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La dama del paso - ForuQ

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.Núñez de Balboa, 5628001 Madrid

© 2015 María Luisa Sicilia© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.La dama del paso, n.º 55 - enero 2015

Todos los derechos están reservados incluidoslos de reproducción, total o parcial. Esta ediciónha sido publicada con autorización de HarlequinBooks S.A.Esta es una obra de ficción. Nombres,caracteres, lugares, y situaciones son productode la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas,

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vivas o muertas, establecimientos de negocios(comerciales), hechos o situaciones son puracoincidencia.® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin sonmarcas registradas propiedad de HarlequinEnterprises Limited.® y ™ son marcas registradas por HarlequinEnterprises Limited y sus filiales, utilizadas conlicencia. Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes yMarcas y en otros países.Imágenes de cubierta utilizadas con permiso deDreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-6115-2Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseñowww.mtcolor.es

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Índice

PortadillaCréditosÍndiceDedicatoriaCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12

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Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35

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Capítulo 36Capítulo 37Capítulo 38Capítulo 39Capítulo 40EpílogoPublicidad

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A mi madre, por todo.

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Capítulo 1

El viento llegaba del este aquella noche.Era menos gélido que el del norte pero

también frío, y hacía que los clarines queanunciaban el cambio de guardia sonasenlejanos y apagados. Eran muchos los muros quemediaban entre el patio de armas y aquellaesquina de la muralla en la que ella seencontraba. Una esquina que el viento azotabacon especial crudeza.

Arianne se arrebujó más en su capa y dejóque el cálido contacto del armiño acariciase sucuello. Habría sido estúpido decir que no sentíafrío. Acababa de comenzar el otoño, pero enaquel árido valle rodeado de montañas, elinvierno llegaba antes de que hubiese dado

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tiempo a saborear ese breve tiempo de tregua.Lo cierto era que el frío no la incomodaba

demasiado. Arianne estaba más queacostumbrada a él. En el castillo los muros y elmismo suelo eran de piedra, y las estancias noentraban jamás en calor por mucha leña que seechase a las chimeneas. El frío formaba partede ella desde que tenía constancia en lamemoria.

Y en todo caso, que el invierno llegase puntualaño tras año era algo que no dependía deArianne y que por mucho que odiase no podíasolucionar. No, no era el invierno lo que ladesvelaba aquella noche, o al menos no solo eso.Si solo fuera el invierno…

El viento traía también otras voces. Clamoresde guerra y entrechocar de espadas. Selevantaba como un rumor sordo pero creciente ybarría el reino a su paso, desde las desiertasllanuras heladas de Langensjeen hasta lascálidas playas de Tiblisi, allá lejos en el sur.

Era de aquella región, de la que apenas sabíalo que contaban las canciones de los juglares, de

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donde provenía la rama materna de su familia,aunque su madre había nacido y se había criadoen el oeste, en la corte. Quizá Arianne habíaheredado de ella esa desacostumbradasensibilidad a las bajas temperaturas a la que losnaturales de Svatge estaban más quehabituados. Fuera o no esa la causa, Arianne losoportaba tan estoicamente como el que más, yaquel violento vendaval no le molestaba más delo que las primeras nevadas, ya muy cercanas,habrían molestado a los lobos que ese invierno,como todos los otros inviernos, saldrían de losbosques para merodear por granjas y villas enbusca de un alimento que escaseaba para todos.Al menos para todos los que no gozaban delamparo del castillo.

Los lobos, el hambre y el frío… Como si esosno fuesen ya suficientes males para que encimalos orgullosos y necios caballeros se enfrentasensin tregua entre ellos y arrastrasen a la desdichaa tantos otros tras de sí. Aldeas arrasadas,campos de cultivos quemados, pequeñasciudades y villas tomadas a sangre y fuego, solo

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por la absurda codicia y el afán de saqueo ypoder de unos pocos, con frecuencia vilmentejustificado por antiguas rivalidades que no hacíanmás que crecer con cada enfrentamiento.

Lo cierto era que Svatge no tenía motivospara preocuparse por los saqueadores. No eraun valle fértil y generoso. En sus barrancos solocrecían abetos y alisales. Más arriba, en elnorte, la tierra era dura también y el invierno aunmás largo, pero bajo sus montañas estaban lasminas.

Minas y minas, montañas enteras forjadas enplata. Tanta, que se decía que los señores deaquellas tierras tenían palacios enterosconstruidos en ese metal. No, allí no había plata,ni las tierras eran amables y provechosas comoen el sur. Lo único de valor que Svatgerealmente poseía era el paso.

Así había sido siempre. El castillo de Svatgecustodiaba el único paso en muchas largas millassobre el Taihne, un río caudaloso, profundo ytraicionero que dividía el reino de Ilithya en dos.Era el camino más corto para llegar a Ilithe, si

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es que algún asunto te requería en la corte, a noser que tuvieses un barco a tu disposición yarribases por mar, o te aventurases a afrontarlos remolinos del Taihne en barcaza, oestuvieses dispuesto a cabalgar largas semanasa través de estrechos senderos de montaña. Encualquier caso, ninguna de esas alternativas eranlas más adecuadas para un acompañamientonumeroso, así que si algún señor deseaba haceruna demanda al rey y para eso se hacíaacompañar de unos cuantos de sus vasallosarmados, antes tenía que contar con elbeneplácito de los Weiner. Y es que Svatge noera otra cosa que un fortín militar, una últimalínea de defensa siempre leal al rey, porque delrey y del reino venían todas las cosas buenas delas que Svatge disfrutaba. La cerveza caliente,la carne de los bueyes criados en los pastos dela llanura, el trigo con el que se hacía el pan y lalana con que se hilaba, las cuentas de coloresque adornaban los cuellos de las muchachas ylas espadas que colgaban del cinto de lossoldados. Svatge dependía de Ilithe e Ilithe

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favorecía a Svatge, era un buen acuerdo paraambos y los Weiner siempre lo habíanrespetado. Incluso cuando las casas reinantesmudaron, la lealtad de los Weiner siguió estandoasegurada, porque su juramento los vinculaba ala corona y no a la casa que por uno u otrocapricho del destino ocupase el trono en esemomento.

Precisamente en los últimos años habían sidocada vez más numerosas las voces queafirmaban que el rey Theodor no era el másindicado para los tiempos que corrían.Indiferente, taciturno, apático y enfermizo,apenas salía de sus habitaciones de palacio ytampoco consentía que nadie le molestase. Noera la mejor política cuando todo el reino serevolvía como una fiera enjaulada.

Por supuesto, el rey Theodor y sus problemasno turbaban lo más mínimo a Arianne, y no eraeso tampoco lo que le quitaba el sueño.

Oyó que alguien se acercaba y se apresuró aocultarse en uno de los recovecos de la murallaconfiando en pasar desapercibida. Enseguida

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reconoció a los hombres. Uno de ellos eraHarald, el capitán de la guardia; el otro, uno másde entre los muchos que servían en el castillo.

Pasaban de largo cuando un golpe de aire seenredó en su capa inflándola y produjo un ruidosordo al sacudirla. Harald se detuvo y miróatrás. Nada parecía distinto y pocos habríandado más importancia a ese inofensivo sonido;en cambio, él conocía bien su significado.

—Continúa tú la ronda, Gustav. Acabo derecordar que he olvidado algo abajo.

El hombre obedeció y Arianne ya no semolestó en ocultarse. Era inútil tratar de engañara Harald.

Fue directo hacia ella y se cruzó de brazoscon aspecto severo.

—¡Lady Arianne! ¿Cuántas veces he dedeciros que el día que menos lo esperéisacabaréis atravesada por una ballesta si persistísen rondar de noche por la muralla como sifueseis un alma condenada?

—Tus hombres son tan capaces de acertarmea mí como lo serían si se cruzasen con un

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aparecido, Harald —aseguró Arianne con unasonrisa de suficiencia.

—No bromeéis con esto, señora —gruñómolesto—. No sois ya ninguna chiquilla. Creíaque ya no hacíais estas cosas, pero si no cejáisen estos despropósitos me veré obligado ainformar a vuestro padre.

Harald hablaba en serio. El veterano capitánconocía a Arianne desde niña y había ocultadomuchas veces sus travesuras y escapadas, perotambién la había puesto en evidencia cuando sushazañas habían traspasado el umbral de lo queHarald consideraba más que razonable. Noquería humillarla ante su padre, pero tampoco searriesgaría a que cualquier idiota con más miedoque sentido común en la cabeza le disparase unaflecha si veía un bulto que se escurría conagilidad entre las sombras.

Arianne suavizó su voz y adoptó unconvincente tono arrepentido que, como teníamás que comprobado, daba excelentesresultados con Harald.

—No será necesario, Harald. Te lo aseguro.

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Era solo que llevaba muchas horas despierta ypensaba que ya estaría amaneciendo. Solopretendía ver el alba.

Harald se acercó al muro de piedra y lepreguntó refunfuñando:

—¿El alba decís? ¿Y a qué tanto interés porver el alba?

Arianne se encogió de hombros y miró haciael horizonte.

—Es solo que así sabría que por fin habíaterminado la noche.

Harald la observó con simpatía. Pese a losmalos ratos que le había hecho pasar y a lo pocoortodoxo de su comportamiento, siempre habíaapreciado a Arianne. Un aprecio no compartidopor muchos en aquel castillo. La hija menor desir Roger Weiner tenía fama de arisca,testaruda, impetuosa y, en general, poco dada arespetar las formas que, por un lado su rango ypor otro su condición femenina, imponían sobresu comportamiento.

El capitán no era hombre de muchas palabrasy sabía que Arianne tampoco lo era, por eso se

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limitó a acompañarla en silencio mientras los dosesperaban a que clarease. Arianne apreciaba lasoledad, pero Harald y su respetuosa y calladadistancia apenas representaban una diferencia.Al cabo de un buen rato ella rompió el silencio.

—Esos caballeros que llegarán hoy…Arianne se interrumpió. Harald dio un paso al

frente bajando respetuosamente la cabeza y lepreguntó con atenta cortesía:

—¿Sí, señora?—¿Los conoces?—Por supuesto, señora. Son sir Willen

Frayinn, sir Friedrich Rhine y sir Bernard deBrugge, acompañados de su séquito. El castillova a estar muy alborotado estos días —auguróHarald mesándose las barbas con preocupación.

—No son muy nombrados… —aventuróArianne, aunque los caballeros y sus bárbarasproezas le traían tan sin cuidado como lasaventuras de taberna de las que sus hermanosse jactaban a voz en grito.

—No, no lo son. Pertenecen a pequeñosseñoríos de Bergen, pero son nobles y leales

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caballeros —aseguró Harald con rapidez.Arianne suspiró y pareció perder interés por

la conversación. Harald dudó sobre si debía o noproseguir, al fin y al cabo ella era la hija de suseñor y él solo un viejo soldado que nunca habíatenido esposa ni hijos, pero también Arianne sehabía criado prácticamente sola en aquelcastillo.

Su madre había muerto al darle a luz y supadre la había ignorado, más atento a la crianzade sus dos hijos varones, tan fuertes y ásperoscomo él, que a las necesidades de aquella niñaindependiente y asilvestrada que era ladesesperación de sus ayas y que, conforme fuecreciendo, fue aumentando a la par que subelleza, su parecido físico con la desaparecidalady Dianne. Sin embargo, eso no hizo aumentarla simpatía de su padre hacia ella, antes alcontrario.

Durante toda su infancia el señor de Svatgehabía dedicado más mimos y mostrado másinterés por sus perros de caza que por aquellapequeña desharrapada y siempre sucia, que

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andaba por el castillo como cualquier otro de loschiquillos que jugueteaban sin control alguno porlos patios. Esto era, hasta cierto punto, normal.Pocos eran los hombres que prestaban atencióna sus hijas hasta que llegaba la hora deconcertar su matrimonio, salvo que cualquierotro padre difícilmente habría consentido que suhija campase a sus anchas por donde le vinieseen gana. Hasta ese extremo llegaba eldesinterés de sir Roger por ella.

Pero cuando Arianne creció y se hizo aúnmás huidiza y más huraña, y a la vez máshermosa y más decidida, su padre reparó en ellabruscamente, y decidió que el tiempo de losjuegos había acabado. Y así la vida de Ariannecomenzó a ser muy parecida a la de una reclusacon una libertad estrechamente vigilada. Por esoera apenas de noche, cuando difícilmente podíaser vista y acusada, cuando Arianne recuperabaun dominio que siempre le había pertenecido.Las almenas y las torres hacía tiempoabandonadas del este, las escaleras queterminaban abruptamente y no conducían a

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ninguna parte, los rincones que servían derefugio a los cuervos y en los que bien habríapodido pasar días enteros antes de que a nadiese le hubiese ocurrido buscarla allí.

Harald sabía todo eso y sufría por ella, ypensaba que, quizá, Arianne habría sido másfeliz si hubiese sido la humilde hija de unalavandera que la menor de los descendientes desir Roger Weiner, y eso no era culpa de ella enabsoluto.

Observó su rostro taciturno e intentó animarlaun poco.

—No son tan malos como podría pensarse,señora. Es cierto que no forman parte de laantigua nobleza, pero el señorío de Frayinndisfruta de gran prosperidad gracias al comerciocon las caravanas orientales, y los antepasadosde sir Friedrich ayudaron al rey Roderick arecuperar el trono y gozan de privilegio real. Notienen que agachar la cabeza frente a ningúnotro, salvo el rey —dijo Harald como si estoconstituyese una gran ventaja—, y sirBernard… —se detuvo pensativo intentando

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encontrar algo positivo que decir de sir Bernardque no era más que otro de los hijos menores dealgún señor de rango menos que ínfimo—, sirBernard es un muy gentil caballero, según heoído decir —recordó satisfecho—. Creo quehasta algún juglar compuso un canto en suhonor.

Arianne contestó con una voz más fría que ladel viento del norte.

—Si pretendes con eso inclinarme hacia ellosestás perdiendo el tiempo, Harald. No piensodesposarme ni con estos ni con ningún otro delos caballeros que mi padre decida hacer venirdesde cualquier rincón olvidado del reino.

—No son rincones tan olvidados —protestóHarald tratando de defenderlos, aunque sabíatan bien como ella que provenían de regionesque muchos tachaban de bárbaras—, sirFriedrich Rhine…

—¡Aunque fuesen hermanos carnales delpropio rey y tuviesen un palacio en la mismísimaIlithe seguiría sin querer casarme con ellos! —replicó Arianne antes de que él tuviese tiempo

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de terminar.Harald trató de hacerla entrar en razón.—Señora…—No quiero seguir esta conversación,

Harald. ¿Podrías callar si no eres capaz dehablar de otra cosa?

—Sí, señora, como gustéis.El capitán se encerró en un mutismo del que

ahora le pesaba haber salido, que le aspasen sila entendía. Era testaruda y era orgullosa, perocualquier aldeano le habría dicho que suobligación era obedecer los deseos de su padre,y que ella tendría que acatarlos como todas lasdemás, por las buenas o por las malas, y si sabíalo que le convenía sería mejor que lo hiciese porlas buenas.

El vendaval arreció y Arianne trató otra vezde protegerse con la capa que el viento agitabaen todas las direcciones. Poco a poco el cielo sehabía ido volviendo gris y una claridad pálidaotorgaba cierto aire irreal al castillo.

—Ya está amaneciendo, señora.Era algo que Arianne podía notar por sí

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misma, pero también era una advertencia paraque volviese sin más tardanza a su cuarto.

—Pero aún no ha salido el sol…Arianne casi imploraba, olvidando su anterior

dureza, y parecía rogar que la dejasen quedarseallí un poco más, igual que habría hecho una niñaque desease tan solo continuar con sus juegos,pero fue Harald esa vez quien contestórudamente.

—Hoy no saldrá el sol, señora. El tiempo estácambiando. Pronto llegará el invierno. ¿No veisesas nubes? Son negras y feas. Viene unatempestad. —Así era. Las densas y espesasnubes que cubrían el horizonte no parecíanpresagiar nada bueno—. Si me disculpáis, tengoobligaciones que atender. ¿Queréis que osescolte hasta vuestro cuarto?

Ella le miró una vez más, suplicante, y el viejocapitán cedió a regañadientes.

—¡Está bien! ¡Quedaos aquí helándoos defrío, pero no digáis que no os he avisado!

—Me has avisado y lo estimo en lo que vale,Harald.

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El capitán sacudió la cabeza ante ese gestodulce y esa mirada amable y se marchó antes deque aquella doncella volviese a demostrar quepodía conseguir cuanto se le antojara de él.Aunque en verdad eso no pesaba demasiado enel ánimo de Harald. Podrían decir lo quequisieran de Arianne, y no eran pocas lasmaledicencias que corrían acerca de ella, pero élla conocía mejor que muchos y sabía que sualma era noble y generosa, y eso era más de loque podía decirse de otros.

Arianne le siguió con la vista hasta quedesapareció entre los requiebros de la muralla ydespués volvió el rostro hacia el este. De allí erade donde venían las oscuras nubes de tormentay de donde pronto llegarían también loscaballeros.

Tenía razón Harald, pensó Arianne contristeza. Se avecinaba una tempestad.

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Capítulo 2

La lluvia arreciaba sin piedad cuando loscaballeros hicieron su entrada en el patio dearmas. Los acompañaban no menos de veintehombres entre escuderos, caballerizos, mozos yalgún que otro mercader que aprovechaba laseguridad que proporcionaba formar parte de ungrupo armado para así además, ya de paso,probar a colocar en el castillo sus mercancías.

A pesar del aguacero, sir Roger Weiner,escoltado por sus dos hijos varones y por suguardia de honor, esperaba a la intemperie paradarles la bienvenida. Cuando los caballerosdescabalgaron los abrazó fraternalmente, comoera de rigor al recibir a un huésped que había demorar varios días bajo tu techo. Lo deseable

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habría sido que sus dos hijos hubiesen hecho lomismo, pero el mayor, Gerhard, apenas hizo ungesto con la cabeza sin molestarse en ocultar unorgulloso desdén; y el menor, Adolf, trató comosiempre de superarlo, haciendo que su actitudpudiese ser considerada poco menos que uninsulto. Afortunadamente, los caballeros apenasprestaron atención, más deseosos deencontrarse por fin a cubierto de la lluvia que deandarse con recibimientos.

Sir Roger recriminó con la mirada a sus hijos,aunque recordó enseguida su papel de anfitrióny se dirigió con cordialidad a los recién llegados,invitándolos a instalarse y a descansar del largoviaje, manifestando su deseo de conversar conellos con más calma durante la cena. Despuésse retiró, tras encomendar a Harald que seocupase de todas las necesidades de loshuéspedes.

Gerhard y Adolf se quedaron en el patio bajolos soportales observando cómo Harald dabaórdenes y atendía peticiones, sin embargo,apenas perdieron de vista a su padre,

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abandonaron la escasa compostura que habíanmantenido hasta entonces para burlarse en lacara de sus visitantes.

—¿Te has fijado en Frayinn? —preguntóAdolf a su hermano—. Me admira que hayaconseguido llegar hasta aquí a caballo. Habríasido más fácil que lo hiciese rodando. Parece untonel de vino.

Adolf se reía ruidosamente con una risaestúpida que no beneficiaba a su aspecto, ya depor sí poco inteligente.

—Sin duda el mérito no es suyo sino de sucaballo. Parece más adecuado para tirar de unarado que para cabalgar.

Gerhard no se reía, más bien examinaba congesto crítico a sus huéspedes.

—Quizá se lo haya arrebatado a uno de suscampesinos.

Adolf celebró su pobre muestra de ingeniocon otra sonora carcajada que hizo volver lacabeza a los que estaban más cerca. Los noblesque dedicaban su vida a cazar y a combatircontra sus vecinos tenían en poca estima a

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quienes se empleaban en actividades másprovechosas, como hacer cultivar sus tierras. EnSvatge había poco que cultivar, pero si lohubiese habido se habría considerado unadeshonra emplear los campos para otra cosaque no fuese pasto para los caballos.

Sir Friedrich Rhine les dedicó un gesto dedisgusto. Dejó de prestarles atención paraexplicar a los mozos que se llevaban su caballocómo debía ser atendido. Adolf le mirórencoroso.

—¿Y ese quién se habrá creído que es? Yaque vienen a pedir ayuda lo menos que puedenhacer es mostrarse un poco más agradecidos deque padre haya aceptado recibirlos.

Gerhard no dijo nada y continuó mirándolospensativo y con el ceño fruncido. Su hermanoleyó en su rostro su preocupación.

—¿Crees que padre consentirá en dejarles anuestros hombres para que se encarguen de darun escarmiento a ese renegado del Lander?

Gerhard le contestó con desprecio.—Esa no es nuestra guerra. No sé por qué

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tendríamos que ayudarlos. Nuestro deber esproteger el paso, no ocuparnos de loscampesinos y sus cosechas ni de lo que ocurraen sus aldeas.

Su hermano hablaba con autoridad y Adolf nosolía contradecirle, pero se atrevió a aventuraralgo más. En verdad las noticias eran cada vezmás alarmantes y se decía que en el estereinaba el caos, que nadie se ocupaba demantener la justicia del rey y que varios señores,que ni siquiera eran dignos de ser llamadoscaballeros, sembraban el pánico allá por dondepasaban. Gerhard lo sabía tan bien como Adolf,aunque no parecía importarle.

—Pero si los rebeldes se hiciesen demasiadofuertes quizá podrían causarnos problemas…

—¡Eres más estúpido cada día que pasa,Adolf! —replicó Gerhard furioso—. ¿Quéproblema podrían causarnos una bandada demalditos cobardes bastardos como esos?

Adolf se picó. Se esforzaba siempre porcongraciarse con Gerhard, pero no le agradabaque le llamasen estúpido; tampoco Gerhard era

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tan listo como pretendía dárselas.—Quizá no nos den problemas a nosotros,

pero si padre decide que emparentemos conalguien del este, es muy posible que tambiénresuelva que su obligación es ayudarlos.

Gerhard se volvió hacia Adolf como si lehubiese picado una serpiente y le cogió delcuello sin importarle lo que pudieran pensar susinvitados.

—¿Quién dice que vamos a emparentar conalguno de esos criadores de cerdos?

Adolf intentó soltarse debatiéndose con todassu fuerzas, pero Gerhard era mayor y másfuerte que él y apretaba más cuanto másintentaba escapar.

—¡Déjame! ¡Lo sabes igual que yo! ¡Lagente lo dice!

—¡Nadie lo dice delante de mí!Gerhard vio el pánico en los ojos de Adolf.

Eso no lo detuvo, al revés, le hizo apretar másfuerte. Los que estaban alrededor comenzaron amirarlos, sobre todo los recién llegados, losnaturales del castillo ya estaban acostumbrados

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a las peleas entre los dos hermanos. Al finalGerhard soltó a Adolf de un brusco empujón yeste cayó al suelo herido en su orgullo ytragándose la rabia. Era injusto que él fuese elcentro de la ira de Gerhard, aunque enseguidaencontró el lugar adecuado hacia el que dirigir lacólera de su hermano.

—¡Es solo culpa de ella! ¡Si no fuese comoes haría ya tiempo que estaría casada, perotodos saben de sus manías y sus locuras y nadieha pedido su mano desde que rechazó a sir ElliotLancy ante el consejo!

Gerhard calló ahora cabizbajo. No podíanegarse que Adolf tenía razón…

Cuando Arianne cumplió diecisiete años supadre accedió a su boda con un caballero pocosignificado, pero reconocido por la limpieza desu sangre. Más tarde se supo que sir Elliot teníaun compromiso anterior con una dama de lacorte, pero conoció a Arianne mientras estabade paso en Svatge y se quedó prendado de ella.Su padre concedió la mano y todo se organizócon rapidez. Nadie consultó nada a Arianne

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porque no era lo acostumbrado y, aunque detodos era conocida su extrema independencia,ella tampoco expresó opinión alguna hasta quellegó el momento de pronunciar elconsentimiento. Para asombro de todos lospresentes, cuando le preguntaron, en lo que nodejaba de ser una mera formalidad, si accedía aque sir Elliot la hiciera su esposa, Ariannerespondió en voz baja pero firme que no, que noaccedía. Y así la ceremonia se detuvo ante laperplejidad general y la confusión de loscaballeros que ejercían de testigos y que norecordaban haber oído jamás un caso igual. Enel salón principal del castillo se organizó un granalboroto y los presentes se enzarzaron en unacalorado debate sobre si era absolutamenteimprescindible o no que la doncella prestase suconsentimiento.

La ceremonia se suspendió hasta que loscaballeros deliberasen y sir Elliot se marchó deSvatge sin dar la ocasión a sir Roger depresentar sus disculpas. Poco tiempo después,sir Elliot murió en un duelo tras aceptar el

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desafío del hermano de su anterior prometida.Muchos dijeron que se había dejado matar paraevitar la humillación.

Tras eso, Arianne permaneció largos mesesencerrada en su cuarto por orden de su padre.Gerhard y ella nunca habían simpatizado. Desdeque eran niños Arianne le había dejado muchasveces en vergüenza mostrándose más hábil ymás despierta en muchos juegos y en muchasartes. Escribía y leía mejor que Gerhard, peroademás montaba a caballo y saltaba losobstáculos como el más salvaje de los bárbaros.En las monterías no perdía jamás el rastro a unapresa e incluso en la esgrima, Ariannecompensaba con gracia y velocidad los brutalesataques de Gerhard. Cuando su padre descubrióesa habilidad de la que Arianne se mostrabaespecialmente orgullosa, le prohibió volver acoger jamás una espada, ni siquiera de madera,y castigó a Gerhard a entrenar con los niñosmás pequeños. Gerhard la odió por eso, peronunca la odió tanto como aquel día, cuando lospuso a todos en ridículo sin importarle el honor ni

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las obligaciones. En aquella ocasión Gerhard lahubiese golpeado sin piedad hasta que el sentidocomún hubiese entrado en su pequeña yengreída cabeza. Su propio matrimonio,concertado prácticamente desde su nacimientocon una de las primas terceras o cuartas del reyTheodor, corrió serio peligro. De hecho, la jovenen cuestión ya había cumplido los quince años yel matrimonio aún no se había celebrado. SiArianne llegara a casarse con alguno de esosdesmedrados caballeros… No, Gerhard noquería ni pensarlo. Lo desechó de su mente y lecontestó a Adolf con orgulloso malhumor.

—¡Hiciese lo que hiciese sigue siendo unaWeiner, y nuestro padre no permitirá que nuestrasangre se mezcle con la de esa ralea!

—Si tú lo dices… —musitó poco convencidoAdolf, pero menos deseoso aún de quedar denuevo en evidencia delante de los huéspedes.

—Lo digo —terminó Gerhard sin admitirreplica y echó a andar hacia las caballerizas.

—¿Adónde vas? —preguntó Adolf, queodiaba y envidiaba a Gerhard a partes iguales,

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pero que si no estaba con él no sabía qué hacercon su tiempo.

—A montar a caballo. Bastante tendré consoportarlos durante la cena. No se me puedeexigir más.

—¿Bajo la lluvia?Gerhard no le contestó y siguió su camino.

Adolf se debatió entre el deseo de dejarle ir y elde acompañarle. Al final venció la costumbre.

—¡Gerhard! ¡Espérame…! ¡Gerhard!

Arianne contemplaba la escena desde laventana de su cuarto. El agua caía a cántaros ylos caballeros esperaban pacientes mientras supadre pronunciaba uno de sus formales ytediosos discursos y sus hermanos actuabancomo los auténticos imbéciles que eran.

Su doncella le cepillaba el cabello una y otravez intentando alisar aquella rebelde yalborotada melena de oscuro color castaño.Quizá si lo hubiese tenido más largo habría sidomás liso y dócil. Las mujeres de la nobleza

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nunca se cortaban los cabellos, pero Arianne sehabía enganchado en una ocasión la trenza conunas ramas durante una cacería y sin pensárselodos veces se la había cortado de cuajo con elcuchillo que le prestó uno de los rastreadores.Su padre no dijo nada, como si la diese ya porperdida, su aya creyó morir y le aseguró quenadie querría casarse con ella, y Arianne pensóque nunca se le habría ocurrido una solución tansencilla para hacer cumplir sus deseos. Sinembargo, pese a los augurios de su aya y a lasesperanzas de Arianne, muy poco tiempodespués se produjo la petición de mano de sirElliot.

A sir Elliot no le importó el largo de suscabellos. Cuando se cruzaban por el castillo sela comía con la mirada, como si Arianne fueseun dulce que no pudiese esperar a devorar. Ellano estaba segura de lo que hacer, pero sabía queno quería marcharse con él, no queríapertenecerle, ni a él ni a ningún otro. No seríapropiedad de nadie y además no podía ser.

Pensó en rogar a su padre, pero temía darle

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explicaciones y supuso que no la escucharía, yaque nunca antes la había escuchado; y aunqueno ignoraba lo que vendría después, cuando lepreguntaron supo exactamente lo que tenía quecontestar. No había otra opción. Era lo mejorque pudo hacer. Cuando supo de la muerte desir Elliot lo lamentó y lamentó más aún ver comotodos la culpaban de lo que había sucedido.Arianne intentó defenderse, al menos ante símisma ya que no frente a los demás, de aqueljuicio que la condenaba. No había pretendidoperjudicar a Elliot. Si al menos la hubieseatendido cuando arriesgándose a todo le buscó asolas para pedirle que anulase el compromiso…Pero Elliot apenas le prestó la menor atención ysolo tras mucho insistir le dijo que ni un ejércitole haría romper su palabra; seguramente enaquel momento no recordaba la otra palabra queya había entregado. En todo caso, si el enlace sehubiese celebrado, los resultados no habrían sidomucho mejores, se decía Arianne justificándose.

La risa de Vay, su doncella, la sacó de esostristes pensamientos.

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—¡Jamás vi un hombre tan gordo! ¡Y menossubido en un caballo! ¿Cómo creéis queconsigue montar en él, señora?

—Con mucha dificultad —afirmó Ariannecon indiferencia. Sir Willen se disponía a bajardel caballo y no menos de cuatro hombres seaprestaban a ayudarle.

—El otro es casi tan viejo como vuestropadre, pero el del caballo blanco parece joven yaseguraría que apuesto —comentó Vay con unasonrisa pícara y complacida en los labios.

—No sé cómo puedes decir eso, Vay —dijoescéptica Arianne—. Están todos chorreandocomo si los hubiesen pescado del Taihne y desdeaquí apenas se distinguen sus rostros.

—No distingo bien su rostro, pero sus ropasempapadas me dejan ver que sir Bernard,porque sin duda es él, tiene un hermoso y bienformado cuerpo —aseguró convencida Vaycomo quien habla con conocimiento de causa—.Y el agua hace que sus cabellos negros sepeguen a su rostro de un modo tal que meimpulsa a desear apartarlos para así poder

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contemplarle mejor, y tampoco me importaríaayudarle a secarse —terminó riéndose condesparpajo.

—Pues si tantas ganas tienes no sé por quéno bajas ahora mismo —la exhortó Arianne.

Vay se posó los dedos en los labios paracontener la risa y temió haberse sobrepasado.Al fin y al cabo, según se decía, quizá ladyArianne abandonase el castillo casada conalguno de esos caballeros, y a los ojos de Vay,sir Bernard era el candidato más apetecible.Solo pretendía bromear un poco, pero ladyArianne era tan especial… Y no es queestuviese pensando realmente en ir a ayudar adesvestir a ese caballero, aunque tal vez si sedaba prisa con el aderezo de su señora…

—¿Entonces llevaréis el cabello suelto orecogido?

—Recogido, Vay, como siempre. ¿Por quérazón iba a querer llevarlo suelto?

—No lo sé… Se me ocurrió preguntar —dijola doncella sin más—. ¿En un rodete?

—Cualquier cosa estará bien, Vay —suspiró

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Arianne con desgana.Vay terminó su trabajo y preguntó a Arianne

si la necesitaba para algo más. Ella negó con ungesto y Vay se retiró tras hacer una corta ygraciosa reverencia a la que Arianne no prestómayor atención.

En ese momento estaba demasiado ocupadaobservando a sir Bernard por la ventana.

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Capítulo 3

Bernard estudió el gesto serio del señor deSvatge. La cena ya iba avanzada y Bernard noestaba seguro de que todo marcharse comodebiera.

Habían acordado que fuese sir FriedrichRhine, por su mayor edad, experiencia y rango,quien explicase la situación a sir Roger. Así,mientras sir Friedrich se extendía en el relato delo acontecido en los últimos tiempos en el este ysir Willen se dedicaba a comer como si nuncaantes lo hubiese hecho, él sufría por no poderhablar por sí mismo. Sin embargo, no hubiesesido apropiado irrumpir en la charla sin habersido antes invitado a ello. No era tan ignorantecomo para no saberlo.

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A su derecha se sentaba el hijo mediano desir Roger y a su izquierda, la hija menor. Adolfno prestaba mayor atención a lo que decía sirFriedrich, aunque de vez en cuando se habíadirigido a él haciendo alguna observación quenada tenía que ver con lo que les ocupaba.Bernard había procurado ser atento, pero eraevidente que Adolf no iba a resultarles de ayuday tampoco el hijo mayor, Gerhard, que no semolestaba en esconder su indiferencia por eldiscurso de sir Friedrich.

Bernard se volvió hacia Arianne y la hallóconcentrada en la conversación. Eso le permitióadmirar su bello rostro con un poco más dedetenimiento del que se había concedido hastaahora.

Era muy bella, distinta a todas las otrasmujeres a las que había conocido. Sería el influjodel sur de donde, según había oído contar —además de otras cosas a las que se negaba adar crédito—, era oriunda su madre. Nada habíaen ella del frío norte ni del duro este del quevenía él. Había mujeres hermosas en sus tierras,

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por supuesto, pero Arianne tenía un aire suave,grácil y enigmático del que carecían las damascon las que se había relacionado.

Aunque si tenía que ser sincero, debíareconocer que no disponía de gran experienciaen el trato con las damas. Era el menor de cincohermanos de un señor no demasiado próspero yno había mucho que pudiese ofrecer a unaesposa, a no ser que una desgraciada calamidadacabase con la vida de sus cuatro hermanosmayores o tuviese la venturosa fortuna de salirtriunfador en la batalla y el rey tuviese a bienrecompensarle con algún título.

En esto último cifraba Bernard sus mayoresambiciones. Los señores rebeldes se habíanlimitado hasta ahora a escaramuzas, pero estabaclaro que planeaban algo grande. Era cosasegura y él estaba deseando que comenzase.Estaban en clara desventaja frente a ellos, poreso estaban allí, pero aunque los Weiner senegasen a ayudarlos, Bernard combatiría hastasu último aliento y confiaría en su valor, susuerte y su destreza para salir triunfante de la

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empresa.Observó el gesto atento y el leve frunce de

las delicadas y finamente dibujadas cejas deArianne y, a su entender, le pareció que suaspecto denotaba preocupación. Bernard apuróde un trago el vino de su copa y decidióanimarse a otra empresa casi igual dedesesperada.

—Es un gran honor el que nos hacéis almostrar interés por las calamidades que afligena nuestras tierras, señora —ensayó Bernardtratando de parecer cortés y mundano.

Arianne se volvió hacia él como si acabase dedescubrir su existencia y además hablase unlenguaje que ella desconociese por completo.

—¿Decíais?Eso turbó un tanto a Bernard, desarmando su

intento de mostrarse como un hábil yexperimentado cortesano.

—Solo comentaba que parecíais prestaratención a las palabras de sir Friedrich —dijocon más sencillez.

—¡Ah! —dijo Arianne—. Eso… Sí. Estaba

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escuchando.No comentó más, pero Bernard supuso que el

tema no la hacía feliz. El joven trató dejustificarse.

—Entiendo, señora, que nuestros problemasno son de vuestra incumbencia, pero nohabríamos venido hasta aquí si la situación nofuese extremadamente grave.

Arianne le consideró con más atención ydebió decidir que no le haría daño saber.

—¿Por qué es tan grave?Bernard se entusiasmó ante el hecho de

acaparar, al menos por un momento, el interésde una dama tan hermosa y tan significadacomo Arianne.

—Bien, no sé si habréis oído hablar de lasrevueltas de hace dos años en el Lander…

—Vagamente —indicó Arianne, querecordaba que Harald lo había comentado en supresencia.

—Fue una auténtica atrocidad, señora. —Bernard dudó antes de continuar, seguramenteno era una conversación adecuada para una

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joven dama, menos en la comida, y menos aún sise pretendía agradarle; pero habría sido ridículocallar ahora, así que decidió continuar—. Fueronlos actos de un hombre de confianza de sirUlrich, un hombre al que este había librado deuna muerte segura en su niñez y había criado ensu casa prácticamente como a un hijo,nombrándolo incluso caballero del Lander, pesea que no tenía más nombre que el del lugardonde nació —explicó Bernard un poco violento,ya que el padre de su abuelo había sidonombrado caballero de un modo muy parecido yno pertenecía a la nobleza, aunque al menostanto él como sus ascendientes habían tratadode hacer todo lo posible por no desmerecer susjuramentos—. Un hombre que había juradodefender a sir Ulrich con su propia vida si erapreciso. Pues bien, ese hombre, Derreck deCranagh —dijo Bernard mentando por primeravez su nombre—, despreciando todaconsideración de lealtad y justicia, conspiró conla propia guardia de sir Ulrich para traicionarlo yasesinarlo sin piedad, tanto a él como a su mujer

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y a su hijo. Después se apropió de todas susposesiones y de la fortaleza y se declaró dueñoy señor del Lander. Y aunque todos los hombresde honor del este clamaron al rey para que sehiciera justicia y se impusiera el orden y elderecho, resultó que su majestad no tuvo a biendisponer de los hombres necesarios para hacerajusticiar a ese renegado —dijo Bernardtratando de dominar su indignación. Él no eraquién para criticar las decisiones reales, peroaquella injusticia clamaba al cielo—. Como biensabéis, el Lander defiende las fronterasexteriores de nuestro reino de las incursionesbárbaras y como tal cuenta con un gran y bienarmado ejército y todos sus hombres poseen almenos un caballo. Últimamente, bandadas deellos campan a sus anchas por tierras que noson las suyas y toman lo que se les antoja, y escasi imposible hacerles frente porque pocopueden hacer hombres que luchan a pie contrajinetes armados a caballo. Mis hermanos y yohemos intentado defender a nuestra gente ymodestamente debo decir que hemos obtenido

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algún éxito en ello. —Bernard no pudo evitarenorgullecerse al decir eso, aunque le parecióque quedaría como un idiota si se dedicaba aalabarse a sí mismo, y guardó para sí la secretaesperanza de que Arianne hubiese oído hablarde sus méritos—. Pero los ataques son cada vezmás desvergonzados y más difíciles de contenery, lo que es peor, señora —dijo bajando la voz,temiendo estarse sobrepasando—, el norte nosolo lo consiente sino que en opinión de muchostambién le apoya.

Después de esa afirmación Bernard calló,pensando que ya había dicho suficiente, y miróde refilón a Adolf, pero este se hallaba ocupadoprocurando que el vino no faltase en su copa, asíque Bernard volvió a dedicar toda su atención aArianne.

—¿Que el norte le apoya, decís? ¿Y cómo esposible que tal cosa ocurra? ¿Es que acaso novan a vengar la muerte de sir Ulrich? —preguntó sorprendida Arianne. Los caballeroscon frecuencia se enfrentaban y se matabanentre sí sin ninguna razón. Con mayor motivo

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podían haberlo hecho cuando se trataba dehacer justicia, pues sin duda era de justiciaacabar con semejante traidor malnacido.

—El norte no ha movido un dedo contra él yse teme que vea con buenos ojos sus acciones.

—Pero ¿por qué?No es que a Arianne le interesasen realmente

las intenciones de los señores del norte, peronadie le explicaba nunca nada, y era agradablever que a Bernard parecía importarle su opinión.Sin embargo, él recuperó repentinamente suhasta hace un momento olvidada cautela y no seatrevió a decirle lo que todos en el estepensaban, que el norte empleaba al Lander parasu propia conveniencia y solo le dejaba hacer eltrabajo sucio antes de sacar a los ejércitos queinvadirían a sus vecinos con la justificación deconseguir una paz que los señores del este seveían incapaces de mantener. En lugar de eso,Bernard contestó con desprecio pero conprudencia.

—¿Quién puede decirlo? Pero todos sabenque no se puede confiar en la lealtad de los

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señores del norte. Lo único que han buscadosiempre ha sido su propia conveniencia.

Arianne escuchó decepcionada la justificaciónde Bernard. Eso no era mucho decir, en suopinión todos los señores buscaban siempre ypor encima de todo su propia conveniencia.Excepto su padre, pensó. Su padre anteponía elhonor y las obligaciones a cualquier otra cosa.Su padre no cedería en su lealtad al rey Theodorpor ninguno de los honores o las promesas deesa tierra, y no lo haría porque ese era su deber.Y sir Roger nunca faltaba a su deber ni permitíaque los demás lo hicieran.

La mirada de su padre se cruzó con la suya yaunque Arianne no la bajó, sir Roger la retirócon una desatenta presteza que ya le resultabafamiliar. En cambio, su mirada sí se detuvo enBernard, que en ese momento se disponía aofrecer vino a Arianne.

Ella lo rechazó con un gesto y su padre apartóla vista y volvió a concentrarse en las quejas desir Friedrich Rhine.

Bernard no tardó en notar que Arianne

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parecía haber perdido todo interés por conversarcon él y pensó que había sido un estúpido almolestarla con cuestiones que poco podíaninteresar a una mujer. Intentó encontrar un temade conversación apropiado y por más que seestrujó la cabeza no se le ocurrió ninguno. Encambio, le pareció notar que Gerhard le mirabafrancamente mal. La voz de Adolf interrumpiósus pensamientos.

—¿Qué decís, sir Bernard? ¿Estáis animadoante la perspectiva de mañana? Estoy seguro deque nunca habéis visto cosa igual. Tenemosvenados dignos de ser cazados por el mismísimorey. ¿Qué cazáis allí en Brugge? ¿Conejos?

Adolf volvió a reírse de su propia gracia yaque nadie más lo hacía y Bernard dominó suorgullo. Los señores de Svatge, y en generaltodos los señores, despreciaban al este. Solo elLander había mantenido cierto respeto por sulinaje y su condición de guardián de la fronteras,y ni eso había servido cuando Ulrich fuebrutalmente asesinado. Tal cosa no se habríapermitido en el oeste ni en el norte, en el sur la

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vida era fácil y dulce y nadie pensaba en luchas,pero la antigua nobleza seguía creyendo quetodo el oriente era tan pobre y salvaje como lasvastas estepas que se extendían más allá de lasfronteras.

—También hay venados en las tierras de mipadre, sir Adolf, aunque sin duda no tanhermosos como los vuestros —dijo Bernardtragándose el orgullo.

—Os lo aseguro, tan hermosos como losnuestros no los hay en ningún sitio, ni siquiera enAalborg.

Aalborg era la capital del norte, la ciudad deplata, como la llamaban. Bernard no habíaestado nunca allí, aunque había soñado muchasveces con hacerlo, pero también estar en Svatgeera para él un sueño que se había cumplido.

—Será un placer cazarlos con vos —replicócon frialdad Bernard. Adolf asintió con un gestoy volvió a atender a su copa vacía. Una ideaacudió esperanzada a la mente de Bernard. Segiró hacia Arianne, que parecía distraída, y llamósu atención—. Y vos, señora, ¿acudiréis a la

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cacería?—Todos los que moran en el castillo acuden a

la cacería, señor —contestó fríamente y sinvolver la vista hacia él.

—Entonces será una gran dicha veros allímañana —se atrevió a decir Bernard.

Tampoco en esa ocasión le concedió Arianneuna mirada, quizá incluso la había incomodadoporque se levantó enseguida, aunque la cena nohabía terminado, y se excusó sin dirigirseexpresamente a nadie.

—Ruego me disculpéis. Estoy fatigada ydesearía retirarme.

Sir Roger volvió a dedicarle un breve gestoque no podía decirse que fuera de asentimiento,pero tampoco de negativa. Arianne se retiró sinatender al saludo de los caballeros que selevantaron para despedirla, Bernard el primero.

Cuando se hubo ido, Bernard volvió a tomarasiento bastante desanimado por cómo habíanido las cosas. A Adolf, por el contrario, se leveía muy divertido.

—Bebed, sir Bernard. Seguro que en Brugge

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no tenéis un vino como este.Adolf llenó su copa sin esperar respuesta y

Bernard se lo bebió. Seguramente sería mejorque tirárselo a Adolf a la cara…

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Capítulo 4

Cuando Arianne había dicho que todo elcastillo participaría en la cacería no exageraba,pensó Bernard. Aunque en realidad ella serefería a la casa de sir Roger Weiner, cuyosmiembros estaban todos presentes y a caballoen la primera fila. Pero tampoco faltaba laguardia de honor del castillo, ni los señoresprincipales de Svatge, acompañados por susescuderos y sus lacayos, además de grannúmero de avistadores y rastreadores, todosellos vestidos de librea, así como los criados quese encargaban de las jaurías.

Los lebreles se revolvían agitados por laexpectación y se la contagiaban a los caballosque caracoleaban impacientes por que sus amos

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les diesen al fin rienda suelta.Bernard también deseaba salir ya. Nunca

había estado en una partida de caza tannumerosa y dudaba de que tanta gente fuesecapaz de otra cosa que atropellarse unos aotros. Buscó a Arianne entre la multitud y no lefue difícil verla. Había más damas, pero ellabrillaba con luz propia; y eso a pesar de que suvestido verde bosque, a juego con sus ojos entrecastaños y verdosos, hacía que se laconfundiese con el entorno.

Parecía ausente, como ya había notado queera común en ella, pese al poco tiempo quehacía que la conocía. Estaba escoltada por sushermanos y Bernard resolvió desilusionado queno tendría ninguna ocasión de acercarse a ella.De todos modos, se maldijo instándose a aceptarla realidad, no tendría nunca la menoroportunidad.

Los clarines sonaron y la cacería diocomienzo. Los perros salieron aullando endesbandada y los caballos los siguieron con unloco estrépito que pilló por sorpresa a Bernard.

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Refrenó el suyo y dejó que los demás se leadelantasen. No conocía el terreno y no iba aaventurarse en una carrera desatinada congente más avisada en aquel territorio que él. Nodeseaba ser el flanco de las bromas de Adolf.Prefería ir solo a dejarse poner en ridículo.

Decidió cabalgar a su ritmo y seguir su propioinstinto; y aunque lo había considerado difícil,rodeado como estaba de tal muchedumbre, notardó en hallarse en absoluta soledad en mediode los espesos bosques de Svatge.

Sin duda aquello era muy distinto a su tierra.Altos abetos le rodeaban, alerces pálidos ya casisin hojas, hayedos de mil tonos de ocre. Eracomún encontrarlos también en los bosques deleste, pero no tenían la misma imponentegrandeza que allí, rodeados por las montañas deSvatge. Esos bosques eran más antiguos, másseveros, más grandes. Y lo mismo habría podidoaplicarse del feudo de Svatge respecto alseñorío de Brugge, donde vivía su familia, peroeso siempre había sido así y siempre sería,caviló Bernard, y era inútil lamentarse respecto

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a ello.Pasó varias horas cabalgando sin rumbo, más

atento a sus reflexiones que a la partida de caza.Cuando vio lo alto que el sol estaba en el cielodescabalgó y se decidió a prestar más atención.No había dado con ninguna presa, seguramenteel jaleo las había espantado. Tendría queespabilar o todos se burlarían de él al verleregresar sin nada.

Observó el terreno buscando huellas recientesde corzos o venados o quizá el encame de algúnjabalí. No tardó en dar con un rastro que parecíareciente y que por las señales debía de ser deuna cierva acompañada por su cría. Eso erabueno. Sería una presa más fácil.

Continuaba a pie llevando el caballo por lasriendas cuando la avistó. Un hermoso ejemplaracompañado por un pequeño cervatillo conaspecto de no llevar más de unas horas nacido.Cogió su arco y lo tensó, pero cuando iba adisparar, algo lo golpeó con fuerza en la cabezahaciéndole errar el tiro y gritar de dolor. Lacierva y su cría echaron a correr. Bernard se

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llevó la mano a la frente. Estaba sangrando.Miró con rabia a su alrededor y desenvainó la

espada.—¡Quien quiera que seáis dad la cara como

un hombre! —Bernard esperó cualquiermovimiento. No se había dado cuenta de que loseguían estando como estaba atento al rastro,pero si alguien se encontraba tan cerca comopara tirarle una piedra lo descubriría en cuantose moviese, y se quedaría allí hasta que lehiciese salir y encontrarse cara a cara con él.Seguramente sería Adolf. Bien, ya había idodemasiado lejos, no se dejaría insultar así comoasí—. ¡Salid de una vez y tened el valor deenfrentarme! ¿O es que sois tan cobarde comouna mujer?

Oyó un rumor entre los arbustos y alzó laespada disponiéndose a luchar. Lo que vio acontinuación le dejó tan confundido comoasombrado.

—Aun a pesar de ser mujer y según acabáisde afirmar cobarde, no lo soy tanto como paratemeros, sir Bernard —afirmó Arianne con

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calma—. Aunque no tengo espada. ¿Pensáisatacarme con ella, señor?

Bernard bajó avergonzado su espada, a la vezque se inclinaba en una torpe reverencia eintentaba formular una disculpa.

—Mi espada está a vuestro servicio, ladyArianne.

—Sois muy amable —dijo con sorna—, perono necesito vuestros servicios. Estáisdispensado.

Arianne se dio la vuelta como si con esoestuviese ya todo arreglado, y se dispuso amarcharse; pero cuando Bernard se repuso dela sorpresa guardó su espada y se apresuró acorrer tras ella.

—¡Señora! —llamó—. ¡Señora! ¡Esperad!Arianne se volvió hacia él con desgana.—¿Sí?Bernard se detuvo a unos pasos de ella y

volvió a sentirse intimidado por sudesconcertante belleza y por su actitud distante,aunque enseguida recordó que él tenía razón.

—¿Por qué me habéis atacado sin motivo?

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Arianne alzó sus delicadas y perfectas cejascon asombro.

—¿Sin motivo decís? Pensé que ibais a matara una cierva recién parida y a dejar sin alimentoy a merced de los lobos a su cría.

Bernard sintió el calor subir a su rostro. Laverdad era que no se había parado a pensarlo,solo quería una pieza que mostrar a su regreso,no era algo de lo que encontrarse orgulloso,aunque no era menos cierto que la mayoría delos caballeros con los que él había cazado no separaban en esos detalles a la hora de derribaruna presa. Sin duda Arianne no lo veía igual.

—Bueno, yo habría matado también a la críapara no dejarla agonizar sola —aventuró él.

—Sois muy considerado —murmuró entredientes Arianne, continuando su marcha y dandopor terminada la conversación. Bernard no sedio por vencido y se le adelantó haciendo que sedetuviera.

—Señora, sed compasiva conmigo. Noconozco este terreno y vuestros hermanos seburlarán de mí cuando vuelva sin nada.

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Ese argumento conmovió un tanto a Arianne,que miró más atenta al caballero. Era joven yparecía amable y bondadoso, aunque lo quehabía estado a punto de hacer demostraba quelas apariencias engañaban. Por descontado, ellaya sabía que todos los caballeros eran poco máso menos iguales, pero Bernard al menos noresultaba tan orgulloso como el resto. Eso hacíaque despertase sus simpatías.

Se fijó en el hilo de sangre que escurría por susien y de su justillo sacó un pañuelo muy blancoy lo tendió hacia él. Bernard observabaprendado todos sus movimientos, pero cuandoella rozó su piel se apartó con un levesobresalto. Arianne retiró la mano indecisa y letendió de nuevo el pañuelo.

—Estáis sangrando. Tomad. Comprobadlovos mismo.

Bernard lo tomó y lo llevó a su sien sinapartar la vista de ella, que ahora parecía unpoco inquieta. Presionó en la herida y sintió lasuavidad de la tela en su rostro. Cuando lo retiróvio la sangre roja destacar en la fina batista

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blanca. En una de las esquinas aparecía bordadauna bella letra A, escoltada por el escudo dearmas de los Weiner.

—Disculpadme. Os lo he ensuciado. Lolavaré y os lo devolveré —dijo Bernardapretando con fuerza el pañuelo.

—No importa. Dádselo a mi doncella y ella seencargará —musitó Arianne apartándose—.Coged el caballo. Va siendo hora de regresar.Quizá pueda ayudaros con lo que pretendéis.

Bernard voló a por su caballo y cuandoregresó encontró a Arianne montada en el suyo.Se olvidó de la pedrada y se felicitó por subuena suerte. Sin esperarlo iba a cabalgar juntoa lady Arianne. Eso le hizo animarse.

—¿Y a qué debo la fortuna de haberosencontrado, señora? ¿Os habéis extraviado delgrupo?

Arianne lo miró con desdén.—¿Creéis que me perdería en mi propia casa,

sir Bernard?Bernard casi tartamudeó al contestar. Le

desconcertaba Arianne. En sus tierras las

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damas no solían ir por su cuenta en las cacerías,y en cualquier caso no se le ocurría por quérazón podría ella haber decidido separarse delgrupo.

—No, no, de ninguna manera. Es solo que…Arianne intervino antes de que a Bernard se

le ocurriese qué podía responder sin que laimportunase.

—Lo que ocurre es que no me gustan lasmatanzas de animales indefensos por parte dejaurías hambrientas y enloquecidas. —Hubo unapequeña pausa y tras ella añadió—: Y tambiénprefiero la soledad.

Bernard guardaba, aunque no se hubieseatrevido a reconocerlo, la secreta esperanza deque Arianne buscase su compañía; pero lafrialdad con la que le había contestado dejabapoco lugar para sus ilusiones. Ella avivó sucaballo y Bernard se tuvo que contentar conseguirla a corta distancia.

Iba rápida saltando por encima de obstáculosy breñas y a él le pareció arriesgado y peligroso.Sin embargo, Arianne montaba segura y debía

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de saber bien adónde iba, porque no mucho mástarde se detuvo junto a un pequeño riachuelo ydesmontó. Bernard no sabía qué hacer. Ella lemiró como si colmase su paciencia.

—¿Queréis cobraros esa pieza o no?Bajó con rapidez y la siguió sin atreverse a

protestar. Arianne avanzaba por la orilla.Muchas huellas de animales se mezclaban en elbarro. Caminaba concentrada en las señales queveía a su alrededor. Bernard solo tenía ojos paraella. Al poco se detuvo, se volvió hacia élhaciéndole una seña con la mano y le susurrómuy bajo:

—Ahí lo tenéis.Miró hacia donde le señalaba. Una cierva

pastaba tranquilamente en un pequeño clarocercano. Arianne aparentaba indiferencia, peroBernard dudó.

—¿Estáis segura?—Claro —respondió en voz lenta y muy baja

—. Es joven, aún no ha tenido crías, está sola ya nadie le importará lo que le pase. Es ideal paralo que pretendéis. ¿No pensáis igual?

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Bernard sintió cómo su mirada pesabadirectamente sobre su corazón. Apartó los ojospara no tener que enfrentarse a ella. Parecíacomo si Arianne le acusase de algún tipo dehorrible crimen. Apuntó con su arco hacia lapresa queriendo solo acabar rápido con todoaquello. Arianne no dijo nada y Bernard trató deconcentrarse en su puntería. Sabía que sería elhazmerreír si volvía de la cacería sin nada, y labatida habría espantado a la mayoría de losanimales. Ya no tendría más posibilidades en elcamino de vuelta.

Tensó la cuerda y apuntó al pecho de lacierva, que seguía ajena al peligro que leacechaba. Por alguna razón, Bernard noacababa de decidirse a soltar la flecha. Dudó uninstante mientras ideas nuevas y confusasluchaban en su cabeza. Bajó su arco, incapaz dellegar a un acuerdo con ellas, y se volvió haciaArianne.

—Creo que no voy a hacerlo.Los ojos de Arianne brillaron y eso hizo que a

Bernard le pareciesen aun si cabe más

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subyugadores.—¿Estáis seguro? Si desaprovecháis esta

oportunidad quizá tengáis que volver con lasmanos vacías.

El joven caballero sonrió con sencillez. Erauna sonrisa que sentaba bien a su ya de por síagradable y joven rostro.

—Sobreviviré a ello, señora. Es algo a lo queestoy acostumbrado.

Arianne también sonrió. Bernard pensó queaquella sonrisa era una de las cosas máshermosas que jamás había contemplado. Sinembargo, desapareció con rapidez y su habitualaire ausente la sustituyó.

—Debo regresar. —Y dejó allí solo aBernard, aún confundido.

—¡Esperad! —dijo reaccionando—. ¡Osacompaño!

Ella se volvió e hizo un gesto que lo detuvoinstantáneamente.

—Preferiría que no, sir Bernard.Él se apenó, aunque sabía que tenía razón.

Pero lo aceptó y la saludó con una ligera

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inclinación.—Como deseéis, señora.Ella sonrió de nuevo, aunque su sonrisa fue

más triste ahora, y se montó en su caballo. Yase alejaba cuando refrenó la montura y se dirigióa él.

—Sir Bernard…—¿Sí, señora?—Gracias.Luego se alejó sin esperar respuesta. Bernard

cogió el pañuelo manchado que guardaba en sumano y lo contempló una vez más. Después loapretó contra su corazón.

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Capítulo 5

Vay luchaba con horquillas y agujasintentando contener la rebelde melena deArianne en un nuevo y alto recogido que estabaprobando. No le había pedido su opinión y ellatampoco se había dado cuenta de la novedad. Adecir de Vay, parecía preocupada y abstraída.

—¿Y qué más se cuenta, Vay?Vay sonrió complacida. A veces hablaba y

hablaba y juraría que lady Arianne no laescuchaba, pero al menos ahora contaba con suatención.

—Se dice que sir Willen Frayinn derribó élsolo a un jabalí, que exigió que nadie más loayudase y que ha pedido que se lo sirvan paracenar esta noche. ¿Creéis que será capaz de

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comérselo él solo? —rio Vay. Los labios deArianne apenas se curvaron en una sonrisa—.De todas formas, se lo merece. Los hombresdicen que actuó con gran valentía. —Vaycontinuó, tampoco valía la pena demorarse enlas acciones de sir Willen—. Resulta que,aunque se le creía viudo, se casó este verano ysu nueva esposa goza de buena salud, ademástiene un único hijo varón que cuenta solo connueve años.

—¿De veras? —preguntó Arianne aldescuido.

—De veras —aseguró ella—. También sirFriedrich Rhine está casado, y al parecer sushijos son mayores que los de sir Willen, aunqueel heredero del mayorazgo está comprometido.Finalmente, sir Bernard está libre como yadebéis saber. Su gente dice que es muy valiente,pero resulta que volvió de vacío de la partida.Por lo visto, se apartó del grupo y debió tenermala suerte, porque es increíble que un caballerotan arrojado como todos dicen que es no hayaconseguido al menos un corzo. Vuestro hermano

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Adolf ha hecho varios comentarios respecto aesto, pero yo creo que en el fondo le envidia.¿No os parece que sir Bernard es muy gallardo,señora?

—No me he fijado —murmuró Arianne.—Y muy nombrado además. Estoy segura de

que derribaría a sir Adolf sin mucho esfuerzo,incluso a sir Gerhard. —Vay no apreciaba enexceso a ninguno de los dos y sabía que era algoque podía compartir con Arianne.

—Eso no es mucho decir —respondió sinquerer ceder.

—Tal vez, pero, aunque sir Bernard provengade una de esas aldeas perdidas del este, meparece más noble y más gentil que muchos delos cortesanos de Ilithe que visitan a vuestropadre.

Arianne no lo negó para satisfacción de Vay,pero cambió con rapidez de tema.

—¿Y qué dicen los hombres sobre ayudarlos?—Dicen muchas cosas —dijo Vay

encogiéndose de hombros—. Hay quien piensaque deberíamos darle su merecido a ese canalla

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del Lander, pero también hay quien dice que esono es asunto nuestro y que no se nos ha perdidonada más allá del vado. —Vay esperó y, comoArianne no dijo nada, se animó a preguntar—:¿Y qué pensáis vos que decidirá vuestro padre?

Arianne calló meditando la respuesta. Era unacausa justa. Su padre odiaba la traición ydespreciaba a los advenedizos, y si el Lander sedeclaraba en rebeldía con la complicidad delnorte supondría una seria y grave amenaza paratodos. Pero Bergen estaba fuera de sus límites ysin una orden directa del rey, que si no habíallegado aún no cabía esperar ya que llegase, supadre no comprometería las fuerzas de Svatge.Aunque si hallase una justificación…

—No sé lo que decidirá, Vay —dijo lúgubreArianne—, pero seguro que una vez que lo hagano cambiará de opinión.

Vay comprendió que el ánimo de Arianne noera favorable y calló. Era una criatura alegre yoptimista que había tenido la suerte de entrar alservicio del castillo y que conocía lo bastante lavida fuera de las murallas como para dar gracias

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fervientemente por todos y cada uno de los díasque pasaba allí dentro. No echaba nada en faltay no comprendía por qué lady Arianne parecíapermanentemente enfadada contra el mundo,cuando era la hija del señor y tenía todas lascosas bonitas que cualquier mujer desearía. Ycuando se casase, porque se dijese lo que sedijese habría de casarse y a no mucho tardar,pues bien, cuando se casase, seguiría siendo unaseñora y no tendría que lavar sábanas, niacarrear leña, ni aguantar a soldadosdesagradables y malolientes que a la menorocasión intentaban pasarse de la raya. Aunqueera cierto que no todos eran así y Vay sabíaapreciarlo y disfrutar de ello todas las veces quepodía. Durante un tiempo, ella también habíadisfrutado del favor de Gerhard y se habíahecho algunas ilusiones estúpidas, sin embargoGerhard se había cansado pronto y ahora nisiquiera parecía notar que existía. Adolf lo habíaintentado después, pero también ella tenía suorgullo y Adolf no valía ni la mitad que Gerhard.

Vay suspiró desechando esas ideas,

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contempló satisfecha su obra y miró a Arianne através del reflejo del cristal azogado.

—¿Os gusta?—Sí, Vay. Está muy bien —dijo Arianne

levantándose del escabel, aunque la doncella sedio cuenta de que apenas se había mirado.

—¿Queréis que vuelva después de la cenapara ayudaros?

—No, no hará falta. Me las apañaré.—Como deseéis. —Por lo menos, pensó Vay,

aunque lady Arianne no apreciase sus esfuerzostampoco daba mucho trabajo.

Arianne bajó al salón principal. Había muchamás gente que el día anterior. Todos loshuéspedes más los señores y allegados quehabían asistido a la cacería. Cumplió con suobligación saludando a todos aquellos a los quela cortesía le obligaba y tomó asiento entreGerhard y sir Willen. Gerhard y ella teníanmucha práctica ignorándose mutuamente, asíque eso no suponía ningún problema para ella; ysir Willen estaba tan entusiasmado contando atodos cómo había abatido al jabalí que era de

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esperar que bastase con un par de sonrisas decompromiso para cumplir con él.

De reojo vio como Bernard la observaba yvolvió el rostro hacia sir Willen, dedicándole todasu atención. Una muchacha menuda y pálida,Sigrid Barry, hija de sir Leonard Barry —uno delos señores que rendían vasallaje a los Weiner—, se sentó entre Bernard y Adolf. Ariannesabía que Sigrid llevaba largo tiempoincomprensiblemente empeñada en ganarse elinterés de Adolf, aunque hasta ahora habíatenido poco éxito.

Los criados comenzaron a servir las viandasque estaban asándose allí mismo en grandesespetones. Arianne rechazó el plato que leofrecieron y se sirvió solo verduras. No teníaapetito y, si lo hubiese tenido, ver comer a sirWillen se lo habría quitado. Su padre habíavuelto a sentar a su derecha a sir Friedrich y losdos conversaban en voz baja y con gesto serio.Arianne no alcanzaba a oír lo que hablaban, encambio la risa de Sigrid Barry resonaba en todala mesa. Arianne la miró de refilón, Sigrid se

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inclinaba hacia Bernard y le susurraba algo aloído. La joven volvió a reír y Arianne se diocuenta de que Bernard parecía incómodo yAdolf furioso. Había que reconocer que Sigridhabía logrado en un momento lo que no habíaconseguido en todo un año: llamar la atención deAdolf.

En fin, no tenía nada contra Sigrid, si era tanestúpida como para estar interesada en suhermano… Pero la tensión aumentó cuandoAdolf, ya con bastante vino encima, se dirigió aBernard con voz agria.

—¿La cena es de vuestro agrado, sirBernard?

Bernard comentó en voz baja algo queArianne no entendió, pero que debió ser unasentimiento cortés. Eso no fue suficiente paraAdolf.

—Sí, no está mal comer lo que otros se hanmolestado en procurar. ¿También cuando atacanlos jinetes del Lander os escondéis para librarosdel trabajo?

El silencio se hizo alrededor de los dos y las

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miradas de los comensales se volvieron haciaBernard.

—No me escondo en ninguna circunstancia y,si vos queréis encontrarme, mañana estaré todael día a vuestra disposición en el patio de armas.

Arianne sintió la inquietud agitar su corazón, ysin duda no era Adolf quien causaba esazozobra. Sigrid, sin embargo, parecía másencantada de la vida de lo que hubiese estadonunca. Por fortuna, sir Roger intervino antes deque Adolf respondiese.

—Sois un joven bien dispuesto, sir Bernard.Mi hijo en ocasiones no mide sus palabras, sobretodo cuando abusa del vino. —El rostro deAdolf enrojeció hasta la raíz del cabello, pero lamirada de su padre acalló su lengua—. Adolf noestará aquí mañana, ya que acompañará a lagente de sir Waldemar en el camino de regreso.

Adolf buscó a Gerhard en demanda de ayuday lo encontró apretando con furia su copa. Eltemperamento de Gerhard era vivo y Ariannesabía que ardía de ira por la humillación, aun nosiendo él la víctima. Pero ni siquiera Gerhard se

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atrevía a desafiar a su padre. Ariannecomprendía lo que sentía, aunque debíareconocer que Adolf se había pasado de la raya.

Adolf vio que había perdido y no encontrómejor salida que abandonar la sala atropellandoa todo el que se puso en su camino. Ariannepensó que Bernard la culparía por lo que habíaestado a punto de ocurrir. Podía decirse quehabía contribuido a que pasara al evitar que secobrase la pieza, claro que Sigrid también habíapuesto de su parte. Los observó a hurtadillas.Contrariamente a lo que ella había pensado,Sigrid, en vez de dejar su juego tras la marchade Adolf, parecía ahora todavía más interesadaen él, de hecho una de sus manos reposabasobre la de Bernard, y este… Arianne volvióinmediatamente el rostro; Bernard la habíasorprendido espiando y en sus ojos había podidoleer un evidente y herido reproche.

Se maldijo por haberse dejado sorprender ypor preocuparse por algo que no le concernía enabsoluto. Bernard no era asunto suyo y lo quehiciese o dejase de hacer con esa criatura débil,

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voluble y estúpida de Sigrid Barry, tampoco.Se obligó a sí misma a ignorarlos y por eso no

se dio cuenta de que Bernard apenas prestabaatención a Sigrid para esperar sin esperanza otramirada suya. En cambio, Gerhard sí lo notó, yeso hizo que la rabia que sentía se hiciese aúnmayor. Gerhard odiaba cada vez con másintensidad a aquellos míseros y supuestos noblesque creían que podían llegar allí y hablarlos deigual a igual.

No, no eran iguales y nunca podrían llegar aserlo. Uno de los primeros de su linaje, LucienWeiner, había estado entre los caballeros quecabalgaron junto a Usher Malibran en la batallaque marcó el fin de la época oscura, cuando elmundo aún estaba sumido en las tinieblas tras ellargo periodo de decadencia que siguió a lacaída de la antigua dinastía. La peste y lassequías habían asolado las llanuras desde elnorte hasta el sur, solo el oeste conservaba losvestigios de la antigua grandeza. Cuando lashordas bárbaras amenazaron con traspasar lasmontañas, todos los juramentados acudieron a la

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defensa del vado. Después de salvar el Taihne,Lucien descubrió el modo de alzar de nuevo elpaso, evitando así que los salvajes pudieseninvadir el oeste.

Usher fue el primer rey de la nueva edad, y elconsejo recompensó a Lucien con el dominiosobre el paso y sobre todo Svatge. A vecesGerhard pensaba que no había sido una granrecompensa y que más les habría validopermanecer en la corte que dominar aquellasmontañas que dividían el reino en dos. Pero locierto era que ni siquiera los altivos príncipes delnorte se atrevían a desafiar el poder y el nombrede Svatge; y ahora ese último hijo de algúndesconocido señor del este se permitía retar a suhermano en su propia casa y mirar a suhermana a los ojos delante de sus propiasnarices.

Gerhard sentía que la sangre le hervía en lasvenas y ver como su padre solo tenía oídos paraese engreído de Friedrich Rhine no ayudaba acalmarle. Su padre hablaba de justicia y razón,pero el Lander era un problema del este. Que el

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este se defendiese a sí mismo o cayese.Gerhard no movería un dedo por ningún señordel este. La lealtad de los Weiner había sido ysería siempre para con el oeste.

La cena se le hizo eterna a Gerhard y nomenos larga a Arianne, aunque los motivos deArianne eran muy distintos a los de su hermano.Sin embargo, los dos aguantaron en su sitiohasta el final. Cuando por fin todos se retirarony ella se quedó sola en su cuarto, aún tuvo queretirar una a una todas las horquillas que Vayhabía utilizado para sujetar aquel absurdopeinado. Mientras lo hacía maldecía a Vay parasí. Sabía que su doncella no tenía culpa ninguna,pero aquella noche estaba de pésimo humor, tanmalo como el de Gerhard o el de Adolf.

A la misma hora, en sus estancias privadas aloeste del castillo, sir Roger se acostaba con latranquilidad de espíritu de quien sabe que hatomado la decisión más acertada. Había estadomeditando largamente sobre ello y en su juiciohabían influido muchas consideraciones. Creíahaber llegado a una solución justa, digna y

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honorable. Para su casa, para el este, paraSvatge y para el reino. La muerte de sir Ulrichclamaba venganza y el Lander no quedaría enmanos de alguien indigno. El señorío de Rhinecarecía de relevancia, pero su carta de noblezavenía de siglos atrás. El primogénito estabadestinado por tradición a contraer matrimoniocon una dama de otra familia noble de Bergen,pero el segundo hijo tenía ya dieciséis años,cinco menos que Arianne, y estaba disponible.Eso tendría que ser lo bastante bueno para ella,resolvió sir Roger con frialdad.

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Capítulo 6

—Por todos los infiernos…Harald hizo ademán de avanzar hacia los dos

hombres que cruzaban sus espadas en el patiodel castillo, pero sir Willen, que contemplaba asu lado el espectáculo, lo detuvo.

—Vamos, capitán. Solo están practicando unpoco. Son jóvenes. Dejad que se desahoguen.

El capitán de la guardia volvió a maldecirentre dientes. Gerhard y Bernard llevaban yalargo rato luchando y desde luego a él no leparecía que estuviesen solo practicando. Elúltimo mandoble de Bernard había pasadopeligrosamente cerca de la cabeza de Gerhard,aun cuando Harald aseguraría que Bernard seestaba conteniendo.

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Gerhard había empezado atacando en buenalid y era muy hábil con el acero, pero Bernard sehabía defendido mejor que bien y eso habíaenfurecido a Gerhard. Cuando la ira ledominaba, Gerhard perdía maestría paralanzarse en unos ataques fieros y descontroladosque podían hacer que aquel supuestoentretenimiento terminase muy mal.

—¡Basta ya, señores! ¡Sir Gerhard! ¡SirBernard!

Ninguno de los dos le hizo el más mínimocaso. Gerhard lanzó un golpe feroz directo alpecho de Bernard que este logró desviar, aunqueno pudo evitar que la espada resbalase y lecortase en el brazo. La manga de Bernard setiñó con rapidez de carmesí a la vez que laalegría se pintaba cruel en el rostro de Gerhard.Harald no sabía cómo parar aquella locura. Elhijo mayor de sir Roger siempre había sido difícilde controlar y solo su padre ejercía algunaautoridad sobre él. De repente, antes de queHarald se resolviera, las tornas cambiaron alcontraatacar Bernard y coger desprevenido a

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Gerhard, haciendo saltar la espada de su mano.Cuando Gerhard se quiso dar cuenta, la espadade Bernard ya estaba en su cuello.

—¡Señor! —gritó Harald, que veía como enuna pesadilla la sangre del heredero de Svatgederramándose en su propia casa.

Bernard retiró el filo de la garganta deGerhard y se dirigió a él intentando noregodearse demasiado en su triunfo.

—¿Queréis recuperar vuestra espada y quecontinuemos la práctica o pensáis que ha sidosuficiente por hoy?

Harald respondió antes de que lo hicieseGerhard. Seguramente la ofensa sufrida hacíaque sus reflejos fuesen más lentos.

—Es más que suficiente, sir Bernard. Amboshabéis demostrado vuestra destreza y vosnecesitáis curar esa herida.

Gerhard miró la sangre que manaba del brazode Bernard y eso palió un poco su rabia. Elcorte era ancho y profundo. Aquel malditoentrometido se llevaría un recuerdo duradero deSvatge.

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Sir Willen también intervino, intentando aliviarla molesta tensión que enrarecía el ambiente.

—Sí, es un corte feo. Procurad que le asistan,Harald, si no las doncellas de Brugge no tendránsuficientes lágrimas para llorar su pérdida.

Bernard enrojeció ante esas palabras. No eramás que un corte y aunque sabía que debíaconformarse con haber desarmado a Gerhard,se resistía a abandonar el campo el primero. Noobstante, tenía presente que si la lucha sereanudaba ya no terminaría hasta que cayeseuno de los dos. No temía a Gerhard. Era fuerte,pero él era más diestro. Había podidocomprobarlo. Sin embargo, no serviría de nadahumillar al hijo del hombre cuya ayuda había idoa solicitar.

—Tenéis razón, sir Willen. Capitán, si meindicáis dónde puedo curarme la herida…

—Sí, curaos. Reservad vuestras fuerzas paraluchar contra aquel por quien habéis venido aimplorar. Si es que encontráis la ocasión —terminó con despecho Gerhard.

Bernard respondió como si le hubiese picado

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una serpiente.—Tened por cierto que nada me gustaría más

que verme cara a cara con Derreck de Cranagh—dijo mentando al asesino del legítimo señor delLander.

—Entonces estáis en el lugar equivocado. Noes aquí donde vais a hallarle. Si tanto interéstenéis, deberíais probar a volver por dondehabéis venido.

Esas palabras tocaron la moral de Bernard.Había llegado hasta Svatge bajo la protección desir Friedrich Rhine, viejo amigo y camarada desu padre, pero no estaba dispuesto a tolerar másinsultos.

—Es un buen consejo el que me dais y ostomaré la palabra. Hoy mismo me marcharé deaquí. Señores…

Harald frunció el ceño al ver cómo el jovencaballero se marchaba ofendido y Gerhard secreía vencedor olvidando que había tenido suacero a un palmo de su garganta. Sir Willen lesacó de sus pensamientos.

—La juventud se lo toma todo tan en serio…

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Tanta emoción me ha dado sed. ¿No tenéis unbuen vino a mano?

Harald reprimió su indignación y acompañó aWillen a la bodega. Definitivamente, los tiemposiban cada vez a peor.

Bernard dio un brusco empujón a la puerta dela pequeña pieza que le habían ofrecido comoalojamiento y empezó a recoger enfurecido laspocas pertenencias que había llevado consigo.Esos malditos y envanecidos Weiner… Habíasido una pérdida de tiempo. Sir Friedrichdesperdiciaba sus palabras y sir Willen…Bernard no comprendía para qué había ido allísir Willen si no había hecho otra cosa más quecomer y beber.

Aunque tampoco él había servido de granayuda, reconoció apesadumbrado. Sir Friedrichhabía confiado en él y unos pocos días le habíanbastado para ganarse la enemistad de Gerhard yde Adolf. Pero pondría rápidamente remedio. Semarcharía. Se marcharía en ese mismo instante

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y al menos no perjudicaría más a su causa.Al mirar en torno a sí para comprobar que no

se dejaba nada que después pudiese echar enfalta, Bernard vio sobre una repisa un pequeñopañuelo blanco. Lo había dejado doblado de talmodo que no mostrase la inicial ni la mancha desangre.

Lo tomó en sus manos y la imagen deArianne, hermosa como una aparición, altivacomo una reina, inquietante como una hija delbosque, apareció retratada con nitidez, tal ycomo la había visto aquella mañana surgiendo deentre la espesura.

Sin duda lady Arianne tenía muchas razonespara ser distante y orgullosa, pensó Bernard: sunoble estirpe, su exquisita belleza, el prestigio yel nombre de su familia…, pero a la vez era muydistinta a sus hermanos. El poco tiempo quehabía pasado a su lado le había bastado parasaber que su orgullo no era como la vanidadridícula de Adolf o la arrogante soberbia deGerhard. No, no se trataba de eso.

Su corazón se aceleró con solo evocar su

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recuerdo. Arianne… Era una causa perdida. Notenía hacienda, no tenía posición, no tenía nisiquiera el favor de la dama, pero era losuficientemente joven para embarcarse en lapromesa de un amor sin esperanza. Aunque leignorase y muy pronto tal vez ni siquierarecordase su nombre, ella estaría siemprepresente en sus pensamientos y en sus acciones.Viviría y moriría por Arianne. Ella y no otrasería su dama mientras su corazón latiese. Ycuando el momento fatal llegase, a ella lededicaría su último aliento.

Esa resolución ocupaba su cabeza yenardecía su espíritu cuando unos golpes rápidosy ligeros resonaron en la puerta. Una muchachaentró resuelta sin esperar la venia. Traía unbalde con agua y vendas. Era joven y bonita ydebía enviarla Harald para que curase su brazo.Bernard se sorprendió por la interrupción, peroella sonrió despreocupada y cerró la puerta trasde sí. Su sonrisa se borró en cuanto vio laherida.

—¡En nombre del cielo! —dijo mientras

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mascullaba en voz baja una maldición—. ¿Quées lo que os ha hecho ese salvaje?

—No es nada —aseguró él, aunque la heridaabierta le escocía ahora con un dolor agudo ypalpitante que antes no había notado.

—Dejad que os ayude.La joven soltó con dedos ágiles los lazos de la

camisa de Bernard y retiró con delicadeza latela alrededor de la herida antes de dejarledesnudo de cintura para arriba. Bernard no pudoevitar la turbación. Estaba muy cerca, olía muybien y él estaba sentado sobre la cama, mientrasque ella se inclinaba sobre su brazo examinandola herida; y sus senos, impúdicamente exhibidosen un generoso y abierto escote, quedaban justoa la altura del rostro de Bernard.

—Es un auténtico animal —dijo furiosa—.Habría podido arrancaros el brazo. Cuando seenfurece es capaz de cualquier cosa.

—Bueno, yo lo desarmé —se revindicóBernard.

—¿De veras? Entonces debéis ser una de lasmejores espadas del reino —afirmó la doncella

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con sincera admiración.—También tuve suerte —replicó modesto

Bernard, aunque se sentía muy halagado por elcumplido.

—La suerte suele acompañar a quien lamerece y vos debéis merecerla. Se habla muchoy bien de vos, sir Bernard.

Sus palabras eran tan dulces como su voz,aunque ahora estaba vendando la herida y tirabacon fuerza de la venda para contener lahemorragia y esa presión aumentaba el dolor deBernard.

—Eres muy amable —dijo tratando deignorar el dolor—. ¿Cuál es tu nombre?

—Vay, señor —respondió ella con una sonrisaque era tan invitadora como el escote de suvestido.

—Vay —dijo él tragando saliva.Ella cogió más vendas y comenzó a liarlas en

torno a su brazo.—Sois muy fuerte, mi señor —susurró Vay.Bernard sintió el apremiante impulso de

rodearla por la cintura y derribarla sobre aquel

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lecho. Era bonita, era amable y, si no seengañaba, parecía también dispuesta, perocuando ya estaba a punto de abalanzarse sobreella un inconveniente lo detuvo: lady Arianne.No hacía ni un instante que acababa de jurarleamor eterno, ¿y ya tan pronto iba a ser infiel asu promesa?

Bernard se debatía entre dudas. Ciertamente,eran asuntos distintos. El amor que profesabapor Arianne era un sentimiento puro, elevado,honesto… Aquello era otra cosa.

Vay había terminado de vendarle y bajó susojos hasta encontrarlos con los suyos.

—¿Deseáis que os ayude con algo más?Bernard consiguió con un gran esfuerzo de

voluntad apartar su mirada de ella. En cualquiercaso no estaba bien, no justo en aquel momentoy no en su misma casa y bajo su mismo techo.Carraspeó un poco para aclararse la voz y queno sonase demasiado débil.

—No, nada más. Muchas gracias.Vay volvió a sonreír, quizá algo desilusionada,

pero contestó con naturalidad.

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—Entonces me llevaré vuestra camisa y meencargaré de lavarla y de zurcir el roto.

—No. —La detuvo Bernard sujetando lacamisa que ella intentaba llevarse—. No seránecesario. Salgo ahora mismo.

—¿Cómo decís? —preguntó confundida.—Vuelvo a Brugge. Asuntos urgentes me

reclaman —dijo con gravedad herida al recordarlas humillantes palabras de Gerhard.

—¿Os reclaman en Brugge? ¿Y no dejáispendiente nada aquí? —inquirió asombrada.

—No sé a qué te refieres, muchacha —musitó Bernard confuso, pensando que tal vez lahabía molestado con su desinterés.

—No me refiero a nada —dijo arrepentida—.Disculpadme, he de volver con mi señora.

Un pensamiento cruzó veloz por la cabeza deBernard.

—¿Tu señora? ¿Quién es tu señora?En realidad sobraba la aclaración, puesto que

Bernard supiera, solo había una señora en elcastillo.

—Lady Arianne, señor —dijo ella

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apresurándose a salir, pero él la retuvocogiéndola por el brazo.

—¡Espera! Yo… —Bernard dudó, quizáaquello era una señal: podría tener una última eimprobable oportunidad—. Tengo quemarcharme, pero sería muy importante para míencontrarme con lady Arianne antes de mipartida. —Vio como Vay dudaba y aunque soloera una criada usó su voz más suplicante—. Porfavor.

A Vay le gustaba mucho Bernard, pero no eranada egoísta; y sabía bien que lo único que podíahaber obtenido de él era lo que hacía tan solo unmomento Bernard había evitado tomar. Tambiénapreciaba a lady Arianne y desde luego, a sujuicio, no le vendría nada mal algo de diversión.Claro que Vay sabía que una dama no podíatomarse las mismas libertades que una sirvienta,pero eso ya no dependía de ella.

—¿Si os cuento algo juráis que no confesaréisque he sido yo quien os lo he dicho?

—Lo juro por mi honor —aseguró Bernardcon firmeza.

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—Está bien —dijo Vay considerando que coneso bastaría—. Lady Arianne pasea todas lasmañanas por el jardín del ala sur, justo antes dela comida, cuando el sol está en el mediodía.Quizá esté allí ahora.

Bernard tomó una de las manos de Vay y sela estrechó con fuerza.

—Gracias. Muchas gracias.—No las merece. Basta con que no olvidéis

lo que os he advertido.El joven cogió veloz otra de sus camisas e

intentó enlazarla, aunque la herida del brazoahora le molestaba terriblemente y le hacíadifícil acabar de vestirse.

—Dejadme. Os ayudaré.Vay le ayudó a vestirse con la misma

habilidad con la que le había desvestido. Cuandoterminó, lo examinó con gesto crítico y pareciócomplacida.

—Estáis casi perfecto. —Bernard leresultaba muy atractivo con sus cabellos negrosy rizados un poco revueltos, su rostro de rasgosfaltos aún de madurez pero correctos y bien

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delineados, su oscura barbita rala y su miradaprofunda y sincera. Aunque quizá le faltaba algomás para ser absolutamente arrebatador—.Esperad.

Sin pensárselo dos veces, Vay clavó confuerza su dedo índice en la herida reciénvendada. Bernard exhaló un grito de dolor y seapartó de ella.

—¡¿Estás loca, mujer?! —replicó furioso.Vay se encogió de hombros y se despidió

desde la puerta.—Os he hecho un favor. Ahora podréis

contarle a lady Arianne cómo os habéis hechoeso, y creedme, señor —terminó sonriendo conmalicia—. Necesitaréis de toda la ayuda a laque podáis recurrir.

Bernard miró hacia su brazo. Una visiblemancha carmesí destacaba ahora sobre elblanco de su camisa.

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Capítulo 7

El sol brillaba pálido aquella mañana otoñal.La temperatura era baja, pero el jardín quedabaal resguardo del viento del norte y el frío allí senotaba un poco menos, incluso alguna rosatardía se atrevía a desafiar a las escarchas.

Un jardín era un lujo nada frecuente en uncastillo. Aquello no dejaba de ser una fortaleza,un lugar destinado a atacar o a resistir, todos susespacios debían estar orientados hacia ese fin.En todo caso un huerto habría sido mucho másútil, pero había sido una concesión de Roger aDianne. Los palacios del oeste, y por supuestolos del sur, tenían hermosos jardines llenos deexóticas plantas traídas desde los más lejanosrincones del continente, parques cubiertos con

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macizos de flores dispuestos en perfectosmotivos geométricos y adornados conrecortados setos que dibujaban intrincadoslaberintos.

El jardín del castillo de Svatge era mucho másmodesto y además llevaba largos añosabandonado. Desde la muerte de Dianne, paraser más exactos. Muchos de los rosales sehabían asilvestrado y las plantas más delicadashacía tiempo que habían desaparecido. Lasespecies más resistentes, como el brezo y losbojes, habían tomado su lugar y se habíanapoderado de gran parte del terreno. Loslaureles crecían en desorden y los saucestendían sus ramas desnudas y melancólicashacia el suelo.

En alguna ocasión Arianne había intentado,ayudada por Vay y aconsejada por la vieja aya,probar a devolver al jardín su pasado esplendor,pero una vez que empezaron a recortar ramas ya arrancar malas hierbas, se dio cuenta de quele gustaba mucho más tal y como estaba antes,libre y descuidado, que cuidadosamente

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recortado y cultivado. Así que para disgusto deMinah, su vieja aya, renunció al intento y eljardín recuperó pronto su aire apacible yolvidado.

Olvidado por todos, puesto que solo Ariannelo recorría. Una vez que tuvo prohibido errar asus anchas por los patios y las cocinas, o salir apie o a caballo por los bosques, a no ser que laacompañase alguno de sus hermanos o fuesentodos juntos de partida; cuando sir Rogerdecretó que su lugar, si no se la requería en otrositio, eran las estancias del ala sur —donde muybien podía dedicarse a hilar, a leer, a tocar elclave o a cualquier otro oficio adecuado parauna dama—, entonces y en aquel tiempo fuecuando Arianne descubrió aquel rincón al queantes nunca había prestado atención.

Al principio el aya la acompañaba en suspaseos y le hablaba de su tema favorito deconversación, que no era otro que el oeste, susmaravillas y sus refinadas bellezas, la corte y lalujosa villa en la bahía de Ilithe en la que se criosu madre, los cortesanos y los forasteros que

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llenaban las calles y el bullicio y la animación delmercado de ultramar.

Arianne escuchaba con interés, pero con eltiempo fue dejando de prestar atención, tal vezporque el aya siempre contaba las mismashistorias, o quizá porque el oeste se convirtiópara Arianne en un lugar lejano e irreal quepoco tenía que ver con ella y con Svatge. Ahoralos años pesaban ya sobre Minah y la anciana sepasaba las mañanas dormitando en su silla conla cabeza apoyada en el tapiz que colgaba de lapared y que Dianne había traído de Ilithe comoparte de su ajuar.

Así que aquella mañana, como todas lasmañanas, Arianne paseaba sola cuando Bernardapareció ante ella, y su primera reacción no fuemuy favorable.

—¿Se puede saber qué demonios estáishaciendo aquí?

Ya que Arianne no era bien recibida en tantossitios, había desarrollado a su vez un ferozsentido territorial, y no permitía que guardias nisoldados, ni tan siquiera sus hermanos y menos

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aún extraños, pasearan por el jardín. Y aunquecomprendía que Bernard no tenía por quésaberlo, no pudo evitar la irritación.

—Señora —dijo Bernard cohibido al ver sufuria—, yo solo venía a anunciaros mi partida.

—¿Vuestra partida? —dijo Arianne sinentender y suavizando un poco su tono.

—Sí, señora. Salgo ahora mismo haciaBrugge y no quería marcharme sin ofrecerosmis mejores deseos y mi más devota y cumplidadevoción.

Todo aquello no dejaba de ser una simpledespedida cortés, pero ni siquiera Arianne podíaignorar la emoción de las palabras y del rostrode Bernard. Además, su marcha le sorprendía y,ahora se daba cuenta, le disgustaba. Había algoen Bernard que despertaba su simpatía, aunquepor eso precisamente y bien mirado, lo mejorsería que se marchase cuanto antes.

—Desconocía vuestra marcha y sois muyamable al venir a despediros. Os lo agradezco yos deseo buen viaje.

Bernard esbozó una tímida sonrisa ante esas

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palabras, pero Arianne desvió rápidamente losojos y al hacerlo se fijó en la mancha roja de lacamisa de Bernard.

—¿Estáis herido? —preguntó extrañada.—Apenas es nada, señora —aseguró, aunque

su intensa mirada decía otra cosa.—Pero ¿cómo ha ocurrido?—Practicaba en el patio con vuestro hermano

Gerhard.—¿Practicabais con acero?—Los dos lo creímos necesario —apuntó

Bernard con sencillez.Arianne no preguntó más, tampoco lo

necesitaba. Conocía bien a Gerhard, sabía que laforma en que su padre había apartado a Adolfhabía herido su orgullo y no hacía falta más paraque lo pagase con Bernard. Se sintióavergonzada. Bernard era un invitado en sucasa y, aparte de haber estado a punto de perderel brazo, Arianne comprendía que su rápidamarcha se debía a la actitud de Gerhard.

—Lo lamento mucho, sir Bernard. Debéisdisculpar a mi hermano. No acostumbra a medir

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ni sus palabras ni sus acciones.—Seguramente tiene sus motivos para

hacerlo —contestó Bernard con humildad noexenta de dignidad.

—Puede que los tenga, pero eso no es excusa—dijo ella con firmeza. Lo cierto era que legustaba la serena calma de Bernard, tandiferente de la locura egocéntrica de Gerhard ode la fría conciencia de superioridad de su padre—. Sois nuestro huésped y nada justificaba esto,debéis haber pensado que…

Arianne continuaba hablando con sinceraindignación, pero Bernard apenas escuchaba.Estaba sumido en sus propios pensamientos. Élno era nadie, no tenía nada, pero sabía lo quequería y estaba dispuesto a luchar por ello. Lainterrumpió y le dijo lo primero que pasó por sucabeza.

—Quizá sí había una justificación, señora.Arianne calló y le miró sorprendida.—¿Qué queréis decir?Bernard titubeó un instante antes de hablar.—Vuestro hermano debe haber notado que

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apenas puedo estar en la misma estancia quevos sin hacer otra cosa que admiraros. —Unbrillo emocionado iluminaba la mirada deBernard, pero bajó los ojos al advertir laexpresión que congeló el rostro de Arianne. Apesar de todo, terminó su discurso—. Os admiroy os amo, señora. Sé bien que no soy digno devos, pero permitidme amaros sin esperanza.

Bernard había llevado la mano derecha alpecho e inclinaba la cabeza en un gesto sentidoy galante que conmovía y apenabaextrañamente a Arianne. Cuando le respondió,sus palabras sonaron sin fuerza.

—No sabéis lo que decís. Ni siquiera meconocéis. Apenas me habéis visto.

—Apenas, señora —acordó Bernard—, peroes suficiente para que vuestro recuerdo ocupetodo mi tiempo y mi pensamiento.

Arianne calló impresionada por la sinceridadque traslucía la mirada de Bernard. No tardó enrehacerse y contestar con voz teñida deamargura.

—No malgastéis vuestro tiempo ni vuestro

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pensamiento, sir Bernard. Marchaos de aquí yvivid vuestra vida y olvidaos para siempre deeste lugar y de mí.

Bernard se sintió profunda y cruelmentedesilusionado. Sabía que era una locura, peroaunque ni siquiera se había detenido a pensarlo,comprendió que no era eso lo que esperaba. Lehabría bastado con una sonrisa, tal vez solo unamirada alentadora, pero ahora se sentía como sihubiese hecho algo malo y reprochable. Volvió ainclinarse ante ella y cedió a la necesidad dedisculparse ya que parecía haberla ofendido.

—Lo que me decís es imposible, ladyArianne. Tan imposible como ordenarle al solque deje de alumbrar o esperar que el corazónde los que moran más allá de las sombras alientea la vida de nuevo —dijo herido—, pero no ospreocupéis. No volveré a importunaros. Sé bienque mi familia no está a la altura de los grandesseñores de Svatge y que no soy más que elmenor de los hijos del señor de un insignificantelugar del que nunca habéis oído hablar. Sé queatreverme a solicitar, no ya vuestra mano, sino

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una simple palabra vuestra, es un insulto avuestro nombre y a vuestra inteligencia. —Arianne hizo ademán de interrumpirle, peroBernard continuó con vehemencia—. Lo sé,señora, sé bien todo eso y sé que jamás podréaspirar a otra cosa que evocar vuestra belleza,pero no me pidáis que os olvide porque jamáspodréis obligarme a hacerlo.

No fueron tanto sus palabras como el abiertodolor que Bernard mostraba. También Arianneconocía el dolor y sabía lo que era sentirseapartada y rechazada y no encontrar tu lugardonde se suponía que debía estar. Ella nodeseaba aumentar la carga de Bernard.

—Os equivocáis, señor. Sois digno decualquier cosa que pretendáis, y no pienso que nisiquiera uno de los pares del reino merezcamayor aprecio que el que vos me merecéis. Soishonesto, generoso, amable y tan buen caballerocomo podría desearse. —El rostro de Bernardbrilló de dicha ante esas palabras, el de Arianne,en cambio, se tornó aún más empañado—. Perono puedo daros nada de mí, sir Bernard.

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El entusiasmo de Bernard se apagó un poco,pero se aferró a sus primeras palabras y recordóla promesa que se había hecho a sí mismo.

—Me habéis dado más que suficiente, señora,y os aseguro que desde este instante todos misempeños y mis esfuerzos estarán dedicados avos y os juro que no tendré otro propósito ni otraesperanza en mi vida que la de podercontemplar de nuevo vuestra sonrisa.

Sus palabras tuvieron el efecto de conseguirlo que Bernard tanto decía desear: Ariannesonrió, y aunque fue una sonrisa teñida detristeza, a Bernard le pareció que aquel frío ydesolado jardín se convertía en un radiantevergel.

—Os agradezco vuestra dedicación, señor, yos deseo todas las venturas posibles. —Bernardla miraba emocionado y el corazón de Ariannefinalmente cedió un poco, contagiado quizá porel sentimiento de él—. ¿Quién sabe? Tal vezvolvamos a encontrarnos. Algún día —terminóella sonriendo de nuevo.

Bernard no necesitaba más.

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—Esperaré ese día, lady Arianne.Arianne le observó despacio. No había tenido

oportunidad de conocerle de veras, peroBernard era joven, amable, apuesto, valiente eincluso se diría que parecía enamorado. TambiénElliot parecía enamorado, pero Elliot ni siquierase había dirigido a ella cuando había pedido sumano. Había hablado solo con su padre, como siella no tuviese nada que opinar en sucasamiento, y en verdad esa era una opiniónbastante extendida. Bernard parecía distinto alos demás y Arianne pensó que habría sidobueno conocerle mejor, solo que difícilmentesería en esta vida.

—Adiós, señor.Él notó ahora su distancia y comprendió que

su tiempo de gracia había terminado.—Adiós, señora —musitó sentidamente,

aunque ella ya no le miraba.Bernard salió aquella misma mañana de

Svatge sin despedirse de nadie más. Dejórecado a sir Friedrich y rogó que se le excusasecon sir Roger. Sueños de gloria y locas

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esperanzas daban alas a su imaginación y fuerzaa su coraje. Aún no había decidido adónde ir nicómo alcanzaría sus propósitos, y todo lo quetenía en el mundo era un fardo con un par demudas atado a la grupa de su caballo y unapequeña bolsa de cuero que colgaba de su cuellorozando su piel. En ella llevaba las contadasmonedas de plata que su padre le diera antes departir y algo que para Bernard tenía ahora másvalor que todos los tesoros de la tierra.

Un pequeño pañuelo con una inicial bordada.

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Capítulo 8

La marcha de Bernard apenas se hizo notar.Gerhard y Adolf se dieron por satisfechos y solosir Friedrich mostró su extrañeza. Sir Willen lerestó importancia al hecho y achacó su rápidamarcha a la impulsividad de la juventud. Detodas formas, sir Roger requería ahoraconstantemente la presencia de sir Friedrich ylos principales caballeros de Svatge eranconvocados a todas horas en el castillo. Losrumores se habían convertido en un secretoproclamado a voces. Sir Roger medía susfuerzas.

Aquella mañana la agitación había sidoconstante, las comitivas habían ido desfilandouna tras otra bajo la ventana de Arianne. Justo

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acababa de hacer su entrada sir Rowan Hasser,acompañado por sus cuatro hijos y al menoscinco de sus guerreros libres, sus escuderos ysus lacayos. El territorio de sir Rowan estabasituado al extremo norte de Svatge, en el límitecon Langensjeen, en lo más alto de la cordillera;y se decía que los hombres que vivían allí erantan duros como sus montañas. Sir Rowanllevaba sobre los hombros una piel de oso y subarba hirsuta y sus cabellos largos ydesgreñados le daban también cierta semejanzacon un oso. Los Hasser no contaban conmuchos hombres, pero se decía que cada uno delos suyos valía por veinte. Tampoco resultabafácil sacarlos de sus montañas.

Sir Roger los recibió, acompañado porGerhard y Adolf, y abrazó a sir Rowan como sise tratase de un hermano y sus hijos le imitaron.A pesar de su gesto a Arianne no le pasódesapercibido el malhumor de Gerhard. Podíanotarlo en su ceño fruncido, en la tensión queenervaba su espalda, en la fuerza con la queapretaba el puño de su espada. Sí, Arianne sabía

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que Gerhard estaba furioso antes de que susojos se cruzaran en la distancia y él le dirigieseuna feroz mirada acusadora.

Cerró la ventana de un violento golpe.También se sentía furiosa y lo último quenecesitaba era al imbécil de Gerhard tomándolacon ella.

Ya se estaría celebrando el consejo y de loque allí se decidiese dependería el futuro demuchos, seguramente también el suyo propio.Sin embargo, no se le ocultaba que todo aquelloera una pura formalidad: el consejo acataría ladecisión de su padre, incluso aunque no lesgustase la idea. En todo Svatge nadie se oponíaa la voluntad de sir Roger…

—¡Yo digo que vayamos allí y demos unapatada en el culo a ese bastardo hijo de sietepadres distintos! —rugió un caballero ya casianciano, pero que parecía dispuesto a predicarcon el ejemplo.

Gestos de asentimiento y voces de aprobacióncircularon por el salón. Además de sir Roger ysus hijos, de sir Friedrich y sir Willen, todos los

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principales de Svatge se encontraban allí. Elsalón del consejo era una estancia de grandesproporciones y la mesa acogía a no menos decuarenta personas y aun así muchos se habíanquedado sin asiento y permanecían de pie alfondo y en los laterales de la sala.

—¡Lo que ha contado sir Friedrich no es másque la verdad! —aseguró un caballero seco y debigotes estirados cuya heredad colindaba conBergen—. ¡El atrevimiento de Derreck deCranagh se ha convertido en una provocación!¡No podemos quedarnos cruzados de brazos!

—¡Dicen que profanó el manantial del Iser,que se bañó en el río sagrado y que dejó que sucaballo abrevase en el agua! —clamó otra vozal fondo de la sala.

