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La Siguanaba Noche de perros —así la definió mi acompañante— fue la noche en que hallamos, con las manos férreamente sujetas a una mata de escubilla, a Chon Zelada, botado en la quebrada de Orotapa. Las fuertes y pertinaces lluvias de octubre caían en tal forma sobre nosotros, que ni siquiera respetaban nuestros ponchos de hule, llegando hasta colarnos los huesos. —Lo mejor será, patrón —insinuó mi acompañante, al ver a Chon en tan triste estado— que lo levantemos y que nos lo llevemos pa'la hacienda… —Eso mesmo pienso yo, vos Lupe, hagámoslo. Ayúdame a levantarlo, querés… —Güeno … "...se aparece a los hombres que tienen malas intenciones con sus novias en los caminos por donde aquéllos transitan, tomando la figura de éstas. Cuando ya los tiene seguros, se los lleva por esos caminos de Dios, en uno de los cuales los deja perdidos. Es tal la desesperación de los hombres por hallar la salida, que muchos se vuelven locos". Entre los dos levantamos a su pesado cuerpo sin sentido, que quién sabe cuánto rato llevaba de estar allí en esa posición. Lo subimos sobre su yegua, que fiel no lo había abandonado ni un momento. Lo atamos sobre la montura con el pial. Y emprendimos, seguidos por la bestia que llevaba encima el cuerpo sin sentido de su dueño, la caminata de siete leguas largas que teníamos que recorrer para llegar a la hacienda. Durante la trágica travesía, solamente nos hicieron compañía, el ruido de los gruesos goterones de lluvia, las pisadas de las bestias sobre el enfangado camino, y los tapacaminos que haciendo cabriolas frente a los caballos los hacían ponerse pajareros. ¡Oh, soledad sobrecogedora de las noches de lluvia, en las que los hombres nos sentimos solos, infinitamente solos… Al pasar frente a la cruz de palo encalado, colocada a la vera del camino para recordar que allí le aplicaron la "Ley fuga" al Chema López, famoso revolucionario de la época de los "lucios", Lupe salió de su mutismo, y me sacó del mío, diciéndome: — ¡A mí se me'afigura, patrón, que en este lío de la cáida del Chon anda de por medio La Siguanaba! ¡ A mí se me imagina qu'es ansina…! No ve que la finada Chepa, mi mairina, que Dios tenga en su santa gloria, nos contaba que si'aparecía en esos lugares en la forma de la tráida d'iuno pa' después llevárselo a caminos en que lo deja a uno perdido… — ¡Qué Siguanaba ni que nada, vos Lupe! El Chon se cayó de puro bolo que ha de haber venido. ¿No le sentiste, pues, el tufo a guaro que despedía...? Y nos volvimos a quedar silenciosos. Muy entrada la noche, tan entrada que en la casa todo el mundo dormía, llegamos a la hacienda. Y ansina como se le figuraba al Lupe, pasaron las cosas. El mesmo Chon, al volverle al día siguiente el "alma al cuerpo", nos hizo el relato de todo lo que le había pasado.¡Por un puro milagro era que podía contar el cuento! Todo el día lo pasó chupando ricos y largos tragos de "olla de San Chomo" en el estanco "Aquí se olvidan las penas". La goma que le dejó el mucho guaro bebido en un velorio le obligó "a seguirla" en compañía de unos cuantos amigos. La goma es bien fregada y el flato que ella causa no se va si no es con más guaro. A las seis de la tarde se sintió como nuevo. Se despidió de los amigos. Se echó al cuerpo la última cuarta. Y se fue para la hacienda. —"No te vayas, vos Chon —

Leyendas de Guatemala

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Page 1: Leyendas de Guatemala

La Siguanaba Noche de perros —así la definió mi acompañante— fue la noche en que hallamos, con las manos férreamente sujetas a una mata de escubilla, a Chon Zelada, botado en la quebrada de Orotapa. Las fuertes y pertinaces lluvias de octubre caían en tal forma sobre nosotros, que ni siquiera respetaban nuestros ponchos de hule, llegando hasta colarnos los huesos.

—Lo mejor será, patrón —insinuó mi acompañante, al ver a Chon en tan triste estado— que lo levantemos y que nos lo llevemos pa'la hacienda… —Eso mesmo pienso yo, vos Lupe, hagámoslo. Ayúdame a levantarlo, querés… —Güeno …

"...se aparece a los hombres que tienen malas intenciones con sus novias en los caminos por donde aquéllos transitan, tomando la figura de éstas. Cuando ya los tiene seguros, se los lleva por esos caminos de Dios, en uno de los cuales los deja perdidos. Es tal la desesperación de los hombres por hallar la salida, que muchos se vuelven locos".

