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El Autor de la Semana - fi 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales - Universidad de Chile Selección y edición de textos: Oscar E. Aguilera F. ([email protected]) Leoncio Guerrero: Faluchos -1- El Autor de la Semana UNIVERSIDAD DE CHILE * FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES El Autor de la Semana - fi 1996-2000 Facultad de Ciencias Sociales - Universidad de Chile Selección y edición de textos: Oscar E. Aguilera F. ([email protected])

Leoncio Guerrero - Faluchos

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La recia narrativa de este profesor —uno más del gremio queaportó a las letras chilenas— se afincó en un neorrealismo intenso,decidor del mar y de los pescadores anónimos de la zona del Maule—con extensión al resto del litoral—, que viven miserablemente desu rudo trabajo.

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El Autor de la Semana

UNIVERSIDAD DE CHILE * FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES

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Índice

Leoncio Guerrero ........................................................................................................... 3

I ...................................................................................................................................... 4II ..................................................................................................................................... 6III ................................................................................................................................. 14IV ................................................................................................................................. 20V .................................................................................................................................. 25VI ................................................................................................................................. 34VII ................................................................................................................................ 42VIII .............................................................................................................................. 54

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UNIVERSIDAD DE CHILE ** FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES______________________________________________________________________________________

El Autor de la Semana______________________________________________________________________________________

Leoncio Guerrero(1910-1977)

La recia narrativa de este profesor �uno más del gremio queaportó a las letras chilenas� se afincó en un neorrealismo intenso,decidor del mar y de los pescadores anónimos de la zona del Maule�con extensión al resto del litoral�, que viven miserablemente desu rudo trabajo. El escritor Mariano Latorre lo celebró como dignocontinuador del criollismo �así como otros críticos�, aunque susobras evidencian una profundización mayor en los personajes, unfuerte colorido y un marcado tinte social. Su producción literariaquedó conformada por los cuentos Pichamán (1940), la novela cortaLas Dos Caras de Huenechén (1949) y las novelas Faluchos (1946),La Caleta (1957), Las Toninas (1964) y Más Allá de las Brumas(1973).

(Adaptado de «Historia de la Literatura Chilena» por MaximinoFernández Fraile ©1994 Editorial Salesiana)

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Selección, diagramación: Oscar E. Aguilera F. � © 1996-2000 Programa deInformática, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile.

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I

El Maule nace en la Cordillera. Lo amamanta con suhermoso y terso pecho la Laguna del Maule. Desde allí elrío sale niño, juguetón y saltarín, aún sin caudal, sinresponsabilidades. Se detiene en pozas, se desborda porpeñas o se hunde en la tierra. Está muy lejos el fin, alládetrás de las bajas montañas, debajo del sol de las tardes.

Llevado por su vitalidad, nutrido de jugos más anchos,llega al valle. Ya es joven. Madura en los sembrados y enlos huertos. Desgasta sus pies en el cambiante lecho depiedras, ora en una orilla, ora en la otra, siempre encauzadopor piños de cerros, siempre hacia abajo.

Al terminar la lenta caminata por el valle, contraenupcias con otras aguas que vienen del Norte (Claro), odel Sur (Loncomilla). Desde allí, hombre y experimentado,empieza el duro sendero de la bajada, por ásperos cam-pos, calcinados por el sol. Secos, secos cerros hacia todoslos horizontes. Sin él se morirían las riberas con sussandiales, sus viñas trepadoras, sus chacritas escuálidas.Paralelamente corre el tren diminuto, mordiéndose la colade rabia en las revueltas.

En estas sequedades de la Cordillera de la Costa hagastado su caudal, sus energías y apenas puede llevar ensu lomo las barcas que suben o bajan. Siente no poderlibrar a los guanayes de su duro sirgar: sólo les refrescasus anchos dedos con sus enlamadas aguas. La niebla quese arrastra lo exaspera. Le estrecha la garganta, le tapa lavisión, le corta el porvenir. Entonces, el río se retuerce enlos rápidos o se echa a descansar en los traidores y verdesremansos, en donde se bañan los chiquillos o se pudre algúnbote.

Hay que buscar nuevas tierras, alimento, esperanzas.Más allá de un puente se abre el horizonte. Más allá de unpuente viene a su encuentro el mar. Se lo lleva de la manocon sus aguas salobres. Se ensancha. Tiene espacio. Lo

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explotan. El río ya no batalla, ni se desespera, ni salta, niamenaza, ni anhela nada. Se arremansa, se extiende, se datodo. Vive sus últimos días y, un día o una noche, se ahogaen el mar.

Con el Maule todo baja.

Hacia el mar fluyen la vida y la muerte.

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II

....óoo... óoo... óoo...

�úuu... úuu... oioiuuuuuu..

Se alargaban los gritos guturales de los cuatro guanayesque arrastraban la barcaza, cargada con rodelas de leña.El eco los devolvía deshumanizados y continuabanrebotando río abajo, de cajón en cajón. El río, en ese lugar,se desparramaba, echándose sobre su ancho lecho depiedras. La profundidad era escasa y la barca tocaba fondo.Los remos no podían actuar. El viento se había detenido yla cuadrada vela se enflaquecía. No quedaba otro medioque la fuerza hercúlea de los braceros desnudos, quearrastraban a la sirga el grueso cable. Sus pies descalzosya se hundían en el agua, acariciados por las blandas la-mas, ya se enroscaban, adaptándose a las duras piedras dela orilla.

Más adelante, más atrás, viajaban otras barcas,movilizadas de la misma manera. Y así, el río era unaalargada competencia de gritos amorfos, doloridos.

Era un verano rudo aquél. Los cerros se veían secos yrojos, por donde quiera se mirase. Sólo las viñas trepadorasponían sus verdes paños, motas de color, en la gran calvade las montañas. Uno que otro arroyuelo se entregabatímidamente a la corriente del Maule. De las aguas, seescapaba una cálida reverberación. Continuamentealargaban sus brazos muellecillos de troncos por donde seembarcaban los habitantes de las riberas. La navegaciónfluvial era la única vía de acceso al puerto o a Talca, antesque se construyese el ferrocarril. De Constitución a Perales,con buena travesía, se demoraban un día. De Perales aConstitución, uno, dos o más.

�Muchísimos veraniantes han venío este año, ¿no?

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�Hartos. Es que han hecho calorazos�contestabaotra voz de los cargadores.

�Dicen que vienen niñas más lindas que la Pelo Lindo.

�El alazán Leonardo es hacha pa las chiquillas.

�Pero tenís que tapate pa entonces�le advirtió elpiloto Andrés Miño, quién no podía conseguir que sepusiesen sus cotonas de tocuyo y los pantalones que lesregalaban los pasajeros pudorosos.

Cuando sopló el viento, se subieron a la lancha losguanayes, y largaron las velas, dejándose llevar a regularvelocidad, río arriba. Anochecía. De las lomas venían gritosy bramidos. Un halo de frescura envolvía el cajón y unaneblina con olor a mar venía arrastrándose.

�¡Guarda, guarda con el choque!

�¿Que no vis?�y restalló una palabrota de las muyusadas entre los procaces guanayes.

Amarraron la lancha en el muelle de Linares de Perales.Otras barcazas llenaban la pequeña bahía fluvial. Venían aquebrarse en la corriente del río las luces de las casas delpueblo, que dormía.

�Bueno, amarren bien y bájense. El alazán Leonardoqueda de guardia.

Don Andrés se fue al caserío. Su cuerpazo iba azotandouna sombra más espesa contra las irregularidades de laúnica calle de Linares. El anillo de montañas encerraba elpequeño valle con sus siluetas próximas. Llegó al �bar�del �Hotel de Perales�.

�Hola, don Andrés. ¿Otra vez de vuelta? ¿Quénoticias trae del puerto?�le gritó casi el dueño.

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�Ninguna, on Pancho Méndez. ¿Y usted? ¿Llegó lafamilia veraneante esa de que me había hablado para quela llevase para abajo?

�No, on Miño. Hay que ir a buscarla a Talca. Nopudieron ir hoy. ¿Por qué no va usted en el bote? Traepoca agua el Claro. Le aseguro que le conviene. Es genterica. El caballero es diputado por el Departamento. Vienentodos los años. Ayer me encargaron piezas.

�Bueno. De alba. Ahora déme un traguito de chicha,de esa que le mandaron de Curtiduría, pa pasar la mojá.

Los otros guanayes y patrones le saludaron también.La noche pasaba lentamente. El río cantaba, camino delmar. Se oía el chocar de las barcas unas contra otras. Delejos venia el óoo úuu de los guanayes.

�Ahi viene on Secundino. Estaba descargando en �ElCáñamo�.

�óoo... úuu... oioiuuu...

Y el aullido de esfuerzo se perdía en las distancias yen la sombra. Los perros contestaban, reconociendo la vozde sus amos y corrían hacia el embarcadero, moviendo lascolas.

* * *

El patrón Miño envió al Alazán y a Marín a Talca.Junto al puente del Claro esperaba la familia.

�¿Ustedes vienen de Perales?

�Sí, patroncita. A buscarlas.

Doña Bernarda, siempre gruñona, vistiendo de negrosu obesidad reumática, empezó a apurar a las niñas.

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�¡Juanita, Irene, tú Petronila (la china), los bultos,las sombrillas, no olvidar nada;!

El Alazán y el Perro Marín miraban curiosos el grupo.Les llamaban la atención aquellas muñecas con tantosvuelos y miriñaques, de caritas tan cuidadas. A su vez,ellas observaban a aquellos seres rudos vestidos de cotonay calzoncillos, musculosos, de cutis ocres. Venían de dosmundos distintos.�¡Ya, vamos!�ordenó misiá Bernarda.Los remeros empujaron el bote y se dejaron llevar por lacorriente. Las casas de la Capital del Piduco, desfilaronpor la ribera izquierda del bello afluente del Maule. Lasiglesias, allá al fondo.

Al mediodía llegaron a Perales. La familia fue recibidacon muchos agasajos por el propio dueño del hotel, donPancho Meneque (Méndez).

�¡Dona Bernarda! ¿Por aquí, otra vez? ¡Qué crecidas,las niñas!

�¡Qué gusto, don Francisco! Muy molesto el viaje.No pudimos conseguir coche. Esta es Irene. ¿Usted no laconocía? No había venido por aquí. Prefería �LasTorpederas�.

Misiá Irene, levantándose de un lado las faldas parano ensuciarse en el polvo fino del callejón, le dio su manito.

�Los hombres esos son interesantes. Yo quisierallevarme uno para Santiago y mostrárselo al maestroCicarelli, mi profesor de pintura. ¡Qué retrato de un chilenopuro!

�¡Tú siempre, niña, con tus siutiquerías! todo lo mirascomo para pintarlo. ¡Yo no sé qué hija esta! Es el borrónde la familia. Ni se preocupa de las labores de la casa,siquiera.

�Aquí hay muchas cosas lindas, misiá Irene, para

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pintar.

La familia se instaló en el hotelillo de Linares dePerales con todas las incomodidades posibles.

Vinieron a despertarlas de madrugada.

�¡Qué molestias, niñas, esto de viajar en lanchas! �comentó doña Bernarda�. Cuando venga tu padre, le voya decir que mueva lo de los fondos para que hagan luegoel ferrocarril de Talca a Constitución, y así evitarnos estasincomodidades.

La lancha de On Miño las esperaba, entoldada,cubiertas las varillas de coligüe con una vela muy blancaque el viento hacía ondear.

�Menos mal. Iremos a la sombra�suspiró la obesadama y se sentó en el colchón de popa, ya que en la proahabía una ruma de rodelas de leña. Otras familias tambiénse embarcaron en medio de alegres exclamaciones. Delmar venía una fresca brisa yodada. El viejo Maule sehinchaba de orgullo al recibir en la Confluencia su hijo delsur, el Loncomilla, y después, por el norte, el Claro, y seiba presuroso hacia el océano, arrastrando en su lomoaquellas lanchas de vientre negro y chato.

