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El Reino - Clive Cussler

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Pero, en su siguiente aventura,tropezarán con algo que está másallá de lo que nunca hubieranimaginado. Sam y Remi Fargo sonlos mejores en su trabajo: descubrirtesoros ocultos y extraordinariosalrededor del mundo. Pero en estaocasión la misión a la que seenfrentan es muy diferente. Esta veztienen que encontrar a dos personasdesaparecidas. Así se lo ha

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explicado su nuevo cliente, unpoderoso magnate de Texas quedesconoce el paradero de lapersona a la que contrató para quediera con su padre. Los dos handesaparecido de la faz de la tierrasin dejar rastro. Incapaces derechazar el reto, el audazmatrimonio se embarcará en unatrepidante investigación que lesllevará hasta el antiguo reinotibetano de Mustang pasando porNepal, Bulgaria, la India y China.En el peligroso recorrido habrán de

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lidiar con traficantes de fósiles, unvetusto y misterioso cofre, undirigible centenario# y un esqueletoque podría cambiar para siemprelas teorías sobre la evolución de lahumanidad.

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CLIVE CUSSLER

El Reino

Traducción de

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Ignacio Gómez Calvo

Random

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Título Original: KingdomTraductor: Gómez Calvo,

Ignacio©2013, Cussler, Clive©2013, RandomISBN: 9788415725008Generado con: QualityEbook

v0.65

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Prólogo Una tierra olvidada

De los ciento cuarentacentinelas originales, ¿era posibleque él fuese el último? Ladesalentadora idea daba vueltas enla cabeza de Dhakal.

Ocho semanas antes, la fuerzaprincipal de los conquistadoreshabía invadido su país desde el estecon una velocidad y una crueldad

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brutales. Soldados de caballería einfantería bajaron de las colinas yentraron en tropel en los valles,arrasaron los pueblos y mataron atodo aquel que se interpuso entreellos.

Junto con los ejércitosllegaron grupos de soldados deélite encargados de una únicamisión: localizar el Theurangsagrado y llevárselo a su rey. Enprevisión de ello, los centinelas,cuya responsabilidad era protegerla reliquia sacra, la extrajeron de su

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lugar de veneración y la hicierondesaparecer.

Dhakal redujo la marcha de sucaballo hasta hacerlo avanzartrotando, se desvió del sendero poruna abertura entre los árboles y sedetuvo en un pequeño clarosombreado. Se apeó de la silla demontar y dejó que el animal vagarahasta un arroyo cercano y agacharala cabeza para beber. Se situódetrás de su montura paracomprobar la serie de correas decuero que sujetaban el cofre con

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forma de cubo a la grupa delcaballo. Como siempre, su carga semantenía firme.

El cofre era una maravilla,fabricado con tal solidez que podíasoportar una brusca caída sobre unaroca o golpes repetidos sin mostrarla más mínima grieta. Tenía muchascerraduras ocultas e ingeniosamentediseñadas para que resultaraprácticamente imposible abrirlas.

De los diez centinelas delgrupo de Dhakal, ninguno tenía losrecursos ni la capacidad para abrir

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ese cofre, ni ninguno sabía si sucontenido era auténtico o falso. Esehonor, o tal vez esa maldición,correspondía exclusivamente aDhakal. La forma en que lo habíanelegido no le había sido revelada,pero solo él sabía que ese cofresagrado transportaba el veneradoTheurang. Con suerte, dentro depoco encontraría un lugar seguropara ocultarlo.

Durante prácticamente lasúltimas nueve semanas había estadohuyendo; había escapado de la

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capital con su grupo pocas horasantes de la llegada de los invasores.Durante dos días, mientras el humode sus hogares y de sus campos enllamas cubría el cielo detrás deellos, corrieron a caballo hacia elsur. Al tercer día se separaron,siguiendo cada uno una direccióndeterminada de antemano; lamayoría de los centinelas sealejaron de la línea de avance delos invasores, pero algunos sedirigieron hacia ella. Esosvalerosos hombres bien habían

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muerto o bien estaban sufriendo amanos de un enemigo que, habiendocapturado la engañosa carga decada centinela, exigía que le dijerancómo acceder al cofre quetransportaba Dhakal. Según loplaneado, ninguno de ellos teníarespuesta a esa demanda.

En cuanto a Dhakal, susórdenes lo habían llevado derechohacia el este, al sol naciente, unadirección que había mantenidodurante los últimos sesenta y undías. La tierra en la que en ese

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momento se encontraba era distintadel terreno árido y montañoso en elque se había criado. Allí tambiénhabía montañas, pero estabancubiertas de un espeso bosque yseparadas por valles repletos delagos. Eso hacía que le resultaramucho más fácil mantenerse oculto,pero también había ralentizado suavance. El terrero era un arma dedoble filo: un asaltante diestropodía caerle encima antes de quetuviera ocasión de escapar.

Hasta el momento había vivido

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muchas situaciones peligrosas, perosu adiestramiento le habíapermitido salir indemne de todasellas. En cinco ocasiones habíaobservado, debidamente oculto,cómo sus perseguidores pasaban acaballo a escasa distancia de él, yen dos ocasiones había entabladobatalla campal con brigadas decaballería enemiga. Pese aencontrarse en inferioridadnumérica y agotado, había matado aesos hombres, había enterrado suscadáveres y sus pertrechos, y había

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dispersado sus caballos.Durante los últimos tres días

no había visto ni oído el menorrastro de sus perseguidores.Tampoco se había tropezado conningún lugareño; las personas conlas que se cruzaba le prestabanescasa atención. Su rostro y suestatura se parecían a los de ellos.Su instinto le decía que siguieraadelante, que todavía no se habíaalejado lo suficiente de...

Al otro lado del arroyo, a unoscuarenta metros, se oyó el crujido

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de una rama entre los árboles.Cualquier otra persona no le habríadado importancia, pero Dhakalconocía bien el sonido de uncaballo al abrirse paso entre laespesa maleza. Su caballo habíadejado de beber, tenía la cabezalevantada y movía nerviosamentelas orejas.

A continuación, otro sonidoprocedente del sendero; el ruido delos cascos de un caballoarrastrándose sobre los guijarros.Dhakal sacó el arco de la funda que

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llevaba a la espalda y extrajo unaflecha del carcaj, y se agachó entrelas hierbas acuáticas. Parcialmenteoculto por las patas del caballo, seasomó bajo el vientre del animal enbusca de señales de movimiento.No se distinguía nada. Volvió lacabeza a la derecha. Entre losárboles divisó el estrecho sendero.Observó y esperó.

Entonces hubo otro ruido decascos.

Dhakal colocó una flecha en elarco, tiró ligeramente de la cuerda y

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mantuvo la tensión.Momentos más tarde, un

caballo apareció en el sendero amedio galope. El animal se detuvo.Dhakal solo podía ver las piernasdel jinete y sus manos enfundadasen unos guantes negros en el arzóndelantero de la silla, sujetandoholgadamente las riendas con losdedos. Una mano se movió ysacudió un poco las riendas.Debajo de él, el animal relinchó ypateó el suelo.

Se trataba de un movimiento

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intencionado, advirtió enseguidaDhakal. Una distracción.

Dhakal tensó totalmente elarco, apuntó y disparó la flecha. Lapunta atravesó la pierna del hombreen el pliegue situado entre la partesuperior del muslo y la cadera. Eljinete gritó, se llevó la mano a lapierna y cayó del caballo.Instintivamente, Dhakal supo quehabía dado en el blanco. La flechahabía perforado una arteria de lapierna; el hombre estaba fuera decombate y moriría al cabo de unos

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minutos.Manteniéndose agachado,

Dhakal se dio la vuelta apoyándoseen el talón al tiempo que sacabatres flechas más del carcaj; dejódos en el suelo delante de él ycolocó la otra en el arco. Allí, aunos cien metros de distancia, habíatres agresores, con las espadasdesenvainadas, abriéndose pasosigilosamente entre la maleza endirección a él. Apuntó a la figurasituada más atrás y disparó.Disparó dos más una detrás de otra

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y alcanzó a un hombre de lleno enel pecho y al otro en el cuello. Uncuarto guerrero lanzó un grito deguerra y arremetió contra él desdeun grupo de árboles. Casi habíallegado a la orilla del arroyocuando la flecha de Dhakal loabatió.

El bosque se quedó ensilencio.

¿Cuatro?, pensó Dhakal.Nunca antes habían enviado amenos de una docena.

Como en respuesta a su

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desconcierto, detrás de él, en elsendero, se oyeron más cascos decaballos. Dhakal se dio la vuelta yvio una fila de monturas quegalopaban por el sendero y dejabanatrás a su compañero abatido. Trescaballos... cuatro... siete... Diez, yseguían aproximándose más. Lotenía todo en contra. Dhakal montóen su caballo, colocó una flecha enel arco y se volvió en la silla atiempo para ver que el primeranimal atravesaba galopando elhueco entre los árboles y penetraba

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en el claro. Disparó. La flecha seclavó en el ojo derecho del jinete.El impulso lo empujó hacia atrás,por encima de la silla de montar, ycayó de las ancas de su caballocontra el siguiente hombre, cuyocaballo se encabritó, retrocedió eimpidió el avance de los demás.Los caballos empezaron a toparunos con otros. La carga seinterrumpió.

Dhakal golpeó con los taloneslos flancos de su montura. El animalsaltó de la orilla al agua. Dhakal

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volvió la cabeza, espoleó alcaballo y se marchó a la carga ríoabajo.

Se dio cuenta de que no erauna emboscada fortuita. Susperseguidores habían estadosiguiéndolo encubiertamentedurante un tiempo y habíanconseguido rodearlo.

Podía oírlos por encima delchapoteo de su caballo en el aguapoco profunda: jinetes queatravesaban el bosque con gran

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estrépito a su derecha y cascossobre el sendero de guijarros a suizquierda.

Delante de él, el arroyo girabaa la derecha. Los árboles y lamaleza eran más densos allí;cubrían la orilla, prácticamentetapaban el sol y dejaban a Dhakalen la penumbra. Oyó un grito y echóun vistazo por encima del hombro.Cuatro jinetes lo perseguían. Miró ala derecha y vio oscuras siluetas decaballos entrando y saliendorápidamente de entre los árboles, en

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paralelo a su camino. Lo estabansacando de su escondrijo, advirtió.Pero ¿adónde?

La respuesta llegó segundosmás tarde cuando de repente losárboles ralearon y se encontró en unprado. La anchura del arroyo secuadriplicó; el color del agua leindicó que la profundidad tambiénera mayor allí. Impulsivamente,desvió su caballo a la izquierda,hacia la arenosa orilla. Justodelante, una hilera formada porcinco jinetes surgió de la línea de

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vegetación; dos de ellos estabanencorvados, empuñandohorizontalmente unas picas pordelante, mientras que los otros tresiban montados erguidos, con sendosarcos tensados. Pegó el cuerpo alpescuezo de su caballo y tiró de lasriendas hacia la derecha, de nuevoen dirección al agua. En la otraorilla, otra hilera de jinetes habíasalido de entre los árboles,armados también con picas y arcos.Y justo detrás, galopando por elarroyo hacia él, otra hilera de

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caballería completaba laemboscada.

En ese momento, los tresgrupos redujeron la marcha hastaavanzar al trote y acto seguido sedetuvieron. Con las picas aún enristre y las flechas colocadas en losarcos, lo observaron.

¿Por qué no siguen?, sepreguntó Dhakal.

Y entonces lo oyó: unaensordecedora caída de agua.

Una cascada.Estoy atrapado, se dijo.

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Refrenó al caballo y dejó queanduviera hasta que llegaron a unrecodo del río. Se detuvo. Allí elagua era más profunda y corría másdeprisa. Unos cuarenta metros másadelante, Dhakal vio una columnade bruma que se elevaba sobre lasuperficie y el agua que sedesbordaba por encima de las rocasen el borde de la catarata.

Se volvió en la silla demontar.

Ninguno de sus perseguidoresse había movido a excepción de un

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jinete. Su armadura indicó a Dhakalque era el líder del grupo. Elhombre se detuvo a unos seismetros y se llevó las manos a loshombros para hacerle saber queestaba desarmado.

Gritó algo. Dhakal no entendíael idioma en el que hablaba, pero eltono era inconfundible:tranquilizador. «Se acabó —seguroque estaba indicándole el hombre—. Has luchado bien y hascumplido con tu deber. Ríndete yrecibirás un trato justo.»

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Era mentira. Lo torturarían y alfinal lo matarían. Moriría luchandoantes de permitir que el Theurangcayera en manos de su odiosoenemigo.

Dhakal se volvió sobre sumontura hasta situarse ambos decara a sus perseguidores. Con unaexagerada lentitud, cogió el arco desu espalda y lo lanzó al río. Hizo lomismo con el carcaj, seguido de suespada y su espada corta.Finalmente, arrojó la daga de su

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cinturón.El líder enemigo asintió con la

cabeza en señal de respeto, y acontinuación se volvió en la silla ygritó algo a sus hombres.Lentamente, de uno en uno, losjinetes alzaron sus picas yenfundaron sus arcos. El líder sevolvió de nuevo hacia Dhakal ylevantó la mano, indicándole queavanzara.

Dhakal le sonrió y negó con lacabeza.

Sacudió con fuerza las riendas

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a la derecha, dio la vueltasúbitamente a su caballo y, actoseguido, golpeó fuertemente losflancos del animal con los talones.El caballo se encabritó, corbeteó yempezó a revolverse hacia el aguaque salpicaba por encima de laprofunda cascada.

Yermos fronterizos de laprovincia de Xizang,

imperio Qing, China, 1677

Giuseppe vio la nube de polvoen el horizonte hacia el este antes

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que su hermano. Con una anchura deun kilómetro y medio y rodeado porlas paredes de un angosto valle, elmuro marrón de polvo y arena ibaderecho hacia ellos como untorbellino.

Sin apartar la vista delespectáculo, Giuseppe dio ungolpecito a su hermano en elhombro. Francesco Lana de Terzi,de Brescia, Lombardía, que habíaestado arrodillado estudiando unfajo de planos, se volvió y miró enla dirección en la que señalaba

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Giuseppe.El Lana de Terzi más joven

susurró con nerviosismo:—¿Es una tormenta?—Más o menos —contestó

Francesco—. Pero no la clase detormenta en la que estás pensando.

Aquella nube de polvo no eraproducto de una tormenta de arenaazotada por el viento, como a lasque se habían acostumbrado durantelos últimos seis meses, sino que lacausaban cientos de cascos decaballos que pisaban con gran

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estruendo. Y a lomos de loscaballos, había cientos de letalessoldados de élite.

Francesco dio una palmadatranquilizadora a Giuseppe en elhombro.

—No te preocupes, hermano,los estaba esperando... aunquereconozco que no tan pronto.

—¿Es él? —preguntóGiuseppe con voz ronca—. ¿Vieneél? No me lo habías dicho.

—No quería asustarte. No tepreocupes. Todavía tenemos

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tiempo.Francesco levantó la mano

para protegerse los ojos del sol yobservó la nube que se acercaba.Había aprendido que allí lasdistancias eran engañosas. Lainmensidad del imperio Qing seextendía más allá del horizonte. Enlos dos años que habían pasado enaquel país, Francesco y su hermanohabían visto una enorme variedadde terrenos —de selvas a bosquespasando por desiertos—, pero deentre todos ellos, aquel lugar, aquel

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territorio que parecía tener unadocena de pronunciaciones ygrafías distintas, era el másolvidado de Dios.

Compuesto en su mayoría decolinas, algunas onduladas y otrasirregulares, el territorio era uninmenso lienzo pintado en dosúnicos colores: marrón y gris.Incluso el agua de los ríos quecorría a través de los valles era deun gris apagado. Era como si Dioshubiera maldecido aquel lugar conun golpe de su poderosa mano. Los

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días que las nubes se despejaban, elcielo sorprendentemente azul nohacía otra cosa que acentuar elpaisaje ceniciento.

Y también estaba el viento,pensaba Franceso estremeciéndose.El viento, aparentemente constante,silbaba entre las rocas y empujabatorbellinos de polvo por el terreno;parecía dotado de vida propia. Talera así que muchos de los lugareñoscreían que se trataba de fantasmasque acudían para arrebatarles lasalmas. Hacía seis meses,

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Francesco, un científico pornaturaleza y formación, se habíaburlado de esas supersticiones.Pero ya no estaba tan seguro. Habíaoído demasiados sonidos extrañospor la noche.

Unos cuantos días más, seconsolaba a sí mismo, y tendremoslos recursos que necesitamos. Sinembargo sabía que no era solocuestión de tiempo. Estabahaciendo un trato con el diablo.Esperaba que Dios recordara que loestaba haciendo por el bien común

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cuando llegara el día del JuicioFinal.

Observó el muro de polvo quese acercaba unos segundos másantes de bajar la mano y volversehacia Giuseppe.

—Todavía están a treintakilómetros —calculó—. Tenemosuna hora más, como mínimo.Vamos, acabemos.

Francesco se dio la vuelta ygritó a uno de sus hombres, unasilueta fornida y achaparradavestida con una túnica negra y unos

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pantalones toscamente tejidos. Hao,el principal enlace y traductor deFrancesco, se acercó con pasosrápidos.

—¡Sí, señor! —dijo en unitaliano con marcado acento peropasable.

Francesco suspiró. Aunquehacía tiempo que había dejado deintentar que Hao lo llamara por sunombre, albergaba la esperanza deque a esas alturas abandonara talesformalidades.

—Di a los hombres que

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terminen rápido. Nuestro invitadollegará dentro de poco.

Hao oteó el horizonte y vio loque Giuseppe había divisadominutos antes. Abrió los ojos de paren par y asintió con la cabezabruscamente.

—¡Así se hará, señor! —Haose dio la vuelta y empezó a gritarórdenes a las docenas de lugareñosque se apiñaban en el claro de lacima de la colina. A continuaciónse escabulló para unirse a ellos.

El claro, que medía cien pasos

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de largo por cien de ancho, era enrealidad el tejado del patio interiorde una gompa. En todos los ladosdel claro, sus muros con torreones ysus atalayas seguían el perfilsinuoso de la colina hasta el vallecomo las crestas del lomo de unlagarto.

A Francesco le habían dichoque una gompa era ante todo uncentro educativo fortificado, perolos habitantes de esa plaza enconcreto parecían ejercer una únicaprofesión: la de soldado. Y él daba

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gracias por ello. Comodemostraban las frecuentesincursiones y escaramuzas quetenían lugar en las llanuras deabajo, era evidente que él y sushombres estaban viviendo en lafrontera de aquel reino. No eracasual que los hubieran trasladadoallí para ultimar aquel ingenio quesu benefactor había llamado elGran Dragón.

En el claro resonaban losgolpes simultáneos de los mazossobre la madera mientras los

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trabajadores de Hao se apresurabana clavar las últimas estacas en elsuelo rocoso. Por todo el claro seelevaban columnas de polvo marrónque eran azotadas por el viento yreducidas a la nada. Al cabo deotros diez minutos, el sonido de losmazos cesó. Hao regresó condificultad a donde estabanFrancesco y Giuseppe.

—Ya hemos terminado, señor.Francesco retrocedió unos

pasos y admiró la estructura. Estabasatisfecho. Diseñarla sobre papel

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era una cosa, pero verla cobrarvida era algo totalmente distinto.

La tienda, que tenía una alturade doce metros, ocupaba trescuartos del claro y estaba hecha conseda blanca como la nieve, conriostras de bambú curvadaspintadas de rojo sangre en elexterior; parecía un castilloconstruido con nubes.

—Bien hecho —le dijoFrancesco a Hao—. ¿Giuseppe?

—Espléndido —murmuró elLana de Terzi más joven.

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Francesco asintió con lacabeza y dijo en voz queda:

—Ahora esperemos que lo quehay dentro sea aún másimpresionante.

Aunque los avispadoscentinelas de la gompa sin dudahabían visto a los visitantes que seacercaban antes que Giuseppe, loscuernos de aviso no sonaron hastaque el séquito estuvo a escasosminutos. Francesco suponía que esehecho, junto con la dirección por la

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que se acercaban los jinetes y supronta llegada, constituía unadecisión táctica. La mayoría de lospuestos avanzados del enemigo seencontraban al oeste. Al llegar deleste, la nube de polvo del grupoquedaría oculta por la colina sobrela que la gompa estaba situada. Deesa forma, las bandas emboscadasno tendrían tiempo para interceptara los recién llegados. Conociendo asu benefactor como lo conocía,Francesco sospechaba que habíanestado observando a escondidas la

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gompa de lejos, esperando a que ladirección del viento variara y laspatrullas enemigas pasaran.

Su patrón era un hombreastuto, se recordó Francesco.Astuto y peligroso.

Menos de treinta minutos mástarde Franceso oyó el crujido de lasbotas de piel y las botas reforzadasen el sinuoso sendero de guijarrosque había debajo del claro. Elpolvo se arremolinaba y se elevabapor encima del margen bordeado de

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rocas del mismo. Entonces, derepente, se hizo el silencio. AunqueFranceso lo estaba esperando, loque apareció a continuación lesorprendió igualmente.

Con una orden gritada por unaboca desconocida, un séquito dedos docenas de soldados de laGuardia Nacional entraron a pasoligero en el claro; cada pasosincopado estaba marcado por ungruñido rítmico. Con expresiónadusta, la vista fija en la lejanía ylas picas sujetas horizontalmente

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por delante de ellos, los guardias sedispersaron por el claro yempezaron a llevarse a losatemorizados trabajadores al ladoopuesto y detrás de la tienda. Acontinuación, ocuparon posicionesa lo largo del perímetro del claro,separados a intervalos regulares,mirando hacia fuera y blandiendolas picas en diagonal a través delcuerpo.

Otra orden gutural sonó desdeel sendero, seguida de unassandalias reforzadas crujiendo

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sobre los guijarros. Una formaciónen rombo compuesta por guardiasreales con armaduras de bambúrojas y negras entró desfilando en elclaro y fue directamente a dondeestaban Francesco y Giuseppe. Lafalange se detuvo de pronto, y lossoldados situados en la partedelantera dieron un paso a laizquierda y a la derecha, abriendouna puerta humana por la que pasócon resolución un solo hombre.

El emperador Kangxi,gobernante de la dinastía Qing y

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regente del Mandato del Cielo,tenía una estatura tres palmos máselevada que la de sus soldados másaltos. Lucía una expresión que hacíaque la seriedad de los rostros desus soldados pareciera realmenteeufórica.

El emperador Kangxi dio treslargas zancadas hacia Francesco yse detuvo. Observó la cara delitaliano entornando los ojos variossegundos antes de hablar.Francesco se disponía a pedir aHao que le tradujera, pero su

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capataz ya estaba junto a él,susurrándole al oído:

—El emperador dice: «¿Lesorprende verme?».

—Sí, me sorprende, pero aunasí me alegra, majestad.

Francesco sabía que no erauna pregunta hecha a la ligera. Elemperador Kangxi era paranoico enextremo; si Francesco no se hubieramostrado sorprendido por la prontallegada del emperador, habríaresultado inmediatamentesospechoso de espionaje.

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—¿Qué es la construcción queveo ante mí? —preguntó elemperador Kangxi.

—Es una tienda que hediseñado yo mismo, majestad. Nosolo sirve para proteger el GranDragón, sino también paraocultarlo de los ojos de loscuriosos.

El emperador Kangxi asintiócon la cabeza bruscamente.

—Facilitará los planos a misecretario personal.

Levantando la punta de un

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dedo, ordenó a su secretario quediera un paso adelante.

—Por supuesto, majestad —dijo Francesco.

—¿Los esclavos que leproporcioné han trabajadoadecuadamente?

Francesco se estremeció al oírla pregunta del emperador, pero nodijo nada. Durante los últimos seismeses, él y Giuseppe habíantrabajado y habían vivido conaquellos hombres en condicionesmuy duras. Los consideraban ya

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amigos suyos. Sin embargo, no loconfesó en voz alta. Esaimplicación emocional sería unarma que el emperador no dudaríaen usar.

—Han trabajadoadmirablemente, majestad. Pero,por desgracia, cuatro de esoshombres murieron la semana pasadacuando...

—Así funciona el mundo. Simurieron sirviendo a su emperador,sus antepasados los recibiránorgullosos.

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—Mi capataz y traductor, Hao,ha sido de una ayuda especialmenteinestimable.

El emperador Kangxi dirigióuna rápida mirada a Hao y actoseguido la centró de nuevo enFrancesco.

—La familia de ese hombreserá puesta en libertad.

El emperador volvió alevantar el dedo por encima delhombro, y su secretario personalhizo una anotación en el pergaminoque sostenía en los brazos.

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Francesco respiróprofundamente y sonrió.

—Gracias, majestad, porvuestra benevolencia.

—Dígame, ¿cuándo estarálisto el Gran Dragón?

—Con dos días más...—Tiene hasta mañana al

amanecer.A continuación, el emperador

Kangxi se volvió y se introdujo otravez en la falange, que se cerródetrás de él, dio media vuelta deforma sincronizada y se alejó del

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claro, seguida instantes más tardepor los soldados de la GuardiaNacional apostados alrededor delperímetro. Una vez que el ruido delos pasos y los gruñidos rítmicos sefueron apagando, Giuseppe dijo:

—¿Estás loco? Mañana alamanecer. ¿Cómo vamos a...?

—Lo conseguiremos —respondió Francesco—. Nossobrará tiempo.

—¿Cómo?—Solo nos quedan unas

cuantas horas de trabajo. Le he

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dicho al emperador que nosfaltaban dos días sabiendo que nosexigiría algo aparentementeimposible. Así podremos darle loque pide.

Giuseppe sonrió.—Eres muy astuto, hermano.

Bien hecho.—Venga, vamos a dar los

últimos toques al Gran Dragón.

Bajo el fulgor de las antorchasfijadas en postes y la miradavigilante del secretario personal del

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emperador, situado en la entrada dela tienda con los brazos cruzadosdentro de su túnica, trabajarondurante la noche mientras Hao, sucapataz siempre responsable,desempeñaba su función a laperfección, arengando a loshombres para que se dieran prisa,prisa, prisa. Francesco y Giuseppetambién pusieron de su parte,recorriendo la tienda, haciendopreguntas, agachándose aquí y allápara inspeccionar esto o aquello...

Las cuerdas hechas con

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tendones de buey fueron soltadas,anudadas de nuevo y examinadaspara comprobar la tensión; lospuntales y las riostras de bambúfueron probados con mazos enbusca de fisuras; la seda fueescudriñada por si había la másmínima imperfección; la carroceríade rota trenzada fue sometida a unataque simulado con palospuntiagudos para evaluar suresistencia en la batalla, y alhallarla deficiente, Francescoordenó que se aplicara otra capa de

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laca negra a las paredes y losbaluartes. Por último, el artista queGiuseppe había contratado terminóel mural de proa: el hocico de undragón, con unos ojos decoradoscon cuentas, unos colmillosdescubiertos y una lengua bífidaasomando.

Cuando el borde superior delsol se elevó por encima de lascolinas hacia el este, Francescomandó que terminaran rápidamentetodo el trabajo. Una vez que estuvoacabado, rodeó con detenimiento la

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máquina de proa a popa. Con losbrazos en jarras y ladeando lacabeza a un lado y al otro,Francesco examinó toda lasuperficie de la nave, cada uno desus componentes, buscando el másmínimo defecto. No encontróninguno. Regresó a la proa e hizouna señal firme con la cabeza alsecretario personal del emperador.

El hombre se metió por lasolapa de la tienda y desapareció.

Una hora más tarde, las ya

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familiares pisadas y los gruñidosdel séquito del emperadorregresaron. El sonido parecióinundar el claro antes de que sequedara súbitamente en silencio.Vestido con una sencilla túnica deseda gris, el emperador Kangxicruzó la entrada de la tienda,seguido de su secretario personal ysu jefe de escolta.

Entonces el emperador sedetuvo en seco, con los ojos muyabiertos.

En los dos años que hacía que

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conocía al emperador, era laprimera vez que Francesco habíavisto sorprendido al potentado.

La luz rosicler del sol entrabaa raudales a través de las paredesde seda blanca y el techo bañaba elinterior con un fulgor sobrenatural.El suelo de tierra había sidocubierto de alfombras de colornegro azabache que producían a losasistentes la sensación de estar alborde de un abismo.

Pese a ser un científico,Francesco Lana de Terzi gustaba de

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aquellos efectos de teatralidad.El emperador Kangxi dio un

paso adelante. Vacilóinconscientemente cuando su pietocó el borde de la alfombra negra,pero enseguida se dirigióresueltamente a la proa, dondecontempló la cara del dragón.Entonces sonrió.

Para Francesco, era otraprimera vez. Nunca había visto alemperador sin su característicaexpresión avinagrada.

Kangxi se dio la vuelta para

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mirar a Francesco.—¡Es magnífico! —tradujo

Hao—. ¡Soltadlo!—A vuestras órdenes,

majestad.

Una vez fuera, los hombres deFrancesco se colocaron alrededorde la tienda. Cuando él dio laorden, las cuerdas de la mismafueron cortadas. Reforzadas a lolargo de los ribetes superiores, talcomo Francesco las habíadiseñado, las paredes de seda se

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desplomaron. Al mismo tiempo, enla parte trasera de la tienda, unadocena de hombres echaron haciaatrás el techo, que se levantó yondeó como una gran vela antes deser arriada y desaparecer.

Todo estaba en silencio menosel viento que soplaba a través delas paredes con torreones y lasventanas de la gompa.

Sola en el centro del claro seencontraba la máquina voladora delemperador Kangxi: el GranDragón. A Francesco le daba igual

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el nombre; aunque naturalmentecomplació a su benefactor, para elcientífico que había dentro deFrancesco, la máquina no era másque un prototipo de su sueño: unaauténtica aeronave de vacío másligera que el aire.

Con quince metros de longitud,tres metros y medio de anchura ycasi diez metros de altura, laestructura superior de la naveestaba compuesta por cuatro esferasde seda gruesa contenidas en elinterior de unas jaulas con refuerzos

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de bambú finos como dedos ytendones de animales. Repartidasde proa a popa, cada esfera medíatres metros y medio de diámetro yestaba equipada con un orificio deuna válvula en el vientre; cada unode esos orificios estaba conectado aun tubo de estufa de cobre verticalrodeado de su propio entramado debambú y tendones. El tubodescendía un metro y veintecentímetros desde el orificio de laválvula hasta una fina tabla debambú en cuyo fondo había sujeto

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un brasero de carbón protegido delviento. Y por último, fijado contendones a las esferas de arriba,estaba la barquilla de rota pintadacon laca negra, lo bastante largapara albergar a diez soldados enfila, junto con sus provisiones, suequipo y sus armas, así como a unpiloto y un oficial de navegación.

El emperador Kangxi avanzóresueltamente a solas hasta situarsedebajo de la cuarta esfera, frente ala boca del dragón. Levantó lasmanos por encima de la cabeza,

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como si estuviera contemplando supropia creación, pensó Francesco.

Fue en ese momento cuandocayó en la cuenta de la gravedad delo que había hecho. Una oleada detristeza y vergüenza lo invadió. Enrealidad, había hecho un pacto conel diablo. Aquel hombre, aquelcruel soberano, iba a utilizar suGran Dragón para asesinar a másseres humanos, soldados y tambiénciviles.

Armado con huo yào, opólvora, una sustancia que en

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Europa se estaba usando conmoderado éxito y que Chinadominaba desde hacía muchotiempo, el emperador Kangxipodría descargar fuego sobre susenemigos usando mosquetes decerrojo, bombas y artefactos queescupían fuego. Podría hacer todoeso mientras se hallaba fuera delalcance, en el cielo, y se movía másrápido que el caballo más veloz.

Francesco advirtió que sehabía percatado demasiado tarde dela verdad. El mortífero ingenio

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estaba ya en las manos delemperador Kangxi. No había formade cambiarlo. Tal vez si pudieradesarrollar con éxito su auténticaaeronave de vacío, Francescopodría compensar el mal que seavecinaba. Claro que no lo sabríahasta el día del Juicio Final.

Francesco se vio arrancado desu ensoñación cuando se dio cuentade que el emperador Kangxi estabade pie delante de él.

—Estoy satisfecho —leinformó el emperador—. Cuando

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haya enseñado a mis generales aconstruir más modelos como este,tendrá todo lo que necesite paradedicarse a su propio proyecto.

—Majestad.—¿Está listo para volar?—Dé la orden, y se llevará a

cabo.—Ya se ha dado. Pero,

primero, un cambio. Según loplaneado, maestro Lana de Terzi,usted pilotará el Gran Dragón en elvuelo de prueba. Sin embargo, suhermano se quedará aquí con

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nosotros.—Disculpad, majestad, ¿por

qué?—Para asegurarme de que

vuelve, por supuesto. Y para evitarque sienta la tentación de entregarel Gran Dragón a mis enemigos.

—Majestad, yo no...—Así estaremos seguros de

que no lo hace.—Majestad, Giuseppe es mi

copiloto y mi oficial de navegación.Lo necesito...

—Tengo ojos y oídos en todas

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partes, maestro Lana de Terzi. Sualabado capataz, Hao, está tan bienformado como su hermano. Hao leacompañará... junto con seis de missoldados de la Guardia Nacional,por si necesita... ayuda.

—Protesto, majestad...—No proteste, maestro Lana

de Terzi —replicó fríamente elemperador Kangxi.

La advertencia era clara.Francesco cogió aire para

tranquilizarse.—¿Adónde quiere que vaya en

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el vuelo de prueba?—¿Ve las montañas al sur, las

grandes que tocan el cielo?—Sí.—Viajará allí.—¡Majestad, es territorio

enemigo!—¿Qué mejor prueba para un

arma de guerra?Francesco abrió la boca para

hablar, pero el emperador Kangxise lo impidió.

—En las estribaciones, a lolargo de los arroyos, encontrará una

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flor dorada. Hao sabe a cuál merefiero. Tráigame esa flor antes deque se marchite y serárecompensado.

—Pero majestad, esasmontañas están... —A setentakilómetros, si no a ochenta, pensóFrancesco, si bien dijo—: Estándemasiado lejos para un viajeinaugural. Quizá...

—Me traerá la flor antes deque se marchite o clavaré la cabezade su hermano en una estaca.¿Entendido?

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—Entendido.Francesco se volvió hacia

Giuseppe. Después de oír toda laconversación, su hermano menorhabía palidecido. Le temblaba labarbilla.

—Hermano, tengo miedo.—No tienes por qué. Volveré

antes de que te des cuenta.Giuseppe inspiró, apretó la

mandíbula y se puso erguido.—Sí. Tienes razón. La

máquina es una maravilla, y no haynadie que la pilote mejor. Con

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suerte, esta noche cenaremos juntos.—Así me gusta —dijo

Francesco.Se abrazaron durante varios

segundos. Luego Francesco seapartó y se volvió para situarse decara a Hao.

—Ordena que aticen losbraseros —le dijo—. ¡Despegamosdentro de diez minutos!

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Capítulo 1 Estrecho de la Sonda, Sumatra,

en la actualidad

Sam Fargo aminoró lavelocidad y dejó el motorfuncionando en vacío. La lancharedujo la marcha y se deslizó sobreel agua hasta detenerse. Sam apagóel motor, y la embarcación empezóa mecerse suavemente de uncostado al otro.

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A cuatrocientos metros de laproa su destino sobresalía del agua:una isla densamente boscosa cuyointerior estaba dominado porpuntiagudos picos, valles quedescendían abruptamente y unaespesa selva tropical; debajo, unalínea de costa salpicada de cientosde pequeñas cuevas y estrechasensenadas.

En el asiento de popa de lalancha, Remi Fargo alzó la vista desu libro —una pequeña «lectura deevasión» titulada Los códices

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aztecas: historia oral de laconquista y el genocidio—, sesubió las gafas a la frente y miró asu marido.

—¿Algún problema?Sam se volvió hacia ella y le

dedicó una mirada llena deadmiración.

—Estaba disfrutando de lavista.

A continuación, levantóexageradamente las cejas.

Remi sonrió.—Eres muy galante. —Cerró

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el libro y lo dejó en el asiento, a sulado—. Pero no eres Magnum.

Sam señaló el libro con lacabeza.

—¿Qué tal está?—Es de lectura lenta, pero los

aztecas eran una gente fascinante.—Más de lo que nadie haya

imaginado. ¿Cuánto tardarás enterminarlo? Es el siguiente en milista de lecturas.

—Mañana o pasado mañana.Últimamente los dos habían

tenido que cargar con una tremenda

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cantidad de trabajo, y la isla a laque se dirigían era en gran parte elmotivo. En otras circunstancias,aquel pedazo de tierra entreSumatra y Java podría haber sidoun refugio tropical, pero durante losúltimos meses se había convertidoen una zona de excavación plagadade arqueólogos, historiadores,antropólogos y, por supuesto, unaplétora de funcionarios del Estadoindonesio. Como todos ellos, cadavez que Sam y Remi visitaban laisla, tenían que franquear la

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pasarela con cuerdas que losingenieros habían colocado sobre ellugar para que el terreno no sehundiera bajo los pies de laspersonas que intentaban preservarel hallazgo.

Lo que Sam y Remi habíandescubierto en Pulau Legundiestaba ayudando a reescribir lahistoria de los aztecas y de laguerra de Secesión, y comodirectores no solo de ese proyectosino también de otros dos más,tenían que mantenerse al día de la

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montaña de datos que llegaban.Para ellos era algo que hacían

de manera desinteresada. Aunque supasión era la búsqueda de tesoros—una ocupación decididamentepráctica centrada en el trabajo decampo y basada tanto en el instintocomo en la investigación—, amboshabían llegado a esa parcela conuna formación científica: Sam, uningeniero que había estudiado en elInstituto Caltech; Remi, unaespecialista en antropología ehistoria titulada por la Universidad

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de Boston.Sam había salido a su familia:

su padre, ya fallecido, había sidouno de los principales ingenieros delos programas espaciales de laNASA, mientras que su madre, quetenía setenta y un años, vivía enKey West y era la propietariaúnica, capitana y factótum de unbarco de pesca de gran altura. Lamadre y el padre de Remi, unaprofesional de la construcción y unpediatra/escritor, estaban jubiladosy vivían tranquilamente en Maine

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criando llamas.Sam y Remi se habían

conocido en Hermosa Beach, en unbar de jazz llamado The Lighthouse.A Sam se le había ocurridodetenerse allí para tomar unacerveza fría, y había encontrado aRemi y a unos colegas suyosdesahogándose después de haberpasado las últimas semanasbuscando un galeón hundido a laaltura de Abalone Cove.

Ninguno de los dos era lobastante sentimental para recordar

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su primer encuentro como unflechazo, pero la chispa que brotóentre ellos era innegable; hablandoy riendo mientras tomaban copas,cerraron The Lighthouse sin darsecuenta de que las horas pasabanvolando. Seis meses más tarde, secasaron allí mismo en una pequeñaceremonia.