Entre los dos levantamos a su pesado cuerpo sin sentido, que quién sabe cuánto rato llevaba de estar allí en esa posición. Lo subimos sobre su yegua, que fiel no lo había abandonado ni un momento. Lo atamos sobre la montura con el pial. Y emprendimos, seguidos por la bestia que llevaba encima el cuerpo sin sentido de su dueño, la caminata de siete leguas largas que teníamos que recorrer para llegar a la hacienda.

Durante la trágica travesía, solamente nos hicieron compañía, el ruido de los gruesos goterones de lluvia, las pisadas de las bestias sobre el enfangado camino, y los tapacaminos que haciendo cabriolas frente a los caballos los hacían ponerse pajareros.

¡Oh, soledad sobrecogedora de las noches de lluvia, en las que los hombres nos sentimos solos, infinitamente solos…

Al pasar frente a la cruz de palo encalado, colocada a la vera del camino para recordar que allí le aplicaron la "Ley fuga" al Chema López, famoso revolucionario de la época de los "lucios", Lupe salió de su mutismo, y me sacó del mío, diciéndome: — ¡A mí se me'afigura, patrón, que en este lío de la cáida del Chon anda de por medio La Siguanaba!

¡ A mí se me imagina qu'es ansina…! No ve que la finada Chepa, mi mairina, que Dios tenga en su santa gloria, nos contaba que si'aparecía en esos lugares en la forma de la tráida d'iuno pa' después llevárselo a caminos en que lo deja a uno perdido…

— ¡Qué Siguanaba ni que nada, vos Lupe! El Chon se cayó de puro bolo que ha de haber venido. ¿No le sentiste, pues, el tufo a guaro que despedía...? Y nos volvimos a quedar silenciosos. Muy entrada la noche, tan entrada que en la casa todo el mundo dormía, llegamos a la hacienda. Y ansina como se le figuraba al Lupe, pasaron las cosas. El mesmo Chon, al volverle al día siguiente el "alma al cuerpo", nos hizo el relato de todo lo que le había pasado.¡Por un puro milagro era que podía contar el cuento! Todo el día lo pasó chupando ricos y largos tragos de "olla de San Chomo" en el estanco "Aquí se olvidan las penas". La goma que le dejó el mucho guaro bebido en un velorio le obligó "a seguirla" en compañía de unos cuantos amigos. La goma es bien fregada y el flato que ella causa no se va si no es con más guaro.

A las seis de la tarde se sintió como nuevo. Se despidió de los amigos. Se echó al cuerpo la última cuarta. Y se fue para la hacienda. —"No te vayas, vos Chon —le dijeron sus amigos—mira que el tiempo está muy requete perro y te puede pasar algo. Quédate con nosotros y te vas mañana de alba".

No les hizo caso. Fustigó a su yegua, en la que se montó de un brinco, y se fue como ventarrón para la hacienda. Entre obscuro y claro pasó por la quebrada. En ella divisó, como a dos varas de distancia, a la Cholita que haciéndole dengues lo llamaba para que se acercara a donde ella estaba. "Mujeres del diablo —nos contaba él que pensó— anoche tan retrechera que estaba conmigo en el velorio y ahura se me viene a ofrecer…"

Se bajó de la bestia. La dejó al lado del cerco. Y se fue derechito a donde estaba la Cholita. Sin decirle agua va, se le fue encima, para darle un abrazo, meterle zancadilla y "hacer una de las suyas…" Pero al estrechar su cuerpo, sintió que éste era como de plumas notando al mismo tiempo que la cara de la que creía era la Cholita, se transformaba en la faz horrorosa de La Siguanaba, que ya principiaba a llevárselo hacia los caminos en que pierde a los infelices que caen en sus redes. Tuvo tiempo aún para agarrarse a una mata de escobilla, y no supo más de él. ¡Perdió el sentido! —"El agarrarme a la mata de escobilla me salvó, patrón. No ve, pues, que cuando el Malo hizo a lia Siguanaba le faltaba pelo que ponerle y se lo puso de lo primero que encontró en los caminos, de escubilla. Y por eso el único medió de que ella lo suelte a uno cuando se l'iaparece, es agarrarse de una mata de escubilla y jalarla fuertemente, pues entonces ella siente que le jala uno el pelo y lo suelta…"

¡Y esa fue la causa de que encontráramos a Chon Zelada, con las manos férreamente sujetas a una mata de escubilla, botado en la quebrada de Orotapa…!

