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1 LA AMORTAJADA MARIA LUISA BOMBAL Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrÆs de sus largas pestaæas. A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no haba logrado empaæar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los vea. Porque Ella vea, senta. Y es as como se ve inmvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sÆbanas bordadas, perfumadas de espliego, que se guardan siempre bajo llavey se ve envuelta en aquel batn de raso blanco que sola volverla tan grÆcil. Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que han adquirido la delicadeza frvola de dos palomas sosegadas. Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba volviendo, minuto por minuto, mÆs hœmeda y mÆs pesada. Consiguieron, al fin, desenmaraæarla, alisarla, dividirla sobre la frente. Han descuidado, es cierto, recogerla. Pero ella no ignora que la masa sombra de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida y durmiendo un ceæo de misterio, un perturbador encanto. Y de golpe se siente sin una sola arruga, pÆlida y bella como nunca. La invade una inmensa alegra, que puedan admirarla as, los que ya no la recordaban sino devorada por fœtiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda. Ahora que la saben muerta, all estÆn rodeÆndola todos.

La Amortajada Maria Luisa Bombal

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  • 1

    LA AMORTAJADA

    MARIA LUISA BOMBAL

    Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si quisiera mirar escondida detrs de sus largas pestaas. A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no haba logrado empaar. Respetuosamente maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los vea. Porque Ella vea, senta.

    Y es as como se ve inmvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sbanas bordadas, perfumadas de espliego, que se guardan siempre bajo llavey se ve envuelta en aquel batn de raso blanco que sola volverla tan grcil. Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que han adquirido la delicadeza frvola de dos palomas sosegadas. Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba volviendo, minuto por minuto, ms hmeda y ms pesada. Consiguieron, al fin, desenmaraarla, alisarla, dividirla sobre la frente. Han descuidado, es cierto, recogerla. Pero ella no ignora que la masa sombra de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida y durmiendo un ceo de misterio, un perturbador encanto. Y de golpe se siente sin una sola arruga, plida y bella como nunca. La invade una inmensa alegra, que puedan admirarla as, los que ya no la recordaban sino devorada por ftiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda. Ahora que la saben muerta, all estn rodendola todos.

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  • 2

    Est su hija, aquella muchacha dorada y elstica, orgullosa de sus veinte aos, que sonrea burlona cuando su madre pretenda, mientras le enseaba viejos retratos, que tambin ella haba sido elegante y graciosa. Estn sus hijos, que parecan no querer reconocerle ya ningn derecho a vivir, sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por el jardn asoleado; sus hijos ariscos al menor cumplido, aunque secretamente halagados cuando sus jvenes camaradas fingan tomarla por una hermana mayor. Estn algunos amigos, viejos amigos que parecan haber olvidado que un da fue esbelta y feliz. Saboreando su pueril vanidad, largamente permanece rgida, sumisa a todas las miradas, como desnuda a fuerza de irresistencia. El murmullo de la lluvia sobre los bosques y sobre la casa la mueve muy pronto a entregarse cuerpo y alma a esa sensacin de bienestar y melancola en que siempre la abism el suspirar del agua en las interminables noches de otoo. La lluvia, cae, fina, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer sobre los techos, caer hasta doblar los quitasoles de los pinos, y los anchos brazos de los cedros azules, caer. Caer hasta anegar los trboles, y borrar los senderos, caer. Escampa, y ella escucha ntido el bemol de lata enmohecida que rtmicamente el viento arranca al molino. Y cada golpe de aspa viene a tocar una fibra especial dentro de su pecho amortajado. Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese da guardar en s. Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer y resbalar como lgrimas por los vidrios de las ventanas, caer y agrandar hasta el horizonte las lagunas, caer. Caer sobre su corazn y empaparlo, deshacerlo de languidez y de tristeza. Escampa, y la rueda del molino vuelve a girar pesada y regular. Pero ya no encuentra en ella la cuerda que repita su montono acorde; el sonido se despea ahora, sordamente, desde muy alto, como algo tremendo que la envuelve y la abruma. Cada golpe de aspa se le antoja el tic-tac de un reloj gigante marcando el tiempo bajo las nubes y sobre los campos No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, as, una emocin. Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeos estorbos fsicos se interponan siempre entre ella y el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningn pensamiento inoportuno. Han trazado un crculo de silencio a su alrededor, y se ha detenido el latir de esa invisible arteria que le golpeaba con frecuencia tan rudamente la sien. A la madrugada cesa la lluvia. Un trazo de luz recorta el marco de las ventanas. En los altos candelabros la llama de los velones se abisma trmula en un cogulo de cera. Alguien duerme, la cabeza desmayada sobre el hombro, y cuelgan inmviles los diligentes rosarios. No obstante, all lejos, muy lejos, asciende un cadencioso rumor. Slo ella lo percibe y adivina el restallar de cascos de caballos, el restallar de ocho cascos de caballo que vienen sonando. Que suenan, ya esponjosos y leves, ya recios y prximos, de repente desiguales, apagados, como si los dispersara el viento. Que se aparejan, siguen avanzando, no dejan de avanzar, y sin embargo que, se dira, no van a llegar jams. Un estrpito de ruedas cubre por fin el galope de los caballos. Recin entonces despiertan todos, todos se agitan a la vez. Ella los oye, al otro extremo de la casa, descorrer el complicado cerrojo y las dos barras de la puerta de entrada. Los observa, en seguida, ordenar el cuarto, acercarse al lecho, reemplazar los cirios consumidos, ahuyentar de su frente una mariposa de noche. Es l, l. All est de pie y mirndola. Su presencia anula de golpe los largos aos baldos, las horas, los das que el destino interpuso entre ellos dos, lento, oscuro, tenaz. Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso. Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mi, a quienes considerabas primas no lo ramos, pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llambamos tos a tus padres reinabas por el terror. Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu ltigo.

  • 3

    Te juro que te odibamos de corazn cuando soltabas nuestros pjaros o suspendas de los cabellos nuestras muecas a las ramas altas del pltano. Una de tus bromas favoritas era dispararnos al odo un salvaje: hu! hu!, en el momento ms inesperado. No te conmovan nuestros ataques de nervios, nuestros llantos. Nunca te cansaste de sorprendernos para colarnos por la espalda cuanto bicho extrao recogas en el bosque. Eras un espantoso verdugo, Y, sin embargo, ejercas sobre nosotras una especie de fascinacin. Creo que te admirbamos. De noche nos atraas y nos aterrabas con la historia de un caballero, entre sabio y notario, todo vestido de negro, que viva oculto en la buhardilla. Durante varios aos, no pudimos casi dormir temerosas de su siniestra visita. La poca de la siega nos procuraba das de gozo, das que nos pasbamos jugando a escalar las enormes montaas de heno acumuladas tras la era y saltando de una a otra, inconscientes de todo peligro y como borrachas de sol. Fue en uno de aquellos locos medioda, cuando, desde la cumbre de un haz, mi hermana me precipit a traicin sobre una carreta, desbordante de gavillas, donde tu venias recostado. Me resignaba ya a los peores malos tratos o a las ms crueles burlas, segn tu capricho del momento, cuando repar que dormas. Dormas, y yo, coraje inaudito, me extend en la paja a tu lado, mientras guiados por el pen Anbal los bueyes proseguan lentos un itinerario para mi desconocido. Muy pronto qued atrs el jadeo desgarrado de la trilladora, muy pronto el chillido estridente de las cigarras cubri el rechinar de las pesadas ruedas de nuestro vehculo. Apegada a tu cadera, contena la respiracin tratando de aligerarte mi presencia. Dormas, y yo te miraba presa de una intensa emocin, dudando casi de lo que vean mis ojos: Nuestro cruel tirano yaca indefenso a mi lado! Aniado, desarmado por el sueo, me pareciste de golpe infinitamente frgil? La verdad es que no acudi a m una sola idea de venganza. T te revolviste suspirando, y, entre la paja, uno de tus pies desnudos vino a enredarse con los mos. Y yo no supe cmo el abandono de aquel gesto pudo despertar tanta ternura en m, ni por qu me fue tan dulce el tibio contacto de tu piel. Un ancho corredor abierto circundaba tu casa. Fue all donde emprendiste, cierta tarde, un juego realmente original. Mientras dos peones hurgaban con largas caas las vigas del techo, t acribillabas a balazos los murcilagos obligados a dejar sus escondrijos. Recuerdo el absurdo desmayo de ta Isabel; todava oigo los gritos de la cocinera y me duele la intervencin de tu padre. Una breve orden suya dispers a tus esbirros, te oblig a hacerle instantneamente entrega de la escopeta, mientras con esos ojos estrechos, claros y fros, tan parecidos a los tuyos, te miraba de hito en hito. En seguida levant la fusta que llevaba siempre consigo y te atraves la cara, una, dos, tres veces... Frente a l, aturdido por lo imprevisto del castigo, t permaneciste primero inmvil. Luego enrojeciste de golpe y llevndote los puos a la boca temblaste de pies a cabeza. "Fuera!"murmur sordamente, entre dientes, tu padre. Y como si aquella interjeccin colmara la medida, recin entonces desataste tu rabia en un alarido, un alarido desgarrador, atroz, que sostenas, que prolongabas mientras corras a esconderte en el bosque. No reapareciste a la hora del almuerzo. "Tiene vergenza"nos decamos las nias entre impresionadas y perversamente satisfechas. Y Alicia y yo debimos marcharnos cargando con el despecho de no haber podido presenciar tu vuelta. A la maana siguiente, como acudiramos ansiosas de noticias, nos encontramos con que no habas regresado en toda la noche. "Se ha perdido intencionalmente en la montaa o se ha tirado al ro. Conozco a mi hijo... Sollozaba ta Isabel. "Basta", vociferaba su marido, "quiere molestarnos y eso es todo. Yo tambin lo conozco".

