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18 2. INSTITUCIONES POLÍTICAS Y CALIDAD DE LA DEMOCRACIA: LA GOBERNANZA ELECTORAL EN MÉXICO La democracia electoral en México surgió de un proceso en el que las disputas por los votos en las elecciones se llevaron a cabo al mismo tiempo que las negociaciones tendentes a definir las reglas del juego. En este capítulo analizaré los arreglos institucionales resultantes de este proceso y discutiré algunas de sus consecuencias. El propósito es, por un lado, examinar la lógica del sistema electoral y los elementos del pro- ceso de formulación de políticas que resultaron de la democratización. Por otro, identificar algunos de los mecanismos que han vinculado el funcionamiento de las instituciones representativas con el desempeño de la gobernanza electoral. A grandes rasgos, mostraré que las condiciones que definen el marco para la coordinación partidista y la rendición de cuentas electoral han influido tanto en la lógica de las reformas electora- les como en algunas de las tensiones derivadas de la conducción de las elecciones. Este capítulo se divide en cinco partes. En primer lugar, señalaré que las instituciones que promueven la coordinación política y la rendición de cuentas son clave para la formulación de políticas que fomenten la calidad de la democracia. En la segunda y tercera secciones discutiré la manera en que la democratización mexicana configuró los incentivos institucionales vigentes en el sistema político. De esta forma, en los últimos dos apartados, abordaré la influencia que han ejercido estos arreglos institucionales en el desarrollo del sistema de gobernanza electoral mexicano. La discusión esta- rá centrada en lo que ha acontecido en el ámbito federal, pero los mismos planteamientos sirven para entender las trayectorias de los órganos electo- rales en las entidades federativas.

Instituciones políticas y calidad de la democracia

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CURSO DE SISTEMA POLÍTICO MEXICANO Lectura 4.2.2 Monsiváis Carrillo, Alejandro, 2009, “Instituciones políticas y calidad de la democracia”, en Disputar los votos, concertar las reglas: políticas de la legislación electoral en México, México: Instituto Mora, pp.18-53.

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2. INSTITUCIONES POLÍTICAS Y CALIDAD DE LA DEMOCRACIA: LA GOBERNANZA

ELECTORAL EN MÉXICO

La democracia electoral en México surgió de un proceso en el que las disputas por los votos en las elecciones se llevaron a cabo al mismo tiempo que las negociaciones tendentes a definir las reglas del juego. En este capítulo analizaré los arreglos institucionales resultantes de este proceso y discutiré algunas de sus consecuencias. El propósito es, por un lado, examinar la lógica del sistema electoral y los elementos del pro-ceso de formulación de políticas que resultaron de la democratización. Por otro, identificar algunos de los mecanismos que han vinculado el funcionamiento de las instituciones representativas con el desempeño de la gobernanza electoral. A grandes rasgos, mostraré que las condiciones que definen el marco para la coordinación partidista y la rendición de cuentas electoral han influido tanto en la lógica de las reformas electora-les como en algunas de las tensiones derivadas de la conducción de las elecciones.

Este capítulo se divide en cinco partes. En primer lugar, señalaré que las instituciones que promueven la coordinación política y la rendición de cuentas son clave para la formulación de políticas que fomenten la calidad de la democracia. En la segunda y tercera secciones discutiré la manera en que la democratización mexicana configuró los incentivos institucionales vigentes en el sistema político. De esta forma, en los últimos dos apartados, abordaré la influencia que han ejercido estos arreglos institucionales en el desarrollo del sistema de gobernanza electoral mexicano. La discusión esta-rá centrada en lo que ha acontecido en el ámbito federal, pero los mismos planteamientos sirven para entender las trayectorias de los órganos electo-rales en las entidades federativas.

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DEMOCRACIA, ESTRATEGIAS POLÍTICAS Y POLÍTICAS PÚBLICAS

El gobierno democrático tiene como finalidad promover políticas a favor del interés público.1 A grandes rasgos, esto significa que los gobiernos deben contar con el respaldo popular y la participación activa de los ciudadanos para impulsar políticas eficaces, congruentes, transparentes y equitativas. La capacidad de los gobiernos de impulsar políticas públicas se explica a partir de múltiples factores: el entorno internacional, las preferencias y con-vicciones ideológicas de los ciudadanos y los gobernantes, las coyunturas políticas, el peso de los grupos de interés, las normas sociales prevalecien-tes, o la historia y la cultura. En este contexto me interesa destacar el papel que desempeñan las instituciones políticas. Son instituciones las normas y reglas formales e informales que establecen directrices de comportamiento, al definir procedimientos de elección e implantación, mediante estructuras de incentivos y sanciones.2

Desde el punto de vista del gobierno democrático, las instituciones im- portan en la medida en que contribuyen, de manera más o menos efectiva, a dar solución a diversos desafíos políticos de considerable relevancia. Uno de estos es la eficacia. Las acciones públicas tienen que resolver oportuna-mente los problemas colectivos. Otro reto es el de la legitimidad: el ejercicio de la autoridad política debe evitar imponerse de manera arbitraria sobre la ciudadanía. Uno más es el de la inclusión efectiva: las personas que son objeto de las acciones del Estado tienen que tener oportunidades reales de influir en la conformación del gobierno y en la definición de las políticas públicas. Dos tipos de problemas políticos, sin embargo, son particular-mente importantes en el presente contexto. Por un lado está la necesidad de coordinar esfuerzos para definir y establecer las políticas que mejor en-frenten los problemas colectivos. Por otro, lograr que, en este proceso, se

1 O mejor, como dice Dahl: “una característica clave de la democracia es la continua respon-sividad del gobierno hacia las preferencias de los ciudadanos, considerados como políticamente iguales” (Dahl, Poliarchy, 1971, p. 1; traducción propia). En términos generales, esta es la concepción normativa de la democracia entre distintos teóricos. Véanse, entre otros, Dryzek, Deliberative, 2000, y Goodin, Reflective, 2003.

2 Una amplia literatura aborda la definición de las instituciones políticas. En este contexto, al hablar de instituciones formales, haré referencia a las reglas escritas “en pergamino” (Carey, “Parchment”, 2000). De acuerdo con Carey, las instituciones generan expectativas mutuas entre los actores políticos y son de dos tipos: las que definen cómo se agregan preferencias y las que inducen el surgimiento de situaciones de equilibrio a partir de la coordinación estratégica de los actores. Acerca de las instituciones informales, véase Helmke y Levitsky, “Informal”, 2004.

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minimicen la corrupción y los abusos de autoridad. El primero es un asunto de coordinación y cooperación; el segundo, de control. La medida en que las instituciones políticas contribuyen a solucionar óptimamente estos dos dilemas está estrechamente vinculada con la calidad de la gobernanza de-mocrática.

Desafíos políticos y arreglos institucionales

El problema de la cooperación política deriva de una situación en aparien-cia trivial: en ausencia de estructuras adecuadas de incentivos para producir y sostener la acción colectiva, prevalecerán las soluciones parciales y los conflictos públicos. Si no hay incentivos o compromisos creíbles que induz-can a la cooperación, la estrategia dominante es actuar en beneficio propio. Esto trae como consecuencia, como regla general, que los beneficios de una acción colectiva concertada y eficaz se diluyan frente a las estrategias que buscan asegurar el bienestar particular. Cuando esto sucede, los resultados suelen ser colectivamente adversos.3

Las instituciones democráticas son relevantes en la medida en que moldean y regulan las formas en que se establece la coordinación entre acto-res políticos. Las formas concretas que asumen las reglas electorales, los sis-temas de partidos, la organización legislativa, la burocracia y las relaciones entre los poderes del Estado definen las estructuras de reglas e incentivos que favorecen, en mayor o menor medida, la acción política concertada. Es en función de la manera en que las instituciones democráticas promuevan la cooperación y la coordinación políticas, como las políticas serán más o menos eficaces o ineficaces, estables o inestables, rígidas o flexibles.4

El segundo problema al que deben responder las instituciones demo-cráticas es el de la rendición de cuentas, que se origina en la posibilidad de que los agentes que han sido investidos de autoridad o responsabilidad específica, sacando provecho de su situación privilegiada, se beneficien a costa de aquellos a quienes se supone que tendrían que proporcionar un

3 Lo que estoy describiendo son las características de los juegos no cooperativos (Morrow, Game, 1994, pp. 75-76). La “lógica de la acción colectiva”, elaborada en el trabajo de Mancur Olson, ilustra este tipo de situaciones (Olson, Logic, 1965). Más concretamente, la dinámica a la que aludo se observa en los juegos del tipo “dilema del prisionero”. Véase, entre otros, Bendor y Swistak, “Rational”, 2004.

4 Esta idea sigue, en lo general, el modelo que han elaborado Pablo T. Spiller, Mariano Tomas-si y Ernesto Stein. Véanse Stein y Tomassi, “Política”, 2006, y Spiller y Tomassi, Institutional, 2007.

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bien o servicio. Estos riesgos son inherentes a las relaciones principal-agen-te, en las que el “principal” requiere la colaboración de un “agente” para alcanzar sus propósitos.5 Los mecanismos de rendición de cuentas, enton-ces, deben minimizar las posibilidades de que los “agentes” promuevan sus propios intereses a costa de los “principales”, creando condiciones para que los agentes justifiquen sus acciones y proporcionando a los “principales” instrumentos de sanción.

La relación ciudadano-gobernante es típicamente una de principal-agente. Los ciudadanos son los superiores jerárquicos y los gobernantes, en tanto representantes de la ciudadanía, son los agentes. Esta relación jerárquica es la relación fundamental de la democracia representativa. El principal instrumento de control son las elecciones. Las elecciones, se asu-me, permiten a los votantes premiar o castigar periódicamente a sus repre-sentantes políticos, con el fin de inducirlos a que den soluciones efectivas a los problemas públicos.6 La literatura que estudia el funcionamiento de los mecanismos de rendición de cuentas ha señalado que las elecciones son un instrumento limitado para inducir un comportamiento responsable en el ejercicio de la función pública.7 En otras palabras, son un mecanismo necesario, pero no suficiente para los propósitos de hacer valer el imperio de la ley y promover un ejercicio responsable de las funciones públicas. Debido a sus limitaciones inherentes deben entrar en juego los mecanismos de rendición de cuentas intraestatales y sociales.

Con todo, es preciso destacar que el funcionamiento adecuado de las instituciones mediante las que se ejerce la rendición de cuentas electoral es clave en la política democrática.8 De entrada, el poder del voto es un poder relativo. En algunos contextos y ocasiones, el voto será más eficaz para inducir un comportamiento responsable por parte de los represen-tantes políticos. El que los actores evalúen la repercusión del juicio de los votantes en sus expectativas políticas y actúen en consecuencia no es una cuestión menor. En estas circunstancias, las diferencias de grado pueden ser decisivas.

5 Una revisión de la aplicación de los modelos principal-agente en el análisis político la propor-ciona Miller, “Political”, 2005.

6 Véanse Manin, Principles, 1997; Manin, Przeworski y Stokes, “Elections”, 1999, y Powell, Elections, 2000.

7 En torno al debate sobre los mecanismos de rendición de cuentas, véanse Kenney, “Hori-zontal”, 2003; Mainwaring, “Introduction”, 2003; Olvera e Isunza, “Rendición”, 2004; Schedler, “Conceptualizing”, 1999, y Smulovitz, “How”, 2003.

