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Las virtudes cardinales Y cómo nos ayudan en nuestra vida cristiana 5/16/2011 Centro de Estudios de los Dominicos del Caribe (CEDOC) Robert B. Medina Radesco, OSB

Las Virtudes Cardinales

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Las virtudes cardinalesY cómo nos ayudan en nuestra vida cristiana

5/16/2011Centro de Estudios de los Dominicos del Caribe (CEDOC)Robert B. Medina Radesco, OSB

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TABLA DE CONTENIDO

Introducción:

I. DefinicionesA. VirtudB. Virtudes cardinalesC. PrudenciaD. JusticiaE. FortalezaF. Templanza

II. Cómo operan estas virtudes en el ser humanoA. Relación entre prudencia y virtud moralB. Justicia humana y divinaC. La debilidad humana y la fortaleza cristianaD. La belleza moral en el terreno de las pasiones

III. Crecimiento y madurez en el seguimiento de CristoA. Las virtudes en generalB. Las virtudes cardinales

IV. Una moral de la virtudA. La virtud en la Sagrada EscrituraB. En algunos Padres de la IglesiaC. Para una moral de a virtud

1. Aspectos antropológicos2. Aspectos teológicos

ConclusiónBibliografía

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Introducción:

El tema del trabajo fue un poco arduo en escoger. Tenía muchos temas en mente pero no me decidía por ninguno, hasta que escuché a alguien hablar de templanza. Me resonó bastante y efectivamente, las virtudes cardinales era uno de los temas pensados.

La estructura del trabajo la pensé de una forma sencilla que pudiera arrojar luz a mi inquietud por conocer más a fondo cada una de las virtudes. Recopilé mucho material, pero escogí el que más resonó.

El esquema ha sido elaborado por definiciones de diccionarios, uso de revistas y libros para poder tener un marco de referencia más completo aunque nunca se puede abarcar todo lo que se quisiera.

Para mí ha sido un reto leer tanta información y escoger la información a utilizar.

Conocemos muy poco sobre las virtudes cardinales o al menos no se hablan de ellas a menudo y por esta razón escogí el tema.

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I. Definiciones:

A. Virtud:

La virtud es un hábito bueno que hace al hombre capaz de cumplir el bien de un modo fácil y gratificante. Una disposición habitual y firme para hacer el bien. El término hábito significa una cualidad permanente que no se pierde con facilidad. El hábito está ordenado a perfeccionar al hombre directamente para que éste pueda realizar mejor su actividad.

Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina (Catecismo de la Iglesia Católica #1804-1810-1811-1834-139).

B. Virtudes cardinales:

Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Estas son: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Estas ordenan los actos humanos a Dios. Se llaman cardinales porque son como la bisagra o gozne (herraje articulado con que se fijan las hojas de las puertas y ventanas). Y son como ciertas condiciones necesarias para cualquier otra virtud.

C. Prudencia:

La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida. (CIC #1806-1835).

Es el hábito que posibilita a la razón juzgar rectamente y determinar aquello que se debe hacer. La prudencia no es una virtud pasiva o negativa, sino activa: el prudente no es el que no actúa, sino el que hace lo debido. Santo Tomás la define como “la regla recta de la acción” (Suma Teológica II-II, q. 47, a.2).

La prudencia es la que orienta y dirige las demás virtudes, dado que les indica qué, cuándo y cómo se debe actuar. Y determina si es o no necesario omitir una acción o también si es conveniente elegir una determinada opción frente a otra serie de posibilidades. La prudencia sirve de guía para una recta conducta moral.

Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares de nuestra vida y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

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D. Justicia:

Consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios de llama “virtud de la religión”. (CIC #1807-1836).

Es el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho. La justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo.

En efecto, porque el hombre es sujeto de derechos, éstos deben ser respetados, por eso, la justicia trata de dar a cada uno su derecho. Pero, dado que la justicia demanda respeto a los derechos ajenos, se sigue que haga relación a los otros. Finalmente, nadie tiene derecho a más de lo que se le debe. En consecuencia, la justicia está basada en la igualdad en dar a cada uno lo suyo.

E. Fortaleza:

La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa. (CIC #1808-1838).