A instancias de Remi, Sam seconcentró en una idea a la que habíaestado dando vueltas: un escáner deláser de argón diseñado paradetectar e identificar aleaciones a

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distancia, tanto a través del suelocomo del agua. Buscadores detesoros, universidades, empresas,organizaciones mineras y elDepartamento de Defensa sepelearon por la patente a golpe detalonario, y al cabo de dos años elGrupo Fargo obtenía unosbeneficios de siete cifras. Cuatroaños más tarde, aceptaron unaoferta de compra que los hizoindiscutiblemente ricos y lesresolvió la vida. Sin embargo, enlugar de quedarse de brazos

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cruzados, se tomaron unasvacaciones de un mes, crearon laFundación Fargo y partieron en suprimera aventura conjunta en buscade tesoros. Los tesoros recuperadosiban a parar a una larga lista deorganizaciones benéficas.

En ese momento los Fargocontemplaban en silencio la islasituada delante de ellos.

—Todavía cuesta un pocoentenderlo, ¿verdad? —murmuróRemi.

—Y que lo digas —convino

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Sam.Ni su formación ni su

experiencia podrían haberlospreparado para lo que habíanhallado en Pulau Legundi. Eldescubrimiento fortuito de lacampana de un barco a la altura deZanzíbar había desembocado enunos descubrimientos que ocuparíanla atención de generaciones dearqueólogos, historiadores yantropólogos.

Sam se vio arrancado de suensueño por el doble estruendo de

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una bocina marítima. Se volvióhacia babor; a unos ochocientosmetros, una lancha de la PatrullaCostera de Sumatra iba directahacia ellos.

—Sam, ¿te has olvidado depagar el combustible en la agenciade alquiler? —preguntóirónicamente Remi.

—No. He usado las rupiasfalsas que tenía.

—Puede ser eso.Observaron que la lancha

acortaba la distancia hasta situarse

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a cuatrocientos metros, dondeprimero viró a estribor y luego ababor en un giro en forma demedialuna que dejó la embarcacióna treinta metros de ellos. Una vozcon acento indonesio dijo en ingléspor un altavoz:

—Hola. ¿Son ustedes Sam yRemi Fargo?

Sam levantó el brazo en señalafirmativa.

—No se muevan, por favor.Tenemos un pasajero para ustedes.

Sam y Remi se miraron con

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perplejidad; no estaban esperando anadie.

La lancha de la patrullacostera los rodeó una vez,acortando la distancia, hasta queestuvieron a un metro de babor. Elmotor se mantuvo funcionando envacío y luego se quedó en silencio.

—Por lo menos parecenamistosos —murmuró Sam a suesposa.

La última vez que los habíaabordado una embarcación militarhabía sido en Zanzíbar. En esa

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ocasión había sido una lanchapatrullera equipada con cañones de12,7 milímetros y tripulada pormarineros con cara de pocosamigos armados con fusiles AK-47.

—De momento —contestóRemi.

En la cubierta de popa, de pieentre dos agentes de policíauniformados, se encontraba unamujer asiática menuda de cuarenta ytantos años con un rostro anguloso yenjuto y el cabello cortado casi alrape.

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—Permiso para subir a bordo—solicitó la mujer.

Su inglés era casi perfecto,con un ligerísimo acento.

Sam se encogió de hombros.—Permiso concedido.Los dos policías dieron un

paso adelante como si seprepararan para ayudarla a salvarla distancia entre las dosembarcaciones, pero ella hizo casoomiso y saltó de la borda de lapatrullera a la cubierta de popa dela lancha de los Fargo con una ágil

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zancada. Cayó suavemente, como ungato. Se volvió para situarse decara a Sam y a Remi, quien habíaacudido al lado de su marido. Lamujer se los quedó mirando uninstante con unos impasibles ojosnegros y acto seguido les entregóuna tarjeta de visita en la que tansolo se leía «Zhilan Hsu».

—¿Qué podemos hacer porusted, señora Hsu? —preguntóRemi.

—Mi jefe, Charles King,solicita el placer de su compañía.

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—Disculpe, pero noconocemos al señor King.

—Les está esperando a bordode su avión en la terminal privadasituada a las afueras de Palembang.Desea hablar con ustedes.

Aunque el inglés de ZhilanHsu era técnicamente perfecto,hablaba con una desconcertanterigidez, como si fuera un autómata.

—Eso sí que lo entendemos —dijo Sam. Le devolvió la tarjeta—.¿Quién es Charles King y por quéquiere vernos?

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—El señor King me haautorizado a decirles que estárelacionado con un conocido suyo,el señor Frank Alton.

Ese dato captó la atención deSam y Remi. Alton no solo eraconocido suyo, sino amigo íntimodesde hacía muchos años, un exagente de policía de San Diego quese había hecho detective privado yal que Sam había conocido en susclases de judo. Sam, Remi, Frank ysu esposa, Judy, se reunían una vezal mes para cenar.

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—¿Qué pasa con él? —preguntó Sam.

—El señor King desea hablardirectamente con ustedes enrelación con el señor Alton.

—Se anda con muchasreservas, señora Hsu —dijo Remi—. ¿Le importa decirnos por qué?

—El señor King desea...—Hablar directamente con

nosotros —concluyó Remi.—Sí, así es.Sam consultó su reloj.—Por favor, diga al señor

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King que lo veremos a las siete.—Eso es dentro de cuatro

horas —observó Zhilan—. El señorKing...

—Va a tener que esperar —terminó Sam—. Tenemos queocuparnos de unos asuntos.

La expresión estoica de ZhilanHsu se tiñó rápidamente de ira,pero se desvaneció de su semblantecasi tan pronto como habíaaparecido. Se limitó a asentir con lacabeza y dijo:

—A las siete. Por favor, sean

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puntuales.Sin decir una palabra más, se

volvió y saltó como una gacela dela cubierta de la embarcación delos Fargo a la borda de la lancha dela patrulla costera. Pasó por el ladode los policías y desapareció en lacabina. Uno de los agentes lossaludó con la gorra. Diez segundosmás tarde, los motores arrancaronrugiendo y la lancha zarpó.

—Qué interesante —dijo Samunos segundos más tarde.

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—Es un verdadero encanto —comentó Remi—. ¿Te has fijado enlas palabras que ha usado?

Sam asintió con la cabeza.—«El señor King ha

autorizado.» Si es consciente de lasconnotaciones que tienen, podemoscontar con que el señor King seráigual de simpático.

—¿La crees? ¿Y lo de Frank?Judy nos habría llamado si hubierapasado algo.

Aunque sus aventuras amenudo los ponían en situaciones

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peligrosas, la vida cotidiana de losFargo era bastante tranquila. Contodo, la inesperada visita de ZhilanHsu y su misteriosa invitaciónhabían activado sus alarmasinternas. Si bien parecía pocoprobable, la posibilidad de que leshubieran tendido una trampa eraalgo que no podían descartar.

—Averigüémoslo —dijo Sam.Se arrodilló junto al asiento

del conductor, sacó su mochila dedebajo del salpicadero y extrajo elteléfono por satélite de un bolsillo

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lateral. Marcó un número, y al cabode unos segundos una voz de mujerdijo:

—¿Sí, señor Fargo?—Pensaba que esta vez iba a

tener suerte —dijo Sam.Se había apostado con Remi

que algún día pillaría desprevenidaa Selma Wondrash, y los llamaría acualquiera de los dos por sunombre de pila.

—Hoy no, señor Fargo.Selma, su investigadora jefe,

especialista en logística y guardiana

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del sanctasanctórum, era una exciudadana húngara que, pese ahaber vivido décadas en EstadosUnidos, todavía conservaba un leveacento... suficiente para conferir asu voz un ligero tono a lo Zsa ZsaGabor.

Selma había gestionado laDivisión de ColeccionesEspeciales de la Biblioteca delCongreso hasta que Sam y Remi lahabían captado prometiéndole cartablanca y recursos de la másavanzada tecnología. Aparte del

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acuario que cuidaba comopasatiempo y de una ampliaselección de infusiones queocupaba todo un armario de la salade trabajo, la única pasión deSelma era la investigación. Era delo más feliz cuando los Fargo leofrecían un antiguo enigma quedesentrañar.

—Algún día me llamarás Sam.—Hoy no.—¿Qué hora es ahí?—Las once, más o menos.Selma casi nunca se acostaba

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antes de medianoche y casi nuncadormía hasta más allá de las cuatroo las cinco de la madrugada. Apesar de eso, siempre parecía estartotalmente despierta.

—¿Qué tiene para mí?—Un callejón sin salida —

contestó Sam, y acto seguido lerelató la visita de Zhilan Hsu—.Charles King parece el mesías.

—He oído hablar de él. Estápodrido de dinero.

—A ver si puedes sacar algúntrapo sucio de su vida personal.

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—¿Algo más?—¿Has tenido alguna noticia

de los Alton?—No, ninguna —respondió

Selma.—Llama a Judy y entérate de

si Frank está en el extranjero —solicitó Sam—. Averígualodiscretamente. Si hay algúnproblema, no queremos alarmar aJudy.

—¿Cuándo se van a reunir conKing? —preguntó Selma.

—Dentro de cuatro horas.

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—Entendido —dijo Selma convoz risueña—. Para entonces sabrésu talla de camisa y su sabor dehelado favorito.

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Capítulo 2 Palembang, Sumatra

Sam y Remi llegaron conveinte minutos de antelación a sucita y pararon sus motos junto a lavalla de tela metálica que bordeabala zona de la terminal privada delaeropuerto de Palembang. Tal comoSelma había pronosticado,encontraron la pista de despeguefrente a los hangares repletos de

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aviones privados, todos modelos dehélice monomotores o bimotores.Menos uno: un avión a reacciónGulfstream G650. Valorado ensesenta y cinco millones de dólares,el G6 no solo era el reactorejecutivo más caro del mundo sinotambién uno de los más rápidos,capaz de alcanzar una velocidadmáxima de un mach, con un radio deacción de más de doce milkilómetros y un techo de quince milmetros: tres mil metros más que losaviones a reacción comerciales.

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Considerando lo que Selmahabía descubierto sobre elmisterioso señor King, la presenciadel G6 no sorprendió a Sam y aRemi. «El rey Charlie», como eraconocido por sus amigos yenemigos íntimos, ocupaba en esemomento la undécima posición enla lista de las personas más ricas dela revista Forbes, con unpatrimonio neto de 23.200 millonesde dólares.

King había empezado en 1964,a los dieciséis años, como

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perforador en los campospetrolíferos de Texas, y a losveintiuno había fundado su propiacompañía de perforación, King Oil.A los veinticuatro años eramillonario; a los treinta,multimillonario. Durante losochenta y los noventa, King ampliósu negocio a la minería y la banca.S e gú n Forbes, aunque King sepasara el resto de su vida jugandoal ajedrez en su despacho en unático de Houston, seguiría ganandocien mil dólares a la hora en

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intereses.Sin embargo, a pesar de todo,

en su vida cotidiana King era muymodesto y a veces se paseaba porHouston en su camioneta Chevroletde 1968 y comía en su tascafavorita. Y si bien no alcanzaba lascotas de Howard Hughes, serumoreaba que era un tanto solitarioy celoso de su intimidad. Casinunca se dejaba fotografiar enpúblico, y cuando asistía a eventos,tanto de negocios como sociales,normalmente lo hacía de forma

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virtual mediante una cámara web.Remi miró a Sam.—El nombre de la cola

coincide con los datos de lainvestigación de Selma. A menosque alguien haya robado el avión deKing, parece que está aquí enpersona.

—La pregunta es por qué.Además de proporcionarles

una breve biografía de King, Selmahabía hecho todo lo posible porlocalizar a Frank Alton, quien segúnsu secretaria estaba fuera del país

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realizando un trabajo. Aunque hacíatres días que no tenía noticias de él,no estaba preocupada; Alton amenudo interrumpía lascomunicaciones durante una semanao dos si el trabajo eraespecialmente complejo.

Oyeron una rama que se partíadetrás de ellos y al volverseencontraron a Zhilan Hsu al otrolado de la valla, a solo un metro ymedio de distancia. Sus piernas y laparte inferior de su torso estabanocultos por el follaje. Escudriñó a

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los Fargo con sus ojos negros unossegundos y a continuación dijo:

—Se han pasado ustedes depuntuales.

Su tono era ligeramente menossevero que el de un fiscal.

—Y usted de sigilosa —contestó Remi.

—He estado observándolos.—¿Su madre nunca le dijo que

es de mala educación acercarse a lagente sin hacer ruido? —dijo Samcon una media sonrisa.

El rostro de Zhilan permaneció

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impasible.—No conocí a mi madre.—Lo siento...—El señor King está listo para

verlos; debe partir puntualmente alas siete y cincuenta. Me reunirécon ustedes en la puerta del ladoeste. Por favor, preparen suspasaportes.

A continuación, Zhilan sevolvió, se metió entre los arbustos ydesapareció.

Remi se quedó mirando enaquella dirección con los ojos

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entornados.—Confirmado: esa tía da

repelús.—Estoy completamente de

acuerdo —dijo Sam—. Vamos. Elrey Charlie nos espera.

Aparcaron sus motos en unlugar situado cerca de la puertabarrada y se aproximaron a unpequeño edificio exterior dondeZhilan los esperaba junto a unguardia uniformado. Dio un pasoadelante, recogió sus pasaportes y

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se los entregó al agente, quien echóun vistazo a cada uno antes dedevolvérselos a los Fargo.

—Por aquí, por favor —dijoZhilan, y los condujo por el edificioy a través de una puerta peatonalhasta la escalerilla del Gulfstream.

Zhilan se hizo a un lado y lesindicó con la mano que siguieranadelante. Una vez a bordo, sevieron en una cocina pequeña perobien equipada. A la derecha, através de un arco, estaba la cabinaprincipal. Los mamparos estaban

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cubiertos de lustroso nogaltaraceado con emblemas de laEstrella Solitaria de Texas, y elsuelo estaba revestido de unagruesa moqueta color borgoña.Había dos zonas de asientos: unaque consistía en una agrupación decuatro butacas reclinables de cueroalrededor de una mesita para elcafé, y otra, en popa, compuesta deun trío de sillones muy mullidos. Elambiente climatizado resultabavivificante. Débilmente, a través deunos altavoces ocultos, sonaba

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«Mammas Don’t Let Your BabiesGrow Up to Be Cowboys», deWillie Nelson.

—Vaya —murmuró Remi.En algún lugar hacia popa, una

voz con un deje de Texas dijo:—Creo que la palabra

elegante para definir todo esto es«tópico», señorita Fargo, pero quédemonios, me gusta.

Un hombre se levantó de unade las butacas reclinables de cueroque miraban hacia atrás y se volviópara situarse de cara a ellos. Medía

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un metro noventa y cinco, pesabanoventa kilos —prácticamente lamitad era músculo— y tenía la carabronceada y una tupida melenarubia entrecana cuidadosamentepeinada. Sam y Remi sabían queCharles King tenía sesenta y dosaños, pero aparentaba cincuenta.Les sonrió de oreja a oreja; teníalos dientes regulares ysorprendentemente blancos.

—Una vez que Texas se temete en la sangre —dijo King—, escasi imposible sacártela. Créanme,

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he tenido cuatro mujeres que hanhecho lo imposible, pero no lo hanconseguido.

King se dirigió a ellos dandozancadas con la mano extendida.Llevaba unos tejanos azules, unacamisa vaquera azul pálidodesteñida y, para gran sorpresa deSam y Remi, unas zapatillas dedeporte Nike en lugar de unas botasde cowboy.

King reparó en susexpresiones.

—Nunca me han gustado las

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botas. Son muy incómodas y pocoprácticas. Además, todos loscaballos que poseo son de carreras,y yo no tengo precisamente laestatura de un jockey. —Estrechóprimero la mano de Remi y luego lade Sam—. Muchas gracias porvenir. Espero que Zee no les hayadesanimado. No le gusta muchocharlar.

—Sería una buena jugadora depóquer —convino Sam.

—Es una buena jugadora depóquer. Me sacó seis mil pavos en

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diez minutos la primera (y laúltima) vez que jugamos. Pasen,siéntense. Beban algo. ¿Qué lesapetece?

—Una botella de agua, porfavor —dijo Remi, y Sam pidió lomismo asintiendo con la cabeza.

—Zee, si eres tan amable. Yotomaré lo de siempre.

Justo detrás de Sam y Remi,Zhilan dijo:

—Sí, señor King.Lo siguieron a popa hasta la

zona de los sillones y se sentaron.

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Zhilan solo tardó unos segundos enaparecer con una bandeja. Dejó lasaguas de Sam y Remi delante deellos y ofreció un whisky con hieloa King. Él no aceptó el vaso ysimplemente se lo quedó mirando.Frunció el ceño, lanzó una mirada aZhilan y negó con la cabeza.

—¿Cuántos cubitos tiene,cielo?

—Tres, señor King —dijoapresuradamente Zhilan—. Losiento, me he...

—No le des más vueltas, Zee.

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Con uno más me basta. —Zhilan semarchó a toda prisa, y King dijo—:Por mucho que se lo digo, a vecesse le olvida. El Jack Daniel’s es unwhisky caprichoso; hay que echarleel hielo justo o no vale un pimiento.

—Le creo —dijo Sam.—Es usted un hombre sabio,

señor Fargo.—Sam.—Como quiera. Llámeme

Charlie.King se los quedó mirando,

con una sonrisa de satisfacción

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grabada en el rostro, hasta queZhilan regresó con la bebida y lacantidad correcta de hielo. Sequedó al lado de él, esperandomientras la saboreaba.

—Bravo —dijo—. Hala, vete.—A continuación, se dirigió a losFargo—: ¿Cómo va su excavaciónen esa pequeña isla? ¿Cómo sellama?

—Pulau Legundi —contestóSam.

—Sí, eso. Una especie de...—Señor King...

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—Charlie.—Zhilan Hsu mencionó a un

amigo nuestro, Frank Alton.Ahorrémonos la cháchara por elmomento; háblenos de Frank.

—Es usted un hombre directo,Sam. Me imagino que usted, Remi,también comparte ese rasgo.

Ninguno de los dos contestó,pero Remi le dedicó una dulcesonrisa.

King se encogió de hombros.—Muy bien. Contraté a Alton

hace unas semanas para que

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investigara un asunto, y al parecerse ha esfumado. ¡Puf! Como pareceque a ambos se les da bienencontrar lo que no se encuentrafácilmente y son amigos suyos,pensé ponerme en contacto conustedes.

—¿Cuándo tuvo noticias de élpor última vez? —preguntó Remi.

—Hace diez días.—Frank suele ser bastante

independiente cuando trabaja —dijo Sam—. ¿Por qué...?

—Porque tenía que llamarme

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cada día. Era parte de nuestro trato,y lo cumplió hasta hace diez días.

—¿Hay algún motivo para quepiense que ocurre algo?

—¿Aparte de que ha roto lapromesa que me hizo? —contestóKing con un dejo de irritación—.¿Aparte de llevarse mi dinero ydesaparecer?

—Por decir algo.—Bueno, la zona del mundo en

la que está a veces puede ser unpoco peligrosa.

—¿Qué zona es esa? —

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preguntó Remi.—Nepal.—¿Cómo? Ha dicho...—Sí. Lo último que supe es

que estaba en Katmandú. Es unaciudad apartada, pero puede ser unsitio duro si te descuidas.

—¿Quién más sabe esto? —preguntó Sam.

—Un puñado de gente.—¿La mujer de Frank?King negó con la cabeza y

bebió un sorbo de whisky. Arrugóla cara.

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—¡Zee!Cinco segundos más tarde,

Zhilan estaba a su lado.—¿Sí, señor King?Él le dio el vaso.—El hielo se está derritiendo

muy rápido. Deshazte de él.—Sí, señor King.Zhilan volvió a marcharse.King observó con el ceño

fruncido cómo se alejaba y sevolvió de nuevo hacia los Fargo.

—Perdón, ¿qué estabadiciendo?

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—¿Se lo ha contado a la mujerde Frank?

—No sabía que estuvieracasado. No me dio ningunainformación de contacto por sihabía una emergencia. Además,¿para qué preocuparla? Que yosepa, Alton se ha liado con unamujer oriental y está yéndose depicos pardos con mi dinero.

—Frank Alton no haría eso —dijo Remi.

—Puede que sí, puede que no.—¿Se ha puesto en contacto

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con el gobierno nepalés? —preguntó Sam—. ¿O con laembajada estadounidense enKatmandú?

King hizo un gesto desdeñosocon la mano.

—Todos son muy lentos. Ycorruptos; la gente de la zona,quiero decir. En cuanto a laembajada, me planteé llamarles,pero no dispongo de los meses quetardarían en poner sus culos enmovimiento. Allí tengo a mi propiagente trabajando en otro proyecto,

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pero no tienen tiempo paradedicárselo a esto. Y, como hedicho, ustedes dos son famosos porencontrar lo que otros no puedenhallar.

—En primer lugar, Charlie, laspersonas no son cosas —dijo Sam—. En segundo, buscar personasdesaparecidas no es nuestraespecialidad. —King abrió la bocapara hablar, pero Sam levantó lamano y continuó—: Dicho esto,Frank es un buen amigo nuestro, asíque desde luego que iremos.

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—¡Fantástico! —King se diouna palmada en la rodilla—.Hablemos de los detalles prácticos:¿cuánto me va a costar?

Sam sonrió.—Supondremos que está

bromeando.—¿Sobre dinero? Jamás.—Como es un buen amigo,

nosotros correremos con los gastos—dijo Remi con un ligero tono decrispación en la voz—.Necesitaremos toda la informaciónque pueda proporcionarnos.

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—Zee ya ha preparado unacarpeta. Se la dará cuando sevayan.

—Háganos un resumen —dijoSam.

—Es más complicado de loque parece —dijo King—. Contratéa Alton para buscar a alguien quehabía desaparecido en la mismaregión.

—¿Quién?—Mi padre. Cuando

desapareció, mandé a una serie depersonas a buscarlo, pero no

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tuvieron éxito. Es como si sehubiera esfumado de la faz de latierra. La última vez que fue vistobusqué por todas partes al mejordetective privado que pudeencontrar. Alton estaba muy bienrecomendado.

—Ha dicho «La última vezque fue visto» —observó Remi—.¿Qué significa?

—Desde que mi padredesapareció, se ha rumoreado queaparece de vez en cuando:aproximadamente una docena de

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veces en los setenta, cuatro en losochenta...

Sam lo interrumpió.—Charlie, ¿exactamente

cuánto lleva su padredesaparecido?

—Treinta y ocho años.Desapareció en mil novecientossetenta y tres.

Lewis King, a quien apodabanBully, explicó Charles, era unaespecie de Indiana Jones, peromucho antes de que apareciera el

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héroe cinematográfico: unarqueólogo que se pasaba oncemeses al año haciendo trabajo decampo; un académico trotamundosque había visitado más países delos que la mayoría de la gente sabíaque existían. Charlie ignoraba loque su padre estaba haciendocuando desapareció.

—¿A qué estaba afiliado? —preguntó Remi.

—No sé a lo que se refiere.—¿Trabajaba para una

universidad o un museo? ¿Para una

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fundación, tal vez?—No. Mi padre se habría

sentido fuera de lugar. No legustaban esas cosas.

—¿Cómo financiaba susexpediciones?

King les dedicó una sonrisa demodestia.

—Tenía un donante generoso ycrédulo. Aunque, a decir verdad,nunca pidió mucho: cinco mildólares de vez en cuando.Trabajaba solo, no tenía muchosgastos y sabía vivir frugalmente. En

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la mayoría de los sitios a los queviajaba podía mantenerse con unpar de pavos al día.

—¿Tenía casa?—Una casita en Monterrey. No

la he vendido. En realidad, no hehecho nada con ella. Estáprácticamente como estaba cuandoél desapareció. Y sí, ya sé lo quevan a preguntarme. En el setenta ytres mandé que registraran la casaen busca de pruebas, pero noencontraron nada. Si quieren,ustedes también pueden buscar. Zee

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les dará la información.—¿Fue Frank allí?—No, le pareció que no

merecía la pena.—Háblenos de la última vez

que fue visto —dijo Sam.—Hará unas seis semanas, un

equipo de National Geographicestaba haciendo un reportaje sobreuna ciudad antigua en esa zona: LoManta o algo por el estilo...

—Lo Monthang —propusoRemi.

—Sí, eso. Era la capital de

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Mustang.Como la mayoría de la gente,

King pronunciaba el nombre comoel modelo de Ford homónimo.

—Se pronuncia «Mus-tong»—aclaró Remi—. También eraconocido como Reino de Lo antesde que fuera anexionado por Nepalen el siglo dieciocho.

—Lo que usted diga. Nuncame han gustado esas cosas. Supongoque no he salido a mi padre. Elcaso es que en una de las fotos quehicieron aparecía un tipo al fondo.

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Un doble de mi padre... o al menosde la apariencia que debe de tener,según yo creo, después de casicuarenta años.

—No es una información muyfiable en la que basarse —dijoSam.

—Es lo único que tengo.¿Siguen queriendo intentarlo?

—Por supuesto.Sam y Remi se levantaron para

marcharse. Se estrecharon lasmanos con King.

—Zee ha incluido en la

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carpeta mi información de contacto.Quiero que la pongan al corrientede sus progresos. Avísenme de loque averigüen. Agradecería que meinformaran con regularidad. Buenacaza, matrimonio Fargo.

Charles King permaneció en laentrada de su Gulfstreamobservando cómo los Fargoregresaban a través de la puerta deacceso de la terminal, se montabanen sus motos y desaparecían por lacarretera. Zhilan Hsu atravesó de

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nuevo la puerta, subió trotando laescalerilla del avión y se detuvodelante de King.

—No me gustan —dijo.—¿Por qué?—No le muestran suficiente

respeto.—Puedo pasar sin eso,

querida, mientras estén a la alturade su fama. Por lo que he leído,esos dos tienen mucha habilidadpara esta clase de cosas.

—¿Y si van más allá de lo queles pedimos?

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—Bueno, para eso te tengo ati, ¿no?

—Sí, señor King. ¿Quiere quevaya ya?

—No, dejemos que las cosassigan su curso natural. Llama aRuss, ¿quieres?

King se dirigió a popa y sedejó caer en una de las butacasreclinables lanzando un gruñido. Unminuto más tarde, la voz de Zhilansonó por el interfono.

—Se lo paso, señor King. Porfavor, espere.

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King aguardó a que sonara elgorjeante silenciador que le indicóque la línea por satélite estabaabierta.

—¿Estás ahí, Russ?—Sí.—¿Cómo va la excavación?—Por buen camino. Hemos

tenido problemas con una personade la zona que ha armado lío, peronos hemos ocupado de él. Marjorieestá ahora mismo en el foso,apretándole las tuercas.

—¡Seguro que sí! Es como una

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bomba de relojería. No pierdas devista a los inspectores. No puedenaparecer de repente. Estoy pagandoun dineral. Si hay más gastos, os losdescontaré de vuestro salario.

—Lo tengo bajo control.—Bien. Y ahora dame una

buena noticia. ¿Habéis encontradoalgo interesante?

—Todavía no, pero hemosencontrado unas huellas fósiles queprometen mucho según nuestroexperto.

—Sí, bueno, ya he oído eso

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antes. ¿Te has olvidado de aquelestafador de Perth?

—No, señor.—¿El que te dijo que tenía un

fósil de hipopótamo enanomalgache? Se suponía que tambiénera un experto.

—Y me ocupé de él, ¿no?King hizo una pausa. Su ceño

fruncido desapareció, y rió entredientes.

—Es cierto. Pero escucha,hijo, quiero uno de esos Calico-como-se-llamen. Uno auténtico.

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—Chalicotherium —locorrigió Russ.

—¡Me importa un bledo cómose pronuncie! ¡Latín! Que Dios meperdone. ¡Consígueme uno! ¡Ya ledije al inútil de Don Mayfield queestoy esperando uno y que tengo unespacio preparado. ¿Entendido?

—Sí, señor, entendido.—Muy bien, pues. Otra cosa:

acabo de conocer a nuestras másrecientes adquisiciones. Los dosson muy astutos. Me imagino que novan a perder mucho tiempo. Con

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suerte, husmearán en el sitio deMonterrey y luego irán en direccióna ti. Te avisaré cuando estén en elaire.

—Sí, señor.—Asegúrate de que lo atas

corto, ¿entendido? Si se te escapan,te despellejaré vivo.

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Capítulo 3 Goldfish Point, La Jolla,

cerca de San Diego,California

Después de separarse de King,Sam y Remi habían vuelto a PulauLegundi, donde, como era deesperar, se habían encontrado alprofesor Stan Dydellinspeccionando el lugar. El antiguoprofesor de Remi en la Universidad

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de Boston se había tomado un añosabático para participar enmúltiples excavaciones. Después deoír las noticias sobre Alton, Dydellhabía accedido a supervisar laexcavación hasta que regresaran oencontraran un sustituto permanente.

Treinta y seis horas y trestransbordos más tarde, habíanaterrizado en San Diego almediodía de la hora local. Sam yRemi habían ido en coche directosa casa de Alton para dar la noticia ala mujer de Frank. En ese momento,

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tras depositar el equipaje en elvestíbulo de su propia casa, habíanbajado a los dominios de Selma, lasala de trabajo.

Con una extensión de cientoochenta y cinco metros cuadrados,el espacio poseía un techo alto,estaba dominado por una mesa demadera de arce de seis metros delargo iluminada desde arriba conlámparas halógenas colgantes yrodeada de taburetes con altosrespaldos. En una pared había untrío de cubículos —cada uno

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equipado con un flamanteordenador Mac Pro con docenúcleos de potencia deprocesamiento y una pantalla dealta definición de treinta pulgadas—, un despacho acristalado paraSam y otro para Remi, una cámaracon control de temperatura yhumedad dedicada al archivo, unapequeña sala de proyecciones y unabiblioteca de investigación. Lapared de enfrente la ocupaba elúnico pasatiempo de Selma: unacuario de agua salada de más de

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cuatro metros de largo concapacidad para casi dos miltrescientos litros lleno de diversospeces multicolores. Su tenueborboteo confería a la sala detrabajo un ambiente de relajación.

Encima del espacio de trabajodel primer piso se encontraba lacasa de los Fargo: una residenciade estilo colonial español de milcien metros cuadrados con tresplantas, espacios diáfanos, techosabovedados y tantas ventanas ytragaluces que casi nunca tenían

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necesidad de iluminación artificialmás de un par de horas al día. Laelectricidad que consumían lasuministraba principalmente unsólido conjunto de paneles solaresrecién instalados en el tejado.

El piso superior albergaba lasuite principal de Sam y Remi.Justo debajo había cuatro cuartosde huéspedes, una sala de estar, uncomedor y una cocina/salón quesobresalía por encima delacantilado y tenía vistas al mar. Enel segundo piso había un gimnasio

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con aparatos de aerobic y deentrenamiento en circuito, unasauna, una interminable piscina decompetición, un muro de escalada yun espacio con el suelo de maderanoble de cien metros cuadradospara que Remi practicara esgrima ySam judo.

Sam y Remi se sentaron en unpar de taburetes en un rincón de lamesa de trabajo. Selma se juntó conellos. Llevaba su tradicionalatuendo de trabajo: pantalonescaqui, zapatillas de deporte, una

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camiseta de manga corta desteñiday unas gafas con montura de careycon su correspondiente cadena parael cuello. Pette Jeffcoat y WendyCorden se acercaron a escuchar.Bronceados, saludables, rubios y detrato afable, los ayudantes de Selmaeran californianos prototípicos perono tenían nada que ver con losholgazanes que poblaban las playas.Jeff estaba licenciado enarqueología y Wendy en cienciassociales.

—Está preocupada —dijo

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Remi—. Pero lo ha ocultado muybien por los niños. Le dijimos quela mantendríamos al tanto. Selma, sipudieras ponerte en contacto conella todos los días mientras estamosfuera...

—Claro. ¿Qué tal su audienciacon Su Alteza?

Sam les relató su reunión conCharlie King.

—Remi y yo hemos habladodel tema en el avión. Ese hombredice lo que tiene que decir ydomina a la perfección el papel de

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cowboy, pero hay algo raro en él.—Su chica Viernes, para

empezar —dijo Remi, y pasó adescribir a Zhilan Hsu.

Aunque en ausencia de King lamujer tenía un comportamientototalmente enervante, su conducta abordo del Gulfstream hacía pensarotra cosa. El disgusto de King porel número de cubitos de hielo en suvaso de whisky y la reacciónavergonzada de ella les revelaronno solo que Zhilan temía a su jefe,sino que él era una persona

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dominante y un maniático delcontrol.

—Remi también tiene unainteresante corazonada sobre laseñora Hsu —dijo Sam.

—Es su amante —explicóRemi—. Sam no está tan seguro,pero yo estoy convencida. Y Kingla controla con mano de hierro.

—Todavía estoy preparandola biografía de la familia King —dijo Selma—, pero de momento nohe tenido suerte con Zhilan. Seguirétrabajando. Con su permiso, debo

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llamar a Rube.Rube Haywood, otro amigo de

Sam, trabajaba en el cuartel generalde la CIA en Langley, Virginia. Sehabían conocido en el infame centrode instrucción para operacionessecretas en Camp Peary cuandoSam estaba en la AIPAD (Agenciade Investigación de ProyectosAvanzados de Defensa) y Rube eraun prometedor agente deinteligencia. Aunque la estancia en«la Granja» era un requisito paraalguien como Rube, Sam estaba allí

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como parte de un experimentocooperativo: la AIPAD y la CIAproponían que cuanto mejorentendieran los ingenieros cómotrabajaban los agentes deinteligencia sobre el terreno, mejorpodrían dotar a los agentes deEstados Unidos.

—Si tienes que hacerlo,adelante. Una cosa más —añadióSam—. King dice que no tiene niidea de cuál era el campo de interésde su padre. Afirma que ha estadobuscándolo durante casi cuarenta

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años y que sin embargo no sabenada de lo que empujó a esehombre a hacer lo que hizo. No melo trago.

—También afirma que no seha molestado en ponerse encontacto ni con el gobierno nepalésni con la embajada de EstadosUnidos —añadió Remi—. Alguientan poderoso como Kingconseguiría respuestas con unascuantas llamadas telefónicas.

—King también dijo que no leinteresaba la casa de su padre en

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Monterrey. Pero Frank esdemasiado meticuloso para haberpasado eso por alto. Si Kinghubiera hablado a Frank de la casa,él habría ido a verla.

—¿Por qué mentiría Kingsobre algo así? —dijo Pete.

—Ni idea —contestó Remi.—¿Qué significa todo eso? —

preguntó Wendy.—Alguien tiene algo que

ocultar —respondió Selma.—Eso mismo hemos pensado

nosotros —dijo Sam—. La cuestión

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es qué. King también es un tantoparanoico. Y, en honor a la verdad,con lo rico que es, probablementelos estafadores se le echen encima amontones.

—Al final, nada de esoimporta —dijo Remi—. FrankAlton ha desaparecido. Eso es en loque tenemos que concentrarnos.

—¿Y por dónde empezamos?—preguntó Selma.

—Por Monterrey.

Monterrey, California

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Sam tomaba despacio las

curvas mientras los faros del cochesondeaban la niebla que searremolinaba sobre el suelo y entreel follaje que bordeaba el sinuosocamino de guijarros. Por debajo deellos, las luces de las casas en laladera del acantilado centelleabanen la penumbra, mientras que máshacia fuera los faros de navegaciónde los barcos de pesca flotaban enla oscuridad. La ventanilla del ladode Remi estaba abierta, y a través

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de ella podían oír de vez en cuandoel triste gong de una boya a lo lejos.

Pese a caerse de cansancio,Sam y Remi estaban deseandoempezar a investigar ladesaparición de Frank, de modoque habían tomado el vuelo regularvespertino de San Diego a la doblepista de aterrizaje del aeropuertoPenínsula, en Monterrey, dondehabían alquilado un coche.

Incluso sin ver la propiaconstrucción, era evidente que lacasa de Lewis «Bully» King valía

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millones. Más exactamente, la fincaen que se encontraba los valía. Lasvistas de la bahía de Monterreyhabía que pagarlas. Según CharlieKing, su padre había comprado lacasa a principios de la década de1950. Desde entonces, larevalorización del terreno habríaobrado su magia y habríaconvertido hasta una chabola en unaauténtica mina de oro.

La pantalla de navegación delsalpicadero emitió un sonido paraindicar que se acercaba otro

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recodo. Mientras tomaban la curva,los faros iluminaron un solitariobuzón situado sobre un poste.

—Ahí está —dijo Remi,leyendo los números.

Sam entró en un camino deacceso bordeado de pinos deVirginia y una desvencijada vallaque había dejado de ser blancahacía mucho y que parecíamantenerse recta únicamentegracias a las enredaderas que seenmarañaban en ella. Sam dejó queel coche avanzara en punto muerto

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hasta pararse. Delante de ellos, losfaros iluminaban una casa de estiloinglés de noventa metros cuadrados.Dos pequeñas ventanas entabladasflanqueaban la puerta principal,debajo de la cual había un tramo deescalones de hormigón quebradizos.La fachada estaba pintada de uncolor que, si bien en otra épocadebía de haber sido verde intenso,en ese momento, y donde no sehabía desconchado, se había vueltode un verde pálido.

Al final del camino de acceso,

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parcialmente oculto detrás de lacasa, había un garaje con capacidadpara un coche que tenía loscanalones del alero colgando.

—Es una casa de loscincuenta, eso seguro —dijo Remi—. Qué sobriedad.

—El solar debe de tener comomínimo una hectárea. Es un milagroque no haya caído en manos depromotores inmobiliarios.

—No lo es, considerandoquién es el dueño.

—Tienes razón —dijo Sam—.

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Lo reconozco, da un poco de miedo.—Yo iba a decir que da

mucho miedo. ¿Vamos?Sam apagó los faros, paró el

motor y dejó la casa iluminadaúnicamente por la escasa y pálidaluz de la luna que se filtraba através de la niebla. Cogió unamaleta de piel del asiento trasero ya continuación bajaron del vehículoy cerraron las puertas. En medio delsilencio, el doble ruido parecióanormalmente sonoro. Sam sacó sudiminuta linterna de LED de un

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bolsillo del pantalón y la encendió.Siguieron el pasadizo hasta la

puerta principal. Sam comprobó laestabilidad de la escaleratanteándola con el pie. Hizo unaseñal con la cabeza a Remi y actoseguido subió los escalones,introdujo en la cerradura la llaveque Zhilan les había proporcionadoy la hizo girar. El mecanismo seabrió con un leve ruido. Samempujó suavemente la puerta; lasbisagras emitieron un predeciblechirrido. Sam cruzó el umbral

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seguido de Remi.—Dame un poco de luz —dijo

Remi.Sam se volvió y enfocó con la

linterna la pared situada junto a lajamba de la puerta, donde Remiestaba buscando un interruptor.Encontró uno y lo accionó. Zhilanles había asegurado que laelectricidad de la casa funcionaría,y había cumplido su palabra. Entres rincones de la sala, seencendieron unas lámparas de pieque arrojaron unos apagados haces

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cónicos amarillos sobre lasparedes.

