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Título: Leyendas de Chatam (Isla San Cristóbal) Autor: Enrique Freire G. Editado en CCE, Quiito, 1993 PRESENTAMOS VARIAS LEYENDAS DE LA ISLA SAN CRISTÓBAL EN GALÁPAGOS: LA VIRGEN DE LA PLAYA Con esta designación llaman los habitantes de San Cristóbal a una efigie de la Inmaculada expuesta a la adoración de los fieles en la catedral de Puerto Baquerizo Moreno. Llamaban así para distinguirla de otra imagen de la parroquia El Progreso. En torno a estas sagradas figuras los pobladores de la isla recuerdan los siguientes acontecimientos. Hace muchos años existía junto al muelle un canchón, seguramente hacho construir por Cobos, que servía de acuerdo a las necesidades ya sea como cuartel, residencial del Jefe Territorial, bodegas de almacenamiento y hasta como lugar de reunión de los trabajadores. Durante la Segunda Guerra Mundial lo ocuparon los capellanes del ejército. Al terminar la conflagración llegaron los primeros misioneros franciscanos y lo convirtieron en capilla para el culto a una imagen de la Virgen del Quiche. Pronto los habitantes de El Progreso iniciaron gestaciones para trasladar a los misioneros hacia el centro del poblado, por lo que el canchón quedó a beneficio de las religiosas Lauritas quienes formaron una escuela de manualidades con un internado para atender a niñas y señoritas de otras islas. Más como la devoción estaba implantada en la playa, fue necesario mandar a construir otra efigie que tuviera relación con los intereses formativos de la juventud. ¡Qué mejor que la Inmaculada arquetipo de pureza virginal. Con inusitado fervor y en medio de colorido fiestero desfilaron las naves marítimas con la nueva imagen hacia Puerto Chico (Baquerizo Moreno). La entrada fue el domingo de no recordado año. La devoción era muy significativa porque en honor a la Inmaculada las niñas hacían votos de pureza antes de entrar a los estudios. Por otra parte, en la hacienda El Progreso aún existía penados ilustres que se preocupaban de culturizar a los nativos y habían formado una escuela sustentada por padres de familia. Al terminar las primeras letras muchos aspiraban enviar a sus hijos a la playa a aprender alguna profesión donde las monjitas. Pero la caminata resultaba gravosa, principalmente en invierno, por lo que resolvieron invitar a las religiosas a trasladarse al centro poblado.

Leyendas de chatan

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Título: Leyendas de Chatam (Isla San Cristóbal) Autor: Enrique Freire G. Editado en CCE, Quiito, 1993

PRESENTAMOS VARIAS LEYENDAS DE LA ISLA SAN CRISTÓBAL EN GALÁPAGOS:

LA VIRGEN DE LA PLAYA

Con esta designación llaman los habitantes de San Cristóbal a una efigie de la Inmaculada expuesta a la adoración de los fieles en la catedral de Puerto Baquerizo Moreno. Llamaban así para distinguirla de otra imagen de la parroquia El Progreso. En torno a estas sagradas figuras los pobladores de la isla recuerdan los siguientes acontecimientos. Hace muchos años existía junto al muelle un canchón, seguramente hacho construir por Cobos, que servía de acuerdo a las necesidades ya sea como cuartel, residencial del Jefe Territorial, bodegas de almacenamiento y hasta como lugar de reunión de los trabajadores. Durante la Segunda Guerra Mundial lo ocuparon los capellanes del ejército. Al terminar la conflagración llegaron los primeros misioneros franciscanos y lo convirtieron en capilla para el culto a una imagen de la Virgen del Quiche. Pronto los habitantes de El Progreso iniciaron gestaciones para trasladar a los misioneros hacia el centro del poblado, por lo que el canchón quedó a beneficio de las religiosas Lauritas quienes formaron una escuela de manualidades con un internado para atender a niñas y señoritas de otras islas. Más como la devoción estaba implantada en la playa, fue necesario mandar a construir otra efigie que tuviera relación con los intereses formativos de la juventud. ¡Qué mejor que la Inmaculada arquetipo de pureza virginal. Con inusitado fervor y en medio de colorido fiestero desfilaron las naves marítimas con la nueva imagen hacia Puerto Chico (Baquerizo Moreno). La entrada fue el domingo de no recordado año. La devoción era muy significativa porque en honor a la Inmaculada las niñas hacían votos de pureza antes de entrar a los estudios. Por otra parte, en la hacienda El Progreso aún existía penados ilustres que se preocupaban de culturizar a los nativos y habían formado una escuela sustentada por padres de familia. Al terminar las primeras letras muchos aspiraban enviar a sus hijos a la playa a aprender alguna profesión donde las monjitas. Pero la caminata resultaba gravosa, principalmente en invierno, por lo que resolvieron invitar a las religiosas a trasladarse al centro poblado.

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Como el negativo de las religiosas fuera rotunda, los habitantes de El Progreso se resolvieron arrebatarles a la imagen que empezaba a tener fama de milagros. Los misioneros no sabían a qué atenerse ante tan cerradas intransigencias. Los comentarios empezaron a tornarse en preparativos. Una noche, después del rezo acostumbrado, reuniéronse los moradores en asamblea y acordaron trasladarse a renovar la invitación a las religiosas o en caso contrario arrebatarles a la imagen. Con la presencia de los niños y jóvenes que seguían llegando de la hacienda, empezó la y zozobra de las Lauritas. Disuadir o repeler era imposible. Se trataba de todo un pueblo. De pronto llegaron los comisionados. La negativa se la esperaba como también la acción final. Pues cansados de parte y parte de diálogos infructuosos dieron por terminada la gestión pacífica y sin contemplaciones a clamores ni gemidos tomaron a la imagen en improvisada anda y comenzaron el desfile hacia la parte alta. Hasta tanto los preparativos recepcionistas en El Progreso llenos de fervor construían arcos, recolectaban flores y la campana de la hacienda tañía sin cesar los religiosos por su parte no intervenía y se los miraba llenos de preocupación. Las miradas de espera atisbaban la distancia en pos de los comisionados que no aparecían con la Virgen. En cambio en la playa, a pocas cuadras del punto de partida habían forcejeos por la levantar el anda, pues un enorme peso había obligado a descansar. No acababan de comprender lo que estaba acontecido y reprochándose de unos a otros empezaron a abandonar la empresa. En esa noche hubo disgustos y reproches en El Progreso. En cambio las religiosas y los niños por su cuenta condujeron sin contratiempo y llenos de júbilo a la Inmaculada su capital inicial. Al día siguiente madrugáronse todos los moradores excepto los niños y los jóvenes Invadiendo la capilla y sin más estorbo que un minúsculo grupo de monjas y de niñas llorosas, sacaron en andas a la imagen y empezaron la cuesta pedregosa que conduce a la hacienda. Repentinamente al llegar a Cerro Patricio un formidable peso impidió la marcha. De manera sorpresiva a pesar de prohibiciones, el paraje fue invadido por multitud de niños y jóvenes. Estimuladas las religiones con su presencia elevaron plegarias y cánticos a la Virgen y con admirable facilidad levantaron las andas y empezaron el retorno hacia el lugar de partida.

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Solo entonces comprendieron los fanáticos que la Inmaculada no quería separarse de sus tiernos devotos de la playa. A raíz del acontecimiento los habitantes del Progreso siguieron llegando a poblar la playa y unirse a los habitantes del lugar. El milagro de la virgen fue la unión de la familia de San Cristóbal que sigue reuniéndose cada domingo en la catedral de Puerto Baquerizo a las plantas de María Inmaculada.

