GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    ETIENNE GILSON

    EL FILOSOFO

    Y

    LA TEOLOGIA

    A L O S L I B R O S DEL M O N O G R A M A

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    PREFACIO

     El titula de este libro es regalo de nuestra com-pañera y amiga DanielRops. El agradecimiento que aquí le exfresamos deberá librarlo además de toda 

    responsabilidad en relación con lo que sigue al títu-lo. Comprometerse con un tema así no carece de riesgos; y si bien uno está en su perfecto derecho de aceptarlos, no así puede exponer a ellos a sus amigos.

     El libro en sí no es una historia del pensamiento 

    católico contemporáneo. Por consiguiente rogamos que no se hagan deducciones a partir de determina-das ausencias. Unas se deben a que nunca he con-seguido comprender el pensamiento de lo ausente y  me parece medida sabia no decir nada de aquello cuya comprensión no se nos alcanza; otras tienen una explicación aun más sencilla en el hecho de que 

    las personas o las doctrinas en cuestión, cualesquiera que sean mi admiración y mi amistad hacia ellas, no han jugado, que yo sepa, ningún papel en esta his-toria completamente personal, cuyos grandes rasgos pretendo yo esbozar para descubrir su sentido.

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     El tema exacto de este libro es la aventura de un  joven francés educado en la religión católica, que 

    debe toda su educación a la Iglesia y toda su forma-ción filosófica a la Universidad, al cual Cito puso en relación con el problema de encontrar un sentido

     

    exacto a la noción de teología, y que consumió parte 

    de su vida en discutir este problema, y que encontró la respuesta demasiado tarde para que todavía pueda 

    servirle. Debe tenerse muy en cuenta que no vamos a ana-

    lizar aquí la historia de esta búsqueda. No ofrecería interés alguno. El relato de las idas y venidas de un

     

    historiador despistado por un pasado, cuyos hechos in-terpreta erróneamente, no enseñaría nada a nadie. 

     De forma que de ello sólo diremos lo estrictamente 

    necesario para que el libro tenga un tema. Hemos 

    querido únicamente que este libro sea un testimonio 

    de toda una larga serie de incertidumbres que, una vez ya libre de ellas, me gustaría alejar también de

     

    los demás y evitarles el error de comprometerse con 

    ellas. E .G.

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    I

     LAS INFANCIAS TEOLOGICAS

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    Un hombre de setenta y cinco años debería tenermuchas cosas que decir sobre su pasado, pero cuandose le invita a hablar de él, si ha vivido como filósofo,se da cuenta que no tiene pasado. Desde los tiemposde su juventud se le planteó un problema, y esteproblema continúa vivo, y aunque quizás ahora co-noce mejor los datos, nunca se apartó del problema.Un historiador que lo contemplase desde fuera pro-baría fácilmente lo contrario, pero el filósofo mismosabe que de todo lo que puede haber dicho sucesiva-mente, de tantos asertos diferentes y cuyo texto pa-rece a veces contradictorio, no hay nada que haya

    dejado de ser cierto para el, nada cuya verdad pro-funda no sea hoy capaz de encontrar y aprobar. Evo-lucionar es intentar cien y más veces resolver unúnico y mismo problema cuando sus datos contienenuna incógnita cuyo valor exacto, de todas maneras,se nos escapará siempre.

    Si es cristiano, este horrible tiene la impresión dehabitar Una especie de soledad interior. No es quecarezca de amistades, más bien la vida le ha llenadode ellas; pero al mismo tiempo que comparte con losotros hombres los gozos, las tristezas y los trabajos

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    de la vida en común, hay en él otra vida cuyas pe-

    ripecias sólo son conocidas de él mismo y cuya pro-funda continuidad es necesariamente traicionada porsus escritos. Todos los que filosofan están en estecaso. Es también por esto por lo que, precisamenteen tanto en cuanto coincide con este problema, co-mún quizás a millones de hombres, pero cuya posi-

    ción en su espíritu es personal y única, el filósofotiene la impresión de vMr en soledad. Sabe quemorirá rodeado por los límites que la misma inteli-gencia le ofrece, prisionero de su invencible necesi-dad. Pero el que filosofa come cristiano se sientemás irremediablemente aun soio, sobre todo en me-dio de nuestro siglo XX y en un país profundamentedescristianizado. Es penoso y, a la larga, agotador,no “hacer como todo el mundo”. Nadie, imagino,siente placer en notarse diferente, sobre todo en unamateria cuya causa es el sentido mismo de la vidahumana, pero las controversias cuyo objeto fue an-taño la noción de “filósofo cristiano” muestran con

    evidencia hasta que punto ha llegado a ser esta extrañaal espíritu de nuestros contemporáneos. Pase su in-tención de filosofar, pero si además confiesa su inten-ción de filosofar como cristiano, el que comete estaimprudencia se verá excluido de la sociedad de losfilósofos, se negarán simplemente a escucharle.

    Mucho ruido para nada, se dirá; si el filósofocristiano sufre por encontrarse al margen en una si-tuación inconfortable, ¿por qué no deja de quererfilosofar en cristiano? Después de todo, la mayorparte de los grandes filósofos no han tenido otrocuidado que filosofar como filósofos, e incluso el

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    buen sentido está en favor de su actitud. Esto es

    cierto, pero d consejo llega demasiado tarde paraque un viejo pueda aprovecharlo. Cuando se ha sidocristiano una vez, es demasiado tarde para no habersido cristiano nunca, y la simple verdad es que yono puedo elegir.

    Nadie nace cristiano, pero el que nace en el seno

    de una familia cristiana no tarda en serlo sin habersido consultado. Ni siquiera tiene conciencia de supaso. Sostenido, como se dice, en la fuente del bau-tismo, el niño recibe pasivamente un sacramento cu-

     yas consecuencias decidirán su futuro en el tiempo y en la eternidad. Su padrino dice por él el Credo y  

    adquiere en su nombre unos compromisos en tér-minos cuyo sentido no entiende ni él mismo. Nopor ello queda menos comprometido. De todas for-mas, la Iglesia le considera como tal, pues cuandomás tarde le pida, como hace cada año, “renovarlas promesas del bautismo”, se tratará de renovar

    aquellas mismas promesas que otros hicieron por élprimero. Es libre de no renovarlas, pero hay muchadiferencia entre no pertenecer a una Iglesia y negarseexpresamente a pertenecer a ella. El no bautizadoes un pagano; el bautizado que se niega a. honrarlas promesas del bautismo se separa de la Iglesia,

     y en tanto que depende de él el hacerlo, es un re-negado. Es cierto que la inmensa mayoría se dejasimplemente deslizar en la indiferencia sin tomar de-cisión formal, pero un filósofo no .dispone de estafacilidad. Llega un día en que hay que escoger entretomar uno mismo en su propio nombre los compro-

    misos que antaño otro adquirió por él en el bautismo,

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    o negarse formalmente a suscribirlos. Yo no sé loque ahora pensaría de haber tomado este último ca-mino; sólo sé que aún hoy, con plena conciencia

    de mi acto y con la lucidez de una decisión libre,renuevo formalmente los votos hechos en mi nombrealgunos días después de mi nacimiento. Algunos ve-rán en ello una gracia, otros no verán más que ceguera

     y prejuicio; sea lo que fuera, los tomo bajo mi ex-clusiva responsabilidad y no recuerdo por lo demás

    haberlos olvidado.Lo que no comprendo es que un filósofo cristiano

    pueda nunca alabarse de filosofar como si no fuesecristiano. El bautismo es un sacramento; no dependedel cristiano haber recibido sus gracias. La más sen-cilla oración a Dios implica la certidumbre de su

    existencia. La práctica de los sacramentos pone alniño en una vida de relaciones personales con Diosde las que ni siquiera se 1c ocurre pensar que ca-rezcan de objeto. Las palabras “Dios”, “Jesús”, “Ma-ría”, significan para él otras tantas personas reales.Tienen, que existir, puesto que se habla de ellas. LaIglesia vigila cuidadosamente para que ningún cris-tiano, por joven que sea, pronuncia palabras para élcarentes de sentido. Las controversias sobre la transubstanciación no turban el pensamiento del niñoque hace su primera comunión, pero su piedad haciala eucaristía no se equivoca de objeto. La hostia con-sagrada es verdaderamente para él la carne y la san-

    gre de Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, oculto a los ojos del cuerpo, peropresente a los de la fe bajo la apariencia del pan.Tod a su religión le es dada de una vez en este gran

    O o

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    sacramento, y si bien sólo la conoce imperfectamente, ya puede vivirla perfectamente. El niño no puede

    ser un doctor de la Iglesia, pero puede ser un santo.Por lo demás, no hay que despreciar la enseñanzareligiosa, por elemental que sea, que da el “catecis-mo”. Es, y lo era mucho más aun allá por el 1900,una introducción muy seria al conocimiento de laHistoria sagrada y al estudio de la teología. Los ca-

    tequistas de entonces no desdeñaban ni la razón ni•la filosofía, pero su objeto principal era explicar alos niños el sentido del Símbolo de los A póstoles; ahora bien, el Símbolo  se compone de artículos quese llaman expresamente “artículos de fe”, porque las verdades que encierran han llegado al conocimiento

    del hombre por el camino de la revelación divina yse ofrecen a su asentimiento como objetos de fe.Es esencialmente en esto en lo que, bajo la másmodesta de sus formas, la teología del catecismo me-rece verdaderamente ya su título. Es teología porquese funda en nuestra fe en lo que Dios mismo nos

    dice de su naturaleza, de nuestros deberes hacia él y de nuestro destino. Si la filosofía debe intervenir,sólo hablará cuando le toque, más tarde, y como enningún sentido tendrá nunca poder para añadir nadaa los artículos de la fe salvo para reforzarlos, se puededecir que en el orden del conocimiento saludable la

    filosofía llegará, no sólo más tarde, sino demasiadotarde.Es esto lo que hará tan difícil al cristiano con-

     vertirse en “un filósofo como los otros”, y es al mismotiempo la razón que los otros invocarán continua-mente para excluirle cortcsmente de su compañía.

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    Desde luego están en su derecho, pero esta exclusión•se comprende menos fácilmente cuando viene de los

    cristianos que, también ellos, se niegan a todo con-tacto con los filósofos que no sean libres, es decir,libres de toda dependencia de una religión.

