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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

Libro no 1139 elegías de duino rilke, rainer maría colección e o octubre 4 de 2014

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Elegías de Duino. Rilke, Rainer María. Colección E.O. Octubre 4 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

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© Libro No. 1139. Elegías de Duino. Rilke, Rainer María. Colección E.O. Octubre 4 de 2014.

Título original: © RAINER MARÍA RILKE. ELEGÍAS DE DUINO Versión Original: © RAINER MARÍA RILKE. ELEGÍAS DE DUINO

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Portada E.O. de Imagen original: http://divinapoesia.blogspot.com/2014/09/las-elegias-de-duino-la-cuarta-elegia.html

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RAINER MARÍA RILKE

ELEGÍAS

DE

DUINO

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Rainer Maria Rilke (Praga, 1875 - Valmont, 1926) Escritor checo en lengua alemana. Fue el poeta en lengua alemana más relevante e influyente de la primera mitad del siglo XX; amplió los límites de expresión de la lírica y extendió su influencia a toda la poesía europea. Después de abandonar la Academia Militar de Mährisch-Weiskirchen, ingresó en la Escuela de Comercio de Linz y posteriormente estudió historia del arte e historia de la literatura en Praga. Residió en Munich, donde en 1897 conoció a Lou Andreas-Salomé, quince años mayor que él, y que tuvo una influencia decisiva en su pasaje a la madurez. Decidido a no ejercer ningún oficio y a dedicarse plenamente a la literatura, emprendió numerosos viajes. Visitó Italia y Rusia (en compañía de L. Andreas-Salomé), conoció a L. Tolstoi y entró en contacto con la mística ortodoxa.

Rilke

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En 1900 se instaló en Worpswede y un año después contrajo matrimonio con la escultora Clara Westhoff, con la que tuvo a su única hija, Ruth, y a cuyo lado escribió las tres partes del Libro de horas. Tras su separación, se instaló en París donde durante ocho meses trabajó como secretario privado de Rodin. Allí compuso Canto de amor y muerte del alférez Cristobal Rilke, y posteriormente Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Aquejado por una crisis interior empezó de nuevo a viajar mucho, a África del Norte (1910-1911) y a España (1912-1913). En 1911 y 1912, invitado por la princesa Marie von Thurn und Taxis, residió en el castillo de Duino (Trieste), escenario en el que surgieron las que denominó precisamente Elegías de Duino. Durante la Primera Guerra Mundial vivió la mayor parte del tiempo en Munich. En 1916 fue movilizado y tuvo que incorporarse al ejército en Viena, pero pronto fue licenciado por motivos de salud. De esos años es la intensa relación amorosa con la polaca Baladine Klossowska, madre de P. Klossowski y del pintor Balthus, presuntos hijos naturales nunca reconocidos por el poeta. Tras la guerra residió en Suiza y en 1922 vivió en el castillo de Muzot, donde finalizó las Elegías. Murió de leucemia, tras una larga y dolorosa agonía, en el sanatorio suizo de Valmont. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), la única novela de Rilke, fue escrita a modo de diario y describe con la agudeza de un diagnóstico los contrastes sociales en París, la pobreza y la destrucción. La gran urbe provoca a Malte, el último descendiente de una gran familia danesa, el miedo absoluto. Enfermedad y finitud son en esta obra temas recurrentes. A la muerte deshumanizada y masificada, típica de la gran ciudad, Rilke opone la muerte individual y propia, que está representada por el recuerdo de un antepasado de Malte. Las evocaciones de infancia tienen un carácter redentor, igual que el tema del amor que, junto al de la muerte, constituye el otro gran tema del libro. El amor no correspondido, que perdura como deseo, deja abierto el final de la novela que desemboca en una reelaboración de la parábola del hijo pródigo. Estas mismas cuestiones reaparecen en su obra lírica Libro de horas (1905) formada por los títulos Libro primero, el libro de la vida monástica; Libro

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segundo, el libro de la peregrinación; Libro tercero, el libro de la pobreza y de la muerte que remite a las antologías medievales de plegarias privadas. La forma artística de la plegaria le sirve para abandonar la lírica de sentimientos propia de Canto de amor y muerte del alférez Cristóbal Rilke y experimentar con imágenes nuevas que, mediante traslaciones sensuales y visuales, amplían las fronteras del lenguaje. En el Libro de las imágenes (1902-1906) se aprecia una tendencia hacia la objetualización de las imágenes evocadas y hacia la observación detallada. Sin embargo, esta precisión no va en detrimento de la dimensión universal y parabólica del momento captado. Pero el giro decisivo hacia lo objetual se produce con la colección publicada con el título Nuevos poemas (1907-1908). Domina aquí la perspectiva observadora del "poema-cosa" y Rilke deja de hablar de la obra de arte para hacerlo de la "cosa de arte", que ha de existir por sí misma, distanciada y liberada del "yo" subjetivo del autor. La poesía ya no es una confesión y se convierte en un objeto que remite sólo a sí mismo. Esta nueva orientación de la poesía rilkeana se debe, en gran parte, al descubrimiento de la obra de Rodin, pues, para el poeta, el escultor francés significaba la alternativa a los excesos intimistas del arte. Siguiendo el modelo de Rodin, proclamará como divisa de su poetizar el "convertir la angustia en cosas" o lo que es lo mismo: el mundo interior se exterioriza a través de los objetos. Sus dos últimas obras, las Elegías de Duino (1923) y los Sonetos a Orfeo (1923) suponen otro cambio radical en su concepción poética. Se apartan tanto de la inicial lírica de sentimientos como de la objetualidad de los "poemas-cosa" posteriores. Tampoco parece que sea posible transformar la angustia en cosas. Tras una larga etapa de crisis en la que el escritor incluso se plantea la posibilidad de dejar la poesía, publica unos poemas de cariz existencial que son una interpretación de la existencia humana. Las Elegías de Duino buscan la definición del ser humano y su lugar en el universo, así como la misión del poeta que en esta obra desarrolla un mundo cerrado en sí mismo de imágenes y símbolos, cargados de recuerdos y de referencias autobiográficas. Utiliza el

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ritmo dactílico de la tradición elegíaca alemana, tal como lo habían empleado Goethe y Hölderlin. El ciclo de las Elegías, una de las obras más herméticas de la literatura alemana del siglo XX, parte de la lamentación para arribar hasta la dicha. Se inicia con la experiencia del ángel terrible separado del hombre por un abismo para llegar a la posibilidad del acercamiento humano a lo angélico. Es el poeta quien lleva al mundo angélico, liberándonos así del mundo interpretado. Pero para ello es preciso recorrer un largo camino en el que son claves los moribundos, los animales, los amantes y los niños. Todos ellos parecen figuras capaces de sustraerse al mundo cerrado del hombre, orientado hacia la muerte. El júbilo final de las dos últimas elegías muestra una nueva vida que consigue crear un ámbito común con la muerte, una alegría que se funde con el dolor. Los Sonetos a Orfeo, aunque formalmente son más abiertos y variados que las Elegías, están temáticamente ligados a éstas. También aquí la determinación de la existencia humana lleva a los límites de lo que es posible expresar en palabras. En ellos están presentes imágenes, simbolismos, recuerdos y elementos autobiográficos que remiten a las Elegías, y no en vano fueron definidos por el poeta como un "regalo adicional" surgido "simultáneamente con el impulso de los grandes poemas". http://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/rilke.htm

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Rainer Maria Rilke: Elegías de Duino (1) Finalizadas en 1922, las Elegías de Duino son fruto de más de diez años de trabajo creador. Deben su nombre a la localidad donde Rilke las inició, Duino (cerca de Trieste), en el castillo de su protectora la princesa Marie von Thurn und Taxis; las continuó escribiendo en Paris, Munich, Venecia, Ronda; y las concluyó en el castillo de Muzot, en Suiza. Consta la obra de diez poemas, cada uno de los cuales trata unos temas –en ocasiones, repetidos de uno a otro poema–, y el conjunto de las composiciones otorga un sentido general a la obra. La interpretación de ella es deudora del excelente análisis, con precisas y esclarecedoras notas, debido a Eustaquio Barjau.