LAS CAMPANAS DE CERRO MUNDO La presencia esporádica de seres humanos en nuestro archipiélago, viene desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, lo histórico surge desde la llegada eventual de Fray Tomás de Berlanga en 1533. A pesar de ello, la corona española no incorporó el territorio a sus dominios coloniales, dando con ello margen al refugio de piratas y balleneros por más de dos siglos. Desde la incorporación insular a la soberanía ecuatoriana, se puede hablar en relativos términos de historia patria, ya que no existen censos o listas de inmigrantes o deportados a expiar supuestos o verdaderos crímenes. Lo cierto es que desde sus inicios dominaron en el archipiélago regímenes de terror, cuya historia sangrienta no es caso de actual referencia. A consecuencia de esto, la eventual población se tornó flotante de una isla a otra, con preferencia a San Cristóbal por su cercanía al continente y más que todo por sus manantiales de agua dulce. Desde aquellos tiempos la tradición viene conservando una serie de acontecimientos que, han enriquecido el folclor narrativo insular, de lo cual queremos referirnos a la siguiente tradición. Una familia, tal vez de las primeras en arribar a San Cristóbal, estableció su morada en las faldas del Cerro Mundo. Entonces no había ser humano en la inmensa soledad del paraje. En dura lucha contra la naturaleza los recién llegados pudieron con las pocas semillas y animales que habían logrado salvar en la balsa que les ayudó en la fuga de cualquier isla. La fecundidad del suelo virgen dispensó los primeros alimentos hasta que animales y sombríos multiplicáronse en abundancia. Los componentes de esta familia era campesinos humildes y sencillos, que a parte de su trabajo diario vivían la tradición de sus costumbres devotas con especial predilección para la pasión de Cristo, que la celebraban cada Viernes Santo.

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Mas acontece que dado a su total aislamiento del mundo exterior, llegaron a perder la cuenta de los días y los años que pasaban sin nombre. Preocupados por el cumplimiento de su costumbre, entregábanse de vez en cuando a la plegaria pidiendo alguna señal del cielo que le hiciera conocer el día de su devoción. Fueron escuchados al fin los ruegos y en cierto día en que el mar estaba embravecido y el ambiente saturado de tristeza, el esposo tuvo la sensación de escuchar tañidos de campana. No dio mayor importancia por estar acostumbrado a iguales alucinaciones que le traían los recuerdo de su tierra nativa, pero que al desvanecer le dejaban en nostalgia. ¡Ah es que la soledad es el peor castigo, que culpable o no, tortura al ser humano…! Por segunda vez sonaron las campanas y fueron escuchadas por la esposa que corrió con la novedad en busca de su marido. Hubo un profundo silencio en que volvieron a sonar los bronces como en aquella despedida en que la catedral del puerto dio último adiós a los penados. Aún era temprano, pero el sol habíase ocultado entre nubes grises que trazaban un hilo de púrpura en el horizonte. -Son las tres de la tarde- dijo él, sin otro reloj que celaje del día. -A esta hora agonizó Nuestro Señor-respondió ella postrándose de rodillas. Pasaron los montones visionarios y volvió la rutina de las horas y los días. No había más que la infinita grandeza de las noches estrelladas y el océano que apagaban sus incendios en la bruma de horizonte. Sobrevinieron muchos soles y muchas lunas. Por fin, un día perezoso y cuajado de misterio invitó a los esposos la plegaria. Repentinamente la oración fue interrumpida por algo: no era el silbar del viento en la espesura ni el gemido de la ola sino el lejano retintín de bronces plañideros. La señal fue tomada como revelación divina es respuesta a las plegarias. Desde entonces tomarónse precauciones para controlar el tiempo en original calendario que cada mañana registraba en la corteza de un árbol hoy desaparecido. Cuando llegaron por primera vez los misioneros franciscanos, maravilláronse al encontrar la celebración del Viernes Santo, que transmitida a través de generaciones, sigue congregado año tras año tras año a los habitantes de la isla de San Cristóbal.

EL RUSO

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Entre las viejas tumbas del cementerio de El Progreso, existe una plancha marmórea clavada en e suelo con la inscripción: TEODORO ZHEN la curiosidad indujo a descubrir que se trataba de un raro personaje a quien llamaban EL RUSO. -Quién era El Ruso…? Algo había leído al respecto tiempo atrás. Quizá en alguna historia fantasiosa o algún cuento o leyenda de Galápagos. Aprovechando encontrarme en el lugar de los acontecimientos, traté averiguar a los moradores. Cada cual supo informar conforme su apreciación o fantasía. En todo caso, nos hallamos frente a la leyenda siguiente. Hace muchos años apareció un personaje de piel roja y contextura gigantesca. Los habitantes de la isla, acostumbrados a la presencia de extranjeros, no dieron mayor importancia. Su cabellera esparcida por sobre los hombros semidesnudos, su barba larga y abundante que le cubría el pecho y la profundidad de sus ojos azules y encendidos deba la impresión de algún extraviado personaje del reino de los patriarcas. En su caminar había un aire de aristocracia evocadora de origen nobiliario. Pausado, meditabundo, distraído, iba y venía de la montaña de Cerro Azul. Los moradores del sector lo veían indiferentes a pesar de un halo de curiosidad y de misterio que dejaba tras si. Por aquel tiempo aún existía la antigua tienda que cobraba deudas a los esclavos de Chatam. El tipo monetario con el que funcionaba la abacería, no obstante prohibiciones seguía siendo el de papel, cobre o suela que regía desde tiempos del antiguo dueño de la hacienda El Progreso. Para los extranjeros había trato distinto en que estaba incluido nuestro personaje. Pues lo creían rico a juzgar por la bolsa de cuero que llevaba pendiente al pecho y cubierta por la barba. De ella extraía gruesos doblones de oro para sus adquisiciones que consistían generalmente en fósforo, harina de trigo y panela. Llevaba una vida muy reservada, sin relaciones con los isleños sino únicamente con los otros extranjeros y el dependiente de la abacería, con quien dialogaba en español correcto. Debido a la larga permanencia iban descubriéndose sus particularidades.

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Habitaba en una casucha apartada entre las breñas de Cerro Azul. En los alrededores tenía cultivos de hortalizas y hierbas aromáticas. No comía carne y elaboraba sus propios cigarrillos de las plantas de tabaco sembradas al borde de su parcela. Su café consistía en hojas de la planta hervidas con panela. En el patio había un árbol de tamarindo y una palmera que sostenía los extremos de una hamaca de lona. Leía intensamente tendido sobre la hamaca o escribía junto a la ventana. -Qué escribía tanto…? Nadie lo supo… Cuando salía al poblado o caminaba por los alrededores llevaba un libro a la mano en atenta lectura o en meditación profunda. Los moradores mirábanle con extrañeza y todos conocían su ritmo de vida y costumbres. Lo llamaban mister Zen, o simplemente El Ruso. Por algún tiempo se lo vio caminar erguido y arrogante, pero paulatinamente iba decayendo bajo el peso de los años. Su actitud aristocrática y mirada altiva, iban cediendo bajo la implacable acción del tiempo. Por último las autoridades insulares ese interesaron por él. Era uno de los altos personajes buscados por la revolución bolchevique cuyos tribunales reclamaban su deportación. Su vida de incógnito había terminado. Nadie supo antes su verdadero nombre ni sus antecedentes. Nadie lo supo tampoco cómo, cuándo ni en cuál isla apareció por primera vez. Sin embargo se hallaba tan envejecido y maltrecho que resultó imposible corresponder al requerimiento internacional. Fue acogido por una familia de noruegos que vivía en San Cristóbal. Por ese intermedio el señor Dagein Cobos, descendiente del antiguo propietario de la isla, tuvo conocimiento de baúles, cajas de libros y quizá tesoros que fueron sepultados al pie de un árbol, pero que al ser desbrozado sin precauciones el bosque, había desaparecido todo rastro. ¡Un tesoro más escondido en el misterio de la región insular!