    Sil actitud me ha parecido siempre sorprendente o,mejor dicho, incomprensible. Seguramente, hay mu-chos problemas filosóficos cuya solución puede buscar-

    se y encontrarse sin referencia alguna directa a la fe enla palabra de Dios, pero no podría decirse otro tantode los problemas fundamentales de la metafísica,de la teología natural y de la moral. Cuando el es¡píritu del cristiano joven despierta a la curiosidadmetafísica, la fe de su infancia ya le ha proporciona-

    do respuestas verdaderas para la mayor parte de lasgrandes interrogantes. Puede preguntarse incluso có-mo son ciertas, y es esto lo que hacen losi filósofoscristianos cuando buscan las justificaciones racionalesde toda verdad revelada accesible a la luz natural,pero cuando se ponen a ello hace ya mucho tiempoque todo está resuelto. Puede escucharse con un cier-to escepticismo los propósitos de un creyente quepretende filosofar al abrigo de toda influencia reli-giosa, pero, después de todo, ¿cómo juzgar de laconciencia de los otros? A mi propósito, debe bastardecir que nunca he concebido la posibilidad de estadivisión interna de un espíritu en el qüe una mitadcree independientemente mientras la otra filosofa a sumodo. El Símbolo de los A póstoles  y el Catecismo de la diócesis de París han ocupado desde mi infanciatodos los puntos estratégicos que dominan el cono-cimiento del mundo. Todavía creo lo que creía en-

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    tonces, y sin confundirse en absoluto con imí fe, quese niega a toda mezcla, mi filosofía de hoy está total-mente contenida dentro de mis; creencias.

    Esta pequeña iniciación teológica para uso de los■niños señala los espíritus con una marca indeleble.Lo mismo que los pobres y los ignorantes que daprimera predicación del cristianismo puso repentina-mente en posesión de una visión total del mundomás completa que la de ninguna filosofía, el niñorepite sin saberlo su experiencia. Recuérdese simple-mente el Credo, las oraciones cotidianas, donde losproblemas más peliagudos se consideran resueltos sinque el fiel que los afirma en sus respuestas haya

    tenido siquiera. que discutirlos o que planteárselos.Existe un solo Dios, padre todopoderoso, creadordel universo y su fin último, particularmente delhombre que, resucitado en su propia carne, está lla-mado a conocer y a gozar de su beatitud en una vida eterna. A la luz de estas verdades primeras, una

    historia del mundo resume en algunas palabras lasucesión de losi momentos privilegiados que jalonansu curso desde el origen hasta el final. Seguramenteson milagrosos, porque aunque se suceden en el tiem-po, el ser de estos momentos comunica con la eter-nidad de la que proceden. En el principio, el Verbo,

    que está en Dios y que es Dios; en el centro, toda- vía el Verbo, pero el Verbo hecho carne, Jesucristo,Hijo único del Padre, concebido del Espíritu Santo,nacido de la Virgen María, muerto en la cruz parasalvarnos, sepultado, descendido a los infiernos, peroresucitado de entre los muertos; y al final, siempre

    el Verbo, pero subido a los cielos, de donde vendrá

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    a concluir la historia del mundo y a juzgar a los vivos  y   a los muertos. De modo que, como estaba

    en el principio  y   en el medio de los tiempos, Jesu-cristo debe presidir un día su final. Entre tanto, supresencia aquí abajo se perpetúa en la santa Iglesiacatólica, apostólica  y   romana, sociedad perfecta que

     vive de la gracia  y  que inspira el Espíritu Santo.El efecto de una educación cristiana sobre el es-

    píritu de un joven es tanto más profunda cuanto quese asocia más estrechamente a la educación humanistaque dominó por tanto tiempo las escuelas francesas.Hoy en vía de extinción, al principio de este sigloel humanismo clásico estaba aún vigoroso, sobre todoen las instituciones de enseñanza libre dirigidas por

    sacerdotes. Y si el estudio del latín fuese a desapareceren nuestro país, encontraría sus últimos bastiones enlos colegios católicos. El latín es la lengua de la Igle-sia ; el doloroso envilecimiento de la liturgia cristianapor obra de traducciones en lengua vulgar que sincesar se vulgariza ¡más permite ver la necesidad de

    una lengua sagrada cuya misma inmovilidad protejacontra las depravaciones del gusto.

     Y a medida que su educación se continúa en elespíritu de su propia tradición, el joven cristiano sefamiliariza, casi sin darse cuenta, con una terminolo-gía latina, de origen casi enteramente griego, que

    encuentra incrustada en las fórmulas de los dogmascristianos. La misma liturgia impone este lenguajea su atención: lo fija en su memoria, tanto másduraderamente cuanto que no hace más que oírlo,lo habla, lo canta y este canto litúrgico impregna tanprofundamente el sentido de sus palabras que, treinta

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     y   cuarenta años más tarde, bastará con cantárselaspara que se acuerde de ello. Non in unías singulari- tate personas, sed in unías Trinitate substantiae...', et in personis proprietas, et in essentia unitas; unespíritu no puede dar un sentido cualquiera a talesfórmulas sin asimilar algo de las nociones filosóficasque llevan en su significado. En la misma liturgia,las palabras de sustancia, esencia, singularidad, pro-piedad, persona no significan en primera instancia y  directamente sino la verdad misteriosa del dogmareligioso. Las frases en que figuran no son proposi-

    ciones filosóficas, pero un espíritu familiarizado conellas desde edad temprana, sin estar exactamente uni-do a ellas por ninguna filosofía particular, nunca po-drá admitir que estén vacías de sentido. La Iglesiaopone una resistencia invencible a toda reforma filo-sófica que la obligaría a modificar la fórmula deldogma, y   tiene razón, pues el sentido cambiaría conlas palabras, y  proposiciones que han sufrido las prue-bas de los concilios durante siglos no pueden ser al-

    teradas sin volver a plantear la verdad misma encuestión.

    De esta manera, mucho antes de abordar el estudiode la filosofía propiamente dicha, el cristiano se im-pregna de nociones metafísicas definidas. La enseñan,

    za cada vez más alta  y   llevada más adelante del

    catecismo se carga por lo demás, con el tiempo, deuna apologética de la que no puede decirse , que seauna filosofía, pero que con frecuencia recurre a ra-zonamientos e incluso a demostraciones filosóficas.No hay adolescente ante el cual, en la cátedra deuna clase o de una iglesia, no hayan sido expuestas

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    “algunas pruebas de la existencia de Dios”, demos-trada la creación del mundo ex nihilo,  establecida

    la espiritualidad y la inmortalidad del alma. Esterecurso a la filosofía para facilitar a la inteligencia

     ja aceptación de la verdad religiosa es la teologíaescolástica misma. La apologética no es nada si no esteología, y en la medida en que el “catecismo de per-severancia” se eleva al nivel de la apologética, al-

    canza lo que Santo Tomás consiguió con la teologíadesde las primeras páginas de la Suma contra los Gentiles.

    El joven cristiano no sabe que es un aprendiz deteología, pero es en esto en lo que se convierte pro-gresivamente, y si a esta enseñanza teórica se añaden

    la formación religiosa, la educación de la piedad, la vida sacramental, que hacen de por sí realidades vivasde las nociones abstractas, realidades vivas personal-mente conocidas e íntimamente amadas, se compren-derá fácilmente que la filosofía encuentra el lugar

     ya tomado y sólidamente ocupado cuando por vezprimera se quiere introducir en un espíritu de estaíndole. Este adolescente no sabe casi nada, pero cree firmemente muchas cosas. Por lo demás, su espírituestá acostumbrado a moverse de la fe al conocimiento

     y del conocimiento a la fe sin otra intención quela de observar la armonía espontánea de estos dosórdenes y profundizar en su maravilloso acuerdo. Lasnotas discordantes que hacen oír los filósofos extra-ños u hostiles a la fe cristiana son eliminadas inme-diatamente; las disonancias quedan de un modo uotro resueltas. Cualquiera que sea la filosofía que sele enseñe, si verdaderamente no es más que una

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     fura filosofía,  el joven cristiano no dejará, si no derecibir una sorpresa, al menos de sufrir un choque.La novedad no reside para él necesariamente en ladiferencia de las conclusiones, sino más bien en lade los métodos. Un cuerpo de proposiciones quehasta ahora él había tenido por ciertas sobre la basede su fe en la palabra de Dios, le son presentadasahora como certezas de una verdad puramente racio-nal. ¡ Qué confianza tendrá la Iglesia en la razón paraaceptar riesgo tal! Y sin embargo lo hace, y con losojos abiertos, pero no sin haberse asegurado las po-sibilidades.

    No recuerdo que este cambio de orden haya idoacompañado de crisis alguna. La facilidad con quese hizo la transición se explicaría hoy fácilmenteen mi caso si hubiera estudiado la filosofía bajo ladirección de un sacerdote, pero no fue este el caso.Durante siete años yo había sido alumno del Semi-nario Menor de Nuestra Señora de los Campos,colegio diocesano mixto, igualmente abierto a futuroslaicos que a futuros sacerdotes. Debo todo a aquellosadmirables sacerdotes: mi fe religiosa, mi apasiona-do amor por las Bellas Letras y la Historia, e inclusoesa intimidad con la música en que viven desde lainfancia los pequeños cantores de las capillas. Nues-

    tra Señora de los Campos ya no existe; herida demuerte por el trazado del bulevard Raspad, la viejacasa fue derribada por el celo nivelador de no séqué comisión eclesiástica. El seminario único tienesus partidarios, lo mismo que la escuela única tienelos suyos, y están hechos de la misma harina. Sealo que sea, los que consideran con calma la supresión

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    de los establecimientos de enseñanza libre no saben

    de qué riqueza quieren privar a Francia. Este no esel lugar para decir lo que fue Nuestra Señora de losCampos, ni para litigar una vez más la causa de laenseñanza libre. Sus adversarios saben, por lo demás,muy bien lo que quieren. Como uno de ellos decíade forma agradable en las antenas de la RadiodiíuOsión nacional en el verano del 1959: la escuela laicaes hija de la francmasonería. Puede que sea así. Enla medida en que esto fuese cierto, se concibe queesta escuela quiera eliminar, con las otras, el tipo par-ticular de franceses que ellas producen. No sé quéganará Francia con ello; quiero simplemente decirque si, sabiendo lo que yo le debo, yo anduviera

    descarriado hoy entre los adversarios de la escuelacristiana, sentiría hacia mí mismo un. perfecto des-precio.

