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Elogio de la dificultad . La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes. Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido. Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él. Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que

Elogio de La Dificultad

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Elogio de la dificultad.

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica.

Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.

Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.

En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida.

En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.

En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.

Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una

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eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.

El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.

Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto.

No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.

Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente superior.

Lo más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la

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cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.

Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasaos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.

Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.

La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.

En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.

Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón.

Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.

Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:

“También esta noche, tierra, permaneciste firme.Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia”.

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SOBRE LA LECTURAESTANISLAO ZULETA

Voy a hablarles de la lectura. Me referiré a un texto escrito hace unos años. Espero que lo comentemos en detalle para que logremos acercarnos al problema de la lectura. Comencemos con un comentario sobre Nietzsche. Nietzsche tiene muchos textos sobre este tema, pero por ahora les recomiendo sólo dos: el prólogo a la Genealogía de la moral y el capítulo de la primera parte de Zaratustra que se llama "Del leer y el escribir"; hay otros muy buenos en el Ecce Homo y en las Consideraciones intempestivas, particularmente en la que lleva por título, Schopenhauer educador. En ella se habla de lo que significó Schopenhauer para Nietzsche en su juventud y en qué sentido fue para él un educador. Además les recomiendo que se lean Sobre el porvenir de nuestros institutos de enseñanza, pues en él, Nietzsche, hace una crítica de la Universidad como pocas veces se ha hecho, incluso hoy. Vamos a leer el texto sobre la lectura; lo comentaremos y contestaré las objeciones, críticas o insatisfacciones que ustedes me manifiesten.

Acaso ningún escritor haya hecho tan conscientemente como Nietzsche de su estilo, un arte de provocar la buena lectura, una más abierta invitación a descifrar y obligación de interpretar, una más brillante capacidad de arrastrar por el ritmo de la frase y, al mismo tiempo de frenar por el asombro del contenido. Hay que considerar el humorismo con el que esta escritura descarta como de pasada lo más firme y antiguamente establecido y se detiene corrosiva e implacable en el detalle desapercibido: hay que aprender a escuchar la factura musical de este pensamiento, la manera alusiva y enigmática de anunciar un tema que sólo encontrará más adelante toda amplitud y la necesidad de sus conexiones. Este estilo es la otra cara, el reverso de un nítido concepto de la lectura, de un concepto que a medida que se hace más exigente y más quisquilloso libera la escritura de toda preocupación efectista, periodística, de toda aspiración al gran público y de esta manera abre al fin el espacio en que pueden consignarse las palabras del Zaratustra y elaborarse la extraordinaria serie de obras que lo continúan, comentan y confirman. Al final del prólogo de la Genealogía de la moral Nietzsche dice que requiere un lector que se separe por completo de lo que se comprende ahora por el hombre moderno. El hombre moderno es el hombre que está de afán, que quiere rápidamente asimilar; "por el contrario, mi obra requiere de lectores que tengan carácter de vacas, que sean capaces de rumiar, de estar tranquilos''. Nietzsche dice que "existe la ilusión de haber leído, cuando todavía no se ha interpretado el texto. Y esa ilusión existe por el estilo mísero en que escribe.Pero él va más lejos, el texto que viene más a la mano es el Zaratustra y se encuentra en el primer discurso del Zaratustra. Dice Nietzsche que va a contar la manera como el espíritu se convierte en primer lugar en camello, el camello se convierte en león y éste se convierte finalmente en niño.

Nietzsche dice que primero el espíritu se convierte en camello, es el espíritu que admira, que tiene grandes ideales, grandes maestros' Por ejemplo, en el caso de Nietzsche, Schopenhauer, y una inmensa capacidad de trabajo y dedicación; el camello es el espíritu sufrido, el espíritu que busca una comunidad con cualquier cosa. —Es un aspecto que se refiere al pensamiento, todo el Zaratustra es una teoría del pensamiento—. Si no se logra leer así, no se entiende nada; pero el espíritu no es sólo eso, admiración, dedicación, fervor, y trabajo; el espíritu es también crítica, oposición y entonces dice que el espíritu se convierte en león; Como león se hace solitario casi siempre y en el desierto se enfrenta con el dragón lleno de múltiples escamas y todas esas escamas rezan una misma frase: tú debes. Entonces el espíritu se opone al deber, es el espíritu rebelde, el que toma el tú debes como una imposición interna contra la cual se rebela, que mata todas las formas de imposición y de jerarquía, pero que toda vía se mantiene en la negación. Y dice Nietzsche que el león se convierte finalmente en niño y explica así: el niño es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, y una rueda que gira, una santa afirmación. Eso ya no es rebelión contra algo; la rebelión contra algo sigue estando determinada por aquello contra lo cual uno se rebela, de la manera en que por ejemplo el blasfemo sigue siendo religioso, porque para pegarle una puñalada a una hostia hay que ser tan religioso como para tragársela; es inocencia y olvido; olvido en Nietzsche es una fórmula muy fuerte, una potencia positiva. Nuestra capacidad de olvidar es nuestra superación del resentimiento. Ahora, el pensamiento funciona con las tres categorías: capacidad de admiración: idealización, trabajo o labor; la capacidad de oposición: critica, rebelión, y otra: la capacidad de creación: sin oponernos a nada, de juego, de inocencia, de rueda que gira. El

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espíritu es las tres cosas; sólo si esas tres cosas se combinan funciona el pensamiento filosófico; cuando cualquiera de las tres se enuncia sola es una determinada frustración, una filosofía sombría, un dogmatismo o una idealización de cualquier tipo, o una filosofía rebelde que no es más que rebelión, o es también una filosofía que no tiene ni apoyo en aquello a lo que busca integrarse, ni en aquello contra lo que lucha sino que se predica sólo como juego y que como juego sólo es anarquismo vacío.

En un libro más tardío. La voluntad de dominio, Nietzsche retoma estas ideas y las da como historia de su vida; ese mismo juego de oposiciones contiene una filosofía que nos impone un trabajo: interpretar; si no, no entendemos nada. Nietzsche dice comentando algunos artículos sobre su obra: "Creo que la incomprensión que tienen hacia mí, es en el fondo alejada de la lengua que yo hablo; todavía no pueden llegar a mis textos ya que cuando uno no oye nada, puede tener la ilusión de que allí no se dice nada, entonces, hace falta un tiempo para que me oigan. En todo caso los que me elogian están más lejos de mí, incluso que los que me critican".