REMEMBRANZAS DE UN COLONO Era novedad la llegada del tren. Desde lejos se divisaba la columna de humo, se oía el estridente chillido de la bocina y el traqueteo de los hierros.

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Al acercarse a la estación de Ambato, la gente corría a mirar desde las lomas, los barrancos, los bordes de la línea. Muchos colgábanse de los vagones. Cuando pasaba a Quito los brequeros controlaban que nadie se encarame, pero cuando pasaba a Guayaquil, había un vagón grande al último en que se llenaban los muchachos y campesinos atraídos por el guarapo que repartían gratuitamente. La curiosidad indujo a introducirme en el vagón que pasaba a Guayaquil. Tenía trece años de edad y aún estaba en la escuela, mi madre que vivía en Ficoa me mandó de compras a la cuidad. Cuando quise desembarcarme fue imposible. El tren no detenía su marcha y me angustiaba no regresar con el mandado. El precipicio llamado Nariz del Diablo me causó terror, pero pronto descendimos a tierras planas y calientes. Al llegar a una hacienda rodeada de extensos cañaverales obligaron a bajar a algunos campesinos y el tren continuó la marcha. Al terminar la travesía, cierto desconocidos me condujeron a una embarcación grande de la ría donde habían varios hombres amarrados de unos a otros. Tuve miedo y me escondí entre uno bultos. A poco rato chilló la sirena del buque y empezó el movimiento sobre el agua. Al día siguiente solo había mar y cielo en medio de grandes olas. Así pasamos algunas semanas. No tenía ni hambre ni sueño sino susto y mareo. Pensaba en mi madre… Por fin llegamos a una playa donde los marinos nos obligaron a bajar grandes bultos. Al verme impotente, dándome látigo me arrojaron al muelle. Luego de reponerme del dolor, quedé mirando el movimiento de un carro sobre rieles que acarreaba los fardos desde el muelle hacia el comienzo de una subida. Emprendí la marcha como autómata por entre piedras y árboles resecos cuesta arriba. A medida que caminaba iba cambiando el panorama hasta llegar a una planicie de extensos cañaverales. Al fondo estaba un conjunto de casas ahumadas y el estruendo de máquinas en acción. Había mucha gente en torno a rumos de caña y de bagazo que trabajaba sin cesar.

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Era el ingenio de azúcar de la hacienda El Progreso en Chatam. Al acercarme saludé a todos pero nadie me contestó. -Regálenme una caña, dije al más cercano. -Allí lo tienes- Puedes chuparte el montón, pero a trabajar. -Así es-respondió otro. El que no trabaja, no come. Me senté a la distancia. Quería darme cuenta en qué consistían los trabajos. De pronto una señora que volvía de la parcela, regresó a verme y arrojándome un cabo dijo: - Toma, ayuda a cargar el bagazo del montón de allá. Aquí no se puede estar ocioso. Por primera vez mis manos hundiéronse en la podredumbre de abono caliente. Un vaho alcohólico asfixiante despedían los montones de bagazo. No me causó repugnancia. Estaba resuelto a todo. Llevar la carga a la parcela me parecía una experiencia agradable y mas que todo quería conocer el ambiente. Caía la tarde y la mujer estaba angustiada porque sobraban montones. Contaba que el patrón anterior castigaba con fuertes bejucazos cuando no podían con la tarea. -Los actuales-dijo-ya no pegan sino de vez en cuando el administrador que dizque es hijo de fallecido. Pero en cambio no pagan lo completo. La noche cayó lluviosa y con ello aumentó el peso de la carga. A pesar de todo, logramos terminar en horas avanzadas. Un camino solitario condujo hasta las casuchas de los peones. Desde la distancia escuchábamos el llanto enronquecido de una criatura.-Mi hijito- exclamó la mujer emprendiendo la carrera. La seguí hasta la choza. El niño revolcaba en las asperezas del patio. No obstante el agotamiento, la señora lo llevó a sus espaldas y encendiendo un mechero me invitó a entrar en la habitación. La pobreza era impresionante. No había más que un camastro sobre el que pendía un cordel con ropas viejas. Al otro costado, junto a las piedras del fogón había un rumo de bagazo sobre el que me arrojé agobiado de cansancio. La criatura seguía llorando tal vez de hambre o por

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el humo que comenzó a llenar la habitación. A poco rato llegó una niña que parecía espectro viviente. Venía de las tareas de a hacienda. La merienda consistía en un caldo desagradable de rodajas de plátano y yuca que fue devorado aún hirviente. El desvencijado camastro dijo acogida a la mujer, la niña y la criatura tierna. El esposo se hallaba en alta mar. Yo dormitaba a ratos lleno de malestar a causa de la incomodidad del bagazo y la ropa mojada. Después de horas de insomnio y frío, cantaron los gallos y chilló la sirena del ingenio. Eran las cinco de la mañana. En creciente murmullo los peones desfilaban hacia sus tareas. Debían desquitar infinidad de deudas a la hacienda. Por derecho a habitación, uso del agua, ropa, víveres, fósforos, frutas caídas, jabón no, los peones lavaban su ropa con cabuya. Todo esto y mucho más me contó la mujer y concluyó afirmando una vez más:- El que no trabaja, no come. Consciente de ello me empañé en el labor iniciada el día anterior. En el trayecto del ingenio hacia las parcela, había abundancia de fruta caída: guayabas, naranjas, papayas, aguacates. -Anteriormente no se podía coger- advirtió la señora: Los patrones de ahora no prohíben pero obligan a trabajar. En adelante, fue mi alimento mientras acarreaba el abono a las parcelas. La permanente humedad destruyó mis zapatos y no podía caminar descalzo. En la abacería de la hacienda costaba treinta reales el calzado de becerro. Para comprarlo me acerqué el administrador a pedir trabajo. Llamando a los sirvientes ordenó integrarme a las tareas por un real diario. Desde entonces fui uno más en los trabajos y en las deudas a la hacienda. Por las noches iba donde la señora a pedir posada. Había llegado su esposo. Al verle, tuve la impresión de un cuadro de San José que tenía mi abuela. Sus ojos grandes y barba abultada eran fiel retrato de la imagen aquella. Aceptó de buena gana que viviese en su casa. El hombre era bueno pero de un carácter terrible. Le temblaban en casa.

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Los domingos por la tarde, después de la faena a beneficio de la hacienda, nos reuníamos en los quehaceres del hogar. La niña era un poco menos de edad, pero muy delgada. No dejaba de mirarme. Se llamaba Anita. En veces íbamos juntos por agua, a buscar leña, a traer alimentos de la chacra. Al poco tiempo la señora fue llamada al servicio de la hacienda. Al esposo le mandaron a minar sal en la isla Santiago. Anita quedó al cuidado del niño y yo seguía llegando a la casa. La gente decía que éramos casados. No había cura ni autoridad, pero vivíamos juntos y en veces me ayudaba en las tareas. Volví a endeudarme en la hacienda porque compré ropa para ella. Dios me bendijo. Me resultó buena mujer: humilde, trabajadora y más que todo honrado y fiel, a pesar de que yo no era tan santo que se diga. En la hacienda mandaban varios patrones a parte de los mayordomos: el administrador que dizque era hijo del patrón mayor; los gringos, el yerno. Poco o nada sabían de trabajos, pero hacían grandes fiestas cada vez que venían las embarcaciones. Bebían mucho licor y bailaban con hermosas mujeres traídas de la cuidad. De vez en cuando llegaban deportados del continente. Nadie sabía cuántos eran ni qué clase de gente, pero ellos llamaban esclavitud denigrante. El administrador no guardaba miramientos ni consideraciones para nadie. A muchos de ellos los hizo latiguear y amanecer en el cepo. El malestar maduraba cada día. Insospechadamente una noche a pretexto de liberar a unos presos que desde hace días estaban condenados en el calabozo, se amotinaron los deportados junto con antiguos peones que ya habían estado en el alzamiento que terminó con la vida del primer dueño. Alcanzados los patrones en su fuga fueron a reemplazar a los liberados de la cárcel de la hacienda. El administrador que había logrado escapar, desapareció sin dejar rastro. Lo buscaban por todos los lados, pues no había embarcaciones en la playa. De pronto alguien se percató de que el negro Armando Cedeño no concurría a las tareas. La sospecha condujo a pista segura. En cierta madrugada lo vieron salir de casa de hacienda. Los espías lo siguieron a distancia hasta los matorrales de Cerro Azul. Confiadamente salió el personaje de su escondite ante la llegada del negro.