—No está tan abandonadacomo King nos dio a entender —observó Sam.

No solo las lámparasfuncionaban, sino que no se veía nirastro de polvo.

—Debe de hacer que limpieneste sitio con regularidad.

—¿No te parece raro? —preguntó Remi—. No solo conservala casa durante casi cuarenta añosdespués de la desaparición de su

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padre, sino que no cambia nada ymanda que la limpien mientras eljardín se echa a perder...

—El propio Charlie King meparece raro, así que esto no mesorprende. Si le añades la fobia alos gérmenes y le escondes lastijeras para cortarse las uñas, esetipo no está muy lejos de ser unacopia de Howard Hughes.

Remi se echó a reír.—La buena noticia es que no

hay mucho terreno que recorrer.Tenía razón. Desde donde se

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encontraban podían ver la mayorparte de la casa de Bully: un salónde unos veinte metros cuadradosque parecía un gabinete/estudio,con las paredes del este y el oestedominadas por estanterías del sueloal techo llenas de libros, adornos,fotos enmarcadas y vitrinas quecontenían lo que parecían fósiles yartefactos arqueológicos.

En el centro de la estanciahabía una mesa de cocina como unatabla de carnicero que Lewis habíaestado usando a modo de escritorio;

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sobre ella, una vieja máquina deescribir portátil, bolígrafos,lápices, blocs y pilas de libros. Enla pared sur había tres puertas: unadaba a una pequeña cocina, otra aun cuarto de baño y la tercera a undormitorio. Por debajo del oloracre a limpiador y bolas dealcanfor, la casa olía a moho y avieja cola de papel de pared.

—Creo que es tu turno, Remi.Tú y Bully erais, o sois, almasgemelas. Yo registraré las otrashabitaciones. Grita si ves un

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murciélago.—No tiene gracia, Sam Fargo.Remi era una mujer realmente

intrépida; nunca le daba miedomancharse las manos o lanzarse alpeligro, pero detestaba losmurciélagos. Sus alasapergaminadas, sus diminutasmanos en forma de garras y susdemacradas caras de cerdo leproducían una fobia primaria.Halloween era una época tensa parala familia Fargo, y las películas devampiros clásicas estaban

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prohibidas en su casa.Sam regresó junto a ella, le

levantó la barbilla con el dedoíndice y le dio un beso.

—Perdona.—No importa.Mientras Sam entraba en la

pequeña cocina, Remi echó unvistazo a las estanterías. Como erade esperar, todos los librosparecían haber sido escritos antesde la década de 1970. Advirtió queLewis King era un lector ecléctico.Aunque la mayoría de los

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volúmenes estaban directamenterelacionados con la arqueología ysus disciplinas asociadas —antropología, paleontología,geología, etcétera—, también habíatomos de filosofía, cosmología,sociología, literatura clásica ehistoria.

Sam regresó al gabinete.—En las otras habitaciones no

hay nada interesante. ¿Qué tal aquí?—Sospecho que era... —Remi

hizo una pausa y se dio la vuelta—.Supongo que tenemos que decidir el

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tiempo verbal que vamos a usarpara hablar de él. ¿Loconsideramos muerto o vivo?

—Supongamos lo segundo. Eslo que hizo Frank.

Remi asintió con la cabeza.—Sospecho que Lewis es un

hombre fascinante. Apuesto a queha leído la mayoría de estos libros,si no todos.

—Si trabajaba tanto sobre elterreno como King dijo, ¿de dóndesacaba el tiempo?

—¿Leía rápido? —propuso

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Remi.—Es posible. ¿Qué hay en las

vitrinas?Sam enfocó con la linterna la

que Remi tenía más cerca. Ella laescudriñó.

—Puntas clovis —dijo,haciendo referencia al nombreuniversal de las puntas de lanza yde flecha fabricadas con piedra,marfil o hueso—. Es una bonitacolección.

Empezaron a examinar el restode las vitrinas, una tras otra. La

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colección de Lewis era tanecléctica como su biblioteca.Aunque había muchos artefactosarqueológicos —fragmentos decazuelas, cuernos tallados,herramientas de piedra, astillas demadera petrificadas—, había piezasque correspondían a las cienciashistóricas: fósiles, rocas,ilustraciones de plantas e insectosextinguidos y fragmentos demanuscritos antiguos.

Remi dio un golpecito alcristal de una vitrina que contenía

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un pergamino que parecía escrito endevanagari, el alfabeto original delnepalés.

—Esto es interesante. Creoque es una reproducción. Hay algoque parece una nota de traductor:«A. Kaalrami, Universidad dePrinceton». Pero no hay ningunatraducción.

—Voy a comprobarlo —dijoSam, al tiempo que sacaba suiPhone del bolsillo.

Abrió el navegador web Safariy esperó a que el icono de la red

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4G apareciera en la barra de menúdel teléfono. En lugar del icono, vioun cuadro de mensaje en lapantalla:

Seleccione una red Wi-Fi1651FPR

Sam observó el mensaje uninstante con el ceño fruncido, cerróel navegador y abrió una aplicaciónpara tomar notas.

—No puedo conectarme —ledijo a Remi—. Mira.

Remi se volvió hacia él.

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—¿Qué?Él le guiñó el ojo.—Mira.Remi se acercó y miró la

pantalla de su iPhone. Sam habíaescrito un mensaje en ella:

Sígueme la corriente.Remi no se inmutó.—No me extraña que no tengas

cobertura —dijo—. Estamos en elquinto pino.

—¿Qué opinas? ¿Lo hemosvisto ya todo?

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—Creo que sí. Vamos a buscarun hotel.

Apagaron las luces, y acontinuación salieron por la puertaprincipal y la cerraron con llave.

—¿Qué pasa, Sam? —preguntó Remi.

—He detectado una redinalámbrica. Tiene el nombre deesta dirección: Uno-seis-cinco-unoFalse Pass Road.

Sam volvió a abrir la pantalladel mensaje y se la enseñó a Remi.

—¿Puede ser un vecino? —

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preguntó.—No, la señal de una casa de

dimensiones medias no pasa decincuenta metros más o menos.

—Esto se pone cada vez másinteresante —dijo Remi—. No veoningún módem ni ningún routermoderno. ¿Por qué iba a necesitaruna red inalámbrica una casasupuestamente abandonada?

—Solo se me ocurre unmotivo, y teniendo en cuenta conquién estamos tratando, no es tandisparatado como parece: para

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vigilar.—¿Con cámaras?—O con aparatos de escucha.—¿King nos está espiando?

¿Por qué?—¡Quién sabe! Pero ahora me

pica la curiosidad. Tenemos quevolver a entrar. Vamos, echemos unvistazo.

—¿Y si tiene cámarasexteriores?

—Son difíciles de ocultar.Estaremos atentos.

Enfocando con la linterna la

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fachada y los bajos de la cornisa,Sam recorrió el camino de accesohacia el garaje. Cuando llegó a laesquina de la casa, se detuvo paraechar un vistazo. Se apartó.

—Nada —dijo.Se dirigió a la puerta lateral

del garaje y trató de mover elpomo. Estaba cerrado. Se quitó sucazadora, se envolvió la manoderecha con ella y presionó con elpuño el cristal que había encima delpomo, apoyándose con fuerza hastaque el vidrio se hizo añicos con un

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estallido amortiguado. Retiró losfragmentos que quedaban, metió lamano y abrió la puerta.

Una vez dentro, solo tardó unminuto en encontrar el cuadroeléctrico. Sam abrió la tapa yexaminó la configuración. Losfusibles eran de un modelo viejo,pero algunos parecían relativamentenuevos.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Remi.

—No pienso tocar losfusibles.

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Sam desplazó el haz de lalinterna del cuadro eléctrico a laplancha de madera, y luego a laizquierda hasta el siguiente clavo,donde encontró el contadoreléctrico. Empleando su navaja,arrancó el cable conductor, abrió latapa y apagó el interruptor dealimentación principal.

—Con esto debería bastar,siempre y cuando King no tengagenerador ni baterías de reservaescondidos en alguna parte —dijoSam.

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Regresó al escalón de laentrada. Remi sacó su iPhone ybuscó la red inalámbrica. Habíadesaparecido.

—Vía libre —dijo.—Vamos a ver lo que esconde

Charlie King.

De nuevo en el interior, Remifue directa a la vitrina que conteníael pergamino escrito en devanagari.

—¿Puedes darme la cámara,Sam?

Sam abrió la maleta, que había

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colocado sobre un sillón cercano,sacó la Cannon G10 de Remi y se ladio. Ella empezó a tomar fotos de lavitrina. Una vez hechas, pasó a lasiguiente.

—Voy a documentarlo todo.Sam asintió con la cabeza.

Examinó las estanterías de loslibros con los brazos en jarras.Hizo un rápido cálculo mental:había de quinientos a seiscientosvolúmenes.

—Yo empezaré a hojear loslibros.

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Rápidamente se hizo evidenteque la persona que King habíacontratado para que limpiara lacasa había prestado escasa atencióna las estanterías; aunque los lomosde los libros estaban limpios, laparte superior estaba cubierta deuna gruesa capa de polvo. Antes deextraer cada ejemplar, Sam loexaminó con la linterna en busca dehuellas dactilares. Ninguno parecíahaber sido tocado desde hacía almenos una década.

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Dos horas y cien estornudosmás tarde devolvieron el últimolibro a su lugar. Remi, que habíaterminado de fotografiar las vitrinasuna hora antes, había ayudado a sumarido con los últimos cienvolúmenes.

—Nada —dijo Sam,apartándose de la estantería ylimpiándose las manos en lospantalones—. ¿Y tú?

—Tampoco. Pero heencontrado algo interesante en unade las vitrinas.

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Encendió la cámara, sedesplazó hasta la fotografíapertinente y le enseñó la imagen aSam. Él la observó un instante.

—¿Qué son esas cosas?—No me hagas mucho caso,

pero creo que son fragmentos dehuevo de avestruz.

—¿Y el grabado? ¿Escrituraen algún idioma? ¿Arte quizá?

—No lo sé. Los he sacado dela vitrina y también los hefotografiado por separado.

—¿Qué significan?

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—Para nosotros,probablemente nada. En un contextomás amplio... —Remi se encogió dehombros—. Quizá mucho.

En 1999, explicó Remi, unequipo de arqueólogos francesesdescubrió una colección dedoscientos setenta trozos de cáscarade huevo de avestruz con grabadosen el refugio rocoso de Diepkloof,en Sudáfrica. Los fragmentos teníangrabados dibujos geométricos quedataban de hacía entre cincuenta ycinco mil y sesenta y cinco mil

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años, y pertenecían a lo que seconoce como el período culturallítico de Howiesons Poort.

—Los expertos todavía estándebatiendo el significado de losgrabados —prosiguió Remi—.Algunos sostienen que son unarepresentación artística; otros, unmapa; y otros, una forma de idiomaescrito.

—¿Estos se les parecen?—No sabría decírtelo ahora, a

bote pronto. Pero si son del mismotipo que los de los fragmentos

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sudafricanos —concluyó Remi—,como mínimo son treinta y cincoaños anteriores al hallazgo deDiepkloof.

—A lo mejor Lewis no sabíalo que había encontrado.

—Lo dudo. Cualquierarqueólogo que se preciereconocería su importancia. Cuandoencontremos a Frank y las cosasvuelvan a la normalidad... —Samabrió la boca para hablar, y Remirápidamente se corrigió—. Cuandovuelvan a la normalidad para

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nosotros, lo investigaré.Sam suspiró.—Así que de momento lo

único que tenemos relacionado conNepal, aunque sea remotamente, esel pergamino con escrituradevanagari.

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Capítulo 4 Katmandú, Nepal

Sam y Remi se despertaroncon la voz del piloto que anunciabala llegada al aeropuertointernacional Tribhuvan deKatmandú. Después de habersepasado la mayor parte de los tresúltimos días en el aire, los dostardaron treinta segundos largos endespabilarse. Los vuelos en aviones

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de las compañías United, CathayPacific y Royal Nepal habíandurado casi treinta y dos horas.

Sam se incorporó, estiró losbrazos por encima de la cabeza yajustó su reloj a la hora del relojdigital que aparecía en la pantalladel respaldo del asiento de delante.A su lado, Remi entreabrió los ojospestañeando.

—Daría mi reino por unabuena taza de café —murmuró.

—Estaremos en tierra dentrode veinte minutos.

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Remi abrió los ojos del todo.—Ah, casi me había olvidado.En los últimos años, Nepal se

había introducido en el negocio delcafé. Por lo que a los Fargorespectaba, los granos cultivados enla región de Arghakhanchiproducían el mejor oro negro delmundo.

Sam le sonrió.

—Te invitaré a todo el caféque seas capaz de beber.

—Eres mi héroe.

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El avión se ladeó bruscamente,

y los dos miraron por la ventanilla.Para la mayoría de los viajeros, elnombre de Katmandú evocaexóticas imágenes de templosbudistas y de monjes con túnicas,senderistas y alpinistas, incienso,especias, chozas destartaladas yvalles en penumbra ocultos por lospicos del Himalaya. Lo que noesperan ver en Katmandú quienesacuden allí por primera vez es unabulliciosa metrópolis con

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setecientos cincuenta mil habitantesy una tasa de alfabetización delnoventa y ocho por ciento.

Visto desde el aire, Katmandúparece haberse caído en un vallecon forma de cráter rodeado decuatro elevadas cadenasmontañosas: Shivapuri,Phulchowki, Nagarjun yChandragiri.

Sam y Remi habían estado allíde vacaciones dos veces conanterioridad. Sabían que a pesar desu población, sobre el terreno

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Katmandú era como unconglomerado de pueblos detamaño medio con algunos toquesde modernidad. En una manzanapodías encontrar un templo con milaños de antigüedad consagrado aldios hindú Shiva y en la siguienteuna tienda de teléfonos móviles; enlas vías públicas importantes, losestilizados taxis híbridos y loscarritos decorados con vivoscolores competían por lospasajeros; en una plaza, situadosuno justo enfrente del otro, un

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restaurante decorado con motivosdel Oktoberfest y un vendedorcallejero vendían platos de chaat alos transeúntes. Y, por supuesto, enlas laderas de las montañas y sobrelos escarpados picos que rodeabanla ciudad, había cientos de templosy de monasterios, algunos másantiguos que el mismísimoKatmandú.

Como viajeros conexperiencia que eran, Sam y Remiestaban preparados para la aduana

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y el control de inmigración, y lesdejaron pasar con un mínimo demolestias. Pronto se encontraronfuera de la terminal, en la acera detransporte terrestre bajo unamoderna marquesina curvada. Lafachada de la terminal estaba hechade terracota inmaculada, con untejado muy inclinado adornado concientos de insertos rectangulares.

—¿Dónde nos ha hecho lareserva Selma?

—En el Hyatt Regency.Remi asintió con la cabeza. En

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su última visita a Katmandú, con laesperanza de sumergirse en lacultura nepalesa, se habían alojadoen un hostal que resultó estarsituado al lado de un corraldedicado a la cría de yaks, ydescubrieron que a los yaks no lespreocupaba en exceso el pudor, laintimidad o el sueño.

Sam se acercó al bordillo dela acera para parar un taxi. Detrásde ellos sonó una voz de hombre:

—¿Son ustedes el señor y laseñora Fargo?

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Sam y Remi se volvieron y seencontraron ante una pareja dejóvenes, ambos de veintipocos añosy no solo casi idénticos el uno alotro sino también a Charles King,exceptuando una llamativadiferencia. Aunque los hijos deKing habían sido agraciados con elcabello rubio platino, los ojosazules y la sonrisa abierta de supadre, sus rostros también teníanunos sutiles pero marcados rasgosasiáticos.

Remi lanzó a Sam una mirada

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de reojo que enseguida él interpretócorrectamente: la corazonada deella con respecto a Zhilan Hsuhabía sido como mínimoparcialmente acertada. Sinembargo, a menos que los Fargo seestuvieran excediendo en susconjeturas, la relación de ella conKing iba mucho más allá que la deuna amante cualquiera.

—Los mismos que visten ycalzan —contestó Sam.

El hombre, que tenía laestatura de su padre pero no su

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corpulencia, les tendió la mano yles dio a cada uno un vigorosoapretón.

—Soy Russell. Esta es mihermana Marjorie.

—Sam... Remi. Noesperábamos que alguien viniera arecibirnos.

—Hemos decidido tomar lainiciativa —dijo Marjorie—.Estamos aquí por un negocio depapá, así que no es ningunamolestia.

—Si no han visitado antes

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Katmandú, puede ser un pocodesconcertante —señaló Russell—.Tenemos un coche. Les llevaremoscon mucho gusto a su hotel.

El Hyatt Regency estaba a treskilómetros al noroeste delaeropuerto. El viaje transcurrió sincontratiempos, aunque con lentitud,en el sedán Mercedes-Benz de loshijos de King. En su interiorinsonorizado y tras sus ventanillascon cristales tintados, a Sam y aRemi el trayecto les resultó un tanto

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surrealista. Situado al volante,Russell conducía con desenvolturapor las confusas y estrechas callesmientras Marjorie, en el asiento delpasajero, les ofrecía unaininterrumpida charla sobre laciudad con el encanto de la manidaexplicación de un guía turístico.

Finalmente se detuvierondelante de la entrada cubierta delHyatt. Russell y Marjorie salierondel coche y les abrieron las puertastraseras antes de que Sam y Remihubieran tocado los tiradores.

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Como en la terminal delaeropuerto, la arquitectura del HyattRegency era una mezcla deelementos antiguos y modernos: unaamplia fachada de seis plantas decolor terracota y crema coronadapor un tejado de estilo pagoda. Losexuberantes y cuidados jardinesocupaban ocho hectáreas.

Un botones se acercó al coche,y Russell gritó algo en nepalés. Elhombre asintió enérgicamente conla cabeza y forzó una sonrisa, y acontinuación sacó el equipaje del

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maletero y desapareció en elvestíbulo.

—Les dejaremos instalarse —dijo Rusell, y les dio su tarjeta devisita—. Llámenme más tarde yhablaremos de cómo deseanproceder.

—¿Proceder? —repitió Sam.Marjorie sonrió.—Disculpen. Probablemente

papá se olvidó de decírselo. Nos hapedido que les hagamos de guíasmientras buscan al señor Alton.¡Hasta mañana!

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Y con unas sonrisas y unosgestos de la mano casisincronizados, los hijos de Kingvolvieron a subirse al Mercedes yse marcharon.

Sam y Remi observaron cómoel coche se alejaba durante unossegundos.

Entonces Remi murmuró:—¿Hay alguien normal en la

familia King?Cuarenta y cinco minutos más

tarde estaban instalados en su suitedisfrutando de un café.

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Después de pasar la tarde

tumbados en la piscina relajándose,regresaron a su suite para tomarunos cócteles. Sam pidió un Gibsoncon ginebra Sapphire Bombay yRemi un Cosmopolitan con vodkaKetel One. Terminaron de leer eldossier que les había dado Zhilanen el aeropuerto de Palembang.Aunque a primera vista parecíaexhaustivo, hallaron en él pocosdatos relevantes en los que basarsepara iniciar la búsqueda.

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—Lo reconozco —dijo Remi—; la combinación de los genes deZhilan Hsu y de Charlie King haproducido... resultados interesantes.

—Es muy diplomático por tuparte, Remi, pero seamos sinceros:Russell y Marjorie dan miedo. Sisumas su aspecto a su exageradacordialidad, tienes un par deasesinos natos de película deHollywood. ¿Has visto en ellosalgún rasgo concreto de Zhilan?

—No, y casi espero que notengan ninguno. Si ella es su madre,

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probablemente tenía dieciocho odiecinueve años cuando los tuvo.

—Mientras que King tendríacuarenta y tantos en esa época.

—¿Te has fijado en que notienen acento de Texas? Me haparecido distinguir un acento deuniversidad pija en su forma depronunciar algunas vocales.

—Así que su papá los mandófuera de Texas a la universidad. Megustaría saber cómo se enteraron decuál era nuestro vuelo.

—¿Una exhibición de poder de

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Charlie King? ¿Para demostrarnosque está bien relacionado?

—Probablemente. Eso tambiénexplicaría por qué no nos avisó deque nos estarían esperando losGemelos Maravilla. Con lopoderoso que es, a buen seguro secree un experto en pillar a la gentedesprevenida.

—No me hace mucha gracia laidea de que nos acompañen a todaspartes.

—A mí tampoco, pero mañanasigámosles el juego para descubrir

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qué saben de las actividades deFrank. Tengo la ligera sospecha deque la familia King sabe mucho másde lo que deja entrever.

—Estoy de acuerdo —contestóRemi—. Todo se reduce a una cosa,Sam: King está intentando moverlos hilos. La pregunta es por qué.¿Porque es un maniático del controlo porque está ocultando algo?

El timbre de la puerta sonó.Sam se acercó a esta para coger unsobre que acababan de deslizar pordebajo y dijo:

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—Ah, la confirmación de lareserva de la cena.

—¿En serio?—Bueno, solo si puedes

prepararte en treinta minutos —respondió Sam.

—Me encantaría. ¿Adóndevamos?

—A Bhanchka y Ghan —contestó Sam.

—¿Cómo te has acordado?—¡Cómo olvidar una comida

tan memorable, el ambiente y lacocina nepalesa!

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Veinticinco minutos más tardeRemi se había puesto unospantalones Akris y un top, con unachaqueta a juego echada por encimadel brazo. Sam, recién afeitado,vestido con una camisa RobertGraham azul y unos pantalones decolor gris oscuro, la acompañó a lapuerta.

A Remi apenas le sorprendiódespertarse a las cuatro de lamadrugada y descubrir que sumarido no estaba en la cama sino en

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un sillón del tresillo de la suite.Cuando algo atormentaba elsubconsciente de Sam Fargo, casinunca podía dormir. Lo encontróbajo la tenue luz de una lámparaleyendo el dossier que Zhilan leshabía dado. Remi apartó condelicadeza la carpeta de manilausando la cadera. A continuación,se sentó en su regazo y lo envolvióbien con su larga bata de seda de LaPerla.

—Creo que he encontrado alculpable —dijo.

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—Enseñámelo.Él hojeó una serie de páginas

sujetas con un clip.—Los informes diarios que

Frank enviaba por correoelectrónico a King. Empiezan el díaque llegó aquí y acaban la mañanaque desapareció. ¿Ves algo distintoen los tres últimos correos?

Remi los examinó.—No.—Firmó cada uno con el

nombre de «Frank». Fíjate en losanteriores.

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Remi hizo lo que le indicó.Frunció los labios.

—Están firmados simplementecon «FA».

—Así firmaba también loscorreos electrónicos que memandaba a mí.

—¿Qué significa?—Solo es una conjetura. Yo

diría que o Frank no mandó losúltimos tres correos o que losmandó intentando incluir una señalde socorro.

—Me parece poco probable.

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Frank habría encontrado un códigomás ingenioso.

—Eso nos deja la otra opción.Desapareció antes de lo que Kingcree.

—Y alguien estaba haciéndosepasar por él —concluyó Remi.

Cincuenta kilómetros alnorte de

Katmandú, Nepal

En la penumbra que precede alamanecer, el Range Rover salió dela carretera principal. Sus faros

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recorrían los verdes camposdispuestos en terrazas mientrasseguía la carretera serpenteantehasta el fondo del valle, donde secruzaba con otra carretera, másestrecha y llena de barro. El Roveravanzó dando sacudidas por lacarretera a lo largo de varioscientos de metros antes de cruzar elpuente. Debajo se agitaba un ríocuyas oscuras aguas lamían lasvigas inferiores del puente. En laotra orilla, los faros del Roveriluminaron brevemente un letrero:

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TRISULI, se leía en nepalés.Cuatrocientos metros más adelante,el Rover llegó a un ancho edificiode ladrillo gris con un tejado hechocon retazos de chapa. Al lado de lapuerta principal de madera, unaventana cuadrada emitía un brilloamarillo. El Rover avanzó en puntomuerto hasta detenerse delante deledificio, y el motor se apagó.

Russell y Marjorie King sebajaron del vehículo y se dirigierona la puerta. Un par de figurasindefinidas salieron de detrás de

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cada esquina del edificio y losinterceptaron. Cada hombre llevabacruzada en diagonal sobre el cuerpoun arma automática. Unas linternasse encendieron, enfocaron las carasde los hijos de King y se apagaron.Uno de los centinelas sacudió lacabeza para indicar a la pareja queentrara.

Al otro lado de la puerta, unhombre se hallaba sentado tras unamesa de caballete. Aparte de lamesa y de una parpadeante linternade queroseno, la habitación estaba

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vacía.—Coronel Zhou —gruñó

Russell King.—Bienvenidos, mis anónimos

amigos estadounidenses. Por favor,sentaos.

Los hermanos hicieron lo queel hombre les indicó y tomaronasiento en el banco situado enfrentede Zhou.

—No viste de uniforme —dijoMarjorie—. Por favor, no nos digaque tiene miedo de las patrullas delejército nepalés.

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Zhou rió entre dientes.—Qué va. Estoy seguro de que

mis hombres disfrutarían haciendoprácticas de tiro, pero dudo que missuperiores vieran con buenos ojosque cruzara la frontera sin pasar porlos canales adecuados.

—Usted ha solicitado estareunión —dijo Russell—. ¿Paraqué nos ha llamado?

—Tenemos que hablar de lospermisos que habéis solicitado.

—¿Se refiere a los permisosque ya hemos pagado? —replicó

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Marjorie.—Es un matiz semántico. La

zona en la que deseáis entrar estállena de patrullas...

—Toda China está llena depatrullas —observó Russell.

—Solo una parte de la zona ala que deseáis viajar está bajo mimando.

—Eso nunca ha sido unproblema en el pasado.

—Las cosas cambian.—Nos está exprimiendo —

dijo Marjorie.

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Su rostro se mantuvoinexpresivo, pero tenía una miradadura y perversa.

—No conozco esa expresión.—Soborno.El coronel Zhou frunció el

ceño.—La situación es dura. La

verdad es que tenéis razón: ya mehabéis pagado. Lamentablemente,una reestructuración en mi distritome ha obligado a alimentar másbocas, ya sabéis a lo que merefiero. Si no alimento esas bocas,

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empezarán a hablar con laspersonas inadecuadas.

—Tal vez deberíamos hablarcon ellos en lugar de con usted —dijo Russell.

—Adelante. Pero ¿tenéistiempo? Si mal no recuerdo,tardasteis ocho meses enencontrarme. ¿Estáis dispuestos aempezar otra vez desde elprincipio? Tuvisteis suerteconmigo. La próxima vez podríaisacabar en la cárcel por espías. Dehecho, todavía podría ocurriros.

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—Está jugando a un juego muypeligroso, coronel —dijo Marjorie.

—No más peligroso que entraren territorio chino de forma ilegal.

—Y supongo que no máspeligroso que no haber mandado asus hombres que nos cachearan.

Los ojos de Zhou seentornaron, se desplazaronrápidamente a la puerta y volvierona los gemelos King.

—No os atreveríais —dijo.—Ella sí —contestó Russell

—. Y yo también. Puede estar

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seguro. Pero no ahora. Ni estanoche. Coronel, si supiera quiénessomos, se lo pensaría dos vecesantes de seguir extorsionándonos.

—Puede que no sepa vuestrosnombres, pero conozco a los devuestra calaña y sospecho lo queandáis buscando.

—¿Cuánto quiere paraalimentar esas bocas de más? —preguntó Russell.

—Veinte mil... en euros, no endólares.

Russell y Marjorie se

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levantaron.—Tendrá el dinero en su

cuenta antes de que acabe el día.Nos pondremos en contacto conusted cuando estemos listos paracruzar la frontera.

Por el frío nocturno, la totalausencia de sonidos de tráfico y elcercano y frecuente ruido decencerros de yak, sabía que seencontraba a bastante altura en lasestribaciones. Le habían vendadolos ojos en cuanto lo habían metido

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en la furgoneta y no tenía forma desaber a qué distancia de Katmandúlo habían llevado. Quincekilómetros o ciento cincuenta; enrealidad daba igual. Una vez fueradel valle en el que se erigía laciudad, el terreno podía tragarse auna persona entera... y lo habíahecho, miles de veces. Barrancos,cuevas, sumideros, grietas... unmillón de sitios en los quepermanecer oculto o morir.

El suelo y las paredes estabanhechos de toscos tablones, al igual

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que el catre. Su colchón era unaespecie de cojín relleno de paja queolía ligeramente a estiércol. Laestufa era un viejo modelo panzudo,creía, por el sonido de la trampillaal cerrarse de golpe cada vez quesus captores entraban para atizar elfuego. De vez en cuando, porencima del olor acre del humo deleña, distinguía el sutil olor delcombustible de la estufa, como elque usaban los excursionistas y losalpinistas.

Estaba siendo retenido en una

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cabaña para senderistasabandonada, en algún lugar tanapartado de los caminos transitadosque no recibía visitas.

Sus captores le habían dirigidomenos de veinte palabras desde susecuestro, todas órdenes bruscas enun inglés chapurreado: siéntate,levántate, come, lavabo... Sinembargo, al segundo día, había oídoun retazo de conversación a travésde la pared de la cabaña, y aunquesus conocimientos de nepalés eranprácticamente inexistentes, sabía lo

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suficiente para reconocer el idioma.Lo había capturado gente de lazona. Pero ¿quiénes? ¿Eranterroristas o guerrilleros? Leconstaba que ninguno de ambosgrupos operaba dentro de Nepal.¿Secuestradores? Lo dudaba. No lohabían obligado a hacergrabaciones ni a escribir cartas derescate. Tampoco lo habíanmaltratado. Le daban de comerregularmente, le ofrecían bebida desobra, y su saco de dormir estabadiseñado para soportar

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temperaturas bajo cero. Cuandotrataban con él lo hacían confirmeza pero sin violencia. Denuevo, se preguntó quiénes eran. ¿Ypor qué?

Hasta el momento solo habíancometido un error grave: aunque lehabían atado bien las muñecas conalgo que parecía cuerda deescalada, no habían buscado bordesafilados en la cabaña. Enseguida élhabía encontrado cuatro: las patasde su catre, cada una de las cualessobresalía varios centímetros por

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encima del jergón. La maderatoscamente tallada no estaba pulida.No eran precisamente hojas desierra, pero podían servirle.

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Capítulo 5 Katmandú, Nepal

Según lo anunciado, Russell yMarjorie se encontraban delante delHyatt a las nueve en punto de lamañana siguiente. Rebosantes deentusiasmo y sonrientes, saludarona Sam y a Remi con otra ronda deapretones de manos antes deconducirlos al Mercedes. El cieloera de un azul brillante y el aire

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resultaba vigorizante.—¿Adónde vamos? —inquirió

Russell mientras metía una marchay arrancaba.

—¿Qué tal si vamos a loslugares donde Frank Alton pasabamás tiempo? —preguntó Remi.

—Cómo no —contestóMarjorie—. Según los correoselectrónicos que mandaba a mipadre, pasaba parte de su tiempo enla zona del cañón de Chobar, a unosocho kilómetros de aquí. Es pordonde el río Bagmati sale del valle.

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Viajaron en silencio variosminutos.

—Si vuestro abuelo es elhombre fotografiado en LoMonthang... —dijo Sam.

—¿Usted no lo cree? —dijoRussell, mirando por el espejoretrovisor—. Papá cree que sí.

—Solo estaba haciendo deabogado del diablo. Si es vuestroabuelo, ¿tenéis idea de por quéhabría estado en esa zona?

—No se me ocurre ningúnmotivo —contestó Marjorie a la

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ligera.—Vuestro padre no parecía

conocer el trabajo de Lewis.¿Alguno de vosotros lo conoce?

Russell contestó.—Supongo que simplemente

se dedicaba a la arqueología. Claroque no llegamos a conocerlo. Solohemos oído las historias que nos hacontado papá.

—No os lo toméis a mal, pero¿se os ha pasado por la cabezadescubrir lo que estaba haciendoLewis? Podría haber sido de ayuda

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en su búsqueda.—Papá nos tiene muy

ocupados. Además, para esocontrata a expertos como usted y elseñor Alton.

Las miradas de Sam y Remi seencontraron. Al igual que su padre,los gemelos King apenas mostrabaninterés por los detalles de la vidade su abuelo. Su indiferenciaparecía casi patológica.

—¿A qué colegio fuisteis? —preguntó Remi, cambiando de tema.

—No fuimos a ningún colegio

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—respondió Russell—. Papácontrató a unos tutores para que nosformaran en casa.

—¿Y vuestro acento?Marjorie tardó en contestar.—Ah, ya entiendo a lo que se

refiere. Cuando teníamos cuatroaños más o menos, nos mandó connuestra tía, en Connecticut. Vivimosallí hasta que terminamos la etapaescolar y luego volvimos a Houstonpara trabajar para papá.

—¿Así que no estuvo cerca devosotros mientras crecíais? —

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preguntó Sam.—Es un hombre muy ocupado.En la contestación de Marjorie

no había ningún asomo de rencor,como si fuera totalmente normaldespachar a tus hijos a otro estadodurante catorce años y dejar que loseducaran tutores y familiares.

—Hacen ustedes muchaspreguntas —dijo Russell.

—Somos curiosos pornaturaleza —contestó Sam—. Songajes del oficio.

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Sam y Remi no esperabansacar gran cosa de su visita alcañón de Chobar, y no se llevaronninguna decepción. Russell yMarjorie señalaron unos cuantospuntos de interés y les ofrecieronmás charla turística.

De vuelta en el coche, Sam yRemi pidieron ir al siguiente lugar:el centro histórico de la ciudad, laplaza de Durbar, sede de unoscincuenta templos.

Como era de esperar, esavisita fue tan poco reveladora como

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la primera. Seguidos de losgemelos King, Sam y Remipasearon por la plaza y susinmediaciones durante una hora,haciendo ver que tomaban fotos ynotas, y que consultaban el mapa.Finalmente, poco antes delmediodía, pidieron a los gemelosque los llevaran de vuelta al hotel.

—¿Ya han acabado? —preguntó Russell—. ¿Estánseguros?

—Sí —contestó Sam.—Si quieren ir a otro sitio, los

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acompañaremos con mucho gusto—dijo Marjorie.

—Tenemos que hacer unasaveriguaciones antes de seguir —dijo Remi.

—También podemos ayudarlescon eso.

Sam tiñó con una nota dedureza su voz.

—Al hotel, por favor.Russell se encogió de

hombros.—Como quieran.

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Observaron desde el interiordel vestíbulo cómo el Mercedes sealejaba. Sam sacó su iPhone delbolsillo y consultó la pantalla.

—Un mensaje de Selma. —Loescuchó y a continuación dijo—:Ha descubierto algo sobre lafamilia King.

De vuelta en su habitación,Sam conectó el manos libres ypulsó el botón de marcación rápida.Después de treinta segundos deinterferencias, se estableció laconexión.

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—Por fin —dijo Selma encuanto cogió el aparato.

—Estábamos de visita con losgemelos King.

—¿Ha sido productiva?—Solo ha servido para

reforzar la necesidad de escaparnosde ellos —dijo Sam—. ¿Qué noscuentas?

—Primero, he encontrado aalguien que puede traducir elpergamino con escritura devanagarique encontraron en la casa deLewis.

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—Fantástico —dijo Remi.—La cosa mejora. Creo que es

la traductora original: la tal A.Kaalrami de Princeton. Su nombrees Adala. Tiene casi setenta años ytrabaja de profesora en... ¿A que nolo adivinan?

—No —dijo Sam.—La Universidad de

Katmandú.—Selma, haces milagros —

dijo Remi.—Por lo general estaría de

acuerdo, señora Fargo, pero esta

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vez ha sido pura suerte. Les estoymandando la información decontacto de la profesora Kaalrami.Muy bien, siguiente punto: despuésde haber investigado a la familiaKing sin ningún éxito, acabéllamando a Rube Haywood. Me vamandando información a medidaque la consigue, pero lo quetenemos hasta ahora ya es bastanteinteresante. Antes de nada, King noes el verdadero apellido de lafamilia. Es la versión anglificadadel apellido alemán original:

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Konig. Y el nombre de pila deLewis era originalmente Lewes.

—¿Por qué se lo cambió? —preguntó Remi.

—Por ahora no estamos deltodo seguros, pero lo que sísabemos es que Lewis emigró aEstados Unidos en mil novecientoscuarenta y seis y que consiguió unpuesto de profesor en laUniversidad de Syracuse. Un par deaños más tarde, cuando Charlestenía cuatro años, Lewis los dejó aél y a su madre y empezó a recorrer

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el mundo.—¿Qué más?—He descubierto el negocio

del que se están ocupando Russell yMarjorie. El año pasado una de lasempresas mineras de King (GRE, oGrupo de Recursos Estratégicos)consiguió permisos del gobiernonepalés para llevar a cabo, citotextualmente, «estudios deinvestigación relacionados con laexplotación de metales industrialesy preciosos».

—¿Y eso qué significa con

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exactitud? —preguntó Remi—. Esuna declaración de objetivos muyvaga.

—Intencionadamente vaga —dijo Sam.

—La empresa no cotiza enbolsa, así que es difícil conseguirinformación. He encontrado dosterrenos que están siendoarrendados por GRE. Están alnordeste de la ciudad.

—Menudo embrollo —dijoRemi—. Tenemos a los gemelosKing supervisando una operación

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de minería en el mismo sitio y almismo tiempo que Frankdesaparece buscando al padre deKing, quien puede o no haberestado paseándose como unfantasma por el Himalaya durantelos últimos cuarenta años. ¿Meolvido algo?

—No te has dejado nada —dijo Sam.

—¿Les interesan los detallesde los terrenos de GRE? —preguntó Selma.

—De momento, sigue

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investigando —contestó Sam—. Aprimera vista, no parece queguarden relación, pero con el reyCharlie nunca se sabe.

Después de pedir al conserjedel Hyatt que les consiguiera uncoche de alquiler, se pusieron encamino; Sam iba al volante y Remide copiloto, con un plano de laciudad de Katmandú desplegadocontra el salpicadero deltodoterreno Nissan X-Trail.

Poco después de salir del

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hotel recordaron una de las pocaslecciones que habían aprendido (yque habían mantenido en el olvidohasta entonces) en su última visita aKatmandú, seis años antes.