8 Moreno, Crisp y Shugart, “Accountability”, 2003.

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Estrategias partidistas y políticas públicas

Dependiendo de la manera en que se estructuren las instituciones de la democracia, los actores implicados en la definición de políticas públicas habrán de adoptar estrategias más o menos cooperativas y más o menos so-metidas a la rendición de cuentas electoral. Asumiendo que son los partidos políticos los actores que definen las políticas en los sistemas democráticos, la figura 1 proporciona un esquema del tipo de estrategias que seguirán los partidos en escenarios institucionales divergentes. Al hablar de condiciones “favorables” y “adversas” para la cooperación política, se está aludiendo a circunstancias que se presentan de distinta forma en distintos sistemas políticos. Como regla general, es sabido que entre mayor sea la cantidad de jugadores necesarios para adoptar una política tenderá a prevalecer el statu quo, debido a la dificultad para motivar la cooperación de distintos agentes –ya sean partidistas o ramas del gobierno.9 En los sistemas presidenciales, por ejemplo, dependiendo de los poderes relativos del ejecutivo en términos partidistas y legislativos,10 la cooperación política será difícil de conseguir, en la medida en que el sistema no le proporcione directamente al presidente el control de las cámaras legislativas a través de su partido. En casos como este, las instituciones reemplazan los incentivos para la cooperación con mecanismos que generan mayorías decisivas. Por otra parte, la coopera-ción política puede estar sustentada en instituciones informales. En Chile, por ejemplo, los partidos políticos han creado instituciones de este tipo, que favorecen la cooperación multipartidista,11 precisamente para evitar los efectos previsibles del diseño institucional formal, que proporciona pocos incentivos para la coordinación política. La cooperación también se induce por causas exógenas al sistema político: una severa crisis, una situación de urgencia o alguna coyuntura particular favorecen el acuerdo y la coopera-ción entre los partidos. En casos como estos, el carácter excepcional de las circunstancias puede ser indicativo de la ausencia de mecanismos formales o informales que induzcan una acción política concertada.

Las condiciones que favorecen la rendición de cuentas vertical, por otra parte, también varían dependiendo del sistema electoral. El control que ejercen los ciudadanos sobre sus representantes, esencialmente depende de la manera en que se eligen: si se vota por candidatos o por listas; si las listas

9 Tsebelis, Veto, 2002. 10 Shugart y Carey, Presidents, 1992. 11 Siavelis, “Accomodating”, 2006.

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son cerradas o abiertas; si el número de representantes electos por distrito es amplio o reducido; si existe la posibilidad de reelección y en qué condi-ciones, etc. En algunos casos, el control es más directo: cuando se elige a un representante en distritos de magnitud = 1 y los votantes manifiestan su apoyo a candidatos individuales, en lugar de hacerlo a una lista de candi-datos. Este procedimiento, sin embargo, tiene consecuencias en la formula-ción de las políticas públicas –los legisladores estarán más preocupados por favorecer a sus distritos que por impulsar políticas de relevancia nacional o de más largo alcance. En cualquier caso, desde esta perspectiva, e indepen-dientemente del arreglo específico, son preferibles los diseños que propor-cionen mayor influencia a los votantes a través del sistema electoral.

La parte superior derecha de la figura presenta la que se consideraría la situación ideal. En esta hay condiciones institucionales favorables para la cooperación política, por un lado; por el otro, las condiciones para promo-ver una rendición de cuentas electoral eficaz son adecuadas. En consecuen-cia, es de esperar que las estrategias de los partidos políticos sean conver-gentes en torno a la definición de políticas públicas sustantivas, congruentes y eficaces. Esto tendría que ser así debido a que los beneficios de cooperar superan a los costos de hacerlo, a la vez que los partidos tienen incentivos para actuar en pro de los electores –de lo contrario, los votantes habrán

Figura 1. Estrategias partidistas y políticas públicas

Estrategias públicamente orientadas

Estrategias orientadas a beneficiar a segmentos especiales del electorado

Estrategias particularistas

Estrategias cooperativas, orientadas por intereses particulares

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de sancionarlos. Desde luego, la situación descrita sirve para identificar las características de un ideal regulativo.

Directamente opuesta a la situación descrita se encuentra, en el ex-tremo inferior izquierdo de la figura, una situación en la que tanto las condiciones para la cooperación política como los instrumentos de ren-dición de cuentas vertical-electoral son inadecuados. En tales circunstan-cias, los electores carecen de los instrumentos necesarios para influir en el comportamiento de los partidos y representantes políticos; al mismo tiempo, la incertidumbre acerca del comportamiento de los otros actores obliga a los partidos y a los políticos individuales a actuar anteponiendo sus inte-reses particulares. El resultado es que difícilmente se acordarán soluciones efectivas a los problemas colectivos. En cambio, se verá que los partidos políticos y los representantes populares se comportan de manera irrespon-sable, desatendiendo el interés público y velando por sus intereses más inmediatos. El predominio de circunstancias como esta es lo que tiende a generar la desconfianza en los partidos políticos y las crisis de representa-ción política.

El cuadrante superior izquierdo, por otra parte, muestra el caso en el que, mientras los partidos encuentran obstáculos para acordar soluciones cooperativas a los problemas públicos, los electores ejercen un control es-tricto sobre el desempeño de sus representantes. En situaciones como esta, a pesar de que mover la maquinaria legislativa es una tarea pesada, las transacciones que realizan los representantes para beneficiar a sus electores sirven para aceitarla y echarla a andar. El resultado es que las políticas pú-blicas pueden ser inconsistentes e incongruentes, ya que lo que persiguen es complacer a los seguidores y a las clientelas de los representantes que las han establecido.12

Finalmente, la esquina inferior derecha de la figura representa cuando las circunstancias son favorables para promover la cooperación y la co-ordinación política. Sin embargo, al mismo tiempo, los instrumentos de rendición de cuentas carecen del filo necesario para alinear el comporta-miento de los políticos con los intereses de los votantes. Las estrategias de los partidos políticos, entonces, estarán encaminadas a establecer acuerdos, pero se orientarán menos por los intereses del público en general que por los intereses de las partes que forman la coalición política. En consecuencia,

12 Acerca de la relación entre instituciones políticas y políticas públicas, véanse también Shu-gart y Haggard, “Institutions”, 2001; y Cox y McCubbins, “Institucional”, 2001.

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las políticas públicas producidas reflejarán las soluciones que los partidos encontraron para los problemas urgentes que enfrentaban. Esto no significa que los problemas ni las soluciones adoptadas sean los que el público iden-tifica como prioritarios, ni que, en general, tales políticas sirvan mejor para fortalecer la calidad del gobierno democrático.

En lo que resta del capítulo, emplearé los planteamientos analíticos derivados de esta figura para analizar la relación entre las instituciones po-líticas y el desarrollo de la gobernanza electoral en México. Para entrar en materia, es necesario adentrarse previamente en la lógica del cambio político en este país.

DEMOCRATIZACIÓN A LA MEXICANA

La democratización mexicana es producto de una dinámica del cambio político que Schedler ha denominado “democratización a través de elec- ciones”,13 que tiene lugar cuando, en un sistema político determinado, el establecimiento de las instituciones democráticas no sigue a la destitución de la elite autoritaria ni es resultado de un pacto entre las elites, sino que se resuelve en la arena electoral. El rasgo característico de este proceso de cambio político es un “juego anidado” entre la coalición autoritaria y los partidos de oposición; estos buscan destituir al gobernante autoritario a través de votos, al tiempo que, en otro plano, se pone en juego la limpieza y equidad de las elecciones.

La democratización a través de elecciones tiene lugar en la transición de un sistema de autoritarismo electoral –o autoritarismo “competitivo”– a una democracia electoral. En este caso, la “incertidumbre institucionalizada”14 que proporcionan las elecciones carece de sentido. Los gobernantes no tie-nen el propósito de que el voto popular los saque del poder. Como ha seña-lado Schedler, un autoritarismo electoral es el sistema en el que los partidos de oposición pierden elecciones.15 Desde el punto de vista del gobernante autoritario, este modelo es casi perfecto: le proporciona la legitimidad de las elecciones sin correr el riesgo de perderlas. Solamente tiene un defecto, y no es menor: la oposición se toma en serio las elecciones y pretende que sean libres y limpias.

13 Schedler, “Electoral”, 2004, y “Nested”, 2002. 14 Przeworski, Democracy, 1991. 15 Schedler, “Logic”, 2006, y Levitsky y Way, “Rise”, 2002.

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El caso mexicano es prototípico de un proceso de transición del autori-tarismo competitivo a la democracia electoral.16 Durante todo el largo perio-do que duró su dominio, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) nunca dejó de llevar a cabo elecciones. La norma era que se realizaran comicios para todos los cargos públicos electos en los municipios, los estados y a esca-la federal. Sin embargo, las elecciones no eran libres ni limpias; no tenían el propósito de elegir gobernantes. Esto no significa que fueran rituales vacíos. En primera instancia, la elección periódica del presidente de la república servía para sostener el pacto fundacional, por así decir, establecido entre las elites políticas, de que ninguna persona se perpetuaría en el poder. Al mismo tiempo, como ha mostrado Magaloni,17 las elecciones le servían al PRI para disciplinar a sus facciones internas y sostener estratégicamente su dominio al arrollar a la oposición en las urnas. De esta manera lograba persuadir tanto a quienes tuvieran interés en una carrera política como a los votantes de que buscar opciones distintas al PRI era, digamos, “irracional”. Solamente quie-nes tenían convicciones ideológicas extremas, o quienes estaban dispuestos a permanecer indefinidamente del lado de los derrotados, estarían dispuestos a postularse por la oposición o a votar por ella.

Al llevar a cabo elecciones, sin embargo, el PRI también permitió que se reclamaran la legalidad y legitimidad de las mismas. A la par que los par-tidos de oposición disputaban en el terreno los puestos de elección popular, promovieron activamente la construcción de órganos electorales que dieran certidumbre a los comicios. De tal manera, en 1996 se consolida el Instituto Federal Electoral (IFE) como órgano constitucional autónomo para ejercer la función de la organización y conducción de las elecciones. Asimismo, a partir de un tribunal especializado en materia electoral, se establece el Tri-bunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) con amplias fa-cultades, entre ellas la de resolver, de manera definitiva, las impugnaciones legales electorales. Los cambios a escala federal también tuvieron un efecto en los sistemas de gobernanza electoral locales, que debieron adaptarse a las disposiciones de la reforma constitucional. Este proceso, por lo demás, estuvo lejos de ser predecible y fluido. Todavía a mediados de los noventa,

16 La literatura especializada que analiza y explica la democratización en México es muy exten-sa. En esta sección se busca proporcionar una descripción estilizada del proceso de cambio político en este país. Análisis detallados y desde distintas perspectivas se encuentran, entre otros, en Becerra, Salazar y Woldenberg, Mecánica, 2000; Eisenstadt, Courting, 2004; Elizondo y Nacif, “Lógica”, 2002; Green, Dominant, 2007; Lujambio, Poder, 2000; Magaloni, “Demise”, 2005, y Voting, 2006; Merino, Transición, 2003; Olvera, “Tendencias”, 2003; Schedler “Nested”, 2002, y “Electoral”, 2004.