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¡Alto ahí!-Gritó uno de los perseguidores…De inmediato lo rodearon los demás. Intentó tomar la carabina, pero lo redujeron. Amarrado con las manos hacia atrás lo condujeron a la hacienda. Los pocos gendarmes habían sido reducidos la noche del alzamiento. No había quien lo defienda. En presencia de todos lo iban a ahorcar en la antigua picota de la palmera de enfrente de la hacienda. En ese momento el Negro Cedeño se puso de rodillas rogando que no maten al amo, sino que a él, miserable esclavo, pero que salen la vida del patrón. Pálido y tembloroso el administrador cayó de rodillas y con muchas lágrimas imploraba clemencia. Tan dramática escena conmovió a los personajes, cuya generosidad puso de relieve que no eran delincuentes como los trataban, sino gente noble y caballerosa. En cuanto hubo embarcación en la playa, los patrones permitieron la salida de los deportados y de cuantos quisieran abandonar la isla. Hasta tanto corría el rumor de que la hacienda y el ingenio iban a rematarse a causa de muchas deudas. El principal acreedor, un Señor de Guayaquil iba a ser el nuevo amo. Sin embargo los trabajos y el sistema de tareas seguían sin alteración. Repentinamente lo patrones desaparecieron y llegó un personaje a quién llamaban señor Lorenzo. Este caballero hizo desarmarlas maquinas de ingenio para conducirlas al continente. Las piezas que le parecieron inservibles repartió a los trabajadores quienes conservan hasta hoy en diferentes lugares de la isla como recuerdo del antiguo ingenio. Posteriormente un señor de apellido Monteverde que era autoridad, permitió que los peones se posesionasen de las tierras baldías que no estaban cultivadas por la hacienda. Ya Dios me había dado algunos hijos y de acuerdo con ellos y mi mujer, cogimos veinticinco hectáreas aquí el La Soledad y otros retazos por allá. Todo está trabajado. A mis hijos que resultaron buenos, Dios les ha bendecido y ahora están mejor que mi mismo. Por aquellos tiempos habían muchas novedades de guerras. Los gringos llegaron a contratar gente para conducir el agua a la playa y para construir campos de aviación en Baltra. Por primera vez supe lo que era dinero.

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Nos pagaban en dólares. Aunque había libertad para volver a la tierra propia, preferimos trabajar con los gringos que se esmeraban en ayudarnos con alimentos, ropa, medicinas. Los capellanes atendían las necesidades espirituales de los trabajadores y muchos fueron bautizados siendo mayores de edad. También en casa hubo fiesta por mi matrimonio y el bautizo de mis hijos. Todo cambió con la llegada de los gringos, hasta la isla dejó de llamarse Chatam y fue bautizada: San Cristóbal. Cuando los gringos desaparecieron no hubo quien nos atienda, pero en cambio quedamos con dinero a trabajar en tierras propias. Seguían llegando deportados del continente de vez en cuando. Se sabía que era enemigos del gobierno y muchos de ellos personajes importantes. No había esclavitud pero sufrían aburrimiento de soledad y falta de comunicación. Para combatir el fastidio se dedicaban a enseñarnos a leer, escribir y muchas técnicas de trabajo. Eran amables y comunicativos. Debido a la ausencia de los capellanes gringos, el pueblo comenzó a extrañar los servicios religiosos. Era necesario realizar gestiones para la venida de algún misionero, ojalá de algún párroco estable, pero muchos de los deportados se oponían a ella y hablaban mal de los sacerdotes. Decían que son: explotadores, autoritarios, prepotentes, envanecidos, groseros, ambiciosos, dictadores, presumidos, en fin, muchos contaban recuerdos ingratos y decían que no creen en sacerdotes por muchas razones. Con ello el pueblo estaba dividido y era fácil llegar a un acuerdo. A pesar de esto, los habitantes de la playa habían logrado la presencia de los misioneros franciscanos. Cuando lo supimos bajamos con los caballos a invitarles a El Progreso. El Superior se llamaba Padre Mateo, aunque prefería que le tratasen como Hno. Mateo. Aceptaron la invitación pero no las cabalgaduras. Decían que la pobreza franciscana impide lujos, distingos. Calzaban sandalias y vestían hábitos rústicos. Ante la insistencia de todos los vecinos del Progreso emprendieron la marcha cuesta arriba a pesar del calor intenso. La sofocación los martirizaba y las ampollas de las cabezas desnudas. El pueblo había construido arcos de palmeras y flores para recibirlos. Había mucha devoción y entusiasmo que se expresaba en eufórica manifestaciones. Hasta los deportes mostrábanse corteses y concurrieron a la misa en el patio de la hacienda. Al día siguiente abundaron regalos. Cada quien quería llevar a los misioneros a su casa para que bendigan las siembras, los animales, los terrenos.

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-Padrecitos… Yo vengo desde la Soledad-dije luego de pedirles la bendición. Mi esposa ha matado un chancho y mis hijos quedan haciendo arcos en el camino. -Esta lejos…? -Sí padrecitos, pero aquí están los caballos. - Todavía somos jóvenes y Dios nos da fuerza. Dejen los caballos para quienes puedan necesitarlos. Los franciscanos no. Emprendimos la marcha rodeados de mucha gente. -Padrecitos buenos días… -Buenos días padrecitos… saludaban los campesinos desde las chacras, los cafetales, los desbroces. -Cómo están hermanos… Hola hermanos… contestaban con eufórica familiaridad. -Por qué no quieres que les digan Padres…? -Padre es solo uno. Nuestro Padre Celestial… En la tierra tienen este privilegio solo los que han engendrado el ser. Es pecado la usurpación. Por algún tiempo permanecieron los misioneros en El Progreso. Celebraban misas, ayudaban a rezar, aconsejaban y pacificaban a los ancianos. Las limosnas que les daban compartían con los necesitados. En el recinto Cerro Verde, más allá del Junco, vivía un hombre solitario que no podía caminar a causa de una llaga purulenta. Uno de los religiosos tomó a cargo curarlo. A pesar de la distancia, madrugada todos los días llevándole algo de comer. Todos estábamos contentos de ver la mansedumbre y caridad de aquellos hombres de Dios. Pero el tiempo había transcurrido y debían volver a sus superiores. Llenos de tristeza bajamos a despedirles en la playa. Mucha gente no pudo contener las lágrimas al ver desde la embarcación impartían bendiciones mientras se alejaban a perderse en el horizonte. Enseguida se formó un comité para gestionar el regreso de los misioneros. Ayudaron a ello las autoridades y hasta algunos deportados con sus valimientos en la cuidad. Al cabo de algún tiempo, cuando parecía que todo había sido en vano llegó la buena nueva. Desde la loma del Consuelo alcanzamos a reconocer al playlebot Manuel J. Cobos que atracaba en el muelle.

