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ENTRE MORERA Y CURANIPE José Carlos Torró Casanova

ENTRE MORERA Y CURANIPE · Prólogo 1890 La niña miraba a su madre a través del cristal esperando a que ésta se levantara de la cama. A su lado, una enfermera posaba su mano sobre

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ENTRE MORERA

Y

CURANIPE

José Carlos Torró Casanova

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© 2013 José Carlos Torró

1ª edición

ISBN:

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Bubok

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Si tienes sueños

Ten cuidado porque

Un día pueden

Convertirse en realidad

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INDICE

Prólogo

PRIMERA PARTE

Capítulo 1 – 1850 El nacimiento

Capítulo 2 – 1862 Las dudas de Pepet

Capítulo 3 – 1864 El tío Sebastián

Capítulo 4 – 1865 La marcha

Capítulo 5 – 1865 Villanueva del Grao

Capítulo 6 – 1865 El barco

Capítulo 7 – 1865 El desembarco

Capítulo 8 – 1865 Buenos Aires

Capítulo 9 – 1865 Navidad

Capítulo 10 – 1866 1868 Corrientes

Capítulo 11 – 1869 Viaje a España

Capítulo 12 – 1869 - 1873 Mendoza

SEGUNDA PARTE

Capítulo 13 – 1873 Antofagasta

Capítulo 14 – 1873 Morera

Capítulo 15 – 1879 La guerra del Pacífico

Capítulo 16 – 1880 Valentina

TERCERA PARTE

Capítulo 17 – 1888 - 1890 La casa Sazie

Capítulo 18 – 1906 Alcoy

Capítulo 19 – 1906 1910 Sociedad Estannífera Totoral

Capítulo 20 – 1915 El vizconde de Morera

Capítulo 21 – 1929 Navidad en Curanipe

Epílogo

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Prólogo

1890 La niña miraba a su madre a través del cristal esperando a que ésta se levantara de la cama. A su lado, una enfermera posaba su mano sobre su hombro intentando consolarla. - ¿Hoy tampoco se levanta mi madre? A la enfermera se le rompía el corazón al oír a la pequeña. Su madre tenía tuberculosis y estaba aislada en una sala por temor al contagio. Su tos, cada vez más frecuente, le golpeaba la cabeza y los esputos que sacaba eran cada vez más oscuros, como si los intestinos se le fueran por la boca. Su tez era blanquecina y los labios apenas se distinguían del resto de la cara. Qué más quisiera ella que levantarse, pero no tenía fuerzas, se le escapaban a cada minuto que pasaba. Pobre hija, pensaba la mujer, viene a verme todos los días sin fallar uno. Hasta el mes pasado estuvieron viviendo las dos en casa pero la mujer notaba que no se encontraba bien y la tuvieron que internar. ¿Qué era lo que tenía? Nadie le decía nada pero no hacía falta, sabía que se moría, por eso pidió a la enfermera que redactase una carta y luego ella la firmaría. Si muriera, se la entregaría a su hija con unas instrucciones. La enfermera accedió y ahora la carta estaba en su poder por si era necesario. La mujer cerró los ojos, le pesaban demasiado, le dolía la cabeza, no tenía fuerzas para pensar en nada más. Al verla así, la enfermera pensó lo peor. - ¿Qué le pasa a mi madre? – gritó la niña. - No lo sé. Espera, voy a llamar al médico.

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Éste auscultó a la mujer y no oyó ningún latido. Los dos miraron a la pequeña. Ahora viene lo peor, pensó la enfermera Fuera, la niña lloraba. La enfermera intentó calmarla sin conseguirlo. Había que llevarse a la madre al mortuorio. La niña intentaba agarrarse a la cama pero la enfermera se lo impedía. Al final cayó exhausta, no tenía fuerzas para llorar más. - Acuéstate en esta cama, mañana te daré algo que me dio tu mamá. - Dime qué es – dijo la pequeña interesada. - Es una carta. Se la tienes que entregar a este hombre – dijo señalando el nombre que figuraba en el sobre - También me dio dinero. Irás a Santiago en tren a esta dirección y preguntarás por él. - ¿Ese hombre es mi papá? - Eso no me lo dijo. Pero él se hará cargo de ti. Eso sí me lo dijo. La niña recogió sus cosas de casa acompañada por la enfermera y juntas fueron a la estación. El tren no tardaría en salir. - Si no lo encuentras, vuelve al hospital. - Bien. La niña subió al tren y se sentó en uno de los bancos de madera. A su lado, una mujer oronda acompañada de sus hijos, cargada con sus canastos. La niña miró a través de la ventanilla y saludó a la enfermera que le devolvió el saludo. Adiós pequeña, que Dios te acompañe. El trayecto era largo pero ella no lo sabía. Era la primera vez que subía en tren y su carita pegada al cristal devoraba el paisaje. Su madre se había muerto y ahora ella quedaba sola en el mundo. ¿Sería su padre ese hombre? ¿Y si no lo encontraba?