Salvo las vías públicasimportantes como Tridevi y RingRoad, las calles de Katmandú casinunca tenían nombre, ya fuera enplanos o en letreros. Las señasverbales se daban respecto a puntosde referencia, normalmente cruces oplazas —conocidos como chowks otoles respectivamente— y de vez en

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cuando a templos o mercados.Cualquiera que no estuvierafamiliarizado con esos puntos dereferencia no tenía más remedio quevalerse de un mapa regional y unabrújula.

Sin embargo, Sam y Remituvieron suerte. La Universidad deKatmandú se encontraba a veintidóskilómetros de su hotel, en lasestribaciones que se hallaban a lasafueras de la zona más oriental dela ciudad. Después de pasar veintefrustrantes minutos buscando la

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carretera de Arniko, avanzaron sincomplicaciones y llegaron alcampus solo una hora después dehaber salido del hotel.

Siguiendo unos letrerosescritos en nepalés y en inglés,giraron a la izquierda en la entraday recorrieron un camino de accesobordeado de árboles hasta unedificio de ladrillo y vidrio quedaba a una parcela ovaladarebosante de flores silvestres.Encontraron una plaza deaparcamiento, cruzaron las puertas

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de cristal de la entrada y hallaronun mostrador de información.

La joven india sentada detrásles habló en un inglés con acento deOxford.

—Buenos días, bienvenidos ala Universidad de Katmandú. ¿Enqué puedo ayudarles?

—Estamos buscando a laprofesora Adala Kaalrami —dijoRemi.

—Sí, claro. Un momento. —Lajoven pulsó un teclado situadodebajo del mostrador y observó el

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monitor un instante—. Ahora mismola profesora Kaalrami está reunidacon un estudiante de posgrado en labiblioteca. Está previsto que lareunión acabe a las tres.

Sacó un plano del campus,rodeó con sendos círculos el lugaren el que se encontraban y elemplazamiento de la biblioteca.

—Gracias —dijo Sam.El campus de Katmandú era

pequeño, con solo una docena deedificios principales concentradosen lo alto de una colina. Debajo

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había kilómetros y kilómetros deverdes campos dispuestos enterrazas y de tupido bosque. A lolejos se podía ver el aeropuertointernacional Tribhuvan. Y al nortedel aeropuerto, apenas visibles, sehallaban los tejados de estilopagoda del Hyatt Regency.

Anduvieron cien metros haciael este por una acera bordeada desetos, torcieron a la izquierda y seencontraron en la entrada de labiblioteca. Una vez dentro, unempleado les indicó cómo llegar a

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la sala de conferencias del segundopiso. Llegaron cuando un estudianteestaba saliendo. Dentro, sentadatras una mesa de conferenciasredonda, había una rolliza ancianaindia vestida con un sari de vivoscolores rojo y verde.

—Disculpe, ¿es usted laprofesora Adala Kaalrami? —preguntó Remi.

La mujer alzó la vista y losescudriñó a través de unas gafas demontura oscura.

—Sí, soy yo.

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Su inglés tenía un marcadoacento y un rasgo ligeramentemusical que compartían muchosangloparlantes indios.

—¿Le dice algo el nombre deLewis King? —dijo Sam.

—¿Bully? —contestó ella sinvacilar.

—Sí.La mujer sonrió ampliamente;

tenía un gran hueco entre losincisivos.

—Oh, sí, me acuerdo de Bully.Fuimos... amigos. —El brillo de sus

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ojos permitió saber a los Fargo quela relación había ido más allá deuna simple amistad—. Yo trabajabaen Princeton, pero había venido aprestar servicios temporalmente ala Universidad Tribhuvan. Fuemucho antes de que se fundara laUniversidad de Katmandú. Bully yyo nos conocimos en un acto social.¿Por qué lo preguntan?

—Estamos buscando a LewisKing.

—Ah... ¿Son ustedescazafantasmas?

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—Supongo que eso significaque cree que está muerto —dijoRemi.

—No lo sé. Por supuesto, heoído los rumores que circulan desus apariciones periódicas, peronunca lo he visto, ni tampoconinguna foto auténtica de él. Por lomenos, en los últimos cuarentaaños. Me gustaría pensar que siestuviera vivo habría venido averme.

Sam sacó una carpeta demanila de su maleta, extrajo una

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copia del pergamino en devanagariy la deslizó sobre la mesa haciaKaalrami.

—¿Reconoce esto?Ella lo examinó un momento.—Sí. Es mi firma. Se lo

traduje a Bully en... —Kaalramifrunció los labios, pensando—. Milnovecientos setenta y dos.

—¿Qué puede contarnos de él?—preguntó Sam—. ¿Le dijo Lewisdónde lo encontró?

—No.—En mi opinión, la escritura

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parece devanagari.—Muy bien, querida. Caliente,

pero incorrecto. El pergamino estáescrito en lowa. No es exactamenteuna lengua muerta, pero es muyrara. Según la última estimación, enla actualidad solo quedancuatrocientos hablantes de lowanativos. Se encuentranprincipalmente en el norte del país,cerca de la frontera china, en lo queantes era...

—Mustang —aventuró Sam.—Exacto. Y lo ha pronunciado

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correctamente. Enhorabuena. Lamayoría de los hablantes de lowaviven en Lo Monthang o en losalrededores. ¿Conocía esainformación o ha acertado porcasualidad?

—He acertado. La única pistaque tenemos sobre el paradero deLewis King es una fotografía en laque aparece supuestamente. Fuetomada hace un año en LoMonthang. Encontramos elpergamino en la casa de Lewis.

—¿Tienen esa fotografía con

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ustedes?—No —contestó Remi, y acto

seguido lanzó una mirada a Sam.Sus expresiones compartidasdecían: «¿Por qué no pedimos unacopia de la foto?». Era un error deprincipiante—. Pero seguro quepodemos conseguirla.

—Si no es mucha molestia.Quiero pensar que reconocería aBully si de verdad fuera él.

—¿Ha venido alguien más apreguntarle por King últimamente?

Kaalrami vaciló de nuevo,

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dándose golpecitos en el labio conel dedo índice.

—Hace un año, tal vez unpoco más, vinieron un par dechicos. Una pareja con un extrañoaspecto...

—¿Gemelos? ¿Cabello rubio,ojos azules, rasgos asiáticos?

—¡Sí! No me cayeronespecialmente bien. Sé que no es uncomentario muy benevolente, perodebo ser sincera. Había algo enellos...

Kaalrami se encogió de

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hombros.—¿Recuerda lo que le

preguntaron?—Hicieron preguntas

generales sobre Bully: si teníacartas viejas de él o si recordabahaberle oído hablar de su trabajo enesta región. No pude ayudarles.

—¿No tenían una copia de estepergamino?

—No.—No encontramos la

traducción original. ¿Leimportaría...? —preguntó Sam.

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—Puedo hacerles una versiónresumida, pero una traducciónescrita llevará un tiempo. Podríahacerla esta noche, si lo desean.

—Gracias —dijo Remi—. Leestaríamos muy agradecidos.

La profesora Kaalrami seajustó las gafas y centró elpergamino delante de ella. Poco apoco, empezó a recorrer las líneasde texto con el dedo, moviendo loslabios silenciosamente.

Al cabo de cinco minutos, alzóla vista. Se aclaró la garganta.

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—Es una especie de edictoreal. La frase lowa no tiene fáciltraducción al inglés, pero es unaorden oficial. De eso estoy segura.

—¿Hay alguna fecha?—No, pero si se fijan aquí, en

la esquina superior izquierda, faltaun trozo de texto. ¿Lo vio en elpergamino auténtico?

—No, lo fotografié tal comoestaba. ¿Recuerda si la fechaaparecía en el original que ustedvio?

—No, me temo que no.

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—¿Le importaría hacer unaestimación?

—No me hagan mucho caso,pero calcularía que tiene entreseiscientos y setecientos años.

—Siga, por favor —la incitóSam.

—Les repito que deberánesperar a la versión escrita para...

—Lo entendemos.—Es una orden dirigida a un

grupo de soldados... unos soldadosespeciales llamados centinelas.Están instruidos para llevar a cabo

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un plan de algún tipo: sospecho quealgo detallado en otro documento.El plan está concebido para sacaralgo llamado Theurang de suescondite y transportarlo a un lugarseguro.

—¿Por qué?—Algo relacionado con una

invasión.—¿Explica lo que es ese

Theurang?—Creo que no. Lo siento, la

mayoría de lo que pone solo meresulta vagamente familiar. Hace

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cuatro décadas de esto. Me acuerdode la palabra porque era pocofrecuente, pero creo que heolvidado el significado. Soyprofesora de clásicas. Pero no mecabe duda de que en el profesoradohabrá alguien que pueda serles demás ayuda con ese término. Puedoconsultarlo.

—Se lo agradeceríamos —contestó Sam—. ¿Se acuerda de lareacción de Lewis cuando usted ledio la traducción?

Kaalrami sonrió.

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—Si mal no recuerdo, se pusoeufórico. Pero, por otra parte, aBully nunca le faltaba entusiasmo.Ese hombre vivía la vida almáximo.

—¿Le dijo dónde encontró elpergamino?

—Si lo hizo, no me acuerdo.Tal vez esta noche, mientras hago latraducción, me vengan a la memoriamás cosas.

—Una última pregunta —dijoRemi—. ¿Qué recuerda de cuandoLewis desapareció?

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—Oh, sí, tengo recuerdos deentonces. Pasamos la mañanajuntos. Almorzamos a la orilla delrío, el Bagmati, en la parte sudoestede la ciudad.

Sam y Remi se inclinaronhacia delante al mismo tiempo.

—¿El cañón de Chobar?La profesora Kaalrami sonrió

y luego ladeó la cabeza hacia Sam.—Sí. ¿Cómo lo sabe?—Lo he adivinado por

casualidad. ¿Y después delalmuerzo?

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—Lewis llevaba su mochila,cosa que en él era más habitual quelo contrario. Siempre estaba deviaje. Hacía un día precioso,caluroso, sin una sola nube en elcielo. Si mal no recuerdo, hicefotos. Tenía una cámara nueva, unode los primeros modelos dePolaroid instantánea, los que seplegaban. En aquel entonces era unamaravilla de la tecnología.

—Por favor, díganos quetodavía tiene esas fotos.

—Puede. Dependerá de las

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habilidades técnicas de mi hijo.Con permiso.

La profesora Kaalrami selevantó, se acercó a la mesilla,cogió un teléfono y marcó unnúmero. Habló en nepalés un par deminutos, y a continuación miró aSam y a Remi y tapó el micrófonodel teléfono.

—¿Tienen móvil con acceso acorreo electrónico?

Sam le dio su dirección.Kaalrami habló por teléfono

otros treinta segundos y después

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regresó a la mesa. Suspiró.—Mi hijo. Me dice que tengo

que entrar en la era digital. El mespasado empezó a escanear (¿se diceasí?) todos mis viejos álbumes defotos. La semana pasada acabó conlas del almuerzo en el río. Se lasestá enviando.

—Gracias —dijo Sam—. Ygracias también a su hijo.

—Estaba hablando delalmuerzo... —dijo Remi.

—Comimos, disfrutamos denuestra mutua compañía, hablamos

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y luego (a primera hora de la tarde,creo) nos separamos. Subí a micoche y me marché. La última vezque lo vi estaba cruzando el puentedel cañón de Chobar.

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Capítulo 6 Katmandú, Nepal

El viaje al cañón de Chobartranscurrió con rapidez; primero sedirigieron hacia el oeste y luego denuevo hacia la ciudad por lacarretera de Arniko. En las afuerasgiraron al sur en Ring Road ysiguieron la vía a lo largo del límitemeridional de Katmandú hasta laregión de Chobar. Desde allí solo

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tuvieron que seguir dosindicadores. A las cinco de latarde, una hora después de haberdejado a la profesora Kaalrami,llegaron al parque de Manjushree,que dominaba el precipicio delnorte del cañón.

Bajaron del coche y estiraronlas piernas. Como había estadohaciendo durante la última hora,Sam consultó su iPhone para ver sihabía recibido algún mensaje. Negócon la cabeza.

—Todavía no.

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Remi contempló el paraje conlos brazos en jarras.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó.

—Una marquesina con ungigantesco letrero de neón en el queponga «Bully estuvo aquí» estaríabien, pero no me hago ilusiones.

Lo cierto era que ninguno delos dos sabía si había algo queencontrar. Habían ido allíbasándose en un hecho que podía noser más que una coincidencia: queFrank Alton y Lewis King hubieran

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pasado allí sus últimas horas antesde desaparecer. Sin embargo,conociendo a Alton como loconocían, era poco probable quehubiera acudido a aquel lugar sin unbuen motivo.

Aparte de un par de hombrescenando temprano en un bancocercano, el parque —poco más queuna colina baja cubierta de malezay bambú y con un sendero enespiral— estaba desierto. Sam yRemi recorrieron el camino deguijarros y siguieron el sinuoso

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sendero hasta la cabecera del cañónde Chobar. Aunque el puenteprincipal estaba construido conhormigón y tenía cabida paravehículos, al tramo inferior de lagarganta solo podía accedersemediante tres puentes colganteshechos de tablas y cables,colocados a distintas alturas y a losque se llegaba por sendos senderos.A ambos lados del cañón, en lasladeras, había pequeños templosparcialmente ocultos por frondososárboles. Quince metros por debajo,

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el Bagmati espumaba y chocabacontra los montículos de cantosrodados.

Remi se acercó a un cartel deinformación pegado a la fachadadel puente. Leyó en voz alta laversión en inglés.

—Chovar Guchchi es unestrecho valle formado por el ríoBagmati, la única desembocadurade todo el valle de Katmandú. Secree que en el pasado el valle deKatmandú albergó un gigantescolago. Cuando Manjusri llegó al

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valle por primera vez, vio una florde loto en la superficie. Él abrióesta ladera de un tajo para drenar ellago y hacer sitio a la ciudad deKatmandú.

—¿Quién es Manjusri? —preguntó Sam.

—No lo sé exactamente, perosi tuviera que adivinarlo, diría queera un bodhisattva: una personailuminada.

Sam asentía con la cabezamientras revisaba su correoelectrónico.

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—Ya está. El hijo de laprofesora Kaalrami me ha mandadounos archivos.

Él y Remi se acercaron a unárbol próximo para resguardarsedel sol poniente. Sam abrió lasfotografías, cinco en total, y sedesplazó por ellas. Aunque habíansido digitalizadas bastante bien, lasfotos tenían el viejo aspecto de lasPolaroid: ligeramente desvaídas,con unos colores un pocoartificiales. Las primeras cuatroeran de los jóvenes Lewis King y

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Adala Kaalrami recostados osentados sobre una manta, yrodeados de platos, vasos yartículos de picnic.

—En ninguna salen juntos —comentó Remi.

—No hay ninguna marca conla fecha —contestó Sam.

La quinta foto era de LewisKing, esta vez de pie, mirando a lacámara en un retrato de perfil detres cuartos. A su espalda había unavieja mochila con armazón.

Examinaron las fotos por

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segunda vez. Sam espiróprofundamente y dijo:

—No deberíamos habernoshecho ilusiones.

—No te anticipes —dijoRemi, inclinándose hacia lapantalla del iPhone—. ¿Ves lo quesostiene con la mano derecha?

—Un piolet.—No, mírala más

detenidamente.Sam hizo lo que su mujer le

pedía.—Un pico de espeleólogo.

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—Y fíjate en lo que llevasujeto a la espalda, a la izquierdadel saco de dormir. Se puededistinguir la curva.

Sam mantuvo los ojosclavados en la pantalla. Una sonrisase dibujó en su rostro.

—No sé cómo he podidopasarlo por alto. Vaya. Es un casco.

Remi asintió con la cabeza.—Equipado con una linterna.

Lewis King iba a hacerespeleología.

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Sin saber con seguridad lo queestaban buscando pero esperandoestar en lo cierto, tardaron solo diezminutos en encontrarlo. Cerca de lacabeza del puente, en la otra orilla,había un quiosco techado y con laparte delantera abierta; en él habíacasillas de madera con folletosinformativos. Encontraron un mapadel cañón, donde escudriñaron lospuntos numerados y los rótulos conlas descripciones.

Había un punto, un kilómetrorío arriba desde el puente, en la

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orilla norte, con el rótulo: CUEVASDE CHOBAR. CERRADAS ALPÚBLICO. PROHIBIDO. ELACCESO NO AUTORIZADO.

—Es una posibilidad muyremota —dijo Remi—. Quenosotros sepamos, Lewis se dirigíaa las montañas y Frank simplementese perdió.

—Las posibilidades remotasson nuestra especialidad —recordóSam a su mujer—. Además, es esoo... pasarnos otro día con Russell y

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Marjorie.Aquello dio resultado.—¿Qué probabilidades hay de

que exista una tienda demontañismo en Katmandú? —dijoRemi.

Como era de esperar, lasprobabilidades eran nulas, peroencontraron una tienda deexcedentes del ejército nepalés avarias manzanas al este de la plazade Durbar. El equipo quecompraron distaba de ser moderno,

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pero era de una calidad aceptable.Aunque ninguno de ellos estabamínimamente convencido de que laexploración de las cuevas deChobar fuera a beneficiar sumisión, resultaba agradable ponerseen movimiento. Ese se habíaconvertido en uno de sus lemas:ante la duda, haz algo. Cualquiercosa.

Poco antes de las sieteregresaron al aparcamiento delhotel Hyatt. Al bajarse delvehículo, Sam vio a Russell y a

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Marjorie de pie bajo la marquesina.—Bandidos a las tres en punto

—murmuró Sam.—Oh, no.—No abras el maletero.

Querrán venir con nosotros.Russell y Marjorie se

acercaron a ellos a paso ligero.—Hola —dijo Russell—.

Estábamos empezando apreocuparnos por ustedes. Hemospasado a ver qué tal estaban, y elconserje nos ha dicho que habíanalquilado un coche y que se habían

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marchado.—¿Va todo bien? —preguntó

Marjorie.—Nos han atracado dos veces

—contestó Remi, impasible.—Y creo que a mí me han

embaucado para que me case conuna cabra —añadió Sam.

Al cabo de unos segundos, loshijos de King esbozaron sendassonrisas.

—Oh, están bromeando —dijoRussell—. Ya lo captamos. Ahoraen serio: no deberían alejarse...

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Sam lo interrumpió.—Russell, Marjorie, quiero

que me escuchéis. ¿Me estáisprestando atención?

Obtuvo por respuesta dosinclinaciones de cabeza.

—Entre Remi y yo, hemosviajado por más países de los queseguramente podáis nombrarcualquiera de los dos... juntos.Agradecemos vuestra ayuda yvuestro... entusiasmo, pero de ahoraen adelante, os llamaremos si osnecesitamos. Si no os avisamos,

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dejadnos solos y permitidnos hacerlo que hemos venido a hacer.

Boquiabiertos, Russell yMarjorie King se lo quedaronmirando. Lanzaron una mirada aRemi, quien simplemente seencogió de hombros.

—Lo dice en serio.—¿Ha quedado claro? —les

preguntó Sam.—Sí, señor, pero nuestro

padre nos ha pedido...—Ese es vuestro problema. Si

vuestro padre quiere hablar con

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Remi y conmigo, ya sabe cómoponerse en contacto con nosotros.¿Alguna pregunta más?

—Esto no me gusta —dijoRussell.

—Solo estamos intentandoayudar —añadió Marjorie.

—Y os hemos dado lasgracias. Pero estáis poniendo aprueba el límite de nuestraeducación. ¿Por qué no os largáis?Os llamaremos si nos metemos enun lío del que no podamos salir.

Tras unos instantes de

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vacilación, los hijos de King sevolvieron y regresaron a suMercedes. Arrancaron y pasarondespacio por delante de Sam y deRemi, mirándolos fijamente a travésde la ventanilla bajada de Russellantes de dar un acelerón.

—Si las miradas matasen... —dijo Remi.

Sam asintió con la cabeza.—Creo que acabamos de ver

las auténticas caras de los gemelosKing.

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Capítulo 7 Cañón de Chobar, Nepal

Partieron poco antes de lascuatro de la madrugada siguientecon la esperanza de llegar a sudestino antes de que saliera el sol.Ignoraban si la prohibición deentrar en el cañón de Chobar sehacía cumplir con rigor —o si lapolicía patrullaba la zona—, perono querían correr ningún riesgo.

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A las cinco llegaron al parquede Manjushree y encontraron unlugar debajo de un árbol que noresultaba visible desde la carreteraprincipal. Una vez apagados losfaros, permanecieron en silenciodos minutos escuchando el tic, tic,tic del motor del Nissanenfriándose, antes de bajar delvehículo, abrir la puerta delmaletero y coger su equipo.

—¿Esperabas que nossiguieran? —preguntó Remi altiempo que se echaba la mochila a

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los hombros.—Ya no sé qué pensar. Mi

instinto me dice que son más malosque la tiña, y estoy seguro de queKing no les ha pedido que nosayuden. Les ha mandado que nosvigilen.

—Estoy de acuerdo. Consuerte, tu conversación con elloslos mantendrá a raya.

—Lo dudo —dijo Sam, ycerró la puerta del maletero degolpe.

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Guiados por la luz del solnaciente, fueron andando hasta elinicio del puente. Tal comoanunciaba el mapa, a unos veintemetros al este del mismo, detrás deun bosquecillo de bambú,encontraron el sendero. Sedirigieron río arriba con Sam a lacabeza.

Los primeros cuatrocientosmetros fueron una caminatarelajada; el sendero tenía noventacentímetros de anchura y estabacubierto de pulcra grava, pero no

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tardó en cambiar a medida que lapendiente se hacía máspronunciada. La senda se estrechó yse hizo muy sinuosa. El follaje losrodeó, formando un manto parcialsobre sus cabezas. A la derecha yabajo, oían el suave borboteo delrío.

Llegaron a una bifurcación. Ala izquierda, el sendero se dirigía aleste, lejos del río; a la derecha,descendía hacia él. Se detuvieronunos instantes para echar un vistazoal mapa y a la brújula del iPhone de

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Sam, y tomaron el camino de laderecha. Después de andar otroscinco minutos, llegaron a unapendiente de cuarenta y cincogrados en la que habían sidolabrados unos toscos escalones.Cuando bajaron al pie de laescalera, no se encontraron ante unsendero sino ante un desvencijadopuente colgante cuyo lado izquierdoestaba sujeto al precipicio conpernos de fijación. Las enredaderashabían invadido el puente y sehabían retorcido tanto alrededor de

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los soportes y los cables que laestructura parecía medio artificial,medio orgánica.

—Tengo la clara sensación deque nos estamos asomando a unamadriguera —murmuró Remi.

—Venga —dijo Sam—. Espintoresco.

—Contigo, he acabadoidentificando esa palabra con«peligroso».

—Me doy por vencido.—¿Ves hasta dónde llega?—No. Sigue la ladera del

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precipicio. Si el puente se rompe,las enredaderas probablementeaguantarán.

—«Probablemente», otrabonita palabra.

Sam dio un paso adelante,desplazando poco a poco su peso ala primera tabla. Aparte de emitirun ligero crujido, la madera semantuvo firme. Dio otro paso concautela, luego otro y otro, hasta quehubo recorrido tres metros.

—¡De momento todo va bien!—gritó por encima del hombro.

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—¡Voy para allá!El puente resultó tener solo

treinta metros de largo. El senderocontinuaba al otro lado; primerobajaba en espiral por la pendiente yluego subía. Más adelante, losárboles empezaron a escasear.

—Segunda ronda —dijo Sam aRemi.

—¿Qué? —contestó ella, y sedetuvo a poca distancia detrás de él—. Oh, no.

Otro puente colgante.—Me da la impresión de que

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esto se va a repetir —dijo Remi.

Estaba en lo cierto. Al otrolado del segundo puenteencontraron otro tramo de sendero,seguido de otro puente más. Durantelos siguientes cuarenta minutos, lapauta se mantuvo: sendero, puente,sendero, puente... Finalmente, en elquinto tramo de sendero, Samdetuvo la marcha y consultó elmapa y la brújula.

—Estamos cerca —murmuró—. La entrada de la cueva se

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encuentra en alguna parte debajo denosotros.

Se separaron, y recorrieron elsendero a un lado y al otro en buscade una forma de bajar. Remi laencontró. En el lado del senderoque daba al río, una escalera demano oxidada hecha con cable yfijada al tronco de un árbol colgabaen el vacío. Sam se tumbó bocaabajo y, mientras Remi lo sujetabapor el cinturón, avanzódeslizándose entre la maleza. Acontinuación serpenteó hacia atrás.

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—Hay un saliente rocoso —dijo—. La escalera acaba a unosdos metros de ella. Tendremos quesaltar.

—Cómo no —contestó Remicon una sonrisa tensa.

—Yo iré primero.Arrodillada, Remi se inclinó

hacia delante y besó a Sam.—Bully no te llega a la suela

del zapato.Sam sonrió.—Ni a ti tampoco.Se quitó la mochila y se la dio

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a Remi, y a continuación se arrastróentre la maleza. Rodeó el tronco delárbol con los brazos y descendiólentamente, balanceando las piernasy tanteando con los pies, hasta queencontró el peldaño superior.

—Ya estoy en la escalera —dijo a Remi—. Voy a empezar abajar.

Desapareció. Treinta segundosmás tarde gritó:

—¡Estoy abajo. Suelta lasmochilas por el borde!

Remi avanzó a cuatro patas y

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dejó caer la primera.—¡La tengo!Soltó la segunda mochila.—¡La tengo. Baja. Te

explicaré cómo hacerlo!—¡Voy para allá!Cuando ella hubo llegado al

penúltimo peldaño y la parteinferior de su cuerpo quedócolgando en el vacío, Sam alargó lamano y le rodeó los muslos conambos brazos.

—Ya te tengo.Ella se soltó, y Sam la bajó al

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saliente. Remi se ajustó la linternapara la cabeza, que se le habíatorcido, y acto seguido miró a sualrededor. El saliente en el queestaban medía aproximadamente unmetro ochenta de ancho y sobresalíavarios metros por encima del río.En la ladera del precipiciodescubrieron la entrada de unacueva con una forma más o menosovalada; estaba vallada con untrozo de tela metálica atornillada ala roca. La esquina inferiorizquierda de la valla se había

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desprendido. Un letrero rojo yblanco escrito en nepalés y eninglés se hallaba fijado a la roca:

PELIGRO

PROHIBIDA LA ENTRADA

NO PASAR Debajo de aquellas palabras habíaunas tibias y una calaveratoscamente pintadas.

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Remi sonrió.—Mira, Sam, es el símbolo

universal de «pintoresco».—Muy graciosa —contestó él

—. ¿Lista para explorar la cueva?—¿Alguna vez he respondido

que no a esa pregunta?—Nunca, bendita seas.—Adelante.

Sus sospechas de que la cueva

había sido cerrada para evitar quelos buscadores de rarezas seperdieran o resultaran heridos se

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confirmaron segundos después deque atravesaran a gatas el hueco dela valla. Al levantarse, a Sam leresbaló una mano y metió el brazoen una grieta del suelo en la queapenas si cabía. Si hubiera estadomoviéndose a un ritmo siquieramoderado, se habría partido unhueso; si hubiera estado andando,se habría roto el tobillo.

—¿Mal presagio o avisooportuno? —preguntó Remi con unamedia sonrisa mientras lo ayudabaa ponerse en pie.

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—Opto por lo segundo.—Motivo seiscientos cuarenta

por el que te quiero —respondió él—. ¡Tú siempre tan optimista!

Enfocaron el túnel con suslinternas. Era lo bastante anchopara que Sam pudiera extender casitotalmente los brazos, pero solounos centímetros más alto queRemi, lo que obligaba a Sam apermanecer encorvado. El suelo erabasto, como estuco pero cien vecesmás áspero.

Sam volvió la cabeza,

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olfateando.—Huele a seco.Remi pasó la palma de la

mano por el techo y también por lapared.

—Se nota seco al tacto.Con suerte, no habría

humedad, o poca. La espeleologíaen una cueva seca ya erasuficientemente peligrosa; el aguala hacía arriesgada, pues existía laposibilidad de que los suelos, eltecho y las paredes se desplomarana la más mínima perturbación. Aun

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así, sabían que bajo sus pies podíancorrer afluentes ocultos del ríoBagmati, de modo que el estado dela cueva podía cambiar con escasao nula antelación.

Empezaron a avanzar con Sama la cabeza. El túnel giróbruscamente a la izquierda, luego ala derecha y de repente se vieronante su primer obstáculo, tambiénartificial: una serie de barrotes dehierro verticales que iban de pareda pared, clavados en el suelo y eltecho.

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—No se andan con tonterías.—Sam enfocó el metal oxidado conla linterna.

Se preguntaba cuántosbuscadores de rarezas habíanpasado por la valla de la entradapara luego verse bloqueados allí.

Remi se arrodilló ante losbarrotes. Los sacudió de uno enuno. Al cuarto intento, el hierroemitió un sonido chirriante. Sonriópor encima del hombro a Sam.

—Es lo bueno de la oxidación.Échame una mano.

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Empezaron a mover juntos elbarrote de un lado al otro hasta quepoco a poco comenzó a soltarse desu cavidad. Del techo caían lascasde piedra y polvo. Después de dosminutos de trabajo, el barrote sedesprendió y golpeó el suelo con unruido que resonó por el túnel. Samagarró el barrote y lo arrastró haciasí a través del hueco. Examinóambos extremos.

—Lo han cortado —murmuró,y se lo enseñó a Remi.

—¿Un soplete oxiacetilénico?

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—No hay marcas de calor. Yodiría que han usado una sierra parametales.

Enfocó con la linterna lacavidad vacía del barrote y, unoscentímetros más abajo, vio un trozode metal.

Sam miró a Remi.—La cosa se complica.

Alguien ha estado aquí.—Y no quería que nadie lo

supiera —añadió ella.

Después de hacer una pausa

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para que Sam pudiera orientarsecon la brújula y dibujar un mapaaproximado en su libreta, pasaronpor el hueco con dificultad,volvieron a colocar el barrote ysiguieron adelante. El túnel empezóa serpentear y a estrecharse, ypronto el techo estaba a un metroveinte de altura; los codos leschocaban contra las paredes. Elsuelo comenzó a descender enpendiente. Guardaron las linternasde mano y encendieron las de lacabeza. El suelo se volvió más

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empinado hasta que se vieronbajando de lado en una pendientede treinta grados, sirviéndose delos salientes rocosos como apoyospara manos y pies.

—Quieto —dijo súbitamenteRemi—. Escucha.

En algún lugar cercano sonabaun borboteo de agua.

—El río —dijo Sam.Descendieron otros seis

metros, y el túnel se niveló y dio aun estrecho pasillo. Sam avanzócomo buenamente pudo hasta la

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zona donde el suelo empezaba asubir otra vez en pendiente.

—¡Es casi vertical! —gritóhacia atrás—. Creo que si tenemoscuidado, podremos trepar...

—Sam, echa un vistazo a esto.Él se volvió y se dirigió a

donde estaba Remi, quien mirabafijamente la pared con el cuelloestirado. Iluminado con el haz de lalinterna de su cabeza, un objeto deltamaño aproximado de una monedade medio dólar sobresalía de laroca.

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—Parece metálico —dijo Sam—. Ven, ponte encima de mí.

Se arrodilló, y Remi se subió asus hombros. Sam se levantó poco apoco, dando tiempo a Remi paraque se equilibrara apoyándose en lapared.

Al cabo de unos segundos, elladijo:

—Es un pitón rudimentario,una especie de perno como los delas traviesas de los trenes.

—¿Cómo has dicho?Remi lo repitió.

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—Está hundido en la rocahasta el tope. Espera... Creo quepuedo... ¡Ya está! Está apretado,pero he conseguido sacarlo unoscentímetros. Hay otro, Sam, unossesenta centímetros más arriba. Yotro. Voy a levantarme. ¿Listo?

—Adelante.Remi se irguió todo lo alta que

era.—Hay una cuerda entre ellos

—dijo—. Suben unos seis metroshasta algo parecido a un saliente.

Sam pensó un momento.

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—¿Puedes sacar el segundo?—Espera... Ya está.—Muy bien, baja —dijo Sam.

Una vez que ella estuvo de nuevo enel suelo, dijo—: Bien hecho.

—Gracias —dijo Remi—.Solo se me ocurre un motivo por elque esos anclajes podrían estar tanseparados del suelo.

—Para pasar desapercibidos.Ella asintió con la cabeza.—Parecen muy viejos.—¿De alrededor de mil

novecientos setenta y tres? —se

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preguntó Sam en voz alta, haciendoalusión al año que Lewis Kinghabía desaparecido.

—Podría ser.—Si no me equivoco, parece

que Bully, u otro espeleólogofantasma, se fabricó una escalera.Pero ¿adónde?

Mientras las palabras de Samse iban apagando, recorrieron lapared de abajo arriba con los hacesde las linternas de sus cabezas.

—Solo hay una forma deaveriguarlo —contestó Remi.

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Capítulo 8 Cañón de Chobar, Nepal

Usada como escalera de mano,la sucesión de pernos dispuestos envertical dificultaría el ascenso aSam, si es que realmente podíallegar al primer peldaño. Con esefin, desenrolló su cuerda, hizo unnudo corredizo en una punta y sepasó dos minutos tratando de cogercon el lazo el segundo perno. Una

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vez que lo consiguió, utilizó untrozo de cuerda de escalada parahacer un nudo prusik, autoblocantey a modo de estribo, y lo afianzópara trepar por la pared.

Con un pie posado en elpeldaño inferior y la manoizquierda rodeando el siguiente,deshizo el nudo corredizo y losujetó a su arnés. A continuación,alargó la mano, sacó el tercer pernoy empezó a subir. Al cabo de cincominutos llegó a lo alto.

—¡No me importaría intentarlo

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—gritó Sam hacia abajo—, perotiene los asideros justos para subirsin los pernos!

—¡Habrá hecho falta destrezapara colocarlas!

—¡Y fuerza!—¿Qué ves? —gritó Remi.Sam estiró el cuello a un lado

y al otro hasta que su linternaenfocó el saliente rocoso.

—¡Un espacio estrecho.Apenas más ancho que mishombros. Espera, te tiraré unacuerda!

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Extrajo el penúltimo perno ylo sustituyó por un dispositivo delevas con resorte, un cam, que seencajó en el agujero. A esedispositivo enganchó primero unmosquetón y luego la cuerda. Acontinuación, soltó la restanteenrollada a Remi.

—¡La tengo! —dijo ella.—¡No te muevas. Voy a

reconocer el terreno. No tienesentido que los dos estemos aquíarriba si este saliente no lleva aninguna parte!

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—¡Si no has vuelto dentro dedos minutos, iré a por ti!

—¡O si oyes un grito y ungolpe, no importa lo que sueneprimero!

—¡No se permiten gritos nigolpes! —le advirtió Remi.

—¡Vuelvo en un instante!Sam modificó su posición

hasta tener los dos pies posados enel perno superior y los brazosapoyados en el saliente de roca.Respiró, flexionó las piernas ytomó impulso al tiempo que se

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impulsaba con los brazos,levantando el torso sobre elsaliente. Avanzó arrastrándosehasta que las piernas dejaron decolgarle en el vacío.

Delante de él, la linterna de sucabeza solo tenía un alcance deentre tres metros y tres metros ymedio. Más allá, oscuridad. Selamió el dedo índice y lo mantuvoen alto. El aire estaba totalmenteinmóvil, lo cual no era buena señal.Entrar en una cueva por lo generalera la parte más fácil, y salir a

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menudo la más difícil, motivo porel cual cualquier espeleólogo quese preciara siempre estaba atentopor si veía salidas secundarias. Eraalgo que se cumplía especialmenteen sistemas de túneles nocartografiados como aquel.

Sam se acercó el reloj a lacara y activó el cronómetro. Remile había dado dos minutos, yconociendo a su mujer como laconocía, a los dos minutos y unsegundo estaría subiendo por lacuerda.

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Empezó a avanzararrastrándose. Su equipo rozabasonoramente el suelo de roca,amplificado en aquel angostoespacio. «Toneladas.» La palabraacudió inesperadamente a su mente.En ese preciso momento habíatoneladas de roca suspendidassobre su cuerpo. Apartó elpensamiento de su cabeza y siguióavanzando, esa vez más despacio,mientras que su cerebro primitivo,el reptiliano, le decía: «Pisa concuidado, no vaya a ser que el

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mundo se desplome encima de ti».Pasó de los seis metros y se

detuvo a consultar su reloj. Habíatranscurrido un minuto. Siguióarrastrándose. El túnel torció a laizquierda, luego a la derecha y acontinuación empezó a inclinarsehacia arriba, al principio poco apoco y luego a un ritmo másconstante, hasta que tuvo quemoverse como si se arrastrara poruna chimenea para seguiravanzando. Llegó a los nuevemetros. Otro vistazo al reloj.

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Faltaban treinta segundos. Pasó porencima de un saliente del suelo y seencontró en una zona más ancha ymás plana. Delante de él, la linternade su cabeza iluminó una aberturacasi dos veces más grande que elestrecho espacio de antes.

Estiró el cuello y gritó porencima del hombro.

—¿Estás ahí, Remi?—¡Estoy aquí! —oyó

débilmente a modo de respuesta.—¡Creo que he encontrado

algo!

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—¡Voy para allá!

La oyó arrastrándose detrás deél mientras la linterna de su cabezainundaba de luz las paredes y eltecho. Ella le agarró la pantorrilla yse la apretó cariñosamente.

—¿Cómo lo llevas?Aunque Sam no padecía una

claustrofobia patológica, cuandoestaba en espacios especialmentelimitados había momentos en losque tenía que ejercer un estrictocontrol mental. Esa era una de tales

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ocasiones. Era el inconveniente detener una imaginación fecunda,como le había dicho Remi. Lasposibilidades se convertían enprobabilidades, y una cueva por lodemás segura se convertía en unatrampa mortal en las entrañas de latierra a punto de desplomarse almás mínimo golpe.

—¿Estás ahí, Sam? —preguntóRemi.

—Sí. Estaba ensayandomentalmente «In the MidnightHour», de Wilson Pickett.

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Sam tocaba pasablemente elpiano y Remi el violín. De vez encuando, si el tiempo lo permitía,practicaban duetos. Aunque lamúsica de Pickett no se prestaba alos instrumentos clásicos, comoamantes del viejo soul americano,disfrutaban del reto que esosuponía.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Remi.

—Que tendré que ensayarmucho más. Y que mi voz necesitatambién más...

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—Me refería a qué hasdescubierto ahí delante.

—Ah. Una abertura.—Vamos. Este espacio es

demasiado estrecho para mi gusto.Sam sonrió sin que Remi lo

viera. Su esposa estaba siendoamable. No era fácil herir elorgullo masculino de Sam, peroRemi también sabía que una mujertenía la capacidad de salvar lasapariencias.