Potencia la voluntad para que se decida por el bien difícil con el fin de alcanzarlo, empleando para ello todas las fuerzas, incluso con riesgo de la propia vida corporal. Por eso, se le denomina “la virtud del bien arduo” y perfecciona el apetito irascible. Ocupa el tercer puesto de las virtudes cardinales y la razón es obvia: sólo quien es prudente y justo puede ser fuerte, dado que no se decidirá por resistir el mal y alcanzar el bien, sino está convencido de que es prudente actuar en tal situación y si está seguro de que se trata de una causa justa. Fortaleza sin prudencia puede confundirse con ímpetu instintivo o incluso airado.

En efecto, sólo cuando lo demande la prudencia y si tal situación representa un compromiso con la justicia, entra en juego la fortaleza, pues entonces la voluntad se empleará a fondo y se dispondrá a conseguirlo haciéndose violencia incluso hasta el martirio. En último término, equivale al imperativo cristiano de cumplir en todo, también en lo arduo, la voluntad de Dios.

F. Templanza:

La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. (CIC #1809-1838).

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Es la cuarta de las virtudes cardinales y modera los apetitos y los sentidos, sujetándolos a la razón como oferta amorosa de Dios. La templanza es una actitud que se asume con alguna frecuencia por muchas personas y por motivos diversos.

Es la virtud cardinal que orienta y modera la tendencia a los placeres sensibles para que la persona se mantenga dentro de los límites que le señala la fe. Se trata de situar los placeres en orden a la totalidad de la persona, para lo cual es preciso orientarlos y moderarlos en orden a la entrega de Dios.

San Agustín subraya que: “puesto que vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón”, quien vive la templanza, supone “la entrega de un amor entero. Y es que, para que la entrega del corazón a Dios sea posible y plena, se requiere dominar y orientar las pasiones y los instintos.

En Santo Tomás de Aquino y con él la Teología Moral, se refiere, fundamentalmente, a los placeres sensibles y más en concreto, a la comida-bebida y a la sexualidad

II. Cómo operan estas virtudes en el ser humano:

A. Relación entre prudencia y virtud moral:

Es la prudencia quien genera las virtudes morales, o son éstas las que se encargan de producir la prudencia.

No es el sentido ni el oficio de la prudencia el descubrir los fines, o mejor, el fin de la vida, ni el establecer las disposiciones fundamentales de la esencia humana. El sentido de la prudencia es encontrar las vías adecuadas a esos fines y determinar así la actualización conforme al aquí y al ahora, de esas disposiciones fundamentales.

Como actitud o posición fundamental de la voluntad que afirma el bien, la virtud moral es fundamento y condición previa de la prudencia. Pero la prudencia es el supuesto de la realización y fin, conforme al aquí y al ahora, de esta actitud fundamental. Prudente puede ser sólo aquel que antes y a la par ama y quiere el bien; más sólo aquel que de antemano es ya prudente puede ejecutar el bien. Pero como, a su vez, el amor del bien crece gracias a la acción, los fundamentos de la prudencia ganan solidez y hondura cuanto más fecunda es ella.

B. Justicia humana y divina:

En el mundo en que vivimos parece que al que obra mal le va bien y al que obra bien le va mal. Esto es un absurdo, pero a veces es una realidad.

Ahora bien, el interesado en leyes de virtud empieza a trabajar ya aquí, en este mundo; no puede esperar en el otro lo que en éste no ha querido, pues nadie puede esperar resucitar como ángel si ha elegido vivir como cerdo, como tampoco puede nadie imaginar el cielo

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si ha vivido arrastrándose. Pero la justicia que ama lo Justo comienza justamente por una vida intensa en esta tierra, comienza dando testimonio de lo buscado, es decir, viviendo congruentemente conforme a ello. Así lo hacían los primeros cristianos, de ahí su credibilidad. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno…” (Hch 2,44-47).

No seamos de los que extienden la mano para recibir y la encogen para dar, seamos canales y no lagunas de los bienes temporales, dejemos al mundo mejor de cómo lo encontramos al ingresar en él.

La justicia siempre puede ser más justa, si es más amorosa. Eso es lo que Cristo pide a la Iglesia, y a lo que invita a toda la humanidad. Debe tratarse de una iglesia apostólica y misionera que deja semilla por donde quiera que pase. Esta semilla que practica la oración de abandono al Padre, que no reduce a Cristo a una ideología, sino que reconocen en Él al Señor, y que ejerce la comunión de bienes y el amor a los enemigos, constituirá por los siglos una locura para unos y escándalo para otros.