Los rumores de indignación crecieron. SirRoger levantó la mano poniendo orden y lasvoces callaron al momento.

—No es necesario sumar más delitos a susfaltas puesto que la mayor la cometió cuandoasesinó a aquel a quien había jurado lealtad. ElLander no puede quedar en manos de ese

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miserable, la memoria de sir Ulrich reclamajusticia y nuestros amigos de Bergen nossolicitan su ayuda. ¿Desoiremos su llamada?

Muchos asintieron con entusiasmo, pero otrocaballero de cierta edad tomó la palabra y hablócon prudencia.

—Tenéis razón en cuanto decís, sir Roger. Sinembargo, pienso que esta decisión es muy gravepara ser tomada sin meditar antes lasconsecuencias. Las fuerzas del Lander no sonescasas y sería un ejército lo que tendría quecruzar el vado. Además, yo también he oídorumores. Se dice que sir Derreck podría estarreuniendo y armando a grupos de bárbaros.

Los presentes se deshicieron en juramentos ymaldiciones. Sir Friedrich Rhine se vio obligadoa tomar la palabra.

—Ni siquiera yo puedo creer semejantebajeza. No creo que se haya atrevido a tanto —dijo dudando.

—Yo, en cambio, no lo descartaría —rebatiósir Willen Frayinn con calma.

—¡Es un traidor, hijo de traidores! ¡Nada

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bueno puede esperarse de su ralea! ¡Ulrichdebió acabar con él cuando aplastó la rebeliónde Cranagh en lugar de acoger a esa serpienteen su pecho! —replicó el caballero de losbigotes estirados.

—A sir Ulrich siempre le traicionó su buencorazón —dijo impasible sir Willen ante lamirada incómoda pero silenciosa de sirFriedrich.

La discusión volvió a subir de tono y sir Rogertuvo que imponer orden.

—¿Qué más da a lo que se haya atrevido?¿Y qué pueden importarnos unos cuantossalvajes? —dijo en tono de desprecio.

Gerhard ya no se contuvo y alzó su voz conrabia.

—¡No me importaría ni aunque arrastrasecon él a hordas enteras de demonios, pero uncaballero no puede manchar su espada con lasangre de esos animales!

El silencio se hizo en el salón. Sir Roger sevolvió hacia su hijo y le preguntó seria ygravemente:

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—¿Y qué solución propones tú, Gerhard?Gerhard se sintió presionado por la fría

mirada de su padre.—Propongo ir hasta el Lander y desafiar por

su honor y por su juramento de caballero aDerreck de Cranagh y hacerle pagar cara suvileza. Y yo mismo me ofrezco para talempresa.

Murmullos de aprobación volvieron aescucharse, pero sir Friedrich cabeceó negandoy sir Willen soltó una molesta risita baja.Gerhard se volvió ofendido hacia él. Sir Willense justificó abriendo las manos.

—Disculpadme, señor. No dudo de queseríais capaz de tal proeza, aunque se dice quelos mismos espectros velan por él y en lostorneos de verano de Aalborg nunca nadieconsiguió derrotarle —arguyó con indiferencia—, pero sir Derreck no acepta los desafíos,¿verdad, sir Friedrich?

—Es cierto —aseguró molesto sir Friedrich—, yo mismo lo reté cuando sus hombressaquearon Vivary y fue en vano. Contestó al

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emisario diciendo que no podía perder el tiempoasistiendo a todos los combates para los que lerequerían.

—¡Entonces es un cobarde! —maldijoenfurecido Gerhard.

—Cierto. Cobarde, falaz, impío, traidor ymercenario, pero eso no soluciona nuestroproblema —entonó meloso sir Willen, queparecía dispuesto a hablar aquel día todo lo queno había hablado hasta entonces, aunque a sirFriedrich no le estaba gustando su forma deexpresarse y lo miraba con reprobación.

—Decís verdad, señor, vuestro problema —dijo Gerhard recalcando sus palabras—, puestoque, al fin y al cabo, todo eso ha ocurrido fuerade Svatge.

Su padre se volvió enojado hacia su hijo, perolos murmullos sonaron a favor de Gerhard esavez. Aquel era un problema de Bergen y no deSvatge.

—Sin duda es demasiado pedir esperar quelos caballeros del paso acudan a defender miscaravanas de mercaderes, sir Gerhard —

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concedió sir Willen Frayinn inalterable—.Pensaba que el honor y la justicia serían motivossuficientes.

Gerhard palideció y sir Friedrich fulminó conla mirada a su convecino.

—Probablemente vuestros hombres estándemasiado ocupados intentando arañar un parde escudos de las ganancias de cualquiermeretriz para que os encarguéis personalmentede ajustar cuentas con Derreck —contestóGerhard tratando de contener su rabia.

—Solo soy un pobre comerciante, mi señor, ydemasiado gordo para encontrar una armadurade mi tamaño —se defendió Willen con unasonrisa burlona—. No me atrevo a compararmecon un caballero tan heroico como vos.

Las palabras de Willen desataron una nuevaola de disgusto entre el consejo. Gerhard sintióel deseo de tirar de su espada y degollarle allímismo como a un cerdo. Él estaba presentecuando Bernard le había desarmado, pero sicreía que podía burlarse impunemente de él…Por suerte para Willen, Gerhard no tuvo tiempo

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de poner en práctica su idea.—¡La traición del Lander es un asunto que

atañe a todo el reino y es la obligación de todohombre de honor vengarla! —clamó enfurecidosir Roger a la vez que se levantaba de su asientopara depositar en su primogénito su miradaimperiosa y decepcionada. Gerhard tuvo quelimitarse a apretar con rabia los dientes,mientras que el resto de los presentes callaban yponían cara de circunstancias.

Sin embargo, alguien se levantó al fondo de lasala y alzó su voz sin temer enfrentarse a sirRoger. Era sir Rowan Hasser. Los antepasadosde Rowan ya dominaban las montañas cuandoLucien Weiner recibió los derechos sobre elpaso de manos del rey Usher. Los Hasser no sedejaban amilanar así como así.

—Habláis con razón, sir Roger, y no seré yoquien lo niegue. El rey debería haber ajusticiadoa ese usurpador hace tiempo. Pero no lo hahecho, y todos sabemos que el norte no ve conmalos ojos al nuevo señor del Lander.¿Saldremos de Svatge con un ejército sin una

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orden del rey? ¿Qué dirán entonces enLangensjeen? ¡¡¡Yo os lo diré!!! —rugió sirRowan—. ¡Dirán que nos tomamos la justiciapor nuestra mano y que esto en nada nos atañe!

Un sonoro revuelo siguió a las palabras de sirRowan, pero sir Roger lo hizo callar alzando suvoz por encima de todas las demás.

—¡¡¡La justicia es la justicia la haga quien lahaga!!! —afirmó clamando como quien estáconvencido de que la razón está de su parte—.¡Sin embargo —continuó en un tono más bajo,pero no menos firme—, comprendo vuestrasrazones; y por eso declaro que sir FriedrichRhine es para mí un fiel amigo y un leal aliado yno dudaré en unir nuestras casas con lazos másfuertes que los de la amistad! —añadió mirandohacia sir Friedrich, que correspondió con ungesto de asentimiento a sus palabras. Las vocesvolvieron a subir de tono al escuchar la noticiaque no por esperada dejaba de ser menoscrucial. Si sir Roger Weiner había decidido unirsu nombre al de Rhine, aquello era ya cosahecha. Svatge iría a la guerra contra el Lander y

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sus palabras posteriores lo confirmaron—. ¡Ypor mi parte proclamo que conduciré a mishombres hasta el Lander y no descansaré hastallevar a Derreck de Cranagh a la presencia delrey, para que sea él quien decida sobre su suertey restablezca el Lander a sus dueños legítimos!

Un rugido recorrió la sala. Los reparos prontose olvidaron para dejar paso a un desbordanteentusiasmo. No en vano todos aquelloscaballeros eran guerreros, aunque las armadurasde muchos de ellos estuviesen herrumbradas yllenas de polvo desde hacía años. Solo Gerhardcallaba lívido, mientras los señores comenzabana hacer planes y contaban jinetes y arquerosdando ya por hecha la victoria.

Gerhard se levantó sin atender a nada y susalida pasó desapercibida entre el alboroto enque había desembocado la reunión. La rabia y lafrustración le inundaban.

Despreciaba con toda su alma a Derreck. Lehabía visto en una ocasión, hacía ya años, antesde que se alzase con el Lander. Había sido enAalborg cuando Gerhard era aún demasiado

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joven para medirse en los torneos. Las damassuspiraban por una mirada suya y los caballerosintentaban sin éxito ser aquel que consiguieraderrotarle. Pero para Gerhard era solo purafachada, su sangre no podía compararse con ellinaje de la antigua Ilithya que corría aún purapor las venas de los descendientes de losprimeros caballeros, que corría sin mancha porsu pecho. Sin duda sir Derreck, si lecorrespondía acaso ese título al que le dabaderecho un juramento que había roto, nomerecía que el ejército de Svatge se levantaraen armas, ni siquiera que un auténtico noblecruzase su espada con él. Un hacha y su cabezaen una pica se acercaba más a lo que Gerhardconsideraba adecuado para Derreck. Pero si deél dependiera no habría movido un solo dedopara conseguirlo, porque no había nada en todoel este que realmente valiese la pena. Todo elmundo lo sabía. Por eso daba igual quiéndominase el Lander o que los restos de sirUlrich hubiesen sido devorados por sus propiosperros de presa. A nadie le preocupaba Bergen

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ni el Lander ni lo que había más allá de lasfronteras. Los tiempos en que los pueblosbárbaros suponían un peligro pertenecían alpasado.

Era el oeste lo único que contaba. Ilithe y lacorte eran toda su ambición. Si su padre se lohubiese permitido haría ya tiempo que Gerhardhabría dejado Svatge para labrar su futuro entrelos pares. En Ilithe estaba su prometida, a la queno había visto desde que se acordó elcompromiso, hacía ahora diez años, cuando ellaera solo una niña de seis y él acababa decumplir los diecisiete. Y allí estaba también lafamilia de su madre. Tenían una gran casa en lazona alta y la ciudad, y el mar y todo el horizontese extendían rendidos a sus pies. Gerhard estabahastiado de las montañas de Svatge. Aquellosmacizos interminables parecían querer atraparleentre sus cumbres. El rey Theodor era débil,todo el mundo lo sabía, por eso era tanimportante estar ahora en Ilithe, pero su padreno parecía entenderlo. Su boda debía habersecelebrado ya y, ahora, si aquello ocurría…

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Gerhard se imaginaba el peor de los futuros. Elcompromiso retrasado sin fecha, sus fuerzasdesperdiciadas en la defensa de aquelloscampesinos muertos de hambre, su brillantefuturo en la corte arruinado y su familiamancillada por la unión con la casa Rhine, de laque nadie había oído hablar jamás.

Todo por culpa de ella.Gerhard abrió la puerta de las habitaciones de

Arianne sin molestarse en llamar. El aya pegóun respingo cuando despertó de su sueño.Arianne no mostró extrañeza alguna y solo lecontempló con la misma fría distancia con la queél la miraba.

—Sal, Minah. Tengo que hablar con mihermana.

La mujer se incorporó con dificultad y salióhaciendo una reverencia. Arianne esperó a queGerhard hablase. Los ojos de él vagaban poraquella habitación en la que hacía muchos añosque no entraba. Era soleada y más cálida que elresto del castillo. Ahora Gerhard recordabahaber jugado allí de niño mientras Dianne

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bordaba.Arianne no tardó en cansarse de esperar.—¿A qué has venido?La irritación volvió a él. Siempre la misma

actitud indómita y rebelde, siempre su voluntadresistiéndose a acatar lo que no solo era ley sinoorden natural y evidente. Ella debía inclinarseante Gerhard y mostrarle obediencia y respeto;y si eso no había ocurrido antes, ya iba siendohora de que ocurriera. Pero Gerhard no eraimbécil y sabía que la fuerza no era la mejormanera de vencer la resistencia de Arianne. Asíque estaba dispuesto a negociar y no se andaríacon rodeos.

—Padre acaba de anunciar ante el consejoque piensa unir nuestra casa con los Rhine.Pensé que te interesaría saberlo.

Las líneas del rostro de Arianne se perfilaronvisiblemente ante la noticia, aunque no dioseñales de emoción. Gerhard esperó unacontestación y, al no llegar, decidió seguir.

—Escucha, sé que odias ese compromisotanto como yo. Por eso he venido a ofrecerte mi

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ayuda.Eso la desconcertó y despertó su

desconfianza. Arianne no esperaba nada buenode Gerhard.

—¿Ayuda? ¿Qué tipo de ayuda?—Puedo hablar con padre e intentar hacerle

entrar en razón. No tiene sentido enviar unejército a luchar contra el Lander, bastaría conmandar unas cuantas escuadras a Bergen paradar un escarmiento, pero unir las casas… Esuna locura.

—¿Y crees que te hará caso? —inquirió ellasin mucha fe.

—Hay una posibilidad —aseguró Gerhardbuscando sus ojos.

—¿Qué posibilidad? —preguntó Ariannecautelosa.

—Podrías negarte al compromiso. No sería laprimera vez —recordó con sarcasmo Gerhard—, pero eso por sí solo no será suficiente.Necesitamos algo más. ¿Recuerdas a Uwe?

El desencanto se pintó en los ojos de Arianne.Había sido estúpido pensar ni por un instante

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que Gerhard podría ayudarla.—Sí, recuerdo a Uwe —respondió apartando

su mirada de Gerhard.—Uwe siempre te pretendió, la única razón

de que no te pidiese fue el temor a tu rechazo—añadió con rapidez tratando de obviar eldesinterés de Arianne—. La familia de Uwe esnotable y poderosa, padre no podría ignorar lasventajas. Tendría que reconsiderar su decisión.Yo estaría de tu parte, pero necesito saber queestás conmigo en esto.

Habría sido la primera vez que Gerhard yArianne hubiesen estado del mismo lado, peroGerhard se equivocaba. Ese no era el lado deArianne. Era el de Gerhard.

—No aceptaré el compromiso con el hijo desir Friedrich Rhine, Gerhard, y puedes decírseloasí a padre. —Eso alentó alguna esperanza enGerhard, solo que no duró mucho—. Ni tampococon Uwe. Es todo lo que tengo que decir.

—¡¿Eso es todo?! —escupió Gerhard y lamirada desafiante de Arianne enardeció aúnmás su ira—. ¿Te das cuenta de lo que estás

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diciendo? ¡Todo es culpa tuya, condenada zorraegoísta! —explotó Gerhard lleno de furia—. ¡Site hubieses casado con Elliot nada de estohabría ocurrido! ¡Nadie en todo el maldito reinoestá tan loco como para pedir tu mano y hahecho falta prometer un ejército para que eserecolector de cebada acepte cargar contigo!

Arianne calló y apretó los dientes sin dejarseamedrentar por la cólera de Gerhard. Aquellosalardes de mal genio siempre daban buenosresultados con Adolf, pero, por alguna extrañarazón, Arianne parecía inmune a ellos y esoenfurecía más a Gerhard, aunque todavía hizoun esfuerzo por controlarse.

—Sé razonable, Arianne —dijo amenazador—. Te lo estoy pidiendo de buenas maneras. Nome obligues a hacerlo de otra forma.¿Aceptarás?

Arianne conocía las otras formas de Gerhard,pero su respuesta no se hizo esperar.

—No.Ni tampoco la reacción de su hermano. El

puño de Gerhard la alcanzó de lleno en el rostro

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y la fuerza del golpe la hizo caer al suelo.—¡Loca estúpida! ¿Crees que te saldrás con

la tuya? ¡Lo único que conseguirás será acabarenterrada bajo un túmulo de piedras en cualquierpáramo del este! ¡Maldito si me importa, pero nodejaré que me hundas contigo!

Arianne se incorporó y corrió hacia unaesquina mientras Gerhard avanzaba ciego derabia hacia ella. Apoyó su espalda en la pared ybuscó tras ella con rapidez. Cuando Gerhardalzó de nuevo su brazo se defendió usando elpesado atizador de la chimenea. Gerhard detuvoen el aire su mano. La conocía lo suficientecomo para saber que Arianne era muy capaz deromperle la cabeza con ese atizador.

—Márchate. Márchate ahora —le conminóArianne con la respiración sofocada, sujetandoférreamente el atizador con una determinaciónque Gerhard sabía que no doblegaría.

Comprendió que todo era inútil. Después detodo, siempre lo había sabido. Había algo queestaba mal en ella. Había sido así desde elprincipio.

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—¡Estás maldita, Arianne! ¡Llevas la ruinacontigo y nos arrastrarás a todos tras de ti!¡Ojalá nunca hubieses nacido! ¡Ojalá hubiesesmuerto tú en lugar de ella!

Gerhard salió de la estancia tragándose unaslágrimas que le avergonzaban.

En la habitación de Arianne, el atizador seestrelló violentamente contra el suelo.

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Capítulo 9

El castillo hervía como un hormiguero. Lashuestes leales a Svatge levantaban sus tiendasalrededor de la muralla y en los patios reinabauna actividad frenética. Los hombres limpiabanarmaduras, afilaban espadas, amontonabanarcos y flechas y se alistaban voluntarios paralas tropas. Ahora que el frío llegaba, muchos nodudaban en tomar las armas a cambio de un parde comidas al día y la promesa de las gananciasque reportarían los saqueos y el despojo de losvencidos.

Arianne, como siempre, tenía que limitarse acontemplarlo todo desde su ventana. Enrealidad, ahora no tenía ninguna otra alternativa.El día anterior, sir Roger la había hecho llamar.

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—¿Queríais verme, padre?La mirada severa de sir Roger se detuvo en

Arianne. Se fijó en su mejilla amoratada yfrunció el ceño, pero no preguntó nada. Ella sesintió nuevamente juzgada y ya condenada sinoportunidad alguna de defenderse.

—Tu hermano Gerhard me ha dicho que teniegas al compromiso con el hijo de sir FriedrichRhine. ¿Es cierto?

Ella bajó los ojos. No era buena ideaenfrentarse al señor de Svatge, pero tampococonfiaba en hallar en él comprensión.

—Señor, no me obliguéis a contraermatrimonio. Es una gracia que os suplico.

—Tienes veintiún años, Arianne. ¿Es tu deseopermanecer aquí para siempre?

La incredulidad se asomaba al rostro de sirRoger. Arianne volvió a apartar la vista. ¿Eraeso lo que quería? Continuar allí, eternamenteapartada, constantemente sometida a los deseosde otros, pero ¿sería acaso distinto en cualquierotro lado? Arianne sabía la respuesta. Sí, seríadistinto. Sería aún peor.

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—Sí, es mi deseo. Si vos consentís enotorgármelo —dijo acompañando sus palabrascon una pequeña inclinación.

Pero su petición no tuvo demasiado efecto ensu padre.

—¡Basta de estupideces! —dijo abandonandode golpe su actitud distante—. ¡He tenido máspaciencia contigo de la razonable! ¡No vengasahora haciéndote la inocente! ¿Crees que no tehe visto coquetear con ese joven de Brugge?

—Yo no he…—¡Calla! —interrumpió su padre—. ¡No me

tomes por idiota, muchacha! ¡Escúchame conatención porque es un ofrecimiento que solo teharé una vez! ¡La casa Rhine es pequeña perodigna, y su carta de nobleza se remonta alprincipio de la segunda edad, la casa de Bruggeapenas tiene cien años y ese chico no debeposeer más que el caballo que monta, pero teentregaré a él en matrimonio y presentaré misdisculpas a Friedrich Rhine si me dices queBernard de Brugge está dispuesto a pedir tumano y que tú lo aceptarás como esposo!

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Por encima de la sorpresa, Arianne sintió unaantigua y nunca cerrada herida reabriéndose denuevo. No, no era la bondad lo que impulsaba asu padre. Pensó en lo que diría Gerhard, en loque todos pensarían. Sir Roger rompía supalabra para entregar a su única hija al menorde los vástagos del descendiente de un labriegode Bergen. Su padre prefería desmerecer sulinaje a seguir viendo a Arianne un día tras otro.Ella lo sabía, era algo físico que experimentabacada vez que estaba cerca de él.

Sir Roger apenas toleraba su presencia.Durante largos años, Arianne había intentado

ganarse su afecto de muchas formas. De todasaquellas que creía que él admiraría, entonces erauna niña y no comprendía que ese camino era elequivocado; después intentó hacer lo que seesperaba de ella, pero fue igualmente inútil.Arianne ya no temía decepcionar a sir Roger.

—Sir Bernard se marchó hace días de aquí yno espero su regreso. No lo esperéis vostampoco.

Ninguna emoción se dibujó en el rostro de sir

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Roger cuando le respondió.—En ese caso, tu matrimonio con el hijo

segundo de sir Friedrich es cosa decidida. Tushermanos y yo nos marcharemos en cuanto sereúnan los convocados, y no hay tiempo parahacer venir al chico o para que tú vayas allí.Cuando regresemos de la campaña se celebraráel enlace. Permanecerás encerrada en tushabitaciones hasta entonces.

—No consentiré. Me negaré igual que hicecon sir Elliot —le advirtió Arianne sinarredrarse.

—Haz lo que te plazca. Saldrás de aquícasada con el hijo de sir Friedrich o será tucuerpo muerto el que se lleve. Tú decides.Tienes tiempo para pensarlo.

Aquellas palabras fueron las últimas queArianne oyó de sir Roger, quedó recluida en sushabitaciones y dos soldados guardaban su puertadía y noche. Vay venía de vez en cuando yMinah se ofreció a acompañarla, pero logróconvencerla de que deseaba estar sola y laanciana desistió apenada. Desde la ventana vio

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llegar las comitivas y desde allí también vio salira los miles de hombres que su padre habíalogrado reunir en solo unas pocas semanas. Losportaestandartes abrían la marcha y sir Rogercabalgaba al frente de todos, Gerhard y Adolf leflanqueaban a su derecha y a su izquierda ydetrás iba sir Friedrich Rhine y el resto deprincipales. El sol arrancaba reflejos de lasarmaduras y los clarines de la guardia delcastillo sonaron para despedirlos. Pocos minutosdespués lo único que quedaba de ellos era unagran nube de polvo difuminándose en elhorizonte.

Tras eso, los días transcurrieron con lenta einsoportable monotonía, sola a todas horas enaquella habitación. Huir era prácticamenteimposible, pero si lo hubiese conseguido,¿adónde habría ido? Aun si lograse salir delcastillo no era tan ciega como para ignorar queuna mujer sola en la montaña o en los caminosera presa fácil para todo tipo de depredadores.Tampoco tenía demasiadas alternativas. Sabíaque su padre no dudaría en cumplir su amenaza,

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para empezar había ordenado que lamantuvieran a pan y agua. Al principio se habíasentido tan furiosa que había pensado en nocomer absolutamente nada, luego se le ocurrióque eso era lo que deseaba sir Roger. Y ella noquería morir, no realmente.

A veces la idea rondaba a su alrededor comouna sombra que acechase a su espalda,dispuesta a posar al menor descuido sus manosfrías sobre ella y reclamarla después para sí.Entonces se estremecía, se envolvía aún más ensu capa e intentaba avivar un fuego que pormucho que ardiera no llegaba nunca a calentarla habitación.

No, Arianne no estaba dispuesta aún adejarse llevar por la desesperación, y huir erauna medida igual de desesperada. Además,podían pasar meses hasta que las huestesregresasen, quizá la lucha se alargase. En todoel reino se temía y se respetaba al ejército deSvatge, pero se decía que los jinetes del Landereran tan salvajes como los bárbaros a los quesometían y mejor armados y entrenados. Quizá

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las cosas no fuesen tan felices para loscaballeros del paso como ellos se las prometían.Las batallas eran siempre imprevisibles y tal vezsir Roger no regresase con bien de ella.

Esos sombríos pensamientos ocupaban confrecuencia el tiempo de Arianne, también aveces recordaba a Bernard. Su sonrisa sincera,sus ojos oscuros y dulces, sus palabras y sumirada la mañana en la que se despidió de ella.Las cosas podían haber sido distintas, pensabaArianne, pero tampoco servía de nada darle másvueltas a eso, solo acrecentaba su amargura.

Mientras, los días se fueron acortando y lasnoches se hicieron aún más largas. Días en losque el tiempo cambió y el sol se ocultópermanentemente tras espesas nubes y la nievebajó de las cumbres para cubrir las montañas ytodo el valle.

Una de esas tardes plomizas y gélidas, elviento trajo el sonido distante de las trompetasque anunciaban el regreso del señor de Svatge.El vigía de la torre hizo sonar el cuerno y toda laguardia corrió hacia las murallas. Arianne se

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asomó a la ventana, incrédula y estremecida.Apenas habían pasado tres semanas desde quelos hombres marchasen.

Los clarines respondieron a la llamada y larespuesta llegó rápida y desesperada. Podían yaverse los jinetes. No más de unas pocascentenas se acercaban a toda la velocidad queles permitían sus monturas. Detrás, un ejércitomucho más grande se divisaba en la distancia.Los estandartes mostraban claramente lo queocurría. Los jinetes del Lander pisaban los pies aaquellos hombres que enarbolaban el distintivode armas de los Weiner.

Los hombres reprimieron el estupor que lesproducía pensar que aquello pudiera ser lo únicoque quedase de los miles que habían partidounos días antes y corrieron disciplinados a suspuestos. Se aprestaron los arqueros en lastroneras y se puso aceite a hervir en grandeshogueras, se bajó el puente levadizo y se dispusotodo para izarlo con la mayor rapidez posible encuanto los suyos entrasen.

Aunque tantos hubiesen marchado, no menos

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de doscientos hombres guardaban el castillo y nopodía sitiarse, ya que tras la fortaleza seencontraba el paso y por tanto la salida haciaIlithe y hacia cuanto se pudiese necesitar. Elcastillo del paso no podía rendirse ni por lafuerza ni por el tiempo. Los hombres olvidabanya las pérdidas sufridas para concentrarse en lalucha que se avecinaba y en la que ningúnejército por grande que fuese podría triunfar. Lafortaleza era inexpugnable.

Tampoco Arianne alcanzaba a creer que esofuese todo lo que quedaba del ejército deSvatge. Tal vez los del Lander habíanconseguido dispersarlos y romper sus fuerzas.Aun así la simple idea era inconcebible: loshombres del Lander a las mismas puertas delcastillo. Su cuerpo tembló de pies a cabeza anteese pensamiento. El orgullo de los Weinerpisoteado, las fuerzas tantos años respetadas ytemidas, todo desmoronado en menos tiempo delo que la luna tardaba en recorrer el cielo, por unejército con el que supuestamente no deberíanhaberse encontrado hasta al menos un par de

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semanas más tarde.Arianne comprendió que algo estaba mal,

muy mal. No era posible que a sir Roger lehubiese dado tiempo a llegar hasta Bergen.Tenían que haber encontrado a la gente delLander mucho más cerca. Se habían engañadopensando que habían tomado la iniciativa. Susenemigos habían estado aguardándoles.

Su cabeza trabajaba a toda velocidad y suintuición y todos sus sentidos la alertaban. Losprimeros jinetes estaban ya muy cerca delcastillo. La nube que los perseguía era muchomayor. Arianne intentó reconocer a alguno delos que se acercaban, la oscura y pesada capa ajuego con la salvaje cabellera de los Hasser, laarmadura carmesí de sir Waldemar, el pendónverde esmeralda de los Barry, la yegua baya desir Roger o el temperamental alazán de Gerhard.No reconoció nada de eso. Nada le era familiar.Estaba segura de no equivocarse. Abrió laventana y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Alzad el puente! ¿No os dais cuenta? ¡Noson ellos! ¡Es una trampa!

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Igual podría haberlos advertido de que el cieloiba a desplomarse sobre sus cabezas porquenadie la escuchó. Corrió hacia la puerta y gritó ygolpeó hasta que oyó la pesada cerraduragirando.

—¡Quitaos de en medio, imbéciles! ¡Estánatacando el castillo! —gritó intentando liberarsede aquellas manos que la sujetaban.

—No tenéis nada que temer, señora. Aquíestaréis a salvo —dijo uno de ellos mientras laempujaba de vuelta a la habitación.

—¡Es un engaño! ¡Esa no es nuestra gente!¡Tenéis que hacer algo!

Los guardias se miraron confundidos.—¡Avisad abajo! ¡Que suban el puente hasta

que se aseguren!—Tenemos orden de no abandonar esta

puerta —gruñó uno de ellos.—Pero ¿y si es cierto? —dijo el otro

volviéndose hacia él.Arianne hubiese querido chocar las cabezas

de aquel par de lentas y torpes criaturas paraver si así razonaban con mayor rapidez. Fue el

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de más edad quien se decidió.—Está bien. Bajaremos a ver. Atranca la

puerta.—¡No!Arianne tiró inútilmente del pomo mientras oía

girar la llave. Cuando se cansó de golpear envano corrió hacia la ventana solo para ver cómolos jinetes entraban ya a toda velocidad en elpatio de armas. El puente comenzó a cerrarsetras ellos. Para entonces Arianne había podidocomprobar lo ciertas que eran sus sospechas,también la guardia había comprendido su error.Los recién llegados sacaron sus espadas contralos soldados atónitos, que nada podían hacerfrente a hombres que los atacaban a caballo.Los arqueros caían al suelo desde lo alto de lasmurallas, alcanzados por flechas que sedisparaban desde dentro. El aceite corríaderramado por el patio y abrasaba por igual ahombres y a caballos.

Arianne vio todo eso paralizada por el espantodesde su ventana. Su hogar invadido, los gritosde agonía de los hombres, el caos y la muerte

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extendiéndose como una plaga ante sus ojos.Supo que todo estaba perdido, que el castillocaería sin remedio, que no tenían ningunaoportunidad… Y entonces por fin reaccionó, seapartó de la ventana y trató de escapar.

Se lastimó el hombro empujando la puerta,intentó hacer palanca con el atizador hasta quese despellejó las manos y se quedó sin resuello,rompió sus agujas para el pelo tratando conmanos temblorosas de hacer girar la llave desdedentro. Consumió en aquellos inútiles esfuerzossus fuerzas y sus nervios, mientras oía los gritosque llegaban desde los corredores y sus labiosmusitaban plegarias dirigidas a divinidades en lasque nunca había confiado.

Intentaba de nuevo forzar la puerta con elatizador cuando oyó voces muy cerca. Se quedóinmóvil procurando no hacer el más mínimoruido. Su corazón retumbaba con más fuerzaque las pisadas que sonaban ya junto a la puerta.

Los ruidos cesaron. La respiración deArianne también se detuvo. Entonces oyó lallave girando.

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Corrió hacia el dormitorio sabiendo que nohabía ningún lugar en el que esconderse y sacócon manos trémulas una daga que guardaba enun cofre. Dos, tres, cuatro hombresdesconocidos entraron en la estancia. Ellaapretó el puño tratando de concentrar toda sufuerza en su brazo porque las piernas apenas lasostenían y su cuerpo no le respondía.

Los hombres cruzaron sonrisas satisfechas yse felicitaron entre sí. Se rieron de ella cuando lavieron arrinconada contra una pared ysosteniendo ese pequeño trozo de acero afiladocomo toda defensa. Cuando se acercaron,dando por hecho que ni siquiera sabría cómousarlo, Arianne lanzó certera su brazo contra elque tenía más cerca. Él hizo un quiebroapartándose, pero Arianne le cortó en la cara. Elhombre gritó y se llevó las manos al rostroensangrentado. Los otros dudaron y sedetuvieron, pero al que había herido se lanzóhacia ella ciego de rabia por el dolor y porhaberse dejado herir por una mujer. Arianneintentó alcanzarle en el pecho. Él la agarró por

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el brazo y se lo retorció haciendo que soltara ladaga. Otro de los hombres la cogió del otrobrazo y cuando Arianne trató de zafarse, manosque eran como garras la apresaron por lacintura.

La angustia se apoderó de ella por completo.El pánico no la dejaba pensar, el olor de loshombres le asqueaba y le daba ganas devomitar, el miedo la cubría igual que el sudor fríoque perlaba todo su cuerpo. Deseó con fervorperder el conocimiento, pero sus sentidosregistraban cada detalle de un modopavorosamente consciente.

Por suerte, en ese momento alguien aparecióen el umbral y prorrumpió en furiosasmaldiciones que hicieron que los hombres seapartasen un tanto. Alguien que Arianneconocía.

—¡Por las almas malditas de todos loscondenados! ¡Soltadla ahora mismo, idiotas!

Era sir Willen Frayinn. Sir Willen estaba justoante su puerta y aunque no cumplía ninguno delos requisitos que se atribuían a un héroe

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galante, el corazón de Arianne se llenó de puragratitud cuando los hombres la liberaron.

—No estábamos seguros de que fuese ella,señor. Pensamos que quizá fuese una de lascriadas —dijo en una torpe y falsa excusa unode ellos.

—¡No es una criada, animal! ¡Os dije quetuvieseis cuidado!

Arianne tuvo entonces una rara y clara visiónde lo ocurrido. Sir Willen estaba con ellos. SirWillen los había traicionado. Aquel hombregordo y ridículo que se había sentado a su ladoen la mesa y había bromeado con los demáscaballeros y les había pedido su ayuda, enrealidad procuraba su ruina, quizá también sirFriedrich o el mismo sir Bernard… No, inclusoen aquel momento de desesperación Ariannerechazó la idea, sir Bernard no deseaba su mal.

Habría querido decir algo realmente horrible aaquel hombre, pero la congoja y la rabiasofocaban su pecho. Willen tampoco debía tenerganas de charla porque hizo salir a los hombresy se excusó desde la puerta.

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—Permitid que os presente mis disculpas,señora. Ahora es mejor que descanséis.Mañana hablaremos más despacio.

—¡¿Cómo… cómo habéis podido?! —preguntó con las palabras saliendo atrompicones de su boca.

Willen la miró incómodo.—Solo soy un hombre práctico, señora. Con

el tiempo lo comprenderéis.La puerta volvió a cerrarse con llave. Arianne

se apoyó en la pared y cayó resbalandodespacio hasta quedar en el suelo. Le costabarespirar, el corazón le latía desbocado y sucuerpo temblaba sin control. No… No… No…Cerró con fuerza los ojos y poco a poco surespiración fue volviendo a la normalidad, ahogólos sollozos en su garganta, tragó sus lágrimas yesperó a que su pulso se refrenase. Cuandoconsiguió que las piernas le respondiesen seobligó a acercarse hasta la ventana.

La noche había caído sobre Svatge y unagran hoguera ardía en el patio. Los soldados delLander celebraban su victoria. Los cuerpos

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caídos se echaban a un lado y toneles de vinosacados de la propia bodega del castillo corríanpor el patio. Más allá de la muralla, las tiendasse extendían como aparecidas por encanto y losfuegos llenaban el campo hasta donde la vista deArianne alcanzaba. El puente permanecíabajado y vio como un hombre hacía su entradatriunfal en el castillo subido a lomos de sucaballo y seguido por otros que portaban unaenseña nunca antes vista en Svatge. Todos losque estaban en el patio se echaron a un ladopara abrirle paso y lo saludaron con grandesvoces y aclamaciones que él ignoró con desdén.

Así fue como Arianne lo vio por primera vez.El causante de la desgracia de su familia. Elinfame traidor que desconocía lo que era elhonor y la fidelidad a la palabra dada. Eldespiadado asesino de su propio mentor. Elrenegado señor del Lander.

Él y no otro era ahora el nuevo dueño y señordel castillo y de la encrucijada del paso deloeste. Aquel que a partir de ese momentotendría el poder de decidir sobre su vida y su

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destino.Así conoció a Derreck.

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Capítulo 10

Derreck abrió de par en par lascontraventanas de lo que hasta hacía bien pocohabían sido las dependencias privadas de sirRoger y salió al mirador. El helado aire deSvatge cortó como un cuchillo la piel de sucuerpo desnudo, perfectamente esculpido yduramente trabajado, tanto por el intensoejercicio como por el esfuerzo que requería sudedicación a los más variados tipos de lucha.Numerosas cicatrices lo adornaban, recuerdo depasadas y no siempre sencillas victorias, peroaquellas marcas en modo alguno menguaban laentusiasta admiración que su excelente formafísica despertaba en todas aquellas afortunadasque tenían la ocasión de gozar de su visión.

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Antes al contrario, le dotaban de un aire fiero eimplacable que iba muy bien con Derreck.

Pero, por atlético y bien proporcionado quefuese su cuerpo, seguía siendo de carne mortal,como el de todos los demás, y la temperatura noinvitaba a muchas alegrías. Habría sido másinteligente volver dentro y vestirse, peroDerreck era obstinado y le molestaba quecualquier cosa interfiriese en sus decisiones,incluso si se trataba de los mismísimoselementos. Así que hizo un esfuerzo por ignorarel frío y centró su atención en lo que se extendíaante su vista.

Y lo que se extendía era el Taihne. Un ríomagnífico y caudaloso de no menos denovecientos pies de ancho, encajonado entreescarpados barrancos que discurría justo bajo suventana. Y también estaba el paso, claro. Unrecuerdo de los lejanos tiempos de gloria deIlithya, un prodigio solo al alcance de los sabiosde la antigüedad, una extraña maravillaauspiciada por los viejos manes antes de que secansasen de la irritante soberbia de los hombres

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que pretendían ya igualarse en todo a ellos, y poreso, enojados, decidieron castigar su orgullo contodo tipo de plagas y calamidades. O eso era loque contaban las leyendas.

El paso consistía en dos largos brazosverticales que bajaban simétricos hastaencontrarse el uno con el otro en un perfecto ycalculado encaje que permitía el tránsito detantos hombres y caballerías como cupiesen porsus cincuenta pies de ancho. De ordinarioestaba alzado, y así era como se encontrabaahora, y un complejo mecanismo hacía bajar susbrazos. La historia decía que había permanecidoolvidado durante los aciagos años oscuros y quesolo Lucien Weiner había sido capaz dedescubrir el modo de hacerlo funcionar denuevo.

El paso hacia el oeste. Derreck no era tanestúpido como para pretender continuaralocadamente su avance. Era cierto quederrotar al ejército de Svatge había sido tanabsurdamente fácil que no le había producido lamenor satisfacción, pero dejarse llevar por el

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desbocado entusiasmo de sus leales solo podíaconducirles al fracaso. Vencer a Svatge era unacosa, conquistar el oeste era otra muy distinta.

Lo que necesitaba ahora era asegurar loconseguido, tantear a sus rivales, buscar aliadosy, lo más importante, trazarse un plan. Lasbatallas no se ganaban solo en el campo, anteshabía que colocar las piezas, como en el juegodel ajedrez: disponer los peones, situar a lacaballería, derribar las torres del enemigo, usar ala reina para conseguir ganar la partida.

Otra ráfaga de aire gélido le envolvió.Derreck maldijo en voz baja cerrando lasventanas y buscó su camisa. ¿Cómo podía hacertanto frío en aquel maldito lugar? Aún debían defaltar un par de lunas para que llegase elinvierno.

La mujer que estaba en su lecho lo miróindecisa y él volvió a sentir otro repentinoarranque de malhumor. ¿Qué estaba haciendoaún en su cama?

—Largo.La muchacha se levantó con rapidez, recogió

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sus ropas del suelo, se cubrió solo con la camisay salió sin acabar de vestirse haciendo unarápida reverencia antes de cerrar la puerta. Éldejó escapar con fuerza todo el aire quecontenía su pecho, reprochándose su arranque ysobre todo su deprimente estado de ánimo. ¿Nose suponía que debía sentirse exultante dealegría? Había derrotado a un ejército máspoderoso y afamado que el suyo, había tomadoun castillo considerado durante siglosinfranqueable sin sufrir apenas pérdidas y en tansolo un par de horas, se había hecho con todo eleste y con el paso en menos de dos semanas.En poco tiempo la noticia se extendería por elreino y su nombre se pronunciaría en todaspartes con respeto y temor. Y entonces, ¿porqué no se sentía satisfecho?

Decidió dejarse de meditaciones absurdas yacabó de vestirse. Aquello no llevaba a ningunaparte. Había logrado lo que se proponía y ahoratenía apetito y muchos asuntos que atender.

Sus hombres estaban esperándole en elcorredor.

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—Señor…Con ademán impaciente rechazó las

inclinaciones que le ofrecían y continuóavanzando con su séquito detrás.

—Decid. ¿Ha ocurrido algo de relevancia?—Nada, señor. No hemos encontrado más

resistencia y ningún jinete se ha acercado enmenos de veinte leguas —le informó uno de susvasallos.

—¿Y la gente del castillo?—La guardia ha sido reducida. Los

supervivientes piden clemencia y desean juraroslealtad.

—¿Creéis que podemos confiar en su lealtad?¿Tú que dices, Feinn?

Feinn era un hombre pálido, de aire sombrío ygesto adusto y poco amigo de hablar endemasía.

—No —dijo con voz metálica y monocorde.—No —recalcó Derreck como si la

respuesta debiera ser evidente para cualquiera.—Entonces, ¿los matamos a todos?Él arrugó el ceño en una expresión de

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moderado disgusto.—No, no los mataremos. Dejadlos en libertad

con la condición de que se alejen del castillo yvuelvan a sus aldeas. Dejemos que vean quepodemos ser generosos. No me preocupa lo quepuedan hacer unos cuantos villanos mientrasestén lejos de la muralla.

—¿Y la servidumbre?—¡Maldita sea! —explotó de nuevo—. ¿Me

vais a consultar cada miserable detalle? ¿Creéisque no tengo otra cosa que hacer que decidirquién servirá la comida? ¡Echad a los quepuedan representar un peligro y dejad a losdemás! ¿Hay algo más que deba saber?

Los hombres pusieron cara de circunstanciasy se miraron unos a otros entre sí. Derreckcomprendió que algo iba mal.

—¿Me lo vais a decir o tendré queaveriguarlo por mí mismo?

Feinn fue quien respondió. No entraba entresus costumbres mostrar signos de duda odebilidad.

—No hay forma de bajar el paso. Anoche

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con la confusión mataron al guardián. Todosaseguran que era el único que conocía elmecanismo. Él y sir Roger…

Derreck detuvo su marcha.—¿Me estáis diciendo que habéis matado a la

única persona que podía hacer bajar ese malditopaso? —preguntó con incredulidad.

—Nadie podía saberlo, señor —trató deexcusarse uno de ellos—. De hecho, loshombres dicen que se lanzó él mismo al agua.Además, quizá estén mintiendo. Les sacaremosla verdad.

—No puedo creerlo —dijo Derreck sintiendocómo su malhumor comenzaba a asentarsesobre razones sólidas. Era realmente increíbleque hubiese conseguido llegar hasta la mismapuerta del oeste con semejante banda deincompetentes—. ¡Quitaos de mi vista! ¡Ahoramismo!

Los hombres se alejaron maldiciendo, todosmenos Feinn. Derreck le observó, un pocomolesto por que aún siguiese allí. A veces Feinny su invariable frialdad le desagradaban aún más

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que la estúpida complacencia de los demás. Soloque Feinn le era útil.

—Deberíamos preguntar al capitán —dijo.—Tráelo aquí —gruñó Derreck—. Si es que

aún sigue con vida…Feinn asintió y se retiró silencioso. Derreck

continuó solo y pasó por muchas salas vacíasantes de encontrar el comedor. La mesa estabaabundantemente servida y Willen se encontrabaen ella dando buena cuenta de las viandas.Alguien que sí sabía hacer bien su trabajo,reconoció Derreck.

—Buenos días, señor. ¿No os parece unamañana estupenda?

—Sin duda estoy de acuerdo en que a vos oslo parece —dijo Derreck aún fastidiado.

—Tantas emociones no están hechas para mí.Soy un hombre pacífico —aseguró Willen a lavez que devoraba un pastel de carne—. Mealegro de poder disfrutar al fin de un poco detranquilidad.

—A partir de ahora tendréis toda latranquilidad que deseéis —acordó Derreck—.

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Habéis cumplido vuestra parte y yo cumpliré lamía. Vuestras caravanas gozarán de libretránsito hacia el este y tendréis la exclusividaddel comercio con el oriente.

—Gracias, sir Derreck. Esto traerá grandesventajas para todos, no todo el oriente está tanatrasado como piensan esos idiotas de Ilithe.Hay muchas maravillas allí y el comercioconlleva muchos beneficios. Tengo quemostraros un tejido que acabo de descubrir,ligero como las alas de una mariposa. Cuandolas mujeres lo llevan, acariciarlas es aún másdelicioso que cuando están desnudas —explicóWillen con sonrisa de sátiro—. Lo llaman seda.En cuanto mi gente pueda cruzar el paso yvenderlo en Ilithe, me lo quitarán de las manos.

La mención al paso le agrió una conversaciónque ya de por sí no le estaba resultandodemasiado grata.

—Olvidaos del paso por ahora. Parece serque han liquidado al único que sabía manejarlo.

—Vaya… Eso sí que es una contrariedad —reconoció Willen disgustado, llenando de nuevo

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su copa.—¿Creéis que puede ser cierto? —preguntó

escéptico—. ¿Que solo un hombre en todo elcastillo conociese el manejo?

—Bueno, ya sabéis cómo son en el oeste.Los juramentos, las hermandades sagradas,todas esas historias… —dijo haciendo un gestode desprecio con la mano—. No mesorprendería que solo él y el viejo Weiner losupieran, la tradición dice que el secreto setransmitía de padres a hijos. Supongo que erademasiado pedir que sir Roger bajase cada vezque fuese necesario a abrir el puente, perotampoco es algo que pudiese conocer todo elmundo.

Derreck volvió a sentir un profundo malestar.Sin duda, era absolutamente ridículo llegar hastaallí para encontrarse con que no podían ir aningún otro sitio. Era de vital importanciaconseguir bajar ese puente. Tampoco debía deser tan difícil. Si un hombre lo había hecho, otrotambién podría hacerlo. Solo era un pequeñoretraso. Ese pensamiento lo animó un poco.

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Willen lo sacó de sus reflexiones.—Eso hace aún más conveniente actuar con

rapidez en el otro punto que comentamos.Aseguraría vuestra posición y os daría el tiempoque necesitáis.

Ciertamente, a pesar de lo poco quesimpatizaba con él, sir Willen Frayinn era unvalioso servidor y parecía tener la cualidad deleer sus pensamientos. Y de todos modos, nohabía tanta gente que gozase de su aprecio.

—Tenéis razón. Si me convierto en el nuevoseñor de Svatge ni el mismísimo rey podrá negarla justicia de mi derecho —afirmó complacidopor la sencillez de la jugada.

—Oh, no creo que al rey le importe lo másmínimo. Por lo que dicen, el palacio podríahundirse a su alrededor y él no se molestaría enpreguntar lo que había ocurrido, pero megustaría ver la cara de los pares cuandoconozcan las novedades; y, desde luego,vuestros amigos del norte verían con muybuenos ojos ese enlace.

—Sí, será lo primero que haga. Así las dos

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noticias correrán a la vez. —Una siniestraocurrencia cruzó en ese momento por su cabeza—. A no ser que esos cretinos la hayan matadotambién. ¿Se sabe acaso algo de ella?

—Descuidad, mi señor —dijo Willensatisfecho—, yo mismo me encargué de suseguridad y lady Arianne se encuentra sana ysalva, custodiada por dos guardias en susaposentos, y yo y ningún otro tiene la llave de supuerta.

—En verdad sois una ayuda inestimable —reconoció tranquilizado, aunque se le ocurrióotro inconveniente—. ¿No será demasiadojoven? Sería muy molesto tener que cargarahora con una cría —dijo mientras se imaginabahaciendo los votos con una niña de siete u ochoaños a su diestra. No habría sido algo taninfrecuente, pero la sola idea le repelía. Yabastante molesto era casarse como para ademástener que representar una farsa tan evidente.

—No, no… No os preocupéis, lady Ariannecuenta con veintiuna primaveras.

—Por todos los dioses —dijo admirado—.

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Veintiún años y aún doncella… Debe de serespantosamente fea.

Willen interrumpió su desayuno mientrasconsideraba los pros y los contras de explicarlecon más detalle a Derreck las particularidadesde la doncella en cuestión. Decidió que lo mejorsería que lo descubriese por él mismo.

—No diría que eso deba preocuparos, miseñor —aventuró prudente.

—No me preocupa. Si es demasiadohorrorosa bastará con que se meta en algúnlugar donde no tenga que verla —acabómolesto.

Definitivamente, aquel día lo veía todo negro.Esos meses atrás, mientras planeaba susmovimientos, una especie de pasión ávida lodominaba; ahora, en cambio, justo cuando todohabía salido a pedir de boca, se sentíafrustrantemente insatisfecho.

—Diría que su visión no es tan insoportable—señaló Willen, aunque Arianne no era su tipo.Willen necesitaba mujeres a las que no temieseaplastar mientras yacía con ellas.

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—Dejémonos de charlas. Que la hagan veniry terminemos con esto cuanto antes.¿Podríamos hacerlo hoy mismo? —dijo Derreckperdiendo de golpe la paciencia.

Willen volvió a levantar el rostro de la comidaperplejo.

—Pero, sir Derreck, los antepasados de ladyArianne estaban entre los doce queacompañaron al rey Usher. Se necesita reunir adoce caballeros cuyas casas se remonten a laprimera edad para dar validez al enlace —leinformó incómodo, y su incomodidad aumentócuando el azul del iris de Derreck se volvió grismientras clavaba en él su mirada.

—¿Me estáis diciendo que puedo casarmecon ella, pero que no podría atestiguar laceremonia?

—Algo así —asintió Willen, sintiendo que supacífico desayuno se estaba echando a perder.

—¡Bastardos prepotentes! —maldijo mientrasderribaba lo primero que alcanzó sobre la mesay que resultó ser un delicado plato esmaltadoque había pertenecido a los Weiner desde hacía

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generaciones y que cayó al suelo estrellándose yrompiéndose en mil pedazos—. ¡Más retrasos!¿Dónde vamos a encontrar ahora a docecaballeros de esos?

—En el norte hay unos cuantos y seguro quetambién aquí, en Svatge, entre los que os hanjurado lealtad hay alguno. Solo tenéis quehacerlos llamar. No es tan malo… De hecho, nopueden negarse. Os servirá para fortalecervuestras relaciones —dijo Willen tratando debuscar el lado práctico.

—Está bien. Encargaos vos de reunirlos.Supongo que entenderéis de esto lo suficiente —dejó caer suspicaz.

—No soy un erudito como los historiadoresde Ilithe, mi señor —se defendió Willen ya unpoco picado—, pero conozco el protocolo. Ycreo que lo procedente en estos casos seríainformar primero a la dama.

—¿A ella? —repuso él empezando a darcuenta de un capón asado, a ver si de ese modose le pasaba el malhumor—. Decídselo vosmismo, entonces.

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—Como deseéis, señor. Pero pensad que aúnno os conoce. Tal vez si la recibieseis y ledijeseis una palabra amable…

—¿De veras lo consideráis imprescindible?—preguntó Derreck reacio.

—Creo que sería un gesto que demostraríavuestra caballerosidad y cuán magnánimo sois…y a las mujeres siempre les gustan esas cosas—terminó Willen encogiéndose de hombros.

—Lo haremos así, pero que sea rápido.Tengo asuntos más importantes de los queocuparme —afirmó con los pensamientospuestos en el paso.

—Por supuesto, pero sin duda antespodremos continuar con nuestro almuerzo…

La preocupación de Willen por el peligro quecorría su desayuno era tan sincera que consiguiódisipar la pesadez de su estado de ánimo.Derreck se encogió de hombros concondescendencia y se dispuso a acompañarle.Después de todo, tenía apetito y una mesaservida para complacerle. Era el momentooportuno para dejarse de minucias y disfrutar de

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todo aquello que ahora le pertenecía. Un castillo,un valle, un enclave decisivo en el mismo centrodel reino… Sí, todo aquello era ahora tan suyocomo los delicados cubiertos de plata y la vajillaesmaltada de cerámica.

Entonces, ¿por qué no relajarse y obteneralgún placer de ello? Incluso, se dijo en un súbitocambio de humor, quizá, por qué no, también delady Arianne…

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Capítulo 11

El amanecer había llegado sin que Ariannehubiese podido conciliar el sueño. En realidad, nilo había intentado. Había pasado la nochereconociendo en los lamentos y quejidos quellegaban del patio las voces de aquellos queconocía desde niña. William, uno de losballesteros, siempre la regañaba enojado cuandoella aparecía descolgándose entre los lienzos delas almenas. Biff, un alabardero bonachón ysimpático que le guiñaba el ojo cuando la veíaescurrirse mezclada entre los pajes para salir albosque a buscar setas y trufas. Aquel otroparecía Gareth o quizá Joncar.

Arianne escuchaba espantada y a la vezincapaz de cerrar la ventana, insensible al frío,

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ajena a las muchas horas que habíapermanecido de pie, incapaz de comprender.¿Cómo había llegado a ocurrir? ¿Podía acaso elejército de Svatge haber sido vencido con lamisma facilidad con la que había sido tomado elcastillo? No era posible. Quizá habían sidovíctimas de otro engaño y los caballeros del pasoregresarían de un momento a otro pararecuperar aquello que les pertenecía. No seríafácil, Arianne era la primera que conocía ladificultad de asaltar la fortaleza una vez que tehabías hecho fuerte en ella, pero los Weinerhabían morado en ese castillo durantegeneraciones. Si alguien podía conseguirlo eranellos. Sir Roger volvería y haría pagar cara suosadía a ese farsante miserable y vil.

Eso suponiendo que su padre y sus hermanoscontinuasen vivos. Ahora Arianne recordaba suspensamientos de días pasados e intentabaignorar aquellos lúgubres deseos que habíanllenado sus horas. Recordaba también laspalabras acusadoras de Gerhard. Realmente ellano podía haber deseado que eso ocurriera, jamás

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había pensado que tal cosa pudiera suceder.Hacía ya muchos años que la llama del cariño

que alguna vez sintiera por su padre y sushermanos se había ido enfriando hasta casidesaparecer, harta de no verse correspondida;pero ahora el fantasma de la culpa merodeabaalrededor de su corazón y ella intentabaahuyentarlo dejando que la inquietud por lasuerte de quienes le importaban ocupasen todossus desvelos. Minah, Harald, Vay… incluso siGerhard hubiera aparecido ahora mismo en laestancia habría respirado de puro alivio.

La noche entera pasó y el día avanzó un buentrecho. Los gritos fueron apagándose y ahorasolo voces con acentos extraños llenaban lospatios. Ella seguía junto a la ventana. Hacíamuchas horas que no había probado bocado ytampoco había dormido, pero no sentía sueño nihambre. Solo aguardaba lo que tuviera quepasar cuando oyó como abrían la cerradura.

Arianne templó sus nervios. Aquella larganoche de espanto la había preparado para lopeor. Se había puesto uno de sus vestidos más

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nuevos, se había recogido cuidadosamente elpelo, se había arreglado y había esperado. Noiba a darles el placer de verla acobardada yhumillada.

Eran más soldados, no los de la nocheanterior, otros distintos.

—Señora, sir Derreck reclama vuestrapresencia.

Los hombres la estaban observando. Ariannese serenó y se obligó a caminar. No serviría denada resistirse y ahora ella era la únicarepresentante de su nombre en el castillo. Tomóaire y cruzó la habitación sin detenerse ante lossoldados. Ellos la escoltaron colocándose aambos lados.

La condujeron hasta el comedor. Estaban allílos dos. Sir Willen y el mismo hombre de rasgosfuertes, mandíbula amplia y desordenadoscabellos oscuros que la noche anterior vieraentrar en el castillo. Ni siquiera se habíamolestado en rasurar su barba y se recostaba enel sitial que siempre ocupase sir Roger, con unaactitud que bien habría podido calificarse como

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de perezosa desgana.Pero cuando la vio aparecer se enderezó un

poco en su silla.—Lady Arianne… Es un auténtico placer

conoceros.Si hubiese sido posible, la indignación de

Arianne habría aumentado al ver la diversiónque brilló en sus ojos. Guardó silencio mientrassu mirada pasaba de uno a otro, aunque Willenla esquivó y, apenas sin querer, la vista se le fuehacia las viandas que llenaban la mesa. Suolvidado estómago protestó audiblemente.Derreck debió de darse cuenta porque señaló elasiento que estaba frente al suyo y se lo ofreció.

—Disculpad, mi señora, hemos comenzadosin vos. ¿Queréis acompañarnos mientrasalmorzamos? —preguntó con una sonrisa quevolvió a despertar la ira de Arianne.

—No soy nada vuestro ni deseo tampoconada que venga de vos —replicó a pesar de queno probaba bocado desde el día antes y,conforme a las órdenes de su padre, lo únicoque había comido durante semanas era pan y la

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fruta y los pedazos de queso que Vay le pasabaescondidos entre sus ropas.

Él volvió a dirigirle una sonrisa que a Ariannese le antojó malvada.

—En puridad supongo que también ospertenecen. Ya estaban aquí cuando llegué.

—Eso no os ha impedido tomarlos —dijofuriosa y sintiéndose estúpida por estardiscutiendo con él sobre la comida, aunque a lavez temía preguntar lo que de verdad leinteresaba.

—Sí, los he tomado —concedió él—, y ahoraos los ofrezco. ¿No aceptaréis?

Se podría decir que aquello era casi unainvitación cortés. Arianne dudó, el hambre luchócontra el orgullo, pero se obligó a recordarquiénes eran los que estaban sentados frente aella.

—No, no me sentaré con alguien que llegóaquí solicitando ayuda y en realidad conspirabacontra nosotros, ni con un impostor que utilizóuna artimaña ruin en lugar de dar la cara yluchar con honor. No, de ninguna manera me

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sentaré con vos.—Siento que no os gusten mis formas —dijo

con sarcasmo—. ¿No habéis oído nunca decireso de que en la guerra, igual que en otrosplaceres, todo vale?

—No todo vale. No para un verdaderocaballero.

Él se rio con una risa suave y baja que volvióa molestar profundamente a Arianne.

—Convengamos pues en que no soy unverdadero caballero, sin embargo soy el señordel Lander y hay muchos que están dispuestos aafirmar que soy el nuevo señor de Svatge. ¿Quédecís a eso, noble señora? —preguntó malévolo.

—Mi padre es el señor de Svatge —respondió ella con voz que para su pesar sonóvisiblemente insegura.

La mirada de él se endureció y la desvió uninstante, pero la tornó de nuevo hacia Ariannepara contestarle ruda y bruscamente.

—¿Nadie os lo ha dicho? Vuestro padre, asícomo vuestros hermanos, ya no sufrirán más lasdesdichas de este mundo ni tampoco sus

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alegrías. Acostumbraos a ello.Arianne enmudeció y ni por un instante se le

ocurrió pensar que sus palabras no fuesenciertas. Lo supo porque toda su apariencia decínica indiferencia cayó para dejar paso a unclaro y encendido rencor. Ella se estremeciósacudida por la ola de intenso odio que éldespedía, como si la desafiase a que suresentimiento superase al de él. Intentó buscardentro de sí, pero todo lo que encontró fue untremendo vacío. Tan grande que asomarse lehizo sentir vértigo y su mano buscó un apoyopara compensarlo.

Willen debió de considerar que era necesarioañadir algo más.

—No quise apenaros más anoche, aunquepensé que lo habríais supuesto —dijo incómodo—. Es una noticia triste, pero os aseguro quelucharon con valentía y murieron con honor. ¿Noes así, sir Derreck?

—Claro… Como auténticos caballeros —convino él con desdén.

Arianne se sentía asqueada. Solo deseaba

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marcharse de allí y tratar de derramar laslágrimas que se negaban a brotar de sus ojos.Willen carraspeó para llamar la atención deDerreck.

—Tal vez deberíais anunciar a lady Ariannelo que antes me comentabais.

Derreck le dirigió una mirada mortal.—No creo que este sea el momento más

oportuno.Antes de que a Arianne le diese tiempo a

decir que si había algo más que debía saber,quería saberlo ya, más soldados irrumpieron enla sala. Tras ellos vislumbró un rostro familiar ymuy querido.

—¡Harald!Estaba magullado y parecía haber envejecido

veinte años desde que lo viese por última vez.Corrió hacia él y antes de que pudieseacercarse, un hombre alto y de mirada fría comoel acero la detuvo, interponiéndose entre los dosy colocando la mano en su hombro. Ella se echóatrás instintivamente ante aquel tacto helado. Elhombre no la soltó. Un malestar primario invadió

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a Arianne. Logró contenerse y enfrentarse aaquel rostro que no reflejaba ninguna emoción.

—Suéltame.Era lo que Harald le decía que hiciera si

alguna vez se encontrara con un lobo yestuviese sola en el bosque y sin posibilidad dedefensa. Aguantar la mirada, nunca dar laespalda ni demostrar que estaba asustada,hacerle saber que era ella quien estaba porencima.

Arianne nunca estuvo muy segura de que esohubiese servido de algo contra un lobo, ni llegó asaber si hubiera tenido algún efecto en aquelhombre. Otra voz, mucho más acostumbrada aejercer la autoridad que la de Arianne, sonó trasella.

—¡Quítale las manos de encima, Feinn! —ordenó Derreck irritado.

El hombre retiró la mano sin apresurarse.Arianne fue a abrazarse a Harald y aunquenunca antes había ocurrido esperó que éltambién la abrazase, pero eso no pasó.

—Señora —musitó Harald con voz quebrada.

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Entonces se dio cuenta de que no podríahaberlo hecho ni si lo hubiese deseado, porquesus manos y sus brazos estaban atados. Sevolvió hacia Derreck, pálida de ira.

—¡Ordenad que lo liberen!—Es un prisionero. Lo liberaré cuando crea

conveniente.Su expresión era inquietante y amenazadora.

Arianne comprendió que no le agradaba que lediesen órdenes y que no conseguiría nadadesafiándole frente a sus hombres. Seguramenteno conseguiría nada de ninguna forma, pero noiba a quedarse callada.

—Es casi un anciano. ¿Tanto miedo le tenéis?El rostro de Derreck se oscureció y hasta

Willen pareció perder el apetito.—Tened cuidado con lo que decís, mujer.—¿O qué? ¿También me ataréis? —replicó

airada.Él la miró fijamente. Ella le sostuvo la mirada.

Los segundos corrieron y Arianne notó como latensión entre los dos viraba sutilmente dedirección.

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—Quizá…Su mirada y su sonrisa hicieron que el pulso

de Arianne retumbase con fuerza en sus oídos.La amenaza del miedo volvió a cercarla.

Siempre era así. Arianne era valiente, peroesa valentía nacía de la lucha constante quemantenía contra sus temores desde que teníauso de razón. El miedo, igual que el frío, la habíaacompañado desde niña. Miedo a las nochesoscuras y terribles en las que ansiaba llamar auna madre que no podía responderle. Miedo alos ataques crueles y premeditados de Gerhard,que siempre la culpó de esa muerte. A lainmensidad de las montañas de Svatge, en lasque imaginaba quedar algún díairremediablemente sola y perdida. A todas esascosas y a muchas más temía Arianne, peronunca se abandonó a ese sentimiento sino que loenfrentó, y por eso se esforzó e incluso seconvirtió en arriesgada y en temeraria. Teníaque ser mejor. Tenía que poder con ello…Aunque a la hora de la verdad no fuerasuficiente.

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Él le dirigía una mirada curiosa y esperabauna respuesta. Arianne supo con exactitud loque tenía que decirle.

—Entonces, atadme a mí y soltadle a él.Sí, le gustó esa respuesta. Pudo verlo por la

forma en que su sonrisa se curvó lasciva. Surostro no era en modo alguno desagradable, perosu expresión era descaradamente sensual ylibidinosa. Arianne sintió el escalofrío que lasacudió conforme la recorría su mirada. No loharía, se dijo, no lo haría. Su serenidad zozobróun instante, solo hasta que él se rio muy bajo ymuy despacio. Entonces supo que no se habíaequivocado.

—Desatadle —ordenó—, pero no dejéis muylejos las cuerdas…

Los hombres soltaron al viejo capitán. Estuvoa punto de caer al suelo. Arianne se apresuró asujetarle y apenas lo consiguió. Harald aún erafuerte y temió no poder con su peso.

—¿No os dais cuenta de que está malherido?¡Necesita descansar!

—No os preocupéis. Podrá descansar todo lo

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que quiera, pero antes tengo que hablar con él.—¡No está en condiciones de responderos!

¿No lo veis?—Estoy bien, señora, solo necesito un poco

de… —Harald no pudo terminar su frase. Apesar de los esfuerzos de Arianne, cayóinconsciente al suelo.

—¡Harald! —Arianne se le echó encimaintentando que volviese en sí mientras Derrecklo observaba todo con creciente fastidio—. ¡Oslo dije! —le gritó.

—Y creedme, os pude oír perfectamente —replicó cortante—. ¿Ha muerto también? —preguntó dirigiéndose a Feinn.

Feinn se agachó y comprobó su pulso.—Vive.Arianne respiró aliviada, pero el humor de

Derreck apenas mejoró. Empezaba a pensarque aquel día nada salía como esperaba.

—Lleváoslo. Procurad que despierte —dijoamenazante—. No quiero más errores.

Los hombres lo cogieron en volandas.Arianne no se resignó a verlo marchar.

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—¡Dejad que yo lo cuide! ¡Tiene los labiossecos y está pálido y sus ojos hundidos! ¡Nodebe de haber bebido en días! Yo lo atenderé.Estará mejor conmigo —aseguró sincomprender por qué Derreck estaba taninteresado en la salud del capitán, pero decididaa sacar partido de la situación.

Él volvió a detener su mirada en Arianne. Ellano supo qué pensar. Parecía tan capaz demandarle ejecutar allí mismo como de ceder asu petición.

—Está bien —dijo como si no le importase—.Llevadle con vos y pedid que os procuren todolo que preciséis.

—¡Necesitaré a mi doncella! ¡Y a mi aya! —se apresuró a decir Arianne.

Sus miradas se volvieron a cruzar y la de éldijo que no abusase de su suerte. Sin embargo,se volvió hacia aquel hombre de aspectodesagradable y cedió a su petición.

—Feinn las buscará y hará todo lo posible pordevolvéroslas.

Y en verdad era cierto, ya que no resultaba

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muy seguro afirmar que las encontraría. Arianneasintió y ya se marchaba acompañada por lossoldados cuando él la llamó.

—Lady Arianne…—¿Sí?—Recordad que aún tenemos una

conversación pendiente.El deseo de saber de Arianne se había

esfumado por completo. Lo único que anhelabaera marcharse lo más pronto posible. Asintiócon una inclinación de cortesía. Él sonriócomplacido. Ella salió de la salaapresuradamente.

Por el camino hacia su cuarto aún ibareprochándoselo. ¿Por qué en nombre de todoslos infiernos había tenido que inclinarse ante él?

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Capítulo 12

Llevaron a Harald al cuarto de Arianne, ladejaron sola con él y volvieron a cerrar con llavela puerta. Arianne intentó hacerle beber, pero elcapitán estaba inconsciente y tenía miedo deahogarle si le daba agua en esas condiciones.Por suerte, Harald recuperó pronto elconocimiento.

—Señora —musitó débilmente intentandoincorporarse.

—¡Harald! —exclamó aliviada, impidiendoque se levantara de la cama y alcanzándole ellamisma el agua.

El capitán tomó la jarra con las dos manos,bebió hasta apurar todo su contenido y volvió adejarse caer sobre la cama. Cuando se dio

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cuenta de dónde estaba cabeceó avergonzado ysus palabras sonaron agotadas y sin fuerzas.

—Lo siento mucho, señora. No solo no os hesido de utilidad sino que además soy una cargapara vos.

—No digas eso, Harald —murmuró apenada.En verdad quería mucho a Harald, ahora sedaba cuenta más que nunca de ello. Él siemprese había preocupado por ella, le había enseñadoa defenderse, había enjugado innumerablesveces sus lágrimas y la había protegido demuchos peligros. Aunque no de todos. Y cuandosufrió las consecuencias de uno de esos peligrosse alejó de cuantos la rodeaban, también deHarald. Sin embargo, no había nada que leimportase más en ese momento que conservarlea su lado—. Esos animales despreciables…¿Cuánto hacía que no bebías? Y ademásdeberías comer —dijo cogiendo la bandeja queuno de los soldados había dejado en la habitacióny de la que a pesar de la preocupación y delcoraje que la atenazaban también ella habíacomido hasta que el dolor que le había anudado

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el estómago había sido tan agudo que le habíahecho detenerse.

—Así son las cosas, señora. No hay nadapara los vencidos —contestó amargado mientrasse incorporaba a duras penas y rechazaba elplato que Arianne le ofrecía.

Lo dejó a un lado desanimada y comprendióque aunque fuera duro para los dos eranecesario hablar de ello.

—¿Cómo pudo ocurrir, Harald?Harald se apoyó contra el respaldo de la

cama. Se sentía demasiado viejo, demasiadocansado y demasiado inútil para continuar eneste mundo. Él también debería habersequedado en el desfiladero en lugar de estar allí,ensuciando el lecho de lady Arianne.

—Nos estaban esperando —masculló—. Enla garganta del Rickheim. Eran menos quenosotros, pero estábamos encajonados. Era unaposición muy mala. Debimos retroceder, peroentonces nos habrían acosado. Fue unaencerrona. Estaba todo perdido de antemano.

—¿Y mi padre? —murmuró Arianne.

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—Murió apenas comenzó la batalla. Unaflecha atravesó su gorjal y lo alcanzó en elcuello. Creedme, señora, fue mejor así —dijoHarald con profundo pesar—. Es un pobreconsuelo para mí pensar que nunca llegó a saberlo que ocurrió después.

Arianne compartía ese sentimiento,seguramente era mejor para sir Roger habermuerto al comienzo de la batalla que soportar lahumillación de verse vencido y derrotado poralguien a quien despreciaba.

—¿Y mis hermanos?Harald necesitó tomarse un tiempo antes de

contestar. No en vano había sido él quien habíaadiestrado a los dos jóvenes Weiner. Él y no otrolos había enseñado a montar, a empuñar unaespada, a sujetar el escudo y a intentar hacerbuen uso de su cabeza cuando más lo podíannecesitar, y en verdad había fracasado en ello.

—Adolf murió pisoteado por su propiocaballo. Perdió el control y el pie se le quedóenganchado en el estribo. Gerhard aguantóhasta el final, los Hasser lo defendieron con

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uñas y dientes, yo también estuve a su lado. Sehallaba fuera de sí. Solo pensaba en dar muertea sir Derreck. Atravesó todo el campointentando dar con él. —Harald calló mientrasrecordaba aquella mañana fatídica. La neviscaarrastrada por el viento. Los hombres y loscaballos cayendo ensangrentados y mutilados alsuelo. La determinación ciega del heredero deSvatge. La alegría insensata que lo invadió alencontrarse con su rival frente a frente. Su furiacuando Rowan y Timun Hasser se leadelantaron para atacar a la vez a Derreck, solopara verter inútilmente su sangre porque enverdad los mismísimos demonios acompañabana aquel hombre. Después Gerhard tuvo suocasión… Harald tuvo que hacer un esfuerzopara apartar sus recuerdos y acabar su relato—.Vuestro hermano se enfrentó a sir Derreck yluchó valiente y esforzadamente, pero la victoriano le acompañó.

—¿Él lo mató?De veras Arianne sentía ahora auténtica

lástima por su hermano. Recordó la

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bravuconería constante de Gerhard, suinseguridad y a la vez su arrogancia, sunecesidad de afirmarse y creerse por encima delos demás. También para Gerhard debía dehaber sido una grave decepción comprobar unavez más que sus expectativas estaban muy porencima de la realidad.

—Luchó bien, señora —replicó Harald dolido,como si adivinase los pensamientos de Arianne—. Mejor que nunca. Vuestro padre habríaestado orgulloso, pero no fue suficiente.

Arianne pensó en las palabras de Harald.¿Habría estado su padre orgulloso de Gerhard?Tal vez… Ya nunca sería posible comprobarlo.¿Y de Adolf, que había muerto estúpida einútilmente? No, probablemente no. ¿Y de ella?No, tampoco. Sir Roger nunca encontró motivospara estar orgulloso de ella y no podía decirseque su ayuda hubiera sido de provecho. Claroque si en vez de estar encerrada en suhabitación hubiese estado junto a los soldados enlas murallas… Arianne apartó con amarguraesos pensamientos. De nada servía ya darle

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vueltas. Sus enemigos estaban ahora dentro delcastillo y eso era en lo que tenían queconcentrarse. Su vida de antaño pertenecía alpasado. Sir Roger, Adolf y Gerhard no leexpresarían ya jamás ni su aprobación ni surechazo.

—¿Y qué piensas que sucederá, Harald? Sinduda, en cuanto lo sepan en la otra orilla,vendrán en nuestro socorro. No dejarán que esehombre controle el paso.

Harald sacudió la cabeza, apesadumbrado.—Es una situación muy complicada, señora.

La noticia sacudirá el reino y la corte, y muchosde los que han tenido los ojos cerrados losabrirán. Pero cualquier ejército se lo pensarádos veces antes de atacar el castillo del paso.Sir Derreck no cometerá el error de dejar entrara sus propios enemigos —terminó Haraldsintiéndose de nuevo culpable por la estupidezde los que durante tantos años habían sido sushombres.

—Pero ¿qué crees que pretende? —dijoArianne, que no alcanzaba a entender que el

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mundo pudiese seguir como si tal cosa despuésde aquello.

—Pretende quedarse. Eso seguro. Algunosde los vasallos de vuestro padre, los querindieron sus armas —dijo con desprecio Harald—, le han jurado lealtad y él los ha restablecidoen sus derechos.

—¿Quiénes han sido esos miserables?—Los Barry, sir Waldemar, los Gerkel…

bastantes más por lo que sé.Sí, todos aquellos a los que se les llenaba la

boca hablando del honor y la tradición. AArianne le hubiese gustado ver sus caras yrecordarles a todos sus palabras. Sus promesasse habían desvanecido en cuanto el viento habíacambiado de rumbo. Pero ya había descubiertohacía tiempo que los sentimientos más viles seescondían detrás de la fachada de la nobleza yla respetabilidad, que el mayor linaje y laposición elevada solo servían para actuarimpunemente sin temor al castigo ni a lasrepresalias, que no se podía confiar en la ayudade nadie más allá de la que se prestase uno

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mismo.—No importa, no habrían servido para nada.

Ahora ya sabemos a qué atenernos con ellos.—Lo que sabemos es que hemos sido

vencidos —murmuró Harald con la cabezagacha, su ánimo desaparecido por completodesde la derrota de Rickheim.

Arianne no le respondió. Aún no sabía cómoni de qué manera, pero no pensaba entregarsetan pronto a la fatalidad. No se sometería.Derreck no la intimidaba. Se había encontradoantes con otros como él. Arrogantes,ambiciosos, egoístas… Acostumbrados a tomarcuanto deseaban, a que todos se plegasen a suscaprichos, a abusar de su poder y de su fuerza,indiferentes al dolor que causaban. No, no sedejaría avasallar. No sin luchar antes con todassus fuerzas. No renunciaría a sus derechos ni alcastillo ni a Svatge sin resistencia.

Nadie más quedaba en pie de su familia. Ellaera la única descendiente de sir Roger, lalegítima heredera de su nombre y sus títulos, ladefensora del paso, la que guardaba la puerta

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del oeste.Le hubiese o no le hubiese gustado a sir

Roger.

En el comedor del castillo, Derreck se dejaballevar por el acceso de ira que a duras penashabía logrado contener delante de ella.

—¿Sin agua? ¿Cuántos malditos días haestado sin agua?

Feinn respondió sin variar un ápice suexpresión impávida.

—No lo sé. Supongo que desde que partimos.Derreck reprimió contra su voluntad el

impulso de ordenar ejecutar a todos los malditosy estúpidos guardianes. Debía pararse a pensarantes de actuar, había hecho demasiadas cosasdemasiado rápido y eso solo podía desembocaren más errores absurdos. Ahora tenía un nuevocastillo que defender y un vasto territorio queasegurar y, sobre todas las cosas, necesitaba esepaso.

—Ve con los prisioneros. Asegúrate de que

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los mantienen vivos y entérate de quién es cadauno y de si pueden sernos útiles. ¡Y procuraencontrar también a las dos mujeres! —leadvirtió recordando la demanda de Arianne. Leconvenía congraciarse con ella.

Los pasos de Feinn al marcharse resonaronen el silencio del inmenso salón. Willen pensó siaquel sería un buen momento para que éltambién se retirara. Odiaba las complicaciones ylas molestias. Si había aceptado tomar parte enel ardid era para ahorrarse disgustos con suscaravanas, y porque de todas formas iba aocurrir y siempre era mejor estar en el bandoganador. No tenía nada contra sir Roger, aunquetampoco albergaba gratitud hacia él, en realidadle había costado menos de lo que había pensadocumplir con su cometido. Cuando Derreck ganóla batalla con tanta facilidad se felicitó por subuena suerte y su prudencia. Por desgracia,ahora empezaba a darse cuenta de que no todoresultaría tan sencillo como había previsto.

—Si no os importa, creo que voy a atenderalgunos asuntos que tengo atrasados —dijo

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levantándose de la mesa lamentando que unalmuerzo que se prometía tan feliz hubieseresultado tan accidentado.

—¿Por qué no me habíais dicho que aún nosabía que su padre y sus hermanos habíanmuerto? —le increpó Derreck dirigiendo suenfado hacia él.

Willen comprendió que su retirada no iba aser posible aún.

—No lo había tenido presente —se disculpó.Se le había escapado ese pequeño detalle. Nisiquiera se consideraba una mala persona, erasolo que tenía cierta tendencia a olvidar losintereses de los demás para centrarse en lossuyos—. De todos modos —recordóprovidencialmente—, según tengo entendido, larelación de lady Arianne con su padre no eranada buena. Ya habéis visto que no le haafectado demasiado la noticia.

—¿Os lo ha parecido? —replicó sarcástico—. Supongo que tendré que confiar en vuestraaguda percepción.

—Al menos, estaréis de acuerdo conmigo en

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que no es desagradable a la vista. Está un pocoflaca, pero en cuanto os dé tres o cuatro hijos…—terció Willen intentando cambiar de tema.

—No solo está escuálida, también esdemasiado insolente —dijo Derreck a la vez quellenaba de vino su copa. Ciertamente, estaba enexceso delgada; sus ojos, de un peculiar verdebosque, destacaban en un rostro que revelabalos signos del ayuno y la tensión. Le habíarecordado a una gata acorralada y famélica quese enfrentase contra un mastín; sin ningunaposibilidad, pero dispuesta a atacar a la menoroportunidad.

—Está afectada, es natural, pero ha sido muyinteligente por vuestra parte tener esa atencióncon ella… Dejar que se llevase al viejo. Sinduda, le habrá impresionado vuestra bondad —añadió Willen, que había adivinado que esamuestra de generosidad se debía solo al interés.

—No parece fácil de impresionar —afirmópensativo.

—Al fin y al cabo, no es más que una mujer—concluyó Willen—. Seguro que no necesitáis

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de mis consejos. ¿Cuándo se lo diréis?Derreck tomó su copa y probó el vino sin

responder. Le había gustado esa barrica.Apreciaba su cuerpo intenso y su carácter;fuerte y áspero al principio, cálido e incitantedespués. Seguro que provenía del sur, no habíanada parecido en el este y menos aún en elnorte.

Llenó de nuevo la copa y se detuvo en laafirmación de Willen. Sí, solo una mujer; otrotipo de conquista que agradaba a Derreck casitanto como las que se lograban espada en manoy en las que había obtenido los mismos éxitos.Solo que ahora no podía permitirse perder eltiempo con juegos. Había tenido otrasoportunidades de contraer matrimonio, algunasmuy ventajosas, pero aquello era diferente.Svatge era el mismo eje del reino. El enlaceaseguraría su posición, el norte lo respaldaría yel oeste tendría que claudicar. Eso dejaba apartecualquier otra consideración. Deseaba esereconocimiento. Era un capricho al que noestaba dispuesto a renunciar. Había perdido todo

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cuanto poseía cuando tan solo contaba con ochoaños de edad. Durante buena parte de su vidahabía tenido que soportar la humillaciónconstante de vivir de prestado. Hacía ya muchoque no se conformaba con lo que otros lecedían.

—Se lo diré mañana —determinó—.Procurad daros prisa con los preparativos.

—Así se hará, señor —asintió servicial Willendisponiéndose a retirarse—. Comenzaré abuscar a los testigos ahora mismo.

Derreck se alegró de quedarse por fin a solascon aquel vino fuerte y especiado, y volvió areflexionar sobre cuál sería la mejor manera deabordar el asunto. No debería de ser demasiadocomplicado, después de todo la dama encuestión no parecía completamente estúpida.Sentimientos aparte, si tenía algo de sentidocomún, comprendería que ese enlace era lamejor alternativa posible, y no tendrían por quéser una molestia el uno para el otro. De hecho,no deseaba de ella más que los derechos que ledaría convertirse en su esposo. Ni siquiera

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compartía ese desmedido afán de tantos señorespor tener descendencia. No deseaba hijos, nohijos que tuviese que ver a su alrededor almenos. Ciertamente sería indispensableconsumar la unión. Ese era un detalle del que nose podía prescindir.

Derreck se permitió relajarse y suimaginación voló libre ante ese pensamiento. Pormás que los motivos de llevar a cabo laceremonia fuesen exclusivamente prácticos, nopodía negar el aliciente que suponía tomar algoque nadie más había tomado antes. Ya casipodía ver el ligero vestido, blanco y virginal deArianne, cayendo bajo sus manos para dejarlecontemplar su cuerpo desnudo, su pielestremeciéndose a su contacto, su recato y suorgullo cediendo para colmar su deseo.

Se deleitó en esa imagen que le inspiraba unintenso y extremado placer y recordó suexpresión cuando le había desafiado a que laatara en lugar de al viejo capitán. Lo había leídoen su rostro. No sería fácil contener con ningunacuerda a esa mujer. No en vano no era la

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primera ni sería la última que se le resistía, peroDerreck no dudaba sobre quién ganaría al final.Al fin y al cabo, siempre conseguía cuanto seproponía y no dudaba en utilizar para ello todaslas armas a su alcance, incluidas la mentira, elengaño y la manipulación. Conseguiría aArianne igual que había conseguido tomar elcastillo.

Con todo, aunque no desconfiaba de su éxito,era un hecho que la recompensa se haríaesperar. Antes había que reunir a los docemalditos caballeros cuyos nobles ancestros seremontasen a la primera edad.

Frustrado, recordó a la muchacha con la quehabía yacido aquella mañana y a la que habíadespedido hacía tan solo un rato.

Tendría que hacerla llamar de nuevo, y sintardanza…

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Capítulo 13

Feinn había madrugado. Tenía una tareapendiente. Encontrar a la vieja aya había sidofácil y ocuparse de los prisioneros tampoco lehabía llevado mucho tiempo. Todos juraban nosaber nada del funcionamiento del puente. Feinntenía una habilidad especial para descubrircuándo la gente mentía y también se le dababien sacar a relucir la verdad, y no le parecíaque ninguno de los que había interrogado supiesemás de lo que había dicho.

Pero ahora se trataba de encontrar a ladoncella. Le habían dicho que se llamaba Vay ynadie la había visto desde la toma del castillo.Había rebuscado incluso entre los cuerpos de loscaídos. Apenas había mujeres entre ellos y las

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que encontró no correspondían con ladescripción que un chico de no más de diez añosle había dado. Le habría llevado con él, pero sele había escapado durante la noche.

Lo seguro era que, si no estaba muerta, debíaestar en el castillo. No había forma de salir sin elpermiso de la guardia y la puerta había estadocerrada a cal y canto para todos excepto paraél.

Llegó hasta la despensa, después de labodega había sido el lugar más concurrido delcastillo. A pesar de los destrozos y del pillaje aúnquedaban muchos sacos de trigo y legumbres ybarriles con pescados en salazón. Manzanas yotras frutas rodaban por el suelo junto con todotipo de restos pisoteados. De las piezas de carnecuradas solo quedaban los huesos roídos.

Una mujer intentaba poner orden en aquelcaos. En cuanto vio a Feinn, se detuvo asustada.

—Señor…Debía de andar cerca de los cuarenta. Era

alta y entrada en carnes. No podía ser ella.—Estoy buscando a una muchacha que se

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llama Vay.La expresión de temor de la mujer se agudizó.—No conozco a nadie que se llame así, mi

señor.—¿Estás segura?El miedo se convirtió en pánico. Sus ojos

parpadearon inquietos y sus manos retorcieronla tela del paño que sujetaba. Feinn estabaacostumbrado a causar ese efecto en la gente ysabía aprovecharlo. Se limitó a mirarla ensilencio mientras se acercaba inexorable hastaella. La mujer retrocedió volviendo la vista entodas las direcciones.

—Yo no… no sé… no sé nada de Vay —tartamudeó.

—Dime dónde está —dijo cogiéndola por labarbilla y obligándola a mirarle a los ojos.

—Está ahí dentro —gimió la mujer señalandoun pequeño agujero en la pared que servía decarbonera.

Era una abertura estrecha. Solo una mujermenuda o un niño podrían haber entrado porella. Estaba oscuro. Cuando Feinn se agachó,

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creyó distinguir el sordo rumor de unarespiración jadeante.

—Sal —ordenó.Ningún sonido llegó del interior. Feinn se

levantó y miró a su alrededor. La mujer leobservaba paralizada. Vio lo que buscaba y locogió. Se acercó a la lumbre en la que ardía unpuchero y prendió fuego a la yesca. Regresójunto a la carbonera y derramó el contenido dela vasija en la entrada sobre unos trozos decarbón.

—Si no sales ahora mismo prenderé el aceitey te quemarás viva —dijo impasible.

La mujer rompió a sollozar, pero la mirada deFeinn hizo que se pusiese la mano en la bocaaterrada. Enseguida se oyó otro llanto más bajoy apagado.

—Sal ahora mismo o no te lo volveré arepetir.

Acercó la llama a la boca del agujero y oyóun grito.

—¡Esperad! ¡Esperad, por favor!Se oyó el ruido del carbón deslizándose y

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después apareció ella. Estaba muy sucia y todanegra del carbón. Las lágrimas dejaban surcosvisibles en su cara.

—Te llaman arriba —se limitó a decir Feinn—. Pero antes lávate y cámbiate esa ropa.

Vay se tragó las lágrimas y asintió.

—Entonces, ¿qué tienes? —preguntóDerreck impaciente.

—Los que quedan en el campamento noservirán de gran cosa, son oficiales menores ypequeños hacendados. No creo que sepan nadadel paso.

—¿Y el capitán?—Aún no he hablado con él. Está con la

dama.—¿Y las mujeres? —recordó Derreck.—Aparecieron las dos. —Había dejado

adecentarse a Vay. Se había lavado con un pañoy un balde de agua y se había vestido mientrasla esperaba. Había visto las señales. Se leocurrió pensar que quizá debía decírselo a él,

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pero no le había preguntado y solo era unasirvienta—. Están también con ella.

—Bien. Vosotros —dijo dirigiéndose a dos delos guardias—. Id a buscar a lady Arianne ydecidle que deseo verla. —Y dirigiéndose aFeinn añadió—: Cuando haya salido ve a por elcapitán y entérate de lo que sabe.

Feinn asintió con un gesto apenas perceptibley todos se marcharon. Derreck se quedó solo enla estancia. Se trataba de la sala de audiencias.Era amplia y una de las más hermosas delcastillo, con alargados ventanales estrechosorientados al este y al oeste que hacían que laluz entrase a raudales a todas las horas; dosenormes chimeneas ardían a ambos lados ytapices de batallas de la antigüedad decorabanlas paredes de piedra. También en el Landerhabía una parecida.

Se levantó de la silla que presidía la sala.Estaba inquieto. En realidad odiaba eso, odiabalas salas de ceremonia, las tradiciones y la farsaque todo aquello suponía. Los descendientes delos fundadores de Ilithya, los antiguos

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juramentados, la llama que siempre ardía… Noeran más que hombres iguales a otros hombres.No significaba nada. Sin embargo había queseguir su juego si querías formar parte de lapartida y por eso tenía que casarse. Aunque notuviese el menor interés por ello. No sentíadeseos de formar nada parecido a una familia, niquería que perdurase su nombre, ni dejar sulegado a un heredero. No, Derreck deseabamuchas cosas, pero las quería única yexclusivamente para él.

Al menos, esperaba que Arianne no pusiesedemasiados problemas. A pesar de lascircunstancias no tenía por qué ser peor paraella de lo que habría sido con cualquier otro. Eracomún que dos casas rivales sellasen la pazmediante un enlace, y si lo que Willen le habíacontado era cierto, el matrimonio de Arianneestaba concertado con un muchacho que erapoco más que un crío, y habría vivido en lospáramos de Rhine; un lugar tan triste y desoladocomo el mismo Friedrich Rhine. Sin duda élpodía ofrecerle algo mejor.

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Como en muchos otros aspectos, Derreckestaba bastante seguro de sí mismo en cuanto aeso. No en vano era un hecho sobradamenteconocido que, aunque muchos de los caballerosdel reino deseasen su cabeza, las damas habríanafirmado que por Derreck se podía perder,además de la propia cabeza, la honra y la fama,y no eran pocas las que habían perdido por éltodas esas cosas.

Por eso, quizá, Derreck tampoco se habíamolestado ese día en hacer ir al barbero, yllevaba las mismas botas de montar sucias debarro hasta la rodilla de la víspera, y por encimade la camisa blanca abierta vestía una viejacasaca parda gastada que solo se había quitadodesde que había llegado a Svatge para dormir.No eran prendas de gala precisamente, pero noestaba dispuesto a hacer concesiones.

El ruido de voces le sacó de suspensamientos. La puerta se abrió de par en pary Arianne entró a través de ella igual que unafuerza de la naturaleza.

—¡Quiero que se haga justicia!

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Estaba sola, plantada ante él. Llevaba elmismo vestido ahora arrugado y un tantodescompuesto de la víspera, e iba despeinada,desaliñada y furiosa como si de una ménadeenloquecida se tratase.

—¿Qué demonios os pasa? —preguntómientras los guardias llegaban detrásatropellándose.

—¡Vuestros hombres! —contestó, aunque laindignación le impedía hablar con fluidez.

—¿Qué pasa con mis hombres? —replicóempezando a perder la paciencia.

—¡Vuestros hombres han forzado a Vay! —le gritó a la cara.

Su ira le golpeó como una bofetada. Nisiquiera sabía quién era Vay, pero nadie ignorabalo que pasaba tras una victoria, y no habíamucho que se pudiese hacer respecto a eso. Losderrotados lo perdían todo, su hogar, su honor, sunombre, sus mujeres, sus hijos; eso si tenían lafortuna de conservar la vida. Derreck teníaconstantemente presente que era mucho mejorestar entre los vencedores que entre los

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vencidos. Arianne tenía la mala fortuna de estarentre estos últimos y cuanto antes locomprendiese mejor sería. Sin embargo…

—¿Es cierto?Los soldados callaron y se miraron el uno al

otro incómodos.—¿Dudáis de mi palabra? —replicó Arianne

con furia.—¡¿Callaréis alguna vez?! —dijo alzando el

tono de su voz tanto o más que ella—. ¡Y avosotros os he preguntado! —increpóviolentamente a los soldados.

—Payen y Wood se emborracharon yestuvieron alardeando de ello —dijo uno de losguardias ante la mirada torva del otro.

Arianne se volvió hacia Derreck esperandouna respuesta y dispuesta a gritar hastaquedarse sin voz en cuanto él intentase, comoestaba segura de que haría, desdeñar loocurrido.

—Id a buscarlos, ejecutadlos y llevad despuésa la muchacha para que los vea —ordenó confrialdad—. ¡¿Es que no me habéis oído?! —gritó

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amenazador a los guardias cuando vio que no semovían.

—¡Esperad! —interrumpió Arianne.—¡¿Y ahora qué pasa?! —replicó Derreck

comenzando a perder los estribos.—Yo… —dijo insegura, aunque aumentando

en convicción a medida que hablaba—. Creoque sería mejor expulsarlos del castillo y dejarlosa su suerte al anochecer en las laderas delnorte.

Derreck estudió su rostro. Sus ojos seguíanardiendo, pero era un fuego frío lo que vio enellos.

—¿No os basta con que se haga justicia conuna muerte rápida e indolora? ¿Preferís queagonicen lentamente ateridos de frío mientraslas alimañas los cercan? En verdad sois cruel,mi señora.

Arianne no se dejó impresionar y le respondióimplacable.

—Tendrán una oportunidad, y si no, tendrán loque se merecen.

Los labios de él se curvaron en una dura

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sonrisa.—Que así sea, entonces. Se hará como decís.

¡Ya lo habéis oído! —Tan pronto como loshombres salieron se dirigió a ella con la mismaligera indiferencia con la que podría haberlepreguntado si el tiempo era de su agrado—.¿Estáis ya satisfecha?

—¡No! Pero habéis hecho lo correcto —añadió Arianne a regañadientes.

—En realidad, he hecho lo que vos deseabais—matizó en un suave tono cortés que noocultaba su cinismo.

—Era lo justo —afirmó a la defensiva.—Sin duda, si no, no lo habría hecho —le

replicó como si la desafiase a mantener locontrario.

Arianne calló y se apartó uno de losmechones que se habían escurrido de sumaltrecho peinado cayéndole sobre la cara.Ahora que él la observaba se daba cuenta delaspecto que debía de ofrecer. La indignación nole había dejado pensar en nada más y tampocole importaba, y por otra parte no era que él

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luciese muy aseado. ¿Así que con qué derechola miraba así?

—Habéis hecho bien —concedió Ariannequeriendo terminar con aquello y deseandomarcharse lo antes posible—. Iré a decírselo aVay.

—Pero aún no hemos hablado. —La detuvovolviendo a mirarla con incómoda fijeza.

—Está bien. Decid —dijo sobreponiéndose ala turbación que le causaba. A pesar de queacabase de tener un gesto inesperado, no iba aolvidar quién era y lo que había hecho.

Pero él no habló, siguió solo observándola conaquella atención que tanto la molestaba. Parecíatratar de decidirse sobre algo. Cuando Arianneya iba a gritarle si acaso pensaba tenerla allítodo el día, Derreck cambió de opinión.

—Se me ocurre que tampoco ahora es buenmomento para lo que quiero deciros. ¿Qué osparece si lo dejamos para esta noche durante lacena? ¿Me acompañaréis?

Aunque se hubiese tomado la molestia depreguntar, Arianne sabía que no tenía ninguna

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elección.—Si me devolvéis la llave de mi puerta será

para mí una gran dicha salir de mi cuarto —dijoairada.

Él ladeó un poco la cabeza y le sonriósugerente.

—No es mi deseo que esta situación seprolongue. Podéis confiar en mi palabra.

—Todo el reino sabe que vuestra palabra novale nada, sir Derreck —respondió y, si no otracosa, consiguió al menos que la sonrisa seborrase de su rostro.

—Entonces, lady Arianne —replicó molesto yremarcando aquel tratamiento tanto como lohabía hecho ella—, tendréis que confiar en quetodo el reino esté equivocado.

A decir verdad, Derreck había roto tantasveces sus promesas que hacía mucho tiempoque había dejado de llevar la cuenta, pero esoera lo de menos. Estaba intentando y con ungran esfuerzo ser amable con esa mujer, y si noiba a apreciarlo, para cuando viese la diferenciasería tarde para arrepentirse.

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Arianne se debatió entre el impulso de tensarde una vez la cuerda o ceder y ganar algo másde tiempo. Tiempo… No tenía auténtica fe enque el tiempo bastase para arreglar algo, perodespués de todo era lo que siempre había hecho,seguir adelante un día más.

—Entonces, ¿os veré en la cena? —preguntóArianne evitando intencionadamente contestar.

—Nos veremos. Tenedlo por cierto —afirmóDerreck sonriendo seguro de sí mismo.

Pero Arianne le volvió con rapidez la espalday salió dando la charla por terminada. Y para sudisgusto dos nuevos guardias la escoltaron encuanto cruzó la puerta.

Cuando Derreck se quedó solo se guardó susonrisa y maldijo para sí. Sin duda casarse conesa mujer iba a ser una molestia mucho mayorde lo que había pensado.

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Capítulo 14

Harald contemplaba el vacío desde el bordede la muralla occidental. No menos dedoscientos pies de caída vertical le separabandel suelo. Abajo las aguas del Taihne lamían lasmurallas y el río corría raudo y tumultuoso.

Desde donde estaba, podía ver cómo algunoshombres se encargaban de arrojar por encimade la muralla los cuerpos sin vida de los caídosla víspera para que el río se llevase sus restos.Los cadáveres desaparecían al instanteengullidos por la corriente. Harald los conocía atodos y sin duda era justo que corriese la mismasuerte que ellos.

—Te lo preguntaré de nuevo —dijo una vozfría a sus espaldas—. ¿Tienes idea de cómo

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hacer bajar ese paso?El paso estaba justo enfrente de ellos. Harald

lo había cruzado muchas veces a lo largo de suvida, escoltando a sir Roger o por su cuentacuando era más joven y aún pensaba endiversiones. Las noches eran dulces como lamiel más allá del paso si sabías dónde buscar.Ahora lo recordaba con añoranza y le parecíamentira que hubiese transcurrido tanto tiempo.La vida era muy breve, pensó. Se le habíaescurrido de entre las manos sin darse cuenta ynunca imaginó que la terminaría así, pero dealgún modo había que terminarla.

—No sé cómo bajar el paso y si lo supiesetampoco te lo diría —le contestó con el pocoorgullo que le quedaba. Y no era más que laverdad. No lo sabía, nadie más lo sabía, solo sirRoger y Yorick y los dos estaban muertos.Harald pensó que eso debería ser un consuelopara él, para sir Roger si hubiese tenidooportunidad de saberlo. Pero en el fondo ledolía. El secreto del paso perdido de nuevo, talvez para siempre. Svatge no era nada sin el

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paso, no serviría de nada. Cuando locomprendiesen, ellos también terminarían porabandonarlo, quedaría vacío e inútil, olvidado detodos. Como él mismo caería muy pronto en elolvido.

Harald sintió el filo de una espada contra sucuello, cerró los ojos y ofreció su alma a quienquiera que quisiera acogerla. Estaba listo parapartir.

—Piénsalo bien, viejo. Si tú mueres, ¿quiéncuidará de la dama?

Harald abrió de nuevo los ojos alarmado.Arianne. ¿Quién protegería a lady Ariannecuando supiesen que el castillo no valía nada?Que no había forma de bajar el paso salvo quela siempre voluble fortuna tuviese a bienfavorecer al primer desvergonzado que intentaseabordarla. Harald no tenía ninguna certeza, peroera sabido que la suerte no solía acompañar aquienes intentaban forzarla. Y si el pasoquedaba inutilizado, ¿a quién le importaríaentonces la suerte de Arianne? A Harald leimportaba y le preocupaba, pero ¿cómo podría

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él, que no era más que un viejo inútil yfracasado, protegerla?

—Se acabó tu tiempo —dijo Feinn y laespada se clavó en su espalda empujándolehacia el vacío.

—¡Espera!La presión aflojó mínimamente. Harald sintió

cómo su cuerpo tiraba de él hacia abajo. Seríafácil y sencillo acabar con todo y no tenía miedoa morir, pero no podía dejar sola a Arianne,incluso aunque no tuviese la menor idea decómo ayudarla.

—¡No sé cómo bajar el puente, pero puedointentarlo! ¡Vi cómo lo hacía Yorick muchasveces! ¡Tal vez no sea tan complicado! —dijodesesperado, aunque era falso, pues nadie podíaacompañar a Yorick mientras bajaba el paso.

La espada continuaba clavándose en su piel,pero de pronto dejó de hacerlo provocando quese desequilibrara. Una mano le sujetó.

—Está bien —dijo Feinn inalterable—.Entonces, inténtalo.