On Miño, en la popa, con la espadilla, dirigía laembarcación diestramente. Conocía al río desde dos o másgeneraciones. Llevaba en la sangre al Maule, al queridorío de las nieblas, vena y arteria de aquella porción de laCordillera de la Costa. Los cuatro guanayes, sentados unostras otros, remaban a compás, sin esfuerzo, porque lacorriente los ayudaba. Cuando dejaron atrás la Confluenciay el río, ensanchado, se hizo profundo y sereno, largaronla vela. El viento la estrujó, primero; luego, la hinchó y allíse quedó detrás de ella, empujándola. Las pasajerasgozaban del delgado aire que venía aromado desde lasmontañas. Para esquivar rápidos, on Miño cargaba la lanchahacia una orilla. Pasaban casi tocando los enormes

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helechos, las grandes hojas de pangui, el decorativo ybrillante follaje de los avellanos, las indiferentes y siempresedientas ramas de sauce. Los pájaros cantaban,atravesando el río. Misiá Irene no quitaba la vista de losguanayes, que descansaban curvándose sobre el mangodel remo levantado. Iban quietos, como soñando. Lascotonas muy blanqueadas, en homenaje a las veraneantes,colgaban, casi tapando los calzoncillos que llegaban másabajo de las rodillas. Cuando iban solos con su cargamento,se desnudaban de cuerpo y de lenguaje.

Misiá Irene, con su �manía plástica�, como le decíasu madre, quería ver completamente desnudo a uno de ellos;al Alazán, por ejemplo, de pie, con las montañas comofondo. ¡Qué soberbio ejemplar de macho y de la raza! Pero,¿cómo conseguirlo? Seguramente el guanay,despreocupado en otras ocasiones, ahora tendría suspudores frente a aquella �niña� tan blanca y tan linda.

La lancha navegaba río abajo. Al cruzarse con otra, lesaludaban con coros de gritos. Ya de noche hubo quedetenerse y acampar frente a Pichamán. Las viajeras sequedaron en su entoldado. Los guanayes bajaron a tierra.Sacaron sus �cueros� y bebieron largamente del vino ásperoy fortificante que producían aquellas viñas de rulo. El patrónles repartió sus raciones de masa cruda y porotos. Unagran hoguera calentó la arena y allí enterraron las tortillaspara asarlas. Algunos se fueron a sus �querencias�, en laschozas de los cerros.

Al amanecer, el piloto tuvo que darles de puntapiéspara despertarlos. Medio dormidos, con la �mona viva�,se uncieron al cabo, afirmándolo en un hombro y, paso apaso, empezaron a medir la tortuosa orilla. Sus gritos,coreados por los guanayes de otras barcazas, llenaban lasonora caja del río con los lamentos desesperados ymelancólicos. Faltó el artista que los hubiese estilizado enuna especie de �Barqueros del Maule.

�¡On Miño! �le llamó misiá Irene, aprovechando

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que los hombres no estaban en la embarcación y cuidandode que su madre no le oyese�, on Miño, ¿sabe que quieropedirle un favor?

�Usted dirá, misiá.

�Es que... es que... quisiera ver uno de esos hombrescompletamente desnudo. ¡Son tan hermosos!

On Miño no sabía lo que oía. ¿Qué le pasaba a aquellaniña? Bien dicen que las ricas son caprichosas, pensó.

�Yo le voy arreglar la cosa. Espere, no más.

El viento, más puro� más yodado, anunciaba laproximidad del océano. Las veraneantes habían corrido eltoldo y miraban el paisaje. Pasaban frente a Huinganes.En la falda, se veía una enorme piedra lisa, sobresaliente.

�¡Miren, miren! �dijo doña Bernarda que habíaestado mareada y dormitando casi todo el camino.

�Es la roca de la Pelo Lindo�les explicó el patrón�. Dicen que en las noches, cuando hay luna, sale una niña,se sienta en esa roca y está hasta la madrugada cantando,mientras peina su cabellera que llega hasta más abajo delas rodillas. Aquí hay muchas piedras más. Más abajo, lesvoy a mostrar la Piedra Murienta, que ensucian las gaviotas,la piedra de la Esquina, la piedra Santa, la del Lobo, frentea Maquehua, y, casi al llegar a Constitución, el Ratanpuroy la del Dique.

Y a on Miño ya no lo pudieron atajar en su afán decontar los detalles de su río. La niña Irene no le perdíapalabra. Más culta que las otras, se interesaba por lasleyendas, hallándoles semejanza con las de otros países.Pensaba que �La Pelo Lindo� era la Lorelei de losgermanos.

Hicieron un alto para cargar unas pipas. On Miño le

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guiñó un ojo y luego llamó aparte al guanay Leonardo.

�¡Ta leso, on Miño! ¿Cómo se le ocurre?

�¡Te da plata, tonto! Es un antojo de la guaina esa.Te has puesto muy caballero y otras veces andas comoDios te echó al mundo. ¿Y el chiquillo que tenís mandao acriar? ¿Ah? ¡Yo te conozco tus secretos!

En ese momento llegaba misiá Irene. Ayudó aconvencerlo. Por fin, Leonardo consintió. Se fue detrás deunas matas y de allí apareció desnudo: Dios cobrizo, guanay�alazán�, por el color de su piel, como le decían suscompañeros, rudo, primitivo, amasado con aire, tierra ysol maulinos, como esos robles que, en segundo plano, seempinaban, inclinándose, para mirar la bullente vida delrío, que, a sus pies, pasaba cantando.

Como la �Niña� lo observase fijamente, asombrada,el muchachote, cohibido, se fue retirando lentamente.

Tropezó con unas matas de boldo y cayó de espaldas.Don Miño contaba la escena después:

�Con la boca abierta y reculando como el camarón.

Y el guanay alazán quedó con el apodo de �ElCamarón�.

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III

Solamente el guarda, acompañado de su bastón, habíaquedado en la Poza. Los peones que hacían el corte en laroca viva ya iban camino del pueblo. Se veía el aleteoblanco de sus cotonas cerca de los Cuartos Quemados. Enel río, balanceábanse grandes vapores (¡Oh, época de orodel puerto mayor!) En la popa de uno de ellos, abría sunombre femenino el �Elisa�. Otro, puesto de perfil por lacorriente, ocultaba el suyo. Un bote se desprendió delprimero y enfiló, remando con bríos su tripulante, hacia laribera. La vieja Carmela, toda de café en homenaje a susanta, apoyados los puños en las mejillas y los codos enlos escuálidos muslos, miraba avanzar hacia ella el bote.No hacía un gesto. Era una estatua de indígena, grabadaen la madera de su cutis, arrugado de recuerdos y de años.El bogador lanzó con fuerza los remos dentro de laembarcación y asió el bichero a una saliente de las rocas,atrayéndola hasta la orilla. Saltó y amarró la cadena a unaargolla carcomida. La vieja seguía las maniobras del viejobotero sin pestañear.

�Por hoy, ya hemos ganado algo, vieja. El �Elisa�quedó bien amarrado�levantándose con los codos lospantalones azul obscuro, ya casi en la punta del vientre.La Carmela, sólo entonces, salió de su hieratismo parahablar con una ronca y distante voz:

�A mí también me dio un pesito don Nicanorcito.Nunca deja de darme para el mate. En la carnicería medieron unas carnes...

Y se quedaron callados. ¿Qué podían decirse? El fueal rancho y volvió con un montón de red y empezó aremendarla, sentado en una piedra de la boca de la cuevaque, en remotísimos tiempos, horadó el mar, hermanamenor de las muchas que hay en la costa.

�¡Este lobo, Carmela!

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�¿Por qué no lo matan, pos?

El viejo estiraba la red con el dedo grueso del pieengarfiado en un cuadro y, con la aguja, agregaba el pedazode hilo que el cortaplumas había quitado.

�¡Oye, vieja!

�¡Oigo!

�La cosa se está poniendo mala. Se está formandobarra en la desembocadura.

�¡Ahí sí, quedaríamos bien, Virgen Santa!

�Ya no podrán recalar más esos vapores. La causaes esa maldita línea que nos arruinó el trabajo de guanayes.¡Buenos tiempos, vieja!

�¡Buenos! Viví con mi primer hombre en Maquehua.El también era guanay. No nos iba mal. Hasta una tierrateníamos. Pero. . . nos tuvimos- que venir al puerto cuandoaquello se acabó. ¡Y la maldita máquina que pasababramando como vaca! Todavía me acuerdo, como si fuerahoy: la finá de mi madre se fue a su cama, llamando a mipadre, porque ya había llegado el Juicio Final.

Después de un suspiro, continuó:

�El pobrecito de mi marido se ahogó de Valdivia alsur. Reventó la caldera del remolcador y acabaron todos,hasta una señora con dos guaguas. Yo, entonces, me vinecon los niños: Rosa, Carmelita, Eufemia y Raúl. Y medieron, los ricos, por lástima, este rincón de las bodegasDespués, llegaste vos y. . .

�Ya me lo has contado cien veces. ¿Y nada dices delos otros que tuviste antes de conocerme?

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La vieja se hizo la que no oía y, enderezándose a duraspenas, se fue, apoyada en su palo, encorvadita. Paso a paso,por el camino de la Poza. El Camarón se quedóremendando. Al rato llegó su hijo.

Oye, Segundo, apareja el bote. Vamos a salir luego acalar.

Leonardo Segundo había crecido, sin engordar. Suaspecto era fuerte, pero de fino y nervioso cuerpo. Ayudabaal viejo en la pesca.

Arrastró las redes y las enrolló en la popa. El padresaltó al bote y se fueron remando hasta la desembocadura.Ataron la punta a un cardón que la comunidad tenía y,luego, de unas cuantas brazadas, alcanzaron la orilla. Saltóel muchacho y amarró el otro extremo. Una larga fila depuyas quedó cortando las aguas.

Otros pescadores ejecutaban la misma faena. Asífueron, dos, tres, cuatro cinco renglones paralelos,cuadriculando, traidoramente para los peces, el aguasalobre de la ría.Padre e hijo descansaron con los remosen alto, dejándose mecer por los coletazos atenuados delas olas, que pasaban decididas río arriba.

Obscurecía. Por el camino adivinábase en el bultoinclinado, el lento caminar de la vieja, ya junto al Mercurio,que con sus pies alados, simbolizaba el vuelo comercial.�La Mona�, como le llamaban los maulinos, fue más tarde,el blanco de todas las pedradas. Cuanta persona pasabapor la Poza, se creía en la obligación de realizar aquel ritode barbarie. Así, pedazo a pedazo, fue desapareciendo,paralelamente a la decadencia comercial del puerto. Cuandofueron retirados los muñones de los pies, la barra ya habíaliquidado el puerto mayor. Dijérase que Mercurio, el diosde los ladrones y de los comerciantes, resentido, habíapuesto aquellos malditos bancos de arena, atravesados,justamente en la raya en que se unían espumeantes el Mauley el Pacífico.

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En el pedestal de �La Mona�, había un joven,empleado de las bodegas de Quivolgo, mirando hacia elmar en actitud meditativa. Al sentir los arrastrados pasosde la vieja, se sobresaltó.

�¿Cómo está, niño? ¿A estas horas? ¿Que le pasaalgo?�la vieja intuía la tragedia.

�Nada, doña Carmela. Acabo de llegar del otro lado.

�¡Cuidado, no! �le recomendó con un tono depreocupación y siguió chancleteando hacia �Las Ventanas�.Anduvo algunos pasos y... volvió la cabeza. �Algo extrañole pasa a ese �guaina�, se dijo en voz baja, arrugando elentrecejo. Después se encogió de hombros y se fue.

Había obscurecido completamente. Algunospescadores aún continuaban rayando el agua con sus redes.Se distinguían claramente el ruido arrastrado de los remosen las chumaceras y las voces de los hombres. DoñaCarmela iba ahora por la orilla buscando la dureza de laarena mojada por el oleaje. Tanteaba con el báculo cuantobulto encontraba. El mar suele arrojar objetos de valor,restos de lejanos e ignorados naufragios. Ella había�amoblado� el rancho con ellos. Pero esta vez sólo habíatropezado con cardones.