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No demoró en reunirse la gente, pero ya les habían recibido los habitantes de la playa. Cuando llegamos, el Padre Mateo y otros salieron a saludarnos. Habían traído una imagen de la Virgen. Cuando quisimos llevarla al Progreso, los otros se negaron. Entonces el Padre Mateo dijo: -La Virgen es mía, la he comprado en seiscientos sucres. Los que primero construyan la capilla y devuelvan el dinero, pueden llevarse. En esa misma tarde hicimos colecta que llegó hasta ochocientos treinta sucres. Además como había madera en abundancia construimos la capilla de inmediato, pero tampoco así los de la playa quisieron devolver la imagen. Entonces el padre Mateo, tratando tranquilizar, ofreció al pueblo de El Progreso no solo una sino dos imágenes, lo cual cumplió en el próximo viaje al continente trayéndonos una efigie de la Virgen de El Quinche y otra de San Francisco. Pero tampoco el pueblo quedó conforme porque la Virgen de la playa dizque es más milagrosa. Después de estos acontecimientos, a mas de los treinta años volví a mi tierra de Ficoa averiguar por mi madre y más familia. Ambato había cambiando tanto que no supe dónde me hallaba ni hacia dónde dirigirme. Averigüé a unas gentes que venían del otro lado del río si conocen a una doña Zoila Mera, que vivía al pie de la loma, en la hondonada. -Allí mismo vive- me respondieron, indicándome el nuevo camino que debía seguir. Todo había cambiado menos al árbol de capulí de ramas encorvadas en que jugábamos al columpio con niños del barrio. Junto a la casa antigua había otra de materiales modernos. Sentí estremecimiento al ver a una anciana que barría el patio. -Era mi madre…! No pude contenerme las lágrimas y acercándome la abracé. -Qué le pasa señor… -Soy su hijo mamacita… su hijo Daniel… -Dios santo…Qué es pues esto…Qué, mi Daniel…?

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Fuerte abrazo nos unió en silencio de lágrimas. Sin palabras caminamos hacia el aposento. Vivía sola. Mi padre había muerto hace muchos años. Todos me creían fallecido, menos ella que guardaba la esperanza de volverme a encontrar. Confusa, no sabía qué brindarme, pero yo la había llevado muchas cosas. Le conté mi historia desde la salida del tren..Ahora que Dios me ha ayudado, vengo a llevarla – le dije. No quiso, a esta edad solo me llevará la tumba. Quería verte y morir tranquila. Algunos días pasé en compañía de mi madre. Vinieron mis hermanos y más familiares a conocerme de nuevo. Algunos solo sabían mi nombre. Les invité a la tierra de Galápagos, pero nadie quiso a causa de la distancia. Solo y triste como en la primera vez volví, pero aquí me esperaban mi esposa y mis hijos.

PLAYA DE ORO

Con el nombre genérico de “La Playa” se conoce en San Cristóbal la entrante oceánica de Puerto Baquerizo, capital insular. Al especificarla encontramos tres sectores diferenciados: Playa del Faro o Malecón; y, Playa de Oro. La razón es obvia para cada denominación. Es de advertir además, que cada sector tiene su encanto y su leyenda. A propósito de playa de Oro, cabe recordar que por más de dos siglos fue morada de piratas y balleneros, tanto por el agua dulce como por las tierras fecundas de la isla. Por añadidura, geográficamente San Cristóbal es la parte insular más cercana al continente. Refieren los antiguos moradores que en la playa se formó el primer comentario desde tiempos de los corsarios lo cual, coincide con el hecho histórico del siglo XVIII en que el pirata Dampier y sus huestes profanaron el cementerio de Guayaquil y llegaron a morir apestados en las playas insulares, salvándose pocos sin repartirse el botín. Recuerdan además que muchos de los primeros colonos, vinieron a encontrar a parte de osamentas, inscripciones en diversos lugares, como señales evidentes de enterramientos de tesoros. Hasta hoy muchos isleños acomodados- según la gente – deben su fortuna al hallazgo de cofres, baúles y más enterramientos de oro, piedras preciosas y monedas antiguas. Desde entonces dieron en llamar Playa de Oro, no por fantasía sino debido a las riquezas codiciadas por nacionales y extranjeros.

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Persiste aún el interés de muchos afanosos como un alto oficial de la Marina que dedicó todo el tiempo de permanencia como autoridad castrense a la insaciable búsqueda de tesoros. Cabe advertir que en la misma dirección de dicha playa hacia la altura, han realizado excavaciones como la de los tripulantes de un yate norteamericano que mientras entretenían con función cinematográfica a los pobladores, aprovecharon realizando sus excavaciones sin respetar inclusive a domicilios particulares. Por añadidura, no es extraño encontrar sitios e inscripciones enigmáticas como aquella gran piedra detrás del Colegio Alejandro Humboldt signada por una cruz y rayas de base a manera de peana. Con estas y otras evidencias han venido justificando las generaciones la razón del nominativo PLAYA DE ORO.

SOLITARIO DE LA SOLEDAD

Para los devotos de Viernes Santo, fue sorpresiva la presencia de un campesino de botas pantaneras que entró a la capilla de El Progreso en circunstancias en que misioneros franciscanos conmemoraban la pasión de Cristo. Algunos isleños lo había visto antes por las faldas de Soledad, pero en esta ocasión su presencia rompió el murmullo de plegarias con voz compungida habló de tal manera acerca de los padecimientos del Mártir del Calvario que la multitud quedó conmovida. ¿Quién era aquel personaje que infundía piedad y contrición? Al comienzo se hubo identificado como nativo de una provincia interiorana de donde procedían algunos colones de Chatam, sin embargo, nadie lo reconocía, y a pesar de esfuerzos por el dominio de la lengua común lo delataba marcado dejo extranjero complementado por elevada contextura física, ojos azules y cabellera rubia, casi plateada. Al verle con frecuencia algunos trataron acercársele, pero el personaje huía habilidosamente cualquier trato familiar no obstante, un antiguo colono que pasaba por solitario, logró atraerlo invitándole a sus trabajos. El extraño aceptó pero sin compartir alojamiento ni alimentación. Prefería una cueva y los frutos del campo. A poco desapareció de tierras pobladas para hundirse en el paraje desierto de donde salía muy rara vez. Movidos por curiosidad, ciertos individuos lo siguieron infructuosamente en pos de su escondite. Por fin, un colono que recorría la llanura de la Soledad en busca de

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animales perdidos, impensadamente hallase en medio de plantaciones de hortalizas entre las que había una ramada de juncos y paja montez. Al cercarse sigilosamente pudo contemplar al personaje sentado bajo el alero de la habitación, absorto en atenta lectura. Al verse descubierto no se inmutó el solitario, mas bien salió a recibir al visitante con mucha amabilidad y cortesía, invitándole a tomar asiento sobre un madero del filo del patio, pues la habitación la tenía cerrada. Luego, tomando una Biblia, centró la conversación en la lectura y comentario del libro sagrado. -No se aburre usted en completa soledad?- interrumpió el nativo- -No estoy solo – respondió – Dios está conmigo. El me acompaña y consuela. No me hace falta la compañía de los hombres. -Pero le he visto concurrir a la capilla del pueblo. -A Dios se lo puede adorar en cualquier tiempo y lugar, mayormente en la casa de adoración. -Qué dice usted de los sacerdotes? -Son los oficiantes ante Dios. -Mucha gente dice que son envanecidos de su ministerio, presumidos, dominadores. Qué opina usted? -No se puede generalizar. Hay también sacerdotes humildes y convencidos de su vocación cristiana. Sin dar tiempo a nuevas preguntas cerró el libro e invitándole a caminar hasta el confín de la parcela despidió al visitante con ceremoniosa cortesía. Eran los tiempos aquellos en que la fauna nativa moría asustada por el ruido de aviones de guerra apoderados de Seymur; se hablaba de personajes trashumantes en Floreana y de naves misteriosas que emergían del fondo del océano. El mundo era una hoguera en que ardía la humanidad. Y rostros exaltados buscaban lugares ignotos para calmar su espanto. Quién sabe qué mundos extraños desfilarían por la mente enfebrecida de aquel hombre de miradas esquivas que huía de los demás hombres para encontrar a Dios en un punto perdido en la inmensidad del mar.