Dos hombres cogieron a Harald y lo

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empujaron hacia las escaleras, se golpeó contrael muro y por poco cayó rodando por ellas.Agotado y magullado comenzó el largo descensomientras intentaba no pensar en cuánto mejorhabría sido saltar de una vez por la muralla.

—No sabe nada —aseguró Feinnacercándose al fuego que ardía en una granchimenea, pues incluso él era humano y tambiéntenía necesidades. La noche había caído ya,fuera estaba helando y dentro tampoco hacíamucho calor.

—¿Estás seguro? —preguntó Derreckinsistiendo, aunque sabía de la eficacia de losmétodos de Feinn.

—Estoy seguro. Ha mentido para intentarganar tiempo, pero no tiene la menor idea.

—¿Y qué has hecho con él?—Ha pasado la tarde probando

combinaciones y asegura que lo conseguirá,pero si ocurre será por suerte y tampoco creoque tenga verdadero interés por lograrlo. Ahora

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está en las celdas. Hasta que dispongáis otracosa.

Derreck meditó sobre ello. Tendría que ponera alguien de confianza a trabajar en eso. Nopodía ser tan difícil.

—Que siga en las celdas por ahora. ¿Y tú?¿Crees que podrías conseguirlo?

Feinn lo pensó. No había manera de sacar laverdad a un montón de engranajes, era más biencuestión de paciencia. Feinn también sabía serpaciente.

—Puedo intentarlo.—Entonces, encárgate. Coge todo lo que

necesites.Feinn asintió y, como ya no tenían nada más

que tratar, se retiró. El rápido rumor de pasos enel corredor advirtió a Derreck de la llegada deArianne. Había dispuesto que sirvieran la cenaen la estancia en lugar de en el comedor comúny todo estaba preparado, solo faltaba ella.

Arianne apareció vestida por entero de negro,con un vestido que la cubría desde el cuellohasta la punta de los dedos, el cabello recogido

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con severidad y una actitud no menos animosaque la que había mostrado hasta el momento. Ytodo ello en conjunto le desagradóprofundamente.

—¿Qué habéis hecho con Harald? —preguntó nada más entrar.

—Harald está perfectamente. ¿No osenseñaron a saludar cuando se llega a algúnsitio?

—¿Es que no tenéis suficiente gentealrededor para que os salude y os halague? ¿Porqué os lo habéis llevado? —continuó sin darletiempo a responder a su primera pregunta.

—Porque ya estaba recuperado y teníamosasuntos que tratar.

—¡Quiero verlo!—Lo veréis, pero en otra ocasión —zanjó él

—. Y ahora, si no os importa, preferiría cenar.Os estaba esperando —dijo señalando a lamesa.

Arianne perdió por un momento su seguridad.—¿Aquí?—Sí, aquí. ¿No os parece más cómodo? —

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dijo a la vez que cogía una de las sillas y se laofrecía para que se sentase.

La miraba con un gesto atento y conciliadorque confundió un tanto a Arianne. Sonreía denuevo con aquella sonrisa que estaba más ensus ojos que en su boca y parecía muyinteresado en conseguir su atención. En verdad,no tenía por qué esforzarse por eso, ya teníatoda su atención. Arianne se dejó dedivagaciones y tomó asiento en la silla que él leofrecía. Derreck sonrió complacido a susespaldas y se sentó frente a ella.

Lo primero que hizo fue llenar las copas deambos, luego tomó la suya y la vació de un solotrago. Su sonrisa se hizo más amplia y relajada.Arianne cogió su copa y mojó apenas sus labios.Podía sonreír cuanto quisiera. Nunca tendría susimpatía.

—No pretendo ganarme vuestra estima, miseñora —comenzó como si Arianne hubieseexpresado sus sentimientos en voz alta—. Yaimagino que no gozo de vuestro aprecio.

—También yo supongo que en poco o nada os

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importa mi aprecio o mi desprecio —dijoArianne mientras comenzaba a cenar, porquetampoco era cuestión de desaprovechar eltiempo y aunque los guardias le habían llevadocomida en abundancia, ahora tenía un hambreatrasada y atroz a todas horas.

—¿Si os dijese que os equivocáis mecreeríais?

Clavó en ella una mirada profunda yacariciadora que tuvo como efecto enervar aúnmás a Arianne.

—Creería que pensáis que soy estúpida —contestó mientras sus dedos se crispaban en loscubiertos.

Derreck se rio muy suavemente y sin ruido yle respondió en voz baja y cálida.

—No nos conocemos mucho aún, pero osaseguro que no me habéis parecido estúpida.

—Disculpad si no os digo lo que pienso devos —replicó Arianne con sarcasmo y eso lehizo reír a él otro poco y picó más a Arianne.No tenía el menor deseo de divertir a Derreck—. ¿Eso os complace?

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—¿Por qué no habría de complacerme? ¿Quées lo que me diríais? ¿Que me valí de un ardidpara tomar el castillo? ¿Que fui más astuto, másrápido y más fuerte que los que pretendíancortar mi cabeza? Quizá os sorprenda, pero letengo un estúpido aprecio a mi cabeza y piensoque no queda del todo mal sobre mis hombros—terminó Derreck mientras volvía a llenar sucopa y la miraba como si esperase que Arianneestuviese de acuerdo al menos en eso.

—Fuisteis vos quien empezó con esto.Él volvió a reírse, esa vez con menos humor, y

tardó más en responder.—¿Lo creéis? ¿Y qué si es así? Lo que

importa es quien queda al final.Su gesto amable había desaparecido para

mostrar una mirada hosca que estremeció aArianne. Bajó los ojos y deseó estar ya en sucuarto.

Derreck comprendió que había bajado laguardia demasiado pronto. Se había propuestomostrarse todo lo engañosamente galante quefuese preciso e incluso fingir algo de falso

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arrepentimiento, pero quizá porque intuía que erainútil o tal vez porque se había cansado inclusoantes de empezar, el hecho era que su intenciónprimera no había tardado en desaparecer.

Arianne evitaba ahora mirarle y concentrabatoda su atención en su plato. Estaba pálida ytensa, pero más serena que en anterioresocasiones. Derreck se hartó de golpe de todoaquello. Lo mejor sería dejarse de farsas yterminar cuanto antes, solo que Arianne se leadelantó.

—¿Así que habéis hecho esto con quémotivo? ¿Qué es lo que buscáis? ¿Conquistar eloeste? ¿Derrocar al rey?

—No soy tan ambicioso, señora —dijovolviendo a sonreír ante su gesto de incredulidad—. Por ahora me conformo con quedarme conel paso.

—El oeste nunca permitirá que os quedéiscon el paso —afirmó convencida.

—Lo veremos…—Además —dijo Arianne interrumpiéndole y

dando voz a una esperanza que no había dejado

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de alentar en su seno—, ¿sabéis acaso cómobajar el paso?

Le bastó con ver cómo sus ojos seentrecerraban un instante para confirmar sussospechas. Si la mirada de él se oscureció, la deArianne se iluminó radiante. Derreck no iba amolestarse en mentir para negar algo que ella yaadivinaba.

—No, aún no. Resulta que el guardián sequitó él mismo la vida cuando cayó el castillo.¿Eso os hace feliz?

—Conocía a Yorick desde que era niña. Sumuerte es solo responsabilidad vuestra —sedefendió rápida y desviando la culpa por laalegría que sentía.

Arianne lamentaba la muerte de Yorick, comotodas las otras, pero la satisfacción por saberque no podrían ir más allá del Taihne era en esemomento superior a cualquier otro sentimiento.

—Él solo decidió su muerte. Esextremadamente fácil morir, señora, y a todospuede ocurrirnos en cualquier momento. Es másdifícil decidir cómo queremos vivir.

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Su expresión consiguió enturbiar la alegría deArianne, pero se aferró a la seguridad de queesa muerte al menos no sería en balde. Nadiearrebataría ya a Yorick su secreto.

—Y vos decidís por los demás.—Solo si es imprescindible.Imprescindible para colmar sus caprichos,

pensó Arianne para sí.—En cualquier caso estáis perdiendo el

tiempo. Haríais mejor en volver por dondehabéis venido.

Eso volvió a hacerle reír para mayor irritaciónde Arianne, que estaba empezando a descubrirque prefería sus amenazas veladas a soportaraquella molesta arrogancia.

—No me iré a ningún otro sitio. He venidohasta aquí para quedarme y tened la seguridadde que no me marcharé sin conseguir lo quepretendo.

—¿Y qué es lo que pretendéis? —preguntóArianne cansada ya de alargar aquel juego.

—¿Qué pretendo? —Derreck se detuvo ensu mirada y comprendió que no merecía la pena

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perder el tiempo ni con halagos ni con rodeos.Imaginó cuál sería su respuesta, pero a su vezcomprobó con repentina sorpresa loimperiosamente que lo deseaba. Era apenas unrequisito de compromiso, pero ansiaba hacerlaceder, deseaba desarmar esa superioridad con laque ella le hablaba, le miraba y apenas letoleraba. Y él era voraz en sus deseos, a duraspenas los contenía y solo con el objeto de verloscumplidos a la mayor brevedad—. Pretendo quela corte y todo el reino acepten mi derechosobre el paso y sobre Svatge, y para eso, comopodéis comprender, lo mejor, lo necesario y lomás adecuado es que os convirtáis en miesposa.

No la cogió por sorpresa. En realidad, lo habíasupuesto desde la primera vez que la habíahecho llamar, aunque no por eso la enfureciómenos que para él, como para otros antes, ellafuese algo que se pudiese simplemente tomarsegún su voluntad.

Su respuesta sonó con absoluta firmeza.—Podéis olvidaros de eso. No voy a casarme

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con vos.Derreck volvió a sonreír con cinismo.—¿Y me diréis por qué?—¿Necesitáis saber las razones?—Si no os importa complacerme —replicó

con maldad.—Ni siquiera sabría por dónde empezar. Os

desprecio, os aborrezco y os detesto. ¿Essuficiente?

—¿Para evitar que nos casemos? —preguntócomo si eso no significase apenas nada—. Losiento, pero creo que no.

—Para evitarlo bastará con que me niegueante el consejo y nunca aceptaré.

—Ibais a casaros con uno de los retoños deFriedrich Rhine. En mi opinión, saldréis ganandocon el cambio. No os habría gustado Bergen. Encambio, si aceptáis, prometo no molestarosapenas… —dijo sonriendo malicioso—.Seguiréis siendo la señora de este castillo ypodréis hacer… —Derreck se detuvo unmomento dudando—. Bien, supongo que podréishacer lo que sea que hicieseis antes.

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—¿Y qué pasará si no acepto? —replicótratando de contenerse.

—Si no aceptáis, no será tan bueno —selimitó a contestar, aunque Arianne sabía porexperiencia, mejor de lo que Derreck imaginaba,lo que podría llegar a ocurrir.

—No acepto —respondió a la vez que selevantaba de la mesa y le miraba aprovechandola ventaja que le daba quedar a más altura queél.

—Entonces tendréis que seguir encerrada envuestras habitaciones hasta que cambiéis deopinión —dijo pretendiendo amedrentarla. AArianne casi le entraron ganas de reír y estuvopor preguntarle si eso era lo peor que se leocurría, incluso Derreck se dio cuenta de que nola había impresionado—. Y tampoco quierovolver a veros vestida de negro. Es un color queno os favorece y además no me gusta —añadióy le complació ver que eso la irritaba más.

—No cambiaré de opinión y me vestiré comome parezca y no podréis hacer nada paraimpedírmelo.

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—¿De veras? Para empezar, si os volvéis avestir así haré quemar todos vuestros vestidos yentonces podréis ir desnuda.

—No seréis capaz.—Probad a ver…Arianne sintió como sus ojos la desnudaban

con la misma intensidad con la que lo habríanotado si lo hubiesen hecho sus manos. Lacalidez de esa mirada pareció transmitirse a supiel y sintió el calor del rubor ardiendo en susmejillas, pero el frío era más fuerte y podía másque cualquier otra cosa.

—Me dais asco —pronunció lenta yquedamente.

El frío lo apagaba todo y apagó el brillo de losojos de Derreck.

—Pues no habéis hecho más que empezar aconocerme.

El silencio se volvió también frío, como lo erael aire a su alrededor. Arianne solo queríamarcharse y por eso sus siguientes palabrasfueron un alivio.

—Retiraos. —No esperó a que se lo dijera

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dos veces. Cuando ya tenía la mano en el pomode la puerta le oyó llamarla de nuevo—. LadyArianne…

Se volvió despacio para encontrarse otra vezcon sus ojos que, si antes deseaban arrancarle laropa, ahora parecían querer traspasarla.

—Es solo una idea estúpida… ¿Porcasualidad no sabréis vos cómo hacer funcionarel paso?

No tardó mucho en responderle. No más delo que se tarda en encontrar una réplicaadecuada.

—Decís bien, es una idea estúpida. Ningunamujer de mi familia tuvo nunca acceso alsecreto del paso y pensar otra cosa es tan neciocomo creer que bastaría con llegar aquí paraquedaros con lo que no os pertenece. —Él nocontestó, solo continuó observándola con aquellamirada que conseguía ponerla nerviosa—.¿Puedo marcharme ya? —preguntó impacientey molesta.

—Marchaos —respondió y Arianneaprovechó para salir de allí con la mayor

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presteza que pudo.Derreck se quedó solo en aquella habitación

grande y desangelada. La chimenea languidecíay la ausencia de comodidades hacía aún másdesagradable aquella estancia. Tendría quehacer muchos cambios si iba a quedarse allí yahora más que nunca estaba determinado ahacerlo.

Tendría a Arianne aunque le odiase por ellotodos y cada uno de los días de su vida, y tendríatambién ese paso cuando la tuviese a ella.

Y es que era tan seguro como que algún díamoriría que esa mujer mentía.

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Capítulo 15

Willen revisó satisfecho las mercancías quesus caravanas acababan de llevar al castillo.Alfombras, damascos y delicados brocados, todotraído de oriente, comprado en buen cobre y listopara ser revendido y tasado a precio de plata. Elproblema del paso había sido una contrariedad,pero Willen había encontrado en Derreck laoportunidad para compensar esa decepción. Lasarcas de Svatge estaban llenas y Derreckestaba dando buena cuenta de ellas. Además,Willen pensaba enviar en breve sus caravanas alnorte y esperaba sacar de esa expedición tantoo más provecho de lo que habría obtenido en eloeste. Así que por el momento no tenía ningunaprisa por que las cosas fuesen de otro modo.

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También, al menos en su opinión, Derreckparecía estar moderadamente satisfecho. Estabahaciendo muchas mejoras en el castillo y habíaestablecido su posición con seguridad. Lo peorera el paso. Hacerlo funcionar parecía pocomenos que imposible. Incluso Feinn, aunque nolo reconociese, comenzaba a desanimarse. Porfortuna, en los últimos días, habían llegado aSvatge emisarios del norte y allí no parecíanapenados por la noticia. Si no se podía llegar aloeste, tampoco desde el oeste se podía llegarhasta allí. Por ahora con eso era suficiente y lospríncipes de Langensjeen felicitaban a Derreckpor su éxito. Del oeste no había llegado nada,pero los vigías habían avistado grupos de jinetesde todas las antiguas casas que se acercaban,para comprobar por sí mismos y desde la otraorilla del Taihne cuál era el estandarte queondeaba ahora en Svatge.

También habían ido llegando las respuestas alos mensajes de Willen solicitando laconcurrencia de los caballeros necesarios parareunir el consejo que diese validez al enlace de

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Derreck con Arianne. Todos los requeridoshabían contestado aceptando y preguntando lafecha en la que la ceremonia se celebraría. Pordesgracia, ese era un aspecto en el que no sehabía avanzado nada.

Arianne bajaba escoltada al comedor comúntodos los días y todos los días se sentaba a laderecha de Derreck y, una vez allí reunidos, losdos se dedicaban a intercambiar desprecios einsultos en un duelo constante por proferir elcomentario más hiriente.

A Willen le agotaba y le amargaba lascomidas esa permanente y desagradable tensión,aunque hubiese jurado que Derreck, en cambio,disfrutaba enormemente con ello, y él no locomprendía porque esa mujer tenía una lenguaafilada como la de una serpiente, y en verdadtenía que ser un verdadero castigo estar casadocon ella. Sin embargo era necesario, Willen locomprendía tan bien como debía comprenderloDerreck. Por ahora el enlace podía demorarseporque el paso estaba inservible, pero cuandoestuviese de nuevo abierto, se necesitaría algo

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más que la fuerza para hacer frente a losejércitos del otro lado del Taihne. Ni siquiera eraseguro que los esponsales fueran suficiente,aunque al menos era un comienzo.

Por eso, en cuanto llegó el último mensaje fuea comunicárselo a Derreck. Lo encontró junto ala muralla que daba al oeste.

—Sir Derreck, ¿interrumpo?—No hay nada que interrumpir —respondió

malhumorado. Willen no se sorprendió. Estabaya acostumbrado al variable humor de Derreck—. ¿En verdad habéis visto con vuestrospropios ojos que ese maldito paso haya bajadoalguna vez?

—Lo cierto es que sí —reconoció Willen sinfaltar a la verdad—. No os preocupéis. Seguroque daréis con ello cuando menos lo esperéis.

—Sí, tal vez… —convino Derreck sindemasiado entusiasmo.

—Y hablando de cosas que han de acontecer—sugirió Willen, aun a sabiendas de que esetema era tan poco del agrado de Derreck comoel anterior—, ya tengo la respuesta de los doce

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nombres que se necesitan para la ceremonia.Solo hace falta que fijéis una fecha.

Derreck frunció el ceño y miró a Willen comosi tuviese la culpa de todo.

—¿Una fecha? ¿Por qué no se lo preguntáisa ella?

—¿A ella? —dijo Willen sin saber cómoresponder a eso—. Si creéis que esconveniente…

—Lo que creo es que deberíais habermedicho que esa loca ya rechazó a algún otroimbécil ante el consejo, y que además se habíanegado a casarse con el hijo del idiota de Rhine.¿Por qué no me avisasteis de que esa mujer noestá en sus cabales?

—Bueno —se defendió tímidamente Willen—, yo no sabía todos esos detalles. Es ciertoque había oído que la dama era un poco peculiar,pero pensé que dadas las circunstancias…

—¡Pues ya veis cuáles son ahora lascircunstancias! —le replicó furioso Derreck—.¿Esperáis que haga venir a esos doce engreídospara darle el placer de despreciarme delante de

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todos? ¿O es que acaso vais a decirme que nosería capaz?

Willen no se atrevía a decir tal cosa. Todoslos días tenía ocasión de ver cómo Ariannerespondía con descarados desplantes a todos losgestos de Derreck. Si él le servía vino, ella noprobaba ni una gota. Si le preguntaba cómohabía pasado el día, Arianne contestaba querogando por que él contrajese algún tipo defiebres malignas. Si con la colaboración siempreatenta y servicial de Willen se encargaba de quele hiciesen llegar uno de los más exquisitos ypreciosos vestidos que doncella alguna habíalucido en el reino desde Ilithe hasta Aalborg, seencontraban con que antes de concluir el día, elvestido acababa en el patio del castillodestrozado por las chiquillas que tiraban de él,ansiosas por volver a probárselo. Era algo muymolesto, si no fuera porque Willen pensaba quea Derreck en el fondo le divertía importunar aArianne. Pero ese no era el tema ahora.

—Sí, estoy de acuerdo en que sería capaz —dijo Willen imaginando la escena sin la menor

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dificultad—. Quizá deberías cambiar detáctica…

—¿Qué demonios queréis decir con cambiarde táctica? —gruñó él aún enfadado.

—Bien, ya sabéis, se pasa el día encerrada ysolo sale para las comidas y no es que estassean muy agradables…

—¡No, no lo son, porque es una maldita arpía!—Cierto, pero también podría haber quien

opinase que vos tampoco ponéis mucho devuestra parte.

—¡Que no pongo de mi parte! ¡Ni siquiera sécómo le consiento que me hable así! —exclamóDerreck en un nuevo arranque de furia.

—Tenéis mucha razón —aseguró Willentratando de no contrariarle—, pero reconocedque no sois muy suave con ella. Quizá sihicieseis algo que verdaderamente le agradase,algo que fuese de su gusto y no del vuestro…—sugirió Willen.

—¿Algo como qué? —dijo Derreckimpaciente.

—No lo sé —contestó Willen vacilante—.

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Ciertamente es una dama muy difícil decomplacer. ¿Qué tal si hacéis venir un juglar? —apuntó sin mucho convencimiento, y por laexpresión de Derreck comprendió que su ideano era bien acogida.

—Creo que sois un necio y no sé por qué ospregunto nada —dijo Derreck dando porterminada la conversación.

—¡Siempre oí decir que la música amansabaa las fieras! —replicó Willen a su espalda.

Derreck no se molestó en contestar. Lo ciertoera que todo lo relacionado con Arianne lefastidiaba enormemente. Había esperado quefuese cediendo con el paso de los días, pero lasituación no solo no había mejorado, sino queincluso, si era posible, había ido a peor. Noimportaba cuánto se propusiera ser cortés ygalante, Arianne siempre sacaba a relucir suspeores instintos. Y seguía necesitando ganarsecon urgencia su confianza, lo necesitaba por elnombre y por el paso, sobre todo si, comosospechaba, Arianne sabía más de eso de lo queadmitía. Claro que había muchos otros métodos

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para sacar a alguien la verdad y Feinn conocíaunos cuantos, pero Derreck, inexplicablemente,se resistía a recurrir a ellos.

Se reprochaba a sí mismo esa muestra dedebilidad y apenas se justificaba diciéndose quesiempre podía usarlos como último recurso. Porotra parte, se decía, era más que posible que nisiquiera las amenazas hiciesen cambiar de ideaa Arianne. Había algo desesperado y fuera dejuicio en ella. Algo imprevisible e inaprensible.Algo que Derreck deseaba tener, pero que nopodía tomarse por la fuerza.

Era un problema sin solución y pensar en elloempeoraba peligrosamente su humor. Derrecknecesitaba hacer algo que consumiese susenergías. Desde que había llegado a Svatge sehabía sentido limitado y contenido. Quizá eranlas montañas, quizá ese castillo que acababa enun lugar que no iba a ninguna parte.

La mañana era fría, como lo eran todas allí,pero no parecía que fuese a nevar. Un buen díapara salir de caza. Nada de partidas. Solo él ysu caballo y un par de hombres para llevar las

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piezas. La idea le animó al instante y se dispusoa ponerla en práctica. Mientras se dirigía hacialas caballerizas tuvo otra ocurrencia. Su primerareacción fue rechazarla, tenía derecho a un pocode tranquilidad, por otra parte…

Se detuvo a considerarlo más despacio. Podíaser un modo de congraciarse con ella comosugería Willen, aunque lo más probable fueseque solo consiguiese amargar su mañana.

No necesitó pensarlo demasiado. En el fondo,odiaba la tranquilidad.

—Sir Derreck desea que le acompañéis acabalgar, señora.

Arianne se quedó parada en el centro de lahabitación mientras el hombre aguardaba. Sabíaque estaba esperando que lo dejase todo almomento y saliese presurosa tras él. Y no eraque estuviese haciendo nada en particular, perosi lo hubiese hecho, habría tenido queabandonarlo para satisfacer los deseos deDerreck.

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Arianne pensó en explicarle con total claridada aquel hombre lo que podía hacer Derreck consus deseos, pero también imaginó lo queocurriría entonces y no estaba dispuesta a que lavolviesen a llevar otra vez a rastras por lasescaleras.

A duras penas conseguía tolerar aquella vidade constante humillación. Con sir Roger lascosas no fueron nunca fáciles, aunque al menosmantenía cierta independencia y cierta posiciónen el castillo. Ahora además tenía que soportara aquel hombre, sus burlas perversas, suspalabras mordaces, su empeño constante pordemostrar que ella nada podía contra él.

Aunque hubiese intentado hacer como si no leimportase, aquello era una dura prueba: seguirencerrada entre esas cuatro paredes un día trasotro y salir de ellas únicamente para ver lalacerante sonrisa de Derreck. Y ahora él queríasalir a cabalgar.

—Espera fuera —le dijo al soldado—. Mecambiaré de ropa.

El hombre salió. Arianne abrió su arca y sacó

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las prendas que usaba para las monterías. Lascalzas bajo el vestido y su capa más abrigada.Por fortuna, era verde oscura y no negra,porque a la mañana siguiente de suconversación con Derreck, los soldados habíanesparcido por el suelo toda su ropa y se habíanllevado todo aquello que fuese de color negro.Arianne los habría mandado azotar, si alguien lahubiese obedecido aún en el castillo, claroestaba. Al menos habían dejado todo lo demás.

Se cambió sola, ya estaba acostumbrada, niMinah ni Vay la acompañaban. Minah estabacasi senil. La pérdida del castillo había sido ungolpe imposible de asumir para ella y creía estaren Ilithe y se pasaba el día preguntando porDianne. Vay aparentaba estar bien, peroArianne seguía preocupada por ella y la echabade menos, solo la veía de lejos por loscorredores.

Se puso las botas, se ató la capa y salió alcorredor. El soldado la escoltó hasta el patio. Laclaridad le hizo guiñar los ojos. Era un día fríopero sereno y despejado y aún quedaban

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muchas horas de luz.Sí, pensó Arianne, tenía razón Derreck, era

una mañana perfecta para salir a montar acaballo.

La estaba esperando en las caballerizas. Apesar del frío llevaba la capa abierta y un pococaída sobre los hombros, la espada colgaba a unlado en su cinto y su ropa y sus botas estaban,como era usual en él, usadas y desgastadas. Apesar de su apariencia descuidada, allí, de pie yerguido en toda su altura, Arianne podía sentircon plena claridad toda la fuerza y la violenciacontenidas que su presencia emanaba. Desdeluego así era, Arianne lo sabía y lo reconocía,Derreck era un peligroso rival.

—Me alegra que hayáis decididoacompañarme, mi señora —la saludórepresentando nuevamente aquella farsa quetanto debía de agradarle.

—Quizá si os caéis del caballo y os partís lacabeza yo también disfrute —respondióArianne. Felizmente, nunca se le agotaban lasréplicas en las que desearle todo tipo de

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desgracias.—¿Verdad que la mañana se presenta

espléndida? —replicó Derreck haciendochasquear la lengua a la vez que subía a sumontura—. Coged un caballo y no os alejéisdemasiado. No quiero perderme ninguna devuestras dulces frases.

Arianne entró a las caballerizas. Habíamuchos caballos nuevos, de una raza distinta ala que montaban en Svatge, fuertes y robustos,útiles para recorrer largas distancias. Arianne noconfiaba en ellos. Se alegró al encontrar a unoque le era familiar. El caballo también lareconoció.

La guardia presentó armas a su paso y elpuente bajó para ellos. Ella sintió una emociónespecial cuando cruzó la puerta. Tantas veceshabía temido no volver a hacerlo… Pensó enmirar atrás, pero resistió el impulso y continuó almismo ritmo, sujetando las riendas con una solamano, la vista fija hacia el frente y la mirada deél constantemente observándola.

Cabalgaron así un buen trecho, siguiendo en

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silencio la senda que se internaba en el bosque.El tiempo había dado una tregua y había muchosclaros de hierba entre la nieve. Arianne pensóque el bosque estaba aquella mañanasingularmente hermoso y tranquilo. Tan hermosoque de alguna extraña manera le dañabacontemplarlo. Quizá fuera solo que hacíamuchas semanas que no salía del castillo.

—Las cosas podrían ser más sencillas,señora. Bastaría solo con que vos consintierais.

Su maldita voz insidiosa vino a turbar la pazque sentía. Sencillas para él. Amoldadas a sucapricho y con arreglo a su ambición.

—¿Pensáis que basta con sacarme a que medé el aire para hacerme cambiar de opinión?¿Por qué no probáis a dejarme pasar la noche alraso?

—Es una gran idea. ¿Queréis comenzar estamisma noche? Quizá cuando sintáis que osestáis congelando pueda ayudaros a entrar encalor.

Las manos de Arianne se aferraron con másfuerza a las riendas de su caballo y sus botas se

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afirmaron en el estribo. Arianne le odiaba, perole odiaba aún más cuando hacía ese tipo dealusiones. La forma en que daba por hecho quepodría simplemente tomarla y que Ariannehallaría algún placer en ello. Tuvo que hacer unenorme esfuerzo por controlarse y seguir almismo paso.

—No me habéis dado una respuesta… —insistió sin dejar escapar la ocasión demolestarla un poco más.

—Preferiría pasar la noche con una manadade lobos antes que con vos —respondió sinmirarle.

Le oyó reír con aquella risa suave y perversaque tantas veces bailaba en su rostro. Tambiénodiaba esa risa.

—Entonces, si una manada de lobos seacercase ahora mismo, ¿correríais hacia ella?

—¿Me dejaríais correr? —preguntódeteniendo su caballo y volviéndosebruscamente hacia él.

Derreck también se detuvo y sostuvo sumirada sin vacilar.

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—No —respondió al cabo—, no si pudieraevitarlo.

—Entonces, ¿para qué preguntáis? —dijoArianne con voz seca reanudando la marcha.

Aparentemente no seguían un rumbodeterminado, pero Arianne sabía hacia dónde sedirigían. Por eso no se extrañó cuando le oyómaldecir.

—Pero ¿qué demonios es esto? —dijoapartándose del rostro algo que no se veía.

—No es nada. Ignoradlo. —También ellasentía ahora los finos hilos invisibles y pegajososrozando su piel—. Son solo telarañas.

—¿Ignorarlo? Es asqueroso —se quejó—.Dad la vuelta y vayamos por otro sitio.

—Es solo este tramo. Ya casi lo hemospasado.

—Solo telarañas… —protestó—. ¿Qué clasede arañas tenéis aquí que no mueren ni con estefrío atroz?

Arianne no contestó, pero recordó lo que lagente contaba de ellas.

—Los hombres dicen que son buenas. Las

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telas atrapan a los malos espíritus y así nopueden causar ningún daño.

—¿Solo a los malos? ¿No tienen efecto sobrelos buenos? —preguntó alzando las cejassarcástico.

Ella se encogió de hombros.—Es lo que dicen.Derreck se fijó en su perfil sereno e

indiferente. Cuando callaba se sentía impulsadoa hacerla hablar, aun sabiendo que sus palabrasno serían gratas…

—¿Y qué más dicen?—Es solo un cuento viejo. Os aburriría.—Me gustan los cuentos.Por un momento Derreck pensó que aquella

era una muy buena razón para que ella callase,pero extrañamente Arianne prosiguió.

—Dicen que, antes de que se levantase elpaso, vivía en estos bosques una ninfa. Noconocía a los hombres porque ninguno habíallegado hasta aquí, pero cuando llegó el tiempoen que los antiguos levantaron el paso, loshombres lo invadieron todo. Molestaron a los

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animales, ensuciaron las aguas, cortaron losárboles… y también enfurecieron a la doncella.

—El mundo está lleno de mujeres irritables —apuntó él.

Arianne siguió como si no lo hubieseescuchado.

—Los hombres comenzaron a notar que algoextraño ocurría. Las piezas de caza se lesescapaban cuando ya casi las tenían en susmanos, el tiempo cambiaba inesperada einexplicablemente y eran muchos los que caíanenfermos e incluso morían sin motivo. La genteempezó a decir que todo era culpa del espíritudel bosque y los más prudentes temían haberlaofendido. —Arianne calló y esperó otro ácidocomentario, sin embargo esa vez no llegó—,pero resultó que uno de aquellos recién llegadosera un guerrero que no temía ni a los dioses ni alos hombres y se jactó diciendo que encontraríala forma de detener a la doncella. Algunos serieron, otros le animaron, a él no le importó.Había oído contar que era posible verla a vecesmientras se bañaba en el río. El soldado esperó

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muchos días y muchas noches. La gente que lehabía animado al principio se había olvidado deél, y los que le querían bien le decían quedesistiese, pero era obstinado y no se dejabaconvencer. Una mañana fría se despertó. Lanieve le había cubierto casi por completo, estabaaterido y se dijo que quizá había llegado elmomento de renunciar, pero el frío le daba sueñoy pensó que tal vez podría dormir un rato másantes de levantarse y abandonar. Fue entoncescuando la vio, radiante como salida de suspropios sueños. Ella no le veía porque la nieve leocultaba. Se acercó a la orilla y saltó al agua sinimportarle lo helada que estuviera. El hombre sedespertó del todo y antes de que pudiese darsecuenta la capturó lanzándole una red. La ninfaluchó y se debatió asustada, pero atrapada comoestaba no tenía ningún poder…

Sin ser consciente, la voz de Arianne sonabamelancólica. Derreck la escuchaba hipnotizadoy no conseguía apartar sus ojos de los de ella,que erraban perdidos sin mirar hacia ningunaparte.

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—Ella suplicó y rogó y le ofreció todo tipo depromesas si la liberaba, pero el guerrero sehabía prendado de la doncella y ahora ya nada leimportaba. Solo deseaba poder contemplarla.

Arianne calló y Derreck temió que nosiguiera, y aunque sospechaba que la historia notendría un final feliz quería saber cómoterminaba.

—¿Y qué más ocurrió? —preguntó con vozronca.

El tono de Arianne pasó sin transición de lamelancolía a la aspereza.

—¿Qué os importa lo que ocurriese? ¡Sonsolo historias para entretener a los niños!

—¡Aun así me gustaría saberlo! —replicófurioso porque siempre conseguía alejarlecuando apenas comenzaba a acercarse a ella.

—Ocurrió —dijo Arianne con la voz rápida eimpaciente de quien está deseoso por terminaralgo— que la doncella murió de pena y cuandosu espíritu abandonó aquel cuerpo se refugió enel de una araña, que era la única que le hacíacompañía allí donde aquel hombre la había

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encerrado, y cuando él regresó aquella noche averla, la araña le picó en el tobillo y le mató.

—¿Murió de la picadura de una araña? —dijoDerreck escéptico—. ¿Y así acaba la historia?

—No, aún sigue. Según cuentan, el alma de élse quedó para siempre atrapada en el bosque yla doncella tendió las redes para que se quedaseenredado en ellas y sufriese lo mismo que él lehabía hecho sufrir —terminó Arianne sinmolestarse en mirarle.

Derreck no se inmutó. Era una historiademasiado obvia para molestarse por ello.

—Pues no termina tan mal para lo queesperaba. Diría que al final el hombre consiguiócuanto pretendía… —Para su satisfacción esaspalabras hicieron que Arianne se volviera haciaél—. Toda la atención de la doncella.

La furia brilló brevemente en los ojos deArianne. Derreck pensó como muchas otrasveces que había pocas mujeres que resultasentan bellas cuando se enojaban.

—Sabía que os gustaría —dijo Arianne conuna expresión extraña en su rostro—. ¿Queréis

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ver el lugar donde él la encontró?—¿Aún acuden más doncellas a bañarse allí?

—preguntó con interés.—No lo creo, pero está muy cerca. ¿Queréis

probar? Tal vez tengáis suerte.A Derreck le sorprendió que le siguiese la

corriente en lugar de insultarle o dirigirle nuevaspalabras de desprecio. Por alguna razón Ariannedeseaba ir a ese lugar y ahora él sentíacuriosidad por saber el motivo, y además sesuponía que la idea era hacer algo que a ella leagradase.

—Claro, ¿por qué no? Vayamos…Arianne avivó el paso. Los soldados que les

acompañaban se habían quedado rezagados.Después de subir una pronunciada cuestaencontraron el lugar que Arianne buscaba. Elpaisaje se hundía abruptamente en un profundocortado por el que discurría salvaje uno de losarroyos que desembocaban en el Taihne.Derreck pensó que había sido estúpido por suparte imaginar un tranquilo remanso de aguascristalinas.

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—¿Aquí fue? Por cierto que la doncella se lopuso difícil a ese pobre desgraciado. ¿De verascreéis que pudo bajar hasta ahí abajo y subirluego cargado con ella? —dijo sin poder evitar elsarcasmo.

—Eso es lo que dice la historia. Aquí cercalas rocas hacen una especie de escalera. Venid.Os lo enseñaré.

Arianne picó el caballo y bajó adelantándosela colina, ganando poco a poco en velocidadsegún se aproximaba al quebrado. No semolestó en comprobar si la seguía. El corazón lelatía fuerte aunque controladamente. Era muchadistancia, pero había hecho otras veces cosassimilares, quizá no tanto, sin embargo no dudó deque lo conseguiría. Se sujetó fuerte a las riendasy se concentró en transmitir esa mismaconfianza a su montura. Saltaría. Cruzaría elquebrado. Correría durante todo el día si erapreciso y llegaría antes de que cayese la nochea Likkin. Era una pequeña aldea que tributaba alos Hasser. Ellos la ayudarían. Le darían amparoy allí buscaría la forma de enfrentarse a él.

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Volvería algún día al castillo, pero pararecuperar lo que era suyo.

Cuando Derreck vio cómo se encaminabadirecta y velozmente hacia el precipiciocomprendió lo que iba a hacer. Se dijo que erasuicida. Seguramente esa condenada mujerhabía perdido del todo la razón y se precipitaríasin remedio al abismo; y sería solo culpa suya, acausa de su imprudencia y su descuido.

Se lanzó tras ella intentando detenerla y semaldijo cuando comprendió que no la alcanzaría.Y así la vio acercarse al cortado sin posibilidadya de frenar a tiempo. La vio alzarse ligeracomo si su montura y ella flotasen sin peso en elaire. La vio llegar grácil y fácilmente al otro ladoy continuar su loca carrera sin aflojar ni unmomento el paso. Derreck vio cómo se leescapaba fatalmente y una rabia fría inundó sucorazón, que apenas un momento antes habíacometido el error de temer por ella.

Enfurecido clavó las espuelas en su caballo.Ni siquiera pensó que tal vez él fallase dondeArianne había triunfado y se lanzó con

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determinación hacia el quebrado. Pero cuandoya solo quedaban unos pocos pasos, el caballose negó a sus órdenes, se alzó de patas en elaire y a duras penas evitó caer al suelo.

Derreck renegó y despotricó encolerizadocontra todos los espíritus benignos o perversosque habitasen en el bosque. Volvió a contemplarcómo se le escapaba, ya a demasiada distanciade él, su capa suelta y arrastrada por el viento,cada vez más lejos, más inalcanzable.

Los soldados llegaron, sus caballos tambiénrenuentes a acercarse a aquella brecha, solícitose inútiles. Aunque al menos intentaron ayudar.

—He visto un paso más estrecho algo másarriba, señor. ¿Queréis que la sigamos? —preguntó uno de ellos señalando el lugar que sedivisaba a una media legua.

Sería tarde. Para cuando quisieran cruzar yales habría sacado demasiado terreno.

—Antes hay que pararla. Coge tu arco ydispara —ordenó implacable.

El soldado miró hacia aquella rápidaexhalación que se mezclaba con el color del

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bosque y pensó que acertar resultaría tansencillo como encontrar una aguja en un pajar.

—¿A ella? —dijo el soldado inseguro.—¡A ella no, idiota! ¡Al caballo! —gritó.El hombre sacó obediente una de sus flechas

y apuntó en su dirección. Arianne estaba yamuy lejos. El caballo en movimiento era unblanco difícil de seguir. El soldado dudó.Derreck le arrebató el arco.

—¡Trae acá, imbécil!Apuntó sin pensar. Toda su voluntad y su

fuerza concentrada en la acción. Soltó la flechaque pasó veloz por encima del quebradodibujando una ligera curva ascendente yenseguida decayó para hacerse invisible a lavista.

La flecha desapareció, pero el caballo hizo unextraño y cayó derribado al suelo, lanzando aArianne disparada a varias varas de distancia.

Los hombres le felicitaron asombrados.—¡Magnífica puntería, señor!El caballo no se levantaba y tampoco se veía

a Arianne hacer ningún movimiento. Derreck no

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encontró ningún motivo para felicitarse. Espoleócruelmente a su montura y corrió hacia donde elbarranco se estrechaba. El caballo ofendido ymaltratado cruzó ahora como le ordenaban.Descabalgó de un impaciente salto y corrióalarmado hasta Arianne. Se hallaba tiradaexánime. Su caballo jadeaba malherido a cortadistancia y ella estaba pálida e inconsciente. Sehabía golpeado la cabeza contra una piedra y,cuando Derreck la miró, experimentó algo quemuy bien podían ser remordimientos.

Se arrodilló y acercó su rostro al suyo,extrañamente quieto e iluminado con la mismaperfecta belleza que era imposible no admirar enella. Se detuvo justo antes de rozar su piel,intentando controlar la abrumadora ansiedad quele embargaba, y el leve soplo que sintió en suboca le dijo que aún alentaba.

El alivio le invadió, pero Derreck sabía queeso no era suficiente, quizá se había partido elcuello o ya no despertase jamás. Necesitabaasegurarse. Necesitaba saber. Se volvió a sualrededor, cogió un puñado de nieve de entre la

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hierba y lo aproximó a su cuello, allí donde elarmiño de la capa lo envolvía y lo mantenía tibioy protegido. Arianne se sacudió estremecida alsentir aquel contacto helado. Abriórepentinamente los ojos y se encontró con lossuyos, que la miraban con preocupación. Seapartó al instante y Derreck retiró la mano.

—Sois un malnacido —murmuró y cerró otravez los ojos para intentar contener el dolor y laslágrimas.

—Si me hubieseis prevenido habría cogidouna red —le dijo con dureza tratando a todacosta de evitar mostrar el menor signo dedebilidad.

A pesar de que debería haberle supuestocapaz de cualquier ruindad, a Arianne le costabacreerlo. No solo no se le veía arrepentido sinoque encima se diría que estaba furioso. Noalcanzaba a comprenderlo.

—Podíais haberme matado.Derreck sabía que no se lo perdonaría. No

valía la pena fingir que podría ser de otra forma.—¿Y si no me servís de nada por qué debería

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importarme que estéis viva o muerta?El rostro de Arianne palideció aún más, si era

posible.—Nunca voy a serviros de nada. Podríais

haberos ahorrado el tiempo y haber terminadoconmigo de una vez.

Derreck reconoció los signos de sudesesperación. Sabía que lo decía de veras.Arianne prefería morir a vivir a su lado.

—No os desaniméis —respondió conbrusquedad—. Seguro que si os esforzáis losuficiente también vos podréis morir de pena.

Arianne no tenía ya ánimos ni fuerza paracontestarle, ni para hacer otra cosa que dejarsealzar por Derreck cuando la cogió en sus brazosy la subió a su caballo. Luego montó él y de esemodo regresaron al castillo, con su brazoderecho cruzado por delante de ella para evitarque cayese y con la espalda de Arianneapoyada contra su pecho. Hicieron todo elcamino de vuelta en silencio, mientras Ariannetrataba de tragarse la rabia que ahogaba sugarganta por tener que soportar impotente

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aquella cercanía que la aprisionaba, la limitaba, yla obligaba a depender de él.

Cuando llegaron se sentía agotada y sinfuerzas. Él hizo llamar a los criados y la llevarona sus habitaciones. La dejaron en su lecho y yasolo pensó en dormir. Durmió mucho y largorato, tanto que había oscurecido cuandodespertó.

Se incorporó dolorida y mareada. Lahabitación estaba a oscuras, pero un resplandorllegaba desde el fondo. Arianne se levantó condificultad y se acercó intentando descifrar elsignificado de aquella claridad.

La luz venía del corredor que permanecía díay noche iluminado por antorchas, eso no eraninguna novedad, pero por primera vez enmucho tiempo, la puerta de su estancia estabaahora entreabierta y la llave puesta y a sualcance en ella.

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Capítulo 16

Ahora tampoco era realmente libre.Simplemente, el espacio que se le concedía eramás amplio. Arianne podía ir y venir por dondele placiera siempre que no saliese del castillo.Además, Derreck había anunciado con sudelicadeza habitual que la consideraba muycapaz de esquivar a la guardia y franquear lasmurallas, pero que si estimaba aún en algo suvida, o si no la suya la de los que quedaban trasella, y con eso Arianne sabía que se refería aHarald, a Vay, a Minah…, más le valía que no lointentara siquiera.

Así que Arianne se conformó con volver avagar por las murallas y olvidar por el momentolos planes de fuga. En realidad, había sido una

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idea desesperada porque no había mucho quelos Hasser hubiesen podido hacer por ella,incluso si Timun y Rowan no hubiesen muerto.

Por otra parte, en el castillo no faltaba laanimación. Arianne había confiado en que lagente de Derreck notase pronto la escasezprovocada por el cierre del paso y la falta detodas las provisiones que les llegaban desde allí,pero eso no había sucedido. Los mercadereshabían aparecido como por arte de magia y elcastillo y todo Svatge estaba inundado debaratijas exóticas. Cuchillos con mango dehueso, mantas de lana, aceites y perfumesintensos con olor a especias y jazmín, bálsamosque prometían curar todo tipo de heridas yamuletos contra el mal de ojo, y también cosasmás prácticas.

Detrás de la muralla se había establecido unmercado en el que igual se vendían ovejas quese compraba trigo. Arianne lo observaba todoconfusa y se preguntaba por qué aquella genteque nunca antes había aparecido se habíaestablecido ahora con tanta rapidez y facilidad.

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Y es que, aunque al principio los villanos y lagente de las aldeas los miraban con recelo,ahora muchos celebraban su llegada, porquesegún se decía los mercaderes del este vendíanmás barato y tenían más variedad de productosque los del oeste. Arianne no tenía nada contralos mercaderes, pero si por ella hubiera sidohabrían acabado todos enterrados bajo unatormenta de nieve, solo porque eso habríaperjudicado a Derreck.

Y es que si muchas cosas habían cambiadoen el castillo, otras seguían exactamente igual.

—Lady Arianne, sir Derreck desea veros.Arianne dirigió una mala mirada al soldado

preguntándose qué demonios querría ahoraDerreck. Habían estado más de una semana sindirigirse la palabra después de que él la abatiesedel caballo. Arianne no se había hecho ilusiones,aunque había valorado la tregua mientras habíadurado. No mucho, ya que con el transcurrir delos días y casi inadvertidamente, volvieron aencontrarse con lo que ya era una costumbre. Élla atormentaba y ella replicaba con palabras

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afiladas.Arianne salió tras los soldados, pero se

inquietó cuando vio que se dirigían a lasestancias privadas de Derreck. No había estadoen sus aposentos desde que le dijo que teníaintención de casarse con ella, y no le gustabaque la llevasen allí de nuevo. Solo faltarían dos otres horas para la cena, bien podía haberesperado hasta entonces para lo que fuera quese le antojara.

Cuando entró en la estancia le costóreconocerla. No era que estuviese habituada avisitarla. Sir Roger nunca la llamaba a sushabitaciones ni tampoco Arianne acudía a ellaspor su voluntad, pero jamás se había visto antesnada parecido en el castillo.

Gruesas alfombras cubrían todo el suelo ypesados cortinajes de colores vivos y reflejosdorados ocultaban las frías paredes de piedra.Muchas lámparas de aceite iluminaban con luzcálida todos los rincones y las brasas de unamadera desconocida para ella ardían sin humoen un rincón, despidiendo un olor extraño y

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dulce.Derreck estaba junto a la chimenea y

observaba divertido su asombro.—¿Os gusta?Ni aunque le costase perder su alma lo habría

reconocido, pero lo cierto era que sí le gustaba.Era absolutamente distinto a cuanto había vistohasta ahora. Sir Roger creía en la austeridad yen la economía y consideraba las comodidadesalgo superfluo, Derreck evidentemente noopinaba lo mismo, aunque también ayudaba quepara comprar todo aquello hubiese empleado lasarcas de sir Roger. Y eso también molestaba aArianne, pero molesta y todo tenía quereconocer, aunque fuera para sus adentros, queen aquella estancia no parecía hacer el mismofrío que atería el cuerpo hasta los huesos en elresto del castillo.

—Es de un penoso mal gusto —respondió sinvacilar.

—Sí, supongo que es mucho más refinadohelarse de frío entre muros de granito.

Arianne no iba a perder el tiempo discutiendo

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eso. Ojalá se ahogase con el hálito de esasbrasas que impregnaban el aire con un aromapersistente y un poco mareante.

—Había pensado que tal vez podríamos poneralguna de estas baratijas en vuestrashabitaciones, siempre que no lo vayáis a prenderfuego en la chimenea. No por lo que cuestancomo podéis imaginar, pero ¿para qué? Ya quedecís que no os gusta…

—No necesito nada —afirmó Ariannemientras pensaba en nuevas maneras de que lavida de Derreck llegase pronto a su fin.

Derreck volvió a sonreír desde su esquina,aunque esa vez su sonrisa fue algo menoscínica.

—¿Por qué os empeñáis siempre en rechazartodo lo que os ofrecen? ¿Teméis que si aceptáisuna alfombra eso os comprometa a hacer algohorrible quizá?

—¿Lo que me ofrecéis vos? ¿Os extraña deveras? —preguntó ella alzando mucho la voz—.¿Queréis que piense que os preocupa mibienestar? ¿Cuánto os preocupaba cuando

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decidisteis que podíais acabar con mi vida igualque con la de quienes ya no os sirven?

La mirada de Derreck se enturbió y la apartó,pero al cabo volvió a dirigirse a ella en un tonodesacostumbradamente bajo, sobre todo si setrataba como ahora de responder a sus gritos.

—¿Tenemos que hablar de nuevo de esoahora?

—¿Y de qué queréis hablar entonces? —Alfin y al cabo a Arianne le daba igual el tema.Las conversaciones entre ellos eran igualmentedesagradables tratasen de lo que tratasen.

—Se me ocurre que podríamos hacer algodistinto… —Derreck se detuvo a observar sureacción y después le sonrió y esa sonrisa hizoque Arianne se erizase igual que un gato, peroDerreck ya estaba acostumbrado a eso—. Noos alarméis —dijo irónico—, solo estabapensando en pasar el rato con una distraccióninocente —apuntó señalando una mesita en laque había un tablero con piezas cuidadosamenteordenadas—. ¿Os gustaría jugar conmigo? Ocontra mí, si lo preferís así.

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—¿Jugar? ¿Jugar a qué? —preguntó Ariannemientras se acercaba con curiosidad a la mesa yse fijaba por primera vez en las figuras. Eranmuy bellas, finamente talladas en marfil y ébano,representaban soldados y oficiales, torres ycaballos, un rey y una reina.

—¿No lo conocéis? Es un juego de oriente, lollaman ajedrez, se trata de dar caza al rey. Esmuy entretenido. Sobre todo para estas tardeslargas y monótonas.

Y es que en la última semana el tiempo sehabía dulcificado y hacía menos frío, pero encambio llovía todos los días y aquella tarde lohabía hecho sin interrupción.

—Se me ocurre una idea —continuó Derreckcomplacido por el interés de ella—. Juguemosuna partida. Si yo gano dejaréis que coloquenunas cuantas alfombras en vuestro cuarto, y siganáis vos, yo las retiraré. ¿Qué os parece?

—¿Que qué me parece? —preguntó Ariannecomo si volviese a tomarla por tonta—. ¿Cómovoy a jugar? Ni siquiera conozco el juego.

—Eso no es un inconveniente —dijo Derreck

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con una de sus provocativas sonrisas—. Yopodría enseñaros cuanto necesitaseis saber.

Arianne veía con tanta claridad como si loleyese en sus labios en qué clase de juegosestaba pensando Derreck. De hecho,sospechaba que Derreck pensaba la mayorparte del tiempo en una sola cosa y tampoco semolestaba en disimularlo, más bien al contrario.

Aborrecía que se burlase así de ella, si almenos consiguiese ganarle esa partida…, perono podía confiar en él para que le explicase lasreglas, seguro que era capaz de cambiarlas a suconveniencia solo para divertirse a su costa. Yaiba a negarse cuando se le ocurrió otra idea.

—No sería justo jugar así. Juguemos a algoen lo que ambos estemos en igualdad decondiciones. ¿Habéis jugado a las damas?

Derreck no pudo evitar lucir otrainconfundible sonrisa lasciva.

—Muchas veces…—Entonces juguemos a eso —dijo Arianne

sin molestarse ya en ruborizarse—. Traed lasfichas —ordenó con autoridad mientras tomaba

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asiento junto a la mesa y empezaba a retirar lasotras piezas.

Derreck trató de obviar su tono. No legustaba nada que le dijesen lo que tenía y lo queno tenía que hacer, pero quería pasar la tarde ensu compañía, ¿no era así?

Cogió las fichas y se sentó frente a ella.—¿Preferís blancas o negras?—Blancas —respondió Arianne con rapidez.—Eso os da ventaja —protestó Derreck.—¿Queréis echarlo a suertes? ¡Por qué me

habéis dado a elegir entonces! —exclamóArianne sin poder creer que no hubiesenempezado y él ya estuviese protestando.

—No importa —dijo él procurando ya tardeno dejar ver que en realidad sí le importaba—.Salid vos.

Arianne sacó primera, luego movió él,después ella adelantó otra de sus fichas… Losdos pusieron tanto cuidado que, al final, y trasuna larga hora en la que Derreck se dedicó aalternar el estudio de su jugada con el del rostroatento y concentrado de ella, y Arianne a no

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dejar que esa mirada consiguiese ponerlanerviosa, y después de inútiles esfuerzos por nomostrarse demasiado eufórica cuando conseguíaarañarle una de sus fichas, ni demasiadoafectada cuando él le arrebató a su dama trashaberla dejado encerrada, pues bien, después detodo eso la partida acabó en tablas y con unasola ficha blanca y otra negra en el tablero.

—¿Y qué habíais pensado si esto ocurría? —preguntó Arianne fastidiada porque durantelargo rato había estado a punto de ganarle lapartida.

—No lo había pensado, pero supongo quepodríamos jugar otra para decidir.

Arianne se quedó mirándole pensativa.Derreck se preguntó si se daría cuenta de queen realidad siempre ganaba él, puesto que loúnico que pretendía con aquella excusa eraretenerla a su lado.

—Está bien. Jugaremos otra más.—Esta vez me tocan a mí las blancas —se

apresuró a señalar Derreck.—Como queráis —dijo Arianne sonriendo.

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Le chocó tanto esa sonrisa, imprevista yvivaz, que se quedó un segundo perplejocontemplándola.

—¿No abrís? —preguntó ella con voz dulce.—Sí, claro. Abro —dijo Derreck moviendo

una cualquiera de las fichas, desconcertado porsu cambio de actitud.

Arianne pareció concentrarse en el juego ycuando ya llevaban unos cuantos movimientos ylas fichas estaban desplegadas, se dirigió denuevo a él con una afabilidad que volvió achocar a Derreck.

—Entonces ¿os gustan los juegos de mesa, sirDerreck?

Era tan raro que le hablara para algo que nofuese insultarle que se creyó obligado aresponder con igual cortesía.

—Me gustan muchas y muy variadas cosas—respondió evitando dar una respuesta másexplícita sobre su lugar favorito para jugar y queno era precisamente la mesa.

—Pensaba que los guerreros no perdían eltiempo con distracciones de doncellas.

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La sonrisa de Derreck se volvió más ácida.Era de esperar que no hubiese tardado en volveral ataque.

—Las damas no dejan de ser un juego simpley bastante estúpido, casi para niños, en cambioel ajedrez es sumamente complicado. Es posibleque ni siquiera pudieseis entenderlo —respondiópicado.

Arianne encajó bien el golpe. Bajó la vistacomo si el tablero requiriese toda su atención ymovió una de sus fichas.

—Sí, es probable que estéis en lo cierto y seademasiado complejo para una mujer —contestórazonable.

Esa respuesta y esa nueva y suave actitudredoblaron su extrañeza. Derreck incluso olvidóque ese era su turno. Arianne tuvo que llamar suatención.

—Os toca.—Ah, sí —dijo moviendo la primera ficha que

vio.Arianne le sonrió. Derreck pensó que había

sonreído más solo en aquella tarde que en todo

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el tiempo que había transcurrido desde que laconociera.

—Habéis perdido esta ficha —dijomostrándosela y retirándola del tablero—.Teníais que haber saltado la mía.

Derreck se dio cuenta de su error. Era cierto,se había distraído y no se había fijado en lajugada. Arianne movió amenazando otra de susfichas y le obligó a sacar la de atrás paradefenderla.

—¿También jugáis a las cartas? —lepreguntó.

—Como os dije antes —contestó Derreck unpoco molesto todavía por su descuido—, megustan todo tipo de juegos.

—¿También los solitarios?Su rostro parecía la viva imagen de la

inocencia, si es que todavía existía en estemundo, pero Derreck estaba completamenteseguro de que era ella quien se burlaba esa vezde él. En cualquier caso era un cambio más queinteresante y la inequívoca malicia que adivinabatras su aparente candor, una muy prometedora

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novedad.—Los solitarios son invariablemente

aburridos, es mucho mejor jugar en compañía —respondió con acalorada vehemencia.

—No veo por qué —dijo Arianne ignorandosu mirada ardiente e intencionada, mientrasvolvía a mover y le señalaba su turno—. Yo hepasado muchas horas sola jugando a la cartablanca, ¿lo conocéis?

Arianne le miró justo a los ojos. Derreckvolvió a pensar en lo mucho que deseabaconocerla a ella. A ella que siempre se mostrabaesquiva y rápida en ofenderse, que considerabacada gesto un insulto y cada atención unaamenaza. Apenas aquel día por primera vezhabía conseguido pasar algún tiempo a su ladosin que Arianne pareciera desear fulminarle.

Tras aquel lamentable paseo por el bosque nole había dirigido ni la palabra ni la miradadurante días, y cuando comenzó de nuevo ahablarle… En fin, en ese momento Derreck nodeseaba recordar las palabras que habían salidode su boca.

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Sin embargo ahora conversaba animadamentecon él y de un modo particularmente alentador, ysi deseaba su muerte al menos se molestaba endisimularlo.

—Conozco la carta blanca, también se puedejugar entre dos. Podría acompañaros —sugiriócon su acento más acariciador.

Arianne volvió a sonreír y le indicó con ungesto que esperaba su próximo movimiento.

—Vuestro turno.Derreck avanzó otra cualquiera de sus fichas.

La sonrisa de Arianne se hizo aún más amplía.Movió con la rapidez de quien ya había vistovenir la jugada y saltó cuatro fichas seguidas deDerreck, haciendo dama y dejando la partidasentenciada. Derreck miró al tablero incrédulo.

—¿Queréis seguir jugando o renunciáis? —preguntó encantada.

Le sentó tan mal como si aquello hubiera sidoun duelo y ella le estuviese apuntando con unaespada contra su corazón. Y es que Derreckllevaba insufriblemente mal perder, fuese lo quefuese lo que se disputase.

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—Nunca renuncio —contestó con dureza a lavez que su ceño se fruncía y su ánimo seoscurecía.

—Pues entonces moved —replicó Ariannetambién seria, su insignificante alegría apagadapor la reacción de él.

Derreck movió negándose terca e inútilmentea renunciar y los dos siguieron jugando en untenso silencio. Como era inevitable, la partidaterminó al poco con la victoria de Arianne.

—Habéis perdido —dijo sin resistirse arestregarle esa pequeña victoria.

—¡Solo porque habéis hecho trampa! —replicó furioso como si Arianne hubiese hechoalgo horrible y despreciable, cuando en realidadla culpa había sido solo suya por haber sido tantonto de dejarse embaucar por una sonrisa y unpar de frases estúpidas.

—¡No he hecho ninguna trampa! —sedefendió Arianne indignada. Y aunque así fuera,¿con qué derecho se atrevía él a hablar detrampas?

—¡Sabéis que sí! —le reprochó desairado.

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—¡Mentira! —gritó ella levantándose de lasilla.

Derreck hizo un más que considerableesfuerzo por no tirar por los aires las fichas y eltablero. Con trampas o sin ellas le había ganadoy a él le correspondía reconocerlo.

—¡Está bien! ¡Quitaré la maldita alfombra yvos os quedaréis sin nada! ¡Podéis estarsatisfecha! —dijo furioso.

—¡Me dan igual las alfombras! ¡Podéis tenertantas como os plazca! —gritó Arianne nomenos furiosa—. ¡Ni siquiera sabéis perder condignidad!

—¡No me importa perder a este estúpidojuego! —gritó más fuerte él—. ¡Y tampoco meimportan las condenadas alfombras! ¡Solopretendía que no os helaseis de frío en estemaldito agujero!

Arianne se quedó callada y con la bocaabierta. Sorprendida tal vez porque de repenteparecía muy posible que Derreck dijese laverdad, y porque eso y no otra cosa fuese lo quede verdad le molestara. Sorprendida y admirada

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porque pudiese ser cierto que, realmente y dealguna extraña manera, él se preocupase porella.

El silencio que siguió a continuación resultómás violento que cualquier discusión.

—Ha sido una apuesta idiota en cualquiercaso —continuó en voz baja y evitando mirarla—. Aceptad al menos eso y ya que habéisganado quedaros con una de las condenadasalfombras.

Arianne vio en Derreck algo que no habíavisto nunca antes, algo vulnerable que no habíaconseguido ocultar con la suficiente rapidez. Lecontestó sin pensar, llevada por un impulso quela invitaba a ceder y a la vez a hacerle ceder aél.

—Si lo pedís con gentileza —susurró.—Os lo pido con toda la gentileza de la que

soy capaz —respondió sin querer renunciar deltodo y comprobando de nuevo cómo Ariannepodía hacerle ir de un extremo a otro encuestión de un instante.

—Entonces acepto —accedió ella arrepentida

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de sus propias palabras en cuanto las pronunció,pero sin posibilidad ya de dar marcha atrás.

Estaban el uno frente al otro y Derreck laveía ahora más accesible y menos distante, dehecho habría bastado con dar un par de pasospara tenerla a su alcance y llegar a rodear sucintura y sentir su cuerpo ligero y liviano junto alsuyo. Igual que aquella mañana en la que lallevó sujeta, rendida y sin fuerzas, pero tensacomo si de una cuerda a punto de romperse setratase. Derreck no quería romperla, queríasoltarla y verla caer desmadejada entre susbrazos.

Pero ella dio un paso atrás antes de que él loavanzase. Derreck dejó escapar el aire quehabía estado conteniendo y trató, aun sabiendoque sería en vano, de recuperar el instanteperdido.

—Sería más gentil con vos, lady Arianne, sivos lo fueseis conmigo —murmuró dolido.

Arianne no respondió y él se dio cuenta deque el resquicio que había dejado entrever habíaya desaparecido.

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—Quiero irme —dijo apartándose más de él.—Podéis iros cuando queráis —respondió

con todo el desdén que fue capaz de reunir.Ella no se lo hizo repetir, y cuando Derreck se

quiso dar cuenta, Arianne ya no estaba allí.

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Capítulo 17

Después de las lluvias el invierno siguió sucurso y la nieve volvió al valle. También laactitud de Derreck cambió, bien porque varió suinterés o su estrategia, pasó de zaherir a ignorarcasi por completo a Arianne. Múltiplesocupaciones le distraían ahora. Todos los díasaparecían nuevos emisarios y forasteros, y losasuntos que trataban requerían la mayor partede su tiempo. Llegaba a las comidas tarde o nollegaba, y Arianne ya no se sentaba a su mesasino en una de las laterales. Derreck sentabaahora a su lado a mujeres que Arianne no sabíade dónde habían salido, pero que parecían estaren muy buenas relaciones con él.

Ella contemplaba con estupor tanta

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desfachatez y se decía a sí misma que eramucho mejor así, puesto que al menos de esemodo la dejaba en paz. Sin embargo, estabalejos de hallarse en paz. Arianne se sentía, cadavez con más fuerza, una extraña en un castillotomado por desconocidos que a todas luces seencontraban allí a sus anchas.

Iba y venía a su antojo, pero todos seapartaban y la miraban con desconfianza. SoloVay seguía a su lado y ninguna de las dos erauna compañía muy animada. Harald permanecíaencerrado y cuando había protestado anteDerreck por prolongar aquella situación injusta yabsurda, él le había preguntado si acaso estabadispuesta a ofrecer algo a cambio de ese favor.Arianne había vuelto a decirle alto y claro lo quepensaba de él, pero Derreck la había oído comoquien oye llover, y la había interrumpido diciendoque tenía mejores cosas en las que emplear sutiempo que en escucharla. Después se habíamarchado dejándola con la palabra en la boca.

Eso la había mortificado más de lo que habíaquerido admitir. Su indiferencia. La suya y la de

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los demás. Y no es que fuese una novedad.Arianne siempre había estado sola en aquellugar, sin una madre que la criase ni un padreque la atendiese, con dos hermanos que erapreferible que la ignorasen. Entonces, ¿quéhabía cambiado ahora? No lo sabía, pero algo laagitaba, algo vago e impreciso que era más unasensación que un pensamiento y que serelacionaba con Derreck. ¿Acaso era posibleque echase de menos su anterior irritanteatención? Arianne lo rechazaba sin vacilar. Eraodioso. Era despreciable. Era un enemigo. Suenemigo. No tenía dudas acerca de eso. Pero lasensación persistía.

Sin embargo, había algo que Arianne yDerreck tenían en común y era el interés por elpaso. Más exactamente por si alguno de losrecién llegados sería capaz de hacerlo funcionar,y es que esa era la razón de aquella ingentecantidad de visitantes. No transcurría un solo díasin que apareciese algún nuevo extraño queafirmase estar en condiciones de dar con elsecreto del paso en breve tiempo. Arianne los

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miraba a todos con recelo y en el fondo temíaque pudiesen conseguirlo, y desde la distanciaespiaba todo lo que hacían.

Su temor se acrecentó el día en que, ante losgritos de alborozo de todos los que loobservaban, el paso comenzó a chirriar y uno delos brazos se movió y bajó hasta ponersehorizontal. Para desgracia de Derreck y fortunade Arianne, el otro no bajó, con lo que pese alentusiasmo desatado el paso seguía siendo inútil.Así y todo, la confianza de Derreck aumentó yla de Arianne se resquebrajó un tanto. Tras esolos esfuerzos se redoblaron, aunque hasta elmomento no habían logrado repetir ese éxito.

Una de aquellas mañanas, no mucho despuésde haber salido el sol, Arianne se hallabaentretenida en lo que se había convertido en suprincipal ocupación: vigilar los trabajos que sellevaban a cabo en el paso. La mayoría de losque lo intentaban se conformaban con manipularlas ruedas probando distintas combinacioneshasta que desesperaban. Estos últimos habíandecidido probar otro sistema. Varios hombres se

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habían armados con grandes palancas y tratabande forzar el mecanismo. Los ejes crujían yrechinaban. Los brazos no se movían, pero loshombres insistían. Arianne comprendió que losmuy idiotas iban a destrozar los engranajes.

No vaciló, bajó corriendo los escalones y sepresentó en el puente.

—¡Parad ahora mismo! —ordenó confirmeza—. ¡Lo vais a romper!

Los hombres se detuvieron y la miraron conla misma perplejidad que si se tratase de unejemplar de una nunca antes vista y desconocidaespecie. Pero tras la sorpresa inicial la ignorarony volvieron a lo que estaban haciendo.

—¿Es qué no habéis oído? ¡Si forzáis elmecanismo dejará para siempre de funcionar!—gritó a la vez que tomaba una de las palancaspor el extremo desencajándola de su apoyo.

Un hombre de corta estatura y cierta edad yque se hacía pasar por entendido, aunque a losojos de Arianne no era más que un charlatándecidido a probar suerte, se le acercó irritado.

—Señora, no sé quién sois, aunque supongo

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que tendréis aquí alguna posición ya que habláiscon tanta autoridad —dijo mientras la mirabadisplicente con un gesto que decía a las clarasque no confiaba en aquella posibilidad—. Encualquier caso no creo que entendáis de esto, yel señor de este lugar nos ha otorgado toda suconfianza. Haced el favor de apartaros ydejadnos trabajar. —El hombre le dio la espalday se dirigió a su gente—. ¡Estas barras no son lobastante grandes! ¡Llamad al herrero!

Arianne se preguntó cómo era posible queaquel imbécil hiciera y deshiciera cuanto leviniese en gana sin que nadie le dijese ni unasola palabra. A ella se le ocurrían muchas quedecirle, pero sabía que sería perder el tiempo.No tendría más remedio que probar a gritar aotro imbécil distinto, y esa vez tendría queescucharla.

Volvió al castillo, y como no lo encontró ni enel patio ni en las salas, fue directa hacia sushabitaciones. Dos de los guardias estaban en lapuerta. Buena señal. Estaría dentro seguro. Loshombres conversaban distraídos. Arianne pasó

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por delante como si la cosa no fuese con ellos yni corta ni perezosa abrió la puerta antes de quepudieran detenerla.

Los guardias reaccionaron y corrieron detrás.—¡Eh! ¿Adónde vais? ¡No podéis pasar!Arianne echó un rápido vistazo a la antesala:

estaba vacía, así que aceleró el paso y entró a lasiguiente habitación, que resultó ser eldormitorio. Allí efectivamente encontró aDerreck, que no solo se hallaba presente sinoque también estaba acompañado y muy ocupadoen ese momento.

Arianne enrojeció y deseó con todas susfuerzas que se la tragase la tierra. Pero inclusopara eso era ya demasiado tarde porqueDerreck la estaba mirando en ese precisomomento, sorprendido, aunque no afectado enexceso por la interrupción. La mujer también lamiraba. Arianne se dio la vuelta para marcharseaún a mayor velocidad de la que había empleadopara entrar.

—¡Lady Arianne!Sí, sin duda aquello le había hecho mucha

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gracia a juzgar por el regocijo de su voz.Arianne cruzó como una exhalación ante losguardias que la perseguían y voló hacia elcorredor.

—¡Detenedla! —ordenó.Llegó a la puerta antes que los guardias, pero

al salir se dio de bruces con más soldados. Tratóde escabullirse sin éxito. Varios brazos lasujetaron a la vez y la obligaron a volver dentro.

—Lady Arianne, señor —anunciaron losguardias a Derreck, que se había molestado enlevantarse de la cama, aunque no en cubrirse.

—Soltadla y dejadnos solos —dijo encantado.Los soldados hicieron lo que les pedía y

salieron cerrando la puerta a sus espaldas.Arianne evitaba mirarlo y cerraba con fuerza lospuños, manteniéndolos pegados a su vestido.

—Qué sorpresa más inesperada, señora —lasaludó risueño.

—¿No vais a vestiros? —preguntó Arianneprocurando mirarlo exactamente a los ojos.

—No me digáis que os vais a asustar. Teníaishermanos, ¿no es así? Imagino que no será la

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primera vez que veis a un hombre desnudo.Arianne intentó que su voz sonase con una

firmeza que estaba lejos de sentir.—No me asustáis.Derreck sonrió. Arianne trató de no

retroceder, pero aun evitando mirarlo, sentíademasiado candente aquella exhibición orgullosay desafiante. Su cuerpo fuerte y firme a escasadistancia del suyo. Su piel tensa y suavementebronceada, tan diferente de la palidez que eranorma allí en el valle. Las antiguas cicatricesque lucía arrogante como si de trofeos setratasen. Sus brazos, que reposaban distendidosy en apariencia relajados, a ambos lados deaquel torso amplio y perfectamente conformadodel que evidentemente se envanecía. Sí, Arianneapreciaba todo eso y sabía que si aquellosbrazos decidían sujetarla, no tendría ningunaposibilidad de escapar.

—Creo que mentís —dijo como si esotambién le divirtiera.

Ella trató con todas sus fuerzas de mantenerla calma y se aferró a unas palabras que le

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daban seguridad.—Quiero marcharme de aquí.—Siempre estáis queriendo ir a algún otro

sitio, pero esta vez habéis sido vos quien havenido a buscarme —afirmó él como si eso locambiase todo.

Arianne consiguió sobreponerse al recordar loque la había llevado allí.

—¡Si estoy aquí es porque esos inútiles quehabéis traído van a destrozar el mecanismo delpaso, y entonces ya nunca más servirá paranada ni para nadie y a vos ni siquiera osimporta!

—Os equivocáis —respondió sin inmutarse—. Me importa mucho más de lo que podéisimaginar y por eso están haciendo todo cuantosea necesario.

—¡Lo están destrozando! ¡Son unos idiotasincompetentes!

—Son gente entendida y confío mucho enellos.

—¡Son unas bestias sin cerebro! ¡Habéisllenado el castillo de farsantes y rameras y aún

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tenéis el valor de decir que confiáis en ellos!Derreck tomó sus palabras al vuelo y se fijó

en las que más le interesaban.—¿Y a vos qué os importan mis rameras?Arianne se arrepintió tarde de haber

pronunciado esas palabras, y además no eran yasolo sus ojos los que la miraban interesados ymaliciosos, también aquella mujer se asomabaahora desde el marco de la puerta, cubierta solocon una camisa y observándola con descaradacuriosidad.

—No me importa nada de lo que hagáis —atinó a decir.

—Pues para no importaros parecéisparticularmente molesta —aseguró con maldad—. Tranquilizaos, señora. Ni siquiera sois aún miesposa.

La mujer se rio tras él, aunque se tapó la bocacon la mano para disimular. Arianne no sabíacómo devolver tanta humillación. Sin embargo,las palabras acudieron pronto a su garganta ysalieron como un torrente que no podía contener.

—Os divertís, ¿verdad? Os creéis muy

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seguro de vos y os complace satisfacer con lamayor rapidez posible todos vuestros deseos —dijo con voz trémula—. Halláis seguramentegran placer en yacer con esta mujer a la que osbasta con dar un par de monedas para que osdemuestre lo grande que es su agradecimiento, oquizá se conforme con que no la echéis como aun perro del castillo como haréis sin dudacuando os hayáis hartado de ella. ¡Una mujer ala que ignoraréis si llegase a esperar un hijovuestro al que jamás miraréis! —continuóArianne alzando cada vez más la voz pese a quela expresión de Derreck había dejado de seralegre para volverse peligrosamente hostil—.¡Una mujer que os odia y os desprecia pero queos sonríe solo porque os teme! —gritó mientrasmiraba hacia la mujer, que ya no sonreía.

También Derreck había perdido todo suhumor y no estaba dispuesto a oír ni una solapalabra más.

—¡No tenéis la menor idea de lo que decís nisabéis de lo que habláis!

Su voz cortó el aire e hizo callar a Arianne.

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Su rostro era una máscara de furia y parecía apunto de golpearla, pero Arianne no temía a losgolpes. No más que a otras cosas.

—Es solo la verdad, aunque no os guste oírla—respondió en agitada voz baja con toda lafuerza del convencimiento—, y lo sabéis tanbien como yo.

Los ojos de Derreck parecían quereratravesarla y, aunque dolía soportarlo, no seapartó cuando le contestó con dureza:

—Entonces vos debéis de ser la única mujerque no me teme, lady Arianne.

Su mirada seguía clavada en ella y a Arianneya ni siquiera le preocupaba que estuviesedesnudo. Era ella quien se sentía expuesta anteél. Luchó con todas sus fuerzas por cerrarle elpaso y retirarse a algún lugar seguro y cierto.Un lugar adonde él no pudiese llegar.

—Olvidaos de mí. Solo vine a avisaros. Estándestrozando el paso y si dejáis que ocurra yanada quedará aquí de valor. Decidid si es eso loque queréis.

Salió sin esperar su permiso y Derreck se

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limitó a observar cómo se marchaba, con aquellapremura que hacía que más que retirarseArianne pareciera desvanecerse. Aquellasrepetidas fugas desataban un profundo malestaren él, un malestar aún mayor si cabe del que leprovocaban sus palabras.

Una mano se apoyó tímida en su hombro,pero Derreck se volvió brusco y la apartó confuria.

—¡Déjame!Entonces sí pudo ver crudamente reflejadas

en el rostro de la mujer aquellas emociones a lasque Arianne se había referido. El temor, elmiedo y la angustia encogida de quien espera ungolpe que sabe que no tardará en llegar.

Y en verdad Derreck deseaba descargar esegolpe.

—¡Márchate! ¡Lárgate ahora mismo y novuelvas jamás a cruzarte en mi camino!

La mujer se quedó todavía un momentoparalizada, pero reaccionó pronto, recogió suscosas con rapidez y salió de la habitación sinpronunciar una palabra. Derreck había yacido

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muchas veces con ella, con ella o con otras quellegaban diligentes y puntuales cada noche a sullamada. Todas eran complacientes, fáciles einvariablemente sumisas a sus caprichos. Ahorase le ocurría pensar que ni siquiera sabía cuáleseran sus nombres.

Se vistió y salió al corredor. La guardia estabaen la puerta. Los hombres se cuadraronmarciales e inquietos cuando vieron su gestosombrío.

—Lo siento, señor —se disculpó uno de ellos—. Es escurridiza como una maldita ardilla.

—Si volvéis a dejarla entrar sin mi permiso osharé colgar de una soga. —Los hombresasintieron en silencio sin atreverse a replicar—.Y quiero otras mujeres. Dadles algo de dinero yque se larguen todas hoy mismo. ¿Lo habéiscomprendido?

—Sí, señor —dijo rápido y servicial uno de losguardias—. Mujeres nuevas. Como deseéis.

Derreck se largó antes de que fuese incapazde contener por más tiempo el impulso dedesahogar la rabia que le carcomía contra

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aquellos estúpidos. Pero de nada serviríalevantar la mano contra quien no se atrevería adefenderse.

Fue al paso y encontró allí a aquellos cretinostratando de desguazar el mecanismo. Por unmomento sintió deseos de coger también él unade aquellas palancas y destrozar cuanto hubieraa su alrededor. Arrasarlo todo. Prender fuego alcastillo y convertirlo en cenizas. Asolar aquellugar hasta que no quedase piedra sobre piedrae incluso su memoria quedase barrida parasiempre.

Miró en torno suyo. Aquella mole enorme deroca y granito parecía desafiarle altiva aintentarlo siquiera, pero Derreck sabía que habíapocas cosas que no pudiesen ser destruidas.También la vio a ella, vigilante y a la espera,apartada en una de las esquinas del oeste, atentaa lo que hiciera. Parecía muy débil y frágil vistadesde aquella distancia, casi como si una ráfagade viento pudiese levantarla y llevárselaarrastrada por el aire. Pero aquella fragilidad eratan engañosa como la fortaleza del castillo.

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Derreck sintió cómo aquel ansia dedestrucción se evaporaba con la misma rapidezcon la que había aparecido. Quizá algún díaterminaría por devastar aquel maldito lugar, perono sería ese. Despidió con cajas destempladas aaquellos animales y cuando se marchó no sevolvió ni una vez para mirar atrás.

Pasó el resto del día fuera. Cabalgó hastaagotar al caballo. Siguió el rastro de un jabalí y,cuando el animal se sintió acosado y se volviócontra él, lo enfrentó y lo mató con solo uncuchillo en las manos. Cuando regresó estabaanocheciendo. La sangre seca del animalmanchaba su ropa y su olor agónico y metálicolo acompañaba como una presencia.

Era tarde para ordenar calentar agua ypreparar un baño, y detestaba ver a la gentecorriendo a su alrededor. Se fue a sushabitaciones y cuando entró en su cuarto yaestaba allí. Otra de ellas. Una distinta comohabía pedido. Era joven y linda y se sobresaltópor su repentina aparición y sin duda tambiénpor su aspecto. Pero se rehízo con prontitud, le

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sonrió y se inclinó con una grácil y atentareverencia.

—Señor…No es que fuese muy diferente a las otras.

Sus cabellos eran lisos, castaños casi rubios, ylos había dejado sueltos y recogidos solo con unadiadema. Llevaba un vestido muy ligero que sesujetaba con dos finas tiras, una novedad nadausual, y sus ojos claros miraban hacia el suelocon menos frecuencia que las anteriores. Enconclusión, tenía que reconocer que el que lahabía encontrado había hecho bien su trabajo.

—¿Queréis que os ayude a quitaros esasropas manchadas, señor? —preguntó conpalabras que sonaron agradablemente cantarinasmientras se llegaba hasta su lado.

Y sin duda también ella sabía cuál era sutarea. La mujer tomó su falta de respuesta porasentimiento, abrió su casaca y la bajó condecisión por sus brazos, la dobló con cuidado, ladejó sobre la cama y fue a tirar de los lazos queataban su camisa.

—No.

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La mano de él se cerró con fuerza sobre lasuya y el aplomo de la joven se desvaneciórápidamente.

—Perdonad, creí que…La muchacha tragó saliva y trató sin

verdadero empeño de recuperar su mano. Él nosolo no la soltó sino que tiró de ella conviolencia, girándola y dejándola de espaldas a él.La rodeó y atrajo su cuerpo contra el suyo. Lamantuvo así, sujeta y enlazada, su boca muycerca de su oído.

—Dime, ¿cómo te llamas?—Irina, señor.Su voz ya no sonaba despreocupada y su

pecho subía y bajaba acompasado al ritmolevemente jadeante de su respiración, pero nointentaba desasirse.

—Respóndeme a una pregunta, Irina…¿Tienes miedo de mí?

Irina cogió más aire. El hombre que la habíaido a buscar aquella mañana le había habladolargo y tendido de Derreck. Le había prevenidocontra sus bruscos cambios de humor, le había

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dicho que evitara en todo lo posible contrariarle,le había recomendado que se mostrase sonrientey animada, y sobre todas las cosas le habíaadvertido que procurase no parecer temerosa oasustada. A cambio el hombre le había ofrecidoplata y le había prometido una vida más fácil.Irina deseaba esa vida.

—No, señor —dijo ella tragando saliva.Probablemente no sonó lo bastante

convincente y en aquel momento solo había unacosa que podía molestar a Derreck más que laverdad: la mentira.

—¿Estás segura? —susurró mientras laacariciaba demorándose en su cuello.

—Sí…, señor —respondió débilmente, sumano rodeando su garganta.

—Sin embargo, bastaría con que apretasesolo un poco más para acabar contigo ahoramismo —dijo mientras sus dedos se clavabancomo tenazas.

—¿Por qué… por qué haríais eso, señor? —dijo en voz baja y ya muy asustada.

—¿Por qué ocurren todas las cosas crueles y

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malvadas en este mundo? —replicó Derrecklóbrego—. Solo porque son posibles.

Solo porque el más fuerte se imponía al débil,y la maldad y el dolor prevalecían sobrecualquier otra cosa, pero Derreck sabía algomás. Sentía la indefensión de aquella mujer yreconocía su miedo, y sabía lo vil y despreciableque era aquello. Lo vil y despreciable que élmismo podía llegar a ser.

—Señor… —musitó Irina con voz ahogada.Derreck aflojó la presión de su mano. La

boca de ella se abrió para tomar todo el aire quele faltaba. Sus labios de intenso color rosaresaltaron contra la palidez de su rostro. Laspalabras de Derreck sonaron pesarosas y suacento perdió aquel tono inquietante.

—En verdad sería horrible que algo malo tesucediera —dijo a la vez que recorría consuavidad su boca con sus dedos—, porque eresmuy hermosa, Irina.

Lo era, pero no era en eso en lo que estabapensando. Sabía que aquello era lo que a lamuchacha le gustaría escuchar. Al fin y al cabo

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era lo que todas deseaban escuchar. Irina volvióa tomar aire, pero de un modo diferente, másbreve, más intenso… Aún la retenía contra sí,pero la soltó para deslizar muy despacio y conambas manos los tirantes de su vestido a lo largode sus hombros. Ella no se apartó, ladeó un pocosu rostro para acercarlo al suyo y aguardó a quecontinuase.

Su vestido bajado dejaba casi a la vista sussenos, casi, pero no del todo. Derreck tiróbruscamente de los extremos rasgando elvestido y dejándolos al descubierto. Irina ahogóun gemido.

—De veras eres muy hermosa.Sus labios le buscaban ofreciéndose. Derreck

rozó la punta de uno de sus pezones y sintió sutacto duro y sedoso. La besó. La besó y susmanos recorrieron su cuerpo desnudo y suave,cálido y pleno, totalmente entregado.

Y en verdad Irina ahora ya no necesitabafingir, y por eso Derreck sabía con seguridadque Arianne se equivocaba y que él era capazde despertar mucho más que temor en una

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mujer, y eso al menos era algo, pensó mientrasIrina se deshacía de placer en sus brazos.

Sí. Era algo, pero con certeza no erasuficiente.

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Capítulo 18

—¡Despierta, Derreck!La voz sonaba atemorizada y acuciante.

Derreck se agitaba en su sueño y deseaba contodas sus fuerzas despertar, pero sabía que no loharía. Aún no.

—¡Despierta! ¡Tienes que esconderte!¡Rápido!

Los brazos de su madre le sacaban de lacama. Derreck sabía que algo horrible iba apasar. Volvería a ocurrir. Y él no podría hacernada por evitarlo.

Su madre le abrazaba muy fuerte. Él noquería que le soltase.

—¡Quédate aquí y no salgas por nada delmundo!

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Derreck no entendía lo que estabaocurriendo. Estaba allí otra vez y otra vezrevivía la angustia. No comprendía, pero sabíaque tenía que obedecer a su madre. Eso era loque su padre le había dicho antes de marcharse.Eso y algo más.

—Cuida de ella, Derreck. Tú eres el hombrede la casa ahora.

Su padre le revolvía cariñosamente el pelo ydespués se alejaba junto con los otros pocoshombres que tenían el lujo de poseer un caballo.Fue la última vez que Derreck le vio. En elsueño volvía a sentir la desesperada necesidadde proteger a su madre, pero era tan incapaz dehacerlo como lo fue aquel día.

Los soldados entraban en tromba en lahabitación. Derreck solo veía sus pies, perosabía que iban armados y que eran muchos y sumadre no tenía nada con que defenderse.

—¿Por qué hacéis esto? ¡No hemos hechonada malo! ¡¿Por qué lo hacéis?!

Le habían dicho que obedeciese, pero tambiénque cuidase de ella. Derreck se debatía entre el

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miedo y el amor por su madre. Queríaprotegerla. Era él y era a la vez ese niño.Deseaba matarlos. A todos. Hacer correr susangre y salvarla. Habría acabado con ellos,pero era solo un mocoso de ocho años y cuandosalía de debajo de la cama y corría junto a ella,los hombres se reían y el rostro de su madresolo reflejaba el pánico.

Todo volvía a pasar muy rápido. Él pataleabay les golpeaba con todas sus fuerzas, pero noera suficiente.

—¡Derreck! ¡Matadme a mí, pero no lehagáis daño a mi hijo!

El cuchillo en el cuello de ella.—¡¡¡No!!!Se despertó gritando y empapado en sudor.

Irina también se incorporó asustada.—¿Qué? ¿Qué ocurre?Derreck necesitó un instante para adaptarse a

la realidad. Era de noche. Era un hombre y noun chiquillo asustado. Irina le miraba confusa eintimidada, sin saber cómo actuar, y élúnicamente deseaba estar solo.

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—No ocurre nada. Vuelve a dormir —dijocon dureza.

Salió de la cama y comenzó a vestirse.—Pero ¿y vos…? ¿Adónde vais a estas

horas? —preguntó preocupada.Derreck pensó en decirle que donde fuese y

lo que hiciese no era asunto suyo, pero recordójusto a tiempo que se había propuesto demostrarque podía ser cortés y amable con ella.

—Necesito tomar aire fresco. Solo date lavuelta y duerme.

En la oscuridad vio cómo Irina asentíadébilmente y hacía lo que le pedía. Se acostó yle dio la espalda. Derreck sospechó que tal vezeso no había sido lo suficientemente amable…

Al infierno con ella.Era de madrugada. El invierno estaba en todo

su apogeo y en el corredor la temperatura eraheladora. Los hombres que hacían la guardiadormitaban apoyados contra la pared. Uno deellos entreabrió un ojo y dio un codazo a sucompañero, que se despertó alertado. Loshombres se recompusieron y le saludaron. Él se

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limitó a dirigirles una mirada furiosa. No seencontraba con ánimos para charlas nireproches. La pesadilla todavía ejercía suinfluencia aciaga sobre él.

Habían pasado veinticuatro años desde queaquello ocurriera y Derreck aún soñaba a vecescon ello y volvía a sentir la misma impotencia yel mismo horror. Un horror que hacía quecualquier otro palideciera a su lado. El horrorque le hizo inmune al miedo y bloqueó susemociones. Seguramente, por larga que fuera suvida, nada podría superar aquel espanto.

Él también debió haber muerto entonces, peroUlrich llegó justo en aquel momento y le divirtiólo que encontró. Un niño empuñando un cuchilloe intentando proteger con él el cuerpo sin vidade su madre. El mismo cuchillo que le estabadestinado, pero Derreck había mordido la manoque lo sujetaba y había conseguido hacerse conél y ahora aquello hacía reír a Ulrich.

Eso salvó su vida y le condenó a vivirla bajola tutela del señor del Lander. Derreck vio ardersu casa y los campos de su padre, y caminó

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muchas largas leguas siguiendo a un ejército dehombres que tiraban de él con una cuerda, y quese reían y le arrastraban por el suelo cuandocaía. Llegó sin saber cómo, empujado por unavoluntad que venía de algún lugar oscuro de suentonces pequeño cuerpo, exhausto y convertidoen el blanco de las burlas de aquellos hombresbrutales.

Creció en ese castillo en el que pasaría lamayor parte de su vida y se convirtió en un niñosilencioso y obediente. Pronto destacó entre losdemás y todo su tiempo lo empleaba luchando ypracticando con las armas. Los capitanes leseñalaban y Ulrich le miraba con aprobación.

Derreck solo pensaba en matarle.Todos y cada uno de los días de su vida. Era

el primer pensamiento que ocupaba su cabeza allevantarse y el último cuando se acostaba. Perono le bastaba con arrebatarle la vida. Quizá,para cuando cumplió catorce o quince años,hubiese podido hacerlo con facilidad. Ulrichconfiaba totalmente en él por aquel entonces eincluso parecía haber olvidado de dónde

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provenía. Los capitanes le auguraban un granfuturo. Ulrich necesitaba hombres de confianzapara someter a los bárbaros. Alguien tanbárbaro y feroz como ellos. Los pueblos del esteandaban revueltos y de vez en cuando serebelaban contra la tiranía de Ulrich. Derreckasentía a todo. Había esperado muchos años.Podía esperar un poco más. Matar a Ulrichhabría sido sencillo, aunque entonces él nohabría tardado mucho más en morir y, aunquehabría muerto feliz por ver cumplido su deseo, leparecía que la muerte era poca cosa para lo queUlrich merecía. Quería quitarle todo cuantoposeía. Su casa, sus tierras, su familia, sunombre… Quería despojarle de absolutamentetodo y después, ya sí, cuando Ulrich hubiesevisto cómo aquello ocurría, matarle con suspropias manos.

Por eso Derreck hizo cuanto se esperaba deél. Realizó los juramentos, se ordenó caballero,veló sus armas una noche entera a la luz de laluna, participó en los torneos de Aalborg y semostró fiel y leal al Lander. Al menos hasta que

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su nombre empezó a correr de boca en boca.Al principio seguía siendo el mismo joven

silencioso y hosco que había sido durante todasu niñez, pero en Aalborg empezó a conocerotro tipo de vida. Supo del dulce sabor de lafama y de la miel del reconocimiento y de laspalabras lisonjeras. Príncipes y señores seinteresaron por él, y en las justas las damasgritaban aterradas cuando algún valienteenfurecido se atrevía a rasguñar su rostro con laespada. Le recibieron como a un héroe en lospalacios de plata y en su honor se brindó con lasmejores barricas, y lo mismo señoras quesirvientas le abrieron sin demasiados reparos suslechos.

Fueron tiempos casi felices aquellos, y quizáotro en su lugar se habría conformado con todolo que de bueno la vida ahora le ofrecía. PeroDerreck no era uno de esos, y allí en Aalborg,entre sábanas, conversaciones, partidas ytorneos, supo de las intrigas palaciegas y de lasrencillas largos años acumuladas. El norte noamaba al rey Theodor y la notoria lealtad del

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Lander a la corona no era bien vista allí, nitampoco la de Svatge.

Poco o nada importaban esas cosas porentonces a Derreck, pero en el norte encontrómuchos posibles aliados y vio con claridadcuáles eran los pasos a dar. Cuando regresó,precedido por la fama que su nombre habíaadquirido, se encontró con que Ulrich le mirabacon recelo. No en vano era un hombre ruin ymezquino que no gozaba del aprecio de nadie ysolo se hacía respetar por la crueldad quederrochaba y por la fuerza de las armas.

Trató de quitarse de en medio a Derreckenviándole con escasas tropas a acabar con lashordas de jinetes bárbaros que se habían hechomás fuertes en los últimos tiempos. Su ausenciaduró años, pero en ese tiempo Derreck se ganóla confianza y la lealtad de sus hombres y sehizo imprescindible a Ulrich. Ganó posiciones yapagó levantamientos, pero también negociótreguas y llegó a acuerdos. Comprobó que losjefes bárbaros se conformaban con lo mismoque lo hacía la mayor parte del mundo. Un poco

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de trigo, un lugar en el que descansar, paz paraellos y para sus familias. Derreck no tenía nadaen su contra. Se entendió bien con los caudilloslocales y garantizó su palabra con su sangre. Yen verdad aquella era una de las pocas palabrasque tenía intención de cumplir.

Finalmente la paz llegó al este y Derreckregresó, y la desconfianza y los temores deUlrich aumentaron para complacencia deDerreck. Del norte llegaron mensajesfelicitándose por su regreso. Apenas necesitóasegurarse la complicidad de tres o cuatrohombres clave, el resto cayeron todos la mismanoche en la que Ulrich abandonó este mundo.

Manos supuestamente amigas acabaron conla esposa de Ulrich y con su hijo mientrasdormían. Ella era una mujer enfermiza queapenas salía de sus habitaciones. Él, un joven dedieciocho años tan despótico como su padre yque no había sabido ganarse el respeto de sushombres.

Las llamas iluminaron el patio aquella nochesin luna. Ulrich buscó su espada y no la

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encontró. Clamó llamando a sus capitanes ynadie acudió a su llamada. Desde la ventanapudo ver los cuerpos sin vida de su mujer y desu hijo y los de todos aquellos que habíancometido el error de mantenerse fieles a él.

Cuando se cruzó con Derreck no parecióimportarle la sombra que le precedía ni leacobardó el destino que le esperaba. Se rio ensu cara cuando Derreck le preguntó sirecordaba el nombre de su padre y de su madre.Ulrich le aseguró con desprecio que nirecordaba ni le importaba el nombre de ningunode aquellos miserables campesinos, y amenazócolérico a Derreck augurando que estaríamuerto antes de que llegase el alba y queardería en el infierno por traicionar sujuramento.

Derreck le respondió que entonces volvería aencontrarse allí con él.

Aquel canalla exhaló su último aliento y siDerreck pensó alguna vez que eso le haríaencontrar algún tipo de paz, el asco y larepugnancia que le atenazaron le convencieron

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de lo contrario.Cuando salió fuera los hombres le honraron y

le aclamaron como su señor. Derreck contemplótodo aquello en silencio y fue entonces cuandovio con claridad en lo que se había convertido.

Ahora él era el nuevo señor del Lander.Ahora era igual que Ulrich.

De eso hacía ya casi tres años, y ni laspesadillas ni la permanente insatisfacción habíandesaparecido, y ninguna victoria ni las muchasposesiones materiales que había conseguidodesde entonces habían logrado calmarlas.

Salió a la noche y aquel aire gélido enfrió alinstante sus pensamientos. Así era comoocurrían las cosas. Vencías o eras vencido. Él sehabía impuesto a los que habían intentadoacabar con él. Sabía que sir Roger era unaamenaza, además había comprometido su apoyoa la causa del norte. No era cuestión delealtades, era más bien algo práctico. Al norte leconvenía su ayuda y a él también le beneficiabaesa alianza. Sir Roger había medido mal susfuerzas y había actuado como si el mundo

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entero siguiera sus reglas y actuase con elmismo sentido del honor que él. Pero el mundoque Derreck conocía era despiadado y no sabíanada del honor. No del mismo modo al menos enque lo entendía sir Roger.

Y justo aquella mañana había llegado alcastillo una misiva de Aalborg. Sigurd, elsegundo hijo del príncipe Lars, anunciaba supróxima llegada. A Derreck no le gustaban lasvisitas y menos aún cuando nada estabaresuelto. Pero su juego estaba del lado del norte.No podía olvidarlo.

Había recorrido las murallas dando la espaldaal Taihne. Aquel maldito río le recordabaconstantemente su fracaso. Tres meses detrabajos no habían dado ningún resultado y elpaso seguía siendo tan inútil e infranqueablecomo el primer día. Al este, en cambio, elpaisaje se abría en una llanura que parecíainfinita a la claridad plateada de la luna. Latemperatura era glacial y todo cuanto le rodeabaresplandecía patinado por la escarcha. La nocheera de una belleza sobrenatural y quizá por eso

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no le resultó extraña su presencia. Inmóvil comosi ella misma estuviese también congelada, presatal vez de algún extraño hechizo, real y a la vezilusoria, como la luna que se refleja en el agua yque cualquier idiota sabe que se desvanecerátan pronto intente atraparla.

Derreck sabía que eso ocurriría con Arianney aun así no podía evitar sentirse atraído haciaella, como si su sola presencia actuase comouna influencia fatal e irresistible.

Arianne tampoco sabía por qué estaba otravez allí. Quizá porque a veces las paredes de suhabitación parecían estrecharse y amenazar conahogarla entre sus muros. Porque en ocasionessentía que se asfixiaba y necesitaba salir afuera.Quizá porque cuando respiraba ese aire y dejabaque el frío atravesase sus ropas y su piel y sucabeza, cuando dejaba que aquello pasase,entonces su cuerpo ya no se diferenciaba de lacoraza helada que rodeaba su corazón. Porque aveces Arianne sentía que el frío no venía defuera sino de dentro y era aún más horrible. Ypor eso salía y dejaba que la helada la rodease,

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porque después ya todo era igual y ni siquieraella era capaz de notar la diferencia.

—Si no os conociera demasiado bien juraríaque sois una aparición.

Demasiado cerca y demasiado inesperado.Arianne se volvió con rapidez y retrocedióinstintivamente. Su corazón latía desbocadocomo siempre que algo la sorprendía.Raramente se dejaba sorprender. Arianne poníatodos sus sentidos en alerta cuando como ahoraestaba sola y desprotegida. Él era la últimapersona por la que habría deseado dejarse cogerdesprevenida, pero ahora que había ocurridopudo comprobar para su propia ydesconcertante sorpresa que no sentía sucercanía como una amenaza. No como unainmediata al menos. Pero seguía siendo él.

—Os equivocáis si creéis que me conocéis —dijo recuperando su mejor aire distante.

—Desde luego, no os conozco tan bien comodesearía conoceros.

No era más que otra de sus respuestashabituales y recurrentes, aunque esa vez la

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pronunció en un tono más suave y más amable,e incluso Arianne pensó que lo había dicho máspor alguna autoimpuesta obligación que porqueaquello fuese algo en lo que estuviese pensandoen ese momento. Y también su expresión eramás abierta y más franca y parecía invitarla aapreciar la broma que en el fondo había en todoaquello. Tanto que por un instante, solo por uninstante, Arianne estuvo a punto de sonreír.

—Y entonces… —dijo él tratando de alargaraquel fugaz e inesperado encuentro, ademásúltimamente apenas había conversado con ella ysi lo habían hecho había sido de un modo tanpoco agradable como de costumbre. En cambio,ahora sentía como si esa apariencia debrusquedad con la que se dirigían el uno al otrofuese un poco menos evidente. Tal vez poraquella situación inesperada. Tal vez porque lanoche había sorprendido a ambos con la guardiabaja y las defensas embotadas—, entonces,¿estáis aquí disfrutando del paisaje? —preguntóinteresado mientras volvía la vista en la mismadirección que ella y examinaba la estepa

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congelada como si aquello fuese una cosa muyrazonable y perfectamente legítima.

Arianne ya no pudo evitar sonreír. Estabasegura de que Derreck debía de estar pensandoque era una loca maniática y desquiciada, y sinembargo estaba siendo tan considerado deguardarse su opinión y tratar de conversardespreocupadamente con ella. Después de todotambién él estaba allí, ¿no era así?

—Es digno de ser contemplado, ¿no creéis?—dijo Arianne neutral.

—Sí, lo creo —respondió, pero ya no mirabaal paisaje sino a Arianne, aunque ella no tardóen desviar su mirada y Derreck hizo lo mismo.

