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---------------- LosCuadernosdePérezdeala ---------------- LAS RETORICAS DE «BELARMINO Y APOLONIO» José Ignac Gracia Noriega U n centenario suele ser un pretexto para lucir vanas retóricas a costa de un muerto, o en el mejor de los casos, de guien que ha alcanzado la notable edad de cien años. No alcanzó Ramón Pérez de Ayala a celebrar tal cumpleaños aunque llegara a una res- petable edad sin renunciar a los habanos y a la ginebra. Muchos años antes de su muerte había abandonado la novela, y posteriormente, a la erza, la ocupación política, pues no había lugar para liberales en ninguna de las dos Españas que se enentaron en 1936. Los últimos años de su vida los dedicó a escribir pros culta en la tercera página de «ABC», y sus últimos minutos, a con- versar con el P. Sopeña. Y después, el silencio de la muerte se connde con el silencio editorial. Ramón Pérez de Ayala, que había sido un escritor reconocido, pasa a ser, repentinamente, un olvi- dado. Sus libros se vuelven inencontrables o se reeditan en absurdas ediciones críticas donde el anotador, muy escrupuloso, indica, por ejemplo, que tal personaje está hablando con ironía. ¿Por qué esto? ¿Por qué razón, cabe preguntarse, la crítica académica de este país limita la literatura reciente a las generaciones del 98 y del 27, como si encontraran inconcebible al escritor que no va en manada? ¿Por qué escritores tan dispares como Vicente Blasco Ibáñez y Ramón Pérez de Ayala, que tuvieron numerosos lectores en vida, están en un destierro literario del que ni el continuado éxito del primero ni el centenario del segundo parece que los vaya a sacar? Blasco Ibáñez por popular y Pérez de Ayala por culto cometieron el pecado imperdonable de haber tenido un público y de haber sido leídos y estimados más por la gente de la calle que por quienes se parapetan en las aulas. De toda la producción de Pérez de Ayala, acaso lo más ambicioso sea la narrativa, donde no hay que olvidar, precisamente porque se olvidan, los relatos breves. Sus ensayos son excelentes y t vez estén mejor construidos que las nraciones; e un poeta artificioso y un crítico teatral gene- ralmente respetado y elogiado, que tuvo el buen gusto de no escribir teatro (lo poco que hizo en este género, carece de importancia). A veces se es buen crítico teatral sin escribir teatro, como Ayala, o jamás se lee teatro, salvo Shakespeare, 40 Pérez de Aya/a retratado por Swam. como Witold Gombrowicz, y se escriben excelen- tes piezas. Una lectura de Ayala nos remite a la suprema categoría artística de la ambigüedad. ¿Qué narra Ayala en sus novelas, la historia de Tigre Juan, que era un personaje de Oviedo, como Garrafun- dia, o la recreación de «El curandero de su honra» calderoniano? ¿Qué es lo que justifica «Troteras y anzaderas», una sucesión de anécdotas y guiños de la vida literaria de Madrid a comienzos de siglo, que Ricardo Baraja refería con menos engo- lamiento, o un capítulo donde se lee y se comenta el «Otelo»? En definitiva, podríamos preguntnos quién domina en Ayala, el novelista o el ensayista, si ésemos a plantearnos la cuestión, siempre huidiza, de los géneros literarios. Lo cierto es que abundan las páginas que podríamos calificar como ensayísticas dentro de sus narraciones; no me re- fiero a la mencionada lectura de «Otelo», que cum-

LAS RETORICAS DE «BELARMINO Y APOLONIO» · ciones entre el pensamiento filosófico y la actitud poética. Como destaca el Estudiantón en sus no tas póstumas: «El filósofo se

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LAS RETORICAS DE

«BELARMINO Y

APOLONIO»