�¡Puras porquerías! �maldijo, mientras �atentaba�un bulto que una ola había depositado a sus pies. Su báculole advirtió que era otra cosa, una masa blanduzca.

�¡�Trapos!�se dijo con desprecio, y con dificultadse agachó a recogerlos.

�¡Diablos! ¡Eh, viejo, Segundo, vengan! Heencontrado algo muy raro. ¡Veeengaaan!

�¡Ya vamos, viejaaa!

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Estos estaban cerca. El bote restregó la barriga contrala arena y saltaron.

�¿Qué pasa, vieja?

�¡Miren ahí! � Los hombres desenvolvieron lostrapos cautelosamente. Después de unos instantes deexpectación, apareció un desnudo, frío e inerte cuerpecillode párvulo. Todos los botes llegaron a la �nombrada�. Doshombres se llevaron por tierra el macabro hallazgo. Al pasarfrente a �La Mona�, otros pescadores formaban grupoalrededor de un cuerpo inanimado. Recién extraían el deljoven que doña Carmela encontrara en actitud dedesconsuelo.

�¡Dios mío, qué día! ¡Un ahogado más!�sollozó lavieja.

�Miren, una velita, tenía el pobre para alumbrarseesta noche�mostraba el Robalo.

La pesca había sido macabra. Una carretela vino delpueblo a buscar los cadáveres. Feos presagios se cerníansobre el pueblo.

En la choza, de mañana, la vieja reconvenía a suhombre:

�Oye, ándate tú también con cuidado. La fatalidadanda suelta.

�¡Qué importa! Aquí nadie muere en la cama.Chiquillo está hombre y vos tenís hijos �guainas�.

�Sí, hijos. . . La Rosa. . . ¡Mm! ¡La Rosa! José, yasabís que se quebró el espinazo en las minas de talco. Misuegra, la madre de mi primer marido, murió del cólera, yestá allá detrás del Mutrún. . .

�Bueno, bueno, ya vas a empezar. Dame luego el

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mate, será mejor. Mira que en el �Elisa� me esperan.

La vieja le alargó, con sus sarmentosas manos, el matede calabaza, rudamente tallado.

Al salir, poniéndose el yoqui, le gritó:

�Dile a Segundo que cuando vuelva de PuntaCarranza traiga las chumaceras, que éstas ya se cortan.

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IV

Hacía frío. El sol estaba aún muy lejos por allá por lapampa argentina. Una neblina gris, espesa, borraba elcontorno de las cosas. Las grandes rocas aparecían comoenormes siluetas. El mar resonaba bravíamente. El vientonorte rizaba las olas, lanzaba los granos de arena contra lacara de los pescadores y se llevaba trozos de frases.

�¡Eh; uno............tres! el bote rasgó largamente laarena mojada y luego guateó en el agua..

Creo que el tiempo está malón... �comentó una voz.

�No es nada. Alcanzamos a levantar las redes y volverantes.

�Si es que el lobo nos ha dejado algo.

Eran once muchachos. Algunos, casi niños, empezabanla carrera arriesgada y libre de echar las redes, y ya eranmaestros. El que hacía de patrón no pasaba de los veintidósaños. Pero poseía el don de mando. En el mar nadie osaríadiscutirle. Todos eran de baja estatura: los boldos de lacosta crecen achaparrados para afirmarse entre las rocas yhurtar el cuerpo a los vientos. Algunos llevaban chaquetade cuero café y el sombrerón.

La mañana iba caminando sobre las horas. La neblinase hacía más espesa, cerrándose alrededor del grupo.

�Hay que apurarse, niños. ¡Dénle a los remos!

Paleteaban con energía. Los primeros goteronescayeron sordos, amenazadores. Pero estaban sobre lasredes. La labor de recogerlas demandó algún tiempo.Empezaron a enrollarse en el fondo del bote, brazadas ymás brazadas. Uno que otro pescado plateado, medroso.

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�¡Por la pucha! ¡Tremendo boquerón! ¡Lobobandido!�las aguas turbulentas hacían bailar laembarcación.

�¡Luego, niños, todos a los remos, y a tierra!

Apenas la última piedra de lastre resonó contra lastablas, enfilaron proa hacia donde se adivinaban enormesmasas obscuras que debían ser las rocas de la Iglesia o delos Calabocillos.

�Hay que andar con cuidado, si no nos vamos a hacerchicha contra las rocas.

�Yo creo�dijo alguien�que va a ser imposibleatracar. No se ve nada. Lo mejor es que enfilemos haciaMaguillín y �capiemos� ahí.

�De veras. Es lo más acertado�afirmó LeonardoSegundo, el patrón.

El temporal había iniciado ya todo su lleno en unasalvaje y hermosa sinfonía de violencia. Los relámpagoscruzaban sus zigzags sobre el telón de lluvia y neblina. El�Orión� obedeció a la maniobra y se dirigió al sur,perseguido por el oleaje, como un quiltrillo por perroshambrientos. Estaban cogidos por el temporal, en mediode la danza, aislados del mundo, un haz insignificante devidas en el centro del infinito.

�¡Vicho, ésta es grande, buen dar!

�¡La vida es amable y hay que pelearle hasta el fin!�sentenció el aludido.

�Así es, pero yo tengo hambre. Me vine sindesayunar�dijo en tono falsamente zumbón otro, tono queno prosperó. Una especie de paralogización los dejó ensilencio. Nunca se cree en la inminencia del peligro.

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Siempre se espera la salida. Pero una enorme ola, que lossacudió mojándolos y tratando de llevarse a algún débil odescuidado, les confirmó el grave trance en que se hallaban.Y pelearon bravamente. Remando, poniéndole la proa alas olas, hasta encontrarse en la caleta de Maguillín. Elhambre y el cansancio mostraban ahora sus orejas de lobo,escuchando el acezar de las respiraciones. Echaron el anclay pronto se sintieron encabritadamente sujetos.

�¿Qué horas serán?

�Las cuatro, se me ocurre.

�¿Hay algo que comer?

�Sí, unos robalitos. Podríamos asarlos.

�¡Cómo no! Con esta calma.

No contestó el que habló de los pescados, pero sesintieron hachazos, astillando el castillo de popa. Luegouna lengüeta de luz, luchó, se apagó, hasta que se adhirióal montoncito de leña. Manuel achicaba el agua que entrabaa cada aletazo del mar. Cantaba la lata de durazno, raspandoel fondo del viejo bote que crujía y se quejaba a cadabandazo. El olorcillo del pescado asado les trajo optimismo,que subió desde los estómagos hasta las almas. Pegadosunos a los otros, bajo la vela, puesta formando dosmediaguas, comían lentamente. El tony Vícho arriesgónuevamente una pulla para levantar los ánimos.

�Miren, niños, el hueso de la suerte. Nos vamos asalvar. . .y mostraba un espinazo.

�Sí, miren, no, ese es el tonto del hueso�contestóMorales entre serio y chistoso. Rieron ahora. Valdésempezó a tañer en el costado del bote y a cantar:

�Tengo el as, tengo el cinco y el seis. . .

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El día ya se había ido, a juzgar por la profundaobscuridad que envolvía todas las cosas y los hombres.Sólo el débil resplandor de una última brasita,consumiéndose. En vez de amainar el temporal, aumentabaen violencia. El bote empezó a garrear, con peligro de serllevado contra las rocas. Corrieron todos a sus puestos.Levaron el ancla y subieron la vela. El viento se enredó enella y el �Orión�, dando un salto, arrancó rumbo al sur.

�Así vamos a llegar al Polo.

Con Talcahuano, no más, me conformo.

�Déjense de tonteras. La cosa es seria, confirmó elpatrón. Lo que vamos a hacer es correr el temporal y hayque rogar a Dios que amaine pronto.

Callaron los demás y, aferrados en los verduguetes,trataban de penetrar la densa cortina de sombras. Pensabanen sus parientes. Debían estar alarmados en Constitución.Los creerían ya ahogados. Acaso estarían rezando, lasmujeres, por sus almas. El bote corría velozmente.

El viento bufaba tras ellos o se adelantaba perdiéndoseen el sur. El mar estaba deshecho, desesperado, rasgándose.Ya nadie osaba levantar su insignificante voz humana.Habría sido en vano. Tenían la palabra el viento, la lluvia,los truenos y el mar. Y su amenaza era la misma: la muerte,la muerte. Los hombres se agarraban a la vida, quesimbolizaban las resistentes tablas calafateadas. Bastaríaun pequeño error, un momento de duda en la maniobra,para que todos desaparecieran, y sus cadáveres, comidospor los peces, se vararían en playas desconocidas. El bote,despanzurrado, aún seguiría sirviendo a los hombres conel calor de sus maderas. Mas, la pericia, las ansias de vivir,o el azar, hacían que aquella cáscara resbalase sobre lasmontañas saladas. El frío, traidor y feroz frío, se asía a losmiembros con sus garras yertas y punzantes. ¿Hacia dóndederivaban a merced del viento, destripador de olas, rasgadorde nubes?

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Leonardo Segundo, que hacía, como hemos dicho, depatrón, se adelantó al peligro y, para evitar que aquelloshombres mojados se muriesen de frío y a la vez paradisminuir la marcha, ordenó arriar la vela y que todoscogiesen los remos. Así bogando en contra, con rabia,ejercitarían los músculos agarrotados y la esperanza semantendría aún con su débil lucecita. Los remos rasguñabanapenas las olas enfurecidas. Uno, dos uno, dos; uno, dos.Así pasó mucho tiempo. ¿Cuánto? ¿Dónde estaban? ¿Acasovivían? ¿No habrían traspuesto la muerte, empujados poruna ola más audaz? La voz de Segundo, enérgica a pesarde la fatiga, vino a golpear en el momento preciso:�¡Fuerte, fuerte! ¡Hay que pelearle a la chascona! ¡A ver,Espinoza, achica tú con Cáceres! ¿Pero, qué te pasa,Robalito? ¿Te vas a echar a morir? ¿Y no querías llegar apatrón de lancha? Te la voy a ganar yo. Con el favor deDios, cuando salgamos de ésta, porque vamos a salvarnos,lo voy a conseguir. No le temo al examen después de ésta.A ver si muchos de los viejos han pasado por una igual.

El viento, caprichoso, ya soplaba de un costado, yadel otro. El bote corría en zigzag. Iba a tientas buscandosu salvación. La noche debía estar muy avanzada. Débilesclaridades avivaban el espeso negror del mar. Un halodifuso, como el de un mundo exótico o de una regiónsideral. ¡Y hacía bien! Los muchachos, agotados, ya nopodían asir casi los remos. El viento no cesaba y, a pesarde la olaridad, la salvación se hacía más opaca. La muerteseguía mostrando su masa viscosa de jibia, húmeda deamenazas.

�¡Listos: al agua la red!�ordenó, en última instancia,el patrón.

La red, el instrumento de trabajo que querían por sobretodas las cosas, más que el bote mismo, desapareció entrelas olas.

�¡La vida es amable!�dijo Leonardo Segundo para

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suavizar el dolor que vio asomarse en todas las pupilas.

V

La vieja Carmela se levantó más temprano que decostumbre y se fue a sentar en su piedra, a orillas del río.El perrillo ladró hacia el mar y corrió a acurrucarse a sulado. Allí estuvieron mucho tiempo, hasta que el viejoatracó el bote, de vuelta de su faena en las naves surtas enla ría.

�Oye, viejo, estoy muy intranquila. Me siento igualcomo cuando se ahogó el finao Juan Luis en el sur. . .

�Y�astás con tus leseras�contestóle de mal humor,pues él también tenía una inefable angustia.

�Anoche soné mucho. Vi el mar muy encrespado yen medio una chalupa. Sí, sí. Es Segundo. Tu hijo. ¿Vescómo pide ayuda? Ves? El perro se levantó al ver a su amaponerse de pie con el brazo estirado, y empezó a ladrar.