—¿No podíais dormir? —preguntó Arianne,que prefería hablar de cualquier cosa apermanecer allí en silencio con él.

—No —dijo despacio—. Estaba desvelado.—Y no deseabais turbar el sueño de Irina —

replicó ella con desdén, impulsada por algúnsentimiento perverso que no consiguió reprimir atiempo—. Sois muy considerado.

Derreck cogió aire y lo dejó escapar

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audiblemente antes de responder. Las dosúltimas semanas se había esforzado enrepresentar una agotadora comedia destinada aun solo espectador. Tenía como principalobjetivo demostrar a Arianne que eraperfectamente capaz de hacer feliz a una mujer.En apariencia no había tenido ningún éxito conrespecto a ella, aunque Irina resplandecía dedicha y para ella eran ahora todos los dulcesexóticos, y los vestidos de seda y tul y las joyasmás delicadas. Irina palmoteaba como una niñacon cada nuevo regalo y Derreck sonreíamagnánimo; y mientras la observaba a ella dereojo para ver si estaba mirando. Pero Ariannenunca miraba o él no lograba sorprenderla, yahora de nuevo sentía que estaba haciendo algomal. ¿Pero acaso había alguna manera deacertar con aquella maldita mujer?

—No es difícil agradar a Irina —aseguróDerreck sin ocultar su resquemor.

—Es una fortuna para ella e imagino quetambién para vos —dijo Arianne sin mirarle.

La verdad era que Arianne sí que se había

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fijado en la felicidad de Irina, y lo había hechocon más frecuencia de lo que Derreck habríapodido suponer. Desde que Irina había hecho suaparición, al día siguiente de que los dosdiscutieran y de que todas las otras mujeresdesaparecieran, aquella joven había pasado a serel centro de la atención de Derreck. Y no eraeso lo que molestaba a Arianne. Resultabaevidente cual era su intención, y a Arianne ledaban igual las joyas y los vestidos, y desdeluego no le importaba lo más mínimo con quiénpasase sus noches y sus días Derreck. No, noen teoría, pero la alegría de Irina era tan sincera,tan notoria su felicidad y tan genuino suentusiasmo que Arianne la envidiaba.

Sí, envidiaba su sonrisa fácil, su satisfaccióninfantil y su encantador modo de reír y a la vezsonrojarse cuando Derreck le susurraba algo aloído mientras la rodeaba por la cintura. Era algoque odiaba pero que no podía evitar. Ariannesabía que ella nunca podría sentirse así, nuncapodría ser de ese modo. Y para colmo Irina eratan amable, tan dulce, tan generosa y tan atenta

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que todos la adoraban, haciendo que el rencorque sentía fuese aún más despreciable.

Pero Arianne se guardaba bien de mostrartodo eso y se refugiaba en su indiferencia. Detodos modos tampoco Derreck se sentíaespecialmente afortunado ni tenía mayor interéspor hablar de Irina.

—Es solo que prefería velar a dormir. ¿No osha ocurrido nunca que un sueño sea másinsoportable que cualquier despertar?

Su tono resultaba duro, pero su gesto se veíasincero y sin duda aquello era algo que Ariannepodía compartir.

—Sí. Sé a lo que os referís —dijo Ariannecon la tensión reflejada en su rostro.

Noches de pesadillas de las que intentabas envano huir, de las que tratabas desesperadamentede despertar. Noches que preferías pasar enblanco a enfrentarte de nuevo con aquellocontra lo que era inútil luchar.

—Vaya —dijo tras de un corto silencio—.¿Por fin hemos encontrado algo que tenemos encomún?

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Él volvía a mirarla de aquel modo que laturbaba y ella se sentía como si estuviese en unfilo, a punto de inclinarse a un lado o a otro, perono era fácil ceder.

—No creo que mis sueños y los vuestros separezcan en absoluto —se defendió sin sabersiquiera de qué se defendía.

A pesar de todo, su justa indignación hizo reíra Derreck. Era aquella risa baja tan frecuenteen él y tan absolutamente falta de humor.Aquella risa estremecía a Arianne.

—¿Pensáis que me turba mi malaconciencia? Ahora os equivocáis vos —afirmócruel.

—Pues si no lo hace, debería hacerlo —respondió ella sin arredrarse, sus ojos brillantespor el reflejo pálido de la luna.

Derreck acusó el golpe aunque ya debía estaracostumbrado. Era solo que a veces se sentíaharto de ser el objeto del juicio de ella. A vecesse sentía cansado de sí mismo y de su propiojuicio. A veces Derreck solo recordaba lainjusticia de la que había sido víctima y le

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parecía que eso justificaba todos sus actos,pasados o futuros.

—Decid, lady Arianne —comenzó—.¿Nunca habéis odiado a nadie con tal fuerza,con tal rabia, con tanta intensidad que haría quesacrificarais cualquier cosa con tal de vercumplida vuestra venganza?

Sus palabras enmudecieron a Arianne. Sinduda Derreck sí que había odiado así y esesentimiento hallaba su reflejo idéntico enArianne.

Él leyó en sus ojos una respuesta que no eraexactamente la correcta y volvió a reír conaquella risa triste y apagada.

—Disculpad —dijo sarcástico—. Ha sido unapregunta estúpida. Por supuesto que odiáis así aalguien.

Arianne apartó su mirada con rapidez y sintióel frío tan repentina e inesperadamente como sila nieve hubiese comenzado a caer sobre sualma. ¿Por qué estaba allí y no en cualquier otrolugar?

Derreck notó su leve temblor. El pequeño

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movimiento que sacudía todo su cuerpo. Lapalidez casi transparente de su rostro. Volvió aparecerle tremendamente frágil y conmovedora.Volvió a hacerle sentir estúpido e inútil.

—Estáis temblando.Arianne cruzó los brazos por debajo de su

capa en un vano intento por entrar en calor,sabiendo que no serviría para nada.

—¿Acaso vos no tenéis frío?Fue algo que hizo sin pensar. Un impulso

instintivo y natural. Una necesidad. Derrecksoltó su capa y la tendió hacia ella, que se alejóun poco, lo justo para volver a amargar suespíritu; aun así insistió.

—Permitid —dijo mientras seguía haciendoaquella sencilla ofrenda.

Ella vaciló, luego se giró y dejó que él posasela capa sobre sus hombros. Era más abrigada ypesada que la suya, y su calor la envolvió alinstante con un aura cálida y confortadora, conun peso suave que no oprimía sino que aliviaba,y con la tibia fragancia, humana e intensa,fuerte, dulce y avasalladora que Arianne

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reconocía como propia de él.Sus dedos rozaban sus hombros de un modo

tan leve que Arianne apenas los sentía, peroincluso aquello era demasiado para ella, a duraspenas toleraba que la tocasen. Se giróbruscamente apartándose.

—Os lo agradezco, pero creo que es mejorque me retire.

—Os deseo buenas noches, lady Arianne —murmuró él.

Arianne asintió y emprendió su veloz retirada.Apenas había dado unos cuantos pasos cuandose detuvo. No era justo hacerle sentir mal poralgo en lo que no tenía culpa. Era suficiente conque se atormentase ella sola.

—Sir Derreck… —empezó indecisa.—Decid —dijo él suavemente.—Si sirve de algo… quería que supieseis…

—Arianne se detuvo insegura—. Lo que habéismencionado, sobre si sabía lo que era odiar aalguien con todas mis fuerzas… ¿recordáis?

Derreck asintió muy despacio. ¿Cómo podríano recordarlo?

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—Solo quería que supierais que no es a vos aquien odio de ese modo —le aseguró consinceridad y con la marca en el rostro de unaangustia que no deslucía su belleza.

Algo se quebró dentro de Derreck. Algo serompió y supo que no habría manera dearreglarlo y ni siquiera de fingir que no estabaroto. Algo doloroso y lacerante que creía no sercapaz ya de sentir.

Se quedó contemplando cómo Arianne sealejaba y cuando desapareció supo con todacerteza que habría sido mucho mejor para él queaquello no hubiese llegado a ocurrir.

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Capítulo 19

—Señor, es una gran dicha y un enormeprivilegio tener por fin el inmenso honor deconoceros.

Willen se inclinaba penosa y repetidamente, ya Derreck le entraron ganas de propinarle unempellón en salva sea la parte que le hicieseinclinarse definitivamente hasta dar contra elsuelo. Tanto servilismo le asqueaba.

En cambio, el agasajado parecía recibir todasestas atenciones con satisfacción y las atendíacon naturalidad y de buen grado.

No en vano sir Sigurd Halle, príncipe deLangensjeen y señor de Hallstavik, llevabarecibiendo cumplidos, halagos y muestras desumisión desde su más tierna infancia.

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El segundo de los hijos del príncipe Larspertenecía a la casa más antigua que aúnperdurara desde los primeros tiempos, y losHalle habían regido el destino del norte desdeque se tenía constancia de ello y seguramentedesde antes. Antes incluso de que las luces deIlithya iluminasen las sombras. Los Hallesiempre habían estado allí, apartados yprotegidos por sus montañas cuando les habíaconvenido o presentes y haciendo valer todo elpoder de su fuerza y su riqueza cuando lostiempos habían sido propicios.

Y también en más de una ocasión un Halle sehabía sentado en el trono de Ilithe, aunque deeso hacía ya mucho tiempo, y precisamente lashistorias decían que justo un Halle había sido elculpable de la caída última de Ilithya. Por eso ypor muchas otras cosas eran pocos los que lestenían aprecio. También por la plata… La plataque no se acababa nunca y de la que los señoresde Langensjeen solo tenían que decidir cuántaiban a necesitar para que los enanosesclavizados que trabajaban a su servicio en las

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minas les diesen más del doble de la quedeseaban.

Eso era lo que decían los cuentos querecorrían el reino, pero era mentira. No eranenanos los que trabajaban en las minas. Eranniños, mejor cuanto más pequeños, para que suscuerpos menudos se internasen con másfacilidad por el laberinto de túneles deHallstavik.

Eran niños, aunque parecían viejos a causa dela dureza del trabajo, y no siempre era fácilencontrar nuevas vetas. Por suerte para ellos enlos últimos años habían encontrado una grande ybuena y el futuro se presentaba de nuevopróspero en Langensjeen.

Aunque a Sigurd, como a todos los Halle, nole molestaban las leyendas que hablaban de lariqueza del norte, dejaba que prosperasen y veíacon placer los murmullos de asombro y envidiaque se levantaban a su paso.

Un señor de los palacios de plata. Un hijo delhielo y la aurora. Uno de los elegidos, de losprivilegiados descendientes de algún dios antiguo

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y poderoso que escogió el norte como morada,porque únicamente allí, en Aalborg, la tierrarefulgía con el mismo brillo deslumbrante delcielo.

Sí, todo aquello agradaba a Sigurd, aunque lospalacios solo tuviesen de plata las cubiertas delas puertas, las lámparas, la vajilla y unascuantas baratijas que se ennegrecían al menordescuido, a pesar de los esfuerzos de lossirvientes por limpiarlas. Incluso el mismo hielo yla nieve se veían siempre embarrados por elcontinuo trasiego de gentes alrededor deAalborg. Era lo de menos. Lo importante era lafama, y de eso Langensjeen tenía cuantadeseaba.

Sigurd miró a su alrededor. Nada en Svatge lecausaba gran impresión. Había esperado algomás del castillo del paso. Ni siquiera el río eratan grande. Le costaba creer que un simplepuente estuviese causando tantas dificultades.De todas formas a Sigurd no le gustaba viajar yapenas había salido de Langensjeen y nada de loque había visto en sus viajes le había parecido

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mejor que lo que tenían en el norte, pero Sigurdtambién sabía ser cortés.

—Bonito lugar, Derreck. Me alegra volver averte.

La sonrisa de Sigurd era manifiestamenteamigable, pero Derreck desconfiaba de loscumplidos casi tanto como de las promesas delealtad.

—Yo también me alegro de verte a ti, Sigurd—le contestó sin molestarse en fingir alegría.

—Sigues siendo el mismo, amigo mío —dijoSigurd sin perder la sonrisa—. Pensé que lasvictorias habrían mejorado tu humor, pero veoque no.

Era de justicia reconocer que Sigurd habíatratado siempre a Derreck casi como a un igual,al menos desde el día en que Derreck tuvo lavida de Sigurd en sus manos en los campos deHalla, y Sigurd no solo no le había guardadoresentimiento, sino que había visto la oportunidadque para los propósitos del norte representabaDerreck.

Sin embargo, Derreck no se dejaba engañar

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ni por eso ni por la pretendida camaradería deSigurd. No eran iguales en muchos aspectos ynunca lo serían. Y en lo que a él se refería,Sigurd era su aliado, pero no su amigo.

—No tengo tantos motivos para sonreír a lavida como tú —contestó Derreck con mal ocultoresentimiento.

—No veo por qué no. Tienes todo el orienteen tus manos, tienes este castillo, tienes fortuna,tienes gloria y tienes sin duda una gratacompañía.

Los ojos de Sigurd se habían ido detrás deIrina, que acababa de aparecer en la sala. Ellase dirigió confundida a Derreck, que le dirigióuna mirada mortal. Irina se quedó tan aturulladaque no supo para dónde tirar. Nunca estabasegura de dónde debía estar y dónde no.

—Quizá vos sois lady Arianne —aventuróSigurd.

—No, yo… —comenzó tímida Irina.—Ella es solo una mujer —cortó Derreck

bruscamente.—Una mujer muy hermosa —dijo Sigurd

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tomando su mano y besándosela.Irina se puso roja como la grana. Era evidente

que aquel era un gran señor y que la hubieseconfundido a ella con una dama era más de loque Irina podía llegar a soñar. Aunque el gestode Derreck se encargase de recordarle cuál erasu lugar.

—Si me disculpáis, debo retirarme.—¿Por qué queréis privarnos del placer de

contemplaros? No seáis cruel. Quedaos aquícon nosotros. A Derreck no le molestará, ¿no esasí? —dijo volviéndose hacia él interrogante yclaramente divertido con aquello.

—¿Por qué iba a quitarte ese gusto? —respondió Derreck con indiferencia—. Míralacuanto quieras.

Sigurd se rio ante la turbación de Irina, que nosabía qué cara poner. Aquello tampocosorprendía a Derreck. Había mujeres de sobraen Aalborg, pero en más de una ocasiónDerreck y Sigurd se habían fijado en la misma.A Sigurd le gustaba pensar que no necesitaba deninguna ayuda en ese aspecto, pero si su

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considerable atractivo no hubiese sido de por sísuficiente, su posición como príncipe deLangensjeen le habría dado toda la ventaja quepudiera haber necesitado.

Pero lo que su alteza el príncipe ignoraba eraque muchas de las damas que se habían rendidopúblicamente a la insistencia de Sigurd habíansucumbido de forma mucho más discreta a la deDerreck, que no exigía exclusividad ninecesitaba hacer público su éxito.

Y de todas formas Irina no necesitaba tantaconsideración, y si Sigurd hubiese sabido queapenas un mes antes se ganaba la vida en unburdel no le habría dedicado una inclinación tancumplida.

—Perdonad, debo irme —dijo Irina azorada yno sabiendo cómo sacar a aquel gran señor desu error.

—Marchaos, bella. Pero espero veros prontode nuevo. ¿Nos acompañaréis en la cena?

Irina miró a Derreck. Le habían dicho quedurante la estancia de aquel huésped su lugar enla mesa no sería junto a Derreck, como solía

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ocurrir, sino que se sentaría en alguno de losotros bancos.

—No creo que eso sea buena idea, Sigurd —dijo Derreck con sequedad.

—¿Por qué no? ¿Vas a negarme el inocenteentretenimiento de contemplar a esta beldad? —preguntó Sigurd sin despegar los ojos de Irina,que se sentía cada vez más nerviosa y másarrepentida de haber entrado en la sala.

A Derreck le daba igual que Sigurdcontemplase a Irina hasta desgastarla, perosentarla en la mesa principal estando presenteun invitado supondría un insulto que inclusoDerreck se resistía a causar. Un insulto paraArianne. Una cosa era afrentarla en privado yotra hacerlo frente a sir Sigurd Halle. Derreckestaba comenzando a enfurecerse con Sigurd yapenas acababa de llegar.

—Entonces es cosa hecha, hermosa. Ossentaréis a mi lado. Y bien —prosiguió Sigurdcon desenfado—, ¿por qué no me llevas a verese puente? Yo también quiero probar fortuna.Tal vez consiga triunfar donde todos los demás

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han fallado —dijo lleno de optimismo, comoquien sabe que la suerte está de su lado.

Abrió la marcha sin esperar la contestaciónde Derreck, que apenas atendió el suplicantegesto de disculpa de Irina. Ahora no podíaperder el tiempo con ella. Solo faltaba queSigurd fuese capaz de hacer funcionar debuenas a primeras el maldito puente.

Derreck juró para sus adentros, poniendocomo testigo a cualquiera de los dioses que notuviesen nada mejor que hacer que atenderle,que si Sigurd Halle conseguía hacer bajar elpaso, él mismo le tiraría de cabeza al Taihneantes de que tuviese tiempo de pensar siquieraen sonreír.

Pero Derreck no tuvo necesidad de poner enpráctica su promesa. Sigurd probó, tanteó yexperimentó diversas combinaciones durantepoco más de media hora y al fin abandonódisplicente y aburrido, asegurando que lo másprobable era que el mecanismo estuviese roto.

Derreck se guardó su opinión para sí y reuniótoda su paciencia. Se le iba a hacer muy larga la

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estancia de Sigurd.La hora de la cena, en cambio, tardó bien

poco en llegar. El salón de banquetes de Svatgeestaba a rebosar y lucía magnífico como en susmejores tiempos. Todos los caballeros del pasoque habían jurado lealtad a Derreck estaban allípara honrar como merecía al príncipe deLangensjeen. Todos se encontraban ya en ellugar que les correspondía según la posición quedesempeñaban y el grado de nobleza de suscasas. Todos, excepto Arianne.

El banquete estaba por comenzar. Sigurd sehabía salido con la suya y había sentado a Irinaen la mesa principal. En honor a la verdad, Irinalucía más espléndida que cualquier otra de lasdamas de la sala. Llevaba un vestido dedamasco ocre pálido repleto de intrincadosbordados, y varias sartas de perlas resaltaban lapalidez nívea de su piel. Le habían arreglado elcabello en un complicado peinado mezcla detrenzado y rodetes, y procuraba hablar lo menosposible y evitar en todo momento la mirada deDerreck, que no estaba nada complacido con

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todo aquello y comenzaba a pesarle haberentregado todas aquellas cosas a Irina cuandose le ocurría alguien que merecía mucho másque ella lucirlas.

La silla de Arianne a la derecha de Derreckseguía vacía y a su pesar aquello amenazabacon sacarle de quicio. La cena estaba a puntode comenzar y si no venía enseguida tendría quemandar a la guardia a buscarla. Y si Arianneestaba pensando en organizar también hoy unescándalo… Bien, si aquello era lo que habíapensado, había elegido el peor día posible parahacerlo.

Derreck sentía ya la rabia inundándole acausa de aquel nuevo desprecio. Iría a por ellael mismo y le demostraría de una vez cuál era sulugar allí; y por todos los infiernos que le gustaseo no, ese lugar aquella noche era a su lado en lamesa y… y en ese momento la aparición deArianne interrumpió de golpe los pensamientosde Derreck.

Sus pensamientos y la mayoría de lasconversaciones, pues fueron muchos los que

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callaron cuando vieron aparecer a Arianne.Todos los que habían sido vasallos de sir Rogervolvieron rápidamente la cabeza, incómodos, ylos que no la conocían fijaron su vista en ella,interesados por aquella dama que tantaexpectación había despertado.

Vestía de terciopelo verde y no se habíapuesto ninguna de sus joyas, pues aunqueconservaba muchas de su madre no habíaquerido utilizar ninguna. Y aquel vestido sencillo,pero que lucido por ella parecía propio de unareina, dejaba ver su cuello y la tersa piel de suescote sin adornos ni molestias que estorbasensu belleza. Llevaba el pelo apenas recogido,impidiendo que cayese sobre el rostro, paraderramarse suelto y ondulado, libre sobre suespalda. Derreck concluyó que estaba muybella, bella como siempre y a la vez comonunca. Más bella que ninguna otra mujer que élhubiese conocido, y seguramente Sigurd tambiénlo pensó.

La mirada de Arianne se cruzó con la deDerreck. Levantó un poco la barbilla y avanzó

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hacia la mesa principal con paso firme. No teníaningún deseo de estar allí. No le importaba lomás mínimo el maldito príncipe Sigurd que habíaconspirado vilmente contra Svatge. No sentíaningún deseo de ver los rostros falsos ycobardes de todos aquellos que habían olvidadosu obligación y sus compromisos y los muchosfavores que debían a los Weiner. Los Barry, losQuery, los Wertell… Al infierno con todos ellos.

No le importaba que esa mujer se sentase a lamisma mesa que ella. Sí, Vay la había avisado, lamisma Vay había peinado también a Irina. Peronada de eso importaba a Arianne, y desde luegono la afectaban los recados de Derreckavisándola de que su presencia se requería en lacena de forma ineludible e inexcusable yrequiriéndola para que fuese puntual y actuasesegún lo que se esperaba de ella.

No, no le preocupaba lo más mínimo lo que seesperase de ella. Pero aquella seguía siendo sucasa y ella era la legítima heredera de Svatge. Ysi creían que iba a esconderse o que podíanhumillarla y hacerle renunciar… Bien, si

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cualquiera de ellos creía eso, Arianne lesdemostraría cuánto se equivocaban.

Sigurd se levantó cuando se aproximó a lamesa, Derreck supuso que sería extraño noimitarle, y los demás caballeros también selevantaron. Arianne no atendió los saludos,tampoco al de Sigurd, y se sentó en su sitio sinaguardar a las presentaciones. Sigurd se irguióperplejo y miró a su alrededor confundido. Noestaba acostumbrado a que se le ignorase.

Los criados comenzaron a presentar lasbandejas y todos se sentaron. Sigurd decidióprobar de nuevo y asomó su cabeza buscando aArianne, que estaba sentada un poco más alláde él.

—Supongo que vos sois lady Arianne —dijobastante seguro, esa vez sí, de acertar.

—Suponéis bien —contestó duramente ellasin volverse a mirarle.

—Yo soy… —continuó dispuesto a darse élmismo a conocer ya que quizá aquella damaignoraba su nombre y su posición.

—Sé perfectamente quién sois. Ahorraos

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vuestras palabras si no tenéis otra cosa mejorque decir.

Aquella respuesta dejó atónito y sin réplica aSigurd, así que decidió que por el momento seríamejor dedicarse a su cena. Los criados pasaronsirviendo el vino y Derreck indicó que sirviesenprimero a Sigurd en honor a su huésped.

Sigurd levantó la copa hacia Derreckagradeciendo la cortesía. Derreck alzó tambiénla suya.

—Salud, Derreck.—Salud, Sigurd.Y por primera vez desde la llegada de Sigurd,

una sonrisa satisfecha asomó en los labios deDerreck.

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Capítulo 20

El viento era cortante aquella mañana ysilbaba con fuerza en los oídos de los hombresenredando sus capas y haciéndolas inútiles. Undía desapacible y gris, y también prácticamenteperdido.

Derreck había hecho ya muchas veces eserecorrido y había llegado siempre a la mismaconclusión. El Taihne era infranqueable loabordases por donde lo abordases.

Barrancos escarpados, desniveles de más demil pies, corrientes rápidas y profundas a las queera poco menos que imposible acceder. Y esopara un solo hombre, impensable hacer cruzar acentenas o miles de ellos. Pero Sigurd eraperseverante y optimista y, al fin y al cabo,

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Derreck no tenía ninguna otra idea quecompartir.

Refrenó el caballo y los demás le imitaron.Habían llegado al lugar al que se dirigían: unameseta llana en la que la anchura del río seestrechaba hasta unos seiscientos pies. Seguíasiendo mucho, pero era lo mejor que había.

Los hombres descabalgaron y los consejerosvenidos desde Aalborg se dedicaron a estudiarcon atención el terreno. Sigurd echó una ojeadaaprobadora.

—Parece un lugar tan bueno como cualquierotro.

—Tan bueno o tan malo —gruñó Derreck.—Vamos —dijo Sigurd, que no estaba

dispuesto a escuchar actitudes negativas—.Está en un llano, el río aquí es más estrecho, nodista ni diez leguas del camino real… No se meocurre por qué no lo hicieron aquí en su día. Esperfecto.

—Porque asediar el castillo desde aquí habríasido mucho más sencillo y tampoco será fácilproteger el paso desde esta posición —replicó

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Derreck.—Es una buena razón —concedió Sigurd—,

pero ya no tiene importancia, puesto quenuestros enemigos están todos del otro lado.

Sigurd sonreía abiertamente, pero a Derreckno le acababa de convencer la idea. No veíafactible realizar la obra así como así, ni legustaba el lugar ni le atraía el plan. Esosuponiendo que diese resultado.

Si los alarifes de Langensjeen conseguíanconstruir un nuevo paso trabajando desde unaúnica orilla y confiando en que desde el oeste nofuesen capaces de evitarlo, bien, si aquelloocurría y se lograba en un plazo razonable, aunde ese modo sería una soluciónconsiderablemente peor a la original. Tambiénera cierto que hacer funcionar de nuevo el pasoparecía ya una tarea poco menos que imposible.

—Y por otra parte —añadió Sigurd—, nopuede decirse que al castillo le sirviese de grancosa estar donde está. Después de todo, no tecostó tanto hacerte con él.

Derreck no contestó. Sigurd le gustaba aún

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menos cuando pretendía halagarle.—¿Y serán capaces de hacer algo parecido

siquiera al antiguo? —preguntó mirando conescepticismo hacia los hombres, que tomabannotas y hacían cálculos y mediciones conextraños instrumentos.

—Si otros lo hicieron, ¿por qué nosotros no?Pensaba que tú no dabas crédito a todas esashistorias de los viejos tiempos. ¿De veras creesque trolls gigantes como montañas fueron losque alzaron el paso? —preguntó Sigurddivertido.

Derreck respondió fríamente. Solo legustaban las bromas a costa de los demáscuando las hacía él.

—Creo que eso es tan posible como que tugente consiga tener otro paso listo sin quetranscurran antes demasiadas estaciones —dijoobservando a los hombres, que ahora discutíanentre sí sobre las anotaciones y no daban laimpresión de ser muy eficaces.

—Sí, tal vez —dijo Sigurd chasqueandomolesto la lengua—, pero tampoco será

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necesario hacer algo tan espectacular. Bastarácon algún tipo de puente. Y será una manera dedistraer la atención de los pares. Thorvald tieneotros planes…

Thorvald era el heredero natural deLangensjeen. El mayor de los hijos del príncipeLars, y también un hombre con una ampliavisión de lo que podía depararle el futuro. En elnorte estaban más que hartos de pagar diezmosy tributos a un rey y a una corte que solo seacordaba de ellos para recaudar más impuestos.Thorvald era ambicioso y creía que ya era horade que un Halle volviese a ocupar el trono deIlithe, y para ese empeño contaba con el apoyototal y completo de Sigurd; sobre todo porque deese modo sería él y no su hermano quien algúndía no muy lejano gozase del título de príncipe deLangensjeen, y eso era justo lo que Sigurddeseaba para sí. Y por eso, más que por ningunaotra razón, apoyaba su causa con el mayor delos entusiasmos.

Derreck sabía de esos propósitos, y aun sinconocer la corte como debía conocerla Sigurd, le

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parecían en exceso ambiciosos. No sabía hastaqué punto los deseos de Thorvald podíanconvertirse en realidad. Para él, el oeste era unlugar lejano y ajeno. Nunca había estado allí yno significaba nada. Pero había algo más de loque Derreck estaba convencido: no recibiríaayuda ni estima desde Ilithe.

—¿Cuáles son los planes de tu hermano? —preguntó.

—Thorvald está armando una flota. Piensaasaltar Ilithe por mar.

—¿Por mar? —replicó Derreck incrédulo.Era una idea arriesgada. Harían falta muchos

barcos para trasladar a los hombres suficientescomo para que resultasen una amenaza, yembarcar siempre suponía una aventura dedudoso resultado. Los hombres quedaban amerced de las tormentas y de los vientosadversos. Y valientes y cobardes podían quedarsepultados por igual en el fondo del océano.

—Sí, por mar —afirmó Sigurd—. Hay ya enel puerto naves capaces de trasladar cada unade ellas a más de doscientos hombres. Y si todo

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va según lo esperado no hará falta un ejércitodemasiado grande para que Thorvald seconvierta en el nuevo dueño de todas las putasde Ilithe.

La sonrisa de Sigurd era ahora heladamentedespiadada y Derreck volvió a sentir esadesazón que a veces le perturbaba. ¿Era aquellolo que él deseaba hacer? Apartó molesto esospensamientos. Fuesen o no esos sus deseos,aquello sería lo que sucedería. Lo único quequedaba a su alcance era elegir bando y yahacía tiempo que lo había hecho, solo necesitabasaber cuál era su parte en el juego.

—¿Y qué es lo que espera tu hermano?Sigurd se lo pensó antes de continuar. Había

pasado una semana cazando, recibiendovasallajes y pleitesías, perdiendo el tiempo conpequeños nobles y cabalgando por los cortadosde Svatge. Solo las cenas habían ofrecido algúninterés… Pero ya era más que suficiente paraSigurd. Había visto cuanto necesitaba y pensabamarcharse muy pronto. Era el momento dehablar claro.

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—Thorvald ha recibido noticias de la corte.No ha gustado allí lo que les ocurrió a losWeiner. Han tardado en reaccionar, pero unejército de más de cinco mil hombres ha salidode Ilithe y muchos más se les unirán por elcamino. —Sigurd se encaró con Derreck y susojos claros reflejaron una fría calma—. Vienentodos hacia aquí.

Derreck no se inmutó. Lo esperaba. Antes odespués. Cuando llegasen le encontraríanesperándoles.

—¿Y Thorvald piensa que eso dejará Ilithesin defensa?

—Quizá no sin defensa, pero el ataque llegaráde donde menos lo esperan. Además, no solohan salido hombres hacia el sur, Cardiff hadispuesto que otro ejército se dirija hacia el este.—Sigurd le miró como si aquello fuese muygracioso—. Parece ser que no se fía de ti ypiensa que tan solo finges que no puedes usar elpaso.

Incluso Derreck tenía que reconocer queresultaba irónico. Su fracaso era ahora una

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ventaja puesto que dividía a su enemigo. Cardiffera uno de los principales del reino y quien dehecho lo gobernaba ante la debilidad del reyTheodor. Tan odiado como temido, era elhombre más poderoso de la corte y, además delos muchos títulos de su familia, desempeñaba elcargo de lord Canciller. A él debía Derreck larelativa calma de la que había disfrutado comoseñor del Lander. A Cardiff no le había parecidoque aquel golpe de mano en las lejanas fronterasdel este fuese tan importante como paramerecer que las tropas reales le dedicasen suatención. Ahora se había dado cuenta de suerror y pensaba repararlo.

—Al menos no tendré que preocuparme poresos —afirmó Derreck con indiferencia.

—Cierto —concordó Sigurd—. Solo por losotros cinco mil.

—Necesitarán más de tres meses pararodear las montañas y llegar hasta aquí.

—Pero tres meses pasan con rapidez.¿Podrás pararlos? —preguntó Sigurdsúbitamente grave.

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Derreck tardó un poco en contestar, aunquesolo había una respuesta.

—Los pararé.Sigurd se volvió hacia él y apretó con fuerza

su hombro en un amistoso gesto de confianza yhermandad. Derreck tuvo que contenerse parano apartarle.

—Es cuanto esperaba escuchar —dijo Sigurdcon entusiasmo—. Entonces, todo quedaresuelto. Cuenta con mi gente para lo quenecesites, y cuando Thorvald sea rey en Ilithe,todo lo que media entre el Taihne y el Landerserá reconocido como tuyo. Él mismo escribirátu nombre con letras de oro en ese viejo libroque tanto aprecian los pares. Y además —añadió Sigurd con sibilina intención—, así ya notendrás necesidad de unirte a ella…

Derreck se revolvió ante esa menciónindirecta. Arianne había sido aquella semanauna perturbación constante para él. Fría einaccesible. Distante e inabordable. Furiosa yrebosante de ira por todos los agravios quesoportaba y que proclamaba con su actitud de

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forma más elocuente que pudiese haberlo hechocualquier discurso. Sigurd también lo había visto.

Derreck había apreciado cómo empleabadiscretamente con ella toda su resueltadesenvoltura, su aplomo y su seguridad innata,su amabilidad fácil que tenía la virtud de parecersincera y espontánea. Arianne había resultadoigualmente indiferente, pero Derreck habíasufrido lo mismo cada vez que lo había vistodirigirse así a ella.

—Ella —dijo Derreck remarcandointencionadamente aquella palabra ypronunciando las demás como si se tratase deun desafío— será mi esposa reine quien reine enIlithe.

—No parece que la dama esté muy deacuerdo con eso —contestó Sigurd suavemente.

—Lo estará —afirmó Derreck intentandoocultar su rabia.

—No lo dudo —aseguró Sigurd sin abandonarsu tono afable y cordial—, pero no deberíasdarle tanta importancia a eso. Cuando Thorvaldconsiga lo que todos esperamos, tendrás tantos

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títulos que podrás otorgar alguno incluso a tuscaballos. Haremos un nuevo paso y tú serás elseñor del paso. Créeme —dijo con fría yorgullosa displicencia—. Esos necios yvanidosos imbéciles de Ilithe que ahora teinsultan se matarán entre sí porque te tires aalguna de sus hijas.

Nada de aquel discurso agradaba lo másmínimo a Derreck. Despreciaba a la corte y alos cortesanos tanto como Sigurd, pero sabía queel desdén de Sigurd era extensible a todos losque no pertenecían a su casa y a la antiguaAalborg. Derreck sabía que los Halle seconsideraban mejores que los demás; para él,todos eran lo mismo.

—Puedes aspirar a algo mucho mejor queella, amigo mío. Esa mujer es dura y áspera yjuraría que amarga —dijo mientras observabacon malévolo interés la expresión de Derreck—.Y aunque sabes que yo no doy importancia aesas cosas, muchos otros sí lo hacen, y teconvendría asegurar tu posición y reafirmar tunombre con el enlace con alguna familia de

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linaje, de mejor linaje que lady Arianne.Derreck apretó la mandíbula hasta rechinar

los dientes. De buena gana habría arrojado aSigurd al suelo y le habría cortado el cuello consu espada para ver si el linaje de su sangre eratan noble como él se preciaba. En lugar de esole contestó solo para defenderla. Derreck podíasoportar muchas cosas, pero no iba a tolerar queSigurd la menospreciase.

—El linaje de lady Arianne es tan buenocomo el de cualquiera de tus putos pares —afirmó en dura voz baja solo para ver comoSigurd lo miraba con evidente y malignadiversión—. ¿Qué demonios es tan gracioso? —preguntó Derreck sombrío y apenas sin podercontenerse.

Sigurd negó con una sonrisa pérfida y no sedejó afectar por su oscura expresión,convencido de saber más que él.

—Corren muchas historias acerca de ladyArianne, ¿no te has preguntado nunca cómo esposible que aún no haya contraído matrimonio?Sabes que a todas las casan a los dieciséis. Es la

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mejor edad —dijo Sigurd señalando algo que erade sobra conocido—. ¿Cuántos tiene ella?¿Veinte?

—Veintiuno —respondió Derreck cortante.—¿Lo ves? —sonrió Sigurd como si eso lo

explicase todo.—Ella rehusó todas las ocasiones —contestó

enojado.—Cierto. La ocasión, en realidad —corrigió

Sigurd—, aquel idiota de Elliot. Un caballeroinsignificante con tan poca relevancia comojuicio. ¿Por qué crees que sir Roger Weineraceptó casar a su única hija con una nulidadcomo Elliot?

Derreck le respondió con idéntica frialdad.—No lo sé, dímelo tú.—Porque nadie más había solicitado su mano

en esos largos dieciséis años, y si de verasdeseas saber por qué nadie intentó emparentarcon la antigua casa Weiner ni el mismo sirRoger puso interés en concertar el matrimonio,te contaré lo que yo sé. Resulta que cuandonació se corrió la voz de que no era verdadera

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hija del muy noble y muy estúpido sir Roger. —Sigurd hizo una pausa para disfrutar delsorprendido estupor que se leía en el rostro deDerreck—. Se dijo que sir Roger había dejadoque la madre diese a luz sola en sushabitaciones, sin ayuda alguna, como habíapermanecido sola durante todo su feliz estado.Sola y encerrada, aunque lo que se decía enpúblico era que lady Dianne no llevaba bien elembarazo, pero muchos afirmaron que lascuentas no cuadraban, y que sir Roger habíaencontrado a su esposa encinta de algún otrotras volver de un largo viaje y que por eso ladejó morir —justificó Sigurd con pavorosainsensibilidad—, y por eso precisamente ningunafamilia que se precie pretendió nunca su mano, ytampoco él procuró buscarle ninguna. Ya sabes,era recto y honesto —dijo con burlón desdén—.Hasta que decidió casarla con ese pobredesgraciado de Bergen. Debió de pensar queera un trato lo bastante adecuado para nomancillar su conciencia.

Sigurd calló esperando la reacción de

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Derreck. Este había escuchado en silencio todaaquella historia. No se le ocultaba el malsanoplacer que Sigurd experimentaba al contarleesas habladurías que bien podían ser interesadascalumnias. Y aunque barruntase el oscuro afánde Sigurd por desmerecerla ante sus ojos,también intuía que era muy posible que algo asíhubiese ocurrido.

Y es que Derreck tenía de alguna manera lasospecha cierta y segura de que Arianne nohabía sido nunca feliz ni verdaderamente amada.Y aquello le hería más que cualquier dolor queSigurd pretendiese infligirle a él.

Apartó todos aquellos extraños sentimientos ylos ocultó a la inquisitiva mirada de Sigurd.

—No importa lo que se dijese. Sir Roger nolas repudió. Ni a su esposa ni a ella, y la crio ensu hogar y le dio su nombre. Ella es su herederalegítima. Ante la corte y ante el mundo. Y quiendiga lo contrario tendrá que enfrentarse a mí —terminó desafiante.

Sigurd inclinó la cabeza en un gestosuavemente conciliador. No deseaba

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enemistarse con Derreck. Ni le convenía ni eraprudente, pero Sigurd no podía evitar enocasiones ser imprudente.

—Nadie lo negará. Solo quería que losupieras. Es una historia vieja, pero muchos aúnla recuerdan, sobre todo en Ilithe. Solo deseabaasegurarte que en el norte nadie espera queconsumes ese enlace. Podrás elegir entre quiendesees. No tienes por qué suplicarle.

Derreck volvió a sentir el imperioso deseo deestrangular a Sigurd.

—No le he suplicado —masculló furiosoentre dientes.

—Claro que no —concedió malévolo Sigurd—. Solo es una mujer —dijo pronunciando lasmismas palabras con las que Derreck se habíareferido a Irina. Sin esperar su respuestaespoleó al caballo y se dirigió hacia los hombres,que aún intentaban ponerse de acuerdo sobre lasmedidas que necesitaban para proyectar elpuente.

Derreck lo dejó alejarse. No deseaba soportarpor más tiempo su maldita soberbia y su

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despectiva superioridad. Y menos aún deseabareconocer ante Sigurd, e incluso ante sí mismo,que Arianne era para él mucho más que tan solouna mujer.

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Capítulo 21

—¿Y podré llamarla como yo quiera?Arianne sonrió a la pequeña. Se inclinaba

entusiasmada encima de ella, empujada por laimpaciencia de tener en sus manos la muñeca ala que le estaba dando los últimos retoques.

—Claro que sí. Es tu muñeca. Podrásllamarla como tú quieras. ¿Qué nombre lepondrás?

La niña se quedó pensativa. El fuego estabaencendido y en la cocina se estaba caliente y aresguardo. Arianne estaba sentada en unabanqueta junto a la lumbre y no tenía ningunaprisa por que la niña se decidiese.

—Creo que me gusta Arwyn —dijo lapequeña.

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—Es un nombre muy bonito —aseguróArianne.

—Es un nombre de princesa. ¿Verdad queparece una princesa?

Arianne había hecho un vestido para lamuñeca con un retal de brocado, un pequeñopaño de los que se empeñaban para adornar lamesa, y estaba muy satisfecha de haberle dadomejor uso. La hija de la cocinera se lo merecíamucho más que cualquiera de aquellos dosidiotas.

—Ya lo creo que lo parece. Será la princesaArwyn —dijo entregándosela a la niña.

—Gracias —dijo encantada abrazando a lamuñeca contra sí. Otra idea cruzó en esemomento por su cabeza—. ¿Tú también eresuna princesa?

—No, no lo soy —dijo Arianne risueña—.Hay muy pocas princesas y viven en lugaresmuy, muy lejanos.

—Pero tú lo pareces y mi madre dice que site casases con sir Derreck serías la señora delcastillo y no tendrías que aguantar que ninguna

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buscona se sentase en la mesa como si fuese ladueña.

La cocinera, que estaba atareadadesplumando pollos, se quedó helada cuando oyóa su hija. Tenía solo seis años y no se le habíaocurrido que fuese a repetir algo que había dichosin pensar que la cría estaba delante.

Se volvió azorada limpiándose las manos en elmandil y sin tener la menor idea de lo que decir.Lady Arianne era siempre muy amable con lapequeña y ella no quería ofenderla, aunquetambién era cierto que no había dicho más quela verdad.

—No le hagáis caso, señora. Los niños… Yasabéis…

Arianne no le respondió. La niña seguíamirándola con sus grandes ojos inocentes.

—No la pierdas, Winie. Tienes que cuidarbien de ella.

—No la perderé —dijo mientras Arianne selevantaba del banco—. ¿No te quedas a jugarcon nosotras?

—¡Winie, no seas pesada! —dijo la cocinera,

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aún cohibida.—Tengo cosas que hacer. Juega tú, ¿de

acuerdo?La niña asintió. Miró a su muñeca y eso le dio

otra idea.—¿Y tú crees que yo podré ser algún día una

princesa?Arianne miró a la pequeña. Sus cabellos

rubios estaban enmarañados y sucios, y la sayade sarga que vestía había sido remendadamuchas veces y estaba negra del carbón de lacocina. Su madre la contempló apenada ycuando su mirada se cruzó con la de Arianne ladesvió para volver a su tarea, preparando unacomida que otros disfrutarían.

La ingenuidad de la niña la conmovió yentristeció. Sabía tan bien como cualquiera lodifícil que era que los sueños se convirtiesen enrealidad, pero no se sintió con ánimo para abrirlelos ojos tan pronto.

—Seguro, Winie. Podrás ser cualquier cosaque desees.

La pequeña sonrió feliz con esa respuesta y

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se abrazó a sus piernas, rodeando la falda delvestido. Arianne dudó un instante, pero antes deque le diese tiempo a corresponder, la voz de sumadre reprendió a la chiquilla para que lasoltase.

—¡Winie, no molestes más a la señora!La cocinera la miraba con recelo y estaba

claro que aquello no le gustaba lo más mínimo.Arianne experimentó la dolorosa sensación deestar de más.

Winie se desprendió obediente y Arianne salióde la cocina afligida y dolida con aquella mujerque no solo se permitía opinar sobre lo que debíahacer con su vida, sino que además acababa demirarla como si tratase de quitarle algo que erasuyo.

Eso dolía.Había pasado muchos ratos en las cocinas

ese invierno con la pequeña Winie y con sumadre, también Vay se unía a ellas a menudo.Vay, que últimamente estaba más que animadaaunque muy misteriosa, y desaparecía durantehoras y era casi imposible dar con ella. Por eso

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quizá había pasado más tiempo con Winie y lellevaba regalos e inventaba juegos para ella, yArianne había pensado que no hacía daño anadie con eso, pero puede que estuvieseequivocada.

Así que ahora también tendría que decir adiósa las mañanas en la cocina.

Era una sensación bien conocida por Arianne.La impresión de sentirse extraña y rechazada.Era algo que la había acompañado muchasveces, con mucha gente y en muchascircunstancias, aunque extrañamente nunca leocurría con él.

Arianne sintió de golpe la fuerza de esesentimiento, una especie de repentinodescubrimiento. Tuvo que recurrir a toda suvoluntad para rechazarlo, como si el simplehecho de ocurrírsele fuera una traición. Aquellono tenía sentido. Derreck tenía tanta culpa comolos demás, o mejor dicho más. No era diferentey ya estaba harta de que le dijeran lo que tenía ylo que no tenía que hacer. Estaba más quecansada de ser el objeto de la voluntad de otros

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y no poder actuar por sí misma.Necesitaba salir de allí.Sí, necesitaba más que ninguna otra cosa

alejarse de todos y cabalgar tan rápido como elviento. Tan rápido que no la alcanzasen ni suspropios pensamientos. Correr hasta algún lugardonde no hubiese nada más que ella y el silencioa su alrededor. El bosque, el cielo en lo alto y elsuelo a sus pies. Ninguna otra cosa.

¿Era tanto pedir? Arianne se encontrabaasfixiada por aquella situación que ya no dabamás de sí. Ya era suficientemente malo antes,pero la presencia de Sigurd lo había convertidoen insoportable.

Al menos se iría pronto, pero ¿qué cambiaríatras su marcha? Ella seguiría allí encerrada,soportando día tras día todas las estratagemasde Derreck para que desistiera, inclinada cadavez más a ceder, a rendirse. Porque era ciertoque también a veces se sentía cansada ypensaba que era inútil luchar contra todo ycontra todos; y que al fin y al cabo quizá él nofuese tan horrible, no peor que los demás, no tan

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malo como había pensado al principio.Sí, a veces Arianne pensaba que Derreck no

era como aparentaba ser, y el recuerdo de suencuentro nocturno en la muralla y sus brazosenvolviéndola en su propia capa para protegerladel frío daban más fuerza a esa inexplicableemoción. Pero ¿acaso cambiaba algo aquello?¿No era un hecho que Derreck solo queríacasarse con ella por egoísmo e interés? ¿No eracierto que de todos modos no podía aceptar esematrimonio? No, al menos eso estaba claro. Nosería la esposa de nadie. No pasaría por eso.

Una sombra apareció en la puerta y la hizodetenerse. Sigurd la saludó inclinando un poco lacabeza. Grave, cortés y sin quitarle ojo deencima. Arianne comprendió. No se trataba deun encuentro casual.

—¿Salíais, señora?—Si me lo permitís —dijo secamente.—Por supuesto —le respondió apartándose y

cruzando hacia el interior—, pero ya que osencuentro aquí, ¿podríais concederme unminuto?

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No había tenido muchas conversaciones conSigurd o mejor dicho ninguna, aunque notabacomo se había esforzado por ser amable conella. Arianne había sentido el vehemente deseode corresponder a esa amabilidad solo parafastidiar a Derreck, que era tan imbécil deactuar como si ella fuese ya de su propiedad,pero había estado demasiado enojada hasta paraeso. Y ahora Sigurd estaba allí.

—¿Y cómo me habéis encontrado?—Puede que sea porque soy un hombre

afortunado —dijo Sigurd con naturalidad—, detodos modos quería hablar con vos.

—¿De qué queríais hablar? —le replicómientras se preguntaba si aquel lugar solitario yen penumbra era el más adecuado paraconversar con Sigurd.

—Es algo que quería proponeros. Comohabréis notado, os he estado observando y hepodido darme cuenta de que no sois feliz.

Sigurd le hablaba con absoluta seriedad y esohacía que sus palabras dolieran aún más que sise hubiese burlado de ella.

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—¿Y habéis necesitado reflexionar muchopara llegar a esa conclusión?

—No, no he tenido que reflexionar nadaporque cualquiera podría comprenderos. Os hanarrebatado vuestra familia, vuestro hogar y oshan hecho rehén de una situación que osviolenta y os humilla. Tenéis buenas razonespara ser infeliz —recitó Sigurd con voz baja ygrave.

Arianne sintió dolerse su orgullo tantas vecesofendido. Si creía que con un par de palabras deapoyo y comprensión iba a ganarse su favor…

—Sin duda vos lo habríais hecho mejor.—Quizá no —sonrió solo un poco cínico

Sigurd ante su justa ira—, pero sí puedoofreceros algo mejor. Podría ayudaros, ladyArianne.

La mirada de Sigurd rebosaba de promesasque estaba bastante seguro de cumplir. Ariannesabía que Sigurd era poderoso y tan caprichosocomo cualquiera de ellos. No tenía a muchagente a la que recurrir y no le haría dañoescuchar, aunque sabía que él no le daría lo que

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ella deseaba.—¿Me ayudarías a recuperar el castillo y a

echar de aquí a sir Derreck?Contra lo que Arianne esperaba, aquello no

hizo sonreír a Sigurd.—Desgraciadamente eso no es posible, pero

si lo que deseáis es un castillo yo tengo uno quepuedo ofreceros, en Lilehalle. ¿Habéis oídohablar de él?

Lilehalle. Al norte del norte. La última luzantes de las tinieblas. El palacio de hielo, antiguoy legendario. Había muchas historias quehablaban de aquel lugar.

—¿Vos me ofrecéis Lilehalle? ¿Os burláis demí?

—¿Tengo aspecto de burlarme?La expresión de Sigurd era tan grave que la

confundía, aunque no tanto como para hacerleolvidar su propósito.

—No es Lilehalle lo que quiero —dijoArianne apartándose y dándole la espalda, perosu voz tras ella sonó igual de susurrante ypersuasiva y más cerca que antes.

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—Pensadlo bien antes de decir que no. Nopuedo devolveros Svatge y quien os diga que lohará os miente. Aun si Derreck tuviese lafatalidad de perderlo y, confiad en mí, no es fácilque eso ocurra, pero incluso si ocurriese, elcastillo solo cambiaría de manos y nunca os lodevolverán. Si es que alguna vez os perteneció—apuntilló Sigurd con la misma seca frialdadque debía de reinar permanentemente enLilehalle.

—Sois muy amable al advertirme —dijoArianne volviéndose furiosa hacia él.

—Solo lo hago porque tenéis mi aprecio y séque merecéis mucho más que eso.

—¿Cuánto merezco, señor? —preguntóArianne sin poder ya contenerse—. ¿Tantocomo para que me pidáis acaso vos también quesea vuestra esposa?

—Sabéis de sobra que no podéis ser miesposa —replicó Sigurd con calma—. No esalgo de lo que pueda disponer.

—Cierto, debéis casaros con la hija devuestro hermano. Entonces ¿me estáis

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proponiendo que sea vuestra meretriz? —dijoArianne echando chispas por los ojos.

—Vos mereceríais ser reina, lady Arianne, ysi de mí dependiese pondría en vuestra frenteuna corona —respondió Sigurd sin dejarseachantar por la furia de Arianne—, pero notengo ningún reino que poner a vuestros pies.Sin embargo, lo que os ofrezco tiene más valorde lo que podríais pensar. Os ofrezco libertad.¿No dicen que nada vale más que eso?

Arianne no contestó y Sigurd continuóardiente y acariciador.

—En Lilehalle no habría puertas ni murallascerradas. No habría otra dueña y señora quevos. Ningún esposo os ofrecerá eso. ¿No creéisque eso puede compensar cualquier otroinconveniente?

—¿Y también podría cerraros la puerta avos? —preguntó Arianne tratando de mantenera raya la rabia fría que la poseía.

—Si es vuestra voluntad, pero ¿por quéhabríais de desear hacerlo? —dijo Sigurd con lavanidad convencida de quien está seguro de sus

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posibilidades—. ¿Por qué querríais renunciar atodo lo que puedo ofreceros? No soy libre deelegir a mi esposa, pero os he elegido a vos paraentregaros aquello que mi corazón ama más quea nada. ¿No tiene eso ningún valor?

Sus palabras tenían la fuerza de la sinceridady es que en verdad Sigurd era casi del todosincero. Solo Aalborg estaba por encima deLilehalle en su estima y eso estaba fuera de todotrato. Pero Lilehalle no significaba gran cosapara Arianne.

—Si de verdad me apreciaseis no meinsultaríais de ese modo.

—¿Sería mejor que tratase de forzaros a sermi esposa como ha hecho Derreck? ¿Aunque osobligase a compartir mesa con una prostituta yos humillase y os hiciese desgraciada?

—¿Qué os importa eso a vos? —replicóArianne sintiendo la congoja del llantoamenazando su pecho. Hubiese golpeado aSigurd. Hubiese deseado hacerle daño.Verdadero daño. Un daño que hiriese su corazóny le hiciese gritar de dolor.

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—Me importa porque sois hermosa, ladyArianne. Sois tan hermosa que quisiera podersiempre contemplaros. Porque os quiero para míy no para él ni para ningún otro, ¿comprendéis?Os ofrezco francamente lo mejor que puedodaros y solo os pido que lo penséis.

—¿Y no os preocupa lo que opinará de estoDerreck?

—Claro que me preocupa y estoy dispuesto aarriesgar mi amistad con él por vos. ¿Tampocoos dice nada eso?

Arianne guardó silencio. Sigurd también eraahora casi sincero. Por supuesto que leimportaba lo que Derreck opinase, por eso habíatratado de minar aquella determinación ciegaque había advertido en él, pero no era tanestúpido como para no darse cuenta de quecualquier esfuerzo habría sido en vano, aunquetal vez eso no resultase igual de evidente paratodos.

—¿Y a vos, lady Arianne? ¿Tanto os importalo que piense Derreck? ¿Os ha dicho él acaso lohermosa que sois? ¿Os ha dicho alguna vez que

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os ama?Arianne apartó su mirada. En verdad ella

apenas conocía nada de Derreck ni de lo quepensaba ni de lo que sentía. Solo sabía de laoscura tensión que vibraba siempre entre losdos, especialmente cuando se encontraban asolas, y no estaba muy segura aún de lo queaquello significaba.

Sigurd en cambió no ignoraba lo mucho queDerreck se enfurecería si conseguía llevárselacon él, pero era un riesgo controlado. Con unejército dirigiéndose hacia Svatge, Derreck nopodría permitirse buscarse más enemigos, yaunque la cólera le cegase y cometiese el errorde dirigirse hacia el norte, la nieve y el fríoguardarían a Langensjeen mejor que cualquierotro ejército. Siempre lo habían hecho. Solo lossoldados del norte soportaban el norte; losdemás caían, más lejos o más cerca de su lugarde partida. Derreck ya había cumplido sufunción, llamar la atención de Ilithe y de lordCardiff. Sigurd no faltaría a su promesa. No legustaba faltar a ellas. Pensaba cumplir la

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palabra que le había dado a Derreck igual quecumpliría la que acababa de darle a Arianne.Pero si Derreck se volvía contra él lo perderíatodo.

Sigurd no tenía nada en su contra. Lo queocurría era que cada uno tenía su lugar en elmundo y el lugar de Derreck estaba variospeldaños por debajo del suyo, y aquella era unaocasión tan buena como cualquier otra pararecordárselo.

Aunque no era esa su principal intención y sila deseaba para él no era por el simple placer dearrebatársela. Sucedía solo que Sigurd eracodicioso y ansiaba para sí cuanto era bello y devalor en este mundo. Y resultaba evidente queArianne era valiosa, como una gema queresplandeciese iluminada solo por su propiobrillo.

Si Arianne aceptaba, Sigurd le daría Lilehalle,y su presencia convertiría aquel lugar en algotan perfecto como Sigurd imaginaba y a la veztan independiente como adivinaba que ellaanhelaba. Y cuando Arianne viese todo lo que

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Sigurd podía darle, los deseos de ella y los de élhallarían sin duda un mismo punto en el queencontrarse.

—No tenéis por qué responder ahora mismo—continuó él—. Parto mañana, pero algunos demis hombres se quedarán aquí unos días más afin de preparar lo necesario para construir unnuevo paso lo más pronto posible.

Esas palabras se abrieron camino en la yaalterada calma de Arianne con la rapidez de unrayo.

—¿Un nuevo paso?Sigurd trató de no parecer demasiado

satisfecho.—¿No os lo ha contado Derreck? Va a

construir otro paso a cinco leguas de aquí. Sitodo va bien estará listo en dos o tres meses.

Esos eran unos cálculos más que optimistas,pero tampoco el optimismo era un delito, nialterar la verdad algo que turbase en exceso aSigurd.

—No lo conseguirá —dijo Arianne conrotundidad, aunque se la veía más pálida.

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—¿Lo pensáis? Yo no lo creo así. Es solocuestión de tiempo que un nuevo puente cruce elTaihne y si os quedáis aquí podréis verlo convuestros propios ojos.

Arianne volvió a encerrarse en su silencio.Eso alentó la confianza de Sigurd.

—De aquí a una semana un grupo volverá aLangensjeen. Derreck no es un hombre tanrazonable como sería de desear, pero estarámuy ocupado con las obras. Os sacarán de aquísin riesgos. Llegareis a Langensjeen sana ysalva. Os lo ofrezco sin contrapartidas. Cuandoestéis allí seréis libre para decidir.

Arianne tomó aliento. Un nuevo paso. Elcastillo y el viejo paso ya no servirían de nada,perderían todo su sentido y al poco quedaríanolvidados, y ella seguiría allí encerrada,condenada a ver cómo ocurría. En cambio, siaceptaba, sería libre según Sigurd. Libre enLangensjeen. Abandonaría para siempre Svatgey tendría una deuda que nunca terminaría desaldar con Sigurd. Y no era solo eso…

—No puedo marcharme —musitó sin fuerza

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—. La gente que aprecio. Harald, mi aya, midoncella…

—Solo decid a mi guardia a quién queréisllevar con vos. La plata puede ayudar asolucionar cualquier dificultad. No dejéis que esoos turbe —susurró Sigurd con aquella voz queno habría perdido su suavidad ni aunque lehubiese estado proponiendo el más abominablede los crímenes—. Solo prometedme que lopensareis.

—No os prometo nada —replicó velozArianne recuperando su energía.

Sigurd sonrió apenas. Confiaba en sus armasy en la fuerza de sus palabras, aunque no tantocomo para engañarse a sí mismo.

—Pensadlo entonces solo si os place hacerlo—dijo con más dureza—. Podréis ver avanzarlas obras y podréis confiar en que Derreck noretire su oferta de matrimonio cuando vosdecidáis aceptarla.

—Eso no ocurrirá nunca —murmuró pálidaArianne.

—¿El qué? —preguntó Sigurd sarcástico—.

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¿Qué vos no aceptaréis o que Derreck no laretirará?

Arianne no contestó. A su pesar, la seguridadde Sigurd minaba la suya. Arianne no pensabaceder. No podía ceder. Pero entonces, ¿quéhacía aún en Svatge? No podía dejar pasar suvida esperando una ayuda que nunca llegaría.Además, Sigurd tenía razón, nada bueno llegaríadel oeste, si es que alguna vez llegaba. ¿Por quépermanecer allí? Solo por un castillo y un pasoque muy pronto ya no le importarían a nadie. Sinembargo, todavía reunió la fuerza para alzar losojos y contestar a Sigurd con orgullo desafiante:

—Ninguna de las dos.Sin pretenderlo, Sigurd dejó escapar una

sonrisa y tuvo que contener su asombro. Aun enaquella semioscuridad Arianne lucía irresistible ypeligrosamente atrayente, y quizá por eso, pensóasaltado por una repentina cautela, quizá por esolo mejor sería marcharse lo más pronto posiblede allí y olvidarse de todo ese asunto, pero nohabría sido muy airoso desdecirse.

—Admiro vuestra confianza, señora, y os

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deseo todas las venturas decidáis lo quedecidáis. Y si cambiáis de idea recordad que mishombres esperan solo una palabra vuestra.

Antes de que Arianne pudiese contestar oSigurd terminar de despedirse, el sonido de unllanto desconsolado sorprendió a ambos. Winieapareció corriendo y fue directa hacia Arianne.Ella se arrodilló para acogerla entre sus brazossin importarle lo más mínimo la presencia deSigurd, que lo observaba todo como si se tratasede algún espectáculo insólito y extraordinario.

—¡¡¡Se … se… me ha… se ha… estro…estropea…do!!! —balbuceó Winie entre hipidosy sollozos.

El precioso vestido dorado de brocado sehabía quemado por uno de sus bordes, lamuñeca chorreaba agua y la mano de la niña seveía enrojecida.

—¡¡¡¡Hanse me la quemó!!!! —lloró Winie.Hanse era un niño no mucho mayor que ella,

pero que doblaba a Winie en estatura ydisfrutaba haciendo daño por pura maldad.

Arianne tomó la muñeca e intentó calmar a

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Winie, mientras le secaba las lágrimas con susmanos.

—No te preocupes. Haremos otra y quedaráaún más bonita.

—¡¡¡Yo quería esta!!! —chilló Winieinconsolable.

Sigurd se fijó en la dulzura con la que Arianneatendía a la niña, su suavidad y su ternura. Talvez no todo estuviese perdido.

—Escucha, pequeña. ¿No te ha dicho nadieque si lloras estás mucho más fea?

Arianne miró furiosa a Sigurd, pero Winiedejó de llorar al instante y miró a Sigurd conatención.

—Así me gusta —sonrió Sigurd—. Buenachica. No merece la pena disgustarse por tanpoca cosa y… espera… ¿Qué tienes aquí? —dijo mientras hacía como si sacase de entre loscabellos revueltos de la niña una pequeñacadena de plata.

—¡¡¡Ohhh!!! ¿¿¿Es para mí??? —dijo la niñatan asombrada por el truco como por el brillocon el que relucía aquel pequeño objeto.

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—Claro, es tuyo —aseguró Sigurdenganchando los dijes de lo que hasta hacía unmomento había sido uno más de los adornos desu capa en la pequeña muñeca de la niña—. Esplata maciza. Puedes venderla y comprar todo loque quieras o… puedes quedártela. Es tudecisión.

Arianne se mordió la lengua. Si alguiendescubría lo que Winie llevaba en su brazo se lorobarían y no sería su decisión.

—Gracias —dijo Winie otra vez feliz yhaciendo una graciosa reverencia.

—No es nada. Ojalá todos los problemasfuesen tan sencillos de resolver, ¿verdad, ladyArianne?

Arianne no respondió y apretó más fuerte lamano de Winie.

—Bien, bellas damas —dijo Sigurdinclinándose en un caballeroso saludo cortés yguiñando un ojo a Winie, que sonrió encantada—. Tengo que dejaros, pero si ese tal Hansevuelve a molestaros no dudéis en avisarme.

Cuando Sigurd se marchó, Winie extendió su

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brazo observando el efecto de la cadena en sumano, olvidando por completo la quemadura.

—¿Es cierto que es un príncipe de verdad?—preguntó curiosa.

Arianne resopló.—Sí, Winie. Es un auténtico príncipe.—Y además es muy guapo —aseguró.—¿Te lo parece? —preguntó Arianne

sorprendida por que, aun siendo tan pequeña,Winie se fijase en eso.

—Claro que sí, aunque no más que sirDerreck —puntualizó la niña.

Arianne se rio un poco con ella. No estaba dehumor, pero la verdad, por mucho que le pesasereconocerlo, pensaba igual que Winie.

—¿Y es mejor que sir Derreck? —preguntóla pequeña volviéndose muy seria hacia ella.

Arianne suspiró y apartó con suavidad el pelode la cara de la niña.

—No, no lo creo, Winie.La niña asintió como si eso fuera suficiente y

volvió a mirar la cadena. Arianne pensó en loque ocurriría en cuanto Hanse o cualquier otro

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la viera.—Escucha, ¿quieres conservar esa cadena?Winie asintió vigorosamente con la cabeza.—Entonces tienes que esconderla, buscar un

lugar que nadie más conozca y dejarla allí.Podrás verla siempre que quieras y nadie podráarrebatártela. ¿Te parece bien?

La niña volvió a asentir con los ojos brillandode entusiasmo ante la idea.

—Pues si eso es lo que quieres, vamos —dijoArianne resuelta—. Te ayudaré a buscarlo.

Winie se agarró a su mano y las dos salieronjuntas al patio.

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Capítulo 22

La música sonaba alegre a su alrededor. Lasrisas y las conversaciones llenaban el comedor.La cena estaba acabando y el vino soltaba laslenguas y relajaba los modales, nunca demasiadoesmerados, de la mayoría de los presentes. Irinasonreía apacible, Sigurd lo observaba todo con lacalma imperturbable típica en él, Derreckparecía contener algún frecuente e inexplicablemalhumor y a Arianne le dolía horrores lacabeza, y eso que ni siquiera había probado elvino.

Todo aquel alboroto le resultaba aquel día aúnmás insoportable. Quería quedarse sola, pensarcon calma y tratar de llegar a algún acuerdoconsigo misma. Multitud de ideas habían girado

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en su cabeza durante todo el día.Una parte de ella, cansada de seguir

luchando, le decía que marcharse era la únicaidea razonable. Olvidar el castillo. Olvidar elpasado. Hacer cuenta nueva y renunciar aSvatge que al fin y al cabo nunca le estuvodestinado.

Pero marcharse para ser la amancebada deSigurd en Lilehalle…

Arianne imaginaba lo que los nobles y suscortesanos comentarían. La hija menor de sirRoger viviría sus días convertida en uno más delos innumerables antojos que coleccionaban losseñores del norte. Todos asegurarían quesospechaban que terminaría de ese modo, quenunca fue lo suficientemente buena, que no valíapara nada mejor.

Y eso no era lo peor. Arianne ya estabaacostumbrada a ser el objeto de lasmurmuraciones de otros y al menos la ausenciade ceremonia debería suponerle un alivio. Si nohabía enlace tampoco nadie podría exigir que seanulasen las nupcias. No habría reclamaciones,

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ni recriminaciones escandalizadas, niexplicaciones que no estaba dispuesta a dar.

Sí, aquello era una considerable ventaja, ySigurd había hablado de libertad y ella deseabaser libre, y tampoco tendría por qué soportarconstantemente su presencia. Sigurd pasaría lamayor parte del año en Aalborg y solo de vez encuando acudiría a Lilehalle y no por muchotiempo. Probablemente se acostumbraría asoportarlo.

La sola idea la repelía, pero si las demás lohacían, también ella se acostumbraría. Y cuandoSigurd tuviese lo que quería se marcharía, y asíArianne podría estar el resto del tiempo sola.Sola y ajena a cuanto pudiese ocurrir en el restodel mundo, allí en Lilehalle donde todo acababa,porque más allá de sus murallas no había másque hielo y sombras.

Con certeza aquel no debía de ser el lugarmás acogedor de la tierra, pero con un poco desuerte en Lilehalle no habría cocineras que ledijesen lo que tenía que hacer y la mirasen malporque creyesen que pretendía robarles el

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afecto de sus hijas.Y tampoco estaría Derreck, y así no se

sentiría tentada a ceder.Todo aquello pesaba a favor de Lilehalle, aun

cuando sabía que no debía aceptar. Si lo hacíase despreciaría a sí misma mientras viviese. Noimportaba lo alto que fuese el precio. No veníaal caso que las leyendas hablasen de Lilehallecomo la más delicada y perfecta obra que loshombres hubiesen levantado sobre la faz de latierra desde que la luz apareció en el cielo. Siaceptaba, Arianne sabía que sentiría toda suvida que Sigurd la había comprado, igual que loshombres compraban a las mujeres que vendíansu cuerpo por unas pocas monedas.

Los pinchazos en las sienes se hicieron másagudos. Arianne tomó su copa intacta y la apuróde un trago. El dolor pareció cesar por unmomento, pero las ideas seguían yendo yviniendo caóticas. También podría utilizar laoportunidad para huir. Salir de Svatge y escaparantes de llegar a Langensjeen, antes de queSigurd pudiese enredarla con cualquier baja

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artimaña. Desaparecer e iniciar una nueva vida.Olvidarse de todo lo que dejaría atrás y buscarel modo de seguir adelante en algún otro lugar.Una vida más sencilla, sola también, pero sinobligaciones ni ataduras. Sí, aquello era unaposibilidad. A cambio, solo debía renunciar atodo lo demás.

La voz de Derreck sonó a su diestra baja ypreocupada.

—Estáis pálida. ¿Os encontráis bien?No importaba que su interés pareciera

sincero. Arianne siempre se sentía furiosa conél. Siempre deseaba culparle por alguna heridaque realmente no había infligido. Siempre queríadesahogar su dolor con él, incluso aunque su irala dañase también a ella. Arianne quería gritarleque no se encontraba bien ni podría estarlojamás. Pero logró contenerse y se levantó de suasiento a la vez que le contestaba.

—Me duele la cabeza y estoy cansada. Convuestra venia, voy a retirarme.

Los caballeros se levantaron. Pese a quetrató de evitarlo, no consiguió esquivar a Sigurd.

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—Siento que os encontréis mal, señora.Permitid que me despida de vos. Salgo alamanecer y tal vez no tenga oportunidad deveros de nuevo.

Nada había en su expresión aparte de lo quecualquiera interpretaría como atenta cortesía,pero Arianne no tuvo valor para sostener sumirada y apenas le dedicó un gesto antes demarcharse.

Llegó a su cuarto. La chimenea languidecía.Vay ya ni siquiera preguntaba si tenía que veniro no y Arianne sabía que no aparecería. No lehabía dado tiempo a comenzar a desvestirsecuando unos golpes suaves en la puerta lesorprendieron.

No era el modo en el que llamaban lossoldados y tampoco Vay. Vay golpeaba rápida yligera y después entraba sin esperar respuesta.Temió que fuese Sigurd, pero acababa de dejarleen la sala y no creía que se atreviese apresentarse en sus habitaciones. Los golpesvolvieron a repetirse. Esa vez una voz baja einsegura despejó las dudas de Arianne.

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—Señora…, ¿estáis bien? ¿Necesitáisayuda?

Irina. Irina la había seguido hasta allí. Sin quenadie se lo pidiese y sin que Arianne desdeluego se lo agradeciese. Abrió de golpe la puertay se encontró con su rostro tímido y amable.

—¡¿Qué haces aquí?! —exclamó con toda larudeza que le permitía el dolor que martilleabasus sienes.

—Disculpad si os he molestado —musitóIrina comprendiendo que no era bien recibida—.No teníais buen color y pensé que no estaríabien que estuvieseis sola si estabais enferma,

—¡Justamente lo que necesito es estar sola!—la interrumpió Arianne.

Irina calló y sus ojos parpadearon variasveces con rapidez. Solo intentaba ayudar, perohabía vuelto a cometer un error.

—Yo… lo siento —dijo con un hilo de voz—.No os molestaré más.

Aquello hizo que Arianne se sintiese aún peor.Era injusto pagar su enfado con Irina. Se dabacuenta de que se estaba convirtiendo en una

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especie de bruja amargada.—Espera, no te vayas —dijo deteniéndola—.

No ha estado bien hablarte así… Perdona. Meduele mucho la cabeza —añadió fatigada a lavez que se pasaba la mano por la frente.

Irina sonrió agradecida y decidida acorresponder a aquel simple gesto.

—Pobre… Las jaquecas son espantosas.Tenéis que poneros paños con agua fría en lafrente. Tumbaos y descansad. Yo me ocuparé.

Parecía tan entusiasmada y voluntariosa queArianne desistió de contrariarla. Quizá si setumbaba y dejaba que hiciese lo que decía sedaría por satisfecha y de ese modo la dejaría enpaz lo antes posible.

Se acostó sin desvestirse y cerró los ojos. Esoya era un alivio.

Oía a Irina ir y venir por la habitación y pensóque estaría revolviendo entre sus cosas, pero nose sentía con fuerzas para levantarse y mirar.No pasó mucho tiempo antes de que la tuviesede nuevo a su lado con un aguamanil y variospañuelos ya dispuestos. Mojó uno de ellos en el

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agua, lo escurrió y se lo colocó en la frente.Estaba muy frío. Era agradable, atenuaba el

dolor y sentaba bien. Irina sonrió. Su espíritu eradulce y se complacía en agradar a los demás.

—Veréis como pronto estaréis mejor. Tantoruido, tanta luz y tanta gente… A mí a vecestambién me aturden. —Tan pronto como lo dijo,Irina se dio cuenta de que Arianne debía deestar más que acostumbrada a todo eso, pese atodo continuó—. Y si no se os pasa podéisprobar con algo que nunca falla. Debéis colocarun cuchillo o algo que corte debajo de laalmohada y así el dolor se partirá en dos ydesaparecerá como por encanto. Veréis —Irinaechó un vistazo a su alrededor y encontró unaspequeñas tijeras de costura—, esto servirá.

Arianne no estaba prestando atención, perocuando notó como Irina trataba de levantar laalmohada, se incorporó de golpe y procuró yatarde impedirlo.

—¡No!Irina se quedó inmóvil. Arianne había bajado

de un manotazo la almohada, pero se había

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ladeado y una daga larga y afilada habíaquedado al descubierto.

La mirada de Arianne ardía en furia. Irina laesquivó y esbozó una sonrisa nerviosa.

—Vaya… Veo que ya conocíais el remedio.Entonces no necesitáis esto —dijo dejando a unlado las tijeras—. Pronto se os pasará.

Arianne se dejó caer y cerró otra vez los ojos.Quería que se fuese, que se marchase de unavez y la dejase sola con su dolor de cabeza ycon sus secretos. Irina no tenía que haber vistoeso. No era un buen lugar para esconderlo. Lomejor habría sido llevarlo consigo, pero entonceslo más probable era que no hubiesen tardado enquitárselo, en cuanto alguien se hubiese dadocuenta, igual que le habría ocurrido a Winie consu pulsera si no la hubiese ayudado a ocultarla.

Irina siguió haciendo como si nada y le colocósolícita un nuevo paño mojado en la frente. Esoacabó por colmar su paciencia.

—¡No puedes marcharte ya de una vez!Irina se apartó intimidada llevándose las

manos a su seno, como si se defendiera de la ira

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de Arianne.—Me odiáis, ¿verdad? Me odiáis y me

despreciáis.La joven la miraba con la misma aflicción con

la que los perros maltratados miran a susdueños, temiendo un golpe y esperando unacaricia. Aquello sublevaba a Arianne.

—¿Y por qué habría de importarte lo quepiense de ti? ¡No tendría que preocuparte siestuvieses convencida de que actúas bien!

Era un reproche, pero la expresión de Irinareveló más sorpresa que otra cosa.

—Pero… está bien… Quiero decir…, yo…—dudó Irina tratando de encontrar la forma deexpresar sus ideas—. Antes era peor… Es soloque no quiero, ya sabéis —dijo con timidez—, noquiero haceros sentir mal por mi culpa.

Arianne suspiró y negó con la cabeza. Irinaera tan atenta que le preocupaba causarlemolestias. Era enervante y una pérdida detiempo intentar hacérselo entender.

—Olvídalo y márchate. Te estaránesperando.

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Irina no se movió.—No, no lo creo. No si no me manda llamar

—dijo con sencillez—. Hace tiempo que ya noacostumbra a hacerlo.

Lo decía como si esperase que Arianne secompadeciese por eso. Realmente no podíaentender lo que quería de ella.

—Sí, supongo que debe de ser muy duro parati —dijo con un sarcasmo que tal vez, pensó,Irina no entendiese. Sin embargo, resultó sermás perspicaz de lo que había creído.

—Sí, es duro. Yo nunca tuve nada parecido aesto —dijo inclinando la cabeza hacia el vestidoazul noche de damasco que vestía—, y además—continuó dirigiendo una significativa miradahacia el lugar en donde estaba la daga queArianne se había apresurado en ocultar—,además él no es tan malo. Quizá puedaparecerlo, pero en el fondo…

Irina hablaba con rapidez intentandoexplicarse. Aquello rebasaba todos los límitesposibles que Arianne podía soportar.

—¿Te ha mandado él? ¿Te ha dicho que

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vengas aquí y me digas todo esto? —gritólevantándose de la cama, su dolor de cabezapasado o tal vez olvidado.

—¡No! —dijo Irina a su vez alzandoinsospechadamente la voz—. ¡No me hamandado nadie! ¡He venido solo porque yo hequerido!

—¿Y qué haces aquí? ¡Sabes que no tesoporto! ¿Qué has venido a hacer aquí? ¡Y novuelvas a decir que solo quieres ayudarme!

—Yo… —empezó Irina otra vez indecisa,reuniendo el ánimo para seguir—. Yo os admiroy también… Sí, también os envidio, pero noquiero que penséis que estoy contra vos —seapresuró a añadir.

—¿Tú? —preguntó Arianne sorprendida yperpleja—. ¿Tú me envidias?

—Sí, pero no es por lo que podríais pensar —dijo Irina veloz—. Es porque sabéis lo quequeréis y no dudáis en luchar por conseguirlo.

Arianne miró incrédula el rostro franco deIrina. Por mucho que se esforzase no podíacomprender por qué nadie podría envidiarla.

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—Si tú no luchas será porque no quieras.—Sí, quizá, o tal vez porque no tenga la

fuerza suficiente o nada realmente bueno por loque hacerlo —dijo Irina disimulando su tristezacon una sonrisa—, pero vos tenéis las doscosas.

Irina calló. Arianne tampoco replicó, perosabía que había algo de verdad en sus palabras.Ella tenía algo que le hacía continuar, que ledaba fuerza y que la hacía sentir que todoaquello tenía un propósito. Arianne tenía queguardar el paso, pero si construían uno nuevo,entonces ya no habría nada que guardar.

El silencio hizo que Irina decidiese que era unbuen momento para marcharse, antes de quevolviese a enfadar a lady Arianne.

—Ya tenéis mejor aspecto. Será mejor que osdeje descansar.

—¡Espera!Arianne sujetó la mano de Irina. Era una idea

desesperada, pero tenía que intentarlo.—Si quisiese hablar ahora mismo con

Derreck —dijo obligándose a sí misma a hacer

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la pregunta que sus labios se resistían a formular—, si quisiese hacerlo, ¿tú crees que podríaencontrar el modo de hablar a solas con él?

—Si aguardáis en la puerta de su dormitorio aque vaya a acostarse —respondió Irinainsegura.

—Preferiría que no fuese en sus habitaciones—replicó Arianne.

—¡Ah! Disculpad. Entonces no sé…Dejadme que piense… Creo que antes deretirarse pasa por el puesto de guardia.

—¿Por cuál de los puestos? —preguntóArianne.

—¿Por cuál? ¿Hay más de uno? —dijo Irinaconfusa—. Si queréis puedo encargarme deaveriguarlo. ¿Es algo que no puede esperar?

—Déjalo —suspiró Arianne desanimada—.No tiene tanta importancia. Se lo diré mañana.De todos modos, no creo que me escuchase.

—Como deseéis —dijo Irina, y ya semarchaba cuando otra idea acudió a su mente yse creyó obligada a compartirla con Arianne. Enparte porque también ella pensaba con

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frecuencia que todas aquellas cosas no lecorrespondían, y eso la hacía sentirse en deudacon Arianne—. Señora…

—¿Sí? —respondió cansada.—Es solo que estoy segura de que sea lo que

sea lo que penséis decirle, sir Derreck osescucharía…

La puerta se cerró con suavidad tras Irina yArianne se encontró de nuevo sola comodeseaba. Sola para pensar y para intentardecidirse.

No era algo que tuviese que determinar enese mismo momento, pero sabía que nodescansaría hasta que tomase una decisión.Podía marcharse, marcharse y dejarlo todo,aunque al menos en eso Irina tenía razón: ellaquería luchar por lo que era suyo.

Antes nunca había pensado que ni Svatge niel paso fueran suyos, pero era lo único queconocía y lo único que amaba. Los bosquesprofundos y oscuros, los manantiales fríos comola nieve de la que provenían, el castillo y el jardíndel sur, el Taihne y el paso. Todo aquello

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formaba parte de ella y Arianne sabía que fuesea donde fuese no habría ningún otro lugar al quepudiese llamar hogar. Pero si construían otropaso, si se quedaba allí solo para seguiresperando no se sabía bien qué… Si al menosconsiguiese evitar que Derreck siguiese adelantecon la construcción del nuevo paso…

La cena habría terminado ya hace tiempo, siesperaba más quizá ya no daría con él. Tomó sucapa, se la echó sobre los hombros y se ocultó elrostro con la capucha por si se encontraba conlos soldados. No tenía muy claro lo que le diría.Esperaba que la inspiración la ayudase cuandollegara el momento.

Subió con ligereza las escaleras, esquivó a losguardias escondiéndose entre las sombras ysalió a las murallas. Obedeció a su intuición y sedirigió hacia el oeste. Antes incluso de verloreconoció su voz dirigiéndose a los soldados.

Se quedó donde estaba y su seguridad cedióun tanto. Aún no había pensado nada. Pensadoo no oyó pasos acercándose. Firmes, fuertes,decididos… Arianne sabía que eran los suyos.

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—¡Sir Derreck!Él dejó escapar una sonora maldición. La

repentina aparición de un bulto entre lassombras le había cogido por sorpresa. Solo elhecho de que hubiese reconocido su voz habíaevitado que tirase de la espada, aún sostenía laempuñadura entre sus dedos.

—¿Qué demonios hacéis aquí a estas horas?¿No estabais indispuesta?

—Estoy mejor —dijo conciliadora—.Necesitaba hablar con vos.

—¿Conmigo? —preguntó él desconfiado,tanto por la extrañeza que le producía ese deseocomo por su aparente amabilidad—. ¿Yexactamente de qué?

Arianne intentó ignorar una incipientesensación de decepción. Comprendió que habíaesperado que Derreck reaccionase de otromodo.

—He oído que vais a hacer que se construyaun nuevo paso. ¿Es cierto?

Derreck estudió su rostro iluminado por lasantorchas que guardaban la entrada. Vio su

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ansiedad y su preocupación. Tampoco era eso loque habría querido ver en ella. Desechó esasideas y la frustración que le ocasionaban yrespondió cortante.

—Os han informado bien. ¿Queréis saberalgo más?

Arianne trató de dominar su genio y hablarcivilizadamente con él.

—¿Me diríais dónde lo van a hacer?—Claro, ¿por qué no? A cinco leguas hacia el

norte.—Es un mal lugar —saltó Arianne.—¿No me digáis? —replicó él lamentando ya

haberle dicho nada—. ¿Y cuál me aconsejáisvos?

—Os aconsejo que no construyáis ninguno yque mandéis a la gente de Halle de vuelta alnorte mañana mismo con él.

Derreck no podía imaginar cuánto significabaeso para Arianne. No podía suponer qué era a loque estaba renunciando. Si los hombres semarchaban con Sigurd perdería la oportunidadde salir del castillo. Dejaría escapar una ocasión

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que tal vez no volvería a repetirse a cambio deresguardar el paso solo un poco más. No,Derreck no sabía nada de eso, pero sabía de sudesvelo. Sabía lo importante que era para ella.Tanto como lo era para él.

—¿Así que sugerís que lo que debo hacer esnada en absoluto?

Arianne ignoró su sarcasmo y se dirigió aDerreck con la misma paciencia con la que lohabría hecho con un niño pequeño y testarudo.

—Si hacéis un nuevo paso más al norte, elcastillo no podrá defenderlo y quedará expuestoa cualquier ataque. Ni el castillo ni el paso osservirán de nada. Malgastaréis tiempo yesfuerzo en su construcción, y puede quedespués no sirva a vuestros intereses, sino a losde otros.

—¿Y desde cuándo os preocupan misintereses? —dijo Derreck enojado porque sabíaque lo que Arianne decía era cierto.

—¡A mí no me preocupan, pero deberíanpreocuparos a vos! —contestó ella sin poderevitar enfurecerse también.

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Derreck volvió la cabeza para tomar aire ypara tratar de contenerse. ¿Acaso eracondenadamente imposible conversar conaquella mujer sin que acabasen gritándose el unoal otro? Sin embargo, cuando la miró de nuevo,solo pudo ver lo desesperadamente crucial quedebía de ser aquello para ella.

—Entonces, ¿lo que deseáis es que Svatgequede indefinidamente incomunicado con eloeste? —dijo poniendo toda su voluntad entratar de comprenderla.

—Tal vez no sería indefinidamente… —respondió muy bajo Arianne sin atreverse amantener su mirada.

Derreck creía saber el porqué de ese gestohuidizo. Siempre había sospechado que Ariannesabía del paso más de lo que reconocía. Era unamás de entre las muchas cosas que ellarehusaba darle y ni siquiera era la que más leimportaba.

—Tal vez —dijo Derreck con voz apagada ydolida—. ¿Y me pedís que abandone todointento solo por un tal vez?

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Arianne comprendía también. Sabía de laintensa tenacidad con la que tiraba de ella.Sentía su propia resistencia próxima aquebrarse, cada vez un poco más cerca…

—Solo os pido que esperéis…Esperar no era uno de los fuertes de Derreck.

Había agotado toda su paciencia en la esperapor una venganza que había consumido granparte de su vida. Esperar era algo que odiaba, ysin embargo un recuerdo lejano y casi olvidadoacudió a su memoria.

—Esperar, esperar hasta que llegue laprimavera, ¿no era algo así?

—¿Cómo decís? —preguntó ahora ella sinentender.

—Es una vieja canción, ¿no la conocéis?Ante el desconcierto de Arianne, Derreck

entonó en voz baja y cálida un par de estrofasde una antigua y melancólica tonada. Arianne leobservaba asombrada y él se calló avergonzado.

—Es solo algo que oí alguna vez. Ya casi nolo recordaba.

Ella rio despacio y de buena gana, sincera y

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abiertamente, y su risa pareció llevar algo decalor a aquel lóbrego pasadizo.

—Sí, creo que yo también la conozco.Era una vieja melodía, una de esas que

suenan parecidas en todos los lugares porapartados que estén. Hablaba del invierno y elfrío, de tristeza y esperanza, de separaciones yreencuentros. Arianne retomó la letra y su vozsonó limpia y cristalina, como si nunca nadahubiese podido empañarla.

Un viento frío espanta mi sueño,pero pronto regresará la primavera.Yo velaré junto a ti.Yo protegeré tu sueño.Esperaremos juntos la primavera.Se detuvo y forzó una sonrisa que no ocultó

del todo una cierta amargura. Y Derreck estabademasiado cautivado por su belleza y por suencanto como para detenerse en averiguarcuáles podían ser las causas de esa tristeza.

—Sí, esa misma. Hacía tiempo que no la oía.Creía que no la conocían en otros lugares.

—Es una canción de cuna —dijo ella más

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cortante—. La cantan las madres a sus hijospara que se duerman.

Lo sabía porque había oído muchas veces alas mujeres cantarla. Sus voces llegaban en lanoche a través de los patios y resonaban por elcastillo. Derreck también recordó.

—Sí —dijo a su vez más huraño—, quizá seaalgo de eso.

Aquel instante cálido que por un momentohabían compartido se disipó en un segundo comosi el mismo viento del norte lo hubiese arrastradoconsigo. Pero Arianne trató de mantener laesperanza.

—Entonces, ¿lo haréis?—¿El qué? —preguntó Derreck como si no

supiese a qué se refería.—Decir a Sigurd Halle que se lleve a sus

hombres con él —respondió conteniendo larespiración.

Había una lucha en el interior de Derreck.Una parte de él deseaba ceder, deseaba hacercualquier cosa que fuese precisa para conseguirllegar a ella. La otra parte se resistía. Le decía

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que la debilidad era un error y que no podíapermitirse ser débil, ni confiar en Arianne.

—No, no lo haré —dijo de malhumor—. Nodejaré que pase el tiempo esperando que lascosas sean distintas. No, si puedo hacer algo porcambiarlas.

—¿Es vuestra última palabra? —dijo Ariannebuscando en la frialdad refugio para aquellanueva desilusión.

—¿No queréis decir siempre vos la última?—preguntó él esforzándose por parecerindiferente.

—¿Eso creéis? —dijo herida—. Está bien,entonces os deseo buenas noches.

Arianne marchó con rapidez escaleras abajo.Derreck se quedó atrás con aquella viejacanción rondando aún en su cabeza. Ahorarecordaba mejor cómo continuaba.

¿Querrás darme calor esta noche?¿Querrás calmar mi dolor?Pensó en lo mucho que le habría gustado oírle

cantar eso.Le respondió con el ánimo invadido por un

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gris desaliento, aunque ya estaba lejos paraescuchar.

—Yo también os deseo buenas noches,Arianne.

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Capítulo 23

La marcha de Sigurd devolvió ciertatranquilidad al castillo. Nada de banquetes, nadade partidas, nada de visitas.

El grupo de eruditos expertos que seencargaba de las obras pasaba todo el díaocupado en las mediciones y el estudio delterreno, y la guardia que los escoltaría de vueltano necesitaba mayor atención. Unos cuantosregresarían al norte al día siguiente paraprocurarse de los instrumentos y los mediosnecesarios, otros continuarían con los trabajos.

Derreck había estado aquella mañana conellos, pero pronto los había dejado solos, aburridode verlos hacer dibujos y cálculos y de oírlosdiscutir sin llegar a ningún acuerdo sobre cuánto

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podría costar el paso, cuánto tiempo llevaría ycuántos hombres necesitaría.

Él ya sabía la respuesta. Demasiado dinero,demasiado tiempo, demasiados hombres.

Sigurd había hablado de colaborar con loshombres y el dinero. El tiempo tendría queponerlo todo él y presentía que se le iba a hacereterno. De cualquier forma, a corto plazo lasobras serían más una distracción que otra cosa.Si un ejército se acercaba por el sur no lefaltarían las ocupaciones en las próximassemanas.

Se había sentido tentado de salir a suencuentro, pero habría sido malgastar fuerzasque podría necesitar. Tendría que esperar.También para eso.

Se encontró de nuevo de malhumor. Lainactividad le estaba pasando factura. Echabade menos cabalgar durante horas, extrañaba lalucha despiadada y finalmente justa en la quesolo quedaba en pie el más fuerte, deseabaenfrentarse lo antes posible a lo que tuviera quevenir y ver llegar un nuevo día, si es que era eso

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lo que estaba escrito. Al menos él haría cuantofuese posible por llegar a verlo. Era todo lo quepodía hacer.

Decidió cabalgar porque no encontró nadamejor que hacer y apenas llevaba recorridas unpar de leguas cuando se cruzó con un corzo. Eraun ejemplar joven. No debería haber corrido trasél. No merecía la pena el esfuerzo y erademasiado rápido y ágil para su caballo.

Pero se empeñó.Lo persiguió a través del bosque y atravesó

malezas y saltó espinos. Por poco perdió elrastro, consiguió recuperarlo y estuvo a punto deatraparlo. Dos veces lo tuvo a tiro y las dos elanimal saltó antes de que la flecha diese en elblanco. Comenzaba a pensar que algún espírituperverso se estaba divirtiendo a su costa cuandoel corzo dio signos de agotamiento y trastabillótras dar un salto.

El animal buscó refugio entre unos arbustos.Bajó del caballo, que resoplaba de cansancio, ycontinuó a pie con el arco en la mano. Se acercócon lentitud. Las hojas se movían y se oían

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chasquidos y crujir de ramas. Podía escuchar surespiración jadeante, aunque seguía sin verlo.

Apartó algunas de las ramas procurando nohacer ruido cuando, antes de que le diese tiempoa reaccionar, el animal se le abalanzó encima,apoyó las patas delanteras sobre su pecho y loutilizó para coger impulso y saltar.

Derreck cayó derribado de espaldas sobre uncharco de barro y sus maldiciones pudieron oírseen varias leguas a la redonda.

—¡¡¡¡Bastardo hijo de…!!!!Se levantó del suelo hecho un asco y

chorreando cieno. El corzo se había esfumado ytambién su buena disposición, o si no la buena, almenos la razonable.

Negros pensamientos le asaltaron. Arrasaríaaquel bosque. Acabaría con todos los corzos deSvatge. Mataría a las madres, a los machos ytambién a las crías. Borraría a aquella criatura ya todas las de su especie de la faz de la tierra.

Era absolutamente incomprensible. ¿Acasono era de sobra conocido que aquellos eran unosanimales asustadizos y sin seso? Entonces,

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¿cómo demonios era posible que aquel malditobicho se hubiese burlado de ese modo de él?

Cabalgó de vuelta hacia al castillo mástemprano que cualquier otro día, cubierto debarro y con las ropas mojadas calándole el fríohasta los huesos. Quizá fue el frío lo que le hizodarse cuenta de lo ridículo de sus planes devenganza, aunque su humor no mejoró.

Entregó el caballo a los guardias, quecorrieron presurosos a recibirle, y se fue directohacia los baños. El castillo tenía junto a losaljibes un par de cisternas con agua fría ycaliente al modo de las antiguas termas deIlithya. Pese a que no faltaban el carbón ni laleña no siempre las estufas que calentaban elagua estaban encendidas. Tampoco eranmuchos los que las usaban. Por lo general, elaprecio por el agua no era muy común ni estabamuy extendido. Derreck pensó que más valíaque ese día a alguien se le hubiese ocurridoencenderlas.

Tuvo suerte en parte.Había una mujer de rodillas ocupada en lavar

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ropa en una tina. Se sobresaltó cuando le viollegar y dejó al momento lo que estaba haciendo.

—Señor… —dijo incorporándose, inclinandoel rostro y la cabeza en señal de obediencia.

—¿Está el agua preparada? —preguntó comosi sus deseos tuviesen que ser no solo atendidossino también prodigiosamente adivinados.

—Lo está, señor, pero… el caso es… que…La mujer se detuvo. No se atrevía a continuar

y menos a contrariar a Derreck.—¿El caso es que qué? —rugió. No estaba

dispuesto a soportar que una sirvienta le hicieseperder más tiempo.

—Nada, señor —musitó ella—. Es solo queahora mismo los baños están ocupados…

—¿Ocupados? ¿Ocupados por quién? —preguntó amenazador. ¿De qué le servía habertomado aquel maldito castillo si ni siquiera podíatomar un baño cuando lo deseaba?

—Ocupados por lady Arianne, señor —dijoasustada la criada con un hilo de voz.

Derreck se quedó en silencio. La mujer alzótemerosa los ojos esperando sus órdenes.

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—Lárgate ahora mismo de aquí.La criada hizo una rápida reverencia y salió

de la habitación con toda la ligereza que lepermitieron sus pies.

En cuanto Derreck se quedó solo cruzó lasala y bajó la escalera que llevaba a las termas.Las paredes eran gruesas y de piedra como enel resto del castillo. Ningún sonido se escuchabahasta que dobló la última esquina.

Evitó hacer ruido y no tardo en oír elmurmullo de voces. Reconoció la de ella, la otradebía de ser la de su doncella. Había unatronera para la ventilación en la pared, para laventilación o quizá para permitir que alguien sedetuviese a hacer justo lo que él estaba haciendoen ese momento.

Derreck se quedó sin aliento al observar laescena que se brindaba ante sus ojos.

Ella estaba de espaldas. El cabello mojado yrecogido e impregnado de algún bálsamo cuyadulce fragancia llegaba ahora hasta él.Reconoció ese perfume suave y floral quesiempre acompañaba a Arianne y que hasta ese

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preciso instante nunca había identificado conclaridad. El reconocimiento lo golpeó con lamisma fuerza con la que lo hizo la visión de sucuello y de su espalda desnuda, esbelta, grácil,sensual, delicada, embriagadora… Perfecta.

Su corazón se aceleró sin control. Se sintióestúpido y desconcertado ante aquella penosasensación nunca antes vivida. Había vistodecenas de mujeres desnudas. Algunas de ellaspudorosas y recatadas, doncellas tímidas que seruborizaban de vergüenza y reparo cuando lasdespojaba de sus ropas, otras audaces ydescaradas, complacidas de mostrarse tal cualnacieron. Derreck había gustado de todas ellas,pero con ninguna había sentido esa desazonadazozobra, esa desconocida alteración, esearrebato que le robaba el razonamiento y lecortaba la respiración.

Tan hermosa y tan cerca.Bastaría con que la sirvienta saliese. Quizá

entonces podría entrar en la estancia sin que ellalo advirtiese; confundida y confiada, los ojoscerrados, entregada a aquel relajado placer.

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Enjuagaría sus cabellos con la blanca vasija quereposaba a su diestra. Frotaría su espalda con elmismo paño que ella sumergía en el baño ydespués hacía escurrir sobre sus hombros paraque el agua resbalase caliente y placenterasobre su cuerpo tibio y mojado. Besaría su bocacuando se volviese alertada tan pronto intuyeseel engaño.

Y Arianne se resistiría. Sin duda. Sí. Seresistiría indignada, escandalizada, furiosa,violenta, esquiva…, pero solo hasta que aquellallama que la devoraba por dentro se desatase ensus brazos, exigente y abrasadora, como laurgencia que también a él le quemaba.

La haría suya en aquel mismo agua y en esejusto momento.

Derreck se pasó la lengua por los labiosresecos y con un gran esfuerzo de voluntad seobligó a refrenar su imaginación. Aquello nosería así. Arianne pondría el grito en el cielo encuanto oyese sus pasos tras ella, se cubriríaofendida, le dedicaría los peores insultos que eracapaz de expresar y le volvería a manifestar su

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invariable rechazo y su seguro desprecio.Esa certidumbre le cubrió de amargura.

Apenas unas cuantas semanas antes la habríaechado del baño sin más contemplaciones y sehabría divertido con la furia impotente de ella.Ahora en cambio se sentía inseguro, inerme yexpuesto como si de un jovenzuelo torpe einexperto se tratase. Un joven que ni siquierarecordaba haber sido alguna vez. No torpe almenos, y tampoco por mucho tiempo inexperto.Pero ahora…

Se forzó a apartar la vista y a tomar unadeterminación. Era humillante contemplarla deese modo. Escondido como si pretendiese robaralgo precioso y fatalmente vedado.

Pero ¿cuándo antes le había importado eso?Se debatía entre sus deseos y lo que debía de

ser algún recién adquirido sentido del honorcuando unas palabras llamaron su atención y lehicieron aguzar su oído.

—Ya os lo he dicho. Vickel me lo haasegurado. Todo está ya arreglado.

—¿Y por qué estás tan segura de que te dice

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la verdad? —la oyó preguntar con esadesconfianza que era norma en ella.

—¡Porque confío en Vickel y vos tambiéndeberíais confiar! —aseguró con calor Vay.

Eso despertó en Derreck algo más quecuriosidad. Vickel era uno de los oficiales deSigurd. Se había quedado al mando de loshombres que restaban por marchar. No se leocurría ningún motivo por el que Arianne tuvieseque confiar en Vickel. Ninguno al menos quepudiese tolerar.

—¿Y cómo sabes que no te equivocas? —preguntó Arianne no tanto porque dudase de suspalabras, sino porque de veras deseabaaveriguar qué era lo que hacía que Vayestuviese tan convencida.

—Lo sé —dijo simplemente. Aquella era unade esas cosas que se sienten, pero que no sepueden explicar, de todas formas Vay tenía unaprueba que podía mostrar—. Además, mirad —añadió sacando de entre la blusa y por debajo desu corpiño un pequeño objeto que mostró aArianne.

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—¿Te lo ha dado él? —dijo Arianne mientrasexaminaba algo que Derreck desde allí no veía.

—Antes de pedirme que lo acompañase. Erade su madre —explicó Vay llena de un íntimoorgullo.

—¿Y sabe…? —preguntó vacilante Arianne.—Claro que lo sabe —repuso Vay con

rapidez—. Y no le importa. Me aseguró que loshabría matado si no hubiesen muerto ya.

La tensión vibraba en las palabras de Vay.Derreck recordó que aquella era la muchacha ala que los soldados forzaron. Aquella por la queArianne demandó que los hombres fuesenabandonados a su suerte en medio de lamontaña al caer la noche. Días después otrogrupo de soldados encontró sus restos. Losreconocieron por los jirones deshechos de lo quehabían sido sus ropas. Los lobos no habíandejado mucho más de ellos.

Seguramente no era una conversación que éldebiera estar escuchando. Ya estaba pormarcharse de una vez y olvidar por ahora elbaño y aquel malhadado día cuando Vay volvió a

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preguntar:—Entonces… ¿vendréis al norte con

nosotros?Había sonado alto y claro, y esa breve frase

se abrió paso en el entendimiento de Derreckcortante como el filo de una espada e igual demortal.