  • 4

    Nadie almorz aquel da. El administrador, el campero, todos los hombres, recorran el fundo, los fundos vecinos. "Puede que haya trepado a la carreta de algn pen y se encuentre en el pueblo"se decan. A nosotras y a la servidumbre que el acontecimiento liberaba de las tareas habituales se nos antojaba a cada rato or llegar un coche, el trote de muchos caballos. En nuestra imaginacin a cada rato te traan, ya sea amarrado como un criminal, ya sea tendido en angarillas, desnudo y blanco ahogado. Mientras tanto, a lo lejos, la campana de alarma del aserradero desgajaba constantemente un repetir de golpes precipitados y secos. Atardeca cuando irrumpiste en el comedor. Yo me hallaba sola, reclinada en el divn, aquel horrible divn de cuero oscuro que cojeaba, recuerdas? Traas el torso semidesnudo, los cabellos revueltos y los pmulos encendidos por dos chapas rojizas. -"Agua"ordenaste. Yo no atin sino a mirarte aterrorizada. Entonces, desdeoso, fuiste al aparador y groseramente empinaste la jarra de vidrio, sin buscar tan siquiera un vaso. Me arrim a ti. Todo tu cuerpo despeda calor, era una brasa. Guiada por un singular deseo acerqu a tu brazo la extremidad de mis dedos siempre helados. T dejaste sbitamente de beber, y asiendo mis dos manos, me obligaste a aplastarlas contra tu pecho. Tu carne quemaba. Recuerdo un intervalo durante el cual percib el zumbido de una abeja perdida en el techo del cuarto. Un ruido de pasos te movi a desasirte de m, tan violentamente, que tambaleamos. Veo ah tus manos crispadas sobre la jarra de agua que te habas apresurado a recoger. Despus... Aos despus fue entre nosotros el gesto dulce y terrible cuya nostalgia suele encadenar para siempre. Fue un otoo en que sin tregua casi, llova. Una tarde, el velo plomo que encubra el cielo se desgarr en jirones y de norte a sur corrieron lvidos fulgores. Recuerdo. Me encontraba al pie de la escalinata sacudiendo las ramas, cuajadas de gotas, de un abeto. Apenas si alcanc a or el chapaleo de los cascos de un caballo cuando me sent asida por el talle, arrebatada del suelo. Eras t, Ricardo. Acababas de llegar el verano entero lo habas pasado preparando exmenes en la ciudad y me habas sorprendido y alzado en la delantera de tu silla. El alazn tasc el freno, se revolvi enardecido... y yo sent, de golpe, en la cintura, la presin de un brazo fuerte, de un brazo desconocido. El animal ech a andar. Un inesperado bienestar me invadi que no supe si atribuir al acompasado vaivn que me echaba contra ti o a la presin de ese brazo que segua enlazndome firmemente. El viento retorca los rboles, golpeaba con saa la piel del caballo. Y nosotros luchbamos contra el viento, avanzbamos contra el viento. Volqu la frente para mirarte. Tu cabeza se recortaba extraamente sobre un fondo de cielo donde grandes nubes galopaban, tambin, como enloquecidas. Not que tus cabellos y tus pestaas se haban oscurecido; parecas el hermano mayor del Ricardo que nos haba dejado el ao antes. El viento. Mis trenzas aleteaban deshechas, se te enroscaban al cuello. Henos de pronto sumidos en la penumbra y el silencio, el silencio y la penumbra eternos de la selva. El caballo acort el paso. Con precaucin y sin ruido salvaba obstculos: rosales erizados, rboles cados cuyos troncos mojados corroa el musgo; hollaba lechos de plidas violetas inodoras, y hongos esponjosos que exhalaban, al partirse, una venenosa fragancia. Pero yo slo estaba atenta a ese abrazo tuyo que me aprisionaba sin desmayo. Hubieras podido llevarme hasta lo ms profundo del bosque, y hasta esa caverna que inventaste para atemorizamos, esa caverna oscura en que dorma replegado el monstruoso mugido que oamos venir y alejarse en las largas noches de tempestad. Hubieras podido. Yo no habra tenido miedo mientras me sostuviera ese abrazo. Chasquidos misteriosos, como de alas asustadas, restallaban a nuestro paso entre el follaje. Del fondo de una hondonada suba un apacible murmullo.

  • 5

    Bajamos, orillamos un estrecho afluente semioculto por los helechos. De pronto, a nuestras espaldas, un suave crujir de ramas y el golpe discreto de un cuerpo sobre las aguas. Volvimos la cabeza. Era un ciervo que hua. Lenguas de humo azul brotaron de la hojarasca. La noche prxima nos intimaba a desandar camino. Emprendimos lentamente el regreso. Ah, qu absurda tentacin se apoderaba de m! Qu ganas de suspirar, de implorar, de besar! Te mir. Tu rostro era el de siempre; taciturno, permaneca ajeno a tu enrgico abrazo. Mi mejilla fue a estrellarse contra tu pecho. Y no era hacia el hermano, el compaero, a quien tenda ese impulso; era hacia aquel hombre fuerte y dulce que temblaba en tu brazo. El viento de los potreros se nos vino encima de nuevo. Y nosotros luchamos contra l, avanzamos contra l. Mis trenzas aletearon deshechas, se te enroscaron al cuello. Segundos ms tarde, mientras me sujetabas por la cintura para ayudarme a bajar del caballo, comprend que desde el momento en que me echaste el brazo al talle me asalt, el temor que ahora senta, el temor de que dejara de oprimirme tu brazo. Y entonces, recuerdas?, me aferr desesperadamente a ti murmurando "Ven", gimiendo "No me dejes"; y las palabras "Siempre" y "Nunca". Esa noche me entregu a ti, nada ms que por sentirte cindome la cintura. Durante tres vacaciones fui tuya. T me hallabas fra porque nunca lograste que compartiera tu frenes, porque me colmaba el olor a oscuro clavel silvestre de tu beso. Aquel brusco, aquel cobarde abandono tuyo, respondi a una orden perentoria de tus padres o a alguna rebelda de tu impetuoso carcter? No s. Nunca lo supe. Solo s que da edad que sigui a ese abandono fue la ms desordenada y trgica de mi vida. Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusin! Cuando se lucha con el pasado, en lugar de olvidarlo! As persista yo antes en tender mi pecho blando, a los mismos recuerdos, a las mismas iras, a los mismos duelos. Recuerdo el enorme revlver que hurt y que guardaba oculto en mi armario, con la boca del cao hundida en un diminuto zapato de raso. Una tarde de invierno gan el bosque. La hojarasca se apretaba al suelo, podrida. El follaje colgaba mojado y muerto, como de trapo. Muy lejos de la casas me detuve, al fin; saqu el arma de la manga de mi abrigo, la palp, recelosa, como a una pequea bestia aturdida que puede retorcerse y morder. Con infinitas precauciones me la apoy contra la sien, contra el corazn. Luego, bruscamente, dispar contra un rbol. Fue un chasquido, un insignificante chasquido como el que descarga una sbana azotada por el viento. Pero, oh Ricardo, all en el tronco del rbol qued un horrendo boquete desparejo y negro de plvora. Mi pecho desgarrado as; mi carne, mis venas dispersas... Ay, no, nunca tendra ese valor! Extenuada me tend largo a largo, gem, golpe el suelo con los puos cerrados. Ay, no, nunca tendra ese valor! Y sin embargo quera morir, quera morir, te lo juro. Qu da fue? No logro precisar el momento en que empez esa dulce fatiga. Imagin, al principio, que la primavera se complaca, as, en languidecerme. Una primavera todava oculta bajo el suelo invernal, pero que respiraba a ratos, mojada y olorosa, por los poros entrecerrados de la tierra. Recuerdo. Me senta floja, sin deseos, el cuerpo y el espritu indiferentes, como saciados de pasin y dolor. Suponindolo una tregua, me abandon a ese inesperado sosiego. No apretara maana con ms inquina el tormento? Dej de agitarme, de andar. Y aquella languidez, aquel sopor iban creciendo, envolvindome solapadamente, da a da.

  • 6

    Cierta maana, al abrir las celosas de mi cuarto repar que un millar de minsculos brotes, no ms grandes que una cabeza de alfiler, apuntaban a la extremidad de todas las cenicientas ramas del jardn. A mi espalda, Zoila plegaba los tules del mosquitero, invitndome a beber el vaso de leche cotidiano. Pensativa y sin contestar, yo continuaba asomada al milagro. Era curioso; tambin mis dos pequeos senos prendan, parecan desear florecer con la primavera. Y de pronto, fue como si alguien me lo hubiera soplado al odo. "Estoy... ah!... suspir, llevndome las manos al pecho, ruborizada hasta la raz de los cabellos. Durante muchos das viv aturdida por la felicidad. Me habas marcado para siempre. Aunque la repudiaras, seguiras poseyendo mi carne humillada, acaricindola con tus manos ausentes, modificndola. Ni un momento pens en las consecuencias de todo aquello. No pensaba sino en gozar de esa presencia tuya en mis entraas. Y escuchaba tu beso, lo dejaba crecer dentro de m. Entrada ya la primavera, hice colgar mi hamaca entre dos avellanos. Permaneca recostada horas enteras. Ignoraba por qu razn el paisaje, las cosas, todo se me volva motivo de distraccin, goce plcidamente sensual: la masa oscura y ondulante de la selva inmovilizada en el horizonte, como una ola monstruosa, lista para precipitarse; el vuelo de las palomas, cuyo ir y venir rayaba de sombras fugaces el libro abierto sobre mis rodillas; el canto intermitente del aserradero esa nota aguda, sostenida y dulce, igual al zumbido de un colmenar que henda el aire hasta las casas cuando la tarde era muy lmpida. Deseos absurdos y frvolos me asediaban de golpe, sin razn y tan furiosamente, que se trocaban en angustiosa necesidad. Primero quise para mi desayuno un racimo de uvas rosadas. Imaginaba la hilera apretada de granos, la pulpa cristalina. Bien pronto, como se me convenciera de que era un deseo imposible de satisfacer no tenamos parra ni via y el pueblo quedaba a dos das del fundo se me antojaron fresas. No me gustaban, sin embargo, las que el jardinero recoga para m, en el bosque. Yo las quera heladas, muy heladas, rojas, muy rojas; y que supieran tambin un poco a frambuesa. Dnde haba comido yo fresas as? "... La nia sali entonces al jardn y se puso a barrer la nieve. Poco a poco, la escoba empez a descubrir una gran cantidad de fresas perfumadas y maduras que gozosa llev a la madrastra... ". Esas! Eran sas las fresas que yo quera! Las fresas mgicas del cuento! Un capricho se tragaba al otro. He aqu que suspiraba por tejer con lana amarilla, que ansiaba un campo de mirasoles, para mirarlo horas enteras. Oh, hundir la mirada en algo amarillo! As viva golosa de olores, de color, de sabores. Cuando la voz de cierta inquietud me despertaba importuna: "Si lo llega a saber tu padre!"procurando tranquilizarme le responda: "Maana, maana buscar esas yerbas que... o tal vez consulte a la mujer que vive en la barranca..." "Debes tomar una decisin antes de que tu estado se vuelva irremediable". "Bah, maana, maana... Recuerdo. Me senta como protegida por una red de pereza, de indiferencia; invulnerable, tranquila para todo lo que no fuera los pequeos hechos cotidianos: el subsistir, el dormir, el comer. Maana, maana, deca. Y en esto lleg el verano. La primera semana de verano me llen de una congoja inexplicable que creca junto con la luna. En la sptima noche, incapaz de conciliar el sueo me levant, baj al saln, abr la puerta que daba al jardn. Los cipreses se recortaban inmviles sobre un cielo azul; el estanque era una lmina de metal azul; la casa alargaba una sombra aterciopelada y azul. Quietos, los bosques enmudecan como petrificados bajo el hechizo de la noche, de esa noche azul de plenilunio.