LAS NARANJAS DE CERRO MUNDO

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En el sector Nor-Occidental de San Cristóbal, existe una prominencia llamada Cerro Mundo. En este pareja posiblemente habitaron seres humanos en tiempos pasados a juzgar por la presencia de plantas introducidas, entre las que existían hasta hace poco un árbol de naranja. La depredación humana a medida que transcurría el tiempo iba destruyendo la planta, sin que nadie se preocupase de su conservación, hasta que el mismo cerro tomó la iniciativa de salvar su tesoro. A este propósito, ha llegado hasta nosotros la historia que vamos a relatar: en cierta ocasión, como de costumbre había llegado un habitante de la playa con su asno a cosechar la fruta. Luego del ajetreo emprendió el retorno tan satisfecho y distraído que a poco no se dio cuenta en qué lugar se encontraba. Lo peor que ni el instinto del animal pudo dar con la salida. Perdido en la inmensidad del pareja, entre filudas rocas y cactus agresivos, caminaban sin dirección hasta entrada la noche. Descargó a la acémila para acogerse a una oquedad de las que abundan en suelo volcánico. Tenía por cobijo el velamen de las tinieblas y por compañía fatal zancudos y hormigas. Allí acurrucado y temblando de frío permaneció nuestro hombre esperando el nuevo día. En cuanto saludaron las aves al amanecer, albardó de nuevo al asno con la fruta cosecha y emprendió la caminata. Mas al darse cuenta que estaba volviendo sobre sus pasos descargó al animal dejándolo a la deriva y siguió sus huellas. ¡Oh sorpresa…! A poca distancia reconoció hallarse en buen camino que le condujo a su hogar. Los familiares que habían pasado la noche preocupados por la tardanza, al verlo regresar con el animal vació, llenáronse de curiosidad con muchas interrogantes. Mientras duraban las explicaciones, se habían congregado los vecinos averiguar lo acontecido. Pronto circuló el comentario a través de diversas interpretaciones, para unos, sin importancia, para otros en cambio preocupantes y no faltaron bromas y hasta historietas antojadizas. Sin embargo no se descartaba la posibilidad de que algo misterioso podía estar aconteciendo. En medio de tertulias callejeras surgió la idea de algunos jóvenes que deseaban probar por propia experiencia. En la mañana siguiente partieron provistos de equipajes a la montaña. A pocas horas de camino divisaron al árbol que les atraía con sus racimos dorados.

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Llegados al lugar, cada quien entre comentarios y algarabías cosechaba la fruta y llenaba sus bolsos. Alegres y satisfechos emprendieron el retorno por el trajinado camino que conducía a la playa. De pronto alguien advirtió de que estaban dando la vuelta alrededor del árbol sin avanzar un paso adelante, pero como ya habían consumido buena parte de fruta, volvieron a aprovisionarse para reiniciar la jornada. Hasta tanto densa nube cargada de tempestad oscureció el ambiente hasta el anochecer. La tempestad era tan fuerte que no les permitió buscar alguna cueva de albergue entre las rocas. Acurrucados bajo el árbol sufrieron los goterones y la invasión de zancudos hasta amanecer. Tiritantes y llenos de malestar empezaron a caminar como autómatas sin preocuparse de las naranjas sino únicamente de sus hogares. Caminaron sin rumbo hasta cuando se dieron cuenta que el árbol había desaparecido de su vista y empezaron asomar las primeras casa del poblado. Familiares y amigos que se hallaba expectativa, al verlos salieron a recibir ansiosos de novedades. Muchos comentarios circularon a través de diversas conjeturas e interrogantes: -Tal vez el maligno…? El cerro se ha vuelto mezquino…? En adelante nadie quiso ir por naranjas a Cerro Mundo por temor a extraviarse o que le suceda algo peor. De lo sucedido años atrás ha quedado como tradición de San Cristóbal la leyenda de LAS NARANJAS DE CERRO MUNDO.

El TESORO DEL PIRATA LEWIS Nos es grato transcribir en su propio estilo al profesor y científico de la Estación Charles Darwin, señor Jorge Sotomayor, que se digna aportar con la siguiente tradición: “El Pirata Lewis que vivió en Floreana y murió en San Cristóbal, fue protagonista de una historia por demás extraña. Para empezar, nadie sabe de donde vino ni quién era. Nadie sabe además, que hacía en Galápagos.

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Una vez que los trabajadores sublevados mataron a don Manuel Julián Cobos, el pirata dedicó quedarse en San Cristóbal. De tiempo en tiempo abandonaba la isla, nadie sabe con qué propósito y luego continuaba su vida tranquila y monótona, entregado a sus recuerdos. Por esos azares de la vida, se hizo amigo del señor Manuel Augusto Cobos y como sentía que su fin estaba próximo, decidió revelarle el secreto de sus esporádicos viajes. El pirata Lewis tenía enterrado un tesoro en alguna isla del Archipiélago y cuando tenía apuros económicos visitaba en una destartalada chalupa a la isla donde tenía escondido el dinero y volvía con lo suficiente para solventar sus escasas necesidades por algún tiempo. Para el efecto tomaron entonces una embarcación de pesca y acompañados de cuatro marines se hicieron al mar. Cosa curiosa, a la mitad del trayecto el Pirata Lewis empezó a actuar como loco. Saltaba y gritaba sin ton ni son. Al ver don Manuel Augusto Cobos, pidió a los marineros que regresaran a San Cristóbal y cuando desembarcaron en la isla, el pirata le contó al señor Cobos que tuvo que actuar así porque se enteró que los marineros planeaban matarle a él y al Señor Cobos una vez que se desenterrara el tesoro. Tiempo después murió el Pirata Lewis y con él quedó enterrado el sitio donde tenía guardado su tesoro (1) Fuente de consulta: Conversación personal con el Sr. Manuel Augusto Cobos-(f) Jorge Sotomayor…”

E CABAYO E COBO

A POCO DE LLEGADO A San Cristóbal un señor se detiene a saludarme. Otro más allá sonreído me pregunta: -Qué le dice a Cabayo…? Ruégole explicarme. No entendía. -E Cabayo, e Cobo, puee… De este apodo aplicado al personaje del saludo nació la curiosidad, El Caballo de Cobos, era una leyenda más de la parroquia El Progreso. La gente recuerda la colonia de esclavos establecida en el lugar, así como de los métodos de

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domesticación humana ejercidos por el gran propietario. En torno a ello han inventado cuentos y leyendas que desmejoran al controvertido personaje cuya alma condenada dicen que pena todavía en la hacienda. De entre numerosas versiones al respecto, recuerdan que desde el establecimiento de los misioneros franciscanos ha desaparecido el fantasma que mantenía en zozobra a los habitantes del lugar. Refieren que cafetales, huertos y llanuras eran escenario de correrías diabólicas a partir de la medianoche. Los vecinos sabían que en cuanto se rumoreaba el ruido, debían encerrarse en sus habitaciones y trancar puertas y ventanas para evitar que los niños y aún personas adultas puedan ser pegadas por el maligno. En varias ocasiones los animales domésticos murieron en medio de alaridos y temblores. Muchos aseguraron haber visto al caballo echar fuego por el hocico y oído su espantoso relincho. Uno de los habitantes de El Progreso refería la siguiente historia: -Había madrugado conforme es costumbre a la playa de El Chino con sus redes de pesca y asnos de carga. El día resultó favorable y a pesar del cansancio quiso aprovechar algunas horas más. Con abundante carga se predispuso al retorno. La luna acompañaba desde lo alto por el incierto camino de cactus y lava cenicienta. Sorpresivamente escuchó a lo lejos el relincho que le llenó de terror. El miedo invadió su espíritu en temblores incontrolables. Quiso hablar gritar, pero tenía atada la lengua. Mentalmente invoco la proyección divina y pensó regresar a la playa, pero había caminado tanto que su casa estaba muy cercana. El perro que le acompañaba ladrón agresivamente y corrió tembloroso a pegarse junto al amo. A poco asustáronse los asnos sin querer dar un paso adelante. Nada vio el pescador , pero los ruidos extraños conturbaron su ánimo. Al llegar al patio de su casa cayó desmayo. Los animales hallábanse también inquietos. Sorpresivamente el perro corrió chillando a morir dando vuelcos a la distancia. Hubo algazara en el vecindario y no faltaron vecinas piadosas que encendieran ramos benditos e hicieran rezar el rosario hasta el amanecer.