La Elegía I se inicia con una interrogación. “¿Quién si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?” Ya están presentes en ella los símbolos de todas las demás: el ángel, el animal, la amante repudiada, el espacio, el viento, la noche... La idea del libro es que la misión del poeta es salvar con su palabra todas las cosas. Mas afirma que “todo ángel es terrible”, así que al hombre le queda como recurso “algún árbol en la ladera”, “la calle de ayer”, “la noche”... “las primaveras”. Se pregunta si “¿No es tiempo de que amando / nos libremos del ser amado y resistamos [los dolores] estremecidos?”, en una propuesta de abandonar el amor posesivo. No escuchan nuestras voces ni los santos, ni los muertos, para quienes es extraño “no habitar ya la tierra /.... / e incluso el propio nombre / dejarlo a un lado, como un juguete roto”. Los ángeles –tan ajenos están– que no saben si andan entre vivos o muertos; y, agrega el poeta, si “¿podríamos ser sin ellos?”

En la Elegía II incide sobre los temas del ángel, el hombre y el amante. Ellos, los ángeles son “los mimados de la creación” y, por tanto, “líneas de altura, crestas de todo lo creado... quicio de la luz, pasadizos, escalas, tronos...” Pero nosotros nos evaporamos, nos disipamos y, duda Rilke, de que los ángeles cojan algo de nosotros (“¿Sabe a nosotros / el espacio del mundo en el que nos disolvemos?”), o si sólo cogen lo “Suyo”.Afirma que los amantes que se prometen eternidad –“os eleváis uno a la boca / del otro y os disponéis a beber:

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bebida junto a bebida” –, se pierden a sí mismos, no son capaces de recogerse de nuevo en sí como los ángeles.

Ha sido considerada la Elegía III como el poema que indaga en los íntimos fundamentos del amor. El joven amante se preguntará por los elementos luminosos del “semblante / de su amada”, así como sobre la conmoción que en él origina la muchacha, aunque “miedos más viejos, no obstante, / irrumpieron en él de este empuje”. Refiere cuáles son los miedos de la madre por el destino del niño, al que protege, aunque su protección llegue sólo a los umbrales del sueño, puesto que en el sueño (“¿quién impedirá, dentro, en él las aguas del origen?”); solo, pues, se debe enfrentar a su origen. Y de esa selva de su interior, el niño debe salir amando su interior (“saliendo de sus propias raíces”), es decir, abandonando su individualidad. Se ve abocado así al abismo, a lo Terrible: “lo Horrible sonreía”. Porque lo que se le ha adelantado a la muchacha, es todo lo que ha sido antes que ellos, la estirpe que les ha precedido; bien que ella, sin saberlo, haya conjurado esos tiempos remotos que surgen en el amante.

Se expresa la unión entre la vida y la muerte en la Elegía IV, pues ambos están presentes simultáneamente: “El florecer y el secarse están presentes a un tiempo en nuestra conciencia”. Los animales no saben del envejecimiento y la muerte. Sin embargo, el hombre piensa en algo y su contrario; incluso entre los amantes ocurre. Muestra Rilke el espectáculo del corazón, y rechaza las “máscaras a medio llenar”, prefiriendo al “muñeco” que observa la desaparición de los seres queridos. Aparece la imagen del padre, a quien apela: “tú, padre mío, que, desde que estás muerto, a menudo / en mi esperanza, dentro de mí, tienes miedo / y serena indiferencia...” También recuerda a las mujeres que le amaron. Pero la presencia del ángel hace que surja “el ciclo de toda la transformación”. Rememora la infancia, en la que el niño está “en el espacio intermedio entre mundo y juguete”. Pero se pregunta “¿Quién hace la muerte de los niños / con pan gris...?” La muerte es quien está antes de la vida y quien la seguirá.

La Elegía V está dedicada a una troupe de saltimbanquis, tomando a esos acróbatas como símbolo de lo perecedero: “¿Pero quiénes son ellos, los ambulantes, esos un poco / más fugaces aún que nosotros mismos?” El hombre va también, como ellos, de un lado a otro, tal que nómada. Esos seres

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marginales actúan en los suburbios, fuera de la ciudad (signo de lo artificial, enfrentada a la naturaleza). Aunque, en torno a ellos, también florece la falsa flor de la aparente sonrisa, ya que la contemplación del espectáculo impide que “se te haga más claro un dolor en las cercanías del corazón”. Solamente el ángel sería el artífice de poder trocar lo visible en invisible. Hay una referencia a Paris, lugar donde se identifican la moda y la Señora Muerte. Ante el ángel, ¿lanzarían sus monedas el corro de espectadores, muertos callados, a la pareja que ha ejecutado felizmente su número?

En la Elegía VI se representa la figura del héroe. Éste, de entre los humanos, es el más próximo a atravesar el umbral de lo invisible. Recurre el poeta a la figura de la higuera, puesto que es un árbol que ofrece su fruto sin que haya floración, o sea, que ofrece su “puro secreto” sin pasar por estadios intermedios inesenciales. Hay también una analogía entre la higuera y la fuente, símbolos ambos tanto del nacimiento como de la muerte. “Nosotros en cambio nos demoramos”, el hombre se entretiene en su florecer, y “nuestro fruto finito” (la muerte) se intenta retrasar. Sin embargo, el héroe, y los que mueren jóvenes, están cercanos y se enfrentan a “quien nos silencia oscuramente”, es decir, el destino. El héroe concretado en este poema es Sansón, que ya lo era en el seno de su madre. Mas el héroe, en general, es aquel que “se lanzó a través de las estancias del amor” (cada mujer que lo amó le hizo perseverar en su empresa), y así, al final, “se erguía en el límite de las sonrisas, diferente”.

© Copyright Rafael González Serrano

http://ragonserrano.blogspot.com/2013/06/rainer-maria-rilke-elegias-de-duino-1.html

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(Praga, 1875 - Suiza, 1926)

LAS ELEGIAS DE DUINO (1922)

Versión y notas de José Joaquín Blanco

Publicado en La iguana del ojete (Invierno, 1993)

(Propiedad de la princesa Marie von

Thurn und Taxis-Hohenlohe)

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RAINER MARÍA RILKE

ELEGÍAS DE DUINO

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PRIMERA ELEGÍA

¿Quién, si yo gritase, me escucharía

entre las jerarquías de los ángeles?

Y aun cuando en su propio corazón

uno de ellos me estrechara, yo sucumbiría

ante su existencia más fuerte. Pues la belleza

no es sino el comienzo de lo terrible,

que apenas soportamos. Y si la admiramos

es porque por desdén no nos destruye.

Todo ángel es terrible.