  • 7

    Largo rato permanec de pie en el umbral de la puerta sin atreverme a entrar en aquel mundo nuevo, irreconocible, en aquel mundo que pareca un mundo sumergido. Sbitamente, de uno de los torreones de la casa, creci y empez a flotar un estrecho cendal de plumas. Era una bandada de lechuzas blancas. Volaban. Su vuelo era blando y pesado, silencioso como la noche. Y aquello era tan armonioso que, de golpe, estall en lgrimas. Despus, me sent liviana de toda pena. Fue como si la angustia que me torturaba hubiera andado tanteando en m hasta escaparse por el camino de las lgrimas. Aquella angustia, sin embargo, la sent de nuevo posada sobre mi corazn a la maana siguiente; minuto por minuto su peso aumentaba, me oprima. Y he aqu que tras muchas horas de lucha, tom, para evadirse, el mismo camino de la vspera, y se fue nuevamente, sin que me revelara su secreta razn de ser. Idntica cosa me sucedi el da despus, y al otro da. Desde entonces viv a la espera de las lgrimas. Las aguardaba como se aguarda la tormenta en los das ms ardorosos del esto. Y una palabra spera, una mirada demasiado dulce, me abran la esclusa del llanto. As viva, confinada en mi mundo fsico. El verano declinaba. Tormentas jaspeadas de azulosos relmpagos solan estallar, de golpe, remedando los ltimos sobresaltos de un fuego de artificio. Una tarde, al aventurarme por el camino que lleva a tu fundo, mi corazn empez a latir, a latir; a aspirar e impeler violentamente la sangre contra las paredes de mi cuerpo. Una fuerza desconocida atraa mis pasos desde el horizonte, desde all donde el cielo negro y denso se esclareca acuchillado por descargas elctricas, alucinantes seales lanzadas a mi encuentro. "Ven, ven, ven" pareca gritarme, frentica, la tormenta. "Ven" murmuraba luego, ms bajo y plido. A medida que avanzaba me estimulaba un dulce y creciente calor. Y segua avanzando, solamente para sentirme ms llena de vida. Corriendo casi, descend el sendero que baja a la hondonada donde las casas se aplastan agobiadas por la madreselva, mientras los perros suban, ladrando, a buscarme. Recuerdo que me ech extenuada sobre la silla de paja que la mujer del mayordomo me ofreci en la cocina, La pobre hablaba a borbotones. "Qu tiempo!" "Qu humedad!" "Don Ricardo lleg esta tarde". "Est descansando". "Ha pedido que no lo despierten hasta la hora de la comida". "Tal vez ser mejor que la seorita se vuelva a su fundo antes de que descargue el aguacero..." Yo sorba el mate e inclinaba dcilmente la cabeza. "Don Ricardo lleg esta tarde". Tan ligados nos hallbamos el uno al otro, que mis sentidos me haban anunciado tu venida? No te molest, no. Conoca tus agresivos despertares. Me volv precipitadamente, bajo las primeras gotas de lluvia. Pero a medida que te dejaba atrs, durmiendo, a medio vestir, en un cuarto con olor a encerrado, senta disminuir la dulce fiebre que me golpeaba lar sienes. Tena las manos yertas, tiritaba de fro cuando me sent a la mesa frente a mi padre enardecido... "Estaba escrito que me retrasara siempre. Tres veces haba sonado el gong. Si Alicia y yo no hacamos ms que "flojear", mis hermanos y l trabajaban a la par de los peones... necesitaban comer a sus horas. Ah, si nuestra madre viviera!..." El da siguiente me lo pas esperndote. Porque tuve la ingenuidad de pensar que volvas por mi. Caa la tarde y estaba recostada en la hamaca cuando sent el latido avisador. Me incorpor, ech a andar y nuevamente empuj en m ese florecimiento de vida. Y era detenerme y detenerse, tambin, estacionarse en m, esa alegra fsica, Y aletear otra vez con mpetu no bien apuraba el paso. Y as fue como mi corazn mi corazn de carne me gui hasta la tranquera que abre al norte. All lejos, a la extremidad de una llanura de trboles, bajo un cielo vasto, sangriento de arrebol, casi contra el disco del sol poniente divis la silueta de un jinete arriando una tropilla de caballos.

  • 8

    Eras t. Te reconoc de inmediato. Apoyada contra el alambrado pude seguirte con la mirada durante el espacio de un suspire. Porque, de golpe y junto con el sol, desapareciste en el horizonte. Esa misma noche, mucho antes del amanecer, soaba... Un corredor interminable por donde t y yo huamos estrechamente enlazados. El rayo nos persegua, volteaba uno a uno los lamos inverosmiles columnas que sostenan la bveda de piedra; y la bveda se haca constantemente aicos detrs, sin lograr envolvernos en su cada. Un estampido me arroj fuera del lecho. Con los miembros temblorosos me hall despierta en medio del cuarto. O entonces, por fin, el aullar sostenido, el enorme clamor de un viento iracundo. Temblaban las celosas, crepitaban las puertas, me azotaba el revuelo de invisibles cortinados. Me senta como arrebatada, perdida en el centro mismo de una tromba monstruosa que pujase por desarraigar la casa de sus cimientos y llevrsela uncida a su carrera. "Zoila" -- grit; pero el fragor del vendaval desmenuz mi voz. Hasta mis pensamientos parecan balancearse, pequeos, oscilantes, como la llama de una vela. Quera. Qu? Todava lo ignoro. Corr hacia la puerta y la abr. Avanzaba penosamente en la oscuridad con los brazos extendidos, igual que las sonmbulas, cuando el suelo se hundi bajo mis pies en un vaco inslito. Zoila vino a recogerme al pie de la escalera. El resto de la noche se lo pas enjugando, muda y llorosa, el ro de sangre en que se disgregaba esa carne tuya mezclada a la ma. A la maana siguiente me hallaba otra vez tendida en la veranda con mis impvidos ojos de nia y mis cejas ingenuamente arqueadas, tejiendo, tejiendo con furia, como si en ello me fuera la vida. El brusco, el cobarde abandono de su amante respondi a alguna orden perentoria o bien a una rebelda de su impetuoso carcter? Ella no lo sabe, ni quiere volver a desesperarse en descifrar el enigma que tanto la haba torturado en su primera juventud. La verdad es que, sea por inconsciencia o por miedo, cada uno sigui un camino diferente. Y que toda la vida se esquivaron, luego, como de mutuo acuerdo. Pero ahora, ahora que l est ah, de pie, silencioso y conmovido; ahora que, por fin, se atreve a mirarla de nuevo, frente a frente, y a travs del mismo risible parpadeo que le conoci de nio en sus momentos de emocin, ahora ella comprende. Comprende que en ella dorma, agazapado, aquel amor que presumi muerto, Que aquel ser nunca le fue totalmente ajeno. Y era como si parte de su sangre hubiera estado alimentando, siempre, una entraa que ella misma ignorase llevar dentro, y que esa entraa hubiera crecido as, clandestinamente, al margen y a la par de su vida. Y comprende que, sin tener ella conciencia, haba esperado, haba anhelado furiosamente este momento. Era preciso morir para saber ciertas cosas? Ahora comprende tambin que en el corazn y en los sentidos de aquel hombre ella haba hincado sus races; que jams, aunque a menudo lo creyera, estuvo enteramente sola; que jams, aunque a menudo lo pensara, fue realmente olvidada. De haberlo sabido antes, muchas noches, desvelada, no habra encendido la luz para dar vuelta las hojas de un libro cualquiera, procurando atajar una oleada de recuerdos. Y no habra evitado tampoco ciertos rincones del parque, ciertas soledades, ciertas msicas. Ni temido el primer soplo de ciertas primaveras demasiado clidas. Ah, Dios mo, Dios mo! Es preciso morir para saber? "Vamos, vamos". "Adnde?" Alguien, algo, la toma de la mano, la obliga a alzarse. Como si entrara, de golpe, en un nudo de vientos encontrados, danza en un punto fijo, ligera, igual a un copo de nieve. "Vamos". "Adnde?" "Ms all". Baja, baja la cuesta de un jardn hmedo y sombro.

  • 9

    Percibe el murmullo de aguas escondidas y oye deshojarse helados rosales en la espesura. Y baja, rueda callejuelas de csped abajo, azotada por el ala mojada de invisibles pjaros... Qu fuerza es sta que la envuelve y la arrebata? Brusca y vertiginosamente se siente refluir a una superficie. Y hela aqu, de nuevo, tendida boca arriba en el amplio lecho. A su cabecera el chisporroteo aceitoso de dos cirios. Recin entonces nota que una venda de gasa le sostiene el mentn Y sufre la extraa impresin de no sentirla. El da quema horas, minutos, segundos. Un anciano viene a sentarse junto a ella. La mira largamente, tristemente, le acaricia los cabellos sin miedo, y dice que est bonita. Slo a la amortajada no inquieta esa agobiada tranquilidad. Conoce bien a su padre. No, ningn ataque repentino ha de fulminarlo. El ha visto ya a tantos seres as estirados, plidos, investidos de esa misma inmovilidad implacable, mientras alrededor de ellos todo suspira y se agita. Ahora levanta la mano, traza la seal de la cruz sobre la frente de su hija. No sola despedirla cada noche de idntica manera? Ms tarde, luego de haber cerrado todas sus puertas, se extender sobre el lecho, volver la cara contra la pared y recin entonces se echar a sufrir. Y sufrir oculto, rebelde a la menor confidencia, a cualquier ademn de simpata, como si su pena no estuviere al alcance de nadie. Y durante das, meses, tal vez aos, seguir cumpliendo mudo y resignado la parte de dolor que le asign el destino. Desde el principio de la noche, sin descanso, una mujer ha estado velando, atendiendo a la muerta. Por primera vez, sin embargo, la amortajada repara en ella; tan acostumbrada est a verla as, grave y solcita, junto a lechos de enfermos. "Alicia, mi pobre hermana, eres t! Rezas!" Dnde creers que estoy? Rindiendo justicia al Dios terrible a quien ofreces da a da la brutalidad de tu marido, el incendio de tus aserraderos, y hasta la prdida de tu nico hijo, aquel nio desobediente y risueo que un rbol arroll al caer y cuyo cuerpo se disloc, entero cuando lo levantaron de entre el fango y la hojarasca? Alicia, no. Estoy aqu, disgregndome bien apegada a la tierra. Y me pregunto si ver algn da la cara de tu Dios. Ya en el convento en que nos educamos, cuando Sor Marta apagaba las luces del largo dormitorio y mientras, infatigable, t completabas las dos ltimas decenas del rosario con la frente hundida en la almohada, yo me escurra de puntillas hacia la ventana del cuarto de bao. Prefera acechar a los recin casados de la quinta vecina. En la planta baja, un balcn iluminado y dos mozos que tienden el mantel y encienden los candelabros de plata sobre la mesa. En el primer piso otro balcn iluminado. Tras la cortina movediza de un sauce, ese era el balcn que atraa mis miradas ms vidas. El marido tendido en el divn. Ella sentada frente al espejo, absorta en la contemplacin de su propia imagen y llevndose cuidadosamente a ratos la mano a la mejilla, como para alisar una arruga imaginaria. Ella cepillando su espesa cabellera castaa, sacudindola como una bandera, perfumndola. Me costaba ir a extenderme en mi estrecha cama, bajo la lmpara de aceite cuya mariposa titubeante deformaba y paseaba por las paredes la sombra del crucifijo, Alicia, nunca me gust mirar un crucifijo, t lo sabes. Si en la sacrista empleaba todo mi dinero en comprar estampas era porque me regocijaban las alas blancas y espumosas de los ngeles y porque, a menudo, los ngeles se parecan a nuestras primas mayores, las que tenan novios, iban a bailes y se ponan brillantes en el pelo. A todos afligi la indiferencia con que hice mi primera comunin, Jams me conturb un retiro, ni una prdica. Dios me pareca tan lejano, y tan severo! Oh, Alicia, tal vez yo no tenga alma!