�¡Vieja! ¡Vieja! ¿qué te pasa?�remecióla,arrastrándola por un brazo.

Ella, como sonámbula, se dejó llevar a la choza. Allíél le preparó mate. Poco a poco volvió en sí. Temblabaaún, los ojos fijos en la puerta y atenta a gritos imaginarios,lejanos. Una ráfaga de viento azotó la destartalada puerta,haciéndola gemir con voz de goznes herrumbosos.

�¿Ves? �volvió a gritar doña Carmela, levantándose.

¡El norte, viejo, el norte, así zumbaba cuando se llevóa mi Juan, cuando se ahogaron los del falucho de on Miño!¡Así, lo conozco! ¡Es ronco, ronco!El viejo, desasosegado,salió al camino y atisbó el horizonte. Hacia el sur estaba

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obscuro. Por el norte, una banda clara contrastaba.

�Norte claro, sur obscuro, aguacero seguro �sedijo�. Y estos niños.. . Espero que el temporal les daráocasión para recoger las redes. Si no, capearán porMaguillin.

Aquella vieja bruja, le había soliviantado sus nerviosduros y curtidos de guanay y de pescador. Había visto tantastragedias. Mas, ahora era distinto. Se trataba de Segundo,de su hijo. Cierto que el muchacho era fuerte en el manejodel timón. Con él como patrón, los otros podían sentirseseguros. Dio un tirón a la visera del yoqui y apoyando loscodos a las costillas y las manos en los bolsillos, se fue abuscar a otros pescadores que conversaban en grupo porallá, por el puente.

�Oigan, hombres, ¿creen ustedes que los niños podránatracar a tiempo?

Nadie contestó. Un sordo silencio confirmó sustemores.

�Mejor será que vamos a tomar un trago�propusoalguien.

Los demás asintieron, poniéndose en marchainmediatamente. Cada cierto tiempo, uno se paraba yatisbaba las nubes. Los demás nada argumentaban. Elcalorcillo del vino, corriendo por sus cuerpos, los sacó delmutismo.

�¡Créanme, hombres, que temo por los niños!�resumió el viejo Leonardo. Y como era un resumencolectivo, continuaron con su mudez expresiva. Había una,honda preocupación que querían ocultar a fuer de curtidoshombres de mar. En todos los rostros estaba el temor: enel viejo cara de melón de olor de Espinoza, padre deRobalito, es decir, el Robalo padre; en la del parlanchín deAliaga; en la del viejo fantoche de Cáceres.

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�¡Buena cosa con los niños!

�¡Buena cosa!

�¡Mala está la cosa!

�¡Mala!

Y las copas, golpeando el mesón, terminaban el brevecomentario. Uno tras otro, en el lento e inquieto pasearse,asomaban las narices al tiempo, oteando la humedad. Yvieron que comenzaba a llover. Primero cayeron unas gotasespaciadas, gruesas, amenazantes. Después se tupió y lavisibilidad hacia el río se cerró.

�¡Esta sí que es buena!

�¡Esta sí que va a ser buena!

�¡Esta ya es buena! �agregó el último en salir, conamarga sorna. Los vasos quedaron medio llenos por primeravez. Una, dos, tres, cuatro. . . partieron chapoteando, elcuello de la chaqueta levantado, sumidos los hombros ylas manos en los bolsillos como sujetando los pantaloneseternamente en peligro de caerse desde la cima de labarriga. Algunos llegaron hasta las escalas del muelle. Enla barra reventaban las olas. Las que no lo hacían,penetraban por el río bravíamente, enarcando el lomo y selanzaban al asalto de la puntilla de la isla. Las ondas seesparcían y venían a �zangolotearse� en los pies derechosdel muelle.

� Dos cosas les quedan a los niños: o recalar en algunacaleta o correr el temporal.

�Aún no ha llegado la sangre al río; yo lo hice másde una vez.

�Yo también.

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Y ya era una esperanza. Ellos sí que sabían lo que erauna tabla flotando en el mar...

Apenas se divisaban las blancas bodegas de Quivolgoy por el cajón del río la niebla se arrastraba pesada y hosca.Como arreciara el viento y la lluvia mojase mucho,volvieron a la cantina, desandando el camino, por la callePortales, que tenía mejores aceras. El agua cantaba sobrelas tejas brillantes y rojas, elevadas hermanas de las tinajas.

Después de beberse lo que habían dejado, fueronseparándose a medida que las preocupaciones les hacíaninsostenible el estar en un espacio reducido. A pesar de lalluvia, la gente, asomada a las puertas, o en los corredores,agrupadas, cuchicheaban. La noticia de los mozos enpeligro había corrido. Algunas mujeres lloraban, otrasrezaban con los labios, escondiendo los ojos al destello delos relámpagos:

��Líbranos, Señor, de esta centella como libraste a�Juanacho� (Jonás) en el vientre de 1a ballena. . .�

Un reguero de pobladores se fue canalizando por lacalle Freire abajo, pasando el corte, hacia la caleta. Allí elmar los recibía con estruendo, arrojándose sobre las rocasy golpeándolas con sus dedos de espuma. Las mujeresgemían. Los hombres apretaban los puños y fruncían lospárpados tratando de penetrar en la niebla y en la lluvia. Elviejo Leonardo Morales, de una ojeada, comprendió loinminente de la tragedia, y, desprendiéndose del arroyohumano, se devolvió por las Ventanas a la Poza. De lejos,vio el aleteo fúnebre del rebozo café de doña Carmela,quién a pesar de la tormenta, sentada en la piedra desiempre, miraba hacia el infinito.

�¡Vieja, por Dios, vámonos al rancho! ¡Estás mojadacomo pitío!

No le contestó. Continuó con la vista fija en un puntodel destino, allí donde convergían los llantos de las otras

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mujeres y los semblantes ceñudos de los hombres. Se vioobligado nuevamente a sacudirla. Sólo entonces loreconoció:

�¡Oh, eras tú, Leo! ¿No ves? ¿No te lo decía? ¡Yo,claro! ¡la vieja bruja, la malagüera!. . . Ahí está el viento.Está enojado. Yo le conozco bien, al muy vengativo.¿Cuándo, Señor, dejarán de ahogarse nuestros hombres?Sí, y están vivos. Lo sé. Se van a salvar. Pero las olas estáncomo montañas.

El viejo se la llevó a viva fuerza. Y, mientras el aguase cerraba, adentro, el calor del brasero, el olor familiardel mate y la obsesión de la tragedia, hacía más íntimo,más acogedor aquel rincón miserable, a pesar del frío vientoque se colaba sacudiéndo las latas. La vieja no hablaba.Tenía los ojos fuera de las órbitas y sus relajados músculostemblaban. Cada arruga de su faz de longeva, era un hijo,un marido, un pariente arrebatado por aquel bribón quetronaba en la barra. Cierto que él les daba la vida, elalimento y, en los días de calma, era arrullador y juguetón.

La tarde se iba lentamente. En los puertos chicos nadatiene prisa. Ni la muerte. Hasta los truenos se alargabanpor el cajón del río. Vino la noche y aún la gentedeambulaba por las calles. Las puertas estaban abiertas ypor allí se llenaban los pasadizos de agua. ¡Qué importaba!Las casas no podían hundirse, mientras que en un puntodel océano una débil embarcación, acaso ya no luchabacon los elementos. La tos asmática y arrítmica del motorde la planta eléctrica, agregaba su parte de cansancio y deimpotencia. Y las mujeres seguían llorando. El conventode los Capuchinos protegía con sus tenues luces el fervienterezo de los deudos, mientras los dedos buscaban laesperanza en la cadena sin fin del rosario.

La desgracia pesaba sobre todo Constitución. Nadiedejaba de sentirla. Aquellos muchachos que eran conocidosy saludados desde el Gobernador abajo, eran parte delpueblo, eran hermanos de la comunidad. En las casas donde

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la tragedia no caía verticalmente, su comentarioreactualizaba otros naufragios que habían alarmado a loshabitantes.

�¿Se acuerdan del naufragio del �Julia�?Y esta pregunta era suficiente para abrir el ancho

proscenio de los recuerdos. �Un día habían aparecido lasbanderas blancas del palo del vigía, en el Mutrún,anunciando barco a la vista. Los que esperaban la llegadade una embarcación por tocar las distancias o los queaguardaban a un amigo o familiar, corrieron al muelle o ala Poza. Era el �Julia�, un tres palos, capitaneado por donDaniel Rosas, hijo del pueblo que vivía en calle O�HigginsMientras el padre corría al azar de una vida marinera, loshijos se educaban en el Liceo, bajo la vigilancia resignaday amante de la madre. Un despachito, tanto ayudabaeconómicamente como servía de distracción en lamonotonía pueblerina. Y un despacho no era, en el puerto,un baldón. Si hasta don Enrique Donn tenía el suyo. ¡Y erade ver al que fuera más tarde el gran filántropo del Mauleal que amó tanto aquel rincón que le dio tranquilidad, detrásdel mostrador, con su yoqui y su guardapolvo y su pipavendiendo cuerdas, trozos de velámenes, parafina, a losconocidos y parlanchines parroquianos!

��¡El �Julia� llega! ¡El �Julia� a la vista!�

�El velero elegante y encabritado, esperaba fuera dela puerta de su hogar la mano amiga del Práctico que habríade llevarlo por el canal hasta la ría apacible. Las velas searriaban con estridencias de motores y gritos de órdenes.Empezaba a levantarse un surazo traicionero. El barco fueempujado, de improviso, por un aletazo de viento. Desdeel muelle se le vio inclinarse como un gran pájaro herido,mojando sus mástiles en las olas. Luego se enderezó unpoco, pero ya no volvió a ser el airoso tres palos que llegabafeliz a la �querencia�. Estaba escrito que no había de morirlejos de su tierra. Era un maulino de tomo y lomo. Sushuesos aún debían dar calor a sus conterráneos.�-¡Lamaldita barra! ¡Cuándo la haremos desaparecer! gritó con

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rabia alguien.��El oleaje se hacía más violento y las olasazotaban sin tregua el casco, unas tras otras. Se llevaron elvelamen, los aparejos, la carga que estaba en cubierta, laque arrojaron los tripulantes de las bodegas para alivianarlo,todo lo que sus dedos hambrientos podían asir. Prontoacudieron botes que intentaron zafarlo. Todo inútil. Laquilla estaba clavada en la arena del banco y cada vez sepegaba más. El pueblo entero se había agolpado en la riberay en la playa. Todos ayudaban al conterráneo en peligro,con deseos, con lágrimas o maldiciones. Y no hubosalvación. ¡Qué dolor arrojar al mar cajones �intactitos demercadería�, sedas, azúcar, cristales!... Ya los tripulantesresbalaban por la cubierta inclinada hasta los botes quelos habrían de salvar. Pero el capitán no quiso abandonarsu barco. Es decir, no quiso salvarse. Correría la suerte desu buque. En vano le rogaban sus marineros, en vano letrató de convencer el Práctico que el accidente fortuito nolo obligaba a cumplir el rito de honor. De pie,equilibrándose apenas en el puente, con los brazos cruzadossobre el pecho, paseaba la vista por el río, deteniéndoseen las blancas casas del puerto. Entre ellas estaba la suya,con su cuarto lleno de �sus cosas�, con el olorcillo famil-iar de la cocina. . .�

�En un bote que iba cortando las altas olas, reconocióa uno de sus hijos. Quería emocionarlo con su presencia.Fue inútil también. Después de abrazarlo, le ordenóimperiosamente que se alejase. Pero el hijo le demostró ladecisión de no dejarlo. Martilló entonces su revólver,amenazante, y también tuvo que irse. La multitud, ensilencio, asombrada de tanta pertinacia, no se movió cuandouna ola enorme arrasó el casco, lo desencuadernó,haciéndolo quejarse largamente por la boca de sus maderas,hasta volcarlo. Sólo abandonó la orilla cuando el buquepostró el negro lomo alquitranado.�

En la casa, donde al calorcillo del brasero evocabanla escena, hubo un silencio, pestañeó la luz mala del pueblo,ladró el perro en el patio y un relámpago rasgó el enormetelón del puerto. La hora era propicia para rememorar el

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pasado:

�¿Y se acuerdan ustedes de los jóvenes que seahogaron jugando a los �chanchitos�?

