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LA LITERATURA DEL SIGLO XIX Muy pronto, los contemporáneos se mostraron sensibles a los caracteres de la época, y dos temas se esforzaron por establecer mejor sus contornos. Romanticismo y realismo (o naturalismo) iban a sucederse, dando su colorido respectivo a cada una de las dos vertientes del siglo. Una primera etapa de la vida literaria del siglo XIX resulta ligada al reinado de Fernando VII. Etapa que abren los acontecimientos de 1808 y está atravesada por convulsiones, pero sobre todo caracterizada por el cierre brutal de las vías más elementales de la comunicación intelectual y artística. Si la muerte del soberano, en 1833, puede tomar valor directo de acontecimiento literario, más revelador es aún el hecho de que el período siguiente llamado de la regencia (1833-1843), corresponde casi a la fase de eclosión y de plena afirmación del romanticismo. Un romanticismo que coincide con la primera guerra carlista, abierta por la sucesión de Fernando VII, y que verá enfrentarse a los liberales que apoyan a su hija Isabel y los conservadores partidarios de su hermano don Carlos. Se abre luego un período de carácter menos consolidado, dividido en dos fases separadas por el sacudimiento revolucionario de 1868- 1874. Durante el reinado de Isabel II (1843-1868), el final de la insurrección carlista llevó a una sociedad sometida a la obsesión de la guerra civil a borrar ciertas asperezas del romanticismo, sin llegar a hacer desaparecer una franja amplia de aspiraciones difusas. Un “racionalismo” de inspiración romántica, el krausismo, se convirtió en la principal estructura de dichas aspiraciones. En 1868 creyó que había llegado la hora de afirmar sus miras, y, al mismo tiempo, el género novelesco vivió una espectacular renovación, colocada bajo el signo de una evidente finalidad didáctica. Pero los duros cambios del período revolucionario (1868-1874) quebraron esas certezas. Cuando después de la caída de Isabel II se encadenaron en algunos años el reinado efímero de Amadeo de Saboya, la experiencia abortada de una primera República, finalmente el regreso de los Borbones con Alfonso XII, a partir de 1874 llegó la hora del pragmatismo en política y del realismo en literatura. Un realismo iluminado por momentos por la sonrisa del humor y marcado por el signo de una 1

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LA LITERATURA DEL SIGLO XIX

Muy pronto, los contemporáneos se mostraron sensibles a los caracteres de la época, y dos temas se esforzaron por establecer mejor sus contornos. Romanticismo y realismo (o naturalismo) iban a sucederse, dando su colorido respectivo a cada una de las dos vertientes del siglo.

Una primera etapa de la vida literaria del siglo XIX resulta ligada al reinado de Fernando VII. Etapa que abren los acontecimientos de 1808 y está atravesada por convulsiones, pero sobre todo caracterizada por el cierre brutal de las vías más elementales de la comunicación intelectual y artística. Si la muerte del soberano, en 1833, puede tomar valor directo de acontecimiento literario, más revelador es aún el hecho de que el período siguiente llamado de la regencia (1833-1843), corresponde casi a la fase de eclosión y de plena afirmación del romanticismo. Un romanticismo que coincide con la primera guerra carlista, abierta por la sucesión de Fernando VII, y que verá enfrentarse a los liberales que apoyan a su hija Isabel y los conservadores partidarios de su hermano don Carlos. Se abre luego un período de carácter menos consolidado, dividido en dos fases separadas por el sacudimiento revolucionario de 1868-1874.

Durante el reinado de Isabel II (1843-1868), el final de la insurrección carlista llevó a una sociedad sometida a la obsesión de la guerra civil a borrar ciertas asperezas del romanticismo, sin llegar a hacer desaparecer una franja amplia de aspiraciones difusas. Un “racionalismo” de inspiración romántica, el krausismo, se convirtió en la principal estructura de dichas aspiraciones. En 1868 creyó que había llegado la hora de afirmar sus miras, y, al mismo tiempo, el género novelesco vivió una espectacular renovación, colocada bajo el signo de una evidente finalidad didáctica.

Pero los duros cambios del período revolucionario (1868-1874) quebraron esas certezas. Cuando después de la caída de Isabel II se encadenaron en algunos años el reinado efímero de Amadeo de Saboya, la experiencia abortada de una primera República, finalmente el regreso de los Borbones con Alfonso XII, a partir de 1874 llegó la hora del pragmatismo en política y del realismo en literatura. Un realismo iluminado por momentos por la sonrisa del humor y marcado por el signo de una fundamental ambivalencia, detectable en lo más profundo de la época.

