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Vuelvo a verlo a usted padre, absorto, refugiado en el silencio, caminando despacio por el borde del canal. La cosecha está perdida, dice. El sol se ha escondido, la arrocera está fangosa, huele a vómito. No hay viento. La tarde cae apacible. Escucho el graznido de una tijereta que cruza el aire y hay moscardones azul eléctrico que zumban por todos lados. Veo la negritud del cielo a lo lejos, escucho a los perros que lloran, y a usted padre, que murmura, y qué puedo hacer yo… Durante más de tres horas recorrimos la arrocera anegada. ¿Cómo está el nivel del agua en la varilla?, preguntó usted a Max. ¡Mierda, sigue subiendo...!, dijo él. ¡No hable así, está perdiendo la decencia!, dijo. Max le gritó; ¡Cree que sigo siendo ese niño a quien usted obligaba a acostarse al sol sobre una chapa de zinc caliente porque se negaba a obedecerle. Humillarse y sufrir, es lo único que le gusta! ¡Basta! Dígame que mis esfuerzos no fueron en vano..., dijo Vasili. Y se alejó de la arrocera. El lamento de una lechuza perturbó la tarde que caía. Miré hacia el cielo y tuve miedo, lo vi todo rojo, todo sangre. Vayamos a descansar y volveremos en cuanto baje el agua, dijo Noé. ¿Dónde está Lucien?, preguntó Max. Pero yo que era un niño que había VIERNES 20 DE NOVIEMBRE 2020 / NÚMERO 31 V asili y Ana Finz llegaron a Villa Clara con los inmigrantes que trajo el Barón Hirsch, a fines del siglo pasado. Finz se inició en el trabajo de la tierra como aguador de arrozal y aprendió el oficio de arrocero. Al nacer Lucien, Ana murió de eclampsia durante el puerperio. Finz arrendaba siete hectáreas con una casa de adobe y un galpón. Un ama de leche amamantó al chico hasta que cumplió un año y después, los otros hijos de Finz se ocuparon de criarlo. El muchacho creció en la arrocera, con la seguridad que le habían dado su padre y especialmente Max, el hermano mayor. Cuando Lucien no podía conciliar el sueño, Max le hablaba de los cardos que a esa hora cerraban su flor morada, de los terraplenes donde cultivaban el arroz, de las mojarras del arroyo y tarareaba, moviendo la cabeza, el canto del cosaco: ayaya, yaya, yayaya... Lucien miraba el cielo sin luna y pensaba que dentro de esa oscuridad estaba su madre. Max le contaba, también, la historia del emperador que se paseaba desnudo creyendo lucir un rico traje y una calma profunda invadía al niño y quedaba dormido. Con las faenas de la tierra los brazos de Lucien se hicieron poderosos. Lucien, hay que dar vuelta el pan de tierra, hasta que quede esponjoso, le decía el padre. Los Finz se protegían del sol bajo la sombra de un eucalipto, y almorzaban alguna cosa frugal, tendidos sobre el pasto. Apenas echaban un sueño y seguían trabajando. Con la entrada del sol comían con fruición, y bebían apenas una copa de vino, y hablaban de algún asunto baladí. Después, se iban a descansar. Lucien prefería caminar un rato, antes de que el sueño lo venciera. En el verano se escuchaba la enérgica voz de Vasili que llamaba a los hijos y les advertía: Va a venir la lagarta militar. Busquen a González, que cure de palabra a la lagarta. Pronto el arroz maduraba y se podían escuchar los gritos del muchacho que llamaba al padre y a sus hermanos, para que vieran la floración. ¡Noé, Max, vengan a ver las espigas! Cuando la cosecha era buena, los arroceros de las colonias vecinas se congregaban en torno a la casa de los Finz. Un tropel de músicos con acordeones a piano y timbales hacía sonar los primeros compases del cosachok. Max era el primero que se paraba en medio del corro de muchachos y con el pecho desnudo, abierto de brazos, daba un salto impetuoso y empezaba la danza en cuclillas golpeando el suelo con las herraduras de las botas. Después, hacía un giro en el aire, caía de nuevo en cuclillas, y continuaba bailando con gracia y desenfado. Viejos respetables, judíos rusos, se plegaban a la danza cosaca y con pasos poderosos, como si se dejaran llevar por un placer irrepetible, cantaban, yaya yayaya... Lucien contemplaba todo, con la cabeza llena de ruido. Perla Suez Llovía desde hacía una semana y los caminos estaban anegados y el arroyo Malo desbordaba; ni siquiera los caballos podían cruzar hasta la otra orilla. Lucien caminó de la mano de su padre: no tenía más de once años. “Escucha el pampero, Lucien, dijo usted, con la cabeza inclinada, queriendo que yo escuchara el sonido preliminar del viento. Vasili tenía la vista fija en la arrocera. ¿Va a despejar, padre?, le pregunté yo. Usted me dijo que iba a despejar. La arrocera era una ciénaga. El agua nos llegaba a las rodillas. Una madera podrida y una yarará enroscada cruzaron ante mis ojos; una rata muerta y un nubarrón flotaban en el agua que continuaba su empuje furioso por encima de los terraplenes. Vasili, usted dijo que estuvo toda la noche contemplando la lluvia que caía y dijo haberse levantado de la ruina más de una vez. Pero había muchas cosas que usted no dijo...”. Así como la lagarta militar terminó el grano en unas horas; así como la lluvia lo pudrió todo, así también los Finz, no eran gente que se diera por vencida. Preparen todo que mañana nos vamos. ¿Pero adónde?, preguntó Max. A arrendar el campo que me ofrecieron en Carlos Casares. Probaremos sembrar trigo. Carlos Casares también está inundado, dijo Noé. No querés sacrificarte, dijo Vasili, la voz ronca, la mirada clavada en Noé. Lucien recordó que la palabra de su padre era sagrada. PASA A LA PAG 2 En la arrocera