Es al primer discurso del Zaratrusta al que Nietzsche se refiere cuando dice que la lectura requiere la interpretación en el sentido fuerte. Es precisamente por eso que su estilo logró imponer la necesidad de interpretar. El Zaratustra es por eso un libro curioso; casi no existe hoy entre nosotros un libro alemán más famoso que el Zaratustra. Es difícil encontrar en Colombia un zapatero que no se haya leído el Zaratustra; se vende en las librerías de segunda al lado de las obras completas de Vargas Vila y sin embargo probablemente no haya un libro más difícil que el Zaratustra; es como si se vendiera al lado de Vargas Vila La fenomenología del espíritu. Tiene pues una situación muy particular, ya que se puede recibir como poesía, o se puede hacer una lectura religiosa; en realidad es un libro muy exigente con el lector; hay que cogerlo casi que párrafo por párrafo y someterlo a una interpretación: eso es lo que exige del lector.

Nietzsche es particularmente explícito sobre este punto al final del prefacio a la Genealogía de la moral (1887) y al final del prefacio a Aurora: "No escribir de otra cosa más que de aquello que podría desesperar a los hombres que se apresuran". No se trata, sin embargo aquí, como podrían hacer pensar éste y muchos otros textos del "Afán del hombre moderno" que requiere informarse lo más rápidamente posible y al que debiérase oponer una lectura lenta, cuidadosa, y "rumiante". Al poner el acento sobre la "interpretación" Nietzsche rechaza toda concepción naturalista o instrumentalista de la lectura: leer no es recibir, consumir, adquirir, leer es trabajar. Lo que tenemos ante nosotros no es un mensaje en el que un autor nos informa por medio de palabras —ya que poseemos con él un código común, el idioma— sus experiencias, sentimientos, pensamientos o conocimientos sobre el mundo; y nosotros provistos de ese código común procuramos averiguar lo que ese autor nos quiso decir.

Que leer es trabajar, quiere decir ante todo que no hay un tal código común al que hayan sido "traducidas" las significaciones que luego vamos a descifrar. El texto produce su propio código por las relaciones que establece entre sus signos; genera, por decirlo así, un lenguaje interior en relación de afinidad, contradicción y diferencia con otros "lenguajes", el trabajo consiste pues en determinar el valor que el texto asigna a cada uno de sus términos, valor que puede estar en contradicción con el que posee el mismo término en otros textos. Para tomar un ejemplo muy sencillo, en contradicción con el valor que tiene en el texto de la ideología dominante. Platón en el Teeteto incluye en el concepto de "Esclavos" a los reyes, los jueces y en general a todos los que no pueden respetar el tiempo propio que requiere el desarrollo del pensamiento porque están obligados a decidir o concluir en un plazo determinado y ese plazo prefijado los excluye de la relación con la verdad, la cual tiene sus propios ciclos, sus caminos y sus rodeos, sus ritmos y sus tiempos que ninguna instancia y ningún poder pueden determinar de antemano. Así Nietzsche llama "Voluntad de dominio" a una fuerza unificadora perfectamente impersonal que confiere una nueva ordenación y una nueva interpretación a los elementos que estaban hasta entonces determinados por otra dominación. Esta noción es por lo tanto no sólo ajena a la significación que le asigna la ideología dominante, sino directamente opuesta, puesto que en ésta se entiende como deseo de dominar, superar, de oprimir a otros dentro de los valores y jerarquías existentes y por lo tanto de someterse a esos valores y jerarquías (Ver Genealogía de la moral II, 12). Traemos esto a cuento, sólo para indicar que toda lectura "objetiva", "neutral" o "inocente" es en realidad una interpretación: la dislocación de las relaciones internas de un texto para someterlo a la interpretación de la ideología dominante.

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Quiero subrayar aquí un punto: no hay un tal código común. Cuando uno aborda el texto, cualquier que sea, desde que se trate de una escritura en el sentido propio del término, es decir, en el sentido de una creación, no de una habladuría, como dice Heidegger (por- que las habladurías también se pueden escribir, eso es lo que hacen todos los días los periodistas, escribir habladurías) cuando se trata, de una escritura en el sentido fuerte del término entonces no hay ningún código común previo, pues el texto produce su propio código, le asigna su valor; ese es un punto importantísimo en la teoría de la lectura; voy a tratar de acercarme un poco más a las lecturas de ustedes; como desgraciada mente ustedes tienen una idea del marxismo según la cual hay que estudiar marxismo y sólo marxismo, entonces como a Marx; bueno, por lo menos sí es un gran escritor. Cuando nosotros abrimos El Capital, no tenemos con Marx un código común; por ejemplo: Marx comienza a hablarnos de la mercancía: "La riqueza de las sociedades donde impera el régimen capitalista de producción se nos aparece como un inmenso arsenal de mercancías"... pero precisamente el concepto de mercancía y el concepto de riqueza que están en la primera frase de El Capital no nos es común. Nosotros lo entendemos sin necesidad de buscarlo en el diccionario, nadie ignora qué es una mercancía, nosotros creemos y lo entendemos también por una vía empírica porque podemos dar ejemplos. ¡Ah! si, la mercancía... lo que está exhibido en las vitrinas de los almacenes. Pero Marx nos va a mostrar que nosotros no sabemos qué es la mercancía, ni tampoco qué es riqueza. Marx nos dice en el primer apartado de la Crítica del programa de Gotha, que dicho programa comenzaba tan tranquilamente con la tesis de que toda la riqueza procede del trabajo y Marx dice, no, la riqueza no procede del trabajo, procede igualmente de la naturaleza; Marx complica inmediatamente la cosa mercancía; son las relaciones sociales de producción las que llevan en si el poder sobre el trabajo.

La riqueza se presenta (se presenta pero no es) como una gran acumulación de mercancías, incluso, "se presenta", en una formulación permanente de Marx. Luego dice Marx: la manera como las cosas se presentan no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan la ciencia entera sobraría. Por lo tanto, el texto produce su código, no tenemos un código común, tenemos que extraer el código del texto mismo de Marx, Código quiere decir un término al que el receptor y el emisor asignan un mismo sentido. Sin un término al que se le asigne un mismo sentido no hay mensaje y por eso, por ejemplo, un hablante de una lengua como el chino u otra lengua desconocida, no constituye para nosotros un mensaje porque no tenemos código común. El problema de la lectura es que nunca hay un código común cuando se trata de una buena escritura.

Tenemos que descifrar el código de la manera como esa escritura lo revele. La literatura como la filosofía imponen un código que hay que definir y el texto lo define; cada término se define por las relaciones necesarias que tiene con los otros términos.