17 Magaloni, Voting, 2006, pp. 45-81.

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el rumbo de la transición era incierto y el momento en que habría de demo-cratizarse plenamente el régimen no podía anticiparse con precisión.18

El proceso de cambio político consolidó un sistema competitivo, en el que los resultados de las urnas definen quienes ocupan los puestos de gobierno. Pero las elecciones competitivas, tanto a escala federal como lo-cal, han quedado enmarcadas en un arreglo institucional que no ha sido producto de una revisión de fondo, sino de un proceso de acumulación de cambios incrementales que respondían a las estrategias coyunturales de los actores involucrados. Esto se observa, especialmente, en el entramado de normas que articulan los votos de los ciudadanos con la formación de gobiernos y con la rendición de cuentas.

REGLAS, GOBIERNOS Y RENDICIÓN DE CUENTAS

El proceso de democratización mexicano produjo un conjunto de arreglos institucionales que elevan los costos de la formulación de políticas y pro-gramas de gobierno apegados al principio de rendición de cuentas demo-crática. Como muestra la figura 2, en México las instituciones políticas di-ficultan la coordinación de la acción política en los procesos legislativos en los que están implicados cambios sustanciales al statu quo, al mismo tiempo que aíslan a los políticos y legisladores de la influencia que pudieran ejercer los votantes sobre su comportamiento público. En esta sección analizaré las condiciones que enmarcan la cooperación política y la rendición de cuentas electoral en el sistema político mexicano.

El diseño institucional establecido originalmente en la Constitución de 1917 tenía el propósito de someter la formulación de leyes y políticas a los pesos y contrapesos que acompañan la división de poderes en un siste-ma federal. El texto constitucional creó un Congreso de la Unión dividido en dos cámaras y, deliberadamente, le atribuyó poderes legislativos débi-les al poder ejecutivo. Al promulgarse la Constitución, las reglas formales, sin embargo, contribuyeron a reproducir la fragmentación política en un periodo de la historia del país de por sí inestable. El sistema de partido hegemónico, que se edificó en los tempranos años treinta y que prevaleció hasta 1997, consiguió dar solución a los problemas de coordinación política mediante una compleja articulación de instituciones formales e informales.

18 Whitehead, “Transición”, 2002.

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De esa manera aseguró la estabilidad del régimen a costa de desplazar al mundo de la retórica la democracia, el Estado de derecho y los derechos humanos.

La transición democrática en México fue exitosa en desmontar el en-tramado institucional que sostenía la hegemonía del PRI. Según el diseño constitucional vigente, sin embargo, las reglas hacen difícil que un mismo partido político ocupe la presidencia de la república y cuente, al mismo tiem-po, con cómodas mayorías en las cámaras de senadores y diputados. Desde 1997, fecha en que el presidente Zedillo se encontró con que el PRI había per-dido el control de la cámara baja, ni Fox ni Calderón se acercaron a contar con la mayoría absoluta de su partido en el Congreso. Luego de los decenios de la hegemonía priista, en un inicio los gobiernos sin mayoría parecían un signo alentador. El hecho de que los presidentes no contaran con un apoyo mayoritario de su partido en el Congreso sería una manifestación elocuen-te de los alcances del cambio político. Entonces sería necesario establecer acuerdos para generar leyes que contaran con el respaldo de la pluralidad de fuerzas políticas con representación en el Congreso.

El arribo de la democracia política y las elecciones competitivas han tenido como consecuencia, de hecho, una transformación del Congreso. De

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Figura 2. La formulación de políticas en la democracia electoral mexicana

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ser una instancia subordinada al poder ejecutivo, desde 1997 su relevancia política ha crecido. La representación multipartidista en la legislatura ha permitido reorganizar y fortalecer su funcionamiento interno, ha diversifi-cado las fuentes de las iniciativas legislativas y, contrario a lo esperado, ha incrementado el número de iniciativas aprobadas.19 Sin embargo, la ruta para generar acuerdos políticos de trascendencia ha resultado sumamente ardua de transitar. Las reformas y políticas impulsadas durante este periodo no han conseguido proporcionar soluciones integrales y congruentes a los problemas públicos, y han quedado lejos de cumplir las expectativas de amplios sectores de la ciudadanía.

Las dificultades que han enfrentado los gobiernos recientes para mo-dificar políticas ineficientes y poco representativas tienen orígenes extrains-titucionales: existen grupos de interés, personajes y poderes fácticos que tie-nen la capacidad de bloquear las iniciativas que afecten sus intereses.20 Sin embargo, el poder que ejercen estos agentes no se desliga de los incentivos que proporcionan las instituciones a los políticos para actuar representativa-mente, i. e., en beneficio del interés público. Según el diseño constitucional actual, las posibilidades de lograr una coordinación sostenida y eficaz se diluyen. De entrada, el poder ejecutivo se elige de una manera que dificulta el triunfo de un candidato con un amplio respaldo popular; en un sistema multipartidista, se requieren mecanismos que permitan a los contendientes alcanzar un apoyo electoral cercano o mayor al de la mayoría absoluta, y una distancia significativa respecto del segundo lugar.21 Además, el presidente carece de facultades legislativas que le permitan contrarrestar los incentivos de los partidos opositores en el Congreso para bloquear sus iniciativas. Por otra parte, la Constitución tampoco prevé otros mecanismos que permitan establecer pautas estables de cooperación entre los partidos políticos. La idea de que el gobierno de la democracia en México tendería hacia un formato “consensual” más que mayoritario,22 en el que la formulación de políticas se realizaría concertadamente entre la pluralidad de fuerzas políticas represen-tada en el Congreso, pasa por alto que el sistema mexicano de representa-ción política no fue pensado para inducir la cooperación política.

19 Véase Lehoucq et al., “Political”, 2005, pp. 27-34. 20 Banco Mundial, Gobernabilidad, 2007, y Lehoucq et al., “Political”, 2005. 21 En torno a la elección presidencial mexicana ha surgido un debate pertinente: Negretto,

“Propuesta”, 2007; Greene, “Votante”, 2007, y Shugart, “Mayoría”, 2007. 22 La distinción entre los modelos “mayoritario” y “consensual” de la democracia proviene de

Lijphart, Modelos, 1999.

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El sistema electoral que se emplea en el Congreso es de tipo mixto-mayoritario.23 Esto significa que, a pesar de los escaños de representación proporcional, el sistema tiende a premiar a los partidos más votados. No obstante, los efectos del sistema electoral se quedan a “medio camino” entre un sistema de corte mayoritario y uno de tipo proporcional. Esto implica que las elecciones no proporcionan fácilmente mayorías decisivas ni favore-cen la formación de coaliciones de gobierno multipartidistas. En ese senti-do, cuando resultó evidente, a partir de los años ochenta, que el PRI estaba sufriendo un declive en las preferencias de los electores, la medida adoptada en 1986 fue la “cláusula de gobernabilidad”. Esta cláusula garantizaba al partido con más votos que tendría una mayoría absoluta, simplemente con obtener la proporción más alta de votos –o al menos 35% de la votación, se-gún la ley de 1991. La legislación estableció también un límite superior a la representación que podía tener un partido. En 1994 la cláusula de goberna-bilidad fue eliminada, pero el límite superior de la representación que puede tener un partido persiste incluso en la reforma constitucional de 2007.

Las reglas electorales fueron diseñadas pensando en un partido que no esperaba perder el respaldo de los electores ni la presidencia de la repú-blica. En la reforma de 1963, los escaños de representación minoritaria –los “diputados de partido”– no buscaban otra cosa que incentivar a los partidos de oposición a contender en el marco establecido y, de paso, contener el cre-cimiento del Partido Acción Nacional (PAN).24 Las subsiguientes reformas tuvieron el mismo propósito: luego del periodo conocido como “guerra su-cia”, en 1977 se crearon 100 escaños de representación proporcional, entre otras cosas para incorporar las corrientes políticas de izquierda al sistema de partidos. Los escaños de representación proporcional le permitieron al PRI aplicar el principio “divide y vencerás”: debido a las dificultades para vencer al PRI en los distritos de mayoría, la oposición tendría que disputarse entre sí los votos para alcanzar el umbral de representación. Esta estrategia fue adoptada inicialmente en la Cámara de Diputados. Durante la década de los noventa se extendió a la de Senadores mediante una fórmula elec-toral que le permitía obtener escaños al principal partido de oposición –el PAN– sin que el partido dominante se viera afectado.25 La reforma de 1996

23 Shugart y Wattenberg, “Mixed”, 2001, pp. 13-15. 24 Las decisiones estratégicas implicadas en la construcción del sistema electoral mexicano se

discuten en Díaz Cayeros y Magaloni, “Party”, 2001; Molinar y Weldon, “Reforming”, 2001, y Nacif, “Rotación”, 2002.

25 Molinar y Weldon, “Reforming”, 2001, y Weldon, “Consequences”, 2001.

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creó 32 escaños de representación proporcional adicionales con la misma fi-nalidad: facilitar la entrada del Partido de la Revolución Democrática (PRD) –y otros partidos– al Senado, reservando cotos de poder al PRI y buscando evitar que la oposición optara por la vía de las protestas.

Cabe añadir que los problemas de coordinación que promovió el PRI para dividir a la oposición quedaron reforzados por otra causa: la posición ideológica de los partidos. Dos de los tres principales partidos nacionales, el PAN y el PRD ocupan posiciones opuestas y distantes en prácticamente todas las dimensiones ideológicas relevantes. Mientras uno es un partido moralmente conservador, a favor de la iniciativa privada y de la economía de mercado, el otro, surgido de una escisión del PRI y de la articulación de distintos grupos de izquierda, a la vez que favorece el gasto público en materia social y la equidad en las políticas, incorpora visiones nacionalistas y corporativas. La distancia ideológica de los principales partidos de oposi-ción no solamente debilitó la posibilidad de hacer un frente político contra el PRI durante la década de 1990. En los gobiernos posteriores a 1997, la distancia ideológica entre el PAN y el PRD ha seguido dificultando la coordi-nación en los procesos de formulación de políticas.

Una segunda característica significativa del diseño institucional es que proporciona instrumentos limitados de rendición de cuentas a los electores. Uno de los principales, que permitió la construcción del sistema de partido hegemónico en la década de 1930, fue la prohibición de la reelección para todos los cargos de elección popular. Si dicha prohibición limita el control que pueden ejercer los votantes sobre los gobernantes, otros elementos del sistema electoral afianzan esta limitación. Al momento de emitir su sufragio, los electores manifiestan sus preferencias por candidatos individuales, elec-tos en distritos de mayoría, que son designados, como regla general, por los partidos políticos; los votos, posteriormente, se agregan para distribuir los escaños de representación proporcional a partir de listas cerradas, también elaboradas por los partidos. Para ilustrarlo con más precisión: los votos emitidos para elegir representantes por la regla de mayoría relativa en dis-tritos uninominales, al conformar la Cámara de Diputados, se contabilizan también para distribuir 200 diputaciones de representación proporcional en cinco circunscripciones plurinominales. Mediante este sistema, los votantes no participan en la conformación de las listas, no votan directamente por alguna de ellas, ni pueden reelegir a ningún legislador o gobernante. La consecuencia es que el voto, que de por sí es un instrumento de sanción un tanto rústico, se ve despojado de gran parte de su potencial político.