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El traqueteo del tren la durmió.

Después de varias horas de trayecto, el tren llegó a la estación de Santiago. La enfermera le había dicho la calle por la que tenía que preguntar. Tienes que ir recto en aquella dirección, niña, le dijo una señora. Al final tuerces a la izquierda y después pregunta por allí. La enfermera le había dicho que era una casa grande y al verla pensó que había llegado. Se dirigió a la puerta principal y llamó. - Busco al señor Pastor. - El señor no está, niña. Toda la familia está en Cauquenes. - Tengo que verlo señora. - Has de volver a la estación y coger el tren a Parral y de allí para llegar a Cauquenes tendrás que ver a alguien que te lleve. - Gracias señora. La niña estaba muy cansada, se sentó en una esquina de la calle y se durmió. Anda entra niña, le dijo la criada al verla en la calle. Esta noche podrás dormir aquí. - Gracias señora. Al día siguiente emprendió la marcha. - Un billete a Parral. - Por la vía 5, en aquella dirección niña. - Gracias señor. En dos días había tenido que subir a dos trenes. Le gustaba viajar en tren. Veía los animales, las montañas, los ríos, los árboles. Cuando paraban en una estación miraba a la gente que subía y bajaba. ¿Dónde iban? Se acordaba de su mamá. ¿Estaría en el cielo mirándola? Ya en Cauquenes preguntó. “¡Ah!, la quinta Pastor, espera que te indico, no te preocupes”.

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Valentina respiraba hondo para soportar la siguiente contracción. Todavía tenía en la memoria sus anteriores partos. Era lo que más temía pero la satisfacción de ver después al bebé, al guagua en sus manos, era superior al dolor que tenía que sufrir ahora. - Grite todo lo que quiera señora – le decía la comadrona. - Ich kann nicht mehr Charo, yo no puedo más – dijo con su característico acento. - Un esfuerzo más, ya falta poco. Su marido esperaba impaciente en el salón. ¿Dónde estaría ese medico? No es que hiciera falta pero él se sentía más tranquilo si estaba don Melquíades. Valentina seguía gritando cada vez más fuerte. Don José fue a la habitación a ver a las pequeñas Amelia y Marta. La criada estaba con ellas por si se despertaban. - ¿Han preguntado algo? - No, desde aquí no se oye nada. - Mejor así. Buenas noches – dijo don José. - Buenas noches señor. Al salir oyó que llamaban a la puerta. Seguro que era el doctor. ¡Ya era hora! Don José abrió y se encontró de bruces con la niña. Al principio su reacción fue la de cerrar la puerta, no quería pedigüeños ahora, pero después de mirarla unos segundos se fijó en esos ojos y la impresión fue grande porque... No puede ser, pensó. El corazón empezó a golpearle la cabeza. No sabía qué hacer. Miró dentro de la casa, ya no se oían los gritos de Valentina. ¿Pero esa niña? Era imposible. Intentó decir algo pero no le salía la voz. Fueron unos segundos de gran desconcierto. Entonces la voz que se oyó fue la de la comadrona. ¡Una niña!, dijo.

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Claro que era una niña, eso ya lo sabía él, la tenía delante. Pero ¡Era imposible! - ¿Es usted el señor don José Pastor? – preguntó la niña. - Sí – acertó a decir. - Yo soy Rosa Aravena. - ¿Y tus padres? - Mi madre murió ayer y me dio esta carta para usted. ¿Cuántos años habían pasado? Los recuerdos se le agolparon en la mente, todos querían salir de repente. Se acordaba de su madre, de las historias que le contaba de cómo nació. Y se acordaba de los primeros años. Toda la vida le pasó por delante en un segundo.