Si nosotros no llegamos a definir qué significa para Kafka el alimento, entonces nunca podremos entender La metamorfosis, "Las investigaciones de un perro", "El artista del hambre", nunca los podremos leer; cuando nosotros vemos que alimento significa para Kafka motivos para vivir y que la falta de apetito significa falta de motivos para vivir y para luchar, entonces se nos va esclareciendo la cosa. Pero, al comienzo no tenemos un código común, ese es el problema de toda lectura seria, y Ahora, ustedes pueden coger cualquier texto que sea verdaderamente una escritura, si no le logran dar una determinada asignación a cada una de las manifestaciones del autor, sino que le dan la que rige en la ideología dominante, no cogen nada. Por ejemplo, no cogen nada del Quijote si entienden por locura una oposición a la razón, no cogen ni una palabra, porque precisamente la maniobra de Cervantes es poner en boca de Don Quijote los pensamientos más razonables, su mensaje más íntimo y fundamental, su mensaje histórico, y no es por equivocación que a veces delira y a veces dice los pensamientos más cuerdos. Ustedes encuentran en el Quijote los textos más alarmantemente locos; en boca de Don Quijote también encuentran la parodia más maligna y los textos más razonables:

"Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos...". Ahí está Don Quijote hablando de la locura. En cierto sentido es la locura en el sentido de la inadaptación, es la sabiduría en el sentido de la inadaptación. El Quijote es el hombre tardío, el' hombre que ha fracasado en todo durante la vida, que no ha sido más que un fracaso y que no resigna a la vida cotidiana y prefiere salir y salir

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quiere decir muchas cosas: nacer, enloquecerse, desadaptarse, aventurarse, entonces Cervantes construye todo el comienzo del Quijote, con la imagen del hombre cotidiano, por parejas de oposición, una cosa verdaderamente extraordinaria, una estructura musical, todo está en parejas de oposición: "Y tenía en su casa un ama que no pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio leyendo libros de caballería" —todo cae en oposiciones— "hasta que cayó en la más extravagante idea que hubiese dado loco alguno y fue que parecióle convenible y necesario, así como para el aumento de su honra como para el servicio de su república hacerse caballero andante" y culmina ahí, eso es música. Pero el Quijote es eso, un hombre que se iba a morir allí, en una haciendita, con un caballito, con un perrito, con una sobrina y una ama; ya tiene 50 años y no ha pasado nada, y Cervantes tiene 50 años y está en la cárcel y no ha pasado nada, y ha fracasado en todo y de pronto sale y ese salir es un nacimiento y sale Cervantes y sale Don Quijote, esa maravilla, el hombre con 50 años de fracasos se niega a que su vida termine en una muerte solitaria, en una vida cotidiana apagada y prefiere la locura a la cotidianidad, pero eso no lo dice Cervantes, eso lo tenemos que construir los lectores al ir construyendo el código.

La más notable obra de nuestra literatura —porque en toda nuestra literatura no hay nada comparable— en el bachillerato nos la prohíben, es decir, nos la recomiendan; es lo mismo que prohibir, porque recomendar a uno como un deber lo que es una carcajada contra la adaptación, es lo mismo que prohibírselo. Después de eso uno no se atreve ni a leerlo, le cuentan que el gerundio está muy bien usado, le hablan de sintaxis, de gramática, del arte de los que saben cómo se debería escribir pero que escriben muy mal: una cosa que a Cervantes no le interesaba, pues lo que hacía era escribir soberanamente, con las más ocultas fibras de su ser. Cuando nosotros llegamos a abrir los ojos ante el Quijote, con asombro, nos damos cuenta que tanto Sancho como el Quijote pueden estar de acuerdo porque ambos son irrealistas, el uno construye una realidad, el otro se atiene a la inmediatez, lo real pasa por encima de uno y por debajo del otro y en conjunto los dos son una crítica de la realidad, a nombre de la inmediatez del deseo y a nombre de la trascendencia del anhelo. La realidad es la que queda muerta, no ellos.

Y sin embargo, Cervantes no nos puede dar eso inmediatamente; el más grande de nuestros autores, un hombre de la altura de Shakespeare, nos da un texto que si nosotros no somos capaces de descifrar, de interpretar, no lo entendemos. No somos capaces ni siquiera de leerlo, o lo leemos por "fuerza de voluntad", que es peor; pero de lo que se trata es de coger el entusiasmo, coger el ritmo, coger el estilo de Cervantes, o mejor dicho los estilos de Cervantes. Cervantes sabe hacerlo todo, el estilo metonímico de Sancho, apoyado en refranes para darse aire de que no es él el que lo dice y poner la ponzoña por debajo; el estilo lírico de Don Quijote: "Ya no hay hombre que saliendo de este valle entre en aquella montaña y de allá pise una desierta y desolada playa de mar"; esa combinación de estilos que nos da el Quijote se nos escapa porque no sabemos leerlo; ese es el problema que yo les planteo, pues el problema no es que tengamos nada qué leer porque traduzcan mal, sino que no sabemos leer nosotros. Claro, ya en el bachillerato nos prohíben el Quijote', ¿por qué nos lo prohíben?; desde la primaria, antes del bachillerato, se introduce una serie de oposiciones en las que ingresamos desde el primer año: el tiempo de clase donde se aprende, aburridor, y el recreo donde se disfruta sin aprender. El Quijote no cabe en esos dos tiempos, porque el Quijote es una fiesta y al mismo tiempo el más alto conocimiento.

Si nosotros tomamos El Capital como un deber, si no somos capaces de tomarlo como una fiesta del conocimiento, tampoco lo podemos conocer; en ese sentido también nos está prohibido el

Zaratustra, que es un verdadero libro, la filosofía más rigurosa, más completa de la Alemania del siglo XIX, dicha en forma de verdadera fiesta. Nietzsche quiere romper el saber del lado del deber, y del lado de la diversión, el olvido de sí, el embrutecimiento. Nietzsche quiere romper eso, entonces hace la filosofía más rigurosa que se pueda hacer, en tono de fiesta, eso es el Zaratustra —es el sentido fundamental del Zaratustra.