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El sistema es similar para la elección de senadores. Cada seis años los electores sufragan por la lista de candidatos que presentan los partidos y emiten un solo voto. Sin embargo, en cada entidad federativa se asignan dos senadores al partido que haya obtenido más votos, y un senador a la “primera minoría”. Adicionalmente, en una circunscripción nacional, los partidos se distribuyen proporcionalmente los restantes 32 senadores –128 en total. Esta fórmula, por lo demás, introduce una distorsión adicional: una cuarta parte de los senadores carece de vínculos formales con los estados, de manera que la función de representación territorial que debería cumplir el Senado queda mermada. El surgimiento de la Conferencia Nacional de Gobernadores al inicio del sexenio de Fox, que ha fungido como un órgano de cabildeo de los gobernadores con el gobierno federal, es un síntoma de que el Senado no cumple plenamente su función representativa.

La limitación de los instrumentos electorales de rendición de cuentas es la contraparte del poderoso control que ejercen los partidos sobre los pro-cesos políticos. Al ser protagonistas de las transacciones que produjeron la transformación institucional del régimen, los partidos políticos supieron sacar ventaja de las nuevas reglas del juego. El autoritarismo electoral se transformó en un sistema competitivo en la medida en que los partidos de oposición consiguieron redistribuir el poder que estaba en manos del par-tido hegemónico. Pero reservaron para sí otras piezas del botín que fuera sólo del PRI: la prohibición de la reelección, el control estricto de la nomi-nación a los puestos de representación popular y la restricción a la entrada de nuevos contendientes.

En términos comparativos, los partidos mexicanos “grandes” –el PRI, el PAN, el PRD– están mejor consolidados organizacionalmente que sus contra-partes en América Latina.26 Esto no significa que cumplan satisfactoriamen-te su función de representación política ni que sean entidades que cuenten con el apoyo entusiasta y la plena confianza del público. Los partidos “chicos” no son muy distintos en cuanto a su capacidad representativa. Las dispo-siciones creadas por la legislación de 1996 para promover la pluralidad política han tenido como consecuencia el surgimiento de empresas políticas relativamente eficaces para captar votos y coligarse estratégicamente con los “grandes”, pero con una representatividad limitada. Es el caso de par-tidos como el Partido Verde Ecologista de México, Convergencia, Partido del Trabajo y Nueva Alianza, entre otros que no han alcanzado a mantener

26 Langston, “Strong”, 2007.

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su registro. El pluralismo partidista, con todo, quedó restringido por la reforma de 2003 que incrementó los requisitos para el registro de nuevos partidos. La reforma constitucional de 2007, aunque dio un paso decisivo para promover el registro de partidos con auténtico respaldo popular, tam-bién reforzó las restricciones anteriores: será cada seis años que los partidos emergentes podrán adquirir su registro.27

Las normas relativas a los partidos han buscado construir un siste-ma de partidos nacionales fuertes que eviten la fragmentación política y el surgimiento repentino de oportunistas. Sin embargo, el sistema de partidos resultante del proceso de democratización en México, más que estar sus-tentado en normas de accountability que induzcan una relación fluida entre la opinión pública, la movilización política y las políticas públicas, está basado en un “virtual control oligopolista de la representación política”28 por parte de los partidos políticos –especialmente, por parte de los “grandes”.

En breve, las instituciones políticas mexicanas, al dificultar la coor-dinación interpartidaria en el Congreso y al restringir los instrumentos electorales de rendición de cuentas, producen dinámicas políticas que van a contramano del fortalecimiento de la gobernanza democrática. Por un lado, como los costos de formar coaliciones legislativas son altos, será di-fícil implantar reformas de largo alcance que requieran acuerdos sólidos o mayorías calificadas. Prosperarán aquellas políticas públicas en las que la negociación y el intercambio de prebendas entre partidos faciliten la coo- peración. Las reformas que impliquen mayores costos de transacción, en cambio, serán difíciles de plantear. En los casos en que sea posible alcanzar acuerdos legislativos, no obstante, las políticas estarán sesgadas a favor de los intereses de las partes requeridas para elaborarlas. Las elites partidistas y los grupos de interés vinculados a ellas resultarán directamente beneficia-

27 Una intervención oportuna de la Suprema Corte echó abajo una disposición del régimen de coaliciones partidistas aprobado en la reforma electoral, que aseguraba la “vida eterna” a los partidos “pequeños”, aunque no alcanzaran la votación mínima requerida para mantener su registro. Hasta la reforma de 2007, los partidos minoritarios podían coligarse con los partidos “grandes”. Esto les permitía asegurar la votación requerida para mantener su registro y participar en la distribución de escaños de representación proporcional. La reforma conservó la posibilidad de las coaliciones, pero estableció un procedimiento para que cada partido recibiera los votos del electorado por separado. Previendo dificultades para alcanzar la votación mínima requerida de 2%, los partidos minoritarios lograron introducir una cláusula que permitiría al partido grande de la coalición ceder hasta 1% de su votación a un partido chico.

28 Prud’homme, “Vida”, 2007, p. 136. Evidencia empírica del funcionamiento deficiente de la función representativa de los partidos políticos mexicanos se presenta en Méndez, “Sistema”, 2007.

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dos. Si a esto se suman la evidencia de casos de corrupción y los escándalos políticos, no es difícil entender la crisis por las que atraviesan las institu-ciones representativas. Los problemas de eficacia, impunidad y precaria rendición de cuentas alimentan el descontento ciudadano y deterioran la credibilidad de los partidos y de las instituciones políticas.29

LA LÓGICA DE LAS REFORMAS ELECTORALES

Las reformas electorales en México han estado estrechamente asociadas a los arreglos institucionales y las estrategias partidistas derivadas de ellos. Los ritmos y los alcances del cambio institucional en materia de gobernanza electoral han estado definidos, por un lado, por las posibilidades de coordi-nación entre los actores políticos para definir los términos de las regulacio-nes electorales; y, por otro, por el grado en que los acuerdos alcanzados son capaces de responder al interés público.

En esta sección mostraré que las reformas electorales han tenido lu-gar cuando los partidos políticos han conseguido superar diversos tipos de obstáculos para formar coaliciones legislativas más o menos inclusivas. Durante la década de 1990, la definición de normas equitativas y garan-tistas en materia de gobernanza electoral se enfrentó a la obvia resistencia del partido hegemónico. Posteriormente, una vez bajo las condiciones ins-titucionales de la democracia electoral, la fragmentación partidista en el Congreso ha obstaculizado la formulación de reformas institucionales de fondo. En estas circunstancias, no es sorprendente que la crisis política de 2006 sea el factor desencadenante de la reforma electoral de 2007. Por otro lado, las leyes y agencias electorales que han sido resultado de los procesos de reforma son producto de intercambios estratégicos entre los

29 La campaña a favor de participar electoralmente anulando el voto en los comicios federales de 2009, cuyo fin era manifestar descontento e inconformidad con el sistema de partidos, encontró eco y abrió un debate en la opinión pública. En ciertos casos, se plantearon argumentos sustantivos en contra de tal propuesta. Los líderes partidistas y otras figuras públicas, e incluso la campaña del IFE en un inicio, reaccionaron más bien con descalificaciones. Argumentos a favor del voto nulo pueden verse en Sergio Aguayo, “Por Esperanza”, Reforma, 3 de junio de 2009; José Antonio Crespo, “Para políticos nulos… un voto nulo”, Excelsior, 18 de mayo de 2009; Denise Dresser, “Anular es votar”, Reforma, 15 de junio de 2009, y Soledad Loaeza, “Los anulistos”, La Jornada, 9 de julio de 2009. Finalmente, en la elección intermedia de 2009, con una abstención de 55%, el porcentaje de votos nulos ascendió a 5.4%. Partidos como el PT, Convergencia, Nueva Alianza o el Partido Social Demócrata, cada uno de manera individual, incluso alcanzando su registro, se quedaron por debajo de 4%. En el Distrito Federal, el voto nulo rebasó el 10% de los votantes.

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partidos políticos. Esto ha sido determinante para que varios puntos en la agenda de reformas necesarias hayan quedado pendientes.

El sistema de gobernanza electoral mexicano es producto de la nece-sidad de “institucionalizar la desconfianza”. La creación de regulaciones y agencias autónomas con amplias facultades responde a la urgencia de con-tar con la certidumbre de que ningún partido político tendrá bajo su con-trol la organización, conducción y validación de las elecciones. Uno de los pilares del dominio ejercido por el PRI era el control formal e informal que tenía sobre las funciones de administración y justicia electoral. A menos que alguna fuerza o circunstancia externa pudiera obligarlo, el PRI no pare-cía dispuesto a modificar las condiciones que sostenían su hegemonía. Las disputas en torno a la limpieza de las elecciones durante los años ochenta fueron un factor que influyó en la creación del IFE en 1990. Pero la clave fue el fraude cometido por el PRI en las elecciones presidenciales de 1988, que le dieron el triunfo a Salinas de Gortari. El presidente entrante se vio ante la posibilidad de una movilización popular generalizada en contra del régi-men. A fin de legitimar su gobierno e impulsar las reformas previstas en su agenda –el tipo de políticas englobadas con la etiqueta de “neoliberales”–, se vio obligado a solicitar la colaboración política y legislativa del PAN. Este aprovechó la oportunidad para ganar presencia electoral y promover una reforma gradual en las condiciones de gobernanza electoral.30 La misma lógica estuvo presente en las reformas de 1993 y 1994. La reforma de 1994, según ha demostrado Magaloni,31 es resultado de un cálculo estratégico del PRI, en el que acepta ampliar la autonomía del IFE a fin de asegurar la legitimidad de los triunfos electorales que esperaba obtener. El PRI no cre-yó verse derrotado en las urnas; por lo mismo, requería de una instancia autónoma que certificara su triunfo y evitara que la oposición denunciara un fraude. Los partidos de oposición, paralelamente, demandaban mayor certeza e imparcialidad en las elecciones.

La reforma constitucional de 1996 se apega al mismo guión. La elec-ción presidencial de 1994, a pesar de ser relativamente limpia, se desen-volvió en un terreno sistemáticamente nivelado a favor del PRI. A pesar de los avances logrados en múltiples áreas de la administración electoral, las garantías de equidad y certeza electoral todavía eran insuficientes. En ese

30 De acuerdo con Ackerman, el entonces líder del PAN, Diego Fernández de Cevallos, a fin de obtener mayores concesiones electorales, incluso promovió una reforma limitada (Ackerman, Organismos, 2008, p. 60).

