijo, cuando Sylvia se lo preguntó. La mujer lo miró de manera rara. Cuando le llevó ramos de flores durante tres noches seguidas, las puso en un vaso, con una expresión interrogadora. Llegó la noche del miércoles siguiente. Sonó el timbre de la puerta. Frank se puso rígido. ¡Prometieron no volver a la casa! —¡Voy a ver quién es! —anunció. —Esta bien —dijo ella. Se precipitó a la puerta y la abrió. —Buenas noches, señor. Frank se quedó mirando al joven atractivo y de bigote, vestido con un vistoso traje deportivo. —Soy del Intercambio —dijo el hombre—. ¿Está su esposa en casa?

FIN

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EL

HERMANO

DE LAS

MÁQUINAS

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Salió a la calle soleada y se mezcló con la multitud. Sus pasos lo fueron ale-jando de las profundidades del negro túnel. El rugido distante de las máquinas que trabajaban bajo la superficie de la tierra salió de su mente para ser reem-plazado por los millones de susurros de la ciudad. Estaba caminando ya por la calle principal. Hombres de carne y hueso y hom-bres de acero iban y venían. Sus piernas siguieron moviéndose y sus pasos se perdieron entre varios otros miles de pasos. Pasó junto a un edificio que había sido abatido durante la última de las gue-rras. Hombres y robots se apresuraban a retirar los escombros para volver a edifi-carlo. Sobre sus cabezas se encontraba la nave de control, y vio a los hombres que vigilaban que el trabajo estuviera bien hecho. Se mezcló una y otra vez con la muchedumbre. No había peligro de que lo vie-ran. Sólo existía una diferencia en su interior. Los ojos no la apreciarían nunca. Los postes de visión que habían colocado en todas las esquinas no podrían percibir el cambio. Tanto su rostro como su forma eran absolutamente idénti-cos a las de todos los demás. Miró al cielo. Era el único que lo hacía. Los demás no se daban cuenta de la existencia del firmamento. Solamente cuando uno está destrozado mira al cie-lo. Vio una nave cohete que pasaba velozmente y varias naves de control que flotaban en un cielo de un azul intenso, con algunas nubes algodonosas. Las personas, de ojos estúpidos, lo miraron con desconfianza y prosiguieron su camino. Los autómatas de rostro claro no hicieron ningún signo. Producían un ruido sordo al pasar a su lado, manteniendo sus envoltorios y sus paquetes en largos brazos de metal. Bajó los ojos y siguió andando Los hombres no pueden mirar al cielo, pensó. Es sospechoso mirar al cielo. —¿Quiere usted ayudar a un pobre inválido? Hizo una pausa y sus ojos se posaron sobre la carta que se encontraba en el pecho del hombre. Ex piloto del espacio. Ciego. Mendigo legalizado. Con la firma y el sello del Comisario de Control. Le colocó la mano en el hombro al ciego. El hombre no dijo nada, pero conti-nuó su camino, haciendo que su bastón resonara contra el borde de la vereda, hasta perderse de vista. No estaba permitido mendigar en aquel sector. No tardarían en descubrirlo. Dejó de mirar al mendigo, y siguió su camino. Los postes de visión lo habían visto detenerse y colocar una mano sobre el hombro del ciego. No estaba per-mitido detenerse en las calles comerciales ni tocar a otra persona. Pasó junto a un distribuidor mecánico de noticias y, moviendo la palanca, sacó una hoja. Continuó su camino, manteniendo la hoja de papel ante sus ojos.