  • 10

    Deben tener alma los que la sienten dentro de si bullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como las plantas; no todas estn llamadas a retoar y las hay en las arenas que viven sin sed de agua porque carecen de hambrientas races. Y puede, puede as, que las muertes no sean todas iguales. Puede que hasta despus de la muerte, todos sigamos distintos caminos. Pero reza, Alicia, reza. Me gusta ver rezar, t lo sabes. Qu no dara, sin embargo, mi pobre Alicia, porque te fuera concedida en tierra una partcula de la felicidad que te est reservada en tu cielo! Me duele tu palidez, tu tristeza. Hasta tus cabellos parecen habrtelos desteidos las penas. Recuerdas tus dorados cabellos de nia? Y recuerdas la envidia ma y la de las primas? Porque eras rubia te admirbamos, te creamos la ms bonita. Recuerdas? Ahora slo queda, cerca de ella, el marido de Mara Griselda. Cmo es posible que ella tambin llame a su hijo: el marido de Mara Griselda! Por qu? Por qu cela a su hermosa mujer? Por qu la mantiene aislada en un lejano fundo del sur? La noche entera ella ha estado extraando la presencia de su nuera y la ha molestado la actitud de Alberto; de este hijo que no ha hecho sino moverse, pasear miradas inquietas alrededor del cuarto. Ahora que, echado sobre una silla, descansa, duerme tal vez, qu nota en l de nuevo, de extrao... de terrible? Sus prpados. Son los prpados los que lo cambian, los que la espantan; unos prpados rugosos y secos, como si, cerrados noche a noche sobre una pasin taciturna, se hubieran marchitado, quemados desde adentro. Es curioso que lo note por primera vez. O simplemente es natural que se afine en los muertos la percepcin de cuanto es signo de muerte? De pronto aquellos prpados bajos comienzan a mirarla fijamente, con la insondable fijeza con que miran los ojos de un demente. Oh, abre los ojos, Alberto! Como si respondiera a la splica, los abre, en efecto... para echar una nueva mirada recelosa a su alrededor. Ahora se acerca a ella, su madre amortajada, y la toca en la frente corno para cerciorarse de que est bien muerta. Tranquilizado, se encamina resuelto hacia el fondo del cuarto. Ella lo oye moverse en la penumbra, tantear los muebles, como si buscara algo. Ahora vuele sobre sus pasos con un retrato entre las manos. Ahora pega a la llama de uno de los cirios la imagen de Mara Griselda y se dedica a quemarla concienzudamente, y sus rasgos se distienden apaciguados a medida que la bella imagen se esfuma, se parte en cenizas. Salvo una muerta, nadie sabe ni sabr jams cunto lo han hecho sufrir esas numerosas efigies de su mujer, rayos por donde ella se evade, a pesar de su vigilancia. No entrega acaso un poco de su belleza en cada retrato? No existe acaso en cada uno de ellos una posibilidad de comunicacin? Si, pero ya el fuego deshoj el ltimo. Ya no queda ms que una sola Mara Griselda; la que mantiene secuestrada all en un lejano fundo del sur. Oh, Alberto, mi pobre hijo! Alguien, algo, la toma de la mano. "Vamos, vamos" "Adnde?" "Vamos". Y va. Alguien, algo la arrastra, la gua a travs de una ciudad abandonada y recubierta por una capa de polvo de ceniza, tal como si sobre ella hubiera delicadamente soplado una brisa macabra. Anda. Anochece. Anda. Un prado. En el corazn mismo de aquella ciudad maldita, un prado recin regado y fosforescente de insectos.

  • 11

    Da un paso. Y atraviesa el doble anillo de niebla que lo circunda. Y entra en las lucirnagas, hasta los hombros, como en un flotante polvo de oro. Ay. Qu fuerza es sta que la envuelve y la arrebata? Hela aqu, nuevamente inmvil, tendida boca arriba en el amplio lecho. Liviana. Se siente liviana. Intenta moverse y no puede. Es corno si la capa ms secreta, ms profunda de su cuerpo se revolviera aprisionada dentro de otras capas ms pesadas que no pudiera alzar y que la retienen clavada, ah, entre el chisporroteo aceitoso de dos cirios. El da quema horas, minutos, segundos. "Vamos". "No" Fatigada, anhela sin embargo, desprenderse de aquella partcula de conciencia que la mantiene atada a la vida, y dejarse llevar hacia atrs, hasta el profundo y muelle abismo que siente all abajo. Pero una inquietud la mueve a no desasirse del ltimo nudo. Mientras el da quema horas, minutos, segundos. Este hombre moreno y enjuto al que la fiebre hace temblar los labios como si le estuviera hablando. Qu se vaya! No quiere orlo. "Ana Mara, levntate!" Levntate para vedarme una vez ms la entrada de tu cuarto. Levntate para esquivarme o para herirme, para quitarme da a da la vida y la alegra. Pero levntate, levntate! T, muerta! T incorporada, en un breve segundo, a esa raza implacable que nos mira agitarnos, desdeosa e inmvil. T, minuto por minuto cayendo un poco ms en el pasado. Y las substancias vivas de que estabas hecha, separndose, escurrindose por cauces distintos, como ros que no lograran jams volver sobre su curso. Jams! Ana Mara, si supieras cunto, cunto te he querido! Este hombre! Por qu an amortajada le impone su amor! Es raro que un amor humille, no consiga sino humillar. EI amor de Fernando la humill siempre. La haca sentirse ms pobre. No era la enfermedad que le manchaba la piel y le agriaba el carcter lo que le molestaba en l, ni como a todos, su desagradable inteligencia, altanera y positiva. Lo despreciaba porque no era feliz, porque no tena suerte. De qu manera se impuso sin embargo en su vida hasta volvrsele un mal necesario? El bien lo sabe: hacindose su confidente. Ah, sus confidencias! Qu arrepentimiento la embargaba siempre, despus! Oscuramente presenta que Fernando se alimentaba de su rabia o de su tristeza; que mientras ella hablaba, l analizaba, calculaba, gozaba sus desengaos, creyendo tal vez que la cercaran hasta arrojarla inevitablemente en sus brazos. Presenta que con sus cargos y sus quejas suministraba material a la secreta envidia que l abrigaba contra su marido. Porque finga menospreciarlo y lo envidiaba: le envidiaba precisamente los defectos que le merecan su reprobacin. Fernando! Durante largos aos, qu de noches, ante el terror de una velada solitaria, ella lo llam a su lado, frente al fuego que empezaba a arder en los gruesos troncos de la chimenea. En vano se propona hablarle de cosas indiferentes. Junto con la hora y la llama, el veneno creca, le trepaba por la garganta hasta los labios, y comenzaba a hablar. Hablaba y l escuchaba. Jams tuvo una palabra de consuelo, ni propuso una solucin ni atemper una duda, jams. Pero escuchaba, escuchaba atentamente lo que sus hijos solan calificar de celos, de manas. Despus de la primera confidencia, la segunda y la tercera afluyeron naturalmente y las siguientes tambin, pero ya casi contra su voluntad. En seguida, le fue imposible poner un dique a su incontinencia. Lo haba admitido en su intimidad y no era bastante fuerte para echarlo. Pero no supo que poda odiarlo hasta esa noche en que l se confi a su vez.

  • 12

    La frialdad con que le cont aquel despertar junto al cuerpo ya inerte de su mujer, la frialdad con que le habl del famoso tubo de veronal encontrado vaco sobre el velador! Durante varias horas haba dormido junto a una muerta y su contacto no haba marcado su carne con el ms leve temblor. Pobre Ins!deca. An no logro explicarme el por qu de su resolucin. No pareca triste ni deprimida. Ninguna rareza aparente tampoco. De vez en cuando, sin embargo, recuerdo haberla sorprendido mirndome fijamente como si me estuviera viendo por primera vez. Me dej. Qu me importa que no fuera para seguir a un amante! Me dej. El amor se me ha escurrido, se me escurri siempre, como se escurre el agua de entre dos manos serradas. Oh Ana Mara, ninguno de los dos hemos nacido bajo estrella que lo preserve...! Dijo, y ella enrojeci como si le hubiera descargado a traicin una bofetada en pleno rostro. Con qu derecho la consideraba su igual? En un brusco desdoblamiento lo habia visto y se haba visto, l y ella, los dos junto a la chimenea. Dos seres al margen del amor, al margen de la vida, tenindose las manos y suspirando, recordando, envidiando. Dos pobres. Y como los pobres se consuelan entre ellos, tal vez algn da, ellos dos... Ah no! Eso no! Eso jams, jams! Desde aquella noche sola detestarlo. Pero nunca pudo huirlo. Ensay, si, muchas veces. Pero Fernando sonrea indulgente a sus acogidas de pronto glaciales; soportaba, imperturbable, las vejaciones, adivinando quizs que luchaba en vano contra el extrao sentimiento que la empujaba hacia l, adivinando que recaera sobre su pecho, ebria de nuevas confidencias. Sus confidencias! Cuantas veces quiso rehuirlas l tambin! Antonio, los hijos; los hijos y Antonio. Slo ellos ocupaban el pensamiento de esa mujer, tenan derecho a su ternura, a su dolor. Mucho, mucho debi quererla para escuchar tantos aos sus insidiosas palabras, para permitirle que le desgarrase as, suave y laboriosamente, el corazn. Y sin embargo no supo ser dbil y humilde hasta lo ltimo. Ana Mara, tus mentiras, deb haber fingido tambin creerlas. Tu marido celoso de ti, de nuestra amistad! Por qu no haber aceptado esta inocente invencin tuya si halagaba tu amor propio? No. Prefera perder terreno en tu afecto antes que parecerte cndido. Ms que mi mala suerte fue, Ana Mara, mi torpeza la que impidi que me quisieras. Te veo inclinada al borde de la chimenea, echar cenizas sobre las brasas mortecinas; te veo arrollar el tejido, cerrar el piano, doblar los peridicos tirados sobre los muebles, Te veo acercarte a m, despeinada y doliente: "Buenas noches, Fernando. Siento haberle hablado an de todo esto. La verdad es que Antonio no me quiso nunca. Entonces, a qu protestar, a qu luchar? Buenas noches". Y tu mano se aferraba a la ma en una despedida interminable, y a pesar tuyo tus ojos me interrogaban, imploraban un desmentido a tus ltimas palabras. Y yo, yo, envidioso, mezquino, egosta, me iba sin desplegar los labios ms que para murmurar. "Buenas noches". Sin embargo, mucho me ha de ser perdonado, porque mi amor te perdon mucho. Hasta que te encontr, cuando se me hera en mi orgullo dejaba automticamente de amar, y no perdonaba jams. Mi mujer habra podido decrtelo, ella que no obtuvo de mi ni un reproche, ni un recuerdo, ni una flor en su tumba. Por ti, slo por ti Ana Mara, he conocido el amor que se humilla, resiste a la ofensa y perdona la ofensa. Por ti, slo por ti! Tal vez haba sonado para mi la hora de la piedad, hora en que nos hacemos solidarios hasta del enemigo llamado a sufrir nuestro propio msero destino. Tal vez amaba en ti ese pattico comienzo de destruccin. Nunca hermosura alguna me conmovi tanto como esa tuya en decadencia. Am tu tez marchita que haca resaltar la frescura de tus labios y la esplendidez de tus anchas cejas pasadas de moda, de tus cejas lisas y brillantes corno una franja de terciopelo nuevo. Am tu cuerpo maduro en el cual la gracilidad del cuello y de los tobillos ganaban, por contraste, una doble y