31 Magaloni, “Demise”, 2005.

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año, sobre el trasfondo de la insurgencia zapatista en el estado de Chiapas y la inestabilidad política producida por el asesinato del anterior candidato a la presidencia por el PRI, al tomar posesión de su cargo, el presidente Zedillo anunció una próxima y “definitiva” reforma electoral. El severo colapso económico que sobrevino a finales de 1994 contribuyó a agudizar la crisis política. Diversas organizaciones civiles y actores políticos con dis-tintas adscripciones impulsaron entonces una nueva reforma electoral, a la que terminaron sumándose el presidente Zedillo y el PRI. En la reforma de 1996, las demandas de los partidos de oposición contribuyeron a definir un marco regulatorio de las elecciones con garantías más amplias: se establece de manera definitiva la autonomía del IFE, el Tribunal Electoral da lugar al TEPJF y, en general, se robustecen las condiciones de equidad en la com-petencia electoral. Un objetivo estratégico de esa reforma fue consolidar la incorporación del PRD al marco constitucional, debido a la cercanía y la afi-nidad que había mostrado hacia el movimiento zapatista.32 La creación de los senadores de representación proporcional ofreció, con tal propósito, una vía de acceso al PRD a la cámara alta, que hasta entonces estaba reservada para el PRI y el PAN, prácticamente.

Apenas una década después, ya en el marco de la institucionalidad democrática, se produjo una nueva reforma electoral. El factor desencade-nante lo constituyó la crisis poselectoral de 2006. Aunque las posiciones y el poder relativo de los partidos políticos eran muy distintos al que prevalecía diez años antes, la dinámica que dio lugar a la reforma de 2007 fue muy semejante a la de las reformas anteriores. La reforma constitucional de ese año se efectuó en el contexto de un gobierno que requería de la cooperación de la oposición política para fortalecer su legitimidad y para sacar adelante los previstos en su agenda.

Los comicios federales que tuvieron lugar en 2006 parecen haber suce-dido en dos escenarios completamente distintos. Por un lado, las elecciones para renovar la Cámara de Diputados y la de Senadores se llevaron a cabo con eficacia y relativa normalidad. Los representantes electos ocuparon sus cargos sin mayores sobresaltos. La elección presidencial, en cambio, produjo un conflicto político que ha tenido consecuencias de más largo alcance.33

El conflicto poselectoral de 2006 tuvo múltiples detonantes, pero se originó fundamentalmente en la incapacidad tanto del IFE como del

32 Magaloni, Voting, 2006, p. 244. 33 Estos acontecimientos han sido analíticamente tratados por varios especialistas. Véanse Ac-

kerman, “Límites”, 2008; Crespo, 2006, 2008, y Schedler, “Mobilization”, 2007.

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TEPJF para proporcionar plena certidumbre en torno a los resultados de la elección presidencial.34 En un contexto de polarización y encono en la opi-nión pública, ni el IFE ni el TEPJF pudieron mostrar de manera plenamente convincente que el terreno de competencia estuvo nivelado, que ninguna intervención arbitraria influyó decisivamente en los resultados, que los votos se contaron bien y que, finalmente, ganó el candidato que obtuvo más votos.

En la elección de 2006, el adversario a vencer era el candidato opo-sitor de la Coalición por el Bien de Todos (CBT), Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien llevó la ventaja en las preferencias electorales durante meses –incluso desde un par de años antes de la elección. Para posicionar a su candidato, el panista Felipe Calderón Hinojosa (FCH), la Alianza por México (AM) impulsó una agresiva campaña en los medios. Ante las querellas interpuestas por la CBT, el IFE actúo tibiamente. El parti-do de AMLO, y principal integrante de la CBT, el PRD, había denunciado para entonces que la conformación del Consejo General del IFE en 2003, acordado por el PRI y el PAN, tenía como objetivo favorecer a estos partidos. La conducción de la elección presidencial que realizó el IFE, al menos por omisión, parecía confirmar tal aseveración.

Esto tenía lugar mientras otros actores desempeñaban un papel muy activo en la contienda en contra de AMLO. Una influyente asociación de la iniciativa privada –el Consejo Coordinador Empresarial–, sin contar con facultades legales para ello, contribuyó a la crispación con mensajes en los medios en contra de esta candidatura. Mayor notoriedad alcanzó el activis-mo del presidente en turno, Vicente Fox, quien hacía campaña en contra de AMLO más que a favor de Calderón. La animadversión de Fox hacia López Obrador era conocida –tiempo después, ya fuera de la presidencia, afirmó que había ganado dos elecciones: contra el PRI en 2000 y contra AMLO en 2006. En 2005, debido a una argucia legalista promovida por el gobierno de Fox, AMLO estuvo a punto de ir a la cárcel y perder así la posibilidad de competir en las elecciones. La táctica fue desafortunada y sus efectos se revirtieron.

El alud en contra del candidato de la izquierda, sumado a errores sensibles cometidos por el propio López Obrador, surtió efecto: de tener

34 La aceptación de los resultados de las elecciones en países de reciente democratización, más que un hecho que se desprenda automáticamente del funcionamiento de la democracia es, ante todo, un fenómeno variable que debe ser explicado a partir de sus determinantes empíricos (Ander-son et al., Loser’s, 2005).

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constantemente la ventaja en las encuestas, en pocas semanas, al filo de la jornada electoral, Calderón le dio alcance. La noche de la elección, in-mediatamente después que el consejero presidente del IFE, Luis Carlos Ugalde, manifestara que la contienda estaba tan cerrada que no se podía discernir al candidato que llevaba la ventaja, tanto AMLO como Calde-rón se declararon ganadores. Era el peor de los escenarios posibles. El IFE no sólo no pudo proporcionar certeza acerca de la legalidad e imparciali-dad de los procedimientos del conteo de los votos, sino que contribuyó al desenlace: Ugalde declaró anticipadamente ganador a Calderón, a pesar de que esta es una facultad exclusiva del TEPJF. La respuesta de AMLO no se hizo esperar: denunció que le habían robado la elección, promovió impugnaciones ante el Tribunal Electoral –no todas con la calidad jurídica debida– y se apoderó del Paseo de la Reforma. El asunto había quedado en manos del TEPJF. Las elecciones habían tenido lugar el 2 de julio de 2006; no fue sino hasta el 6 de septiembre de ese año que el Tribunal de-claró, de manera unánime, a Felipe Calderón como el presidente “electo”. La sentencia, sin embargo, fue más voluntariosa que consistente.35 Los seguidores de AMLO denunciaron un fraude y lo proclamaron, más tarde, “presidente legítimo”.

Diversos intentos posteriores por hacer un recuento de las boletas, sin más pretensiones que tener certeza acerca de los votos que obtuvieron los candidatos, fueron sistemáticamente denegados por el IFE, de entrada, y por el propio TEPJF –este último apelando, incluso, a un criterio legal inexis-tente: la “indisponibilidad” de la información.36 Aunque varios estudios descartan la presencia de un fraude masivo, el hecho es que, como afirma José Antonio Crespo, no se puede saber a ciencia cierta cuál candidato fue el ganador.37 Haciendo una revisión cuidadosa de la evidencia disponible, Crespo pone de relieve la incapacidad del TEPJF para resolver con certeza jurídica el conteo de los votos; incluso señala que la opción de declarar nula la elección fue descartada más por los cálculos estratégicos de índole personal de los magistrados que por razones sustantivas.38

35 Eisendstadt muestra claramente el contraste institucional en que tiene lugar el conflicto pose-lectoral de 2006 respecto a las “concertacesiones” de los años noventa. Sin embargo, su evaluación del desempeño del TEPJF tal vez sea demasiado optimista (Eisendstadt, “Origins”, 2007).

36 Para una revisión minuciosa y crítica del manejo que hicieron el IFE y el TEPJF de las boletas electorales, véase Ackerman, “Límites”, 2008.

37 Crespo, 2006, 2008. 38 Ibid., pp. 133-147.

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Sea como fuere –“haiga sido como haiga sido” dijo Calderón–, obte-ner la presidencia con 36% del voto popular, con una diferencia de menos de un punto porcentual sobre el segundo lugar, en el marco de una amplia polarización social y como resultado de un proceso legalmente zanjado, pero procedimentalmente incierto, equivale a obtener un mandato con una legitimidad endeble. En paralelo, los comicios revelaron las limitaciones de la regulación electoral establecida en 1996. En tales condiciones, la tradi-ción política mexicana reclama una reforma electoral. Apenas iniciado el año 2007, el PRI y el PRD pusieron en la agenda la posibilidad de esta refor-ma. Para tal efecto, los partidos de oposición necesitaban la colaboración del PAN, el partido de Calderón. En contraparte, el presidente tenía inten-ciones de impulsar distintas iniciativas mayores en materia fiscal, energética y en el sistema de pensiones de los trabajadores del Estado, entre otras. Sin embargo, su partido, el PAN, a pesar de ser el partido mayoritario en el Congreso, no contaba más que con una pluralidad de los legisladores en la Cámara de Diputados y en la de Senadores.

El impulso decisivo a la reforma electoral lo dio el PRI. Los términos se incluyeron en un paquete legislativo elaborado por el líder de ese par-tido en el Senado, Manlio Fabio Beltrones, para promover una “reforma del Estado”. En materia electoral, los temas que serían abordados eran de diversa índole, pero había una reivindicación especial, introducida por el PRD: la renovación completa del Consejo General del IFE. El consejo pre-sidido por Luis Carlos Ugalde había sido nombrado en 2003, a partir de un acuerdo entre el PRI y el PAN, que excluyó al partido de izquierda. Fue un claro error estratégico: desde entonces, el PRD cuestionó la imparcialidad del IFE –la opinión pública, desde luego, también reprobó la manera en que se designaron a los consejeros del IFE. La condición establecida por el PRD fue apoyada por Manlio Fabio Beltrones. En 2003, quien participó por par-te del PRI en la conformación del Consejo General del IFE fue Elba Esther Gordillo, entonces aliada de Fox y posteriormente expulsada del partido. Por lo tanto, el PRI del 2007 requería sacudirse también la herencia de Gor-dillo. Tras un proceso relativamente rápido de negociación, el presidente Calderón y su partido dieron su apoyo a la reforma, y consiguieron que la renovación de los consejeros fuera escalonada. En el mes de septiembre de 2007 se aprobó la reforma constitucional en el Congreso y fue ratificada posteriormente por 30 de los 31 estados con facultades para hacerlo, y en enero de 2008 se publicaron los cambios en la ley reglamentaria, el Código Federal de Procedimientos e Instituciones Electorales.