La respuesta de Arianne se hizo esperar.Derreck habría podido medir el tiempo quetranscurrió hasta que contestó contando losfuertes golpes con los que su corazón retumbabaen su pecho.

—Aún no lo he decidido —dijo en voz baja.—¿Cómo podéis decir eso? —preguntó Vay

indignada—. ¿Es que os habéis vuelto loca?Vickel me ha contado que ese lugar es hermosocomo un sueño y el señor de Hallstavik haprometido entregároslo. Vickel dice que elpríncipe Sigurd nunca falta a una promesa. ¿Yvos todavía dudáis en aceptar?

Derreck no necesitó oír más para que unanegra furia se adueñase por completo de él. Enlas imágenes que desfilaron por su cabeza, Vay

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sufría el mismo destino que los hombres que lahabían afrentado. Sigurd moría a sus manoscomo debió haber ocurrido hacía ya largos años,cuando tuvo oportunidad de hacerlo, yArianne… Arianne… El dolor y la rabia leimpedían pensar en lo que haría con Arianne.

Vay insistió ante el silencio de ella.—Sigurd Halle es un verdadero caballero y

un gran señor. Os hará feliz y cuidará de vos.Podréis tener cuanto deseéis… Y si os quedáisaquí, ¿qué os aguarda aquí? —dijo Vay sincomprender.

—Sigurd ni siquiera piensa que sea digna deser su esposa —se defendió Arianne.

Mataría a Sigurd. Ya lamentaba que solopudiese matarle una vez.

—Sabéis que no puede romper sucompromiso, pero os ha mostrado su afecto, yademás, ¿acaso pensáis casaros con Derreck deCranagh? ¿Después de todo lo que os hahecho? ¡Por cuanto hay bajo el cielo! —clamóincrédula Vay—. ¡Mató a Gerhard! ¡Era vuestrohermano! ¿Es que lo habéis olvidado?

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La voz de Vay era trémula. Tras su muertehabía perdonado a Gerhard todas las ofensascon las que la había agraviado y en su memoriasolo quedaba espacio para los buenos momentosy las noches amables. Vay se había refugiado enlos días amargos que siguieron a la invasión delcastillo en aquel breve pasado feliz. Hasta que larealidad que era Vickel le había hecho recuperarla sonrisa y la alegría. Pero eso no impedía queaún se mantuviese fiel a aquel recuerdoidealizado. Arianne lo sabía y no quería herirlaenfrentándola a la verdad, pero ella, a diferenciade Vay, tenía bien presente la memoria delauténtico Gerhard.

—No, Vay. No lo he olvidado.El silencio que vino después le pareció

lúgubre a Derreck. Sintió sobre sí el peso de susactos. Poco recordaba de Gerhard, su sangrefue la última que manchó su espada aquella fríamañana. Cuando la voz se corrió, los que aún seresistían entregaron las armas aceptando laderrota.

Pero él era su hermano.

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—¿Y entonces? —preguntó Vay.—Jamás me casaré con Derreck si es eso lo

que quieres saber —dijo amarga Arianne.—Prepararé entonces todo lo necesario —

anunció Vay interpretando a su favor aquellarespuesta.

Arianne se sumergió en el agua y permanecióallí unos segundos. Los segundos que Derreckempleó en asumir lo que tantas veces se habíanegado a aceptar. Escuchó cómo salíaabruptamente poco después. Sus cabellosempapados caían formando una oscura cascadaa lo largo de su espalda.

—Tengo frío, Vay —la oyó decir.—Es verdad. El agua debe de estar helada.

Esperad. Traeré algo para que entréis en calor.Vay acudió a buscar un lienzo seco y caliente

que ya tenía listo junto a un brasero al lado de lamuda limpia de Arianne. Derreck no quiso sabernada más e inició su marcha escaleras arriba.

Podría haberla visto salir del agua. Podríahaber contemplado su cuerpo desnudo y vercómo se secaba y se vestía. Podría también

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haber oído el resto de sus planes. Podría, perono se creía capaz de soportarlo.

Habría sido desatinadamente cruel obligarse acontemplar aquello que jamás podría poseer.

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Capítulo 24

Feinn echó un vistazo hacia el cielo.Bandadas de negros cuervos sobrevolaban encírculos por encima de sus cabezas. No legustaban los cuervos. Eran pajarracos de malagüero.

—Es una señal —masculló para sí y escupiópara mantener a distancia los malos presagios.El caballo también se revolvió inquieto, peroDerreck no movió ni una ceja.

Su atención estaba puesta en el camino por elque a la fuerza habría de pasar la comitiva queregresaba al norte. Desde aquel cerro podíanver sin ser vistos y, un poco más adelante, dosescuadras esperaban su aviso para caer comouna tormenta sobre los desprevenidos viajeros.

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Habría sido mucho más sencillo evitar quesalieran, pero Derreck prefería enfrentar laevidencia. Detestaba las excusas y los alardesde inocencia. Así todo terminaría antes.

Los soldados tenían instrucciones de acabarcon todos los que formasen parte del grupo. Contodos menos con ella. Derreck había sidoextremadamente preciso con eso. Si Arianneresultaba herida, la vida de cualquiera de ellosperdería también su valor.

Debían interceptarlos, coger a Arianne yescoltarla de regreso. En aquel lugar no seríadifícil. El camino discurría encajonado entrerocas y hacia atrás solo estaba el castillo.Después se encargarían del resto. Rápido.Limpio. Definitivo. Sigurd esperaría en balde sullegada. A su tiempo ajustaría cuentas con él.

—Es una mala señal —volvió a decirobstinado Feinn. Los cuervos volaban cada vezmás bajo y cruzaban ya casi a su altura.

—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó Derreck irritado.

Feinn no se inmutó. Pocas cosas le alteraban.

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—Los cuervos —dijo señalando con lacabeza—. Son una mala señal.

Derreck miró sombrío a los cuervos.—En todo caso será una mala señal para

ellos, no para nosotros.Feinn observó a Derreck de soslayo. Conocía

bien ese gesto de determinación, pero sabíatambién del peligro de dejarse llevar por unaemoción. Pese a lo impulsivo de su carácter, lainteligencia había guiado siempre las acciones deDerreck. Hasta ahora.

—Esto traerá complicaciones.Derreck reprimió una mala respuesta. No

estaba acostumbrado a que lo contradijesen yFeinn menos que nadie. Había sido silencioso yleal desde que lo libró de una muerte segura porun asunto del que no le gustaba hablar. Enrealidad a Feinn no le gustaba hablar de nada.Por eso era extraño oírle pronunciarse ahora ymás oírle insistir.

—Es una imprudencia. No os conviene teneral norte como enemigo.

Era una advertencia demasiado directa para

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dejarla pasar.—Ocúpate de tus asuntos —replicó Derreck

mordiendo las palabras.El rostro de Feinn se hizo aún más pétreo.

Aquel era un buen consejo que procurabasiempre poner en práctica, sin embargo esa vezle tocaba más de cerca. No solo Ariannemarcharía en aquel grupo, con seguridad laacompañaría su doncella.

Feinn había estado observando a Vay desdeque la sacó aterrorizada y sucia de la carbonerade la cocina. Había vigilado el temor con el queesquivaba las miradas rencorosas y acusadorasde los compañeros de los soldados que fuerondevorados por los lobos.

Su presencia, oculta a los ojos de ella, y lasamenazas nada veladas que había hecho correr,habían servido para proteger a Vay de losinsultos y de otras cosas mucho peores que laspalabras de desprecio.

Vay ni siquiera se había dado cuenta de queaquel hombre frío y silencioso velaba por ella yla miraba de un modo distinto al de todos los

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otros. Feinn no quería nada de Vay. Habría sidoridículo pensar que aquella muchacha hermosa yque sin duda volvería pronto a ser alegre,hubiese sentido otra cosa que repulsión y temorante alguien como él.

Por eso no se sorprendió cuando aquel joveny apuesto oficial del norte conquistó con rapidezel favor de Vay, y si sufrió por ello algún pesar loenterró rápidamente con el resto de emocionesque ya no necesitaba.

Y ahora resultaba que Vay iba en esacaravana que, a no mucho tardar, desfilaría antesus ojos, y su vida quedaría fatalmente segada.No debían quedar supervivientes, habíaordenado Derreck, y Feinn imaginaba el cuerpode Vay, que ya viera una vez desnudo ymaltratado, ensangrentado y salvajementemutilado, y no era una idea agradable.

Y todo a causa de ella.—Estáis cometiendo un error —afirmó

implacable Feinn—. Esa mujer no os traerá másque problemas. Haríais mejor en dejar que semarchase lejos.

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Derreck palideció de rabia y le lanzó unamirada torva. Apreciaba a Feinn en lo que valíay una de sus mejores virtudes era la de hablarcon franqueza y sin rodeos. Pero esa era unaverdad que no necesitaba escuchar.

—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió.—Antes no os importaba lo que os dijera —

continuó impasible—. Y también prestabaisatención a lo que otros os decían. Aquellos queno quieren escuchar no tardan en quedarsesordos, y también ciegos.

Derreck comprendió a qué se refería Feinn,consciente de que sus palabras no eran unaamenaza sino una realidad. No se podíaconducir un ejército de hombres si no se sabía loque pensaban y lo que sentían. Podías quedartesolo cuando menos lo esperabas, incluso esosmismos hombres podían volverse contra ti.

Por eso lo necesitaba. Feinn no tenía amigos,no era apreciado ni confraternizaba con lossoldados, pero era poco lo que se ocultaba a susojos. Sin ir más lejos, Derreck habría jurado quela noticia de que la gente de Sigurd pretendía

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comprar a algunos de los guardias no le habíapillado por sorpresa.

Y ahora Feinn insistía en que lo dejase todocorrer. Debía de haber alguna razón para ello yera estúpido negarse a saber cuál.

—¿Y qué es lo que debería escuchar? —preguntó malhumorado.

—La gente habla —respondió con gestosevero.

—La gente habla… —replicó Derreckescupiendo las palabras con desprecio—. ¿Ypuede acaso saberse qué es lo que dicen?

—Dicen que esa mujer conduce a ladesgracia a todos los que la rodean, que estámaldita y que lleva a la ruina a quienes se leacercan. Cuanto antes os deshagáis de ellamucho mejor.

Los dos estaban montados a caballo, pero esono impidió que Derreck cogiera a Feinn por elpecho y estuviera a punto de derribarle de lamontura.

—¿Qué clase de maldita basura es esa?—Lo sabéis perfectamente. Su madre, su

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padre, sus hermanos, aquel hombre con el quese negó a desposarse —recitó Feinn sin perderla calma—, esta misma gente que estamosaguardando… Todos morirán por su causa. Lamuerte la ronda, pero siempre la esquiva. No esbuena —sentenció implacable.

—¡Al infierno contigo y con todos ellos! —replicó Derreck con furia a la vez que empujabade un empellón a Feinn—. ¿Qué culpa puedetener ella de la muerte de su madre?

—Ella la causó. Tal vez no lo deseara, peroeso no es lo que cuenta —dijo Feinn sin rastrode piedad—. Hay algo que está mal en ella.

Derreck ya tenía más que suficiente. No lepreocupaba cuantas desgracias pudiesen rodeara Arianne. Era cruel e injusto culparla por eso.¿Acaso no había él ayudado a que toda sufamilia desapareciese? ¿No había sido él quienhabía determinado que los que tuviesen ladesdicha de acompañarla también debían morir?Y sin embargo Feinn la acusaba a ella y no a élde lo que pronto ocurriría.

Habría querido borrar la inflexible expresión

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de condena de su rostro, pero aunque lo hubieselogrado sabía que nunca habría podido cambiarsus pensamientos, a no ser que también acabasecon él y con todos los que pensaban como él, ydespués de todo incluso Derreck sabía que nopodía matar a todo el mundo.

—¡Calla la boca si sabes lo que te conviene!—dijo zanjando la conversación.

Feinn se encerró en un mutismo hostil quecrispaba a Derreck. Feinn había estado siemprede su lado fuesen cuales fuesen lascircunstancias y la compasión no era su sello.Tampoco a él le turbaban unos cuantos muertosmás o menos. Y con todo había otro asunto quele molestaba.

¿Qué le diría a ella?No había una respuesta posible a esa

pregunta porque no habría forma de hacercomprender a Arianne la traición de la queDerreck se sentía víctima. No podría explicarleque no podía dejarla marchar porque lanecesitaba de una forma que ni él mismo llegabaa entender, que no era capaz de resignarse a

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perderla, que no era eso lo que habría queridoofrecerle, pero que no había sabido encontrar elmodo de llegar hasta ella.

Ahora que era demasiado tarde se le ocurríanmuchas cosas que podía haber hecho. Algo tansencillo como hablar con ella y pedirle que no sefuese; solo que Derreck no era capaz deimaginarse a sí mismo haciendo tal cosa, y serecordaba que no había sabido escuchar cuandoArianne le había pedido que hiciera marchar aesos hombres con Sigurd. Lo había rechazadosin intuir ni por un momento lo que significaba.Como un imbécil se había negado a dar su brazoa torcer.

Arianne le había dado una oportunidad y él lahabía dejado escapar.

El recuerdo de esa noche le hizo albergar unapálida esperanza. Quizá realmente no queríairse. Quizá tampoco Sigurd pudiese doblegar suvoluntad y el empeño de su firmeza. Quizá no sefuese… Entonces podría intentarlo de nuevo.Tratar de hacerle olvidar sus errores. Apartar deuna vez su tristeza. Dejar que su ira se

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estrellase contra él como hacían las olas en elmar contra las rocas, con una fuerza queenvolvía a ambos y no los destruía.

Si tan solo le dejase acercarse a ella…—Ahí están —anunció Feinn secamente

cortando de un golpe sus pensamientos.También él los veía. Se acercaban rápido, comoquien tiene prisa por alejarse de un sitio.

La tensión le hizo aferrarse con fuerza a lasriendas de su caballo. Enseguida vio a lamuchacha. Era fácil reconocerla. Iba junto aVickel y llevaba suelto el cabello. Aguzó más lavista. Un poco más atrás y oculto entre los otrosjinetes se distinguía a alguien envuelto porcompleto en su capa, incluso había cubierto sucabeza. Sin embargo, su ligereza y su aire ladelataban: era una mujer.

El frágil castillo de naipes que Derreck habíaelaborado cayó por su propio peso. Arianne semarchaba. Se iba con Sigurd. Pese a que nisiquiera se dignaba a hacerla su esposa, loprefería a él. Buscó en su interior la rabia que lehabía llevado hasta allí, pero en su lugar solo

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encontró un dolor sordo y fiero. ¿Qué leimportaba Sigurd? ¿Qué más le daba queaquella gente viviese o muriese si Arianne ledetestaba? ¿Qué haría cuando la tuviese devuelta en el castillo? Derrotada y recluida, igualque un pájaro atrapado que en su desesperaciónpor escapar se golpease locamente contra lasparedes.

Ahora de repente no estaba seguro de quererpasar de nuevo por todo eso. No se sentía conánimo para soportar su mirada, su odio y surechazo. Aquella agotadora lucha en la quecomprendía que nunca podría vencer. Quizácuanto antes admitiese que ya había perdidomás fácil sería todo.

Feinn esperaba y los hombres estaríanaguardando su señal. Tenía que decidirse. Podíadejarla marchar o conservarla a la fuerza, decualquier modo nunca sería suya. Aunque quizá,si no tenía que verlo, sería más fácil vivir conello.

—Dejadlos ir —dijo Feinn viéndole vacilar—.Halle lo lamentará de todos modos. El golpe

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caerá cuando menos lo espere y haréis que searrepienta de esto. Dejad que crea que haganado y que no os importa. Encontraréis laocasión de resarciros. Solo tendréis que esperar.

No hacía mucho Arianne también le habíapedido que esperase y él no había queridoescuchar.

—No me importa —contestó bruscamente—.Que se marche si es eso lo que quiere. —Picó asu caballo y se dio la vuelta para que Feinn noviese su rostro mientras le daba las órdenes—.Cuando hayan pasado de largo, haz volver a losdemás al castillo y ocúpate tú de los guardias.

Feinn se limitó a asentir y si se sintió mássatisfecho no lo mostró.

Derreck regresó solo al castillo. Todo parecíaigual y sin embargo todo era distinto. Ya novolverían a encontrarse inesperadamente en lasmurallas, ni cruzarían miradas que despuésesquivarían con rapidez. No la vería de nuevo nifuriosa, ni altiva, ni ausente ni ofendida. Ya nocontemplaría esa sonrisa que tanto costabaarrancar de sus labios.

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No fue casualidad que sus pasos le llevaran almirador de la torre que vigilaba el camino delnorte. La luz entraba a raudales por el ventanal.Por eso, al contraluz, el contorno de aquelladoncella vestida de blanco que observabatambién el camino se difuminaba y se confundíacon la claridad.

Se confundía, pero no tanto como para que élno la reconociese al instante.

—Estáis aquí. —Fue lo único que Derreckatinó a decir.

Arianne se volvió hacia él. Había oído pasos,pero no había prestado atención y se habíaimaginado que serían de los sirvientes.

—Habéis regresado temprano —comentóvolviéndose solo un poco hacia él y girándoseenseguida hacia el mirador.

—Recordé algo que había olvidado —respondió Derreck procurando con granesfuerzo que sus palabras pareciesen tranquilasy naturales.

No parecía ni desdichada ni feliz, tal vezresignada fuera la palabra más adecuada, pero

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Derreck estaba demasiado afectado por suspropias emociones para preocuparse por eso.

—¿Mirabais algo? —preguntó todavía sinacabar de creer que estuviese allí.

—Vay se ha marchado al norte —contestósin dejar de mirar por la ventana.

—¿De veras? —dijo Derreck acercándosemás—. Debe de haber sido doloroso para vos.Sé bien cuánto la estimabais.

Arianne respondió sin pensar y sin ningunaintención especial, probablemente suponía que élno podría entenderlo.

—Lo ha sido, pero a veces hay que dejarmarchar aquello que amamos.

Estaba esperando una respuesta que no llegócuando se giró, intrigada por su silencio, y seencontró con que sus ojos la estaban mirandocon una intensidad que la turbó y desconcertó, ytambién la sorprendió darse cuenta de queestaba mucho más cerca de lo que había creído.Sin embargo no se apartó, permaneció ensilencio sosteniendo su mirada. De repenteArianne recordó algo, algo que debía decirle y

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que la hizo reaccionar y atemperar la turbaciónque su imprevista cercanía le había causado.

—No solo se ha ido Vay, también se hamarchado Irina —dijo sin ocultar su resquemor—. Me pidió que os lo dijera.

—¿Irina? —preguntó Derreck como si nosupiese de lo que hablaba.

—Sí, Irina. Creo que fue una idea repentina.No había sido suficiente con tener que dejar

marchar a Vay, que se le había abrazadollorando desconsolada, además había tenido quever cómo Irina se marchaba en su lugar.

Y es que a Irina se le había ocurrido que uncambio de aires era justo lo que necesitaba, yque una retirada a tiempo era mucho mejor queuna batalla perdida. Así que había atado en unpañuelo todas las cosas de valor que había idoacumulando y se había decidido a probar suerteen otro lugar, por qué no, en el norte, dondeSigurd le había insinuado en alguna ocasión queno sería mal recibida.

Arianne se había dicho que al menos esodebería animarla porque le fastidiaría a él, pero

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ahora resultaba que Derreck no parecía enabsoluto fastidiado.

—¿No os importa? —preguntó extrañada.—¿Por qué? ¿Os importa a vos?—No la echaré de menos —respondió rápida

Arianne.—Tampoco yo —afirmó él igual de rápido.Una sonrisa estuvo a punto de asomar en los

labios de Arianne y Derreck deseaba más queninguna otra cosa hacerla sonreír. Estaba allícuando había perdido toda esperanza y ahora yanada le parecía imposible.

—He estado pensando en lo que me dijisteis,sobre las obras del puente, puede que tuvieseisrazón…

—¿Puede que tuviera razón? —repitió ellacon desconfianza.

—Sí —concedió Derreck a regañadientes—.Puede que sea buena idea esperar un poco.

Arianne le miró incrédula. Su contrariedadresultaba demasiado sincera para ser falsa.

—¿Y qué le diréis a Sigurd Halle?—No os preocupéis por eso. Le responderé

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adecuadamente cuando venga a preguntarme —replicó recuperando su acento más belicoso yagresivo.

—Entonces… ¿qué haréis ahora? —preguntóArianne en voz baja, ya que Derreck estaba tancerca como para que incluso un susurro fuesesuficiente.

—Podríamos discutirlo los dos —sugirió éltambién suave—. Me gustaría escuchar lo quepensáis.

—¿Lo que pienso? —dijo Arianne alzando lascejas con incredulidad.

—Sí, lo que pensáis ¿Qué tal si meacompañáis esta noche durante la cena? En mishabitaciones, solo vos y yo, así podremos hablarcon mayor libertad —propuso Derreckqueriendo sonar desenfadado.

Por un momento Arianne no supo siofenderse o echarse a reír. A pesar de sudescaro, su sonrisa era tan contagiosa que tuvoque hacer lo segundo.

—¿En vuestras habitaciones? ¿No hay otrolugar en el que podamos hablar? —preguntó

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irónica—. ¿Por qué iba a querer cenar con vosallí?

—¿Porque os lo suplico humildemente? —aventuró Derreck con su tono más convincentey cálido.

Arianne lo miró despacio. Nada más lejos deDerreck que parecer ni humilde ni suplicante,pero había algo más en él, y también ella habíatomado una determinación. Después de todo,había decidido quedarse.

—Tal vez —respondió ella como si aquellofuese ya un excesivo y extraordinario favor.

—¿Tal vez? —gruñó él con un gesto decómica insatisfacción.

—Quizá lo haga…—¿Quizá? —dijo Derreck alzando una de sus

cejas.—Es muy posible —terminó cediendo

Arianne con una sonrisa.—Entonces, os esperaré —le dijo sonriendo a

su vez.Todavía la vio sonreír un poco más, justo

antes de retirarse del ventanal y desaparecer

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por la puerta. Y puede que fuese mejor así,porque Derreck no estaba muy seguro de haberconseguido esperar ni un minuto más.

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Capítulo 25

Las mejillas de Arianne ardían encendidas.Puede que fuese a causa del fuego, o tambiénporque Derreck había perdido ya la cuenta delas veces que había llenado de vino su copa.

Y no es que eso le molestase.—¿Sabéis? Os encuentro distinta esta noche.La verdad era que todo le parecía distinto a

Derreck desde que había descubierto que no sehabía marchado, pero tampoco era nada habitualque Arianne entrase en su aposento,discretamente tímida pero resuelta y decidida.No era tampoco frecuente tenerla frente a él,sin soltar una palabra, pero sin dejar de mirarle,silenciosa y a la expectativa, ocultandoprobablemente algún interés tras el negligente

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descuido con el que sujetaba su copa.Y Derreck no imaginaba cuál podría ser ese

interés, pero aquello le gustaba.Arianne se rio con una risa que sonó

ligeramente ebria.—Yo en cambio os encuentro exactamente

igual.—Y eso es algo tan terrible… —replicó

Derreck con una voz que era más bien unacaricia.

Ella sonrió y calló, y volvió a acercar la copaa sus labios, sosteniéndola con delicadeza entresus dedos. Eso avivó también la sed de Derreck.Arianne dejó la copa lentamente sobre la mesa yrecordó que había algo de lo que estabanhablando.

—Me estabais contando los planes deThorvald.

Derreck abrió las manos y sonrió confranqueza, como si no tuviese secretos para ella.

—Preguntad lo que queráis.—¿Creéis que lo conseguirá? ¿Ser el nuevo

rey?

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—Quién sabe… La fortuna es caprichosa.Podría ser que sí y podría ser que no —afirmóDerreck con indiferencia mientras se recostabaen la silla para apreciar mejor el intenso brillo desus ojos.

—Eso no es mucho decir —contestó ellafrunciendo los labios—. ¿Vais a ayudarle?

—Resulta que ahora que lo pienso no meharía demasiado feliz que un Halle se sentase enel trono —reconoció Derreck con un gesto dedisgusto.

—Pero tampoco podéis apoyar al rey porquesus hombres están todos contra vos —resumióArianne imparcial.

—Sois tan inteligente como hermosa —asintióél mientras se preguntaba por qué nunca antesse lo había dicho, cuando las dos cosasresultaban tan evidentes. Pero Arianne no sesonrojó, ni se turbó, ni pareció halagada por elcumplido, más bien su rostro se crispó un tanto.No duró mucho y trató de esquivar su miradavigilante volviendo a recurrir a su copa, aunqueesa vez apenas se mojó los labios.

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—Es un problema en el que os habéis metidovos solo…

—¿Y con quién estáis vos? —preguntó él sinperder la sonrisa.

—Los Weiner siempre han estado con el rey.El título nos compromete con la corona.

—O sea, que si Thorvald u otro cualquierafuese el rey también estaríais de su parte —apuntó Derreck con decidida malevolencia.

—Así es.—Incluso si eso os contraría.—Incluso así —reconoció ella de mala gana y

volvió a llenar su copa sin esperar a que él lohiciese.

Derreck dudó antes de continuar. Aquellanoche medía con especial cuidado sus palabras.

—Pero mientras eso ocurre, ¿no entraríadentro de las obligaciones a las que os atavuestro nombre el hacer todo lo posible paraevitar que el rey sea derrocado?

Arianne se quedó mirándole fijamente,aunque se notaba que cada vez le costaba másmantener la atención.

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—¿Qué queréis decir? —preguntó con unasonrisa que le advertía de que aunque nopensase ya con mucha claridad, no iba a dejarseengañar.

—Nada… —dijo con suavidad—. Es soloque sería extremadamente noble y digno deaumentar la fama de vuestro nombre que vos,personalmente, ayudaseis a evitar la caída delrey.

—¿Personalmente? —repitió Arianne conaparente interés—. ¿Y de qué modo?

—Vos podríais cambiar el signo de lo que hade venir. Esos hombres que vienen hacia aquípara atacar el castillo podrían dirigirse al norte, yyo los acompañaría.

—¿Los acompañaríais? ¿Dejaríais el castillo?—dijo ella sin poder evitar el sarcasmo yvolviendo a tomar su copa—. ¿Y qué tendríaque hacer para que eso ocurriera?

Mal que le pesase, la confianza de Derreckse resquebrajó un tanto.

—Tendríais que mostrar al oeste que puedoser un aliado y no un enemigo.

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Ella se quedó pensativa y pareció quemeditase seriamente la propuesta. Tantas vecesy de tantas maneras había intentado convencerlade que aceptase ser su esposa… Derreck sabíaque era orgullosa y testaruda. Quizá si le dabauna salida razonable, algo que pudiese aceptarsin que pareciese una rendición…

—¿Queréis que yo también os confiese algo?—dijo por fin Arianne con una provocativasonrisa bailando en sus ojos.

—Os lo ruego…—En realidad no me importa lo más mínimo

quién sea rey en Ilithe —rio perversa.Derreck lo encajó bien. ¿Por qué habría de

esperar otra respuesta?—Entonces, ¿qué es lo que os importa?Arianne volvió a tomarse su tiempo. Sus

dedos se deslizaban por la superficie de la copay la observaba como si fuese un objetosumamente interesante.

—Me importa Svatge… Me importa elcastillo… El paso… —dijo con voz lenta.

—Sí aceptaseis tendríais también eso.

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La mirada de Arianne se endureció de golpe.—¡No! ¡Lo tendríais vos! —exclamó y se

levantó enfadada de la mesa.Derreck dejó escapar el aire de pura

frustración. También él sintió la amenaza del malhumor y se volvió hacia ella intentandocalmarse. No era difícil conseguirlo cuando lamiraba. Estaba muy bella aquella noche, con esevestido de terciopelo rojo que la viera lucir hoypor primera vez. Un vestido que dibujaba conclaridad las suaves líneas curvas de su cuerpo.El cinturón cayendo sobre sus breves caderas.La cabeza inclinada dejando su nuca aldescubierto. Bella y desairada. La artificialanimación de hacía tan solo un instantedesaparecida por completo.

No quería discutir por eso. No era eso lo quele importaba. No la quería por eso. Yseguramente sería bueno que lo supiese.

—Todo lo que tengo, todo lo que poseo o loque pueda llegar a poseer algún día, todo lo quees mío sería también vuestro, Arianne.

Ella levantó los ojos hacia él. Parecía sincero,

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muy diferente al Derreck guerrero yavasallador. Arianne casi se sentía tentada acreer, pero también sabía con qué frecuencia loshombres están dispuestos a hacer o prometercualquier cosa con tal de conseguir lo quedesean y cómo después no tardan en olvidar. Yde todos modos se equivocaba si creía quedesposarse con ella cambiaría algo.

—No servirá de nada, ¿sabéis? —dijotratando de desengañarle—. El oeste no sedejará convencer por eso. No evitaréis laguerra.

—No temo a la guerra —respondió consencillez clavando su mirada en ella.

—¿A qué teméis entonces?—Creo que a nada en realidad.El fuego iluminaba su rostro en tonos cálidos,

pero su aspecto era oscuro. Y es que si Derreckdesconocía el temor, no era a causa de ningunadesatinada valentía, más bien ocurría que nuncanada le había importado tanto como para temerperderlo, ni siquiera su vida. Pero para Arianne,que había crecido acosada por demasiados

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temores, aquello era una más que envidiableventaja.

—Tenéis suerte entonces —replicó desviandosu vista y volviéndola hacia el fuego.

Derreck nunca lo había considerado así, peroera otra cosa lo que le preocupaba ahora. Tomóuna de sus manos sosteniéndola solo por lapunta de sus dedos.

—¿Y a qué teméis vos, Arianne?Arianne temía muchas cosas, temía aquel

contacto, a estar tan cerca de él como lo estabaahora, a lo que ocurriría después y también setemía a sí misma.

—Tampoco temo a nada —mintió haciendoun esfuerzo por no retirar su mano.

—¿Estáis segura de eso? —preguntómirándola intensamente a los ojos y acercándosemás a ella.

—Lo estoy —musitó Arianne a escasadistancia de sus labios.

Arianne se apartó una décima antes de queDerreck se inclinase sobre ella. Inspiró el airecon fuerza y el intenso calor del fuego llenó de

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improviso sus pulmones ahogándola y quitándoleel aliento.

Prácticamente se sintió desvanecer.—¿No hace mucho calor aquí? Creo que

necesito tomar aire fresco —dijo moviéndosecon rapidez y torpeza. Una torpeza que hizo quese enredase en el vuelo de su vestido yestuviese a punto de caer.

Derreck la sujetó. Arianne tuvo que agarrarsea su brazo para mantener el equilibrio.

—¿Estáis bien?—Sí, es solo… No es nada… Estoy un poco

mareada.—¿Queréis que os ayude?—No, ya puedo yo —dijo Arianne soltándose

y dirigiéndose hacia el balcón cojeando.Se volvió desconcertada y vio que uno de sus

zapatos se había quedado en el suelo, junto aDerreck. Él se agachó y lo recogió.

—Se os ha perdido —dijo sonriendo.Arianne parpadeó confusa, se encogió de

hombros y se inclinó para quitarse el otro zapato,lo tiró tras ella y siguió caminando descalza. Fue

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hasta el ventanal y, tras luchar arduamente conla cerradura, lo abrió de par en par y salió albalcón.

Derreck sacudió la cabeza, admirado poraquella mujer que nunca dejaba de sorprenderlo.Dejó caer el zapato al suelo lanzándolo porencima de su hombro, fue tras ella y se detuvo acontemplarla apoyado en el umbral.

Arianne estaba justo allí mismo. Era solo unpequeño mirador. Si dos personas se asomabana la vez tenían que estar muy cerca la una de laotra, o la una tras de la otra.

Derreck no compartía el entusiasmo deArianne por exponerse al raso de la noche.Habría preferido estar dentro al calor del fuego,por suerte aquella noche no era especialmentefría. No faltaba ya mucho para que acabase elinvierno y el aire venía del sur. Su soplo era tibioy traía consigo el anuncio de la primavera. Laluna estaba baja en el cielo. Las estrellasbrillaban. Ella estaba allí. Derreck habría podidojurar que era una noche perfecta, si es quealguna vez había existido alguna.

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—¿Estáis mejor?Arianne asintió con la cabeza.—Se está bien aquí.Derreck respiraba su perfume mezclado con

el que traía el viento del sur. No se le ocurríaotro sitio mejor en el que estar.

—¿Sabéis que oléis deliciosamente bien?¿Qué demonios es?

Ella se volvió y le miró como si nocomprendiese de qué le hablaba.

—¿Qué decís?—Vuestro pelo…—¿Mi pelo? —dijo sorprendida—. Será el

jabón, supongo.—El jabón —asintió él—. ¿Os importa si…?Derreck tiró de una de las horquillas que

sujetaban su recogido. Un mechón cayó sobresu rostro. Arianne lo apartó lentamente con lamano y se quedó mirándole en silencio, despuésse dio la vuelta e inclinó un poco la cabeza. Esosolo podía significar una cosa, así que alentado,Derreck comenzó a deshacer una a una sustrenzas.

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Era una dura prueba para los nervios deArianne. Aquel débil roce. Dejarse hacer.Sentirle tan cerca.

—¿Puedo haceros una pregunta? —dijoDerreck con voz ronca.

—¿Qué pregunta?—¿Por qué nunca habéis consentido en

casaros?No era una pregunta que Arianne desease

responder, pero el vino aflojaba su lengua ycontestó con una ligereza que no sentía.

—¿Tendría que haber consentido? ¿Por quémotivo? ¿Para estar a las órdenes de un esposoen lugar de a las de un padre? El matrimoniosolo beneficia a los hombres.

—¿Solo beneficia a los hombres? ¿Esocreéis? Os engañáis.

Arianne sentía su aliento quemando su piel.Muy cerca y muy cálido. Como sus manos, quehabían terminado ya de deshacerle el recogido yahora extendían con suavidad sus cabellos paraque le cayesen por la espalda.

—¿Sería tan horrible… tan atroz… tan

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espantoso…?Su boca tras ella. Cada palabra un soplo, una

caricia. Arianne dejó caer la cabeza.—Yo no lo creo —afirmó antes de recorrerle

el cuello con sus labios.Tampoco a Arianne se lo parecía. Algo que

no era el vino embriagaba sus sentidos y leproducía la misma sensación de mareo. Algoque la impulsaba a apoyar su cuerpo en el deDerreck para que el vacío no se apoderase deella.

—¿Sabéis cuánto deseo haceros mi esposa?Lo que Arianne sabía era que hacerla su

esposa no era exactamente lo que Derreckdeseaba. Era otra cosa lo que quería de ella. Losentía cada vez que la miraba, cada vez queestaban cerca el uno del otro, cada vez máspresente.

Arianne no podría resistirse siempre aaquello. Era extenuante y agotador. Una luchacontra ella misma además de contra él. Por esohabía dejado que llenase su copa una y otra vez.Suponía que así sería más fácil. Y en verdad

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ahora todo le importaba menos, pero aún leimportaba.

Le importaba aunque no tuviese nada queperder. Pero si dejaba que pasase, si finalmenteeso era lo único que quería de ella, si le bastabacon eso, entonces lo tendría. Arianne se lo daría.No valía nada. No significaba nada. Era lo quetrataba de decirse a sí misma. Era solo sucuerpo, no era ella.

—Decidme que aceptaréis —le apremióDerreck ardiente, mientras la abrazaba desdeatrás por la cintura.

¿Qué importaba que aceptase o no si despuésde aquella noche ya tendría lo que quería? Perosi se equivocase, si a pesar de todo Derrecktodavía quisiera hacerla su esposa, entonces talvez podría considerar la idea. Pensar en cómosería compartir su vida con él y en si ellatambién lo deseaba. Quizá podría llegar adesearlo.

Sus manos la sujetaban, sus labios tomaban supiel desnuda allí donde no la cubría el vestido. Sucalor la envolvía y el vino lo nublaba todo. Pero

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no era suficiente. Sus brazos, sus palabras, loque pedía de ella. Arianne lo intentaba, pero nopodía olvidar.

—No podrá ser. Saldrá mal —dijo sin querer,expresando en voz alta lo que era solo unpensamiento.

—¿Qué podría salir mal? —preguntóDerreck, poco dispuesto a pensar eninconvenientes.

A Arianne le costaba pensar. Imágenes yrecuerdos se mezclaban confusos en su cabeza.Algunos tenía que rechazarlos con toda sufuerza para que su presencia no la paralizase.Otros eran tristes pero más soportables.

—Pensaba en mi madre —dijo Arianne,tratando verdaderamente de concentrar suatención en ese pensamiento.

—¿Es por eso? —Derreck creyócomprender. Era razonable, de hecho sereprochó no haberlo pensado antes, era lógicosuponer que a Arianne le preocupara morir delmismo modo que había muerto su madre—.¿Teméis que algo así os ocurra? No tenéis por

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qué —dijo con convicción y sin dejar deestrecharla contra sí ni de besar su cuello—.Las mujeres saben de esas cosas. Hay remediospara solucionarlo.

El cuerpo de Arianne se volvió más rígido y lalucidez luchó por abrirse camino en su mente.

—¿Para solucionarlo? ¿Es que no deseáistener hijos?

—Los hijos son solo un estorbo. Será muchomejor así.

Derreck solo decía lo que pensaba. No queríahijos. No quería riesgos ni ataduras. Solo laquería a ella. A ella completa y absolutamentepara él. Entregada y rendida como estaba tansolo hacía un momento, aunque ahora parecieraquerer rebelarse y él apenas pudiera ya dominarla impaciencia y el deseo.

—Arianne…Arianne no contestó y Derreck consideró que

eso valía tanto como un sí, y soltó el lazo quesujetaba a su espalda el vestido. La prenda seaflojó. Derreck esperó una protesta, Ariannesolo dejó escapar el aire.

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Era demasiado tentador desnudarla. Eraabsolutamente imposible resistir la necesidad debajar su vestido y dejar sus hombros aldescubierto. Verla cubierta solo con la finacamisola de tirantes que llevaba debajo.

Por eso lo hizo.Su piel brillaba pálida a la luz de la luna. Su

respiración era ahogada. Demasiado ahogada.—No me encuentro bien… Todo me da

vueltas…La sostuvo cuando estaba a punto de caer.

Debía de ser un vahído. Sus ojos estabancerrados y su cuerpo se vencía sin fuerzas.Derreck la alzó en sus brazos sin saber bien quéhacer y la cabeza de Arianne cayó desplomadahacia el suelo.

La contempló aturdido. Parecía desmayada,pero el color no se había ido de su rostro. Entrócon ella en la habitación. El aire más cálido delinterior le golpeó en la cara como una bofetada.Solo se le ocurrió un sitio donde llevarla y unpoco avergonzado de sí mismo fue hacia eldormitorio. La dejó sobre su cama sin que

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Arianne diese signos de reaccionar.Era demasiado hermosa.La lámpara que ardía junto al lecho iluminaba

su rostro y su cabello, que se extendía formandoondas sobre la almohada. La camisa blanca setransparentaba mostrando su cuerpo. Lagarganta se le secó cuando distinguió las areolasoscuras y rosadas que despuntaban claramentebajo la tela.

—¿Arianne, podéis…, es decir, estáisdespierta?

Esperó con ansiedad una respuesta pero nooyó nada. El deseo era ya apremiante y Derreckpensó en lo sencillo que sería saciarlo. Latendría tal y como anhelaba, y cuando al díasiguiente despertase volvería a tenerla. Y si poruna no extraña casualidad Arianne ponía el gritoen el cielo y le acusaba de deshonrarla y abusarde ella, le respondería que no solo habíaconsentido sino que también le había alentado yque no podía culparle por no haberle hecho eldesaire de rechazarla.

Mentir era un precio pequeño a pagar si así

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conseguía lo que quería, y además Ariannetendría que casarse sin más remedio con él. Nisiquiera ella podría negar esa consecuencia.

Su irresistible abandono. Sus labios rojos yhúmedos. Su boca entreabierta.

Derreck se inclinó sobre ella fatalmenteatraído. Historias de hombres que perecieronahogados por perseguir a doncellas que losllamaban desde el fondo del agua pasaron por sucabeza. Aquellas historias siempre le habíanparecido estúpidas, pero ahora Derreck loscomprendía a todos.

También él se habría arrojado sin pensarlo dosveces a cualquier abismo si ella hubiese estadoallí.

Se acercó aún más y aspiró su aliento. Rozóapenas sus labios intentando refrenar la pasiónque aceleraba su pulso y apresuraba su boca.La besó lentamente aunque su contacto lequemaba y le urgía. Alentó la esperanza de queella le devolviese el beso, seminconsciente oebria o dormida, le era indiferente con tal de quesus manos rodeasen su cuello para atraerlo

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hacia ella.Esperó hasta que no pudo esperar más y

asaltó impaciente su boca entera sin importarlelo que sucediera. Ansiaba con todo su serdespertarla. Deseaba morder sus labios y oírlaquejarse o gemir o gritar de placer o de dolor.

Pero ninguna de esas cosas ocurrió yfinalmente Derreck se apartó despacioreconociendo su derrota. Arianne parecíadormir. Inmóvil e indiferente. Inanimada como siaquello nada tuviese que ver con ella.

Tenerla así sería lo mismo que no tener nada.Bruscamente se levantó del lecho y salió de la

estancia golpeando la puerta con violencia.La habitación se quedó en silencio y los

segundos transcurrieron. Arianne comprendióque ya no volvería. Se sentó sobre la cama ymiró hacia la puerta cerrada.

Seguía mareada y el vino entorpecía susideas, pero sabía que no estaría menosconfundida cuando por fin se hiciese de día.

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Capítulo 26

La plaza del mercado de Kilkeggany estaballena a rebosar aquella mañana. Pip echó unvistazo para estudiar la situación. Untragasables, dos malabaristas, un oratedesvariando sobre el inminente fin de lostiempos… No esperaba tanta competencia enuna villa de no más de dos mil almas, debía deser un lugar próspero, nada que ver con lasmiserables aldeas del este. Había sido unapérdida de tiempo, menos mal que las cosas ibanmejorando según se acercaba al sur.

Los mejores sitios ya estaban cogidos, así quedecidió colocarse junto a los vendedores deverdura. Vio una vieja carreta vacía y de un ágilsalto se encaramó a ella. Se aclaró la garganta,

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se ahuecó la capa —estaba ya un tanto ajada,pero aún podía pasar—, se atusó el peloaplastado por el sombrero y probó a dar unoscuantos saltos para comprobar la firmeza de suestrado. Ya estaba listo. Ahora solo tenía queconseguir que su voz se escuchase por encimadel jaleo de la plaza.

—¡Honradas gentes de Kilkeggany, gentilesdamas, nobles caballeros, bravos y valientesguerreros! ¡Niños, niñas, villanos y labriegos!¡Sed amables y prestadme un instante vuestraatención! ¡Mi nombre es Pip y os traigo nuevasde los lugares más alejados del reino!

Pip cogió el laúd y comenzó a tocar unatonada que él mismo había compuesto y que ensu modesta opinión era muy buena. La gente lomiraba al pasar, pero ninguno de ellos se detenía,cuando una jovencísima dama, no contaría conmás de quince primaveras, tiró de la manga desu dueña y se paró a escuchar. Pip sonrió y lehizo una reverencia. La joven ocultó un poco lacabeza tras el cuerpo de su aya y la mujer mirócon severidad a Pip. Pip trató de ganársela con

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otra sonrisa, pero la dueña no se dejóimpresionar con tanta facilidad y mantuvo elceño arrugado.

Lo importante era que ya tenía un pequeñocorro alrededor. La gente llamaba a más gente.Era el momento de empezar.

—En el valle que guarda el paso,en la apartada Sverdor,una traidora añagazase usó contra un noble señor.Un desleal caballerose sirvió de la traición,y mató al buen castellano,alzándose con el valle,el paso y la guarnición.No contento con su hazañaaún fue mayor su feloníay pretendió desposarsecon la bella Arielina.El gentío era cada vez mayor. Pip

concentraba su atención en la joven que leescuchaba con los ojos abiertos como platos.Aunque no solo ella escuchaba fascinada, todo

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el mundo guardaba silencio. Pip llevaba muchasleguas recorridas a sus espaldas y sabía cómomantener la atención. Impostaba la voz, fingíaacentos, lloraba, gritaba, amenazaba… y todosin dejar de tocar el laúd.

—Si me dejarais, señora,yo sería vuestro servidor.—Antes me quitaría la vidaque entregárosla a vos.Los niños se abrazaban a sus madres

asustados y las mujeres los protegíanestrechándolos contra su seno, incluso loshombres apretaban los puños contagiados dejusta indignación. Pip era bueno en lo que hacíay además le gustaba más que ninguna otra cosa.Su padre era alabardero de la guardia del rey enIlithe y él podía haber entrado también en laguardia, pero ese trabajo no era para él. Preferíalos caminos, disfrutar de la vida, guiñar el ojo alas damas y burlarse de los caballeros. Siemprea sus espaldas, claro está.

Continuó por un buen rato adornando el relatocon gran lujo de detalles, algunos de su propia

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cosecha, otros oídos a algún compañero deoficio, y cuando por fin concluyó, la dama jovenlloraba a mares por la suerte de la pobreArielina y su dueña no la dejaba atrás y comoellas muchas otras. Incluso algún hosco soldadoenjugaba avergonzado y con disimulo algunalágrima. Pip hizo una gran reverencia y todosaplaudieron a rabiar y buscaron alguna pieza decobre en sus bolsillos.

Saltó de la carreta y comenzó a pasar elsombrero agradeciendo los cumplidos einclinándose ante la damisela, que le dedicó unafurtiva y ardorosa mirada antes de dejarle unamoneda de plata.

Ahora Pip tenía buenos motivos para sonreír.Se guardó sus ganancias en la bolsa y buscó unataberna. Hablar tanto le daba sed y tenía quecuidar la voz. Ya había echado a andar cuandosintió el peso de una mano en su hombro.

—Eh, tú…, bardo.No era un tono amistoso y Pip sabía bien lo

que tenía que hacer en esos casos: salircorriendo a toda la velocidad que le permitiesen

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sus piernas, pero la mano se clavó con másfuerza y le obligó a darse la vuelta.

Era un hombre joven aunque mayor que Pip,que acababa de cumplir los veinte, y por suacento debía de ser del este. Llevaba barba,seguramente con la intención de dar más rudezaa su rostro, y el escudo que lucía bordado en susropas decía que era un caballero, aunque por lodeslucida que estaban su capa y sus botas debíade ser un caballero pobre. Sin embargo, suespada era considerablemente larga y parecíabien forjada. Pip temió que fuese el hermano oel marido de alguien.

—Eso que estabas contando, ¿dónde lo oíste?Pip respiró y desechó sus temores. Hoy

tampoco había llegado su día.—¿Os ha gustado, señor? Vengo del este y

allí la noticia corre de boca en boca y es tancierta como que me llamo Pip.

—¿Pero tú lo has visto? ¿Pueden acaso losWeiner haber perdido el castillo del paso?

—¿No habéis oído el comienzo? El ejércitodel paso cayó en el desfiladero de Rickeren, la

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dama es la única que sobrevivió. ¿No venís vosde allí?

—Nada de eso había ocurrido cuando partí—dijo el caballero soltando a Pip y bajando elrostro, apesadumbrado.

—Las cosas cambian —replicó el bardoencogiéndose de hombros—. También he oídoque un ejército viene del sur para devolver elpaso al rey. Por lo visto van reuniendo a todoslos caballeros que deseen unirse a su causa. Talvez os interese —sugirió colaborador Pip.

—¿Y es verdad que ese canalla ha pretendidoobligar a la hija de sir Roger a casarse con él?

—Verdad como que es de día, señor —dijoPip observándolo con curiosidad. En realidad élno se había acercado ni de lejos al paso, ysospechaba que aquel desconocido sabía másque él del asunto.

—Tengo que regresar a Svatge y acabar conese cobarde —dijo el caballero, y por lo vistopensaba hacerlo en ese mismo instante porquese dirigió con decisión hacia su caballo.

—¿Vos solo? ¿No sería mejor que

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acompañarais a las tropas reales?—No puedo esperar. Tengo que ir en su

ayuda.—¿No me digáis que vais a ir a rescatar a la

dama? Eso es digno de ser cantado, señor —aprobó Pip entusiasmado—. Aunque caigáis enel empeño, la posteridad reconocerá vuestronombre. Por cierto, ¿cuál es vuestro nombre?

El caballero le respondió desde lo alto de sumontura.

—Bernard. Soy Bernard de Brugge.Después clavó las espuelas y desapareció de

Kilkeggany como alma que lleva el diablo. Pipse prometió recordar aquel nombre y continuóen busca de la taberna. El vino siempre leinspiraba y ahora tendría que añadir unascuantas estrofas a su canción. ¿Cómo le habíadicho que se llamaba? Ah, sí, ya recordaba,Bertrand. Bertrand de Troje…

La claridad del exterior hizo que Ariannetuviese que llevarse las manos a los ojos para

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protegerse del sol. Tampoco sentía la cabezamuy firme y eso a pesar de que había estadodurmiendo hasta bien avanzada la mañana, y esoque no estaba en su cama.

Cuando se había despertado y se había dadocuenta de la hora que era se había horrorizadopensando que Derreck pudiese entrar en lahabitación y encontrarla aún allí, aunque porsuerte eso no había ocurrido. Arianne habíaregresado a su cuarto, se había cambiado deropa y después se había preguntado dónde y quéestaría haciendo él.

Se asomó a su ventana con la esperanza deverlo en el patio y no lo encontró. La sospechade que estuviese por ahí con alguna mujerzuelapasó por su cabeza y a la jaqueca que sentía seunieron los sudores fríos, pero entonces lo viosalir de una de las torres acompañado por variossoldados. Arianne respiró y a hurtadillas sededicó a observarlo.

Estaba lejos, pero incluso desde allí lucíadesarmante e innegablemente apuesto, y eso apesar del descuidado desaliño que a nadie

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sentaba tan bien como a él, de su pelo revuelto,que se olvidaba de cortar durante semanas, y desu rostro sin afeitar. Su rostro… El recuerdo delroce áspero y a la vez suave de ese rostrocontra el suyo le aceleró el pulso.

Arianne lo examinaba desde su ventana y loencontraba igual que todas las otras veces.Seguro de sí, arrogante, fuerte, tenaz,impulsivo… y también atrayente como soloahora se permitía admitir que siempre habíasido. No se había consentido ni por un instanteceder a esa atracción, pero ahora era inútilnegar que existía. No tenía sentido negarlo, yseguramente debía de ser esa la razón por laque casi lamentaba que nada hubiese ocurrido.

Ella estaba dispuesta. Habría dejado quecualquier cosa pasara, pero no había pasadonada. O apenas nada. Solo ese beso caliente yhúmedo, implorante al principio, insistente yviolento al final. Arianne había templado sucuerpo y cerrado su mente. Solo quería quepasara pronto, que pasara ya. Después, cuandose había quedado sola, no había entendido lo que

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había ocurrido. Todavía no lo entendía. Quizá élesperase algo más de ella. Quizá esperasesimplemente algo que no poseía.

El frío amenazó con atraparla de nuevo apesar de la luz cálida que se filtraba por el cristale hizo que cruzase los brazos contra su seno,cuando se dio cuenta de que él la estabamirando. Y le sonreía…

Arianne se soltó y también sonrió. Derreck lasaludó con la mano. Ella se asomó un poco más.Él le hizo una seña. Quería que abriese laventana. No era una petición tan difícil decomplacer.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó desde abajocon un tono tan jovial y despreocupado comosoleada era la mañana—. ¿No pensáis salirhoy?

—Me duele la cabeza —contestó y silevantaba la voz le dolía todavía más.

—Entonces os vendrá bien el aire fresco —dijo burlón—. Bajad. Hace un día espléndido yquiero mostraros algo.

—¿Mostrarme el qué?

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—Bajad y lo sabréis.Arianne comprendió que podía quedarse allí

discutiendo indefinidamente con él o bajar y verqué demonios era lo que quería mostrarle.

Así que por eso ahora estaba en el patio dearmas, soportando su insoportable sonrisaengreída que proclamaba a voz en grito lo muyfeliz que le hacía salirse con la suya…

—¿Cómo os encontráis?—No muy bien. Debí de beber demasiado

anoche —respondió reprimiendo el nerviosismo—. No recuerdo apenas nada.

—No hay mucho que recordar —dijo él contranquilidad—. Os sentisteis mal y pensé queera mejor dejaros descansar.

—Lamento haberos causado molestias —seobligó a decir Arianne, aunque seguía pensandoque eran muchas más y más graves lasmolestias que él le había causado a ella.

—No lo sintáis.Lo dijo con sencillez y con intención y

Arianne lo agradeció.—¿Qué era lo que me queríais mostrar?

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Derreck le dirigió una nueva y cálida sonrisa.Al parecer, aquel día las regalaba.

—Venid. Está aquí cerca.Echó a andar sin esperarla y Arianne tuvo

que seguirle hasta el patio que lindaba con lascaballerizas.

—Aquí está.Era un caballo. Un caballo negro. Uno nacido

de alguna raza pura y salvaje. Sus crinesbrillaban como el azabache y parecía ligero yveloz, capaz de dejar atrás al mismísimo viento.Estaba suelto en medio del patio y campaba porallí a sus anchas, como si fuese el auténticodueño del lugar.

Arianne se acercó a él fascinada. Era unanimal que no dejaba indiferente. El caballo hizoademán de espantarse cuando trató deacariciarle la testuz y agitó los cascos inquieto.Ella se quedó inmóvil, esperando, dejando sumano en el aire hasta que el caballo debió dedecidir que era inofensiva y permitió que loacariciase.

—Vaya, parece que le habéis caído bien —

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dijo Derreck con sorna.—Es precioso… ¿De quién es?—Es vuestro.Arianne se giró hacia él.—¿Mío?—Así es, es un regalo. Si queréis aceptarlo…—¿Un caballo? ¿Este caballo? —preguntó

sin acabar de creérselo—. ¿Para montarlo aquíen el castillo?

—Para montarlo en el castillo no —resoplótratando de ignorar su sarcasmo—. Para montarpor donde queráis.

Ella calló, su brazo apoyado contra el lomo delcaballo, que ahora masticaba indiferente el hazde heno que Arianne le tendía.

—¿Lo decís de veras?—Tan de veras. Es vuestro y podéis ir con él

a donde os parezca.Derreck siguió esperando una respuesta, pero

toda la atención de Arianne seguía puesta en elcorcel.

—¿Qué decís? ¿Os lo quedáis?—Es un valioso regalo —reconoció Arianne

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—. Lo acepto.La sonrisa volvió al rostro de Derreck, solo

que esa vez era franca, abierta y sincera. Ytodavía había algo más que tenía que decirle.

—También he pensado que si vais a andarsola por los bosques, y sin duda pretenderéishacer saltar a este pobre animal por esosbarrancos del demonio, necesitaréis que alguienos escolte.

El rostro de Arianne pasó sin transición de ladulzura a la furia.

—¡¿Que me escolte?! —exclamó indignada—. ¿Me regaláis un caballo y ahora me decísque vais a hacerme vigilar y que tendré quellevar a alguno de vuestros malditos guardiaspegados todo el día a mi espalda? ¿Para qué?¡Para que me disparen otra ballesta si me alejodemasiado!

—¡¿Queréis callar y dejarme acabar?! —gritó igual de furioso Derreck.

Arianne calló aunque su pecho subía y bajabacon rapidez al ritmo de su respiración acelerada.Derreck hizo un esfuerzo por bajar su tono de

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voz.—¿No queréis saber antes de protestar quién

será vuestro acompañante?Arianne apretó los dientes y no contestó.

Derreck desistió de seguir jugando a lasadivinanzas. Se volvió hacia uno de los guardias.

—Tráelo aquí.El hombre desapareció hacia el interior del

castillo. Arianne persistió en su mutismo y eraDerreck el que se hacía ahora el ofendido. AArianne le daba igual de quién se tratase. Por unmomento había creído que quizá hablase de élmismo, y aunque entonces también habríaprotestado, habría estado dispuesta a ceder; ydesde luego no dudaba de que con ese caballopodría dejar atrás a Derreck con suma facilidad,pero poner a un extraño cualquiera a vigilarla…No solo era humillante, también era estúpido.

Sin embargo, sus censuras se olvidaroncuando vio al hombre que venía con el soldado.

—¡Harald!Arianne corrió hacia el viejo capitán, aunque

se detuvo cohibida justo al llegar a su lado y en

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lugar de abrazarlo se conformó con tender susmanos hacia él. Harald se las cogió respetuosa ycariñosamente y se las estrechó con fuerza.

—¿Cómo estás?—Estoy bien, señora. Estoy bien —repitió

Harald mientras la miraba emocionado—. Vosestáis radiante.

Arianne había tratado muchas veces de ver aHarald, pero los guardias siempre le negaban elpaso y Derreck no había querido ni oír hablar deltema. Harald era una especie de última cartaque se guardaba en la manga y que ahora yahabía gastado.

Estaba pálido y delgado, pero tenía buenaspecto. Derreck apreció satisfecho la alegríade Arianne.

—¿Os agrada más ahora la idea? —preguntóacercándose a ella.

—Habéis hecho bien —respondió soltando demala gana a Harald.

—¿Lo creéis? —dijo mientras recuperaba susonrisa más envanecida.

—Deberíais haberlo hecho hace mucho

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tiempo —afirmó Arianne encarándole.—Puede, aunque yo no lo creo. ¿Queréis que

discutamos sobre ello? Por ejemplo, estanoche…

Arianne tragó saliva. Esa noche. Otra cena.Sabía que no podría utilizar el mismo truco. Nomás trucos. Solo la verdad.

—Esta noche pensaba retirarme pronto. Si noos importa, hablaremos mañana.

Él lo encajó solo regular, pero cedió inclinandola cabeza a la vez que alzaba las cejas en ungesto de mal disimulada impaciencia.

—Está bien. Si lo preferís… Mañana, pues.Ella le dedicó una sonrisa con la que habría

podido hacerse perdonar cualquier cosa. Esoanimó a Derreck y le recordó algo que trajo denuevo la malicia a su mirada.

—¿No vais a dar un paseo?—¿Ahora?—¿Por qué no?—¿Vos también vais a salir? —dijo deseando

verdaderamente que la acompañase.—No, tengo cosas que hacer —respondió sin

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perder la sonrisa—, pero salid vos.Arianne le dio la espalda para que no viese

que eso la contrariaba y fue hacia el caballo.Harald se había quedado a un lado, discretocomo era su costumbre, aunque veía todoaquello con preocupación. Arianne no atendió anada, se agarró con fuerza a las riendas yafirmó su pie en el estribo. El caballo seencabritó al sentir el tirón y se sacudiódesembarazándose de ella antes de que le diesetiempo a montar. Arianne acabó en el suelo,sentada sobre sus posaderas, mientras el caballose alejaba con un brioso y elegante trote.

—¡Señora! —exclamó Harald corriendohacia ella—. ¿Estáis bien?

El dolor por el golpe le escocía y la diversiónde Derreck le escocía todavía más.

—¡Estoy bien! —dijo rechazando la ayuda deHarald y volviéndose hacia Derreck—. ¡¿Quémaldita bestia es esta?!

—Olvide decíroslo. Es un poco arisco, peroestoy seguro de que os haréis con él. Aunque sino lo queréis…

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—¡Claro que lo quiero! —protestó Ariannecon fuerza.

Derreck sonrió.—Ya lo sabía…La furia volvió a brillar en los ojos de Arianne

y Derreck se dio cuenta de que estaba a puntode indicarle dónde podían ir él y el caballo, yseguro que no sería a un lugar agradable.

—Os dejo para que lo vayáis conociendomejor. Ya me contaréis. ¿Mañana habéis dicho?

—¿Mañana?—Nuestra cena.Arianne olvidó el enfado y forzó una sonrisa.—Mañana, cierto… Allí estaré.Derreck todavía se la quedó mirando, pero

Arianne se sacudió el polvo y se dirigió hacia elcaballo, que se alejó tan pronto la vio venir.

Aquello iba a necesitar de mucha paciencia.

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Capítulo 27

En las almenas los estandartes se sacudíanagitados por el viento. El león rampante sobrefondo negro del Lander avisaba a todo el que seacercaba de quién era ahora el señor delcastillo. Bernard había tenido ocasión deatestiguar la veracidad de la historia de Pip enmuchas ocasiones durante su largo viaje desdeKilkeggany, aun así era duro comprobarlo consus propios ojos. Y si eso era a lo que habíaquedado reducido el poder de los Weiner, ¿quéhabría sido de las tierras de su padre allá enBrugge? Bernard no lo sabía, pero el aguijón delremordimiento por el deber olvidado lo hizosentirse lleno de culpa.

Nunca debió haberse marchado.

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No había sido esa su intención. Cuando salióde Svatge lo hizo sin ningún propósito concreto.Su plan original era volver a la heredad de sufamilia. No sentía prisa por hacerlo y su viaje deretorno se fue demorando. Un puente caído amitad de camino le hizo cambiar de ruta y leobligó a dar un considerable rodeo. En una delas villas que encontró a su paso se celebrabanjustas abiertas. Bernard se animó a participar yla suerte le acompañó. Resultó vencedor entodos los combates a espada que se libraron.

Cuando la hija del noble señor que pagaba losfestejos le hizo entrega, además de unagenerosa bolsa, de la rosa que le señalaba comovencedor del torneo, Bernard pensó en Arianne.

A ella fue a quien dedicó su victoria y a ella leagradeció la suerte que había acompañado a subrazo. Después guardó la rosa junto con lasmonedas y siguió su camino. Alguien le habíahablado de otro torneo que se celebraría en unaciudadela más al sur. Y de ese modo, poco apoco, Bernard fue alejándose cada vez más desu tierra natal.

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Algunas veces recordaba su hogar y lepreocupaba lo que habría ocurrido en suausencia, pero Bernard se decía que un hombremás o menos no significaría nada en aquellalucha, si es que finalmente había llegado aproducirse. Y si Friedrich Rhine no habíalogrado convencer a los Weiner poco podíahacer Brugge, aparte de ceder y rendirse, yBernard no quería estar allí para ver eso, ytampoco quería deberle nada a Gerhard.

Por eso fue de villa en villa gastando el dineroque con tan poco esfuerzo había conseguido yhaciendo amistades fáciles y rápidas al reclamode la cerveza gratis. Bernard era generoso yentusiasta, y por primera vez gozaba de lalibertad absoluta de quien no tiene obligacionesni responsabilidades ni ojos severos y vigilantescomo los de su padre o los de Friedrich Rhineacechando sobre él. Pero cuando se hacía denoche y el sueño lo reclamaba, incluso aunqueno estuviese solo en su cama, pensaba en ella.

Continuó bajando hacia el sur y más adelantetuvo ocasión de probar nuevamente su espada y

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la fuerza de su temple al librar a una dama y asu pequeño hijo de las garras de unossalteadores de caminos. Los rufianes habíanmatado al abuelo del niño y al escudero que losacompañaba. La mujer derramó lágrimas deagradecimiento y le prometió una recompensaen nombre de su esposo. Bernard rechazó elofrecimiento y los escoltó hasta su lugar dedestino, pero se marchó antes de recibircompensación alguna. Entonces también pensóen Arianne.

Muchas veces fantaseó con la idea de que lanoticia pudiera llegar a sus oídos y dio por hechoque habría estado orgullosa de él. Si hubierallegado a saberlo, claro está.

Por eso su principal empeño era labrarsefama y reconocimiento y su destino último era eloeste. En sus sueños Bernard se veía siendorecibido en la corte. No era una empresa tandescabellada. Era bueno con la espada, no erasimple fanfarronería ni presunción, lo cierto eraque pocos le hacían sombra. Pero imponerse enaquellos lugares perdidos no tenía mérito ni

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gloria, en cambio, si eso mismo ocurriese enIlithe… Entonces hasta Arianne oiría mencionarsu nombre llevado de boca en boca, y cuando elpropio rey reconociese su valía volvería aSvatge y pondría todo aquello a sus pies.

Algunos inconvenientes enturbiaban lasesperanzas de Bernard. El principal, quedemasiados años transcurriesen hasta que esoocurriera y mientras tanto Arianne se casasecon otro, o ambos envejeciesen tanto que eltiempo marchitase sin remedio la belleza de sudama. Las dos cosas le urgían a acelerar suviaje, pero como bien habría podido asegurarlesir Friedrich Rhine, los planes de los hombrescarecen a menudo de valor, y ahora Bernardhabía deshecho en quince días el mismo caminoque había tardado tres meses en recorrer, yArianne oiría hablar de él mucho antes de lo quehabía pensado.

Bernard apartó su mirada de los estandartes.Ya los tenía más que vistos. Todo Svatge estabainundado de ellos. Se había encontrado conmuchos campamentos según se acercaba al

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castillo. Grupos armados y bien organizadoshechos fuerte en los puntos más estratégicos.Nadie le había prestado atención. Un hombresolo no significaba nada. No suponía ningúnpeligro. Solo tenía una opción y era unaposibilidad ardua y remota. Únicamente siDerreck aceptase un desafío podría tenerBernard una oportunidad.

El simple pensamiento de que lo despreciasenublaba su juicio y encolerizaba su ánimo. Esosería innoble y vil, ¿pero no eran esas laspalabras que mejor se ajustaban a lascostumbres de Derreck? Bernard no ignorabaque lo más probable sería que muriese a laentrada del castillo, atravesado por una flecha oa manos de los guardias que custodiaban lapuerta, por muchos que consiguiese llevarseantes en su compañía.

Lo único que podía hacer era fiar en el honorde quien se decía que no lo conocía. No lequedaba más que esperar que no se conformasecon quedar como un cobarde delante de todos.O al menos delante de ella.

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Bernard tenía esa extraña confianza. Unaespecie de seguridad. Si él hubiese deseadoconquistar el favor de Arianne no hubieradudado en enfrentarse a cualquier rival. ¿Y noera eso lo que había venido a hacer?

Se encontraba ya frente a las puertas. Fueracomo fuese la suerte estaba echada. Comomuchos otros, Bernard era de los que pensabanque su destino estaba ya escrito. Lo único quequedaba en sus manos era afrontarlo con valor.

Los centinelas le cortaron el paso cuando lovieron acercarse al puente levadizo.

—¡Alto ahí! ¿Quién sois y quién os manda?—preguntó desconfiado uno de ellos mirando suescudo de armas.

—Soy Bernard de Brugge —dijo despacio ysereno—, y no me manda nadie.

—Con que de Brugge —repitió el soldado,que no ignoraba que los Brugge no eran leales alLander—. ¿Y qué hacéis tan lejos de Brugge?

Bernard apretó los dientes y dirigió unainquietante mirada a aquel hombre que sepermitía mirarlo con desdén.

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—No es asunto tuyo lo que haga aquí. Quierover a tu señor, así que aparta y déjame entrar.

Los guardias cruzaron entre ellos risas sinrastro de humor. Bernard mantuvo su manoizquierda firme en las riendas de su caballo y laderecha junto a la empuñadura de su espada.

—¿Queréis entrar, señor? Pues probad ahacerlo.

El hombre trató de adelantarse atacando conla lanza a Bernard, pero él lo esquivó condestreza y rapidez y le asestó un tajo en el brazoque sujetaba la lanza. El hombre aulló de dolor ysu compañero alertó al resto de la guardia. Unhombre a pie contra otro a caballo resultaba enextremo peligroso como acababa dedemostrarse, sin embargo Bernard renunció aesa ventaja y descabalgó para enfrentarse a laguardia armado solo con su espada.

Los hombres se lanzaron a por él, decididospero torpes, y Bernard ya había herido o matadoa varios y desarmado a otros cuantos, cuandollegó uno de los oficiales alertado por el jaleo.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

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Los tres o cuatro que aún plantaban cara aBernard se detuvieron ante su superior. Bernardaprovechó la ocasión para tomar aliento, aunqueno bajó la espada.

—¡Atacó a Jorgen sin avisar! —dijo uno delos centinelas.

Jorgen se retorcía ensangrentado en el sueloy el panorama no era muy halagador para laguardia. Había tres hombres más, caídos ymalheridos. Bernard estaba solo rodeado por lossoldados del Lander. No parecía asustado nipresto a rendirse. El oficial se fijó en su escudo.

—¿Acaso sois hijo de Enrik de Brugge?—Él es mi padre —afirmó Bernard con fiero

orgullo, más cuando no era nada común quealguien le reconociese.

—Yo también soy de Bergen, hijo de TheoRoien.

—Conozco a los Roien —reconoció cautelosoBernard, temiendo que aquello fuese algunatrampa.

—¡Apartaos, inútiles! —gritó el oficial—.¿Acaso creéis que valéis lo mismo que un

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caballero juramentado?Los soldados se apartaron de Bernard

escupiendo hacia el suelo y profiriendomaldiciones. Roien estaba irritado por laincompetencia de sus hombres, aunque en elfondo aprobaba el coraje de Bernard. Ademásera un paisano. No era tan importante que losBrugge siempre se hubiesen resistido a la fuerzadel Lander. El viejo Enrik era huraño, pobre,independiente y orgulloso. Todo el mundo enBergen lo sabía.

—¿Qué habéis venido a hacer aquí, hijo deEnrik de Brugge?

Bernard relajó solo un ápice su tensión. Seríamucho más sencillo enfrentarse a un solohombre que a seis, pero después seguiríaestando igual y necesitaba llegar hasta Derreck.

—He venido a retar en duelo a Derreck deCranagh —dijo sin pestañear—. Si en verdadconocéis a mi padre sabréis que es un hombrede honor. En su nombre os pido que me ayudéis.

Roien le miró sorprendido. Bernard habíabajado la espada y se dirigía a él con sencillez y

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nobleza. Aunque fuesen virtudes en desuso,Roien conservaba una antigua pero arraigadasimpatía por ellas.

—¿Por qué queréis desafiar a sir Derreck?—preguntó sin comprender—. Ahora hay pazen el este y nadie molesta a vuestra gente. Hacemucho que dejamos atrás Bergen.

—No se trata de eso —masculló nerviosoBernard, avergonzado de que un desconocidosupiese más de su tierra que él mismo, y a la veztranquilizado al saber que los suyos seencontraban a salvo.

—Entonces, ¿de qué se trata?—Lo hablaré con sir Derreck —calló

Bernard tenaz.Roien no sabía qué pensar. Aquello no era

nada frecuente, al menos no desde que llegasena Svatge. Cuando estaban en el Lander sí queera común la llegada de mensajeros día sí, díano, retando a Derreck por los más variadosmotivos, pero empeñarse en venir desde Bruggepara hacerse matar…

—¿Por qué habría de querer luchar sir

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Derreck con vos? Cientos de hombres podríandaros muerte perfectamente bien antes de quellegaseis a él.

—Hay tres al menos que no lo harán —dijoBernard con rabia refiriéndose a los que habíanquedado tirados a su alrededor.

El oficial frunció el ceño ante la ciegatestarudez de Bernard. Bernard apretó con másfuerza la empuñadura de su espada. Entoncesaquel hombre rompió bruscamente a reír.Bernard dudó sobre cómo tomarse aquello.

—Me caéis bien, Bernard de Brugge.Hablaré de vos a sir Derreck, quizá esté debuen humor y quiera divertirnos.

—¿De verdad lo haréis? —dijo Bernard consincero entusiasmo—. Os quedaré eternamenteagradecido entonces.

Roien rechazó la mano que Bernard le tendía.—Me temo que si tenéis éxito eternamente

no sea por demasiado tiempo…Bernard bajó su mano y la volvió a su espada.—Haced eso al menos por mí y dejad lo

demás en mis manos.

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El oficial se encogió de hombros.—Lo intentaré, pero no os prometo nada.

Marchaos y volved mañana a mediodía. ¡Yvosotros! —dijo dirigiéndose a sus hombres yseñalando a los caídos—. ¡Limpiad todo esto!

Bernard aguantó firme las miradasrencorosas, pero cuando la reja se cerró y seencontró con los arqueros acechando vigilantesdetrás de las murallas tuvo que tomar unadeterminación.

Seguramente era buena idea fiar en Roien yvolver al día siguiente.

Aquella resultó ser una mañana agitada. Lade Bernard no había sido la única visita, tambiénsir Willen Frayinn había regresado tras un cortoviaje de negocios y traía muchas noticias.

—Es una situación complicada, sir Derreck,quizá sería mejor que hablásemos en otro lugar—sugirió desconfiado mirando de refilón haciaArianne.

—Hablad aquí —dijo impaciente Derreck.

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—Como prefiráis —accedió tratando deignorar la furiosa mirada con la que Arianne lerecompensó—. Se dice que las tropas realesestán formadas por no menos de siete milhombres y que pronto llegarán al valle de Bree,desde allí no pueden tardar más de un mes enestar a las puertas de Svatge.

—No serán tantos como siete mil —dijoDerreck fríamente—, y no todos montarán acaballo. Eso les retrasará.

—¿Pero con cuántos contáis vos? —preguntóFrayinn sin disimular su nerviosismo. Ahora quelas cosas comenzaban a torcerse temía estar enel lugar equivocado.

—No creo que eso deba preocuparos —lecortó secamente Derreck—. ¿Habéis oídorumores de que también puedan llegar tropaspor la otra orilla?

—Sí, eso se dice, ¿pero qué más da? ¿O esque acaso está ya abierto el paso? —inquiriómirando a Derreck y después a Arianne, queesa vez pareció menos interesada en laconversación.

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—No, el paso sigue estando igual que estaba—respondió Derreck de mal humor—, perosería bueno saber cuántos han dejado en Ilithe ycuántos más partieron por el oeste.

—Todo son rumores. En cualquiera de loscasos estáis en mala posición, no podréis resistirdemasiado tiempo si os sitian.

—No pienso dejarme sitiar —aseguróDerreck duramente.

Willen comenzaba a lamentar estar allí y nose le ocurría nada más prudente que decir, perola prudencia no era una virtud que todosadmirasen tanto como Willen, y sin ir más lejosArianne no la practicaba.

—¿Y por qué no enviáis un mensajero aloeste alertando de los planes del norte? Eso oscongraciaría con el oeste y obligaría a que lastropas tuviesen que regresar a Ilithe.

Willen la miró sorprendido, ya era bastanteextraño escuchar a una mujer opinar sobre esosasuntos, asuntos que por otra parte éldesconocía totalmente pese a que no le faltabaninformadores. Sus caravanas recorrían todo el

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reino y le traían noticias de primera mano. Y loque más extrañó a Willen fue que Ariannepareciese estar de parte de Derreck.

—Sí, es una gran idea, solo veo un pequeñoinconveniente. El mensajero tendría queconvencer a los hombres del rey de que debenconfiar en mi palabra, algo que sin duda estarándeseando hacer. Bastará con que les diga:Escuchad, sir Derreck dice que debéis regresar—dijo aún más mordaz Derreck—. Y por otraparte, ¿cómo llegaría ese mensajero al oeste?¿Cruzaría volando por encima del paso?

—No tendría por qué cruzar volando —contestó ella con tanta aspereza como él—. Haymás formas de atravesar el Taihne. No para unejército, pero sí para un par de hombres. No esimposible.

—Comprendo —dijo cínico—, solo hay queconseguir que un par de hombres bajen losdesfiladeros, crucen con vida esa corriente deremolinos, después escalen al otro lado y luegoya convenzan a los pares de que deben regresara Ilithe. Es sencillo…

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—Estoy segura de que tenéis una idea mejor.—Dadlo por hecho.Willen se había hecho a un lado y

comprobaba cómo las cosas no habían cambiadotanto como podía haberle parecido en unprincipio, cuando la entrada de Roieninterrumpió la discusión.

—Señor…—¿Qué pasa ahora? —preguntó Derreck

airado.Roien comprendió que no llegaba en buen

momento, pero eso era algo frecuente y él sehabía comprometido a hacer el anuncio.

—Se trata de un caballero, alguien del este,conozco a su familia. Es de Bergen como yo. —Pese a haber dejado su tierra hacía tiempo,Roien conservaba el orgullo de los naturales deaquel rincón pobre e inhóspito que muchos en elreino despreciaban—. Ha llegado al castillo.

—No me digas. ¿Viene a hacerte una visita?—dijo impaciente Derreck.

—No, señor, pretende retaros en duelo.Derreck alzó las cejas perplejo. Siete mil

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hombres se acercaban al castillo en menos deun mes y a uno solo se le ocurría que no teníamejor cosa que hacer que ocuparsepersonalmente de él.

—¿Y por qué no lo han matado?—Es un caballero —dijo incómodo el oficial

—. Se ha enfrentado a la guardia él solo y haacabado con cuatro hombres. Pensé que podríainteresaros.

—Me interesa saber cómo crees quepodremos plantar cara al oeste si cualquier idiotaes capaz de quitarse de encima a tu guardia —dijo Derreck furioso.

—No es un simple idiota. Es hijo de Enrik deBrugge y tiene derecho a cruzar su espada conun noble —aseguró Roien.

—Entonces, ¿por qué no lo has matado tú?—dijo Derreck comenzando a perder lapaciencia.

Antes de que a Roien le diese tiempo ajustificarse, Willen lo interrumpió, también élconocía a Enrik de Brugge y al menos a uno desus hijos.

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—¿De Bergen decís? ¿No será el jovenBernard?

—El mismo, ¿lo conocéis? —preguntó eloficial.

—Llegué aquí por primera vez con él. Es unjoven valiente y diestro. Venció con facilidad alhijo de sir Roger. —Willen reparó tarde en queestaba hablando de alguien cuya ausencia podíaser dolorosa para algunos de los presentes—.¡Oh, disculpad, señora! No pretendía… —Arianne estaba pálida y afectada. Willen tratóde arreglarlo cambiando de tema—. Vostambién lo conocéis, ¿verdad?

Willen no fue el único que reparó en la palidezde Arianne.

—¿Lo conocéis? —repitió Derreck—Es solo un muchacho. No tendrá más de

veinte años. Ignoradle y que regrese a su casa—respondió intentando mostrarse indiferente.

Derreck la miró a los ojos. La conocía ya lobastante para leer en ellos mejor que en suspalabras. Todos los días buscaba nuevasseñales. Habían transcurrido dos semanas desde

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que Arianne le pidiese que esperase a mañana.Mañana se había convertido en un día quenunca acababa de llegar.

Ocurría que bien Arianne estaba indispuesta,o no estaba, o estaba, pero prácticamente huíaante cualquier tentativa de acercamiento.Derreck había recurrido a toda su paciencia,pero ya se estaba cansando de aquel juego depalabras nunca dichas y de constantes demoras.

—Cuando yo tenía veinticuatro años salí delLander con solo cincuenta soldados tras de mí,cabalgamos más allá de las fronteras y allíacabé con la vida de decenas de hombres queme doblaban en fuerza y en experiencia —dijoenfrentándose a ella sombrío—. Desde entonceshan transcurrido ocho años y mirad dónde estoyahora.

Si esperaba que eso la hiciese ceder seequivocaba. Siempre que él la desafiaba, ella nosolo no retrocedía, sino que daba un pasoadelante.

—Sin duda Bernard de Brugge no tiene nadaen común con vos —dijo Arianne con voz

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helada.Derreck apartó el rostro de ella. No

necesitaba seguir contemplando su desprecio.—Marchaos. —Willen y Roien salieron de

inmediato. Arianne iba a retirarse tambiéncuando él la retuvo—. Vos no.

Arianne tiró bruscamente de la muñeca que élle sujetaba y consiguió soltarse, o él dejó que lohiciera. Ya no era necesario indagar más en lamirada de Arianne para tratar de adivinar sussentimientos. Estaba muy enfadada. Y Derrecktenía la certeza de que esa vez no lo merecía.No aún.

—Decidme, ¿por qué creéis que este talBernard ha decidido arriesgar su vida de unmodo tan absurdo?

—¿Cómo queréis que lo sepa? —dijo ella condigna frialdad.

—Creía que lo conocíais bien, ya que afirmáisque no tenemos nada en común —respondiósarcástico.

—No sé nada de él ni sé por qué está aquí.Arianne habría estado dispuesta a jurarlo por

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su vida, aunque solo fuese verdad en parte.Sospechaba y temía cuáles eran las razones deBernard, aunque ella no le hubiese dado motivosni esperase ningún rescate. No, desde luego nopensaba dejar el castillo para marcharse conBernard; y si eso era lo que él estaba pensando,estaba muy equivocado. Pero Arianne no iba aceder en su orgullo para satisfacer el deDerreck.

—No lo sabéis. Comprendo. Entonces no osimportará que acepte ese duelo.

—¿Por qué ibais a hacer eso? —replicó másnerviosa—. Pensaba que no perdíais el tiempocon duelos.

—No es una norma fija y ahora tengo muchotiempo hasta que lleguen los hombres del rey. Ya todo el mundo le gustan los duelos. ¿No habéispresenciado ninguno?

—Jamás. Es algo cruel y propio de salvajes.Arianne le escupió las palabras a la cara y él

volvió a tragarse su rabia. Muchas veces habíarecibido insultos y también halagos. Leimportaban tan poco los unos como los otros,

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pero pocas cosas le dolían tanto como que ella ledespreciase.

—Salvaje y cruel… Otros dirían que esheroico y honorable, pero supongo que tenéisrazón y es solo cuestión de nombres.

También Arianne lo conocía lo suficientecomo para no dejarse engañar por su cinismo,también ella presentía las cicatrices de algunaherida que nunca le quería mostrar. Y sinembargo era entonces cuando más cercana a élse sentía, como si el dolor fuese algo que ambospudiesen compartir, como si el dolor los unieramás que cualquier otra cosa, porque era lo quemás profundamente arraigado estaba en ellos. Ypor esa razón volvió a intentarlo.

—Dejad que se marche en paz. Renunciad aldesafío —rogó suplicante.

Era tentador ceder a esa suplica. Era tanconvincente su tono, tan prometedora su mirada,solo que Derreck estaba harto ya de promesasque nunca llegaban a cumplirse, de esperas queno conducían a nada, de permanentesaplazamientos. Necesitaba algo más que

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espejismos. Quería un compromiso.—Lo haría, ya que vos me lo pedís, con una

condición.El gesto de Arianne cambió de inmediato.—¿Con qué condición?—¡Casaos conmigo de una maldita vez! —

rugió desairado, porque bastaba con insinuaraquello para ver cómo se demudaba su rostro—.¡Acceded a la ceremonia y evitad así eso quetanto decís que os desagrada!

—¡¿Así pretendéis que acepte?! —gritótambién ella—. ¿Qué es esto? ¿Un chantaje?¿Es que no sabéis hacer otra cosa más queengañar y manipular a los demás?

Arianne estaba al borde de las lágrimas, peroa Derreck solo le importaban sus reproches.

—¡Supongo que no! —respondió y enrealidad lo que tenía era más bien una certeza.Aquella noche no había servido para nada y élsolo había sido un estúpido por creer que laArianne que se dejaba soltar los cabellos yreclinaba la espalda contra su pecho, mientras élla besaba y deseaba hacerla feliz como nunca

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antes había deseado hacer feliz a otra mujer, eraalgo más que una ilusión causada por laembriaguez—. ¡Tenéis mucha razón! —afirmóherido—. ¡No sé hacer nada mejor! ¡Así quedecidíos de una vez! ¿Aceptáis ese enlace sí ono?

No necesitó pensarlo. No iba a aceptar. Noasí. Nunca. No por la fuerza.

—No. No acepto —consiguió decir, aunqueuna opresión llenaba su pecho y ahogaba sugarganta y le hacía difícil articular palabra.

—Entonces tened por cierto que mañanatendréis ocasión de presenciar un duelo —aseguró dejándola sola en aquella enorme sala.

—¡No pienso asistir! —gritó Arianneimpotente.

Derreck se detuvo.—¿Por qué ibais a asistir? Después de todo

solo se trata de dos hombres que pretendenmatarse el uno al otro a causa de vos.

—¡No me echéis a mí la culpa! —gritó—.¡Sois vos quien ha decidido manchar sus manosde sangre!

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—No os precipitéis. Quizá tengáis suerte yme mate él a mí. ¿Os haría eso más feliz? —Arianne se negó a contestar, pero Derreck aúnno había terminado y su expresión dejó aldescubierto la brutal violencia que latía en él yque solo a duras penas contenía—. En cualquiercaso hay algo de lo que podéis estar biensegura. Yo haré cuanto me sea posible por nodejarme matar.

Arianne enmudeció y también Derreck pensóque sobraban ya las palabras. Aquello debíaterminar pronto de un modo u otro y él habíatomado una determinación.

—Asomaos mañana a vuestra ventana. Es lomenos que podéis hacer.

Ella recuperó el aliento y lo llamó.—¡Derreck! —Se detuvo, pero no se volvió y

solo oyó su voz tras él—. ¡No lo hagáis!No pronunció más que una breve frase antes

de dejarla atrás. No tenía más que decir y eramás fácil hacerlo si no tenía que verla.

—Ya está hecho.

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Capítulo 28

Arianne caminaba arriba y abajo de lahabitación incapaz de estar sentada. Sinpretenderlo su mirada se iba continuamentehacia la ventana y su oído se aguzaba atento alos sonidos que llegaban del exterior.

Estaba muy enfadada. Enfadada, nerviosa ypreocupada. Enfadada con Bernard, a quiennadie había pedido que hiciera aquello, enfadadacon Derreck, que había vuelto a aprovechar laocasión para tratar de torcer su voluntad eimponer la suya, enfadada y furiosa con la genteque llenaba el patio de armas y reía, gritaba yjaleaba como si aquello fuese una fiesta.

Aún no habían comenzado, pero ya habíavisto de lejos a Bernard. El cabello negro y

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rizado, más largo que cuando se marchó delcastillo, la barba también más crecida. Bernardtendría un par de años más que ella, peroArianne pensó que seguía pareciendo igual dejoven e ingenuo que la primera vez que le vio.Eso la conmovió un poco, aunque no tanto comopara llegarse hasta el cristal y corresponder alas miradas ansiosas que él dirigíaconstantemente hacia su ventana.

También había visto a Derreck, implacable ydeterminado. No había mirado hacia allí ni unasola vez. Pero eso podía soportarlo, lo que lepreocupaba era que Bernard saliera con bien deaquello.

Si al menos él respetase su vida… No podíaser tan desalmado como para acabar conBernard solo por pura maldad.

Arianne ni siquiera se cuestionaba por quésuponía que derrotaría a Bernard. Era algo quedaba por hecho, y en el fondo también albergabala esperanza de que Derreck perdonaría su vida.

Deseaba creerlo.Lo que no sospechaba era que esa seguridad

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desaparecería tan pronto como se oyó elanuncio y el restallido del acero al chocar,cruzando a través de su ventana y destacandocon claridad por encima de los gritos de lossoldados.

Arianne se resistía a mirar, solo escuchaba deespaldas al cristal. No podía hacerlo. No podíaverlo y pensar que podía haberlo evitado.

Los golpes se sucedían violentos y sindescanso uno tras otro. Los hombres gritabanenardecidos. El corazón de Arianne latía alunísono de aquel entrechocar rápido yconstante. Solo aguardaba, mientras sus manosretorcían los dedos hasta lastimárselos. Depronto las voces cambiaron bruscamente y elgriterío que jaleaba eufórico a Derreck setransformó en un rugido sordo y oscuro. Ariannecomprendió ese sentimiento. Lo viviófísicamente en su propia piel. Sintió el miedo, lazozobra y la culpa luchando contra laincredulidad.

No podía ser que Bernard venciese aDerreck.

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Se abalanzó hacia la ventana solo para verpor sí misma la sangre tiñendo de rojo su pecho.Él se defendía. Bernard atacaba. Ganabaespacio paso a paso, le acorralaba contra elgraderío. Parecía una situación desesperada,cuando de pronto las tornas cambiaron. Derrecklanzó un mandoble que hizo retroceder aBernard. Los hombres volvieron a aullar.Bernard devolvió la embestida con otro golpeferoz. Las espadas quedaron cruzadas en elaire, la una contra la otra. Arianne lo supoentonces. No acabaría bien. No había ningunaposibilidad. Únicamente terminaría cuando unosolo quedase en pie.

Y justo cuando esa certeza se instaló en ellaBernard se arrojó contra Derreck en unaarremetida que este evitó por escasoscentímetros. Bernard volvió a crecerse y atacósin dar tregua. El choque de los aceros resonóintensamente en el silencio tenso que losrodeaba. Arianne observaba paralizada. Lamancha carmesí en las ropas de Derreck eramás grande ahora y Bernard llevaba la ventaja,

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pero cuando se abalanzó sobre Derreck este lerechazó con tal fuerza que el golpe se volviócontra Bernard y lo hizo caer de rodillas.

Arianne cerró los ojos para no verlo caerdesplomado contra el suelo. Lo supo por elmodo en que su cuerpo se derrumbó. Bernardya estaba exánime antes de que su cabeza seestrellase contra las losas del patio de armas.

Ya no prestó atención a lo rápido que seapagaron los gritos que aclamaban a Derreck, nia las voces que ordenaban a todos que volviesena sus puestos. No vio a Derreck contemplarinmóvil y silencioso aquel cuerpo inerme.

No vio ni escuchó nada porque ahora solopodía recordar al joven tímido y perplejo al quehabía golpeado con una piedra por pretendermatar a una cierva y dejar indefensa a su cría.El mismo que apenas un poco despuésrenunciaría a cobrarse otra pieza solo porquesabía que ella no lo aprobaba. Bernard en eljardín del sur asegurando que la amaba y quesolo esperaba una sonrisa.

Arianne rompió a llorar. Las lágrimas nacían

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y se derramaban sin que tuviese forma deevitarlo. Se escurrían por su rostro saladas ycalientes y no calmaban sino que aumentaban suamargura. Le escocían y avergonzaban. Y esque ni siquiera era capaz de llorar por Bernard.

Las lágrimas de Arianne eran por ella.Lloró mucho y largo tiempo, pero finalmente

aquello también acabó, su rostro se secó y elatardecer la encontró sentada en penumbrajunto al fuego, que llevaba horas apagado.Perdida en recuerdos y pensamientos quedesfilaban por su cabeza arrastrados los unospor los otros sin necesidad de invocación. Suniñez, su adolescencia, su precoz y forzadamadurez, adelantada pero incompleta, nunca delmodo que debió ser, defectuosa ya parasiempre. La vida que podía haber sido distinta,pero que nunca fue.

Pocas veces se permitía Arianne entregarse ala autocompasión, en el fondo de su ser lodespreciaba y no era lo que quería para sí, peroaquel día la necesitaba. La necesitaba y sehundía conscientemente en ella, seguramente

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porque sabía bien que no encontraríacomprensión en nadie más.

Sin duda no la hallaría en él y por eso, cuandola puerta se abrió sin previo aviso, no se levantóni se movió.

—¿No queréis luz?La frialdad no ocultaba su tono de censura.

Arianne sabía que Derreck le acusaba de cosaspeores que de no haber prendido las velas.

—Estoy bien así.—¿No pensáis comer hoy?No había salido en todo el día, no pensaba

salir ahora ni se sentía capaz de ingerir alimentoalguno y tampoco quería discutir sobre ello.Ahora recordaba que también a él lo habíanherido, pero sus ropas estaban limpias y su vozera firme y clara. No debía de ser una heridagrave ni profunda.

—Ya os he dicho que estoy bien así.Derreck guardó silencio. Arianne sabía que ni

mucho menos había acabado.—¿Y tampoco pensáis bajar a verlo por

última vez?

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Cerró los ojos, aunque no sirvió de nadaporque la oscuridad ya hacía que su rostro fuesesolo una sombra y su voz seguía sonandoexactamente igual.

—No.—No, comprendo. Pensadlo bien. Roien

saldrá mañana al alba para llevar el cuerpo a sufamilia. Él mismo se ha ofrecido. Después ya notendréis oportunidad.

Arianne se encaró con él. Odiaba que lehiciese eso. Odiaba que insistiese en dañarlacomo si pensase que aún no le dolía losuficiente.

—¡Nunca debió haber muerto!—¡Os lo advertí! —replicó Derreck dejando

caer su falsa pretensión de frialdad.—¡Sí, me lo advertisteis y ya me lo habéis

recordado! —respondió airada y deseando contodas sus fuerzas que se marchase y la dejasesola. Se equivocaba si imaginaba que laentendía, que sabía lo que pensaba y lo quesentía. Se equivocaba si creía que la conocía. Seequivocaba en todo y quería que se alejase de

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ella de una vez y para siempre. Y se lo gritó tanalto y tan fuerte como su garganta le permitióhacerlo—. ¡Y ahora que lo habéis hechodejadme en paz y largaos de una vez!

No lo vio venir. No supo lo que iba a ocurrirhasta que sus brazos la rodearon y la atrajeronimparablemente hacia él. Hasta que su mano lesujetó la cabeza impidiendo que se apartara yobligó a su boca a llegar hasta la suya para queél la besase con una dureza apasionada que lacogió por sorpresa y desprevenida.

Se debatió, pero no podía soltarse, no podíaluchar, no podía resistirse a la fuerza con la queél la abrazaba y la besaba tan fiera eintensamente que no podía más que dejarseamar por él, si es que aquello podía ser el amor.Esa ansiedad salvaje y desesperada, ese vértigooscuro y sin fondo, esa implacable exigenciaimposible de sofocar.

Arianne se sentía ahogar y una parte de suser deseaba hundirse con él, pero tambiénnecesitaba respirar. Necesitaba aire y liberarseantes de que la asfixia se apoderase de ella.

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Apoyó su mano contra su cuerpo y aunque nolo había ni pensado ni pretendido fue a acertaren la herida abierta de su pecho. Él contuvo ungrito de dolor y Arianne sintió el rechazoinstintivo con el que se alejaba. Se desasióbruscamente y la apartó con rudeza a un lado.

Arianne dio unos pasos atrás y tropezó contrael muro. Se golpeó y tuvo que apoyarse en lapared para sostenerse.

Derreck seguía frente a ella y la respiraciónjadeante de los dos era lo único que rompía elsilencio. No distinguía su rostro y ahora habríadado cualquier cosa por tener una luz, pero lahabitación estaba cada vez más ensombrecida yeso y algo más asustaba a Arianne.

—Marchaos —le ordenó tratando derecuperar el aliento.

Él no se movió y Arianne lo repitió con másfuerza.

—¡Quiero que os marchéis!Derreck continuó inmóvil, su expresión

indescifrable y su voz carente de cualquieremoción.

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—Descuidad, no tardaré en marcharme. Aúnhay algo más que debo deciros. He convocadoun consejo, de aquí a diez días se celebrará laceremonia. Os convertiréis en mi esposa y asíquedará escrito en el libro de las casas.

Arianne logró evitar solo en parte que eltemblor de su garganta entrecortase suspalabras.

—¿Que habéis hecho qué?—Lo habéis oído perfectamente.—Podéis convocar todos los consejos que

queráis. No voy a consentir —dijo sincomprender qué pretendía, pero aferrándose aaquella negativa como si se tratase de unconjuro que pudiese proporcionarle una última ydesesperada defensa.

—No hará falta —aseguró cortante.—¿Que no hará falta? ¿Qué queréis decir?—Hoy ha sido un día más ocupado de lo que

podríais pensar. He conversado con varios delos hombres que formarán parte del consejo. Sehan comprometido a conseguir a los cuatro ocinco que faltan. Ellos dirán que consentisteis.

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Intentó asimilar aquello que le relataba conindiferencia. No era posible que pudiese ocurrirde ese modo.

—¿Estáis diciendo que mentirán?—Eso es. Darán falso testimonio y jurarán

ante el mundo que aceptasteis ser mi esposa.Pensé que sería más difícil, pero si os digo laverdad han sido todos sorprendentementereceptivos. ¿No os parece que la antiguanobleza se está echando a perder? —apuntó conuna malevolencia que resultaba innecesaria ycruel.

—No tendrá ningún valor —replicó Arianneinsegura.

—¿No? Yo no lo veo así. Tendrá justo elmismo valor que si fuese auténtico. Servirá paradefender mi derecho ante el oeste y puede queayude a que acepten una alianza contra el nortey además —terminó deteniéndoseespecialmente en aquello—, con un poco desuerte evitará que sigan llegando caballerosofreciéndose a morir por vos.

Arianne recibió el golpe igual que habría

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recibido una bofetada.—Os odio —respondió de todo corazón.Aborrecía que le hablase de esa forma, que la

tratase de ese modo, que la hiriese tanto y tanprofundamente, que la arrastrase así tras él.Odiaba que la hiciera sentir como se sentía ydeseaba herirlo tanto como él hacía con ella.

—Si hacéis eso jamás seré vuestra esposamás que de nombre.

La sombra que era él se cernió oscura sobreella.

—No me importa en absoluto. ¿O es quecreéis que tenéis algo especial que no puedaencontrar en cualquier otra, que necesito algomás de vos que el nombre y los derechos? No locreáis.

Arianne acogió mal aquella nueva ofensa aunsabiendo que mentía. Estaba segura. Mentíasucia, baja y rastreramente y lo detestaba máspor eso.

—No volváis a ponerme una mano encimajamás.

—¿O qué haréis?

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—Haré que lo lamentéis.Él se rio despacio, despacio, amargamente y

muy cerca de ella.—¿Pensáis que si hubiese querido tomaros

por la fuerza no lo habría hecho ya? ¿Creéis quehubieseis podido evitarlo o que habríais podidohacer siquiera algo que lo impidiese? ¿Suponéisque si lo desease no podría tomar ahora mismocuanto quisiera?

La sangre zumbaba con fuerza en los oídosde Arianne. Lo sabía, claro que lo sabía ytambién sabía algo más.

—Si abusáis de vuestra fuerza contra míllegará una mañana en la que no despertaréis —afirmó con la convicción de quien realiza unaprofecía.

Derreck volvió a reírse con suavidad.—A todos nos llega antes o después una

mañana en la que no despertamos. Preguntadlesi no a Bernard de Brugge —añadió brutaldándole la espalda—. Guardaos, señora, y no ospreocupéis. No volveré jamás a molestaros.Podéis conservar vuestras prendas para quien

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gane vuestro favor, y hablando de prendas —añadió despectivo cuando ya se marchaba—,tengo algo que es vuestro y que tal vez queráisconservar, aunque quién sabe… Es difícilafirmar que algo verdaderamente os importa.Algo más aparte del paso, claro está. Juzgad vosmisma —dijo sacando de sus bolsillos algo quearrojó frente a ella.

Arianne oyó como golpeaba la puerta alcerrarla y se quedó por fin sola, tal y comodeseaba, en la habitación en tinieblas. Se habíahecho de noche y apenas se diferenciaban loscontornos de los escasos muebles de suaposento.

Se acercó a la chimenea, cogió la yesca y conmanos que le temblaban consiguió encender unade las velas. No quería pensar en lo que habíaocurrido, no quería reflexionar sobre lo que seavecinaba ni aventurar cómo sería la vida que laesperaba. Solo quería que su cuerpo dejara detemblar sin control, abrazar las rodillas contra supecho y tratar de encontrar en sí misma algúnconsuelo. Pero antes tenía que saber qué era

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aquello.Lo iluminó con la vela y aunque hacía mucho

tiempo que lo había perdido lo reconoció alinstante. No eran solo unas gotas las quemanchaban ahora el pañuelo que aquella lejanamañana prestase en el bosque a Bernard. Lasangre teñía ahora casi por completo la batista.Sin embargo, casualmente, la inicial bordadajunto al escudo de armas de los Weinerdestacaba intacta y sin mácula.

Una corriente de aire frío apagó de pronto lavela y la habitación se quedó de nuevo aoscuras.

Arianne sintió esa misma corriente danzarvertiginosa sobre ella y adueñarse implacable desu corazón.

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Capítulo 29

Harald cogió aire para recuperar el aliento.Arianne le dedicó una mirada inquieta y volvió acomprobar las escaleras del torreón del sur paraasegurarse de que no había nadie que pudieseescucharlos.

—Estad tranquila —dijo comprendiendo elmotivo de su recelo—. Estoy seguro de quenadie me ha seguido.