  • 13

    enternecedora seduccin. Pero no quiero quitarte mritos. Me seduca tambin tu inteligencia porque era la voz de tu sensibilidad y de tu instinto. Qu de veces te obligu a precisar una exclamacin, un comentario. T enmudecas, colrica, presumiendo que me burlaba. Y no, Ana Mara, siempre me creste ms fuerte de lo que era. Te admiraba. Admiraba esa tranquila inteligencia tuya cuyas races estaban hundidas en lo oscuro de tu ser. "Sabe qu hace agradable e ntimo este cuarto? El reflejo y la sombra del rbol arrimado a la ventana. Las casas no debieran ser nunca ms altas que los rboles", decas. O an: "No se mueva. Ay que silencio! El aire parece de cristal. En tardes como sta me da miedo hasta de pestaear. Sabe uno acaso donde terminan los gestos? Tal vez si levanto la mano, provoque en otros mundos la trizadura de una estrella!". Si, te admiraba y te comprenda. Oh, Ana Mara, si hubieras querido, de tu desgracia y mi desdicha hubiramos podido construir un afecto, una vida; y muchos habran rondado envidiosos alrededor de nuestra unin como se ronda alrededor de un verdadero amor, de la felicidad. Si hubieras querido! Pero ni siquiera tomaste en cuenta mi paciencia. Nunca me agradeciste una gentileza. Nunca. Me guardabas rencor porque te apreciaba y conoca ms que nadie, yo, el hombre que t no amabas. Pobre Fernando, cmo tiembla! Casi no puede tenerse en pie. Va a desmayarse! Un muchacho comparte el temor de la amortajada. Fred, que se acerca, pone la mano sobre el hombro del enfermo y le habla en voz baja. Pero Fernando, sacude la cabeza, y se niega, tal vez, a salir del cuarto. Entonces ella observa cmo Fred lo empuja hacia un silln y se inclina solcito. Y el pasado tierno que la presencia del muchacho volc en su corazn desborda por sobre esta imagen de Fernando entre los brazos de Fred, el hijo preferido. Recuerda que, de nio, Fred les tena miedo a los espejos y sola hablar en sueos un idioma desconocido. Recuerda el verano de la gran sequa y aquella tarde, en que a eso de las tres, Fernando le haba dicho: "Si furamos hasta los terrenos que compr ayer?" Los nios treparon al break sin titubear. Antonio aleg lo de siempre: que era desagradable salir a esa hora. Pero ella, para no decepcionar a Fernando y cuidar que los nios no expusieran sus cabezas al sol, haba aceptado la poco dichosa invitacin. "Estaremos de vuelta mucho antes de la comida", grit a su marido en tanto el coche se alejaba. Pero Antonio que fumaba, recostado en la mecedora, ni se dign agitar la mano. Y as hubo de sobrellevar muda y ofendida los primeros diez minutos de llanura polvorienta. Los perros de Fred, esa jaura hecha de todos los perros vagos del fundo, siguieron un instante el carruaje. Luego se quedaron bebiendo en el barro de una acequia. Los nios se movan incesantemente, gritaban, cantaban, hacan preguntas. Ella, agobiada por el calor, sonrea sin contestarles. Y el coche avanzaba as, entre una doble fila de lechuzas que, gravemente erguidas sobre los postes del alambrado, los miraban pasar. "To Fernando, quiero una lechuza. Toma, aqu tienes tu escopeta, mata una lechuza para mi. Por qu no? Por qu to Fernando? Yo quiero una lechuza Esa. No, esa no. Esta otra..." Y Fernando accedi, como acceda siempre cuando Anita se le colgaba de una manga y lo miraba en los ojos. Por temor de caer en desgracia ante la nia, halagaba siempre sus malas pasiones. La llamaba: Princesa, y apedreaba junto con ella las pequeas lagartijas que se escurran horizontales por las tapias del jardn. Fernando detuvo los caballos, apoy, la escopetita contra el hombro y apunt a la lechuza que desde un poste los observaba, confiada, sin moverse. Una breve detonacin par de golpe el inmenso palpitar de las cigarras, y el pjaro cay fulminado al pie del poste. Anita corri, a recogerlo. El canto de las cigarras se elev de nuevo como un grito. Y ellos reanudaron la marcha.

  • 14

    Sobre las rodillas de la nia, la lechuza mantena abiertos los ojos, unos ojos redondos, amarillos y mojados, fijos como una amenaza. Pero, sin inmutarse, la nia sostena la mirada. "No est bien muerta. Me ve. Ahora cierra los ojos poquito a poco... Mam, mam, los prpados le salen de abajo!" Pero ella no la escuchaba sino a medias, atenta a la masa violeta y sombra, que, desde el fondo del horizonte, avanzaba al encuentro del carruaje. "Nios, a subir el toldo! Una tormenta se nos viene encima". Fue cosa de un instante. Fue slo un viento oscuro que barri contra ellos, ramas secas, pedregullo e insectos muertos. Cuando lograron transponerlo, la vieja armazn del break temblaba entera, el cielo se extenda gris y el silencio era tan absoluto que daban deseos de removerlo como a un agua demasiado espesa. Bruscamente, haba descendido a otro clima, a otro tiempo, a otra regin. Los caballos corran despavoridos por una llanura que ninguno recordaba haber visto jams. Y as arrastraron el coche hasta una granja en ruinas. De pie, en el umbral sin puerta, un hombre pareca esperarlos. El camino a San Roberto, por favor? El pen era un pen? Calzaba botas y tena una fusta en la mano los mir extraamente, tard un segundo y contest: -"Sigan derecho. Encontrarn un puente. Doblen luego a la izquierda". "Gracias". Los caballos emprendieron de nuevo su inquietante carrera. Y entonces, Fred con cautela se arrim a ella y la llam en voz muy baja. , "Mam, te fijaste en los ojos del hombre? Eran iguales a los de la..." Aterrada ella se haba vuelto hacia su hija para gritarle: "Tira esa lechuza; trala he dicho, que te mancha el vestido". El puente? Cuntas horas erraron en su busca. No sabe. Solo recuerda que en un determinado momento ella haba ordenado: "Volvamos". Fernando obedeci en silencio y emprendi aquel interminable regreso durante el cual la noche se les ech encima. La llanura, un monte, otra vez la llanura y otra vez un monte. Y la llanura an. "Tengo hambre" murmuraba tmidamente Alberto. Anita dorma, recostada contra Fernando, y la felicidad de Fernando era tan evidente que ella procuraba no mirarle, presa de un singular pudor. Bruscamente uno de los caballos resbal y se desplom largo a largo. Dentro del coche se hizo un breve silencio. Luego, como si revivieran de golpe, los nios se precipitaron coche abajo, prorrumpiendo en gritos y suspiros. Fernando habl por fin. "Ana Mara, estoy perdido desde hace horas", dijo. Los nios corran en la oscuridad del campo. "Aqu debe haber llovido", chillaba Alberto hundido hasta la rodilla en un lodazal. Apremiado por Fernando el caballo se ergua tambaleante, caa y se volva a alzar relinchando sordamente. "Ana Mara, ms vale no seguir el viaje. Los caballos estn extenuados. El coche no tiene faroles. Esperemos que amanezca". "Antonio!" haba gemido ella, sintindose de pronto muy dbil. Instantneamente Fernando golpe las manos para reunir a los nios dispersos. "Nos vamos! Nos vamos! Y Fred? Dnde est Fred? Fred!, Fred!" "Hu, hu!"grit una voz, mientras, a lo lejos, un punto de luz se encenda y apagaba. "Se ha llevado la linterna sorda y est jugando a la lucirnaga", explicaran los hermanos. Recuerda cmo ech pie a tierra y se intern rabiosa entre las zarzas, mal segura sobre sus altos tacones. "Fred, nos vamos. Qu haces ah?" Inmvil ante un arbusto cuyas ramas mantena alzadas, Fred, por toda respuesta le hizo una sea misteriosa. Y como si le comunicara un secreto, fij contra el fango el redondel de luz.

  • 15

    Entonces ella vio, pegada a la tierra, una enorme cineraria. Una cineraria de un azul oscuro, violento y mojado, y que temblaba levemente. Durante el espacio de un segundo el nio y ella permanecieron con la vista fija en la flor, que pareca respirar. De pronto Fred desvi la luz y la ttrica cosa se hundi en la sombra. Por qu persisti en ella la imagen azul y fra? Por qu sus carnes se apretaban temblorosas mientras volva hacia el coche apoyada en el hombro de Fred? Por qu haba dicho suavemente a Fernando: "Tiene razn. Es peligroso seguir viaje. Esperemos que amanezca"? Como si hubieran odo una orden, los nios estiraron las mantas. Distingue an como en sueos a su hijo Alberto que se acerca para taparla, que le pega un coscorrn a Fred, para dormir, solo, contra ella y bajo el mismo abrigo. Nunca, no, nunca olvid, el terror que los sobrecogi al despertar. Un paso ms y aquella noche habran desaparecido todos. El coche estaba detenido al borde de la escarpa, Y all, en lo hondo, debajo de una espesa neblina, y encajonado entre las dos pendientes, adivinaron, corriendo a negros borbotones, el ro. Desde aquel da memorable ella haba vigilado a Fred, inquieta, sin saber por qu. Pero el nio no pareca tener conciencia de ese sexto sentido, que lo vinculaba a la tierra y a lo secreto. Y an cuando fue un muchacho insolente y robusto lo sigui cuidando como a un ser delicado. Slo porque de repente, y en el momento ms inesperado, sola mirarla con los ojos pueriles y graves del nio misterioso de ayer. "No lo niegues, sola decirle Antonio, es tu preferido, le perdonas todo". Ella sonrea. Era cierto que le perdonaba todo, hasta la rudeza con que se desprenda de ella cuando se inclinaba para besarlo. Y cmo olvidar aquella pequea mano que durante tres das y tres noches, en el cuarto de una clnica, se aferr a la suya sin soltarla? Durante tres das ella no haba comido y durante tres noches haba dormitado sentada al borde del lecho, torturada por esa mano lvida de Fred, que le transmita el sufrimiento y la obligaba a hundirse, junto con l, en la pesadilla y el ahogo. Poco a poco, sin advertirlo, ella se haba acostumbrado a su fastidiosa presencia. Abominaba el deseo que brillaba en los ojos de Fernando, y sin embargo la halagaba ese irreflexivo homenaje cotidiano. Ahora recuerda, como en una ltima confidencia, a Beatriz, la ntima amiga de su hija. Recuerda su pattica voz de contralto. Apenas saba cantar, pero cuando ella la acompaaba al piano, lograba sobreponer su torpeza. Tena en la garganta cierta nota de terciopelo, grave y tierna a la vez, que su voluntad prolongaba, amplificaba, sofocaba dulcemente. Recuerda el otoo pasado y sus noches sin luna, estridentes y claras. "Apenas levantados de la mesa, t, Fernando, te apresurabas a salir con el cigarrillo en las labios, esperando que te siguiera para apoyarme a tu lado contra la balaustrada de la terraza. Pero yo corra a instalarme frente al piano. Y Beatriz empezaba a cantar. Uno, dos, tres lieder me esperabas de pie, luego te sentabas en el escao de hierro, la espalda apoyada contra las enredaderas del muro. Hasta el saln culebreaba el humo de los cigarrillos, que encendas uno en la colilla del otro, sin compasin por tu salud. Nada me importaba tu enervamiento, la humedad que las madreselvas alentaban sobre tus hombros. Maana estaras enfermo, por cierto, pero era, acaso, yo culpable de que te empeases, taciturno, en esperarme al fro, culpable de que la msica me apasionara cien veces ms que tu compaa? Muchas veces, inmediatamente despus del acorde final sub furtivamente a mi cuarto sin esperar tu vuelta, negndote la limosna de las buenas noches. Nunca se me ocurri pensar que fuera una crueldad intil; crea que tu presencia o tu ausencia me dejaban indiferente. Una noche, sin embargo, entre una romanza y otra me asom a la terraza. No encontr a nadie sobre el escao de hierro. Por qu te habas marchado sin avisar? Y en qu momento? Ni a lo lejos resonaba el galope de tus caballos.