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La reforma electoral de 2007 buscó abordar los asuntos que quedaron pendientes en la legislación de 1996.39 Entre los aspectos más destacados de esta reforma se encuentran: la modificación del proceso de conformación del Consejo General del IFE, la reducción de los tiempos de las campañas electorales –a 90 días en la elección de presidente, a 60 en elecciones no concurrentes–, una modificación a la fórmula para determinar el monto del financiamiento público a los partidos políticos, la regulación de los procesos de selección de candidatos dentro de los partidos, el fortalecimiento de las capacidades de fiscalización del IFE de las finanzas de los partidos, y las fa-cultades exclusivas del IFE para adquirir tiempos en los medios de comuni-cación y distribuirlos, conjuntamente, con los tiempos fiscales, entre los par-tidos políticos. Con todo, otros aspectos de la legislación resultaron proble-máticos. Por ejemplo: la idea de crear una contraloría interna en el IFE, bajo el control de la Cámara de Diputados, parece una vía indirecta para limitar la autonomía del Consejo General. Por otro lado, la posibilidad que tienen tanto el IFE como el TEPJF de sancionar los mensajes que “calumnien” a las personas o “denigren” a las instituciones durante el proceso electoral, a petición expresa de la parte afectada, podría dar lugar, en la práctica, a una jurisprudencia restrictiva que limite la libertad de expresión.40 Tan tras-cendente como lo anterior es que, con la nueva ley, los estados pueden es-tablecer convenios con el IFE para que sea este el que se encargue de llevar a cabo los comicios locales. Otras alternativas eran el statu quo o la creación de un “instituto nacional de elecciones”, que se encargara de todos los comi-cios en el país. A pesar de la viabilidad de una institución de tal naturaleza, los estados y los funcionarios electorales locales se escandalizaron ante esa posibilidad. La solución adoptada –una intermedia– es la que puede re-sultar menos óptima, pues no establece directrices claras para continuar el fortalecimiento del federalismo electoral ni aprovecha las ventajas de contar con una agencia con las facultades para regular los comicios electorales en el territorio nacional.

La reforma de 2007, para los propósitos de este trabajo, ilustra las dificultades que enfrentan los partidos políticos para coordinarse y alcanzar

39 Un balance de los aspectos que dejó pendientes la reforma electoral de 1996 se encuentra en Crespo, “Reforma”, 2000.

40 Cabe añadir que precisamente este tema ha motivado otras inconformidades. Frente a la pro-hibición de la adquisición de publicidad política en los medios por parte de particulares, un grupo de intelectuales promovió un amparo ante la Suprema Corte, con el argumento de que la normatividad limita la libertad de expresión de la ciudadanía.

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cambios sustantivos en las instituciones del Estado. Una prueba es que, adicionalmente a la reforma electoral, no se produjo ningún cambio de fondo en el régimen político, a pesar de la “ley Beltrones”, promulgada en abril de 2007, a partir de una iniciativa del senador del mismo nombre que establecía un mandato al Congreso para que llevara a cabo, de una vez por todas, la “reforma del Estado”. Las dos cámaras legislativas de-bían, entonces, pronunciarse en un plazo de doce meses respecto a cinco temas: “régimen de Estado y gobierno”, “democracia y sistema electoral”, “federalismo”, “poder judicial” y “garantías sociales”. Dicha ley tenía más un carácter simbólico que jurídico. Finalmente, el plazo venció sin mayores logros ni consecuencias.

Por otra parte, además de los elevados costos que conlleva la coordi-nación necesaria para modificar el statu quo del sistema político, la calidad de la legislación emitida responde a las prioridades de los actores necesa- rios para impulsarla, en la medida en que los instrumentos formales del público para que los políticos rindan cuentas son limitados. Las reformas de los años noventa, sin que la de 1996 sea una excepción, produjeron regulaciones que solucionaron los problemas urgentes, pero obviaron hacer un rediseño que optimizara la calidad de las elecciones. A manera de ilustración, cabe citar no solamente la falta de reglamentación del voto de los mexicanos en el extranjero, que se logró hasta 2005, sino también cues-tiones como la reorganización de los calendarios electorales, la duración y el costo de las campañas, las condiciones para la fiscalización de los re-cursos de los partidos, o incluso la revisión de los métodos de elección de los legisladores y el poder ejecutivo. En cambio, las reformas electorales consolidaron reglas que benefician directamente a los partidos políticos –y en especial a los partidos “grandes”–, como las relativas al financiamiento público o a los métodos de asignación de escaños.

En el mismo sentido, los límites de la reforma electoral de 2007 están determinados también por la falta de reestructuración del régimen político. Esta reforma, aunque consiguió introducir preceptos de “segunda genera-ción” en la gobernanza electoral, no modificó la estructura de incentivos que determinan las estrategias de los partidos respecto a las políticas públi-cas (véanse las figuras 1 y 2). Si acaso, las regulaciones destinadas a reesta-blecer la confianza en la gobernanza electoral, como el acceso a los medios de comunicación, la regulación de las “precampañas”, el acortamiento del calendario electoral, o la revisión de la estructura institucional del IFE, vinie-ron complementadas por disposiciones que fortalecen el control que ejercen

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los partidos sobre la función representativa y los procesos políticos.41 En otras palabras, los ajustes en las reglas de gobernanza electoral, con sus ven-tajas y desventajas, se vieron limitados por la ausencia de reformas en las condiciones que dificultan la cooperación política y que limitan los alcances de los instrumentos electorales de rendición de cuentas.

ESTRATEGIAS PARTIDISTAS Y GOBERNANZA ELECTORAL

La organización de elecciones federales requiere de un enorme despliegue de recursos y capacidades por parte de las autoridades administrativas. Desde mediados de los noventa, el IFE ha demostrado contar con la capa-cidad de efectuar comicios con notable certeza y eficacia —las excepciones, como la elección presidencial de 2006, son relevantes por eso mismo. Con todo, la calidad de la legislación electoral, las condiciones en que se realizan los comicios, la equidad en la competencia, el desempeño de los órganos de administración y de adjudicación legal en materia electoral y la legitimidad de las elecciones, tanto en el plano federal como en los ámbitos estatales, continúan siendo temas críticos de discusión y debate público.

En esta última sección señalaré que la conspicua centralidad que sigue teniendo la gobernanza electoral en México se origina en la manera en que las instituciones representativas han estructurado las estrategias competi-tivas de los agentes políticos. Cuando los contrapesos institucionales y el sistema electoral son insuficientes para inducir a los actores políticos a com-portarse responsablemente y atentos al interés público, la competitividad electoral hace redituables estrategias políticas dirigidas a “politizar” la regu-lación vigente. En el caso mexicano, debido a que los votos no solamente se traducen en escaños o en el acceso al poder ejecutivo, sino que traen apare-jados cuantiosos recursos públicos, el funcionamiento de la representación política y las debilidades de los mecanismos de rendición de cuentas bajan los costos de las estrategias que desgastan la gobernanza electoral.

Si el imperativo es ganar elecciones y acumular la mayor cantidad de votos posibles, para los actores políticos resultan redituables las tácticas que

41 Una propuesta elaborada por el Comité Conciudadano para la Reforma Electoral y presen-tada a los legisladores –aunque pasada por alto–, estaba mejor integrada y contenía lineamientos para avanzar de manera coherente en la mejora de la regulación y conducción de las elecciones. Véase Propuesta ciudadana de Reforma Electoral (documento de trabajo), Comité Conciudadano para la Reforma Electoral, Incide Social, A. C., México, julio de 2007. Localizada en <www.comiteconciu-dadano.blogspot.com>.

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se formulan en los límites de la legalidad. Por supuesto, agencias de gober-nanza electoral profesionalizadas y autónomas pueden imponer sanciones a los comportamientos indebidos de los contendientes. Por eso mismo los órganos de gobernanza electoral son un botín preciado por los partidos políticos. Estos se disputarán el favor y la aquiescencia de los árbitros al colocar a funcionarios de bajo perfil o buscar la manera de ejercer control sobre las funciones de gobernanza electoral. Desde el punto de vista de los agentes regulados durante las elecciones –los partidos políticos, los can-didatos, etc.–, las agencias de gobernanza electoral deberían ser dóciles y manipulables, pero lo suficientemente capaces para evitar la anarquía y los conflictos electorales.

Las tácticas competitivas en los márgenes de la legalidad, que ponen a prueba la capacidad de los órganos de gobernanza electoral, son un fenó-meno generalizado. Hay sucesos que son más bien para un inventario de la picaresca política: ante la prohibición que hace el COFIPE de 2008 a los gobernantes de promocionar su imagen en periodos no electorales, el alcal-de panista de la ciudad de Toluca, en el Estado de México, Juan Rodolfo Sánchez, en lugar de aparecer él mismo en los anuncios en la vía pública que difundían las obras de su gobierno, se las arregló para que lo hiciera una persona con quien tenía un extraordinario parecido: “un clon”.42

De mayor alcance resultaron los “destapes” tempranos de los aspi-rantes a los puestos de gobierno. Una dinámica novedosa en la democracia mexicana fue el surgimiento repentino de “precandidatos”, que hacían cam-paña para obtener la nominación de su partido al cargo que fuere, antes del inicio formal de las campañas electorales. Así fue como Vicente Fox obtuvo la nominación de su partido para contender por la presidencia de México en 1999, después de estar en “precampaña” desde 1997. Sin embargo, pron-to quedó de manifiesto que en las precampañas se ponían en juego cuan-tiosos recursos materiales y financieros difícilmente auditables. La falta de instrumentos para fiscalizar el origen y el manejo de esos recursos fue una de las razones por las cuales el nuevo COFIPE introdujo lineamientos para las precampañas. El problema, con todo, no se solucionó. Al prepararse las elecciones federales de 2009 se hizo evidente que la delincuencia organiza-da y el narcotráfico podían intervenir activamente en el financiamiento de precandidatos y candidatos a los puestos de elección popular. Las tareas de supervisión y fiscalización tendentes a evitar que el “dinero sucio” flu-

42 “Desata polémica clon del alcalde”, Reforma, 17 de junio de 2008.

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yera en la contienda electoral se enfrentaron a los problemas de coordina-ción entre el IFE, los partidos políticos –que se mostraron poco decididos a enfrentar el problema– y las dependencias del gobierno federal que debían colaborar en el asunto –la Secretaría de Gobernación y la Fiscalía Especia-lizada en Delitos Electorales.

Durante las campañas electorales la tensión sobre las normas y las agen-cias de gobernanza electoral escala en intensidad: lo reñido de las elecciones favorece las estrategias de alto riesgo. Los partidos apuestan a que los órganos reguladores enfrentarán dificultades para detectar y sancionar las irregulari-dades en la contienda. Las anulaciones de distintos comicios efectuadas por el TEPJF ilustran este punto43 –por ejemplo, las elecciones de gobernador en Tabasco, en el año 2000, y en Colima, en 2001. A pesar de los precedentes es-tablecidos por la anulación de diversos comicios, sobre todo en contiendas locales, la limpieza en las elecciones sigue haciendo falta. Las elecciones para gobernador en Oaxaca y en Veracruz, en 2004, o las de Tabasco en 2006 y Yucatán en 2007, por mencionar algunas, se caracterizaron por ser ásperas y conflictivas. En ninguno de estos casos fue necesario reponer la elección del ejecutivo estatal, pero quedaron lejos de servir como ejemplos de pulcritud.

El refinamiento de las estrategias que bordan sobre los límites de lo legal queda de manifiesto en una grabación del gobernador de Veracruz, Fidel Herrera, filtrada a la prensa.44 A pesar de haber abanderado la “fi-delidad por Veracruz” en su campaña, Fidel Herrera obtuvo un triunfo apretado en la elección de gobernador en 2004. A partir de ese momento, como lo atestigua la grabación, su gobierno dio prioridad a preparar la elección intermedia de 2007, en la que el PRI obtuvo un triunfo arrollador. Las “técnicas electorales” a las que se hacía alusión incluían un repertorio de tácticas de canalización de recursos públicos y de compra y coacción del voto.