    Fue en el transcurso de mi segundo curso cuandodecidí por mí mismo, al menos en parte, lo que seríami futuro. No tenía ninguna dificultad religiosa,

    sino todo lo contrario, pero no tenía vocación sacer-dotal. Y buscando mi camino me pregunté en primerlugar en qué oficio tendría más tiempo libre y máslargas vacaciones, y como lá enseñanza parecía aven-tajar a todos los demás a este respecto, decidí hacermeprofesor. Por lo demás, yo era feliz en clase y, con-

    fundiendo atolondradamente la suerte del alumnoque tiene un buen profesor con la del profesor quetiene veinte malos alumnos, me representaba un agra-dable futuro de viejo escolar igualmente feliz, comoera entonces, viendo comenzar las vacaciones, y ter-minarse después. ¿Qué cosa iba a enseñar? Letras,

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    evidentemente, sobre todo literatura francesa, donde

    encontraba una inagotable fuente de gozos y queestaba convencido que ninguna otra cosa vendría asustituir en el lugar que ocupaba en mi espíritu. ¿Y  dónde enseñaría? En un liceo, puesto que era prác-ticamente el único lugar donde un seglar podía esperarun sueldo que le permitiese vivir. Sueldo mediocre,

    seguramente, pero yo pensaba que quien no se con-formase con él no sería digno de llevar la vida quedicho sueldo le permitiría hacer. Sin embargo, meparecía imprudente comprometerme en una carrerauniversitaria sin jamás haber franqueado la puertade una de aquellas clases de liceo en las que me pro-

    ponía enseñar. Por eso, con pleno consentimiento demis padres y de mis profesores, dejé el SeminarioMenor de Nuestra Señora de los Campos para ira hacer mi curso de filosofía en el liceo Enrique IV.

    Nunca me arrepentí de esta decisión, salvo queaún hoy no sé qué clase de filosofía me habrían

    enseñado de haber quedado en Nuestra Señora de losCampos. Sé, sin embargo, lo suficiente para asegurarque no habría sido la de Santo Tomás de Aquino.Los que creen así las cosas viven de ilusiones. Elprofesor de filosofía del Seminario Menor se lla-maba el P. Ehlinger, el del liceo se llamaba Sr.

    Dereux, pero aparte de esta diferencia y de que unoenseñaba de sotana y el otro de levita, decían pocomás o menos las mismas cosas. Una permutaciónde cátedras no hubiera variado en lo más mínimo lahistoria de la filosofía francesa, pues uno y otro en-señaban con claridad una especie de espiritualismo

    que no habría desaprobado Víctor Cousin. El exce-

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    lente Sr. Dereux no dejaba de hablarnos de la acti-

     vidad unificadora de la razón. Cierto que nos hablóde otras cosas, pero las he olvidado. Yo estaba claramente convencido de que no com-

    prendía nada de filosofía, y en el liceo ningún éxitoescolar podía hacerme concebir ilusiones. Incluso em-pezó a germinar en mí una especie de rabia, y por

    eso, durante el año siguiente, que fue el de mi ser- vicio militar, me dediqué a leer dos libros adecuados,me parecía, para medir mi aptitud para la filosofía:las Meditaciones metafísicas  de Descartes, y la 7ntroducción a la vida del espíritu  de Léon Brunschvicg. Mis obstinados esfuerzos, mi ímpetu en leer-

    los y releerlos no me dieron luz alguna. De estaexperiencia saqué sobre todo la impresión de unasorprendente gratuidad en lo arbitrario. Entonces com-prendí por lo menos en qué consistía mi persistenteimpresión de no comprender. No era que se meescapase el sencido de las frases; comprendía bastante

    bien lo que  se decía, pero no llegaba a ver de qué intentaban hablarme aquellos grandes espíritus. Sin yo saberlo, sufría ya esta enfermedad metafísica in-curable que es el “cosismo”. Sé que hoy hay pocos

     vicios intelectuales tan desacreditados como éste, perosé demasiado bien que no es posible desembarazarse

    de él. El que, como yo, está atacado por él, es inca-paz de comprender que pueda hablarse de un objetocualquiera que no sea una cosa o concebido con rela-ción a una cosa. No niego que pueda hablarse deotra cosa, pero es precisamente hablar de nada. Estosmis primeros contactos con el idealismo me descon-

    certaron, lo mismo que me ocurriría más tarde cuando

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    mis primeros contactos con las filosofías del espíritu.No sé por qué razón el sentimiento de malestar

     y como de insatisfacción que me dejó esta experien-cia me llevó a proseguirla. Sentí mi fracaso como undesafío, pues no podía pensar un solo instante quela responsabilidad fuera otra cosa que enteramentemía. Tenía, además, razones para esperar cosas me-

     jores de la filosofía. Me encantaba Pascal, y sabía

    de memoria páginas enteras suyas. Es cierto que Pas-cal pertenecía ya al programa de las clases de lite-ratura, y le había conocido como tal: pero Pascalera también un filósofo y, sin embargo, cuando ha-blaba, ¿no era siempre a propósito de objetos reales,de cosas, de seres actualmente existentes? Nadie

    pensó menos que él sobre el pensamiento. Era deeste lado del que había que buscar, o resignarse aun fracaso intelectual tan grave. Renuncié, pues, en-tonces, a los encantos de una vida dedicada al estudio y a la enseñanza de las literaturas. Lo hice, no sinpena, pero sin remordimientos, y fui a buscar la

    filosofía de mis sueños a la Facultad de Letras dela Universidad de París, como único lugar donde mesería posible encontrarla.

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    “UN1VERS1TAS MA G1STR0RUM..

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    Quien, allá por 1905, pasaba de este mundillocerrado al de la Facultad de Letras de la Universidadde París, no se sentía perdido, ni siquiera desorien-tado. Era otro mundo, pero se esperaba. Nos habíaneducado en el respeto a los maestros de gran saberque un día serían los nuestros, y por tanto se llegaba

    a ellos con confianza, con impaciencia por ponersebajo su dirección. Sólo una reserva a esta adhesión.

    El aprendiz de filósofo que se embarcaba en estadisciplina para él nueva no esperaba de ella la reve-lación de lo que debía pensar y creer. Todo estoestaba ya regulado y decidido en su espíritu, perodesearía asegurarse en sus pensamientos y profundi-zar en su creencia, doble tarea a seguir en adelante,en medio de fuerzas indiferentes u hostiles. Crecer,a ser posible, para perseverar en su ser; he ahí loque en adelante tenía que hacer, y tenía que hacerlosolo, bajo su exclusiva responsabilidad. Alrededor de la nueva Sorbona de los primeros

    años del siglo se acumularon los mitos. Para quienestuvieron el privilegio de recibir la enseñanza en ella,ninguna de las susodichas crisis que se pretende queentonces sufrió afectaron a su paz. Se trata de repor-

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    tajes de grandes periodistas en busca de temas deartículos o de material para un libro. La materiaera real, pero había que enriquecerla con muchosbordados para convertirla en un asunto vendible alpúblico. Charles Péguy, a quien tanto admiramos,escribía en aquel tiempo cosas para nosotros sorpren-dentes, pues estando nosotros mismos en medio delos dramas espirituales que él contaba con tanta elo-cuencia, hubiéramos debido ser sus espectadores pri-

     vilegiados, casi actores, y si bien mirábamos en nues-tro derredor en busca de ellos, no llegábamos a des-cubrirlos.

    El 'inconveniente de estos mitos es que, al obstruirel horizonte, impiden al historiador ver realidadesmucho más interesantes. Es el caso del mito Durk

    heim. Este hombre aparte ocupaba, en 1905, unlugar aparte en el grupo de los filósofos. Era unfilósofo educado en la tradición común  y   tan capazcomo sus colegas de discutir un problema metafísicoen el estilo de agregación. Conocía muy bien estafilosofía tradicional, pero no la quería. Él rostro un

    poco duro, con una mirada recta y una impresio-nante autoridad de palabra, Durkheim había recibidola misión de llevar al estado de ciencia positiva lasociología que Comte creía haber fundado e inclusoacabado. Sabía muy bien lo que quería, y tambiénnosotros, pues los que de entre nosotros se decidían,

    como se decía entonces, a “hacer sociología”, sólotenían prácticamente la elección de aceptar tales comose les ofrecían las reglas del método sociológico. An-tes de ser admitidos a trabajar en su equipo, habíaque sufrir un examen personal riguroso, por el que

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    el maestro se aseguraba de la ortodoxia científica delcandidato a la dignidad de sociólogo. Era así, pero

    nadie estaba obligado a hacerse sociólogo, y ni si-quiera empujado a serlo, y nadie sufrió en su ca-rrera por no haber llegado a ello. La enseñanza su-perior, la única de que aquí se trata, nunca fueinvadida por el durkheimisnio. El terror sociológicodescrito por Péguy con tanta fuerza, y en el cual

    Durkheim habría sido el Robespierre, nunca existiómás que en su imaginación creadora.

    Lo más brillante que Péguy ha dejado es el frag-mento postumo sobre el Espíritu del sistema. Escritoen 1905, este ensayo data exactamente de uno delos tres años durante los que yo seguí el curso de

    Durkheim en la Sorbona. Cualquiera que sea miadmiración por Péguy, no llego a convencerme deque este panfleto hable verdaderamente del mismohombre que yo conocí. Nunca le vi tal como nos

    lo pinta el poeta, preocupado por un proyecto de“dominar Francia dominando París, y, dominando

    Pans, dominar el mundo”. Puedo verle aún dudandode sí mismo, no creyendo del todo en su ciencia,espantado, literalmente enloquecido ante la inminen-cia de la “bancarrota universal” que le amenazaba

     y procediendo a las liquidaciones necesarias para re-tardarla. Quiero citar, por el solo placer de dar a leer

    el asombroso relato de este terror durkheimiano quePéguy construye sobre el modelo de la Revoluciónfrancesa, un texto. “Sangre, siempre sangre ¡Y qué!Más sangre y más suplicios. Después de Descartes,Kant; después de Kant, Bergson; antes de Bergson,Epicteto. Y en todas estas decapitaciones, sólo la

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    necesidad' de seguir decapitando. ¿Quién se detendrá ya? La sangre llama a la sangre. El suplicio exige el

    •suplicio. En este encarecimiento perpetuo, quien sedetiene está perdido”. Péguy, al menos, no se detiene,¿y cómo leer sin creer en ello las páginas en las queel poeta cuenta con una precisión de espectador lasmaneras como estos decapitados por Durkhcim hanido a la muerte? Los estoicos, “con austera arro-

    gancia, con serenidad antigua”; los cartesianos, comogentileshombres del siglo xv i i  francés; los kantianos,“con una autoridad de obligación infinita”, y por úl-timo los bergsoníanos, los benjamines de la familiafilosófica, habían muerto “con una facilidad incom-parable; soberanamente inteligentes, penetrantes en-tre todos, habían comprendido perfectamente cómosu muerte se introducía en la trama de los aconteci-mientos”. En efecto, siguiendo a su maestro, sólolos bergsonianos habían juzgado la sociología y en-tendido el fraude como fraude: “No habían dichouna palabra contra el régimen, y en la placita, trasla estatua de Claude Bernard, en lo alto de la granescalera, todo el mundo se había dado cuenta deque el régimen estaba muerto”.