Asi, me contengo y ahogo

el llamado de un oscuro sollozo. Ah,

¿a quién recurrir? Ni a los ángeles

ni a los hombres; los animales

por instinto se percatan

de nuestro inseguro y vacilante

mundo interpretado. Acaso nos queda

al pie de la ladera, un árbol

al cual volver cada día; nos queda

el camino de ayer

y la morosa fidelidad de una costumbre

que se complació a nuestro lado

y afincó en nosotros su morada.

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Oh, y la noche, la noche

cuando el viento llega despacio

y roe el rostro... ¿Con quién se quedará

ella, la anhelada, que engañosa se cierne

sobre el solitario corazón?

¿Acaso se hace más leve a los amantes?

¡Ah, ellos se ocultan mutuamente su destino!

¿Aún no lo sabes? Suelta tu vacío

en el espacio que respiramos; quizá las aves

sientan con hondo vuelo la plenitud del aire.

Sí, la primavera te necesitaba. Muchas estrellas

esperaban que tú las contemplaras.

Del pasado una ola te alcanzaba, o al pasar

delante de una ventana abierta las notas

de un violín se te entregaban. Todo era un mensaje.

Pero ¿lo has comprendido? ¿No te distrajo la espera,

como si todo te anunciara

una amada? (¿Cómo le darías abrigo

cuando todos los grandes y extraños pensamientos en ti

van y vienen, y a menudo se quedan en la noche?)

Si sientes nostalgia, canta a los amantes;

aún falta para que su célebre sentimiento

se haga inmortal.

Canta a las abandonadas, casi con envidia,

mucho más dignas de amor que las afortunadas.

Recomienza la inagotable alabanza.

Considera que el héroe perdura, aun su derrota

no fue sino pretexto para ser, un nuevo nacimiento.

Pero a los amantes la naturaleza extenuada

los regresa a su seno, como si careciera de fuerza

para crearlos por segunda vez.

¿Has pensado en Gaspara Stampa, 1

lo bastante como para que toda muchacha

a la que abandona el amado, sienta por su ideal

el deseo de hacerse semejante?

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¿Esos dolores, por más antiguos que sean,

no se harán al fin fecundos? ¿No es tiempo

de que al amar nos libremos del objeto amado

y lo venzamos temblando como la flecha vence

a la cuerda para ser, en el disparo, más que sí misma?

Porque no hay adónde detenerse.

Voces, voces. Escucha, corazón, como alguna vez

sólo los santos escucharon: el gran llamado

que los elevaba del suelo

mientras seguían de rodillas escuchando.

No es que puedas soportar la voz de Dios;

pero escucha al menos el soplo del espacio,

el mensaje incesante hecho de silencio.

Se alza el rumor de aquellos muertos precoces

dondequiera penetres, en los templos

de Roma o de Nápoles, su destino te habla

con apacible acento.

O bien una inscripción se alza ante ti,

como esa lápida de Santa María Formosa.

¿Qué quieren de id? Con dulzura debo apartar

ese resto de injusticia en ellos

que embarga el puro movimiento del espíritu.

Pero en verdad es extraño no habitar más la tierra,

dejar de seguir las costumbres aprendidas,

no dar a las rosas ni a la promesa en las cosas

el significado del destino humano;

ya no ser lo que uno era en manos de infinita angustia,

abandonar hasta el propio nombre

como a un juguete roto.

Extraño ya no desear los deseos. Extraño recordar

desprendido en el espacio

lo que estaba ligado. Estar muerto es tarea penosa,

1 Gaspara Stampa (1523 -1554) nació de una famil ia de nobles en Padua. Sus

sone tos expresan el desencuentro en el arnor. ( N del E ).

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penoso recobrarse lentamente, hasta llegar

a sentir, poco a poco, una huella de eternidad.

Pero los vivientes cometen el error

de establecer distinciones tajantes.

Los ángeles, según se dice, a menudo ignoran

si pasan entre vivos o muertos. La eterna corriente

arrastra siempre, entre ambos reinos,

todas las edades y en ambos domina su voz.

Aquellos que la muerte arrebata jóvenes,

no nos necesitan. De a poco

se pierde la costumbre terrenal,

como del seno materno se aparta el que crece.

Pero nosotros, que necesitamos de tan grandes misterios,

para quienes un progreso dichoso nace a menudo del duelo,

¿podríamos ser sin aquéllos?

No en vano la leyenda refiere

cómo antaño, en el lamento a Linos,

la música primera osó penetrar la materia inerte;

entonces, en el espacio del pavor, un joven

semejante a un dios, escapó de repente

y el vacío se colmó con esa vibración

que ahora nos arroba, nos consuela

y nos sustenta.

SEGUNDA ELEGÍA

Todo ángel es terrible.

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Sin embargo, desdichado de mí, a sabiendas

los invoco, pájaros inmortales casi para el alma.

Lejos quedó el tiempo de Tobías, cuando

frente a la sencilla puerta de la casa,

apenas ataviado para el viaje,

a punto de ser en el peligro,

se erguía uno de los más radiantes.

Un joven para el joven

que con ojos curiosos miraba....

Si ahora llegase el arcángel temible desde las estrellas,

si descendiera un solo paso y se acercara, latiendo

hacia su encuentro, nuestro propio corazón nos abatiría.

Primeras criaturas perfectas, mimados de la creación,

perfiles de las alturas, círculos en los arreboles de aurora

de todo lo creado, polen de la divinidad en flor,

articulación de la luz, galerías, escaleras, tronos,

espacios de esencias, escudos de gozo, tumultos

de impetuosos éxtasis y, de pronto, aislados

espejos que en ondas expanden la íntima belleza

y la recobran de inmediato para el propio rostro.

porque para nosotros sentir es diluirnos

Ah, nos exhalamos y nos disipamos, de llama

en llama damos un perfume cada vez más tenue.

Entonces alguien nos dice: «Pasas a mi sangre...

este cuarto y esta primavera

se colman contigo... »

Pero, ¿qué importa? No puede

retenemos; en su presencia y alrededor desaparecemos.

Y a aquellos que son hermosos, ¿quién los retiene?

Incesante la apariencia habita sus rostros y se va.

Como de la hierba e1 rocío temprano

de nosotros se retira lo que es nuestro,

como del caliente manjar trasciende el vapor.

Oh sonrisa, ¿hacia dónde? Oh mirada que se eleva:

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nueva y cálida onda que del propio

corazón se evade. Desdichado

de mí; eso, no obstante, somos. ¿Acaso

el sabor del universo donde nos diluimos

de nosotros proviene? ¿No recobran los ángeles

lo que es suyo, lo que de ellos emana?

¿O bien a veces, como al descuido, no toman

siquiera una parte de nuestra esencia?

¿Acaso en sus rasgos estarnos mezclados

como lo que se insinúa tras el semblante de la encinta?

En ello no reparan, envueltos como están

por el torbellino de su retorno. ¿Cómo

habrían de saberlo?

Los que aman, si lo comprendieran, podrían

decir en el aire de la noche palabras extrañas.

Pero es como si todo nos ocultara. Contempla

los árboles: son. Y aún perduran las casas en que vivimos.

Sólo nosotros pasamos junto a todo como una ráfaga.

Y todo se concierta para acallamos, a medias

por vergüenza, a medias por inefable esperanza.

Amantes que se bastan uno al otro, a ustedes,

compenetrados, pregunto qué somos. ¿Poseen las señales?

Miren: acontece que mis manos entre sí se saben

o que en ellas mi rostro cansado se refugia.