En la arrocera V - Ciudad CCS

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Page 1: En la arrocera V - Ciudad CCS

Vuelvo a verlo a usted padre, absorto, refugiado en el silencio, caminando despacio por el borde del canal. La cosecha está perdida, dice. El sol se ha escondido, la arrocera está fangosa, huele a vómito. No hay viento. La tarde cae apacible. Escucho el graznido de una tijereta que cruza el aire y hay moscardones azul eléctrico que zumban por todos lados. Veo la negritud del cielo a lo lejos, escucho a los perros que lloran, y a usted padre, que murmura, y qué puedo hacer yo…

Durante más de tres horas recorrimos la arrocera anegada.

¿Cómo está el nivel del agua en la varilla?, preguntó usted a Max.

¡Mierda, sigue subiendo...!, dijo él.

¡No hable así, está perdiendo la decencia!, dijo.

Max le gritó;

¡Cree que sigo siendo ese niño a quien usted obligaba a acostarse al sol sobre una chapa de zinc caliente porque se negaba a obedecerle. Humillarse y sufrir, es lo único que le gusta!

¡Basta! Dígame que mis esfuerzos no fueron en vano..., dijo Vasili.Y se alejó de la arrocera.

El lamento de una lechuza perturbó la tarde que caía. Miré hacia el cielo y tuve miedo, lo vi todo rojo, todo sangre.

Vayamos a descansar y volveremos en cuanto baje el agua, dijo Noé. ¿Dónde está Lucien?, preguntó Max.

Pero yo que era un niño que había

VIERNES 20 DE NOVIEMBRE 2020 / NÚMERO 31

Vasili y Ana Finz llegaron a Villa Clara con los inmigrantes que trajo el Barón Hirsch, a fines del siglo pasado. Finz se inició en el trabajo de la tierra como aguador de arrozal y aprendió el oficio de arrocero.

Al nacer Lucien, Ana murió de eclampsia durante el puerperio. Finz arrendaba siete hectáreas con una casa de adobe y un galpón. Un ama de leche amamantó al chico hasta que cumplió un año y después, los otros hijos de Finz se ocuparon de criarlo. El muchacho creció en la arrocera, con la seguridad que le habían dado su padre y especialmente Max, el hermano mayor.

Cuando Lucien no podía conciliar el sueño, Max le hablaba de los cardos que a esa hora cerraban su flor morada, de los terraplenes donde cultivaban el arroz, de las mojarras del arroyo y tarareaba, moviendo la cabeza, el canto del cosaco: ayaya, yaya, yayaya...