En fin una Iglesia que comparte será más justa, pues compartir es partir o marchar-con, hacer el mismo camino; es partir el pan y la sal con los demás; es tomar parte y partido con ellos.

El mensaje de la nueva justicia que trae al mundo la fe escatológica dice que de hecho los verdugos no triunfaran definitivamente sobre sus víctimas. Sólo donde es dado a luz un hombre nuevo, allí es donde se puede hablar de la verdadera revolución de la justicia y de la justicia de Dios.

C. La debilidad humana y la fortaleza cristiana:

Pablo descubrió en la paciencia de su oración, que creía no escuchada y que, sin embargo, recibió un fruto mayor de lo que esperaba, porque su debilidad se vio fortalecida en la amistad de Dios: “Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero el me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la gloria de Cristo” (2Co 12,8-9).

Lo mismo le sucedió a Cristo la noche de la pasión. La misma debilidad y miedo de Cristo ante el dolor y la muerte se vio fortalecida en la oración paciente y perseverante. Lo que la entrega de Cristo testimonia al hombre débil de todos los tiempos es que la fortaleza no es el fruto de nuestro esfuerzo, sino don de Dios: porque todo esfuerzo humano es precedido por un amor mucho más fuerte que nuestra debilidad. Así que mantengamos la confianza en ese Dios que todo lo puede, y se ve claramente en estos dos grandes ejemplos, Pablo y Cristo.

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D. La belleza moral en el terreno de las pasiones.

La templanza, como se deduce de su etimología, tiene como objeto templar, pulir apartar lo que pueda impedir que uno se mantenga espiritualmente bello. Si, a veces pide alguna renuncia al cuerpo, no es para humillarlo ni disminuirlo, sino, antes bien, para hacerlo valer. Ayuda a poner los sentidos y las emociones en su justo sitio para que no se apoderen de la razón, de la voluntad, del corazón. La persona templada es dueña de sí misma y, por ello, interiormente libre y capaz de darse, de amar.

De aquí se desprende la necesidad de la persona de educase a sí misma y de gobernar las pasiones, lo que significa humanizarlas, poner en ellas el sello de la razón y de la libertad, ponerlas al servicio de valores más altos.

Muy lejos de reprimir las tendencias humanas más profundas, la castidad, por ejemplo, se revela como una extraordinaria energía espiritual que otorga capacidad de amar. De mantener la lógica de la sincera entrega de sí, sin reservas, de querer constantemente el bien del prójimo. Es la virtud que hace sincera la pasión, al tiempo que impide que el amor se vea sofocado por el egoísmo implícito en la mera atracción física.

Ahora reparamos fácilmente en el valor fundamental e insustituible de la templanza: no en vano los griegos la llamaban prudencia (sofrosyne).

III. Crecimiento y madurez en el seguimiento de Cristo

A. Las virtudes en general:

Para los clásicos griegos la virtud es el brillo esplendente del héroe que se esfuerza por ganar las alturas, es la armonía y plenitud del hombre de nobles y magnánimos sentimientos que se da por completo al bien. El defecto de este ideal era replegar al hombre sobre sí mismo: la adoración de Dios no contaba.

Pero, para el cristiano, la virtud perfecta se encuentra en forma única e inimitable en la “benignidad y humanidad” de Cristo, en su humildad y en su amor desinteresado; virtud de Cristo, maestro inimitable, pero que nos impone el deber de ir en su seguimiento. Cristo fue quien enseñó lo que es la virtud, ante todo por su amor universal, por su supremo sacrificio en aras del honor de Dios y por la salvación del hombre, sacrificio que con ser del más elevado heroísmo, nada tiene de afectado, y despide el precioso olor de la más acabada perfección.

La virtud es la constancia y la facilidad en el bien obrar que procede de la bondad interior del hombre virtuoso.

A las cualidades y aptitudes viene a añadirse el hábito de las virtudes, el cual da la constancia en el bien obrar y hace que el hombre se muestre siempre consecuente consigo mismo en las diversas resoluciones que le exigen las múltiples y variadas situaciones de

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la vida. La virtud perfecta es la buena disposición radical del ánimo que ha llegado a convertirse en segunda naturaleza. El hombre no es virtuoso por ser casto, o moderado, o justo, sino por estar dominado por el bien en toda su amplitud.