De mí mismo alguna conciencia esto me infunde.

¿Pero, por esto apenas, quién osaría ser?

Ustedes, en cambio, que en el éxtasis del otro

crecen hasta que, subyugado, les suplica: ¡basta!;

ustedes que al tocarse se hacen más plenos,

abundantes como los años de fecundidad;

ustedes que a veces dejan de ser

para que el otro prevalezca, de nuevo

les pregunto por el secreto que somos... Ya sé,

en su contacto hay beatitud porque la caricia retiene,

porque persiste el lugar que la ternura envuelve,

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porque sienten la pura duración. Así el abrazo les parece

promesa de eternidad. Y, sin embargo, cuando

ya se han repuesto del sobresalto del encuentro

y de la nostalgia junto a la ventana

y de ese primer paseo juntos a través del jardín,

enamorados... ¿lo están todavía? Cuando abrazados,

uno en el otro beben, sorbo a sorbo,

¡con qué extraña prisa se evade luego del acto el bebedor!

¿No han notado con asombro

sobre las estelas áticas la prudencia del gesto humano?

¿Sobre la espalda no estaban posados el amor y el adiós,

ligeros, como hechos de una distinta materia?

Recuerden el reposo de sus manos ingrávidas

pese a que en los torsos el vigor perdura. Dueños

de sí mismos, parecen decir: Hasta aquí... Lo nuestro

es rozarnos. Con más fuerza nos oprimen los dioses.

Pero eso es asunto que sólo a los dioses concierne.

Quizá nosotros también hallemos duradera

una pura parcela de sustancia humana, una franja

de tierra fecunda que sea nuestra

entre el río y la roca. Pues el propio corazón,

como ellos, incesante nos trasciende. Y nuestra mirada

no puede seguirlo ni en las imágenes que lo aplacan

ni en los divinos cuerpos

donde más grande

se calma.

TERCER ELEGÍA

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Una cosa es cantar a la amante Y otra

al dios -río, culpable y oculto, de la sangre.

El joven a quien ella ama y reconoce de lejos, ¿qué sabe

del Maestro de la Alegría que, a menudo, en su soledad,

antes de ser por ella aplacado, Y aun como si ella no existiera,

chorreando lo incognoscible, levantaba su cabeza de dios,

conjurando la noche a un tumulto infinito?

Oh el Neptuno de la sangre, oh su terrible tridente,

el soplo oscuro de su pecho que brota como el rumor de un caracol.

Escucha cómo la noche se artesona y se ahueca. Oh estrellas,

¿de ustedes no procede el deseo que mueve al amante

hacia el rostro de la amada? ¿No proviene acaso de los astros

la profunda mirada que él hunde en la pureza de sus ojos?

No eres tú, ni su madre, quienes han tendido en la espera

el arco de sus cejas. No es por ti, joven sensitiva, que sus labios

se curvan en un gesto más fecundo.

¿En verdad crees que tu fugaz presencia

lo estremece, tú que pasas como la brisa de la mañana?

Cierto es que has sobresaltado su corazón; pero terrores

más antiguos se precipitan sobre él al impulso de ese choque.

Aunque lo llames, nunca de su oscuro círculo

lograrás arrancarlo. Cierto es que se evade; aligerado se habitúa

al secreto de tu corazón, en el que se renueva y se inicia.

Sin embargo, ¿se comienza alguna vez?

Madre, fuiste tú quien lo hizo pequeño; tú, quien lo ha formado;

por ti fue un nuevo ser y ante sus ojos recién abiertos

inclinaste el mundo aliado y alejaste el adverso.

¿Dónde están los años en que tu forma esbelta

cerraba paso al caos? Muchas cosas le ocultaste así: a la inquietud

en el cuarto nocturno, la hiciste inofensiva; tu corazón, refugio

sin fin, infundió un espacio más humano al espacio de su noche.

No fue en la oscuridad sino en tu ser más próximo

donde colocaste el velador como una luz de amistad.

No hubo un solo crujido que tu sonrisa no explicara,

como si de antemano supieras cuándo crujirían

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las tablas del piso. Y escuchándote,

él devenía sereno. Y esa fuerza en ti

surgía de tu ternura. Tras el ropero, embozado,

el destino del niño acechaba, y en los pliegues

de la cortina el futuro incierto.

Y él mismo, mientras yacía, con los párpados somnolientos,

bajo el consuelo de tu forma ligera, fundía esa dulzura

con el sabor del sueño inminente; parecía hecho

para el amparo ¿Pero quién detenía en sus adentros

el oleaje del origen? Ah, nada protegía al durmiente;

presa de la fiebre, se entregaba al sueño.

El nuevo ser se ataba a las lianas invasoras

de su interno acontecer, enredadas para moldearlo,

sofocarlo en su crecimiento y perseguirlo

con huidizas figuraciones de animales. ¡Cómo

se abandonaba! Amaba ese caos, la íntima selva ancestral

en que se erguía, como ruinas del origen,

el verde claro de su corazón.

Amaba... Pero luego se abandonó, siguió sus raíces

hasta el poder primigenio, hasta sobrepujar

su pequeño nacimiento. Y amando descendió en la sangre

remota, en el abismo en que, huérfano, latía el miedo.

Cada temor lo conocía, le hacía señas de acuerdo.

Hasta el horror sonreía... Rara vez

sonreíste con tanta ternura, madre. ¿Cómo no amar

esa sonrisa? Antes que a ti, él amaba ese horror; porque,

madre, cuando preñada lo gestabas, ya se diluía

en el agua que al germen viviente hace ligero.

Mira: no amamos como las flores de una sola estación.

Cuando amamos, sube por nuestros brazos

la savia inmemorial. Oh joven mujer, en nosotros amamos,

no al ser que vendrá, sino a la innumerable

fermentación; no a un niño entre todos,

sino a los padres, escombros de montañas, que reposan

en nuestras profundidades; el cauce desecado

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de las antiguas madres; el silencio del paisaje

bajo un sino nublado o puro; esto, joven mujer,

te precede. Y tú misma, ¿qué sabes? En el amante

haces surgir el tiempo atávico. ¿Qué sentimientos

de seres ya desaparecidos se abren paso?

¿Qué mujeres te odian allí? ¿Qué hombres sombríos

despiertas en las venas de tu joven amigo?

Niños muertos quieren acercársete.

Oh suavemente confórtalo

con alguna simple tarea cotidiana.

Condúcelo al jardín, dale el supremo

dominio de la noche. No lo dejes partir.

CUARTA ELEGÍA

Oh árboles de la vida,

¿cuándo será el invierno?

Los hombres nunca vamos al unísono

como las aves migratorias.

Tarde o temprano, de súbito

nos imponemos a los vientos,

para luego caer en la indiferencia de un estanque.

En nuestra conciencia conviven

el florecer y el marchitarse.

Y hay leones todavía

que toda suerte de impotencia ignoran

mientras en ellos perdura el esplendor.

Pero nosotros, al sopesar lo uno de algo,

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sentimos ya el despliegue de lo otro.

Lo que es hostil está más próximo

que lo demás. A cada instante,

los amantes chocan en sus límites,

el uno contra el otro; ellos, que se habían prometido

pertenencia, fuerza y espacio.

Así como para hacer evidente

lo fugaz de una imagen,

se nos prepara un fondo de contraste,

se nos ofrece precisa claridad.

Pero no conocemos el contorno

de nuestra sensación; sólo la forma

que lo hace presente.