Útiles en la medida en que corresponden globalmente a algunas flexiones de la sensibilidad y del pensamiento, los segmentos cronológicos surgidos no bastan por sí mismos para delimitar los principales aspectos de la vida literaria de la época. Es curioso observar la distancia que se establece entre la poesía y el teatro, por una parte, y la novela por la otra. Paradójica observación, en un sentido, en la medida en que la revolución romántica que marca el siglo creía precisamente poner fin a la estética de los géneros. Aureolados de prestigio social y mundano, la poesía y el teatro aseguran y consagran, cada uno a su manera, el éxito de las innovaciones propias de la época romántica. Pero los dos atraviesan luego períodos del reinado de Isabel II y de la Restauración sin llegar siempre a un claro modelo estético sustitutivo, mientras que la novela manifiesta, en la misma época, una notable capacidad innovadora.

La «romántica España»España parecía destinada a constituir la tierra de elección del romanticismo.

La literatura española es toda romántica y caballeresca proclama Simon de Sismondi en 1813, en su tratado De la Littérature du midi de l’Europe. Varios viajeros sometidos al sortilegio de la “romántica España” tienen la misma opinión. Frente a este haz de apreciaciones convergentes existe una extraña comprobación: la ausencia

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casi completa, en la literatura española de comienzos del siglo, de las características formales de un “romanticismo” tan altamente proclamado.

La tradición caballeresca, la “luz heroica”, o la resistencia a Napoleón (una guerrilla realizada contra las reglas del arte militar, bajo el signo exclusivo de la improvisación y de la imaginación), España parecía reunir de manera ejemplar los elementos distintivos de la revolución literaria en curso.

Contra todo lo que se esperaba, la fuerza de esos rasgos arcaicos parece haber obstaculizado esa revolución. Ningún entusiasmo por la moda llamada “osiniana” primero y luego “romántica”, en los medios influyentes de la España de la restauración.

Los escritores de la España llamada romántica deseaban permanecer fieles al ejemplo de las mentes ilustradas del período precedente, de una época en que la política, convertida en una de las dimensiones esenciales de la existencia, iba a marcar profundamente con su impronta las actividades del espíritu. Frente al “caos” (José Joaquín de Mora) de la ideología romántica, el pensamiento de la Ilustración conservaba el atractivo de un proyecto global constructivo.

Para un buen número de hombres de letras de la época, el neoclasicismo había tenido el mérito de poner fin a los extravíos de la época posbarroca, donde se produjo la desnaturalización y corrupción de los elementos de la gran tradición. También había abierto el camino a un deslumbrante “renacimiento de las letras” (J.J. de Mora): era necesario seguir inspirándose en esos ejemplos. En otros términos, la fuerte coherencia de un sistema de valores literarios unido a un proyecto filosófico y político contrariado, y, por otra parte, el recuerdo muy vivo de los errores cometidos en materia de “gusto” por el pasado representaban obstáculos demasiado serios para una reacomodación de las formas en uso. Anclada en estas últimas, la literatura española se negó durante cerca de dos décadas a hundirse en el “caos” en el que se complacían los “modernos destructores de los buenos modelos”.

A partir de la década de 1830 aparecen un conjunto de obras de factura romántica nítidamente afirmada (abandono de las reglas, mezcla de géneros, polimetría), colocadas –explícitamente, a partir de mediados del decenio- no bajo el signo de un medievalismo aparente, sino bajo el de la época anterior, pero convertidos en característicos del siglo y comprobados por todos. Trastornos en los que se alimenta la “perpetua ansiedad” de la que habla Espronceda, entre todos. Ansiedad apropiada para provocar en el sujeto el sentimiento de una triple especificidad: de su época, de su Yo, y finalmente de su tierra.

En el romanticismo español hay pocas evocaciones del árbol secular, de la fuente o del bosque, tan frecuentes en otras partes. Le misma reserva se observa respecto de los desahogos y de la pintura de la aflicción, en este tipo de cultura hispánica en la que lo “sentimental” tiende a veces a ser asimilado a la “sensiblería”, según los términos que más tarde empleará Miguel de Unamuno.