José Ignacio Gracia Noriega

Un centenario suele ser un pretexto para lucir vanas retóricas a costa de un muerto, o en el mejor de los casos, de alguien que ha alcanzado la notable edad

de cien años. No alcanzó Ramón Pérez de Ayala a celebrar tal cumpleaños aunque llegara a una res­petable edad sin renunciar a los habanos y a la ginebra. Muchos años antes de su muerte había abandonado la novela, y posteriormente, a la fuerza, la ocupación política, pues no había lugar para liberales en ninguna de las dos Españas que se enfrentaron en 1936. Los últimos años de su vida los dedicó a escribir prosa- culta en la tercera página de «ABC», y sus últimos minutos, a con­versar con el P. Sopeña. Y después, el silencio de la muerte se confunde con el silencio editorial. Ramón Pérez de Ayala, que había sido un escritor reconocido, pasa a ser, repentinamente, un olvi­dado. Sus libros se vuelven inencontrables o se reeditan en absurdas ediciones críticas donde el anotador, muy escrupuloso, indica, por ejemplo, que tal personaje está hablando con ironía. ¿Por qué esto? ¿Por qué razón, cabe preguntarse, la crítica académica de este país limita la literatura reciente a las generaciones del 98 y del 27, como si encontraran inconcebible al escritor que no va en manada? ¿Por qué escritores tan dispares como Vicente Blasco Ibáñez y Ramón Pérez de Ayala, que tuvieron numerosos lectores en vida, están en un destierro literario del que ni el continuado éxito del primero ni el centenario del segundo parece que los vaya a sacar? Blasco Ibáñez por popular y Pérez de Ayala por culto cometieron el pecado imperdonable de haber tenido un público y de haber sido leídos y estimados más por la gente de la calle que por quienes se parapetan en las aulas.

De toda la producción de Pérez de Ayala, acaso lo más ambicioso sea la narrativa, donde no hay que olvidar, precisamente porque se olvidan, los relatos breves. Sus ensayos son excelentes y tal vez estén mejor construidos que las narraciones; fue un poeta artificioso y un crítico teatral gene­ralmente respetado y elogiado, que tuvo el buen gusto de no escribir teatro (lo poco que hizo en este género, carece de importancia). A veces se es buen crítico teatral sin escribir teatro, como Ayala, o jamás se lee teatro, salvo Shakespeare,

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Pérez de Aya/a retratado por Swam.

como Witold Gombrowicz, y se escriben excelen­tes piezas.

U na lectura de Ayala nos remite a la suprema categoría artística de la ambigüedad. ¿Qué narra Ayala en sus novelas, la historia de Tigre Juan, que era un personaje de Oviedo, como Garrafun­dia, o la recreación de «El curandero de su honra» calderoniano? ¿Qué es lo que justifica «Troteras y <lanzaderas», una sucesión de anécdotas y guiños de la vida literaria de Madrid a comienzos de siglo, que Ricardo Baraja refería con menos engo­lamiento, o un capítulo donde se lee y se comenta el «Otelo»? En definitiva, podríamos preguntarnos quién domina en Ayala, el novelista o el ensayista, si fuésemos a plantearnos la cuestión, siempre huidiza, de los géneros literarios. Lo cierto es que abundan las páginas que podríamos calificar como ensayísticas dentro de sus narraciones; no me re­fiero a la mencionada lectura de «Otelo», que cum-

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ple una función narrativa, sino, por ejemplo, a las disquisiciones de don Guillén acerca de la poesía del Breviario en «Belarmino y Apolonio», que lo mismo que el capítulo sobre «Otelo» contiene atina­das y agudas opiniones. No quiero con esto insi­nuar que Ayala sea un novelista-ensayista, que por otra parte no sé lo que significa aunque sea término que se utilice mucho. Ayala basa, no obs­tante, sus relatos en ciertas ideas que desarrolla a lo largo de la narración, aunque sin llegar a con­vertirlos en simple apoyatura, ilustración o pará­bola. La novela de Pérez de Ayala está tan alejada del costumbrismo como del «cuento filosófico», pese a que contiene elementos que, a simple vista, la asemejan a ambos. De este modo, los elementos costumbristas de las novelas de Pérez de Ayala atenúan su carga intelectual. Oviedo, el paisaje y los tipos asturianos evitaron que se hubiera lan­zado a escribir «nivolas». Hizo novelas, mejor o