Lucien miraba el cielo sin luna y pensaba que dentro de esa oscuridad estaba su madre.

Max le contaba, también, la historia del emperador que se paseaba desnudo creyendo lucir un rico traje y una calma profunda invadía al niño y quedaba dormido.

Con las faenas de la tierra los brazos de Lucien se hicieron poderosos.Lucien, hay que dar vuelta el pan de tierra, hasta que quede esponjoso, le decía el padre.

Los Finz se protegían del sol bajo la sombra de un eucalipto, y almorzaban alguna cosa frugal, tendidos sobre el pasto. Apenas echaban un sueño y seguían trabajando. Con la entrada del sol comían con fruición, y bebían apenas una copa de vino, y hablaban de algún asunto baladí. Después, se iban a descansar.Lucien prefería caminar un rato, antes de que el sueño lo venciera.

En el verano se escuchaba la enérgica voz de Vasili que llamaba a los hijos y les advertía:

Va a venir la lagarta militar. Busquen a González, que cure de palabra a la lagarta. Pronto el arroz maduraba y se podían escuchar los gritos del muchacho que llamaba al padre y a sus hermanos, para que vieran la floración.

¡Noé, Max, vengan a ver las espigas!

Cuando la cosecha era buena, los arroceros de las colonias vecinas se congregaban en torno a la casa de los Finz.

Un tropel de músicos con acordeones a piano y timbales hacía sonar los primeros compases del cosachok. Max era el primero que se paraba en medio del corro de muchachos y con el pecho desnudo, abierto de brazos, daba un salto impetuoso y empezaba la danza en cuclillas golpeando el suelo con las herraduras de las botas. Después, hacía un giro en el aire, caía de nuevo en cuclillas, y continuaba bailando con gracia y desenfado.

Viejos respetables, judíos rusos, se plegaban a la danza cosaca y con pasos poderosos, como si se dejaran llevar por un placer irrepetible, cantaban, yaya yayaya...

Lucien contemplaba todo, con la cabeza llena de ruido.

Perla

Su

ez

Llovía desde hacía una semana y los caminos estaban anegados y el arroyo Malo desbordaba; ni siquiera los caballos podían cruzar hasta la otra orilla. Lucien caminó de la mano de su padre: no tenía más de once años.

“Escucha el pampero, Lucien, dijo usted, con la cabeza inclinada, queriendo que yo escuchara el sonido preliminar del viento. Vasili tenía la vista fija en la arrocera.

¿Va a despejar, padre?, le pregunté yo.

Usted me dijo que iba a despejar.

La arrocera era una ciénaga. El agua nos llegaba a las rodillas. Una madera podrida y una yarará enroscada cruzaron ante mis ojos; una rata muerta y un nubarrón flotaban en el agua que continuaba su empuje furioso por encima de los terraplenes.

Vasili, usted dijo que estuvo toda la noche contemplando la lluvia que caía y dijo haberse levantado de la ruina más de una vez. Pero había muchas cosas que usted no dijo...”.

Así como la lagarta militar terminó el grano en unas horas; así como la lluvia lo pudrió todo, así también los Finz, no eran gente que se diera por vencida.

Preparen todo que mañana nos vamos. ¿Pero adónde?, preguntó Max.

A arrendar el campo que me ofrecieron en Carlos Casares. Probaremos sembrar trigo.

Carlos Casares también está inundado, dijo Noé. No querés sacrificarte, dijo Vasili, la voz ronca, la mirada clavada en Noé.

Lucien recordó que la palabra de su padre era sagrada.

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En la arrocera

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Perla Suez (Córdoba, Argenti-na, 1947). Escritora y catedrática de Lenguas Modernas. Fun-dadora y directora del Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil de Argentina. Recibió la Mención Especial del Premio Mundial de Literatura Infantil y Juvenil en 1997. Finalista del Premio Interna-cional de Novela Rómulo Gallegos en sus ediciones de 2001 y 2013. Ganadora de ese Premio en 2020 con su novela El país del diablo.