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PRIMERA PARTE

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Capitulo 1

1850 – El nacimiento

Cuando llegó la carta, Lola se puso histérica. Algo

pasaba en la familia, no cabía duda. Si no ¿a qué una carta? Pepe intentaba tranquilizarla, no debía alterarse así y menos en su estado. - Rogelio, anda, léenos la carta, no te quedes ahí “pasmao” como si no hubieras visto una parturienta histérica en “toa” tu vida – le dijo al cartero mientras seguía dando vueltas a la mesa sin parar de gritar seguida de su marido. Rogelio, algo nervioso, rasgó el sobre y se dispuso a leer la carta. Granada, 12 de febrero de 1850... - Madre mía, ya han pasado tres semanas. La letra era de redondilla, bien equilibrada y por tanto fácil de leer. Se notaba que la habría escrito algún cura o alguien letrado. Querida hermana: - Ese es mi hermano, el Sebastián, que es maestro - le explicó a Rogelio - Es el único que sabe escribir de “toa” la familia. - Pero quieres dejar de interrumpir – la increpó Pepe – “A este pas no s’enterarem de res”

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- Ay hijo, no me hables en “valensiano” que no me entero de “na”. - No sé cóm em vaig fixar en tú – farfulló entre dientes – Perque estás ben bona que si no... Rogelio esperaba paciente a que lo dejaran seguir y cuando los dos quedaron callados, mirándolo, prosiguió. Espero estés bien. Nosotros aquí andamos preocupados por madre... - ¡Hay mi “mare”!. Mira que me lo imaginaba. Rogelio volvió a detenerse pero esta vez Lola se calló enseguida, mordisqueándose los dientes. ... que no anda muy bien estos últimos días. El médico dice que debe descansar pero yo no le veo buena cara. Ya sabes como es ella, siempre animada, pero tiene los labios muy blancos y no me gusta nada. Igual se le pasa dentro de unos días, ya te escribiré. Padre está bien, mayor, pero bien. En los últimos días llora mucho, dice que no sabe qué hará sin su Doloritas. A ver si te decides un día y me escribes una carta y me cuentas cómo estáis todos por ahí. ¿Qué tal el Ricardín? El pobre, dile que su tío se acuerda mucho de él. ¿Y Antoñito? estará hecho todo un hombretón. Lolita debe estar muy cambiada. Dile a Pepe que si viene algún día nos echaremos unas buenas partidas al dominó con unos chatitos de vino. Esperando que todo vaya muy bien, se despide, este que lo es: Tu hermano Sebastián Rodríguez - Mi “mare” se muere, mi hermano no me lo ha querido decir, pero ésta se me muere. Pepe, tenemos que ir a “Graná”, quiero estar a su “lao”.

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- Pero ¿cómo vamos a ir a Granada en tu estado? Parirás a mitad camino. No, no. - Pues si tú no vienes me voy yo sola. - ¡Dimoni de dona! Rogelio dejó la carta encima de la mesa, cargó la saca y salió a seguir su ronda por los caminos de Alcoy. Aunque el genio se le iba por la boca, Lola en realidad era una mujer muy cariñosa, enamorada de su marido y de sus hijos. Azuzados por el hambre, los Rodríguez, tres hermanos con parte de sus familias, decidieron salir hacia tierras valencianas y catalanas. Más de veinte almas emprendieron el camino en busca de algo mejor. Algunos subieron más arriba pero cuando los padres de Lola vieron la sierra de Alcoy, pensaron que su viaje había terminado. Cuando Lola se casó con Pepe, se fueron a vivir todos a la finca de los Gisbert, en la casa para los medieros. Dos años después, sus padres se volvieron para Granada. Estaban muy mayores para andar por esos mundos de Dios. Ahora su hija estaba en buenas manos y a ellos les tocaba retirarse. Su hermano Sebastián se había quedado en Granada estudiando hasta que obtuvo plaza de maestro en una de las escuelas. Para la boda fue a verlos y después también dos o tres veces, en verano, para las vacaciones. Los niños estaban enamorados con el tío Sebastián. El mayor, Antoñito, ya tenía seis años, Lola tenía cuatro y Ricardín, que tenía problemas con la vista, tenía dos años. Cuando empezó a caminar se daba golpes, parecía que no veía lo que tenía delante. El médico lo examinó en el hospital civil y dijo que tenía muy poca visión en los ojos, pero que fuera de vez en cuando para hacerle un reconocimiento. Y ahora, lo que les mandara el Señor.