—Allá vamos —contestó Sam,y empezó a avanzar arrastrándose.

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Tardaron treinta segundos enllegar a la abertura. Sam avanzómuy lentamente hasta que su cabezapasó por el hueco. Miró a sualrededor.

—Hay un pozo circular deunos tres metros de ancho —dijopor encima del hombro—. No veoel fondo, pero oigo el borboteo delagua... Probablemente se trata de unafluente subterráneo del Bagmati.Justo enfrente de nosotros hay otraabertura, pero a unos tres metros ymedio más alto.

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—Qué bien. ¿Qué tal lasparedes?

—Estalagmitas diagonales: lasmás grandes son gruesas comobates de béisbol y el resto más omenos de la mitad de tamaño.

—¿No hay anclajes, pernos,estratégicamente colocados?

Sam echó otro vistazo,recorriendo las paredes del pozocon la linterna de su cabeza.

—No. —Se volvió hacia atrás,y su voz resonó al añadir—: Perojusto encima de mí hay una lanza

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colgando...—¿Cómo? ¿Has dicho...?—Sí. Sujeta a la pared con

algo parecido a un cordón de cuero.Debajo de la lanza hay un trozo decordón colgando con un pedazo demadera atado.

—Una trampa disuasoria.—Yo he pensado lo mismo.Habían visto trampas

parecidas —diseñadas paradesbaratar los planes de losintrusos— en tumbas, fortalezas yrefugios primitivos. Por muy

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antigua que fuera la trampa de lalanza, probablemente había sidoideada para clavarse en el cuello deun intruso confiado. La pregunta eraqué protegía aquel artefacto.

—Describe la lanza —dijoRemi.

—Haré algo mejor.Sam se dio la vuelta y se puso

boca arriba, apoyó los pies en eltecho y avanzó serpenteando hastaque la parte superior de su torsosobresalió a través de la abertura.

—Cuidado... —le advirtió

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Remi.—Ese es mi segundo nombre

—apostilló Sam—. Vaya, quéinteresante. Solo hay una lanza,pero veo otros dos puntos desujeción. O las otras dos lanzas secayeron o encontraron sendasvíctimas.

Alargó la mano, agarró el astilde la lanza por encima de la punta ytiró. Pese a que estaba en muy malestado, el cuero erasorprendentemente resistente. Elcordón no cedió hasta que Sam lo

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movió de un lado a otro. Dio lavuelta a la lanza, girándola como unbastón, y a continuación la deslizóhacia atrás en dirección a Remi.

—La tengo —dijo ella. Ysegundos más tarde añadió—: Nome resulta familiar. No soy unaexperta en armas, pero es laprimera vez que veo un diseño así.Es muy antiguo: calculo que tienecomo mínimo seiscientos años.Haré unas fotos por si no podemosvolver a por ella.

Remi sacó la cámara de su

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mochila y tomó una docena defotografías. Mientras las estabahaciendo, Sam miró másdetenidamente el pozo.

—No veo más trampas. Estoyintentando imaginarme el aspectoque debía de tener a la luz de unaantorcha.

—«Aterrador» es la palabra—contestó Remi—. Piénsalo.Como mínimo uno de tus amigos seacaba de clavar una lanza en lanuca y se ha caído a un pozoaparentemente sin fondo, y lo único

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que tienes para alumbrarte es lallama temblorosa de una antorcha.

—Suficiente para alejar a losexploradores más valientes —convino Sam.

—Pero no a nosotros —contestó Remi con una sonrisa queSam detectó en su voz—. ¿Cuál esel plan?

—Todo depende de lasestalagmitas. ¿Has subido la cuerdaque dejamos?

—Toma.Sam alargó el brazo hacia

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atrás hasta que notó la manoextendida de Remi, cogió elmosquetón y atrajo el rollo hacia sí.Primero hizo un nudo corredizo conel cabo suelto, seguido de un nudode ocho; a continuación, enganchóel mosquetón a ese nudo para quesoportara el peso. Movió el cuerpohasta que sus brazos salieron de laabertura y arrojó la cuerda a travésdel pozo, apuntando a una de lasestalagmitas más grandes situada acierta distancia por debajo de laabertura que tenía enfrente. Falló,

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recogió la cuerda y volvió aintentarlo, y esa vez enganchó elnudo corredizo por encima delsaliente. Zarandeó la cuerda hastaque el nudo se deslizó a la base dela estalagmita y acto seguido lociñó bien.

—¿Te importa ayudarme ahacer una prueba de resistencia? —preguntó Sam a Remi—. A la detres, tira con todas tus fuerzas.Uno... dos... ¡tres!

Tiraron juntos de la cuerda,haciendo todo lo posible por

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arrancar la estalagmita. Se mantuvofirme.

—Creo que no corremospeligro —dijo Sam—. ¿Puedesbuscar una grieta en la pared y...?

—Estoy en ello. ¡Ya heencontrado una!

Remi introdujo un dispositivode levas con resorte, un cam, y pasóla cuerda a través de él, y acontinuación la metió a través de unmosquetón de bloqueo.

—Tensa.Sam tiró de la cuerda mientras

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Remi deslizaba el mosquetón hastael dispositivo de levas. Cuando lacuerda estuvo tensa, Sam le dio untirón de prueba.

—Pinta bien.—Supongo que no hace falta

decir...—¿Que tenga cuidado?—Sí.—No hace falta, pero es

bonito oírlo de todas formas.—Buena suerte.Sam rodeó la cuerda con las

dos manos y avanzó

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bamboleándose, al tiempo quedesplazaba el peso a la cuerda.

—¿Qué tal el cam? —preguntó.

—Estable.Sam inspiró para serenarse y

sacó la parte inferior de las piernasdel espacio estrecho. Se quedócolgado en el vacío, sin atreverse amoverse, evaluando la resistenciade la cuerda y escuchandoatentamente por si oía un sonido deroca agrietándose, hasta quepasaron diez segundos. Acto

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seguido, levantó las piernas,enganchó los tobillos por encima dela cuerda y empezó a cruzar el pozomuy lentamente.

—¡Esta parte se mantieneestable! —gritó Remi cuando Samllegó al punto intermedio.

Sam llegó a la pared opuesta,apoyó primero una mano y luego laotra en la estalagmita, y acontinuación levantó las piernas yapoyó el talón derecho en otrosaliente. Comprobando su peso amedida que se movía, se retorció

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hasta que estuvo sobre laestalagmita. Hizo una breve pausapara recobrar el aliento y se estirópoco a poco hasta quedar a la alturade la abertura. Se impulsórápidamente con las manos, saltó dela estalagmita y entró en el espacioangosto.

—¡Vuelvo enseguida! —gritóa Remi, y se introdujo condificultad. Volvió treinta segundosmás tarde—. ¡Tiene buen aspecto.Se ensancha más adelante!

—¡Voy para allá! —respondió

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Remi.A los dos minutos había

cruzado el pozo, y Sam estabasubiéndola a la abertura.Permanecieron inmóviles el uno allado del otro unos instantes,disfrutando de la sensación de laroca sólida debajo de ellos.

—Esto me recuerda muchonuestra tercera cita —dijo Remi.

—Cuarta —la corrigió Sam—.La tercera fue un paseo a caballo.En la cuarta escalamos unas rocas.

Remi sonrió y lo besó en la

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mejilla.—Y dicen que los hombres no

se acuerdan de las cosas.—¿Quiénes lo dicen?—Los que no te conocen. —

Remi enfocó a su alrededor con lalinterna de la cabeza—. ¿Algunaseñal de trampas?

—Todavía no. Estaremosatentos, pero si la lanza tiene laantigüedad que has calculado, dudoque el mecanismo de una trampafuncione todavía.

—Espero que no tengas que

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comerte esas palabras.—Te doy permiso para que lo

pongas en mi tumba. Vamos.Sam empezó a arrastrarse,

seguido de cerca por Remi. Talcomo Sam había prometido, pocossegundos más tarde el espacioestrecho dio a un hueco con formade riñón de aproximadamente seismetros de ancho y un metro y mediode alto. En la pared de enfrentehabía tres grietas verticales, laanchura de las cuales no superabalos cincuenta centímetros.

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Encorvados, se acercaron a laprimera grieta. Sam enfocó elinterior con la linterna de sucabeza.

—No tiene salida —dijo.Remi comprobó la siguiente:

tampoco tenía salida. La terceragrieta, pese a ser más honda que susvecinas, también terminaba a unosseis pasos.

—Vaya, qué decepción —dijoSam.

—Tal vez no —murmuróRemi.

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Se encaminó hacia la pared dela derecha al tiempo que enfocabacon la linterna de su cabeza lo queparecía un corte horizontal de rocamás oscura en la zona donde lapared se juntaba con el techo.

Conforme se acercaban, elcorte se veía más alto y parecíallegar al techo, hasta que se dieroncuenta de que estaban contemplandoun túnel con forma de ranura.

Situados uno al lado de la otra,Sam y Remi miraron dentro de laabertura, que se alzaba desde donde

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ellos estaban en un ángulo decuarenta y cinco grados a lo largode seis metros antes de girar sobreun bulto dentado en el suelo.

—Sam, ¿ves lo mismo que...?—Creo que sí.Por encima de la elevación del

suelo sobresalía lo que parecía lasuela de una bota.

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Capítulo 9 Cañón de Chobar, Nepal

La ausencia de marcas en lasuela de la bota reveló a Sam y aRemi que no estaban contemplandouna pieza de calzado moderna, y elesquelético dedo del pie queasomaba a través de un trozodescompuesto de la bota les hizodeducir que el dueño habíaabandonado el plano terrenal hacía

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mucho tiempo.—¿Es normal que este tipo de

cosas ya no me impresionen? —Remi miraba fijamente el pie.

—Nos hemos tropezado conbastantes esqueletos —convinoSam. Esa clase de sorpresas eranparte integrante de su actividad—.¿Ves alguna trampa disuasoria más?

—No.—Vamos a echar un vistazo.Sam apoyó las piernas en una

pared y la espalda en la otra, y conun brazo ayudó a Remi a ponerse

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erguida. Ascendió por la pendientey pasó por encima del bulto delsuelo. Después de recorrer elespacio con la linterna de sucabeza, gritó:

—¡Todo despejado! Esto te vaa gustar, Remi.

Ella llegó a su lado enseguida.Examinaron el esqueletoarrodillados el uno al lado de laotra.

Protegidos de los elementos ylos depredadores, preservados porla relativa sequedad de la cueva,

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los restos se habían momificadoparcialmente. La ropa, que parecíahecha en su mayor parte de cuerodispuesto en láminas y capas,permanecía en gran medida intacta.

—No veo señales evidentes detraumatismo —dijo Remi.

—¿Qué antigüedad tiene?—Aproximadamente... como

mínimo cuatrocientos años.—De la misma época que la

lanza.—Exacto.—Esto parece un uniforme —

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dijo Sam al tiempo que tocaba unamanga.

—Entonces eso tiene mássentido —contestó Remi, señalandocon el dedo.

La empuñadura de una dagasobresalía de lo que antaño habíasido la vaina de un cinturón.Recorrió el espacio con la linternay acto seguido murmuró:

—Hogar, dulce hogar.—Hogar, puede —respondió

Sam—, pero ¿dulce? Supongo quetodo es relativo.

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A pocos pasos de la zona llanadonde estaba el esqueleto, el túneldaba a una cavidad de unos nuevemetros cuadrados. En varios nichoslabrados a mano en las paredes deroca había cabos de toscas velas.En la base de una pared, abrigadosen una oquedad natural, estaban losrestos de una lumbre; a su lado, unmontón de pequeños huesos deanimal. En el otro extremo de lacavidad se hallaban los restos de loque parecía un petate, y a su lado,una espada envainada, media

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docena de lanzas burdamenteafiladas, un arco compuesto y uncarcaj que contenía ocho flechas. Elresto del suelo lo ocupabandiversos artículos desperdigados:un balde, un rollo de cuerda mediopodrida, un zurrón de piel, unescudo redondo hecho de madera ycuero, un cofre de madera...

Remi se levantó y recorrió laoquedad.

—Desde luego esperabacompañía hostil —observó Sam—.Esto tiene toda la pinta de haber

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sido un último enfrentamiento. Pero¿con qué fin?

—Tal vez esté relacionadocon esto —dijo Remi, y se arrodillójunto al cofre de madera.

Sam se acercó. Con un tamañoaproximado de una pequeñaotomana, el cofre era un cuboperfecto hecho de madera nobleoscura abundantemente barnizadacon laca, con unas correas de cueropara el transporte en tres lados ydos tirantes en el cuarto. Sam yRemi no encontraron ninguna

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bisagra ni mecanismo de cierre. Lasjuntas estaban tan bien hechas queresultaban casi invisibles.Grabados en la tapa había cuatrocomplejos caracteres asiáticos enuna cuadrícula de dos por dos.

—¿Reconoces el idioma? —preguntó Sam.

—No.—Es extraordinario —declaró

Sam—. Incluso con herramientas decarpintería modernas se necesitauna destreza increíble para haceralgo así.

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Dio un golpe en un lado conlos nudillos y sonó un ruidocontundente.

—No parece hueco.Meció suavemente el cofre de

un lado al otro. En el interior seprodujo un ruido tenue.

—Pero lo está. Y también esmuy ligero. No veo más marcas. ¿Ytú?

Remi se inclinó y lo examinópor todos sus lados. Negó con lacabeza.

—¿Y el fondo? —Sam lo

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inclinó. Remi lo inspeccionó y dijo—: Aquí tampoco hay nada.

—Alguien se tomó muchasmolestias para fabricar esto —opinó Sam—, y parece que nuestroamigo estaba dispuesto a dar lavida para protegerlo.

—Puede que haya algo más —añadió Remi—. A menos que noshayamos tropezado con la madre detodas las casualidades, creo que esposible que hayamos encontrado loque Lewis King estaba buscando.

—Si es así, ¿cómo se le

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escapó? Estaba muy cerca.—Si no consiguió cruzar el

pozo —contestó Remi—, ¿pudohaber sobrevivido?

—Solo una persona sabe larespuesta.

Se concentraron en documentarel contenido de la cueva. Como nosabían lo que tardarían en regresar,y ante la incapacidad de llevarsecon ellos algo más que una mínimaparte de los objetos, tuvieron querecurrir a las fotografías, los

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dibujos y las notas. Por suerte, latrayectoria y la formación de Remila capacitaban perfectamente paraello. Después de dos horas deconcienzudo trabajo, anunció quehabía acabado.

—Espera —dijo Remi, y searrodilló al lado del escudo.

Sam se unió a ella.—¿Qué es esto?—Estos arañazos... La luz se

refleja en ellos. Creo...Se inclinó, respiró hondo y

sopló en la superficie de cuero del

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escudo. Un montón de minúsculosfragmentos de cuero deteriorado seesparcieron.

—No son arañazos —observóSam, quien apartó más polvo decuero soplando hasta que lasuperficie del escudo quedódescubierta.

Tal como Remi sospechaba,los arañazos eran en realidad ungrabado hecho a fuego en el cuero.

—¿Es un dragón? —preguntóRemi.

—O un dinosaurio.

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Probablemente era su blasón o el desu unidad —aventuró Sam.

Remi tomó un par de docenasde fotos del grabado, y selevantaron.

—Con esto servirá —dijo—.¿Y el cofre?

—Tenemos que llevárnoslo.Mi instinto me dice que es elmotivo por el que nuestro amigo separapetó aquí dentro. Sea lo quesea lo que contiene, estabadispuesto a morir por ello.

—Estoy de acuerdo.

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Sam solo tardó unos minutosen improvisar una red de correasque le permitió llevar el cofre acuestas en su mochila. Echaron unúltimo vistazo a la cueva, sedespidieron del esqueleto con ungesto de la cabeza y partieron.

Sam, que iba delante, seacercó arrastrándose al borde delpozo y se asomó.

—Tenemos un problema.—¿Te importa concretar un

poco?

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—La cuerda ha cedido en elotro lado. Está colgando en el pozo.

—¿Puedes preparar un...?—No con seguridad. Estamos

encima de la otra abertura. Desdeeste ángulo, si intento lanzar el nudocorredizo, resbalará. No habríaforma de tensar la cuerda.

—Eso nos deja una solaopción.

Sam asintió con la cabeza.—Abajo.Sam tardó solo un minuto en

sujetarse a la cuerda. Mientras lo

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hacía, Remi preparó un segundopunto de anclaje clavando un pitónen una grieta justo debajo de laabertura. Una vez que estuvocolocado, Sam empezó a descenderlentamente, pasando por encima yentre las estalagmitas, mientrasRemi vigilaba desde arriba,diciéndole de vez en cuando que sedetuviera y modificara la posiciónpara reducir al mínimo el roce de lacuerda en los salientes.

Después de dos minutos deesmerado trabajo, se detuvo.

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—He llegado al otrodispositivo de levas. Buenasnoticias: se ha soltado.

Si la cuerda se hubiera roto,habrían tenido que empalmar la queles quedaba con el cabo suelto.Ahora Sam tenía casi veinte metrosde cuerda debajo de él. Todavía eraun enigma si bastarían para llegar alfondo. Si lo que les aguardaba erael agua helada del río Bagmati,tendrían quince minutos comomucho para encontrar una salidaantes de sucumbir a la hipotermia.

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—Lo interpretaré como unbuen presagio —contestó Remi.

Avanzando poco a poco, ydando un cauteloso paso tras otro,Sam siguió descendiendo, mientrasla linterna de su cabeza se alejabahasta convertirse en un pequeñorectángulo de luz.

—Ya no te veo —exclamóRemi.

—No te preocupes. Si mecaigo, me aseguraré de soltar ungrito de terror como es debido.

—No te he oído gritar en tu

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vida, Sam Fargo.—Cruza los dedos para que

esta no sea la primera vez.—¿Qué tal las paredes?—Más de lo... ¡Epa!—¿Qué?No hubo respuesta.—¡Sam!—Estoy bien. Solo he perdido

pie un momento. Las paredesempiezan a estar heladas. Debe deser la bruma del agua de abajo.

—¿Hay mucho hielo?—Solo hay una fina capa en

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las paredes. Pero no me fío deninguna estalagmita.

—Vuelve aquí arriba. Ya senos ocurrirá otra forma.

—Voy a continuar. Tengootros nueve metros de cuerda.

Pasaron dos minutos. Lalinterna de Sam se había convertidoen un simple punto, balanceándosea un lado y a otro en la oscuridaddel pozo mientras él maniobrabaalrededor de las estalagmitas.

De repente, se oyó el sonidode un fragmento de hielo

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haciéndose añicos. La linterna deSam empezó a dar vueltas,parpadeando en dirección a Remicomo una luz estroboscópica. Antesde que ella pudiera abrir la bocapara llamarlo, Sam gritó:

—¡Estoy bien. Al revés perobien!

—¡Sé más concreto, por favor!—¡He girado con el arnés y

estoy boca abajo. Pero tengo buenasnoticias: veo el agua. Está a unostres metros por debajo de micabeza!

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—¡Ahora viene algún pero!—¡La corriente es rápida (tres

nudos como mínimo) y pareceprofunda. El agua debe de llegarmea la altura de la cintura!

Aunque tres nudos era unavelocidad más lenta que el pasorápido de un peatón, la profundidady la temperatura del aguamultiplicaban el riesgo. No solobastaría con un pequeño traspiépara verse arrastrado por lacorriente, sino que el esfuerzonecesario para mantenerse a flote

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aceleraría el proceso de lahipotermia.

—¡Vuelve aquí arriba! —dijoRemi—. ¡Y no hay discusión quevalga!

—¡Estoy de acuerdo. Dame unsegundo para... Espera!

En la oscuridad sonaron másruidos de hielo resquebrajándose,seguidos de chapoteos.

—¡Dime algo, Sam Fargo!—¡Un momento!Después de otros treinta

segundos de ruido, la voz de Sam

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volvió a oírse:—¡Un túnel lateral!

Tras diez minutos de

minucioso trabajo, Sam gritó:—¡Es de tamaño considerable.

Casi se puede estar de pie. Dame unmomento para colocar el anclaje!

Si Remi caía al ríosubterráneo, el anclaje al menospermitiría a Sam sacarla del agua,siempre que no hubiera rocas ríoabajo listas para hacerla papilla.

Una vez que Sam acabó y

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estuvo preparado para coger lacuerda, Remi inició el descenso.Más ligera y un poco más ágil quesu marido, recorrió la distancia enmenos tiempo, deteniéndoseúnicamente de vez en cuando paraque Sam pudiera tensar la cuerda através del anclaje.

Finalmente ella apareció y sesituó a la altura de la entrada deltúnel lateral. Mientras las linternasde sus cabezas enfocabanmutuamente sus rostros, Sam yRemi intercambiaron una sonrisa de

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alivio.—Qué casualidad encontrarte

aquí —dijo Sam.—¡Maldita sea!—¿Qué pasa?—Estaba convencida de que

ibas a decir: «¿Qué hace una chicabonita como tú en un pozo sin fondocomo este?».

Sam se echó a reír.—Vale, ahora tendrás que

hacer de Superman con el arnés ycoger impulso en la otra pared. Yote atraparé.

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Remi hizo una breve pausapara recobrar el aliento y acontinuación realizó los ajustesadecuados en su arnés hasta quedarcolgando en perpendicular en elpozo. Flexionó el cuerpo y secolumpió despacio hasta poderimpulsarse con los dedos de lospies en la pared de enfrente. Otrostres movimientos como ese lepermitieron doblar las piernas porcompleto y tomar impulso. Sebalanceó hacia delante con losbrazos extendidos, tratando de

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agarrarse con las manos. La paredlateral quedó peligrosamente cercade su cara. Agachó la cabeza. Susbrazos se introdujeron en el túnel.Las manos de Sam agarraron las deella, y se detuvo de una sacudida.

—¡Te tengo! —dijo Sam—.Rodéame la muñeca izquierda conlas dos manos.

Ella hizo lo que su marido leindicó, y él empleó el brazoderecho para aflojar poco a poco latensión de la cuerda de forma queRemi pudiera trepar por su brazo.

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Una vez que su mujer tuvo el torsodentro del túnel, Sam empezó aarrastrarse hacia atrás hasta queRemi se metió hasta las rodillas.Cayó hacia atrás y dejó escapar unsuspiro de alivio.

Remi se echó a reír. Samlevantó la cabeza y la miró.

—¿Qué?—Me llevas a unos sitios de

lo más bonitos.—Después de esto, un buen

baño de espuma caliente... parados.

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—Tus palabras son músicapara mis oídos.

El túnel era el doble de anchoque sus espaldas y lo bastante altopara permitirles andar encorvados,pero su suelo era como un quesoemmenthal: estaba tan lleno deagujeros que podían ver lasuperficie oscura y agitada del ríofluyendo bajo sus pies. Columnasde aire frío y cristales de hielosalían disparadas por los orificios ycreaban una destellante bruma que

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se arremolinaba a la luz de suslinternas. Al igual que el pozo quehabían dejado atrás, las paredes yel techo del túnel estaban cubiertosde una capa de hielo. A medida queandaban, finísimos carámbanos sedesprendían del techo y se rompíanen el suelo como intermitentesmóviles de campanillas. En el suelocasi no había hielo, pero era tanirregular que se veían obligados aagarrarse al andar, lo queaumentaba el esfuerzo.

—No quiero ser aguafiestas —

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dijo Remi—, pero estamos dandopor sentado que esto lleva a algunaparte.

—Es verdad —contestó Sampor encima del hombro.

—¿Y si nos equivocamos?—Entonces volveremos atrás,

treparemos por el otro lado delpozo y nos iremos por dondevinimos.

El túnel serpenteaba y giraba,subía y bajaba, pero según labrújula de Sam, mantenía un rumbo

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este aproximado. Se turnaban paracontar los pasos, pero sin undispositivo GPS con el que medirsu progreso general y solo con elmapa dibujado de Sam paraguiarse, no tenían ni idea de ladistancia que estaban recorriendo.

Sam detuvo otra vez la marchadespués de lo que le parecieronunos cien metros. Había encontradouna sección de túnel sólida enapariencia y se dejó caerpesadamente al suelo. Trascompartir unos sorbos de agua y un

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cuarto de la cecina y la frutadeshidratada que les quedaban,permanecieron sentados en silencio,escuchando el torrente de agua bajosus pies.

—¿Qué hora es? —preguntóRemi.

Sam consultó su reloj.—Las nueve.Aunque le habían dicho a

Selma adónde se dirigían, le habíanpedido que no se dejara llevar porel pánico hasta la mañana siguientesegún la hora local. E incluso

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entonces, ¿cuánto tardarían lasautoridades en organizar un equipode rescate y preparar la búsqueda?Lo único que los salvaba era que eltúnel no se había bifurcado; sioptaban por desandar el camino, notendrían problemas para encontrarotra vez el pozo. Pero ¿en qué puntodebían tomar esa decisión? ¿Habíauna salida a la vuelta del siguienterecodo o a kilómetros de distancia,o no existía ninguna?

Ni Sam ni Remi hablaban deltema. No les hacía falta. Los años

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que habían pasado juntos y lasaventuras que habían compartidolos habían situado en la mismalongitud de onda. Las expresionesfaciales normalmente les bastabanpara revelar lo que cada uno estabapensando.

—Todavía me acuerdo de lapromesa del baño de espumacaliente —dijo Remi.

—Me olvidaba: he añadido unmasaje relajante a la oferta.

—Eres mi héroe.¿Continuamos?

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Sam asintió con la cabeza.—Sigamos una hora más. Si no

aparece una alfombra roja,volveremos atrás, descansaremos ytreparemos por el pozo.

—Trato hecho.

Acostumbrados a laspenalidades, tanto físicas comopsíquicas, Sam y Remi adquirieronuna rutina: caminaban duranteveinte minutos, hacían una pausa dedos minutos para descansar,orientarse con la brújula y

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actualizar el mapa, y reemprendíanla marcha. El tiempo restante de latravesía transcurría con rapidez. Pieizquierdo, pie derecho, y vuelta aempezar. Para ahorrar luz, Remihabía apagado hacía rato la linternade su cabeza, y Sam había ajustadola suya al modo de iluminación mástenue, de manera que se vieronmoviéndose en la semipenumbra. Elaire frío que salía por el sueloresultaba gélido, el equilibrio másdifícil de mantener, y el tintineo delos carámbanos que caían irritaba

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sus cerebros embotados.De repente Sam se detuvo.

Remi, que reaccionaba a la mitadde la velocidad normal, chocócontra él.

—¿Notas eso? —susurró Sam.—¿Qué?—Aire frío.—Sam, es...—No, en la cara. Más

adelante. ¿Puedes sacar el mecherode mi mochila?

Remi lo sacó y se lo tendió.Sam dio varios pasos adelante,

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buscando una zona de suelo firmeentre las columnas de aire.Encontró un lugar adecuado yencendió el mechero. Remi seapretujó contra Sam y se asomó pordetrás de su brazo. Una parpadeanteluz amarilla se reflejó en lasparedes heladas. La llama vaciló yenseguida dejó de moverse.

—Espera —murmuró Sam, sinapartar la vista de la llama.

Pasaron cinco segundos.La llama tembló, a

continuación se movió rápidamente

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a un lado y volvió hacia la cara deSam.

—¡Allí!—¿Estás seguro? —pregunto

Remi.—El aire también se nota más

caliente.—¿No serán imaginaciones

tuyas?—Vamos a averiguarlo.Recorrieron tres metros y

observaron la llama delencendedor. Una vez más, seinclinó hacia atrás, en esa ocasión

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más enérgicamente. Avanzaronotros seis metros y repitieron laoperación, con el mismo resultado.

—Oigo un silbido —dijoRemi—. Viento.

—Yo también.Después de andar quince

metros más, llegaron a unabifurcación en el túnel. Sosteniendoel encendedor por delante, Samenfiló el túnel de la izquierda sinsuerte y a continuación el de laderecha. La llama tembló y unasúbita ráfaga estuvo a punto de

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apagarla.Sam se quitó la mochila.—Espera aquí. Vuelvo en un

instante.Subió de intensidad la linterna

de su cabeza y desapareció en eltúnel. Remi oía sus piesarrastrándose por el suelo; elsonido se volvía más débil porinstantes.

Remi miró el reloj, esperódiez segundos y volvió a echarleotro vistazo.

—¿Sam? —gritó.

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Silencio.—Sam, contesta...Más adelante, en la oscuridad,

la linterna de Sam volvió aaparecer.

—Lo siento —dijo.Remi agachó la cabeza.—No hay ninguna alfombra

roja —continuó Sam—. Pero ¿sirvela luz del día?

Remi levantó la cabeza y viola sonrisa de oreja a oreja de Sam.Lo miró entrecerrando los ojos y ledio un puñetazo en el hombro.

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—No tiene gracia, Sam Fargo.

Tal como Sam habíaprometido, no había ningunaalfombra roja, pero después deandar unos seis metros la llevóhasta algo aún mejor: una serie deescalones naturales que subíanserpenteando por un pozo en cuyaparte superior, a unos quincemetros, había un retazo de luznatural.

Dos minutos más tarde Samsubió el escalón superior y se

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encontró mirando por un brevetúnel lateral. En el otro extremo, através de una maraña de hierba,brillaba el sol. Sam avanzóarrastrándose hacia ella, metió losbrazos a través de la abertura ysalió. Remi apareció instantes mástarde, y se quedaron tumbados en lahierba uno al lado de la otra,sonriendo y contemplando el cielo.

—Es casi mediodía —comentó Sam.

Habían estado bajo tierra todala mañana.

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De repente, Sam se incorporóvolviendo la cabeza a un lado y alotro. Se inclinó hacia Remi.

—Interferencias de radio —susurró—. Una radio portátil.

Se dio la vuelta, se arrastróhasta un arcén situado a variosmetros de distancia y asomó lacabeza por el lado. Se agachó yregresó arrastrándose.

—Policías.—¿Un equipo de rescate? —

preguntó Remi—. ¿Quién los habrállamado?

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—Solo es una suposición,pero yo diría que nuestros antiguosescoltas, los gemelos Twin.

—¿Cómo...?—No lo sé. Puede que me

equivoque. Mejor que no nosarriesguemos.

Se desprendieron de todo loque pudiera indicar dónde habíanestado y qué habían estadohaciendo —cascos, linternas parala cabeza, mochilas, equipo deescalada, el mapa de Sam, lacámara digital de Remi, el cofre

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que habían extraído de la tumba—,lo metieron otra vez en el túnel yluego ocultaron la entrada conhierba.

Sam se situó el primero, y sedirigieron al este siguiendo unbarranco y agachándose entre losárboles hasta que hubieroninterpuesto cuatrocientos metrosentre ellos y el túnel. Se detuvierony escucharon las interferencias deradio. Sam se dio unos golpecitosen la oreja y señaló al norte. A unoscien metros, vieron varias figuras

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moviéndose entre los árboles.—Pon tu mejor cara de

desesperación —susurró Sam.—No voy a tener que hacer

mucho esfuerzo —contestó Remi.Sam formó una bocina con las

manos alrededor de su boca y gritó:—¡Eh! ¡Aquí!

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Capítulo 10 Cañón de Chobar, Nepal

La puerta de la celda se abrióchirriando. Un carcelero se asomó,durante un segundo escudriñó a Samcomo si este estuviera a punto deescaparse y se apartó. Vestida conun holgado mono azul claro y con elcabello recogido en una cola decaballo castaño rojizo, Remi entróen la celda. Tenía la cara sonrosada

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y recién lavada.—Siéntese, por favor —dijo

el carcelero en un inglés pésimo—.Espere.

Y acto seguido cerró la puerta.Sam, que iba vestido con un

mono parecido, se levantó de detrásde la mesa, se acercó a Remi y ledio un fuerte abrazo. Se apartó, lamiró de arriba abajo y sonrió.

—Deslumbrante, simplementedeslumbrante.

Ella sonrió.—Idiota.

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—¿Cómo te encuentras?—Mejor. Es increíble lo que

pueden hacer unos minutos con unamanopla y agua caliente. No esprecisamente una ducha tibia o unbaño caliente, pero no les tienenada que envidiar.

Se sentaron el uno al lado dela otra detrás de la mesa. El lugaren el que los mantenía retenidos lapolicía de Katmandú no era tantouna celda como una sala dedetención. Las paredes y el suelo debloques de cemento estaban

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pintados de gris claro, y la mesa ylas sillas (todas sujetas con grandestornillos al suelo) estaban hechasde pesado aluminio. Delante deellos, al otro lado de la mesa, habíauna ventana con malla incrustada deun metro y veinte centímetros deancho a través de la cual podían verla sala de la brigada. Media docenade agentes uniformados atendían susasuntos, cogiendo el teléfono,redactando informes y charlando.Hasta el momento, salvo unascuantas órdenes educadas pero

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firmes en tosco inglés, nadie sehabía dirigido a ellos en las doshoras que habían transcurrido desdeque los habían «rescatado».

Subidos a la parte de atrás delfurgón policial a la menguante luzdel atardecer, Sam y Remi habíancontemplado el paisaje quedesfilaba ante ellos, buscando lamás mínima pista del lugar por elque habían salido del sistema decuevas. Habían hallado la respuestaprácticamente nada más cruzar elpuente del cañón de Chobar y girar

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al nordeste hacia Katmandú.Su marcha subterránea hacia la

libertad los había llevado a lasuperficie a apenas tres kilómetrosdel lugar por el que habían entrado.Al caer en la cuenta, Sam y Remireaccionaron sonriendo y luego,para asombro de los dos agentes depolicía que ocupaban los asientosdelanteros, con un torrente decarcajadas que duró un minutoentero.

—¿Tienes alguna idea de

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quién dio la alarma? —preguntóRemi a Sam.

—No. Que yo sepa, noestamos detenidos.

—Podemos dar por sentadoque nos interrogarán. ¿Qué versiónvamos a contar?

Sam pensó un momento.—La más próxima a la verdad.

Digamos que salimos de aquí pocoantes de que amaneciera para pasarun día de excursión, y que nosperdimos y estuvimos vagandohasta que nos encontraron. Si nos

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presionan, repite: «No estoysegura». A menos que encuentrennuestro equipo, no puedendemostrar lo contrario.

—Entendido. ¿Y en el caso deque no nos metan en una cárcelnepalesa por un oscuro delito?

—Tendremos que recuperarel...

Sam se interrumpióentrecerrando los ojos. Remi siguiósu mirada a través de la ventanahasta el extremo izquierdo de lasala de la brigada, junto a la puerta.

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De pie en el umbral estaban Russelly Marjorie King.

—Ojalá pudiera decir que mesorprende —murmuró Remi.

—Tal como sospechábamos.Al otro lado de la sala de la

brigada, el sargento al mando vio alos gemelos King y se acercó a todaprisa a donde estaban. El tríoempezó a hablar. Aunque ni Sam niRemi podían oír la conversación,los gestos y la postura del sargentolo decían todo: era servil, e inclusoestaba un poco asustado. Al final, el

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sargento asintió con la cabeza yentró deprisa en la sala de labrigada. Russell y Marjoriesalieron otra vez al pasillo.

Momentos más tarde, la puertade Sam y Remi se abrió, y elsargento y uno de sus subordinadosentraron. Se sentaron en las sillassituadas enfrente de los Fargo. Elsargento habló en nepalés unossegundos y acto seguido hizo ungesto con la cabeza a susubordinado, quien dijo en un ingléscon marcado acento pero pasable:

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—Mi sargento ha solicitadoque traduzca nuestra conversación.¿Les parece aceptable?

Sam y Remi asintieron con lacabeza.

—Por favor, si son tanamables, confirmen sus identidades.

—¿Estamos detenidos? —preguntó Sam.

—No —respondió el agente—. Están retenidos temporalmente.

—¿De qué se nos acusa?—Según la ley nepalesa, no

tenemos por qué responder a esa

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pregunta en este momento. Porfavor, confirmen sus identidades.

Sam y Remi hicieron lo que elhombre les dijo, y durante lossiguientes minutos fueron sometidosa una serie de preguntas rutinarias—«Qué hacen en Nepal» «Dóndese alojan» «Qué motivó suvisita»— antes de entrar en materia.

—¿Adónde iban cuando seperdieron?

—A ningún sitio en concreto—contestó Remi—. Nos pareció unbonito día para ir de excursión.

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—Aparcaron su coche en elcañón de Chobar. ¿Por qué?

—Oímos que era una zonapreciosa —dijo Sam.

—¿A qué hora llegaron?—Antes del amanecer.—¿Por qué tan temprano?—Somos almas inquietas —

respondió Sam sonriendo.—¿Qué quiere decir eso?—Nos gusta mantenernos

ocupados —dijo Remi.—Por favor, dígannos adónde

les llevó su excursión.

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—Si lo supiéramos —dijoSam—, probablemente no noshabríamos perdido.

—Tenían una brújula. ¿Cómose perdieron?

—Me echaron de los boyscouts —dijo Sam.

Remi intervino.—Yo solo vendía galletas con

las girl scouts.—Esto no es cosa de risa,

señor y señora Fargo. ¿Les parecegracioso?

Sam puso su mejor cara de

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arrepentimiento.—Disculpe. Estamos agotados

y un poco incómodos. Lesagradecemos que nos hayanencontrado. ¿Quién les avisó de quepodíamos estar en peligro?

El agente tradujo la pregunta.Su sargento gruñó algo y actoseguido el agente volvió a hablar.

—Mi sargento solicita que selimiten a responder a sus preguntas.Han dicho que tenían pensado pasarel día de excursión. ¿Dónde estánsus mochilas?

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—No esperábamos estar fueratanto tiempo —dijo Remi—.Tampoco se nos da muy bien hacerplanes.

Sam asintió con la cabezatristemente para enfatizar elcomentario de su mujer.

—¿Esperan que creamos quese fueron de excursión sin ningúnmaterial en absoluto?

—Yo tenía mi navaja suiza —dijo Sam secamente.

Al oír la traducción, elsargento alzó la vista y fulminó con

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la mirada a Sam y luego a Remi, yacto seguido se levantó y salió de lasala con paso airado.

Como era de esperar, elsargento cruzó directamente lapuerta de la sala de la brigada ysalió al pasillo. Sam y Remi solo leveían la espalda; Russell yMarjorie quedaban fuera de sucampo visual. Sam se levantó, sedirigió al extremo derecho de laventana y pegó la cara a ella.

—¿Puedes verlos? —preguntóRemi.

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—Sí.—¿Y...?—Los gemelos tienen cara de

tristes. Ni rastro de sonrisasempalagosas. Russell está haciendogestos... Qué interesante.

—¿El qué?—Está imitando la forma de

una caja: una caja que casualmenteparece del tamaño del cofre.