    ¡Diablo de hombre! ¿Cómo un veterano del bergsonismo puede leer hoy este relato sin asombrarsede haber escapado a la matanza? Pero si consulta supropia memoria, buscará en vano el nombre de uno

    de aquellos corderos degollados por odio a la verdadbergsoniana. Se encontrarán más fácilmente los nom-bres de los mártires que sufrieron por la causa durkheimiana, pues no tenía amigos.

    La oposición, feroz en la época, de los profesores

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    de historia, complicó la carreta de más de un jovensociólogo; los metafísicos detestaban naturalmente

    una conciencia que pretendía asumir todas las fun-ciones tradicionalmcnte ejercidas por la suya, com-prendida en ello la enseñanza de la noética, de lamoral y de la metafísica. Dnrkhcim era seguramentedogmático en su ámbito, pero como lo son los filó-sofos dignos de este nombre, siempre los primeros

    en someterse ellos mismos a las exigencias de la verdad tal como ellos la conocen. Sin duda, es sólosu  verdad, pero ¿cómo van a ver una diferencia en-tre ella y la verdad?

    La importancia del hecho estaba al margen. Comtehabía fundado, mucho antes que Durkheim, una so-

    ciología de inspiración completamente diferente, quehabía encontrado al final de una historia del espí-ritu positivo. Nada más griego que la filosofía posi-tiva de este nuevo Aristóteles donde la voluntad deinteligibilidad racional, presente desde los orígenesde la humanidad, se manifiesta en primer lugar

    conduciendo al espíritu teológico del fetichismo almonoteísmo; y después suscitando el espíritu metafísico, donde la búsqueda de los dioses deja lugar ala de las causas, y finalmente el espíritu positivo,cuyas conquistas, al extenderse a los hechos sociales,permiten completar el cuadro de las ciencias y poner

    las bases de una sociedad universal coextensiva a lahumanidad. La sociología de Comte es en primerlugar una epistemología. Todavía se respira en ellael aire de Aristóteles, y todo se explica, en últimainstancia, por razones que pretenden ser de la ju-risdicción de la razón.

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    En Durkheim, todo es muy diferente, y los hechossociales son primeramente concebidos como cosas.

    Se han apoyado en esta palabra para reprochársela, perocreemos que equivocadamente, pues Durkheim sólopretendía señalar con ello que los hechos socialesgozan de las propiedades de todo aquello que tienenaturaleza “objetiva”, es decir, dada en la realidad,independientemente de el observador y con unos ca-

    racteres necesarios que sólo pueden ser comprobados.Esta realidad de los hechos sociales se reconoce enque ejercen una coacción sobre el individuo, y, a su vez, la realidad de esta coacción viene demostradapor el hecho de que toda tentativa para sustraersea ella está castigada por una sanción. La verdad de

    la descripción es sorprendente. En efecto, que lasanción sea vaga, como la simple censura de la opi-

    nión pública, o que sea concreta y material, comola multa, la prisión, la tortura o la muerte, siempreexiste. Durkheim puso el dedo sobre una de esasevidencias elementales, a la vista de todos, pero que

    nadie señala. Son los descubrimientos más bellos, ypiénsese lo que se piense de la doctrina, no puedenegarse que está fundada en la realidad.

    Es lástima que Durkheim no haya hecho con supropia sociología el objeto de una encuesta, pues sila doctrina es cierta, debe ser ya un hecho socioló-

    gico. Un poco de reflexión basta por lo demás paradiscernir su origen de su espíritu. La doctrina deDurkheim es una sociología del  L evitico: “No apa-rejarás en tu rebaño a dos bestias de especies dife-rentes; no sembrarás en tu campo dos especies dife-rentes de grano, no llevarás sobre ti un traje de dos

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    olases de tejido” ( Levítico, 19, 19), De modo que nadade lana y algodón, ni de lana y  seda. ¿Por qué? No

    se sabe; sólo se sabe que está prohibido. “No redon-dearás el borde de tus cabellos y  no cortarás el bordede tu barba”; la razón es la misma: “Yo soy Jehová”{Levítico, 19, 27). Reconozcamos que basta, pero obser-

     vemos también que un hombre educado en una re-ligión donde prescripciones, prohibiciones y sanciones

    desempeñan manifiestamente un papel preponderante,se inclinará naturalmente a concebir lo social como unsistema de obligaciones impuestas desde fuera y acep-tadas como tales. Y no tiene importancia real queéstas pueden a veces justificarse a los ojos de larazón, pues si no pueden, no por eso disminuye su

    autoridad. “No comerás el grifo, el gipaeto ni elsangual” {Levítico,  12, 13); así que no se comerá deestos pájaros impuros bajo pena de ser contagiadopor su impureza y tener que someterse a una puri-ficación. Esto es todo.

    En estas notas no hay atisbo de crítica. Una meta-

    física del ser no es menos cierta por derivarse del Exodo,  ¿y por qué no iba a inspirarse una sociologíaen el  L evítico? Decimos simplemente que un judíoeducado en la fe de sus padres no puede ignorar lasobligaciones de la Ley, carga cuyas observaciones pe-san sobre su vida como sobre la de un perro. Notodos los hechos sociales están inscritos en el Levítico, pero los conceptos, condenas o prohibiciones del  Le-vítico  son probablemente hechos sociales. Se com-prende, pues, fácilmente que un filósofo que se in-terrogue sobre la naturaleza de lo social se hayaasombrado en primer término por el carácter de la

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    Ley que él mismo sufrió mucho tiempo y que otrosquizás sufrían todavía a su alrededor. Nada de todo

    esto es objeto de demostración, pero es interesantenotar que el profeta de la sociología durkheimiana,Marccl Mauss, pertenece a la misma familia étnicaque el fundador de la escuela. Sin el, el A ño Socio-lógico  hubiera sido difícilmente posible, y es com-pletamente cierto que su ortodoxia durkheimiana fue

    irreprochable, intratable, casi feroz. Uli día que, enel patio de la Sorbona, unos jóvenes le alababanporque hablaba de la religión con una objetividadcompletamente sociológica, Mauss respondió con gra-cia: “Es cierto, yo no ataco la religión. Pero ladisuelvo”.

    Dos golondrinas no hacen la primavera, pero heaquí una tercera, el excelente, el maravillosamenteinteligente Luciano LévyBruhl, autor de La moral 

     y la ciencia de las costumbres  (1903), a la que segui-rían Las funciones mentales en las sociedades inferio-res y tantos otros estudios ingeniosos, a menudo pro-

    fundos, sobre lo que durante tiempo se llamó la pre-lógica. La expresión dejó de gustarle hacia el finalde su vida, y este honrado gran hombre lo dice, perosería erróneo deducir de ello que el conjunto de suobra sea por ello vano. Descartada la fórmula, con-tinúa el conjunto de los hechos y de sus análisis.

    Luciano LévyBruhl se adhirió libre pero profunda-mente a la noción durkheimiana del hecho moralconcebido como un dato regido por unas leyes ysusceptible de interpretación objetiva, científica. Es-taba unido por una estrecha amistad con Durk1hcim c incluso con Mauss, a quien la ironía de Péguy

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    se dignaba a veces tomar por blanco: “Esa eleganciade Mauss... su fino acento altoalemán...” ¿El acento

    altoalemán de Marcel Mauss? Un nuevo detalleque se me escapó y del que no encuentro trazo enmi memoria. Sen lo que fuera, yo había observadoque, de esta tríada sociológica, Luciano LóvyBruhlgozaba de una inmunidad casi milagrosa respecto aestas burlas. Es cierto que también Péguy había

    sido, antes que yo, alumno suyo y conservaba haciaél un afecto reconocedor, pero, en un sentido, estotambién podía sorprender, pues si la sociología deDurkheim y de Mauss. era aborrecible, la de LucianoLévyBruhl, cuyo espíritu era el imismo, hubiera de-bido merecerle normalmente un tratamiento semejante.

    Como yo le hiciera un día esta observación, mi buenmaestro me respondió: “Sin embargo, es muy sim-ple: \ soy abonadoV ’ Y después añadió dulcemente:“En los Cuadernos,  el abonado es sagrado”.

    Estos nombres definían un grupo cuyos orígenesestudiará sin duda algún día un historiador. A Durk-

    heim, Luciano LévyBruhl y Mauss, unamos Fede-rico Rauh, amplia frente encima de unos ojos ar-dientes, el rostro dañado por el pensamiento, angus-tiada la voz de moralista por un único problema:¿Cómo fundar objetivamente la obligación moral?