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La novedad y el comentario circuló por toda la isla. “E Cabayo e Cobo… E Cabayo e Cobo apareció trave… E maldito animal ha ejpantao a don Olaya”

LOS TESOROS DE CERRO PATRICIO

Cuando Fray Tomás de Berlanga y sus compañeros contemplaron por primera vez nuestro archipiélago, llenos de asombro lo llamaron Islas Encantadas. Quien quiera las visite, sin duda exclamará lo mismo ante el embrujo de tantas maravillas. Todo tiene sabor de encanto, de misterio y leyenda enraizada en un pasado también legendario: piratas desalmados y románticos; balleneros atrevidos que cuantificaban su vida con la de cetáceos gigantescos; murallas de lágrimas y sangre, tragedia, crueldad humana… Todo atrae y encanta a los amantes de la aventura, a los soñadores y náufragos de la vida. Cada acantilado, cada playa y hasta las renegridas costas de los siglos nos hablaban de algún encanto o ilusión perdida, de algún secreto escondido en las arrugas de la eternidad. En fin, todo es embrujo y es leyenda enclavada en la pupila del océano. Detengámonos por un momento en uno de estos lugares que exalta la imaginación aprisionándolo en el círculo borroso del horizonte. Nos hallamos en la cúspide de Cerro Patricio. Es una pequeña elevación que corona la parte alta de Puerto Baquerizo en San Cristóbal. Una cruz blanca lo distingue desde cualquier dirección. En este lugar cuenta la leyenda que se hallan escondidos los tesoros de los piratas, pero el cerro no permite que ningún mortal pueda extraerlos. Los mismos habitantes de San Cristóbal lo intentaron en varias ocasiones. A este propósito, cabe mencionar que un personaje muy conocido en estas actividades, al contemplar una noche el cerro iluminado juzgó que era brillo de los metales preciosos. A pesar de la oscuridad encamínose al supuesto lugar. Al coronar la altura pudo contemplar con verdadero asombro una gran puerta a través de la cual salía la luz proveniente de una ciudad iluminada que se hallaba en el fondo. Sigilosamente penetró en ella y no cabía de asombro la cantidad de oro y piedras preciosas que brillaban como el sol. Mas al momento en que lleno de codicia extendió las manos para recogerlo, apagase repentinamente la claridad quedándose en medio de tinieblas.

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La impresión le hizo deambular toda la noche en torno al mismo sitio hasta que el amanecer retornó con el cerebro ardiendo fantasías. La noticia circuló despertando nuevas curiosidades y ambiciones, pero nada volvió hacerse visible en adelante, por lo que creyendo podría tratarse de artimaña del Maligno, los habitantes de Baquerizo plantaron una cruz sobre la montaña. No obstante, una noche volvió hacerse visible la iluminación a un habitante del Progreso, quien atemorizado curioso cobró ánimo para dirigirse al lugar. Atónito quedó contemplando como el cerro lanzaba una bola luminosa hacia las faldas de Cerro Mundo. Como el fenómeno tornárase intermitente, nuestro visionario se puso seguir la dirección del artefacto. Tras horas de caminata llegó al lugar donde ardía una llama que ante su presencia apagase súnitamente. Permaneció en el sitio en espera de alguna manifestación hasta el amanecer. Con la nueva claridad pudo contemplar admirado una plataforma de calicanto engarzada a una gran cadena suspensa de un árbol. En la superficie del artefacto había signos enigmáticos. Sin saber la alternativa a tomarse señaló con precisión el lugar y emprendió el retorno señalando de trecho en trecho el borroso camino. Los cementerios de los tesoros de Cerro Patricio habían pasado a Cerro Mundo. Despertándose nuevas expectativas y nuestro personaje se vio obligado a encabezar a un grupo de exploradores. Llegados al lugar hallaron las señales dejadas pero no la plataforma misteriosa. La buscaron hasta el cansancio y al no encontrarla retornaron llenos de frustración y coraje. Difundióse el cementerio entre los habitantes de El Progreso que se reían de las vanas ambiciones. A pesar de ello, siguieron volviendo nuevos buscadores de tesoros. El interés aún permanece latente porque la misteriosa plataforma para unos aparece y para otros no. Por sobre todo está la ironía de la suerte que sigue burlándose de las ambiciones humanas. Si usted, respetable lector desea interesarse por los tesoros de San Cristóbal, el camino hacia Cerro Mundo está abierto a pocos Kilómetros del cementerio isleño.

NAUFRAGOS DE DINAMARCA

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Eran los tiempos en que arreciaban las ambiciones extranjeras por nuestras islas. Aventureros de toda índole querían probar suerte en las “tierras de nadie”. Para control nacional fue preciso tolerar los dos pequeños imperios de Isabela y Chatam. Los favorecidos podían contar a falta de colonos, con el contubernio oficial para la deportación de gente que, al llegar a la región insular era sometida al terror. Los seres humanos, perdida su condición de tales, eran transformados en bestia de trabajo, que se intercambiaban los amos según necesidades o cumplimientos. Muestra de ello, el marino José Olaya, de Chatam, al servicio de Isabela. Miles de reclutados en predios de miseria continental, en haciendas, cárceles y hasta en las calles incrementaban de continuo el desconocido número de esclavos. Al integrarse a la colonia, muchos de ellos perdían su identidad por el apodo denigrante que borre su rostro. Estos infelices utilizados en infinidad de trabajos, cumplían labores de depredación en las islas hasta el exterminio de especies nativas. En su escasez nativas. En su escasez suplió el ataque a los animales introducidos. El ganado vacuno multiplicado prodigiosamente en la soltura de regiones fecundas, alimentaba el comercio de carne salada y pieles a los mercados de Panamá y Guayaquil. A esta época corresponde la secular canción que aún vibra en tono de elegía entre los habitantes de San Cristóbal e Isabela. La composición comienza diciendo “…Somos los náufragos de Dinamarca. La que ha dado margen a la idea de protagonistas daneses. No hay noticia de ellos en el archipiélago, pero sí de los noruegos que trataron colonizar FLoreana. Es posible la confusión con el velero noruego Alexander que naufragara en Galápagos en su viaje de Austria a Panamá en 1907. Los versos recopilados gracias a la colaboración de los señores William Gómez y los hermanos Lucrecia y Edulfo Cabezas, carecen de técnica literaria, pero encierran una conmovedora transparentación de un hecho histórico de la realidad insular y de la sumisión hacia el amo llevada al sacrificio.

LOS NAUFRAGOS DE DINAMARCA

“…Somos los náufragos de Dinamarca

que bien partíamos a Guayaquil

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cueros y carne llevábamos a Manta que nos mandaba Antonio Gil.

Fue la demora en Isabela

Que un buen fracaso nos sucedió El capitán de nuestra barca

Cayó enfermo y pronto murió

José Olaya era un buen piloto Que a San Cristóbal quisimos entrar Mas las corrientes nos arrastraron A la isla Bárrignton a Naufragar.

Luzmila Ochoa, inocente niña Pobre familia también sufrió y marchando hojas de tuna

que era un brebaje para tomar (1)

45 días estuvimos sin más destino sin más merced

acongojados en un suspiro muertos de hambre, frío y sed.