Pero si queremos saber qué significa interpretar, partamos de una base: interpretar es producir el código que el texto impone y no creer que tenemos de antemano con el texto un código común, ni buscarlo en un maestro. ¡Ah! es que todavía no tengo elementos, dicen los

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estudiantes; el estudiante se puede caracterizar como la personificación de una demanda pasiva. "Explíqueme", "deme elementos", "¿cuáles son los prerrequisitos para esta materia?", "¿cómo estamos en la escalera?", "¿cuántos años hay que hacer para empezar a leer el Quijote'. No hay que hacer ningún curso,

Hay que aprender a pensar. Lo que se les olvida de El Capitula, a todos los marxistas es el prólogo. Esta obra no requiere conocimientos previos, sólo la capacidad de saber pensar por sí mismos. No podemos leer a Marx con la disculpa de que "realmente me faltan elementos, sería mejor haber conocido a Hegel, entonces vamos con Hegel pero Hegel está discutiendo a Kant, entonces me faltan elementos y vamos con Kant, pero Kant está discutiendo a Hume, entonces me faltan elementos y vamos con Hume, pero Hume está discutiendo a Descartes y vamos..." y entonces comience con Tales de Mileto y cuando tenga 80 años llegará a Sócrates, si le va bien . Lo que le falta no son elementos, lo que le falta es interpretación, posición activa, discusión con el texto. Pero el estudiante tiene una posición pasiva, deme elementos, métodos, es decir cabestro, pero ¿cuál es el método? El método es pensar, es interpretar, criticar. Se puede empezar un estudio de filosofía perfectamente con El Ser y el

Tiempo de Heidegger, los pre-requisitos están en el texto mismo. Pero la educación es un sistema de prohibición del pensamiento",transmisión del conocimiento como un deber, el conocimiento como algo dado, petrificado.

¿Qué le falta para leer el Quijote. Le falta aprender a leer. ¡Qué elementos ni qué apoyos, ni qué críticos, ni qué muletas, ni qué cabestro! Le falta aprender a leer, eso es lo que pasa y por eso no siente la maravilla del tono, del estilo, no siente la música secreta, la finura de la parodia, la terrible ponzoña de Cervantes. Don Quijote cree en los libros de caballería, es una locura, ¿por qué una locura? Porque no son una ideología dominante y por eso los pone Cervantes; en cambio si fueran una ideología dominante no serían una locura. Por ejemplo, el cura le dice a Don Quijote: "Y vos alma de cántaro. Don Quijote o Don Tonto, o como os llaméis, quién ha venido a contaros que hay gigantes, malandrines y encantadores, ni los hubo nunca en el mundo y por qué no vais a preocuparte por tu

Y mujer y tus hijos en vez de ir disparatando por el mundo?". Y Don Quijote le dice: "¡Ah! pero la biblia que no puede faltar en nada a la verdad, nos enseña que los hubo, contándonos la historia de aquel gigantazo de Goliat". En otras palabras don Quijote le dice al cura que el problema consiste en que mientras él —Don Quijote— cree en los libros de caballería, el cura cree en la Biblia. El cura cree que lo de Don Quijote es loco porque lo siguen pocos y lo suyo es cuerdo porque lo siguen muchos.

Esa finura y esa ponzoña de Cervantes, su agudeza de pensamiento, su critica fundamental de la ideología, eso no se coge de buenas a primeras si no se interpreta el texto; sólo así se comprende que es una verdadera fiesta del pensamiento y del lenguaje, que párrafo por párrafo es una música que se derrama una y otra vez. Sin embargo, a nosotros nos la prohíben. Todos nos dicen que es

una vergüenza que no lo hayamos leído, entonces nos callamos, pero con vergüenza, claro, porque eso sí lo aprendemos, la capacidad de avergonzarnos, o lo leemos por fuerza de voluntad, pero de todas maneras nos está prohibido.

Estamos instalados en un lenguaje complejo y hay que aprender a leer; la primera fórmula es ésta: el código que producimos como lectores. Hay algunos autores que nos desafían desde la primera frase: Kafka, Musil, nos desafían a que produzcamos su código, que no es común.

Cuando uno abre La Metamorfosis y lee: "Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre obscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia". Ahí hay que interpretar o cerrar el libro, ahí sí no se llama nadie a engaño. Hay que tener en cuenta esto: "No hay obras fáciles". Es una frase de Valery: no hay autores fáciles, lo que hay son lectores

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fáciles, Hay autores que son más francos, como Kafka, que de una vez le muestra a uno que si no interpreta lo mejor es devolverse. Hay , otros que son camuflados como Dostoyevski; uno puede leer Crimen y castigo sin darse cuenta de que no ha entendido nada, sino que un señor mató a dos viejas y finalmente lo metieron a la cárcel; y en las páginas rojas de los periódicos aparecen cosas de esas todos los días, eso no quiere decir nada, eso no tiene que ver nada con Crimen y castigo.

No hay textos fáciles; no busquen facilidad por ninguna parte, no busquen la escalera, primero Marta Harneker, después Althusser; eso es lo peor; no hay autores fáciles, lo que hay son lectores fáciles, que leen con facilidad porque no saben que no están entendiendo, por eso les parece más sencillo Descartes que Hegel. Toda lectura es ardua y es un trabajo de interpretación: fundación de un código a partir del texto, no de la ideología dominante preasignada a los términos.

Pregunta: ¿Pero yo me imagino que eso no se va a descubrir en un párrafo sino en el desarrollo mismo del texto?

Respuesta: Sí, en el desarrollo mismo del texto, pero hay que preguntárselo y no poner esta disyuntiva básicamente estudiantil: entiendo o no entiendo. Esa disyuntiva estudiantil quiere decir, "¿con esto podría presentar examen o no podría?". Hay que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no puede dar cuenta, pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar largamente en él, antes de poder hablar de él; como hacemos con todo, con la Novena sinfonía, con la obra de Cezanne, ser capaz de habitar mucho tiempo en ella, aunque todavía no seamos capaces de decir algo o sacarle al profesor —porque siempre hay para los estudiantes un profesor, ese es el problema— la pregunta, "¿y esto qué quiere decir?". Ese profesor puede ser uno mismo, puede ser imaginario o real, pero siempre hay una demanda de cuentas a alguien, en vez de pedirle cuentas al texto, de debatirse con el texto, de establecer un código.

Pero no vaya a creerse que el trabajo a que aquí nos referimos consiste en restablecer el pensamiento auténtico del autor, lo que en realidad quiso decir. El así llamado autor no es ningún propietario del sentido de su Textos.