El principio, el medio y el fin de la virtud es el amor de Dios. La virtud por excelencia y la que las comprende todas es, para el cristiano, la caridad, el estar abrasado en el amor a Dios, el imitar el amor de Cristo olvidándose heroicamente de sí mismo para quemar en aras del amor a Dios y al prójimo.

La virtud perfecta es el amor ordenado. El amor a Dios, con todo el séquito de virtudes que vivifica, es la fuerza que establece el orden en el alma, y sólo el alma así ordenada puede conocer y observar perfectamente la jerarquía de valores que solicitan el amor.

El hombre virtuoso es aquel que tiene su alma perfectamente aparejada para realizar el gran mandamiento del amor; es el que se sabe galardonado con el amor divino y por eso no se atribuye a sí mismo orgullosamente la bondad que pueda poseer.

B. Las virtudes cardinales:

San Ambrosio reproduce las virtudes cardinales en su forma estoica, mas por su contenido las considera como medio y camino del amor divino, como primera irradiación de la vida de la gracia en la actividad moral.

Entendidas en esta forma cristiana, las virtudes cardinales serán expuestas con especial claridad por San Agustín: “En cuanto a las virtudes que llevan a la vida bienaventurada, afirmo que no otra cosa son que la cifra y resumen del amor de Dios. A lo que se me alcanza, las cuatro formas de la virtud proceden de cuatro formas que en cierto modo reviste el amor. Aquellas cuatro virtudes las describiría yo sin vacilar del modo siguiente: templanza es el amor que se mantiene incólume para su objeto; fortaleza es el amor que todo lo soporta fácilmente por causa de aquello que ama; justicia es el amor que observa el orden recto, porque sólo sirve al amado; prudencia es aquel amor que es clarividente en todo lo que le es favorable o dañoso. Pero no hablo yo de un amor cualquiera, sino del amor a Dios, al bien supremo, a la suprema sabiduría y unidad. Así podemos formular con mayor precisión aquellas definiciones diciendo: templanza es el amor que se mantiene íntegro e incólume para Dios; fortaleza es el amor que, por Dios, todo lo soporta ligeramente; justicia es el amor que sólo sirve a Dios y por eso pone en su orden debido todo lo que está sometido al hombre; prudencia es el amor que sabe distinguir bien entre lo que le es ventajoso en su camino hacia Dios y lo que puede serle un obstáculo”.1 He querido transcribir esta cita íntegramente de San Agustín porque resume cada virtud como amor, o sea el amor a Dios es el centro de cada una de éstas virtudes, y de los Santos Padres emana una sabiduría sin límites.

La prudencia señala el camino del bien y regula el entendimiento práctico. La justicia confiere a la voluntad una recta dirección y, sacándola de la rigidez egoísta, la ajusta a la realidad. La templanza mantiene los afectos concupiscibles en el justo medio entre el

1 Bernard Häring, La ley de Cristo. (Barcelona: Editorial Herder, 1965), 528.

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entorpecimiento y la lascivia. La fortaleza hace que los afectos irascibles se mantengan en el justo medio entre la flojedad y la actividad desordenada. La prudencia y la justicia regulan las dos facultades espirituales del alma; la templanza y la fortaleza dominan los apetitos sensuales e irascibles, o sea las principales potencias psicofísicas.

Consideradas como virtudes particulares: la prudencia es el arte del buen consejo y del buen gobierno; la justicia es el cumplimiento de lo estrictamente debido en proporción de igualdad; la fortaleza es la lucha denodada por el bien; la templanza es el dominio de los apetitos sensibles, especialmente por medio de la castidad.

La prudencia “bíblica” en su sentido más amplio, viene a coincidir con el concepto de “sabiduría”. Esta sabiduría, que implica no sólo el fuego del amor, sino también clarividencia del espíritu, es la fuente genuina originaria de la prudencia. La sabiduría hace que el hombre encuentre gusto en Dios y sólo a Él se aficione. Las virtudes morales rectifican la voluntad respecto de los valores particulares, poniéndolos al servicio de la sabiduría. Entonces interviene la prudencia como consejera y rectora de los actos particulares. Sólo puede ser prudente el que ama y quiere el bien por igual. Pero, para realizar el bien, primero hay que ser prudente.