Ya hubo tema y materia para la narración. Alguien, elveterano de las barbas, por ejemplo, hizo de relator:

� Sí, el hijo de Motta, el de la señora Rosson y el delDr. Marcoleta. . Estos muchachos tenían la mala costumbrede ir a desafiar las olas sordas que se arrastran sin romper,enarcándose como gatos. No se contentaban con loschanchitos que se forman en la punta de arriba de la isla.Pues, se fueron río abajo, y convencieron al botero, otromuchacho de su edad. Enfilaban las olas, cortándolas, olas esperaban de costado para sentir la peligrosa sensacióndel balanceo, o las recibían de popa, corriendo al impulsoun trecho para, luego, quedar rezagados en la hondonada.Pasaron gran parte de la tarde, arriesgándose, cada vez, aproezas más peligrosas. Por lo demás, todos eran viejosconocidos del mar. ¿Qué podía éste hacerles? Pero... elmar se estaba picando y los chanchitos venían cada vezmás traicioneros erizando sus cerdas blancas.�

��Está bueno que volvamos�insinuó el botero.�

��¡Qué, hombre, si ahora es cuando se pone buenala cosa!�un sacerdote que pasaba por la Poza presintió lacatástrofe y estuvo atento. Vio cómo un chancho enormecogió al bote haciéndolo bailar sobre su cresta y luegoaplastarlo, volcándolo. El bote, quilla al aire, fue arrastradopor la corriente. Vio también cómo uno de los tripulantesse encaramaba sobre la embarcación y pasó la barra ahorcajadas; cómo unos desaparecieron inmediatamente, ycómo otro se lanzó braceando hacia Quivolgo. El curitalevantó su santa mano y los bendijo o... los absolvió, mejorPoco entiendo yo de esos nombres. Pero el caso fue quelos despidió cristianamente, y eso es lo importante Laalarma �cundió� rápidamente. Botes que estaban próximosacudieron a salvarlos. Pero ya era tarde. Sólo pudieron

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rescatar el cuerpo, aún caliente, del joven Motta, creo (casise me ha olvidado), cerca ya de la orilla. Por no dejar lehicieron la respiración artificial, le escobillaron el cuerpo,hasta hacerle brotar sangre. ¡Estaba calientito... y no podersalvarlo! Todo el mundo había acudido a la ribera. Una delas madres se desgarraba las ropas en el muelle. Yo vi laescena: ¡por Diosito que me dio pena a mí también! Es queestas desgracias son de todos. Nos peleamos y pelamospor cualquier cosa en tiempo de tranquilidad, pero cuandoel mar o el río muerde a alguno de nosotros, volvemos aser lo que somos: hermanos. De los otros no me recuerdotampoco muy bien. Creo que encontraron sus cadáverescomidos los ojos y las narices por los peces, más allá dePutú.�

Afuera aullaba el viento y la lluvia caíapersistentemente. El silencio estaba saturado depreocupaciones: ¿les iría a suceder lo mismo a los oncemuchachos pescadores por los cuales andaba el pueblorevuelto? Muchos ya no dudaban de su fin. Ellos sabían�cómo era Doña María cuando se enojaba!� En muchascasas no se durmió. ¡Lindo día domingo iban a pasar al díasiguiente! Y no escampaba. Por las calles iba y venía lagente, comentando, visitando a los amigos, tomando unpoco de aguardiente, un matecito, un trago de buen mosto,después del charqui machacado. Las penas así no eran tandesagradables.

Amaneció. Las campanas de la Parroquia y delConvento llamaron a las primeras misas y sus naves sellenaron de feligreses, silenciosos, arrepentidos,implorantes, esperanzados, creyentes.

Sobre las torres seguía lloviendo y los sonidos debronce se humedecían, llegando más apagados, como ensordina.

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VI

�Martínez �gritó Leonardo Segundo� sujeta a éseque se está cayendo. ¡A Cáceres también! ¡Tomen michaqueta! ¡Vamos a volcarnos, con este viento! Y a remartodos contra la corriente. ¡Fuerte! ¡Antes que morir helados,más vale morir bogando, niños!

El muchacho se había revelado un caudillo de verdad.Un veterano no lo habría hecho mejor. Con la gorra caladahasta las orejas y sus ojos blanqueando, aferraba el timón.Su brazo firme maniobraba en el momento exacto. Conrapidez ponía proa a la ola que se venía por babor, volvíael bote contra esa otra que, a la mala, se acercaba por lapopa. Nadie hablaba. ¿Para qué? Había algunos que ya nopodían luchar y se echaron en el fondo del bote. Laimaginación volaba más allá de aquel trecho cerrado.Recorría el pueblo. Veía a la gente ir y venir. A la madre, alos amigos. Recordaba un día domingo en la Plaza deArmas, oyendo la banda municipal o en la tarde jugando altejo unas empanadas, o se veía en una mañana de inviernocon sus jaulas de torno trepando los cerros a caza dejilgueros, o bogando en el bote empavesado de la procesiónde San Pedro.

Segundo los observaba y trataba de adivinar elpensamiento de cada uno. ¡Pobres amigos! ¡Acaso novolverían a ver más lo que en ese momento les brillaba ensus pupilas! ¿Cómo salvarlos? Dependía de él, el que lamoral decayese hasta el suicidio. A pesar del esfuerzo, delhambre y de la vigilia mantenía la serenidad. Su cara estabalívida; sus ojos, hundidos. Veía lejana la salvación. Aquellono podría durar indefinidamente.

�¿Hay alguno entre nosotros que no sea católico? �preguntó intempestivamente.

�¡No, nadie!�fue la respuesta unánime.

�Entonces, ¿por qué nos vendrá la mala suerte?

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�¡Quién sabe, pos, Segundo!

�¡A cada santo le llega su día!

�Miren �insistió�, ¿hagamos una manda a la Virgendel Mutrún?

Yo�gritó uno con voz sorda que apenas llegó a losoídos de los más distantes�prometo no tomar un tragomás en mi vida.

�¿Yo? un cajón de velas. ¡Lo juro!

�Yo iré de rodillas desde el pueblo hasta lo alto delcerro.

Y así todos ofrecieron su voto con solemnidad.

�¡No, no podemos morir!�murmuró Segundo.

Y en un solo impulso brotó la oración:

�¡Santa María, madre de Dios, ruega por nosotroslos pecadores!

El murmullo se perdió entre el estruendo de loselementos.

�No, no podían morir�. Aquel grito de vida los asía ala vida. Venía desde la sangre, desde las deseosinsatisfechos. ¡La Virgen del Mutrún había hecho tantosmilagros! ¡Uno más!. . . Ellos habían leído con sorna lasinscripciones a lápiz en las paredes de la cripta de la basey se habían reído de la inverosimilitud de ellos. ¡Ahoracomprendían! Era la madre de los navegantes. Por algo laesculpieron con los brazos abiertos en ademán de protegera sus hijos. Por algo levantaban la vista, callándose, lostripulantes de los faluchos, al pasar frente a ella por el río,camino del norte.

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�¡Ya, muchachos, arriba! ¡achicar agua, miren que ala vuelta está la tierra!

Mas, todo parecía inútil. Algunos no obedecieron. Ladesmoralización había llegado. El bote crujía a manos delas embestidas de las olas. Alrededor todo era gris. Frío,cansancio, agotamiento. La velocidad no disminuía. Habíanperdido ya el sentido de orientación. ¿Frente a qué costasestarían?

�¡Cuidado! ¡Sujeten a ése que se va a tirar al mar!

Alcanzaron a coger por las ropas al Robalito y abofetadas lo aturdieron. Los demás lo miraron con odio.En el fondo del bote, el muchacho lloraba: �¡Mi mamá!¡Me voy a caer!� Las olas respondían con bramidosinsolentes.

�Oye, Segundo . . . ¡Oyee . . . !

�¿Quee?

�¿Ves esa ola enorme, ves?

�Sí, sí la veo, Vicho�contestó.

Y se miraron. Sus ojos brillaron, fosforescentes, en laobscuridad.

Las aguas, se levantaban, se estiraban hacia el cielo.Al principio, ventrudas, se hilaban, formando la armazónde huesos de un esqueleto. La muerte. Era la muerte. Losdos hombres se miraron con terror. Pero nada dijeron asus compañeros. Sí, estaba allí el fin. ¿Por qué desesperara los demás? El enorme esqueleto ondulaba, comohaciéndoles genuflexiones. Se desvanecía, alejándose.Luego volvía sobre el lomo enarcado de otra ola. Lanzabacontra el bote, gozando en palpar a sus tripulantes, enmoldearlos con sus huesos deshilachados que caíanchasqueando. Otra vez el viento cogía los huesos

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desmenuzados, y levantándolos con sus dedos nerviososlos estiraba y les daba vida, poniendo la armazón sobreotro monstruo.

Segundo y Vicho miraban como hipnotizados juegomacabro y agorero. Así llegaba la Muerte, la Chascona, laMuda, la Pelá.

Y estaba frente a ellos, yendo y viniendo, de tumbo entumbo, de ráfaga en ráfaga. Y no podían salvarse. ¿Habíanmuerto ya? ¡Qué fácil era dejar de ser! ¡Si no dolía!. Elcuerpo quedaba igual, muy liviano solamente Podíaatravesar el espacio, saltar millas, de un impulso ¡Qué fácilera también viajar por los aires! Estaban sobre Constitución.Allí abajo llovía. La gente andaba las calles. ¿Por quélloraban las mujeres y entraban a esas horas al Convento?¿Sería por ellos? Sí. Y no costaba nada morir. ¿Por qué nollevar a sus demás compañeros? Vicho gritó, al veracercarse una monstruosa ola con voz de iluminado o dedesesperado:

�¡Segundo, vira, hundámonos todos en la muerte!

�¡Vira, Leonardo Segundo, hunde el bote en esa olay que acabe luego todo!

�¡No, todavía no es tiempo! Ya verán. Despuéstendrán que pedirme perdón�gritó el patrón.

Todos los ojos estaban fijos en él. ¿De dónde sacabaesa serenidad? ¿Leonardo no era acaso igual que ellos?

�¡Milagro, milagro! �gritaron�. ¡Nos oyó laVirgen!�amainaba el temporal como tocado por manopoderosa. Las ráfagas se iban espaciando. Las olas seacercaban, ahora con hipócrita suavidad. El viento habíadejado de murmurar y hasta se detenía en las gotitassaltarinas, o en el frío polvo yodado. El gris, el horriblegris cerrado, infernal, se desvanecía dando paso a una débilclaridad. Algunas estrellas parpadearon, sorprendidas. A

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lo lejos, se adivinaba, en el cordón de masas negras, lacosta.

�¡Miren! ¡Miren! �gritó Leonardo�. ¿No les decía?¡Allá frente, Talcahuano!

¡Talcahuano! Viva la Virgen del Mutrún! �y lassonrisas volvieron, como otras estrellas, a parpadear.Viraron en redondito hacia la costa. Las últimas energíasse gastaban con gusto. Ras, ras, cantaban ahora los remosa compás. Un golpe. Un rasgar de arenas. Allí estaba latierra firme.

�¿Has oído, Luisa? Parece que un bote atracó.

�¿Quién podrá ser, hombre, a estas horas y con estetemporal?

�Puede ser un bote de pescadores que ha tenido quecorrer el temporal. Mi padre hablaba siempre de náufragosque el viento norte traía.

�En todo caso, hay que ir; pueden necesitar ayuda.

El matrimonio de pescadores, aunque viejo, se levantóa esas horas sin temor al frío ni a la lluvia que aún colgabade algunas nubes. Guiados por las voces, se fueron haciael morro de la pequeña bahía de Dichato.