Las multas recibidas por el PRI y el PAN a causa de los casos “Pemexga-te” y “Amigos de Fox”, también sirven para ilustrar el punto. Las estrategias ilegales desarrolladas por el PRI y el PAN tenían la expectativa de que los huecos legales en la fiscalización de los recursos financieros de los partidos políticos les permitieran salir ilesos. Tenían frente a sí una elección presi-dencial competida y a una autoridad electoral recientemente conformada,

43 El TEPJF, en su primera época (1996-2006), adoptó una política activa y garantista. Véase Nieto, Interpretación, 2003.

44 “Dirige elecciones Fidel Herrera”, Reforma, 28 de mayo de 2009.

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de la que no se esperaba que emitiera tales sanciones. Cuando el IFE con-denó las irregularidades cometidas, los propios partidos políticos parecían no dar crédito a lo sucedido. Las represalias que tomaron posteriormente lesionaron no sólo al IFE, sino la credibilidad en las instituciones en general. Aunque en escala menor, esta misma táctica se repitió en 2006, en el caso de la propaganda política. Los partidos, en conjunto, dejaron sin reportar el origen de los recursos que emplearon para adquirir 281 000 anuncios televisivos que emplearon durante la contienda electoral –37% del total detectado por el IFE.45 No es muy difícil adivinar que calcularon, tal como sucedió posteriormente, que el IFE tendría dificultades para auditar esos recursos y para sancionar las irregularidades.

El Partido Verde, por mencionar un caso más, previo a las campañas de 2009, no solamente consiguió evadir las sanciones que le había impuesto al IFE, sino que consiguió que el Tribunal Electoral emitiera una sentencia en un sentido directamente opuesto al de la reforma constitucional de 2007. Antes de que se iniciara formalmente la contienda electoral de 2009, apa-recieron en televisión legisladores del Partido Verde que dieron a conocer sus acciones al público. El IFE multó a dicho partido por violar uno de los preceptos de la nueva legislación electoral: ningún partido político puede adquirir tiempo en radio y televisión para hacer proselitismo. El TEPJF, al responder a la impugnación promovida por el Verde, en sentencia del 8 de mayo de 2009, resolvió anular la multa y, así, prácticamente, permitir que los partidos continuaran adquiriendo publicidad en medios sin intermedia-ción del Instituo Federal Electoral.

Por otra parte, el marco institucional en el que se llevan a cabo las elecciones en México tiene una segunda consecuencia: persiguiendo el obje-tivo de obtener triunfos electorales, una estrategia rentable para los partidos es colonizar los órganos de gobernanza electoral. Para asegurarse de que vence a sus contrincantes, cada partido político buscará la manera de ob-tener un trato privilegiado de los órganos de gobernanza electoral, a la vez que persigue que las regulaciones establecidas se apliquen sin restricciones a los demás. Desde luego, esta era la ventaja que tuvo el PRI durante déca-das; la diferencia consiste en que la oportunidad de influir en la conducción de las elecciones, aunque sea de manera parcial, se generalizó a los demás partidos. Esto repercute, necesariamente, de manera adversa en el desem-

45 “Gastan partidos $3 000 millones. IFE”, Reforma, 17 de mayo de 2007. “Ignora el IFE quiénes financiaron 200 000 spots a partidos políticos”, La Jornada, 17 de mayo de 2007.

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peño autónomo y profesionalizado de los órganos federales y estatales de gobernanza electoral.

La conformación del Consejo General del IFE ha desempeñado un pa-pel sensible en la institucionalización de la democracia. Tras la reforma de 1996, los principales partidos consiguieron establecer un equilibrio en la de-signación de los consejeros electorales, que fue el garante de la confianza de los partidos y la sociedad civil en el IFE. Además, fue una de las condiciones que propiciaron el desarrollo autónomo y vigoroso de este órgano, a raíz del pluralismo y la iniciativa que caracterizó al Consejo General nombrado en 1996.46 Uno de los principales desafíos que enfrentaron esos consejeros fue, precisamente, neutralizar y profesionalizar el aparato administrativo del IFE, que en gran medida seguía controlado por el partido que había equipado a este órgano desde 1990 –el PRI. La renovación del Consejo Ge-neral en 2003 tuvo un fuerte impacto político, precisamente porque en ese proceso se rompió el equilibrio alcanzado en 1996. En 2003, el PRI y el PAN se repartieron en cuotas la designación de los siete consejeros del IFE. Con esta medida, no solamente pusieron en evidencia su poca disposición a tole-rar un órgano con una “autonomía empoderada”,47 sino que mostraron una grave miopía al no reconocer la relevancia de que el PRD, la tercera fuerza política, al quedar excluido del reparto, cuestionara la legitimidad del IFE. Se trataba de un asunto que iba más allá de la “partidización” del Consejo General. Lo que se ponía en juego era el grado en que los acuerdos parti-distas servían para motivar la lealtad al sistema de los actores relevantes. Las consecuencias del proceso de designación del Consejo General del IFE se manifestaron en el proceso electoral de 2006. Durante esta contienda, los consejeros no consiguieron reivindicar su capacidad ni su legitimidad. Esto fue uno de los detonantes de la crisis poselectoral de ese año.

La reforma de 2007 ofrecía la oportunidad de establecer un nuevo equilibrio en torno al Consejo General del IFE, al hacer necesaria la reno-vación parcial de los consejeros. Los partidos no pudieron aprovechar esta ocasión sin dejarse llevar nuevamente por intereses de corto alcance. El proceso en el que serían reemplazados Luis Carlos Ugalde y dos consejeros más, fue accidentado e ineficaz. En noviembre de 2007, el Congreso emitió una convocatoria para que los interesados en ocupar los puestos de conse-jeros concursaran por esos cargos, se presentaron en total 439 aspirantes.

46 Ackerman, Organismos, 2007, y Alonso y Aziz, “Campo”, 2005. 47 Ackerman, “Autoridad”, 2006.

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Estos serían evaluados por una comisión especial y, quienes obtuvieran las mejores calificaciones, serían considerados seriamente para el cargo. Final-mente, el procedimiento para designar a los consejeros siguió una lógica bastante más prosaica: los tres partidos principales proponían sus opciones preferidas, esperando postular alguna que no contara con el veto de nin-guno de los otros. Sin embargo, no fue posible conformar una terna que no tuviera al menos un veto de alguno de los partidos. El mandato legal para designar a los nuevos consejeros en un tiempo límite se venció el 14 de diciembre de 2007, sin que se hubiera alcanzado ningún acuerdo. Esta situación generó tensiones y desgaste, tanto entre los partidos y los aspiran-tes como en la opinión pública. En esta coyuntura, el consejero presidente presentó su renuncia y se retiró del cargo.48 El asunto no se resolvió sino hasta un par de meses después, en la madrugada del 7 de febrero de 2008, cuando una terna consiguió el visto bueno de cada partido.

Las mismas tensiones en torno a la conformación de los órganos de administración electoral se observan a escala subnacional. En los estados, los partidos políticos están atentos a la menor oportunidad de ganar in-fluencia y control sobre los órganos de administración y justicia electoral. En Yucatán, todavía en el año 2001, ante la cercanía de las elecciones para gobernador, el entonces titular del poder ejecutivo estatal, el priista Víctor Cervera Pacheco, sin muchos ambages, promovió la conformación de un órgano electoral a modo para favorecer a su candidato. Los partidos de oposición impugnaron las acciones del gobernador, lo que motivó la inter-vención del TEPJF.49 Apelando al federalismo y la soberanía de los estados, Cervera Pacheco no aceptó el consejo nombrado por el TEPJF, y dio lugar a un conflicto que se prolongó durante varios meses. La presión política obligó al gobernador a ceder; en esas elecciones, una coalición liderada por el PAN obtuvo el triunfo en la elección de gobernador.

Los intentos partidistas por colonizar los órganos de gobernanza electoral no siempre suelen ser estridentes. Resulta más eficaz promover reformas legislativas o alcanzar acuerdos entre los partidos durante los pro-cesos de designación de los funcionarios electorales. En algunos casos, es preferible para los beneficiarios no modificar el statu quo, como lo ilustra el caso guanajuatense, en el que la legislación favorece el control del poder eje-

48 Su versión de los acontecimientos se encuentra en Ugalde, Así, 2008. 49 Una revisión de este caso y de la anulación de las elecciones en Tabasco en el año 2000 se

presenta en Berruecos, “Electoral”, 2003. Una revisión minuciosa de las contiendas poselectorales la realiza Eisendstadt, Courting, 2004.

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cutivo sobre el Consejo Electoral estatal.50 Atendiendo el caso del Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF), Rosa María Mirón relata detallada-mente la manera en que los legisladores del PRD, durante la administración de López Obrador, en aras de la austeridad y la eficiencia, debilitaron la autonomía del IEDF a través de reformas a su estructura organizacional. En 2005, durante el proceso de designación de los integrantes de un nue-vo Consejo Electoral, los perredistas sencillamente acordaron con el PAN y el PRI el número de consejeros que correspondían a cada partido.51 En el mismo sentido, la reforma electoral de Veracruz en 2004 aprobó que en periodos no electorales fueran los partidos políticos quienes habrían de asu-mir la conducción del Instituto Electoral del estado.52 La autonomía de este órgano electoral quedaba así socavada mediante una argucia legislativa; nuevamente en nombre de un manejo más eficiente de los recursos públi-cos. La Suprema Corte declaró inconstitucional tal medida, a partir de una acción promovida por el Partido de la Revolución Democrática.

La reforma de 2007, entre otras consecuencias, abrió un espacio de oportunidad para que los partidos estatales redefinieran a su favor la es-tructura y conformación de los órganos electorales. Dicha reforma obligó a los estados a modificar su legislación electoral para hacerla compatible con la reforma constitucional aprobada en ese año. Sirva como ilustración lo sucedido en dos de los más importantes estados del país y en el Distrito Federal. En la capital, en 2008, se aprobó una reforma al Código Electoral que establecía la renovación anticipada del Consejo del Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF). Esta disposición fue anulada por la Suprema Corte y por el TEPJF. En este contexto, la mayoría de los consejeros del IEDF acor-dó destituir al consejero presidente de este órgano, con quien tenían una confrontación abierta. Este trance se originó en las pugnas entre las “tribus” del PRD en la Asamblea Legislativa, se intensificó con la intervención del ti-tular de la Contraloría Interna, nombrado por dicha Asamblea, y contó con el beneplácito del PAN y los otros partidos de oposición. El TEPJF restituyó al consejero presidente, pero este, luego de un periodo de incertidumbre e inestabilidad institucional, terminó renunciando al cargo.

En ese mismo año, en el Estado de México, también sacando ventaja de una reforma a la legislación, los diputados locales motivaron la renun-

50 Rionda, “Guanajuato”, 2009. 51 Mirón, “Código”, 2009. 52 Berger, “Reformas”, 2009.

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cia del consejero presidente del Instituto Electoral del Estado de México (IEEM), al transferir muchas de sus atribuciones a una instancia administra-tiva, la Secretaría General Ejecutiva, nombrada por el Congreso local. De este proceso cabe destacar dos aspectos: tras destituir a varios consejeros del cargo, los diputados nombraron a nuevos integrantes del Consejo del IEEM. Entre ellos, a la esposa de un diputado local por el PRD. El segundo: el consejero presidente que fue nombrado en sustitución del que renunciara a su cargo, reconoció abiertamente que estaba vinculado con el PAN. Estos arreglos ilustran la lógica de abierta partidización y deslegitimación que, de acuerdo con Arzuaga y Vivero, han afectado al IEEM.53 Nada menos, en la víspera de las elecciones de 2005, todos los integrantes del Consejo General fueron removidos por el Congreso local a partir de presuntos actos de corrupción.