La justicia “dar a cada uno lo suyo” no significa dar a todos lo mismo. La igualdad debe ser proporcional, esto es, correspondiente a la dignidad y derechos de cada uno. Sólo cuando todos son iguales tienen derecho a lo mismo, pues, si hay diferencia, la medida de los derechos respectivos es también diferente. En la vida moral se corresponden poderes y deberes, talentos y responsabilidades, derechos y obligaciones. La diversidad de dones y deberes, de derechos y obligaciones correspondientes la expresó San Pablo en la viviente imagen del cuerpo humano, dotado de diversos miembros y funciones. Pero la justicia en sentido bíblico, que vive del amor gratuito de Dios, se mide siempre por el patrón del amor y da siempre más de lo que es estrictamente debido. Ella es amor.

La virtud de la fortaleza se apoya en el don del temor de Dios. El verdadero temor de Dios, don del Espíritu Santo, imprime aún sensiblemente un temor filial tan grande de ofender a Dios, que todos los sentimientos de temor a los dolores que los hombres pueden causar, se consideran como nada en su comparación. Además, el don de temor a Dios robustece tanto la saludable desconfianza de sí mismo, que la confianza no se apoye ya más que en la fuerza de Dios. Por eso el fuerte sabe rezar humildemente. El don de fortaleza le da al cristiano ánimos para desprenderse de su persona y para sacrificarse enteramente por la causa de Dios, con la absoluta y animosa confianza de que en las manos de Dios está más seguro que preocupándose continuamente de su propio yo.

El hombre manchado por el pecado original, no puede adquirir ni conservar la templanza sino por atención sobre sí mismo y por el trabajo de la propia reforma, o sea, por el ascetismo. Mas el desorden causado en el hombre es tan grande que para llegar a la templanza no basta el ascetismo, se requiere, además, el ejercicio de la abnegación, lo que quiere decir renunciar a ciertos placeres que estarían aún conformes con la templanza. Para alcanzar el justo medio de la templanza, el equilibrio, necesita el hombre, inclinado a lo sensible, a las voluntarias privaciones aún de cosas permitidas, las

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voluntarias restricciones en los gustos de los sentidos, etc. La abnegación se aplica tanto a lo espiritual como a lo psicofísico y a lo sensual. La voluntad tiene que aprender a renunciar a su independencia y el gran medio para ello es la obediencia espiritual. Por eso, abrazando la humildad y el verdadero renunciamiento, tienen que abrirse al claroscuro de las verdades de la fe. La abnegación es la voluntad de renunciar a cuanto pueda ser obstáculo al perfecto amor a Dios y al prójimo.

Cristo nos precedió en el camino de la abnegación y del voluntario renunciamiento, habiendo abrazado los más duros sufrimientos. Decía a todos: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese así mismo, tome su cruz de cada día y sígame” (Lc 9,23). Cristo padeció por nosotros, dándonos ejemplo para que sigamos sus pasos.

IV. Una moral de la virtud.

A. La virtud en la Sagrada Escritura:

En el Antiguo Testamento el libro de Tobías es un elogio a la caridad hacia el prójimo, a la piedad hacia Dios, la aceptación de sus designios (Tob 3, 1-6.12-23). Jonás predica la penitencia y Sofonías alaba la humildad de los pobres de Yahvé. En los salmos se alaba al hombre piadoso que, con manos limpias, promueve la justicia y puede subir al templo del Señor. Los libros sapienciales trazan con frecuencia el ideal moral en términos de virtud y sabiduría.

Abraham es ejemplo de fe (Gen 15,6) y Enós lo es de la esperanza (Gen 4, 26). Lot y Rahab representan la hospitalidad, Moisés y David la mansedumbre, mientras que Elías es modelo de recogimiento y de austeridad.

En el Nuevo Testamento se halla casi ausente la palabra areté que había reflejado para los griegos el ideal de la vida humana. Apenas se encuentra en Flp 4, 8; Pe 2, 9; Pe 1,5. Se utiliza en cambio con frecuencia la palabra dynamis, fuerza o poder, que se tradujo al latín por virtus.