Si cogemos el ejemplo del Quijote, el verdadero problema no es el preguntarse qué quería decir Cervantes; el problema es qué dice el texto y el texto siempre dice las cosas que se escapan al autor, a la intención del autor. El autor no es una última instancia. Lo que Cervantes quiso decir no es la clave del Quijote. No hay ningún propietario del sentido llamado autor; la dificultad de escribir, la gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una corroboración, aunque no sea más que un Shhh, una seña de que le está cogiendo el sentido que uno quiere; cuando uno escribe, en cambio, no hay señal alguna, porque el sujeto no lo determina ya y eso hace que la escritura sea un desalojo del sujeto. La escritura no tiene receptor controlable, porque su receptor, el lector, es virtual, aunque se trate de una carta, porque se puede leer una carta de buen genio, de mal genio, dentro de dos años, en otra situación, en otra relación; la palabra en acto es un intento de controlar al que oye; la escritura ya no se puede permitir eso, tiene que producir sus referencias y no la controla nadie; no es propiedad de nadie el sentido de lo escrito. "Este sentido es un efecto incontrolable de la economía interna del texto y de sus relaciones con otros textos; el autor puede ignorarlo por completo, puede verse asombrado por él y de hecho se le escapa siempre en algún grado: Escritura es aventura, el "sentido" es múltiple, irreductible a un querer, decir, irrecuperable, inapropiable. "Lo anterior es suficiente para disipar la ilusión humanista, pedagógica, opresoramente generosa de una escritura que regale a un "Lector Ocioso" (Nietzsche) un saber que no posee y que va a adquirir"

Estas observaciones pueden servir de introducción a un tema central en la teoría de la lectura, tema en el que dejaremos otra vez para comenzar, la palabra a Nietzsche, estudiando dos proposiciones aparentemente contradictorias y formuladas con todo el radicalismo deseable en Ecce Homo:

a. "En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a que no se tiene acceso desde la vivencia.

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Imaginémonos el caso extremo de un libro que no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada, no hay tampoco nada".

b. "Cuando me represento la imagen de un lector perfecto siempre resulta un monstruo de valor y curiosidad, y además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en Zaratustra no sabría yo decir para quién únicamente hablo en el fondo; ¿a quién únicamente quiere él contar su enigma?" .

"A vosotros los audaces, buscadores, y a quien quisiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles. A vosotros los ebrios de enigmas que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos; allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir...".

¿Cómo mantener asidos los dos extremos de esta cadena en la que se nos propone que no se lee sino lo que ya se sabe y que para leer es preciso ser un aventurero y un descubridor nato?

La primera cita parece amargamente pesimista, la segunda es terriblemente exigente; considerémoslas de cerca. En el primer caso Nietzsche especifica el 'ya se sabe' como aquello a lo cual se tiene acceso desde la vivencia. Declara muda, inaudible, invisible, toda palabra en la que no podemos leer algo que ya sabíamos; ilegible todo lenguaje que no sea el lenguaje de nuestro problema, si nuestros conflictos y nuestras perspectivas no han llegado a configurarse como una pregunta y una sospecha de la que ese lenguaje es expresión, desarrollo y respuesta, nada podemos oír en él. Recordemos aquí la extraordinaria tensión que se produce al final de la segunda parte del Zaratustra, en el capítulo titulado "La más silenciosa de todas las horas", principalmente en el pasaje en que Zaratustra está lleno de terror. "Entonces algo volvió a hablarme sin voz: lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices" (p. 213).

Y en efecto Nietzsche despliega en estas páginas de transición entre la segunda y la tercera parte, todas las sutilezas de su arte para indicar que la mayor dificultad consiste en decir lo que ya se sabe, en reconocer lo que secretamente se conoce; que es un abismo aterrador porque se conoce, porque si no se conociera sería una palabra vacía; pero si se reconoce nos hace pedazos. Aquí encontramos el vínculo entre lo "Que ya se sabe", y la exigencia de valor, de audacia y de arriesgarse a ser descubridor. El lector que Nietzsche reclama no es solamente cuidadoso, "rumiante", capaz de interpretar. Es aquel que es capaz de permitir que el texto lo afecte en su ser mismo, hable de aquello que pugna por hacerse reconocer aún a riesgo de transformarle, que teme morir y nacer en su lectura; pero que se deja encantar por el gusto de esa aventura y de ese peligro. Pero ¿cómo puede el lector permitir que el texto lo afecte en su ser? y además, ¿cuál ser? Es evidente que esas exigencias nos conducen hacia la lectura, pero no sabemos nada aún de ese "Dejarse afectar" y ninguna apelación al "coraje" o al valor, es suficiente aquí.

Así como, téngase buena o mala vista, hay que mirar desde alguna parte, así mismo hay que leer desde alguna parte, desde alguna perspectiva. Y ahora, ¿qué puede ser una perspectiva para leer? Esa perspectiva tiene que ser una pregunta aún no contestada, que trabaja en nosotros y sobre la cual nosotros trabajamos con una escritura (sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe realmente lee). Una pregunta abierta es una búsqueda en marcha que tiene un efecto específico sobre la lectura; ¿cuál?. Algunos amigos me han dicho que esa frase es muy fuerte; yo la respaldo; sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe, realmente lee. En este caso mi inspiración consciente más próxima, es también Nietzsche: "Un siglo más de lectores y el espíritu mismo olerá mal" dice Nietzsche. Qué cantidad de lectores: Se lee desde un trabajo, desde una pregunta abierta, desde una cuestión no resuelta; ese trabajo se plasma en una escritura; entonces, todo lo que se lee alude a lo que uno busca, se convierte en lenguaje de nuestro ser. No se lee por información, ni por diversión; eso no es lectura en el sentido que queremos darle en este texto a la lectura.

Siempre se lee porque uno tiene una cuestión qué resolver y aspira a que el texto diga algo sobre la cuestión; lo más importante en toda teoría de la lectura es salir de la idea de la lectura como

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Consumo esa idea rige por ejemplo en la crítica literaria, claro que no en la freudiana, o en la de Barthes o la de Bajtin. Le recomiendo a todo el que pueda conseguirlo que se lea un libro de Bajtin sobre Dostoyevski, titulado La poética de Dostoyevski; lo escribió en el 29; lo prohibió el camarada Stalin y acaba de ser publicado en Rusia y traducido al francés. Es lo más grande que hay hoy en la crítica literaria; mientras tanto Bajtin se pasó 40 años en una pequeña aldea siberiana como profesor de Gramática Rusa.

Es una obra sencillamente gigantesca; el análisis del siglo de Dostoyevski; sobre nadie tenemos una cosa tan incompleta, tan global. Es un tipo de lectura que no se pone a hablar de lo que pueden querer decir las obras de Dostoyevski, sino que se escribe sobre el estilo de Dostoyevski; eso es lo verdaderamente sorprendente. Creo que con Bajtin la estilística, como rama efectivamente independiente de conocimiento, queda fundada.