¿Quién no estuvo nunca con angustia

sentado ante el telón del propio corazón?

Aquél se descorrió, develando el decorado

para una despedida.

Fácil fue comprender. El jardín

conocido y la apacible

oscilación. Y en primer plano aparece

el bailarín. No es él. Con eso basta. Y aunque actúe

con sueltos ademanes, lleva disfraz;

es un burgués que entra a su casa por la cocina.

No quiero esas máscaras a medias. Prefiero

las muñecas; por lo menos están llenas.

Voy a soportar al títere con su alambre

y su apariencia de rostro.

Aquí. Estoy delante. Y aunque las lámparas

al final se apaguen, aunque se me diga: «No hay

nada más», aunque desde el escenario

llegue el vacío del recinto con su ráfaga

de aire gris, y aunque ninguno

de mis antepasados silenciosos me acompañe,

ninguna mujer, ni siquiera el muchacho

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cuyos ojos pardos se hacen turbios...

con todo he de quedarme. Siempre hay algo

para ver.

¿Acaso no tengo razón? Padre mío, que por mí

conociste la amargura, al probar la mía;

que, mientras crecía, bebiste una y otra vez

las primeras y ya borrosas infusiones de mi misión,

y preocupado por el resabio de un sino

tan extraño, pusiste a prueba mi mirada

aún velada; que, a pesar de muerto,

te amedrenta la esperanza en mí,

y que por mi destino abandonas la calma

de los muertos, el reino de la serenidad,

¿no me darás la razón? ¿No tengo razón?

Tú me amabas por el pequeño avance

de amor que te brindaba, aunque siempre

volvía a apartarme, porque ese espacio

en tu rostro, al que amaba, se hacía el Espacio

donde tú dejabas de ser. Me he de quedar

frente al teatro de títeres, convertido de lleno

en esta mirada, para que aparezca un ángel

que al transformarse en actor restablezca

el equilibrio en la escena de juguete.

Angel y muñeco: por fin hay espectáculo.

Entonces se reconcilia lo que por estar en el mundo

no cesamos de desunir. Sólo entonces

de nuestras estaciones nace el ciclo

de la total transformación. Por encima

nuestro juega el ángel. Los moribundos

sospechan el pretexto en todo

cuanto aquí realizamos. Nada es apenas en sí.

Oh las horas abiertas de la infancia,

cuando detrás de las figuras había algo más

que pasado y no cernía el futuro

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porvenir. Crecíamos urgidos, es cierto, por ser

grandes, en parte por amor hacia aquellos

que lo eran y ya no podían sino serlo.

En el camino solitario, sin embargo,

nos henchía el gozo de lo que dura

y en ese intervalo entre el mundo y el juguete

permanecíamos, en un lugar que fue desde el comienzo

para un suceso puro concertado.

¿Quién mostrará a un niño tal cual es? ¿Quién

lo situará en la constelación y dará la medida

de la distancia en su mano? ¿Quién dará

la muerte al niño con ese pan gris

que se endurece, o le dejará en la boca

redonda algo como el centro

de una hermosa fruta?... Fácil es develar

el designio de los asesinos. Pero eso: contener

la muerte, la entera muerte, desde antes

que la vida comience con tanta dulzura

a contenerla, y no ser malo, eso

es inefable.

QUINTA ELEGÍA

Dedicada a la Sra. Hertha König

¿Quiénes son, dime, los errantes, aún más fugitivos

que nosotros? ¿Quiénes aquellos que retuerce

como a ropa, de improviso -para qué, por amor de quién -,

una voluntad nunca colmada? De un modo extraño los exprime,

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los pliega, los envuelve y los iza,

y los arroja y los recoge; desde un aire oleoso,

cada vez más resbaladizo, caen

sobre el tapiz raído por los continuos saltos,

alfombra perdida en el universo, tendida

como un emplasto, como si el cielo de extramuros

hiriese allí a la tierra.

Y en cuanto caen,

ya están de pie, exhibiendo la mayúscula

inicial de estar erguidos... Pero la garra incansable

que retorna, los hace rodar otra vez en su juego.

aun a los más fuertes, como en la mesa Augusto,

el acróbata, hacía con los platos de estaño.

Ah, y alrededor de este centro,

la rosa de la contemplación

florece y se deshoja.

Y está el pistilo que al contacto

de su propio polen, sin saberlo

es fecundado y se convierte

de nuevo en vano fruto del hastío,

y el brillo de su tenue superficie

aparenta una sonrisa.

Y el luchador marchito,

el viejo atleta que no deja de golpear el tambor

encogido bajo la resistencia de su piel

que antes hubiese contenido a dos hombres,

de los cuales uno reposa ya en camposanto

mientras el otro sobrevive

pero sordo y a veces un poco perdido

en la piel viuda.

Pero el joven se diría hijo de una cerviz

poderosa y de una monja, con tenso vigor

rebosa de músculos e inocencia.

Oh ustedes a quienes un sufrimiento, aun pequeño,

les llega como un juguete durante una de aquellas

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largas convalecencias...

Tú, que aún inmaduro,

en una de esas caídas que sólo los frutos conocen,

te desprendes cien veces cada día desde el árbol del movimiento

erigido en común -árbol más rápido que el agua, en pocos

minutos primavera, verano y otoño -, te desprendes

y das contra la tumba: a veces, en breve pausa, un rostro

de amor en ti quiere nacer, vuelto hacia tu madre y su rara

ternura; pero en tu cuerpo se absorbe

aquel tímido esbozo.

Y con renovado impulso

golpea el hombre sus manos,

y antes de hacerse claro un dolor

cerca del agitado corazón, la quemadura de tus plantas

se anticipa al salto que la causa

y en tus ojos alguna lágrima se precipita.

Pero de inmediato, a ciegas,

la sonrisa...

Oh ángel, recíbela. Corta la hierba saludable con flores diminutas.

Procura un vaso para conservarla. Colócala entre aquellas alegrías

que aún no nos fueron reveladas, y en la graciosa urna

celébrala con esta florida y entusiasta inscripción:

Subrisio saltat. 2

Luego tú, la encantadora,

rebasada en mudo salto

por las más seductoras alegrías. Acaso

son las franjas felices de tu vestido;

sobre tus pechos jóvenes y plenos

acaso se siente acariciada la seda verde

con metálicos reflejos, infinitamente satisfecha.

Tú, diferente siempre sobre todas las balanzas

del oscilante equilibrio, fruta impasible en el mercado,

ofrecida en hombros al público.

¿Dónde, oh dónde está el lugar -yo lo llevo

en el corazón - en que ellos están lejos de poder

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desasirse como animales que se cubren sin estar

bien apareados, donde las pesas son pesantes todavía,

donde los platos aún vacilan y ruedan

cuando caen de sus bastones que en vano

siguen girando?

Y de pronto, en este penoso no estar en parte alguna, de pronto

aparece el lugar sin nombre, donde la pura insuficiencia

de manera inconcebible se transforma y se convierte

en este abundante vacío.

Donde la suma de numerosas columnas

sin cifra se cierra.

Plazas, oh la plaza de París, espectáculo infinito,

donde la modista, Madame Lamort, hilvana

2 "La sonrisa (del que) baila", o "la sonrisa (del que) salta". ( N. del E. )

los caminos sin descanso de la tierra, cintas sin fin,

y los trenza inventando lazos, plisados, flores, escarapelas, frutas

de colorido inverosímil, para los comunes

sombreros de invierno del destino.