     Yo le oí durante dos años. El primer año nos anun-

    ció que, antes de la fars construens,  habría que rea-lizar la  fars destruens.  Con o sin razón, yo habíaimaginado que sería cuestión de un año, pero tam-bién el año segundo estuvo ocupado por el trabajode demolición. No sé qué habría pasado durante eltercer año si yo hubiera perseverado. Le tratábamos

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    con un amigable respeto. De tiempo en tiempo co-rría el rumor de que se había “convertido” a lasociología durkheimiana, pero dudo que este mora-lista nato haya renunciado nunca a su moral. Pase-mos por Henri Bergson, que entonces enseñaba enel Colegio de Francia y sobre el que tendremos que volver. León .Brunschvicg ocuparía la cátedra de filo-sofía general desde el año 1909. En muchos aspectos,su enseñanza iba a ejercer una influencia duradera yprofunda sobre los espíritus, prcceptible aún hoy in-cluso en las oposiciones que provocó. Hizo honoral título de su cátedra y ningún otro como él enseñó

    entonces en la Universidad de París una doctrinafilosófica comparable por su amplitud a la de Henri

    Bergson. No olvidemos a Félix Alean, que dio ala renovación filosófica francesa la editorial que ne-cesitaba. Y también hay que nombrar a Elie Halevy,cofundador de la “Revista de Metafísica y Mo-ral”, con Xavier Léon, el hombre de gran corazón,de un desinterés y una dedicación sin límites, cuyo

    recuerdo es querido por todos los que le han co-nocido. Xavier Léon no sólo tenía abierta su revista,con libertad absoluta, sino que además ofrecía a los jóvenes su casa, que se convirtió para ellos en familiafilosófica a la que, después de tantos años y pruebastrágicos, los supervivientes tienen todavía el senti-

    miento de pertenecer.En estas relaciones la política no jugaba papel

    alguno. El funesto antidreyfusismo y el odioso combismo habían entrado, para nosotros, en la historia, y tuvimos la suerte de poder vivir aquellos años deestudios sin mayor preocupación que la de llevarlos

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    a buen término. En nada distinguíamos a estos maes-

    tros de aquellos que, como Victor Brochard, Víc-tor Delbos, Gabriel Seailles, el enigmático Egger■o André Lalande, eran puros racionalistas griegos,protestantes o católicos. Aún vivían Lachelier y Bou■troux, pero se les veía raramente, casi nunca se les

    oía  y   apenas se les leía ya. Se habían resguardado

    de los azares de la metafísica en el refugio de la admi-nistración. Nada separaba a estos maestros unos deotros en el ejercicio libre de la razón. Sólo a ladistancia que ahora nos encontramos de aquellos acon-tecimientos, lo que entonces parecía naturalísimo pa-rece formar una especie de designio. Antes de Bergson y Brunschvicg, Francia nunca había tenido unSpinoza. ¿Cuántos profesores de filosofía de igual des-cendencia han enseñado en París, en la Universidad,no digo ya bajo el Antiguo Régimen, sino despuésde los primeros años del siglo xix? Debe haber ha-bido alguna razón para que estos pájaros, antaño tanraros, hayan llegado de este modo en el tiempo deuna sola generación, juntos y como en un mismo vuelo.

    No podría pretenderse que estos maestros hayanenseñado una doctrina común. Y puesto que en estelibro se tratará frecuentemente de “filosofía cristia-na”, quizás sería útil precisar que atribuirles una“filosofía judía” sería pintar una falsa ventana sobreuna pared. En mi vida he encontrado filosofía judíapropiamente dicha que no fuera la de algún cris-tiano. Existe, sin duda, alguna que yo ignoro, peroes simplemente porque no he tenido la dicha de en-contrarla. En lugar de asentarlos más profundamente

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    en su religión, la filosofía de los judíos que yo co-nozco les ayuda, muy por el contrario, a evadirse

    de ella. Puede servir aquí de modelo el ilustre ejem-plo de Spinoza: después de un Tratado teológico- ■político para desembarazarse de la sinagoga, viene una

     Etica  para ponerse en un mundo de la razón purifi-cado de todo contacto con una revelación religiosacualquiera, cristiana o judía, lis la libertad completa.

    Se diría que la conversión filosófica de un hijo dela sinagoga consiste en un caso así en volverle laespalda. El mismo Bergson... Nada más significativoen este sentido que las dos declaraciones del filósofoque recientemente recordaba Cl. Tresmontant. Deuna carta a W. Jankelevitch: “Creo haberle dicho

    que me siento siempre un poco en mi propia casacuando releo la Etica, y   que cada vez me vuelve asorprender que mis tesis parezcan estar (y efectiva-mente lo están) en oposición al spinozismo”. Y estaasombrosa profesión de fe de Léon Brunschvicg, enocasión del doscientos cincuenta aniversario de la

    muerte del filósofo de Amstcrdan: “Todo filósofotiene dos filosofías: la suya y la de Spinoza”. La sor-presa que el mismo Bergson experimentaba en ello esquizás lo más revelador de estos propósitos. Para expli-carse este sentimiento, nuestro maestro miraba desdeun lado la filosofía, y no encontraba nada. Es que

    se trataba de otra cosa. Si hubiese dicho: todo judíoque filosofa tiene dos filosofías, la suya y la de Spi-noza, hubiese visto la respuesta inmediatamente.

    Las doctrinas enseñadas por estos maestros eranrealmente diferentes. Ni siquiera el pensamiento per-sonal de Léon Brunschvicg coincidía exactamente con

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    el de Emile Durkheim, y Federico Rauh seguía supropio camino, paralelo quizás, pero que no era el

    suyo. Sin embargo, en estas doctrinas se encuentraun elemento común, si se quiere negativo, pero real y muy activo en su orden, una especie de descon-fianza inveterada hacia lo social concebido como unaobligación de la que hay que liberarse, ya por lainteligencia, desprendiéndose de sus leyes para apren-

    der a dirigirlo (Durkheim, LévyBruhl), o ya porla mística, evadiéndose de ella por arriba, de la mismaforma que la religión “abierta” de Bergson libera delas servidumbres sociales de la religión “cerrada”.Contra la Ley puede siempre recurrirse a los Pro-fetas.

    La más profundamente marcada por su origen re-ligioso, quizás, de todas estas doctrinas es la de LeónBrunschvicg. A imagen de aquel spinozismo porel que tanto respeto guardaba y del que tan bien hahablado, la filosofía de León Brunschvicg es unaconstante repudiación del judaismo que el ha perse-

    guido incluso en el cristianismo. De aquí viene el spi-nozismo sin sustancia que realmente fue su filosofía.Era una religión de la negación del objeto. Pues elespíritu de éste era solamente uno. Y por el contra-rio, con análogo papel en esta filosofía al del impulso vital en el bergsonismo, era esta fuerza la que garan-

    tizaba por sí todos los conceptos, fórmulas o insti-tuciones, que supera y excede al crearlos. Con losaños, Léon Brunschvicg hablaba cada vez una lenguamás teológica, distinguiendo la verdadera de la falsaconversión, que era la de los otros. A veces le tur-baba un poco el verse tachado de ateísmo, por creer

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    simplemente en la existencia de Dios, por quien nocreía en ella. Es que, según sus métodos, concebir

    a Dios como alguien equivalía a concebirle comoalgo, lo cual, en propiedad, es negarlo. Conformeenvejecía, se' sumió cada vez más en un mundo delespíritu que iba progresivamente en aumento, orien-tado hacia un futuro cuya forma era imprevisible.Siendo precisamente la tarca de la filosofía el reco-

    nocer el espíritu y dar al mundo almas dedicadas ala verdad y a la justicia, la enseñanza de este maestrano tenía otro fin que multiplicarlas. Y no sólo suenseñanza profesional, sino incluso su conversación;ésta era simplemente una forma más familiar, lenta,comedida, pero abundante, a veces con disquisiciones

    que podían ser larguísimas, cortando frecuentementelas réplicas con un: “No, eso no es así”, que nuncaresultaban duras, pero sí perentorias. Con él, a ve-ces, me sentía al margen de una pequeña sociedadde espíritus puros a la que nunca llegaría a unirme.

    En efecto, Léon Brunschvicg me introdujo con ri-

    gor en el Evangelio de San Juan, pero contra elde San Mateo. El Verbo, no Jesucristo. En el fondo,lo que a los cristianos nos reprochaba era ser todavíademasiado judíos. Y, sin embargo, él mismo... Conla simplicidad que siempre le caracterizaba, LéonBrunschvicg contaba a veces el momento decisivo

    de su vida, cuando se había liberado del judaismo.Era en tiempos de ayuno. Para asegurarse de queno cedía simplemente a la tentación de un apetitomuy natural, nuestro filósofo comió un fruto. Hacíahincapié en este un,  pues la unicidad de este cuerpodel delito garantizaba ante sus ojos la pureza del

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    acto. En vano intenté yo hacerle comprender quela idealidad misma de su rebelión era todavía untriunfo del Levítico.  ¿Quien es ese Dios, y cuál eseculto en espíritu y en verdad al que se consagra co-miendo un fruto,  faro sólo uno?

    No sería lícito pretender que estos maestros hanenseñado una “filosofía judía”, es decir, conscientec intencionalmente asociada a la religión de Israel.Cada uno de ellos se tenía por un filósofo puro,

    libre de toda opinión que no fuese exclusivamenteracional. En esto había una especie de armonía pre-establecida que hacía de ellos los filósofos designadospor un Estado partidario de la filosofía neutra. Alproteger con cuidado su pensamiento filosófico con-tra toda contaminación religiosa, esperaba natural-

    mente que los otros hiciesen lo mismo. Mucho mástarde, cuando ya era yo profesor en la Sorbona,uno de ellos me citó para una comunicación impor-tante. Le habían llegado noticias de que yo abusabade mi enseñanza de la historia de las filosofías me-dievales para dedicarme a una propaganda disfrazada.

    Le debía tanto, que tenía derecho a hacerme estapregunta, pero confieso que me dejó estupefacto. Nome pedían justificación; bastaba una simple nega-ción por mi parte, pero yo nunca he concebido lahistoria de las doctrinas más que como un esfuerzopara hacerlas comprender, y ¿cómo demostrar que

    una filosofía es inteligible sin justificarla? En la me-dida, al menos parcial, en que es inteligible, estafilosofía está parcialmente justificada. Cierto que nome prohibo criticar las doctrinas, pero la crítica yano es historia, es filosofía. No sabiendo qué res-

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    ponder, ofrecí cambiar en la primera ocasión mi cáte-dra de historia de la filosofía medieval por una cáte-dra de  historia de la filosofía moderna. Después detodo, no me faltaban méritos, y hubiera encontradoun placer en poder hacer comprender a Descartes,Comtc o Hcgel sin ser acusado de hacer una pro-paganda solapada en su favor. El ofrecimiento nofue aceptado y ya no se habló más del asunto.