Page 2: Leyendas de Guatemala

La Llorona

Don Silvestre de Barreneche y Alcántara, como él se hacía llamar, pues su verdadero nombre era Silvestre Barreneche, a secas, era un castellano de ascendencia vasca que llegó a Guatemala hace muchos, pero muchísimos años. No llevaba, cuando lo hizo, más capital que su audacia y una sed de ganar dinero, fuera como fuera, sin límites; cosa que para un hombre de estas condiciones era muy fácil hacerlo en esos tiempos. Lo primero que hizo don Silvestre, al llegar a nuestras tierras, fue irse a Amatitlán. Eran los tiempos en que en ese lugar, con el cultivo de la grana, se ganaba el dinero a montones. Allí trabajó como simple peón en las plantaciones de nopales donde se creaba la cochinilla; pero como no eran éstas sus aspiraciones, después de haber juntado un poco de plata, abandonó el lugar y desapareció por espacio de algún tiempo.

"...en las riberas de los ríos y teniendo por espejo a las aguas mansas, el viajero que, no teniendo la conciencia muy limpia, se aventura a salir por esos caminos de Dios, suele encontrarse con La Llorona, que es una mujer esbelta, hermosa, vestida de blanco, y que se entretiene en peinar su larga cabellera, que no se desenreda jamás, en tanto que llora y lanza al aire oyes lastimeros. ¡Hay de aquél que seducido por su belleza y compadecido de su llanto se acerque a consolarla! Porque ella se lo llevará, marchando siempre de espaldas, como induciéndole al camino hacia las ignotas regiones en que el Malo tiene sus dominios, en los que ella purga su pecado de haber dado muerte .a su hijo, arrojándolo al río". No se vinieron a tener noticias de él, sino hasta que se le vio convertido en dueño de una preciosa finca en el departamento de Santa Rosa. El hecho de ver convertido en terrateniente al que hasta hacía poco tiempo no era más que un simple peón advenedizo, dio lugar a que las gentes bordaran las más extrañas conjeturas. Entre todas las que se bordaron, la que más caracteres de realidad tenía para las buenas gentes de esa época, era la de que don Silvestre había hecho "pacto con el diablo", vendiéndole su alma a cambio de gozar en la vida de todo el bienestar y las comodidades terrenales. Don Silvestre era un hombre alto, fornido, blanco, de luenga barba y de negros ojos. Toda su belleza física contrastaba con su alma satánica. Era el verdadero terror de sus pobres esclavos, a quienes no sólo maltrataba físicamente, sino que lo hacía en lo moral, abusando de sus indefensas mujeres e hijas.

Don Silvestre era la estampa viva de la lujuria. En la misma época en que se sucedió el hecho de que don Silvestre se convirtiera de la noche a la mañana en rico terrateniente, tuvo lugar, en Guatemala, un escándalo social del que todavía puede tomar conocimiento detallado quien se tome el delicioso trabajo de leer las crónicas de la época. Sucedió que un rico español, por razones de negocios tuvo que ir a una de las provincias vecinas, viéndose precisado a dejar en el país a su esposa para evitarle las molestias de la fatigosa travesía. La señora, que no era de las muy virtuosas que digamos, aprovechó la ausencia del confiado caballero para entrar en relaciones poco lícitas con un joven mancebo de trigos no muy limpios. Las relaciones pasaron más allá de un simple devaneo amoroso; y, si hemos de dar crédito a las crónicas, debemos contar que la señora iba a ser madre de un hijo que no era de su esposo. Hasta entonces las cosas marchaban bien, pero, un día de tantos, el infante vino al mundo y no hubo más remedio que recibirlo. Ya después vería ella como se las entendería para "engatuzar" al marido. Bordó la santa dama mil planes para lograr su fin; pero no encontró ninguno que fuera bueno, optando por el más fácil, cuál fue el de eliminar, por sus propias manos, a la infeliz criatura, para lo cual decidió ir a bañarse a un río y arrojarlo en sus aguas. Este crimen tuvo su castigo de Dios —pues Dios en ese tiempo parece que se preocupaba más de las cosas terrenas— quien la mandó al infierno con ropa y todo, dándole por castigo Satanás, el de que le ayudara a llevarle almas al infierno. Para lo cual le ordenó que, vestida de blanco, y valiéndose de su bello físico, debía salir a los caminos a inspirar misericordia de los viajeros, derramando lágrimas y “ayes” lastimeros. Y que cuando éstos se le acercaran, los atrajera hacia ella y que se los llevara a las regiones en las que el Malo tiene su reino.