47 días estuvimos y una gran nave

alcanzamos a ver era la Flor del Guayas

que así se llamaba la nave que nos vino a favorecer.

Ya moribundos nos embarcamos

Y a bordo vimos la salvación La decadencia de todo náufrago Que en la isla de todo náufrago

Que en la isla Barrignton nos sucedió.

En un cajón forrado de lona Fue a darle parte a Antonio Gil

Fue un Benavides el colombiano Que en esa piedra se sepultó

Agonizante, agua pedía, Un jarro de agua denme por Dios…”

(1) hojas de tuna: Opuntia cuyas hojas producen jugo que aplaca la sed

LA MALDICIÓN DE LA GUAYABA

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Los ecologistas no encuentran hasta la presente la manera de erradicar los matorrales de guayaba que han invadido gran parte de la isla San Cristóbal. Quien se dirige desde la parroquia El Progreso a los recintos aledaños lo hará por entre bosques de esta hermosa planta frutal, que los colonos miran con desprecio porque para ellos es parte que obstaculiza los cultivos y además, trágico recuerdo de una guayaba es una planta maldecida. ¡Quién coma de su fruto, no podrá abandonar la isla, y si lo hace, volverá al poco tiempo desde cualquier parte del mundo. Esta circunstancia, conforme cuentan los ancianos, se debe a la siguiente historia. De vez en cuando llegaba desde el continente el buque Estrella del Mar, cuando atracaba en la Playa era motivo de múltiples expectativas entre los esclavos de la isla, ya porque les esperaba el duro trabajo de conducir pesados cargamentos hacia la hacienda o porque llegaban nuevas remesas de deportados. En cierta ocasión hubo algazara en la hacienda. Había que organizar la caravana de acémilas para el viaje hacia la playa porque en la noche había atracado el buque. Pronto comenzaron las tareas de desembarque y conducción se cargamentos. De entre los numerosos bultos señalóse un cajón que había que dispensarlo cuidados especiales porque era portador de una planta muy estimada para el patrón, más no para quienes la conocían en el continente. Se trataba de una humilde planta de guayaba de las que abundan en las costas ecuatorianas, pero que llegada a la isla tenía otra importancia y significación. Sembrada en el huerto de la hacienda y bajo cuidados muy especiales, la planta iba creciendo hermosa y cargada de frutos tan provocativos que llamaban la atención a los esclavos y trabajadores. Advertido el patrón sobre el particular impartió una orden: Severas, trágicas eran siempre las órdenes del patrón, pero en esta ocasión el mandato fue funesto: “…Todo esclavo o trabajador, sin límites de sexo, edad, ni circunstancia que se atreviera a tocar el fruto de la guayaba, castigado con trescientos bejucazos (latigazos). La orden dejó en suspenso a los esclavos que empezaron a odiar a la planta, de la que había que huí desde lejos. No obstante tan severas prohibiciones, quién sabe si por desgracia o descuido, una criatura de pocos años había logrado escurrirse por bajo del alambrado y con la fricción propia del hambre infantil comenzó a devorar la fruta prohibida, sin percatarse que los espías los estaban contemplando incrédulos y asustados.

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Cuando el patrón concurrió ante el aviso oportuno, dirigió una mirada al inocente intruso, y relamiéndose la comisura de los labios insinuó a los verdugos. El niño sin comprender la tragedia dejóse conducir al lugar del suplicio; cuando lo desnudaron para atarlo al poste de flagelaciones, lanzó un chillido llamando a su madre que lloraba impotente. El patrón que se asentía con su presencia comenzó a contar los golpes- Cinco, diez, cincuenta…Dénle más… Pero los verdugos lo desataron porque ya era cadáver. Gruesas lágrimas rodaron por todos los rostros. Hasta flageladores pasaron disimuladamente el reverso del puño por el rostro. ¡El patrón sonreía…! La leyenda no cuenta se el cadáver fue arrojado a los perros salvajes, pero sí que la infeliz madre de rodillas lloraban a gritos. Quienes lo escucharon dicen que maldijo al patrón, que también debería pagar con su vida, y que la planta sería peste de la hacienda y que vendrá mucha gente atraída por el olor de la guayaba a adueñarse de la hacienda. No pasó mucho tiempo en que comenzaron a cumplirse los vaticinios de la infeliz madre. El patrón fue asesinado en su propia casa y desde entonces empezó a llegar toda clase de gente a la isla. El comercio común que aún persiste en San Cristóbal es de que quien haya probado el sabor de la guayaba, no podrá abandonar la isla y si lo hiciera regresaría desde cualquier parte del mundo.

LOS MANGOS ESTERILES En la entrada a la parroquia El Progreso, a pocos metros de la cárcel de Chatam existen dos envejecidos árboles de mango que a pesar de follaje abundante y florecimiento continuo jamás produce fruto. En torno a este fenómeno los habitantes del lugar comentan: Eran los oscuros tiempos del terror y el alarido en que rostros desfigurados de espanto huían del garrote y el fusilamiento; los perros peleaban sobre cuerpos agónicos y amanecían cadáveres colgados de los árboles. ¿Pero qué del milagro, dicen unos, porque allí penan las almas de los fusilados; otros aseguran que es en duelo por los niños muertos.

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A pesar de la crueldad de los hombres, por aquellos tiempos la naturaleza eran tan pródiga en regalar frutos que desgajaban las ramas, sin embargo para los esclavos estaban prohibidos mediante castigos que en veces les causaba la muerte. No obstante, el hambre era insoportable y los niños agonizaban prematuramente en los duros quehaceres de la hacienda. Una organizada red de espías controlaba movimientos, palabras, intenciones con oídos atentos y miradas listas a la denuncia. Nada se ocultaba al amo y todo movía conforme su más leve insinuación. Los árboles de mangos ocultos entre la maleza ostentaban provocativos racimos que en veces desgajados. Todo calculaba y prevenía la red de espías… Una tarde en que el sol rielaba sus pinceladas moribundas en el paraje solitario, el hambre indujo a dos niños a escurrirse por entre la vegetación para encaramarse en los árboles con ansias devoradoras. Al parecer nadie trajinaba por el sitio silencioso, pero el patrón pronunció tres palabras… trágicas, terribles. Terribles palabras cual disparos mortales. - ¡Atenlos donde estén! Llegaron los verdugos al pie de los árboles armados de cabestros. Aterrorizados los niños comprendieron tardíamente su error. Inmóviles junto a las ramas quedaron en silencio tembloroso. Los esbirros que tenían miradas felinas cumplieron la orden con saña diabólica. Cada niño quedó fuertemente atado a su rama… La noche fue traspasada por desgarrantes ayes infantiles y por gemidos en el interior de cada choza. Los esclavos iban y venían de los trabajos con rostros caídos y miradas tristes. Apenas se rumoreaba en la tarde siguiente los estertores finales de cada moribundo. Al tercer día todo era silencio de tumba. El patrón jamás contradecía sus órdenes… Pasaron los días con su bagaje de dolor y lágrimas. El aire iba tornándose pesado, mal oliente, hedores de carroña y fruta madura infestaban el ambiente nublado por aves de rapiña. Por mucho tiempo quedaron las osamentas atadas a las ramas hasta que iban desprendiéndose para blanquear los almácigos del pie de las encinas. En adelante la gente que pasaba junto al lugar de suplicios, se santiguaba rezando entre dientes alguna invocación piadosa.

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Desde entonces cuenta la leyenda que los árboles de mango se secaron por algún tiempo y si después tornándose a vestirse de follaje no volvieron a dar fruto jamás. Fuente: Leyendas de Chatam, por ENRIQUE FREIRE GUEVARA; SAN CRISTÓBAL _ GALÁPAGOS; editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana; Quito-Ecuador 1993.