    He contado esta anécdota porque constituye el re-lato completo de las persecuciones de que fui objetoen la Universidad de Francia por haber expuesto enella la filosofía de Santo Tomás de Aquino tal como yo la entendía. He servido a la Universidad con mimejor intención, y le estoy infinitamente reconocido

    por haberme aceptado tal como yo era. Si Dios mehubiera hecho la gracia de enseñar a Santo Tomás de Aquino en la Orden de los hermanos predicadores,hubiera sido otra cosa. Y además, he contado esteincidente porque me parece que ilustra a maravillala situación, que ya fue la de mis maestros en la

    Sorbona entre 1904 y 1907. León Brunschvicg mellamó un día aparte y me dijo: “Quiero enseñarlealgo que le gustará”. Era una carta en la que Ju-lio Lachelicr recordaba a su correspondiente que,para él, había unos dogmas religiosos, y que su pen-

    samiento personal los tenía en cuenta. De esta ma-

    nera supe, tarde ya, que Lachelier era católico ; mien-tras estudiaba, no había sabido nada de ello. ¿Eracatólico Victor Delbos? Se decía, pero nada en suenseñanza ni en sus escritos autorizaba a decirlo. Lafe cristiana y la Iglesia estaban tan ausentes de supensamiento público como lo estaban la Biblia y

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    la sinagoga en los escritos o en las lecciones de Emi-lio Durkheim. Dicha enseñanza quería ser “neutra”,como se dice, y lo era, en efecto, en toda la medidade lo posible, con la inquietante consecuencia de queel acuerdo de nuestros maestros se realizaba princi-palmente sobre negaciones, abstenciones o reservastácitas, si bien pocos de entre ellos se sentían librespara enseñar .las verdades más elevadas a su modode ver y que más sentían.

    Ello crea una situación muy particular para la fi-losofía. Para asegurar más escrupulosamente su neu-tralidad confesional, nuestros maestros la reducían alas disciplinas que, por tender a constituirse en cien-cias separadas, se destacaban cada vez de un modo

    más completo de toda metafísica y, con mayor razón,de toda religión. La psicología se convirtió en fisio-logía y psiquiatría, la lógica era una metodología, lamoral desapareció ante la ciencia de las costumbres,

     y no había para los maestros problemas de metafí-sica cuya liquidación definitiva no fuese de la in-

    cumbencia de la sociología, que los interpretaba comorepresentaciones colectivas. Nada de cátedra de me-tafísica, naturalmente, pero como a pesar de todo esdifícil mantener en una Universidad una “sección defilosofía” sin tener algo que poner bajo aquella pa-labra, se resolvió el problema con la idea de enseñar,

    a título de filosofía, esta importante certidumbre:que no hay metafísica.

     Aprender a filosofar sin metafísica era, a su modo,un programa. La Critica de la razón fura  se con-

     virtió de esta manera en el título de una enseñanzacuyas conclusiones negativas legitimaba. Victor Del

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    bos dirigía su explicación, mientras Luciano LévyBruhl interpretaba para los mismos estudiantes laCrítica de la razón práctica.  Además, se utilizabapara los mismos fines una especie de positivismollamado “absoluto”, que no necesitaba filosofar paraprobar que no se debe filosofar. Más un estado deespíritu que una doctrina, este producto de descom-posición del comtismo se contentaba con mantenercomo establecido que, fuera de las ciencias, no hay

    ningún conocimiento digno de este nombre. Esto notenía que ser probado; era evidente. Este puro cientifismo se jactaba de presentar, bajo el nombre defilosofía, las conclusiones más generales obtenidasen las ciencias, como si la interpretación de las cien-cias pudiese ser obra de otros que aquellos que las

    conocen verdaderamente: los sabios. En resumen, cri-ticismo y positivismo científico se pusieron de acuer-do sobre el siguiente punto, capital para sus mante-nedores : que los problemas del mundo, del alma yde Dios eran problemas caducos. Y con la concesiónde esta triple negativa a plantear las cuestiones pro-

    piamente metafísicas, se daban por satisfechos.Hoy es difícil imaginarse lo que fue semejante

    estado de espíritu. Me acuerdo todavía del día —era,creo, en el anfiteatro Turgot— en que, llevado porsu sinceridad intelectual, Federico Rauh dejó escapardelante de nosotros la confesión de que hay momen-

    tos en que se siente “casi” una especie de molestiaen llamarse filósofo. Ello me sorprendió. ¿Qué hacía,'pues, yo allí, que había ido por amor a la filosofía?

     Aquellas palabras me trajeron a la memoria el con-sejo que había recibido de otro de nuestros maestros

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    al principio de mis estudios filosóficos: “¿Le intere-san la religión y el arte? Bien, pero deje para más

    tarde la reflexión sobre estas materias. Por el mo-mento, dediqúese a las ciencias. ¿Qué ciencias? Cua-lesquiera, con tal que sean ciencias, le enseñarán loque es un conocimiento digno de ese nombre”.

    El consejo es  bueno solamente cuando la cienciase aplica al arte o a la religión, pues entonces no

    se hace con ello arte o religión, sino ciencia. No nosqueda, pues, otra elección que barnizarnos de cienciasin practicarla verdaderamente, lo cual no confiere alamateur   otro derecho que a callarse, o bien, por elcontrario, consagrar toda la vida a1estudio de aqué-lla, cosa excelente en sí misma, pero que se conciba

    malamente con una reflexión prolongada sobre losproblemas del arte o de la religión. Ya entonces esta-ba clara la dificultad de la filosofía. ¿Por qué nopreguntar a Platón, a Descartes y a los demás gran-des “pensadores” de antaño la forma de plantear losproblemas metafísicos y de resolverlos?

    Había, sin embargo, una razón para no hacerlo, yera precisamente que, desde la aparición de la críticakantiana y del positivismo, todas las filosofías ante-riores a estas reformas se encontraban irrevocablemen-te caducas. En adelante, la historia de la filosofíaestaba encargada de mantener una especie de ce-

    menterio donde reposarían unas metafísicas muertas, y por consiguiente inútiles, en adelante simples re-cuerdos. Nuestro amigo, el profesor Bush, de laUniversidad de Columbia, en la ciudad de Nueva

     York, tenía una palabra encantadora para designareste tipo de investigaciones: mental archaeology.

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    Cuántas veces me encontré, más tarde, escritas, lomismo por teólogos que por filósofos, expresiones

    menos felices, pero más firmes, del mismo disgustopor la arqueología mental. De buena gana se les de- jaría pasar, si con tanta frecuencia no fueran cxponcntc de una resolución de hablar de historia sinhaberse tomado la molestia de instruirse en dichamateria. Hacia 1905 el estado del espíritu era comple-

    tamente distinto. Había una tendencia a instruirse,pero reteniendo solamente de ello lo que las filosofíasen cuestión podían tener aún de útil, porque, desdelos tiempos mismos en que habían sido concebidas, lo

    que enseñaban era ya cierto.Esta preocupación afectaba doblemente a la his-

    toria. En primer lugar, en la elección de las filosofíasestudiadas. No recuerdo haber visto anunciado niescuchado un solo curso reservado a la filosofía de

     Aristóteles, pero en cambio triunfaba Platón, padredel idealismo. Descartes anunciaba el positivismo yHume el criticismo; por lo tanto, eran filósofos im-

    portantes. Pero la misma preocupación había en tor-no a la interpretación de las doctrinas que, por ra-zones diversas, se había considerado que conveníaretener. La historia de la filosofía tal como entoncesse practicaba no se refería tanto a lo que había inte-resado a los filósofos en sus doctrinas como a lo que

    se consideraba como interesante en sí dentro de lafilosofía. Se obtenía, por ejemplo, de esta manera unDescartes enamorado de un método reputado de ex-celente, puesto que era matemática, aunque la me-tafísica y la física que se deducían de él fuesen porlo menos dudosas, por no decir falsas. En los alre-

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    dedores de 1900, lo que interesaba de Descartes erael precursor, a su pesar, del espíritu científico. ¿Qué

    hubiera pensado él si le hubieran dicho: “Su mé-todo es bueno, pero las conclusiones que usted sacade él no valen nada”? No se planteaba la pregunta.Los estudiantes se iniciaban asimismo en Malcbranchc, al que se le había amputado la parte teológica,en un Leibniz logicizado e indiferente al problema

    de la organización religiosa de la tierra. Cuando, enun libro memorable, Jean Baruzi hizo ver que esteproblema era el corazón mismo del leibnizianismo,nadie le tuvo en cuenta lo más mínimo. En efecto,

    puesto que se trataba de religión, ya no era filo-sofía. Pero lo más notorio fue lo ocurrido con el

    positivismo de Augusto Comte. También él, sobretodo él, había consagrado su vida a la. organización re-ligiosa de la humanidad; para decirlo con su propiolenguaje, había querido ser primero Aristóteles paradespués ser San Pablo. En manos de sus historia-dores, esta monumental estructura se redujo a muypocas cosas. Una filosofía positiva sin política posi-tiva ni religión positiva; en una palabra, el positi-

     vismo de Litaré, más que el de Comte; e inclusoeste positivismo truncado se vio reducido a las lec-ciones preliminares sobre la clasificación de las cien-cias o sobre el método y el objeto de la sociología.De esta manera, Comte se convirtió en el profeta de

    Durkheim. Se le hacía un honor, pero ya no eraComte. De todas formas, ya no había que esperarni filosofía de la religión, ni metafísica de una his-toria de la filosofía que ya no era la de la agoníade la religión y de la metafísica. Nos habíamos equi-

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     vocado de época. Queríamos entrar en el templo enel momento mismo en que los guardas acababan de

    cerrar las puertas.Este balance negativo daría una idea falsa de la si-

    tuación de la filosofía en la Sorbona al principio denuestro siglo, si como contrapartida no se señalara elextraordinario liberalismo de que estaba animada estaenseñanza. Seguramente era negativo, pero no lo eraen grado máximo. Charles Pcguy eficaz testimonio,ha observado muy bien que, en un tiempo en quecada una de las diversas secciones de la Facultad deLetras de la Universidad de París tenía su “gran pa-trón” —Brunot en gramática, Lanson en literaturafrancesa, Lavisse en historia, Andler en estudios ger-mánicos—, la sección de filosofía no lo tema. “Lareina de todas las disciplinas, decía, no tiene patrónen la Sorbona”.