De igual manera, tras la reforma federal de 2007, en Jalisco tuvo lugar un proceso semejante al ocurrido en el Estado de México –y en otros esta-dos, como San Luis Potosí. El Congreso local aprobó modificaciones al có-digo electoral para adecuarlo a las reformas federales. Esta ocasión pareció oportuna a los legisladores para asignar a sus partidos una jugosa partida presupuestal. De paso, aprovecharon para refundar el instituto electoral local y, ya entrados en materia, renovar a los miembros del consejo del Ins-tituto Electoral del Estado de Jalisco (IEEJ). Un giro de este tipo generaría inconformidad en la opinión pública y entre los principales implicados. Por ello, anticipándose a la polémica, los legisladores tomaron las precauciones debidas. Contaban ya con una partida millonaria para persuadir a los con-sejeros salientes para dejar sus puestos sin escándalo.54

Las situaciones y acontecimientos mencionados forman parte de una serie más amplia de intercambios entre los órganos de gobernanza electoral y los agentes a los que regulan. El propósito ha sido ilustrar algunas consecuen-cias que han tenido, en términos de la gobernanza electoral, las estrategias de los actores políticos en el marco institucional vigente. Con todo, a reser- va de que algún suceso modifique los parámetros actuales, es previsible que las dinámicas descritas se acentúen en torno a las elecciones presidenciales de 2012. Con la siguiente elección presidencial en perspectiva, los órganos del sistema de gobernanza deberán aplicar vigorosamente la normatividad y ofrecer soluciones eficaces y certeras en momentos críticos.

53 Arzuaga y Vivero, “Transición”, 2009. 54 “Gastará Jalisco 25 millones de pesos para liquidar a consejeros electorales”, La Jornada, 25

de septiembre de 2008.

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La cuestión está, sin embargo, en que luego del conflicto de 2006 los órganos electorales federales se han encontrado con dificultades para reconstituirse como garantes de la legalidad electoral en momentos clave. Aunque el proceso electoral de 2009 se llevó a cabo con un grado notable de eficacia, la curva de aprendizaje para instituir la reforma de 2007 por la que atravesaron el IFE, el TEPJF y los órganos administrativos y jurisdiccio-nales en materia electoral en el país, siguió una ruta accidentada y errática. El Consejo General del IFE se vio en apuros durante las campañas de 2009 para sacar adelante responsabilidades como las de regular el acceso a los medios de comunicación e inducir el acatamiento de las disposiciones de la reforma. Estos problemas se originaron, en parte, porque los legisladores dejaron pendiente la expedición de ajustes a varias leyes y reglamentos para adaptarlos a la reforma de 2007.55 No obstante, otros incidentes generaban interrogantes acerca de la capacidad del IFE para asumirse como órgano re-gulador proactivo y garantista. Un caso sintomático fue la votación dividi-da mediante la que se aprobó “perdonar” las multas a Televisa, a Televisión Azteca y otras compañías televisivas por su actitud desafiante y las conduc-tas atípicas en la transmisión de publicidad política conforme a la reforma de 2007.56 La obstinación de un grupo de consejeros en pasar por alto las irregularidades cometidas por las televisoras sugería que los intereses que defendían no eran precisamente los del público.57

El desempeño del TEPJF, a su vez, dio lugar a dudas semejantes. Los magistrados que resolvieron las impugnaciones legales en torno a la elec-ción presidencial dejaron su puesto en 2006. Así, los nuevos magistrados pronto se vieron envueltos en la polémica, debido al escándalo que rodeó la renuncia de Flavio Galván a la presidencia del Tribunal —a la presiden-cia, pero no a su puesto de magistrado. Galván se vio obligado a dejar el

55 “Llega IFE rebasado a las campañas”, Reforma, 30 de abril de 2009. 56 “Se empecina el IFE en perdonar multa a Televisa”, Reforma, 13 de marzo de 2009. 57 Otro incidente daba cuenta de que algunos consejeros se ocupaban de cuestiones más mun-

danas: en febrero de 2009, en medio de una acelerada profundización de la crisis económica en México, en la que se habían perdido masivamente empleos y el valor del peso se había devaluado hasta 50%, los consejeros anunciaron que aplicarían una cláusula constitucional que les permitía ho-mologar sus salarios a los de los magistrados de la Suprema Corte. Esto implicaba dejar de percibir un salario mensual de 177 000 pesos, para obtener uno de 330 000 –cuando el monto del salario mínimo mensual es, aproximadamente, 200 veces menor: 1 644 pesos. Una airada protesta pública los hizo revertir la medida. Algunos días después de anunciar que no se subirían el sueldo, seguía abierta la posibilidad del incremento salarial: “Simulan en el IFE reducción salarial”, Reforma, 28 de febrero de 2009. Los magistrados de la Suprema Corte –y otros funcionarios del poder judicial–, en cambio, no se sintieron aludidos: incrementaron su salario mensual a 347 000 pesos (“Ministros de la Corte suben su sueldo a $347 000”, La Jornada, 27 de febrero de 2009).

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cargo que ocupaba a raíz de las investigaciones realizadas por el Consejo de la Judicatura Federal. La Judicatura indagaba las irregularidades come-tidas en la adquisición de un edificio para el tribunal, y en otros asuntos administrativos, en las que se vio directamente involucrada la coordina-dora de asesores del magistrado.58 Luego de este accidentado inicio, hacia las elecciones intermedias de 2009, el TEPJF se caracterizó por asumir una política de confrontación con el IFE. Ante todo, el Tribunal se colocó en el centro de la atención pública al emitir un conjunto de sentencias –erráticas e incongruentes, a decir de diversos observadores–59 que afectaron sustan-tivamente los procesos políticos.60

Ante la elección presidencial que se avecina, robustecer las capacida-des del IFE y el Tribunal Electoral para hacer valer la legalidad y conferir certeza a los procesos electorales, continua siendo un reto crucial para la democracia mexicana. El trayecto por recorrer es cuesta arriba.

CONCLUSIONES

En este capítulo he analizado la relación entre las instituciones políticas, las estrategias partidistas y la gobernanza electoral en México. He señalado que las reglas electorales dificultan, por un lado, la formación de gobiernos de mayoría que puedan actuar decisivamente; y, por el otro, tampoco pro-porcionan incentivos claros para la cooperación interpartidista. Al mismo tiempo, los arreglos institucionales del sistema político limitan el control que ejercen los electores mediante el voto: la prohibición de la reelección

58 “Renuncia Flavio Galván a presidencia del TEPJF”, El Universal, 7 de agosto de 2007; “Exigen legisladores renuncia de Galván”, Reforma, 8 de agosto de 2007.

59 Acerca del desempeño del tribunal, véase: “Errática y preocupante, la orientación del TEPJF en sus fallos”, comunicado de prensa del Comité Conciudadano para la Observación Electoral, México, 21 de mayo de 2009. Un trabajo que recoge ensayos críticos acerca del desempeño de la Suprema Corte, el TEPJF y el IFE respecto a la reforma de 2007 es Democracia sin garantes. Las autori-dades vs. la reforma electoral. Véase Córdoba y Salazar, Democracia, 2009. Véase también el reportaje publicado en Enfoque del periódico Reforma, del día 14 de junio de 2009: “El Tribunal cuestionado”, por Martha Martínez, pp. 3-7; asimismo, “Preocupa conducta del Tribunal”, Reforma, 16 de junio de 2009.

60 Se mencionó más arriba la sentencia que benefició al Partido Verde. Otro caso sobresaliente fue la anulación de la candidatura de la perredista Carla Brugada a la jefatura delegacional de Izta-palapa, a favor de la también perredista Silvia Oliva. Esta sentencia ocurrió a pocas semanas de los comicios. Para sostener a su candidata, el líder de esa facción del PRD, López Obrador, desarrolló una complicada estratagema que dependía de que el candidato del PT ganara la elección y luego cediera su lugar a Brugada.

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en los puestos de elección popular, el sistema de listas cerradas en la elec-ción de legisladores y los altos costos asociados a la formación de partidos políticos reducen significativamente la influencia de los ciudadanos en la conducción del proceso político. La función representativa que ejercen los partidos políticos ha quedado severamente debilitada en virtud de tales condiciones.

Estos arreglos institucionales no solamente han limitado la función de las elecciones como “instrumentos de la democracia”,61 sino que han sido clave al configurar el marco regulatorio y el funcionamiento del siste-ma de gobernanza electoral mexicano. En este capítulo he mostrado que el surgimiento y consolidación de la gobernanza electoral ha tenido lugar en circunstancias que impedían la coordinación entre los partidos políticos para proporcionar soluciones creíbles a la tarea asociada de darle certeza y legitimidad a las elecciones. Estas circunstancias, sin embargo, han estado definidas por el poder relativo de los partidos, sus intereses inmediatos y las negociaciones que se han realizado en consecuencia. Por tal motivo, el desa-rrollo de las instituciones de gobernanza electoral se ha ido incrementando para proporcionar respuestas urgentes y coyunturales.

Los cambios en la gobernanza electoral han tenido lugar desligados de una reforma “estructural” del sistema electoral y de las instituciones políticas. La reforma del Estado mexicano es necesaria para renovar los incentivos y alinear las estrategias partidistas con el interés público.62 Sin embargo, las dificultades que enfrentan los partidos políticos para implantar una reforma de largo alcance se han combinado con la urgencia que tienen de competir en elecciones municipales, estatales y federales. Las estrategias de los par-tidos, entonces, se han dirigido a diversificar sus repertorios competitivos, en ocasiones empujando o tergiversando los límites de lo legal, e incluso tratando de inclinar a su favor los órganos de gobernanza electoral.

Esta revisión de la relación entre las estrategias partidistas y el desa-rrollo de la gobernanza electoral en México aporta elementos para situar el análisis de la gobernanza electoral en relación con el diseño de las insti-tuciones políticas. La principal implicación de este análisis es que las estra-tegias partidistas no habrán de modificarse sustantivamente en tanto no se modifiquen de alguna forma los incentivos institucionales. Esto no significa

61 Powell, Elections, 2000. 62 Una cuestión adicional es lo que habría que reformar y en qué dirección. Respecto al sistema

electoral y al régimen político, una discusión oportuna se encuentra en Negretto, “Reforma”, 2006.

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que el rediseño institucional sea la panacea. Transformaciones de distinta índole pueden impulsarse a partir de los cambios en las preferencias del electorado, en la capacidad de organización colectiva de los ciudadanos o de las acciones de los liderazgos políticos. Con todo, la revisión de diver-sos aspectos de las instituciones representativas parece ser una condición necesaria para mejorar el desempeño de la democracia. Dar paso a esta re-definición, sin embargo, se enfrenta a las dificultades para efectuar cambios constitucionales de fondo, ya que los principales beneficiarios del statu quo son los propios partidos políticos.