Observación preliminar. Poseemos una magnífica, una redentora capacidad de olvidar todo lo que no podemos convertir en un instrumento de nuestro trabajo. Y como ese trabajo es en realidad un proceso que sigue vías múltiples, senderos tortuosos y a menudo toma por atajos inesperados, solemos recoger materiales en los lugares más inesperados, casi en todas partes; cualquiera que tenga una experiencia de lectura (y con mayor razón si es "adicto'), ya que algunos psicoanalistas, Fenichel por ejemplo, hablan de adición a la lectura en sus estudios sobre drogadictos, cualquiera que acostumbre a tomar al azar en un rato de ocio, el primer libro que tenga a la mano, habrá notado sin duda, con cierto asombro, cuan frecuentemente encuentra allí, donde quería olvidarse un rato, que el libro le habla del problema que en ese momento le estaba trabajando.

No hay sin embargo aquí nada de extraño, ni es necesario negar el azar de la escogencia apelando por ejemplo a una premeditación inconsciente: la selección había sido hecha por el problema durante la lectura misma, el problema buscaba sus conceptos, sus conexiones y recibía y capturaba todo lo que le pudiera llenar sus lagunas, las discontinuidades entre los puntos que parecían esclarecidos, y desechaba todo lo demás; o mejor dicho, como no lo capturaba no podía verlo puesto que era el problema mismo el que leía, aquel del que queríamos descansar un poco y que sin embargo seguía trabajando oscuramente como un topo.

Hay que tomar por lo tanto en su sentido más fuerte la tesis de que es necesario leer a la luz de un problema. Como se ve, a medida que escribo estas líneas, el concepto de "problema" ha venido a sustituir subrepticiamente el concepto de "preguntas abiertas" como si se tratara de la misma cosa, o como si fuera algo más explícito, cuando en realidad en el lenguaje corriente es el término más vago que existe. Sin embargo aquí además de substituirse comienza ya a definirse: un problema es una esperanza y una sospecha. La sospecha de que existe una unidad, una articulación necesaria allí donde hay algunos elementos dispersos, que creemos entender parcialmente, que se nos escapan, pero insisten como una herida abierta; la esperanza de que si logramos establecer esa articulación necesariamente quedará explicado algo que no lo estaba; quedará removido algo que impedía el proceso de nuestro pensamiento y funcionaba por lo tanto como un nudo en nuestra vida; quedará roto un lazo de aquellos que nos atan, obligándonos a emplear toda nuestra energía, nuestra agresividad y nuestra libido en lo que Freud llamaba "una guerra civil" sin esperanzas. El trabajo de la sospecha consiste en entregar o someter todos los elementos a una elaboración, a una crítica, que permita superar el poder de las fuerzas que los mantienen dispersos y yuxtapuestos o falsamente conectados. Porque se trata siempre de una fuerza: represión, ideología dominante, racionalización, etc.".

Leer a la luz de un problema es, pues, leer en un campo de batalla, en el campo abierto por una escritura, por una investigación.

El que quiere descifrar en su vida realmente, efectivamente, un problema, por ejemplo, el que quiere descifrar en su vida el enigma del matrimonio, las dificultades de la compaginación, de convivencia de la pareja, de amor y amistad, de dependencia y amor, de hostilidad y dependencia, entonces puede leer con provecho Ana Karenina; el que no está en eso, no la lea; no la lea, puede que la termine, pero lo que se llama leer, pensar a Tolstoi, no. Ahora, si nosotros queremos evitar todos los problemas y en abstracto aprender, nos volvemos unos estudiantes, porque los estudiantes, como se sabe, "leen".

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Así pues, eso era lo que quería decir la fórmula, que hay que leer desde alguna parte, así como hay que mirar desde alguna parte. "Por lo demás no cabe duda de que esta batalla no se libra principalmente en el escenario de la conciencia. Basta leer El hombre de los lobos o La organización genital infantil de Freud, para saber que ya los cuentos de hadas y las explicaciones sobre el nacimiento y la diferencia de los sexos son leídos, es decir, interpretados, criticados, capturados y desechados a partir del drama que Freud no vacila en calificar de Investigación Originaria".

Recomiendo a todo el que quiera tener una teoría del conocimiento más o menos fundada, la lectura de La organización genital infantil; probablemente no poseemos hoy una teoría del conocimiento que pueda ser considerada superior a esa; especialmente el capítulo que se llama Teorías sexuales infantiles. Ahí Freud nos dice que el niño es un investigador, esa es su esencia; pero describiéndonos al niño como investigador, nos da las condiciones de todo investigador niño o no y de toda investigación.

Pero, inconscientemente o no, la lectura es siempre el sometimiento de un texto que por sus condiciones de producción y por sus efectos escapa a la propiedad de cualquier "autor"; es una elaboración, parte de un proceso, que en ningún caso puede ser pensado como consumo; puede ser lenguaje en que se reconoce una indagación o puede ser neutralizado por una traducción a la ideología dominante, pero no puede ser la apropiación de un saber. Y ese es el punto al que hay que llegar para romper la concepción y la práctica de la lectura en la ideología burguesa.

También aquí el capital tiene su propia concepción que corresponde natural y humildemente al sentido común, el más peligroso de los sentidos.

a. Ante todo la lectura no puede ser sino una de las dos cosas en las que el capital divide el ámbito de las actividades humanas: producción o consumo. Cuando es consumo, gasto, diversión, "recreación", se presenta como el disfrute de un valor de uso y el ejercicio de un "derecho" (la burguesía esgrime como su consigna más querida el derecho, los derechos, la igualdad de derechos; con lo cual oculta siempre, como demostró una y otra vez Marx, el problema mucho más interesante, de las posibilidades reales y de los procesos objetivos que determinan las posibilidades y las imposibi- lidades).

a. Como producción, la lectura es: trabajo, deber, empleo útil del tiempo. Actividad por medio de la cual uno se vuelve propietario de un saber, de una cantidad de conocimientos, o en términos más modernos y más descarnados, de una cantidad de información, y, en términos algo pasados de moda, "adquiere una cultura". Este es el período del ahorro, de la capitalización; aquí es necesario abrir la caja de ahorros, la "memoria", y sus sucursales: archivadores, notas y ficheros.

b. En el primer momento se trata, como demostró Marx, de todo "consumo final", de la reproducción de las clases, aquí de la reproducción ideológica, de la inculcación de los "valores", las opiniones y las cegueras, que necesita para funcionar".