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peor construidas (éste es un reproche, el de mal constructor de novelas, que últimamente se le hace y sobre el que habría que matizar mucho), pero que hoy, más que por las ideas expuestas, en muchos casos banales, se leen por la anécdota. La novela de ideas no es modalidad a la que sean demasiado adictos los escritores españoles. Si a propósito de Ayala se recuerda a Thomas Mann o a Aldous Huxley no es porque tenga mucho que ver con ellos; carece del sentido histórico y épico de Mann y de capacidad para novelizar su propia cultura, como Huxley, pero es sin embargo el escritor español que más se les parece.

«Belarmino y Apolonio», entre todas las nove­las de Ayala, es la que mejor ofrece la curiosa mezcla de elementos retóricos, ideológicos y cos­tumbristas que componen su escritura narrativa. Puede leerse como la novela de una pensión de Madrid, como la historia de un clérigo, don Gui­llén, cuya afinidad con el cristianismo primitivo le aproxima al escepticismo, como el relato de una calle de Pilares, la Rúa Ruera, como el aborreci­miento de un zapatero, Apolonio, hacia otro, ·Be­larmino, o como una representación de las oposi­ciones entre el pensamiento filosófico y la actitud poética. Como destaca el Estudiantón en sus no­tas póstumas:

«El filósofo se haya constituido a la in­versa del dramaturgo. Por de fuera, sereni­dad, impasibilidad; en lo más secreto, ardor inextinguible. El filósofo es un energúmeno conservado en hielo. Porque el hielo es el gran conservador, así para las pasiones como para las cosas comestibles, que en cuanto se las saca al aire y a la luz se ponen rancias, manidas. El filósofo vive todos los dramas, jamás es espectador. ( ... ) El dra­maturgo, aquejado de su último y vergon­zoso vacío interior, se precipita hacia la su­perficie, se manifiesta con amplitud enfá­tica, como taumaturgo, y hace conjuros a la pasión y al frenesí. Busca en la pasión ima­ginada el correctivo de la apatía íntima. Además, como por dentro no puede llorar, por fuera no acierta a sonreír. El filósofo, por su parte, busca en la apatía, en la sere­nidad, en la sapiencia, correctivo a la abrumadora pasión recóndita.»

Aunque a la larga resulte que el filósofo, si atendemos a la clasificación del Estudiantón, es Apolonio y el dramaturgo, Belarmino.

Como idea, la de «Belarmino y Apolonio» es una de las más felices de la moderna literatura española. Su decorado, más que la Rúa Ruera o el enfrentamiento entre el Poeta y el Filósofo, es la ambigüedad. Tomémoslo como un simple relato libre de cualquier otra implicación: es la historia recordada de dos zapateros, sentencioso uno, otro altisonante. Un cliente acude a la zapatería de Belarmino para hacerle una reclamación:

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«-Belarmino, te devuelvo ese par de bo­tas; no me sirven. Tú haces el calzado sedi­cioso, republicano ...

-Usted dispense, don Manolito. En miprofesión soy analfabético. Quiero decir que como zapatero no tengo preferencias políti­cas, sino como ciudadano».

Lo mismo puede ser el diálogo de una zarzuela que la consabida declaración de apoliticidad pro­fesional y compromiso ciudadano, tan escuchada en pasados tiempos recientes.