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Pepe había nacido en Alcoy, igual que toda su familia. Su padre ya llevaba la finca de los Gisbert y cuando murió, él la siguió llevando. No tenía estudios ni falta que le hacían. Lo que debía saber lo sabía y bien. Los campos estaban bien abonados con guano, los árboles bien podados y el trabajo siempre bien hecho. Vivían de lo que les daba el campo, así que ya procuraba que fuera lo máximo posible. Al principio le ayudaba su mujer, pero ahora con todos los niños, no tenía tiempo para nada. Los señores Gisbert vivían en Valencia y solo aparecían para las fiestas de San Jorge y en los meses de verano, para pagarle a Pepe lo que había sacado de la venta de la recolecta. Lola, unos días antes, abría la casa y la limpiaba a fondo. Cuando se marchaban, lo cerraba todo hasta el año siguiente. El señor Gisbert era un importante abogado que tenía su bufete en la capital. A veces iba a Alcoy por asuntos de trabajo. Lola siempre tenía una habitación preparada por si venía el señor. El mes de febrero era la época de menos trabajo, aunque no debía descuidarse lo más mínimo. Sabía que si su mujer se empeñaba en ir a Granada, allá tendrían que ir. Pepe calculó el tiempo que les llevaría y, yendo rápidos, con dos buenos caballos, en dos semanas podrían hacer el viaje de ida y vuelta. Esperaba que al señor no se le ocurriera ir ningún día porque se encontraría con todo cerrado. Le dejaría una nota que le escribiría don Froilán, el cura de la parroquia. Un asunto familiar, diría. Por otra parte, tendría que llevar los niños a casa de su hermana Rosa, ella los cuidaría bien. Si se los llevaban con ellos tardarían mucho más. Era mejor así. Después de dos semanas en las que Lola no dejó de darle la lata a Pepe con que tenían que ir a ver a su madre, éste

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cedió por fin y le pidió que lo preparara todo, pero que los niños se quedaban con su hermana. - Por lo menos a Ricardín nos lo llevamos. - No, el pequeño se queda, es el que más trabajo nos daría. - Tu hermana no podrá con todos. - Tu verás, o nos vamos solos o nos quedamos. Lola resopló aguantando la flema que siempre llevaba dentro, dio un golpe encima de la mesa y por fin dijo: - Tú mandas. - Aixó está millor A Pepe le costaba dominarla pero sabía que no podía ceder ni un milímetro en nada porque en cuanto se descuidaba, se le subía a la cabeza. Rosa era la hermana menor de Pepe. Hacía unos años se quedó viuda y ahora vivía sola en la casa con su hijo pequeño. Ella se alegraba de ver a sus sobrinos cuando iban a visitarla pero ahora, dos semanas con ellos, eso era demasiado. - Ya se lo he dicho a tu hermano, pero él “dise” que te tienes que quedar con ellos, “eah”. - Bueno, ya me las arreglaré. El Antoñito es mayor y cuidará de sus hermanos ¿verdad que sí? Pero Antoñito no quería saber nada de niños. A ellos los cuidaba su madre, él se pasaba el día detrás de su padre. Solo había que verlo, los mofletes rojos y la frente blanca por la boina, igual que su padre. Lola se ponía enferma al ver al niño con la azada que le hizo Pepe, pero no podía hacer nada para evitarlo. - A Ricardín no lo pierdas de vista. - Lola, tú no te preocupes por mí y mira más por tí. No sé cómo se te ocurre marcharte en tu estado.

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- Pues cuando volvamos, ves pensando en ayudarme – le dijo Lola – Te necesitaré más que antes Rosa. Con cuatro niños y la casa no voy a poder con “tó”. - Bueno ya lo hablaremos. Desde Alcoy, primero cruzaron el barranco de la Batalla, después bajaron el puerto de la Carrasqueta hasta Xixona y Alicante. De allí a tierras murcianas y después, las andaluzas. Lola decía que vivían en un agujero en mitad de las montañas y que para salir de allí hacía falta la ayuda de la Virgen. - Dios mío cuántas vueltesitas que da el dichoso caminito. ¡Con lo bien que estaba yo en mi casa de “Graná”! - Lola – advirtió Pepe pacientemente – No em fases parlar - Tú “parla” lo que quieras, mi “arma” – dijo ella riendo. Lola estaba muy contenta porque iba a su tierra. Más de diez años hacía que salió y desde entonces no había vuelto. ¿Cómo estaría todo? ¿Y su madre? ¿Estaría bien? Seguro que sí. Estarían unos días con ella y después se volverían a casa. Después de tres días de camino llegaron a Granada, al barrio de San Ildefonso, en la calle Pernaleros Alto, una calle muy estrecha con las casas pintadas de cal y la ropa tendida al sol. Un jazmín señalaba la casa de los Rodríguez. Era media mañana. La puerta estaba cerrada, algo inusual. - Qué mal fario me da esto Pepe. La verdad es que no era normal. No había nadie por la calle. Llamaron a la puerta de al lado y tampoco les abrieron. - Que la están enterrando Pepe, que mi madre se ha muerto.