—Eso es bueno. Me imaginoque han registrado la zona en la quenos encontraron. Russell no estaríapreguntando por algo que ya han

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encontrado.Sam se apartó de la ventana y

regresó a toda prisa a su asiento.El sargento y el agente

volvieron a entrar en la sala y sesentaron. El interrogatorio sereanudó, esa vez con un poco másde intensidad, y con circunloquiospensados para hacer que Sam yRemi se equivocaran. Sin embargo,el meollo de las preguntas seguíasiendo el mismo: «sabemos quedeberían haber tenido efectospersonales, ¿dónde están?». Sam y

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Remi hicieron una pausa y seciñeron a su historia, observandocómo la impotencia del sargentoaumentaba.

Al final, el sargento recurrió alas amenazas:

—Sabemos quiénes son ycómo se ganan la vida.Sospechamos que han venido aNepal a buscar antigüedades en elmercado negro.

—¿En qué basa sussospechas? —preguntó Sam.

—En mis fuentes.

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—Le han informado mal —dijo Remi.

—Existen varias leyes segúnlas cuales pueden ser acusados,todas con graves penas.

Sam se inclinó hacia delanteen su silla y fijó la mirada en losojos del sargento.

—Déjese de imputaciones. Encuanto nos acusen, solicitaremoshablar con el agregado legal en laembajada de Estados Unidos.

El sargento sostuvo la miradade Sam diez segundos largos; luego

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se reclinó y suspiró. Dijo algo a susubordinado, y acto seguido selevantó y salió de la sala. La puertadio un fuerte golpe contra la pared.

—Pueden ustedes irse —tradujo el subordinado.

Diez minutos más tarde,vestidos de nuevo con su ropa, Samy Remi salieron por la puertaprincipal de la comisaría de policíay bajaron la escalera. Estabaanocheciendo. El cielo se veíadespejado, y empezaban a brillar

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unas cuantas estrellas cualpequeños diamantes. Las farolasiluminaban la calle adoquinada.

—¡Sam! ¡Remi!Estaban esperándolos, de

modo que ninguno de los dos sesorprendió cuando se volvieron yvieron a Russell y a Marjoriecorriendo por la acera en direccióna ellos.

—Acabamos de enterarnos —dijo Russell, mientras se acercaba atoda prisa—. ¿Se encuentran bien?

—Cansados, un poco

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incómodos, pero enteros —contestóSam.

Habían decidido repetir lahistoria de la excursión a losgemelos King. Era una situaciónprecaria; todos sabían que Sam yRemi estaban mintiendo. ¿Quéharían Russell y Marjorie alrespecto? Mejor dicho, en esemomento, cuando ya parecíaevidente que Charlie King teníaunas prioridades totalmentedistintas de las que habíacompartido con Sam y Remi, ¿cómo

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obrarían? ¿Qué buscaba King, ycuál era la verdadera historia quese escondía detrás de ladesaparición de Frank Alton?

—Les llevaremos hasta sucoche —dijo Marjorie.

—Lo recogeremos por lamañana —contestó Remi—. Vamosa irnos al hotel.

—Es mejor ir a por el cocheahora —dijo Russell—. Si tienenefectos personales dentro...

Sam no pudo evitar sonreír aloír ese comentario.

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—No tenemos nada. Buenasnoches.

Sam cogió a Remi del brazo, yse volvieron juntos y echaron aandar en la dirección opuesta.

—¡Les llamaremos por lamañana! —gritó Russell.

—No nos llaméis. Ya osllamaremos nosotros —contestóSam sin volverse.

Houston, Texas

—¡Sí, joder, yo diría que seestán pasando de la raya! —gritó

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Charlie King, reclinado en su lujososillón de oficina.

Detrás de él, el paisaje urbanocubría el ventanal del suelo altecho.

En la otra punta del mundo,Russell y Marjorie King no decíannada por el manos libres. Sabíanque no debían interrumpir a supadre. Cuando él quisiera saberalgo, lo preguntaría.

—¿Dónde coño han estadotodo el día?

—No lo sabemos —contestó

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Russell—. El hombre quecontratamos para que los siguieralos perdió al sudoeste de...

—¿Contratasteis? ¿Cómo quelo contratasteis?

—Es uno de nuestros...encargados de seguridad en elyacimiento —dijo Marjorie—. Esde fiar...

—¡Pero incompetente! ¿Y sihubierais conseguido a alguien conesos dos atributos? ¿Os lo habéisplanteado? ¿Por qué habéiscontratado a alguien? ¿Qué estabais

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haciendo vosotros?—Estábamos en el yacimiento

—dijo Russell—. Estamospreparándonos para enviar el...

—Da igual. No importa. ¿Esposible que los Fargo hayan estadoen el sistema de cuevas?

—Es posible —respondióMarjorie—, pero ya lo hemosregistrado. No hay nada.

—Sí, sí. La cuestión es cómose han enterado si han estado allí.Tenéis que aseguraros de que soloreciben la información que nos

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interesa que reciban, ¿entendido?—Sí, papá —contestaron

Marjorie y Russell al unísono.—¿Y sus pertenencias?—Ya las hemos buscado —

dijo Russell—. Y su coche. Nuestrocontacto en el departamento depolicía los ha interrogado duranteuna hora, pero sin suerte.

—¿Les ha apretado lastuercas, por el amor de Dios?

—Todo lo que ha podido.—Ha dicho que los Fargo no

se han inmutado.

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—¿Qué han explicado queestaban haciendo?

—Han declarado que seperdieron estando de excursión.

—¡Chorradas! Estamoshablando de Sam y de Remi Fargo.Yo os diré lo que ha pasado:vosotros dos la cagasteis, y losFargo empezaron a desconfiar. Osdan cien vueltas. Poned a un montónde gente detrás de ellos. Quierosaber adónde van y qué hacen.¿Entendido?

—Puedes contar con nosotros,

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papá —dijo Marjorie.—Estaría bien para variar —

masculló King—. Mientras tanto, nopienso correr más riesgos. Voy amandar refuerzos.

King se inclinó hacia delante yapretó el botón de desconexión delmanos libres. De pie al otro lado dela mesa, con las manos cruzadaspor delante, se hallaba Zhilan Hsu.

—Es usted muy duro con ellos,Charles —dijo en voz queda.

—¡Y tú los consientesdemasiado! —replicó King.

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—Hasta el último incidentecon los Fargo, han trabajado bienpara usted.

King frunció el ceño y sacudióla cabeza con irritación.

—Supongo. Aun así, quieroque vayas y te asegures de que lascosas no se salen de madre. LosFargo están mosqueados por algo.Coge el Gulfstream y lárgate.Encárgate de ellos. Y también deAlton. Ya no sirve de nada.

—¿Puede ser más concreto?—Que los Fargo hagan su

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papel, fracasando en la misión...Nepal es un país muy grande. Hayespacio de sobra para que la gentedesaparezca.

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Capítulo 11 Hotel Hyatt Regency,

Katmandú, Nepal

A primera hora de la mañana,el teléfono de la mesita de noche deRemi ya estaba sonando.

—Sam, ¿lo has hecho apropósito? El servicio dedespertador. ¿Sabes qué hora es?

Sam cogió el teléfono y dijo:—Estaremos allí dentro de

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cuarenta y cinco minutos.—¿Estaremos dónde? —

preguntó Remi.—Lo que te prometí. Un

masaje con piedras calientes delHimalaya para ti y un masajeprofundo para mí.

—Sam Fargo —dijo Remi conuna sonrisa de oreja a oreja—, eresun tesoro.

Salió de la cama y corrió alcuarto de baño mientras Sam iba aabrir la puerta. El servicio dehabitaciones le entregó el desayuno

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que había pedido la noche anterior.Para Remi, su favorito: picadillosde carne y huevos escalfados. Ypara él, huevos revueltos consalmón.

También había pedido café ydos vasos de zumo de granada.

Mientras desayunaban,centraron su atención en elmisterioso cofre que reposaba alotro lado de la mesa. Remi sesirvió una segunda taza de café altiempo que Sam llamaba porteléfono a Selma.

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—¿Cree que King ha

secuestrado a Alton? —preguntóSelma.

—Para traernos aquí —propuso Remi, bebiendo un sorbode café.

—Para llevarlos allí con laexcusa de buscar a Frank y luego...¿qué? —terció Selma.

—Una operación de banderafalsa —murmuró Sam. Y actoseguido explicó—: Es un términode espionaje. Un enemigo que se

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hace pasar por aliado recluta a unagente. El agente cree que la misiónes una cosa, pero en realidad esalgo totalmente distinto.

—Genial —comentó Remi.—Es un castillo de naipes —

convino Sam—. Si es lo que Kingestá tramando, su orgullo no lepermitirá aceptar la idea de que elplan fracasa.

—Entonces no saben sirealmente están buscando a LewisKing o no. O si lo han vistosiquiera.

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—Charlie no me parece unsentimental. Solo es una suposición,pero yo diría que Charlie no estábuscando tanto a su padre como loque su padre estaba buscando.

—¿El cofre que encontraron?—propuso Selma.

—Como acabo de decir, soloes una suposición —contestó Sam.

La noche anterior, en lugar devolver al hotel, Sam y Remi habíanido andando al sur de la comisaríade policía hasta perderse de vista,

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luego habían girado al norte yhabían parado un taxi. Sam pidió altaxista que deambulara por laciudad durante diez minutosmientras él y Remi estabanpendientes de las señales de estarsiendo vigilados. No les cabía dudade que los gemelos King pretendíanseguirlos, y estaban dándolestiempo para que se organizaran.

Una vez que estuvieronconvencidos de que no los estabansiguiendo, Sam mandó al taxista quelos llevara a una agencia de

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alquiler de coches situada en lasafueras al sur de Katmandú, dondealquilaron un Opel verde abollado.Una hora más tarde entraron en elaparcamiento de un motel aochocientos metros del cañón deChobar. Allí dejaron el vehículo yrecorrieron a pie la distancia quefaltaba.

Después de haber memorizadolos puntos de referencia del lugardurante el trayecto en el furgónpolicial, tardaron menos de unahora en encontrar el túnel por el que

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habían salido. Sus cosas seguíandentro, aparentemente intactas.

—Te lo vamos a mandar porFedEx —dijo Remi a Selma.

—Si es lo que King estábuscando, será mejor que nosdeshagamos de él. Además, a ti tegustan los enigmas, Selma; este teva a encantar. Resuélvelo, y tecompraremos ese pez que queríaspara tu pecera... el... em...

—Acuario, señor Fargo. Unapecera es lo que tienen los niños en

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su cuarto. Y el pez es un tipo decíclido. Muy raro. Muy caro. Sunombre científico...

—Se escribe en latín, seguro—concluyó Sam riéndose entredientes—. Abre nuestra misteriosacaja nepalí, y será tuyo.

—No hace falta que mesoborne, señor Fargo. Es mitrabajo.

—Entonces considéralo unregalo de cumpleaños adelantado—propuso Remi.

Ella y Sam intercambiaron una

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sonrisa: a Selma no le gustabacelebrar los cumpleaños, sobretodo el suyo.

—Por cierto, he tenidonoticias de Rube —dijo Selma,cambiando rápidamente de tema—.Ha investigado a Zhilan Hsu. Me hadicho que es, cito textualmente,«prácticamente invisible». No tienepermiso de conducir, ni tarjetas decrédito, ni documentosadministrativos de ninguna clasesalvo uno: un documento deinmigración. Según ese papel,

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emigró de Hong Kong a EstadosUnidos con un visado de trabajo enmil novecientos noventa a losdieciséis años.

—A ver si lo adivino —dijoSam—. Contratada por King Oil.

—Correcto. Lo curioso es queen esa época estaba embarazada deseis meses. He hecho los cálculos.La fecha en que salía de cuentascoincide con la del nacimiento deRussell y Marjorie.

—Confirmado —dijo Remi—.No me gusta un pelo Charlie King.

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Probablemente la compró.—Es casi seguro —convino

Sam.—¿Qué van a hacer ahora? —

preguntó Selma.—Vamos a volver a la

universidad. La profesora Kaalraminos ha dejado un mensaje de voz.Ha terminado la traducción delpergamino devanagari...

—Lowa —lo corrigió Remi—. Dijo que estaba escrito en lowa.

—Eso, lowa —repitió Sam—.Con suerte, su colega podrá arrojar

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algo de luz sobre la tumba quehemos encontrado... o al menosdescartar que hay una relación.

—¿Y Frank?—Suponiendo que King esté

detrás de su secuestro, nuestraúnica posibilidad de conseguirrescatarlo es haciendo presión. SiKing cree que tenemos algo que leinteresa, estaremos en mejorposición para negociar. Hastaentonces, solo podemos esperar queKing sea lo bastante listo para nomatar a Frank.

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Universidad de Katmandú

Después de asegurarse de que

no los seguían, Sam y Remiencontraron una oficina de FedEx yenviaron el cofre. Tardaría dos díasen llegar y costaría seiscientosdólares, les dijo el empleado, peroel paquete estaría a bordo de unavión a media tarde. Una ganga,pensaron Sam y Remi, sabiendo queel cofre estaría fuera del alcance deMarjorie y de Russell... en elsupuesto de que realmente le

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interesara a King. En cualquiercaso, no tenían ni el tiempo ni losrecursos para abrir el cofre. Estabamejor en manos de Selma, de Pete yde Wendy.

Sam y Remi llegaron alcampus de la universidad pocodespués de la una y encontraron a laprofesora Kaalrami en su despacho.Tras intercambiar los cumplidos derigor, se sentaron alrededor de sumesa de conferencias.

—Ha sido todo un reto —empezó a decir la profesora

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Kaalrami—. La traducción me llevócasi seis horas.

—Lamentamos que le hayarobado tanto tiempo —contestóRemi.

—Tonterías. Era mejor quepasar la noche viendo la televisión.Me lo pasé bien con ese ejerciciointelectual. Tengo la traducciónescrita para ustedes. —Les deslizóuna hoja de papel mecanografiado através de la mesa—. Puedoconfirmar la esencia del documento.Es un decreto militar en el que se

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ordena la evacuación del Theurangde la capital de Lo Monthang, en elReino de Mustang.

—¿Cuándo? —preguntó Sam.—En el decreto no lo

especifica —dijo la profesoraKaalrami—. El hombre con el quenos vamos a reunir después, micolega, posiblemente esté mejorpreparado para responder a eso.Puede que en el texto haya algunapista que a mí se me haya pasadopor alto.

—Ese Theurang... —la instó

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Remi.—Aparte de hacer referencia

también a él como el «HombreDorado», me temo que no heencontrado ninguna explicación.Pero, como he dicho, puede que micolega lo sepa. Lo que sí puedodecirles es el motivo por el que sepromulgó el decreto: una invasión.Un ejército se acercaba a LoMonthang. El jefe del ejército deMustang (tengo entendido que elcargo es parecido al de mariscal ojefe del Estado Mayor) ordenó en

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nombre de la Casa Real que elTheurang fuera trasladado de laciudad por un grupo de soldadosespecial conocido como loscentinelas. Aparte de eso, no hayninguna descripción. Solo elnombre.

—¿Adónde lo evacuaron? —preguntó Sam.

—En el decreto no lo dice. Lafrase «según lo ordenado» se utilizavarias veces, lo que hace pensarque los centinelas pudieron recibirotro informe más concreto.

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—¿Alguna cosa más? —preguntó Remi.

—Un detalle que me llamó laatención —respondió la profesoraKaalrami—. En el decreto se elogiala disposición de los centinelas amorir para proteger al HombreDorado.

—Es una expresión militarbastante corriente —dijo Sam—.Unas palabras de aliento delgeneral antes...

—No, disculpe, señor Fargo.No he usado la palabra correcta. El

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elogio no respondía a sudisposición a dar la vida en elcumplimiento de su deber. Laspalabras usadas eran de certeza.Quienquiera que escribió estedocumento estaba convencido deque los centinelas morirían. Noesperaban que ninguno de ellosvolviera con vida a Lo Monthang.

Poco antes de las dos, la horaque la profesora Kaalrami habíafijado para la reunión con su colegaSushant Dharel, salieron de su

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despacho y atravesaron el campushasta otro edificio. Encontraron aDharel —un hombre muy delgadode treinta y tantos años, vestido conunos pantalones caqui y una camisablanca de manga corta—terminando de dar una clase en unaula con paneles de madera.Esperaron hasta que todos losalumnos salieron en fila, y laprofesora Kaalrami hizo laspresentaciones. Al oír ladescripción que Kaalrami hacía delobjeto del interés de Sam y Remi,

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los ojos de Dharel se iluminaron.—¿Tienen ese documento

aquí?—Y la traducción —contestó

Kaalrami, y se los dio.Dharel los escudriñó ambos,

moviendo los labios en silenciomientras asimilaba el contenido.Alzó la vista a Sam y a Remi.

—¿Dónde han encontradoesto? ¿En posesión de quiénestaba...? —Se detuvo súbitamente—. Disculpen mi excitación y mismalos modales. Por favor,

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siéntense.Sam, Remi y la profesora

Kaalrami se sentaron en unas sillasde la primera fila. Dharel retiró lasilla de detrás de su mesa y se sentódelante de ellos.

—Si son tan amables...¿Dónde han encontrado esto?

—Estaba entre laspertenencias de un hombre llamadoLewis King.

—Un amigo mío de hacemucho tiempo —añadió laprofesora Kaalrami—. Mucho antes

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de tu época, Sushant. Creo que mitraducción es bastante fiel, pero nohe podido darles al señor y a laseñora Fargo mucha informaciónsobre el contexto. Como experto dela universidad en historia nepalesa,pensé que podrías ayudarnos.

—Claro, claro —dijo Dharel,escudriñando de nuevo elpergamino. Después de un minutoentero volvió a alzar la vista—. Nose ofendan, señor y señora Fargo,pero a efectos de mayor claridad,supondré que no tienen

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conocimientos sobre nuestrahistoria.

—Una suposición acertada —contestó Sam.

—También debo reconocerque gran parte de lo que les voy acontar es ampliamente consideradomás una leyenda que parte de lahistoria.

—Entendido —dijo Remi—.Continúe, por favor.

—Lo que ustedes tienen aquíse conoce como el DecretoHimanshu. Fue promulgado en mil

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cuatrocientos veintiuno por uncomandante militar llamado Dolma.Aquí, en la parte inferior, puedenver su sello oficial. Era unapráctica habitual en la época. Lossellos y las estampillas eranutensilios meticulosamenteelaborados que se vigilaban conmucho celo. A menudo, el personalde alto rango, tanto militar comogubernamental, era escoltado porsoldados cuya única misiónconsistía en vigilar los sellosoficiales. Si me dan tiempo, puedo

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confirmar o desmentir laprocedencia de este sello, si bien aprimera vista creo que es auténtico.

—La traducción de laprofesora Kaalrami hace pensar queel decreto ordenaba la evacuaciónde un objeto de algún tipo —loapremió Sam—. El Theurang.

—Sí, exacto. También esconocido como el Hombre Dorado.En este punto es donde la historiase confunde con el mito. Se diceque el Theurang es una estatua detamaño natural de una criatura con

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apariencia humana o, dependiendode la versión, el esqueleto de lapropia criatura. La historia que seesconde detrás del Theurang esparecida a la del Génesis de laBiblia cristiana en el sentido de quese afirma que el Theurang son losrestos de... —La voz de Dharel sefue apagando mientras buscaba lafrase correcta—. Un dador de vida.La Madre de la Humanidad, por asídecirlo.

—Es todo un cargo —dijoSam.

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Dharel frunció el entrecejo uninstante y acto seguido sonrió.

—Ah, sí, entiendo. Sí, unagran responsabilidad con la quecargar, la del Theurang. Encualquier caso, ya fuera real omitológico, el Hombre Dorado seconvirtió en un símbolo dereverencia para la gente deMustang... y para gran parte deNepal, de hecho. Pero se dice queel hogar legendario del Theurangera Lo Monthang.

—¿El apelativo de «dador de

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vida» —dijo Remi— se considerametafórico o literal?

Dharel sonrió y se encogió dehombros.

—Como en el caso decualquier historia religiosa, lainterpretación depende delcreyente. Creo que se puede decirsin miedo a equivocarse que en laépoca en que se promulgó esedecreto había más creyentes que lointerpretaban literalmente.

—¿Qué puede contarnosacerca de los centinelas? —

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preguntó Sam.—Eran guerreros de élite, el

equivalente a las actuales fuerzasespeciales. Según algunos textos,los adiestraban desde jóvenes conun objetivo: proteger el Theurang.

—La profesora Kaalrami hamencionado una frase del decreto(«según lo ordenado») en relacióncon el plan de evacuación que loscentinelas debían llevar a cabo.¿Qué opina usted?

—No tengo conocimiento delplan concreto —respondió Dharel

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—, pero según tengo entendido,solo había unas pocas docenas decentinelas. En la evacuación, cadauno debía partir de la ciudadtransportando un cofre, un cofrediseñado para confundir a losinvasores. En uno de los cofresdebían estar los restosdesmembrados del Theurang.

Sam y Remi intercambiaronuna sonrisa de soslayo.

—Solo unos pocos elegidos enel ejército y el gobierno sabían quécentinela transportaba los

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auténticos restos.—¿Y qué había dentro de los

otros cofres? —preguntó Sam.Dharel negó con la cabeza.—No lo sé. Tal vez nada, tal

vez una réplica del Theurang. Encualquier caso, el complot estabapensado para doblegar a losperseguidores. Equipados con lasmejores armas y los caballos másrápidos, los centinelas saldrían atoda velocidad de la ciudad y sesepararían con la esperanza dedividir a los perseguidores. Con

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suerte y destreza, el centinela quellevaba el Theurang escaparía y loescondería en un lugar determinadode antemano.

—¿Puede describir las armas?—Solo en general: una espada,

varias dagas, un arco y una lanza.—¿No hay constancia de si el

plan tuvo éxito? —preguntó Remi.—No.—¿Qué aspecto tenía el cofre?

—dijo Remi.Dharel cogió un cuaderno y un

lápiz de la mesa y dibujó un cubo

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de madera que tenía unextraordinario parecido con elcofre que habían extraído de lacueva.

—Que yo sepa, no existe másdescripción que esta. Se decía queel cofre tenía un ingenioso diseño,con la esperanza de que cada vezque un enemigo recuperara uno sepasara días o semanas tratando deabrirlo.

—Y así ganar más tiempo paralos otros centinelas —dijo Sam.

—Exacto. Del mismo modo,

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los centinelas no tenían familia niamigos que el enemigo pudierautilizar contra ellos. Tambiénestaban adiestrados desde jóvenespara soportar las peores torturas.

—Una dedicación increíble —observó Remi.

—Ya lo creo.—¿Puede describir el

Theurang? —preguntó Sam.Dharel asintió con la cabeza.—Como ya he comentado, se

dice que tenía rasgos humanos perouna apariencia general... bestial.

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Sus huesos estaban hechos del oromás puro; sus ojos de un tipo depiedra preciosa, rubíes oesmeraldas... u otras piedrasparecidas.

—El Hombre Dorado —dijoRemi.

—Sí. Esperen... Tengo unailustración.

Dharel se levantó, rodeó sumesa y se puso a hurgar en loscajones durante medio minuto antesde volver junto a ellos con un libroencuadernado en piel. Hojeó las

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páginas antes de detenerse. Dio lavuelta al libro y se lo ofreció a Samy a Remi.

Tras varios segundos, Remimurmuró:

—Hola, guapo.Pese a ser muy estilizada, la

ilustración del Theurang queaparecía en el libro eraprácticamente idéntica al grabadodel escudo que habían encontradoen la cueva.

Una hora más tarde, de vuelta

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en el hotel, Sam y Remi llamaron aSelma. Sam le relató su visita a launiversidad.

—Increíble —dijo Selma—.Es un hallazgo único en la vida.

—No podemos llevarnos elmérito —contestó Remi—. Metemo que el honor le corresponde aLewis, y con razón. Si realmente sehabía pasado décadas buscándolo,es todo suyo... a título póstumo,claro.

—Entonces ¿está dando porsentado que está muerto?

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—Es un presentimiento —respondió Sam—. Si alguien máshubiera encontrado la tumba antesque nosotros, se habría hechopúblico. Se habría levantado unyacimiento arqueológico y elcontenido se habría extraído.

—King debió de explorar elsistema de cuevas —continuó Remi—, colocó los pernos, descubrió latumba y se precipitó al pozo cuandointentaba volver a cruzarlo. Si esoes lo que ocurrió, los huesos deLewis King están esparcidos a lo

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largo de algún afluente subterráneodel río Bagmati. Es una lástima.Estaba muy cerca.

—Nos estamos adelantando alos acontecimientos —dijo Sam—.Por lo que sabemos, el cofre queencontramos era uno de losseñuelos. Aun así sería un hallazgoimportante, pero no el gran premio.

—Lo sabremos si... cuando...lo abramos —dijo Selma.

Charlaron con Selma unosminutos más y a continuación

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colgaron.—Y ahora, ¿qué? —preguntó

Remi.—No sé tú, pero yo ya estoy

harto de los repelentes gemelosKing.

—¿Hace falta que me lopreguntes?

—Han estado siguiéndonosdesde que aterrizamos. Creo que hallegado el momento de quevolvamos las tornas contra ellos... ycontra King padre.

—¿Vigilancia encubierta? —

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dijo Remi con los ojos brillantes.Sam se la quedó mirando un

instante y acto seguido sonriófríamente.

—A veces tu entusiasmo meda miedo.

—Me encanta la vigilanciaencubierta.

—Lo sé, cariño. Puede quetengamos lo que busca King opuede que no. Veamos si logramosconvencerlo de que es así.Sacudiremos un poco el árbol a verlo que cae.

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Capítulo 12 Katkmandú, Nepal

Sabiendo que los gemelosKing estaban en Nepal ocupándosede uno de los negocios mineros desu padre, Selma solo tardó unashoras en averiguar los detalles. Elcampamento de excavación, queoperaba en el marco de una de lasmuchas filiales de King, estabasituado al norte de Katmandú en el

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valle de Langtang.Después de otro viaje a la

tienda de excedentes militares, Samy Remi guardaron su equipo en laparte de atrás de su Range Roverrecién alquilado y partieron. Erancasi las cinco y faltaban menos dedos horas para que anocheciera,pero querían alejarse de losgemelos King, quienes seguramenteno estaban dispuestos a dejarlos enpaz.

En línea recta, el campamento

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minero se encontraba a menos decincuenta kilómetros al norte de laciudad. Por carretera, el trayectoera más del triple de esa distancia:un breve paseo en cualquier paísoccidental pero una odisea de undía entero en Nepal.

—A juzgar por este mapa —dijo Remi en el asiento del pasajero—, lo que llaman carretera es enrealidad un camino de tierra unpoco más ancho y ligeramentemejor conservado que un senderode vacas. Una vez que dejemos

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atrás Trisuli Bazar, estaremos encarreteras secundarias. Sabe Dioslo que eso significa.

—¿Cuánto falta para Trisuli?—Con suerte, llegaremos antes

de que anochezca. Sam... ¡Unacabra!

Sam alzó la vista y vio a unachica adolescente acompañando auna cabra a través de la carreteraaparentemente ajena al vehículo quese les echaba encima. El RangeRover patinó y se detuvo en mediode una nube de polvo marrón. La

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chica levantó la vista y sonrió,impertérrita. Saludó con la mano.Sam y Remi le devolvieron elsaludo.

—Lección aprendida de nuevo—dijo Sam—. En Nepal no haypasos de peatones.

—Y las cabras tienenprioridad —añadió Remi.

Una vez que salieron de loslímites de la ciudad y entraron enlas estribaciones, descubrieron quela carretera discurría entre campos

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agrícolas terraplenados,exuberantes y verdes contra lasladeras por lo demás áridas ymarrones. Directamente a suizquierda, el río Trisuli, rebosantede escorrentía primaveral, seagitaba sobre los cantos rodados,con el agua de un color grisplomizo a causa del pedregal y elsedimento. Aquí y allá podían vergrupos de chozas abrigadas contrala lejana línea forestal. Muy alnorte y al oeste se encontraban lospicos más altos del Himalaya:

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puntiagudas torres negrasrecortadas contra el cielo.

Dos horas más tarde, justocuando el sol se estaba escondiendotras las montañas, entraron enTrisuli Bazar. Pese a la tentación dealojarse en uno de los hostales, Samy Remi preferían pecar de un pocoparanoicos y pasar sincomodidades. Era poco probableque a los King se les ocurrierabuscarlos allí, pero los Fargodecidieron ponerse en lo peor.

Siguiendo las indicaciones de

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Remi y los faros del Range Rover,Sam condujo hasta las afueras delpueblo, luego giró a la izquierda yse metió en una estrecha vía deacceso que el mapa describía comoun «punto de ruta para senderistas».Entraron en un claro más o menosovalado con cabañas como yurtas ypararon. Sam apagó los faros yquitó el contacto.

—¿Ves a alguien? —preguntó,mirando a su alrededor.

—No. Parece que tenemos estesitio a nuestra entera disposición.

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—¿Cabaña o tienda?—Me parece una lástima

desaprovechar la fea tienda deretales por la que tanto dinerohemos pagado —dijo Remi.

—Esa es mi chica.Quince minutos más tarde,

bajo la luz de las linternas de suscabezas, acamparon varios cientosde metros por detrás de las cabañasen un bosquecillo de pinos.Mientras Remi terminaba dedesenrollar sus sacos de dormir,Sam encendió una lumbre.

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Sam revisó sus provisiones ypreguntó:

—¿Pollo teriyaki precocinadoo... pollo teriyaki precocinado?

—El que pueda comer másrápido —contestó Remi—. Tengoganas de acostarme. Me dueleterriblemente la cabeza.

—Es porque el aire aquí esmenos denso. Estamos a unos dosmil setecientos metros de altura.Mañana estarás mejor.

Sam preparó los dos paquetes

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de comida en unos minutos. Una vezque acabaron de cenar, hizo un parde tazas de té oolong. Se quedaronsentados junto a la lumbreobservando cómo las llamasdanzaban. En algún lugar entre losárboles, una lechuza ululaba.

—Si lo que King estábuscando es el Theurang, mepregunto cuál es su motivación —dijo Remi.

—¡Quién sabe! —contestóSam—. ¿A qué vienen tantossubterfugios? ¿A qué viene el

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autoritarismo con sus hijos?—Es un hombre poderoso, con

un orgullo del tamaño de Alaska...—Y un maniático del control

de lo más dominante.—Eso también. Tal vez así es

como se comporta. No se fía denadie y lo controla todo con manode hierro.

—Puede que tengas razón —contestó Sam—. Pero sea lo quesea lo que lo empuja, no estoydispuesto a ceder algo tanimportante a nivel histórico como el

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Theurang.Remi asintió con la cabeza.—Y a menos que lo hayamos

juzgado mal, creo que Lewis Kingestaría de acuerdo... vivo o muerto.Querría que fuera entregado alMuseo Nacional de Nepal o a unauniversidad.

—Y no menos importante —añadió Sam—, si por algúnperverso motivo King tuviera aFrank secuestrado, hagamos todo loposible por que lo pague.

—No se rendirá sin luchar,

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Sam.—Nosotros tampoco.—Has hablado como el

hombre al que quiero —contestóRemi.

Levantó su taza, y Sam lerodeó la cintura con el brazo y laatrajo hacia sí.

Al día siguiente se levantaronantes de que amaneciera,desayunaron y a las siete estaban denuevo en camino. A medida queganaban altitud y pasaban por una

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aldea tras otra con nombres comoBetrawati, Manigaun, Ramche yThare, los verdes camposescalonados y las colinasmonocromáticas del paisaje dieronpaso a espesos bosques y estrechoscañones. Tras una breve comida enun alto con vistas panorámicas,reemprendieron la marcha y unahora más tarde llegaron al desvíoque buscaban, una carretera sinletreros al norte de Boka Jhunda.Sam paró en el cruce, y observaronel camino de tierra que se extendía

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ante ellos. Apenas más ancho que elRover y rodeado de denso follaje,parecía más un túnel que unacarretera.

—Estoy experimentando unaligera sensación de déjà vu —dijoSam—. ¿No estuvimos en estamisma carretera hace unos meses,pero en Madagascar?

—Tiene un parecidoinquietante —convino Remi—. Voya volver a comprobarlo.

Deslizó el dedo índice a lolargo del mapa, consultando de vez

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en cuando sus notas.—Es aquí. Según Selma, el

campamento minero está adiecinueve kilómetros al este. Hayuna carretera más amplia a pocoskilómetros al norte de aquí, pero seusa para los vehículos delcampamento.

—Entonces es mejor colarsepor la parte de atrás. ¿Tienes señal?

Remi cogió el teléfono porsatélite de entre sus pies y consultólos mensajes de voz. Un instantedespués asintió con la cabeza,

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levantó un dedo y escuchó. Colgó.—El profesor Dharel, de la

universidad. Ha hecho unasllamadas. Evidentemente, en LoMonthang hay un historiador localconsiderado el experto nacional enel pasado de Mustang. Ha accedidoa vernos.

—¿Cuándo?—Cuando lleguemos allí.Sam consideró aquello y se

encogió de hombros.—No hay problema. Si no nos

pillan invadiendo el campamento

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minero de King, deberíamos llegara Lo Monthang dentro de tres ocuatro semanas.

Puso el Rover en marcha ypisó el acelerador.

Prácticamente de inmediato lapendiente se volvió máspronunciada y la carretera empezó aserpentear, y al poco rato, pese aavanzar a una velocidad media dedieciséis kilómetros por hora, sesintieron como si estuvieran en unamontaña rusa. De vez en cuando, a

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través del follaje vislumbrabancañones, ríos crecidos ypuntiagudos afloramientos rocososque no tardaban en desaparecer,absorbidos por el bosque.

Después de conducir durantecasi noventa minutos, Sam tomó unacurva especialmente cerrada.

—¡Árboles grandes! —gritóRemi.

—Los veo —contestó Sam,frenando en seco.

Delante del parabrisas sealzaba un muro verde.

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—Dime que no es lo queparece —dijo Sam—. ¿Selma se haequivocado?

—Ni hablar.Los dos bajaron del coche, se

agacharon y se abrieron paso entreel follaje que rodeaba el Roverhasta que llegaron al parachoquesdelantero.

—Y tampoco hay servicio deaparcamiento —murmuró Sam.

A la derecha, Remi dijo:—He encontrado un sendero.Sam se acercó. Tal como ella

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había dicho, un sendero estrecho ylleno de baches desaparecía entrelos árboles. Sam sacó la brújula, yRemi se orientó con el mapa.

—A tres kilómetros por esesendero —dijo.

—Que traducido en distanciasnepalesas son... diez días, más omenos.

—Más o menos —convinoRemi.

El sendero los llevó a travésde una serie de revueltas antes de

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nivelarse junto a un río. El aguacorría de norte a sur y chocabacontra una serie de cantos rodadoscubiertos de musgo, lanzandocolumnas de espuma queempaparon a Sam y a Remi en unossegundos.

Siguieron el camino a lo largodel río hasta un tramo relativamentetranquilo, donde encontraron unpuente colgante de madera apenasmás ancho que sus espaldas. Elmanto de vegetación de las dosorillas se extendía sobre el agua;

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enredaderas y ramas cubrían elpuente y tapaban el otro lado.

Sam se quitó la mochila y,aferrando los pasamanos de cuerdacon las dos manos, pisócautelosamente la cabeza delpuente, tanteando con el pie enbusca de grietas o tablas sueltasantes de desplazar el peso. Cuandollegó a la mitad del puente, dio unsalto a modo de prueba.

—¡Sam!—Parece bastante resistente.—No vuelvas a hacer eso. —

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Remi vio la media sonrisa que sedibujó en la cara de su marido yentornó los ojos—. Si yo tengo queir detrás de ti...

Sam se echó a reír, y actoseguido se volvió y regresó a dondeestaba Remi.

—Vamos, soportará nuestropeso.

Se puso la mochila y encabezóla marcha por el puente. Después dehacer dos breves pausas para dejarque el bamboleo del puentedisminuyera, llegaron al otro lado.

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Durante la siguiente horasiguieron el sendero que subía ybajaba serpenteando por boscosascuestas y atravesaba cañones hastaque por fin los árboles empezaron aralear más adelante. Llegaron a unacumbre y prácticamente deinmediato oyeron el rugido de unosmotores diésel y el pitido de unoscamiones dando marcha atrás.

—¡Al suelo! —dijo Sam convoz áspera, tirándose boca abajo yarrastrando a Remi con él.

—¿Qué pasa? —preguntó ella

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—. No veo nada...—Justo debajo de nosotros.Le indicó con la mano que lo

siguiera, giró su cuerpo a laizquierda y salió del senderoarrastrándose hasta la maleza. A losseis metros se detuvo, miró haciaatrás e hizo una seña con el dedo aRemi para que acudiera. Ella seacercó a él arrastrándose. Samseparó el follaje empleando laspuntas de los dedos.

Justo debajo de ellos había unfoso de tierra con forma de balón

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de fútbol americano, de unos docemetros de ancho y casicuatrocientos metros de largo. Loslados del foso eran totalmenteverticales, una escarpa de tierranegra que descendía del bosquecircundante como si un gigantehubiera estampado un molde degalletas en la tierra y hubierasacado la parte central. En mitaddel foso propiamente dicho,excavadoras amarillas, volquetes ycarretillas elevadoras se movían deun lado a otro por caminos

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trillados, mientras en los bordes,equipos de hombres trabajaban conpicos y palas alrededor de algoparecido a unas astas horizontalesque desaparecían en el terreno. Enel otro extremo del foso, una rampade tierra subía a un claro, y Sam yRemi supusieron que también subíaa la principal vía de acceso.Módulos habitables y cobertizosprefabricados bordeaban los ladosdel claro.

Sam siguió echando un vistazoal lugar.

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—Veo guardias —murmuró—.Apostados en los árboles que hay alo largo del borde y en el claro.

—¿Armados?—Sí. Llevan fusiles de asalto,

pero no son los AK-47 corrientes.No reconozco el modelo. Sea loque sea, es moderno. Esto no separece a ninguno de los yacimientosmineros que hemos visto —dijoSam—. Fuera de una repúblicabananera, claro está.

Remi se quedó mirando laempinada pendiente del foso.

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—Cuento trece... no, catorcetúneles laterales. Ninguno es lobastante grande para dar cabida aalgo que no sean hombres yherramientas manuales.

Las excavadoras y loscamiones parecían estar rodeandolos bordes del foso. Sin embargo,de vez en cuando, una carretillaelevadora se acercaba a un túnel,recogía una paleta cubierta de lona,subía por la rampa y desaparecía.

—Necesito los prismáticos —dijo Remi.

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Sam los sacó de su mochila yse los dio. Ella examinó el fosodurante medio minuto y se losdevolvió.

—¿Ves el tercer túnelempezando por la rampa del ladoderecho? Deprisa, antes de que lotapen.

Él recorrió el foso con losprismáticos.