Y ese mismo día salió la mujer, a quien él bautizó con el nombre de La Llorona, a recorrer esos caminos de Dios, en busca de los infelices pecadores. Venía una tarde el caballero don Silvestre de Barreneche y Alcántara, en su muía peruana, con rumbo a su finca y seguido de su mozo de confianza, cuando al llegar al lugar del camino desde el que se contemplan las aguas del río María Linda, vio que en las riberas del mismo estaba sentada una mujer, alta y esbelta, que- peinaba a cada instante su cabellera larga, ondulada y negra, a la par que echaba al viento ayes lastimeros. Al principio, don Silvestre creyó que se trataba de una visión. Se restregó los ojos; y, después de haber hecho esto, volvió a dirigir su mirada al lugar en que había visto a la mujer, dándose cuenta de que era tan cierto que la había visto como que él estaba en ese lugar. No se crea que por compasión se bajó a ver si le podía servir en algo. Al contrario, lo hizo guiado del deseo de dar satisfacción, con aquella infeliz que allí se encontraba desamparada, a sus desenfrenados instintos de lujuria. Ordenó a su mozo que no se moviera del lugar en donde estaba, a diez pasos de él, y se dirigió al sitio en donde se encontraba la mujer. —Bella dama —le dijo, procurando aparecer galante— ¿qué es lo que hacéis aquí, solitaria, en este lugar en que bien os puede pasar algo? Decidme: ¿en qué puedo serviros para mitigar, aunque sea en parte, la pena que os aflige? La dama de blanco traje y negra, ondulada y larga cabellera, no le dio más respuesta que hacerle una seña indicándole que no hablara más y que le siguiera. Y, como para darle confianza, inició ella la marcha caminando de espaldas. Don Silvestre, al encontrarse en una aventura que pertenecía a la categoría de las que a él le encantaban, siguió presto la orden. Como ella iba de espaldas, no se daba cuenta del peligro que podía correr al equivocarse de ruta e ir a dar al río; por lo cual, don Silvestre, cuando el camino daba vuelta y el río se convertía en catarata, dio un grito advirtiéndole la inminencia del peligro en que se hallaba y acercándose más a ella para tomarla en sus brazos y salvarla. Este instante fue aprovechado por la mujer, que no era de esta vida, sino que de la otra, pues era nada menos que La Llorona, que ese día había salido a cumplir su penitencia, quien lo envolvió en su larga y negra cabellera llevándoselo, por sobre las aguas del río, hacia las regiones del Malo.

Page 3: Leyendas de Guatemala

El Cadejo

Mi amigo Juan Luis, el más querido de mis amigos y compañeros de la infancia, y colega mío de correrías en los dorados y desgraciadamente ya idos tiempos en que juntos seguimos nuestros estudios en el Instituto nacional central de varones de Guatemala, hecho ya todo un hombre, como yo, vino a visitarme un día de tantos. Se arrellanó en uno de los amplios sillones Chesterfield que hay en mi sala de escritorio, encendió un cigarrillo "Tigre" y, sin decirme agua va, se le desató la lengua, contándome la siguiente historia:

—Vos debes recordar, sin duda, pues la parranda con que me despediste te costó serios regaños de tu viejo, que allá por el año 1921, tras las múltiples veces que me aplazaron en Algebra, me fui a trabajar a la finca "Heredia", que tiene tu tío Nacho en el departamento de Santa Rosa. ¿Te acordás, viejito? —¡Claro que me acuerdo! Si hasta estuve dos domingos sin salida por causa tuya… Pues bien: allá me sucedieron hechos tan extraordinarios, que no me he atrevido a contar a nadie, porque vos sabes cómo son de águilas los muchachos para dar coba. Si ahora me atrevo a contártelos a vos, es porque considero que sos persona sincera y "traslas" mío, y, como te ha dado por escribir, quizás podas sacarle algún partido a esto que te voy a contar. —Verás lo que pasó. Al no más llegar a la finca —vos te debes acordar bien de la casa, pues has ido a pasar muchas vacaciones allá— una de mis primeras preocupaciones fue buscarme la mejor pieza. ¡No faltaba más! ¿Crees vos que yo iba a dormir igual que el administrador? ¡Seré pajuil! "Es el mismo Cachudo disfrazado con cuerpo de chivo peludo, con cascos de toro y con cola de puma. Tiene unos oios que echan chispas y lo sigue a uno con el pensamiento. Para espantarlo hay que tener en las manos una daga de cruz, pues ni las balas ni los cuchillos le hacen "mella". Cuando uno lo ve se le pone el cuerpo pesado y como de plomo, sin poder ni siquiera moverse…"