Ángel: si acaso hubiera una plaza que no hemos visto, y allí,

sobre un tapiz inefable exhibiesen los amantes

eso que nunca aquí pudieron: las figuras

temerarias y elevadas de frenesí del corazón,

sus torres de placer, sus escaleras suspendidas

eternamente del vacío, temblando... Y en esa plaza,

ellos podrían realizarlo, rodeados de espectadores silenciosos,

muertos innúmeros: ¿arrojarían entonces sus últimas monedas,

atesoradas desde siempre y siempre ocultas, esas monedas

de la perpetua dicha, ante, la pareja que al fin sonríe

sobre el tapiz, con su sonrisa

verdadera?

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SEXTA ELEGÍA

Higuera, hace tiempo me asombra

cómo casi te sustraes a la floración

y cómo en el fruto, a punto cumplido,

sin alarde, infundes tu secreto puro.

Como el surtidor de la fuente, tu ramaje

se curva hacia los lados y arriba la savia

que salta fuera del sueño, apenas despierta,

con la dicha de su obra más dulce.

Como en otro tiempo el dios

penetrando el cisne.

Pero a nosotros,

los rezagados, sólo nos empeña florecer,

y entramos a destiempo en el tardo interior

de nuestro fruto terminal.

En pocos la prisa de obrar es tan fuerte

como para arder y desbordar sus corazones,

cuando la seducción del florecimiento,

dulce brisa nocturna, aflora

desde la juventud de sus labios y párpados;

acaso héroes y elegidos

del prematuro tránsito, a quienes la muerte

en su huerto imprime otra curva a sus venas.

Ellos se lanzan, traspasan su propia sonrisa,

como los aurigas de esas tiernas estatuillas

en hueco de Karnak preceden al rey que vence.

Es curioso el parecido de los muertos jóvenes

con el héroe, a quien perdurar no importa.

Su ascensión lo hace existir; sin cesar

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se alza y lanza en medio del incesante peligro

que acecha tras lo que cambia.

Ah, pocos lo alcanzarán. Sin embargo el destino

que impone grave silencio, de pronto cobra

entusiasmo y lo arrebata cantando

entre la tempestad sonora de su mundo,

que lo arrastra. No escucho a nadie

sino a él. De pronto me atraviesa el torrente

de viento de su canto en sombras.

Cómo quisiera sustraerme a la nostalgia

de no ser más que un niño, un niño

con una vida por delante que se sienta,

mecido por los brazos del futuro, a leer la historia

de Sansón engendrado por su madre antes estéril.

¿No era ya el héroe en ti, madre? ¿Desde el seno

no eligió el niño su imperiosa suerte?

Miles de seres se gestaban en tu seno y todos

querían ser él. Pero mira: él tomó y rehusó, escogió

y fue dotado de poder. Y entonces quebró las columnas

para salir del mundo de tu vientre y penetrar un mundo

más estrecho donde no cesa de decidir.

Oh las madres de los héroes.

Oh fuentes de los ríos y su ímpetu.

Abismos profundos donde se precipitan,

desde la alta orilla de los corazones,

futuras víctimas del hijo, las doncellas.

Pues el héroe en su arrojo atraviesa

las estaciones del amor; cada una lo eleva más alto,

cada corazón para él palpita. Y sin embargo,

cuando cesan las sonrisas,

él se aparta y se hace otro.

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SÉPTIMA ELEGÍA

No más súplica, no; que una voz nacida en ti

sea el alma de tu grito. Tú gritabas, en otro tiempo,

con la pureza del pájaro cuando la estación lo exalta,

casi olvidando que es un frágil animal y un corazón

que solitario se arroja al firmamento sereno,

al cielo íntimo. Como él, pedirías que la amiga

aún invisible, te reconociera, silenciosa, y al despertar

lentamente a una respuesta al oírte se enardece,

amiga sensible a la osadía en lo que sientes.

Oh, también la primavera, gozosa, entendería:

no hay allí ningún lugar

que no suene a Anunciación. Primero, ese leve

despertar del sonido que interroga, envuelto

en el silencio que afirma la pureza del día.

Luego, peldaños arriba, gradas de clamor

para elevarse hacia el templo ensoñado

del futuro. Enseguida los trinos, un surtidor

que en la promesa del juego anticipa la caída.

Y ante sí, el estío...

No apenas las mañanas, todas las mañanas del verano

y cómo se toman el día y desde el inicio resplandecen.

No apenas los días tiernos de flores

bajo los árboles de forma acabada y pujante.

No apenas el fervor y el despliegue de estas fuerzas,

los caminos y los prados del crepúsculo;

no apenas la claridad que respira tras la tormenta;

no apenas la inminencia del presentimiento y el sueño

en la tarde, sino las noches... ¡las altas noches de estío!

Las estrellas, las estrellas de la tierra, ¿cómo olvidarlas?

¡Oh, estar muerto un día y reconocerlas infinitas!

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Entonces llamaría a la amada. Pero ella no acudiría sola.

De las tumbas inseguras saldrían otras muchachas.

¿Cómo, en el envío, limitar mi llamado?

Todavía las sepultas imploran regresar a la tierra.

Niños, lo aquí logrado mucho vale.

No crean que el destino sea más que aquello

que la infancia condensa. ¡Cuántas veces al amante

aventajaron, respirando, tras un correr venturoso

sin más meta que el aire libre! El esplendor

es estar aquí. Ustedes lo saben, muchachas

de apariencia desposeída, oprimidas, en los callejones

de la ciudad, heridas y expuestas a la caída.

Pero nunca faltó esa hora precisa, o quizá menos,

apenas mensurable con la medida del tiempo,

tendida entre dos instantes de existencia.

Todo. Las venas preñadas de existencia.

Y no obstante no olvidemos que el vecino ríe

sin confirmamos ni en la envidia. A la vista

queremos revelarlo, porque a la dicha

visible se accede

cuando se da a conocer al corazón.

No habrá mundo, amada, si no es en nosotros.

Nuestra vida transcurre para la transformación.

Y, cada vez más exiguo, desaparece lo exterior.

Donde antes hubo un hogar se nos ofrecen

construcciones ilusorias, atravesadas

por el pensamiento, como si sólo se erigiesen

en el cerebro.

El e spíritu de la época,

falto de forma como el ímpetu que se extiende

a todas las cosas, forja un vasto depósito

de fuerza. No reconoce los templos. Esta abundancia

del corazón la atesoramos en lo íntimo. Sí, adonde

subsisten las cosas veneradas de otro tiempo,

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se recogen tal cual son en lo Invisible.

Muchos ya no se percatan ni conservan el don

de poder reconstruirlas, pilares y estatuas, en su interior.

Cada imperceptible vuelta del mundo cuenta

con estos desheredados, a quienes no

concierne lo que fue

pero tampoco lo que será.

Porque lo más próximo está lejos para los hombres.

Que esto no nos perturbe; que más bien fortalezca en nosotros

el cuidado de la forma todavía conocida,

antes erigida en la encrucijada, en lo incierto,

como dotada de vida, capaz de doblegar las estrellas

del cielo seguro.

Ángel, a ti la revelo todavía,

ante tu mirada, para que te yergas al fin.

Columnas, pilares, esfinges, bóveda en la elevación

de la catedral que emerge gris de la urbe que decae

o la ciudad extranjera. ¿No son acaso un milagro?