SUBEN LOS IMPUESTOS EL PRESUPUESTO MILITAR AUMENTA

LOS PRECIOS SUBEN

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Esos eran los encabezados de los artículos. Dio vuelta al periódico. En la parte posterior había un editorial que explicaba por qué las fuerzas de la Tierra se habían visto forzadas a destruir a todos los marcianos. Algo pasó en su interior y cerró los puños con fuerza. Siguió pasando junto a sus compatriotas, tanto hombres como autómatas. ¿Qué distinción hay entre unos y otros?, se preguntó. Las clases bajas hacían los mismos trabajos que los autómatas. Caminaban o conducían juntos por las calles, transportando o entregando encargos. Ser un hombre, pensó, ya no es una bendición, un motivo de orgullo o una suerte. Solamente eran hermanos de las máquinas, utilizados y destruidos por hom-bres invisibles que mantenían los ojos fijos en sus pantallas de vigilancia y los puños cerrados en naves que colgaban sobre las cabezas de todos, esperando para atacar a la oposición. Cuando se le ocurría a uno pensar, algún día, lo que sucedía en realidad, com-prendía que no había razón para continuar adelante. Se detuvo a la sombra y parpadeó varias veces. Miró al escaparate de una tienda. Había pequeñas criaturitas en una caja. CÓMPRELE A SU HIJO CRIATURAS DE VENUS, decía la inscripción. Miró a los ojos a los pequeños seres llenos de tentáculos y vio en ellos inteli-gencia y desdicha. Y continuó su camino, avergonzado de lo que un pueblo po-día hacerle a otro. Algo ocurrió en el interior de su cuerpo. Se tambaleó un poco y se apretó la cabeza con las manos. Sus hombros se inclinaron hacia adelante. Cuando un hombre está enfermo, pensó, no puede trabajar. Y cuando no puede trabajar, no lo quieren. Se salió de la vereda dando un paso sobre la calzada, y un enorme camión de Control se detuvo a unos centímetros de él. Se alejó apresuradamente y se lanzó hacia la acera. Alguien gritó y él echó a correr. Ahora, las células fotoeléctricas lo perseguirían. Trató de perderse entre la multitud que se movía incesantemente. Las personas continuaban su camino, y sus rostros y sus cuerpos eran como una mancha interminable. Ahora estarían buscándolo. Cuando un hombre saltaba a la calle frente a un vehículo, se hacía sospechoso. No se permitía desear la muerte. Tenía que huir antes de que lo atraparan y lo mandaran al Centro de Ajuste. La idea le pare-cía intolerable. Personas y autómatas pasaban a su lado, eran mensajeros y repartidores: la clase más baja de una Era. Todos iban a alguna parte. Entre todos aquellos miles de seres que se desplazaban, solamente él no tenía lugar adonde ir; no tenía ningún paquete que entregar, ni ningún cometido de esclavo que llevar a cabo. Caminaba a la deriva. Calle tras calle, manzana de casas tras manzana de casas. Sintió que su cuer-po temblaba. Sintió que iba a desplomarse muy pronto. Se sentía débil. De-seaba detenerse, pero no podía hacerlo. No en ese momento. Si se detenía y se sentaba a descansar, lo detendrían y lo llevarían al Centro de Ajuste. No de-

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seaba ser ajustado. No deseaba que volvieran a convertirlo en una máquina estúpida. Era mejor sentir la angustia y comprender. Se tambaleó. En su cerebro se produjo algo como un redoble de tambores. Los ojos de neón le hacían guiños cuando pasaba cerca de ellos. Trató de caminar en línea recta, pero las fuerzas lo abandonaban. ¿Lo estaban siguiendo? Era preciso que tuviera cuidado. Mantuvo su rostro sin expresión y continuó caminando tan rápidamente como le era posible hacerlo. La articulación de una rodilla se le puso rígida, y cuando iba a frotársela con la mano una nube de oscuridad se elevó del suelo y lo envolvió. Tropezó contra una ventana cuadrada de cristal. Sacudió la cabeza y vio a un hombre que lo miraba desde el interior. Se alejó. El hombre salió a la acera y lo miró con temor. Las células fotoeléctricas se fi-jaron en él y lo siguieron. Tenía que apresurarse. No podían hacerlo regresar para que todo recomenzara otra vez. Prefería la muerte. Tuvo una idea repentina. Agua fría. ¿Sólo para beber? Voy a morir, pensó. Pe-ro sabré por qué voy a morir, y eso será diferente. He dejado el laboratorio donde, diariamente, me dedicaba a hacer cálculos sobre bombas, gases y lí-quidos bacterianos. Durante todos esos largos días y noches interminables en que estuve trabajan-do para la destrucción, la verdad se estaba formando en mi cerebro. Las co-nexiones se estaban debilitando. las doctrinas fallando conforme luchaba el es-fuerzo contra la apatía. Y finalmente, algo cedió, y todo lo que quedó fue cansancio, conocimiento de la verdad y un inmenso deseo de estar en paz. Ahora había escapado y no regresaría nunca. Su cerebro se había rebelado de una vez por todas, y no volverían a ajustárselo. Llegó al parque de los ciudadanos, último lugar para los ancianos, los lisiados y los inútiles. Allí podían esconderse, reposar y esperar la muerte. Entró por la enorme puerta y miró los altos muros que se elevaban por todos lados, hasta perderse de vista. Eran los muros que ocultaban la fealdad a los ojos de los que vivían en el exterior. Allí se encontraba seguro. No les importa-ba que un hombre muriera dentro del parque de ciudadanos. Esta es mi isla, pensó. He encontrado un lugar silencioso. No hay aquí células fotoeléctricas de prueba ni oídos que escuchen. Las personas pueden sentirse libres en este lugar. Las piernas le flaquearon repentinamente a causa de la debilidad, y se apoyó en un árbol muerto y ennegrecido. Luego, se desplomó sobre las hojas que había en el suelo y quedó tendido. Un anciano se acercó y lo miró con suspicacia. Luego continuó su camino. No podía detenerse a hablar, puesto que las mentes eran siempre las mismas, aún cuando fallaba algo. Dos damas ancianas pasaron a su lado. Lo miraron y se susurraron algo una a la otra. No era un anciano. No le permitían estar en el parque de los ciudadanos. Era posible que la Policía de Control lo siguiera. Había peligro, y las ancianas se apresuraron a alejarse, mirando por encima de sus hombros delgados. Cuando se acercó a ellas, se dieron prisa en trepar a la colina. Echó a andar. A lo lejos oyó una sirena. Era la sirena potente y aguda de los