En la segunda forma de lectura se procede por una división del trabajo mucho más precisa, puesto que la lectura, ahorro-deber, no es ya el consumo final sino la formación de los funcionarios de la repetición, de la reproducción ideológica, aun cuando se trate de una reproducción ampliada y su capital fructifique; es decir, no sólo transmiten los conocimientos adquiridos sino que los desarrollan; producen dentro de la misma rama, o tecnológicamente hablando 'crean'. Pero sea que se trate como ahorro o como gasto, la lectura queda siempre como recepción.

Ahora bien, si la lectura no es recepción, es necesariamente interpretación. Volvemos pues a la interpretación. Psicoanalítica, lingüística, marxista, la interpretación no es la simple aplicación de un saber, de un conjunto de conocimientos a un texto de tal manera que permita encontrar detrás de su conexión aparente, la ley interna de su producción. Ante todo porque ningún saber así es una posesión de un sujeto neutral, sino la sistematización progresiva de una lucha contra una fuerza específica de dominación; contra la explotación de clase y sus efectos sobre la conciencia, contra la opresión, contra las ilusiones teológicas, teleológicas subjetivistas, sedimentadas en la gramática y en la conciencia ingenua del lenguaje.

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El texto citado en realidad es una alusión a Nietzsche.

Nietzsche dice: No nos liberamos de Dios mientras mantengamos nuestra fe ingenua en el lenguaje, porque el lenguaje, la gramática impone un sujeto y distingue al sujeto de las actividades que realiza; esto es teológico; la estructura del lenguaje nos impone un sujeto allí donde el sentido de la frase lo destruye, por ejemplo, en la frase: el viento sopla. ¿Quién sopla? El viento. Qué sopla ni qué sopla, el viento es aire en movimiento, ahí no hay nadie que sople; pero la estructura del lenguaje nos impone siempre la denominación de la cosa como un sujeto que actúa y un objeto que padece. El sujeto impone. Eso lo había visto muy bien Nietzsche; en Más allá del bien y del mallo plantea. El lenguaje nos impone una estructura teológica, por todas partes está inventando un sujeto de la acción y algo que padece la acción; por eso dice Nietzsche que no nos liberaremos de Dios mientras permanezcamos presos de la gramática.

Pregunta: ¿Dios entonces es la contaminación ideológica del lenguaje, la imposición subrepticia?

Respuesta: Sí, por eso cuando pronunciamos una palabra tenemos que vivir alerta de su contaminación ideológica. Las palabras no son indicadores neutrales de un referente, sino calificativos aunque uno no lo quiera; en una determinada formación social, si uno dice mujer, con eso quiere ya decirlo todo: un ser que es mitad florero y mitad sirvienta, pero en otra formación social podría querer decir otra cosa, por ejemplo, compañera; pero siempre la palabra tiene una adherencia, la palabra es siempre más calificativa de lo que uno cree.

Nadie ha llegado a saber marxismo si no lo ha llegado a leer en una lucha contra la explotación, ni psicoanálisis si no lo ha leído (sufrido) desde un debate con sus problemas inconscientes; y el desarrollo de la lingüística y su meditación actual, por Derrida, muestra que nadie llegará a ser lingüista, sin una lucha con la teología implícita en nuestro lenguaje y en las formas clásicas de pensarlo.

Unos psicoanalistas hablan del problema del tiempo propio del lenguaje: me refiero principalmente a Lacan y naturalmente a algunos de sus discípulos. El problema se puede describir así: cualquier formulación en el lenguaje, espera su sentido de lo que la complementa; lo que quiere decir que cualquier recepción del lenguaje es necesariamente una interpretación retrospectiva de cada uno de sus términos a la luz del conjunto de la frase o del texto.

Es decir, que no es una suma de informes progresivos, sino una reinterpretación por el conjunto de los momentos del discurso. Hay pues una espera para la interpretación retrospectiva, que es el arte de escuchar, o si ustedes quieren, también el arte de leer pero ya en el lenguaje como tal, ya en el escuchar más simple, hay una espera, es un ejercicio interesante el de darse cuenta de que las palabras más corrientes son terriblemente indefinibles; si a uno le dicen qué quiere decir una palabra uno se pone a pensar seriamente en eso, se da rápidamente cuenta de que su significado depende de los contextos en que esté dicha, es decir, que si a nosotros nos preguntan por ejemplo qué quiere decir un verbo bien corriente, el verbo hacer: ¿qué es hacer? hacer es casi todo, se puede dejar por hacer y también deshacer un tejido. ¡No hagas eso!, se le dice al niño. ¿Y qué está haciendo él? Está deshaciendo algo, entonces hacer es deshacer.

En una palabra, el término más corriente deriva su sentido del contexto.

El que crea encontrar el sentido de una fórmula de El Capital allí donde está y no tenga la idea del viaje de regreso, no lo encuentra. Por ejemplo, una fórmula como ésta: Se va a conocer el capital por medio del estudio de la mercancía, porque en las sociedades donde domina el modo de producción capitalista, la riqueza se presenta como una gran acumulación de mercancías. ¿Qué quiere decir "se presenta"? Sólo avanzando en la lectura, llegamos a descubrir que esa tendencia a presentarse es esencial a la cosa, pero en la frase misma no sabemos qué es lo que quiere decir, pues Marx después demuestra que riqueza no es lo mismo que valor, que valor no es lo mismo que valor de uso, que todos los recursos naturales también son riquezas aunque no sean valores, porque no son producto del trabajo, y luego nos ilustra más y nos dice que tienden a devenir mercancías precisamente por estar bajo un régimen de producción de mercancías, así pues sólo poco a poco la frase nos resulta inteligible retrospectivamente, pero inicialmente no da la razón de sí.

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Ante la lectura, si se hace una lectura seria, se tiene que asumir una posición similar a la forma de escuchar que propuso Freud.

Es necesario aprender una disciplina difícil; esa disciplina la puedo determinar así: la suspensión del juicio. El lector de El Capital tiene que Tomar ese libro —o cualquier otro libro serio— como una pregunta. Si lo enfrenta como una respuesta anula toda posibilidad de lectura seria, es decir, transformadora. Con ese "método" se pueden dogmatizar hasta los libros más revolucionarios.

Uno de los problemas de la lectura es la lectura posesiva, cosa que a los estudiantes les cae supremamente bien, porque les enseña el modelo de la escalerita. La escalerita quiere decir: ir de escalón en escalón, de lo simple a lo complejo, y lo simple es el profesor. ¿Cuál simple? ¿Dónde hay algo simple? ¡Ah! pero la pedagogía dice: primero los elementos esenciales y después veremos...".