Para lograr tal fin, recorrí el viejo caserón de extremo a extremo, hasta que en el segundo piso, frente al corredor que tiene vista al potrero de las vacas paridas, encontré lo que buscaba: una pieza "de a petate", la misma en que dormía tu abuelito Chema. Hice saber al mayordomo mi decisión de alojarme en ella, y le ordené que trasladara a ese lugar todos mis bártulos, entre los cuales iban mi Mauser y un revólver Smith y Wesson, legítimo, tan legítimo que cuando se le halaba el gatillo hacía "trie". —¿A esa pieza, patrón? —me dijo el Chus, más asustado que si lo hubiera picado la casampulga —¡ usted está loco ! ¿No sabe, pues, que en ella se murió el finado patrón viejo, el tata de don Nacho, y que cuando alguno se va a dormir allí se le aparece El Cadejo? Meterse allí, patrón, es lo mismo que puyar el hormiguero… — ¿El Cadejo? ¿Qué patrañas son esas, vos Chus? —le respondí. —Adiós, pues, ¿conque el patrón no sabe lo que es el Cadejo? Es verdad que el patroncito es "chanclecito" que viene de la capital y que por allá tal vez no si'aparece; pero yo que soy más costeño que el "palo jiote", ¡vaya si lo conozco! Con estos mismos ojos que si’ han de comer los gusanos lo vide una vez: es ansina de grande, tiene el cuerpo peludo como de chivo, con cachos de toro, ojos que echan chispas como los de los gatos de monte, cola de león, echa espumarajos por la boca y lo sigue a uno con el pensamiento. . . Cuando anda nu'hace ruido, parece que si'arrastra…

Ante tan peregrina como exótica descripción, yo, espíritu cuya mentalidad está plena del más puro positivismo compteano, no pude hacer menos que sonreír y reiterar la orden de que se me instala en esa pieza. Tu tío Nacho, viejito, me había dado poderes de señor de horca y cuchillo. —Bueno, patrón —fue la respuesta— usté sabe lo qui'hace. Pero, por aquello de las dudas, li'aconsejo que se merque una daga de cruz, pues con ese fierro es con lo único que se puede ahuyentar al Cadejo. ¡No ve qu'es el mismo Cachudo (hizo la la señal de la cruz) disfrazado!

Por la noche, después de darle cuerda a mi Longines, de acondicionar mis vestimentas en la silla y de percatarme de si habían dejado agua suficiente en la garrafa, me acosté. A la luz del quinqué, que despedía un penetrante olor a gas, me enfrasqué en la lectura de una novela de don Pepe Milla. "Los Nazarenos" eran, hermano. Iniciaba la lectura del capítulo en que don Silvestre de Alarcón enseña a los iniciados el Santo -y Seña, aquel de "Malo Mori", al cual responden, "Quan Poedari", cuando, no sé por qué extraña asociación de ideas —la lectura del bien escrito pasaje, tal vez— vino a mi mente el recuerdo del Cadejo. Un intenso calofrío recorrió todo mi cuerpo, hermano. Mas, al instante, sobreponiéndome a mis nervios excitados, continué la lectura.

"Don Silvestre exhortaba a los Nazarenos a ser fieles a su juramento", tal el pasaje que leía en ese instante, cuando escuché, nítido en el silencio de la noche, un ruido semejante al que hace un cuerpo pesado al arrastrarse sobre un entarimado. ¡Deben ser ratas! pensé. Pero el ruido se hizo más fuerte, dándome la sensación de que se iba acercando. ¿Para qué te voy a engañar, viejito? Ya el susto me iba entrando en ese instante. Decidí, haciendo un gran esfuerzo de voluntad, levantarme e inquirir, como era natural hacerlo, la causa que lo motivaba.

Antes de hacerlo introduje la mano bajo la almohada para sacar mi "cuete", e iba a incorporarme cuando al volver la vista hacia la puerta, en ella, ocupándola en toda su totalidad, estaba un cuerpo extraño y feroz, semejante al de un chivo grande y peludo, con cachos de toro y cola de león, echando espumarajos por la trompa y cuyos ojos, que eran dos brasas que echaban chispas, me miraban en una forma penetrante y aguda que no la olvidaré jamás. El Cadejo auténtico, similar al del retrato que del mismo me había hecho el Chus, estaba frente a mí. Tuve aún alientos para intentar ponerme "las de hule" por la ventana, pero, no bien lo hube pensado, el Cadejo, que lo sigue a uno con el pensamiento, estaba frente a ella obstruyéndome el camino… ¡No supe más de mí! Sólo recuerdo que sentí los pies como de plomo y que di un grito feroz, ¡salvaje! Cuando volví en mí, estaba, rodeado por los mozos que, como vos sabes, duermen "jadeados" y envueltos en sus "chamarras", en los corredores del primer piso. Uno de ellos, creo que fue el Chon Alméndarez, el mismo que nos enseñó a montar a caballo, contemplaba el potrero de las vacas paridas y les decía a los otros: — ¡Mírenlo, mucha, allá va tu' avía el Cadejo! ¡El susto que le metió al patroncito…! ¡Bueno está que les pase eso a estos "chanclecitos" por meterse a faroleros y creer que con el "cachudo" se puede jugar… En efecto, viejito, en el potrero se divisaba una masa informe blanca, que caminaba lentamente… —Entonces, Juan Luis, ¿la daga de cruz no te sirvió de nada? —Vaya si no, viejo, más tarde supe que con ella fué con lo que lo logró espantar el Chon Alméndarez.