Las bienaventuranzas proclaman la dicha de unas actitudes nuevas. El mismo sermón de la montaña determina la orientación de algunas virtudes concretas (Mt 7, 7-20; Mc 16, 16). Los evangelios sinópticos están llenos de notas sobre diversas virtudes: la fe (Mt 5, 8-13; Mc 6, 12; Lc 3, 8), el amor a Dios y al prójimo (Mt 22, 34-40), la penitencia (Mt 3, 1-6; Mc 6, 12; Lc 9, 47-48), la veracidad y fidelidad a la palabra dada (Mt 5, 33-37); la austeridad y la renuncia (Mt 16, 24-25; Mc 9, 34; Lc 9, 47-48), la humildad (Mt 18, 1-6), la vigilancia y la oración (Mt 26, 41); la misericordia que se ha de anteponer a los sacrificios rituales (Mt 9, 13).

La teología juánica resume el ejercicio de las virtudes en el cumplimiento del mandato del amor (Jn 15, 12-27), que debe conducir a la santificación de los discípulos. Un amor enraizado en la fe ha de guiar toda la vida moral de la comunidad.

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La primera carta de Pedro exhorta a la fe, esperanza y al amor fraterno. Recuerda a los esposos la castidad y el respeto mutuo, y a todos los fieles la lealtad y sinceridad, la prudencia y la sobriedad, la hospitalidad y el servicio mutuo.

La Carta de Santiago es una ferviente exhortación a la justicia, a la paz, a la concordia, y a la paciencia.

B. En algunos Padres de la Iglesia:

En los escritos patrísticos se denominan a veces como virtud los frutos del Espíritu y las obras bellas y buenas de los creyentes. De todas formas, los Padres conceden a esta categoría un puesto importante en sus exhortaciones al progreso en el bien. Su enseñanza pone de relieve el carácter sobrenatural de la virtud propiamente cristiana.

Clemente de Alejandría sitúa la virtud en el ámbito afectivo, pero guiada por la razón con miras al ordenamiento de la totalidad de la vida.

Las virtudes son como diría Orígenes, “las luminarias del mundo”. De Dios vienen y a él nos conducen.

Las virtudes morales o cardinales, tomadas de la ética griega, son como los ejes y goznes, cardines, del comportamiento moral. Sin embargo, en la vida cristiana presuponen la fe, la esperanza y la humildad, pero no son nada si no están inspiradas y guiadas por la caridad. Como lo expresa San Agustín: la virtud es el camino que conduce a la vida feliz, yo diría que la virtud no es otra cosa que un perfecto amor a Dios.2

El Tratado de Tertuliano sobre la paciencia o la hermosa homilía de San Basilio contra la avaricia. San Isidoro de Sevilla, comienza su libro de las Sentencias, dedicando sendos capítulos a las virtudes teologales y, poco antes de concluirlo, reserva otros cinco entre las virtudes y los vicios. En las Etimologías atribuye a Sócrates el mérito de haber fundamentado la ética sobre las cuatro virtudes del alma: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

En la Suma Teológica, Santo Tomás incluye el tratado de las virtudes después de haber examinado la felicidad como fin del hombre y después de haber estudiado los actos humanos y las pasiones. Más adelante estudia las virtudes cardinales (q. 61) y las teologales (q. 62). Con la ayuda sobrenatural de la gracia, esos hábitos realizan al ser humano y lo conducen a la felicidad que, en último término, es el encuentro amoroso y beatificante con Dios.

C. Para una moral de la virtud:

La moral cristiana es una moral de la gracia y, en consecuencia es una moral de la fe, esperanza y caridad. Y a la luz de esta tríada, las virtudes morales alcanzan su verdadera realización sobrenatural.

2 Cf. Cita anterior

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1. Aspectos antropológicos:

Es preciso recordar que la noción de la virtud es antropológica y cultural a la vez. Las virtudes se refieren a la última verdad del ser humano, pero son percibidas, realizadas, promovidas, educadas y premiadas de acuerdo con los parámetros culturales de una determinada época y una determinada sociedad. De ahí que remitan siempre al ser del hombre. Su percepción y realización estén, sin embargo, sometidas al cambio de acento de cada momento y cada lugar. Esto significa que la virtud es estable y dinámica a un tiempo. La estabilidad se refiere a la búsqueda de la realización y la felicidad.

La razón humana como la revelación cristiana nos invita a considerar, a la vez, el carácter personal y comunitario de las virtudes, tanto las teologales como las espirituales. El creyente apuesta en la fe todo su ser personal y su personal peripecia, pero al mismo tiempo se sabe perteneciente a una comunidad de creyentes a través de cuta mediación ha recibido su fe y ante la cual es en cierto modo responsable. La prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza no son meros expedientes personales de supervivencia o autorrealización. Revelan y actualizan en cierto modo la vocación comunitaria de todo ser humano.