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automóviles de la Policía de Control. ¿Lo estaban siguiendo a él? ¿Sabían que se encontraba allí? Apresuró el paso, haciendo que su cuerpo se contorsionara, mientras ascendía por la ladera de una colina y descendía al otro lado. El lago, pensó, estoy buscando el lago. Vio una fuente, descendió la ladera y se detuvo frente a ella. Había un anciano inclinado sobre la fuente. Era el hombre que había pasado antes a su lado. Los labios del anciano captaban el chorrito de agua que manaba de la fuente. Permaneció inmóvil, temblando. El anciano no se había dado cuenta de que se encontraba allí. Bebía interminablemente. El agua se dispersaba y brillaba bajo la luz del sol. Sus manos se extendieron para asir al anciano; éste sintió que lo tocaba y se apartó prestamente; el agua le corría sobre la barba blanca. Retro-cedió, mirándolo con los ojos muy abiertos. Se volvió rápidamente y se alejó. Vio que el anciano corría y luego se inclinó sobre la fuente. Se llenó la boca de agua, la paseó de un carrillo al otro y finalmente la expulsó, debido a que ca-recía de gusto. Repentinamente se enderezó, sintiendo como una quemadura en el pecho. El sol se oscureció ante sus ojos y el cielo se puso negro. Comenzó a tambalear-se, mientras su boca se abría y se cerraba. Se acercó al borde del camino y cayó de rodillas sobre el suelo seco y duro. Se arrastró un poco, a cuatro patas, sobre la hierba muerta, y cayó de espal-das con el vientre triturado, mientras el agua le corría por el mentón. Permaneció inmóvil, mientras el sol hacía brillar su rostro y él lo miraba parpa-deando. Entonces, levantó las manos y se cubrió los ojos con ellas. Una hormiga corrió sobre una de sus muñecas. La miró de manera estúpida, la colocó entre dos de sus dedos y la aplastó hasta formar una pulpa. Se sentó. No podía quedarse allí. Era posible que estuvieran ya buscándolo en el parque, registrando las colinas con sus ojos fríos, moviéndose como una oleada terrible sobre aquel último reducto en donde se les permitía pensar a los hombres, si eran capaces de hacerlo. Se puso en pie y se tambaleó un poco, torpemente, antes de seguir el camino, buscando el lago. Dio vuelta en un recodo y siguió una línea serpenteante. Oyó silbatazos y un disparo a lo lejos. Lo estaban buscando a él. Incluso en el parque de los ciuda-danos, donde pensaba poder escapar y encontrar el lago en paz. Pasó cerca de una calesita silenciosa. Vio los pequeños caballos de madera en posturas alegres, galopando sin moverse, atrapados en el tiempo. Eran verdes y anaranjados, con pesadas campanillas, y estaban cubiertos de polvo. Llegó a un camino que descendía y lo siguió. Había paredes grises de piedra a ambos lados. Se oían sirenas por todas partes. Sabían que estaba perdido y se estaban acercando para detenerlo. Los hombres no podían escapar. Nadie lo había logrado jamás. Atravesó corriendo la carretera y siguió por un sendero. Se volvió y vio a lo lejos hombres que corrían. Llevaban uniformes negros y le hacían señas con los brazos levantados. Apresuró el paso, haciendo que sus pies se posaran sin descanso sobre el camino de concreto. Abandonó el sendero, subió por la ladera de una colina y se desplomó sobre la hierba.