    Era verdad, pues al revivir en. el recuerdo aquellosaños lejanos resulta evidente que nuestros maestrosformaban una república y que, por lo mismo, noshicieron posible vivir en república, régimen del quese puede pensar lo que sea en el plano político, peroque seguramente es el mejor de todos, o más bienel único posible, en el doble plano de la ciencia yla filosofía. Nuestros maestros pueden habernos dicho

    cómo convenía pensar, a su juicio, pero ninguno searrogó el derecho de decirnos qué debíamos pensar.Ningún autoritarismo político, ninguna Iglesia esta-blecida respetó tan perfectamente nuestra libertad in-telectual. En un tiempo como el nuestro, en el quetriunfan todos los tipos de dirigismos, no se puede

    desdeñar un estado de cosas tan difícil de volver a

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    revivir una vez que ya ha dejado de existir. “Esevidente, decía Péguy, que el Sr. Durkheim no es

    un patrón de la filosofía, sino un patrón contra  lafilosofía”. Diríamos incluso que un patrón  fiara  lasociología, tal como el la concebía, y cuyo triunfonaturalmente esperaba. La certeza que tenía de ellole preservaba de estar contra  cualquier cosa, ni si-quiera contra la metafísica. Péguy tenía una menta-

    lidad de epopeya. Personalmente, yo nunca conocíese “terror a todo lo que se refiere al pensamiento”que él reprochaba, en 1913, en la Sorbona. Simple-mente, y esto es bastante, se nos dejaba que nos-otros mismos buscásemos nuestro alimento espiritual y reconquistásemos solos lo que debiéramos haber

    recibido como legítima herencia. ¿Acaso la tendría-mos en tanta estima hoy de haberla heredado, sinhaber tenido que reconstruirla pieza a pieza, al pre-cio de un gran esfuerzo? Pregunta vana, puesto queen historia no podemos saber nada de lo que hubierapodido suceder. Pero es segura una cosa de lo su-cedido, y es que la Sorbona, a veces tan injusta-mente desacreditada, nos inculcó siempre, junto conel amor al trabajo bien hecho, el respeto absolutoa la verdad y, cuando no la enseñaba, nos dejabalibres de decirla. En resumidas cuentas, y no lodigo en absoluto como elogio, nuestra juventud notuvo otra carga que la de la libertad.

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    III

     EL DESORDEN 

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    Los estudios seguidos durante tres años en la Sor-bo na no me habían hecho perder el contacto conmis maestros y amigos del Seminario Menor deNuestra Señora de los Campos. Si escribiese mis me-

    morias, tendría que citar a muchos, pero hay uno cuyapresencia es necesaria aquí por el papel decisivo que jugó en la historia de mis propios pensamientos.

    En el fondo de aquellos años lejanos, poco antesde la primera guerra mundial que Péguy profetizaba

    sin descanso, pero en la que ningún intelectual que-ría creer, veo sobresalir el rostro de un joven sacer-dote de cuerpo delgado y estatura media, frente des-pejada sobre unos ojos de brillo cautivador, con unrostro que se estrechaba repentinamente, y la línea

    de los labios cerrados donde nacía su voz inolvi-

    dable. En él todo destilaba sacerdocio. Su aspectoera el de un hermano apenas mayor por los años,pero avezado ya en las luchas espirituales, en lascuales su experiencia le autorizaba a servimos de

    guíaDirector y profesor de filosofía en el Seminario

    Mayor de Issy, el P. Luciano Paulet se vería prontoinvitado a buscar otras funciones. Supe que el he

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    cho había sido inevitable el ,día que él mismo mecontó, todavía tembloroso de indignación, que en

    la mesa del refectorio uno de aquellos señores ha-bía hablado con desprecio de la filosofía de Bergson. “ ¡Ah, me dijo entonces, yo le hice frente!”

     Restiti ei in jacte. La consecuencia era fácil de prever.Filósofo de raza, incapaz de cambiar su enseñanzapor el tipo de razones que fuera, sólo le quedaba

    renunciar a su puesto. Esto fue lo que hizo aquelcorazón devorado por el amor a Cristo; se sumió enel ministerio parroquial, sin sentirse disminuido.Cuando estalló la guerra del 14, el P. Paulet seenroló como capellán de un batallón de cazadoresde infantería. Sabedor de que la muerte les espe-

    raba en el asalto, imbuido del principio de que elcapellán debe estar presente donde se muere, acom-pañaba siempre a sus cazadores en el momento delataque, armado solamente del crucifijo y sin otrodeseo que el de absolver. Una bala, en la frente ter-minó prematuramente con esta vida de sacrificios

    hechos con amor y alegría. “El derramó su sangrepor nosotros, decía, de modo que derramemos lanuestra”. Los que le amaron, le siguen amando; lerezan en lo más profundo de su corazón; y nuncase les ha ocurrido rezar por él.

    Todas sus dificultades tenían una causa. Si hubiera

    que poner sobre su tumba una inscripción lo másbreve posible, se le podrían dar estos dos títulos: Luciano Paulet  (1876-1915), sacerdote bergsoniano. Fue las dos cosas en un corazón sin dividir. El amora Cristo y a la cruz, el amor a la verdad, la vene-ración por nuestro maestro común confluían en él

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    •en un solo sentimiento que finalmente iba haciaDios como hacia su único objeto. Profundamente

     versado en los escritos de Bergson, prolonga espon-táneamente su sentido, más allá de sus conclusionesinmediatas, hacia los misterios de una religión ex-traña al pensamiento del filósofo mismo, pero dela cual, a su vez, su doctrina parecía tener como unpresentimiento.

    ¡Cuántas horas consumíamos en apasionadas dis-cusiones sobre la última lección de Bergson que aca-bábamos de oír, o sobre el libro recién releído! ¿Conqué derecho acaparar para sí una sola hora de aque-lla vida cuyos minutos eran preciosos para todos?Pero sentíamos una devoción completamente perso-nal hacia él, en el buen sentido que nuestros padres

    daban a esta palabra, de reconocimiento afectuosopor todos los bienes que le debíamos.

    Entre nuestros temas de discusión había uno so-bre el que reincidíamos frecuentemente, por lo de-más traído a cuento siempre por mi amigo. Nuncale oí hablar de Bergson como de un cristiano. Clara-

    mente consciente de la distancia que quedaba porfranquear entre La evolución creadora y   la SagradaEscritura, no por ello el P. Paulet se sentía menosasombrado de la analogía, imperfecta pero cierta,•entre la visión bergsoniana del mundo y la de lafilosofía cristiana. Con más generosidad que pruden-

    cia, se dedicó, pues, en el Seminario Mayor a enseñaruna escolástica bergsoniana que para él se confundía•con la filosofía verdadera. Empresa peligrosa, y porlo demás prematura, en un tiempo en que, no ha-biendo aún escrito Bergson  Las dos fuentes de la

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    moral y de la religión,  quedaba por decir su última,

    palabra sobre la cuestión. Suponiendo que la bayadicho alguna vez. Mi amigo no cometió la indis-creción de inducir a Bcrgson hacia el cristianismo;hablaba en nombre propio, y yo me maravillaba,al oírle, del inspirado ardor de una palabra que lle-naba con savia nueva, más rica, y sobre todo másatrevida, las palabras ya llenas del filósofo. A ladistancia a que hoy nos encontramos de aquelloshechos, resulta claro que no podía permitírsele aaquel joven maestro improvisar una escolástica nue- va, no ya sólo por sus propios riesgos y peligros,sino también por los que correrían sus auditores. Noestá permitido equivocarse cuando se está introdu-

    ciendo a jóvenes clérigos, a los que las leyes de laIglesia imponen el estudio de una filosofía tan ínti-mamente ligada a su teología que no pueden recha-zar una sin quebrantar la otra. El fantasma de estafilosofía escolástica para exorcizar unas clases de se-minario reaparecería con frecuencia en nuestras dis-

    cusiones, y era él quien la traía sin cesar a cuento.Era su delenda Cartago.  Yo lo ignoraba completa-mente. Mis profesores de Nuestra Señora de losCampos me habían enseñado muy bien mi religión,pero no confundían ésta con la escolástica. En cuantoa la Sorbona, me había enseñado a este respecto dos

    cosas solamente: que la escolástica es una filosofíaque no vale la pena conocer, puesto que Descartesla ha cambiado por completo, y que basta con saberque es un aristotelismo mal comprendido. Nuncasupe establecer si fue para bien o para mal el que jamás me hayan enseñado la filosofía escolástica; la

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    respuesta depende del género de escolástica en queme hubiera introducido dicha enseñanza, pero al me-

    nos es cierto que si hubiera estado expuesto en mi juventud al género de escolástica representado porlos manuales escolares entonces en uso, hubiera sidopara mí una verdadera desgracia. Pensando en la ex-periencia de muchos que he conocido, estaña tentadode decir que una desgracia irreparable.

    Hay que detenerse un momento para ver qué esla escolástica, no en sí y en su perfección, sino talcomo se apareció a mi espíritu en la indigencia desu realidad de entonces, y en la enseñanza del Semi-nario Mayor de París. A fuerza de tanto oír hablarmal, me entró curiosidad por conocer el monstruo. Me

    hice entonces con un ejemplar del manual que seseguía entonces para enseñar en Issy. Todavía con-servo aquellos dos pequeños volúmenes, los Elementa  fhilosofhiae scbolasticae  de Sebastián Reinstadler pu-blicados en 1904 por Herder, en Friburgo de Brisgo

     via, pero también en muchos otros lugares, incluso enSan Luis de América. No pretendo acordarme conclaridad de las impresiones que produjeron en mí,salvo la de una extrañeza absoluta.

    Un estudiante formado en otros métodos no podíaabrir estos dos volúmenes sin experimentar una vivasorpresa. No era la doctrina lo que le molestaba, puesél mismo no tenía una tan definida como para que laescolástica pudiese perturbar sus ideas. Por lo demás,las conclusiones de Sebastián Reinstadler eran tam-bién las suyas propias. Un joven católico se encuentraespontáneamente en acuerdo mucho más íntimo concualquier escolástico que con Hume, Kant o Comte.

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    No, pero los libros que se le presentaban como expo-nentes de una filosofía —no olvidemos este punto

    capital— estaban inspirados en un espíritu muy di-ferente del que reinaba en las demás filosofías cono-cidas. Al entrar en ellos se tenía la impresión tic ponerel pie sobre una isla aislada de todas las demás por uncinturón de arrecifes. Cierto que también éstas seoponen muchas veces entre sí, pero no se fundan en

    una negación a priori de la comunicación con el resto.Más bien buscan el diálogo. En esta filosofía para usode las escuelas no había una parte importante dellibro que no terminase con una serie de refutacionestriunfantes. La escolástica sola contra todos.