No me gusta la palabra, y seguramente Ayala la· reprobaría, además de ser un anacronismo ya que no es de su época, pero ese lenguaje tan elabo­rado, tan rebuscado, tan pedante, tiene en «Be­larmino y A polonio», con mayor claridad que en cualquier otra novela ayalina, un efecto «distan­ciador». Los zapatos, sobre escenarios naturales, hablan un lenguaje de cartón piedra. Esto indica que no son zapateros tan sólo, sino representacio­nes. Sin embargo, la realidad de Pilares hace a su vez real este lenguaje: no olvidemos el muy signi­ficativo episodio donde unos chungones hacen es­cuchar a Belarmino su propio discurso, atribuido, en la grabación, al conocido filósofo Cleo de Me­rode, de Kenisberga. ¿Es, pues, que Belarmino filosofa realmente y que Pilares existe? Próximo a la filosofía académica, Belarmino sabe que para filosofar es imprescindible una terminología aun­que cometa el error de reducir esa jerga al sentido común, donde el teista es el incendiario, es decir, quien utiliza la tea; la paradoja, la ortodoxia; el proyectil, disparate, porque sale disparado con­forme designio o proyecto, y siempre causa daño; y el sistema, obstinación o testarudez, pues se refiere a quienes siempre andan a vueltas con el mismo tema: sí es tema. Y en fin, patatín patatán es Mal, porque todo lo que está mal se reviste de circunloquio.

Pero no sólo son retóricos Belarmino y, más acusadamente, Apolonio. Se advierten en la no­vela al menos cuatro tipos de oratorias diferentes aunque sea Apolonio quien procure hacer la suya más majestuosa. Tomemos como ejemplo este al­tisonante parlamento, donde a la retórica ampu­losa del personaje se añade el comentario no me­nos retórico y rebuscado del propio autor:

«Jamás lo declararé. Antes pasarán sobre mi cadáver. Y si después de muerto lo de­claro, conste que no soy yo, sino un espíritu maligno que habla por mi boca.»

«En habiendo eyaculado este apóstrofe, Apolonio, apaciguándose súbitamente, vol­vió detrás del mostrador y se aplicó a cortar suela.»

Algo en común tienen Belarmino y Apolonio, y es su condición de zapateros. En «Tres tristes tigres», de Guillermo Cabrera Infante, el narrador, fotógrafo profesional, encuentra en una fiesta al fotógrafo de Life Jesse Fernández (que es, por

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cierto, el único personaje que aparece con su nombre verdadero en la novela) « ... y de ahí ha­blamos del tiempo de exposición y del papel Vari­gam que era nuevo entonces y de todas esas cosas que hablamos los fotógrafos». Así Belarmino:

«¿Orador? ¡Arreniego! Los oradores son los lentes (lentes: entes) más vulgares. Des­precio la oratoria. Claro que hablo en pú­blico; pero no quiero ser orador, sino elo­cuente, sólo locuente como mi maestro Salmerón. Bueno; también republicano de celebro; por eso soy filósofo; pero cada día lo soy más. Y andando el tiempo ... Pues el aquel de la filosofía no es más que ensan­char las palabras, como si dijéramos, meter­las en la horma. Si encontrásemos una sola palabra en donde cupieran todas las cosas, vamos, una horma para todos los pies; eso es la filosofía, tal como apunta mi intelecto. Ya daré en el chisgaravís (chisgaravís: quid). Entre que doy o no, me aplaco ha­ciendo hormas para varios pies y enan­chando palabras para varias cosas, cuantas más, mejor; ecolicuá, el doble fondo. Ahora usted se penetrará. El Nemrod; este es nombre propio y no se puede enanchar. Boscoso; adula, o como otros vulgares di­cen, alude al boscan, que es una piel, al bosque o monte, porque hago botas de mon­tar y al oso porque se engrasa el material con unto de oso. Equitativo; porque hago botas de montar, o sea, de equitación; por­que están hechas sobre seguro, como en la Equitativa, y porque la ciencia zapateresca ignora las cláusulas políticas, y así manu­factura un escarpín para la reina de Esco­cia, como un zueco ferrado para el saca­mantecas, o un zapato de hebilla para el camarlengo; total, equis.»