2|Cuentos para leer en la casa viernes 20 De nOvieMBre De 2020 viernes 20 De nOvieMBre De 2020 Cuentos para leer en la casa|3w w w . c i u d a d c c s . i n f o

Miramar

Mi padre no era un nadador. Era un hombre de las plan-tas, de los árbo¬les, siempre tenía las manos sucias de tie-rra. El “dedo verde”, le decía mi ma¬dre, refiriéndose a la habilidad que tenía para revi-vir las plantas marchitas. Ella detestaba que casi nunca nos acompañara a la playa. Siem-

pre fuimos una fami¬lia sin padre bajo el sol furioso del mediodía. Mi madre se ocupaba de clavar la sombrilla en la arena, y lo hacía mirando furtivamente hacia la escalinata del balneario, año tras año, luchando contra el viento, y esperando que mi padre se arrepintiera y bajara con nosotros. Después acomodaba las reposeras, se ponía un pañuelo en la cabeza, nos daba órdenes a mi hermano y a mí como un gene¬ral en una batalla, pongan los sándwiches a la sombra, sácate las sandalias, trai-gan más acá la canasta. Actuaba como un general traicionado que nunca quedaba satisfecho con el cam-pamento que armábamos en la playa. La orientación de la sombrilla se transformó, con los años, en una cues-tión delica¬dísima, ya que no lograba hallar el punto justo para aprovechar mejor la sombra. –Hay que sacar el mayor partido de esta sombrilla–, murmuraba mien-tras ajustaba la posición del puntal, una y otra vez.Mi padre permanecía en el jardín de la casa, bajo la som-bra sencilla de sus árboles. Muy cada tanto, para com-placer los reclamos de mi madre, bajaba a la playa. Lo hacía después de las cuatro de la tarde, con gorra y zapa-tillas. Apa¬recía en lo alto de la escalinata del balneario y desde allí buscaba con la vista nuestra vieja sombrilla a rayas. –Tu padre–, me avisaba mi madre sin el menor atisbo triunfal, cuando lo veía acercarse zigzagueando entre la gente. La tarde se iluminaba. Mi hermano y yo lo tratábamos como si fuera un singular invitado a la vida marítima, como si de nosotros dependiera su bienes¬tar en la pla-ya. Éramos oceánicos, estábamos curtidos por el sol, la liturgia del mar nos quedaba infinitamente cómoda; él, por el contrario, venía de la paz del jardín de rosas, usa-ba una gorra ridícula y tenía la piel blanca.–Parecés un viejo–, le dijo una vez mi madre, mientras él se guarecía de pie bajo la sombrilla. Lo trataba con du-reza, yendo y viniendo alrededor de las esterillas exten-didas sobre la arena, con sus largas piernas de flamenco y sus gigantes anteojos de sol.Mi padre aceptaba la derrota, pero resistía. Nunca se acercaba a la orilla, a pesar de que los tres lo llamába-mos a los gritos desde la rompiente, los brazos en alto, las olas sobre nuestras voces, el viento que enredaba las palabras.–¡Rafael!–, insistía mi madre, al borde de la irritación, pero mi padre, a lo lejos, encorvado bajo la sombrilla, no hacía más que sonreír. La suya era una sonrisa con-ciliatoria, que buscaba indulgencia, y cuando volvíamos empapados nos esperaba con las toallas para abrigarnos, y abría los paquetes de galletitas con sus manos secas, diligentes, y nos alimentaba en la boca como a pájaros.

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Fin

FinDe Miramar (2012)

Gloria Peirano (Buenos Aires, 1967). Es novelista y docente universitaria. Publicó Miramar (2da Mención del Premio de Novela de Página/12-2007), en 2012 El fin de la noche; en 2016 Las escenas vacías y Ojo del Mármol; y La ruta de los hospi-tales (Segundo Premio del Concurso de Novela del FNA-2017). Es profesora adjunta en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, en la carrera Gestión del Arte y la Cultura y profesora titular de Morfología y Sintaxis, en la carrera Licenciatura en Artes de la Escritura