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EL HERMANO DE LAS MÁQUINAS R ICHARD MATHESON

Se arrastró hasta unos matorrales de hojas rojizas y observó, presa del vérti-go, cómo los hombres de la policía pasaban a su lado. Luego se puso de pie y siguió adelante, cojeando, con la vista fija al frente. Por fin, vio reverberar las aguas transparentes del lago. Apresuró el paso, tro-pezando y tambaleándose. Ya no le quedaba mucho camino por recorrer. Cortó por un campo. El aire estaba impregnado del fuerte olor de la hierba que se pudría. Aplastó las ramas de los arbustos a su paso, se oyeron gritos y alguien disparó un arma de fuego. Se volvió a mirar y vio a los hombres que corrían tras él. Se metió en el agua, cayendo sobre el pecho y haciendo un ruido seco. Se abrió camino hacia adentro, caminando sobre el fondo hasta que el agua le cu-brió el pecho, los hombros y la cabeza. Continuó caminando hasta que el agua le entró por la boca, llenó su garganta, hizo que su cuerpo se hiciera pesado y se desplomó en el fondo. Sus ojos estaban muy abiertos cuando se desplomó lentamente hacia adelan-te, hasta que su rostro quedó enterrado en el légamo del fondo. Sus dedos se cerraron sobre el sedimento y no se movió más. Más tarde, la Policía de Control lo sacó del agua, lo metió en el camión negro y se alejó. Adentro, el técnico abrió la compuerta y sacudió la cabeza al ver las bobinas entrelazadas y la maquinaria llena de agua. —Se estropean —murmuró, mientras hacía pruebas con pinzas y con alam-bres—. Se rompen, se creen hombres y se dedican a vagar sin rumbo fijo. —¡Qué lástima que no trabajen tan bien como las personas!

FIN

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LOS

VAMPIROS

NO EXISTEN

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A principios del otoño del año 18..., la señora Alexis Gheria despertó una ma-ñana con una extraña sensación de torpeza. Durante más de un minuto per-maneció inerte, tendida de espaldas, con sus ojos negros fijos en el techo. Se sentía muy cansada. Parecía que sus labios eran de plomo. Quizá estuviera en-ferma. Petre debería auscultaría. Con un ligero suspiro se levantó sobre un codo. Al hacerlo, su camisón resbaló hasta su cintura. ¿Cómo se me habrá soltado?, Se preguntó, mirando hacia abajo. Repentinamente, la señora Gheria comenzó a gritar. En el desayunador, el doctor Petre Gheria levantó la mirada de su periódico, asombrado. En un momento echó hacia atrás su silla, dejó su servilleta sobre la mesa y se apresuró a correr por el pasillo. Avanzó silenciosamente sobre la alfombra y subió las escaleras de dos en dos escalones. Encontró a su esposa sentada en el borde de la cama, casi histérica, mirándose los senos, con expresión aterrorizada. En medio de su blancura, un reguero de sangre se estaba secando. El doctor Gheria despidió a la doncella que estaba en el umbral de la puerta, como petrificada, mirando a su patrona con los ojos desmesuradamente abier-tos. El médico cerró la puerta y se apresuró a acercarse a su esposa. —¡Petre! —tartamudeó ella. —Tranquilízate —dijo. Y la ayudó a tenderse de espaldas, a través de la almohada manchada de san-gre. —Petre, ¿Qué es esto? —inquirió la mujer ansiosamente. —Permanece quieta, querida. Sus ágiles dedos se movieron, buscando sobre los senos de su esposa. Repentinamente, se quedó sin aliento. Echando a un lado su cabeza, miró ato-londrado las marcas rosadas que Alexis tenía en el cuello y el reguero de san-gre seca que había corrido serpenteando desde ellas. —¡Mi garganta! —dijo la señora Gheria. —No, es solamente una... —el doctor Gheria no terminó la frase. Sabía perfectamente de qué se trataba. Alexis comenzó a temblar. —¡Oh, Dios mío, Dios mío! —exclamó la atribulada mujer. El doctor Gheria se levantó y se dirigió hacia el lavabo, vertió un poco de agua en una jofaina y, volviendo al lado de su esposa, le limpió la sangre. La herida quedó claramente al descubierto: dos piquetes, cerca de la yugular. El doctor Gheria, haciendo una mueca, tocó los bultitos de tejido inflamado. Al hacerlo, su esposa gimió con fuerza y volvió el rostro hacia otro lado. —Ahora, escúchame —le dijo Petre, con voz aparentemente tranquila—. No vamos a dejarnos llevar por las supersticiones, ¿Entiendes? Hay numerosos... —Voy a morir —dijo. —Alexis, ¿me oyes? —la tomó con fuerza por los hombros. La mujer volvió la cabeza y lo miró con ojos desprovistos de expresión. —Ya sabes de qué se trata —dijo Alexis. El doctor Gheria tragó saliva. Todavía tenía el gusto del café en la boca. —Ya sé qué parece ser —dijo— y no debemos pasar por alto esa posibilidad. Sin embargo...