     Y, sin embargo, era difícil saber en que consistía ladoctrina, con precisión. Repitámoslo, las conclusiones

    generales eran perfectamente claras, pero nada nos en-señaban. Hay un solo Dios, infinito, todopoderoso,

    espíritu puro, etc., y todo esto ya lo habíamos apren-dido en el catecismo antes de nuestra primera comu-nión. Por otra parte, el autor se refería continuamentea Aristóteles, pero precisamente Aristóteles no enseñó

    ninguna de aquellas conclusiones. Hubiera podido con-tentarse con enseñar las conclusiones del propio Aris-tóteles, pero entonces no habría habido ni Dios único,infinito y creador, ni inmortalidad del alma; paraevitar este inconveniente, era preferible enseñar, engrueso, el cuerpo de la filosofía de Aristóteles ador-nado con conclusiones cristianas. Dividido más biensiguiendo la tradición de Wolff que la de Aristóteles

     y de Santo Tomás, el manual oponía a los logros delas otras filosofías una oposición pura y simple a tener-las en consideración. No es que Reinstadler se negase a

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    hablar de ellas, ni que fuera incapaz de comprender-las. Lejos de ello, su exposición de Kant era tan buena

    como podía razonablemente esperarse de una obra deesa índole, pero en vano se buscaría en la discusión delsistema señal alguna de esfuerzo por comprender suorigen y  sentido. Lo esencial era hacer ver que el kan-tismo es un “error”.

    Fuera del mundo de los escolásticos, pocos prac-tican este género de filosofía. Un fragmento reinstadleriano servirá para comprender mejor lo que derepugnante había para el espíritu de un estudiantede la Sorbona en aquellos procesos sumarios en losque no contento con condenar al culpable, el juezle insulta. Se trata precisamente de Kant: “Todacrítica, puesto que conduce a negar verdades reci-

    bidas universalmente dado que su evidencia se apa-rece claramente al pensamiento, o a afirmar lo quetodos niegan y  rechazan naturalmente como falso enla conducta de su vida, es por sí misma más quefalsa,  y   a decir verdad completamente loca (demen-tísima).  Ahora bien, tal es la crítica kantiana de la

    razón pura, pues todas las conclusiones a que con-duce son contrarias al sentido común, a los juiciosnaturales del pensamiento, a lo que todos los hombreshacen  y   dicen. O sea, que el criticismo kantianodebe ser rechazado como una cosa malsana (Ergo criticismos kantianos ot insania reiciendos est).’’

    No se crea que esto es algo casual. En el transcurso

    de su larga historia, una gran parte de la cual es la desus controversias, la escolástica moderna no sólo haido recogiendo a su paso detritus de muchas doc-trinas por las que iba atravesando, sino que tam

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    bien contrajo algunas costumbres no del todo buenas;entre otras, las malas maneras introducidas en la

    discusión por sus peores enemigos, los humanistas delsiglo XVI. Toda conclusión que Sanscverino rechaza

    es absurda: absurdus est modus quo ICantius criticam suam confirmare studet; absurdam doctrinam asserit 

     Ficbtacus; baec cnim\ dúo sunt inorsus absurda; ros- minianum systema absurdum in se cst\ baec supc- 

    riorum Germaniae philosophorum systemata omnino absurda esse ab iis quae demonstravimus satis patet,  y   así hasta el final. Es un tic. No importa que losfilósofos escolásticos escriban en latín para conside-rar el insulto todavía como un momento de refuta-

    ción. Ni siquiera ellos .mismos se sienten molestados,

     y   no ven en ello malicia. Se trata simplemente decláusulas de estilo, elegancias literarias, un paso de

    baile del escalpelo apenas esbozado ante el poste delcondenado. El desgraciado se equivoca, puesto queha perdido el espíritu.

    Estas costumbres filosóficas me causaban entonces

    asombro. Incluso me escandalizaban, y tanto máscuanto que ignoraba su sentido y causa. Nadie lee ya hoy un tratado de filosofía escolástica si no está

    profesionalmente obligado a hacerlo; es un error,pues algunos son muy interesantes, pero la concien-

    cia de este hecho, que no se les escapa, crea unaespecie de insularismo para aquellos que creen que

    esta filosofía es la única verdadera. Saben que quieneslos lean pensarán como ellos y que aquellos a los

    que tratan tan caballerosamente no los leerán; ¿porque, pues, molestarse? Se hablan entre ellos, y como

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    a puerta cerrada. La entrada es libre, pero saben quenadie tiene ganas de entrar.

    La verdadera razón de ello es la naturaleza mismade esta filosofía. Los autores de estos tratados setienen por filósofos, y lo son, pero son al mismotiempo teólogos. Lo son, incluso, en primer lugar,porque si se es teólogo, no se puede no serlo en pri-mer lugar y   ante todo. Todos los que escriben los

    referidos tratados han completado su formación fi-losófica con una formación teológica. Incluso suformación filosófica estaba orientada ya hacia lateología y como informada por ella con anticipación,de forma que una vez filósofos, no lo son completa-mente. Pero el teólogo condena, esta es una de sus

    funciones; y Santo Tomás no deja de apropiársela:per boc excluditur error. Condena el error en teología,pero también en filosofía, cada vez que, directa oindirectamente, las consecuencias amenazan con afec-tar la enseñanza de la fe. Nada más legítimo, perolos Elementa philosopbiae scbolasticae,  u otros seme-

     jantes, son considerados como tratados de filosofía,no de teología. Cortesía aparte, el filósofo no condenapor vía de autoridad, rechaza por vía de razón. Esmenos fácil. Reducir la doctrina de Kant a una “pro-posición” y justificar su condena con un simple ra-zonamiento silogístico es el método teológico por ex-

    celencia y tiene su explicación en teología, pero en fi-losofía la premisa mayor da escrúpulos. Si la filosofíade Kant contradice todos los principios de la razónteórica y práctica, es falsa, pero no es necesario serkantiano para ver que esta misma proposición seríadifícil de probar. Yo no soy kantiano', ni he experi-

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    mentado nunca la menor tentación de serlo; admitoenteramente que un teólogo tiene el derecho y eldeber de condenar el kantismo como incompatible

    con la enseñanza de la Iglesia, pero entonces no hayque pretender hablar como simple filósofo, pues elkantismo es una locura, es una locura muy exten-dida entre los filósofos y, cuando se ven tantos locosalrededor, conviene por prudencia hacerse examinar.

    Entonces sentíamos el mal, pero ignorábamos su

    causa. El P. Luciano Paulet sufría profundamentepor vivir entre gentes acostumbradas a zanjar teoló-gicamente los problemas. Se comprende que el mé-todo les agradase, pues, para un teólogo, condenaruna proposición filosófica como contraria a la fe es lamanera más segura y más expedítica de desemba-

    razarse de ella. ¿Hay que repetir que, en teología, esto es impecable? Todas las condenas doctrinalesefectuadas por la Iglesia lo son de esta manera, por

     vía de autoridad religiosa y sin someterse a justifica-ción alguna filosófica. Decimos simplemente que estemétodo no es pertinente en filosofía,  sobre todo siesta filosofía se define y se constituye expresamentecomo tai, ante la teología y, en este sentido, fuera deella. Buena para el perfeccionamiento interno, estaforma de pensamiento, tenaz como un mal pliegue,■excluye de la comunidad de los filósofos a los quese dejan dominar por ella hasta el punto de extenderlaa lo metafísico. Mi amigo había encontrado demasia-

    dos filósofos para no saber que le hacía falta, o abste-nerse de esta actitud al hablar con ellos, o renunciara hablarles. De modo que cuando sus compañeros ysuperiores, que también tenían sus razones, le hi-

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    cieron ver que era un deber de conciencia filosofar deaquella manera, el se dio cuenta que no estaba en su

    lugar y dejó de enseñar.Todos están muertos: nuestro maestro Bcrgson,

    filósofo francés, muerto en el transcurso de un desas-tre nacional sin precedentes, durante el cual este paísque él había honrado y amado pareció por un mo-mento renegar de él; Luciano Paulet, sacerdote y

    francés, caído en el campo del honor; Charles Péguy,cristiano francés, acostado bajo tierra frente a Dios, elque mejor comprendió y amó de nosotros a Bergsonen toda su profundidad; Pierre Rousselot, S. J., elprimero que anunció la renovación del tomismo deSanto Tomás, que debía librarnos de tantas incerti-

    dumbres, muerto también en el frente de guerra, tra-gado por el lobo de los Eparges como verdadero jesuita que ni siquiera se reservaba su propio cadáver.Partido. Desaparecido. Nada. La pureza de estos sa-crificios no nos compensa de la significación de talespérdidas. Nada nos resarcirá de los beneficios que cier-

    tamente nos hubiera acarreado, de haber vivido, lapresencia de grandes Padres capaces de injertar unarama bergsoniana en el viejo tronco de la filosofíaescolástica. A mi amigo le faltó la vida, pero lefaltó en medida mucho mayor la filosofía escolástica.Hay que decirlo, pues es ahí donde estaba la raíz delmal en aquellos años confusos de la crisis modernista,

    en los que nada podía ser repuesto en su lugar, por'que el lugar había dejado de existir. Nosotros mismosnos equivocábamos, ciertamente, tomando por la es-colástica misma lo que no era sino una forma deca-dente y bastarda, pero ¿cómo iba a sacarse de error a

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  • 8/20/2019 GILSON, E. - El filósofo y la teología

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    los que se equivocaban, si los que les reprendían con

    razón no sabían siquiera por qué tenían razón? Mu-chas veces me he preguntado, después, lo que habríasido un Luciano Paulct tomista, es decir, metido en el verdadero sentido de la metafísica del ser enseñadapor el mismo Santo Tomás y que tanto difiere d'c laque muchas veces le atribuyen sus propios discípulos.Murió siii' la menor sospecha de lo que esta metafísicafuese. Yo mismo no tenía la menor idea sobre ella, y,por mucho que busco en mi memoria, no encuentroa nadie que entonces pudiera revelarnos su existencia.He ahí la plaga de aquella época confusa: una ver-dad que sus guardianes habían perdido. Y se asom-bran que otros se nieguen a verla, pero muestran otra

    cosa en su lugar, y ni ellos mismos saben dónde está.En la medida en que puedo comprender hoy el des-orden modernista en filosofía, estaba esto en primerlugar. Hubiéramos sido 'menos los equivocados si losmayores, que debían haber sido nuestros guías, hu-biesen tenido más razón.

    No tengo la menor intención de paliar las respon-sabilidades : el modernismo fue un manojo de erro-res, responsables de los cuales fueron sus mantenedo-res; pero se olvida en exceso la responsabilidad deotra índole que pesa sobre quienes permitieron, pri-mero, que la verdad fuese con tanta frecu