  • 16

    Recuerdo mi desconcierto. Di unos pasos, respir fuerte, levant los ojos. Haba en el cielo un hormigueo tal de estrellas, que deb bajarlos casi en seguida, presa de vrtigo. vi. entonces el jardn, los potreros crudamente golpeados por una luz directa, uniforme, y tuve fro. Frente al piano, otra vez, me acometi un gran desaliento. Ya no me interesaba la msica ni el canto de Beatriz. No encontraba ya razn de ser a mis gestos. Oh, Fernando, me habas envuelto en tus redes. Para sentirme vivir, necesit desde entonces a mi lado ese constante sufrimiento tuyo. Qu de veces durante mi enfermedad me incorpor en el lecho para escucharte con delicia rondar la puerta que te haba vedado. Pobre Fernando! Ahora se acerca para tocarle tmidamente los cabellos; sus largos cabellos de muerta, crecidos hasta durante esa noche. Abren de golpe las persianas. Luz gris de amanecer, de atardecer? Ni una sombra es posible ya en el cuarto con esta luz. Las cosas se destacan con dureza. Algo revolotea pesadamente entre las flores y se posa sobre la sbana, algo abyecto... una mosca. Fernando ha levantado la cabeza. Por fin lograr lo que tanto anhel. Por qu titubea y detiene su impulso ahora que puede besarla? Por qu la mira fijamente y no la besa? Por qu? Recin entonces, ella ve sus propios pies. Los ve feamente erguidos y puestos all, al extremo de la colcha, como dos cosas ajenas a su cuerpo. Y porque vel en vida a muchos muertos, la amortajada comprende. Comprende que en el espacio de un minuto inasible ha cambiado su ser. Que al levantar Fernando los ojos haba hallado a una estatua de cera en el lugar en que yaca la mujer codiciada. Cuantos entran al cuarto se mueven ahora tranquilos, se mueven indiferentes a ese cuerpo de mujer, lvido y remoto, cuya carne parece hecha de otra materia que la de ellos. Slo Fernando sigue con la mirada fija en ella; y sus labios temblorosos parecen casi articular su pensamiento. "Ana Mara, es posible! Me descansa tu muerte! Tu muerte ha extirpado de raz esa inquietud que da y noche me azuzaba a m, un hombre de cincuenta aos, tras tu sonrisa, tu llamado de mujer ociosa. En las noches fras del invierno mis pobres caballos no arrastrarn ms entre tu fundo y el mo aquel sulky con un enfermo dentro, tiritando de fro y mal humor. Ya no necesitar combatir la angustia en que me suma una frase, un reproche tuyo una mezquina actitud ma. Necesitaba tanto descansar, Ana Mara. Me descansa tu muerte! De hoy en adelante no me ocuparn ms tus problemas sino los trabajos del fundo, mis intereses polticos. Sin miedo a tus sarcasmos o a mis pensamientos reposar extendido varias horas al da, como lo requiere mi salud, Me interesar la lectura de un libro; la conversacin con un amigo; estrenar con gusto una pipa, un tabaco nuevo. Si, volver a gozar los humildes placeres que la vida no me ha quitada an y que mi amor por ti me envenenaba en su fuente. Volver a dormir, Ana Mara, a dormir hasta bien entrada la maana, como duermen los que nadie ni nada apremia. Ninguna alegra pero tampoco ninguna amargura. S, estoy contento. Ya no necesitare defenderme contra un nuevo dolor cada da. Me sabas egosta, verdad? Pero no sabas hasta dnde era capaz de llegar mi egosmo. Tal vez dese tu muerte, Ana Mara". El da quema horas, minutos, segundos. Muy entrada la tarde, llega, por fin, el hombre que ella esperaba. El vaco que hacen alrededor de su cama le previene que se encuentra en la casa y que espera tal vez en la habitacin contigua. Durante un espacio de tiempo que le parece interminable, nada altera el silencio. Apoyado contra el quicio de la puerta, adivina, de pronto, a su marido. Lo han dejado solo, dueo y seor de aquella muerte. Y all est inmvil, concentrando fuerzas para poder afrontarla con dignidad.

  • 17

    Ella empieza entonces a remover cenizas, retrocediendo entremedio hasta un tiempo muy lejano, hasta una ciudad inmensa, callada y triste, hasta una casa donde lleg cierta noche. A que hora? No sabra decirlo. Ya en el tren, extenuada por el largo viaje, haba reclinado la cabeza sobre el hombro de Antonio. El ramo de azahares prendido a su manguito alentaba una azucarada fragancia que la mareaba ligeramente y le impeda prestar atencin a cuanto le murmuraba su joven marido. Pero importaba? No repeta acaso lo que le cont ya una, dos y muchas veces? "... Que ella teja, no haca sino tejer en la veranda de cristales que abra sobre el jardn... y que la suerte haba querido que el fundo de l, aquella negra selva inculta, no dispusiera de un solo camino transitable; que as, de paso por un camino prestado, pudo admirarla, tarde a tarde, durante un ao... que un pesado nudo de trenzas negras doblegaba hacia atrs su cabeza, su pequea y plida frente. Aquella primavera, como para tocar su mejilla, un rbol entraba al aposento, sus ramas cargadas de flores y de abejas... y era fcil para l acecharla entonces; no necesitaba tan siquiera bajarse del caballo... que apenas el invierno acort los das, cobr audacia y fue a apoyar la frente contra los vidrios, y que, largo rato, desde la oscuridad de la noche, sola abismarse en la contemplacin de la lmpara, del fuego en la chimenea y de aquella muchacha silenciosa que teja extendida en una larga mecedora de paja. A menudo, como si lo presintiera all agazapado tras la oscuridad, ella levantaba los ojos y sonrea distradamente, al azar. Sus pupilas tenan el color de la miel y despedan siempre la misma mirada serena y dulce La nieve alete una vez sobre sus espaldas de intruso; en vano pesaba sobre el ala de su sombrero, y se le adhera a las pestaas. Enamorado ya, perdidamente, continu a pesar de todo, gozando de esa sonrisa que no iba dirigida a l... ". El ramo de azahares prendido a su manguito, su malsano aroma que la adormeca, le quitaba fuerzas para reaccionar violentamente y gritarle: "Te equivocas. Era engaosa mi indolencia. Si solamente hubieras tirado del hilo de mi lana, si hubieras, malla por malla, deshecho mi tejido... a cada una se enredaba un borrascoso pensamiento y un nombre que no olvidar". En aquella fra alcoba nupcial, cuntas veces, al volver del primer sueo, intent traspasar el espeso velo de oscuridad que se le pegaba a los ojos. Su corazn lata azorado. Era tan profunda aquella oscuridad. No estara ciega? Estiraba los brazos, palpaba nerviosamente a su alrededor, se aprestaba sofocada a saltar del lecho, cuando una mano de fuego se le posaba sobre el seno, la tumbaba nuevamente hacia atrs. Y como si viniera a tocarle una herida, el gesto de aquella mano imperiosa la tornaba dbil y gimiente, cada vez. Recuerda que permaneca inmvil, anhelando primero detener, luego desalentar con su pasividad el asalto amoroso; y permaneca inmvil hasta durante el ltimo, el definitivo beso. Pero cierta noche sobrevino aquello, aquello que ella ignoraba. Fue como si del centro de sus entraas naciera un hirviente y lento escalofro que junto con una caricia empezara a subir, a crecer, a envolverla en anillos hasta la raz de los cabellos, hasta empuarla por la garganta, cortarle la respiracin y sacudirla para arrojarla finalmente, exhausta y desembriagada, contra el lecho revuelto. El placer! Con que era eso el placer! Ese estremecimiento, ese inmenso aletazo y ese recaer unidos en la misma vergenza! Pobre Antonio, qu extraeza la suya ante el rechazo casi inmediato! Nunca, nunca supo hasta qu punto lo odiaba todas las noches en aquel momento. Nunca supo que noche tras noche, la enloquecida nia que estrechaba en sus brazos, apretando los dientes con ira intentaba conjurar el urgente escalofro. Que ya no luchaba slo contra las caricias sino contra el temblor que noche a noche hacan brotar, inexorables, en su carne. Amanece, haba pensado ella, cuando la criada abri las persianas a su primera maana de casada, tan escasa era la luz que penetr en la fra estancia. Sin embargo, su marido la requera desde fuera. "Levntate". Recuerda como si fuera hoy el jardn estrecho y sin flores, tapizado de musgo sombro y el estanque de tinta sobre cuya superficie se recort su propia imagen envuelta en el largo peinador blanco. Pobre Antonio. Qu gritaba? "Es un espejo, un espejo grande para que desde el balcn te peines las trenzas".

  • 18

    Ah, peinarse eternamente las trenzas a esa desolada luz del amanecer! Mir afligida el paisaje que se reflejaba invertido a sus pies. Unos muros muy altos. Una casa de piedra verdosa. Ella y su marido como suspendidos entre dos abismos: el cielo, y el cielo en el agua. "Lindo verdad? Mira, lo rompes y se vuelve a armar... " Riendo siempre, Antonio agit el brazo para lanzar con violencia un guijarro que all abajo fue a herir a su desposada en plena frente. Miles de culebras fosforescentes estallaron en el estanque y el paisaje que haba dentro se retorci, y se rompi. Recuerda. Asindose de la balaustrada de hierro forjado, haba cerrado los ojos, conmovida por un miedo pueril. "El fin del mundo. As ha de ser. Lo he visto". Aquella casa incmoda y suntuosa donde haban muerto los padres de Antonio y donde l mismo haba nacido, su nueva casa, recuerda haberla odiado desde el instante en que franque la puerta de entrada. Qu distinta del pabelln de madera fragante cuyo luminoso interior invitaba a espiar por los cristales! Tal vez tuviera algn parecido con la vieja casa de su abuela en la ciudad de provincia donde pas su primera infancia, donde residi durante el invierno y se present en sociedad. Pero dnde estn la sala de billar, el costurero, el jardn con olor a toronjil? Aqu, ni una sola chimenea y horror! el espejo del vestbulo trizado de arriba abajo; largos salones cuyos muebles parecan definitivamente enfundados de brin. Recuerda que erraba de cuarto en cuarto buscando en vano un rincn a su gusto. Se perda en los corredores. En las escaleras esplndidamente alfombradas, su pie chocaba contra la varilla de bronce de cada escaln. No lograba orientarse, no lograba adaptarse. Invariablemente, a la cada de la tarde, Antonio instalaba a su mujer en el fondo del cup, le cubra las rodillas con una piel y se recostaba a su lado, Jams llegaron, sin embargo, hasta la casa de la madrina paraltica que dormitaba pegada al brasero de plata. Y la vieja sobreviviente de esa familia extinguida los esper, en vano, tarde a tarde, junto al t servido y baj a reposar con los suyos sin conocer a la que iba a continuar su raza. "Iremos maana" suspiraba el enamorado marido apenas el coche franqueaba el portal, "Hoy djame mirarte, djame quererte". Y vagaban al azar. As, recin casada, trab conocimiento con aquella ciudad inmensa, callada y triste. AI final de sus estrechas calles, divisaban siempre las escarpadas montaas. La poblacin estaba cercada de granito, como sumida en un pozo de la alta cordillera, aislada hasta del viento. Y ella, acostumbrada al eterno susurrar de los trigos, de los bosques, al chasquido del ro golpeando las piedras erguidas contra la corriente, haba empezado a sentir miedo de ese silencio absoluto y total que sola despertarla durante las noches. La persegua la imagen del mundo que vio destrozarse el primer da en el estanque. Aquel silencio se le antojaba el presagio de una catstrofe. Tal vez un volcn ignorado de todos acechaba, muy cerca, el momento de aniquilar. Haba anhelado entonces refugiarse en algo que le fuera familiar; en un gesto, en un recuerdo. Extraaba su cuerpo disfrazado de vestidos nuevos, sus cabellos mal peinados. Pero Zoila, por qu la habra criado tan haragana? Por qu no le habra enseado a apretar su pesada cabellera? Da a da aplazaba el deseo de abrir sus maletas para buscar, retratos, objetos, una prenda cordial. El fro, un fro inslito la estaba volviendo cobarde, sin iniciativa, y sus dedos transidos no atinaban ni a anudar un lazo de cinta. Trataba de pensar en cunto haba dejado hacia tan slo un par de meses. Entornaba los ojos procurando evocar un cuarto tibio, y no lo vea sino revuelto por la precipitacin de la partida; el gran saln de fiestas donde temblaban las lgrimas de cristal de las araas y donde, con las trenzas recogidas por primera vez, bail cierta noche locamente hasta el amanecer, y no lo encontraba sino en aquella tarde gris en que su padre le haba dicho: "Chiquilla, abraza a tu novio".