�¿Quién? ¡Ayúdennos, por favor!

�¡Allá vamos!

�Somos varios, pero algunos vienen muy mal. Sifueran a buscar alguna ayuda...

La mujer se devolvió al villorrio en busca depescadores. Pronto llegaron y sacaron del bote a losmoribundos, llevándolos hasta la choza, cerca de la �la-guna�. La luz y el suave calorcillo de hogar hinchó el

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recuerdo de los náufragos.

�¡Por Dios, chiquillos!... ¡De Constitución! ¡Si se hansalvado por obra y gracia de nuestro Señor! ¡Miren quetreinta y seis horas!... ¡Pobrecillos!

�¡Sí, sonora, por la Virgen del Mutrún!

�¡Y este pobre niño!. ..está muy mal. Dénle de esteaguardiente. Así, ábranle la boca. Friéguenlo con fuerza.Vaya uno a buscar un ladrillo del horno, dos mejor. Estáncalientes. Los tenía calientes para el pan. Bueno. Eso es.Pónganselos en las plantas de los pies. No importa.Preferible que se queme. Así, aunque humee. . .

El muchacho empezó a reaccionar. Estaba ya frío. Suscompañeros lo dejaron al cuidado de la noble mujer y ellosse acurrucaron en los rincones a saborear la seguridad.Algunos se durmieron en cuclillas, cubiertos por mantas uotras �tapas� improvisadas. El viento pasaba a ráfagas. Elmar seguía aún lanzándose contra las rocas del otro ladode la bahía. La buena pescadora les preparó un caldilloque los reconfortó.

�Oiga, señora, ¿podríamos enviar un telegrama aConstitución?

Claro. Juan, anda a la estación y explícale el caso aljefe.

Ya repuestos, se despidieron de la �abnegada madre�y tomaron �el Chillanejo�. La comunidad de pescadoreslos despidió en la estación.

�¡Vuelvan por aquí alguna vez!�les gritó doña Luisay su voz se enredó entre las ruedas del convoy.

Después del recibimiento triunfal de �los resucitados�,como los llamaron, después de los abrazos y de las fiestasen su honor, todo se fue aquietando como en las

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tempestades. Los viejos echaban a la broma el susto:

�¡Puchas, que la moquiamos por los niños!

�¡Casi se los lleva la chascona!

�¡Yo hasta me pesqué tres monas!

�¡Así se hacen hombres de mar, miércale!

Y los jóvenes héroes nunca comprendieron laimportancia y magnitud de la hazaña. Se limitaban a sonreírante los ditirambos de los �oradores� del pueblo. Cuandolos curiosos iban a verlos a la Poza, ellos contestaban conmonosílabos y no suspendían su labor de remendar lasredes. Los viejos eran los más contentos El viejo Robalo,regordete y de sonrisa ingenua, contaba lo que el hijocallaba. Pero el viejo Leonardo era el más satisfecho. Suhijo se había portado como hombre. Él salvó a los otros.

��Hijo de guanay había de ser��y se hinchaba comopavo. Así había sido él: joven, fuerte, alazán, descubiertopor la pintora que quiso verlo desnudo.

�¡Qué buen patrón de falucho vas a ser!

El muchacho se sonreía y se iba al bote a esperarlohasta que llegase con las redes.

Doña Carmela reaccionaba de distinto modo. Se loquedaba mirando y meneaba la cabeza, diciéndole:

�Te salvaste tú. Está bien. Pero sólo fue un cambio.Alguien va a pagar por ti.

�Ya está la vieja malagüera �la ridiculizaba, no sincierto temor, el viejo. Un día llegó con un librito:

�Toma, aquí te traigo esos versos. Yo no sé leer �ylo lanzó sobre la mesa.

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El folleto de tapas verdes quedó aleteando y se detuvopor la página en que un �poeta� del puerto cantaba lahazaña:

SOY EL PESCADOR MAULINO

�El sábado veinticincose hizo el �Orión� a1 maren busca de sus paradasy los tomó un temporal.

Soy el pescador maulinono le tengo miedo al mareste �Leo� con su genteque bogaron sin cesar.��Nuestra madre, nuestra esposanos lloraban sin cesar,prendían velas, hacían mandasy nosotros en alta mar.Y nosotros entumidosbatallando con la muerte.Así lo quiso la suerteque al fin encalló el �Orión�.�

�Cuando llegamos al Morronos espera una mujeres de noble raza buenay Araucana debe ser.Por toda la muchachadaque bogaron con gran tinome sirvo este trago de vinoy brindemos sin cesar.�

�Y volvieran sanos y salvos los muchachosque lucharon contra el mar y que hicieron sus esfuerzospara su vida salvar.�

A. LOBOS

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VII

Veintinueve de junio. Pleno invierno. La procesión deSan Pedro iba a efectuarse ese año con más solemnidadque nunca. Se habían salvado once pescadores, despuésde correr el temporal que los arrojó a las playas de Dichato.Sin duda, el Santo, junto con la Virgen del Mutrún, debierontener una parte considerable en el milagro. Porque sólopodía llamarse milagro el que los once muchachos, despuésde los rezos por sus almas, hubiesen vuelto a pisar las callesdel puerto. Y ahora Constitución iba a testimoniarle alpatrono de los pescadores toda su gratitud. Es obvio decirque los invitados de honor iban a ser los �resucitados�.

Botes, chatas y chalupas lucían ya sus empavesadurascon banderas chilenas, picadas en papel de seda, ondeandoal viento marino. El tiempo se anunciaba bueno: unespléndido día de invierno iba a mantenerse. Hubo añosen que llovió para tan solemne fecha. Sin embargo, eltradicional paseo del Santo se había efectuado, como ahora.El sol aparecía sonriente y rielaba en las aguas y allá arribadoraba las altas ramas de los plátanos orientales de la Plazade Armas y se enredaba en la vieja cruz de la Parroquia.

Los maulinos hacían sus aprestos. Seguramente nadiedejaría de participar, a su modo, en tan fausto día. Gruposiban ya reuniéndose en la Plaza. Las mujeres penetrabanrespetuosas con sus mantos a rezar en las naves del templo,cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Los ciriosbrillaban parpadeando. Se oían los martillazos con que ungrupo de pescadores arreglaba el ancla. Las calles pordonde iba a pasar el cortejo estaban embanderadas. Lacalle Portales, que conduce al muelle, lucía las fachadasadornadas con arcos y guirnaldas.

La Plaza estaba llena de gente. La bandita municipaldesgranaba, desde el viejo y endeble kiosko, sus acordespara entretener a la muchedumbre. El armonio de laParroquia, en los intervalos, lanzaba sus graves voces,poniendo una nota de solemnidad en el ambiente un poco

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enfiestado. El señor Cura se veía ya vestido con susparamentos litúrgicos. Así como monaguillos y ayudantes.De pronto, la gente se arremolinó, las campanas empezaronsu rítmico tañer y la banda rompió con una marcha. Laprocesión se puso en movimiento. Los sombreros y boinasdesaparecieron, dejando en descubierto hirsutas cabelleraso retostadas calvas de pescadores y hombres de mar. Sobrelos hombros de ocho de los muchachos salvados, iba elSanto, subiendo y bajando, según el relieve de la calle. Suimagen era hermosa y sus barbas le daban un venerableaspecto bíblico. Los romeros miraban con simpatía yrespeto a la efigie que representa a aquel hombre que, envida, se dedicó a la arriesgada profesión de pescador.Algunos le hallaban parecido al Viejo Aniceto y sonreíancon malicia, sin insolencia.

�¡Viva el Santo!�gritó alguien.

�¡Viva San Pedro! �contestó la muchedumbre, cadavez más compacta, a medida que se aproximaba al muellela procesión.

Blanqueaban las camisas de los jóvenes, hinchándoseen las espaldas con el viento que subía desde el Maule.Algunas mujeres lagrimeaban al ver a los mozos sanos ygallardos portando las benditas andas.

Pasaron la calle Blanco y, al penetrar en el recintocerrado del muelle la muchedumbre se hizo compacta,pudiendo avanzar a duras penas el Santo y la comitiva.Por la escalinata, lo bajaron cuidadosamente. ¡No fueracosa que la sagrada imagen rodase y cayese al fondo delrío! Colocado en el altar del lanchón, aderezado con flores,bandera y cirios llameantes, un viril cántico subió de todaslas gargantas de los romeros que ya esperaban en los botes.debajo del muelle, en la isla, en el Pasaje. Todas lasembarcaciones habían sido recientemente pintadas,blanqueadas, y lucían sus vientres al balancearse por elexcesivo peso o por el oleaje que formaban los otros botes.

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�¡Vamos! �ordenó el señor Cura. Los remeros dieronlas primeras paletadas y sonrieron satisfechos de tantohonor.

La banda, ubicada en otro lanchón, irrumpió con sustrombones, platillos y bombo. ¡Alegría general! Todosempujaban sus botes y trataban de ir lo más próximos alSanto para no perder nada de las ceremonias. Algunoscohetes lanzaban sus secas carcajadas de pólvora. Cuandola banda cesó en su trote casi rítmico, se oyó el canto lejanode las campanas de la Parroquia y el repique saltarín de lasdel convento de los Capuchinos, próximo al río. La vozpotente del señor cura entonó majestuosa:

�Ave... aaaaaveee... Maríiiiiiiaaa...

�Aaave Mariíaa...

El enorme coro resonaba en la amplia caja del río,repitiéndose muchas veces en las estribaciones de loscerros.

El �guasón� del Chico Chandía, un come frailes, peroque no faltaba a la procesión, logró hacerse oír netamente,parodiando el canto con un:

�Aaaveee asaaadaa �mientras mostraba hacia ellanchón de San Pedro un enorme pavo dorado con que ibaa celebrar el día del Santo Patrono. Rieron los más próximosy hasta el señor Cura meneó la cabeza sonriendo:

�¡Bueno con el pícaro!�murmuró.

De todas partes se agregaban embarcaciones al yagrueso torrente. Los que no pudieron embarcarse tomabanparte desde las riberas. Racimos de personas colgaban delos eucaliptos, de los esqueletos de lanchones enconstrucción, de los muellecillos, de las piedras de lasbocacalles, de la isla de los Orrego. La procesión subióhasta la piedra del �Ratanpuro�, mejor, un poco más arriba

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de las Carreño que ese día hacían su agosto con las lisasasadas. Allí torció por la punta de la isla y bajo por elbrazo grande. Este fue el punto máximo del entusiasmo.Desde aquí empezaron a desbandarse muchos romeros.Algunas embarcaciones continuaron río arriba, hacia elpuente. Otros enfilaron proa hacia la isla �Perros�, haciaQuivolgo, hacia el Edén.

Sin embargo, la procesión bajaba con gran entusiasmoy bullicio, pues quedaban los más fieles.

Los bogadores levantaron los remos, dejando que elpesado armatoste se deslizara lentamente, empujado porla corriente. Entonces se miraron, movidos por un súbitorecuerdo. Nada se dijeron, pero en sus rostros revivió unaangustia lejana. Eran once como entonces y estabancansados. . . Por poco no habían tomado parte en laprocesión. Segundo Morales, el patrón del �Orión�, miróhacia las bodegas de Quivolgo, para no dejar ver sus ojoshumedecidos. Otros apretaron los labios. Y todos, a una,hundieron las palas en el agua con energía.

Del bote vecino salió un saludo y una voz masculinagritó:

�¡Hola, chiquillos, un trago por la escapada!

�¡Qué nos dilatamos! Pero ahora no �contestóVicho.

�A lo que dejen el Santo, Segundo. ¿Sí?

�¡Yaaa!

En las pupilas de Segundo brilló el entusiasmo. Sucorazón palpitó con rápido ritmo. Había reconocido alpadre de Etelvina, al viejo guanay, compañero de su pa-dre. Se le ocurría que, ahora que todos le atendían por lahazaña, ella también quería aprovecharse de su fama, puesle saludaba con grandes venias.