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—Voy a morir —insistió ella. —¡Alexis! —el doctor Gheria la tomó de la mano y se la apretó con fuerza. —No podrán retirarte de mi lado —dijo. Solta era una aldea de unos mil habitantes, situada al pie de las Montañas Bihor de Rumania. Era un lugar de oscuras tradiciones. La gente, al oír los au-llidos de los lobos en la lejanía, se persignaba sin decir una palabra. Los niños reunían cabezas de ajo como otros niños reúnen flores, y los llevaban a la casa para las ventanas. En todas las puertas había cruces pintadas y en todos los cuellos había colgadas otras de metal. El miedo a los vampiros era tan grande como el temor a las enfermedades contagiosas. Era algo que flotaba siempre en el ambiente. El doctor Gheria pensaba en ello, mientras aseguraba las ventanas de la habi-tación de Alexis. A lo lejos, sobre las montañas, había una especie de penum-bra grisácea. Pronto volvería a caer otra vez la noche. Pronto, los habitantes de Solta se encerrarían en sus casas olorosas a ajo. No tenía la menor duda de que todos ellos estaban perfectamente al corriente de lo ocurrido a su esposa. La cocinera y la doncella estaban ya presentando sus renuncias. Sólo la disci-plina inflexible de Karel, el mayordomo, las mantenía en sus trabajos. Pronto, ni siquiera eso sería suficiente. Ante el miedo al vampiro, la razón huía. Había visto pruebas de ello aquella misma mañana, al ordenar que registraran cuidadosamente las paredes de la habitación de su esposa, para buscar roedo-res o insectos venenosos. Las sirvientas se habían desplazado por la habitación como si estuvieran pisando huevos, con los ojos en blanco y con las manos nerviosas que acudían a cada instante a tocar las cruces que llevaban en el cuello. Supo perfectamente que no encontraría roedores ni insectos. Y Gheria lo sabía muy bien. Sin embargo, se enfureció con ellas a causa de su timidez, con lo que sólo pudo lograr asustarlas todavía más. Se volvió de la ventana con una sonrisa. —Ahora te aseguro que ningún ser vivo entrará en esta habitación esta noche —dijo. Ratificó inmediatamente, viendo el tenor que se reflejaba en los ojos de su es-posa. —No podrá entrar nada en absoluto —dijo. Alexis permanecía inmóvil en su cama, con una mano pálida sobre el pecho, apretando la pequeña crucecita de plata que había tomado de su joyero. No la había usado, desde que su esposo le había regalado la cruz engastada en di-amantes, el día de su boda. Era muy típico de su aldea que, en aquel momento de terror, buscara protección en la cruz no adornada de su iglesia. Era real-mente infantil, se dijo Gheria, sonriéndole con dulzura. —No necesitarás eso, querida —le dijo—. Esta noche vas a estar a salvo. Los dedos de Alexis se cerraron sobre el crucifijo. —No, no; puedes llevarlo puesto si quieres —le dijo Petre—. Solamente quiero decir que voy a estar a tu lado durante esta noche. —¿Vas a quedarte conmigo? El doctor se sentó sobre el borde de la cama y le tomó la mano con dulzura. —¿Crees que voy a poder dejarte sola un momento?