Page 4: Leyendas de Guatemala

El Sombrerón

¡Hace de esto muchos años…! ¡Quién sabe cuántos…! Sólo sé que Guatemala aún llamábase Santiago de los Caballeros de Goathemala. Cansado de recorrer en su brioso y negro corcel las Lomas de Aguacapa, situadas en las tierras de Guazacapán, y en el mismo sitio en que las aguas del María Linda se unen con las del que presta su nombre a las Lomas, El Sombrerón decidió regresar a la capital, sitio en donde tiene el principal escenario de sus muchas fechorías.

"...El Sombrerón o Duende es otra de las personificaciones del Cachudo. Mide medio metro d'ialto. Usa un sombrero que no está en proporción con su estatura, al cual debe su nombre; y calza zapatos con tacón cubano, con los cuales hace un ruidito que es el que atrae a sus víctimas. Es muy buen jinete, pero, como es tan chico, monta a las yeguas en la nuca, y en las crines les hace, con sus mesmas manos, estribitos, que yo mesmo se las he vide a las yeguas después de que las ha montado. Es seductor y enamorado empedernido. Entra en las piezas sin abrir las puertas y li'adivina a uno el pensamiento… Como acostumbra hacerlo, hizo el viaje de noche; y la misma en que lo inició, por el hecho de no haber distancias para él, realizó su entrada al lugar en que había decidido ponerle término. Las once de la noche serían cuando hizo su entrada triunfal por el camino del Guarda del Golfo, decidiendo detenerse por unos instantes en el mismo sitio en que se halla situada la Ceiba que está frente a La Parroquia Vieja. Su objeto no era que la cabalgadura descansara, como cualquiera pudiera pensarlo, sino limpiar el polvo del camino que había ensuciado el charol de sus zapatos. Empeñado en esta poco elegante ocupación se encontraba, cuando, al volver la vista hacia el lado izquierdo de la calle, sus ojos tropezaron con una casucha vieja, cuya portada iluminaba la luz mortecina de una candela de sebo que agonizaba dentro de un farol envuelto en "papel de China" colorado. No fueron la casucha y el farol quienes llamaron la atención de nuestro viajero, sino que la luz de unos ojos que, cual luciérnagas perdidas en la noche, brillaban tras la reja del balcón de la casucha. Esos dos bellos ojos eran de Manuelita, la hija mayor de Candelaria, una pobre viuda que hacía los oficios de lavandera del barrio, y que junto con su madre habitaba en ese mísero lugar. El Sombrerón, que siempre ha sido galante, enamorado y seductor empedernido, al no más ver aquellos ojos se enamoró de ellos y decidió hacer suya a su dueña. Inmediatamente concibió su plan y lo puso en práctica. Con ritmo dulce y cadencioso, como sólo él sabe hacerlo, taconeó varias veces hasta que la música embrujadora de su taconeo llegó a los oídos de la virgen criolla, que tembló arrobada. Manuelita, que conocía las malas artes del Sombrerón, tembló al sólo pensar que había sido elegida por él como su nueva víctima. Más, como mujer que era, le agradó sentirse galanteada y admirada, sobre todo por un ser sobrenatural como es El Sombrerón… ¡Aquella noche Manuelita, dicen las malas lenguas, no durmió muy bien que digamos…! Uno tras otro, en lenta sucesión, han ido pasando los meses desde aquella noche en que El Sombrerón se detuvo frente a la pobre casucha que está situada cerca de la Ceiba de La Parroquia Vieja… Son las siete de la mañana y nos encontramos en la casa conventual de la La Ermita del Carmen, situada sobre el cerrito del mismo nombre y que fue fundada allá por los años de 1620, por el ermitaño —genovés— Juan Corz. El señor cura, el padre Miguel, quítase ayudado por el monaguillo, los ornamentos con que ha celebrado el sacrificio de la Misa. Un gallo, clarín mañanero, canta. Hasta la sacristía, lugar de la escena, llega un suave aroma de chocolate hervido en batidor de barro… El datilero del patio conventual, ese mismo que vemos hoy día y que ha sido testigo mudo de toda la historia de Santiago de los Caballeros, abanica los murallones de La Ermita, que esa mañana deben sentir también el calor de este día estival… Hay una calma, calma que sólo reina en los conventos, que de pronto es turbada por un recio aldabonazo dado en la puerta, cuyo ruido llega hasta la propia sacristía.