—Lo veo.—Enfoca la carretilla con el

zoom.Sam lo hizo. Al cabo de unos

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segundos, bajó los prismáticos ymiró a Remi.

—¿Qué demonios es eso?—No es mi especialidad —

dijo Remi—, pero estoy segura deque es un amonites Goliat. Es untipo de fósil, como un nautilogigantesco. Esto no es uncampamento de mineros, Sam. Esun yacimiento arqueológico.

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Capítulo 13 Valle de Langtang, Nepal

—¿Un yacimiento? —repitióSam—. ¿Por qué iba a dirigir Kingun yacimiento?

—No hay forma de saberlocon seguridad —dijo Remi—, perolo que se está haciendo aquíinfringe una docena de leyesnepalesas. Se toman la excavaciónarqueológica muy en serio, sobre

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todo cualquier cosa que tenga quever con fósiles.

—¿Tráfico en el mercadonegro? —conjeturó Sam.

—Es lo primero que me havenido a la cabeza —contestóRemi.

Durante la última década, laexcavación y la venta ilegal defósiles se habían convertido en ungran negocio, sobre todo en Asia.China en concreto había sido citadacomo principal infractora porvarios organismos de investigación,

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pero todos carecían de poder paraimponer penas fuera de susfronteras. El año anterior, en uninforme de la Iniciativa dePreservación Sostenible, se calculóque de los miles de fósilesvendidos en el mercado negro,menos de un uno por ciento eraninterceptados... y de esos, ningunodesembocaba en una sola condena.

—Hay mucho dinero en juego—dijo Remi—. Los coleccionistasprivados están dispuestos a pagarmillones por fósiles intactos, sobre

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todo si se trata de una de lasespecies más codiciadas:Velociraptor, Tyrannosaurus rex,Triceratops, Stegosaurus...

—Los millones de dólares soncalderilla para King.

—Tienes razón, pero nopodemos negar lo que tenemosdelante. ¿No se podría consideraruna forma de presión, Sam?

Él sonrió.—Desde luego. Pero vamos a

necesitar más fotos. ¿Te apeteceportarte un poco mal?

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—Soy muy aficionada aportarme mal.

Sam consultó su reloj.—Tenemos unas cuantas horas

hasta que anochezca.Remi se dio la vuelta y sacó la

cámara digital de su mochila.—Aprovecharé al máximo la

luz que nos queda.

Bien fuera un efecto óptico oun fenómeno auténtico, elcrepúsculo parecía durar horas enel Himalaya. Una hora después de

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que Sam y Remi se agacharan entreel follaje a esperar, el sol empezó aesconderse hacia los picos del este,y durante las siguientes dos horasobservaron cómo el anochecer seposaba muy lentamente sobre elbosque hasta que al final los farosde las excavadoras y los camionesse encendieron.

—Están terminando —dijoSam, señalando con el dedo.

A lo largo del perímetro delfoso, los equipos de excavaciónestaban saliendo de los túneles y

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dirigiéndose a la rampa.—Trabajan de sol a sol —

comentó Remi.—Y probablemente por una

miseria la hora —añadió Sam.—Si es que les pagan. A lo

mejor su salario consiste en que noles peguen un tiro.

Oyeron una rama partirse a suderecha. Se quedaron paralizados.Silencio. Y a continuación,débilmente, el crujido de unaspisadas que se acercaban. Sam hizouna señal a Remi con la palma de la

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mano extendida, y se pegaron alsuelo uno al lado de la otra, con lascaras vueltas hacia la derecha endirección al sonido.

Pasaron diez segundos.Una silueta se entrevió en la

penumbra del sendero. Vestido conun uniforme verde militar y un gorroflexible, el hombre llevaba un fusilde asalto colgado del cuerpo endiagonal. Se dirigió al borde delfoso, se detuvo y miró abajo. Sellevó unos prismáticos a los ojos yescudriñó el hoyo. Después de

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hacerlo durante un minuto entero,bajó los prismáticos, se volvió,salió del sendero y desapareció.

Sam y Remi aguardaron cincominutos y se levantaron apoyándoseen los codos.

—¿Le has visto la cara? —preguntó ella.

—Estaba demasiado ocupadoesperando a ver si nos pisaba.

—Era chino.—¿Estás segura?—Sí.Sam consideró aquello.

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—Parece que Charlie King seha buscado socios. Pero hay unabuena noticia.

—¿Cuál?—No llevaba prismáticos de

visión nocturna. Ahora lo único porlo que tenemos que preocuparnos espor si nos tropezamos con uno deellos en la oscuridad.

—Siempre tan optimista —exclamó Remi.

Siguieron observando yesperando, no solo a que los

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últimos hombres y vehículossubieran la rampa y se perdieran devista sino a ver alguna señal de quehabía más patrullas.

Una hora después de quehubiera anochecido del todo,decidieron que podían moverse sinpeligro. Como habían optado por nollevar su propia cuerda, probaron elmétodo natural y se pasaron diezminutos revolviendo el suelo delbosque sin hacer ruido hasta queencontraron una enredadera lobastante larga y fuerte para sus

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necesidades. Después de atar unextremo al tronco de un árbolcercano, Sam arrojó el resto queestaba enrollado por un lado delfoso.

—Tendremos que saltar unosdos metros y medio.

—Sabía que algún día lainstrucción de paracaidismo mevendría bien —contestó Remi—.Échame una mano.

Antes de que Sam pudieraprotestar, Remi estaba meneándosede lado y deslizando la parte

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inferior de su cuerpo por encimadel borde. Él le agarró la manoderecha mientras ella sujetaba laenredadera con la izquierda.

—Nos vemos en el fondo —dijo sonriendo, y desapareció.

Sam observó cómo descendíahasta el final de la enredadera,donde se soltó, cayó al suelo y diouna voltereta antes de quedar derodillas.

—Presumida —murmuró Sam,y acto seguido bajó por el lado.

Momentos más tarde estaba al

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lado de ella, después de haberhecho su propia voltereta, aunqueno tan grácilmente como su mujer.

—Has estado practicando —ledijo.

—Pilates —contestó ella—. Yballet.

—Nunca has hecho ballet.—Lo hice de niña.Sam gruñó, y ella le dio un

beso conciliador en la mejilla.—¿Adónde vamos? —

preguntó Remi.Sam señaló la boca de túnel

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más cercana, situada a unoscincuenta metros a su izquierda.Avanzaron corriendo por el lateralde tierra del foso hasta la entrada.Una vez allí se agacharon.

—Echaré un vistazo —dijoRemi, y entró.

Minutos más tarde volvió aaparecer al lado de él.

—Están trabajando en variosespecímenes, pero nada del otromundo.

—Sigamos adelante.Corrieron al siguiente túnel y

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repitieron la operación conresultados parecidos, y actoseguido se dirigieron al tercertúnel. Estaban a unos tres metros dela entrada cuando, en el otroextremo del foso, un trío delámparas de carbono fijadas en unposte se encendieron y bañaron lamitad del foso de una dura luzblanca.

—¡Rápido! —dijo Sam—.¡Adentro!

Patinaron y se pararon al otrolado de la entrada, donde se tiraron

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boca abajo.—¿Nos han visto? —susurró

Remi.—Si nos hubieran visto, nos

estarían disparando ahora mismo —respondió Sam—. Creo. De unaforma o de otra, lo sabremos dentrode poco.

Aguardaron conteniendo larespiración, medio esperando oír unruido de pisadas acercándose odetonaciones de disparos, pero nose produjo ninguna de las doscosas. En lugar de ello, oyeron una

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voz de mujer procedente de la zonade la rampa gritando algo, unaorden que parecía escupida.

—¿Has oído eso? —preguntóSam—. ¿Es chino?

Remi asintió con la cabeza.—No he entendido la mayor

parte. Decía algo así como«Traedlo», creo.

Avanzaron arrastrándose unoscentímetros hasta que pudieronasomarse a la esquina de la entrada.Un grupo de unas dos docenas detrabajadores caminaban por la

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rampa flanqueados por cuatroguardias. A la cabeza de la columnahabía una pequeña figura femeninavestida con un mono negro. Cuandoel grupo llegó al fondo del pozo,los guardias reunieron a lostrabajadores en una fila mirando enla dirección del escondite de Sam yRemi. La mujer siguió andando.

Sam cogió sus prismáticos y laenfocó con el zoom. Bajó losprismáticos y miró de reojo a Remi.

—No te lo vas a creer. Es ladyTigre y Dragón en persona —dijo

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—. Zhilan Hsu.Remi cogió la cámara y

empezó a hacer fotos.—No sé si la he cogido —

dijo.Hsu se detuvo súbitamente, se

dio la vuelta hacia los trabajadoresreunidos y empezó a gritar y agesticular como loca. Remi cerrólos ojos, tratando de captar laspalabras.

—Algo sobre ladrones —dijo—. Roban del yacimiento. Objetosdesaparecidos.

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Hsu hizo una pausa y acontinuación señaló con dedoacusador a uno de los trabajadores.Los guardias se echaroninmediatamente encima de él; uno legolpeó en la región lumbar con laculata de su fusil y lo derribó por elsuelo, y otro volvió a levantarlo yse lo llevó hacia delante medioarrastrándolo medioacompañándolo. La pareja sedetuvo a escasos centímetros deHsu. El guardia soltó al hombre,quien cayó de rodillas y empezó a

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parlotear.—Está suplicando —dijo

Remi—. Tiene mujer e hijos. Solorobó una pequeña pieza...

Sin previo aviso, Zhilan Hsusacó una pistola de su cintura, dioun paso adelante y disparó alhombre en la frente. El hombre sedesplomó de lado y permanecióinmóvil.

Hsu comenzó a hablar otravez. Remi ya no traducía, pero nohacía falta mucha imaginación paracaptar el mensaje: el que roba

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muere.Los guardias empezaron a

empujar y a dar codazos a lostrabajadores para que subieran denuevo la rampa. Hsu los siguió, ypronto en el foso solo quedó elcadáver del hombre. Las luces decarbono se apagaron parpadeando.

Sam y Remi permanecieron ensilencio unos instantes. Finalmente,él dijo:

—Toda la lástima que habíapodido llegar a sentir por ellaacaba de esfumarse.

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Remi asintió con la cabeza.—Tenemos que ayudar a esa

gente, Sam.—Desde luego. Por desgracia,

no hay nada que podamos hacer estanoche.

—Podemos secuestrar a Hsu ydársela de comer a...

—Con mucho gusto —lainterrumpió Sam—, pero dudo queconsiguiéramos hacerlo sin dar laalarma. Lo mejor que podemoshacer es denunciar la operación deKing.

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Remi consideró aquello yasintió con la cabeza.

—Las fotos no serán suficiente—le recordó.

—Estoy de acuerdo. Uno delos módulos de ahí arriba tiene queser una oficina. Si hay algunadocumentación comprometedora, laencontraremos allí.

Después de esperar hasta estarseguros de que el alboroto se habíacalmado, visitaron los túneles unopor uno; Sam montaba guardia y

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Remi hacía fotos.—Ahí dentro hay un

espécimen de Chalicotherium. Estácasi intacto.

—¿Un qué?—Un Chalicotherium. Es un

ungulado tridáctilo del PliocenoInferior: un híbrido patilargo decaballo y rinoceronte. Seextinguieron hará siete millones deaños. La verdad es que son muyinteresantes...

—Remi.—¿Qué?

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—Tal vez más tarde.Ella sonrió.—Claro. Más tarde.—¿Cuánto vale?—Solo es un cálculo

aproximado, pero tal vez mediomillón de dólares por un buenespécimen.

Sam escudriñó la rampa y elclaro en busca de señales demovimiento, pero solo vio a unguardia patrullando la zona.

—Algo me dice que no lespreocupa tanto que la gente entre

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como que salga.—Después de lo que

acabamos de ver, no puedo estarmás de acuerdo. ¿Cuál es nuestroplan?

—Si nos mantenemosescondidos, tenemos un punto ciegoque llega casi hasta la partesuperior de la rampa.Permanecemos allí, esperamos aque el vigilante pase, corremos alprimer módulo de la izquierda y nosmetemos debajo. A partir de allí,solo es cuestión de encontrar la

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oficina.—Así de fácil, ¿eh?Sam le sonrió.—Como robar un fósil a un

multimillonario. —Hizo una pausa—. Casi me olvido. ¿Me prestas tucámara?

Ella se la dio. Sam corrió alcentro del foso y se arrodilló juntoal cadáver. Registró la ropa delhombre, le dio la vuelta, tomó unafoto de su cara y volvió corriendojunto a Remi.

—Por la mañana, Hsu hará

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enterrar el cadáver en el foso —dijo—. Dudo que resulte, pero talvez como mínimo podamos avisar asu familia de lo que le ha pasado.

Remi sonrió.—Eres un hombre bueno, Sam

Fargo.

Esperaron a que el errabundovigilante desapareciera de nuevo ya continuación salieron del túnel ycorrieron a lo largo de la pared delfoso hasta la parte donde se uníacon la rampa. Se volvieron otra vez

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y siguieron ese camino hasta labase. Treinta segundos más tardeestaban tumbados boca abajo cercade la parte superior de la rampa.

Ahora tenían una vista casiperfecta del claro. A cada ladohabía ocho módulos habitables, tresen una hilera a la izquierda y cincoen una amplia medialuna a laderecha. Las ventanas con cortinasde los módulos de la izquierdaestaban iluminadas, y Sam y Remioían un murmullo de vocesprocedente del interior. De los

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cinco módulos de la derecha, lostres más cercanos mostraban luces ylos dos últimos estaban a oscuras.Justo delante de donde estabanellos había cuatro cobertizosprefabricados a modo dealmacenes; entre ellos, la carreteraprincipal salía del campamento.Fijada sobre la puerta de cadacobertizo había una lámpara devapor de sodio que bañaba lacarretera de una débil luz amarilla.

—Garajes para el material —aventuró Remi.

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Sam asintió con la cabeza.—Si tuviera que apostar en

qué modulo está la oficina, elegiríauno de los oscuros.

—Estoy de acuerdo. Llegarallí va a ser complicado.

Remi tenía razón. No seatrevían a ir directamente a losmódulos en cuestión. Solo haríafalta que apareciera súbitamente unvigilante o que echaran un vistazopor una ventana para que lospillaran.

—Iremos despacio y usaremos

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los tres primeros módulos paraescondernos.

—¿Y si la oficina está cerradacon llave?

—Ya nos ocuparemos de eseproblema si no nos queda másremedio. —Sam consultó su reloj—. El vigilante debería aparecer encualquier momento.

Tal como él había previsto,veinte segundos más tarde elguardia dobló la esquina delcobertizo más cercano y se dirigióal trío de módulos de la izquierda.

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Después de inspeccionar cada unode ellos con una linterna, atravesóel claro, repitió la operación conlos otros cinco y desapareció.

Sam esperó veinte segundosmás y acto seguido hizo una señalcon la cabeza a Remi. Se levantaronal mismo tiempo, subieron trotandoel tramo restante de la rampa ygiraron a la derecha hacia el primermódulo. Se detuvieron ante la paredtrasera y se agacharon,aprovechando uno de los postes derefuerzo para cobijarse.

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—¿Ves algo? —preguntó Sam.—No hay moros en la costa.Se levantaron y recorrieron

sigilosamente la pared trasera hastael siguiente módulo, donde sedetuvieron otra vez, miraron yescucharon, antes de seguiradelante. Cuando se encontrabandetrás del tercer módulo, Samseñaló su reloj y esbozó con loslabios la palabra «guardia». Através de la pared que se elevabapor encima de sus cabezas oíanvoces hablando en chino y unos

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débiles compases de música deradio.

Sam y Remi se tumbaron en elsuelo y permanecieron inmóviles.La espera fue breve. Prácticamenteen el momento exacto, el guardiaentró en el claro a su izquierda ycomenzó su inspección con lalinterna. Cuando se situó a la alturadel módulo donde ellos estaban, elhaz de luz del vigilante recorrió elsuelo debajo de todos ellos. LosFargo lo observaron con larespiración contenida.

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El haz se detuvo súbitamente.Se deslizó hacia atrás hasta el postede refuerzo que tapaba a Sam y aRemi y se detuvo de nuevo. Estabantumbados uno al lado del otro,tocándose con los brazos, cuandoSam apretó la mano de Remi enactitud tranquilizadora. «Espera.No muevas un músculo.»

Después de lo que lesparecieron minutos peroseguramente fueron menos de diezsegundos, el haz siguió adelante. Elcrujido de las botas del vigilante

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sobre la grava se fue apagando.Sam y Remi se levantaron concautela y rodearon el módulohabitable. Mirando a un lado y alotro en busca de señales demovimiento, se dirigieronsigilosamente a la parte de delantedel módulo y se abrieron caminocon cuidado hasta los escalones delo que esperaban fuera la oficina.

Sam intentó girar el pomo. Noestaba cerrado con llave.Intercambiaron una sonrisa dealivio. Sam abrió con cuidado la

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puerta y miró dentro. Se apartó,negó con la cabeza y esbozó con loslabios la palabra «material». Sedirigieron al módulo siguiente.Afortunadamente, la puerta tampocoestaba cerrada con llave. Saminspeccionó el interior, sacó elbrazo a través de la puerta e indicóa Remi que entrara. Ella lo hizo ycerró la puerta con cuidado tras desí.

La pared del fondo del móduloestaba dominada por archivadores yestanterías. Un par de mesas

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metálicas abolladas pintadas degris con sillas a juego flanqueabanla puerta.

—¿Hora? —susurró Remi.Sam consultó su reloj y asintió

con la cabeza.Momentos más tarde, el haz de

la linterna atravesó parpadeandolas ventanas del módulo ydesapareció de nuevo.

—Buscamos alguna cosa quecontenga datos —dijo Sam—.Nombres de empresas, números decuenta, manifiestos, facturas.

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Cualquier cosa a la que losinvestigadores podrían hincarle eldiente.

Remi asintió con la cabeza.—Deberíamos dejarlo todo

como está —dijo—. Si desaparecealguna cosa, ya sabemos quiéncargará con la culpa.

—Y con una bala. Tienesrazón. —Miró el reloj—. Contamoscon tres minutos.

Empezaron por losarchivadores, registrando cadacajón, cada carpeta y cada archivo.

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La cámara de Remi podíaalmacenar miles de fotografíasdigitales, de modo que fotografiócualquier cosa que parecieramínimamente importante empleandola luz natural del exterior delmódulo.

Cuando la señal de los tresminutos estaba muy próxima, sedetuvieron y se quedaron quietos.El guardia pasó, realizó suinspección y volvió a marcharse.Retomaron la búsqueda. Repitieronel ciclo cuatro veces más hasta que

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estuvieron convencidos de quehabían recopilado cuanto les eraposible.

—Es hora de marcharnos —dijo Sam—. Volveremos sobrenuestros pasos hasta el RangeRover y...

Fuera, una alarma empezó asonar.

Sam y Remi se quedaronparalizados un instante, y actoseguido él dijo:

—¡Detrás de la puerta!Se pegaron a la pared. Del

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exterior les llegó el sonido depuertas abriéndose, pasos firmessobre la grava y voces gritando.

—¿Distingues algo? —preguntó Sam a Remi.

Ella cerró los ojos paraescuchar atentamente. Los abrió degolpe.

—Sam, creo que hanencontrado el Range Rover.

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Capítulo 14 Valle de Langtang, Nepal

Antes de que Sam pudieracontestar, la puerta del módulo seabrió. Empleando las puntas de losdedos, Sam detuvo la puerta aescasos centímetros de sus caras.Uno de los vigilantes cruzó elumbral y recorrió el lugar con lalinterna. Se detuvo. Sam vio que sushombros empezaban a rotar, lo que

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indicaba que iba a volverse endirección a ellos.

Sam cerró la puertagolpeándola con la cadera, dio unazancada hacia delante y asestó alvigilante una patada detrás de larodilla. Cuando el hombre cayó, loagarró por el cuello y lo empujóhacia delante hasta estamparle lafrente contra el borde de la mesa.El vigilante gimió y se quedó sinfuerzas. Sam tiró de él hacia atrás ylo arrastró detrás de la puerta. Searrodilló y le comprobó el pulso.

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—Está vivo. Pero no sedespertará hasta dentro de un buenrato.

Dio la vuelta al vigilante, lequitó el fusil que llevaba colgadodel hombro y se levantó.

Remi se quedó mirando conlos ojos como platos a su maridovarios segundos.

—Te ha quedado muy a loJames Bond.

—Pura suerte y una mesametálica —contestó élencogiéndose de hombros y

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sonriendo—. Una combinaciónimbatible.

—Creo que te mereces unarecompensa —respondió Remisonriendo a su vez.

—Después. Si es que hay undespués.

—Me gustaría que hubiera undespués. ¿Tienes un plan?

—Robar un coche —contestóSam.

Se dio la vuelta, se dirigió a laventana trasera más cercana ydescorrió la cortina.

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—Es una situación difícil,pero creo que podemosconseguirlo.

—Tú vigila la parte de delante—dijo Remi—. Yo miraré por la deatrás.

Sam se dirigió a la ventanadelantera, retiró la cortina y miróafuera.

—Los vigilantes se estánreuniendo en el claro. Hay unosdiez. No veo a lady Dragón.

—Probablemente solo hapasado para hacer el trabajo sucio

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de King.—Parece que están decidiendo

lo que van a hacer. Dentro de unmomento sabremos si se han dadocuenta de que falta un hombre.

—La ventana está abierta —dijo Remi—. Hay unos dos metrosy medio hasta el suelo. Veo árbolesgrandes a unos tres metros.

Sam dejó la cortina comoestaba.

—Más vale que nos vayamosahora antes de que tengan ocasiónde organizarse. —Descolgó el fusil

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y lo examinó—. Es de últimatecnología.

—¿Sabes manejarlo?—Seguro, gatillo, recámara...

el agujero por el que sale la bala.Creo que me las apañaré.

De repente, la alarma dejó desonar.

Sam se dirigió a la puertaprincipal y la cerró con pestillo.

—Puede que esto los retrase—explicó.

Cogió la silla más cercana y laacercó a la ventana trasera. Remi se

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subió y, con cierta dificultad, saliópor la ventana. Una vez que estuvoabajo, Sam la siguió.

Se ocultaron en la línea devegetación y empezaron a abrirsepaso cuidadosamente hacia elcobertizo prefabricado. Cuando lapared trasera fue visible entre losárboles, se detuvieron e hicieronuna breve pausa para inspeccionarlos alrededores. A lo lejos, podíanoír a los vigilantes gritándosetodavía entre ellos.

Avanzaron; Sam iba el

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primero, empuñando el fusil yrastreando las inmediaciones de unlado a otro. Llegaron al cobertizo.

—La puerta —susurró Remi, yseñaló con el dedo.

Sam asintió con la cabeza.Remi, que iba delante, se deslizó alo largo de la pared hasta que suhombro chocó contra la jamba.Intentó abrir el pomo. La puerta noestaba cerrada, de manera que laabrió sin hacer ruido y metió lacabeza. A continuación se apartó.

—Hay dos camiones

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aparcados uno al lado del otro.Parecen militares: verdes,neumáticos dobles, laterales delona, una puerta trasera.

—¿Te apetece conducir? —preguntó Sam.

—Claro.—Tú ponte al volante del de

la izquierda. Yo inutilizaré el otro yluego me reuniré contigo. Estatepreparada para arrancar y salirpitando.

—Entendido.Remi entreabrió la puerta lo

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justo para que ambos entraran.Estaban a medio camino de loscamiones cuando oyeron pasos enel sendero. Sam y Remi resbalarony se detuvieron contra la puertatrasera del camión de la derecha.Sam asomó la cabeza por laesquina.

—Cuatro hombres —dijo—.Están subiendo a sus camiones, dosen cada cabina.

—¿Es su plan de emergencia?—propuso Remi.

—Probablemente —contestó

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Sam—. Está bien, plan B.Viajaremos de polizones.

Los motores de los camionesarrancaron casi al mismo tiempo.

Pisando con cuidado pormiedo a alertar a los guardias, Samy Remi se subieron al parachoquesdel camión y saltaron por encima dela puerta trasera. El conductorembragó haciendo ruido, y elcamión avanzó rápidamente.Cogidos del brazo, Sam y Remitrastabillaron y cayeron de bruces ala caja del vehículo.

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Su camión iba primero.

Tumbados en la relativa oscuridadde la caja, mientras los faros delsegundo camión emitían un fulgorverde a través de la solapa de lonade la puerta trasera, Sam y Remirespiraron hondo por primera vezen diez minutos. Estaban rodeadosde cajas de madera de variostamaños sujetas con correas a unasarmellas en la caja del camión.

—Lo hemos conseguido —susurró Remi.

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—Cruza los dedos.—¿Qué quieres decir con eso?—Estoy seguro de que es un

camión del ejército chino.—No estarás insinuando lo

que creo que estás insinuando,¿verdad?

—Sí. Parece evidente queKing está aliado con alguien delejército chino. Los guardias sonchinos, y probablemente tambiénlas armas. Y sabemos lo que hay enestas cajas.

—¿Cuánto falta para la

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frontera?—Treinta kilómetros, puede

que cuarenta. Cuatro horas, más omenos.

—Tiempo de sobra paramarcharnos.

—La pregunta es: ¿a quédistancia estamos de lacivilización?

—Estás empezando a agotarmi optimismo —dijo Remi, y serecostó en el hombro de Sam.

Pese a la dureza de la caja del

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camión y al zarandeo continuo, losFargo hallaron relajante el rugidoapagado del motor. Se quedaronmedio dormidos al anochecer,aunque de vez en cuando Sam sedespertaba para mirar el reloj.

Después de una hora de viaje,se despertaron sobresaltados por elchirrido de los frenos del camión.El haz de luz de los faros del otrovehículo se agrandaron y sevolvieron más brillantes a través dela solapa trasera. Sam se incorporóy apuntó hacia esa puerta con el

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fusil. Remi también se incorporócon una mirada inquisitiva, pero nodijo nada.

El camión redujo la marcha y acontinuación paró en seco. Losfaros del siguiente camión seapagaron. Las puertas de la cabinase abrieron y se cerraron de unportazo. A cada lado de la cajasonó un crujido de pasos que sedetuvieron ante la puerta trasera.Unas voces empezaron a murmuraren chino. Sam y Remi podían olerhumo de cigarrillos.

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Sam volvió la cabeza ysusurró a su mujer al oído:

—Quédate totalmente quieta.Ella asintió en silencio.Moviéndose lenta y

cautelosamente, Sam flexionó laspiernas por debajo del cuerpo y sepuso en cuclillas. Dio dos pasoshacia la puerta trasera y volvió lacabeza para escuchar. Un instantedespués, miró a Remi y levantócuatro dedos. Al otro lado de lapuerta trasera había cuatrosoldados. Señaló con el dedo su

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rifle y luego a los hombres.Ella le dio el arma. Sam la

posó sobre sus piernas y juntó lasmuñecas. Remi asintió con lacabeza, y cuando su marido leindicó con gestos que se tumbara, lohizo.

Sam se aseguró de que el fusilno tuviera el seguro puesto, sepreparó y respiró hondo, y actoseguido alargó la mano izquierda,cogió la lona y la apartó de un tirón.

—¡Manos arriba! —gritó.Los dos soldados situados más

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cerca del parachoques se dieron lavuelta al tiempo que retrocedían.Toparon contra sus compañeros,quienes estaban apresurándose acoger sus fusiles.

—¡No! —dijo Sam, y se llevóel arma al hombro.

Los soldados captaron elmensaje a pesar de la barreraidiomática y dejaron de moverse.Sam hizo varios gestos con el cañóndel fusil hasta que los hombres loentendieron. Poco a poco, cada unode ellos descolgó su arma y la tiró

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al suelo. Sam les hizo retrocederunos metros, trepó por encima de lapuerta trasera y saltó.

—Todo despejado —informóa Remi.

Ella saltó al suelo al lado deél.

—Parecen aterrorizados —dijo.

—Perfecto. Cuanto másaterrorizados estén, mejor paranosotros —dijo Sam—. ¿Quiereshacer los honores?

Remi recogió los fusiles y los

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tiró todos a la caja del camiónmenos uno.

—¿Está quitado el seguro? —preguntó Sam.

—Creo...—Levanta el interruptor que

hay en el lado derecho encima delgatillo.

—Ya veo. Vale.Sam y Remi y los cuatro

soldados chinos se miraron entre sí.Durante diez segundos, nadie dijonada. Al final, Sam preguntó:

—¿Habláis mi idioma?

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—Hablar un pequeño —dijoel soldado de la derecha del todo.

—Está bien. De acuerdo. Soismis prisioneros.

Remi suspiró profundamente.—Sam...—Lo siento. Siempre he

querido decirlo.—Ahora que lo has soltado,

¿qué hacemos con ellos?—Los atamos y... Oh, no. Esto

no me gusta nada.—¿Qué?Remi lanzó una mirada a su

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marido. Los ojos entornados deSam estaban mirando por encima delas cabezas de los soldados a lacabina del segundo camión. Ellasiguió su mirada y vio la silueta deotro hombre sentado en la cabinaque se agachó de repente.

—Hemos contado mal —murmuró Sam.

—Ya veo.—Sube al asiento del

conductor, Remi. Arranca el motor.Comprueba...

—Dalo por hecho —contestó

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ella, y acto seguido dio mediavuelta y corrió hacia la partedelantera del camión.

Un momento más tarde elmotor arrancó. Los cuatro soldadosse movieron nerviosamente y semiraron entre ellos.

—¡Todos arriba! —gritó Remipor la ventanilla de la cabina.

—¡Ya vamos, cariño! —contestó Sam sin volverse.

»¡Moveos, moveos! —gritóSam a los soldados, al tiempo quehacía gestos con el fusil.

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Los hombres se hicieron a unlado y dejaron el radiador delcamión a tiro. Sam levantó el armay apuntó.

El quinto hombre, que hastaentonces había permanecido ocultoen la cabina del camión, asomó derepente el torso por la ventanilladel conductor. Sam vio la silueta desu fusil girando hacia él.

—¡Alto!El hombre siguió torciendo el

cuerpo y el fusil girando.Sam apuntó y disparó dos

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veces a través del parabrisas. Lossoldados se dispersaron y semetieron entre la maleza quebordeaba la carretera. Sam oyó unestallido. Algo impactó en la puertatrasera a su lado. Se agachó, setambaleó hacia un lado y rodeó elparachoques opuesto, se volvió otravez y disparó tres veces con laesperanza de dar al radiador o albloque del motor del camión. Sevolvió, corrió hacia la puerta dellado del pasajero, la abrió de untirón y subió.

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—Hemos abusado de suhospitalidad —dijo.

Remi metió una marcha y pisóa fondo el acelerador.

No habían recorrido cienmetros cuando se dieron cuenta deque los disparos de Sam no habíandado en el blanco o habían sidoinsuficientes. Él y Remi vieron porlos espejos retrovisores que losfaros del camión se encendían. Loscuatro soldados salieron de susescondites y subieron al vehículo,dos a la cabina y los otros dos a la

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caja. El camión arrancó a todavelocidad.

—¡Puente estrecho! —gritóRemi.

Sam miró. Aunque todavíaestaban a unos doscientos metros dedistancia, el puente en cuestión nosolo parecía estrecho sino apenasmás ancho que su camión.

—La velocidad, Remi —advirtió él.

—Voy lo más deprisa quepuedo.

—Me refiero a que reduzcas la

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velocidad.—Era broma. ¡Agárrate!El camión pasó por encima de

un bache y se ladeó, dio unasacudida hacia arriba y luego cayóde golpe. Cada vez veían más cercael puente a través del parabrisas.Faltaban cincuenta metros parallegar a él.

—Cómo no —dijo Remi,irritada—. Tenía que ser un puentede esos.

Pese a ser más ancho y tenermás refuerzos, el puente era una

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versión más grande del que habíancruzado a pie aquel mismo día.

El camión volvió a dar unasacudida. Sam y Remi saltaron desus asientos y se golpearon lacabeza contra el techo de la cabina.Remi soltó un gruñido, forcejeandocon el volante.

La cabeza del puente estabaprácticamente delante de ellos. Enel último segundo, Remi frenó enseco. Los frenos chirriaron, y elcamión patinó y se detuvo. Unanube de humo los envolvió.

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Sam oyó el ruido metálico delcambio de marchas y al mirar vioque su mujer estaba reculando.

—¿En qué estás pensando,Remi? —preguntó.

—Voy a asustarlos un poco —contestó ella con una sonrisaforzada.

—Es arriesgado.—¿A diferencia del resto de

las cosas que hemos hecho estanoche?

—Touché —concedió Sam.Remi pisó el acelerador. El

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camión empezó a retrocedermientras el motor rechinaba deforma lastimera; al principio semovía poco a poco, perorápidamente ganó velocidad. Samechó un vistazo por el retrovisorlateral. A través de la nube depolvo levantada por el bruscofrenazo de Remi, lo único quepodía ver del otro camión eran losfaros. Se asomó a la ventanilla ehizo una ráfaga de tres disparos,seguida de otra. El camión torció aun lado y desapareció.

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Remi tenía los ojos clavadosen el retrovisor.

—Están parando —dijo—.Nos ven. Están dando marcha atrás.

Por encima del rugido delmotor oyeron el pam, pam, pam deunos disparos. Se agacharon. Remi,con la cabeza debajo delsalpicadero, se inclinó a un ladopara ver mejor por el retrovisor. Elcamión que los perseguía estabaretrocediendo a toda velocidad,pero la combinación de la amenazade choque de Remi y los disparos

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de Sam habían desconcertadoclaramente al conductor. Elvehículo daba bandazos de un ladoa otro, y las ruedas salían al arcénde la carretera.

—¡Prepárate para el impacto!—gritó Remi.

Sam se recostó en su asiento yapoyó los pies firmemente en elsalpicadero. Un instante más tarde,el camión se detuvo traqueteando.Remi miró por el espejo.

—Se han salido de lacarretera.

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—No nos quedemos aquí —laapremió Sam.

—De acuerdo.Remi puso de nuevo el camión

en marcha y pisó el acelerador.Volvieron a ver la cabeza delpuente.

—No ha dado resultado —anunció Remi—. Están otra vez enla carretera.

—Son insistentes, ¿verdad?Mantén el camión estable un rato —dijo, y abrió la puerta.

—Sam, ¿qué estás...?

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—Volveré si me necesitas.Se colgó el fusil en el hombro

y a continuación, usando el marcode la puerta de la cabina paraapoyarse, bajó al estribo. Cogió lacubierta de lona con la mano libre,tiró de ella y la arrancó de sussujeciones. Agarró el refuerzovertical, enganchó la piernaizquierda por encima del lateral yse metió en la caja. Se arrastróhasta la pared trasera de la cabina ybajó la ventanilla.

—Hola —dijo.

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—Hola otra vez. Agárratefuerte, voy a cerrar tu puerta.

Remi dio un volantazo a laderecha y luego otro a la izquierda.La puerta abierta de Sam se cerróde golpe.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó.

—Sabotaje. ¿A qué distanciaestán?

—A cincuenta metros.Llegaremos al puente dentro de diezsegundos.

—Entendido.

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Sam se arrastró hasta la puertatrasera. A la tenue luz, avanzó atientas por la caja del camión hastaque rozó con la mano uno de losotros fusiles. Lo cogió y dejó elsuyo, y recogió apresuradamentelos cargadores.

—¡Puente! —gritó Remi—.¡Voy a reducir la velocidad!

Sam esperó hasta que oyó elruido sordo y solapado de lasruedas del camión al pasar porencima de las tablas y sacó la partesuperior del torso por la solapa

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trasera, apuntó con el fusil a laplataforma del puente y abrió fuego.Las balas impactaron con un ruidosordo en la madera, penetraron através de los huecos y levantaron unsinfín de astillas. Metió la cabezade nuevo a través de la lona,cambió de cargador y volvió a abrirfuego, esa vez alternando losdisparos entre la plataforma delpuente y el camión de detrás, queacababa de entrar en el puente. Elcamión de Sam y de Remi viró a laizquierda y rozó la baranda, pero

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acto seguido se enderezó. Sam vioun fogonazo naranja en laventanilla. Un trío de balasimpactaron en la puerta lateral pordebajo de él. Se arrojó hacia atrásen la caja. Otra ráfaga hizo trizas lalona trasera y acribilló la pared dela cabina.

—¿Sam? —gritó Remi.—¡No ha funcionado!—¡Lo he deducido!—¿Qué opinas de la

destrucción gratuita de fósiles?—¡Generalmente estoy en

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contra, pero esta es una ocasiónespecial!

—¡Haz un poco de tiempo!Remi empezó a frenar y luego

a acelerar, con la esperanza defrustrar la puntería del tirador. Samse dio la vuelta y se tumbó bocaabajo, tanteó hasta que encontró laprimera correa que sujetaba lascajas y apretó el botón de apertura.Enseguida tuvo el resto de lascorreas sueltas. Se arrastró hasta lapuerta trasera y la abrió; esta cayócon gran estrépito.

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—¡Bomba va! —gritó Sam, ysacó la primera caja de un empujón.

La caja rebotó en laplataforma del puente, chocó delleno contra el parachoques delcamión y se abrió de golpe.Pedazos de madera y heno paraembalar salieron volando.

—¡No ha dado resultado! —gritó Remi.

Sam reptó hacia atrás, acercóel hombro al montón de cajas demadera y a continuación apoyó lospies contra la pared de la cabina y

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empezó a empujar. El montóncomenzó a deslizarse por la cajadel camión emitiendo un crujido.Sam se detuvo, flexionó las piernasy empujó con fuerza, como undefensa de fútbol americanoentrenando con un simulador deplacaje.

La hilera de cajas resbaló porla puerta trasera y empezó a rodarhacia el camión que los perseguía.Sam no se quedó a comprobar sihabía dado resultado, sino que seacercó al siguiente montón de cajas

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y repitió la operación.Sonó un chirrido de frenos

procedente de detrás. Cristaleshaciéndose añicos. El crujido delmetal chocando contra la madera.

—¡Ha funcionado! —gritóRemi—. ¡Se han parado en seco!

Sam se arrodilló y miró aRemi a través de la ventanilla quedaba a la cabina.

—Pero ¿por cuánto tiempo?Ella le lanzó una mirada y

esbozó una rápida sonrisa.—Lo que tarden en sacar

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media docena de cajas de debajodel chasis.

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Capítulo 15 Hotel Hyatt Regency,

Katmandú, Nepal

Sam salió del cuarto de bañocon una toalla alrededor de lacintura y secándose el pelo conotra.

—¿Te apetece un buendesayuno?

—Estoy muerta de hambre —contestó Remi.

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Estaba sentada a una mesadelante de un espejo y se recogía elcabello en una cola de caballo.Llevaba la tradicional toalla blancadel hotel.

—¿Llamamos al servicio dehabitaciones o bajamos alcomedor?