Oh maravíllate, Ángel, pues nosotros somos eso.

Gran Ángel, fuimos capaces de tales cosas: proclárnalo,

porque mi solo aliento seria poco para celebrarlo.

Pese a todo no nos han faltado los espacios,

grandes dispensadores, los espacios que son nuestros.

(Qué vastos deben ser estos espacios

si sentimientos de milenios no los colman.)

Pero una de las torres era grande, ¿verdad? Oh, Ángel

¿Era tan alta aún estando a tu lado? Chartres era grande,

pero más alto y más lejos llegaba la música.

Y una amante, solitaria en la ventana nocturna...

¿no alcanzaba tus rodillas?

No creas que elevo una súplica, Ángel,

y aunque así fuese no vendrías: mi invocación

está llena de rechazo. Contra una corriente tan fuerte

tú no puedes avanzar. Semejante a un brazo tendido

es mi llamado. Y hacia arriba la mano se abre para asir

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y así permanece ante ti, en señal de repulsa

y de advertencia, de par en par...

¡Oh Inasible!

OCTAVA ELEGÍA

Con todos sus ojos la criatura

ve lo abierto. Sólo nuestros ojos

están como al revés y alrededor,

trampas al acecho de la salida.

Lo que está fuera nos alcanza

sólo a través del animal; al niño

de tierna edad lo apartamos

para obligarlo a mirar atrás,

al mundo de la forma, no a lo abierto

que la faz del animal tan hondo

trasluce, libre de la muerte.

Nuestra mirada sólo a ella ve.

El animal, libre, tiene siempre

su ocaso tras de sí, y delante

a Dios; cuando camina, penetra

en la eternidad como en la fuente.

Pero nosotros, ni siquiera un día,

tenemos por delante el espacio puro

donde la flor al infinito se abre.

En tomo subsiste el mundo

y nunca aquello que nada limita,

lo puro, sin retención, que se respira

y se sabe infinito y no se ansía.

A veces alguien, un niño, se extravía

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en su seno, estremecido, hasta que es arrancado.

Otro perece, y es. Porque cerca de la muerte,

ésta ya no se ve, y los ojos quedan fijos

en la lejanía, con la visión profunda del animal.

Cerca están los amantes, asombrados,

pero entre sí se atajan las miradas.

Como al descuido se les revela

lo que está detrás, pero ninguno

logra avanzar hacia el otro y al instante

otra vez se configura el mundo para ambos.

Vueltos siempre hacia la creación,

de ella no vemos más que el reflejo

de lo libre, oscurecido

por nosotros. O acontece que un animal,

criatura muda, levanta la cabeza y en calma

nos atraviesa con la mirada.

¿Qué es el destino sino lo que siempre está delante

y nada más que delante?

Si el manso animal que se acerca fuese consciente

como el humano, nos arrastraría a seguir

su paso. Pero su ser es para él

infinito, sin borde ni juicio

sobre su estado, puro como su mirada.

Y donde no vemos más que futuro,

él lo ve todo y en todo él se ve

y está a salvo para siempre.

Sin embargo sobre el animal cálido y alerta

gravita la inquietud de una gran melancolía.

Porque también padece del apego

a eso que al humano subyuga: el recuerdo

-como si aquello a lo que tendemos

con insistencia ya hubiese estado,

alguna vez, más próximo y leal, y el enlace

fuese dulzura infinita.

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Aquí todo es distancia. Allá, todo era

respiración. Después del primer hogar,

el segundo aparece híbrido, azotado

por los vientos.

Oh felicidad incomparable de la pequeña criatura

que en el seno que lo gestara permanece.

Oh la dicha del mosquito

que interiormente salta todavía

hasta en sus bodas: todo es seno materno.

Y la seguridad un tanto incierta del pájaro

que por su origen participa de lo ambiguo,

como si fuese el alma de un etrusco

al salir del muerto a quien el espacio recibe,

pero con la figura inmóvil como efigie.

Qué turbación la de quien debe volar

y procede de un regazo. Surca los aires

como si se agrietara una taza. Así la huella

grietara una t del murciélago raya la porcelana de la tarde.

Y nosotros, espectadores, dondequiera

y en todo tiempo vueltos hacia todo

pero sin mirar la lejanía.

Las cosas nos abruman. Las ordenamos

y caen. Otra vez las ordenamos

y entonces también

nos despeñamos.

¿Quién nos ha hecho girar así, de modo

que hagamos lo que hagamos, siempre

quedamos en actitud de partir?

Como aquel que desde la última colina

contempla el valle por entero,

y una vez más se vuelve, se detiene,

se demora,

así vivimos: en despedida.

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NOVENA ELEGÍA

¿Por qué vivir como hombre

cuando se puede pasar la breve jornada como laurel,

un poco más oscuro que los otros verdes,

con pequeñas vetas, sonrisas de aire, en el reborde

de sus hojas: por qué vivir ahora como hombre,

y, aspirando al destino, eludirlo?

Oh, no porque la felicidad sea

anticipo de una pérdida inminente.

No por curiosidad, ni por ejercicio del corazón,

que estaría también en el laurel...

Sino porque estar aquí mucho vale,

y pareciera que las cosas, las efímeras cosas,

nos necesitan de manera extraña.

A nosotros, los más fugitivos.

Una vez cada cosa. Una vez y nada más.

Pero este haber sido terrestre una sola vez

parece irrevocable.

Y así nos afanamos en el apremio de cumplirlo,

y contenerlo en nuestras simples manos,

la mirada plena y el corazón sin voz.

Queremos llegar a serlo. ¿A quién entregarlo?

Retenerlo siempre. Ah, a ese otro reino ¿quién se transporta?

No el arte de la visión que lento se aprende,

ni el inmediato acontecer. No: el dolor.

Y, ante todo, lo que pesa

en la larga experiencia del amor. Lo indecible.

Pero luego, bajo las estrellas, ¿qué hacer?

Ellas, que son más inefables...

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Ni un puñado de tierra, para todos indecible, trae al valle

el viajero que desciende la montaña; sólo trae una palabra,

ganada, purísima; genciana amarilla y azul.

¿Estamos acaso aquí para decir: casa,

puente, fuente, puerta, cántaro, frutal, ventana?

¿O a lo sumo: columna, torre?

Pero, para decir, es preciso comprender.

¿O para decir lo que las cosas nunca creyeron

ser en su intimidad?

¿No es la callada astucia de la tierra

lo que apremia a los amantes

a fundir sus sentimientos en el encanto?

Umbral: ¿qué importa a los amantes

el ligero desgaste del umbral antiguo de la casa,

después de los que precedieron

y antes de los que vendrán?

Éste es el tiempo de las cosas decibles. Ésta es su patria.

Habla y pronuncia. Más que nunca

se extinguen las cosas vividas,

pues aquello que las expulsa y reemplaza

es un obrar sin alma.

Un obrar bajo cáscaras que estallan

tan pronto como la acción se disipa y salva el límite.

Y sin embargo, entre los martillos,

como la lengua entre los dientes,

nuestro corazón celebra.

El mundo alaba al ángel, no a lo inefable;

ante él no puedes ostentar

el esplendor de tu experiencia.

En el universo que él siente, más sensible,

tú eres apenas un novicio.

Por eso muéstrale la cosa simple que,

formada por las generaciones,

vive en nuestra mirada y nuestra mano.

Nómbrale las cosas. Se asombrará.