—¿Quién llama? —pregunta la litúrgica y gangosa voz del padre Miguel. —Ave maría purísima. . . (Sin pecado concebida, responden a coro cura y monaguillo). Soy yo, padrecito, Candelaria, la lavandera del barrio de La Parroquia Vieja, que desea le escuche dos palabras… Muy buenos y santos días le dé Dios a su merced… —Entra, hija, entra. . . ¿Qué es lo que te pasa? —Padrecito Miguel —gimotea la mujer, que se postra de hinojos y le besa la sotana y los ornamentos— si no fuera que usté es tan santo no me habría atrevido a llegar hasta aquí. Sólo vuestra merced puede salvar a Manuelita, m'hija mayor. Usté la conoce. Es la misma que cristianó hace veinte años. —¿Qué le pasa a Manuelita, hija, cuenta, qué le pasa? —¡ Ah, señor cura!. El Sombrerón me la tiene chiflada. Ya no es la mesma de antes. Por las noches obscuras, cuando oye el ruido de los taconcitos del Sombrerón, sale al patio y se está horas d'ihoras platicando con él bajo la higuera, hasta bien entrada la noche. Ya ni trabaja, padre. Está tan flaca y pálida como si tuviera el paludis. Salvela, padrecito, que tengo miedo de que llegue a dar un mal paso y sea yo abuela de un hijo del cachudo… —Bien, hija, bien. Yo la salvaré. Tráela mañana de alba, y sin que nadie se entere, al convento; le echaré los exorcismos, le leeré los evangelios, el de San Marcos principalmente, y quedará como si nada le hubiera pasado. Pero como nuestro Señor dijo: "Ayúdate que yo te ayudaré", sigue este consejo: cámbiate de casa y vete a vivir a un lugar opuesto al en que ahora vives. Al Guarda Viejo, por ejemplo. Si te vas allí, yo mismo te recomendaré a fray Jenaro, para que te ayude en algo. Pero eso sí, cuando te cambies, no digas nada a nadie; llévate tus cosas poco a poco; hoy un mueble mañana otro; y así, hasta que te hayas llevado todo; y ahora, vete con Dios, y hasta mañana. In Nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. Candelaria siguió al pie de la letra el consejo del señor cura. Tras los exorcismos y la lectura de los evangelios, Manuelita parece que está cambiada; y como ambas se han ido a vivir a una pobre casita del Guarda Viejo, ya no sale por las noches a sentarse bajo la higuera con El Sombrerón, quien parece que ha perdido la pista. Nos encontramos en la noche del día en que Manuelita y su madre se han llevado a su nueva casa el último trebejo. La obscuridad se ha adueñado del ambiente. Apenas alcanza a verse la llama tenue de una vela de sebo, que, entre la vida y la muerte, se halla en una palmatoria de cobre. Son las ocho de la noche, la hora de las ánimas, y hay un silencio tan grande que nos sería permitido escuchar el aliento de un agonizante.

—Nana —dice, rompiendo la quietud de la noche, la voz de Manuelita— parece que lo trajimos todo; se me imagina que El Sombrerón ya se olvidó de mí y no se ha dado cuenta de a dónde nos cambiamos; pero... (contado los trebejos), se nos olvidó traer la tinajona donde hacemos el fresco de súchiles … —De veras, m'hija; pero no te preocupes, mañana la traeremos… Un nuevo silencio… después un suave grito... y luego una voz aguda y meliflua que llega desde la obscuridad del inmenso y anchuroso patio: —No se preocupen sus mercedes por tan poca cosa, porque esa me la traje yo… Tras haberse escuchado esas palabras, se sintió también un cadencioso y rítmico taconeo, viéndose aparecer de abajo de la tinaja, que medía más o menos un metro, la diminuta figura del Sombrerón, que es galante, enamorado, seductor empedernido y que sabe entrar a las casas sin abrir las puertas…

Page 5: Leyendas de Guatemala

El Duende

Por el barrio Las Piedrecitas de un pueblo norteño, vivía Carmino y su esposa Josefina, quienes codo a codo araban la tierra para sostenerse económicamente de los productos que de ella cultivaban. Para la cosecha de los elotes, Josefina siempre gustaba de hacer atole, sepetse, tortitas y cocía o asaba los elotes para venderlos.