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Pepe empezó a ponerse nervioso también. Algo grave debía haber pasado de lo contrario alguien habría en las casas. Lola empezó a ponerse más nerviosa de lo normal y se tuvo que apoyar en la pared. - Ay Pepe que viene el niño. Ay Pepe que no me aguanto más. “Empieso” a tener dolores. Lo que faltaba. Después de tres días tranquilos, solo faltaba que se pusiera a parir allí. - ¡Socorro! – gritó Pepe. Veía a su mujer cada vez más pálida. Empezaba el parto, no cabía duda. ¡Y no había nadie! Per el amor de Deu, que vinga algú. Con los gritos alguien se asomó a un balcón y al ver a la mujer a punto de parir, bajó a la calle. Era una mujer mayor a la que apenas se le entendía lo que decía, pero con los gestos parecía invitarlos a entrar en la casa. - Tú eres la hija de la Dolores. ¿”Sus” habéis “llegao ora”? Lola no podía responder y Pepe adivinó lo que preguntaba. - Sí señora, venimos de tierras de Alicante, pero no hay nadie en la casa. Entraron los tres. Lola iba cogida de su marido. Las habitaciones estaban arriba, había que subir la escalera. Un último esfuerzo. La puerta de la derecha. Lola se dejó caer de bruces y la mujer sacó al hombre casi empujándolo. - Están todos en el cementerio – le dijo la mujer cuando salieron. - ¿Entonces se ha muerto la madre? – preguntó Pepe en voz baja. - ¿La madre? No, el padre. - ¿El padre? ¿Pero qué ha pasado? - Luego, luego. Espere bajo, el niño no tardará. Se había muerto el padre. ¿Cómo podría haber sido?

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Menos mal que estaba esa mujer, de lo contrario ya se veía con Lola en la calle pariendo en mitad de la nada. ¡Qué susto por Dios! Lola gritaba con cada contracción. En qué mala hora se les había ocurrido hacer el viaje, total para nada. Pero Lola era cabezota. ¿Saldría el niño así de cabezota? Esperaba que no. Los otros no lo parecían, habían salido más a él. Antoñito era el que más mal genio parecía tener, Ricardín tenía el problema de la vista y Lolita todavía era muy pequeña. Pepe salió a la calle desde la que sólo se oían los gritos de su mujer, se sentó en el suelo y esperó. No tardó en oír murmullos de gente, cada vez más cercanos. Cuando empezaron a aparecer los primeros, se levantó y se acercó a la casa de sus suegros hasta que apareció Sebastián del que iba cogida su madre del brazo, vestida de negro. - ¿Pepe, eres tú? ¿Y mi hermana? Dolores lo miraba en silencio esperando su respuesta cuando oyeron otro grito de Lola. - A punto de parir – les dijo – Vamos. Los tres entraron en la casa de la vecina. Sebastián acompañó a su madre hasta la habitación donde estaba su hija y luego bajó. Fuera, cada uno explicó al otro los últimos acontecimientos. Ellos habían recibido la carta de Sebastián y Lola se empecinó en hacer el viaje a pesar de su estado. - De eso hace casi dos meses – dijo Sebastián. - Es posible. - Lo de mi madre no fue nada. Lamento haberla alarmado así. Lo peor fue lo de mi padre. - ¿Qué le ha pasado?

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- Un cólico miserere. Ayer no se levantó, vino el médico y certificó su muerte. - Pero ¿estaba mal? - Nada Pepe, como una rosa. Haciéndose mayor, ya sabes, pero nada. Anoche lo velamos y esta mañana a San Ildefonso y al cementerio. No somos “ná”. - Nosotros, al llegar y no ver a nadie, hemos pensado lo peor y por lo visto eso ha puesto en marcha el parto de Lola. Lo que no sé es qué habrá pensado al ver entrar a tu madre. - Espero que no le diga lo de mi padre todavía. - Algo le tendrá que decir. Todavía pasaron dos horas hasta que oyeron el débil llanto del niño. Bajó la mujer y anunció el nacimiento de su hijo. - Un niño, ha “sío” un niño. Los dos hombres se felicitaron y subieron a ver a Lola. - ¿Cómo se encuentra, Dolores? - La vida es un “mistirio” – dijo la abuela -¿No será este niño mi “marío”? La habitación era tan pequeña que apenas cabía la cama. Lola estaba sudando todavía. Había cerrado los ojos, estaba agotada, primero por el viaje y después por el parto. - ¿Le ha dicho usted algo? – le preguntó entre susurros a su suegra. - No me he “podío” aguantar. Qué quieres. Las mujeres “semos asín”. - Sí, es mejor así – dijo Pepe. Esa tarde la pasó Lola en la cama y al día siguiente, entre todos la llevaron a la casa de sus padres agradeciéndole a la mujer lo que había hecho por ellos.