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Poco importaba si llegaba a quererlo. Con el hermanoeran muy amigos. Felindo lo había llevado a casa algunasveces.

La procesión alcanzó hasta la barra, pues la puntillaestaba al descubierto con la baja marea. Remaronbravamente para remontar la corriente hasta el muelle. Allíun gentío aguardaba. Ya en tierra firme, el Santo se fuecalle arriba, balanceándose majestuosamente. Entró, en-tre cánticos y vivas, a su morada de todo el año. Su pasodebió haber fecundado de peces el río y el mar en beneficiode sus amados pescadores maulinos.

Los botes volvieron popas y, remando con rapidezsubieron o atravesaron el río en busca del refugio acogedorde las pequeñas caletas o de las hondonadas.

Leonardo, después de dejar el Santo sano y salvo ensu pedestal, volvió al muelle, en donde le esperaban. Seubicó junto a Etelvina, y se fueron río arriba.

�Un trago, chiquillo, ya que estamos vivos.Bordeándole le anduvimos a la chascona, ¿no? Bueno, hayque desquitarse ahora.

�Claro, pues, don Manuel. Póngale no más.

�Ofrécele a la cabra. No seas corto.

Leonardo le pasó un vaso a la cobriza y ella, bebiendoen el mismo lugar que él, le dijo con malicia:

�Le voy a saber todos los secretos.

�No importa, Etelvinita. No son muchos.

�Eso es de niños. Piquen no más, para eso se hanhecho el hombre y la mujer�y los dejaron solos. Leonardopoco ducho, no hallaba qué decirle. Cuando llegaba algún

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sandwich, o una empanada, o algún trago cambiabanalgunas palabras. Y nada más. Ella le miraba de reojo conburla. Contaba con dieciocho años �bien vividos�. Por algosu naturaleza se adivinaba sensual y exuberante: pelirroja,labios gruesos, más avanzado el inferior como una frutillaque pedía el mordisco, busto abundante y caderasbailadoras. El muchacho se aturdía y no encontraba laspalabras.

El bote atravesó el río, frente a las Carreño y luego seinternó por el brazo estrechísimo de la Isla Perros, a lospies mismos del macizo de Quivolgo. Tan poco era elcalado en esa parte, que los bogadores se remangaron lospantalones y arrastraron el bote a la sirga, como losguanayes. Por todas partes se veían fogatas y se percibíael calorcillo del asado de cordero al palo. Algunos sebañaban. No faltaban los que la dormían en la arena. Amedida que avanzaba el bote, había que hacer �aros� muyseguidos. No podían negarse a los amigos. Por fin, llegaronal lugar elegido. Ya habían estado allí incontables veces.Bajaron con todos los canastos y damajuanas. Los boterosamarraron en un grueso tronco de boldo, cuyas ramaslamían el río. Etelvina tomó de la mano a Leonardo, comoapropiándoselo, y echaron a correr por los suaves lomajesde césped que quedaban entre grupos de achaparradosárboles. La familia eligió el �comedor�, hueco natural queformaba una colonia de boldos. Por la otra ribera, pasabael tren �piteando� su llegada. Se perdió en el corte y, luego,reapareció entre eucaliptos y casas para colear una curvay desaparecer en demanda de la estación. La pareja sehabía internado por los bosquecillos a mirar el salto quebullía al despeñarse desde unos cinco metros de altura.Por allí se tendieron a descansar de la carrera, ocultos en-tre los matorrales. Ella jadeaba, subiendo y bajando susamplios senos. Él, de azoramiento. La muchacha de brucesolía y mordisqueaba el pasto como una bestiezuela. Sóloel salto llenaba la hondonada con su cantar húmedo. ¿Quiénlos impulsó a besarse?

�¡Etelvina, Seguuundo, a almorzar!

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Se desprendieron y, cogidos de la mano, volvieron al�comedor�. Un poco colorados, un poco cómplices, sesentaron aparte. Don Manuel estaba en lo mejor de sus�payasadas�. Reinaba con su voz, su vientre y su frescura.Su mujer, doña Elvira, con la cabeza amarrada puesto eldelantal, llenaba platos y más platos. Dos jóvenes se habíanagregado. Tal vez, invitación del eufórico don Manuel. Losojos de Etelvina brillaron al ver otros hombres. Se arreglóel pelo e hizo un mohín de coquetería para llamar suatención. De Leonardo no se preocupó más. Era demasiadoingenuo. Su naturaleza ardiente no reconocía fidelidades.Al muchacho se le fue apagando, poco a poco, la lucecitaque brillaba en sus pupilas como el farol del compás de losfaluchos en las noches de neblina. A Segundo no le pasódesapercibido este destello de sensualismo de la muchachay, a pesar de haberla apenas conocido como hembra, ledolió y un lento rencorcillo empezó a formarse en su inte-rior. Una palabrota bailaba en sus labios. A ella, por lodemás, no le importaba. No había sido el primero ni elúltimo. Leonardo no conocía a los �pegotes�. Se lospresentaron. Les dio la mano de mala gana, a pesar de lafamiliaridad afectada de los otros.

�¡Hola, el héroe! ¡Gustazo, amigo! Domínguez, a susórdenes!

Luego se recogió a su rincón y allí comió de las viandasexquisitas que doña Elvira le iba a dejar a cada rato. Teníahambre y rabia. Miraba a sus �rivales� y los examinaba.Uno tenía la cara del nortino: alto, tostado, con su inevi-table diente de oro y su chalina al cuello, completando laclaridad de su traje plomizo, a rayas. El otro, más bajo,debía ser talquino por el tono que se daba y sus fantocherías.Etelvina los observaba, pero de otra manera. ¡Ella sabía loque aquilataba en ellos! Sobre todo en el nortino nervudoy alto. Aprovechó un mandado de la madre a servirles unachuleta para hablarles.

�¡Sírvanse esto! ¡Está muy rico!

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�¡No tanto como la empleadita! �la galanteó, conafectación, el talquino. Ella trató de ponerse colorada, perono lo consiguió.

�Ustedes no son de aquí, ¿no es cierto?

�¡Y cómo lo fue a adivinar!

�¿Tenemos facha de ricos? ¿Es cierto, Etelvinita? Yosoy de Iquique y el amigo, talquino.

�¡Ah!

�A propósito, Etelvinita, ¿por qué no le dice a sumamá que toque ese bichito que veo allí entre las ramas, ybailamos una cueca?

�¡Con mucho gusto!

Pronto el �comedor� se transformó en una fonda:palmadas, gritos, saltos, pañuelos aleteando, zapatostrazando rayas de ataque. Etelvinita también tomó laguitarra y cantó una sentida canción, mirando al nortino.De cuando en cuando, miraba a Leonardo como a perrillopor cuya lealtad ya no debía preocuparse. Eran los afuerinosel centro de sus deseos de hembra colorina y ardiente. ¿Quéculpa tenía ella? ¿De dónde le venía ese calor que corríapor su sangre? El nortino lo que se quería. Estaba ya casiencima de ella. La manoseaba por nada y ella se dejabahacer. Era harto experto.

�¡Que bailen los novios! �pidió el ya ebrio donManuel.

�¡Que bailen!�gritaron todos.

�¡Que baile Segundo!

�¡Que baile el resucitado!

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�¡Qué lástima�se dolió la dueña de casa�que estechiquillo Felindo no haya estado!

En ese momento llegaba una familia vecina a hacerlesuna visita. Leonardo eligió por pareja a una muchachitapálida y apocada, que se quedaba rezagada, pero quehablaba con los ojos enormes y sorprendidos. En el fragorde la cueca, Leonardo admiraba a su rival y reconocía conrencor lo �peine� que era. Bailaba de punta y taco, haciendotoda clase de huaras. Etelvina, bajita, era una presa entresus- largos brazos, abrazándole la cabeza en la rueda delbaile. Se sintió un pobre pescador, un pequeño maulino.Unas ansias de irse del pueblo, de correr tierras leinvadieron. Y por ¡�la madre�!, que iría al norte, se haríamarinero y sería alguna vez como ese nortino fuerte, audaz,dominador, apetecido por las hembras. El era unprovinciano de alma soñadora; el otro, un nortino positivoque había recorrido todos los lupanares. Y... al fin, ¡quéimportaba! Si a Etelvina le gustaba, a él también le ibaagradando la ovejita tímida de su pareja, que parecía, a suvez, tenerle a él como ideal.

�Nunca falta soga para el trompo�se dijo, y esto ledevolvió la seguridad en sí. Sin embargo, miraba a la muy...en fin, ¡cuento acabado!

�¡Aro, aro, aro, dijo oña Pancha Lecaros! �lospotrillos de vino con naranja empezaron a circular.

�¡Eso es lindo: subirse por un peral y bajarse por unguindo!�contestó el nortino, agregando luego,maliciosamente : Usted es el guindo... ¿no?, por locoloradita que está, ¿vamos a correr por la orilla, quiere?

�¡Vamos!

Segundo vio cómo, tomados de la mano,desaparecieron corriendo por allí donde estuviera con élen la mañana. No intentó siquiera seguirlos. Estaba

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desquitándose con Mariquita que, un poco entusiasmadacon los traguillos, aceptaba sus galanterías y sus abrazos.Leonardo descubría algo nuevo en él: el vino era delicioso:¡cómo pasaba por su garganta gorgoriteando y aquella sedinsaciable que aumentaba a medida que bebía! Ahoracomprendía a muchos de los viejos y sus �curaderas�.Mariquita le servía, solícita. El muchacho, ya casi ebrio,quiso imitar la audacia del nortino e invitó a su sumisapareja a �salir a correr�. Esta no se hizo de rogar y fue.

El sol estaba ya afirmándose en la raya lejana delhorizonte y su rojizo resplandor se degradaba por el paisaje.Los cerros se reflejaban misteriosos en las aguas violetasdel río.

�¡Chiquillos!�llamó la voz aguardientosa de donManuel�. ¡Ya nos vamos!

Cuando llegaron las dos parejas, la gente empezaba aembarcarse. La madre de Mariquita le dio, a la descuidada,unos fuertes �tornicones� por �sinvergüenza�. La madrede Etelvina ya no veía de borracha. Leonardo tambaleabay, a duras penas, pudo subirse al bote que tuvieron queempujar bastante trecho. La marea estaba alta y no hubonecesidad de sirgar. Otros romeros retornaban también.Parecía una nueva procesión, esta vez detrás de Baco quepresidía la ceremonia desde las andas aromáticas del mosto.En una ensenada, dos borrachos se peleaban. El gigantónde �El Machete�, metido en el río, hasta la cintura,desafiaba a otro a �trompearse� allí. Vociferaba palabrotascomo un poseído. Don Manuel hizo acercarse el bote y leofreció un trago, con lo que se calmó y volvió a la orilla.

Cuando el bote hendió los últimos totorales, entraronde pleno en el ancho Maule. Los chanchitos empezaron amecer la embarcación. Las mujeres chillaron. Los hombresse turnaban en el remar. Continuamente las �palas�quedaban en alto, para que el vino aumentase la energíade sus impulsadores. Leonardo dormitaba casi en brazosde Mariquita, que se sentía un poco madre. Etelvina estaba

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molesta por estas atenciones. Sin embargo, no se despegabadel lado de su nortino, el que no se recataba en acariciarla.Leonardo, a pesar de su curadera, sentía aún el rencor y elsabor de los gruesos labios de la pelirroja. En brazos deMariquita, evocaba la escena que debió haber sucedido.Las �corvas� quemadas de Etelvina hasta más arriba delas rodillas indicaban que debió haber estado de bruces enla arena tomando el sol, moviendo los pies uno tras otro.Él, el nortino del diente de oro, a su lado, la estaríaexcitando con las palabras y con las sabias manos... ..

�La muy p. . .�se dijo casi en voz alta. Mariquitacreyó que se quejaba y le ofreció sus muslos para que,recostado, pusiese su cabeza �abombada� por el excesode bebida.