  • 19

    Entonces ella se haba acercado obediente a ese hombre tan arrogante... y tan rico, se haba empinado para besar su mejilla. Recordaba que al apartarse, la haban impresionado el rostro grave de la abuela y las manos temblorosas de su padre. Recordaba haber pensado en Zoila y en las primas que presenta con el odo pegado a la puerta. Y haber sentido asimismo la solicitud con que la haban rodeado durante tantos aos. Y no; ya no era capaz sino de evocar el temor que se haba apoderado de ella a partir de ese instante, la angustia que creca con los das y el obstinado silencio de Ricardo. Pero cmo volver sobre una mentira? Cmo decir que se haba casado por despecho? Si Antonio... Pero Antonio no era el tirano ni el ser anodino que hubiera deseado por marido. Era el hombre enamorado, pero enrgico y discreto a quien no poda despreciar. Un da, al fin, como si despertara de su embriaguez de amor, su marido la haba mirado largamente; una mirada inquisidora, tierna. "Ana Mara, dime, alguna vez llegars a quererme como yo te quiero?" Dios mo, aquella humildad tan digna! A ella se le haban agolpado las lgrimas a los ojos. "Yo te quiero, Antonio, pero estoy triste". Entonces l haba continuado con el mismo tono razonable y dulce. "Qu debo hacer para que no ests triste? Si la casa no te gusta la transformar a tu antojo. Si te aburres, sola conmigo, desde maana veremos gente. Daremos una gran fiesta; tengo muchos amigos aqu". Pero ella mova de un lado a otro la cabeza murmurando: "No, no..." Ahora le era odioso el tono de Antonio, ahora una sorda afliccin remontaba en ella. Qu le estaba proponiendo? Organizar toda una existencia all, en ese fondo de mar, sin familia, entre amigos flamantes y servidores desconocidos? "Tal vez extraes ciertas diversiones. Har venir del fundo un par de alazanes e iremos al Parque, por las maanas. Ana Mara, habla, di: qu quieres?" Se haba aferrado al brazo de su marido deseando hablar, explicar, y fue aqu donde su pnico, rebelde, salt por sobre todo argumento. -"Quiero irme". El la mir intensamente. Nunca haba visto ella palidecer a nadie. Desde ese momento supo lo que era: una blancura inslita afilando el pmulo, una cara inmvil donde slo viven los ojos, brillantes y fijos. Y fue as como Antonio la devolvi a su padre, por un tiempo. Ay, no se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado. Un desaliento se haba apoderado de ella al reanudar su antigua existencia. Aprciale estar repitiendo gestos que hubiera agotado ayer de todo inters. Erraba del bosque a la casa, de la casa al aserradero, sorprendida de no encontrar ya razn de ser a una vida que se le antojaba completa. Es posible que en algunas semanas nuestros sueos y nuestras costumbres, cuanto pareca formar parte de nosotros mismos pueda volvrsenos ajeno! Bajo el tul del mosquitero su cama le pareca ahora estrecha, fra; estpida, de un mal gusto que la humillaba el papel salpicado de nomeolvides que tapizaba el cuarto. Cmo pudo vivir all tanto tiempo sin cobrarle odio? Cierta noche so que amaba a su marido. De un amor que era un sentimiento extraamente, desesperadamente dulce, una ternura desgarradora que le llenaba el pecho de suspiros y a la que se entregaba lacia y ardorosa. Despert llorando. Contra la almohada, en la oscuridad, llam, entonces despacito: "Antonio!" Si en aquel instante hubiera tenido el valor de no pronunciar ese nombre, otro fuera tal vez su destino. Pero llam: Antonio, y en ella se haba hecho la singular revelacin. "No se duerme impunemente tantas noches al lado de un hombre joven y enamorado". Necesitaba su calor, su abrazo, todo el hostigoso amor que haba repudiado. Record un lecho amplio, desordenado y tibio.

  • 20

    Aor el momento en qu aferrado a sus trenzas como para retenerla, Antonio se aprestaba a dormir. Unas sacudidas muy leves contra su cadera venan a anunciarle, entonces, que su marido se desprenda poco a poco de la vida, resbalaba en la inconsciencia. Luego, aquella sien abandonada sobre su hombro de mala esposa empezaba a latir fuertemente, como si toda la sensibilidad de ese cuerpo afluyera y fuera a golpear ah. Una gran emocin, un gran respeto la conmovan ahora al pensar con qu generosidad sin limites l le entregaba su sueo. Y anhel besar esa sien confiada de Antonio, que era de noche la parte ms vulnerable de ser. Mes a mes, la ausencia l tard en acudir al persistente llamado de la familia; reclamaba tiempo para su heridafue acrecentando el arrepentimiento, la sed amorosa. Caa el otoo, en la casa de la abuela ardan los primeros braseros cuando Antonio se dign venir. Recuerda. Llegaba exhausta del fundo y no atin tan siquiera a arreglar sus trenzas deshechas, su tez fatigada. Entr directamente al sombro escritorio donde su marido la esperaba fumando. "Antonio!" "Cmo ests?"replic una voz tranquila, desconocida. Muy poca cosa consigue resucitar de aquella entrevista que ahora sabe definitiva. Reconsidera y nota que de su vida quedan, como signos de identificacin, la inflexin de una voz o el gesto de una mano que hila en el espacio la oscura voluntad del destino. Qu absurda, qu lejana debi parecerle a Antonio, en aquel momento, la pasin que abrig, por la muchacha ahora despeinada y flaca que sollozaba a sus pies y le rodeaba la cintura con los brazos. La cara hundida en la chaqueta de un hombre indiferente, ella buscaba el olor, la tibieza del fervoroso marido de ayer. Recuerda y siente an sobre la nuca una mano perdonadora que la apartaba, sin embargo, dulcemente. Y as fue luego y siempre, siempre. Vivieron en el fundo que ella indic, el que le haba dado su padre por dote. Pero Antonio guard su selva negra, conserv su casa y sus intereses en la ciudad. Un tono fcil, amable, pero jams en l la alusin, el gesto que la permitieran rehabilitarse. Sin esfuerzo se haba desprendido del pasado que a ella la haba hecho esclava. Y de noche su abrazo era fuerte an, tierno, s, pero distante. Entonces haba conocida la peor de las soledades; la que en un amplio lecho se apodera de la carne estrechamente unida a otra carne adorada y distrada. Su primognito no consigui devolverle el amor ni el espritu de Antonio. La enfermedad y la muerte tampoco crearon entre ellos la amarra del dolor. Pero ella haba aprendido a refugiarse en una familia, en una pena, a combatir la angustia rodendose de hijos, de quehaceres. Y eso acaso la salv de nuevas y funestas pasiones. Eso? No. Fue que, a pesar de todo, durante su juventud entera no termin de agotar los celos, el amor y la tristeza de la pasin que Antonio le haba inspirado. El, en cambio, la enga tantas veces! Su vida galante suba hasta ella en una ola de annimos y delaciones. Hubo un tiempo en que desdeosa, aunque dolorida, rehua las confidencias, amparada en su categora de mujer legtima, segura de que ello representaba una eleccin, un puesto de honor definitivo en el corazn distante de su marido. Hasta el da aquel... Fui una maana. Retrasada a causa de sus largos cabellos, desde el cuarto de bao consideraba a travs de la puerta medio abierta, el dormitorio en desorden, cuando Antonio entr inesperadamente de vuelta de la caza. Creyndose solo, mantena el sombrero echado sobre la oreja y masticaba una ramita de boj. Segundos despus, al acercarse al velador para depositar la cartuchera, su bota tropez con una chinela de cuero azul. Y entonces, oh entonces ella vio y nunca pudo olvidarlo brutalmente, con rabia, casi, la arroj lejos de si de un puntapi.

  • 21

    Y en un segundo, en ese breve segundo se produjo en ella el brusco despertar a una verdad, verdad que llev tal vez adentro desde mucho y esquivaba mirar de frente. Comprendi que ella no era, no haba sido sino una de las muchas pasiones de Antonio, una pasin que las circunstancias haban encadenado a su vida. La toleraba nada ms; la aceptaba, tascando el freno, como la consecuencia de un gesto irremediable. Recuerda. Se haba echado despacito hacia atrs, anhelando furiosamente pasar inadvertida. Atisb un suspiro, luego el crujir del lecho bajo el peso del cuerpo de Antonio. Era una maana de sol y el da se anunciaba esplendoroso. Contra los vidrios empavonados de la ventana golpeaban en multitudes las liblulas. Del jardn suban los gritos de los nios persiguindose con la manguera de regar. Todo un da de calor por delante, Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonrer. "La seora est triste con un tiempo tan lindo?" "Mam, ven a jugar con nosotros"... "Qu te pasa? Por qu ests siempre de mal humor, Ana Mara?" Tener que peinarse, que hablar, ordenar y sonrer. Tener que cumplir el tnel de un largo verano con ese puntapi en medio del corazn. Se haba apoyado contra la pared, de golpe: horriblemente fatigada. Sus ojos se haban llenado de lgrimas que enjug en seguida pero ya, silenciosas, afluan otras, y otras, y otras... No recuerda haber llorado nunca tanto. Pasaron aos. Aos en que se retrajo y se fue volviendo da a da ms limitada y mezquina. Por qu, por qu la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida? Los hombres, ellos, logran poner su pasin en otras cosas. Pero el destino de las mujeres es remover una pena de amor en una casa ordenada, ante una tapicera inconclusa. "Sufro, sufro de ti como de una herida constantemente abierta". Durante aos se haba repetido en voz baja esta frase porque tena el misterioso don de hacerla estallar en lgrimas. Tan solo as lograba detener unos instantes el trabajo de la aguja ardiente que le laceraba sin tregua el corazn. Durante aos, hasta el agotamiento, hasta el cansancio. "Sufro, sufro de ti...", empezaba a suspirar un da cuando, de golpe, apret los labios y call avergonzada. A qu seguir disimulndose a si misma que, desde haca tiempo, se forzaba para llorar? Era verdad que sufra; pero ya no la apenaba el desamor de su marido, ya no la ablandaba la idea de su propia desdicha. Cierta irritacin y un sordo rencor secaban, pervertan su sufrimiento. Los aos fueron hostigando luego esa irritacin hasta la ira, convirtieron su tmido rencor en una idea bien determinada de desquite. Y el odio vino entonces a prolongar el lazo que la una a Antonio. El odio, si, un odio silencioso que en lugar de consumirla la fortificaba. Un odio que la hacia madurar grandiosos proyectos, casi siempre abortados en mezquinas venganzas. El odio, si, el odio, bajo cuya ala sombra respiraba, dorma, rea; el odio, su fin, su mejor ocupacin. Un odio que las victorias no amainaban, que enardecan, como si la enfureciera encontrar tan poca resistencia. Y ese odio la sacude an ahora que oye acercarse al marido y lo ve arrodillarse Junto a ella. El no la ha mirado. Casi instantneamente hunde la cara entre las manos y desploma medio cuerpo sobre el lecho. Largo rato as inmvil, parece, lejos de su mujer muerta, considerar algn ayer doloroso, un mundo infinito de cosas. Ella siente con repugnancia pesar sobre su cadera esa cabeza aborrecida, pesar all donde haban crecido y tan dulcemente pesado sus hijos. Con ira se pone a examinar por ltima vez esa cuidada cabellera castaa, ese cuello, esos hombros. Repentinamente la hiere un detalle inslito. Muy pegada a la oreja advierte una arruga, una sola, muy fina, tan fina como un hilo de telaraa, pero una arruga, una verdadera arruga, la primera. Dios mo, aquello es posible? Antonio no es inviolable? No. Antonio no es inviolable. Esa nica, imperceptible arruga no tardar en descolgrsele hacia la mejilla, donde se abrir muy pronto en dos, en cuatro; marcar, por fin toda su cara. Lentamente