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Treinta minutos más tarde, Alexis estaba profundamente dormida. El doctor Gheria acercó una silla al lecho y se instaló en ella. Se quitó los lentes y se fro-tó el puente de la nariz con el pulgar y el índice de su mano izquierda. Luego, suspirando, comenzó a observar a su esposa. Era extraordinariamente bella. La respiración del doctor Gheria se hizo sofocada. —No existen los vampiros —susurró, para sus adentros. Se oyó un golpe en la distancia. El doctor Gheria murmuró en sueños, retor-ciéndose los dedos. El golpeteo se hizo cada vez más fuerte y una voz agitada rugió en la oscuridad. —¡Doctor! —llamó. Gheria despertó. Durante un momento, miró confusamente la puerta cerrada. —¡Doctor Gheria! —insistió Karel. —¿Qué? —¿Está todo bien? —Sí, todo. El doctor Gheria gritó sofocadamente, saltando hacia la cama. El camisón de Alexis había sido retirado otra vez. Una horrible mancha de sangre cubría su pecho y su cuello. Karel sacudió la cabeza. —Las ventanas aseguradas con pasador no pueden mantener alejada a la cria-tura, señor —dijo. Permaneció en pie, alto y esbelto, cerca de la mesa de la cocina sobre la que se encontraba la bandeja de plata que había estado limpiando cuando Gheria entró. —La criatura tiene el poder de convertirse en vapor y puede pasar por cual-quier abertura, por pequeña que sea. —¡Pero, la cruz! —bramó Gheria—. ¡Estaba todavía en su garganta, sin que la tocaran! Sólo que estaba manchada de sangre —agregó, con voz débil. —Eso no lo puedo comprender —dijo Karel, sombríamente—. La cruz debería haberla protegido. —Pero, ¿por qué no vi nada? —Fue usted narcotizado por su satánica presencia —explicó Karel—. Puede considerarse afortunado de que no lo haya atacado también a usted. —¡No me considero afortunado en absoluto! —el doctor Gheria golpeó la mesa con la palma de la mano, con una expresión de cólera en el rostro—. ¿Qué puedo hacer, Karel? — inquirió. —Cuelgue cabezas de ajo en las puertas y las ventanas —le dijo el anciano—. No deje que haya una sola abertura que no esté cubierta por los ajos. Gheria asintió distraídamente. —No había visto nunca nada se... semejante —dijo, tartamudeando un poco—. Ahora, mi propia esposa... —Ya lo he visto —le dijo Karel—. Yo mismo he hecho que reposara para siem-pre uno de esos monstruos de las tumbas. —¿Con la estaca...? —Gheria parecía asqueado. El anciano sonrió lentamente. El doctor tragó saliva con dificultad. —Quiera Dios que pueda usted hacer reposar también a éste —dijo. —¿Petre? Esta vez se sentía más débil; su voz era un murmullo sin entonación. Gheria se inclinó sobre ella. —Sí, ¿qué deseas, querida? —Va a volver esta noche —dijo Alexis.

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—No —sacudió la cabeza con determinación—. No puede; los ajos lo ahuyenta-rán. —Mi cruz no lo hizo —observó ella—, ni tú tampoco pudiste hacerlo. —Los ajos lo lograrán —le dijo él—. Además, ¿ves?, He hecho que me trajeran café negro. Esta noche no voy a dormir. Alexis cerró los ojos y su pálido rostro adquirió una expresión de dolor. —No quiero morir —dijo—. ¡Por favor, Petre, no me dejes morir! —No morirás —le dijo el doctor—. Te lo prometo; el monstruo será destruido. Alexis se estremeció ligeramente. —Pero, si no hay modo de hacerlo, Petre... —murmuró. —Siempre hay posibilidad —respondió. En el exterior, la oscuridad, fría y pesada, se cernía en torno a la casa. El doc-tor Gheria se instaló al lado de la cama y comenzó a esperar. Al cabo de una hora, Alexis se durmió pesadamente. Con toda suavidad, el doctor Gheria soltó la mano de la de su esposa y se sirvió una taza de café humeante. Conforme lo tomaba a sorbos, muy caliente, miraba en torno a él, examinando toda la habi-tación. La puerta estaba cerrada, las ventanas atrancadas, todas las aberturas habían sido cerradas con ajo y Alexis llevaba la cruz al cuello. Asintió lenta-mente, para sí mismo. Daría resultado, pensó. El monstruo tendría que per-manecer afuera. Se sentó, esperando, escuchando el ruido de su propia respiración. El doctor Gheria estaba junto a la puerta antes de que llamaran por segunda vez. —¡Michael! —exclamó, al tiempo que abrazaba al hombre joven—. ¡Mi buen Michael! ¡Estaba seguro de que vendrías! Ansiosamente, condujo al doctor Va-res hasta su estudio. Afuera, la oscuridad se hacía más intensa por momentos. —¿Dónde diablos se ha metido toda la gente del pueblo? —preguntó Vares—. Te aseguro que no he visto ni un alma viviente al pasar por ahí. —Están todos encerrados, aterrorizados, en sus casas —replicó Gheria—, y to-dos nuestros sirvientes, excepto uno, han ido a refugiarse con el resto de los habitantes. —¿Quién se ha quedado? —Mi mayordomo: Karel —indicó Gheria—. No abrió la puerta, porque estaba durmiendo. ¡Pobre tipo! Es muy anciano, y ha estado haciendo el trabajo de cinco. Tomó a Vares por el brazo. —Mi buen Michael —dijo—, no puedes tener una idea de lo que me alegra ver-te. Vares lo miró, asombrado. —Vine tan pronto como recibí su mensaje —dijo. —Y agradezco que lo hayas hecho así —dijo Gheria—. Ya sé lo pesado y largo que es un viaje desde Cluj. —¿Qué sucede? —preguntó Vares—. En su carta sólo decía que... Rápidamente, Gheria le contó qué había sucedido durante la última semana. —Ya te lo he dicho, Michael: estoy a punto de volverme loco —dijo—. ¡Nada nos da buen resultado! Ajos, acónito, cruces, espejos, agua corriente... Lo hemos empleado todo y es inútil. ¡No, no lo digas! ¡No es la imaginación ni la