Permanencia e innovación:La aparición de LarraEn las historias de la literatura, el primer cuarto del siglo XIX no tiene

existencia literaria. Hay un vacío, una especie de paréntesis entre lo que se ha convenido en llamar la época del neoclasicismo y la del romanticismo. La producción literaria del período no es de primera magnitud. De costumbre se evoca como explicación la dureza de la época. Las guerras, la inestabilidad política y las proscripciones no creaban un clima muy propicio para la creación. Y los

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condicionamientos socioculturales han pesado sin duda tanto como las perturbaciones políticas.

El número de los exiliados, la importancia de su producción intelectual, el desfase existente entre la expansión del romanticismo en Francia y en España, todo parece confirmar que fueron los emigrados los que trajeron la nueva literatura en sus maletas. Así se explicaría que haya que esperar la muerte de Fernando VII para observar en España una verdadera renovación de las letras.

Hay que matizar por las razones siguientes:1. Hay que distinguir entre producción y consumo. Si los españoles

escribían pocas novelas, leían muchas traducciones, publicadas tanto en España, cuando lo permitía la censura, o más a menudo en el extranjero: de 1814 a 1833 aparecieron en Francia 180 traducciones españolas de novelas. Los gustos del público habían evolucionado.

2. La tríada “prerromántica”, Gessner, Young y Macpherson (el autor de los poemas de Ossian) era conocida en España mucho antes de 1800.

3. La relación de España con el extranjero durante la primera mitad del siglo XIX no es unilateral. No podría reducirse a una simple influencia importada o a una recepción pasiva. Las emigraciones, la invasión extranjera y los viajes hicieron descubrir a los españoles horizontes culturales insospechados y modificaron la imagen que tenían del extranjero. Pero, por el otro lado, el descubrimiento de España por decenas de miles de viajeros, y los relatos que hicieron favorecieron la eclosión de un mito.

4. Finalmente aparecen signos de cambio mucho antes de 1833; hasta se ha podido hablar de un viraje decisivo en 1828, favorecido por el cambio político. Vuelven muchos emigrados. La censura, menos rigurosa, tolera la aparición de algunos periódicos que anuncian nuevos tiempos.

Aparece primero El duende satírico del día de Mariano José de Larra. Poco después, J.M. Carnerero obtiene la autorización para publicar el Correo literario y mercantil, en el que colaboran jóvenes escritores como Bretón de los Herreros y Estébanez Calderón.

A partir de 1828 la vida intelectual española parece animarse un poco. La joven generación romántica, sobre todo la de Larra y Espronceda, funda un cenáculo, El Parnasillo, y empieza a darse a conocer.

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En España estaba en vigor la Ley Sálica, que prohibía reinar a las mujeres, desde comienzos del siglo XVIII y aunque Carlos IV aprobó la Pragmática Sanción que derogaba la Ley Sálica en 1789, nunca se había hecho efectiva. Fernando VII, que no tenía descendencia masculina, decidió promulgarla en 1830, con lo que su hija Isabel se convertía en heredera al trono. El hermano de Fernando VII, Carlos María Isidro de Borbón, hasta entonces heredero al trono, no reconoció a Isabel como princesa de Asturias y cuando Fernando murió el 29 de septiembre de 1833, Isabel fue proclamada reina bajo la regencia de su madre. María Cristina de Borbón-Dos Sicilias.

La cuestión dinástica no fue la única razón de la guerra. Tras la Guerra de la Independencia, Fernando abolió la Constitución de 1812, pero tras el Trienio Liberal (1820-1823), Fernando VII no volvió a restaurar la Inquisición, y en los últimos años de su reinado permitió ciertas reformas para atraer a los sectores liberales que además pretendían igualar las leyes y costumbres en todo el territorio del reino eliminando los fueros y las leyes particulares, al tiempo los sectores más conservadores se agrupaban en torno a su hermano Carlos.

Primera Guerra Carlista (1833-1840) Segunda Guerra Carlista (1846-1849) Tercera Guerra Carlista (1872-1876).

Para otros datos históricos de interés, os recomiendo:

http://www.desocupadolector.net/apuntes/historias191.htmhttp://www.cervantesvirtual.com/historia/monarquia/alfonso12.shtmlhttp://es.wikipedia.org/wiki/Mar%C3%ADa_de_las_Mercedes_de_Orleans

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