No pareció del todo convencida, pero asintió.—¿Lo tienes?Ahora fue él quien puso mala cara, de todos

modos abrió una pequeña bolsa y sacó unpañuelo que deslió para mostrarle una pequeñaredoma de vidrio oscuro.

—Aquí lo tenéis.

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Arianne lo tomó con solo dos de sus dedos yobservó el contenido al trasluz. A pesar de lominúsculo del recipiente no estaba ni mediado.

—¿Habrá suficiente? —preguntó condesconfianza.

—Más que suficiente, creedme. Me heasegurado —dijo ofendido por la duda.

—Está bien —asintió Arianne más calmada.Necesitaba que aquello funcionase, si no todo

su plan se echaría perder, y no se podía confiaren los vendedores ambulantes. Aprovechabancualquier oportunidad para engañarte en el peso,en la calidad o incluso en la misma mercancía.Aquel pequeño frasco le había costado aArianne una de las ajorcas labradas en plata deDianne, pero no sería la primera vez que alguienpagaba una pequeña fortuna a cambio de unpoco de agua coloreada.

—¿Y lo demás?—Todo estará listo cuando llegue el

momento.—Entonces procura estar en el patio en

cuanto caiga la noche. Te haré una señal desde

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la ventana.—¿Y si no sale como esperáis? —cuestionó

él mirándola severamente.—Si no te han engañado no tienes de qué

preocuparte.—Ya os he dicho que lo he comprobado, pero

muchas más cosas pueden salir mal. ¿Cómoconseguiréis que vaya a vuestro cuarto? ¿Ycómo haréis que lo tome?

—Tú ocúpate de tu parte y déjame a mí lodemás —le espetó Arianne furiosa por laevidente reprobación de Harald.

—Está bien, señora. Se hará como digáis —aceptó inclinándose servicial, pero sin ocultar sudisgusto.

Arianne se arrepintió de haberle reprendidotan duramente. En verdad no contaba con nadiemás que con Harald y sabía que si hablaba asíera porque se preocupaba por ella.

—Lo conseguiremos, Harald. No podemosquedarnos cruzados de brazos —dijo apelando asu más que reconocida lealtad de tantos años—.Piensa en Gerhard, en Adolf, en mi padre…

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Ellos no hubieran querido que esto quedara así.Las arrugas de la frente de Harald se hicieron

más profundas y su rostro curtido se encogió acausa del dolor. No transcurría un solo día sinque Harald recordase la suerte de aquellos a losque había servido tantos años y padeciese por eldeshonor de haberlos sobrevivido. Harald sabíacual era su responsabilidad, pero tambiénconocía bien a Arianne y un gesto tierno y unamirada amable no iban a conseguir engañarle.

—No, no lo hubiesen deseado, pero ellosestán fatalmente muertos y vos estáis viva,señora. Y sería más prudente que loreconsideraseis.

La dulzura desapareció como por encanto delrostro de Arianne. En el fondo lo sospechaba,aunque había esperado que al menos Haraldestuviese de su parte.

—¿Tú también vas a decirme que es mejorque lo olvide todo? ¿Que debo poner buena caray presentarme ante ese puñado de farsantes ydecirles que sí, que consiento, que me parecebien que todo cuanto es mío pase a ser suyo y

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que tiene mi aprobación para hablar en minombre y disponer por mí? ¡¿Es eso lo que meestás diciendo que haga?!

—No, señora —dijo apenado y dolido—. Loque os digo es que me gustaría querecapacitaseis sobre cuáles son vuestrosmotivos y cuáles vuestro deseos. Lo único queme gustaría que pensaseis es si estáiscompletamente segura de que os seríaabsolutamente insoportable aceptar comoesposo a sir Derreck.

Arianne le dio de lado para evitar la miradainteligente y escrutadora de Harald. Él laconocía desde hacía más tiempo y mejor queningún otro.

—Claro que estoy segura y sabes que nuncadeseé desposarme. ¿Por qué iba a quererhacerlo con él? Después de todo lo que me hahecho —dijo mientras su rostro se contraíaamargamente.

Harald negó con la cabeza. Sabía lo terca queera, pero siempre había tenido la esperanza deque aquello cambiase algún día.

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—Sabéis que estoy de vuestro lado. Es soloque creía que algún día mudaríais de opinión yos casaríais y envejeceríais feliz rodeada devuestros hijos. Me habría gustado verlo…

Ahora Harald parecía más apenado queArianne, tanto que fue ella quien se sintióimpulsada a consolarle, si es que sus palabraspodían considerarse un consuelo.

—¿Y por qué piensas que si me casase seríamás feliz? Tú nunca llegaste a casarte.

Aquello era una gran verdad. Harald nuncahabía buscado una esposa ni había tenido hijos,aunque no ignoraba lo que era el amor. Largosaños atrás había conocido una gran pasión,grande, secreta y no correspondida, pero no porello menos real e intensa.

—No, yo nunca me case y no me arrepientode ello, pero recuerdo a vuestra madre y piensoque a ella le hubiera gustado que lo hicieseis…

La mención solo consiguió oscurecer aún másel gesto de Arianne. Ya hacía mucho que habíanpasado los años en los que preguntaseansiosamente a Harald por su madre. La vieja

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Minah solo negaba con la cabeza y rompía enlágrimas en cuanto se la mencionaba, y si algunavez la evocaba, sus recuerdos se iban a la casagrande sobre la bahía, a la niña cariñosa yamable que todos adoraban, a la joven doncellaque media corte se disputaba, a la dulzura detrato y la afabilidad de la siempre encantadoraDianne.

E, invariablemente, cuando Minah le contabatodo eso era para avergonzarla por lo muydistinta que era su conducta.

Arianne había preguntado a otros y habíanguardado silencio, como Harald. Pero lossilencios también hablaban por sí mismos, igualque las conversaciones interrumpidas cuandoella llegaba o los murmullos sigilosos a susespaldas. Y lo que contaban era muy distinto delas historias de Minah.

—¿Crees que le hubiese gustado? —preguntóArianne enojada—. ¿Crees que habría deseadolo mismo para mí? ¿Cómo es lo que has dicho?—dijo con ojos brillantes de lágrimas que noderramaría y mientras su voz se alzaba,

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olvidando el temor a que alguien los pudiese oír—. ¿Envejecer feliz rodeada de sus hijos?

Harald volvió a negar abrumado. Era difícilhablar después de callar tantos años. No habíaforma de que pudiese explicarle a Arianne cómose llenaba su corazón cuando veía laresplandeciente dicha de Dianne. No solo sirRoger la amaba, todos caían rendidos a subelleza, a su amabilidad, a su alegría contagiosa.Arianne era sin duda incluso más bella, pero tandiferente…

Harald no albergaba esperanza alguna, nipasó jamás por su cabeza ofender consemejante ultraje la confianza de su señor ni laadmiración que le merecía Dianne. Pero notodos los hombres eran como Harald y un buendía un desconocido apareció en el castillo y sepresentó como un primo lejano, aunque decía sercomo un hermano para ella. Y en verdad Diannelo recibió con los brazos abiertos; pese a laausencia de sir Roger que se hallaba en la corte,requerido por algún motivo que Harald ya norecordaba.

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Aquel hombre disgustó inmediatamente aHarald. Era altanero y jactancioso y había algoturbio en él. Sus palabras eran siempre cortesesy lisonjeras, pero para Harald tenían el selloinconfundible de la falsedad. Dianne pasabamucho tiempo con él, ¿pero qué podía Haraldobjetar a eso? En sus pensamientos no quedabaespacio para mancillar la honestidad y laperfección de Dianne con ideas ridículas yofensivas.

Hasta que aquel desvergonzado desaparecióuna mañana sin previo aviso. Dianne preguntó atodos por él aquel día. El caballerizo afirmóhaberle visto salir temprano y Dianne mandó alos hombres a rastrear el bosque por si habíaresultado herido y no podía volver por susmedios.

Los hombres salieron todos los días duranteuna semana y Dianne no consentía quevolvieran hasta que la noche impedía ver nada.Harald era el que organizaba la búsqueda.

Estaba desesperada y solo hablaba de que eraimposible que su primo no regresase, que debía

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de estar malherido o perdido, solo y a merced delos lobos, en cualquiera de los inaccesiblesquebrados de Svatge, y con ojos llenos delágrimas rogaba a Harald que lo encontrase.

Harald buscó sin descanso, empujado por unalealtad ciega hacia su señora. Pero segúnpasaban los días, una idea iba tomando fuerza yforma en su cabeza. Hasta que una mañanatomó el camino real en dirección al sur, porquede allí era de donde había venido aquelmalnacido, y se llegó hasta la primera posadaque encontró. No necesitó ir más lejos. Todosallí le recordaban. Un imbécil borracho yvanidoso que se había dedicado a insultar a laseñora de Svatge insinuando que había cedido asus deseos. El posadero, que conocía a Harald ysabía de sobra quién era, le aseguró que nohabía prestado crédito a semejante calumnia yque le había llamado mentiroso a él y estúpidos atodos los que le escuchaban. A él, decía elposadero, no le daban miedo los caballeros ymenos cuando estaban borrachos como cubas.Tenía a su servicio dos o tres mozos que

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armados con unas buenas estacas bajaban loshumos a cualquiera que lo necesitase.

Pero aquel hombre se había reído y habíasacado un medallón que mostró a todos los quese encontraban en la taberna. Tenía el emblemade la casa de Dianne: un pájaro al vuelo. Elposadero lo había reconocido. ¿Tal vez habíarobado aquella alhaja y Harald pretendíarecuperarla?

Harald asintió torpemente. Se despidió delposadero y regresó al castillo. Sentía su traicióncomo si se la hubiesen infligido a él. Suspendióla búsqueda y cuando Dianne fue a preguntarlese limitó a decir que esperaría al regreso de sirRoger para continuar.

Ella debió comprenderlo. Debió imaginarlopor la actitud de Harald y su silenciosoreproche. Se encerró en sus habitaciones y yano salió de ellas ni para recibir a Roger a suregreso.

Harald temía el momento de contar a suseñor lo que había ocurrido en su ausencia, si lepreguntaba no podría mentir, pero no fue

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necesario. Roger solo habló con Dianne. Largashoras encerrados los dos en aquella habitación.Cuando salió, su expresión decía que nonecesitaba más explicaciones.

Sin embargo, Roger no actuó como Haraldhabría esperado, incluso sabiendo lo mucho quela amaba. Para su sorpresa mantuvo a Dianne asu lado y ella volvió a sentarse a la mesa, y lascosas aparentemente volvieron a ser comoantes. Solo que su alegría se había evaporadocomo si el manantial del que brotaba se hubiesesecado. Roger siempre fue austero y reservado,así que era difícil observar en él algún cambio, nisiquiera cuando la gravidez de Dianne fue visiblea todos los ojos que supieran observar.

El leve amago de recuperación se desmoronóal confirmarse su estado. Recayó fatalmente enla melancolía y se quedaba en sus habitacionesdesde la mañana hasta la noche. Ignoraba losrequerimientos de Gerhard, que a sus cinco añosechaba de menos los juegos con los que antes ledistraía y tiraba constantemente de sus faldasreclamando su atención. Adolf, dos años menor,

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quedó por completo en manos de sus ayas.Ya nunca volvió a ser la misma, y era falso

como contaban las habladurías que Roger lahubiese dejado morir sola. Dianne estaba débil yapagada, pero él la visitaba todos los días.Harald le veía a la vuelta de esas visitas,apenado y avergonzado de sí mismo. Hasta elúltimo instante conservó la esperanza de quevolviese a ser la de antes.

Cuando Arianne nació y ella murió, Roger seencerró en un dolor hosco y silencioso. Nuncaquiso a la niña. Era comprensible. TampocoHarald la quería al principio. Pero de eso hacíaya mucho tiempo. Ahora habría dado su vida porla de ella.

—Vuestra madre cometió muchos errores ypagó duramente por ellos —dijo con voz quetodavía se empañaba por la emoción—, peronadie podría acusarla de ignorar la voz de sucorazón.

—¡Yo no soy mi madre! —afirmó Arianne—.¿Estás conmigo o tendré que hacer esto sola?

—Estoy con vos, señora —suspiró cansado

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Harald. Los años le pesaban inexorables ahoraque necesitaba más que nunca su antigua fuerza—. Claro que estoy con vos. Hagáis lo quehagáis.

—Entonces, espera mi señal —dijoabandonando la torre en dirección a lasescaleras.

Harald todavía se quedó un rato más.Necesitaba hacerse a la idea.

Arianne se encaminó hacia el comedor. Eramuy sencillo dar con Willen.

Cuando el obeso comerciante vio cómoArianne se le acercaba, miró hacia los lados ydado que estaba solo en la sala dedujo quequería hablar con él. Soltó la hogaza y seincorporó costosamente sacudiéndose las migas,algo atolondrado. Arianne tenía la particularidadde conseguir ponerle nervioso. Siempre lemiraba como si le culpase de algo y a Willen lemolestaba recordar que tenía buenos motivospara hacerlo.

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—Señora…—No os levantéis —dijo Arianne ante los

esfuerzos de Willen—. No os interrumpirémucho tiempo.

—Nunca interrumpís, señora —mintió cortésWillen volviendo a sentarse—. ¿Me buscabais?

—Así es —empezó Arianne titubeando. Nole convenía parecer demasiado decidida—. Nosabía a quién recurrir y pensé que vos podríaisayudarme.

Willen se extrañó y se incomodó aún más.Odiaba que le pidiesen favores.

—Vos diréis… —dijo sin comprometerse.—Se trata de la ceremonia, como sabéis se

celebrará de aquí a cinco días y no tengo ningúnvestido apropiado para la ocasión —dijo conlograda timidez—. Quizá ignoréis que mi madrefalleció cuando nací. Nadie se encargó depreparar mi ajuar y no tengo nada de lonecesario —murmuró con la mirada bajaapuntada convenientemente hacia el suelo—.Pensé que quizá estaría en vuestra manoconseguir que lo reuniese todo a tiempo.

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La sorpresa de Willen dejó paso con rapidezal entusiasmo. No en vano el espíritu de Willenera el de un auténtico mercader. No hacíafavores, pero le encantaba hacer negocios.

—Señora, habéis recurrido a la personaadecuada. Os conseguiré el vestido deesponsales más lindo del reino, y sábanas de linomás blancas que la nieve, y una camisa dedormir distinta para cada día de la primerasemana —enumeró haciendo memoria—, ytambién varios vestidos de etiqueta para recibira las visitas que sin duda os honrarán. Todo elloascenderá a un total de… —calculómentalmente—, no más de ochocientas coronas,de plata por supuesto.

Arianne fingió un gesto de preocupación.—Temo que no tengo tango dinero, sir Willen.

Tendrá que ser algo más sencillo.—Sencillo decís, eso no es nada. Si

tuviésemos más tiempo gastaríamos no menosde dos mil, pero con tan poco margen… —dijodisgustado—. Además, estoy seguro de que sirDerreck lo gastará encantado —afirmó

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pensando ya en el modo de elevar la cuantía.—¿Lo creéis? No quisiera causaros un gasto

que después no podré satisfacer —dijocogiéndose las manos insegura.

—No os preocupéis por eso. Dejadlo todo enmis manos —la tranquilizó levantándose ahora sícon decisión de la mesa y acompañándola haciala salida—. Tendréis cuanto necesitéis. Confiaden mí.

Arianne le sonrió candorosa.—Eso haré, sir Willen.Aún faltaba un buen rato para el mediodía y

hacía una estupenda mañana soleada. Willen sealejó hacia el interior del castillo y ella se dirigióal jardín. Atravesó el patio de armas y todos lavieron pasar. Arianne sentía sus miradas en suespalda.

El jardín palidecía por el efecto del invierno.Los brotes apuntaban en los árboles, pero aúnno se habían abierto. Solo unos cuantos narcisosse vencían coquetos hacia el agua. Arianne serecostó contra el muro del sur y esperó. No tuvoque hacerlo mucho tiempo.

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Sus pasos eran inconfundibles. Su corazón seaceleró y tuvo que recurrir a toda su sangre fríapara calmar la cólera.

—¿Tomáis el sol?Le irritó el modo trivial y despreocupado en el

que se dirigió a ella. Pero seguramente tambiénfingiese, pensó Arianne, y no lo haría mejor queella.

—Solo dejo pasar el tiempo, ya que no puedosalir del castillo —dijo sin mirarle.

—Es solo temporal —le aseguró con ligerofastidio—. Solo hasta que se celebre laceremonia. Después podréis ir donde os plazca.

—Me alegra saberlo —dijo sin molestarse enaparentar alegría.

Derreck dudó antes de continuar.—Sir Willen me ha dicho que queréis un

vestido.Arianne se volvió hacia él y estudió con

atención su rostro. Le pareció encontrar ciertomatiz de mal oculta ansiedad.

—Ya que vais a hacerlo contéis conmigo ono, lo menos que podéis procurar es que no

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quede en ridículo.—No quedaríais en ridículo aunque vistieseis

harapos.Arianne parpadeó un instante. Su respuesta

tenía la fuerza de la sinceridad. Decidió dejarsede rodeos.

—Solo he pensado, que ya que no tengo otraopción, tendré que soportar esto de la mejormanera posible —dijo con visible esfuerzo.

Él la miró con desconfianza. Arianne noesperaba menos.

—¿Me estáis diciendo que pensáis aceptar?—Lo he estado considerando —aseguró

mirándole directamente a los ojos.—¿Y qué necesitáis para decidiros? —

preguntó sugestivo sin perder su aire desospecha.

—Varias condiciones…—¿Como cuáles?Arianne sabía que tenía todo su interés. Solo

tenía que jugar bien sus cartas.—Este no es el mejor lugar para hablar —dijo

retirándose del muro y apartándose de él—,

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pero podemos hacerlo más tarde.—¿Más tarde? ¿Mientras cenamos? —dijo

escéptico.—No, mejor después de la cena. Venid a mi

cuarto si os parece. Tendré una botella de vino.Ni siquiera se molestó en fingir amabilidad, no

le convenía excederse, y Arianne sabía que noconfiaba en ella, pero también sabía que estaríaallí. ¿No había sido él quien le había dicho enuna ocasión que nunca daba por perdida unapartida?

Soportó su mirada sin bajar ni desviar la suyahasta que cedió inclinándose ante ella. Nunca lohacía. Más que una reverencia cortés parecía elsaludo con el que se reconoce a un rival.

—Como gustéis, en vuestro cuarto despuésde la cena. Allí nos veremos.

Se marchó y Arianne se quedó en el jardín, nopor mucho tiempo, tenía muchas cosas quehacer. Ya contaba con lo principal.

Ahora necesitaba una botella de vino.

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Capítulo 30

Era tarde. Hacía un buen rato que habíasonado el toque del cambio de guardia. Mástiempo aún desde que Arianne había abierto labotella y preparado las copas. Preparadocuidadosamente.

No eran de vidrio sino de plata, y teníandiferentes trabajos. Una representaba el sol, laotra la luna. Debían de ser el regalo de bodas dealgún desconocido. Llevaban años guardadas enun arcón junto con unas cuantas botellas. Habíatemido que el vino se hubiese echado a perderdespués de tanto tiempo, pero lo había probado yera justo lo que necesitaba. Se trataba de unvino excelente y nada vulgar y los años habíanacentuado su madurez y su intensidad. Tenía un

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paladar peculiar y complejo que ocultaríacualquier gusto extraño.

Pero no serviría de nada si él no llegaba.Se estaba haciendo de rogar y la confianza de

Arianne empezaba a resquebrajarse.Había dejado la puerta entreabierta. Oyó

como chirriaba. Cuando se volvió y lo vio,experimentó una alegría que bien habría podidodefinirse como salvaje.

—¿Aún mantenéis vuestra oferta en pie? —preguntó desde el umbral.

Llevaba una camisa blanca holgada y suelta,y a Arianne le pareció inquietantemente apuestoy turbador. Y también peligroso. Una emocióninsospechada amenazó con traicionarla. Era loque había estado esperando, solo que no habíacontado con que encontrarse de nuevo allí conél, los dos juntos y solos, la trastocaría de aquelmodo.

Y eso a pesar de que ahora la luz llenaba porcompleto la estancia. Arianne había prendidovelas y encendido lámparas como para iluminartodos los rincones de su cuarto con el esplendor

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de un banquete.—Os estaba esperando…Derreck cerró la puerta y se acercó a ella

con una reticencia que la sonrisa nerviosa deArianne no ayudaba a superar. Echó un vistazoa su alrededor, apreciando sin duda la muydistinta iluminación. Arianne pensó en ofrecerleya la bebida, pero el temor a que recelase ladetuvo, sin embargo fue él quien le echó unamano con eso.

—¿Habéis empezado sin mí? —preguntómordaz al ver la botella abierta yconsiderablemente avanzada.

—No llegabais —se justificó Ariannellenando la copa del sol y ofreciéndosela—, ydecidí probarlo.

Arianne tendía su mano y por mucho que lointentase sabía que notaría su tensión. No erasolo la inquietud ante el fracaso de suestratagema. Era también su presencia. Desdeaquella noche le había evitado, solo esa mañanahabían vuelto a conversar brevemente en eljardín. Y ahora estaban otra vez muy cerca el

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uno del otro, en el mismo lugar donde la habíabesado tan bárbaramente y después… Eramejor que no pensase ahora en lo que ocurriódespués.

Él seguía mirándola y Arianne pensó que nopodría resistir mucho más esa mirada nimantener su mano tendida.

—¿No lo vais a aceptar? —preguntóretirando la copa de verdad afectada, aunque nopor las razones que Derreck podría suponer.

—Disculpad —dijo en voz baja y tomó lacopa rozando con suavidad sus dedos—. Porsupuesto que acepto.

Arianne esbozó una sonrisa, también Derrecksonrió brevemente. Llevó la copa a sus labios yprobó el vino. Solo un poco. La retiró extrañadoy contempló su contenido. Arianne se espantó.

—¿De dónde habéis sacado esto?—Llevaba muchos años guardado. Era un

regalo. Estaba reservado para una ocasiónespecial —dijo Arianne con la mayor serenidadque pudo.

Él hizo un gesto admirativo y bebió un poco

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más.—Desde luego, no es un vino corriente.

Comprendo que no me aguardaseis —dijoburlón.

—Celebro que os guste —afirmó Ariannecon cautela, ya más relajada.

Derreck miró en torno a sí. La estancia teníauna disposición parecida a la suya, aunque eramás reducida. Una pieza amplia donde bienpodían reunirse cuatro o cinco damas a hilar, atejer, a charlar, o a cualquier otra distracciónpropia de mujeres, y otra pieza adyacente dondese encontraba el dormitorio. Esa puerta estabacerrada a cal y canto y en la sala en la que seencontraban no es que hubiese muchos enseres,una banca junto al fuego, un escritorio, unarueca con aspecto de llevar años abandonada,un espejo empañado, varias arcas grandes ypequeñas… Todo recogido y en orden.

—Os confieso que me ha sorprendido vuestrocambio de idea —dijo Derreck yendo directo algrano—. No me lo esperaba.

—No me habéis dejado más alternativas.

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Supongo que hay que saber reconocer cuandose ha perdido.

Los ojos de Arianne brillaban intensos.Seguramente no sería solo el vino lo quecausase aquella luz. También el recuerdo de suanterior visita estaba demasiado presente enDerreck, igual que el corte resultado de su luchacon Bernard. Había sido necesario cauterizarcon acero al rojo para detener la hemorragia.Derreck habría querido hacer lo mismo con laherida que ella le causaba, pero resultaba másfácil soportar el hierro candente que librarse desu influjo.

—¿Y qué hay de las condiciones de las quehablasteis esta mañana?

Arianne bajó la vista. No había dedicadosuficiente tiempo a pensar en las condiciones,pero habría que darle una repuesta, aún no habíabebido suficiente.

—Nada que no podáis aceptar. Yo recibiríaun diezmo de todos los ingresos que percibieseel castillo y tendría completa libertad paraemplearlo como me pareciese, y también

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decidiría sobre la servidumbre y el vasallaje —añadió, total, le era absolutamente indiferenteque aceptase o no—. La guardia y la defensalas dejo en vuestras manos —terminó paracongraciarse con él.

Derreck calló y solo continuó mirando lachispa rebelde y vivaz que aquella nocheanimaba sus ojos. En cambio, él estabaextrañamente serio para su costumbre.

—Tenéis razón. No es nada que no puedaaceptar. ¿Algo más?

Otra condición pasó por la cabeza deArianne. No más mujeres. Ninguna otra. Ni enla mesa, ni en su cama, ni en ningún otro sitio,afortunadamente recordó a tiempo que aquellono era verdad.

—No. Con eso bastaría.—¿Bastaría para que aceptaseis de buen

grado? —insistió traspasándola con la mirada.—Ya os he dicho que sí —dijo un poco

brusca.Derreck desistió de aquel intento de

interrogatorio. ¿Qué más daba lo que le dijese si

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sabía que no podía confiar en ella? Lo másprobable era que pretendiese que bajase laguardia para encontrar alguna nueva manera defrustrar sus planes. Pero ¿por qué no seguir sujuego y tomarle la palabra?

—Entonces supongo que eso merece unbrindis.

Arianne sonrió tan seductoramente que losreparos de Derreck estuvieron a punto de caerolvidados. Ella acercó su copa y él inclinó lasuya. El metal tintineó con un agradable sonidoargentino. La sonrisa de Arianne no palideciómientras llevaba la copa a sus labios y bebíahasta apurar su contenido.

Derreck la imitó y cuando la miró de nuevo,Arianne le pareció resplandecientemente bella.No era solo su sonrisa, ni sus ojos, ni susmovimientos gráciles y fluidos. Había algo másque le fascinaba como si se tratase de unaespecie de sortilegio. Derreck no creía ensupersticiones, ni en brujerías, ni en ninguno deesos cuentos de viejas, en realidad no creía ennada, pero Arianne estaba distinta aquella noche

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y él también se sentía distinto. Y aunque habíadeterminado mantenerse apartado y mostrarsetan frío como ella, lo que su cuerpo y su mentele decían era que esa idea carecía de todosentido y que Arianne era cuanto merecía lapena alcanzar.

—Esperad, os serviré más vino —se ofrecióella amable.

—¿No llenáis la vuestra? —preguntóexperimentando un ligero mareo. En verdadaquel vino tenía que ser excepcional paraproducir ese efecto en él, y si era así, pensóesperanzado, también ella debería sentirlo.

—Por supuesto —asintió Arianne sonriendomientras llenaba las copas.

Derreck la miró beber. El vino bajaba a travésde su garganta de un modo tan sensual que loexcitó violentamente. Derreck deseaba beberese vino de sus labios y dejar que se derramasede su boca en finos hilos que bajarían por sugarganta y llegarían hasta sus senos. Queríalamer ávidamente ese rastro y rasgar su vestido.Volcar la copa sobre su vientre y beber de ella

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hasta que aquella sed enfermiza consiguieraaplacarse.

Por eso también apuró su copa de un solorápido y ansioso trago.

—En verdad os digo que nunca he probadoun vino como este —dijo casi sin voz.

—Es antiguo, ya lo veis, y de una cosechamuy celebrada. Viene del sur, de Alhairys.¿Habéis estado alguna vez allí?

—Mi familia era del sur, pero no tan al sur —dijo algo confusamente.

—¿Provenís del sur? Nunca me lo habíaiscontado —se interesó Arianne—. ¿Cómoacabasteis en el Lander?

A Derreck no le gustó la pregunta. No queríahablar de eso.

—Olvidaos del Lander —dijo con brusquedad—. ¿Por qué me habéis hecho venir hoy aquí?

Ahora fue Arianne la que frunció el ceño. Sesuponía que el jugo de adormidera ya debía estarhaciendo efecto, pero no estaba muy segura. SiHarald le había fallado…

—Ya os lo he dicho. Para llegar a un

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acuerdo. ¿Lo habéis olvidado?—Podíais haberme dicho eso mismo esta

mañana en el jardín, podíais habérselo dicho aWillen, podríais haber escrito un recado yhacérmelo llegar. ¿Por qué me habéis hechovenir aquí esta noche? —insistió.

—Solo quería hablar —dijo ella buscando lasseñales que esperaba.

Y ciertamente comenzaba a encontrarlas. Esafebril exasperación con la que la miraba, tandiferente de su frialdad anterior. Las palabrasapresuradas que salían de su bocaatropellándose unas a otras. Su atención quesaltaba de un asunto al siguiente sin atender asus respuestas.

—¿No hay demasiada luz aquí? —preguntómientras miraba a su alrededor pestañeando.

—¿Os molesta? Todo se ve más claro cuandohay luz.

—Eso es cierto —asintió mirándola como side ese modo apreciase algunas de las ventajasde tanta iluminación—. Y decidme, ¿seréis solomi esposa ante los hombres o lo compartiréis

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todo conmigo?Derreck había dejado la copa a un lado y su

mano se apoyaba peligrosamente cerca de lacintura de Arianne. Esa vez comprendió alinstante lo que pretendía. No estaba dispuesta.Eso no entraba en sus planes. Pero temió que, silo rechazaba, Derreck se marchase de allí, yentonces todo su plan se echaría a perder y yano tendría más oportunidades. Solo quedabancuatro días para que llegasen los convocados.No podía dejarle marchar.

—Dijisteis que jamás volveríais a acercaros amí —le advirtió con voz tensa.

—Y vos dijisteis que me odiabais y megritasteis que me marchase. ¿También queréisque me vaya ahora? —preguntó acercándoseaún más a ella y rogándole con la mirada que nolo hiciera.

Y Arianne no podía decirle que se marchase.—No…Sus labios recogieron aquella palabra de su

boca. Su mano la rodeó por la cintura paraatraerla hacia él. Sus brazos la estrecharon con

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extrema delicadeza y Arianne volvió a hundirseen la imprecisa marea a la que él la llevaba. Esavez era más lenta, más voluptuosa, más suavesu insistencia y a la vez más irresistible suatracción. Más imposible no responder a aquellagentil y exquisita demanda.

No era posible no responder.La pasión con que él la besaba se inflamó

como la llama al prender sobre ramas secascuando los labios y la lengua de Arianne seunieron a sus caricias. La calma se convirtió envendaval y la suavidad en arrebato. Ariannevolvió a sentir la zozobra.

—¡Esperad!Él la empujó arrinconándola contra la pared.

Arianne sintió todo el peso de su cuerpo contrael suyo, sus manos apresándola, sus brazoscercándola, el pánico amenazando de nuevo conapoderarse de ella.

—Soltadme —ordenó con voz temblorosa.—¿A qué tenéis miedo? —preguntó sin dejar

de sujetarla—. Creía que no temíais a nada.Creía que habíais dicho que seríais mi esposa.

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—¡Pero aún no nos hemos casado! —protestó ella tratando inútilmente de liberarse yes que los detalles formales no preocupaban lomás mínimo a Derreck en ese momento.

—¿Por qué se mueve la pared? —dijoaturdido, aunque el mismo efecto del narcóticole impedía darse cuenta de lo extraño queresultaba aquello.

—No os encontráis bien —afirmó Arianneesperanzada—. Deberíais acostaros unmomento.

Derreck se quedó contemplándola, la miradaenturbiada por la adormidera.

—Enseguida —murmuró con fogoso ardormientras buscaba otra vez sus labios.

¿Cómo podía besarla con esa dulzuraincomparable y a la vez sujetarla tan férrea yfirmemente? Arianne forcejeaba contra sustemores, pero también contra aquella hirienteemoción.

Él soltó sus brazos para recorrer su cuerpo.Arianne tembló bajó sus manos. Susmovimientos eran cada vez más lentos, su

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cuerpo pesaba más contra el de ella. No debíade faltar mucho para que las drogas le rindiesenpor completo, pero Arianne ya no podía esperarmás.

Buscó desesperada y encontró algo queserviría. Estiró cuanto pudo la mano y alcanzó eljarro que usaba como aguamanil. Lo agarró porel asa y con todas sus fuerzas lo estrelló contrala cabeza de Derreck.

El jarro se rompió con un crujido sordo yhueco y los pedazos cayeron a su alrededor.Derreck se desplomó más sobre ella antes decaer sin sentido al suelo.

Arianne se quedó apoyada contra la pared,intentando recobrar el aliento y temiendo que selevantase y fuese él quien la golpease, peroDerreck no movió ni un músculo.

Se agachó para asegurarse de que estabainconsciente. Levantó una de sus manos, la soltóy la vio caer al suelo con pesadez. Se acercó asu rostro sin poder evitar que una confusamezcla de sentimientos le asaltase. Aúnrespiraba.

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Se quedó arrodillada a su ladocontemplándole. Lo había conseguido. Lo teníaindefenso e inconsciente como pretendía. Lohabía hecho y ahora que había llegado elmomento las dudas la asaltaban. Podríasimplemente marcharse, alejarse de él yolvidarle. Podría…

Arianne vaciló. Estaba allí derrumbado, con lacabeza mojada por el agua del jarro y con unapequeña brecha abierta y sangrante donde lehabía golpeado y ya no parecía tan amenazadorni peligroso.

Sí. Podía dejarle allí, pero no lo haría.Se obligó a dejarse de vacilaciones. Había

tomado una decisión y no iba a permitirsedebilidades. Se levantó con rapidez. Cogió unade las velas y se acercó a la ventana. No tardóen ver una figura abandonar el resguardo de lassombras y cruzar el patio. Se retiró, abrió unarca y sacó varias tiras de tela que teníaconvenientemente preparadas. Cogió ambasmanos de Derreck y las ató con todas susfuerzas, le amordazó y continuó con los tobillos y

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las rodillas. Se suponía que el efecto de laadormidera duraba horas, pero no iba aarriesgarse.

Oyó pasos cuando estaba acabando. Sedetuvo y esperó. Unos golpes suaves sonaron enla puerta. Arianne respiró. Solo podía serHarald.

—¿Estáis bien? —preguntó el ancianopreocupado.

—Entra —dijo Arianne dejándole el paso librey cerrando la puerta.

Aunque estaba preparado, Harald sesorprendió al ver a Derreck sin sentido y atadoen el suelo.

—Lo habéis hecho —dijo admirado.—Aunque no puede decirse que esa maldita

droga haya servido de algo. He tenido quegolpearle —gruñó Arianne.

—Ya lo veo —apreció Harald—. Os loadvertí… El efecto es distinto en cada hombre,a algunos los adormece casi al instante, a otrosen cambio les produce una especie de euforia.Es impredecible.

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—Ya… ¿Pero al menos no se despertará?—No, no lo creo, y tampoco podría hacer

gran cosa si se despertase. Habéis hecho unbuen trabajo —reconoció tras comprobar lascuerdas.

—Tú me enseñaste —dijo Arianneagradeciendo el cumplido.

—Entonces, ¿seguís decidida a continuaradelante?

—¿Tú que crees? —replicó colocando losbrazos en jarras.

—Creo que sí —suspiró Harald—. ¿Estáisbien segura de que podréis lograrlo?

—Pues claro que estoy bien segura. Si no,¿para qué habría hecho todo esto?

—Está bien. No os irritéis. Asomaos alcorredor y comprobad que no hay nadie cerca.

Arianne hizo lo que le pedía. Todo estaba ensilencio y no había guardias a la vista. Por eso lacita tenía que ser allí, porque su cuarto estabamuy cerca de la escalera de servicio queconducía a las cocinas. Era una estrechaescalera de caracol y los guardias nunca la

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recorrían y menos a esas horas. Con todo, habíaque doblar un par de esquinas hasta llegar allí.Era la parte más arriesgada. Contaba con laespada de Harald y ella no estaba indefensa,pero si se formaba alboroto todo se echaría aperder.

—No se ve a nadie.Harald asintió, trató de levantar a Derreck y

echárselo al hombro. Arianne comprendió queesa parte del plan también iba a presentar másdificultades de lo que había pensado.

—¡Espera! Te ayudaré. Cógele por laspiernas y yo lo haré por los brazos.

Harald intentó rechazar su ayuda, pero vioque no llegaría muy lejos, y tampoco estabaseguro de que pudiesen conseguirlo entre losdos.

—Señora… —empezó de nuevo.—¡Calla y cógele!Arianne ya le había alzado de su lado y solo

esperaba a Harald. Él hizo un gesto deresignación y se plegó a sus deseos. Salieron asíal corredor. Pesaba mucho, pero Arianne solo

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pensaba en llegar lo más rápido posible a lasescaleras. Cuando por fin lo lograron lo dejócaer. Harald también lo soltó fatigado.

—No creo que podamos bajar así con él losescalones. Pesa demasiado —dijo Harald sinresuello.

—No tenemos por qué cargar con él —decidió Arianne mientras recuperaba el aliento—. Le arrastraremos. Será más fácil.

Arianne se colocó junto a Harald y entre losdos tiraron de él escaleras abajo. La cabeza deDerreck rebotaba contra los escalones.

—¿No creéis que tantos golpes pueden serperjudiciales? —preguntó Harald preocupado.

—Tiene la cabeza muy dura —refunfuñó ella.Harald le dedicó una mirada severa—. Está bien—concedió Arianne. Se quitó la capa y se lacolocó a modo de almohada para amortiguar losgolpes—. Vamos. Ya falta menos.

Continuaron así y llegaron sin mayoresproblemas a las cocinas. Todo iba bien hasta queel inconfundible sonido de una vasijaestrellándose contra el suelo los alarmó.

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—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ariannemirando asustada a su alrededor.

Una voluminosa sombra se desplazó no muylejos de ellos. Harald sacó la espada y corrióolvidando su fatiga. El hombre tropezó y cayó alsuelo. Harald tenía la vista acostumbrada a laoscuridad y no le costó reconocerlo.

—¡Despedíos de este mundo, sir Willen! —dijo blandiendo su espada.

—¡No! ¡Piedad! —clamó aterrado Willen—.¡No he hecho nada malo! ¡Solo bajé a buscaralgo de comer! ¿Por qué vais a matarme?

Harald se volvió hacia Arianne esperando susórdenes. Nada le agradaría más que cortar elcuello a aquel traidor.

—Debemos acabar con él o dará la alarma atodo el castillo. No es muy noble —reconocióHarald—, pero no merece mucho más.

—¡Señora! —rogó Willen—. ¡Os lo suplico!¡Nunca os deseé ningún mal! ¡No sé nada! ¡Nohe visto nada! ¡Os lo juro!

Arianne tampoco sentía ningún aprecio porWillen, sin embargo no acababa de decidirse a

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ordenar su muerte, además podía ser útil…—¡Levantaos! ¡Rápido! —Harald la miró sin

comprender—. Nos ayudará a cargar con él.—Pero ¿y si da la alerta?—Si se os ocurre abrir la boca, yo misma os

abriré la garganta. ¿Lo habéis comprendido?Willen asintió con la cabeza. Se incorporó

penosamente y empezó a caminar empujado porla espada de Harald. Cuando reconoció el bultotendido en el suelo se quedó paralizado.

—Pero si es…La punta de una afilada daga se clavó con la

velocidad de un rayo en el cuello de Willen. Nisiquiera osó respirar.

—¿Qué os he dicho que os ocurriría sihablabais? —Willen tragó saliva en silencio.Arianne retiró la daga—. Cogedle.

Willen habría comenzado a sollozar en esemismo instante, pero temió que eso enfadasemás a Arianne. Se agachó y recogió a Derreck.Willen no hacía mucho ejercicio, no obstante eraun hombre corpulento y más fuerte de lo que sepodía sospechar. Derreck pesaba, pero Willen

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debía de pesar el doble.—Caminad —ordenó Arianne.Así, despacio pero seguros, salieron a los

cobertizos de la leña donde los esperaban loscaballos, el de Harald y el corcel negro queDerreck había regalado a Arianne. Habíacostado, pero había terminado ganándose alanimal y ella lo prefería a ningún otro. El simplehecho de tenerlo a su lado le dio confianza. Lolograrían. Ya casi estaba hecho.

—Dejadlo sobre el caballo —dijo en voz baja.Willen obedeció y con la ayuda de Harald lo

cargaron sobre el lomo como si fuese un fardo.No había duda de que la adormidera debía deser tan buena como Harald decía para queDerreck soportase aquello sin salir de su letargo.

—Y ahora avanzad.Harald volvió a mirarla dudando. Arianne no

vaciló. No quería salir dejando más muertes asus espaldas.

Se encontraban en el extremo oeste delcastillo. Los guardias hacían la ronda sobre lasmurallas. La puerta del castillo estaba cerrada y

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habría soldados vigilándola, pero había una salidaque nadie custodiaba.

Llevaba meses abandonada y los guardias nose molestaban en dirigirle ni una mirada.Arianne tomó su caballo por las riendas y lollevó hasta la puerta del paso del oeste.

Willen no comprendía nada y Harald mirabainquieto en todas las direcciones. Arianne fuehacia el mecanismo y accionó las palancas conseguridad y decisión. Los brazos comenzaron abajar silenciosa y grandiosamente, inclusoHarald se quedó maravillado. Ella se lo habíagarantizado, pero hasta que no lo había visto nohabía terminado de creerlo.

—Vos… vos… vos sabíais bajar el paso —tartamudeó Willen atónito olvidando la amenazade la daga.

—Jugaba muchas veces aquí de pequeña.Yorick creía que no lo veía —afirmó Ariannecon orgullo infantil, olvidando el peligro que aúncorrían para recordar a esa niña que siempre seempeñaba en descubrir lo que otros trataban deocultar.

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Los brazos crujieron al encajarse. Alguien sepreguntaría qué era eso. Arianne urgió a Harald.

—¡Vamos! ¡Rápido!Harald empujó a Willen para que corriese.

Eso era algo que Willen ya había olvidado. Laespada de Harald obró el prodigio de refrescarlela memoria. Cuando estaban por llegar al otrolado oyeron a lo lejos los gritos de asombro de laguardia, pero ya no importaba.

—¡Álzalo, Harald! —ordenó Arianne.Él obedeció, los brazos se inclinaron y Willen,

que iba retrasado, cayó y rodó a los pies de loscaballos. Se diría que lloraba.

—Lo habéis conseguido, señora —dijo Haraldemocionado, más por la hazaña de hacerfuncionar el mecanismo que por cualquier otracosa—. Vos y nadie más que vos mereceguardar el paso. El rey tendrá que reconocerlo.

Arianne miró hacia el castillo. Las antorchascorrían por las murallas y el revuelo de vocesllegaba nítido hasta ellos. Amaba intensamenteaquel lugar y sentía dejarlo. Con todo no era unadiós definitivo, pensaba volver algún día, le

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había costado mucho dejarlo atrás, pero lo habíahecho.

Aunque no todo había quedado atrás.Justo en ese momento una especie de rugido

sonó ahogado y furioso. Arianne se volvió haciaDerreck. Había abierto los ojos y la miraba conrabia asesina.

Arianne sonrió.

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Capítulo 31

El suelo bajo el que Derreck se apoyabacedió, las rocas se soltaron desmenuzándose,resbaló pendiente abajo y cayó sobre laempinada ladera rocosa por la que trepaba, solola cuerda impidió que rodase más lejos.

Ella no se volvió y la soga que le ataba por lasmuñecas tiró de él arrastrándole cuesta arriba.

No era la primera vez que caía ni sería laúltima. Las fuerzas comenzaban a fallarle, teníael cuerpo magullado y lleno de golpes, lasmuñecas laceradas y la cabeza descalabrada.Era lo de menos. El dolor solo era un rumorsordo de fondo en el mar de su rabia.

La soga iba atada a la silla de su caballo, elcaballo que él mismo le había regalado. Ese

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hombre que la ayudaba era el que había liberadopara que cuidase de ella, para que la protegiese,para demostrarle lo mucho que le importaba suconfianza. Ella había cogido todo eso y lo habíaempleado para hundirle y procurar su ruina, paraburlarse de él y demostrarle cuán estúpido era,para humillarle y vencerle. Sabía de su debilidadpor ella y la había usado fríamente paraarrebatarle cuanto tenía.

Mientras caminaba, cada vez más con mástorpeza y pesadez, contemplaba su espalda,airosamente erguida sobre su montura. Derreckmascaba su odio y alimentaba su resentimiento yrecordaba demasiado tarde las palabras deFeinn.

«Esa mujer conduce a la desgracia a cuantosla rodean».

No había querido escuchar, no había queridoatender ninguno de los muchos signos que ledecían que se apartase de ella. Se habíaobcecado obstinadamente en alcanzarla. Habíadeseado desatinadamente poseerla. Habíadeseado algo más que poseerla. Había sido tan

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idiota de pretender que Arianne le amase.Aquella verdad, ocultada con vergüenza

incluso ante sí mismo, se revelaba ahorapenosamente evidente. Ese, más que cualquierotro, había sido su fallo y el origen de sudesgracia. Derreck había llegado a creer dealguna estúpida y patética forma que ella podríaamarle. A pesar de que hubiese matado a sufamilia, aunque hubiese invadido su hogar,aunque la hubiese derribado al suelo cuando huíainsensatamente de él y la hubiese obligado apermanecer a su lado. A pesar de todo eso,Derreck aún esperaba que Arianne le amase.

Y se enfrentó a aquel muchacho al que nuncaantes había visto solo por la frustración queaquella indefinida espera le producía, y cuandolo tuvo frente a sí, descubrió que Bernardluchaba con una desesperación que se parecíamucho a la que él sentía y se encontró con queno deseaba matarle.

Mientras paraba un ataque tras otro, unconfuso sentimiento le advertía de que no erajusto pagar con aquel muchacho su rencor y su

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frustración. Era más una sensación que unpensamiento y se volatilizó tan pronto como suvida estuvo realmente en peligro. Derreck no ibaa dejarse morir.

Y cuando los hombres le abrieron el peto yapareció aquel pañuelo con el nombre de ella…La herida que sangraba en su pecho no era nadaen comparación con aquella otra herida.

Y aun así se había dejado llevar por lainsoportable necesidad que de ella sentía y lahabía besado más allá de toda lógica y de todosentido. La había tomado irracional ydesesperadamente sin atender a su dolor ni a surechazo. La había buscado contra su propioorgullo y sus sentimientos heridos. Y le habíadevuelto su desprecio con el mismoresentimiento que Arianne había lanzado contraél.

Y, sin embargo, aquello había sido tan inútilcomo todos los otros esfuerzos que habíaalentado y ahora, después de tantos años, seencontraba de nuevo atado a una cuerda,arrastrado detrás de un caballo, tal y como llegó

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al Lander tras perder a su familia y todo cuantotenía. También ahora lo había perdido todo.Había creído que poseía un castillo, un vastoterritorio tras de sí, un ejército que le apoyaba yle seguía. Ahora Derreck comprendía que nuncahabía tenido nada. Nada le pertenecíarealmente, no más que el aire que respiraba o elsuelo que le sostenía. Aquellas cosas no eransuyas. Tan solo habían sido un espejismo.

No era así para Arianne. Ella nunca habíaignorado lo que le correspondía. Derreck losabía, pero lo había olvidado, confiado en supropia fuerza y en su poder. Y en una solanoche ella le había demostrado que la partidasiempre había sido suya, que solo había jugadoun poco porque así se lo había permitido, queSvatge y el paso y la misma Arianne no lepertenecían y jamás lo harían.

Derreck rumiaba su rencor mientrascaminaba ya casi rendido, extenuado por aquellainterminable caminata, siempre hacia arriba,siempre continua. Sin descanso, sin comida, sinagua. Harald se la había ofrecido y él se la había

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tirado a la cara sin que ella se dignase a dirigirleuna mirada.

Derreck seguía solo avanzando y segúnpasaban las horas y la noche se iba acercando,una antigua y bien conocida compañía seasentaba con más intensidad en su maltrecha yabierta cabeza. Derreck sabía de su poder, de sucapacidad para destruir y a la vez de darfuerzas.

Sí, Derreck sabía bien hasta dónde era capazde llegar con tal de dar por cumplida unavenganza.

Harald le dirigió un breve vistazo. No hacíafalta leer el pensamiento para adivinar las ideasque pasaban por la mente de Derreck y Haraldno las tenía todas consigo. La soga que lesujetaba tenía no menos de veinte varas y cadavez con más frecuencia se tensaba cuando caíay lo arrastraba. También Willen había caminado,pero sus quejas habían sido tan deshonrosas ysus lamentaciones tan molestas que ya iban aabandonarle a su suerte en la montaña cuandoencontraron un asno pastando en un claro.

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Arianne había decidido que podían emplearlo yahora Willen iba el primero abriendo el camino.A Harald no le preocupaba Willen, pero no podíadecir lo mismo de Derreck por malo quepareciese su aspecto.

El terreno era muy abrupto así que loscaballos no podían correr, a duras penasascendían. Arianne había preferido abandonar elcamino real para exponerse a los riesgos decruzar la montaña y así evitar preguntasmolestas y encuentros no esperados. Tambiénpara ahorrar tiempo en el viaje hacia el oeste.Aquella ruta era más difícil y tenía sus propiospeligros, pero les permitiría llegar antes a lafortaleza de Silday y encontrarse con las tropasreales.

—No ha pronunciado palabra desde anoche—dijo Harald.

Arianne no hizo ningún comentario. Lo ciertoera que al principio Derreck no había podidoexpresarse con mucha claridad porque lamordaza que cubría su boca se lo impedía.Después, cuando Harald se la quitó tras varias

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horas de camino, había roto en exabruptos ylindezas en las que abundaban las palabras comomala zorra, maldita pécora y unas cuantas másdemasiado ofensivas para que Harald lasrepitiese, en especial las que hacían referencia ala honestidad, o más bien a la falta de ella, deArianne y también de la madre de Arianne.

Ella lo había oído como quien oye llover.Podía haberle pedido a Harald que volviese aamordazarle si le hubiese molestado, pero no leimportaba lo más mínimo. Él había hecho cuantohabía podido contra ella, solo le había devuelto elgolpe. No le había dejado otra opción, le habíaavisado, pero no había querido escuchar. Ahoraera Arianne quien no pensaba escuchar.

Después Derreck había terminado por callar.Habían pasado gran parte de la noche y todo eldía caminando y tras el estallido inicial no habíavuelto a decir una sola palabra, y por extrañoque resultase, su silencio pesaba más a Arianneque sus insultos.

—Si no desea hablar no vamos a obligarle —respondió Arianne.

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—Y tampoco ha comido ni bebido nada —lerecordó Harald.

—Pues entonces será que no tiene hambre nised —dijo duramente Arianne.

Harald se mordió la lengua para contenerse.Cuando lo logró se dirigió a ella con su mássevera frialdad.

—Supongo que sabréis que no podéis bajar laguardia ni un instante.

—¿Qué quieres decir? —preguntó molesta.—Quiero decir que si tiene una oportunidad

no me extrañaría nada que tratase de cortaros elpescuezo —aseveró Harald ásperamente.

—No le voy a dar ninguna oportunidad.—Eso espero, señora. No tardará en hacerse

de noche y tendremos que buscar un lugardonde acampar. Ha sido un día largo, perodeberíamos hacer guardia. No me gusta la ideade que ambos durmamos mientras ellos nosvigilan, aunque estén atados. Yo puedo velarprimero, pero antes o después tendré quedescansar. Vos también tendréis que ayudar.

—Sabes que no me importa. Yo haré el

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primer turno y después lo harás tú.—No. Yo comenzaré y os avisaré cuando

llegue el momento. Solo quiero volver arecordaros lo peligroso que es esto.

—Ya lo sé. Lo sé perfectamente, Harald —dijo alterada—. ¿También avisaste a Gerhard yAdolf cuando salieron de Svatge?

Harald palideció y se dolió por su maltrechadignidad de antiguo capitán de las yadesaparecidas huestes de Svatge.

—Sí, también los avisé, pero ya sabéis de quépoco valen mis consejos.

El viejo capitán se encerró en un mutismoherido y Arianne se arrepintió de haberlehablado así. Tan poca gente había tratado deayudarla que cuando alguien lo hacía no sabíacómo reaccionar, pero sí sabía reconocercuando se equivocaba.

—Perdóname, Harald —musitó.Harald suspiró con fuerza y le respondió más

amable y más paciente.—No hay nada que perdonar. Ambos

estamos cansados. Únicamente espero que

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hayáis acertado en vuestras decisiones.Arianne guardó silencio. La tarde estaba

cayendo. Rodeados como estaban por espesosbosques de abetos, la oscuridad hacía quepareciese a punto de hacerse de noche.

—Este es un lugar tan bueno como cualquierotro, ¿no os parece? —dijo Harald deteniendo alcaballo. Se hallaban en un pequeño rellano, másadelante el terreno volvía a inclinarse.

—Servirá —asintió Arianne cansada—. ¿Teocupas tú de ellos? Yo recogeré algo de leña.

—No os alejéis mucho —le recomendóHarald.

No hacía falta alejarse. El suelo estaba llenode ramas derribadas por alguna tormenta. Fuehaciendo un montón vigilando de refilón lo quehacía Harald.

Había hecho que Willen atara a Derreck a unárbol. Sus temores por que causase problemasresultaron infundados. Derreck se derrumbócontra el tronco y se dejó atar sin másimpedimentos que la torva mirada que lesdedicó. Luego, el mismo Harald ató a Willen.

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—¿Hablareis en mi favor, señor? —suplicóWillen—. Podría ser de gran ayuda a ladyArianne. Conozco a mucha gente en el oeste,gente noble, grandes señores. Yo abogaría porsu causa.

—¡Callad y agradeced que aún estéis vivo!—replicó Harald. En verdad, era una torturasoportar las quejas de Willen. Le habría quitadola vida con gusto solo por no oírle lloriquear. Porfortuna, Willen debió de comprender y decidióguardarse sus lamentos.

Arianne había preparado ya la leña yencendido una pequeña llama con la hojarasca.El fuego comenzó a crecer y tomar fuerza, seconvirtió en una hoguera, solo contemplarla hizosentirse mejor a Harald. La primavera acababade comenzar, pero en la montaña la noche seríafría y la jornada había sido agotadora, inclusopara los que la habían hecho a caballo. Eraagradable tener un fuego.

Se sentó junto a Arianne y agradeció el calory el descanso que necesitaban sus ya molidoshuesos. Ella buscó la bolsa con las provisiones y

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le pasó una hogaza de pan y un trozo de queso,también había algo de carne seca, almendras ymanteca. Siempre podían cazar, pero sería unapérdida de tiempo y de esfuerzo. Harald habíatraído alimentos de campaña, comida que setomaba en marcha y daba el sustento necesariopara continuar.

Comió con hambre y rapidez, pero Arianneapenas probó un pedazo de queso.

—Habría que llevarles algo a ellos —sugirióen voz baja.

—Sir Willen dará buena cuenta de cuantollevamos sin ningún reparo, pero si sir Derreckno ha querido probar el agua, ¿por qué iba aquerer comer?

—Tal vez haya cambiado de opinión —aventuró Arianne.

Él la miró de hito en hito.—Quizá vos tengáis más suerte que yo.Arianne eludió la mirada de Harald y guardó

silencio pensativa. Al cabo de un rato se levantócon decisión, tomó uno de los pellejos con aguay algo de comida y se acercó a él.

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—¿No vais a beber?Ella estaba de pie y él sentado en el suelo con

las manos atadas tras el árbol. La camisa blancaque tan bien le sentase el día antes estaba todadesgarrada y sucia y él no presentaba mejoraspecto.

—¿No tenéis más vino de ayer?Arianne se arrepintió de haber sentido lástima

de él, incluso derrotado como estaba seguíadecidido a mostrarse estúpidamente arrogante.Podía alimentarse de su propia arrogancia hastaque se hartase si era eso lo que deseaba.

—¿Queréis agua o no? —dijo violenta ydispuesta a marcharse.

—¡No quiero nada de vos!Su desprecio la detuvo. No tenía derecho a

hacerlo. No tenía derecho a nada.—Podíais haber determinado eso mismo

mucho antes. Ahora ya es tarde.Él la miró desde abajo.—Tarde… Tenéis razón. Es lo que ocurre

cuando se espera demasiado —murmuró condesdén—. ¿No me pedisteis eso? ¿Que

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esperara? Sí, algo así dijisteis… Tal vez el pasono permanezca bajado indefinidamente…Maldita y falsa embustera.

—¡No era vuestro, no os pertenecía, no os lohubiese dado nunca! —gritó sin dejarlecontinuar.

Derreck calló y miró sus ojos enfurecidos.También él estaba furioso, pero en ese momentolo que más podía con él era el cansancio.

—Quedáoslo, quedaos vuestros secretos,conservad vuestro nombre… Guardad el paso…Si aún hay paso que guardar cuando regreséis—terminó amarga y lúgubremente.

Arianne no se dejó intimidar.—El paso seguirá allí. Lleva allí cientos de

años. Podrá esperar un poco más.—¿Sí? ¿Quién defenderá el castillo cuando

lleguen los hombres del rey? ¿Quién se ocuparáde que no prendan fuego a todo y quemen elmecanismo y cuanto encuentren? ¿Quién osdice que seguirá allí si no hay nadie paraprotegerlo? —dijo con deliberada crueldad.

Arianne comprendía y había pensado en ello.

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Lo que ocurriría tras su desaparición, pero elcastillo podía resistir un largo asedio antes derendirse y si se daba prisa quizá ni siquierahubiese asedio.

—Lo evitaré. Hablaré con la gente del rey yles contaré los planes del norte. Tendrán quehacer volver a los ejércitos para defender Ilithe.Yo abriré el paso para ellos.

—Y para dar más valor a vuestras palabrasme entregareis a mí al rey. Debería felicitaros—añadió Derreck con frialdad—. Lo habéiscalculado todo perfectamente.

Sabía que pretendía hacerle sentir mal. Nopor eso dolía menos, pero era lo que habíadecidido y podía cargar con ello.

—Ibais a luchar contra un ejército. Podréispedir al rey que os conceda la gracia de batirosen duelo. Estableceré la condición antes deentregaros. Tendréis una oportunidad.

Derreck soltó una corta risa resentida.—Sois todo bondad, pero no contéis conmigo.

No pienso jugar más a vuestros juegos.—Entonces, ¿preferís morir de sed por el

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camino?—Ya os avisé una vez de que siempre hago

cuanto sea preciso con tal de sobrevivir.Su voz y sus palabras eran lóbregas y su

expresión oscura y todo cuanto les rodeaba eraahora oscuro también.

—Haced lo que tengáis que hacer. Yo haré lomismo.

Le dio la espalda y regresó a la hoguera juntoa Harald. El viejo capitán no le dijo nada y selimitó a observar su postura encogida junto alfuego, las rodillas contra el pecho y los brazoscruzándolas, la mirada concentrada en lasllamas, el casi inapreciable temblor…

Harald cabeceó lentamente. No le gustabanada aquello y presentía nuevas desgracias yrenovadas amarguras, pero no había nada que élpudiese hacer para remediarlo. Nada, más alláde estar a su lado.

—Deberíais descansar, señora. Intentaddormid. Yo mantendré el fuego encendido yvigilaré para que no ocurra nada —dijo amableintentando calmar aquella agitación sorda y

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muda.—Sí, estoy muy cansada —cedió ella sin

tratar de resistirse—. Tú también tienes quedormir. Despiértame dentro de un par de horas.Nos turnaremos.

—No os preocupéis. Lo haré —asintiótranquilizándola, aunque pensaba tardar muchomás en despertarla. Harald era viejo y nonecesitaba dormir más de cuatro o cinco horas.

—¿Cuándo crees que llegaremos, Harald?—Hemos avanzado mucho hoy. Mañana

cruzaremos el alto de Green y luego todo serácuesta abajo. Llegaremos a campo abierto antesde que se haga de noche, de ahí a Silday no haymás que un par de jornadas, pero no creo quesea buena idea aparecer con él en Silday por lasbuenas…

—No, deberíamos negociar antes lascondiciones —dijo apagada.

—Ya lo pensaremos. Descansad. Todo searreglará. Solo serán dos o tres días más…

—Solo dos o tres días… —dijo con la huellade la tristeza marcada en su rostro.

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Harald sonrió afectuoso y estrechó confuerza su mano.

—No penséis en eso ahora y dormid. Mañanalo veréis todo con más claridad.

Arianne esbozó una sonrisa pálida, siguió suconsejo y se tendió acurrucada a poca distancia.El suelo estaba duro y echaba de menos sucama. La euforia de ayer había pasado y ahorase sentía triste y agotada, y no creía que pudieseconciliar el sueño.

La leña crepitaba al arder, la hogueradespedía un calor agradable y confortador, elbosque y la noche se cernían sobre ella como unmanto pesado y todo cuanto había ocurrido enlas últimas horas pasaba por su cabezamezclándose en una amalgama confusa.

Tan pronto cerró los ojos, Arianne se quedóprofundamente dormida.

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Capítulo 32

Arianne estaba sola en el bosque.Se decía a sí misma que no tenía por qué

estar asustada. Era solo el bosque, su bosque,había estado allí sola muchas otras veces. Eraúnicamente que estaba oscuro y todo parecíamás grande y amenazador de lo que en realidadera: los árboles, las sombras, los sonidos.

Y también ocurría que sabía que había algomás que se escondía detrás de los árboles y pormucho que se dijese que debía ser fuerte yvaliente tenía miedo. Mucho miedo.

Intentaba actuar con calma. Solo tenía queencontrar el camino de vuelta y regresar. Nodebía dejarse llevar por el pánico. No debíacorrer. No debía llorar. Pasaría y volvería a

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estar en el castillo, en su habitación, en su cama.Despertaría y aquello no sería real.

Caminaba despacio intentando no hacer ruido.Si lo hacía la encontrarían y entonces ya nopodría escapar. Avanzaba con sumo cuidado,pero las ramas crujían bajo sus pies y sonabanaterradoramente altas. Seguramente ellostambién lo oirían.

No quería correr. La pesadilla comenzaríacuando echase a correr y ya no podríadetenerla. No correría. Esa vez no correría.Arianne sentía la angustia bañando en sudor sucuerpo. El bosque estaba cada vez más oscuro yella sentía su presencia. Sabía que la acechabany que la encontrarían allí. Era inútil tratar deesconderse. Él conduciría a los demás hastaella. La rodearían y ya no podría escapar.

El pánico amenazaba con ahogarla. Pormucho que se dijese que no debía hacerlo, quesería aún peor, ya no podía aguardar más. Teníaque huir.

Corría tan rápido como le permitían suspiernas, pero no era lo suficientemente aprisa.

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Las ramas se enganchaban en sus ropas. Lasapartaba y le arañaban las manos y la cara. Ibacompletamente a ciegas. Tropezaba y tenía quelevantarse y volver a correr. Nunca acababa desalir de allí y ellos estaban cada vez más cerca.

No podía dejar de correr aunque sabía que laalcanzarían, siempre la alcanzaban, por muyrápido que corriese.

Ya casi no tenía fuerzas. Las ramas erancada vez más espesas y sus movimientos mástorpes. No quería que sucediese. Queríadespertar, pero nunca lo conseguía. Nuncadespertaba a tiempo. Nunca antes de quesucediese de nuevo.

—Arianne…Incluso en la inconsciencia confusa del sueño

aquello la detuvo. Era una voz que no reconoció,una voz de mujer, dulce y amable y a la vezenérgica. Irrumpió en el sueño y se impuso conautoridad sobre el patrón habitual de la pesadilla.

—¡Despierta, Arianne!Podría haber sido la llamada cariñosa y

confortadora de una madre que al escuchar los

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sollozos de su hija acudiese solícita a calmar susterrores, pero nunca antes nadie había llegadopara despertarla, y su madre había muerto sinque tuviese ocasión de conocer el sonido de suvoz.

Estaba confundida. Ahora no sabía dóndeestaba. El bosque había desaparecido y tambiénlos hombres, pero la sensación de amenazaseguía estando presente.

—¡Tienes que despertar, Arianne! —leapresuró la voz.

Se incorporó de golpe y abrió los ojossobresaltada. No estaba en su cama.

Enseguida lo recordó todo. Habían dejado elcastillo la noche antes, por eso estaba al raso.Harald se había quedado haciendo la guardia oeso se suponía, porque el fuego estaba apagadoy él dormía con la espalda apoyada contra unapiedra y la cabeza caída sobre el pecho.

Se volvió hacia los prisioneros. Willen roncabasonoramente y Derreck parecía dormir. Todoseguía igual que la noche antes.

Una claridad pálida teñía el cielo. No debía de

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faltar mucho para que amaneciese. El malestarde la pesadilla volvió a hacerse presente. Selevantó para apartar los pensamientos oscurosque la asaltaban. Por muchas veces que serepitiese, el sueño siempre causaba ese efectoen ella. Habría preferido velarinterminablemente a volver a pasar otra vez porlo mismo. Sin embargo, esa vez había sidodistinto, esa voz…

Renunció a pensar en ello y recogió su mantapara arropar a Harald y protegerle de laescarcha matutina. Comprendió que había caídorendido para dejar que ella descansase. Arianneexperimentó un vivo sentimiento de gratitudhacia él. No lo habría conseguido sin su ayuda.Eso le llevo a apartar un poco la angustiacuando la misma sensación de peligro y urgenciade la pesadilla la sobresaltó.

—¡Arianne!Soltó la manta y miró a su alrededor,

alarmada. No había nadie más allí y seencontraba completamente despierta. Todoestaba en silencio y esa voz no venía de ningún

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sitio, a no ser del interior de su cabeza. Ariannepensó en el cansancio, el largo viaje, la fatigaacumulada, las dudas, la tensión y la angustiaañadidas a las que ya de por sí le sobreveníancuando en el sueño regresaba a ese lugar. Eraconsciente de todo eso, pero la sensación eratan vívida…

Se enfrentó a la noche. Estaba oscuro, perono se veía ni se escuchaba nada extraño.Concentró toda su atención y puso en ello todossus sentidos y lo percibió aún con más nitidez.Igual que en su pesadilla. La amenazainminente. El peligro acechando, presto a caersobre ella. Una, varias presencias acercándose,rodeándola. Sus ojos observándola fríos yferoces. Sí, esa vez los vio y los reconoció conclaridad.

—¡¡¡Harald!!!Su grito los hizo retroceder, sigilosos y

cobardes, pero por supuesto no se habían ido.Seguían estando allí. Solo calibraban sus fuerzasy seguro que no tardarían en darse cuenta deque eran más y más fuertes.

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—¡¿Qué?! ¿Qué ocurre? —dijo Harald aúnmedio dormido.

—¡Lobos! —gritó ella—. ¡Una manada!¡Siete u ocho al menos!

—¿Lobos?Harald ya no era joven y sus reflejos no eran

los de antaño. Luchó contra la confusión que leaturdía y trató de aclarar sus ideas. El fuego. Elfuego debía haber mantenido a raya a los lobos,pero se había quedado dormido y ahora lahoguera estaba apagada y ellos indefensos ysorprendidos. Aún no los veía, pero si erantantos como Arianne decía solo había unaesperanza.

—¡Señora! ¡Los caballos! ¡Soltad a loscaballos y poneos a cubierto! ¡Alejaos de aquí!¡Yo los entretendré!

Había sacado su espada y trataba dedistinguir sus sombras entre todas las demás.Los vio fugazmente. Unos ojos amarillosvigilantes, otros rasgados y semicerrados unpoco más atrás, esperando. Harald se espabilódel todo. Estaban demasiado cerca. Debían

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actuar con calma o se echarían sobre ellos almenor descuido.

—Señora —dijo muy despacio avanzandounos pocos pasos hacia el frente—. Id hacia loscaballos, pero no les deis la espalda. ¡Apuraos!

Arianne permaneció inmóvil. El rostro alzadoy la mirada fija en aquellos otros ojos que a suvez la observaban.

—¡Señora! —musitó Harald entre dientesdesesperado al ver su desquiciante pasividad.

Ella no respondió y un alarido resonó porencima de sus cabezas. Era Willen.

—¡¡¡Lobos!!! ¡¡¡Soltadme por caridad,señor!!! ¡¡¡Soltadme!!!

Harald sintió deseos de llegarse hasta Willen,cortarle la cabeza y echársela de alimento a loslobos, pero el invierno había sido largo y sabíaque no se conformarían con una sola cabeza, nisiquiera con el generoso cuerpo de Willen.Además, necesitaban ayuda.

Se aproximó a él sin quitar la vista de lassombras que los vigilaban y cortó de un tajo susligaduras.

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—¡Callad y encargaos de avivar el fuego!¡Rápido! —ordenó Harald.

Willen cayó sobre sus rodillas e intentóreanimar aquellas débiles ascuas. Solo saltaronunas pocas chispas.

—¡Haced algo! —le urgió Harald viendocomo la manada se agrupaba y se preparabapara atacar de un momento a otro.

El bueno de Willen también lo comprendió. Sealejó a rastras procurando no llamar la atencióncuando escuchó los susurros furiosos deDerreck.

—¡¡¡Willen!!! ¡¡¡Willen!!! ¡¡¡¡Maldita sea,Willen, desatadme o juro que yo mismo osdespedazaré!!!!

Willen consideró las posibilidades de queDerreck llevase a cabo su amenaza y determinóque no eran muy altas, aunque pensándolo bienno le vendría mal tener a Derreck de su lado.Comenzó a desatarle temiendo que Harald lossorprendiese

No tenía por qué. Otros asuntos ocupaban aHarald en ese momento. Arianne seguía

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paralizada y no parecía capaz de reaccionar. Élse había adelantado y había tratado de atraer laatención de la manada. Lo había conseguido yno menos de cuatro o cinco le cercaban, perotodavía quedaban más e iban hacia ella.

La miró fugazmente y vio brillar el filo de sudaga. Era una pobre defensa contra aquellasbestias. Harald sabía que ni siquiera su espadaera suficiente.

—¡Señora! —suplicó una vez más intentandoque al menos ella se salvase.

Pero Arianne no escuchaba. Su manoaferraba con fuerza la daga y sus ojos atendíansolo al que por su aspecto temible y su posiciónmás adelantada debía de ser el líder de lamanada. Los demás lo seguían, esperaban susgestos y sus órdenes. A él era a quien se habíandirigido los que se habían vuelto contra Harald.Él había consentido con indiferencia y habíaseguido acechándola solo a ella.

No, Arianne no escuchaba ni razonaba,únicamente sentía revivir su pesadilla, solo queahora era real y estaba despierta.

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Y no pensaba correr.Willen terminó de soltar a Derreck y sin

aguardar a nada ni a nadie fue hacia loscaballos.

—¡Daos prisa!Derreck se incorporó entumecido. La manada

se había dividido. Unos cuantos rodeaban aHarald y otros iban a por Arianne. Erandemasiados y ella estaba sola frente al queparecía el mayor y más peligroso de todos.Willen no sería de ayuda y él estaba desarmado.La mejor posibilidad de salir con vida eraescapar. Marcharse sin mirar atrás y abandonara los que quedasen a su suerte. Eso era lo quese proponía Willen y sin duda también su mejoropción.

Entonces, ¿a qué esperaba?Derreck apelaba a su instinto de

supervivencia y recordaba lo que ella le habíahecho pasar: sus engaños, su desprecio, la largamarcha a rastras mientras hacía planes paraentregar su cabeza a quienes celebrarían sullegada colocándola en una pica.

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Derreck recordaba todo eso, pero sus pies nose despegaban del suelo y sus ojos no seapartaban de su perfil frágil y firme. Y no sabíasi admiraba o detestaba aquella insensatatemeridad.

—¡Sir Derreck! —le llamó Willen a lomos delcaballo de Harald.

Justo entonces un aullido llenó la noche y sueco resonó por toda la ladera. Enseguida otrosmás cortos y obedientes respondieron a coro.

Incluso Derreck sintió cómo el vello se leponía de punta y escuchó la orden imperiosa einstintiva que decía que había que huir. Loscaballos se encabritaron y el pollino comenzó arebuznar aterrorizado. Willen no se habíamolestado en desatarle y el animal intentabaliberarse despavorido.

Mientras, Harald ya había comprendido suerror y sabía que estaban solos y perdidos, yArianne… Arianne continuaba petrificada sinmover un solo músculo.

El tiempo pareció detenerse un instante ydespués se desató la locura.

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El macho dominante emitió un gruñido fiero ycorto y la manada se lanzó al ataque. Haraldasestó un certero tajo al primero que se leacercó y los otros retrocedieron rabiosos yenfurecidos y comenzaron a dar vueltas en tornoa Harald esperando la ocasión para saltar sobreél. Unos cuantos más corrieron hacia loscaballos. Willen huía abrazado al suyo como side las faldas de su madre se tratase, pero el deArianne los hizo frente, se levantó de patas yrelinchó con orgullo. Los tres o cuatro que leacechaban agacharon el lomo y buscaron unavíctima que opusiese menos resistencia. Muycerca estaba el pequeño asno atado. Los lobosse cebaron con él.

Solo uno de ellos había permanecido inmóvil,el pelaje erizado, enseñando los dientes,gruñendo desafiante y salvaje, esperando queella se amedrentase y dejase de plantarle cara,aguardando solo un gesto que le asegurase quesería una presa dócil y fácil. El lobo conocía supropia fuerza, pero no dejaba de ser una bestiaoportunista y cobarde y solo se atrevía con los

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que eran más débiles que él. Ella parecía débil,pero no actuaba como si lo fuese.

La manada aullaba enloquecida. Era el líder ytenía derecho a reclamar su recompensa.Arianne apretó con más fuerza su daga.

—¡Apartaos! —dijo Derreck furioso y laempujó a un lado, dejándola tras él.

Arianne tembló de rabia e indignación. Enparte por verlo libre y desatado, en otra porquela tratase así. El lobo no entendía de detalles ysolo comprendió que alguien se interponía entresu presa y él. Saltó sobre Derreck elevándosesobre sus patas traseras, clavó las garras en supecho y se lanzó directo a la yugular. Derreckcayó al suelo. Sus manos se aferraron a lamandíbula del animal y comenzó una luchasalvaje y desproporcionada. El lobo se revolvíasobre él, sus uñas le desgarraban la carne y nodejaba de lanzar dentelladas locas y ferocesintentando engancharle. Derreck solo trataba demantenerlo a distancia de su cuello.

El lobo era casi tan grande como él yseguramente mucho más fuerte. Arianne no

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comprendía cómo había llegado a ocurrir. Eraella quien tendría que haber estado debajo deese animal. Era su garganta la que pretendíadevorar. Era ella y no Derreck quien deberíahaber caído, aunque Arianne sabía ahora, sialguna vez había llegado a dudarlo, que nohabría tenido ninguna oportunidad.

Y deseaba ayudarle. Quería hundir la daga enesa maldita fiera y rajarle el vientre hasta vaciarsus entrañas, pero los dos rodaban por el suelo yaún estaba oscuro y su mano temblaba y temíano ser capaz.

Derreck, en cambio, no pensaba. No habríapodido resistir y pensar a la vez. Apretaba losdientes y hacía presión con todas sus fuerzas. Elpecho le ardía. El lobo le había mordido en unbrazo, pero había conseguido liberarse y ahoraapresaba su quijada. Y aunque la sangreescurría caliente y pegajosa por las palmas desus manos no iba a soltar. No iba a soltar porquesabía que si lo hacía sería lo último que hiciese yno iba a dejar que una bestia sarnosa como esaacabase con él.

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El lobo gruñía y atacaba rabioso. Derreckhizo un último esfuerzo desesperado. Algo crujióroto. El animal lanzó un corto aullido de dolor yaflojó la presa. Arianne vio la ocasión y hundióla daga hasta el fondo en su cuello. El cuerpodel lobo se sacudió en un estertor y cayódesplomado sobre Derreck.

Arianne temblaba de pies a cabeza. Los doslobos que Harald mantenía a raya lanzandomandobles con la espada detuvieron su acoso ymiraron hacia su jefe. Yacía muerto y otros dosde sus compañeros de camada también estabanmuertos o malheridos por la espada de Harald.Los demás se marchaban con el hambre saciadaa costa del asno. Los lobos comprendieron quehabían elegido mal su presa y abandonaron elcerco sobre Harald para ir a husmear entre losrestos de carroña.

El veterano capitán dejó caer la espadaagotado. Estaba comenzando a clarear cuandoya pensaba que jamás volvería a ver la luz deldía. Los dioses gentiles y bondadosos que loshabían amparado debían de saber bien que

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necesitaba un descanso, pero Arianne no le dejóni tomar aliento.

—¡¡¡Harald!!! ¡¡¡Corre, Harald!!! ¡¡¡Venaquí, corre!!!

Harald avanzó trastabillando. La tensión queatenazaba sus músculos apenas le permitíacaminar. Arianne estaba arrodillada al lado deDerreck y apretaba con fuerza su brazo.

—¡Ayúdale, Harald! —suplicó.La sangre manaba a borbotones. Arianne

intentaba contener la hemorragia con suspropias manos, pero nada detenía aquella fuente.

—No os molestéis. No merece la pena —replicó Derreck entre dientes. El brazo le ardía,pero junto con el agotamiento había regresado elsarcasmo—. ¿No creéis que este juego ya hadurado bastante?

—¿Por qué habéis hecho esa estupidez? —leexhortó Arianne exasperada—. ¡Nadie os pidióque lo hicierais!

—Creía que ya estabais acostumbrada a quelos hombres hiciesen estupideces por vos —dijocasi sin aliento.

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—¡¡¡Harald!!! —le urgió ella.El capitán examinó la herida. La mordedura

era fea, pero no parecía demasiado grave, lomalo era que debía de haber afectado a algunaarteria y la sangre no paraba de brotar.

—¡Traed un trozo de cuerda, tela, algo…!¡Rápido!

Arianne buscó a su alrededor. Junto al árbolestaba la soga con la que le habían atado, peropensó que le llevaría demasiado tiempo llegarhasta ella. Alzó su falda y tiró del dobladillo de laenagua. La tela se rasgó dejando al descubiertoy al desnudo por un fugaz instante sus piernas.

Harald cogió la tira de tela que ella le tendiósin comentar una palabra y comenzó a hacer untorniquete alrededor de la herida. Derreckparpadeó varias veces estupefacto hasta que alfin reaccionó.

—En verdad…, si tan solo hubiese sabido quéera lo que tenía que hacer para que por fin oslevantaseis el vestido…

Arianne sentía ganas de llorar de pura furia eimpotencia.

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—¡Callaos! ¡Sois un imbécil! ¡Siempre lohacéis todo mal!

—Es cierto… —murmuró él más apagado—,pero quizá ahora haga algo bien… Quizá cuandoesté muerto me miréis de otro modo, ¿no es asícomo preferís a vuestros pretendientes?

—¡Cómo podéis decir eso! —dijoapesadumbrada y asustada. No podíaconcebirlo. No podía ser que él muriese. Nopodía ser que la vida se escapase de su cuerpofuerte y espléndido, de su espíritu tenaz yrebelde—. ¡No vais a morir!

—Es posible… Quién sabe… —Su miradaera vidriosa y su piel parecía cenicienta a laclaridad grisácea del amanecer—. Puede quelogréis mantenerme vivo y así consigáisentregarme a tiempo… Aunque en realidad nocreo que sea imprescindible que me entreguéisvivo.

—¿Por qué os empeñáis en hacerme sufrir?—sollozó Arianne con los ojos empañados porlas lágrimas.

Harald dio por terminado su intento de cura.

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La sangre seguía brotando aunque máslentamente. Él no podía hacer otra cosa y seapartó incómodo y apenado.

—No deseo haceros sufrir… Nunca lodeseé… Arianne… —musitó sin fuerzas—.Hay algo que debo deciros… ¿Me escucharéis?

—Decid —imploró ella.—Acercaos…Arianne aproximó el rostro hasta que su

mejilla casi rozó los labios de Derreck y pudosentir sobre la piel su aliento tenue.

—Tengo que confesaros… —Derreck sedetuvo. Arianne aguardó sus palabras con elcorazón en un puño—. Es algo que necesito devos… —Ella giró el rostro hacia él confusa.Derreck sonrió pálidamente—. Necesito agua…Estoy muerto de sed.

Arianne miró su sonrisa y de pronto ya no lepareció que estuviese tan grave. Le habríagolpeado por engañarla así si no le hubiesedetenido el hecho de que de veras se hallabamuy malherido.

—Harald, tráele agua —dijo apartándose

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destemplada.Derreck pensó en llamarla, pero se mordió la

lengua cuando su nombre ya estaba en su boca.Harald le pasó el pellejo. Bebió hasta que noquedó una sola gota y cerró los ojos, exhausto.

Harald dejó que descansase y miró a sualrededor. El pequeño campamento tenía elinconfundible aspecto del campo después de labatalla. Los lobos muertos pronto serían pastode los buitres y del resto ya no se veía ni rastro.El caballo de Arianne había salido indemne y seacercó lentamente a ella. El animal empujó sucabeza contra la de Arianne buscando ánimo oquizá tratando de darlo. Arianne apoyó en él sufrente y lo acarició.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntóHarald contemplándola descorazonado—. Hehecho lo que he podido, pero no creo quebaste…

Arianne guardó silencio. Sabía perfectamentelo que había que hacer. Había que curar esaherida o nunca sanaría. No debía de ser tandifícil. Solo era algo que se había roto. Alguien

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sabría cómo recomponerlo. Si bien Arianne noignoraba que unas heridas sanaban con másfacilidad que otras y que algunas cosas rotasnunca podían ya recomponerse.

—Saldremos ahora mismo. Tú y yocaminaremos y él irá en el caballo. Buscaremosa alguien que sepa curar.

—Aun así, si llegase a morir… —comenzóHarald.

—No morirá —dijo cortante Arianne.Harald calló y se inclinó ceremonioso.—Como digáis, señora.Había dicho que la apoyaría y lo haría hasta el

final. Y eso a pesar de que en aquel instanteArianne le parecía mucho más joven de lo querealmente era. Quizá porque su rostro tenía ladeterminación infantil de quien cree que bastacon desear algo con mucha intensidad para quetermine por cumplirse.

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Capítulo 33

Arianne tenía que tirar cada vez con másfuerza de las riendas del caballo. El sendero sehabía ido estrechando y el animal se resistía aavanzar. Estaba cansado de la larga jornada sindescanso y, para colmo, cargado con un jineteque no colaboraba.

Al principio, Derreck había tratado, inclusoherido como estaba, de resistirse. Había lanzadotodo tipo de juramentos e imprecaciones y habíadespotricado un buen rato sobre los desvaríos deArianne y lo caprichoso y sin sentido de susactos. Luego había tratado de convencerla paraque diese la vuelta y regresase al castillo y,cuando no dio resultado, aseguró que no iba asecundar sus locuras ni por un instante más. Se

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había tirado del caballo y Arianne habíacontemplado en silencio cómo le daba la espalday echaba a caminar tambaleándosepesadamente. No había recorrido más que unoscuantos pasos cuando cayó al suelo desplomado.Entre Arianne y Harald habían conseguido aduras penas subirle de nuevo al caballo. Traseso, Derreck solo había vuelto a hablar parapedir más agua y desde la última vez que lohabía hecho había pasado ya demasiado tiempo.Ahora estaba inconsciente, derrumbado sobre elcaballo, y a Arianne le parecía que no iban allegar nunca a su destino.

—¿No es eso una luz, Harald?Se les había vuelto a hacer de noche en el

camino y entre la espesura destacaba unmacilento resplandor amarillo.

—Eso parece. El muchacho aseguró que noestaba a más de media legua.

Habían encontrado una aldea. Los habíanmirado con recelo. En ningún sitio gustaban losextraños y menos los que traían problemas. Ellosparecían tener la palabra escrita en el rostro.

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Cuando habían preguntado por un curandero, leshabían señalado la dirección que debían tomar,pero nadie había querido acompañarlos. Haraldya desesperaba de encontrarlo y más de queestuviesen a tiempo para que sirviera de algo.

Arianne aceleró el paso y el caballo protestóbufando. La luz provenía de la ventana de unapequeña cabaña solitaria. Habría querido volar,pero no había forma de hacer andar más rápidoal animal.

Por fin llegaron. Arianne golpeó con fuerza lapuerta. Era tarde para visitas, pero no eramomento de andarse con ceremonias. Nadiecontestó. Arianne volvió a golpear más fuerte ymás rápido.

—¿Hay alguien ahí? Por favor, necesitamosayuda —imploró—. Hay un hombregravemente… —La puerta se abrióinterrumpiéndola, solo un pequeño resquicio.Arianne suplicó esperanzada—. Por favor…

La puerta se abrió un poco más. Una especiede gigante apareció en el umbral. Arianneretrocedió instintivamente. Su rostro no se

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distinguía envuelto en las sombras, pero suaspecto al contraluz era inquietante y su silenciono ayudaba a despejar temores. Harald llevó lamano a la empuñadura de su espada y avanzóhasta cubrir la espalda de Arianne. El gigantesiguió impasible. Arianne se aclaró la voz yprobó de nuevo.

—Venimos en busca de ayuda. Nos han dichoque aquí podríamos encontrarla. Traemos unhombre herido…

El hombre no contestó y alguien más apareciótras él: una mujer. Una mujer no anciana, pero símás próxima a la vejez que a la juventud. Suespalda estaba encorvada aunque se la veía ágily sus ojos, inteligentes y despiertos, la hacíanparecer más joven de lo que era en realidad. Nohabría tenido tan mal aspecto si sus cabellosnegros entremezclados de canas no hubiesenechado en falta un buen cepillado.

—Hazte a un lado, Horne —ordenó la mujery el gigante se apartó.

Arianne se adelantó procurando desechar sustemores.

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—¿Sois Unna?—Ese es mi nombre, ¿y quién sois vosotros?

—preguntó suspicaz—. No sois de por aquí.Una mujer joven, un viejo y alguien que estámás allá que acá por lo que veo —dijoexaminando con ojo crítico y experto el bultoexánime que era Derreck.

—Estamos de paso. Los lobos nos atacaron yle hirieron. En el pueblo nos dijeron queentendíais de curaciones y de muchas máscosas —respondió Arianne inquieta. El aspectode la cabaña, como el de sus habitantes, era másbien lóbrego y no inspiraba confianza. Un oloracre salía de su interior o quizá proviniera delgigante.

—¿Eso os dijeron? —preguntó la mujer conuna sonrisa aviesa—. Es cierto. Entiendo demuchas clases de males, pero solo se acuerdande la vieja Unna cuando todos sus otrosremedios han fracasado. Apenas nadie havenido este invierno. Han tenido suerte y susovejas no han enfermado ni sus niños hancontraído fiebres. Ha sido un mal año para

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Unna. Casi no he tenido con que alimentarnos ami hijo y a mí y ya comprenderéis que no es unaboca fácil de saciar.

Arianne tragó saliva pensando en el apetito deaquel coloso sombrío y huraño.

—Tengo plata. Os pagaré, pero es muyurgente.

La mujer sonrió como si hubiese dicho laspalabras mágicas y le franqueó el paso a sumorada con una inclinación.

—Horne, trae al caballero. Vos podéis pasar,joven señora. El viejo se quedará fuera. No megusta que haya tanta gente en mi casa —dijo lamujer, repentinamente gruñona.

Harald dirigió a Arianne un gesto de protesta,ella se encogió de hombros y le rogó con lamirada que aceptase. El ceño de Harald sefrunció con preocupación mientras Horne cogíaa Derreck con la misma facilidad que si fueseuna gavilla de trigo, cargando con él como si talcosa. Arianne le siguió, la puerta se cerró y ellosdos se quedaron dentro y Harald fuera.

El fuego que ardía en el hogar proporcionaba

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toda la iluminación existente en la casa. Lachimenea no debía de tirar bien y había unfuerte olor a humo. Otros olores menos intensospero reconocibles llegaban desde todos losrincones. Haces de muchas clases de plantascolgaban atados de las vigas del techo yabundaban las repisas repletas de tarros yvasijas de diversos tamaños y colores. Ariannese sobresaltó al sentir unos ojos sin vida que laobservaban fijamente. Tardó un poco en advertirque se trataba de una lechuza disecada.

Horne dejó a Derreck sobre una mesa situadaen el centro de la habitación. Arianne volvió aalarmarse al contemplarle. Había visto a lo largodel día su fuerza apagarse igual que una vela apunto de consumirse, como si el más mínimosoplo de aire pudiese apagarla. Arianne se habíaaferrado a una esperanza y había hecho oídossordos a la voz culpable que le decía que aquellopodía haberse evitado. Ahora ya no podíaocultarse hasta qué punto era desesperada lasituación.

—Así que un lobo decís —preguntó la mujer

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a la vez que encendía una lamparilla yexaminaba a su luz la herida de Derreck—.¿Los lobos os atacaron en el camino?

—Nos habíamos desviado del camino —dijoArianne sin extenderse en detalles.

—¡Ajá! —exclamó la mujer como si eso loexplicase todo—. Siempre es peligrosodesviarse del camino. No debisteis hacerlo.

—Llevábamos prisa —se justificó ella,aunque no estaba por la labor de darexplicaciones a aquella mujer que la reprobabasin tener la menor idea de sus motivos.

—Y ahora estáis retrasada —dijo la mujertriunfante—. Y no creo que vayáis muy lejos, noal menos con él —aseguró dejando caer sin elmenor cuidado la mano de Derreck trascomprobar su pulso y su temperatura. Estabafrío y pálido. Arianne podía verlo por sí misma.Nunca le había visto tan pálido—. Ha perdidodemasiada sangre.

—¿Pero podéis curarle? —preguntóansiosamente Arianne.

La mujer entrecerró los ojos y la miró como si

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fuese una cosa molesta y desagradable quealguien hubiese colocado en su camino.

—Podría coserle la herida y curarla para queno se infecte, pero no puedo volverle la sangreal cuerpo. No se puede recuperar lo que se haperdido. Debisteis traerlo antes. No me gustanlos moribundos. No se puede hacer nada conellos. Solo traen complicaciones.

—¡Pero él no está moribundo! ¡Y es muyfuerte y muy obstinado! ¡Se recuperará! ¡Tieneque recuperarse! —afirmó Arianne colocándosefrente a ella para impedir que se apartara—.Por favor… Ayudadme. No tengo a nadie más.

Unna pareció pensarlo. La estudió con suspequeños ojos astutos y miró sus ropas de viaje,sucias y discretas pero de evidente calidad, igualque su portadora.

—¿De dónde venís? Por vuestro acentoparecéis de la otra orilla…

—¿Qué más da de dónde venga? —dijoArianne impaciente.

—No importa, pero me llama la atención quevengáis de allí. El paso lleva meses cerrado.

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—Viví un tiempo al otro lado del paso, peroya no, y ahora voy a Silday. Me están esperando—afirmó tratando de dar seguridad a su voz.

—¿A Silday? Silday queda a un par dejornadas de aquí. —Unna se volvió haciaDerreck, se encorvó pensativa y tomó unaresolución—. Está bien. Trataré de ayudaros.¿Cuánta plata tenéis?

Arianne vio la avaricia pintada en su rostro.De repente le pareció una mala idea confiar enella, pero ¿acaso tenía otra opción? Le debía esoa Derreck. Le hubiese dado su propia sangre sihubiera existido algún modo de entregársela. Élla había salvado. Ella iba a entregarle al rey y élhabía arriesgado su vida por la de ella.

Abrió su bolsa y la vació sobre la mesa. Losojos de la mujer brillaron de codicia.

—¿Hay bastante?—Señora —dijo Unna haciendo una

reverencia y recogiendo con rapidez todas lasmonedas—. Haré cuanto pueda por él. Dejadloen mis manos. Le curaré esa herida. ¡Horne! —gritó llamando a su hijo—. ¡Trae más luz!

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El hombre obedeció mansamente y fuellevando muchas velas que prendió alrededor deDerreck, mientras Unna sacaba aguja e hilo ycogía un pocillo de agua hervida de la cacerolaque ardía en el fuego.

—Iba a servir para preparar nuestra cena,pero esto nos dará de comer muchas másnoches, señora —dijo Unna aduladora.

Añadió un puñado de hojas secas al agua y elaire se llenó de un olor fresco y medicinal, lavóbien la mordedura, la secó con cuidado, enhebróla aguja y comenzó a coser igual que si zurcieseun roto. Derreck ni siquiera se inmutó.

—Es un hombre hermoso, señora. No meextraña que queráis conservarlo. Mi maridotambién era un hombre fuerte, aunque no tantocomo mi Horne.

Arianne calló. Miró a Derreck, que nomostraba la menor expresión en su rostro pese aque aquella mujer clavaba la aguja una y otravez en su carne.

—¿Por qué no se queja? —preguntó Arianneinquieta.

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—Porque su alma se encuentra ya cerca delreino de las sombras, señora. Su cuerpo aúnestá con nosotros, pero no será por muchotiempo —advirtió la mujer con frialdad.

Un escalofrío helado recorrió a Arianne. Nosolo por la indiferencia de Unna. Al fin y alcabo, ¿qué le importaba él a esa mujer? ¿Quépodía saber ella? ¿Cómo podía entender siquieralo que Arianne sentía? ¿Acaso lo comprendíaella misma? La segura certeza de que si la vidade Derreck se apagaba, se apagaría tambiéncualquier rescoldo de calor que pudiese quedaren su corazón.

—¿No hay nada más que podáis hacer? —preguntó Arianne con voz tensa.

La mujer calló mientras terminaba de cortarel hilo con los dientes y comenzaba a recogersus cosas.

—Hay algo… —musitó—. No a todos lesgusta y no siempre da resultado.

—¡Hacedlo! —exigió Arianne—. ¡Hacedcualquier cosa que pueda servir!

—También tiene un precio —dijo Unna

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levantando el rostro.Arianne contuvo la rabia por sentirse

engañada.—Os he dado todo lo que tenía —aseguró

con fría calma.La codicia brilló siniestra en el rostro de

Unna.—Hay algo que lleváis encima… Ese

colgante… Tal vez pueda ayudar.Ella se llevó la mano a la garganta. Solo la

cadena quedaba a la vista. El medallón estabadebajo del vestido. Llevaba el emblema delpaso. Era la única alhaja que había cogido. Novalía mucho. Era más bien una especie deprueba para usar en caso de necesidad. Pero siaquel no era un caso de necesidad…

Arianne tiró con fuerza de la cadena y elcierre se rompió. Se lo dio a Unna sin vacilar,enseguida el colgante desapareció entre susbolsillos.

—¡Rogaremos a los espíritus! —dijo Unnamostrando un repentino entusiasmo—. Lesharemos una ofrenda. Sin duda mostrarán

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simpatía ante vuestra generosidad.—¿Eso es todo lo que vais a hacer? —dijo

Arianne desencantada—. ¿Rogar a los dioses?La mujer chistó secamente y miró a Arianne

severa negando con la cabeza.—No subestiméis el poder de una plegaria.

Los dioses escuchan a quienes saben hablarlos—aseguró con el semblante oscurecido, como siArianne la hubiese insultado gravemente—. Yno hay nada que esté fuera de su poder.

—No quería ofender vuestras creencias —murmuró Arianne en voz más baja, un pocointimidada por la luz exaltada que brillaba ahoraen los negros ojos de Unna.

—Solo ofende quien puede —refunfuñó algomás calmada—. Creedme, no ofenderéis aUnna. Entonces, ¿qué decidís? ¿Lo haréis o no?

—Haced lo que sea preciso —cedió Arianne.—Así me gusta, que seáis una buena chica

—dijo mostrando una sonrisa que no inspirabaconfianza—. Traed vuestra mano.

Arianne iba a protestar otra vez, pero lamirada de la mujer la avisó de que no lo hiciera,

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así que tendió de mala gana su mano. Unna ladio la vuelta rudamente, tiró de ella para atraerlahacia la luz de las velas y se quedó un buen ratoestudiándola silenciosa.

Aquello ponía muy nerviosa a Arianne, perono quería volver a enfadar a aquella extrañamujer. Tras un buen rato, Unna levantó el rostroy se dedicó a mirarla a ella. Eso todavía la hizosentir peor.

—Interesante… Interesante y poco común—murmuró desviando por fin la vista.

—¿Qué es tan interesante? —preguntóArianne recelando, más por obligación queporque tuviese verdadero interés en conocer suspensamientos.

—Las líneas que rigen vuestro destino. Sonclaras y muy profundas.

La mujer calló y siguió mirando el borde de lamesa. Arianne esperó hasta que no pudoresistirse.

—¿Y qué es lo que dicen?—Dicen muchas cosas —aseguró Unna

volviéndose misteriosa hacia ella—. Dicen que

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tenéis un propósito y que por él estáis dispuestaa hacer grandes y dolorosos sacrificios, dicenque podréis alcanzar cuanto pretendéis, pero nosin antes causar grandes pesares y derramarmucha sangre…

—¿Qué sangre? —interrumpió con voz tensaArianne.

La mujer volvió a mirar a la mesa y aDerreck.

—¿Qué sangre? Es difícil saberlo. Él ya havertido una poca, pero no ha sido la primera yjuraría que no será la última… Seguramente vossabéis mejor que yo qué sangre deseáisderramar —dijo mirándola con sagacidad.

Arianne le respondió airada.—No te he pagado para que me digas cosas

que ya sé.—Claro que no, señora —dijo la mujer

inclinándose de nuevo—. Queréis resultados.No os preocupéis. ¡Horne! —gritó volviéndosehacia su hijo—. ¡Trae un carnero!

Horne dejó oír por primera vez una vozgutural y apagada.

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—No queda ningún carnero, madre. Matamosel último para comérnoslo.

—¡Para que te lo comieses tú, querrás decir!—exclamó furibunda—. ¡Trae algo! ¡Lo quesea! ¡Una cabra!

—Solo quedan gallinas —dijo lóbrego Horne.—¡Pues trae una puta gallina! —Horne no se

movió. Unna continuó mirándolo hasta queHorne bajó la cabeza y salió golpeando la puertatras de sí.

Unna recuperó con rapidez la compostura yse volvió hacia Arianne sonriendo nerviosa.

—Tenéis que disculparle. Es un buen chico,pero un poco lento y si me descuidase creo queun día trataría de arrancarme un brazo paracomérselo. Tiene un apetito voraz.

Arianne asintió débilmente, estaba espantaday no solo por la voracidad de Horne. No legustaba nada Unna, no le gustaba su hijo ni sucabaña oscura y maloliente. Y ahora no leparecía buena idea dejar que volviese a tocar aDerreck.

—Creo que deberíamos irnos… Ya os he

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causado bastantes molestias. Buscaremos unlugar donde pasar la noche y esperaremos.Seguramente esté mejor mañana. Ya no sangra.

—¿Qué decís? —dijo alarmada la mujer—.¿Os habéis vuelto loca? No podéis moverlo.Necesita descanso. Cualquier esfuerzo puedematarlo. ¿Es eso lo que queréis?

—¡No! —saltó Arianne—. ¡No quieromatarlo!

—Claro que no —aseguró Unna con voz másdulce—. Queréis que viva… Una vida larga yfeliz, llena de venturas, viendo crecer a vuestroshijos y envejeciendo juntos al lado del fuego.¿No es eso?

Arianne asintió con la cabeza sin saber ni loque hacía. Unna estaba ahora muy cerca y susojos ardían como carbones encendidos.

—Es un noble deseo. Pediremos juntas por éla los espíritus. Dadme vuestras manos.

La mujer agarró con fuerza las manos deArianne, cerró los ojos, elevó la cabeza hacia elcielo y murmuró algunas palabras en un lenguajeque Arianne desconocía. Guardó silencio un

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momento y cuando habló lo hizo con seriagravedad.

—¿En quién depositáis vuestra confianza,señora? ¿En los espíritus del agua, del aire, de latierra o del fuego?

Arianne tuvo que aclararse la garganta paracontestar. Se sentía incapaz de mentir a aquellamujer.

—No confío en ninguno de ellos.Unna alzó las cejas.—¿En ninguno? ¿Ni siquiera en los espíritus

de vuestros antepasados?—Nunca ninguno me ayudó cuando lo

necesité —afirmó duramente Arianne pese aque el recuerdo de aquella voz que la habíasacado del sueño estaba aún muy presente en sumemoria, pero no iba a vender su lealtad por tanpoco precio después de una larga vida deabandonos.