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superstición! ¡Está sucediendo! ¡Un vampiro la está destruyendo! Cada día que pasa se hunde más en ese sopor mortal del que... —Gheria apretó los puños— ...y todavía no logro comprenderlo —murmuró con emoción—. No me es posi-ble comprenderlo. —De acuerdo, siéntese —el doctor Vares condujo al anciano hasta un sillón, haciendo una mueca, al ver su palidez. Nerviosamente, sus dedos buscaron el pulso de Gheria. —Yo no importo —protestó Petre—. Es a Alexis a la que tenemos que ayudar. Al decir esto, se pasó una mano temblorosa por los ojos. —Pero, ¿cómo? No opuso ninguna resistencia cuando el joven le soltó el cuello de la camisa y le examinó el cuello. —Usted también —dijo Vares con repugnancia. —¿Qué importa eso? —Gheria se aferró a la mano del joven—. Michael, amigo mío — suplicó—, ¡Dime que no soy yo! ¿Soy yo el que le hace eso tan horrible a ella? Vares pareció confundido. —¿Usted? —dijo—. Pero... —Ya lo sé; ya lo sé —dijo Petre—. Yo mismo he sido atacado. Sin embargo, eso no significa nada, Michael. ¿Qué clase de horror es este como para que no pueda impedirse? ¿De qué lugar infernal sale? He hecho que registren todo el campo, que escudriñen en todas las tumbas e inspeccionen todas las criptas. No hay ninguna casa en el pueblo que no haya sido objeto de investigación por mi parte. ¡Te lo aseguro, Michael, no hay nada! Sin embargo, hay algo... Algo que nos ataca todas las noches, arrancándonos la vida poco a poco. ¡El pueblo está dominado por el terror..., y yo también! ¡Nunca vi a esa criatura, ni la oí! Sin embargo, todas las mañanas encuentro a mi adorada esposa... El rostro de Vares estaba va un poco pálido y con expresión preocupada. Miró atentamente al anciano. —¿Qué puedo hacer, amigo mío? —preguntó Gheria en tono suplicante. —¿Cómo puedo salvarla? Vares no pudo dar una respuesta. —¿Cuánto tiempo hace que está así? —preguntó Vares. No podía apartar los ojos de la palidez del rostro de Alexis. —Varios días —dijo Gheria—. La decadencia ha sido constante. El doctor Vares soltó la mano flácida de Alexis. —¿Por qué no me lo dijo antes? —Creí que podríamos resolver el problema —respondió Gheria débilmente. —Ahora estoy convencido de que es imposible. Vares se estremeció. —Pero, seguramente... —Lo hemos intentado todo —dijo Gheria—. Ya no queda nada por intentar. ¡Nada! Fue hacia la ventana, con paso vacilante y miró hacia el exterior, donde la no-che se iba haciendo cada vez más profunda. —Y ahora volverá nuevamente —dijo—. Estamos indefensos. —No estamos indefensos, Petre —Vares se esforzó en sonreír amablemente y colocó la mano sobre el hombro del anciano—. Yo voy a vigilar esta noche. —Es inútil. —No lo crea usted, amigo mío —dijo Vares, con nerviosismo—. Ahora, debe

