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GREG ILES se graduó en la Universidad de Mississippi y actuó en el grupo musical Franky Scarlet durante varios años, antes de dedicarse por completo a la escritura. Autor de enorme éxito en Estados Unidos, sus novelas abarcan una gran variedad de temas, y todos ellos han sido best-sellers no sólo en su país sino también en el resto del mundo. Se han traducido al castellano Gas letal, y El prisionero de Spandau, muy alabada por John Grisham. En este sello está prevista la publicación del resto de su obra, que seguirá próximamente con El tercer grado. Vive con su mujer y sus dos hijos en Natchez, Mississippi.

Greg Iles Sueño Mortal

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GREG ILES se graduó en la Universidad de Mississippi y actuó en el grupo musical Franky Scarlet durante varios años, antes de dedicarse por completo a la escritura.

Autor de enorme éxito en Estados Unidos, sus novelas abarcan una gran variedad de temas, y todos ellos han sido best-sellers no sólo en su país sino también en el resto del mundo. Se han traducido al castellano Gas letal, y El prisionero de Spandau, muy alabada por John Grisham.

En este sello está prevista la publicación del resto de su obra, que seguirá próximamente con El tercer grado.

Vive con su mujer y sus dos hijos en Natchez, Mississippi.

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Jordan Glass es una fotógrafa de éxito. Estando de vacaciones en Hong Kong, decide visitar el Museo de Arte. Allí observa que muchos la miran con curios-dad. Al cabo de unos minutos se encuentra con una exposición de un pintor anónimo titulada Mujeres desnudas en reposo, que exhibe una misteriosa serie de cuadros que han causado sensación en el mundo del arte moderno. Los expertos han llegado a la conclusión de que las telas muestran mujeres desnudas que no están dormidas, sino muertas... Cuando Jordan se acerca al último cuadro de la serie, la sangre se le congela: la mujer del cuadro es idéntica a ella misma.

.«Un potente thriller.»

THE NEW YORK TIMES BOOK REVIEW

«Iles continúa asombrando. Sueño mortalda en el blanco con una trama sólida,unos personajes perfectos y un ritmo

endiabladamente calibrado.»PUBLISHERS WEEKLY

«Iles es un gran creador de atmósferas. Y esta novela es además sexy y provocativa.»

BOOKLIST

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Greg Iles

Sueño mortal

Traducción de Diana Trujillo

mosaico

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En memoria de Silous Marty Kemp

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Dejé de disparar a la gente hace seis meses, nada más ganar el Premio Pulitzer. Las personas siempre fueron mi punto fuerte, pero me habían empezado a agotar mucho antes de ganar el premio. De todos modos, seguí apuntándoles en una especie de búsqueda a ciegas en la que ni sabía que estaba. Es difícil aducirlo, pero el Pulitzer fue para mí un hito diferente que para la mayoría de fotógrafos. Resulta que mi padre lo ganó dos veces, la primera, en 1966, por una serie en McComb, Mississippi. La segunda, en 1972, por un disparo en la frontera de Camboya. Aunque él en realidad nunca presentó esa foto. La película en la que estaba la fotografía ganadora fue extraída de su cámara por los marines estadounidenses en el lado equivocado del río Mekong. La cámara fue todo lo que encontraron. Veinte exposiciones de Tri-X dejaban muy clara la secuencia de los hechos. Disparando su Nikon F2 con motor a cinco exposiciones por segundo, mi padre registró la brutal ejecución de una prisionera a manos de un soldado de los Jemeres Rojos y luego captó la cara del verdugo en el momento en que la pistola se giraba hacía el valiente aunque insensato hombre que le apuntaba con su cámara. Yo tenía doce años y estaba a dieciséis mil kilómetros de distancia, pero esa bala me atravesó el corazón. Jonathan Glass ya era una leyenda mucho antes de ese día, pero la fama no consuela a una niña solitaria. Cuando era pequeña, no veía mucho a mi padre, de modo que seguir sus pasos ha sido una manera de llegar a conocerlo. Todavía llevo su Nikon, averiada por tantas batallas, en la bolsa. Es un dinosaurio para los estándares actuales, pero con ella gané el Pulitzer. Probablemente él se burlaría de mi sentimentalismo al usar su vieja cámara, pero sé lo que diría sobre que yo haya ganado el premio: «No está mal, para una chica».

Y entonces me abrazaría. Dios mío, cómo extraño ese abrazo. Como el abrazo de un gran oso, me tragaba por completo, me protegía del mundo. Hace veintiocho años que no siento esos brazos, pero me resultan tan familiares como el aroma del osmanto que plantó bajo mi ventana cuando cumplí ocho años. En ese momento a mí no me pareció que un árbol fuera un regalo de cumpleaños muy interesante pero después, después de irse, el aroma hipnótico que penetraba por la ventana abierta durante la noche era como el espíritu de mi padre que me cuidaba. Hace mucho tiempo que no duermo junto a esa ventana.