—Bien —admitió Unna cediendo—.Entonces supongo que tendréis que poner todavuestra fe en vos misma. Yo pediré en vuestrolugar a quienes quieran escuchar a la vieja

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Unna.Comenzó a recitar otra larga letanía

ininteligible. Arianne no sabía qué pensar deaquello. Hacía mucho que había perdido la fe enlas plegarias y en los dioses, sin embargo erabien sabido que cuando no había nada más a loque recurrir solo quedaba rezar, si rezar se podíallamar a aquello que hacía Unna.

La mujer calló al cabo y Arianne esperó conel ánimo encogido. No se le ocurría cómo podíaayudar eso a Derreck.

—Los espíritus me han escuchado —anuncióUnna saliendo de su trance y abriendosúbitamente los ojos—, y han mostrado interéspor vuestros pesares.

—¿En serio? —dijo Arianne con cautela,pensando si ya sería buen momento parasoltarse de las manos de Unna—. ¿Y qué oshan dicho?

—Dicen que para conseguir lo que deseáistendréis que renunciar a lo que amáis —aseguróUnna con la frialdad de un juez que dictase unasentencia cruel y definitiva.

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—¿Por qué? —preguntó Arianne airada ytenazmente. No estaba dispuesta a aceptar asícomo así esas palabras y además se sentía muyenfadada, aún no sabía si con Unna o con losespíritus.

—Porque todas las cosas tienen un precio.Pero vos podéis elegir, los espíritus os hanconcedido ese don.

—¿Entre qué debo elegir? —dijo Arianne sincomprender nada. Comenzaba a sentirseatrapada en aquella pequeña habitación, tancerca de Unna que notaba el desagradable olorsucio de sus ropas, sujeta por sus manoshúmedas y frías que no la dejaban soltarse.

—Debéis elegir qué es lo que más os importa—dijo con voz profunda que parecía nacer másallá de su garganta—. La vida y la muerte girana vuestro alrededor desde que nacisteis. Luchanpor imponerse la una sobre la otra. La unacontra la otra. Las dos con la misma fuerza. Lasdos igual de poderosas. Tendréis que decidir conquién estáis vos, a quién le pertenecéis. Esa y nootra será vuestra elección.

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Un lamento angustiado atenazó a Arianne.No había querido creer en Unna. Sus rezos enun lenguaje desconocido no significaban nadapara ella y sin embargo ahora parecía leer en elfondo de su corazón.

—Yo quiero vivir —dijo por fin en un sollozoahogado.

—Claro que sí, mi dulce niña —dijo Unnauniendo las manos de Arianne y cruzándolasentre sí—. Viviréis… Y conservaréis lo queamáis. Así debe ser. Todo irá bien —dijosonriente acariciando sus manos.

La puerta se abrió. Arianne se volviósobresaltada. Era Horne y traía una gallinasujeta por las patas, cacareaba y revoloteabaalborotada con sus inútiles alas. Obediente, se latendió a su madre.

—Gracias, querido. Has sido un buen chico—dijo dándole una palmadita cariñosa en una desus enormes manos—. Terminaremosenseguida, señora. No miréis si no queréis. Noes necesario —aclaró mientras cogía uncuchillo.

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Arianne no pensó ni por un momento en dejarde mirar. Unna alzó la gallina, que seguíavolanteando y armando escándalo, la dejó justoencima del pecho de Derreck y comenzó adeclamar en voz solemne y alta:

—Sangre por sangre. Vida por vida.Cortó el cuello de la gallina de un solo tajo

limpio y su molesto cacareo cesó a la vez que susangre se derramaba sobre Derreck. Los labiosde Arianne se convirtieron en una sola líneapálida cuando vio teñirse de rojo su pecho.

—Bien. Ya está hecho —dijo Unnalimpiándose las manos en el vestido y echando aun lado los restos de gallina que más tardeaprovecharía—. Ahora hay que esperar. Llévaloa tu cama, Horne. Pasará allí la noche y vospodréis velar su descanso si lo deseáis. El viejopuede dormir en el establo. Horne le harácompañía. Es un buen muchacho, mi Horne —añadió aprobadora cuando le vio coger enbrazos a Derreck.

—¿Y con esto será suficiente? —preguntóArianne todavía trastornada y sin acabar de

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asimilar el cambio de Unna, que había pasado dehablar de tú a tú con los espíritus a organizar elalojamiento de sus huéspedes, como si aquellofuese una largamente esperada reunión dequeridos amigos o añorados familiares.

—Será o no será —dijo Unna encogiéndosede hombros—. Eso no depende de nosotras.Descansad ahora y no penséis en el mañana.Seguro que el día trae buenas nuevas —asegurócerrando la puerta del cuarto y dejándola sumidaen las tinieblas.

—¡Esperad! —La puerta volvió a abrirse y laluz que llegaba de la habitación iluminó el jergónsobre el que se hallaba Derreck—. ¿No podríaisdejarme al menos una vela?

Pareció que Unna tuviese que detenerse aconsiderarlo. Arianne pensó que le responderíaque también las velas tenían un precio, perodebió de sentirse generosa.

—Claro que sí. Os la traeré. Una vela…Regresó enseguida con una que era poco más

que un pábilo. Se la entregó con su forzada ydesagradable sonrisa y volvió a cerrar la puerta.

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Arianne la dejó en una pequeña hornacinahoradada en la pared. Cogió una banqueta demadera que encontró a un lado y se sentó juntoa Derreck.

La vela alumbraba con reflejos cálidos surostro, casi parecía dormir serena yplácidamente. Arianne echó un vistazo a la vela,no duraría mucho y después ya no podríacontemplarle.

En algo tenía razón Unna. Dos impulsosluchaban constantemente dentro de Arianne,combatían silenciosa aunque fieramente. Por fin,uno venció al otro.

Llevó su mano hasta la áspera mejilla deDerreck y la acarició despacio con el dorso.

Recordó las palabras de Unna. Una elección.No, no le perdería.No renunciaría a aquello que amaba.

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Capítulo 34

Tras muchas horas esperando algún cambióen Derreck, Arianne había terminado porquedarse dormida. Era un sueño ligero,acomodada de mala manera como estaba enuna banqueta, reclinada entre la pared y eljergón de paja. La vela se había consumidohacía mucho tiempo y en la oscuridad larespiración de Derreck se oía débil peroconstante. Se sentía agotada y echaba en faltala seguridad del castillo y de los rostrosconocidos. Unna no le inspiraba ningunaconfianza y su callado y enorme hijo aún menos,y ahora estaba en su casa, bajo su mismo techo,y les había entregado todo cuanto llevaba acambio de un deseo.

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Arianne era desconfiada, a la fuerza y pornaturaleza, sin embargo, los presagios de aquellamujer volvían a ella una y otra vez. Lo quedeseaba y lo que amaba.

Sabía que no podría tener ambas cosas, quizáni siquiera una sola de ellas, y lo único queansiaba en ese momento era que él serecuperase. No quería mirar más adelante, nosabía qué haría después. Solo cabía esperar eignoraba por cuánto tiempo tendría que hacerlo.

El sueño era una nube de la que Ariannesubía y bajaba sobresaltada. Abría los ojos yponía toda su atención en percibir el silbidoapagado de su respiración, cuando lo oía setranquilizaba y volvía a quedarse adormilada.

Con todo, aquellas cortas cabezadas debíande ser más profundas de lo que Ariannepensaba, porque no hizo el menor gesto cuandola puerta se abrió sigilosa ni cuando unainquietante sombra avanzó hacia ella.

No escuchó ni sospechó nada hasta que unamano enorme atenazó su rostro, tapando sunariz y su boca, ahogando el grito que murió en

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su garganta e impidiendo por completo surespiración. Arianne reconoció el olor rancio yespeso, y además, aquella descomunal mano quela asfixiaba solo podía pertenecer a Horne.Trató desesperadamente de liberarse, pero él lacontenía con la misma facilidad con la que unhombre lo habría hecho con un niño chico: sin elmenor esfuerzo.

Horne no se movía, no hablaba, no soltaba suférrea presión y Arianne pataleaba inútilmentemientras sentía cómo el aire se le agotaba y supecho parecía a punto de estallar.

Pensó que era absurdo, injusto, ridículo.Después todo desapareció y cediódesvanecida…

Abrió los ojos y le costó enfocar lasimágenes, iban hacia delante y hacia atrás y lasvoces parecían llegar de muy lejos. Estabaconfusa y no sabía dónde se encontraba, ni quéhacía allí, ni por qué le dolían tanto los brazos ysu boca estaba llena de algo que le producía

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náuseas.Una de aquellas imágenes borrosas se le

acercó y la estudió con atención.—Mira… Ha abierto los ojos.Unna la echó un vistazo sin moverse de su

silla y asintió satisfecha.—Te lo dije. Solo estaba atontada. Es joven…

Se recuperan con facilidad.Arianne lo recordó todo. La huida del castillo,

los lobos, la extenuante jornada en busca deayuda, la vieja Unna y su hijo Horne. Él la habíaatacado mientras dormía y ahora estabaamordazada, sujeta de pies y manos y atada auna silla. Intentó coger aire por la boca y sintióarcadas. Cerró los ojos y se concentró enrespirar por la nariz para que pasara.

El hombre la examinó curioso. Arianne loobservó aterrada. Estaba ya lejos de ser joven yera enteco y de cuerpo seco, duro y resistente.Su rostro aguileño, curtido por la edad y lasinclemencias de una vida hecha a la intemperie,mostraba una larga cicatriz desde la mejillahasta el mentón. Podía ser un antiguo soldado o

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un cazador furtivo, quizá. Si se hubiese cruzadoen su camino, Arianne se habría hecho a un ladopor instinto.

—No lo sé —dijo el hombre receloso—.Podría ser cualquiera. El paso continúa alzado.Ayer mismo lo vi con mis propios ojos.

—¡Y tú mismo me contaste que en la orilladecían que lo habían visto bajar en mitad de lanoche! —protestó Unna decepcionada por lafalta de entusiasmo del hombre—. ¡Es ella!¡Estoy segura!

Arianne comprendió. Unna la habíareconocido o había sospechado de ella y por esole había ofrecido su hospitalidad y la habíamanipulado para que se quedase allí esa noche.Se sintió engañada y traicionada. Nuevamente.Era el precio de su debilidad. Se había juradoque sería fuerte y dura y había fallado. Ahoraestaba encerrada en una cabaña perdida amerced de aquella mujer horrible y de ungranuja y, para colmo, pensó encogida por laangustia, ignoraba cuál habría sido la suerte deDerreck y Harald.

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—Pobre pajarita —dijo el hombre con unamueca que hizo aún más desagradable su rostro—. Mírala, está asustada.

—Un golpe de suerte, Ceryr —celebró Unna—, si alguna vez ha habido alguno, y ya ibasiendo hora.

—No lo sé —dijo más escéptico Ceryr—. Vialguna vez a sir Roger en Silday. No se pareceen nada a él.

—¿Y eso qué? ¿No lo ves? Tiene el aire de lagente del sur. Su madre era de allí y además, sedecía que no era verdadera hija del señor delpaso —afirmó Unna con aire enterado—. Locontaban en las dos orillas.

Los ojos de Arianne echaron chispas parasatisfacción de Unna.

—¿Lo ves? No le ha gustado oír eso. Es ella,Ceryr. Estoy segura. Si salimos ahora podemosestar en Silday en un par de días. La llevaremosen tu carro y le echaremos algo por encima paraque nadie la vea. Tú te quedarás vigilándola y yome presentaré en el castillo. Se alegrarán desaber la noticia. No se negarán a ayudar a una

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pobre mujer que ha viajado hasta allí solo paraservir bien a su señor. Y habrá un buen pellizcopara ti si me ayudas, Ceryr…

—Promesas —dijo Ceryr sin dejarseimpresionar por la palabrería de Unna—. ¿Porqué te iban a creer? ¿Quién me dice que no teecharán a patadas en cuanto te vean? Incluso site escuchasen y al final resultase ser solo la hijade un mercader, ¿qué ganaría yo?

—¡No es la hija de un mercader, cabeza dechorlito! ¿Es que no la ves? —dijo Unnaperdiendo de nuevo los estribos—. ¡Es unadama si alguna vez he visto alguna! ¡La damadel paso! Y además —dijo más calmadaacercándose maliciosa a Ceryr—, es una damamuy bonita… No tienes tanto que perder.

Ceryr soltó una risa rijosa que puso los pelosde punta a Arianne, lo mismo que la sonrisaennegrecida de Unna, pero Ceryr recuperópronto su sentido comercial.

—Aun así prefería cobrar por adelantado.Vamos, vieja —regateó—, seguro que tienesalgo por ahí escondido. El caballo necesita

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cebada y yo tengo derecho a tomar algunaspintas. No seas tan avarienta…

El rostro de Unna se nubló como si hubiesemencionado la peste.

—¡Sabes que apenas he sacado nada esteaño! ¡Tú no me has traído más que despojos yesa bestia come por diez hombres! —graznóenfurecida, apretando con rabia los puños comosi atesorase en ellos las monedas que nopensaba soltar.

—No se te ha dado tan mal —refunfuñóCeryr—, y además, ¿qué hay de ella? Si es tanimportante como dices no iría con las manosvacías.

Unna arrugó el gesto ante aquella muestra deastucia de Ceryr. En verdad era muy tacaña ypara ella suponía un enorme sacrificio renunciara la más mínima parte de sus ganancias.

—¡Se ha escapado, idiota! ¿Es que no loentiendes? ¿Crees que llevaría el tesoro del pasobajo las faldas?

—A lo mejor es que no has mirado bien —farfulló Ceryr malhumorado entre dientes y echó

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una mirada resentida a Arianne.Ella tragó saliva. Aquellos dos seres

miserables discutían como si no estuviesepresente. Al menos el hecho de que fuesevaliosa para ellos le daba alguna esperanza.

—Escucha, Ceryr —dijo Unna falsa y melosa—. Este es un buen negocio. Tendrás tu paga,una muy generosa en cuanto lo sepan en Silday.Todos esos señores que se han reunido allí estáncomo locos por que funcione de nuevo el paso.Sabes cómo se alborotaron cuando cambiaronlos estandartes en el castillo. Los Weiner ya noson los amos —recordó Unna—, tú también losabes. Alguien llegó del este… Los señores deSilday nos darán lo que les pidamos si lesentregamos a quien sepa cómo hacer bajar elpaso —dijo inclinando la cabeza hacia Ariannemientras le daba un codazo cómplice a Ceryr.

A su pesar, Arianne tenía que reconocer laastucia de aquella mujer y lo que era peor: supropia estupidez. No se le había ocurrido pensarque en la otra orilla habría tanta inquietud por elpaso como en Svatge, y ni por un momento

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había sospechado que una mujer que vivía enuna cabaña en medio del bosque la reconocería.

—¿Y qué hay de los otros? Los hombres…¿Quiénes son? —preguntó Ceryr sin terminar dedecidirse.

—El viejo debe de ser algún servidor y el otroserá su caballero. El que la ha rescatado… Sedecía que no quería casarse con el nuevo amodel castillo, debía de preferir a este —resolvióUnna con seguridad.

Arianne palidecía de pura humillación y deremordimiento por su necedad. La nocheanterior había sido tan idiota de creer que Unnaleía en su mano, que sabía interpretar las líneasy los lances del destino, que quizá incluso gozabadel favor de los espíritus, cuando en realidadconocía su historia y la de su familia al dedillo. Yque Unna no veía más allá de sus narices lodemostraba el hecho de que pensase queDerreck la había rescatado de algo.

—De todos modos, no te preocupes por ese—añadió Unna quitándole importancia—.Morirá hoy, si no ha muerto ya.

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La cólera de Arianne se desvaneció y otravez se sintió marearse y desfallecer. No lepreocupaba lo que Unna pensase de ella ni loque fuese a ocurrirle, si la vendería en Silday ola cambiaría por un caballo a Ceryr. Si Derreckmoría todo lo demás no le importaba.

—¿Qué dices? ¿Tenemos trato o no?Piénsalo rápido o buscaré a otro —amenazóUnna.

—Maldita mujer… Espero que no teequivoques —rezongó Ceryr—. Lo haré, teayudaré, pero aunque no resulte ser quien dicestendrás que pagarme veinte piezas de plata.

—¿Veinte? —ladró Unna—. ¡Eres un ladrón,Ceryr!

—Y tú una vieja bruja miserable —dijo él casiamistoso—. Veinte o no hay trato.

—¡Te daré diez y da gracias! ¡Por una solapieza podría comprar tu carro y tu caballo! ¡Y túmismo no vales más de un cobre!

—Entonces, ¿por qué no te las apañas túsola? —preguntó Ceryr picado, levantándose desu banqueta

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—Vamos, Ceryr —dijo Unna apresurándosea retenerle por el brazo—. Los caminos sonpeligrosos para una mujer sola —se quejóadoptando una actitud desvalida que no casabamuy bien con ella—. Podría ir con mi Horne,pero es tan estúpido que sería capaz de dejarlotodo para ir a bañarse a un río. Es igual que unniño. No es de fiar como tú —terminó untuosa.

—Veinte o nada —repitió Ceryr testarudo.—¡Está bien! ¡Tendrás tus veinte! —gritó

Unna de muy malhumor—. ¡Me sacaríais lasangre entre todos si pudierais!

—¿Quién querría tu sangre, Unna? —preguntó Ceryr más satisfecho.

—¡Tú la querrías si pudieras venderla! —sequejó Unna furiosa todavía.

—Tú venderías a tu propio hijo si alguien te loquisiese comprar.

—Eso es verdad —dijo Unna y se rio soez,Ceryr le hizo coro y a Arianne volvieron a darlearcadas—. Espera, recogeré mis cosas y nosiremos.

Se levantó tan animosa como si se hubiese

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quedado para ella todas las fuerzas que lefaltaban a Arianne. No podía moverse, lascuerdas se lo impedían, pero además se sentíarendida, como si luchar ya no tuviese ningúnsentido.

Unna recogió su atado y con rapidez deslizófurtivamente un pequeño objeto en su interior,pero Ceryr tenía vista de águila y el brillo delmetal acaparó al instante su atención.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó acercándosecomo un lobo al olor de la carne fresca.

—¡Nada! —rugió Unna—. ¡Son cosas mías!¡Aparta tus sucias manos o te meterás enproblemas! —amenazó sombría.

A Ceryr no le gustaban las amenazas yconocía lo bastante bien a Unna para saber queladraba pero no mordía. Ceryr era hombre demenos palabras y más actos.

—Déjame verlo o serás tú la que tenga unbuen problema.

—¡No hay nada que ver! —rabió Unnaapretando con fuerza su mano cerrada. Ceryr lacogió y se la retorció hasta que la mujer gritó de

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dolor y abrió la mano soltando su preciadocontenido—. ¡Devuélvemelo! —gritó hecha unafuria—. ¡Es mío!

—Mira qué tenemos aquí —dijo examinandoel colgante que Unna había sacado a Arianne—.Juraría que es plata.

Pero antes de que Ceryr tuviese tiempo demorderlo para comprobar la dureza del metal,Unna se lo arrebató con la rapidez de un ave depresa.

—¡Tráelo acá! ¡Lo necesito!La turbia camaradería que unía a Unna y a

Ceryr desapareció como por ensalmo. Ariannelos observaba en tensión. Aquellas doscomadrejas se habían olvidado de ella y parecíana punto de saltar la una sobre la otra. Estabasegura de que no irían muy lejos juntos.

—¿Para qué lo necesitas? —preguntósibilante Ceryr.

—¡Lo necesito para que me crean en Silday!—reconoció Unna viéndose cogida—. ¡Tiene elemblema del paso! ¡Por eso tiene que ser ella!

—Interesante —murmuró Ceryr entre

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dientes, volviéndose a Arianne con un brillosiniestro en los ojos—. ¿Sabes qué, Unna? Creoque será mejor que sea yo quien guarde eso.

El rostro de Unna se contrajo en una muecade rabia. Había cometido un error recurriendo aCeryr. Era tan codicioso como ella y no era tanfácil de manejar como Horne.

—¡Tú no puedes entrar en Silday! —dijo llenade odio—. ¡Te colgarán de una soga en cuantote vean aparecer!

—No se trata de eso —aseguró él con unasonrisa taimada y embustera—. Solo quieroasegurarme de que no se pierde por el camino.

—¡Lo llevaré yo!—¡Dámelo, mujer! —exigió Ceryr olvidando

su sonrisa.Ante los ojos atónitos de Arianne, Unna cogió

un cuchillo de la mesa, lo empuñó contra Ceryry comenzó a llamar a voces a su hijo.

—¡¡¡Horne!!! ¡¡¡Horne!!!Ceryr se abalanzó contra ella sujetándola del

brazo.—¡Suéltalo, maldita bruja!

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—¡Ladrón!Los dos forcejearon empujados por su

egoísmo y su codicia. Unna era fuerte y máscorpulenta que Ceryr, pero Ceryr tenía másmañas y de un empellón la hizo caer y volvió elcuchillo contra ella. Unna lanzó un aullidoinhumano. Ceryr dio un solo paso atrás sacandoel cuchillo del vientre de Unna.

—¡Maldito! ¡Maldito seas! ¡Asesino!¡Canalla! ¡Me has matado! —se quejó Unna,que no en vano entendía de heridas lo suficientepara saber que la suya era mortal de necesidad—. ¡Yo te maldigo! ¡Morirás por esto! ¡Noescaparás, Ceryr! —amenazó inútilmente.

—¡Calla! —escupió dándole una patada quela hizo retorcerse—. Vieja loca… ¿Crees queme asustan tus maldiciones? —preguntó condesprecio mientras se inclinaba para arrancarleel medallón al que Unna seguía aferrándose.

Después se volvió hacia Arianne, que lo habíavisto todo espantada, y le dirigió una miradaescalofriante.

—Tranquila, pajarita. Nos iremos enseguida.

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Se acercó a ella y con el cuchillo cortó partede las ligaduras. Arianne se levantó y esquivó lazarpa de Ceryr, pero perdió el equilibrio, atadade pies y manos como estaba, y cayó al suelo.Ceryr trató de cogerla y cargarla a cuestas, peroArianne era escurridiza. En eso estaban cuandola puerta de la cabaña se abrió y Ceryr detuvosu persecución. Una mole compacta ocupaba elumbral tapando la luz del exterior.

—¡¡¡Horne!!! —gimió Unna alzando unamano temblorosa. La sangre formaba ya uncharco denso y negro a su alrededor—.¡¡¡Mátalo, Horne!!! ¡¡¡Mátalo!!!

Horne contempló inexpresivo el cuerpoagónico de su madre y miró a Ceryr.

—¡Hazte a un lado, retrasado, o correrás sumisma suerte! ¡No lo repetiré dos veces!

Ceryr era mucho más pequeño que Horne,pero a su lado el gigante parecía lento y torpe,de hecho seguía parado en medio de la cabañasin hacer nada y sin que su rostro mostrase lamenor emoción. Parecía solo grande y estúpido.Ceryr era con seguridad más ágil y además

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tenía un cuchillo.Arianne no se atrevía a inclinarse por

ninguno. Se arrastró con dificultad, echándoseatrás en la medida en que se lo permitían susataduras, buscando el pobre refugio de la pared.

Horne seguía parado. Ceryr movía nervioso elcuchillo de un lado a otro esperando su ataque.Unna acució a su hijo.

—¡¡¡Mátalo ya, Horne!!! —exigió sacandofuerzas de su agonía.

El gigante se volvió hacia su madre. Ceryraprovechó el descuido y se abalanzó sobre élcuchillo en ristre buscando su pecho. Horne lodesvió de un manotazo, aunque no evitó el golpe.Exhaló un aullido sordo y bajo, herido pero nodemasiado dañado. Su cuerpo era grande ycompacto y acostumbraba a llevar bajo lacamisa una cota de cuero que habíaamortiguado el impacto. Golpeó a Ceryr con unrevés de su brazo con tanta fuerza que el truhansalió disparado y fue a dar contra la pared.

Ceryr sacudió la cabeza conmocionado ytrató de enfocar a su contrincante. Le había

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alcanzado pero no de gravedad. Horne estabaahora furioso y resoplaba como un animal prestoa embestir. Ceryr apretó el cuchillo lleno derabia y se lanzó ciegamente hacia él. Horne loapresó sin esfuerzo, agarró el puño de Ceryr ycon la otra mano asió su cuello. Apretó y apretóhasta que la cara de Ceryr se puso roja ydespués violácea.

Arianne vio cómo Horne estrangulaba aCeryr con una sola mano y siguió haciéndoloaun después de que estuviese muerto. Quizáhubiera seguido así por mucho más tiempo si sumadre no lo hubiese detenido.

—Ya basta, Horne, basta… Buen chico, miHorne —consiguió decir Unna—. Ven aquí contu pobre madre.

Horne soltó obediente a Ceryr y este cayódesplomándose sordamente. Se acercó conlentitud a su madre, miró la herida y posó lapunta de sus dedos en ella. La sangre los tiñó derojo. La vida se escapaba sin remedio de Unna,pero conservaba íntegra su malicia y surencorosa avaricia.

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—Lo has hecho muy bien, Horne, pero aúnhay algo más que tienes que hacer, por eldescanso del alma de tu pobre madre… Mátalatambién a ella, hijo —ordenó cruel mirandohacia Arianne.

Ella se arrinconó más contra la pared tratandode huir del odio de Unna. Horne la observótorvamente y solo el cadáver de Ceryr seinterponía entre ellos. La muerte extendía suoscura sombra sobre todos los ocupantes deaquella humilde morada y Arianne recordó loque le había asegurado el día anterior a Unna.

No quería morir.No aún. No de ese modo. Atada y

amordazada. Asesinada por un bruto enorme ydesconocido. Ahogada por la maldad de aquellabruja egoísta y mezquina. Desaparecida yolvidada para el mundo en aquel lugar perdido alque había arrastrado a Derreck y a Harald. Noquería morir ni que ellos muriesen por su causa.

Unna se incorporó a duras penas y señaló conla mano a Arianne. La había engañado y lahabía traicionado, pero en aquel último momento

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pareció leer otra vez sus pensamientos.—¡Ella tiene la culpa de todo! ¡Júrame que la

matarás! —le dijo a Horne apuntando a Ariannecon el dedo—. ¡Está maldita!

La mano se desplomó y la vida se escapó porfin del terco cuerpo de Unna. Horne solo dejóescapar un gemido y el silencio se apoderó deaquella sórdida y siniestra cabaña.

El tiempo comenzó a pasar muy despaciopara Arianne. Horne permaneció inmóvil ycabizbajo al lado de su madre, mientras ella nose atrevía a mover ni un músculo.

No sabía qué hora era, pero debía de sertemprano. Hora de llevar el ganado a los pastosy las hortalizas al mercado. Si lograse liberarse,quizá podría esquivarle y huir. Buscaría ayuda,volvería a por Derreck y encontraría a Harald.Si Harald aún vivía…

Era una posibilidad muy pequeña. Procurabano pensarlo mientras movía despacio las manospara frotar la cuerda contra el canto de unapiedra que sobresalía un poco más que el restode la pared. Siguió así mucho rato, mientras su

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frente se iba perlando de sudor y a pesar de loscalambres en los brazos.

Horne seguía encorvado junto a su madre, derepente levantó la cabeza y la miró. Arianne sedetuvo alarmada. Él se incorporó y se acercócon decisión. Arianne tiró desesperada de lascuerdas, se frotó la barbilla contra el hombro yconsiguió deshacerse de la mordaza y gritar contodas sus fuerzas.

—¡¡¡No!!! ¡¡¡No lo hagas!!! ¡¡¡Espera porfavor!!! ¡¡¡Espera!!!

Horne la cogió por debajo de los brazos sinatender a sus gritos, la alzó del suelo con rudezapero no violentamente, la sentó otra vez en lasilla y la ató con una única y firme vuelta.

—¡No! ¿Qué haces? ¡Suéltame! ¡Suéltame!Él la ignoró. Fue a sentarse junto a la mesa a

contemplar fijamente los cadáveres. Y no erauna visión agradable.

Arianne cogió aire jadeante y trató derecuperar el aliento y la calma, al menos ahorapodía respirar mejor. Y si Horne no la habíamatado quizá terminase por no hacerlo.

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—Horne… —dijo con voz débil.No obtuvo ninguna respuesta.—Horne —probó otra vez alzando más la voz

—, tienes que soltarme. No ha sido culpa mía.Yo no quería… —Arianne se detuvo, enrealidad sí que lo había querido, mientras los dosdiscutían, había deseado fiera y ferozmente quese matasen entre ellos, pero ni ella habíaconfiado en que su deseo fuera a cumplirse.Tragó saliva y siguió con su tono más suave ypersuasivo—. Yo no quería que esto ocurriese,de veras, solo vine en busca de ayuda.

Horne no hizo la menor señal de haber oído,Arianne dudó incluso de que pudiese hacerlo, talvez Horne solo fuese capaz de entender losgritos de su madre.

—Desátame —suplicó—. Por favor…—¡Calla! —dijo Horne con su vozarrón ronco

y hueco—. Tengo que pensar —musitó al cabode un poco, como si eso le supusiera un esfuerzosobrehumano.

Arianne guardó el más absoluto silencio y selimitó a pasar la lengua por sus labios resecos.

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Horne no debía de ser muy listo, pero no parecíatener la malicia de Unna ni la voracidadmiserable de Ceryr. Le dejó pensar un buen ratoy, como no notó ninguna señal de progreso,volvió a intentarlo.

—Yo creo que eres un buen hombre, Horne.Todo esto puede arreglarse… Déjame ir y tejuro que no te guardaré ningún rencor, es más, tedaré plata, mucha plata si me dejas ir. Se lahubiese dado a ellos si me la hubiesen pedido.No la tengo aquí —se apresuró a añadir—, perosi me acompañas al lugar donde vivo… Es uncastillo. Allí te daré todo lo que desees.

Esperó la contestación de Horne. No fue muyalentadora.

—Ella dijo que te matase —pronunció lenta yoscuramente.

Arianne tragó saliva y buscó con cuidado suspalabras.

—Te quería y quería lo mejor para ti. Estabamalherida y confusa y se equivocaba. Seguroque habría querido que tú tuvieses ese dinero.

Procuraba parecer sincera, aunque era difícil

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decir algo así y resultarlo, sin embargo,sorprendentemente, el dinero no debía depreocupar demasiado a Horne.

—Está mal —afirmó más para sí que paraArianne—. Me hizo hacerlo, pero está mal. Yosoy muy grande. No está bien hacerle daño aalguien tan pequeño —aseguró mirándolaavergonzado—. No quería hacerte daño.

—No me has hecho daño —aseguró Arianneesperanzada—. Estoy bien. Estaré mejor encuanto me sueltes. Además, no me iré a ningúnsitio. Tengo que cuidar de él —le aseguróseñalando con la mirada hacia el pequeño cuartolateral—. Ayúdame, Horne.

—¿Y qué pasa con ella?—¿Con ella? —dudó Arianne resistiéndose a

mirar a Unna—. Nos ocuparemos de ella.Estará bien.

—Estará furiosa —aseguró lóbrego Horne.Arianne se estremeció pensando en la furia

de Unna, que era capaz de perseguir a Hornehasta después de muerta.

—Tienes que hacer lo que tú creas que es

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correcto, Horne.Arianne aguardó sintiendo sus nervios

tensarse ante la pasividad de Horne. Trasmuchas cavilaciones, se resolvió.

—Creo que debería desatarte.—Es una buena decisión —afirmó Arianne

respirando por fin.Se levantó y la soltó, desató las ataduras de

sus manos y sus pies y, a pesar de su fuerza yde su aparatosa humanidad, lo hizo con cuidadoy con la singular delicadeza de quien atrapa unpájaro entre sus manos y sabe que cualquierdescuido puede ser fatal.

Los calambres reaparecieron en cuanto sepuso en pie, los ignoró y fue corriendo hacia elcuarto. Horne no se lo impidió. Se detuvo alcruzar el umbral. No había ventanas en aquellapieza y su propia respiración sofocada leimpedía oír la de él.

Avanzó despacio y se arrodilló a su lado.Acercó su mano a la de Derreck y la sintiócaliente y viva bajo la suya. Tan viva. Latía conla misma vida que desbordaba su corazón.

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—Derreck —le llamó con un hilo de voz. Noobtuvo respuesta. Se aclaró la garganta ypronunció otra vez su nombre con más claridad—. ¡Derreck!

El resultado fue el mismo. Pensó en sacudirley en incorporarle y tratar de ponerle en pie, perotambién pensó que eso no sería de mucha ayudasino más bien lo contrario. Horne entró y laencontró inclinada sobre él y desalentada.

—El hombre viejo está atado en el establo —recordó avergonzado.

Arianne también se avergonzó por olvidar aHarald. Miró a Horne. Parecía un niño muygrande arrepentido por sus faltas y dispuesto aenmendarlas.

—¿Le desatarás? ¿Le dirás que yo te hepedido que venga aquí?

Horne asintió con la cabeza y salió caminandopesadamente evitando los cuerpos tendidos queencontró a su paso y dejando a Arianne sola conDerreck.

Seguía pareciendo tan fuerte y tenaz comosiempre, pero mucho más vulnerable, como si su

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vida, cualquier vida, fuese tremendamente frágil,¿y acaso no era así? La vida era endeble einconstante, en cambio, la muerte era implacabley jamás veía saciada su hambre, aguardaba suocasión y ya no soltaba a su presa y terminabasiempre por proclamar su victoria.

Arianne miró a su alrededor y reconoció supresencia letal y helada mientras el silencio y elmismo aire se hacían más pesados, másopresivos por momentos.

Se volvió hacia los muertos. Era una visiónmacabra y grotesca. Desprendía algo malo yfrío que la estremeció e incluso habría juradoque también a Derreck.

Se incorporó sin menguar la fuerza con quesujetaba su mano, se puso en pie y se encarócon aquellos espectros invisibles y malignos,ahuyentó los temores y espantó los miedos. Losrechazó con toda la fuerza consciente de suvoluntad.

Arianne no iba a dejarse asustar ahora.No, y mucho menos, cuando si algo había

quedado claro aquella temprana mañana de

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primavera, era que ella se contaba entre losvencedores, no entre los vencidos.

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Capítulo 35

—¿Y entonces pensáis quedaros aquí solacon esa bestia hasta mi regreso?

Harald no disimulaba su preocupación, peroArianne ya había tomado una decisión.

—No es peligroso —aseguró mientras veíapor la ventana como Horne terminaba deenterrar los cuerpos de Unna y de Ceryr. Élhabía abierto los hoyos y él los estaba tapando.

—¿No es peligroso? —protestó furiosoHarald—. ¡Me golpeó y me ató mientrasdormía, hizo lo mismo con vos y si no os hubiesesonreído la fortuna ahora estaríais camino deSilday atada en una carreta!

—Pero no fue idea suya y fue él quien medesató —dijo Arianne dando por zanjada la

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discusión—. Irás tú a Silday y les explicarás loque pretende el norte, que piensan atacar Ilithepor mar y que Thorvald ambiciona hacerse conel trono, que tendrán que hacer regresar a losejércitos si quieren evitarlo y diles que yo lesgarantizaré el paso si se comprometen areconocer mi derecho.

Harald seguía sin estar convencido.—¿Y qué hay de él?Arianne se volvió hacia Derreck. Le habían

llevado a la otra única habitación de la casa quetenía una ventana. Ahora estaba en la que fuesela cama de Unna, tenía un colchón de lana envez de simple paja como el cuarto de Horne,Arianne había quitado las sábanas raídas y habíahecho un montón con ellas con intención dequemarlas. En otra pieza cerrada con llave habíaencontrado muchos objetos de valor, alhajas defamilia, botas de montar y prendas de vestir,baratijas y utensilios de provecho. El fruto demuchos años de rapiña. Arianne no podíacomprender que Unna viviese en la miseria y ala vez amontonase tantas cosas valiosas.

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Encima de un arca de madera artesonadadecorada con hojas y ramas había encontradoun lienzo de lino delicadamente bordado. Setrataba de un gran mantel, uno para una mesaque no cogería en la cabaña de Unna. Eramucho mejor que los trapos mugrientos queUnna usaba como sábanas, así que lo dobló endos y tapó el colchón con él. Después habíadado de beber a Derreck escurriendo unpañuelo en sus labios como le había enseñadoHarald, pero la mañana estaba ya avanzada yseguía sin dar signos de despertar.

—¿Cómo puede ser que duerma tanto? —preguntó preocupada Arianne.

—He visto a otros así antes de él. Algunosdespiertan y otros no —afirmó Harald sinpararse en contemplaciones—. Si muere, nohabrá nada más que hablar, pero ¿qué haréis sidespierta?

—¿Qué quieres decir? —repuso Arianne a ladefensiva, aunque eso no impresionó a Harald,ya estaba acostumbrado a sus arranques.

—Sabéis lo que quiero decir, ¿acaso seguís

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pensando en entregarle?—¿Cómo voy a entregarle? —dijo Arianne

bajando la mirada hacia la migas de pan quehabía dejado sobre la mesa el frugal almuerzo deHarald. Nunca había pensado realmente enentregarle y ahora menos que nunca—. Mesalvó la vida.

—Entiendo —aseguró él con calma—.Entonces lo dejaréis marchar, supongo. ¿Y quéocurrirá si tenéis éxito y consigo que losconsejeros del rey acepten vuestra propuesta deque os entreguen un ejército con el querecuperar el castillo?

—No es más que justicia —respondióArianne enojándose de nuevo.

—Es de justicia, cierto —concedió Harald—,pero ¿qué creéis que opinará de eso sirDerreck?

—¿Y qué tiene que ver en esto su opinión?—protestó Arianne—. ¡El castillo no es suyo!

—¡Los hombres que ocupan el castillo y quevos tendréis que echar son suyos! —replicóHarald—. ¿Tampoco os importa eso?

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—¡Tú estás de su parte! —exclamó incrédulaArianne—. ¡Quieres que él se quede el paso!

Harald contempló con pesar el rostrodesolado y lleno de incomprensión de Arianne.Era poco menos que imposible hacerla entrar enrazón, evitar que fuese víctima de su propiatozudez, cuando a los ojos de Harald eraevidente a quién destinaba Arianne su afecto ysus desvelos. No ya ahora, sino al menos que élsupiese desde que le liberaron de su encierro. Yno es que aquello le fuese especialmente grato aHarald. No sentía por Derreck más aprecio queel debido al rival a quien es de justicia reconocermás fuerte, más listo o más afortunado que tú.En cambio apreciaba y quería a Arianne ydeseaba lo mejor para ella, y no creía que elcamino que había escogido fuese el adecuadopara lograrlo.

—No hay nadie que merezca más guardar elpaso que vos, mi señora —dijo Harald rozandoafectuoso con sus dedos ásperos de soldado lamano de Arianne—. Solo quiero ayudaros aalcanzar aquello que os haga feliz.

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El gesto de Arianne se suavizó ante lapreocupación y la amabilidad de Harald.

—Ve a Silday por mí —rogó—, en cualquiercaso hay que avisar del ataque del norte, luegoya pensaremos en el paso.

Harald tardó un poco en claudicar, pero comoocurría siempre, terminó por ceder a los ruegosde Arianne.

—Está bien. Hablaré con los emisarios delrey y volveré lo antes posible para daros cuentade su respuesta. Meditad sobre lo que hemoshablado mientras tanto —le recomendó conseriedad.

Arianne calló y se levantó de la silla huyendode su mirada. Harald dejó escapar un suspirocansado y se dispuso a partir.

—Prometedme que tendréis cuidado.—Tendré mucho cuidado —respondió con

una sonrisa que no disimulaba su tristeza.Le acompañó al exterior. Harald montó en el

caballo y la saludó inclinando la cabeza comodespedida. Ella alzó la mano. Prontodesapareció de su vista.

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Miró en torno suyo y tampoco vio a Hornepor ningún sitio. Estaba sola en aquel lugarescondido del mundo. Sola con un durmiente yausente Derreck por toda compañía.

Se volvió hacia el interior de la cabaña. Erasombría y olía a sucio y a cerrado. Fuera el solbrillaba y la mañana era radiante. Las aguascristalinas de un arroyo destellaban a pocospasos de allí. Arianne tuvo una idea. No se lopensó dos veces.

Vio un viejo cubo abollado junto al cobertizoque hacía las veces de establo y comenzó aacarrear agua hasta la casa. Se arremangó elvestido y no dudó en ponerse de rodillas parabaldear y fregar el renegrido y carcomido suelode madera. Abrió las ventanas de par. Tiró todaslas cosas que le parecieron extrañas osospechosas o simplemente malolientes; y lavó,limpió y ordenó lo que le pareció de utilidad. Sepasó el resto de la mañana y buena parte de latarde ocupada en aquella tarea. Cuando terminóella misma estaba sucia, desastrada y parecíauna auténtica fregona y no la dama del paso,

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también la cabaña parecía otra. Horne se asomóy su cara de confusión fue tan sincera queArianne temió por un momento su reacción.Tras el desconcierto inicial, fue hacia la alacena,sacó una gran pieza de jamón curado y se lallevó con él al cobertizo.

El apetito de Horne hizo despertar el deArianne. Debía de ser cerca de media tarde yno había probado bocado desde el día anterior.Tantos acontecimientos le habían quitado elhambre, pero ahora su estómago rugía y eso lehizo volver a pensar en Derreck.

Engañó al estómago comiéndose casi entero acucharadas un frasco de confitura de fresas queencontró en la alacena. No se fiaba de nada quehubiese sido de Unna, pero aquello olía tandeliciosamente bien que olvidó sus reparos. Nopodía ser que aquello fuese algo malo y estabaconvencida de que también sería del gusto deDerreck.

Entró en la otra pieza. Era la primera quehabía ventilado y aseado. El aire fresco y limpiode la primavera entraba por la ventana. Derreck

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parecía dormir tranquilamente, pero no se podíavivir solo del sueño.

Se colocó tras él e incorporó su cabeza demodo que quedase apoyada contra su regazo.Cogió una cucharada de confitura y la llevó asus labios. Derreck no los abrió. Consiguióentreabrirlos con la cuchara y darle a probar unpoco, aunque no estaba segura de que lo hubiesetragado y apenas era nada. Tras varios intentostuvo que desistir.

Arianne no lo entendía. Puso la mano en sufrente y no tenía fiebre. La herida no sangrabani estaba infectada, pero no despertaba.

Habría parecido el mismo de siempre si nohubiese sido por su palidez y por las sombraslívidas alrededor de sus ojos. Su barba se veíamás cerrada y oscura, y su cabello negro ysiempre revuelto estaba desgreñado y lacio. Aúnllevaba la camisa blanca y rota, sucia de sangrenegra y seca pegada a su piel.

Arianne odiaba ver esa sangre.Se levantó con decisión. Puso un caldero en

el fuego y mientras el agua se calentaba buscó

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entre los tesoros de Unna. No tardó enencontrar entre un gran montón de ropa otracamisa también blanca, limpia y de una calidadpoco usual. Arianne sospechaba que debía deser Ceryr quien consiguiese aquellas cosas,obtenidas a buen seguro de forma deshonesta,para que Unna se encargarse más tarde derevenderlas.

Encontró también un sencillo vestido de lanaverde y tras lavarse y adecentarse lo cambió porel suyo. Cogió un pañuelo, retiró el caldero delfuego, comprobó la temperatura del agua con lamano y le pareció la adecuada. Estaba caliente,pero no quemaba. Lo llevó al cuarto, lo vertió enuna palangana, mojó el pañuelo en el agua ycomenzó a desvestirle.

La camisa estaba rota por varios sitios y eramás fácil terminar de rasgarla que sacársela porla cabeza. Arianne tiraba de la tela a la vez queel pulso se le aceleraba y el corazón le golpeabacontra el pecho. Él permanecía indiferente, peroArianne no podía evitar pensar en lo queDerreck diría si despertaba justo en ese

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momento y la encontraba quitándole la ropa.Cuando terminó de arrancarle la camisa

hecha jirones, el calor le sonrojaba el rostro y nosolo por el esfuerzo. Lo miró, furiosa otra vezcon él, aunque ni ella misma sabía bien por quéesa vez. Quizá porque en el fondo esperaba versu familiar sonrisa sarcástica yprovocadoramente lasciva, quizá también porqueuna vocecilla más egoísta y profunda le decíaque tal vez no fuese tan malo tener así para ellaa Derreck.

Arianne procuró ignorar esos pensamientos,cogió el balde, escurrió el pañuelo y comenzó aasearle con rapidez y eficiencia. Limpió primerolos restos de sangre y el agua se tiñó de rojo.Arianne la tiró y la cambió por otra limpia.Ahora ya no era tan horrible verle yacer sinsentido.

Enjugó más despacio su cara y su cuello.Incluso yerto y desmejorado, Arianne no podíadejar de pensar en lo hermoso y espléndido queera. Su rostro de rasgos firmes y perfectamentedibujados, su mandíbula recia y decidida, su

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fuerza manifiesta, abrumadora y desafiante,ahora en reposo y contenida, pero que aún seproclamaba orgullosa.

El paño de Arianne se deslizaba lenta ycálidamente por su cuerpo y se detenía con máscuidado en las cicatrices que lo marcaban. Unaera oscura y muy reciente: la herida causada porBernard. La piel todavía era fina ahí y muysensible, así que procuró no presionar apenas.

Había más. Algunas finas y largas, trazadasrectas a lo largo de su pecho y su estómago.Otras cortas y profundas. Varias yadesdibujadas, sufridas sin duda hacía muchotiempo, posiblemente cuando aún era solo unniño. Arianne leía en ellas igual que habríapodido hacerlo en un libro. Era una historia deresistencia y valor, de dolor y supervivencia, devalentía y tenacidad.

En todo eso pensaba al recorrer con elpañuelo mojado sus brazos, su pecho, la suavedepresión que marcaba el fin de su estómago,justo hasta donde aún le cubrían sus ropas.Turbada por aquella intimidad no consentida,

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azorada por su propia indiscreción, confundidapor la intensidad de aquel anhelo.

Un recuerdo similar, pero en el que lospapeles estaban cambiados, se presentó anteella. Fue la noche en la que se emborrachó y sehizo la desvanecida y Derreck la llevó a supropia cama y la besó.

Arianne guardaba la experiencia de ese beso,igual que la de todos los otros que llegarondespués, impresa nítidamente en su piel y en sumemoria. Los demás fueron tan dolorosamenteapremiantes y violentos que dudaba de suspropios sentimientos, pero aquel primer beso deDerreck fue dulce como el vino que habíancompartido, tan sugestivo y alentador, tansuplicante y ardiente a la vez… Ariannerecordaba bien sus emociones, la lucha entre eltemor y el deseo, y sabía que aquella noche eldeseo habría vencido al temor. Lo sentía en lomás hondo de su cuerpo y de su espíritu. Perohabía sido cobarde. Había sido falsa y cobarde,y se había negado a dejar que él viera la verdaden ella.

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Había querido dejarle toda la responsabilidadpara poder culparle después, tener otro motivomás para acusarle, otra razón más para odiarle,una justificación nueva para olvidarle cuandoDerreck renunciase a ella; cuando se apartasesin remedio al verla tal y como realmente era.

Pero él no había entrado en su juego y habíarechazado lo que ella tramposamente le ofrecía.Ahora Arianne comprendía que Derreck teníaalgo de lo que ella carecía. Había auténticanobleza en él. No la nobleza de la sangre, ni ladel nombre, ni siquiera la de las apariencias y lasformas. No era esa clase de virtud. Su noblezaresidía en el auténtico fondo de su carácter,nacía de su alma y su corazón, era una cualidadque negaba y ocultaba tras el cinismo y larudeza. Ella misma había tardado mucho tiempoen descubrirlo y más en reconocerlo, pero ahoraya no podía ocultárselo. Derreck era más nobleque ella, más sincero y más valiente, y no habríaesperado a hallarla sin sentido para hacer lo queArianne jamás habría hecho si hubiese estadodespierto. Soltó el pañuelo en el agua,

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desanimada. Cogió la camisa y le vistió deprisay con cierta brusquedad. Él seguía durmiendo,pero ¿qué cambiaría cuando despertara?Arianne seguiría siendo la misma y la situaciónno se arreglaría. Harald tenía razón, si teníaéxito conseguiría la alianza con el oeste,recuperaría el castillo y perdería definitivamentea Derreck. Incluso aunque no lo entregase,seguiría siendo un enemigo para el oeste y suejército, uno invasor.

Y no sería más sencillo si renunciaba a laalianza. Tendría que rogar por que serecuperase y la perdonase. Por ponerle enevidencia ante sus hombres, por haberle atado ytirado de él a través de leguas, por dejar quecasi muriese… Y no era eso lo peor, lo peor eraque nada había cambiado en Arianne, salvo queno quería perderle. Por eso le había drogado,atado y arrastrado y había preferido sufrir parasiempre su odio que resignarse a dejarlo atrás.Esa era la lamentable y dolorosa verdad.

Aquello empeoró su malhumor. Todo erasiempre demasiado complicado para ella. Habría

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sido mucho más fácil si hubiese hecho lo que seesperaba de ella. Callar, asentir, aguardar seguray protegida tras los muros del castillo que algúnotro, sir Roger, Gerhard o más tarde Derreck,decidiese por ella. Pero Arianne no era así y nopodría serlo nunca. Incluso aunque no hubieseescapado de los ojos vigilantes y descontentosde su aya, para recorrer sola el bosque, aquelaciago y odiado día que siguió a su puesta enescena como doncella casadera y disponible enel mercado de alianzas y favores recíprocos.Solo que si aquello no hubiese ocurrido quizáhabría podido tolerarlo, habría aprendido aaceptarlo tal y como hacían todas las otras,habría cedido a cambio de lo que Unna habíaadivinado: una vida compartida, uno o más hijosa los que dar todo lo que ella no había recibido,alguien a quien amar y que a su vez la amase.

Nada de eso sería nunca para ella. Arianne losabía cómo sabía tantas otras cosas, que el solsaldría a la mañana siguiente por la otra cara dela montaña, que la noche sería oscura y fría, quetras la primavera, el verano y el otoño llegaría de

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nuevo el invierno y sería tan largo y heladorcomo todos los otros inviernos.

Igual que sabía eso sabía que no era buena.Tenían razón Gerhard y los que hablaban a susespaldas, incluso Unna lo supo sin haberla vistoantes. No lo había sido desde el comienzo y loque le había sucedido después la había hechopeor y no mejor. Arianne llevaba la fatalidadconsigo y la contagiaba a quienes se leacercaban. Y si no hubiese estado lo bastantesegura de eso, le habría bastado con mirar aDerreck para confirmarlo.

Sus ojos seguían cerrados y su respiración eraapenas audible. No le habían importado mucholos demás. Aunque se hubiese visto envuelta ensus muertes no las había deseado ni procurado.Ni la de aquel infeliz de Elliot, ni la de Gerhard,ni la de Adolf. Ni tan siquiera la de su padre,que no era su padre ni actuó nunca como unpadre, y que siempre la culpó, igual que Gerhard,de la muerte de Dianne. Tampoco deseabaningún mal a Bernard, pero a diferencia de losdemás, se sentía responsable por él, porque

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podía haberlo evitado, igual que habría podidoevitar que Derreck yaciese inconsciente.

Si al menos fuese capaz de despertarle, sipudiese traerlo de vuelta, si lograse rescatar suvida… Debía intentarlo, debía hacer queretornase de aquel lugar en el que su espíritu semantenía atrapado. No podía ser que toda laintensidad con la que lo deseaba no sirviese paranada. No podía ser que no fuese capaz de haceralgo bueno por una vez en su vida.

Se sentó otra vez en el lecho, animada poresa convicción, y apoyó la mano en su rostro,tímidamente al principio y con más calordespués; y lo llamó en voz baja, pero urgida porla ansiedad de recuperarlo.

—Derreck…Esperó y como no resultó insistió muchas más

veces. Dulce e implorante, firme y enérgica,suplicante o exigente, Derreck siguió sin darseñal alguna de oírla ni de sentir su contacto.

—¡Derreck! ¡Maldita sea! —exclamó furiosay obstinada, renunciando a la suavidad parasacudirle bruscamente por los hombros—.

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¡Despertad, Derreck!Quizá fueron imaginaciones suyas, pero creyó

ver sus ojos cerrarse con más fuerza y su rostrocrisparse al pronunciar esas palabras.

—¿Me habéis oído? ¿Podéis hacerlo? ¡Tenéisque despertar!

Una nube veló el sol, el aire entró por laventana y silbó frío sobre Derreck. Arianne noprestó atención porque justo en aquel momentoél se agitó visiblemente ante su mirada exaltada.

—¡Derreck! ¿Me oís? ¡No podéis seguirdurmiendo! ¡Debéis despertar!

No hacía tanto que otra voz había susurradoen su oído frases muy similares a esas y tambiéna Derreck le eran familiares. Su agitación sehizo más intensa, su respiración angustiada y suslabios pronunciaron a medias unas palabrasentrecortadas e ininteligibles.

—¿Qué? ¡No os entiendo! —sollozó alpercibir todas las señales exteriores de lapesadilla, acrecentando más si cabe sunecesidad de sacarlo del sueño—. ¡Despertad,Derreck!

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Y esa vez su llamada causó un efectoinmediato en él, aunque no el que Ariannehubiese deseado, porque las cosas de esta tierrano dependen de un único deseo; y eran muchasy muy violentas las emociones que esas sencillaspalabras provocaban en Derreck. Y otrasvoluntades, además de la de Arianne, luchabanpor imponerse en aquella habitación.

Él abrió repentinamente los ojos y antes deque Arianne pudiese decir una palabra la cogiópor el cuello y comenzó a ahogarla.

—¡Aunque sea lo último que haga juro que osmataré! —amenazó Derreck sobrecogedor.

Sus ojos la miraban, pero no la veían. Ariannelo comprendía, aunque eso no cambiaba elhecho de que no podía soltarse ni el terror quesentía. Clavó las uñas en su brazo y tiró contodas sus fuerzas, pero él no aflojó. Buscó a sualrededor algo con lo que golpearle. Lapalangana cayó estrepitosamente y el agua lasalpicó. Volvió a intentar apartarle, pero eracompletamente inútil y sus ojos la miraban conun odio que era tan insoportable como su

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presión.Era peor, peor que ninguna otra cosa. Era

horrible sentir su rencor, pensar que quizámerecía aquello. Era mil veces peor que nadaque hubiera podido ocurrírsele.

Pero Arianne seguía sin querer morir yconsiguió alcanzar el balde volcado y golpearlecon el canto en el rostro. Derreck acusó elimpacto. Aflojó lo justo para que Arianne sesoltara y escapase del cuarto sin mirar atrás.Sus ojos no veían por dónde iba y al salir fueratropezó con Horne, que había oído el jaleo yacudía a averiguar la causa.

—¿Quién te ha hecho daño? —preguntó elhombre enfurecido al ver sus lágrimas y lasmarcas oscuras de su cuello.

Arianne no podía hablar, sollozaba convulsajunto a Horne, que de gigante amenazador habíapasado a transformarse en una especie de figuraacogedora y protectora.

—¿Ha sido él? —preguntó señalando hacia elcuarto del que ya no llegaba ningún sonido.Arianne asintió con la cabeza sin dejar de llorar

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—. ¿Quieres que lo mate?—¡No! Está enfermo. No sabía lo que hacía

—dijo tratando de convencerse a sí misma tantocomo a Horne.

—Pero puede ser peligroso —afirmó Horne,que era hombre de pocas pero firmes ideas, y lamás reciente que había encontrado hueco en sucabeza era la de cuidar de Arianne—. Al menosdebería atarle.

—Sí, sí —repitió Arianne aún alterada—. Esuna buena idea, Horne. Te lo agradezco.

Horne mostró una gran sonrisa complacida ycon su largo caminar pesado cogió una soga quecolgaba de un clavo en la pared de madera yentró con ella a la cabaña.

Arianne se quedó en el exterior. Necesitabaserenarse. Necesitaba respirar. Necesitabaacallar todas esas voces que la acusaban ysobre todo la suya propia. La que decía que eraella lo que estaba mal, que siempre estaría mal.

La noche la encontró al raso, sentada en lahierba a la luz de las estrellas, con las rodillasabrazadas contra su pecho. Horne había

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respetado su deseo de estar sola y no se le habíaacercado. Sería noche avanzada cuando oyóabrirse la puerta y a Horne caminar hasta ella.Su voz profunda y apagada pareció llegar demucho más lejos.

—El hombre ha despertado y ha preguntadopor ti.

—¿Por mí? —respondió con voz que aúntemblaba.

—Tú eres Arianne, ¿no? —Ella asintió conun gesto nervioso—. Entonces pregunta por ti—afirmó Horne muy satisfecho por sucapacidad de deducción.

Se levantó y se sacudió y alisó torpemente elvestido. Horne esperaba paciente. Reunió susmaltrechas fuerzas y se encaminó hacia la casa.El fuego estaba encendido y el tenue resplandorde las velas llegaba de la otra habitación.Arianne se detuvo en el umbral. Lo encontróconsciente, incorporado apenas en la medida enque las cuerdas que ataban sus muñecas a losbarrotes de la cama le permitían sentarse. Suaspecto era consumido y cansado, pero no

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parecía nada irreparable. El brillo que iluminósus ojos al verla fue tan fugaz como intenso yduró lo suficiente para que Arianne lo advirtiese.

—Entonces era cierto y no estoy en uncuento —murmuró con su singular cadenciaúnica y cálida, encontrando en alguna parte elánimo suficiente para dirigirle una sonrisa—.Salvo que también vos forméis parte de él…

—No es un cuento —respondió Ariannesonriendo a su vez, aunque su sonrisa era aúnmás pálida que la de Derreck—. Estamos a dosjornadas de Silday en el bosque de Green.Perdisteis el conocimiento y habéis pasado dosdías así.

—Dos días —asintió él lentamente mirándolaa los ojos y también más abajo, a las señalesamoratadas de su garganta—. Ese troll de lascavernas que estaba antes aquí me ha dicho queyo os he hecho eso —dijo grave yapesadumbrado a pesar de su pretendido tonoligero.

—Debíais de estar soñando. Sé que no lohacíais adrede —respondió Arianne evitando

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mirarle.—¿Por eso estoy atado? —preguntó tratando

de no mostrar lo mucho que aquello le hería—.Aunque, disculpad, olvidaba que soy vuestroprisionero.

También aquello hería a Arianne, pero eramucho mejor que fuese así.

—No voy a entregaros al rey, si es eso lo queestáis pensando. Harald salió esta mañana haciaSilday, cuando regrese volveré con él a Svatge.Una vez que hayamos partido le diré a Horneque os deje libre y podréis ir a donde queráis.

—Comprendo —dijo Derreck buscando lamirada que ella le rehusaba—, ¿y eso es todo?

—Es todo. Debéis procurar coger fuerzas. Lepediré a Horne que os traiga algo de comer —dijo disponiéndose a marchar.

—¡Arianne!Cerró los ojos, aunque tuvo que abrirlos antes

de volverse hacia él.—¿Qué…?Derreck no contestó inmediatamente, solo la

miró con aquella intensa, clara y profunda

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mirada azul que amenazaba con desarmar todaslas defensas de Arianne.

—Siento de veras todo el daño que os hayapodido causar. Nunca, creedme, nunca —insistióafectado—, nunca volveré a hacer algo que oshiera. ¿Podéis aceptar eso al menos?

Ella asintió despacio con la cabeza y no sequedó a contemplar su apagado semblantedescorazonado.

Tampoco Arianne quería herirle más a él.

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Capítulo 36

Ahora que Derreck había despertado, lacabaña se le quedaba pequeña a Arianne. Laescasa distancia que mediaba entre los dos laponía en tensión. En el castillo era frecuente queel día entero transcurriese sin que llegasen acruzarse, especialmente si Arianne ponía interésen evitarlo, pero allí, incluso desde el estrecho eincómodo camastro del cuarto de Horne oía conabsoluta claridad todas y cada una de las vecesque Derreck se daba la vuelta desvelado en sucama.

Ella también durmió poco y mal. Se levantótemprano y salió evitando hacer ruido y decidióayudar a Horne con los animales. Echó grano alas gallinas, recogió los huevos, llenó de agua las

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pilas de los cerdos e incluso intentó con pocoéxito ordeñar una vaca. Horne se acercó aauxiliarla cuando el animal comenzó a mugirdescontento. Trató de explicarle cómo debíahacerlo y terminó por ocupar su puesto cuandola vaca amenazó con perder la paciencia.

Luego Horne apartó a un lado la leche que seiban a beber y el resto la empleó para hacermantequilla y queso. Arianne también se ofrecióa ayudar con eso y estuvo muy ocupada toda lamañana batiendo nata, escurriendo suero ydejando que fuese Horne el que se ocupase deDerreck.

El día así entretenida se le hizo corto, aunqueArianne iba a necesitar menos distracciones delo que había supuesto. Mediada la tarde viocómo un jinete se acercaba al galope.

Arianne lo reconoció al instante. Que Haraldregresase tan pronto volvió a llenarla desentimientos contradictorios. En cualquier caso,no era posible que hubiese tenido tiempo decumplir su misión con tanta rapidez.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo sin dejarle ni

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desmontar del caballo—. ¿Por qué no has ido aSilday?

—Porque ya he hecho lo que me pedisteis —replicó Harald adelantándose a los reproches deArianne.

—¿Ya? —preguntó Arianne desconcertada—. ¿Cómo es posible?

—No me ha hecho falta ir hasta Silday —contestó Harald quitando los avíos a su monturapara dar un merecido descanso al animal. Undescanso que también Harald comenzaba aechar en falta—. Encontré un destacamento conla insignia real a media jornada de aquí. Veníande Bigward y los heraldos portaban el emblemadel lord Canciller.

Arianne palideció. Harald dejó que asimilasela noticia, parecía muy impresionada y no erapara menos. El propio Harald apenas habíapodido dar crédito a lo que veían sus ojoscuando había divisado a un numeroso ejército, einiciando la marcha al séquito del más poderosode entre los pares. El mismísimo lord Cardiff.

Lord Cardiff era el canciller del reino, grande

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entre los grandes, primer gentilhombre de lacorte, mano derecha de su majestad, valido yhombre de confianza del rey Theodor. Al menosen teoría, porque eran muchos los que sequejaban de que el rey era una marioneta en susmanos y que de hecho era lord Cardiff, y no eldébil rey Theodor, quien tomaba todas lasdecisiones referentes al gobierno y dictaminabasobre cualquier cuestión o estrategia.

No es que eso cambiase mucho las cosas. Lafamilia de Cardiff había sido rica y poderosadesde los más antiguos de los tiempos y siemprehabían ocupado un lugar cercano al trono, peronunca en él. Tampoco lo necesitaban,generaciones enteras de Cardiff habían obtenidofavores y ventajas arrimándose al sol que máscalentaba y sacando buen provecho de esacercanía. Los reyes cambiaban, pero los Cardiffconservaban sus privilegios, aumentaban susriquezas y mantenían el prestigio de un nombreque iba unido a la corte y al poder.

Lord Cardiff no había desmerecido a susancestros y desde su juventud había sabido usar

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en su provecho las múltiples posibilidades quepropiciaba la desidia de Theodor. El monarcahabía dejado el gobierno a su criterio y Cardiff lohabía sacado adelante con mano firme, rigurosay que nunca se veía satisfecha. Los tributoscrecientes, las continuas levas y los nuevos ymás gravosos arbitrios, las tasas y los bienesrequisados para sostener los caprichos de unacorte que ignoraba las necesidades y los deseosde todo lo que quedaba más allá de Ilithe, habíanacabado por colmar muchas paciencias; y soloel temor a la fuerzas que Cardiff era capaz depagar y reunir habían frenado las revueltas.

Durante años los levantamientos habían sidosofocados sin excesivo esfuerzo por la mano dehierro de Cardiff, pero lo acontecido en Svatgele había cogido por sorpresa. No había dadoimportancia a la caída de Ulrich en el Lander, ¿aquién le importaba el Lander? No le importaba anadie porque hacía tiempo que los bárbarosestaban desunidos y debilitados, o eso al menospensaban en el oeste, pero Svatge, Svatge eraalgo completamente distinto. Cardiff había

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comprendido su error y estaba dispuesto arepararlo, y a eso iba cuando Harald se cruzó ensu camino.

—¿Tú has visto a lord Cardiff a mediajornada de aquí? —dijo Arianne consiguiendosolo con relativo éxito que su tonoesforzadamente sereno no trasluciera lo alteradode sus pensamientos.

—Lo he visto. Me presenté ante su guardia ysolicité audiencia —afirmó Harald, dejandoentrever tras su sencilla actitud de soldado quesolo acata órdenes, el orgullo por haber sidorecibido en persona por el mismísimo lordCanciller.

—¿Y qué te ha dicho? —preguntó Arianne.Su rostro era del color de la cera, a causa

seguramente, imaginó Harald, de lo crucial delas noticias que aguardaba. Y aunque no sepodía decir que fuesen malas, lo cierto es que noeran las que Arianne había esperado.

—Será mejor que entremos dentro y nossentemos —propuso Harald tratando de ganartiempo y tranquilidad para explicar el resultado

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de su mediación.—¡No, dentro no! —negó rápida Arianne—.

Él ha despertado —añadió más bajo mirandofurtivamente hacia la cabaña.

—¿Ha despertado? —comentó Haraldalzando las cejas con cautela. Una de lasposibilidades con las que había especulado parano considerar de todo punto imposible laanuencia de Arianne a la propuesta de Cardiffera que Derreck muriese. Ese despertarcomplicaba todavía más las cosas.

—Hablemos aquí —dijo Arianne.—Como deseéis, pues bien, os decía que iba

de camino a Silday cuando me crucé con ungran séquito formado por muchos hombresarmados y caballeros de renombre. Enseguidadistinguí la enseña de lord Cardiff y comprendíque nadie mejor que él para exponerle vuestrasdemandas —explicó Harald deteniéndose paradar tiempo a que Arianne aplaudiese su buenjuicio, como eso no ocurrió, continuó—. El lordCanciller detuvo la marcha en cuanto oyóvuestro nombre y me llamó a su presencia en el

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acto, además aseguró acordarse de mí —relatómás que satisfecho de que un principal tannotable como lord Cardiff lo reconociese,cuando apenas se habían visto más que en unpar de ocasiones, con motivo de las brevesvisitas con las que el lord Canciller había hechoel honor de honrar con su ilustre presenciaSvatge. De la última hacía no menos de seisaños.

—¿Y te dejó marchar sin más? ¿Estás segurode que no te ha seguido hasta aquí? —preguntóalarmada Arianne.

—Me ofendéis, señora, y ofendéis a lordCardiff —protestó el antiguo capitán sin quererreconocer que también él había sentido algunostemores, en especial cuando había visto desde loalto de una colina como dos jinetes seguían sumismo camino. En vano, porque Harald erazorro viejo y sabía ocultar su rastro tan biencomo el que más—. Nadie más sabe que estáisaquí. No tengáis cuidado. Sin embargo… —sedetuvo dubitativo—, sin embargo, lord Cardiff noocultó lo vital que es para su majestad y para

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todo el reino que el paso vuelva a funcionar. Ycuando le hice saber las noticias acerca delinminente ataque del norte, esa urgencia se hizomucho mayor aún.

—¿Y qué te contestó? —preguntó Arianneurgiendo a su vez a Harald, su rostro todavíamás pálido.

—El lord Canciller escuchó atenta yamablemente todas vuestras demandas —respondió tratando de apaciguar la tormenta quesospechaba se avecinaba—, y después fue tanconsiderado de explicar en detalle las razonespor las que no podía cederos un ejército, entreellas, principalmente, porque si el norte va aatacar Ilithe todas las fuerzas seránimprescindibles allí.

—¡Pero…!Harald detuvo con un gesto de su mano el

torrente de imprecaciones de Arianne.—Dejadme terminar, os lo ruego. —La

seriedad y la firmeza de Harald tuvieron elefecto deseado. Arianne apretó los labios y dejóhablar a Harald—. Como os decía, lord Cardiff

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determinó que no puede entregaros ninguno desus ejércitos, pero también considera que nosería prudente dejar el paso abandonado a susuerte y apartado de la lealtad a su majestad y alreino que vuestra familia siempre ha mantenido.Por eso —se detuvo vacilando antes dereferirse a lo que era el punto más delicado desu misión—, por eso lord Cardiff me rogó que oscomunicase que si le hacéis el honor deconvertiros en su esposa, él, personalmente,garantizará la seguridad del paso y dispondrápara ello de todos los hombres que seanprecisos. Y también asegura que vuestronombre y el derecho sobre el paso seguirácorrespondiendo por siempre y por entero ymediante privilegio real a vuestrosdescendientes. Cuando los tengáis, claro está —añadió Harald incómodo.

El silencio de Arianne siguió a sus palabras ytan prolongado se hizo que Harald se vioobligado a romperle, confundido por encontraraquel extraño mutismo en lugar de la tempestadde gritos que él esperaba

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—Bien, ¿qué os parece?Arianne tenía el gesto ido y ausente, recuperó

el dominio y le dirigió a Harald una miradaextraviada.

—¿Crees que hablaba en serio?Eso sorprendió más a Harald. A pesar de que

ya había enviudado por tres ocasiones,desposarse con Cardiff habría sido un sueñohecho realidad para todas las doncellas noblesdel reino, ya fuese en Tiblisi, en Langensjeen oen Bergen… Para todas, habría aseguradoHarald, excepto para Arianne. Y sin embargo, sino se engañaba, Arianne estaba considerandoseriamente esa oferta.

—Lo ofreció ante sir Marcus Barnage y sirWalter Berry —afirmó Harald reprochándoleque pusiese en duda la palabra dada por uno delos pares—, y la mayor parte del consejo realestaba presente. Pero no creí que pudieraisconsiderarlo realmente. Le dije que no estabaisinteresada en desposaros y que en mi humildeopinión, a pesar del incuestionable honor que oshacía, rechazaríais esa oferta.

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—¿Y qué dijo él? —preguntó Arianne con lamisma mortal y fría calma.

—Contestó que no deseaba saber mi opiniónsino la vuestra —recordó Harald un tanto picadopor la soberbia displicencia de Cardiff, pese aque no ignoraba cuánta era la distancia queseparaba al lord Canciller de un viejo soldadoque para colmo había perdido a su señor.

Harald aguardó su contestación.Posiblemente Arianne valoraba cuáles eran susbazas y a criterio de Harald eran varias ybuenas, aunque quizá no lo suficiente. Cardiffhabía tratado de disimular su nerviosismo ante elanuncio del ataque del norte. Eso más que nadahabía acaparado su atención y la de los hombresde su guardia de honor. Harald sabía que estabadeseando que él saliese para poder hablar enconfianza y decidir sus próximos movimientos.La oferta de boda había sido una manera rápidade quitarse un problema de encima y a la vezreafirmar su posición. Muchos hablarían por lobajo de lo poco apropiado de ese enlace, pero sialguien podía permitírselo era Cardiff.

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Muy distinta era la situación de Arianne.Indudablemente ella no gozaba de las ampliaslibertades que otorgan la riqueza y el poder, peroHarald sabía que nadie podía obligarla a haceralgo que no deseara.

—Acepto —dijo breve y firmementeArianne.

—¿Cómo decís? —preguntó Harald sin darcrédito a lo que oía.

—Voy a aceptar la oferta de Cardiff —afirmó Arianne sin vacilar—. Me casaré con élsi es lo necesario.

—Pero… —comenzó Harald atónito.—Está decidido —interrumpió con aspereza

Arianne—. Podemos irnos ahora mismo. Quizáestemos a tiempo de alcanzarle por el camino.Cuanto antes partamos, mejor.

—¿Cómo vamos a irnos ahora mismo? —protestó Harald sin entender nada. No esperabaeso de Arianne. El viaje de regreso lo habíapasado elaborando razonamientos sumamentesensatos y prudentes para exponer a Arianne lasbondades de un acuerdo, y ahora que había

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aceptado se sentía inexplicablementecontrariado e incluso decepcionado por aquelrápido asentimiento. Harald creía conocer aArianne, pero tal vez solo se engañaba alrespecto—. ¡Tenemos un único caballo y enverdad es un noble animal, pero está reventadotras llevar tres días corriendo sin descanso!¿Queréis que montemos los dos en él o pensáisir sola hasta Silday y que yo os alcancecorriendo?

Arianne apretó más los dientes y cedió solo loindispensable.

—Ve a la aldea y consigue otro caballo.Saldremos mañana al amanecer.

Había algo al menos en lo que Haraldreconocía a Arianne: su terca testarudez.

—¡Muy bien! ¡Conseguiré otro caballo! ¡Vosmisma veréis a donde os lleva esto! —desaprobó malhumorado—. ¿Puedo por lomenos comer algo antes?

—Hay queso en el cobertizo. Y tú puedeshacer lo que quieras, pero yo partiré al alba yese caballo —dijo Arianne con dureza señalando

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al fatigado, pero aún espléndido ejemplar que serefrescaba en el pasto— es mío.

Harald volvió a inclinarse apenado.—Como digáis, señora. No os preocupéis —

dijo tratando de ocultar su pesar tras la máscarade la dignidad herida—. Buscaré otra monturapara mí. Os prometí que no os dejaría sola y nolo haré.

—Pues entonces busca ese caballo —contestó secamente Arianne sin dejarseconmover por la tristeza de Harald y echó aandar dándole la espalda.

Permaneció fuera hasta que vio cómo volvíaa marcharse. Ahora que se había ido ya nonecesitaba seguir fingiendo calma. Estaba muyafectada, pero por primera vez en mucho tiemposabía a ciencia cierta cuál era el camino quedebía tomar.

Todo estaba claro ahora. Ya no sentía dudasni temores, una cierta clarividencia laacompañaba, una determinación fatalista, comosi todo el largo y doloroso camino recorrido enesos años la hubiese conducido inexorablemente

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hasta aquel punto: así era como tenía que ser.Vio a Horne segando heno con la conciencia

tranquila e indiferente de quien no tiene máscuidados que procurarse su sustento y manteneralejados a los que pretendieran molestarlo.Como si la muerte no hubiese pasado justo porsu lado hacía tan solo unas horas, como siaquellas sombras negras nada tuvieran que vercon él.

Arianne le envidiaba.Envidiaba su vida sencilla y su mundo

ordenado de líneas rectas y precisas queseñalaban lo que estaba bien y lo que estabamal. Envidiaba su cabaña que ahora le parecíacasi hogareña y su quehacer diario afanado yproductivo: cortar leña, alimentar al ganado,encender el fuego… Arianne pensó que habríaestado bien hacer aquello aunque solo hubiesesido unos cuantos días más.

Entró en la cabaña. La tarde comenzaba acaer y dentro estaba oscuro. Miró hacia la otrapieza. No se había acercado en todo el día.Había decidido evitarlo. Evitar verle. Evitar

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hablarle. Evitar pensar en él… Eso último no lohabía conseguido.

Todo el tiempo, mientras mantenía ocupadasus manos, su mente giraba en torno a Derreck.Se repetía una y otra vez que lo mejor paraambos era tomar rumbos distintos y se habíadado abundantes razones que justificaban esadecisión. Ninguna había sido capaz deconvencerla para que aceptase el hecho de quesi dejaba que se apartase de ella, seguramentejamás volvería a verle.

Y en cambio ahora todos sus desvelos habíanmudado con la misma facilidad con la que un díaclaro de primavera se torna de repente lluvioso yfrío. Arianne habría querido ver el sol brillar.

Apartó esos pensamientos. Había acabado eltiempo de las vacilaciones. Sin embargo, teníaalgo más que hacer. Se lo debía.

Entró a su cuarto y procuró ignorar el malreprimido gesto de ansiedad con el que Derreckla devoró, y sin mirarle fue a sentarse en unabanqueta que había junto al lecho. Tenía muchomejor aspecto que el día anterior, aunque era

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fácil advertir que su obligado reposo estabahaciendo mella en él.

—Comenzaba a creer que me estabaiscastigando con soportar a ese ogro por todacompañía.

Arianne alzó la vista y consiguió esbozar unasonrisa. Sería duro no sufrir más su ironía, susuave malicia, su terquedad apasionada, suconstante empeño mordaz, sus provocacionesdescaradas y salaces, su brusca e inesperadaternura… Nunca habría llegado a imaginarcuánto llegaría a amar y extrañar todo aquello.Todo lo que formaba parte de él. Sería cruel yamargo, pero lo soportaría. Además, se dijo a símisma en una especie de triste consuelo, lo másseguro era que no tuviese que hacerlo durantedemasiado tiempo.

—Si deseara castigaros me ocuparíapersonalmente de ello. —Sus palabras eranligeras, pero cierta tensión nerviosa empañabasu tono—. Podéis estar bien seguro.

—Os creo —murmuró él con aire rendido—.¿Por cuánto tiempo más pensáis dejarme aquí

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atado?—No mucho más. Todo terminará ya pronto

—le garantizó rehuyendo su mirada.—Si pretendéis alentarme con eso tendréis

que hacerlo mucho mejor —replicó él tratandode adivinar sus intenciones, pero la mirada deArianne seguía perdida en algún otro punto yeso hacía que leer en ella fuese aún más difícil.

—Recuerdo —comenzó lentamente Ariannecomo si algún otro asunto la distrajese—, que enuna ocasión me preguntasteis si sabía lo que eraodiar a alguien de tal modo que hiciera quefuese capaz de sacrificar cualquier cosa con talde ver vengado ese sentimiento.

Derreck se revolvió tocado. La cuerda no ledejaba separarse de los barrotes que le retenían.

—¿Estáis hablando de entregarme al rey? —preguntó con voz sorda y airada.

—No, no estoy hablando de vos —negóArianne volviéndose ahora sí franca ydirectamente hacia él—. El sueño que tuvisteisla otra tarde, cuando me atacasteis, dijisteis: «Osmataré aunque sea lo último que haga».

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La tensión de Derreck se relajó, pero nocomo si desapareciese, sino solo como si sereplegase agazapada en su interior.

—¿Y…? —Ahora era él quien evitabamirarla.

—¿Llegasteis a hacerlo? ¿Conseguisteismatarlo?

—Sí, lo maté —murmuró tras una cortavacilación.

—¿Era aquel hombre de quien me hablasteisuna noche en la muralla? —preguntó ella conmás timidez.

Derreck suspiró largamente.—Sí, era él. Era Ulrich. Ya sabéis —dijo

recuperando un poco de su cinismo más amargo—, el hombre al que juré solemnementeprofesar lealtad.

—¿Por qué? —quiso saber Ariannenegándose a dejarse engañar por su mal fingidaindiferencia.

—¡Porque mató a mi madre delante de mispropios ojos cuando yo era solo un crío! —exclamó brusca y ferozmente—. ¡Y habría

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jurado cualquier cosa con tal de acabar con él!Arianne calló y el ataque de furia de Derreck

se diluyó tan repentinamente como habíaaparecido.

—Pero eso no hizo que dejarais de tenerpesadillas —comprendió apenada.

—No, no lo hizo —reconoció Derreckcansado.

—Pero… ¿volveríais a hacerlo?—Una y mil veces —afirmó y en sus ojos

salvajes y claros no había la menor sombra deduda.

—Es cuanto quería saber —contestó Ariannebajando la mirada—. Estaréis fatigado. Osdejaré descansar.

—¡Esperad! ¿Qué hay de vos? ¿A quién si noes a mí odiáis así?

A sus espaldas, Arianne se retorció por uninstante los nudillos, recuperó la calma y se giróhacia él.

—No puedo contároslo, aunque os aseguroque no tardaréis en saberlo.

El semblante de Arianne era tan

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delicadamente bello como siempre, pero algooscuro lo ensombrecía; algo oscuro que Derreckreconocía también como propio, y por ello sabíade sobra cuánto dolor conllevaba.

—Es tarde ya. Os traeré algo de cena.—¡Arianne! —llamó—. Hay algo que

desearía que supierais —Derreck se detuvobuscando las palabras. Sabía lo que quería decir,y aun cuando no estaba seguro de poderexplicarlo deseaba al menos intentarlo—. Norecuerdo nada de lo que ocurrió durante estosdos días ni siquiera recuerdo haber soñado, perohay algo que sí recuerdo claramente.

Él volvió a callar y eso hizo que Ariannesintiese la necesidad de preguntar.

—¿Y qué es lo que recordáis?—Recuerdo el sabor de las fresas —dijo

mirándola de improviso con una profundidad queconsiguió trastornarla.

—¿Fresas? Qué curioso… —musitó Arianneun poco sonrojada recordando la cabeza deDerreck apoyada en su seno mientras intentabahacer que comiese.

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—Es lo que recuerdo.—¿Os gustan las fresas? —dijo tratando de

serenarse, mientras su boca dibujaba una sonrisaque iluminó la habitación—. Creo que podréconseguiros algo de eso.

—Me gustan, pero no es lo que queríadeciros.

—¿Entonces…?—Mientras estaba inconsciente… Era algo

extraño… —dijo inseguro—. No comprendía loque ocurría. Yo sabía que estaba allí, solo que notenía ningún pensamiento ni sentía dolor nideseos. Era como si nada existiese realmente ytampoco me importaba. Habría podidoquedarme para siempre en aquel lugar, perocuando sentí aquello… Ese gusto en mi boca…No sé cómo explicároslo… de alguna manerame llevó a pensar en vos.

—¿En mí? —preguntó Arianne en voz muybaja.

—Sí, en vos. Y eso fue lo que me hizo sentirdeseos de despertar. Quería que lo supierais.

Cualquiera que no le conociese podría haber

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pensado que lo que trataba a duras penas deconfesar Derreck era algún tipo de abominablecrimen, pero no se le ocurría ningún modo mejorde hacerle comprender a Arianne lo que pasabapor su cabeza.

Derreck había tenido mucho tiempo parapensar. En apenas tres días había perdido cuantotenía. No se hacía ilusiones al respecto. Aunqueconsiguiese regresar en un futuro cercano aSvatge, otro allí habría ocupado su puesto. Unejército necesitaba alguien que lo comandase ose deshacía en pedazos. Recuperar lo ganadosería poco menos que imposible. Y sin embargo,para su propia sorpresa, aquello no lepreocupaba lo más mínimo. Ninguna de esascosas habían conseguido hacerle feliz, nadahabía llenado el vacío que le empujaba aacumular cada vez más y más, nunca nadahabía sido suficiente. Ni matar a Ulrich, niconquistar el este ni someter Svatge y su valle.

Solo ella. Solo Arianne daba valor a su vida.Aquel sabor intenso, dulce y ácido a la vez, lerecordaba vívidamente a Arianne. Le traía a la

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memoria todo lo que era bueno y valioso y quemerecía la pena conservar, por lo que merecía lapena vivir, por cuanto tenía sentido luchar. PeroDerreck no se decidía a pronunciar las sencillaspalabras que habrían resumido a la perfeccióntodo eso. No, cuando sabía bien que habría sidocierta y comprensiblemente rechazado.

—Voy a preparar algo de cena.Arianne se marchó sin que Derreck

consiguiera esa vez evitarlo. A pesar de todohabría ido tras ella si aquella maldita cuerda nose lo hubiese impedido. Habría vuelto a besarlaaunque hubiese acabado una vez más porapartarlo, porque no conocía otro modo mejor dehacerle comprender cuanto sentía por ella. Lohabría hecho porque Arianne era lo único quedeseaba tener a su lado en este mundo o encualquier otro.

Y también aquello, que hiciera lo que hiciera,siempre terminaba por escapársele de entre lasmanos.

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Capítulo 37

—Tendréis que renunciar a lo que amáis paraconseguir lo que deseáis.

Arianne daba una y mil vueltas intentandoconciliar el sueño, pero la advertencia de Unnavolvía a su mente una y otra vez. Se habíanegado a aceptarlo, más cuando habíacomprendido que todas las palabras de aquellaarpía avariciosa eran solo cháchara vacía. Encambio, ahora no podía dejar de pensar queaquella mujer había acertado de pleno; yArianne ya había elegido el precio a pagar porconseguir su deseo y también el lado del queestaría.

A tantos otros, además de a Unna, había oídodecir que no era buena, que estaba maldita, que

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llevaba la muerte y la desgracia consigo. Soloesperaba que eso resultase cierto ahora, cuandomás lo necesitaba; pero si pese a todofracasase…

Ese era su principal temor, que su sacrificiofuese en vano, que aquella dolorosa renuncia nocumpliera su cometido. Entonces lo habríaperdido todo a cambio de nada y la victoria deaquel a quien tanto odiaba sería absoluta ycompleta.

Eso acrecentó el furor de su odio. Era lo quemás aborrecía Arianne. La llaga abierta quehabía dejado en ella y que nada había sido capazde cerrar. La consecuencia de aquel ultraje tanpresente en su memoria y en sus sentidos comoel primer día. Lo que había hecho con ella. Loque había hecho de ella.

Los ojos de Arianne brillaron en la oscuridadcon lágrimas de rabia. Las secó con rapidez conel dorso de su mano. Aquello le había hechoderramar ya demasiadas lágrimas. No pensabaverter ni una más. Y no iba a darle tambiénaquel triunfo.

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Se levantó con determinación del maltrechojergón. Antes que ninguna otra cosa cogió sudaga. Había vuelto a recuperarla de entre elmontón de tesoros de Unna. No solo la habíaperdido esa vez, la había echado en falta cuandomás la había necesitado. Confiaba en que no levolviese a ocurrir. A partir de ese momento noprescindiría de ella.

Y una vez que su propósito se cumpliese…Arianne negó para sí. No valía la pena pensarlo.No habría mucho más que pudiese hacersedespués. Tenía que decidirse ahora.

No era una concesión a su voluntad, era másbien un enfrentamiento con sus más enraizadosterrores, los que él había dejado arraigados,como una mala semilla que lo hubiese invadidotodo.

No quería llevar por más tiempo esa carga yno quería seguir viviendo en el miedo.

En su pieza, la luz de la luna entraba por laventana y caía sobre su rostro. Parecía dormido.Sus manos colgaban anudadas por las muñecassobre su cabeza. Ajeno e indefenso. Eso alentó

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a Arianne. No podía ser demasiado difícilacabar con un hombre mientras dormía, pormucho más fuerte que fuese…

O tal vez sí, porque alertado por un sextosentido o quizá tan solo por la inesperadacercanía de otro cuerpo junto al suyo, Derreckabrió los ojos.

—¿Qué diablos…?Nadie podría acusar a Derreck de ser un

cobarde, pero lo cierto es que cuando vio aArianne a su lado, el brillo del acero destellandoen su mano en la oscuridad y sus ojos brillandosalvajes con una luz que se aproximabapeligrosamente a la demencia… Bien, lo ciertoes que Derreck temió cierta y realmente por suvida.

—¡Callad! —ordenó Arianne con rabia a lavez que con un rápido y limpio tajo cortaba lasligaduras que le sujetaban a la cama.

—¡Pero qué demonios os pasa ahora! —exclamó Derreck frotándose las muñecasdoloridas sin entender absolutamente nada. Nisu liberación intempestiva, ni su furia, ni por qué

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Arianne sujetaba aquella daga como si su vidadependiese de ello.

—¡He dicho que os calléis! —sollozó Arianneal borde del llanto.

Derreck calló desconcertado y la mirótratando de comprender. No había nada quedesease más que comprenderla, pero en vanotrataba de hacerlo. Sin embargo, aquella miradainterrogante fue suficiente para Arianne,suficiente para apaciguar sus temores, bastantecomo para hacerle recordar por qué estaba allí.Su crispación se suavizó, dejó a un lado la dagay sin más preliminares se sacó el modestovestido que era la única prenda que llevabaencima, alzándolo sobre su cabeza y quedándosecompletamente desnuda.

Si Derreck estaba ya confuso y sorprendidopor el extraño comportamiento de Arianne, esaconfusión se tornó en estupefacción y lasorpresa en pasmo al ver su cuerpo claro,menudo y deslumbrante, expuesto abierta yfrancamente ante él, exhibido sin más a la tenueluz que se filtraba por la ventana.

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Aunque su estupor duró poco, porque unimpulso más elemental y primario se impuso enel acto a todos los demás. Antes que nadaaquello era un mensaje que Derreck sí podíaentender y que no requería de másexplicaciones. Ya habría tiempo paraexplicaciones…

Ahora Derreck necesitaba tenerinmediatamente a Arianne debajo de él,precisaba tomarla por entero, cubrir con sucuerpo el cuerpo de ella, tenerla y poseerla ya,rápidamente, antes de que aquel raro sortilegiodel que debía de ser víctima se desvaneciese.

Pero cuando Derreck se abalanzó sobreArianne, ella se echó hacia atrás rechazándole,y pronunció una brevísima palabra que sinembargo no dejaba lugar a malinterpretaciones.

—¡No! —Derreck se detuvo en seco, tantopor su negativa como por su feroz tonoimperativo. Arianne vio su incomprensión yvolvió a repetirlo aunque con un acento más bajoy más amable—. No…

Derreck esperó en pie junto a esa cama en la

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que había pasado las horas sin ver llegado elmomento de dejarla. Ahora no habría salido deaquella habitación por ninguna de las riquezas deesta tierra. Arianne se acercó tímidamente a él.Derreck aguardó inmóvil comenzando aentender. Ella tiró de su camisa ayudándole adespojarse de ella y después del resto de suropa. Derreck se dejó hacer, excitado eimpaciente, pero dispuesto a seguir sus reglas.Cualquier cosa, si era ella la recompensa.

Apoyó con suavidad la mano en su pechopara pedirle sin pronunciar una sola palabra quese tumbase, y después se acostó a su lado.Desnuda junto a su piel desnuda. Derreck volvióa intentar besarla, pero Arianne le detuvo otravez.

—No —susurró besándole sin rozarle apenas,apartándose rápida para esquivar su boca yvolver enseguida a besar su rostro, áspero por labarba ya más que atrasada.

Él la dejó hacer mientras sus labios bajabanpor su cuerpo y le acariciaban lentamente.Leves como soplos seguían las cicatrices que

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cruzaban su pecho y caían en picado hacia suvientre. Las manos de Arianne se deslizaban porsus manos y subían bordeando sus brazos,retirándose cada vez que Derreck hacia elmenor signo de intentar tocarla a ella.Forzosamente quieto, mientras sentía el roce desus muslos tibios y suaves, de sus breves senoscasi adolescentes destacando pálidos a la luz dela luna a tan solo un palmo de él, tentadores yvedados como el fruto del árbol prohibido.

Derreck pensó que sin duda aquella era unanueva y refinada tortura, un tormento fruto deuna mente perversa y diabólica, un infierno en elque de buena gana habría deseado para siemprearder.

Por eso consintió resistir sin protestar todassus exigencias, aturdido por el perfume de suscabellos libremente derramados, por lasinuosidad de sus caricias, por el alientoprogresivamente más sofocado que ella vertíajunto a su cuello. Lo soportó todo paciente hastaque Arianne rodeó con la mano su miembrohenchido y pulsante y se levantó sobre él para

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guiarle hacia ella.—¡Esperad! —dijo Derreck tan asombrado

por la desenvoltura de Arianne como porqueesas fuesen sus propias palabras.

Arianne se detuvo confusa. Le soltó un pocoavergonzada, también decepcionada quizá.

—Permitid —imploró incorporándose yllevando la mano al hombro de Arianne,esperando antes de posar los dedos paraasegurarse de que no se alejaría. Sabía que sealejaría en cuanto la tocase. Podía sentirlo en latensión que la recorría.

Seguramente, pensó Arianne, no sería muyjusto actuar así con él. No quería ser injusta,solo pretendía poner fin a sus miedos, entregarlelo que sabía que él ansiaba, tomar lo que ellamisma deseaba, vencer la pesadilla que inclusodespierta la acosaba. Por eso asintió solo con ungesto y dejó que su mano se quedase en suhombro y que también la besase. Su beso fueigual de leve que el de Arianne y a la vez tancorto y ardiente que de inmediato sintió su faltay experimentó el vivo deseo de alargarlo.

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Pero su boca estaba ya en su cuello y sedemoraba más lentamente allí. Su lengua lamíaahora la curva de sus senos y el calor y otrosentimiento indefinible comenzaban a acelerardesbocadamente el corazón de Arianne. Conuna mano, Derreck sujetaba su espaldaimpidiendo que se venciese hacia atrás yhaciendo que confiase a él su apoyo y su peso.Con la otra acariciaba con las yemas de losdedos el interior de sus muslos con unadelicadeza que, a pesar de llegar taníntimamente a ella, la llevaba al abandono;cediendo a una entrega que aumentaba concada roce que Derreck dejaba en su piel,envolviéndola en una dulce maraña de la que nodeseaba soltarse para permitir que él recorriesey pulsase, diestra y hábilmente, rincones de sucuerpo que ella misma desconocía.

En verdad todo era ahora desconocido paraArianne, el sobrecogedor anhelo que sentía porél, la agudizada sensibilidad de su piel ante sutacto, la creciente necesidad de entregarsecompleta y enteramente a Derreck. El calor

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sonrojando y humedeciendo su cuerpo.Arianne nunca había sentido antes ese calor.

Venía de dentro hacia afuera y no al revés.Nacía de su interior y quemaba sus labios y suvientre y perlaba de diminutas gotas los poros desu piel. Con certeza habría derretido el hielo.

Derreck abandonó su cuerpo que tambiénArianne había ya abandonado, olvidada y alejadacualquier sombra. La tendió sobre el lecho y labesó, ahora sí, profunda, desesperada ycompletamente, tan completamente que Ariannesintió su sabor en la boca. Su propio sabor queprobaba de los labios de Derreck. Su urgenciaera su misma urgencia y ella se la devolvíaapresurada y ansiosa, igual de impaciente.Solicitándose el uno al otro. Sus cuerposenlazados convertidos en un solo nudo apretado.

Entonces fue cuando la tomó. Se irguió sobreArianne y tiró de su cintura alzándola en lugarde pesar sobre ella. La levantó contra él sinvencerse, con la facilidad que le procuraban sufuerza y su potencia. La mantuvo en el airemientras Arianne exhalaba un grito agónico al

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sentir la plenitud de él en ella.Derreck se inclinó sobre Arianne y la mordió

salvajemente en el cuello haciéndola sollozar dedolor y de placer. La cabeza caída, su cuerposuspendido entre sus manos; suspendida tambiénella, apartada de todo lo que no fuese aquelmomento.

Derreck se volcó reclamando aún más.Arianne cedió por entero a esa inconteniblemarea que la mecía y la inundaba. A la luz, alcalor, al deleite, a la evanescencia que deshacíasu cuerpo convirtiéndolo en algo líquido y cálidoque se fundía mezclándose con el cuerpo deDerreck.

Después lo sintió. Dilatarse y crecer. Llevarlaa un punto más alto si aquello era posible.Alcanzar un instante perfecto donde todo estabaclaro, todo era dolorosamente vívido,compartido, real. Su aliento era su aliento. Supiel era su piel. Ella y él uno mismo, unidos,mezclados. El uno del otro. El uno para el otro.

Entonces Arianne comprendió muchas máscosas, cosas sencillas y bien conocidas que todo

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el mundo sabía, pero que ella había olvidado.Comprendió por qué la primavera seguía alinvierno para renovar todo lo que parecíamarchito y seco, por qué la tierra se abríagenerosamente, año tras año, estación trasestación, para dar fruto, sin importarle quemientras tanto la vida y la muerte jugaran sindescanso su eterna danza. Nacer, crecer,morir… Y por qué la vida vencía siempre. Sí,Arianne ahora lo comprendía, se equivocabanquienes afirmaban lo contrario. Ella misma habíaestado confundida. No era la muerte, era la vidaquien se imponía siempre sobre cualquier otracosa. Ahora y mientras hubiese luz y calor en elmundo.

Esos y otros pensamientos pasaban sindemasiado sentido por su cabeza cuandoDerreck se hizo a un lado apartándose porquetemía pesarle demasiado. Arianne lo lamentó,porque su peso no le pesaba sino que lacompletaba. La confortaba. Se giró hacia élbuscando otra vez su contacto. Derreck apartóde su frente las hebras pegadas en sudor de sus

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cabellos y la besó con más dulzura y con lamisma calidez.

—¿Estáis bien?Arianne sonrió. No recordaba haber estado

nunca mejor. Pero el vistazo fugaz que Derreckdirigió hacia el lecho y el desconcierto que leyóen sus ojos le recordaron a Arianne aquello quetanto le había costado olvidar.

Le tapó la boca con los dedos antes de quetuviese tiempo de pronunciar palabra.

—No preguntéis —suplicó.La angustia que atenazó su rostro fue

suficiente para que Derreck lamentase haberinsinuado cualquier principio de interrogatorio.Apartó la mano de su boca con suavidad y labesó para que pasase. Y aunque al principionotó su inconfundible tensión y su sutil peroinequívoca resistencia, pronto se desvanecieronpara arder en la llama que los dos avivaban.

La noche fue larga y exigente. Arianne sentíasu cuerpo despertarse ávido tras tanto tiempo defrío letargo. Él apenas sentía saciados losmuchos deseos atrasados. Aquella noche

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Derreck la tomó de todas las formas posibles yArianne las encontró todas ellas igualmentegratas y placenteras.

Después, cuando el cansancio rindió suscuerpos exhaustos, él continuó abrazándola,resistiéndose a soltarla, como si sospechase quede hacerlo Arianne se desvaneciese en el aire.Temió que se hubiese quedado dormida. Habríaquerido prolongar aquella larga noche de modoque nunca amaneciese, pero sabía que eso noocurriría y antes de que terminase había algomás que necesitaba saber.

—Arianne…Abrió los ojos y le miró. No estaba dormida.

No habría podido dormir. También Ariannequería atesorar cada pequeño instante. Esperó lapregunta que él no se decidía a formular. Unrebelde mechón de pelo caía sobre el rostro deDerreck y aun en la oscuridad su mirada erainsegura. Algo le atormentaba y le era difícil deexpresar. Tampoco a Arianne le gustaban enexceso las preguntas, además no confiaba en laspalabras. Las palabras no servían de mucho, y

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también los actos eran a veces ambiguos ysolían falsear la verdad. Solo los sentimientos nomentían, ¿pero quién podría afirmar conseguridad ser capaz de leer solo en un gesto?

Derreck acabó por claudicar y pronuncióunas vacilantes palabras.

—Arianne…, ¿me amáis?El dañado corazón de Arianne se rompió un

poco más. Se rompió de amor por suinseguridad, por su hambrienta necesidad, por laherida que iba a causarle y por su propia yapenas suavizada herida.

No podía decirle unas palabras que después élinterpretaría como una burda y falsa mentira.No podía responder sin que su corazón seterminase de deshacer a pedazos. No podíaexplicarle y hacerle entender. No hubierapodido. Solo podía besarle y calmar sus dudas,besarle y mostrarle lo que él le hacía sentir, lehacía vivir, le hacía amar.

Sí, le amaba, pero le respondió con otrapregunta.

—¿No os basta con esto? ¿Qué más

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necesitáis?Él le devolvió el beso. Arianne habría querido

hundirse en ese abrazo y no escapar nunca deél.

—Os necesito a vos —murmuró comenzandoa amarla de nuevo. Ella se entregó estremeciday poseída por su misma incontenible necesidad.

—Yo también os amo, Arianne —musitóDerreck mientras ella se perdía en sus besos yrecogía aquellas palabras de su boca.

Sí, se dijo Arianne. Él sabía. Él tambiéncomprendía.

Así transcurrió la noche, y aún continuabanabrazados cuando la turbiedad lechosa quecomenzó a empañar el cielo le indicó a Arianneque pronto amanecería. Pensó que Derreckdormía y se deslizó tratando de no despertarle.Aún estaba sentada sobre la cama cuando él larodeó por la cintura y la atrajo hacia sí.

—¿Adónde ibais? —preguntó dejandoimplícitamente claro por su incitante acento queno pensaba dejarla ir a ningún sitio.

Arianne se volvió hacia él. Sonrió y llevó la

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mano hasta su rostro. Él la tomó y besó supalma. Arianne sintió vacilar su propósito. Teníaque ser ahora, si no, no sería capaz de hacerlo yla herida nunca cicatrizada se convertiría en uncáncer que carcomería para siempre su vida,igual que la había carcomido hasta ahora.

—Tengo que salir. Horne puede entrar encualquier momento y no sería muy apropiadoque me encontrara aquí, ¿no creéis? —dijotratando de parecer despreocupada.