No era un nadador, pero le gustaba llevarnos a pescar con él en las madru¬gadas. Tenía varias cañas en el galpón y la noche anterior las sacaba y las llevaba a la galería, sin decirnos nada. Cuan-do salíamos al jardín después de comer, señalaba los elementos de pesca apoyados contra la pared, y nos preguntaba: –¿Quién viene conmigo?El mundo estaba dividido entre nadadores y pes-cadores, y éstos últimos eran gente de pocas pa-labras o de palabras que escondían contraseñas. Nos des¬pertaba al alba, tocándonos apenas, y nos servía una taza de leche chocolatada en la co-cina aún oscura, mientras mi madre dormía. Lo hacíamos todo en silen¬cio para no despertarla, pero también porque el ritual de la pesca empe-zaba en cuanto nos levantábamos, y el silencio era una parte importantísima del asunto, estar callados y aguantar el peso del sueño que nos ce-rraba los ojos, mientras mi padre nos observaba detrás de su taza de café negro. Esas madrugadas en la cocina eran el exacto reverso del bullicio diáfano de la playa, estaban impregnadas de una densidad que preanunciaba los movimientos de los peces bajo el agua profunda, y mi hermano y yo nos las calzábamos como un guante: la taza de chocolatada, la lata de galle-titas, el pulóver en los hombros para protegernos del viento del amanecer.No era un nadador, mi padre, creo que no le gustaba la amplitud del día jun-to al mar, tal vez le parecía demasiado explícito el caudal de vida que se des-plegaba allí, un abuso de la expresión, y por eso se quedaba con las plantas, él que era el hombre del “dedo verde”, dejando el resto para mi madre.–Hay que comprar camarón–, nos decía al salir en el Dodge rumbo a la mejor escollera para pescar pejerrey. Se esme-raba en explicarnos la técnica. Mien-tras manejaba, nos hablaba del tipo de carnada y de la dirección del viento, de la diferencia entre pescar desde los espigones o en los arroyos, y era esa conversa¬ción la que finalmente nos iba despertando, ese arrullo de pescadores, de modo que cuando llegábamos a destino y bajába-mos del auto la resaca del sueño se había deshila-chado y flameaba detrás de nosotros.Mi padre les compraba la carnada a los viejos pes-cadores del espigón. También conseguía una cosa que se llamaba ceba, que venía en lata, y que tira-ba al mar para atraer a los cardúmenes. Una vez que teníamos lo que hacía falta, nos ayudaba con nuestras pequeñas cañas. Después se acomodaba con su propia caña al lado nuestro y, en ese mo-mento, empezaba el verdadero silencio. A veces sacábamos uno o dos pejerreyes, otras ve-ces nos volvíamos con las manos vacías, pero mi padre siempre estaba satisfecho. Pasábamos por

la panadería y comprábamos facturas calientes para el desayuno tardío junto a mi madre.A mí me hubiera gustado tener un padre que nadara. Pero tal vez su ausencia en la vida de playa fue un balbuceo de su posterior desapari-ción. Una forma de practicar para más adelante, cuando pasábamos el verano en San Cle¬mente o en Villa Gesell y ya no estaba con nosotros. No descansaba en la playa ni, por supuesto, nadaba en el mar, pero tampoco esperaba en el jardín de alguna casa, y mi madre no tenía con quién enojarse por la sombrilla. Debíamos hacer todo noso¬tros mismos: extender las esterillas, bus-car almejas, comprar el diario en el quiosco del balneario, nadar a cielo abierto con esos nuevos cuerpos que tenía¬mos de pronto. Ya estábamos acostumbrados a ese efecto de la muerte, llevá-bamos una vida entera sin un padre que nadara, y por eso, durante los días de sol implacable, al entrecerrar los ojos para atenuar la luz fosfores-cente de la tarde, parecía, por algunos instantes, que él nunca había existido.

VIENE DE LA PAG 1 El mundo estaba dividido entre nadadores y pescadores, y éstos últimos eran gente de pocas palabras o de palabras que escondían contraseñas...

De El arresto (2001)

escuchado todo, me alejé sin decir nada. Sólo volví la cabeza, cuando sentí los brazos de Max que me envolvían.

¡Ei, Lucien, respirá hondo y chupate el viento para adentro y subite a mis hombros, voy a llevarte a babuchas!Y me subí a sus hombros y nos fuimos trotando hasta casa.

“Mirá, Lucien, por allí va a venir el Mesías trayendo paz y justicia, dijo usted. Y yo que era un niño temeroso de Dios, creí verlo llegar, montado en su alazán blanco. Su cara delgada y su barba larga desaparecieron en cuanto abrí los ojos: Me quedé insomne, padre.”