Y Apolonio:

«Se imaginan que el calzado sólo sirve para cubrir el pie, resguardarlo de la hume­dad, por temor a los reumas y evitar que se lastime sobre el mal piso; todo lo que piden al calzado es que no críe callos. Pues si el calzado no cumple otro fin más que éste, mejor sería que los hombres echasen casco o pezuña, lo cual se conseguiría fácilmentepor procedimientos científicos.»

Belarmino tiene al arte de fabricar zapatos por ciencia, del mismo modo que para Apolonio la construcción zapatera podría ser sustituida por procedimientos científicos.

Otra retórica presente en el libro, la eclesiás­tica, en boca del P. Alesón tiene también un tono profesional, aunque la vanidad y vacuidad del per­sonaje no descienda a considerar sus conocimien­tos como totalidad, tal como hacen Belarmino y Apolonio con la zapatería:

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Embajador en Londres.

«Mi señora Emperatriz -replicó el enorme dominico-, yo no enseño nada a nadie, ni siquiera idiomas, que es lo único que se me alcanza un poquito. La paciencia, y otra porción de virtudes, son necesarias para salvarse; no sabría decir cuál más y cuál menos. Pero si la Juana se ha orientado por el camino de la perfección y comienza a ejercitarse en la paciencia y otras virtudes, débese, ante todo, a una circunstancia en apariencia insignificante y en rigor impor­tantísima, la cual ustedes han procurado, que no yo. Para salvar el alma, lo más esencial es tener la mesa puesta a hora fija.»

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Al P. Alesón, lo mismo que a Apolonio, se le escapan giros como «tener la mesa puesta a hora fija», y a Apolonio «estoy que me llevan los de­monios» en un parlamento tan grandioso como el que sigue:

«No son estos amores desdichados, no, lo que me trae mustio, melancólico y descon­tento. Los amores son la esencia de mi vida, y los guardo en mi corazón como si fueran una perla de Oriente. Estoy abrumado, es­toy tan pronto rabioso como desmadejado, estoy que me llevan los demonios ... »

Cuando el propio Ayala deja caer en la taracea de su prosa términos como estos, los eruditos lo denominan «casticismo».

Las jergas profesionales no conducen casi nunca al conocimiento. A fin de cuentas, vivimos en un país donde la máxima expresión de sabidu­ría académica es conocer los misteriosos fenóme­nos que condujeron el latín hasta el véneto, el rumano o el dálmata, sin que quien estudie tan agudas ciencias sepa, ni. tenga necesidad de ello, como se dice «Buenos días» en el actual resultado .de esas evoluciones. Belarmino, propietario de una terminología muy estricta, asiste a su propio discurso en el capítulo V, atribuido ahora a Cleo de Merode, especie de Xavier Zubiri (1) en la concepción de los autores de la broma, y no reco­noce las palabras sino la coincidencia de los con­ceptos. Pues la retórica, al cabo, en un pensa­miento esencial como el de Belarmino, era simple cobertura de la Idea, o por decirlo en su termino­logía, de la Metempsícosis o esencia de todas las cosas. Al reconocer el concepto antes que la forma de expresarlo, Belarmino está negando una zona del fraseo filosófico académico.

Respecto a otra retórica presente en esta no­vela, el lector puede consultar, sin ir más lejos, la primera página. ¿Por qué Ayala escribe ahí, sin que nada lo justifique, «al destino plugo juntarnos pasajeramente»?

Le faltaba a Ayala ambición y a Belarmino y Apolonio reconocer en sus inquietudes intereses comunes para que esta novela fuera un entrañable «Bouvard y Pécuchet» en español. Porque como escribe Ernts Robert Curtius en su trabajo sobre Pérez de Ayala, incluido en «Ensayos críticos acerca de literatura europea»:

«Esta patria asturiana del escritor, con sus cumbres rocosas y verdes valles, o con sus antiguas y adormecidas ciu-dades, linda sin embargo con el mar del mundo.»

(]) -¿Irá mucha gente? -preguntó Belarmino. -Anda; y las señoras más guapas y elegantes de Pilares.