—Mataré a Horne —dijo brusca yapasionadamente tirando más de ella—. Mataréa cualquiera que intente separarme de vos.

Arianne le miró triste y volvió a tocar el rostroque tanto añoraría.

—No quiero que matéis a nadie por mí.—Haría cualquier cosa por vos —aseguró

Derreck sujetando su mano para que no laapartara.

—Dejadme marchar entonces —rogóArianne.

Derreck dejó escapar el aire y soltó su manorendido.

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—Os dejaré ir… solo si me prometéis que notardaréis en regresar.

Arianne adivinó su desconfianza. ¿Quiénpodría reprochársela? Y ella no quería mentirle,pero tampoco podía decirle la verdad.

—Os lo prometo. Regresaré a vos. Tanpronto como me sea posible.

Derreck no pareció muy convencido de queeso fuera suficiente. A pesar de todo la soltó.Arianne se levantó y buscó su ropa.

—¿Y me prepararéis el desayuno? —preguntó Derreck disfrutando del simple placerde verla vestirse, recostado de lado apoyadosobre su brazo, actuando como si fuesen un parde recién desposados para los que cualquiernimiedad sin importancia se convirtiese en undeseado y nuevo acontecimiento.

—Tan pronto…—Tan pronto como os sea posible —dijo

Derreck con sorna terminando su frase.—Eso es —sonrió ella.—Bien, entonces esperaré —cedió resignado.—Os lo suplico —murmuró dándole un último

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beso.Derreck no contestó, prefirió besarla y tirar

nuevamente de ella con la intención dederribarla sobre la cama, solo que Arianne ya nose dejó arrastrar.

—Dijisteis…—Sí, sí… —reconoció soltándola de mala

gana—. Dije que os dejaría marchar, perorecordad vuestra promesa.

—No la olvidaré —dijo Arianne desde elumbral escondiendo la daga que había recogidodel suelo.

Salió encajando la puerta, y en lugar de ir alcuarto de Horne abrió sigilosamente la puertadelantera y la cerró tras ella procurando nohacer ruido.

Aún no había comenzado a amanecer.

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Capítulo 38

Las almenas de Silday despuntaban en elhorizonte. No era una fortaleza tanimpresionante como Svatge ni poseía surectilínea y elegante altivez vertical. Era recia,cuadrada y sólida. Adecuada a su propósito.Servir como cuartel general a una gran cantidadde tropas y procurar seguridad y abastecimiento.

A Arianne le pareció horrible y aplastante,pero eso era lo de menos.

Harald le pasó el agua, bebió y se la devolviódistraída. Se habían detenido en aquel alto paradejar descansar a los caballos. Ya habíanrecorrido la mayor parte del camino y antes deque oscureciese llegarían a Silday. Duranteaquel par de días Harald había esperado que la

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determinación de Arianne vacilase según fuesenaproximándose a su destino, pero se habíamostrado silenciosa, segura y firme.

—Deberíamos buscar una posada, hacernoche antes de llegar… Descansar y darosocasión para que os pongáis más presentable —se atrevió a sugerir Harald. Arianne llevaba unasaya de burda lana todavía más deslucida sicabe por el polvo del camino. Y aunque se laveía hermosa como siempre y aún más sin queHarald acertase a adivinar la razón exacta deello, su viejo corazón de leal servidor a losWeiner se dolía de ver entrar en Silday aArianne como si se tratase de una pordiosera.

—No esperaremos más —negó Arianne—.Llegaremos hoy mismo.

Harald resopló por toda respuesta. ¿Para quéperder el tiempo con más palabras? Habíandormido la noche anterior en un abandonadorefugio de pastores, no habían parado ni una solavez en una aldea ni se habían dado más treguaque la imprescindible para no reventar a loscaballos. Harald habría jurado que no habrían

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corrido más si los hubiese perseguido elmismísimo diablo.

—Entonces podemos proseguir en cuanto lodeseéis…

Arianne se detuvo a observarle y se ablandóal apreciar su agotada pero incansable lealtad.

—Espera, creo que aún queda algo de comidaen mi bolsa. Podemos estar aquí un poco másantes de partir.

Harald aceptó de buen grado e inclusoprocuró olvidar provisionalmente suspreocupaciones ante aquella súbita muestra deamabilidad de Arianne. Siempre había sido asícon ella…

Arianne había supuesto una fuente constantede problemas ya desde antes de nacer, peroaunque se suponía que el capitán de la guardiadel castillo no debía perder el tiempo con esascosas, resultaba que Harald tenía debilidad poraquella sonrisa y por aquel corazón valiente ygeneroso, por esa mocosa que se escabullíaentre sus piernas cuando intentaba detenerlaalertado por los gritos de reproche del aya. Su

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primer impulso era llevarla de vuelta cogida porlas orejas o al menos darle una buena azotainapor hacerle correr como un idiota tras de ellapor las murallas, pero cuando por fin conseguíapenosamente darle alcance, Arianne reía comosi aquel fuese el más divertido de los juegos yHarald terminaba por dejar que volviese aescapar.

La pequeña, traviesa y siempre sonrienteArianne… A pesar de las malas caras, de laspeleas con Gerhard, de la indiferencia de sirRoger, a pesar de todo eso, cuando aún era unaniña, Arianne prodigaba una alegre ydesarmante sonrisa. Después, un día, sin queHarald se diese cuenta de cómo había ocurrido,sucedió que Arianne dejó para siempre de seruna niña y aquella sonrisa también desapareció.

Arianne sacó un pedazo de cecina y a faltade otra cosa mejor, comenzó a cortarlo con sudaga. Harald se fijó en ella. La había vistousarla varias veces a lo largo del viaje y ahoraque la tenía más cerca podía comprobar lo queya sospechaba.

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—Aún la conserváis —dijo con voz teñida porel afecto—. Pensaba que la habíais perdido.

Ella sonrió, aunque no con la descaradaalegría de aquella niña que Harald aún añoraba,sino con la velada tristeza que la sustituyócuando creció.

—La perdí. Gerhard intentó quitármela ycomo no lo consiguió se lo contó a Minah.

—Y ella se lo dijo a vuestro padre. Lo sé —recordó Harald—. Fue culpa mía, no debíentregárosla, no era un regalo adecuado parauna joven dama como vos.

Y es que en aquella época Harald temía porArianne. Siempre rondando por las cocinas y lascuadras, corriendo la primera a recibir a losvendedores que llegaban de paso al castillo,saliendo al bosque con los otros chiquillos comosi fuese una más y no la hija del señor, aunquetodos los demás supiesen y hablasen. No,Harald lo tenía bien presente. Ningún lugarparecía ser el correcto para Arianne, pero esono la desanimaba, y él solo pretendía que noestuviese indefensa. El mundo era y sería

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siempre un lugar peligroso. Gerhard era el jovenseñor y tenía su espada, Adolf era la sombra deGerhard, pero Arianne no tenía a nadie y eraimprudente y decidida. Harald quería quepudiese cuidar de sí misma, y para eso un bueny afilado pedazo de acero nunca estaba de más.

—Era un buen regalo, Harald. Y siempre teestaré agradecida por él, por eso y por todo lodemás —murmuró bajando los ojos.

—No tenéis nada que agradecer —suspiróHarald—. No se puede decir que haya hechomucho por vos. Miradnos —dijo echando unmirada conmiserativa en torno a ellos y a sumaltrecha apariencia—. No tenemos mejoraspecto que un par de labriegos.

—No tiene nada de malo ser un labriego —protestó Arianne con una sonrisa algo másanimada.

—Pero vos pronto seréis la esposa del lordCanciller —replicó Harald sin dejar escapar laoportunidad de hacer hablar a Arianne deaquello. No en vano cuanto más lo pensabamenos lo comprendía. Sabía lo mucho que

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Arianne deseaba recuperar Svatge, perotambién sabía cuánto odiaba la rigidez, elprotocolo y la doblez que en Svatge eran solouna pálida sombra de lo que serían en la corte.

—Sí, lo seré —asintió Arianne mordiéndoseel labio.

—¿Y viviréis en Ilithe?—No tengo la menor intención de vivir en

Ilithe —aseguró Arianne convencida.—Pero lo más lógico será que vuestro esposo

desee que residáis allí, con él —insistió Haraldescrutándola con su mirada inteligente y sagaz.

—Dijiste que me devolvería el paso —replicóArianne como si eso lo justificase todo.

—Pero…—No quiero pensar hoy en más

contratiempos, Harald. ¿Podríamos partir? Estoycansada y quiero terminar con esto —rogóvolviéndose hacia él y apelando a su afecto.

Harald cabeceó asintiendo, aunque se resistíaa levantarse de la piedra que les servía deasiento.

—Partir. Claro que sí… Cuanto antes

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lleguemos mucho mejor, ¿verdad? —musitócabizbajo.

Arianne contempló su desilusión. Era durodefraudar a Harald, pero no más que las otrascosas que había elegido decepcionar. Solo queHarald siempre había tratado de ayudarla y nomerecía aquello.

—¿No era eso lo que deseabas? Que por finme casase…

—Lo que yo deseaba era que fueseis dichosa—dijo Harald sin dejarse engañar por suspalabras.

Arianne sonrió correspondiendo a la sinceraestima de Harald.

—¿No lo serían muchas en mi lugar?—Pero vos no lo sois.—No, aún no —reconoció Arianne—, pero

puede que llegue a serlo, ¿no crees?Harald no acababa de ver aquello muy claro.

Al menos debía reconocer que hacía tan solounos meses nadie habría creído posible aquelenlace.

—Sin duda vuestro padre habría estado

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orgulloso de vos.Ella se volvió decepcionada y negó con la

cabeza. No era esa la respuesta que esperaba yya no quería seguir con aquella farsa. No almenos con Harald.

—Déjalo, Harald, sabes tan bien como yo queno era mi padre y no creo tampoco que hubieseestado orgulloso. Seguramente habría pensadoque nada de esto me correspondía. Y habríatenido razón —dijo amarga.

A Harald le dolió oírla hablar así. No por nadahabía callado tantos años y no iba a hablarahora.

—Sois la hija de Dianne. Eso es suficientepara mí, y sois la última de vuestro nombre, yabristeis el paso. Eso debería ser suficiente paratodos —afirmó Harald solemne.

Arianne sonrió. Eso era cierto. El paso eraalgo que contaba y de lo que bien podía sentirseorgullosa.

—Harald, si algo me pasara… —Ariannedudó un momento, pero se resolvió enseguida—.Te contaré cómo bajar el paso, así si yo no

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pudiese regresar no quedará cerrado parasiempre.

—¿Qué habría de ocurriros a vos? —preguntó Harald inquieto—. Es mucho másprobable que me ocurra algo a mí.

—No nos ocurrirá nada a ninguno de los dos—dijo tomando cariñosamente su mano—, peroes una pesada carga guardar para uno mismodurante tanto tiempo un secreto. ¿Locompartirás conmigo?

—Sabéis que lo guardaré y os servirémientras tenga aliento —prometió Haraldconmovido.

Arianne le susurró unas palabras al oído sindejar de estrechar sus manos.

—¿Lo recordarás? —preguntó con suavidad.—Jamás lo olvidaré.—Entonces creo que ya podemos irnos —dijo

Arianne levantándose. Harald asintió y laacompañó silencioso y aún emocionado.

Llegaron a Silday con las últimas luces. Ellasintió su corazón latir con tanta fuerza queparecía querer escapar de su pecho. Sin

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embargo, su inquietud se apagó mucho antes delo que había pensado.

Cuando Harald anunció sus nombres en lapuerta los dejaron entrar al instante, como quienya está sobre aviso. Enseguida llegó uncaballero de muy alto rango, según indicaba sulibrea.

—¿Sois vos lady Arianne? —dijo mirándolaperplejo.

—Yo soy —afirmó alzando la barbilla con unorgullo que ni siquiera pretendía mostrar, peroque como tantas otras cosas era innato en ella.

El hombre pareció dudar. Harald le dedicóuna mirada tan furiosa que el caballero terminóinclinándose en una cumplida y algo exageradareverencia, más aún dadas las circunstancias.

—Disculpad, señora. No me he presentado.Soy sir Edwin Bare y estoy a vuestro serviciopara cuanto necesitéis.

Arianne correspondió con brevedad al saludo.El caballero vestía más dorados y gemas de losque ella hubiese llevado encima en toda su viday no se molestaba en disimular su desaprobación

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al contemplarla.—Imagino que en primer lugar desearéis

cambiaros esas ropas. Esperábamos vuestrallegada y he dispuesto que os atienda unadoncella. Pedidle cuanto podáis echar en falta—dijo sir Edwin disponiéndose a retirarse alconsiderar que aquello era lo suficientementecortés como para servir de bienvenida.

—¡Sir Edwin! —le detuvo Arianne—.¿Cuándo podré ver al lord Canciller?

Sir Edwin se volvió fastidiado. No le gustabanlas conversaciones en los patios y tampoco lasdoncellas exigentes y malencaradas. En Ilithelas damas no alzaban así como así la voz enpúblico y tampoco andaban por los caminos acaballo ni escapaban en la noche de suscastillos. Con razón se decía que más allá delTaihne todo era barbarie, pensó sir Edwin

—Lamento deciros, señora, que no podréisver al lord Canciller en un plazo tan breve comoseguramente desearíais. Me ha encargado queos transmita sus más afectuosos deseos y quedisponga de todo lo necesario para que ambos

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os podáis reunir con la máxima presteza.—¿Que nos reunamos dónde? —preguntó

Arianne alarmada.—En Ilithe, por supuesto —respondió el

cortesano—. ¿Dónde si no?La mirada de Harald decía claramente: «Os

lo advertí…» Arianne no se achantó.—¿Lord Cardiff se ha marchado de Silday sin

esperar a que llegase? —dijo con voz quetemblaba por la cólera.

Sir Edwin miró alternativamente a Arianne ya Harald y también en torno suyo, pero no habíanadie más allí que pudiese liberarle de aquellasingular dama y de sus modales, tan distintos alo que sir Edwin estaba acostumbrado.

—Estoy convencido de que el lord Cancillerhubiese tenido un extremo placer en recibiros —arguyó sir Edwin, aunque su tono evidenciabaque lo ponía manifiestamente en duda—, pensadque ignoraba cuando llegaríais. Y vos misma,según me han informado, afirmáis que esosingratos y desleales Halle conspiran contra sumajestad. Sin embargo, lo ha dejado todo

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dispuesto para que seáis escoltada hasta la cortesin demora.

—No abriré el paso sin haber hablado antescon lord Cardiff —aseguró pálida Arianne,interrumpiéndole.

Sir Edwin la miró reprobador. No le agradabalo más mínimo Arianne ni sus exigencias.

—No será necesario. Los cetreros hanrecibido mensajes de la otra orilla. Fueron bienacogidos ya que confirmaban vuestras nuevas—concedió generoso sir Edwin—. Las patrullashan informado de que los traidores del Landerse dedican ahora a luchar entre sí. Por cierto,¿qué decís que ocurrió con Derreck deCranagh? Vuestro hombre no fue muy claro alrespecto.

—Pero las tropas reales no podrán regresarpara defender Ilithe si el paso está cerrado —replicó Arianne sin contestar a la pregunta de sirEdwin.

—No es algo que sea de vuestra incumbencia—dijo sir Edwin irritado—. Ya que sois parteinteresada os diré que no será necesario puesto

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que el consejo ha decidido que las tropas sedirijan hacia Langensjeen

—Pero entonces, ¿qué ocurrirá con Svatge?—exclamó Arianne, viendo cómo su plancomenzaba a desmoronarse.

—No tiene por qué ocurrir nada. El consejoha decidido mostrar su magnanimidadofreciendo el perdón real a todo el que se una asu causa contra el norte, con seguridad lashuestes del Lander se unirán en masa anosotros. Eso o serán aplastadas —aseguró sirEdwin con molesta superioridad.

Arianne sintió tambalearse su confianza. Noes que sus esperanzas estuviesen muy fundadas.Sabía que sus intenciones eran descabelladas einsensatas. Lo que le daba fuerzas para seguiradelante era pensar que al menos pronto aquellofinalizaría, con un resultado u otro. Esto locomplicaba y lo retrasaba todo y Arianne nosabía si tendría ánimo para aguardar tanto.

—Tengo que aclarar este asuntourgentemente con lord Cardiff. ¿Cuánto haceque partió? —preguntó Arianne ante la

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incredulidad de sir Edwin y el espanto deHarald, que ya veía a Arianne dispuesta a salircorriendo en ese mismo momento.

—Partió hace dos días, señora, apenas sedetuvo aquí, pero podréis seguirle tan prontocomo amanezca si así lo deseáis —le garantizósir Edwin pensando que se sentiría muy feliz deperder de vista lo más pronto posible a tandesconcertante criatura—. A no ser que queráismarcharos ahora mismo…

Harald esperó su respuesta resignado.Arianne se sintió de pronto terriblementecansada, como si toda la fatiga y la tensiónacumuladas se volcasen a la vez sobre sushombros. Volvió a pensar en la cabaña delbosque y en lo mucho más sencillo que habríasido quedarse allí. Quedarse para siempre allí.

—No, no. Pasaremos aquí la noche ysaldremos mañana temprano —cedió Ariannerendida.

—Como gustéis, señora. Seguidme entonces—dijo sir Edwin abriendo la marcha.

Arianne se dejó conducir hasta la estancia

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que le había sido destinada. Consintió en queuna doncella le preparase un baño y le cepillasey peinase el cabello. Comió lo que le pusierondelante sin atender a lo que era y cuando seacostó, cerró los ojos y no quiso pensar en nadamás.

Pero sin necesidad de evocarlos, losrecuerdos que poblaron aquella noche sussueños fueron luminosos y dulces.

Bien distinto fue el despertar de Derreck a larealidad. El sol estaba ya alto en el cielo cuandosalió de la cabaña la mañana en la que Ariannepartió. No le llevó mucho tiempo comprobar lasospecha que pese a todo se negaba a admitir.El gigante se lo dijo. Se había marchado y sehabía llevado los caballos. Ella y el viejo. Nosabía dónde habían ido. No, no creía quepensasen volver, porque ella se había despedidoestrechando su mano y le había dado lasgracias.

Sí, a Horne también le hubiese gustado que

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Arianne volviera. Era amable e intentabaayudar. Pero como todos decían y él mismo notenía problema alguno en reconocer, Horne nosería muy listo, aunque sí lo bastante como parasaber que ella no regresaría.

Derreck se sintió mucho más estúpido queHorne. Renunciaba a comprenderla, renunciabaa conseguir entenderla o a tratar de adivinar susintenciones, pero no iba a perdonarse nuncahaberla dejado marchar. Sabía que no tenía quehacerlo. Su cabeza y su instinto le decían que nola soltase. Pero ella se lo había rogado y acambio le había dado una palabra y ahoraDerreck no tenía nada.

Se fue de aquel lugar y siguió las indicacionesde Horne para llegar a la aldea más próxima. Ybien porque las indicaciones no eran buenas oporque Derreck no estaba acostumbrado aorientarse en aquella masa verde indistinta, locierto es que se perdió.

Derreck pasó días enteros vagando por losbosques de Green, buscando la salida de aquellaberinto sin puertas ni esquinas, cazando

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conejos a lazo cuando salían confiados de susmadrigueras y siguiendo el curso de arroyos quese mezclaban unos con otros sin conducir aninguna parte.

Pasó cinco noches al raso hasta que llegó auna pequeña villa. Nunca había estado en eloeste, así que no conocía los escudos ni lasciudades. Preguntó por el paso y le dijeron queestaba a una semana de viaje por el camino real.

Se quedó con el caballo, la bolsa y la espadadel primer desprevenido viajero que tuvo la malafortuna de cruzarse con él y apenas un pocomás animado por esa en comparacióninsignificante conquista cabalgó hacia Svatge.

No sabía qué le diría, no sabía qué haríacuando por fin la encontrase, porque no tenía lamenor duda de que la encontraría. Fuesencuales fuesen sus planes, Arianne acabaría porregresar al paso y al castillo, eso era lo únicoque tenía claro; eso y que no volvería a dejarlaescapar bajo ninguna circunstancia.

Era solo que aún no sabía de qué modo podríahacer que permaneciese a su lado, y tampoco

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había mucho que pudiese ofrecerle ahora; ycuan poco valían sus esperanzas quedó demanifiesto en la concurrida posada en la queparó a hacer noche justo a unas pocas jornadasde llegar al paso.

Había mucha gente y bastante animación.Derreck buscó un lugar apartado para sentarse.Eso no evitaba que prestase atención a lasconversaciones. Ya había oído antes las noticias.La gente no hablaba de otra cosa. Soldadosarriba y abajo. Algunos decían que el mismísimorey se dirigía hacia Silday para que el paso seabriese de nuevo. Eso era lo que preocupaba atodos en aquella orilla.

El paso cerrado suponía bolsillos vacíos.Cosechas y mercancías que se quedaban sincomprador. Los hombres del rey habrían sidobien recibidos si no fuese por la mala costumbrede tomar cuanto necesitaban sin considerarnecesario entregar a cambio compensaciónalguna. Por eso los comentarios se dividían entrelas maldiciones y la confianza en que todoaquello sirviese para algo. Y justamente uno de

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los nombres que más se maldecían era el suyo.Por eso, cuando oyó a sus espaldas una

admirada exclamación de sorpresa, lo primeroque hizo fue echar mano a la espada.

—¡Sir Derreck! —dijo sir Willen Frayinnatónito—. ¡Sois vos! ¡Qué afortunadacasualidad! No esperaba encontraros aquí. —Tampoco Derreck esperaba encontrarle a él yque no se alegraba en exceso quedaba claro porel modo en que su mano aferraba laempuñadura de su espada—. Sin embargo, aúnsomos amigos, ¿no es así, señor? —continuóinseguro Willen dando un par de prudentes pasosatrás.

Derreck envainó la cuarta de acero que habíasacado ante la mirada desilusionada de los quese habían vuelto interesados y asintió pococonvencido. Nunca había considerado a Willenun amigo, solo un aliado movido por el interés, ydesde luego no recomendaría a nadie confiar enél. Pero Willen estaba de excelente humor y sesentó a la mesa de Derreck sin esperar suinvitación.

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—De veras sois un hombre de recursos, sirDerreck, siempre os he admirado por eso. Esalgo que tenemos en común, ¿no os parece?

En aquel momento Derreck odiaba tener nadaen común con Willen, aunque había quereconocer que no le faltaba razón.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó irritadoDerreck en voz baja.

—¿Aquí? —repuso extrañado Willen—. Losabéis perfectamente, con gusto estaría encualquier otro lugar, pero esa endemoniadamujer…

—Quiero decir en esta posada —le detuvoDerreck antes de que Willen dijese algo queacrecentase su irritación hacia él, por muchoque su parecer fuese del todo legítimo.

—Pues pretendo cenar —respondió Willen yjusto en ese momento un mozo se acercó paraservirle un rebosante plato de asado—. No osimporta que os acompañe, ¿verdad? —preguntómirando el plato a medias de Derreck yempezando a devorar el suyo sin esperarrespuesta.

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Derreck volvió a comprobar por enésima vezcomo el desmesurado apetito de Willen obrabael curioso efecto de hacer desaparecer el suyo,ya de por sí no muy intenso. A Willen, encambio, nada le afectaba, y era capaz de hablary comer a la vez con idéntica eficacia.

—Como os decía, no esperaba volver a verostan pronto, sin embargo estaba seguro de quesaldríais con bien de aquel endemoniado lance,igual que ella… La verdad es que solo mesorprendí un poco cuando conocí la noticia,bueno —rectificó Willen—, reconozco que mesorprendí mucho, pero solo fue la primeraimpresión, luego comprendí que no era tanextraño. Dicho sea de paso, y aun reconociendoque no os hayáis en buena posición, pienso queno podéis quejaros de vuestra suerte, dadas lascircunstancias… Lo cierto es que esa mujer esdemasiado aguda para lo que conviene a unesposo. No envidio al lord Canciller —aseguróWillen con la boca llena.

—¿Cómo que no puedo quejarme y quédemonios tiene que ver en esto el lord Canciller?

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—dijo Derreck sin comprender y no solo porquelas palabras de Willen fuesen casi ininteligibles.

—Oh, sé cómo os debéis de sentir, pero notenéis que preocuparos. Yo mismo me hearruinado completamente tres veces. Solo hayque levantarse y volver a empezar. Estoy segurode que lo conseguiréis. Quizá podríais dirigiros alnorte, allí seríais bien recibido, y por mucho quelord Cardiff se las prometa muy felices, el norteresistirá, siempre resiste —divagó Willenevitando referirse más directamente al lordCanciller, al comprender que Derreck no teníapor qué saber, y evitando así ser el portador deunas noticias que con total seguridad no seríanbien acogidas.

—Ya no apoyo al norte —dijo secamenteDerreck.

Willen se encogió de hombros y se guardó dedecir a Derreck que ya no estaba encondiciones de apoyar a nadie sino más bien debuscar apoyos.

—Es una guerra que está por librar. Se diceque muchos de los que estaban con vos ahora

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marchan hacia Langensjeen.También Derreck lo había oído y no le

importaba gran cosa.—¿Y qué hay del paso? —preguntó inquieto.

Había esperado que Arianne regresase tanpronto como consiguiese ayuda en Silday, peroahora el paso ya no parecía tan importante comoArianne había pensado.

—El paso tendrá que esperar —dijo Willendebatiéndose entre la presunción y la prudencia.

—¿Esperar a qué? —replicó Derreckimpaciente.

Willen se rindió por fin a la vanidad de relatara Derreck cuanto más sabía que él de aquelasunto.

—El paso quedará bajo el amparo del lordCanciller tan pronto como lady Arianne y él sedesposen. Me encontré con la comitiva hacehoy ocho días. Vi a lady Arianne. Por fortunaella no me vio a mí. Lo cierto es que me costóreconocerla, parecía recién salida de un grabadode los tiempos antiguos —afirmó Willenrecordando la túnica resplandeciente como la

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nieve y la diadema salpicada de brillantes—. Sinduda parecía digna de ser no solo la esposa dellord Canciller sino del propio rey.

—¿Cómo de seguro estáis de eso? —atinó apreguntar Derreck.

—Muy seguro —afirmó ufano Willen—. EnSilday encontré a un antiguo socio y camarada.También él desea que el paso se reabra lo antesposible. Tenemos buenos negocios juntos enperspectiva. Él fue quien surtió a lady Ariannede cuanto necesitaba a expensas de lordCardiff. Fue una buena ocasión que se nosescapó a ambos —reconoció triste Willensolidarizándose con Derreck, aunque él solopensase en sus ventas perdidas—. Reconozcoque casi llegué a creer que por fin la habíaisconvencido, pero no puede uno fiar en lasmujeres. Por eso yo procuro pasar el menortiempo posible con las mías. No hay forma decontentarlas. Pero imagino —dijo Willencallando incómodo al ver el rostro de Derreck—que no os interesan mis problemas maritales…

Derreck ya no oía a Willen. No más allá de

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cuando había dicho que Arianne había salido deSilday hacía ocho días y que por lo tanto ahoraestaría a dos semanas de viaje de allí. Ningunaotra cosa más que tratar de asimilar que habíaconsentido, así como así, en casarse con algúnotro, con algún otro que para colmo era el lordCanciller.

—Hay que admitir que es verdaderamentelinda —se atrevió a decir Willen—, y a pesar detodo, porque aunque no me creáis, conozco a lasmujeres, he tenido dos esposas y cuatro hijas yllevo toda la vida tratando inútilmente deagradarles; y por ello habría jurado que no leerais del todo indiferente, a pesar de que osarrastrase de aquel modo por aquella condenadamontaña…

Tan evidente era el hundimiento de Derreckque Willen no podía dejar de intentar animarle,aunque sus palabras no destacasen por su tacto.

—Vamos, no tengáis cuidado. Sois aún joven,sois gallardo, valiente, audaz y todas esas cosasque tanto gustan a las damas. Solo porque ellase os haya resistido… —El ramalazo de orgullo

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herido que pasó por los ojos de Derreck hizosospechar al instante a Willen—. Porque se osha resistido, ¿no es así?

Derreck apartó la vista sin contestar, perocomo bien se dice, hay ocasiones en que lossilencios resultan más elocuentes que cualquierafirmación y Willen comprendió admirado.

—¡No se os resistió! Entonces, ¿cómodejasteis que…? —Willen se detuvo precavidoal ver la desolación furiosa de Derreck—. Loque quiero decir —dijo carraspeando— es queno entiendo cómo lady Arianne pudo actuar contanta… liviandad —expresó un poco temerosoante la mirada amenazante de Derreck—.Cuando las nupcias se consumen y se descubraque no era doncella, lord Cardiff podrá exigir laanulación y ella perderá cualquier derecho.

Era una norma que perduraba desde lostiempos antiguos y nadie dudaba de su validez.¿Por qué aceptaría cualquiera casarse paraconseguir algo que otro había obtenido sinmayores requisitos?

Por eso todas las damas nobles sabían muy

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bien que debían guardarse de ceder a esa clasede requerimientos, y por eso los matrimonios secelebraban apenas las muchachas dejaban deser niñas, por si las muchas advertencias noresultasen ser suficientes. Las damasrepudiadas perdían su dote en favor de suesposo y debían volver de vacío y avergonzadasa la casa de sus padres, si estos consentían enacogerlas de nuevo…

Willen seguía hablando y rememorandopasados escándalos de notables y públicamentehumilladas recién desposadas. No tenía presenteque Arianne tenía algo de más valor quecualquier dote y que no se dejaría arrebatarfácilmente: el secreto del paso. TampocoDerreck pensó en ello, a pesar de que en algúnmomento ese secreto había sido su principaldesvelo. Lo que Derreck recordaba ahora era laclaridad de la piel de Arianne destacando pálidaen la oscuridad, sus ojos brillando, su cuerpo ensus brazos…

Derreck tomó la jarra de vino, acabó con ellade un trago y pidió que se la llenasen de nuevo

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con la intención de emborracharse con la mayorrapidez posible. Así quizá podría soportar laodiosa charla de Willen y amortiguar la rabia quele producía una inamovible certeza.

Con paso o sin paso estaba seguro de que ellord Canciller no sería tan imbécil de renunciarasí como así a Arianne.

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Capítulo 39

Ocurrió una tarde fría y oscura. El inviernoestaba a punto de comenzar y hacía poco quehabía nevado.

No había sido una gran nevada. No una deesas que lo cubrían y uniformaban todo. Eransolo jirones blancos que moteaban el paisaje.Suficiente para que el viento soplase gélido, peroArianne lo prefería a estar en el castillo.

Había demasiados extraños allí. Grandesseñores a los que según Minah no se debía mirara los ojos si te cruzabas con ellos. Eraextremadamente importante. Mantener lamirada baja y mostrarse modesta y tímida.Arianne al principio no había podido evitar ciertacuriosidad, pero ya llevaban allí una semana y

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había perdido todo su interés. Por eso se habíaescabullido de la vigilancia de Minah y de la delos guardias de la entrada y había salidocorriendo rumbo al bosque, hacia su escondrijosecreto.

Había un lugar en el bosque que habíadecidido que le pertenecía. Una pequeñaoquedad oculta por la maleza. Ella lo habíadescubierto y no se lo había contado a nadie.Allí escondía todas las cosas que queríaproteger. Gerhard la odiaba y Minah volvería aenfadarse si descubría algunas de esas cosas.Ya le habían quitado la daga que Harald le habíaregalado.

No es que fueran cosas muy valiosas: unamoneda antigua con viejas runas grabadas enuna de sus caras, una aguja de marfil, uncolgante con una piedra verde brillante ytransparente que relucía facetada… Alguiendebió de perderlo y Arianne pensó que no eranecesario contar que lo había encontrado. Detodas formas, no guardaba todas aquellas cosasporque valiesen más o menos, aún era joven

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para darle importancia a eso. Las quería porqueeran suyas, únicamente suyas, no pensabacompartirlas con nadie más, y sobre todo noquería que se las arrebatasen. Contemplar aquelpequeño botín le proporcionaba un extraño ytibio consuelo que no hallaba en ningún otro sitio.

Y aquel día estaba especialmente necesitadade consuelo. La víspera había sido complicada.Sir Roger había ofrecido un banquete en honor asus huéspedes y Arianne se había sentado porprimera vez en la mesa principal. Estaba a puntode cumplir quince años y aún no estabaprometida. Minah decía que no tendría mejorocasión para conseguirlo que aquella, que con unpoco de suerte encontraría un marido en Ilithe, yentonces dejaría aquel valle sombrío y conoceríala antigua casa de su madre.

Arianne no estaba muy convencida de querermarcharse de Svatge para ir a Ilithe. Si todos losque vivían allí eran iguales que los que visitabanel castillo, decididamente no lo deseaba. Ysospechaba que en Ilithe no habría bosques enlos que esconder sus tesoros, y también intuía

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que escapar de un marido sería más difícil queescapar de Minah.

De todas formas obedeció, porque sabía queeso era lo que se esperaba de ella, y que sicomplacía a Minah después tendría más libertadpara hacer lo que se le antojara. Así que dejóque la peinasen con el cabello suelto y adornadocon pequeñas flores y que la vistieran con unvestido amarillo pálido de Dianne que habíanarreglado para ella.

Arianne se encontraba incómoda con él. Erademasiado fino. Parecía que la tela estuviese apunto de desgarrarse en cualquier momento.Los cordones estaban muy ajustados y le tirabany oprimían; pero si hubiesen ido más sueltos, elvestido se habría caído sin más de lo bajos quele quedaban los hombros. Además, todos lamiraron cuando apareció con él, también sirRoger, que generalmente hacía como que no laveía, aunque por la expresión que oscureció surostro Arianne supo que tampoco esa vez lehabía agradado. No era una novedad. Nuncanada de lo que hacía le agradaba.

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Soportó aquel largo banquete escuchando loscumplidos de gente que normalmente no setomaba la molestia de saludarla y procuró nodarles el gusto de parecer avergonzada oapocada. Minah la regañó cuando volvió a sucuarto y dijo que debía haberse mostrado máshumilde y más sonriente, pero después sentencióque quizá no todo estuviese perdido y que si nose engañaba, y ya era vieja pero no tanto comopara engañarse en eso, a algunos de aquellosseñores les había gustado mucho Arianne. Locierto era que Arianne no tenía el menor reparoen demostrar que a ella no le gustaban. Por esohabía salido corriendo a la menor oportunidad.

Oyó ruido de pasos. Se sobresaltó, asustada ytemerosa de ser descubierta y cogida en falta.Recogió todas sus cosas y las envolvió en elpañuelo, pero no le dio tiempo a esconderlas.

—¿Os lo dije o no os lo dije? ¿Veis como esella?

Arianne tragó saliva. Eran precisamente ellos.Los extraños que pretendía evitar, caballerosprovenientes de la corte. Eran aquellos a los que

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había que responder con la voz y la mirada bajay solo después de que se dirigiesen a ti.

Uno era, al parecer, especialmente señalado.Arianne le había sido presentada en primerlugar. Le había preguntado algo, algo sobre sumadre y también le había comentado lo muchoque debía de hastiarla vivir allí tan apartada de lacorte. Después había hablado casi todo eltiempo sobre él, sus muchas responsabilidades,el linaje de su familia y su palacio en Ilithe. AArianne le había resultado insoportable.Vanidoso, prepotente y soberbio, y no le gustabacómo la miraba.

Y ahora estaba justo allí.—Pero si es la pequeña Arianne —dijo él—.

¿Qué haces aquí sola?Arianne estuvo a punto de exigirle que se

dirigiese a ella con respeto, ambos eran iguales,era noble y estaba en su derecho. Pero recordólo que le había dicho Minah, que el mismo reycallaba cuando aquel hombre hablaba, y despuésde todo, lo único que le importaba era que sefueran.

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—He salido a pasear —dijo con firmeza,alzando la cabeza a pesar de su inseguridad y delos consejos de Minah.

—Pasear… ¿Tú sola? ¿Te dejan salir sola delcastillo? — preguntó con una exagerada muecade asombro—. ¿O te has escapado?

—¡No me he escapado! —mintiódescaradamente Arianne alzando la voz.

Ellos se rieron mucho mirándose entre sí,como si se tratase de algún tipo de bromaprivada que nadie más podía entender.

—No lo pongo en duda, pero no deberíandejarte salir sola. El bosque es muy peligroso —dijo bruscamente serio—. ¿Nadie te lo ha dicho?

Arianne conocía muy bien los peligros delbosque. Los cortados resbaladizos, los lobos, lossenderos que creías reconocer y te llevaban aun lugar completamente distinto del queesperabas, las simas ocultas por breñas en lasque podías caer y morir sin que nadie volviese asaber más de ti. Los conocía y sabía cómoevitarlos. Los lobos no se acercaban tanto alcastillo y Arianne leía en los signos y en las

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huellas, pero ahora se trataba de un peligrocompletamente distinto a aquellos que Harald lehabía enseñado a evitar.

—¿Qué escondes ahí? —dijo aquel hombremalicioso, fijándose en la mano que Arianneocultaba a su espalda.

—¡Nada! —gritó ella apretando más fuerte elenvoltorio.

—¿Estás segura? Puedes confiar en mí. Nose lo diré a nadie.

Lo último que aquel hombre le inspiraba aArianne era confianza, y tampoco ninguno de losotros dos.

—No me lo quieres decir, ¿verdad? Es tusecreto… Está bien, puedes conservarlo, perono debes quedarte aquí sola. Pronto empezará anevar. Ven con nosotros… Te llevaremos devuelta. Irás más segura.

Le tendía la mano tratando de pareceramistoso en una actitud que no cuadraba enabsoluto con él y que Arianne reconoció deinmediato como falsa.

No pensaba dar ni un paso con ellos. De

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ninguna manera. A ninguna parte. Escaparía yya pensaría después lo que diría en el castillocuando Minah, y por lo tanto sir Roger, seenterasen; porque se enterarían, estaba segurade que se lo dirían, pero correría ese riesgoantes que regresar con ellos.

Cuando intentó huir uno de los hombres lecortó el paso con una sonrisa feroz y el otroavanzó para cerrarle el camino. Arianneretrocedió acorralada.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué huyes? ¿Tienesmiedo? No vamos a hacerte daño. ¿Es que nosabes quién soy? No tienes nada que temer…

Quizá sus palabras fuesen amables, pero sutono era amenazador. Había algo en aquelhombre que alarmaba a Arianne. La seguridadde que pretendía hacerle algo malo. Algo queArianne solo intuía torpe y oscuramente, peroque la atemorizaba y le hacía desear escaparcon todas sus fuerzas.

—¿No te han dicho que eres muy bonita? Esuna pena que estés aquí enterrada en esteoscuro y frío castillo. ¿Sabes qué? Podrías venir

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conmigo a la corte, allí hay tantas cosas comopuedas imaginar y yo las conseguiría todas parati. ¿Sabes que puedo tener cuanto desee?¿Sabes que nadie se atreve a negarme nada delo que pido? No tienes por qué decírselo a tupadre. No te aprecia mucho, ¿verdad? No leimportará. Estarás mucho mejor allí.

El hombre estaba tan cerca que Ariannepodía sentir su aliento a vino. Quizá por esoactuaba así y hablaba rápido y atropelladamente,pero no estaba tan bebido como para no saber loque hacía y además sabía de lo que hablaba.Arianne lo comprendió rápidamente. Lo quemuchos murmuraban y ella todavía se negaba aaceptar. Algo sobre sir Roger y ella y por quéArianne no era lo suficientemente buena.

—¿Qué me dices? —dijo acercando su manoal rostro de Arianne y apartando un mechón desu frente para acariciarla.

Su mano era blanda, húmeda y fría, igual queel tacto de un sapo. Arianne soltó el atado y leempujó con todas sus fuerzas. Él trastabillósorprendido y Arianne consiguió zafarse, pero

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uno de los hombres la atajó y la cogió por elbrazo reteniéndola y empujándola otra vez haciaél.

—¿Por qué has hecho eso? —dijo enfurecido—. No iba a hacerte nada.

La atrapó antes de que pudiese volver aintentar escapar y la sujetó para besarla. Erarepugnante y viscoso. Su aliento le asqueaba ysu lengua en la boca le daba arcadas. Trató condesesperación de soltarse, pero él cada vez lasujetaba más fuerte y le hacía más daño yArianne comenzó a sentir pánico porquecomprendió que no podría escapar por sí sola.Se debatió y comenzó a pegarle patadas. Él laderribó al suelo y la aplastó con todo su peso.

Gritó tan alto como pudo. Alguien tenía queoírla. Alguien tenía que ayudarla. Él le tapó laboca. Puso toda su mano en su cara. No solo lecerraba la boca, también la nariz. No le dejabarespirar.

—¡Calla!Era fuerte y corpulento. Mucho más que ella.

Ni siquiera conseguía moverse y necesitaba

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desesperadamente respirar. El hombre se movíasobre ella con torpeza y brutalidad. Empujabaencima de Arianne haciéndola sentir vergüenzay asco. La ahogaba y le hacía daño, pero noparecía satisfecho con eso. Hasta que empujómás fuerte y Arianne sintió un dolor agudo eintenso desgarrándola. Él empezó a jadear.Arianne solo podía pensar en la asfixia. Iba amorir. Iba a morir seguro.

Los pulmones le estallaban cuando aflojó lapresión de su mano. Arianne cogió aire en unsollozo agónico. El rostro le quemaba por laslágrimas y la herida abierta en su cuerpo leescocía ardiente.

El hombre se levantó, tambaleante como unborracho, los hombres guardaban silencio,mudos como estatuas, y apartaban la vistaincómodos. Él también estaba incómodo.

—Vamos, muchacha… Levántate… No espara tanto… Lo que te dije era verdad. Puedesvenir conmigo a la corte. No te faltará de nada.

Arianne lloraba tan quedamente que apenasse oían sus gemidos. Ellos murmuraron entre sí.

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—Deberíais iros, señor. Ahora mismo. Yo leexplicaré a sir Roger que tuvisteis que adelantarvuestra partida.

—Pero si lo cuenta… —protestó nervioso.—No lo contará, y si lo hace será su palabra

contra la vuestra. Nadie la creerá. Y además,¿qué hacía sola en el bosque?

—Pero todo puede arreglarse —dijo él comosi le ofendiese más que le acusasen de mentirque de abusar brutalmente de una mujer—. Yome haré cargo de ella. Ese idiota testarudotendrá que ceder…

—No lo conocéis bien. Sir Roger no permitiráque sea vuestra concubina, ni siquiera aunque nosea su verdadera hija. Dejadlo en mis manos. Yome ocuparé.

Él todavía vaciló, pero miró el bulto encogidoque era Arianne y debió de decidir que lo mejorsería desentenderse lo más pronto posible deaquello.

—En realidad, debería haber partido ya. Solome quedé por no desairar a ese estúpidoengreído. Tengo asuntos más importantes de los

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que ocuparme. Traed mi caballo.La dejaron sola, pero Arianne los oía cerca y

el terror por que volviesen se impuso a cualquierotra cosa. Se movió arrastrándose y se escondióen su refugio. Era solo un hueco, apenas cabíaencogida y agazapada. Se quedó allí acurrucadaabrazándose las rodillas para evitar que eltemblor que la sacudía la descubriese, mientrasoía como al menos uno de ellos regresaba y lallamaba.

—¡Maldita sea, muchacha! ¿Dónde te hasmetido? ¡Sal de una vez! ¡Solo quiero llevarte alcastillo! ¡Está empezando a nevar!

El hombre se quedó bastante más rato.Arianne estuvo allí hasta mucho después de oírsu caballo alejándose. El frío y el miedoagarrotaban su cuerpo y la nieve se pegaba a supelo y a su capa. Tardó mucho en regresarporque en cuanto oía el menor ruido el pánico laparalizaba y solo pensaba en esconderse.

Cuando llegó a la puerta entró corriendo sinimportarle que todos la vieran. Se encerró en sucuarto y en medio de un llanto que no la dejaba

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respirar trató desesperadamente de limpiarse.Se sentía manchada por una suciedad que elagua no podía lavar.

Minah llamó a la hora de la cena. Ella noabrió y dijo que estaba enferma. En verdad loestaba, se sentía aterida y no podía dejar detiritar. Pero por mucho que Minah gritó yamenazó no se movió de la cama. No quería vera nadie. Nadie podía hacer nada por ella. Todoslo habían permitido. Ninguno la comprendería.No podía dejar que lo supieran. Dirían que se loestaba buscando por salir sola del castillo. Diríanque no debió replicar ni alzar la vista a aquelhombre. Dirían como siempre que la culpa erasuya.

Por eso guardó el secreto todos aquellosaños. Se volvió fría, dura y amarga como el odioque marchitaba su corazón. Consiguió recuperarsu daga quitándosela a Adolf de su cuarto y sejuró no dejar que aquello jamás le volviese aocurrir. Sabía que aquella pequeña arma no eragran cosa, posiblemente tampoco le hubieseservido de nada si aquel día la hubiese tenido en

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sus manos.Pero las lámparas que iluminaban su

dormitorio aquella primera noche de reciéndesposada en el palacio de la bahía de Ilithereflejaron su brillo en el acero cuando Arianneapartó el dosel de su cama.

Habían sido más de tres semanas de viaje.Hasta la misma víspera no había llegado a Ilithe.El séquito la había conducido a la casa de lafamilia de su madre, la casa grande y blancasobre la que Minah siempre le hablaba. Unhombre al que nunca había visto y que dijo sersu tío se deshizo en atenciones con ella y leexpresó su felicidad por que su queridísimasobrina fuese a contraer matrimonio con el lordCanciller. Él mismo iba a ser uno de los doceque atestiguaran la ceremonia. La prosperidadde su casa estaba asegurada. No podía estarmás satisfecho. Había pensado en muchasocasiones en invitarla a visitarlos, pero siemprehabía surgido algún impedimento. Por tristes quehubiesen sido los acontecimientos que habíatenido que sufrir, lo importante era que todo

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había terminado venturosamente.Arianne apenas se había molestado en

responder y se había alegrado de salir de aquellacasa que le resultaba del todo extraña. Y habíavuelto a recordar Svatge y lo que había dejadoatrás. Y cuando le preguntaron si consentía,tampoco pensó en aquel desconocido que jurabaa su lado ataviado con la armadura que soloestaba reservada a los pares y en cuya capa deterciopelo rojo lucía la insignia del lord Canciller.

Los esponsales fueron forzosamente brevesporque lord Cardiff estaba muy ocupado y nocelebró recepción ni banquete. Los barcos deThorvald habían sido arrastrados por lastormentas y su gente había quedado dispersa alo largo de la costa. Los dioses habían bendecidode nuevo a Ilithe, pero no podían confiarse. Losdel norte se estaban agrupando y las tropasreales tenían muchos frentes que atender. Setemía que pronto intentaran atacar la ciudad.

Otro séquito la había llevado al palacio de labahía que era la residencia del lord Canciller. Elpalacio real estaba en la colina, más apartado,

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pero a la familia de lord Cardiff no le habíaimportado nunca proclamar ante todos su podery su riqueza.

Arianne apenas había dedicado una ojeada atodo aquello y durante lo que quedaba de díahabía esperado pacientemente que su esposo sedignase por fin a presentarse y cruzar unaspalabras con ella. Ni antes ni después de laceremonia se habían visto.

Cuando la luna apareció sobre la interminableextensión plateada que centelleaba bajo suventana, supo que ya no tardaría.

—Lady Arianne…Ella cogió aire y permaneció de espaldas.

Extrañamente recordaba mejor su voz que surostro. El tiempo había transformado el recuerdode su cara en una mancha deforme y odiada.No tenía mucho que ver con el hombre de barbaentrecana y aspecto altivo, seguro de su posicióny su poder, que había jurado junto a ella aquellamañana. En cambio su voz… su voz era justo taly como la recordaba.

—Estáis aún mucho más hermosa que la

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última vez que os vi…La última vez que la vio no había cumplido ni

quince años. No era mucho más que una niñadébil, inocente e indefensa. Ya no era ningunade esas cosas.

—No hemos tenido ocasión de encontrarnosantes, pero quería que supierais… —Cardiff sedetuvo.

Arianne esperó, pero ninguna otra palabrasalió de su boca.

—¿Qué? ¿Qué era lo que queríais quesupiera? —preguntó duramente sin volverse.

Un gesto de disgusto arrugó la frente de lordCardiff. Pero estaba dispuesto a hacer unesfuerzo y era cierto que Arianne resplandecía.El vestido le dejaba la espalda al descubierto y eltejido en el que estaba bordado cambiaba detono con la luz, irisado con el brillo satinado delas perlas.

—Quería que supierais —continuó— quedurante todo este tiempo he conservado vuestrorecuerdo y que me complace haberos hecho miesposa y… que espero que, si actué mal en el

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pasado… —Cardiff se detuvo dudando—. Bien,hace ya mucho tiempo de eso. Espero quehayáis olvidado cualquier error que pudiesecometer.

Arianne parpadeó frente al dosel.—Olvidado decís —repitió volviéndose

despacio y encarándose con él—. ¿De verdad locreéis? —dijo escupiendo las palabras condesprecio.

—Señora… —comenzó Cardiff en un tonode advertencia.

—¡No lo he olvidado! —aseguró con los ojosbrillando fieros antes de darle de nuevo laespalda.

Cardiff calló turbado, afectado muy a supesar por su furia. No era realmente uncompleto malvado. Era tiránico, egoísta, cruel ydespótico, pero siempre eran otros los que seencargaban de ejecutar sus deseos. Eso hacíaque Cardiff tuviese un buen concepto de símismo. La verdad era que no entraba dentro desus costumbres violar y estar a punto deasesinar muchachas. Lo que ocurría era que

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aquel había sido un impulso irrefrenable, tanirrefrenable como el que le empujaba aacercarse a ella y a desear tocar su espaldadesnuda. Pero sería mejor ir despacio y tratar deganarse su favor. Ahora era su esposa. Podíaintentar ser considerado, al menos por un pocomás de tiempo.

—Vos no lo podéis entender. Erais tan linda…Como una flor que pidiese a gritos ser cortada—aseguró Cardiff sintiéndose insospechada einoportunamente lírico.

—Tenéis razón —concedió Arianne—. Nopuedo entenderlo.

—No pude evitar hacerlo, no sé qué meocurrió, nunca antes… —Cardiff se detuvotratando de encontrar una defensa—. Empujáisa los hombres a la locura. Deberíais saberlo.

Arianne consideró aquello. Ciertamentemuchos hombres habían hecho cosas estúpidaspor ella, pero ningún otro la había golpeado yforzado en el suelo helado del bosque. Y sialguno más lo hubiese intentado habría deseadopara él lo mismo que había deseado para lord

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Cardiff.—Un acto de locura —se quejó amarga y

melancólica, rememorando los añostranscurridos ocultando aquella afrenta—. Nadaos importó. Ni lo que fuese de mí, ni lo que meocurriese, ni que arruinaseis mi vida…

—Todos decían que no os casaríais —alegócomo si eso sirviese de excusa—. Teníaiscatorce años y aún no os habíais prometido y loque os dije era cierto. Os habría traído a Ilithe.Os he hecho finalmente mi esposa.

—Sí, lo habéis hecho —admitió con lentitudArianne—. Debería estar agradecida de quehayáis vuelto a enviudar por tercera vez.

Lord Cardiff no supo cómo tomarse eso.Supuso que Arianne le reprochaba que no lehubiera ofrecido antes ser su esposa.

—Alguien de mi posición no siempre puedeelegir libremente. Aun en estas circunstanciasmuchos se han sentido ofendidos porque os heseñalado a vos y no a una de sus hijas. Peroaunque no lo creáis, no os olvidé. ¿Sabíais quelos juglares os nombran con frecuencia en sus

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canciones? —dijo endulzando su acento yacercándose más a ella—. La bella Arianne,esquiva y distante… Ningún hombre pudo jamástenerla para sí. Cuando llegó la noticia de queese condenado bastardo había tomado el pasopensé que os tomaría también a vos —murmurócon voz cada vez más inflamada—, y creed quesufrí por ello… Pero ni siquiera él pudoconseguirlo. Cuando lo supe, comprendí. Todoeste tiempo habíais estado esperando por mí,¿no es así? —dijo atreviéndose a rozar suespalda—. Entonces supe lo que tenía quehacer.

—Sí, yo también comprendí —afirmó ellahelada al sentir su odiado tacto.

Arianne se volvió y apuñaló a Cardiff antesde que pudiese reaccionar.

Él abrió la boca sorprendido y exhaló ungemido cuando vio la daga hundida hasta laempuñadura en su estómago. La sangre sederramaba de su cuerpo igual que lo habríahecho el vino de un odre de cuero roto. Se doblóen dos y se llevó la mano a la herida. Arianne no

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retrocedió.—Acertáis en pensar que os estaba

aguardando, pero en algo os equivocáis —dijoArianne tirando con la daga hacia arriba yabriéndole el vientre en canal. Cardiff vio cómosus entrañas resbalaban entre sus propias manosy todavía parecía no dar crédito a lo que estabaocurriendo—. No solo yací con Derreck —añadió Arianne con rabia mirándole a los ojos—.Debéis saber además que obtuve un gran placerde ello.

Cardiff también intentó decir algo, pero lo quesalió de su boca fue un último estertor.Enseguida cayó derrumbado al suelo. La dagase le quedó a Arianne entre las manos mientrasjadeaba por el esfuerzo.

Dio un paso atrás y contempló su cuerpo sinvida. Lo había conseguido. Lo que tanto tiempohabía deseado. Ya no tendría que temer más quela pesadilla se hiciese de nuevo realidad. No porél al menos. Nunca más por él.

Comenzó a temblar a causa de la tensión. Ladaga se resbaló de entre sus dedos. Había

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tenido tanto miedo de que su estratagema solosirviese para meterse dócil y voluntariamente enel propio cubil del lobo. Pero ya estaba hecho.Todo el dolor, toda la angustia, el temor, el odioacumulado, Arianne lo había volcado todo fuera;y en ese preciso momento no sabía si quedaríaalgo que pudiese ocupar el vacío que le habíaquedado dentro.

La puerta se abrió y un servidor apareciótrayendo vino. La bandeja se le cayó de lasmanos cuando vio a Arianne con su vestidoblanco cubierto de sangre y al lord Cancillermuerto a sus pies.

—¡Por todos los dioses!El hombre salió corriendo. Arianne seguía

conmocionada. No había pensado en lo queharía después. Suponía que aquello ocurriría.Algo así no podía pasar inadvertido. Prontovendrían y se la llevarían. La acusarían deasesinato y traición y la ejecutarían en público.Le cortarían la cabeza o la colgarían de unasoga mientras la muchedumbre la insultaba ytiraba piedras. Ese sería su final.

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Era una muerte horrible. Arianne tembló alpensarlo. Miró la daga que estaba en el suelo.Podría usarla para ella, pero estaba manchadacon su sangre. Eso la asqueó.

La llama de una lámpara bailó ante sus ojos yArianne se acercó hipnotizada. Eso era. Aquellaera la solución. Era bien conocido. El fuego lolimpiaría todo. Lo purificaría. Acabaría de unavez por todas con aquella podredumbre.

Derramó el aceite sobre el lecho y acercó lallama. El fuego se alzó tan alto que lamió eldosel y en tan solo un instante prendió loscortinajes. Cuando los guardias entraron loprimero que vieron fueron las llamas.

—¡Fuego!El nerviosismo y la confusión prendieron entre

los hombres. Unos acudieron a dar la alarma,otros corrieron en busca de agua y al menos unode ellos se quedó allí, se le encaró y la agarrópor el brazo sin que ella opusiera resistencia.

—¡Lo has hecho tú, zorra! ¡Pagarás por esto!—dijo golpeándola con el puño y haciéndolacaer al suelo.

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El golpe hizo reaccionar a Arianne. Miró aaquel hombre y sintió renacer toda su furia.Podía soportar morir, pero no que alguien sepermitiese impunemente golpearla y condenarla.Él había dejado de prestarle atención y tratabade apagar el fuego arrojando un tapiz a lasllamas, aunque no hizo más que avivarlas.Arianne le golpeó en la nuca con el atizador dela chimenea y el hombre cayó al suelo sinsentido.

Recuperó su daga y limpió la sangre en lascortinas. Pronto vendrían más. Era una luchaimposible. Podía atrancar la puerta y morir allísola o tratar de escapar. Sería difícilconseguirlo… Estaba apenas vestida y cubiertade sangre y no conocía el palacio. Si lo intentabalo más probable sería que la prendiesen yacabase ejecutada en el cadalso.

Arianne no temía morir. Sabía que antes odespués ocurriría. Era una sombra que pendíasobre ella desde su nacimiento. En cambio,temía a la humillación y al odio. Pero había algomás que también le importaba: recordó que

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había hecho una promesa.Su corazón volvió a abrirse por el dolor.

Cuando la hizo sabía que no sería fácil cumplirla,sin embargo deseaba tanto hacerlo…

La vida que habría deseado vivir se desplegóante sus ojos. El cuerpo de Derreck dándolecalor y cobijo, las noches compartidas, losinviernos dejados atrás, la lluvia en primavera ytodos los años por venir, las risas y el llanto queanuncian el nacimiento de una nueva vida… Esoera a lo que Arianne había decidido renunciar. Elprecio que había elegido pagar. Un precio másque alto.

Las vigas del techo crujieron sobre ella.Arianne comprendió que debía elegir. Y supoque quería intentarlo.

Tropezó en la puerta con uno de los guardiasque llegaban con baldes de agua. Los doscayeron al suelo, pero Arianne se levantó másrápido y corrió hacia el pasillo. Los tamboresredoblaban alertando a los que aún no sabían. Elcaos se había adueñado del palacio.

Al parecer, con la confusión o por algún tipo

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de extraño contagio, otro incendio se habíadeclarado en el ala contigua. No era taninfrecuente que ocurriera algo así. Tan grandeera el poder del fuego que muchos caíanatrapados por él, y cuando una pequeña chispase encendía, las hogueras acababanmultiplicándose, como sacrificios ofrecidos en elara de una divinidad antigua y cruel.

Las llamas asomaban por una de las esquinasy en la habitación principal el techo sederrumbó. Aunque el palacio era imponentevisto desde el exterior, las vigas estabancarcomidas y a duras penas resistían su propiopeso. El pánico comenzó a cundir. Los quegritaban pidiendo agua eran muchos más que losque llegaban con ella. Arianne sujetaba su dagacomo si fuese un talismán y corría sin saberhacia dónde ir. El humo comenzaba a llenarlotodo y le escocía los ojos y la garganta. Muchosse cruzaron en su camino, la mayoríaretrocedieron espantados como si hubiesen vistoun fantasma que clamase exigiendo venganza, yera cierto que su aspecto tenía algo de

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espectral.Atravesó multitud de pasillos evitando los

lugares donde la gente se amontonaba y enespecial a los guardias. Sin saber cómo lo habíalogrado, Arianne se vio en la calle. Había unenorme tumulto frente al palacio. Algunos sololloraban y se lamentaban, pero la mayoríatrataba de ayudar haciendo cadena paratransportar agua. Sin embargo, y a pesar de losesfuerzos, el desánimo empezaba a cundir. Lasllamas asomaban ya por muchas ventanas, eltejado del ala oeste se había derrumbado y unalarga lengua de fuego lamía la torre principal.

Arianne no podía dejar de mirar. No eraprudente permanecer allí, pero sus pies estabanclavados al suelo. Entonces alguien la reconoció.

—¡Por todos los dioses piadosos! ¡Estáisaquí!

Era Harald, el familiar y amado rostro deHarald, que rompió a llorar nada más verla.Arianne no había visto nunca antes llorar aHarald. Cuando lo abrazó sintió tambiénderramarse sus propias lágrimas.

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—¡Señora —dijo emocionado—, si os hubieseperdido! Traté de encontraros, pero no sabía pordónde empezar. Los soldados me echaron —dijotragándose el orgullo por la humillación de verseempujado y tratado como un estorbo por laguardia del canciller—. Pero os habéis salvado.—Al separarse para mirarla mejor vio la sangreen el vestido sucio y rasgado—. ¡Estáis herida!—exclamó alarmado.

Arianne negó con rapidez y miró inquieta a sualrededor antes de responder.

—No es mi sangre, Harald.Harald calló tratando de asimilar esa

información y pareció comprenderlo todo sinnecesidad de más explicaciones. Tampoco erabuen momento para darlas. Más guardias conlos escudos de las familias nobles comenzaban allegar al lugar. La explanada era un hervidero yen los corros la gente se preguntaba por lasuerte del lord Canciller.

Harald se quitó la capa y se la echó aArianne por los hombros.

—Seguidme. Salgamos de aquí.

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La sacó de entre la multitud y la guio acontracorriente del gentío sin soltarla del brazo,a través de calzadas empedradas primero y porcallejuelas oscuras y estrechas después.Recorrieron rápido y en silencio toda la ciudad ysolo se detuvieron hasta que estuvieron en lasafueras.

—Esperaremos aquí hasta que se haga de día—dijo Harald sin aliento—. Las puertas estáncerradas ahora y lo más probable es quemañana también lo estén. Tendremos quebuscar un lugar seguro hasta que sea prudentesalir.

Arianne asintió estrechándole la manoagradecida. Sentía ahora la seguridad de quetodo iría bien. Quizá fuese difícil, pero lo peor yahabía pasado.

Harald se sentó agotado en el suelo y ella sevolvió hacia la ciudad. En el horizonte el palaciode la bahía ardía envuelto en llamas con el marde fondo a sus pies. Toda Ilithe resplandecíailuminada en vivos tonos anaranjados.

A Arianne le pareció tan esplendorosamente

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bella como siempre oyó cantar en todas lascanciones.

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Capítulo 40

Tras el desastre provocado por el incendio, eldesorden y las persecuciones no tardaron enextenderse, primero por la ciudad y después portodo el reino.

Ante la desaparición del lord Canciller se ledio oficialmente por muerto. Otra más de lasmuchas víctimas del fuego, igual que surecientísima y malhadada esposa, la tambiéndesaparecida lady Arianne. Así que el consejotuvo que designar de entre sus miembros a unnuevo Canciller. El rey convalecía de otro de susfrecuentes ataques de melancolía, por lo que noestuvo presente en el nombramiento. Se culpódel incendio a traidores infiltrados provenientesdel norte y durante muchos días la muralla

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permaneció cerrada y se detuvo y torturó acuantos tenían acento o aspecto extraño.Muchos confesaron no solo haber prendidofuego al palacio del Canciller, sino haberconspirado para acabar con la vida del rey. Enfin, el nuevo Canciller había aprendido bien delanterior y no deseaba quedarse corto, así queantes de que transcurriesen tres días ya se habíaajusticiado a docenas de extranjeros acusadosde espías y enemigos del reino.

Tanta rapidez no convenció a todos. En lacalle los rumores eran confusos y la gentemurmuraba sobre el fantasma de una mujerpálida y ensangrentada que, sedienta derevancha, se había levantado de su frío túmulopara arruinar la noche de esponsales de lordCardiff; seguramente a causa de una promesarota, aventuraban las comadres —eran más queconocidas las muchas faltas que pesaban sobreel alma del finado lord Canciller—. En lo quetodos estaban de acuerdo era en compadecersede Arianne, que había sido tan desafortunadaque no había podido disfrutar ni un solo día de su

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casamiento.Si algunos sospecharon o incluso llegaron a

afirmar que la dama ensangrentada y Arianneeran la misma persona, sus voces quedaronpronto acalladas o fueron tachadas de estúpidas.¿En qué cabeza cabía pensar que una reciéncasada iba a apuñalar al hombre que le habíahecho el privilegio de tomarla por esposa, aprender fuego a su propio palacio y a renunciarpor lo tanto a ser la primera dama del reino?Máxime cuando desde la lejana muerte de suesposa, el rey Theodor no había vuelto ni sepensaba que volviese ya a contraer matrimonio.

No, eso no resultaba creíble. La versión de laaparecida rencorosa resultaba en cambio muchomás atractiva y fue la que se extendió de bocaen boca de un extremo a otro de Ilithya. Arianneni siquiera llegó a oírlas. Las semanas quesiguieron al incendio del palacio de la bahía laspasó encerrada en una miserable choza de losarrabales de Ilithe. Harald no salía más que loindispensable y cuidaba de que no hicieseninguna locura.

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Arianne solo hablaba de regresar lo antesposible al paso, pero aparte de la imposibilidadfísica de salir de la ciudad durante los primerosdías, una nueva preocupación vino a turbar elánimo de Harald. El estado de Arianne leinquietaba. Algún extraño mal la acechaba.

Su incansable empuje se había apagado casipor completo. Arianne estaba blanca y agotadaa todas horas y ningún alimento paraba en sucuerpo. Todo le daba náuseas y únicamente trasmucho insistir conseguía Harald hacer quecomiera; solo para ver cómo poco despuésArianne arrojaba todo lo ingerido y tenía quevolver a acostarse lívida como la cera.

Harald estaba muy asustado y habría traído aun médico si no hubiera temido que sospechasey la reconociera. Además, los médicos novisitaban a las mujeres que vivían en las chozasde los arrabales, y mucho menos ahora que sedecía que los del norte estaban cada vez máscerca y la ciudad se preparaba para un asedio.Los motines y las revueltas se declaraban entodas la esquinas. Harald no sabía qué hacer.

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Fue Arianne la que se decidió. Tan pronto oyólos redobles que anunciaban el cierre de laspuertas avisando de la inminente llegada de lashuestes de Thorvald. A pesar de su debilidad, apesar de los mareos, a pesar de los cientos desoldados que tomaban las calles y se aprestabanpara defender las murallas, a pesar de todo eso,Arianne se levantó e ignoró los razonamientosde Harald y consiguió salir de Ilithe luchandocontra la marea de gente que se empujaba y sepeleaba por entrar. Harald creyó perderlaaplastada entre el gentío, pero Arianne solopensaba en lo que había más adelante, en supromesa y en lo que le debía a Derreck.

Fue un pensamiento al que tuvo que recurrircon frecuencia durante el largo viaje de regreso.Un viaje lleno de peligros y fatigas cruzando apie un reino asolado por las luchas. El asedioque cercaba Ilithe y la muerte del Cancillerhabían hecho que aumentasen losenfrentamientos entre señores rivales. Leales ala corona y rebeldes se revolvían como mastinesque pretendiesen despedazarse unos a otros. En

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aquellas circunstancias un caballo era un biendemasiado valioso y el simple hecho de poseeruno podía costarte la vida. Arianne y Haraldrenunciaron a ir montados y consiguieronsobrevivir escondiéndose de los soldados yhuyendo de los caminos, caminando campo através bajo un sol de justicia, cruzando miesesquemadas y pastizales que esperaban en vano lasiega, buscando refugio en pequeñas aldeasapartadas y contando siempre una mentiradistinta para descansar y reponer fuerzas.

Arianne veía las muchas calamidades que ibadejando tras de sí y solo callaba. Callaba ycaminaba haciendo de su debilidad fortaleza yobligándose a avanzar cuando hacía muchashoras que sus pies maltrechos y llenos deampollas gritaban que no podían dar un pasomás. Su resistencia endurecida. Su estómagomás asentado conforme iban pasando los días.Días que se hicieron más cortos, suaves yagradables cuando el verano fue languideciendo.

Y así, un día, más de cinco meses después desalir del castillo, Arianne se encontró de nuevo

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frente al paso. Estaba allí. Tal y como ella lohabía dejado, y también estaba el castillo,aunque incluso desde la otra orilla parecíasilencioso y vacío y ningún estandarte ondeabaen las almenas.

La mirada de Harald volvió a avisarla de loarriesgado que era aquello, pero no intentódesanimarla. Arianne no había recorridoochocientas leguas a pie para detenerse ahora.

Bajó el paso y entró en el castillo. Los queaún quedaban salieron al oír los brazosdesplazarse. No eran más de treinta o cuarenta.Arianne los conocía a todos. Viejos moradoresen su mayoría. Se quedaron boquiabiertoscuando la vieron aparecer y corrieronemocionados a besar su mano o tocar su falda.Todos menos Feinn…

Feinn la miró como habría mirado a unenemigo mortal y sus ojos grises mostraron lafrialdad del acero. Harald se llevó la mano a laespada. Era prácticamente heroico que lahubiese conservado después de aquel largo viajeimposible, sin embargo Arianne lo detuvo con un

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gesto. No había sentido nunca mayor apreciopor Feinn, además el sentimiento era mutuo yninguno de los dos se molestaba en ocultarlo,pero no podía menospreciarse el hecho de quehabía sido él quien se había ocupado demantener el castillo a salvo.

Cuando Derreck desapareció y los capitanesempezaron a matarse entre sí por hacerse con elmando, Feinn se hizo a un lado y se mantuvoapartado de esas luchas. Habría sido una causaperdida y él no debía nada a ninguno. Después,cuando los del oeste llegaron, muchos semarcharon con ellos al norte. Otros se quedarony asediaron el castillo para arrebatárselo a losque se habían hecho fuertes en él. El castillohabría podido resistir indefinidamente si hubieseestado abierto el paso, pero sin paso y sin lasreservas adecuadas, la fortaleza era solo unagigantesca ratonera.

Un día, el último y breve amo del castillodesesperó, y salió con todos sus fieles a lucharcontra los sitiadores a campo abierto. Feinnaprovechó el momento. Cerró las puertas y los

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dejó fuera a todos. Sitiadores y sitiados. Dentroquedaron solo los sirvientes, muchos de ellosnacidos en el castillo. Pudo parecer un planabsurdo y suicida, pero Feinn tenía sus propiasreservas, un silo de grano que él mismo se habíaencargado de proveer antes de que losacontecimientos se precipitasen. Escaso paracuatrocientas personas, pero más que suficientepara cuarenta, por lo menos hasta que las cosasse calmasen. Además, Feinn solo le debíalealtad a Derreck, y hasta que él regresase, si lohacía, el castillo era un lugar tan bueno comocualquier otro para quedarse.

Y de ese modo fue transcurriendo el veranoen Svatge. Las reservas menguaban y lossitiadores iban disminuyendo, pero unas cuantascentenas hacían guardia acampados a lasafueras del castillo.

El caso es que, a pesar de traer consigo laventaja que otorgaba recurrir al paso paraasegurar la supervivencia, Feinn no recibió aArianne con los brazos abiertos.

Ella luchó por sobreponerse a la decepción

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que le supuso no encontrar a Derreck enSvatge. Se lo merecía, seguro. Había sidoestúpido pensar que la perdonaría y habríavuelto a buscarla. Le debía algo más que unadisculpa y una explicación y deseaba más quenada dársela y, si aún podía aceptarla, tratar deempezar de nuevo. De veras lo anhelaba contodas sus fuerzas, pero a saber en qué parte delancho mundo podría estar Derreck. El únicolugar sobre la tierra en el que podían tener laoportunidad de reencontrarse era el castillo. Sialguna vez él quisiera llegar a hacerlo…

Arianne le explicó aquello a Feinn conmuchas menos palabras, renunciando a laprotección de Harald, y debieron de sersuficientes porque Feinn cedió. Arianne volvió ainstalarse en sus habitaciones del ala sur ybastaron unos pocos días para que casi sin darsecuenta y poco a poco, todos la tratasen como ladueña y señora.

Harald también volvió a ser oficialmente elcapitán de la guardia de Svatge, aunque en lapráctica era Feinn quien siguió encargándose de

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organizar la defensa del castillo. Y pese a queno se tenían la menor simpatía, los dos callaron yobedecieron, y mal que le pesase y nunca loadmitiese en voz alta, Harald tenía quereconocer que Feinn no lo hacía tan mal.

A Feinn, por su parte, seguía sin gustarleArianne, pero todavía era capaz de discernircuando alguien mentía, y por eso sabía que lehabía dicho la verdad y en cierto modorespetaba su coraje. Además, había algo másque era ahora visible en Arianne y que nisiquiera Feinn podía ignorar. También él erahumano y alguna vez, en un pasado remoto,había tenido una familia.

Y es que la enfermedad de Arianne se habíarevelado con el paso de los meses menosextraña y preocupante de lo que Harald habíapensado. Y después de lo duro que había sidoregresar a Svatge y de la desilusión de no hallara Derreck, cuando por fin se vio en su hogar, enaquellas habitaciones que antes de ser suyashabían sido de Dianne y antes de Dianne deotras muchas más, Arianne comprendió que solo

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le restaba aguardar.Y así, poco a poco, con su habitual e

indiferente discurrir, el tiempo y la naturalezaprosiguieron su avance. El otoño pasó y elinvierno llegó de nuevo. Svatge se cubrió deblanco y los sitiadores fueron desapareciendo.Muchas otras guerras se libraban en otroslugares y la posible recompensa era másapetecible que un viejo castillo que parecíadormitar olvidado…

Una mañana clara, antes de que acabase elinvierno, un acontecimiento vino a alborotar lapaz del castillo. Era uno de esos días en los queel sol salía tan intenso y brillante que la nievecaída durante la noche se derretía con rapidez yel agua chorreaba por los tejados. No era nimediada la mañana cuando un gran grupo dehombres armados apareció al otro lado del pasoy los que portaban el estandarte enarbolaban lainsignia real, si bien el escudo que lo guarnecíano era el del rey Theodor, sino otro distinto que

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Harald reconoció como propio de una antiguacasa del oeste.

Demasiadas novedades a la vez, pensóHarald, mientras divisaba la señal que solicitabaque se bajase el paso a los hombres del rey. Unaseñal que durante siglos había sido respetada enSvatge, pero ahora las cosas no eran comoantes y sin duda esa era una decisión queHarald debía consultar con Arianne.

La encontró en la sala de audiencias. Másgente había llegado en las últimas semanasbuscando la protección del castillo y Feinn habíaconseguido establecer una especie de guardia.No suficiente para dirigir un ataque, pero sí lobastante para presentar una sólida defensa, enresumen también eran más bocas a las quealimentar. Por otra parte, algunos de los señoreslocales habían vuelto su mirada tímidamentehacia el castillo. Arianne los había recibido, confrialdad, pero los había recibido, y muchos sehabían apresurado a volver a ofrecer su lealtada Arianne. Y aunque ella no apreciaba su lealtadsí admitía su contribución a la causa, sobre todo

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si se traducía en algo efectivo. Todo eso hacíaque fuesen muchos los asuntos que tenía queadministrar y atender, y no es que le sobrase eltiempo…

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Arianne,que ya se disponía a regresar a sus habitacionescuando vio la cara de circunstancias de Harald.

—Tenemos visita, señora —dijo prudenteHarald.

—¿Visita? ¿Y qué es lo que quieren? —contestó reacia, pues eran más lo que venían apedir que a dar.

—Son hombres del rey. Están al otro lado delpaso —advirtió Harald.

Arianne se alarmó, pero enseguida recuperósu seguridad.

—¿Al otro lado del paso? Pues puedenquedarse allí o darse la vuelta, pero no piensoabrirles el paso.

—Traen otra enseña que no es la del reyTheodor. Nos vendría bien saber…

—No quiero saber nada de ningún rey. Notenemos gente suficiente para defendernos de

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un ejército, Harald. Tú mejor que nadie deberíassaberlo —le recriminó.

—Lo sé —aseguró Harald paciente—, perono podemos quedarnos indefinidamente aislados,ni enfrentarnos así como así al nuevo rey, si esque lo hay… Podríamos indicarles con lasbanderas que se alejen todos menos los oficialesy dejar pasar a un par de ellos.

Arianne vaciló y tras pensarlo un instante senegó.

—Hablarán y hablarán y querrán que lesdejemos pasar. Y no estamos en condiciones dehacer eso Harald, aún no —dijo Arianne conpreocupación—. Es mejor que aguardemos unpoco más.

Harald se resistía a dar su último argumento.Además, era solo una impresión. Una impresiónpercibida con nitidez a través de los novecientospies que mediaban entre ambas orillas, y Haraldaún conservaba una buena vista.

—Juraría que el que va al frente de ellos essir Derreck… —lanzó Harald dejando la fraseen el aire.

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Un aire precisamente fue lo que por unmomento pareció sufrir Arianne. Palidecióvisiblemente y Harald temió que fuese adesvanecerse, pero Arianne no se desvanecióen absoluto.

—¿Te lo ha parecido? —dijo tratando decalmar sus nervios.

—Eso diría, tampoco estoy del todo seguro…A menos que lo dejemos entrar, o tal vez queráisvenir vos a ver qué os parece —sugirió él.

—¡No! —negó alzando la voz. Cogió aire yprocuró recuperar la compostura—. No… Ve túy haz lo que has dicho, que se alejen todos y queentre solo uno de ellos.

—Como digáis, señora —asintió Haraldsatisfecho antes de retirarse.

Arianne comenzó a caminar arriba y abajo dela habitación. Habría querido correr hacia lasmurallas y comprobar por sí misma si aquellopodía ser verdad, pero temía que la esperanza seconvirtiese en desilusión cuando el jinete quecruzase el paso se convirtiese en undesconocido que en nada le importaba.

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Todos y cada uno de los días había esperadoel regreso de Derreck. Cada vez que desde suventana veía aproximarse un viajero, loescudriñaba ansiosamente tratando dereconocer sus rasgos, y todas las veces habíansupuesto una decepción.

Harald no volvía y Arianne empezaba a temerque su ansiedad fuese en vano. Iba ya a salircorriendo, incapaz de aguardar más, cuandoHarald apareció en la puerta.

—Señora, sir Derreck de Cranagh solicitavuestra audiencia.

Apenas tuvo tiempo de terminar su frasecuando Derreck entró sin aguardarpresentaciones, registrando y a la vez devorandola presencia de Arianne con la mirada. Pero suprimera frase no fue conciliadora y su voz y susmodales poseían la antigua y desbordante actitudavasalladora que tan familiar resultaba aArianne.

—¡¿Estáis satisfecha, señora?! ¡¿No esbastante para vos ignorar vuestra obligación debajar el paso a los hombres del rey que también

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tenéis que humillar y dudar de la palabra de susemisarios?!

—¿Vos sois ahora emisario del rey? —dijoArianne, superando el estupor y la impresión quele causaba verle allí, tan insoportablementearrogante y apuesto como siempre, tan guerreroy tan combativo que Arianne ni siquiera pudoevitar responderle del mismo modo—. ¿De quérey y de qué palabra estáis hablando si puedesaberse? ¿Y qué me importa a mí vuestrapalabra?

—Sí, ¿por qué ibais a confiar en mi palabra?¡Desde luego yo no confío lo más mínimo en lavuestra! —rugió Derreck alzando la voz másque ella, mientras Harald parpadeaba perplejo alver la escena, aunque realmente no era muydistinta de lo que había imaginado.

—¡No sabéis, no tenéis derecho…! —sequejó ahogada Arianne.

—¡Sois vos quien no tiene derecho a negarmeel paso y a pedirme que entre aquícompletamente desarmado y vendido!

Más que discutir cada uno gritaba sus propias

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razones sin escuchar las del otro, y si Arianneestaba dolida, también Derreck se sentía furioso,también aquel año había sido duro para él.Errando por los caminos supuestamente sinrumbo, pero de alguna u otra maneraacercándose siempre hacia Ilithe, incluso cuandosupo de la noticia. El palacio y media Ilitheardiendo en una sola noche, el Canciller y lajoven Arianne, ambos muertos calcinados lamisma noche de su boda.

Al principio Derreck se negaba a admitirlo.No acababa de entrarle en la cabeza. No podíaaceptarlo. No podía creer que ella hubiesemuerto. Después escuchó las habladurías, lamujer del puñal ensangrentado…

Derreck oía aquel cuento sobre aparecidos yla imagen que se dibujaba en su cabeza era la deArianne. Sabía que prestar oídos a esa historiaabsurda era alentar una esperanza loca einsensata, pero cabalgó hasta Ilithe y consiguióentrar en la ciudad justo antes de que Thorvaldcerrase el asedio.

Es largo de contar todo lo que aconteció

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después. El rey Theodor murió sospechosa yrepentinamente. No tenía descendencia y variosnobles proclamaron simultáneamente su derechoa la corona. Derreck vagaba por Ilithe como sifuese otra alma en pena, prestando oídos a todoslos borrachos que en las tabernas asegurabanhaber sobrevivido al incendio del palacio de labahía, y todos ellos juraban haber visto a lamujer de ojos verdes y ondulada cabelleracastaña, bella y a la vez terrorífica como undelirio. Derreck los invitaba a otra ronda y depaso los acompañaba. Así hasta que lossoldados de Thorvald consiguieron cruzar laprimera línea de las murallas. Derreck recordóque aún llevaba una espada cuando un norteñopretendió acabar para siempre con sus pesares.

Tras aquello Derreck cambió la borracheraque produce el alcohol por la de la sangre. Díasintensos y agitados en los que acabó siendonombrado caballero de una de las órdenes quedefendía la ciudad en una breve ceremoniacelebrada en una sórdida esquina de Ilithe. Enhonor a la verdad hay que decir que la suya fue

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una ayuda apreciada. Derreck no parecíaestimar su vida y se lanzaba salvajemente a labatalla; sin embargo, cuando acababa elcombate, siempre seguía en pie.

Los hombres no tardaron en seguirle otra vez.Lord Arthur Heine le reclamó a su derechacuando los del norte asaltaron la segundamuralla. Fue Derreck quien mató a Thorvald.No fue como matar a Sigurd, pero tampocoestuvo mal. Tras aquello vino todo lo demás…

Arthur se convirtió en el nuevo rey. El pueblolo aclamó enfervorizado el día de su coronacióny los que hubiesen deseado ocupar su puestotuvieron que agachar la cabeza y jurarle lealtad.La casa Heine era antigua y renombrada y todoel mundo había visto a Arthur al frente de sushombres defendiendo palmo a palmo la ciudad.

Cuando se sentó en el trono, Arthur se mostróagradecido y generoso con los que más lehabían ayudado. Por otra parte, no confiaba enlos que formaban el consejo. La familia Heinese había mantenido apartada de la política,asqueada por la corrupción de la corte y el

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despotismo de Cardiff, pero Arthur pensaba queaquel era el momento adecuado para que lascosas se hiciesen de forma diferente.

Sin pensárselo dos veces ofreció a Derreck elpuesto de lord Canciller. Derreck se quedó muysorprendido, pero no tanto como para que eso leimpidiera rehusar. Habría sido una broma demuy mal gusto. Arthur le preguntó qué deseabaentonces, Derreck contestó que el este, Arthurle concedió la jurisdicción sobre todo lo queestuviese más allá del Taihne y le puso al frentede tres mil hombres. Después le ordenó quepartiese lo antes posible, y que de camino seocupase de poner orden en el reino y de hacersaber a todos que había un nuevo rey; y que porcierto no tenía nada en común con el anterior.

Restablecer la justicia del rey no fue lo que sedice un trabajo fácil. Los rebeldes se mostrabanreacios y la mejor virtud de Derreck no era ladiplomacia. Finalmente la fuerza, si no la razóndel nuevo orden, se fue imponiendo y las aguastornaron a su cauce.

Según avanzaba, Derreck nunca dejaba de

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preguntar a todo noble o vasallo con el que secruzaba si había oído alguna novedad acerca delpaso, pero todos negaban con la cabeza yafirmaban que hacía muchas lunas que el pasoya no funcionaba.

Eso no fue impedimento para que llegasehasta la misma orilla del Taihne, pese a lasprotestas murmuradas entre dientes por suscapitanes, que se quejaban de estar perdiendo eltiempo dirigiéndose hacia un callejón sin salida.Pero ninguno se había atrevido a desafiar aDerreck poniendo en cuestión su orden deretirarse a más de media legua del paso.Ninguno había estado a su lado cuando losbrazos bajaron para que solo Derreck entrase alcastillo. Ninguno había visto la conmoción queexperimentó su rostro cuando comprendió quesolo ella podía haber hecho eso, que todo esetiempo había estado allí, que el dolor, ladesesperación y el vacío que habían pesadosobre su alma habían sido en vano, porqueArianne había estado resguardada tranquila ysegura en su castillo mientras él solo deseaba

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encontrar por fin la muerte.Y seguramente, se dijo Derreck, mientras

cruzaba patios y corredores que seguían tal cuallos había dejado, como si solo faltase de allídesde la víspera y no hacía ya casi un año,seguramente a ella ni tan siquiera le importase, ybien podría haber muerto en un arroyo de Ilithe,que Arianne no lo hubiese lamentado lo másmínimo…

—¡No tenéis honor alguno! ¡No respetáis nivuestra obligación ni vuestro deber! ¡Bajad esemaldito paso y dejad que entren mis hombres!¿O acaso pensáis cerrar este maldito castillo yquedaros aquí sola y encerrada hasta que osconsumáis? —gritaba Derreck fuera de sí.

—¿Cómo os atrevéis? —conseguía decirArianne al borde de las lágrimas—. ¡No debínunca dejar que entrarais!

—¡Podré considerarme afortunado si almenos me dejáis salir!

Harald no necesitó quedarse a escuchar parasaber cuál sería la respuesta de Arianne, por esose volvió hacia el corredor para ver si llegaba ya

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quien había mandado llamar. Providencialmenteen ese momento la vio doblar la esquinaapresurada. Harald no dudó en irrumpir en laconversación.

—¡Señora, disculpad! —dijo intentandohacerse escuchar—. ¡Os reclaman conurgencia!

Derreck se volvió airado hacia Harald, porinterrumpir y por permitir que quien quiera quefuese también interrumpiese, y además nopensaba marcharse de aquel maldito lugar sinque Arianne se dignase darle una explicación,por más que ahora amenazase con echarle apatadas de allí… Sin embargo, Arianneenmudeció en cuanto vio aparecer a la doncellay a la criatura llorosa que traía en sus brazos,más llorosa aún de lo habitual puesto que lohabían sacado de la cuna donde dormía felizpara llevarle a la carrera hasta allí.

—Perdonad, señora… Ha despertado —musitó nerviosa la joven, que todavía era taninocente como para sonrojarse cuando mentía—, y ya sabéis que solo se calma si lo cogéis

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vos.Arianne olvidó la discusión para correr a

coger al pequeño en sus brazos. El niño calló tanpronto como sintió el abrazo de su madre. Lamuchacha desapareció tímida con una rápidareverencia a la ligera indicación de Harald y éltambién salió, cerrando tras de sí la puerta consuavidad.

La sala de audiencias se quedó tan silenciosaque podía escucharse la respiración, ya máscalmada, del bebé. Cuando Derreck consiguióde nuevo articular palabra su tono poco teníaque ver con el de antes.

—¿Habéis tenido un hijo? —murmuróaturdido, como si aún necesitase alguna otraconfirmación.

—¿Acaso os preocupa? —le acusó Arianneaún furiosa y en voz baja para no asustar al niño,que había vuelto a adormecerse—. ¡Habéisestado muy ocupado guerreando en nombre delrey! ¡Ahora decís que representáis al rey! ¡Nome importa ningún rey! —aseguró con laferocidad de una leona que defendiese a sus

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crías—. ¡No dejaré que ningún soldado pongaen peligro la vida de mi hijo, y si para eso el pasoha de quedarse alzado para siempre, se quedaráalzado!

—¿Qué tiempo tiene? —preguntó Derreckcasi sin voz, acercándose lentamente a ella sinprestar la más mínima atención a lo que le decía,con la vista prendida solo en aquel pequeño bultoque Arianne rodeaba protegiéndolo contra sí.

—¡Por qué queréis saber el tiempo que tiene!—exclamó Arianne como si aquello colmase yasu paciencia—. ¿Pensáis en alistarle cuando lellegue la edad?

—¿Es mi hijo? —preguntó Derreck congravedad sin dejar que le apartase elresentimiento herido de Arianne.

Arianne calló. Su rostro se endurecióperceptiblemente y su voz se hizo más fría. Noera tan fácil olvidar así como así las viejascostumbres y algunas palabras quedabanespecialmente impresas en la memoria.

—Recuerdo muy bien que en una ocasión medijisteis que no deseabais tener hijos, que los

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hijos eran tan solo un estorbo.También el rostro de Derreck se nubló, más

por ver la dureza de ella que por cualquier otrarazón.

—¿No creéis que es posible que pueda habercambiado de opinión? —se quejó dolido—.¿Que podría ahora desear más que ninguna otracosa en este mundo tener un hijo de vos?

Arianne vaciló. Derreck estaba tan cercaahora y la miraba de tal manera que suresistencia y su furia por todos aquellos mesesde incertidumbre y espera se desmoronaban pormomentos, pero había algo más que no podíaobviar.

—Tenéis que saber que después de dejaroscontraje matrimonio.

—¿Y? —preguntó Derreck.—¡Y…! —repitió ella—. ¿No responde eso a

vuestra pregunta?Derreck respiró hondo para coger aire antes

de responder. Pese a todos sus esfuerzosArianne todavía conseguía acabar con supaciencia.

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—¿Queréis que crea que esta criatura puedeser el hijo del hombre cuyo palacio ardió lamisma noche en que os desposasteis? ¿Pensáisque voy a suponer que fue casualidad que él nopudiese escapar del incendio, mientras que vosestáis aquí tan fresca y lozana como unalechuga, y que os acostasteis tan feliz con él yquedasteis encinta de un hijo suyo, cuando todoIlithe sabe que murió apuñalado en su propiacama? —maldijo Derreck airado, cuando enrealidad se sentía íntima e inexplicablementeorgulloso de que Arianne hubiese sido capaz dehacer todo aquello ella sola.—¡¿Y qué si lohice?! —exclamó Arianne con terquedad, sindejarse amansar por el brillo de orgullo que veíaen los ojos de Derreck—. ¡¿Quién podrá darosla seguridad de que es hijo vuestro y no de él?!¡No tendréis nunca esa certeza!

Derreck comprendió. Sabía bien cuál era eldolor que remordía a Arianne, el rechazo quehabía tenido que sufrir y el cariño del que lahabían privado durante su infancia. Y tambiénera cierto que Derreck nunca había deseado

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tener hijos. Nunca hasta ahora. Hasta que habíavisto aquel pequeño ser que ella no le dejaba nisiquiera contemplar. Pero no era eso lo que lehabía llevado hasta allí.

—No me importa esa certeza. Os amo a vosy amo todo cuanto venga de vos. ¿No podéiscomprender eso? —dijo desesperada yapasionadamente.

Arianne no respondió, pero permaneciócallada el tiempo suficiente para que Derreckpudiese por fin besarla. Ella rodeó su cuello consu único brazo libre mientras él la atraía condelicadeza por la cintura para no importunar alniño, que seguía durmiendo plácidamente apesar de la discusión.

—¿Por qué maldita razón tuvisteis que tardartanto en regresar? —cedió al fin Arianne,abrazándole con fuerza entre risas que semezclaban con lágrimas, cualquier temor pasadoolvidado ahora que estaba entre sus brazos.

—Porque desatasteis una condenada guerradetrás de vos —replicó él volviendo a besarlaimpaciente.

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El pequeño se desperezó al notar que ya notenía toda la atención de su madre y abrió unosespabilados y transparentes ojos azul claro.Arianne se ablandó.

—¿Queréis cogerlo?Derreck titubeó confuso y se sintió

extraordinariamente rudo y torpe, pero ella lodejó en sus brazos antes de que tuviese tiempode formular una respuesta coherente.

Era extrañamente perturbador sostener algotan delicado. El niño le miraba curioso ytranquilo y Derreck temía hacerle daño si semovía o apretaba demasiado. Era emocionante ya la vez aterrador. Nunca había sentido nadaparecido.

—¿Cómo se llama? —acertó a preguntar.Arianne sonrió.—Su nombre es Derreck.Derreck se mordió la lengua. Seguramente en

cualquier otra circunstancia habría tenido quereprimir el poderoso impulso de arrojar algo duroy pesado a la cabeza de Arianne, pero no enaquel momento.

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En aquel momento Derreck simplemente sesentía el hombre más afortunado y feliz sobre lafaz de la tierra.

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Epílogo

Arianne y Derreck se casaron en cuanto fueposible reunir al dichoso consejo, y eso requirióde bastantes meses, y de hecho alguno de losdoce hizo acto de presencia empujado más porla fuerza que por su propia voluntad. Cuando sesolventaron estos inconvenientes se celebró laceremonia y en el acta de esponsales quedóclaramente especificado que Ariannecontinuaría siendo la dueña y señora del castillo,y por lo tanto del paso, y que conservaría para síel vasallaje y todos los derechos sobre el feudode Svatge.

Cuando el consejero de mayor edad lepreguntó a Derreck, sin molestarse en disimularsu extrañeza, si estaba de acuerdo con eso,

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Derreck le contestó malhumorado que semetiese en sus asuntos y diese fe delconsentimiento de una maldita vez.

Ni siquiera eso enturbió la felicidad deArianne, que lucía tan radiante como unamanecer, y el malhumor de Derreck se disipóal ver su sonrisa. En realidad, aquello no debíasuponer un gran sacrificio para Derreck. El reyle había concedido el dominio sobre todo el estey eso incluía Svatge, así que Arianne, igual quelos otros señores de Bergen o Strasse o elRickheim le debía obediencia y lealtad, al menosen teoría…

El mismo Arthur envió un mensajero para darla enhorabuena a Derreck y a Arianne por suenlace, y felicitándose por la fortuna de Arianneal sobrevivir al catastrófico incendio del palacio.También le decía que confiaba en que su nuevomatrimonio fuese más largo y venturoso que elanterior y le recomendaba que en lo sucesivo secuidase de acercarse al fuego. Arianne contestóagradeciendo sus buenos deseos y le aseguróque procuraría seguir sus consejos.

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Svatge recuperó su pasado brillo y Derreckdesignó a Feinn como su lugarteniente y lomandó de regreso al Lander. No se puede decirque Feinn lo lamentase, tanta felicidad no ibacon él. De regreso hacia la frontera cumplió conla tarea que Derreck le había encomendado consu habitual eficacia, y pronto el orden y unarelativa seguridad se impusieron por todo elterritorio; y las caravanas de mercaderes, entreellos las de Willen, aunque él se guardase biende ponerse al alcance de Arianne, volvieron allegar a Svatge, dispuestas a pagar cualquierarancel con tal de atravesar el paso y así llegarantes a Ilithe.

La guerra contra el norte aún se prolongómás tiempo convirtiéndose en una sangría parael reino. La victoria parecía siempre próxima,pero nunca acababa de producirse. El coste envidas y recursos era también enorme paraLangensjeen. La escasez y las privacionessembraban el descontento en el norte, pero elpríncipe Lars no estaba dispuesto a rendirse yrechazó todos los intentos del nuevo rey por

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llegar a un acuerdo de paz. La muerte deThorvald era una herida demasiado profundapara ser olvidada y Lars prefería sostener unaguerra inacabable a humillarse ante Ilithe.

Sigurd no lo veía igual, y precisamente en unaaudiencia concertada por él con un emisario deArthur, sucedió, que fue tal la indignación y lacólera de Lars, que sufrió una apoplejía que selo llevó de este mundo. Sigurd lloró breve ysentidamente ante los embajadores su pérdidapor la muerte de su padre y antes de queacabase la mañana firmó un nuevo tratado conellos. Al final todo quedó arreglado con plata.Fue un pacto costoso, pero Sigurd era unhombre práctico. Si había guerra en lasmontañas no se podía trabajar en las minas yentonces no había plata para nadie.

En cuanto los soldados se retiraron, Sigurdpuso a trabajar a las cuadrillas día y noche, y enpoco tiempo la plata corría como un río por lascalles de Aalborg, y así Sigurd pudoconcentrarse en lo que siempre había sido suprincipal objetivo: hacer de Langensjeen el más

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hermoso y perfecto de los lugares de la tierra ya las ciudades de plata dignas de nuevo de susnombres. Aalborg, Svilska, Lilehalle… aunqueahora Sigurd apenas tenía tiempo de visitarLilehalle.

Pero todo aquello quedaba lejos de Svatge yallí nadie recordaba a Sigurd hasta que llegó unaatenta misiva redactada de su propia mano,invitando a Derreck a los torneos de primaverade Aalborg. La carta se extendía recordando suantigua amistad y también hablaba de la ocasiónpara superar pasadas rencillas y, justo al final,Sigurd desafiaba a Derreck a intentar vencerlede nuevo enfrentándose a él en los campos deHalla.

Cuando Derreck recibió la carta rompió enmaldiciones incluso en un idioma que Ariannedesconocía por completo y que debía de haberaprendido de las hordas bárbaras, y quiso saliren ese mismo momento de Svatge con destino aAalborg. Arianne, que estaba nuevamenteencinta, no se sintió nada complacida conaquello y prohibió a la guardia que le abriese la

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puerta a Derreck. Eso desató una nueva oleadade maldiciones y juramentos de Derreck y unaviva y enardecida disputa entre los dos. A pesarde las puertas cerradas sus gritos retumbabanpor los corredores, aunque, como en todas susotras y no infrecuentes discusiones, el escándaloterminó convirtiéndose en ahogadasexclamaciones entrecortadas, más sordas peroigual de intensas.

Y al menos en aquella ocasión los argumentosde Arianne debieron de ser convincentes,porque Derreck renunció a marcharse y escribióa su vez otra carta a Sigurd, igual de amistosaque la suya, lamentando no poder visitarLangensjeen a causa de sus muchasresponsabilidades e invitándolo a que fuese élquien visitase Svatge.

Sigurd contestó algún tiempo despuésafirmativamente asegurando que se sentiría muyfeliz de viajar hasta Svatge en cuanto susobligaciones, también numerosas, se lopermitiesen. Sobra decir que la ocasión nuncallegó, porque después de todo, Sigurd también

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estimaba su vida y no tenía grandes motivos dequeja con ella y siempre afirmaba que poseíaprácticamente todo a cuanto aspiraba.

Con la plata fluyendo en abundancia y la pazy el orden asegurados, el reino conoció un largoy fértil periodo de prosperidad. Avanzaron lasartes y las ciencias, se incrementó el comercio,florecieron los gremios e incluso las cosechasfueron más generosas. Los caminos eranseguros y las posadas estaban siempre llenas.Svatge se benefició de aquel tránsito constante yen las dos orillas del Taihne se multiplicaron lasvillas y las granjas, las escuelas y los talleres.

Buenos tiempos, largos y plenos, y en ellosArianne llegó a ver cumplidos todos sus deseosy Derreck consiguió lo que ni tan siquiera pensónunca alcanzar. Los recuerdos amargos delpasado fueron quedando atrás, olvidados comosi tan solo hubiesen sido un mal sueño.

El invierno seguía siendo frío, pero el fuegoardía día y noche en el hogar y Arianne siempreencontraba en Derreck calor y refugio y ella lebrindaba lo mismo a él. Muchas noches y

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muchas estaciones, con sus luces y sus sombras,aunque la luz siempre puede más y es lo que serecuerda al cabo, y también es más dulce decontar. Sin embargo, no sería posible contarlotodo.

Porque toda historia debe tener un final y asítermina esta, por más que la vida siempre siga.

AGRADECIMIENTOS

Esta es una novela que por muchas razonesocupará siempre un lugar muy destacado en micorazón, y si ahora ve la luz es también graciasa muchos. Aunque no os nombre, quieroagradeceros a todos, a mi familia por su apoyo,a MC Sark por creer en Ilithya tanto como paradibujarla con su propia mano, a Mara Oliverporque me dijo: espera, a las amigas quesiempre me han alentado, a los que sinconocerme de nada leyeron alguna vez mispalabras y me animaron a seguir y a procurarhacerlo cada vez mejor, a HQÑ por apostar porella y muy especialmente al equipo de El rincón

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de la novela romántica por su trabajo, por sugenerosidad y porque me hicisteis creer que yotambién podía.

Y por último —aunque fuisteis y seguiréissiendo las primeras— a Marian, Gigi, Elena,Juana Mari, Tamara y Laura o lo que es lomismo: Saru, Gigi, Sambo, Maya, Bre y K,amigas, compañeras de locura, de risas y horasperdidas, de quejas, de desahogos y de ilusiones.Sin vosotras no habría sido posible.

Esta historia es, y será siempre, vuestra.

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Si te ha gustado este libro, también tegustará esta apasionante historia que te atrapará

desde la primera hasta la última página.

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