Lucien caminaba por la arrocera, cuando escuchó que alguien cantaba una balada en el dialecto de los abuelos y la sintió como una amenaza:

...Voy de viaje en trineo, / a través de la estepa nevada, / los lobos me pisan los talones...

La tierra retumbaba en sus oídos. Oyó un rumor sordo. Apuró el paso. Era seguro que la tormenta haría estragos en el semental. Al llegar a su casa escuchó que el viento empezaba a agitar con violencia los árboles. Max no había vuelto y tuvieron que esperar que la tormenta y la lluvia cesaran para buscarlo. Lo encontraron en la arrocera, exánime, con el cuerpo quemado y cubierto de barro, un rayo le había caído encima. Lo llevaron en brazos hasta la casa. Pónganlo en el sofá con la cabeza hacia aquí. Hay que quitarle la camisa, tiene quemado el pecho, dijo Vasili, pero no tardó en darse cuenta de que Max estaba muerto y se arrojó sollozando sobre su cadáver. Lucien se ahogaba y Noé no podía pronunciar más que sonidos entrecortados. Cerraron el ataúd y lo cubrieron con una tela negra que tenía una estrella de David en el centro, y lo velaron en el comedor de la casa. Lucien estuvo aferrado al cajón, mudo, sin poder llorar, hasta que Vera, la mujer de Noé, lo tomó de la mano y lo sacó de allí.

Los colonos, vestidos de luto riguroso, permanecían agrupados en la puerta de la casa de los Finz, con las caras rudas, llenas de estupor, hablando de él como si viviera. Una mujer robusta y vieja irrumpió en el velorio y se abrió paso entre la gente. Dijo que había sido maestra de sexto grado del muchacho. Cuando ella vio el ataúd, un leve gemido salió de su garganta, miró a un colono que estaba a su lado y le dijo que Max era un niño rápido para los números y enseguida se fue.

Lo enterraron en el cementerio de la colonia, según la Ley de Moisés. Vasili rezó con fervor frente a la tumba del hijo y nombró a su padre, la voz apesadumbrada.

Lucien se quedó mirando los cipreses: la sombra de sus ramas temblaba en el suelo. Vio una isoca que salía de una tumba y pensó que también en ese lugar los gusanos se hacían amos de los muertos.

de la Universidad Nacional de las Artes. Es finalista en la edición 2020 del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con La ruta de los hospitales (Alfaguara, 2019).

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4|Cuentos para leer en la casa viernes 20 De nOvieMBre De 2020 w w w . c i u d a d c c s . i n f o

Directora Mercedes chacín coorDinaDora Teresa Ovalles MÁrquez asesora eDitorial laura anTillanO asesor eDitorial luis alvis c. ilustraDora MaiGualida esPinOza c. Diseño gráfico TaTuM GOis

DesquiteEl muchacho venía del río. Des-calzo, con los pantalones arre-mangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad

empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscu-ro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espia-sen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El mu-chacho levantó la mano libre y todo su cuer-po dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arri-ba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silen-cio. En la distancia la atmósfera temblaba.La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lien-zo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El mu-chacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escu-chando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de de-trás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una lla-mada que no espera socorro.Corrió hacia el patio, pero no pasó del um-bral de la puerta. Dos hombres y una mu-jer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo

Fin

José Saramago (Portugal, 1922 - Islas Canarias, 2010). Escritor, periodista y dramaturgo, autor de una extensa obra que incluye novelas, libros de relatos, textos dedicados al público infantil y juvenil, diarios, memorias, poesía, teatro, libros de crónicas y ensayos. Fue un intelectual comprometido con las causas progresistas, lo que le valió persecución en su país y relegamiento y censura en otros. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1998.

vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alar-gó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se intro-dujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificul-tad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mu-jer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese momento cuando vieron al mu-chacho en el umbral de la puerta. Se queda-ron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momen-to, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.El muchacho volvió al interior. Llenó un pu-chero y bebió, dejando que el agua le corrie-

se por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma ciga-rra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, pare-cía estar esperando. La piel blanca del bu-che palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgue-ros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul.El muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuan-do ya no tenía ropa ninguna sobre el cuer-po, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se li-beró del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles.El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tran-quila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el mu-chacho se metió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y des-nudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.

De Casi un objeto (1978)

José

Sa

ram

ag

o