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- Los vecinos estamos para lo que haga falta. Vaya, vaya a cuidar de su mujer. Todavía se quedó Lola en cama otro día antes de que pudiera levantarse. Pepe sabía que no estaba para viajar y que por lo menos tendrían que quedarse una semana más. - Entonces hay que preparar el bautizo – dijo la señora Dolores – El chico no puede quedarse sin bautizar. Ahora voy a hablar con el párroco y que lo prepare “tó pal” domingo. - Cómo es la vida – dijo Sebastián – Apenas hemos tenido tiempo de llorarle a mi padre y la verdad es que no nos apetece hacerlo. La alegría de ver a ese pequeño por aquí nos ha quitado las penas. Pero Pepe no estaba para monsergas. ¡Una semana! Lo que le faltaba. Su hermana con los niños y al señor Gisbert que no se le ocurriera ir por la finca. Estaba que no le tocaba la ropa en el cuerpo. - ¿Tú qué dices cuñado? – le preguntó Sebastián. - ¿Yo? Que tengo mucho trabajo allá y que nos tendremos que quedar más tiempo de lo que pensaba. - ¿Pero no te alegras de tener a otro hijo? - Hombre, sí, me alegro. Ya sabía que lo íbamos a tener, así que, no nos viene de nuevo. - Cómo se nota que no es el primero. Como estaban de luto, no podían ir a la cantina a tomarse unos vinos ni a jugar al dominó. Así que Pepe se tuvo que quedar en la casa todo el día y todos los días sin nada que hacer. Después de unos días, Lola estuvo repuesta y deseó ir al cementerio a ver a su padre. Tenía sentimientos encontrados. La alegría de haber parido un niño era inmensa, pero que su padre no pudiera ver a su nieto le daba mucha pena.

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Lola y Pepe se arrodillaron frente a la tumba de su padre. - Si hubiéramos venido antes, todavía lo habríamos visto en vida. - Y posiblemente, a la vuelta él hubiera muerto y me habrías echado la culpa también por no poder haber ido al entierro – respondió Pepe. Lola miró a su marido y calló porque sabía que tenía razón. Contra los designios de Dios no se podía hacer nada. - Todavía tenemos que dar gracias porque el parto ha ido bien. El luto les impedía hacer ninguna celebración pero al menos invitaron a algunos de sus familiares y vecinos. Lola quería que hubiera alguien con ellos. - Hija, que estamos de luto. - Pero algo haremos ¿no? Por lo menos un chocolate. Tenemos que hacer pan y unos pasteles madre. Vaya a comprar harina y huevos. - Tú no te muevas que tienes que recuperar fuerzas. - Eso, eso – dijo Pepe – que el lunes nos vamos. - Bueno hombre, parece que no quieras estar con mi familia. - No es eso mujer, pero los niños... - A los niños no has querido traerlos y ahora te aguantas. - ¡Esta dona! A las ocho de la mañana de domingo 14 de abril estaban todos delante de la iglesia. Lola llevaba al pequeño en brazos y con ella la familia y los vecinos. La mayoría de familiares se habían ido a Valencia y a Barcelona y eran pocos los que quedaban en Granada. En total no eran más de quince los que se habían congregado con ellos.

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Entraron en la iglesia de San Ildefonso donde el párroco los estaba esperando y les preguntó por el nombre del niño. Lola y Pepe se quedaron mirándose. Todavía no habían pensado en ello. ¿Qué nombre le pondrían? Antoñito llevaba el nombre de un abuelo y Ricardín el del otro. - No me mires así – dijo Lola – Pepe no me gusta nada para un niño. Pepe respiró hondo y, desviando la mirada de su mujer, se dirigió al cura y le dijo. - El niño se llamará José Pastor Rodríguez. - Pero... Pepe se giró mirando a su mujer y con la mirada la hizo callar. Lola apretó los puños y golpeó una silla. - Tu mandas – resopló. - Aixó está millor.