2. Aspectos teológicos:

Las virtudes no vienen dictadas por las leyes o la aprobación de la mayoría, sino por la misma realidad creada, psicosomática, personal y social del ser humano. Pero el creyente confiesa que tal realidad tiene un carácter trinitario. Ha sido diseñada por el Dios creador, redimida por Cristo y santificada por el Espíritu de Dios. La dialogicidad y vocación sobrenatural que las virtudes teologales infunden en el dinamismo moral del cristiano apelan necesariamente a una teonomía que, lejos de destruir la dignidad humana, la realza, precisamente informando y elevando las virtudes morales.

Por otra parte, la virtud tiene una inevitable referencia cristológica. Para la moral cristiana, el Mesías, Jesús de Nazaret, ha sido constituido por Dios palabra e imagen definitiva de las virtudes que constituyen la cifra y meta de la humanidad.

También la virtud tiene una referencia eclesial. El pueblo de Dios es la comunidad que, en Jesucristo, ha descubierto y trata de vivir los valores y virtudes que el Padre le ha revelado gracias a la presencia y guía del Espíritu.

Y por último, tiene la virtud una referencia escatológica. Toda virtud trasciende los límites del tiempo y se adentra en la expectativa de la vida eterna. La fe se abre a la esperanza, no se resigna a la inmediatez, aunque tampoco la desdeña; anuncia un futuro absoluto que se alza como promesa y

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crítica, como anuncio y denuncia, como memoria y profecía. Y la esperanza ofrece una dimensión agápica, es decir, amorosa, a la fe cristiana.

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Conclusión:

Es incuestionable la misericordia de Dios hacia nosotros. Dios nos ama tanto que nos da todas las ayudas necesarias para nuestra salvación. Pero el trabajo no lo hace Él solo, necesita de nosotros.

Las virtudes cardinales son una gracia tan grande que el Señor nos ha brindad para perfeccionarnos en el amor. Cada una de ellas requiere esfuerzo humano para perfeccionarlas. Dios las ofrece con si infinito amor, pero espera de nosotros un corazón abierto para acogerlas.

El esfuerzo que tenemos que hacer es grande para poder crecer en la gracia de Dios. Las herramientas las tenemos con el auxilio de estas virtudes cardinales que debemos desarrollar para poder llegar a la perfección que Dios exige de nosotros.

Como decía San Agustín que definía cada virtud como, es el amor que…, y así debemos mirarlas nosotros. Son regalos por puro amor que Dios nos hace, pero como requieren esfuerzo humano y hoy día estamos acostumbrados a la inmediatez, ni siquiera hacemos el intento por perfeccionar cada virtud.

Después de este análisis hecho, pude percibir la grandeza y profundidad que cada una de ellas encierra. Hay que trabajar para dar a conocer la grandeza espiritual de estas virtudes, y cada ser humano debe aportar su grano de arena. No podemos dejarle todo el trabajo a la iglesia ya sus pastores. Cada persona tiene la obligación y la responsabilidad de su vida y la de los demás. No crecemos solos, crecemos en comunidad, somos Iglesia, y cada acción mía afecta el bien común de la Iglesia.

No somos conscientes de la magnitud de nuestras malas acciones y pecamos muchas veces por ignorancia. Pero esto no nos justifica, porque Dios nos ha dado la capacidad de discernimiento y ayudas espirituales como son las virtudes cardinales o morales.

Ahora después del conocimiento adquirido a través de este trabajo, el reto será crecer en cada una de estas virtudes.

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Bibliografía

Catecismo de la Iglesia Católica. Las virtudes humanas. Caracas: Ediciones Trípode, 1997.

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Guardini, Romano. Una ética para nuestro tiempo. Madrid: Ediciones Cristiandad 1974.

Häring, Bernard. La ley de Cristo. Barcelona: Ediciones Herder, 1965.

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Macquarrie, John. Principles of Christian Theology. New York: Charles Scribner’s Sons, 1966.

Pieper, Josef. Las virtudes fundamentales, Madrid; Ediciones Rialp, S.A, 1976.

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Sheed, F.J. Teología y sensatez. Barcelona: Ediciones Herder, 1961.

Otras referencias consultadas:

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