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usted tratar de dormir. —No me separaré de ella —dijo Gheria. —Pero... Necesita descansar. —No puedo irme —dijo Petre—. No deseo separarme de ella. Vares asintió. —Por supuesto —dijo—. Entonces, compartiremos las horas de vigilancia. Gheria suspiró. —Podemos intentarlo —dijo; pero su voz no parecía expresar ninguna esperan-za. Unos veinte minutos después, regresó con un jarrón de café humeante, que era apenas posible de oler, en medio del olor penetrante a ajo, que flotaba en el aire. Acercándose al lecho, Gheria depositó la bandeja. Sostuvo una taza debajo del espiche del jarrón, y el líquido salió como si se tratara de ébano humeante. El doctor Vares había acercado una silla a la cama. —Yo vigilaré primero —dijo—. Duerma usted, Petre. —No vale la pena que lo intente —dijo Gheria. —Gracias —murmuró Vares, cuando el otro le tendió la taza. Gheria asintió y se sirvió una taza llena, antes de tomar asiento. —No sé qué le sucederá a Solta si esa criatura no es destruida —dijo—. Los habitantes están paralizados de terror. —¿Ha estado la criatura en algún otro lugar del pueblo? —le preguntó Vares. Gheria suspiró cansadamente. —¿Para qué quiere ir a otro sitio? —dijo—. Está encontrando todo lo que nece-sita entre estas cuatro paredes —miró a Alexis, con impotencia—. Cuando no-sotros muramos —añadió—, irá a otro sitio. Los habitantes del pueblo lo saben, y están esperando que suceda. Vares depositó su taza en el plato y se restregó los ojos. —Parece imposible —observó— que nosotros, practicantes de una ciencia, pa-rezcamos ser incapaces de... —¿Qué puede hacer la ciencia contra esto? —dijo Gheria—. ¡La ciencia, que ni siquiera admite su existencia! Podríamos traer a los mejores científicos del mundo a esta habitación, y nos dirían: «Amigos míos, han sido engañados. No hay vampiros. Todo esto es un truco.» Gheria hizo una pausa y miró atentamente al joven. —¡Michael! —llamó. La respiración de Vares era lenta y pesada. Dejando sobre la mesita su taza de café, que no había probado, Gheria se puso en pie y se acercó a Vares, que estaba desplomado en su silla. Le levantó uno de los párpados, miró la pupila que no tenía vista y retiró la mano. La droga era de efectos rápidos, pensó, y muy efectiva. Vares podría estar insensible durante más tiempo del que sería necesario. Acercándose al armario, Gheria sacó su maletín y se acercó con él a la cama. Le quitó a Alexis la parte superior del camisón y, en unos segundos, le sacó toda una jeringa llena de sangre; aquella iba a ser la última vez que le extraje-ra sangre, afortunadamente. Restañando la herida, llevó la jeringa hasta donde se encontraba Vares y la vació en la boca del joven, manchando con ella sus dientes y sus labios.

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Una vez hecho esto, fue hacia la puerta y la abrió. Regresó junto a Vares, lo levantó y lo llevó hasta el vestíbulo. Karel no iba a despertar: un poco de opio en sus alimentos aseguraba al doctor que no lo haría. Gheria descendió traba-josamente las escaleras, bajo el peso del cuerpo de Vares. En el rincón más oscuro de la bodega, un féretro de madera estaba esperando al joven. Allí re-posaría, hasta la mañana siguiente, cuando el aturdido doctor Gheria ordenaría a Karel que registrara el ático y la bodega, por la remota y quizá fantástica po-sibilidad de que... Diez minutos después, Gheria estaba nuevamente en la habitación de Alexis, tomándole el pulso. Era lo bastante fuerte y sobreviviría. El dolor y la tortura del horror que había soportado, serían un castigo suficiente para ella. En cuan-to a Vares... El doctor Gheria sonrió, complacido, por primera vez desde que Alexis y él habían regresado de Cluj, a fines del verano. ¡Espíritus infernales! ¡Qué cosa más agradable sería ver cómo Karel atravesaba con una estaca el maldito co-razón del seductor Michael Vares!

FIN