Para la mayoría de los fotógrafos, ganar el Pulitzer es un triunfo de confirmación, un principio trascendente, el punto a partir del cual empieza a sonar el teléfono con las ofertas de trabajo soñadas. Para mí fue un punto de detención. Ya había ganado dos veces el Premio Capa, que es el que importa para los que saben. En 1936, Robert Capa tomó la foto inmortal de un soldado

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español en el instante en que lo alcanzaba una bala fatal, y su nombre es sinónimo de coraje en la línea de fuego. Capa brindó su amistad a mi padre cuando éste era un muchacho y estaba en Europa, poco después de que Capa, Cartier-Bresson y dos amigos fundaran Magnum Photos. Tres años más tarde, en 1954, Capa pisó una mina terrestre en lo que entonces se conocía como la Indochina francesa y sentó un precedente trágico que mi padre, Sean Flynn (el intrépido hijo de Errol) y otros treinta fotógrafos norteamericanos seguirían de una manera u otra durante las tres décadas del conflicto conocido por el público norteamericano como la Guerra de Vietnam. Pero el público no conoce el Premio Capa, ni le importa. Conoce el Pulitzer y eso es lo que convierte a los ganadores en un buen producto en el mercado.Después de ganar, me llovieron nuevos encargos. Los rechacé todos. Tenía treinta y nueve años, estaba soltera (aunque no faltaban candidatos) y había pasado el estado mental conocido como «quemada» cinco años antes de poner el Pulitzer en el estante. La razón era sencilla. Mi trabajo, reducido a lo esencial, ha consistido en plasmar el espeluznante paso de la muerte por el mundo. La muerte puede ser natural, pero la mayoría de las veces yo la veo como una manifestación del mal. Y, como otros profesionales que ven la muerte cara a cara (policías, soldados, médicos, sacerdotes), los fotógrafos de guerra envejecen más rápidamente que la gente normal. Los años de más no siempre se ven, pero uno los siente en las profundidades, en la médula y en el corazón. Te pesan de un modo que pocos pueden comprender al margen de nuestra pequeña hermandad, es más, de nuestra hermandad masculina, porque pocas mujeres se dedican a esto. No es difícil adivinar por qué. Como dijo una vez Dickey Chappeíle, una mujer que fotografió combates desde la Segunda Guerra Mundial hasta Vietnam: «Aquí no hay lugar para lo femenino».Sin embargo, no fue nada de esto lo que me hizo parar. Se puede caminar por un campo de batalla sembrado de cadáveres y encontrarse con una criatura huérfana tendida sobre el cuerpo de su madre muerta y no sentir una fracción de lo que se siente cuando se pierde a un ser querido. La muerte ha marcado mi vida con una pérdida casi insoportable, y la odio. La muerte es mi enemigo mortal. Tal vez sea arrogante de mi parte, pero lo digo sinceramente. Cuando mi padre giró su cámara hacia el soldado asesino de los Jemeres Rojos, seguramente supo que su vida estaba perdida. De todos modos, tomó la fotografía. Él no logró salir de Camboya, pero su foto sí, e influyó mucho en el cambio de opinión de los Estados Unidos sobre esa guerra. Yo viví toda mi vida según ese ejemplo, según el código no escrito de mi padre. De ahí que nadie se sorprendiera más o al comprobar que, cuando la muerte volvió a golpear a mi familia, el encontronazo me hiciera trastabillar.Me arrastré a lo largo de siete meses, trabajando, tuve un arrebato de creatividad que me hizo ganar el Pulitzer, hasta que un buen día, en un aeropuerto, me derrumbé. Me hospitalizaron durante seis días. Los médicos lo llaman trastorno por estrés pos-traumático. Les pregunté si esperaban que les pagara por semejante diagnóstico. Mis amigos más íntimos, e incluso mi agen- te, me dijeron sin rodeos que tenía que dejar de trabajar por un tiempo. Lo acepté. El problema era que no sabía cómo. Si me encuentro en una playa en Tahití, me pongo a imaginar encuadres, escudriño los ojos de los camareros o de la gente que pasa, buscando la vida detrás de la vida. A veces

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pienso que realmente me he convertido en una cámara, en un instrumento para registrar la realidad, que las máquinas exquisitas que llevo conmigo cuando trabajo no son sino extensiones de mí mente y de mis ojos. Para mí no hay vacaciones. Si tengo los ojos abiertos, estoy trabajando.

Afortunadamente, apareció una solución. Varios editores de Nueva York me perseguían desde hacía tiempo para que preparara un libro. Todos querían el mismo: mis fotografías de guerra. Entre la espada y la pared por mi crisis, hice un pacto con el diablo. A cambio de permitir a un editor de Viking que hiciera una antología de mis obras bélicas, acepté un anticipo do-ble: uno por ese libro y otro por el libro de mis sueños. En el libro de mis sueños no hay personas. Es decir, no hay rostros. Ni un par de ojos llenos de asombro o de terror. Su título provisional es El clima.El clima fue lo que me llevó a Hong Kong esta semana. Estuve hace unos meses para fotografiar el monzón cuando atraviesa una de las ciudades más atestadas del mundo. Fotografié el puerto Victoria desde el pico Victoria y el pico desde Central, maravillándome ante las diferentes maneras en que los ricos y los pobres soportan unas lluvias tan pesadas e inclementes que han llevado a más de un «ojos redondos» a la bebida o a cosas peores. Esta vez Hong Kong era sólo una escala hacia la China propiamente dicha, aunque planeé dos días allí para redondear mi archivo sobre Ja ciudad. Pero al segundo día todo el proyecto de mi libro se vino abajo. Sin avisos, ni un momento de clarividencia. Así es como suceden las cosas importantes en la vida. Un amigo de Reuters me había convencido para visitar el Museo de Arte de Hong Kong, para ver algunas acuarelas chinas. Me dijo que los pintores chinos antiguos habían alcanzado una pureza casi perfecta en sus imágenes de la naturaleza. Yo no sé nada de arte, pero supuse que valía la pena ver esas pinturas, aunque sólo fuera en busca de perspectiva. A última hora