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Más de lo que tú te maravillaste en casa del cordelero de Roma,

O ante el alfarero del Nilo.

Muéstrale cuán inocente y propia una cosa puede ser,

cómo el dolor en lamento se resuelve bajo figura

y sirve como cosa, o como cosa muere y escapa,

con alegría, del violín. Y estas cosas cuya vida

declina, comprenden que tú las celebras. Perecederas

nos prestan, a nosotros, los más perecederos, el poder

de salvamos. Ellas desean que en nuestro recóndito

corazón las transformemos, en nosotros mismos

-¡oh infinidad! - sea cual fuere, en fin, nuestro sino.

Tierra, ¿no es renacer en nosotros invisible

lo que quieres? ¿No es tu sueño

ser invisible de una vez? ¡Tierra! ¡Invisible!

¿Qué sino una transformación

es tu imperioso designio?

Tierra, amada mía, yo lo quiero. Oh créeme,

no harán falta muchas primaveras

para conquistarme: una sola es ya bastante

para la sangre.

Yo, sin nombre, llego a ti,

acudo a tu seno desde lejos.

Siempre tienes razón, y tu santa

inspiración es confianza en la muerte.

Mira: vivo. ¿De qué? Ni la infancia

ni el futuro menguan...

Brota una existencia abundante

en mi corazón.

DÉCIMA ELEGÍA

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Ojalá algún día, libre ya de la terrible visión que me acosa,

se eleve mi canto de júbilo y alabanza hasta los ángeles propicios.

Ojalá ninguno de los martillos que tañen mi corazón

dé una nota falsa en las cuerdas tensas, vacilantes o flojas.

Ojalá mi rostro bañado en lágrimas me torne radiante.

Ojalá esta simple lágrima florezca.

Oh noches de pesar, cuánto más queridas para mí.

¿Por qué no me habré arrodillado, inconsolables hermanas,

para recibirlas? ¿Por qué, en sus cabelleras disueltas,

no me entregue a mi propio abandono?

Nosotros derrochamos el dolor.

Ah, cómo de la triste duración oteamos el término.

Pero ellos son en verdad nuestra durable

fronda invernal, nuestra oscura vincapervinca, una de las estaciones

del año secreto -no apenas estación, sino lugar,

residencia, campamento, suelo, morada.

Qué extraños callejones en la Ciudad del Dolor

donde, en un falso silencio, hecho de estrépito,

con violencia alardea el oropel del ruido

y se jacta, vertido del molde del vacío.

Oh cómo un ángel, sin dejar rastros, holla

el mercado del consuelo junto a la iglesia

recién levantada, pulcra y cerrada, sola

como una oficina de correos en domingo.

Afuera se erizan los bordes de la feria.

¡Columpios de la libertad!

¡Juglares y prestidigitadores del afán!

Y el tiro al blanco con figuras de fatua alegría,

donde todo se sacude, con ruido a lata,

cuando un diestro tirador les acierta.

Entre el aplauso y el azar se aleja tambaleante;

las tiendas exhiben todas las curiosidades,

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entre pregones y golpes de tambor.

Para los adultos sin embargo hay todavía

algo más: el espectáculo del dinero

en su multiplicación casi anatómica,

no como mero esparcimiento, el órgano

sexual del dinero; todo, el conjunto,

el acto, instruye y toma fecundo...

Ah, pero pronto, en las afueras,

tras la última valla cubierta con los carteles

que anuncian «Sin muerte», esa cerveza amarga

que los bebedores encuentran dulce

cuando renuevan su pasatiempo sin descanso...

En cuanto se traspone la valla, está lo real.

Los niños juegan, se estrechan los amantes

y los perros cumplen el instinto.

El muchacho va más lejos todavía. Quizá

se enamoró de una joven Lamentación.

La sigue hasta la pradera. Ella le dice:

«Lejos. Nosotros vivimos allá ... »

¿Dónde? Y el joven

la sigue. Su porte lo conmueve. Los hombros, el cuello...

¿acaso procede de ilustre linaje? Pero la abandona,

se vuelve, hace una seña... ¿Para qué? Es una Lamentación.

Tan sólo los muertos jóvenes, en el primer estado

de indiferencia intemporal, en su tranquilo desapego,

la siguen por amor. A las muchachas, ella las aguarda

y capta su amistad. Dulcemente les enseña

lo que lleva sobre sí. Perlas del dolor y el velo

sutil de la paciencia.

Con los jóvenes, ella marcha en silencio.

Pero allá, en el valle donde ellas habitan, una

(Lamentación de las más ancianas

responde al joven que pregunta: «Nosotras

fuimos una raza ilustre. Nuestros padres

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explotaban una cantera al pie de la gran montaña.

Entre los hombres podrás hallar un fragmento

tallado del dolor ancestral, o, brotada de un antiguo volcán,

la lava pétrea de la ira. Sí, de ahí provienen. Antaño

fuimos ricas.» Y ligera lo conduce

a través del vasto paisaje de las Lamentaciones,

le muestra las columnas de los templos o las ruinas

de esa fortaleza donde sus príncipes gobernaban

en su día con prudencia. Le muestra los altos árboles

de lágrimas, los campos de melancolía en flor

-los vivientes no conocen sino apacible follaje -

y los animales de duelo, paciendo. Y a veces

un pájaro se azora y pasa al ras el campo de sus ojos,

traza la imagen de su grito solitario en el espacio.

Al atardecer lo conduce al sepulcro de los antepasados,

descendientes de sibilas y augures.

Cuando llega la noche, van con paso más suave,

y pronto yergue, lunar, el túmulo que sobre todo vela,

hermano de aquel del Nilo, la sublime Esfinge: rostro

de la cámara que guarda silencio.

Y contemplan con asombro la regia cabeza muda

que para siempre ha puesto la faz de los hombres

en la balanza de las estrellas.

Inasible para él, la muerte todavía reciente

llena de vértigo sus ojos. Pero ella, mirando

por detrás del borde de la mitra, espanta

a la lechuza, que se desliza con roce lento

a lo largo de la mejilla de madura redondez,

grabando en el nuevo oído del difunto,

como sobre las páginas de un libro abierto,

el inefable contorno.

Y más allá las estrellas. Nuevas. Las estrellas

del país del dolor.

La Lamentación las nombra lentamente: «Aquí:

El caballero, y esa otra: El cayado. La constelación

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más copiosa se llama Corona de frutos. Más lejos,

hacia el polo, La cuna, El camino, La muñeca,

El libro que arde, La ventana.

Pero en el cielo del sur, pura como en la palma

de una mano bendita, la clara y resplandeciente M,

signo de las madres ... ».

Pero el difunto debe proseguir. Y en silencio,

la más anciana Lamentación lo conduce

a la garganta del valle donde brilla,

a la luz de la luna, la fuente de la dicha.

Con respeto ella la nombra y dice: «Para los hombres

es un río que lleva».

Llegan al pie de la montaña

y ella, llorando, lo abraza.

Solitario, el difunto se hunde en la montaña

del dolor primordial.

Ni una sola vez su paso repercute

en su insonoro destino.

Pero si los infinitamente muertos

suscitaran en nosotros un símbolo,

quizá nos mostrarían los amentos que cuelgan

del avellano desnudo, o acaso la lluvia

que en primavera cae sobre la tierra oscura.

Y a nosotros, que vislumbramos una felicidad

que asciende, nos embarga esa emoción

que casi desconcierta

cuando algo dichoso cae.