Ese es el modelo desgraciadísimo y que nos produce el efecto de una lectura obsesiva. El obsesivo quiere orden; cada cosa en su lugar dice el ama de casa obsesiva, la neurosis colectiva del ama de casa lo manda así: el aseo. el orden, los pañales, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Y así quiere uno leer también: primero tengamos esto claro para poder seguir, porque cómo vamos a seguir si no tenemos eso claro. Esto es falso, pues precisamente los problemas se esclarecen después; es necesario seguir, plantear los problema, volver, en síntesis, trabajar. ¡Qué cuentos de detenernos!

¡No! La lectura es riesgo. La exigencia de rigor muchas veces puede ser una racionalización, el temor al riesgo hace que la lectura sea prácticamente imposible y genera una lectura hostil a la escritura cuando lo que debe predicarse es exactamente lo contrario; que sólo se puede leer desde una escritura y que sólo el que escribe realmente lee. Porque no puede encontrar nada el que no está buscando y si por azar se lo encuentra, ¿cómo podría reconocerlo si no está buscando nada, y el que está buscando es el que está en el terreno de una batalla entre lo consciente y lo inconsciente, lo reprimido y lo informulable, lo racionalizado o idealizado y lo que efectivamente es válido? Si no está buscando nada, nada puede encontrar. Establecer el territorio de una búsqueda es precisamente escribir, en el sentido fuerte, no en el sentido de transcribir habladurías. Pero escribir en el sentido fuerte es tener siempre un problema, una incógnita abierta, que guía el pensamiento, guía la lectura; desde una escritura se puede leer, a no ser que uno tenga la tristeza de leer para presentar un examen, entonces le ha pasado lo peor que le puede pasar a uno en el mundo, ser estudiante y leer para presentar un examen y como no lo incorpora a su ser, lo olvida. Esa es la única ventaja que tienen los estudiantes: que olvidan, afortunadamente; qué tal que no tuvieran esa potencia vivificadora y limpiadora, qué tal que nos acordáramos de todo lo que nos enseñaron en el bachillerato.

Medellín, junio 8 de 1982.

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KANT: ¿QUÉ ES ILUSTRACIÓN?

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.

La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.

Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.

Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.

Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta:

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el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.

Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.

Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.

Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría

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eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.

Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.

Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el siglo de Federico”.

Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad

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para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.

He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.

Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

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¿CUÁNTA TIERRA NECESITA UN HOMBRE?LEÓN TOLSTOI

Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. "Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra."

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

"Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada."

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.

Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

"¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo".

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar

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más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

"Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades."

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

"Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte."

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.

-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

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-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

"¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado."

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

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Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

"No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco."

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

"Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra."

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

"Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento."

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

"Bien -pensó-, debo descansar."

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: "Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo".

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. "Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.". Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

"¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto." Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

"No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría

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alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.".

Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

"Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?"

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

"Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol."

El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.

Aunque temía la muerte, no podía detenerse. "Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora", pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

"Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!"

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

"Todo mi esfuerzo ha sido en vano", pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la

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boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

El mito de la caverna (República, VII)

 

El libro VII de la República comienza con la exposición del conocido mito de la caverna, que utiliza Platón como explicación alegórica de la situación en la que se encuentra el hombre respecto al conocimiento, según la teoría explicada al final del libro VI.

El mito de la caverna

I - Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza.

Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.

- Ya lo veo-dijo.

- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

- ¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!

- Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?

- ¿Cómo--dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las cabezas?

- ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

- ¿Qué otra cosa van a ver?

- Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?

- Forzosamente.

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- ¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?

- No, ¡por Zeus!- dijo.

- Entonces no hay duda-dije yo-de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.

- Es enteramente forzoso-dijo.

- Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le dijera d alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?

- Mucho más-dijo.

II. -Y si se le obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y que se escaparía, volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que consideraría qué éstos, son realmente más claros que los que le muestra .?

- Así es -dijo.

- Y si se lo llevaran de allí a la fuerza--dije-, obligándole a recorrer la áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado, y que, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?

- No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.

- Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.

- ¿Cómo no?

- Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo, lo que. él estaría en condiciones de mirar y contemplar.

- Necesariamente -dijo.

- Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible, y que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.

- Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.

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- ¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?

- Efectivamente.

- Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente "trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio" o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo opinable?

- Eso es lo que creo yo -dijo -: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella vida.

- Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien deja súbitamente la luz del sol?

- Ciertamente -dijo.

- Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido constantemente encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían; si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?.

- Claro que sí -dijo.

III. -Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con el poder del. sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la. región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo, es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.

- También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.

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POR UN PAIS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS

Gabriel García Márquez

Las primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de abordo describió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares y sonajas de latón.

Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras: que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber donde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.

Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los Incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos de memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un círculo laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los Aztecas y los Mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes ecezantes, y tenían emperadores clarividentes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.

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En la esquina de los dos grandes océanos ,se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia.

La habitaban desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias bien definidas.

No tenían una Nación de estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias.

Tenían sistemas antiguos de ciencias y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana - que tal vez sea el destino superior de las artes - y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la ilusión para una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a un millón por la crueldad de los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible, y los esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos, pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros, esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.

Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los Negros carecían de todo, inclusÍve de un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos.

Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los Negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.

La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la revolución francesa, instauró una república moderna de buenas intenciones, pero no

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logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a los prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas y civiles que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.

Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores convencidos por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro. A todos los deslumbraron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.

Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en e] folklore del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.

Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostal~ia. y no pierden ocasión cte expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante. inclusive sus defectos. En las ciudades menos pensadas cte cualquier país puede encontrarse a la vuelta de un a esquina la reproducción en vivo de una calle cualquiera de Colombia: las casas de colores intensos, la fonda con el nombre de la ciudad amada. el salón de cine en español. la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 De Agosto con sus chorros de músicas enloquecidas, la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso.

La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados. nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancas{er, al aprendizaje cte las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes,

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para horrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX. y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje. pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy está lejos de imaginar cuánto dependernos del vacío mundo que ignoramos.

Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia. hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales. se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos. sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.

Por lo mismo, nuestra educacion conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos. en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas. y contraría la imaginación. la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.

Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor ¡en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.

Pues somos dos países a la vez: uno de papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos

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indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso - y Dios nos libre - todos somos capaces de todo.

Tal vez un reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad; tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad; queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aún contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitarió por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.

La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética - y tal vez una estética - para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la seguñda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el,país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.

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