En cambio Carmino, hacía la leña y cada vez tenía que retirarse más de su ranchito, pues la leña se hallaba cada día más lejos porque se iba agotando paulatinamente. Lo que le ahorraba tiempo en la caminata y de peso a Carmino, era su burrito llamado "Mefistófel", el cual decía Carmino, se pasaba de "inteligente" y que cada día iba "más delante quel".

Uno de esos días lo sorprendió la noche y cuando tuvo necesidad de cruzar un río, se vio en apuros, porque Mefistófel no quería atravesarlo por más que Carmino lo maltrataba, le pegaba con la fusta y le espetaba:

—Güeno Mefístol, qué carroña tenes vos que no querés pisar lagua. Ora me salís con que tenes mucha sangre gallina en tu cuerpo. Ande digraciado, que si no le plancho enancas con eleño. Apúrate pelado de los dimoños que no tarda en salir eduende.

En esto estaba el pobre de Carmino, mientras el pecho se le inflaba y desinflaba de solo pensar en el duende, aquél de quien él había oído hablar a "sus viejos", que decían, era chiquitito con gigante sombreron y que le gustaba jugar trenzando colas de cualquier clase de ganado, así como a las personas les trenzaba el pelo, y que no contento con eso, les daba una buena "cueriada" y los perdía en los caminos. Recordando esto. Carmino rezaba: —jAy diosito santo, que camine este animal de los dimoños!, si no me jode eduende y no llego a con la Coxefina, mi mujer. ¡Ay diosito de los dimoños pasa! Ay, ay, ay Medischófel camina baboso.

En eso se escuchó un ventarrón que le voló el sombrero a Carmino y a Mefistófel le dobló las orejazas, haciendo que éste arrastrara a su amo sobre el río en un solo "salto y brinco de piedra", pues pudo alcanzar a ver un pequeño hombrecito debajo de un gigante sombrerón.

El pobre de Carmino, soltó el lazo y se quedó trabado en un matorral. Estaba bien mojado hasta los huesos, semiquebrado e inconsciente. Mefistófel, después de la carrera había llegado donde Josefina y todo asustado pateó la puerta del ranchito para entrar en él, pero Josefina lo "paró en seco" mostrando el terror que se dibujó en su rostro, presta a salir corriendo.

El burrito no dejaba de levantar y bajar las orejas; y con su lenguaje original decía: —^Ji jau, ji jau, señalando en un movimiento de cabeza el camino donde le salió el duende. Josefina, sintió que los nervios se le alborotaban y que le subía y bajaba la sangre cosquillosamente. Corría de un lado a otro en el pequeño espacio de su rancho de 6 por 6 metros lineales; y en cuanto tomaba un Cristo, asía el machete o abrazaba al burrito, pero ni "a palos" tal vez la hubieran hecho salir en busca de su Carmino, que tan güeno quera el pobrecito, tan bien riata diombre pal trabajo, tan amoroso el condenao", pensaba y repensaba en ello Josefina, cuando: —Ay Jesusito de mialma —gritó y se desmayó al ver cómo se abría la puerta y entraba mitad de su marido debajo de un gran sombrerón y encima de él un enano.

Carmino se introdujo al ranchito; sacó a patadas al burrito Mefistófel, increpándole y reconviniéndole su comportamiento, en lo que el enano le ponía en la nariz a Josefina unas hierbas para volverla en sí, quien al despertar escuchó lo que explicaba Carmino: —Me quedé tirado y bien molido por el somatón que me dio este bruto al ver eduende, que resultó ser este endimoñado inano quiasustaba lagente para que no averiguaran su sitio donde incontró este cajón. Mira Coxefina, diantre de inano endimoñado que nos hará ricos; abramos el cajón y a ver cuánto pisto encontramos dentro.

Al abrir el cajón, los tres se quedaron petrificados al ver todas las monedas que guardaba. Por ello, Carmino salió a abrazar al burrito y lo besó de alegría, puesto que si no hubiera sido por él —decía—, no hubiera esclarecido el caso del duende.

Al día siguiente los cuatro "bajaron al pueblo" y al llegar al Banco para cambiar las monedas, buen chasco se llevaron pues el agente del Banco les dijo, que esas monedas eran tan viejas como Tatalapo y antiquísimas como el Diluvio. Carmino, no pudo soportar tanta mala suerte después de la arrastrada y chapuzón que le dio el burrito, por lo que salió corriendo a la calle para patearlo, pero éste se le adelantó como siempre y Carmino, únicamente pudo oir su lenguaje original de: —Ji jau, ji jau, ji jau.