  • 22

    empezar luego a corroer esa belleza que nada haba conseguido alterar, y junto con ella ir desmoronando la arrogancia, el encanto, las posibilidades de aquel ser afortunado y cruel. Como un resorte que se quiebra, como una energa que ha perdido su objeto, ha decado de pronto en ella el impulso que la ergua implacable y venenosa, dispuesta siempre a morder. He aqu que su odio se ha vuelto pasivo, casi indulgente. Cuando l levanta la cabeza, ella advierte asombrada que llora. Sus lgrimas, las primeras que le ve verter resbalan por sus mejillas sin que atine a enjugarlas, sorprendido por el arrebato de su propio llanto. Llora, llora al fin! o puede que slo llore su juventud que siente ida con esa muerta, puede que solo llore fracasos cuyo recuerdo logr durante mucho tiempo aventar y que afluyen ahora inaplazables junto con el primer embate. Pero ella sabe que la primera lgrima es un cauce abierto a todas las dems, que el dolor y quizs tambin el remordimiento han conseguido abrir una brecha en ese empedernido corazn, brecha por donde, en lo sucesivo se infiltrarn con la regularidad de una marea que leyes misteriosas impelen a golpear, a roer, a destruir. De hoy en adelante, por lo menos, conocer lo que importa llevar un muerto en el pasado. Jams, no gozar jams enteramente de nada. En cada goce, hasta en el ms simple una luna de invierno, una noche de fiesta cierto vaco, cierta extraa sensacin de soledad. A medida que las lgrimas brotan, se deslizan, caen, ella siente su odio retraerse, evaporarse. No, ya no odia. Puede acaso odiar a un pobre ser, como ella destinado a la vejez y a la tristeza? No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aqu que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el ltimo nudo de su estructura vital. Nada le importa ya. Es como si no tuviera ya razn de ser ni ella ni su pasado. Un gran hasto la cerca, se siente tambalear hacia atrs. Oh esta sbita rebelda! Este deseo que la atormenta de incorporarse gimiendo: "Quiero vivir. Devulvanme, devulvanme mi odio!" "Vamos... " Del fondo de una carretera, ardiente bajo el sol, avanzan a su encuentro inmensos remolinos de polvo. Hela aqu arrollada en impalpables sbanas de fuego. "Vamos, vamos". "Adnde?" "Ms all." Resignada, reclina la mejilla contra el hombro hueco de la muerte. Y alguien, algo, la empuja canal abajo a una regin hmeda de bosques. Aquella lucecita, a los lejos, qu es? Aquella tranquila lucecita? Es Mara Griselda, que se apresta a cenar. Junto con el crepsculo ha pedido la lmpara y ha hecho disponer el cubierto sobre la mesa de mimbre de la terraza. Junto con el crepsculo los peones abrieron las compuertas para regar el csped y los tres macizos de clavelinas. Y del jardn sumergido sube hacia la solitaria una ola de fragancia. Las falenas aletean contra la pantalla encendida, rozan medio chamuscadas el blanco mantel. Oh Mara Griselda! No tengas miedo si sobre la escalinata los perros se han erguido con los pelos erizados; soy yo. Secuestrada, melanclica, as te veo, mi dulce nuera. Veo tu cuerpo admirable y un poco pesado que soportan unas piernas de garza. Veo tus trenzas retintas, tu tez plida, tu altivo perfil. Y veo tus ojos, tus ojos estrechos, de un verde sombro igual a esas natas de musgo flotante, estancadas en la superficie de las aguas forestales. Mara Griselda, slo yo he podido quererte. Porque yo y nadie ms, logr perdonarte tanta y tan inverosmil belleza. Ahora soplo la lmpara. No tengas miedo, deseo acariciarte el hombro al pasar. Por qu has saltado de tu asiento? No tiembles as, me voy, Mara Griselda, me voy. Una corriente la empuja, la empuja canal abajo por un trpico cuya vegetacin va descolorndose a medida que la tierra se parte en mil y mil apretados islotes. Bajo el follaje plido, transparente, nada ms que campos de begonias. Oh, las begonias de pulpa acuosa! La naturaleza entera aspira, se nutre aqu de agua, nada ms que de agua. Y la corriente la empuja siempre lentamente, y junto con ella, enormes nudos de plantas a cuyas races viajan enlazadas las dulces culebras.

  • 23

    Y sobre todo este mundo, por el que muerta se desliza, se detiene, y se cierne eterna, la lvida luz de un relmpago. El cielo, sin embargo, est cargado de astros; estrella que ella mira, como respondiendo a una llamada, corre veloz y cae. "No te vayas, t, t!..." Qu grito es ste? Qu labios buscan y palpan sus manos, su cuello, su frente? Debiera estar prohibido a los vivos tocar la carne misteriosa de los muertos. Los labios de su hija, acariciando su cuerpo, han detenido en l ese leve hormigueo de sus ms profundas clulas, la han vuelto, de golpe, tan lcida y apegada a lo que la rodea, como si no hubiera muerto nunca. "Mi pobre hija, te conoc arrebatos de clera, nunca una expresin desordenada de dolor como la que te impulsa ahora a sollozar, prendida a mi con fuerza de histrica. "Es fra, es dura hasta con su madre", decan todos. Y no, no eras fra; eras joven, joven, simplemente. Tu ternura hacia m era un germen que llevabas dentro y que mi muerte ha forzado y obligado a madurar en una sola noche. Ningn gesto mo consigui jams provocar lo que mi muerte logra al fin. Ya ves, la muerte es tambin un acto de vida. No llores, no llores, si supieras! Continuar alentando en ti y evolucionando y cambiando como si estuviera viva; me amars, me desechars y volvers a quererme. Y tal vez mueras t, antes que yo me agote y muera en ti. No llores... Vienen, la levantan del lecho con infinitas precauciones, la acomodan en una larga caja de madera. Un ramo de claveles rueda sobre la alfombra. Lo recogen y se lo echan a los pies. Luego van amontonando el resto de las flores sobre ella como quien tiende una sbana. Qu bien se amolda el cuerpo al atad! No la tienta el menor deseo de incorporarse. Ignoraba que pudiera haber estado tan cansada! Ve oscilar el cielo-raso; resbalar; sus ojos entreabiertos perciben casi en seguida otro, blanqueado hace poco; es el de su cuarto de vestir. Una enorme rasgadura, obra del ltimo temblor, la hace reconocerse luego en el cuarto de alojados. Largas filas de habitaciones van mostrndole as ngulos, molduras, vigas familiares. Ante cada puerta se produce matemticamente un breve alto y ella adivina que la excesiva estrechez del umbral dificulta el paso de quienes la cargan. He aqu, sacrilegio, que pisotean la alfombra azul. Quin se habr atrevido a traerla al vestbulo? Y para qu? El piso lustrado sienta mil veces mejor al estilo de la casa. All, expuesta al sol y a un constante ajetreo, va a marchitarse lo que, hasta hace poco, era el refugio de sus das de invierno. Slo por hallarse extendida en un cuarto lejano y casi siempre cerrado se haba conservado intacta y azul la alfombra azul. Cuando el vendaval azotaba fuera, sus hijos solan hacerle una invitacin singular que intrigaba a los extraos. Decan: "Vamos a la playa". La playa era aquel cuadrado de alfombra esponjosa; all corran a recostarse de nios, con sus juguetes; ms tarde con sus libros. Y pareca realmente que el fro y el mal tiempo se detuvieran al borde de ese pedazo de lana cuyo color violento y alegre aclaraba los ojos y el humor, y que las horas transcurrieran en el cuarto cerrado, mis clidas, mis ntimas. Ella no hubiera permitido jams que llevaran la alfombra azul al vestbulo. Quin se atrevi a abusar as de su enfermedad? Dios mo, las aguas no se haban cerrado an sobre su cabeza y las cosas cambiaban ya, la vida segua su curso a pesar de ella, sin ella. De pronto el cielo sobre si. Cae entonces en cuenta que est en el descanso de la escalinata que baja al jardn. Aqu, el alto es ms prolongado. Acaso estn cobrando fuerzas para seguir adelante. El cielo! Un cielo plomizo donde los pjaros vuelan bajo. Dentro de unas horas llover nuevamente. Qu hermoso atardecer desapacible y mojado! Nunca los am as, y sin embargo, a ste le descubre su hosca belleza y hasta la regocija el leve soplo de aire que parece venir a rozarla por las junturas de la caja.

  • 24

    Ahora se siente sacudida, descendida. Ahora descansa en el ltimo peldao. Aqu, era aqu donde se acurrucaba a tomar sol. Largamente permaneca reclinada con la mejilla contra el ltimo peldao, para robarle un poco de calor. Cuando sus hijos eran nios solan pegar tambin el odo, asegurando que algo se mova dentro, que la piedra palpitaba como un reloj o un corazn. Regada, esparca el olor particular que despiden las pizarras despus que con la esponja se han borrado en ellas las tareas. Otra vez corre el cielo sobre su cabeza. Adis, adis piedra ma! Ignoraba que las cosas pudieran ocupar tanto lugar en nuestro afecto. El cortejo ha echado a andar sobre el csped. Ella se siente impelida en un inslito vaivn; dirase que mecen blandamente el atad. Y de pronto, presiente, reconoce los fuertes brazos de sus dos hijos soportndolo atrs y adivina que a los pies la izquierda flaquea ligeramente porque va sostenida por su padre. Tratando de compensar ese desmayo, Ricardo presta el fervor de su apoyo a la derecha, ella lo sabe. Y est segura de que muchos la rodean y muchos la siguen. Y le es infinitamente dulce sentirse as transportada, con las manos sobre el pecho, como algo muy frgil, muy querido. Por primera vez se siente entrar con majestad en la gran calle de rboles. Ya no la exaspera el altivo continente del lamo; por primera vez nota que su follaje tiene ondulacin y reflejos de agua agitada. Vienen luego a su encuentro los macizos eucaliptus. A lo largo de sus troncos, cuelgan, desprendidas, estrechas lonjas de corteza que descubren, por vetas, una desnudez celeste y lechosa. Ella piensa enternecida: "Es curioso. Tampoco lo not antes. Pierden la corteza igual que las culebras la piel en primavera..." El viento levanta remolinos de hojas secas que golpean la caja con violencia de guijarros. Poco a poco se despeja el cielo. Ella divisa el disco, an plido, de la luna, en su cuarto creciente. Ya el cortejo se interna en el bosque. Y a ella la acometen deseos de apretar, de hacer crujir bajo el pie las espesas capas de agujas de pino que lo tapizan entero de color hierro enmohecido, deseos de inclinarse para mirar, por ltima vez, esa gran red plateada, nocturna huella tejida pacientemente encima por las babosas. Ya la envuelven como un tercer sudario los vahos que suben del suelo, todo el acre perfume de las plantas que viven a la sombra. Han franqueado los lmites del parque. Ahora la llevan campo traviesa. Ms all del rastrojal se extiende el terreno lagunoso. Una pesada neblina flota casi al ras del suelo, se apelotona entre los juncos. El andar del cortejo se hace lento, difcil, toma por fin la cadencia de una marcha fnebre. Alguien se hunde en el fango hasta la rodilla; entonces el atad oscila violentamente y uno de sus costados toca tierra. Ansias desconocidas la conmueven. Oh si la depositaran all, a la intemperie! Anhela ser abandonada en el corazn de los pantanos para escuchar hasta el amanecer el canto que las ranas fabrican de agua y luna, en la garganta; y or el crepitar aterciopelado de las mil burbujas del limo. Y aguzando el odo percibir an el silbido siniestro con que en la carretera lejana se lamentan los alambres elctricos; y distinguir, antes del alba, los primeros aleteos de los flamencos entre los caaverales. Ah, si fuera posible! Pero no, n