El río estaba lleno de cantos. En una embarcación,cerca de ellos, acompañados en guitarra, voces de hombresy mujeres cantaban:

�Se va y se va . .por e1 medio de las olasy las olas me respondenque mi amor no vuelve más.Se va . . . y se va . . . �

Más lejos se oía casi en sordina:

�Río, río, río, río,devolvedme el amor mío, devolvedme el amor mío, que me canso de esperar...�

Un poco emocionado por los lánguidos acentos deestos valses, don Manuel, a través de la maraña de suborrachera, resumió:

�¡Lindo día, por la madre! Si no fuera por estos ratitosde gusto, se moría uno de pena.

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�¡Eso es, mi alma! ¡Trago! �le aduló burlín eliquiqueño.

�¡Viva San Pedro!�corearon de otra barcaza.

Era de noche. Del mar venía una brisa fría que hacíaestremecer los cuerpos. Desembarcaron en el Pasaje y sefueron a la casa de don Manuel, a �continuarla�. Segundofue llevado casi en andas por el talquino y Mariquita.

�¡Adiós, mi hijita! �le dijo con ironía a Etelvina.

Ésta le contestó:

Quiubo, patrón, ¿ya enteramos carga? Anda vermeestos días. Mi hermano anda por Putú y demorará en llegar.

Mariquita le hizo un mohín de desprecio y se llevó asu �amor� a dormir en una cama de la casa de don Manuel.

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VIII

La noticia llegó de improviso a Constitución. DoñaJuana, madre del viejo Camarón, había muerto enPichamán.

�Oye, niño, déjate de borracheras y vamos aPichamán. Murió tu abuela�fue todo el comentario.

El trencito de trocha angosta los dejo, después dealgunas horas de jadeo, en la silenciosa estación. Entre elbufido cansado de la locomotora, de los gritos de los car-gadores y de las conversaciones de los pasajeros, el con-voy empezó a moverse y pronto se perdió en el primer�corte�.

El Camarón viejo y el nuevo, quedaron sumidos en unsolemne silencio de campo, abandonados en medio de lasserranías.

Pasaron a saludar al jefe de estación, quién los mandódejar en un carrito de mano, empujado por dos mocetonesde la �cuadrilla�. Casi tres kilómetros tuvieron que soportarel viento frío. El campo estaba triste. Recién había llovido.Un airecillo puro les llenaba los pulmones con su olor detierra húmeda y de yerbas aromáticas. Algunos pajarillos,alineados en los alambres del telégrafo, cantabanjugueteando.

Abajo, el río turbio. En las vegas, los vacunosramoneaban las cañas del rastrojo.

La familia vivía en una choza edificada en la mesetade un cerro de poca altura que había sido cortado en dospara que pasara la línea férrea. Los vecinos se habíanreunido en el patio y conversaban en voz baja.

Los dos deudos entraron a la pieza. Allí en el centrose velaba el cuerpo de doña Juana, rodeado de las mujeresque coreaban el Rosario con sus voces destempladas y

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monótonas.

Unos cirios, casi ocultos por ramas, despedían unalucecilla amarillenta, combatida por la débil luz del sol. Laempalizada de durmientes embarrados, material queconstituía las paredes, dejaba pasar el fuerte viento de lamañana. En los huecos silbaba lúgubremente.

Se sentaron en un rincón. Las hermanas le contaronlos detalles de su muerte. Un ataque al corazón se la habíallevado.

�Estaba tan gorda la pobre finada.

�Y tan mañosa. No podía vivir ya con nadie. Conustedes estuvo un tiempo en Constitución, pero luego llegópor aquí hablando �peste� de doña Carmen.

�¡Que Dios la tenga en su reino!

��Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señores contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres . . . �

��Santa María, madre de Dios...��rumiaba elsegundo grupo de voces.

�¿Y cuándo es el entierro?�preguntó Leonardo.

�Mañana, d�ialba, porque el Cementerio está muylejos. Son como diez leguas a Toconey.

Los huasos, afuera, conversaban en voz alta,apretujados dentro de sus mantas de Castilla. De cuandoen cuando, aparecía una de las niñas llevando una bandejacon copas llenas de �mosto�. Se lo bebían entre dichos y�puyas�. Algunos se quedaron a comer. Otros tuvieron quevolverse a sus lejanas hijuelas.

�Hasta mañana, compadre.

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�Hasta mañana. Tempranito vamos a llevar a la finaa.

Poco a poco fueron retirándose. Sólo quedaron losmás íntimos y las mujeres rezadoras que pasaron la nocheentera murmurando el Rosario, murmullo que parecíaextraño y siniestro en la obscura y fría noche de campo.

El alba. Fueron llegando los huasos, ataviados con susropas domingueras. Algunos, a pie. Otros, a caballo. Enestos campos hay una cooperación tradicional que semanifiesta en los trances definitivos: nacimiento, matri-monio y muerte. Entonces lucen sus mejores arreos,expresan su pintoresca alegría o demuestran su hoscosentimiento. Sin perjuicio de que después se exacerbensus egoísmos y se peleen hasta por el agüita de sus cerros.

La mañana estaba fría. El rocío colgaba de todas lashojitas o formaba un enharinado en el césped, o goteabarítmicamente del empajado.

�Vamos, niños�gritó Leonardo.

�Vamos, no más.

�A ver... unos cuatro gallos bien firmes necesito.

Cuatro se adelantaron y cogieron una especie de andasque se habían armado especialmente. Cuatro varas demadera de roble formaban un rectángulo, cuyos lados máslargos se prolongaban para constituir mangos de los cualeshabrían de tomarse.

Colocaron el ataúd sobre estas angarillas y loaseguraron bien con gruesas cuerdas. Y en medio de untriste silencio, descubiertos los hombres, partió el cortejohacia el cementerio de Toconey.

Las �niñas� lloraban desgarradoramente. Con estosgritos extrahumanos que nos producen pavor acercándonosal más allá. Las viejas continuaron rezando su Rosario. A

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medida que se alejaba el cortejo, se oía más apagado.Leonardo y su hijo montaban dos caballos lugareños, secos,musculosos, incansables.

De trecho en trecho, se detenían los cargadores pararelevarse, y continuaba la marcha.

��Puchas� que está pesá la finaíta. Le va a costarllegar al cielo.

El Camarón marchaba al paso del caballo, meditando,rememorando su infancia o su juventud, sus llantos cuandola dejó para hacer su servicio militar.

Segundo sólo recordaba a una �gorda abuela� siempreenojona, pero buena con él y que le daba dinero paracomprar esos caballitos de masa de galleta con aperosdecorados con dulces de colores. Sentía curiosidad poraquel extraño cortejo a través de la montaña solitaria ycerrada. Un vago miedo le llenaba la imaginación de seresfantásticos, de aparecidos y penaduras. A un huaso le habíaescuchado que doña Juana había penado en el mismomomento de morir, yendo a golpear la puerta de unacomadre que vivía unas leguas más abajo.

Los �romeros�, para distraer sus fúnebrespensamientos y �acortar el camino�, se contaban susaventuras, casi siempre fantásticas.

Un viejo que iba de a pie con su poncho terciado narróun caso que �le había pasado a él cuando joven� . . .

��Aún no llegaba la línea a Corinto. En el lugarllamado de las �Quiscas� daban muchas fiestas ytomaduras. Una noche volvía a mi casa, algo curao. Derepente, me sale una visión. ¡No tengo pa qué mentales!Un potrillo se dejó caer al llegar al �corte�, por el lao delcerro y se me ganó al costao, más d�iuna cuadra. ¡Que sihubiera treido cuchillo siquiera! Yo lo miraba con el rabodel ojo sin atreverme a hacele ná. Le sonaban las uñitas

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con el trote. Poco a poco, se fue quedando atrás y subió elcerro arañando. Le vi salir llamaradas de fuego de los ojos.El lugar donde desapareció se llamaba �Agua fría�, porquehabía una poza de barro que decían que era güena pa losgranos de la mano.

�Esa fue la visión que tuve yo. Son cuentos que m�ianpasao a mí, por eso cuento.�

La conversación había puesto en los ánimos un temora algo inasible que parecía esconderse entre las espesas ytupidas matas de robles y avellanos. Las ánimas debíanandar sueltas por las quebradas y ellas serían las queaullaban en las noches de tempestad con ese grito largo ydolorido que hace temblar a los que van en busca de losanimales extraviados. Marchaban a largos períodos desilencio...

Cerca de las doce, llegaron al cementerio de Toconey.El día había abierto y hacía calor. El viejo Leonardo y suhijo se adelantaron para hacer los trámites de rigor.

El cortejo de huasos, descubiertos y silenciosos�traspasó la puerta desvencijada. En un rincón, ya dos peo-nes habían empezado a cavar la fosa. El cajón fuedepositado al borde de ella y se esperó un rato queterminasen su labor los sepultureros.

Algunos de los acompañantes, cansados, se sentaronen los montículos que formaban las tumbas; otros, fueron�a echar su vistazo�.

¿Quién no conoce un cementerio de aldea? Aquél eraun cuadro de terreno, tapiado con adobes. En parte, la tapiahabía cedido al tiempo y a las lluvias. La zarzamorarecuperaba su imperio. Había cruces nuevas, de recientesentierros. Las cruces viejas, estaban apenas sostenidas poruna piedra y otras, caídas y en disgregación. Ya noostentaban los nombres de los desconocidos que aúnlevantaban un poquito de tierra. ¿Cómo se habían llamado

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en vida? ¿Qué habrían hecho? ¿Qué había sido de susdeudos?

¡Pobres crucecitas de madera, antaño blancas y hogañogrises y carcomidas que servían para indicar que allí, enese pedacito de tierra, había un cariño emparedado! Aquíy allá, algunas rejas rotas completaban el cuadro deabandono y soledad.

Una cruz de piedra conservaba aún un nombre, enincisión: �Buenaventura Inostroza�. ¿Quién lo conoció?Debieron llevarlo de algún lugar de la montaña, como ahora,a doña Juana. ¿Cuánto tiempo hacía? La fecha se habíadestruido.

¡Cementerios de la montaña, abandonados, resumende esa tierra en donde valen muy poco los nombres y lasfechas!

Uno hasta duda de que, no muy lejos, allí detrás deesos cerros, en el valle, hubiese ajetreo y vida.

Llegaba a su término la excavación para darle laprofundidad conveniente a la fosa. Cuando se la huboconseguido, se reunieron todos alrededor del hoyo, consus �chupallas� y �alones� en las sudorosas manos.

Dos cuerdas gruesas se atravesaron por debajo delataúd, sujetas por un hombre en cada extremo. El cajónbajó lentamente, hasta tocar fondo como esas viejas barcasque se fondean, después de una larga y legendaria vida, enlos rincones de las caletas.

Las paladas de tierra cayeron, una a una. Al principio,sonaron roncas al chocar con la caja hueca y, poco a poco,sólo se oyó el rítmico golpear apagado de la grava húmeday triste.

El viejo guanay miraba la escena mientras dentro desí también había un entierro de muchos días.

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Segundo observaba unos fémures blanqueados y secosque habían removido las picotas... Veía, también, alzarsede la tierra roja la faz rojiza y sensual de Etelvina. De unareja blanca, la cara pálida de Mariquita. Estaba angustiado.Deseaba salir de aquel hoyo rodeado de montañas, seco.Hubiera gritado o cogido su caballo y huido al galope. Sudeseo era estar pronto en el puerto y poder �ver� a Etelvina.Acaso estaría con el nortino . . .

Aquella escena ponía en su alma un no sabía qué deamenazas, de temores inefables. La vida no era nada, laspreocupaciones, los celos, el amor. Todo se hundía en uncajón. Y de nuevo.. . la sangre joven, saltaba en medio dela nada, entrevista y... el deseo de huir y de gritar.

Terminado el entierro, el cortejo se dispersó. Algunossiguieron a los afuerinos, los que obsequiaron con un tragoen una de las �cantinas� del pueblecito.

Pronto, no se vio más que el aletear de los ponchos:todos se lanzaron en veloces carreras, desprendiéndose delos dedos de la muerte.