—Hace un tiempo perfecto.Comamos en el balcón.

—Me parece bien. —Sam seacercó a una mesa auxiliar, cogió elteléfono y llamó al servicio dehabitaciones—. Quiero salmón y un

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bagel, huevos Benedict, un cuencode fruta, tostadas y café.

Esperó hasta que la voz de lacocina repitió correctamente lacomanda y colgó y llamó al bar.

Cuando el camarero contestó,Sam dijo:

—Quiero dos Ramos Fizz. Sí,Ramos Fizz.

—Sabes cómo tratar a unadama —dijo Remi.

—No te hagas ilusiones. Nosabe prepararlas.

Sam volvió a intentarlo.

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—¿Y un Harvey Wallbanger?Wallbanger. Se hace con vodka,Galliano y zumo de naranja.Entiendo, no hay Galliano. —Samnegó con la cabeza y lo intentó unavez más—. Está bien, mándenos unabotella de Veuve Clicquot.

Remi se echó a reír.—Realmente sabes cómo

tratar a una dama.—¿Es lo único que tienen? —

dijo Sam por el teléfono—. Deacuerdo, mándenlo bien frío.

Colgó el auricular.

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—No hay champán. Lo únicoque les queda, después de habercelebrado una convención política,es vino blanco espumoso de China.

—No sabía que los chinoshicieran algo espumoso. —Remi lomiró sonriendo sarcásticamente—.¿Es lo mejor que puedesofrecerme?

Sam se encogió de hombros.—A falta de pan, buenas son

tortas.El teléfono sonó. Sam lo

cogió.

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—Un momento.Conectó el altavoz.—Buenos días, Rube —dijo

Sam por el manos libres.—Lo serán para ti —contestó

Rube—. Aquí es la hora de la cena.Me he enterado de que tú y tupreciosa mujer estáis disfrutando deotras relajantes vacaciones.

—Todo es relativo, Rube —respondió Remi—. ¿Qué tal estánKathy y las niñas?

—Estupendamente. Ahoramismo están en un restaurante

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infantil. Vuestra llamada me haahorrado ir con ellas.

—No queremos retenerte —dijo Sam con una media sonrisa—.Podemos hablar más tarde.

—Oh, no, amigo mío. No haynada más importante que esto.Créeme. Bueno, contadme. ¿Estáisen la cárcel? ¿Cuántas leyes localeshabéis infringido?

—No. Y que nosotrossepamos, no hemos infringidoninguna —contestó Remi—. QueSam te lo explique.

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Aun sabiendo que Rube yahabía recibido información deSelma, Sam empezó por elprincipio, cuando Zhilan Hsu habíasubido a bordo de su lancha cercade Pulau Legundi, y le relató todassus peripecias hasta la huida delyacimiento arqueológico oculto deKing.

La noche anterior, después dehaber dejado a sus perseguidoresdetenidos en el puente, Sam habíaconducido en la oscuridad,buscando señales o puntos de

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referencia que Remi pudiera cotejaren su mapa. Tras varias horas degiros infructuosos y de caminos queno llevaban a ninguna parte, por fincruzaron un puerto montañosoreconocible —la Laurebina— ypoco después entraron en lasafueras de Pheda, a unos treintakilómetros al este del campamento.Como era de esperar, encontraronel pueblo a oscuras y sin vida, aexcepción de un edificio de bloquesde cemento con el tejado dehojalata que resultó ser el pub

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local. Después de superar lasconsiderables barreras idiomáticas,consiguieron hacer un trato con eldueño: el camión de los Fargo acambio del coche de él —unPeugeot naranja con parches deimprimación gris de hacía treintaaños— y las indicaciones paravolver a Katmandú. Poco antes delamanecer, entraron en elaparcamiento del Hyatt Regency.

Rube escuchó la historia deSam sin decir nada. Al finalpeguntó:

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—A ver si lo he entendido: oscolasteis en el campamento deKing, presenciasteis un asesinato,sembrasteis el caos en lo queprobablemente era un contingentede soldados chinos y luegorobasteis uno de sus camiones queresultó estar cargado de fósilesdestinados a ser vendidos en elmercado negro, que usasteis comoproyectiles para detener a vuestrosperseguidores. ¿Lo he resumidobien?

—Más o menos —dijo Sam.

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—Faltan los treinta gigabytesde datos que recogimos —añadióRemi.

Rube suspiró.—¿Sabéis lo que hice yo

anoche? Pinté el cuarto de baño.Vosotros dos... Está bien, enviadmelos datos.

—Selma ya está en ello. Ponteen contacto con ella, y te dará elenlace de un sitio dealmacenamiento online seguro.

—Entendido. A mis jefes enLangley les interesará el asunto de

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los chinos, y estoy seguro de queencontraremos a alguien en el FBIinteresado en la operación detráfico de fósiles de King. Nopuedo asegurar que vaya a saliralgo, pero me ocuparé de ello.

—Es lo único que pedimos —dijo Sam.

—Es muy posible que King yahaya ordenado el cierre delyacimiento. A estas alturas podríaser simplemente un fosoabandonado en mitad del bosque.

—Lo sabemos.

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—¿Y vuestro amigo Alton?—Creemos haber encontrado

lo que King quiere —contestó Remi—. O al menos lo bastante paracaptar su atención. Vamos allamarlo después de hablar contigo.

—El rey Charlie es un canalla—advirtió Rube—. Muchaspersonas han intentado meterlo enla cárcel durante toda su vida.Ahora están todas muertas oacabadas, mientras él sigue en pie.

—Algo me dice que lo quetenemos le toca muy de cerca —

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respondió Remi.—El Theuron...—Theurang —lo corrigió

Remi—. El Hombre Dorado.—Eso. Es un riesgo —

contestó Rube—. Si os equivocáis ya King le importa un bledo esacosa, lo único que tendréis seránlas acusaciones de tráfico de fósilesen el mercado negro... y, como yahe dicho, no hay ninguna garantía deque se le pueda culpar de algo.

—Lo sabemos —respondióSam.

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—Pero de todas formas os lavais a jugar.

—Sí —asintió Remi.—Qué sorpresa. Por cierto,

antes de que me olvide, heaveriguado un poco más sobreLewis King. Me imagino que losdos habéis oído hablar de HeinrichHimmler.

—¿El mejor amigo de Hitler,el psicópata nazi? —preguntó Sam—. Sí, hemos oído ese nombre.

—Himmler y la mayoría de losaltos mandos del Partido Nazi

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estaban obsesionados con elocultismo, sobre todo si estabarelacionado con la pureza aria y elReich de los mil años. Se puededecir que Himmler era el que másintrigado se sentía. En los añostreinta y durante toda la SegundaGuerra Mundial, financió una seriede expediciones científicas a losrincones más recónditos del mundocon la esperanza de encontrarpruebas que apoyaran lasafirmaciones de los nazis. Una deellas, organizada en mil

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novecientos treinta y ocho, un añoantes de que la guerra dieracomienzo, fue enviada al Himalayaen busca de pruebas de laascendencia aria. ¿A que no sabéiscómo se llamaba uno de losprincipales científicos?

—Lewis King —contestóRemi.

—O, como era conocidoentonces, profesor Lewes Konig.

—¿El padre de Charlie Kingera nazi? —preguntó Sam.

—Sí y no. Según mis fuentes,

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probablemente se afilió al partidopor necesidad, no por fanatismo. Enaquel entonces, si buscabas fondosestatales, tenías que ser miembrodel partido. Hay muchos casos decientíficos que se afiliaron ehicieron investigacionesinsustanciales sobre las teoríasnazis para poder llevar a caboinvestigaciones científicas purasextraoficialmente. Lewis King fueun ejemplo perfecto. Según todoslos indicios, fue un arqueólogoentregado. Le importaban un bledo

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el linaje o la ascendencia arios.—Entonces ¿por qué participó

en la expedición?—No lo sé, pero lo que habéis

encontrado en la cueva, el HombreDorado ese, tiene muchos números.A menos que King estuvieramintiendo, parece que poco despuésde que Lewis King emigrara aEstados Unidos, empezó a recorrermundo.

—A lo mejor encontró algo enla expedición de Himmler quedespertó su interés —conjeturó

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Sam.—Algo que no quería que

acabara en manos de los nazis —añadió Remi—. No se lo dijo anadie, esperó el momento oportunodurante la guerra y luego continuósu trabajo años más tarde.

—La pregunta es —dijo Rube—: ¿por qué Charlie King estáretomando lo que su padre dejó?Por lo que sabemos de él, nunca hamostrado el más mínimo interés porel trabajo de su padre.

—Tal vez sea el Theurang —

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propuso Sam—. Tal vez para élsolo sea un fósil más que vender.

—Puede que tengas razón. Sila descripción de esa cosa esmínimamente fiel, podría valer unafortuna.

—Rube, ¿sabemos si lasacusaciones de nazi contra Lewishan afectado a Charlie?

—No que yo haya podidoaveriguar. Creo que su éxito hablapor sí mismo. Y considerando lodespiadado que es, dudo quealguien haya tenido las agallas de

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sacar a colación el tema.—Eso está a punto de cambiar

—dijo Sam—. Ha llegado elmomento de que el rey Charliesalga del terreno que conoce.

Colgaron, hablaron de laestrategia a seguir durante unosminutos y luego Sam llamó a lalínea directa de King. Contestó esteen persona al primer timbre.

—King.—Señor King, soy Sam Fargo.—Me estaba preguntando

cuándo se dignarían llamarme.

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¿Está su bonita esposa con usted?—Sana y salva —contestó

Remi dulcemente.—Parece que nuestra relación

atraviesa un momento crítico —dijoKing—. Mis hijos me han dicho queno están cooperando.

—Estamos cooperando —replicó Sam—. Pero de formadistinta a ustedes. Charlie, ¿hasecuestrado a Frank Alton?

—¿Secuestrado? ¿Por qué ibaa hacer algo así?

—Eso no es una respuesta —

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señaló Remi.—Envié a Frank Alton a que

me hiciera un trabajo. Se metió enun lío y cabreó a la genteequivocada. No tengo ni idea dedónde está.

—Otra respuesta que no lo es—dijo Sam—. Está bien, pasemos aotra cosa. Lo único que ha de haceres escuchar. Tenemos lo que estábuscando...

—¿Y qué es eso?—No está escuchando.

Tenemos lo que está buscando... lo

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que su padre se pasó la vidapersiguiendo. Y, como se habráimaginado, hemos hecho una visitaa su campo de concentración en elvalle de Langtang.

—No tengo ni idea de lo queestá hablando.

—Hemos hecho miles defotos, la mayoría de ellas dedocumentos que hemos encontradoen un módulo habitable usado comooficina, pero también hay unascuantas sobre su esposa, o suconcubina, o como la llame en la

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intimidad de su avión privado.Quiso la suerte que cuandoestábamos haciendo las fotos ellaasesinara a uno de sus empleados.También tenemos una foto de sucara.

Charlie King no contestódurante diez largos segundos. Alfinal suspiró.

—Creo que no dice más quechorradas, Sam, pero es evidenteque algo le ha caldeado el ánimo.Le escucho.

—Lo primero es lo primero.

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Suelte a Frank...—Ya le he dicho que yo no...—Cállese. Suelte a Frank

Alton. Cuando recibamos unallamada de él diciendo que estásano y salvo en su casa, nosreuniremos con Russell y Marjoriey llegaremos a un acuerdo.

—¿Quién es ahora el quehabla mucho pero no dice nada? —contestó King.

—Es el único trato que va aconseguir —respondió Sam.

—Lo siento, amigo, pero

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declino. Creo que se está tirando unfarol.

—Como quiera —dijo Sam, ycolgó.

Dejó el teléfono sobre lamesita para el café. Él y Remi semiraron.

—¿Probabilidades? —preguntó ella.

—Sesenta a cuarenta a quellama en menos de un minuto.

Ella sonrió.—No hay apuesta.A los cuarenta y cinco

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segundos, el teléfono de Sam sonó.Lo dejó sonar tres veces más ycontestó.

—Es usted un buen jugador depóquer, Sam Fargo. Me alegro deque hayamos llegado a un acuerdo.Haré unas llamadas y veré lo quepuedo averiguar sobre Frank Alton.No le prometo nada, claro, pero...

—Si no tenemos noticias de élen veinticuatro horas, no hay trato.

Charlie King se quedó calladovarios segundos. A continuacióndijo:

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—No se separe del teléfono.Sam colgó.—¿Y si King cree que tenemos

las pruebas con nosotros? —preguntó Remi.

—Sabe que no es así.—¿Crees que cumplirá?Sam asintió con la cabeza.—Charlie King es lo bastante

listo para haberse protegido.Quienquiera que cogió a Frankprobablemente se aseguró deocultar su cara. No habrá ningunapista que lleve hasta King, así que

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no tiene nada que perder y todo queganar siguiéndonos la corriente.

—Entonces ¿por qué parecestan preocupado? —preguntó Remi asu marido.

—¿Lo parezco?—Tienes esa mirada de

desconfianza que pones cuandoentrecierras los ojos.

Sam vaciló.—Cuéntame, Sam.—Acabamos de dar sopas con

honda a uno de los hombres másricos del mundo, un sociópata

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obsesionado con el control quellegó a donde está aplastando a susenemigos. Soltará a Frank, peroalgo me dice que ahora mismo Kingestá sentado en su despachoplaneando el contraataque.

Houston, Texas

A doce mil kilómetros de allí,Charlie King estaba haciendoprecisamente eso.

Después de colgar, se paseópor su despacho mirando al frentesin ver nada más allá de su ira.

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Mientras murmuraba para sí, seacercó a la ventana con paso airadoy contempló la ciudad. El sol seestaba poniendo al oeste.

—Muy bien, matrimonio Fargo—dijo con voz áspera—. Habéisganado la primera ronda. Novolverá a ocurrir. —Se dirigió a suescritorio y pulsó el botón delintercomunicador—. Marsha,ponme con Russell y Marjorie.

—Sí, señor King, un momento.Pasaron treinta segundos y

entonces:

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—Papá...—Calla y escucha. ¿Está

Marjorie ahí?—Aquí estoy, papá.—¿Zhilan?—Sí, señor King.—¿Qué demonios creéis que

estáis haciendo, idiotas? Los Fargome acaban de llamar y me han dadoun buen repaso. Dicen que tienenfotos de ti, Zee, matando a unhombre en el yacimiento deLangtang. ¿Qué pasó?

—Esta mañana he recibido una

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llamada del jefe de seguridad delyacimiento —contestó Russell—.Me ha dicho que descubrieron unvehículo sospechoso y dieron laalarma. Encontraron a un hombreinconsciente, pero no parecía quefaltara nada.

—¿Cómo quedó inconsciente?—No están seguros. Puede que

se cayera.—¡Chorradas! ¿Teníamos

algún envío pendiente?—Dos camiones —respondió

Marjorie—. En cuanto dieron la

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alarma, los hombres del coronelZhou los evacuaron. Es elprocedimiento habitual, papá.

—No me sermonees,muchacha. ¿Llegaron los camionesal punto de traslado?

—Todavía no hemos recibidola confirmación, pero teniendo encuenta los retrasos... —contestóRussell.

—Estás suponiendo. Nosupongas. Coge el teléfono yencuentra esos camiones.

—Sí, papá.

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—Zee, ¿qué es eso delasesinato? ¿Es verdad?

—Sí. Uno de los trabajadoresfue sorprendido robando. Tenía quedar ejemplo. Ya se han deshecho desu cuerpo.

King hizo una pausa y actoseguido gruñó.

—Está bien, entonces. Buentrabajo. En cuanto a vosotros dos,imbéciles... Los Fargo me han dichoque tienen el Hombre Dorado.

—¿Cómo? —preguntóMarjorie—. ¿Dónde?

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—Tiene que ser mentira —añadió Russell.

—Puede, pero ese tipo decosas son su especialidad. Por esolos metimos en esto. Supongo quelos hemos subestimado. Me imaginoque Alton bastará para mantenerlosa raya.

—No te castigues, papá —dijoMarjorie.

—Cállate. Tenemos quesuponer que dicen la verdad.Quieren que libere a Alton. ¿Hayalguna posibilidad de que haya

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visto algo o pueda identificar aalguien?

—Lo investigué cuando lleguéaquí, señor King —respondióZhilan—. Alton no sabe nada.

—Está bien. Id a rescatarlo.Dadle de comer, aseadlo y metedloen el Gulfstream. Los Fargo handicho que en cuanto Alton esté encasa, se reunirán con Russell y conMarjorie para hablar de la entregade esa cosa, como se llame.

—No podemos fiarnos deellos, papá —dijo Russell.

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—Ya lo sé, tonto. Vosotrosmeted a Alton en el avión ydejadme a mí el resto. ¿Conque losFargo quieren jugar duro? Puesestán a punto de saber lo que esjugar duro.

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Capítulo 16 Aldea de Jomsom,

zona de Dhawalagiri, Nepal

El Piper Club monomotor seladeó bruscamente a novecientosmetros de altitud y descendió.Sentados a ambos lados del pasillocentral, Sam y Remi observabancómo los grises riscos calcáreos seelevaban, engullendo aparentementeel avión a medida que se alineaba

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para aproximarse a la pista deaterrizaje. Encima y más allá de losriscos, se veían los oscuros picosveteados de nieve de las cordillerasde Dhawalagiri y Nilgiri, con suscimas medio ocultas entre lasnubes.

Pese a haber partido deKatmandú solo una hora antes, sullegada no era más que el principiodel viaje; el resto del trayecto lesllevaría doce horas por carretera.Como todo lo demás en Nepal, lasdistancias medidas en un mapa eran

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prácticamente inútiles. Su destinofinal, la antigua capital del Reinode Mustang, Lo Monthang, seencontraba a solo sesenta y cuatrokilómetros al noroeste deKatmandú, pero era inaccesible poraire. Su avión fletado los dejaríaallí, en Jomsom, a casi doscientoskilómetros al este de Katmandú.Luego seguirían el valle del ríoKali hacia el norte a lo largo deochenta kilómetros hasta LoMonthang, donde se reuniría conellos el contacto local de Sushant

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Dharel.Para Sam y Remi era

agradable estar lejos del relativobullicio de Katmandú y, con suerte,fuera del alcance del clan King.

El avión siguió descendiendo,reduciendo rápidamente lavelocidad aérea hasta volar, segúnlos cálculos de Sam, a pocos nudospor encima de la velocidad depérdida. Remi miró a su maridoinquisitivamente. Él le sonrió.

—La pista de aterrizaje escorta —dijo—. O reduces la

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velocidad aérea aquí arriba ofrenas en seco abajo.

—Qué bien.El tren de aterrizaje besó la

pista con un golpeteo y unasacudida, y pronto se deslizaron enpunto muerto hacia un grupo deedificios situados en el extremo surde la pista de aterrizaje. El aviónfrenó hasta detenerse, y los motoresse pararon. Sam y Remi cogieronsus mochilas y se dirigieron a lapuerta, que ya estaba abierta. Unmiembro del personal de tierra

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vestido con un mono azul marinosonrió y señaló la escalera de manosituada debajo de la puerta. Remibajó, seguida de Sam.

Echaron a andar hacia eledificio de la terminal. A suderecha, un rebaño de cabrasmordisqueaba la hierba marrón quecrecía junto al hangar. Detrás deellas, en un camino de tierra, vieronuna fila de bueyes almizclerosguiados por un anciano con unagorra roja y unos pantalones verdes.De vez en cuando, daba un

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golpecito a un buey rebelde con unavara al tiempo que chasqueaba lalengua.

Remi se cubrió bien el cuellocon su anorak.

—Se puede decir que hacefresco —dijo.

—Yo iba a decir que es unaire vigorizante —contestó Sam—.Estamos a unos tres mil metros dealtura, pero hay mucho menosabrigo.

—Y mucho más viento.Como para subrayar aquella

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observación, una ráfaga sopló através de la pista de aterrizaje.Nubes de polvo ocre les taparon lavista unos segundos antes dedespejarse y descubrir con mayordetalle el paisaje que se extendíadetrás de los edificios delaeropuerto. Con sus cientos demetros de altura, los riscos de colorgris pardo tenían profundos surcosde arriba abajo, como si hubieransido labrados por unos dedosgigantescos. Alisados por el tiempoy la erosión, los dibujos casi

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parecían hechos por el hombre,como los muros de una antiguafortaleza.

Detrás de ellos, una voz dijo:—La mayoría de los Mustang

tienen ese aspecto. Por lo menos laselevaciones más bajas.

Sam y Remi se detuvieron y alvolverse vieron a un veinteañerocon el cabello rubio greñudo queles estaba sonriendo.

—¿Es vuestra primera vez? —preguntó.

—Sí —contestó Sam—. Pero

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apuesto a que para ti no es laprimera.

—La quinta. Se puede decirque soy un adicto al senderismo.Jomsom es como el campamentobase del senderismo en esta región.Soy Wally.

Sam se presentó y presentó aRemi, y el trío siguió andando hacialos edificios de la terminal. Wallyseñaló a varios grupos de personasrepartidas a lo largo del borde de lapista. La mayoría de ellas estabanvestidas con anoraks de vivos

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colores y tenían al lado resistentesmochilas.

—¿Compañeros desenderismo? —preguntó Remi.

—Sí. Veo muchas carasconocidas. Se puede decir queformamos parte de la economíalocal. La temporada de senderismomantiene este sitio con vida. Aquíno se puede ir a ninguna parte sinque te unan al grupo de un guía.

—¿Y si prefieres ir a tu aire?—preguntó Sam.

—Hay una compañía del

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ejército nepalés estacionada aquí—respondió Wally—. La verdad esque es una estafa, pero no puedesculparlos. Casi toda esta gente ganamenos en un año que nosotros enuna semana. No es tan grave. Sidemuestras que sabes manejarte, lamayoría de los guías se limitan aseguirte y no te molestan.

En un grupo cercano desenderistas, una mujer gritó:

—¡Eh, Wally, estamos aquí!Él se volvió, la saludó con la

mano y preguntó a Sam y a Remi:

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—¿Adónde vais?—A Lo Monthang.—Un sitio guay. Es como

volver a la Edad Media, tío. Unaauténtica máquina del tiempo.¿Tenéis guía?

Sam asintió con la cabeza.—Nuestro contacto en

Katmandú nos ha buscado uno.—¿Cuánto se tarda en llegar

allí? Según el mapa, está...—¡Mapas! —contestó Wally

riéndose entre dientes—. Estánbien, son bastante fieles en

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horizontal, pero aquí el terreno escomo un trozo de periódicoarrugado que solo se hubieraalisado a medias. Todo cambia. Undía puedes pasar por un sitioagradable y llano, y al día siguienteestá medio atascado por undesprendimiento de tierras.Probablemente vuestro guía seguiráel cañón del río Kali Gandaki lamayor parte del camino (ahoramismo debería estar casi seco), asíque debéis calcular unos cienkilómetros en total. Como mínimo,

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un trayecto en coche de doce horas.—Lo que significa que

tendremos que pasar la noche —respondió Sam.

—Sí. Preguntadle a vuestroguía. Tal vez tenga una bonitatienda montada o tal vez os hayareservado una cabaña parasenderistas. Os vais a llevar unabuena sorpresa. El sendero quesigue el cañón del Kali Gandaki esel más hondo del mundo. A un ladoestá el macizo del Annapurna; alotro, Dhawalagiri. ¡Y en medio,

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ocho de las veinte montañas másaltas del mundo! ¡El sendero delcañón es como un cruce entre Utahy Marte, tío! Solo las stupas y lascuevas ya son...

—¡Wally! —volvió a gritar lamujer.

—Tengo que irme. Encantadode conoceros. Viajad con cuidado.Y no os metáis en los cuellos debotella después de que anochezca.

Se estrecharon las manos, yWally se fue trotando hacia sugrupo.

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—¿Cuellos de botella? —gritóSam.

—¡Vuestro guía os loexplicará! —gritó Wally porencima del hombro.

Sam se volvió hacia Remi ydijo:

—¿Stupas?—Más conocidas como

chortens aquí. Son básicamenterelicarios: construcciones comotúmulos que contienen objetosbudistas sagrados.

—¿Qué tamaño tienen?

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—Oscilan entre el de un enanode jardín y una catedral. De hecho,una de las más grandes está enKatmandú. Boudhanath.

—¿La cúpula cubierta debanderas de oración?

—Esa. Mustang tiene una granconcentración de chortens, lamayoría del tamaño de enanos dejardín. Algunos calculan que hayunos cuantos miles, eso solo a lolargo del río Kali Gandaki. Hastahace unos años, Mustang estabaprácticamente cerrada al turismo

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por miedo a la profanación.—¡Señores Fargo! —gritó una

voz de hombre—. ¡Señores Fargo!Un nepalés calvo de cuarenta y

tantos años se abrió caminocuidadosamente a través de lamultitud de senderistas apiñados endirección a ellos, jadeando.

—Los señores Fargo,¿verdad?

—Sí —contestó Sam.—Soy Basanta Thule —

respondió el hombre en un inglésaceptable—. Soy su guía.

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—¿Es usted amigo dePradhan? —preguntó Remi.

Los ojos del hombre seentornaron.

—No sé quién es ese. El señorSushant Dharel me pidió que mereuniera con ustedes. ¿Esperaban aotra persona? Tomen, tengo ladocumentación...

Thule metió la mano en elbolsillo lateral de su chaqueta.

—No, no hace falta —contestóSam sonriendo—. Encantado deconocerlo.

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—Lo mismo digo. Traigan, lesllevaré eso.

Thule les cogió las mochilas yseñaló con la cabeza el edificio dela terminal.

—Mi vehículo está por aquí.Síganme, por favor.

Se marchó a paso ligero.—Muy astuta, señorita Bond

—dijo Sam a Remi.—¿Me estaré volviendo

paranoica a medida que envejezco?—No —respondió Sam

sonriendo—. Solo más guapa.

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Vamos, espabilémonos operderemos a nuestro guía.

Después de una paradaapresurada en el mostrador de laaduana para satisfacer lo que Sam yRemi suponían era la creencia firmepero tácita de Mustang en su estatussemiautónomo, los Fargo salieron yencontraron a Thule en la acerajunto a un Toyota Land Cruiserblanco. A juzgar por las docenas devehículos casi idénticos quebordeaban la calle, cada uno de los

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cuales parecía tener un logotipo deuna empresa de senderismoparticular, el Toyota era eltodoterreno predilecto en la zona.Thule les sonrió, acabó de poner lamochila de Sam en el maletero delToyota y cerró el portón de golpe.

—He reservado alojamientopara la noche —anunció Thule.

—¿No vamos a partir hacia LoMonthang ahora? —preguntó Remi.

—No, no. Da muy mala suerteempezar un viaje a estas horas.Mejor empezar mañana por la

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mañana. Cenarán, descansarán ydisfrutarán de Jomsom, y saldremosa primera hora de la mañana.Vamos, vamos...

—Preferiríamos salir ahora —dijo Sam, sin moverse.

Thule se detuvo. Frunció loslabios, pensando por un momento, ya continuación dijo:

—Ustedes deciden, porsupuesto, pero el desprendimientode tierra no se despejará hastamañana.

—¿Qué desprendimiento? —

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contestó Remi.—El que hay entre aquí y

Kagbeni. No recorreríamos más deunos cuantos kilómetros vallearriba. Y luego nos encontraríamoscon el atasco, claro. Ahora haymuchos senderistas en Mustang. Esmejor esperar hasta mañana.

Thule abrió una de las puertastraseras del Toyota y señaló con unademán ostentoso el asiento trasero.

Sam y Remi se miraron, seencogieron de hombros y subieronal todoterreno.

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Después de recorrer las

sinuosas y estrechas calles durantediez minutos, Thule detuvo elToyota delante de un edificiosituado a pocos kilómetros alsudeste de la pista de aterrizaje. Elletrero con letras marrones sobrefondo amarillo rezaba:

PENSIÓN MOONLIGHT.BAÑERAS,

CUARTOS DE BAÑOCONTIGUOS,

CUARTOS DE BAÑO COMUNES.

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—Parece que los cuartos de

baño son el gran reclamo deJomsom —dijo Remi sonriendo yarqueando una ceja.

—Y la arquitecturamonocromática —añadió Sam.

—Desde luego —dijo Thuledesde el asiento delantero—.Jomsom ofrece el mejoralojamiento de la zona.

Descendió del vehículo, corrióa la puerta de Remi y la abrió. Leofreció la mano. Ella la tomó

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elegantemente y bajó, seguida deSam.

—Recogeré su equipaje —dijo Thule—. Ustedes entren.Madame Roja les atenderá.

Cinco minutos más tardeestaban en la suite ejecutiva real dela pensión Moonlight, equipada conuna cama de matrimonio y una salade estar llena de muebles de jardínde mimbre. Como madame Rojahabía prometido, el cuarto de bañoestaba pegado a su suite.

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—Volveré a por ustedesmañana a las once de la mañana,¿de acuerdo? —dijo Thule desde lapuerta.

—¿Por qué tan tarde? —preguntó Sam.

—El desprendimiento sehabrá...

—El atasco —concluyó Sam—. Gracias, señor Thule. Hastaentonces.

Sam cerró la puerta. Entoncesoyó a Remi decir en el cuarto debaño:

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—Sam, mira esto.Encontró a Remi con los ojos

como platos delante de unagigantesca bañera de cobre conpatas.

—Es una Beasley.—Creo que la palabra habitual

para referirse a ella es «bañera»,Remi.

—Muy gracioso. Las Beasleyson muy raras, Sam. La última sefabricó en el siglo diecinueve.¿Tienes idea de lo que vale?

—No, pero algo me dice que

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tú sí.—Doce mil dólares más o

menos. Es un tesoro, Sam.—Y es del tamaño de un

coche. No se te ocurra intentarmeterla en el bolso de viaje.

Remi apartó la vista de labañera y lo miró con picardía.

—Es grande, ¿verdad?Sam le sonrió a su vez.—Ya lo creo.—¿Te apetece ser mi

socorrista?—A su servicio, señora.

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Una hora más tarde, limpios,

contentos y con la piel arrugadacomo un garbanzo, se acomodaronen la sala de estar. A través de lasventanas del balcón se veían lospicos del Annapurna a lo lejos.

Sam revisó su teléfono.—Un mensaje de voz —

anunció.Lo escuchó, le guiñó el ojo a

Remi y marcó un número. La voz deSelma sonó por el altavoz treintasegundos más tarde:

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—¿Dónde están?—En la tierra del mimbre y el

cobre —contestó Sam.—¿Cómo?—Nada. ¿Tienes buenas

noticias?—Sí, no cuelguen.Un momento después una voz

de hombre sonó por la línea. EraFrank Alton.

—Sam, Remi... No sé cómo lohabéis hecho, pero os debo la vida.

—Tonterías —contestó Remi—. Tú nos la salvaste a nosotros en

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Bolivia varias veces.—¿Estás bien? —preguntó

Sam.—Tengo unos cuantos

chichones y cardenales, pero nadapermanente.

—¿Has visto a Judy y a losniños?

—Sí, en cuanto llegué a casa.—¿Cómo van las cosas,

Selma? —dijo Sam.—Fatal —contestó ella.—Me alegro de saberlo.Mostrando un sano respeto por

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el radio de influencia de CharlesKing, y tal vez cierta paranoia, Samy Remi habían establecido la«norma de intimidación»: si Selmao cualquiera de ellos hubieranestado amenazados a punta depistola o en peligro, una respuestaque no hubiera sido «fatal» habríadado la alarma.

—¿Qué puedes contarnos,Frank?

—Me temo que poco más delo que ya sabéis. Selma me hapuesto al día. Estoy de acuerdo en

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que King es un traidor y no dicetoda la verdad, pero no tengoninguna prueba de que esté detrásde mi secuestro. Me dejaron sinsentido y me raptaron en la calle.No los vi venir. No sé dónde meretuvieron. Cuando me desperté,tenía los ojos vendados, hasta queme sacaron de la furgoneta. Cuandome quitaron la venda, estabadelante de la escalera de un avión areacción Gulfstream.

—Hablando de cosasinquietantes, ¿conociste a los

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gemelos King?—Ah, esos dos. Estaban

esperándome en el aeropuerto.Parecían salidos de una versión deLa familia Addams dirigida porTim Burton. Supongo que son frutode la unión de King y esa ladyDragón.

—Sí —contestó Sam—. ¿Quéopinas de Lewis King?

—Me apuesto cien a uno a quehace décadas que está muerto. Creoque solo fue un señuelo paraatraeros.

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—Es exactamente lo mismoque pensamos nosotros —convinoRemi—. Todavía estamosaveriguando los detalles, perocreemos que tiene algo que ver conuna antigua leyenda del Himalaya.

—El Hombre Dorado —respondió Frank.

—Exacto. El Theurang.—Por lo poco que pude

averiguar hasta que mesecuestraran, es lo que estababuscando Lewis King antes dedesaparecer. Estaba obsesionado

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con él. Lo que no sé es si es real ono.

—Creemos que sí —contestóSam—. Mañana vamos a ver a unhombre en Lo Monthang. Consuerte, podrá arrojar más luz sobreel misterio.

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Capítulo 17 Cañón del Kali Gandaki,

zona de Dhawalagiri, Nepal

Por cuarta vez en una hora,Basanta Thule detuvo el ToyotaLand Cruiser, y los rugososneumáticos crujieron sobre losguijarros que cubrían el suelo delvalle. Arriba, el cielo era azulintenso y sin nubes. El airevivificante estaba totalmente

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inmóvil.—Más stupas —anunció

Thule, señalando por la ventanillalateral—. Allí... y allí. ¿Las ven?

—Sí —contestó Sam, mientrasél y Remi miraban por la ventanillabajada del lado de Sam.

Poco después de partir deJomsom por la mañana, habíancometido el error de mostrar interéspor los chortens; desde entonces,Thule había asumido la misión deseñalar todos y cada uno de los queencontraban. De momento habían

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recorrido menos de tres kilómetros.Por educación, Sam y Remi

bajaron del coche, se pasearon ehicieron unas cuantas fotos. Aunqueninguno de los chortens era muyalto, resultaban imponentes:templos en miniatura pintados decolor blanco como la nieve ysituados en lo alto de las líneas deriscos que dominaban el cañóncomo silenciosos centinelas.

Volvieron a subir al Toyota ypartieron de nuevo, y viajaron ensilencio durante un rato hasta que

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Remi dijo:—¿Dónde está el

desprendimiento de tierra?Hubo una larga pausa.—Lo hemos dejado atrás hace

rato —contestó Thule.—¿Dónde?—Hace veinte minutos... Era

la pendiente de grava que había allado del canto rodado que hemosvisto. No hace falta mucho paracerrar el paso, ¿sabe?

Después de otra pausa para

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comer —y una parada paracontemplar más chortens que Sam yRemi declararon que sería laúltima, haciendo gala de muchotacto—, continuaron hacia el norte,siguiendo el curso serpenteante delKali Gandaki y pasando por unaserie de aldeas apenas distinguiblesde Jomsom. De vez en cuando veíana senderistas en las estribaciones,como hormigas recortadas contralas montañas a lo lejos.

Poco después de las cinco,entraron en un tramo más angosto

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del cañón. Los precipicios que seelevaban quince metros por encimade ellos se cerraron, y el sol se fueatenuando. El aire que entraba porla ventanilla abierta de Sam seenfrió. Finalmente, después deaminorar la marcha a paso normal,cruzaron un arco de roca apenasmás ancho que el Toyota y luegopenetraron en un sinuoso túnel. Losneumáticos chapoteaban a travésdel arroyo y resonaban en lasparedes.

Cincuenta metros más adelante

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entraron en un claro alargado quemedía doce metros de ancho ycuatrocientos de largo. En elextremo norte del cañón había unasegunda abertura en la roca. A suderecha, el río borboteaba a travésde una sección socavada delprecipicio.

Thule giró a la izquierda,describió un ancho círculo de formaque el morro del Toyota apuntara enla dirección por la que habíanllegado y frenó hasta detener elvehículo.

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—Acamparemos aquí —anunció—. Estaremos protegidosdel viento.

—¿Por qué tan pronto?Thule se volvió en su asiento y

les dedicó una amplia sonrisa.—Aquí anochece rápido, y las

temperaturas bajan con la mismavelocidad. Es mejor tener losrefugios preparados y fuegoencendido antes de que anochezca.

Gracias a la participación delos tres, rápidamente tuvieron los

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refugios —un par de antiguastiendas Vargo— montados y listospara ser ocupados, con colchonetasy sacos de dormir térmicosincluidos. Mientras Thulepreparaba una pequeña lumbre,Sam encendió tres lámparas dequeroseno que colgó de unos postesen el borde de su campamento.Remi estaba haciendo una excursiónpor el cañón con una linterna en lamano. Thule había comentado quelos senderistas habían halladohuellas de Kang Admi en esa parte

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del cañón. Traducido librementecomo «hombre de las nieves», eltérmino era uno de los diversos quese usaban para describir al yeti, laversión Himalaya de Bigfoot. Pesea no creer a pies juntillas en laleyenda, los Fargo habíandescubierto suficientes rarezas ensus viajes para saber que no podíandescartarla sin más; Remi habíadecidido saciar su curiosidad.

Después de veinte minutos,regresó a la luz amarilla de laslámparas de queroseno que

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rodeaban el campamento. Sam ledio un gorro de lana y preguntó:

—¿Ha habido suerte?—Ni una huella —contestó

Remi, metiéndose unos mechonesde cabello castaño rojizo sueltosdebajo del gorro.

—No abandone la esperanza—comentó Thule desde detrás de lalumbre—. Puede que oigamos elgrito de las bestias por la noche.

—¿Y cómo es ese grito? —preguntó Sam.

—Depende de la persona. De

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niño, oí ese grito una vez. Su sonidoera... en parte humano, en parteanimal. De hecho, una de las formastibetanas de referirse al yeti esMeh-teh: «hombre oso».

—Señor Thule, parece uncuento chino pensado para atraer alos turistas —dijo Remi.

—En absoluto, señorita. Yo looí. Conozco a gente que lo ha visto.Conozco a gente que ha encontradosus huellas. Yo mismo he visto unbuey almizclero cuya cabeza habíasido...

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—Ya lo captamos —lointerrumpió Remi—. Bueno, ¿quéhay de cena?

La cena consistió en unosalimentos deshidratados envasadosque al mezclarse con aguahirviendo se convertían en unrevoltijo. Sam y Remi habíanprobado cosas peores, pero nomucho. Después de comer, Thule seredimió ofreciéndoles unas tazashumeantes de tongba, una infusiónde mijo nepalesa con una pizca de

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alcohol, que bebieron a sorbosmientras la noche envolvía elcañón. Charlaron y permanecieronen silencio otros treinta minutos,antes de apagar las lámparas dequeroseno del campamento yretirarse a sus respectivas tiendas.

Una vez acurrucados en sussacos de dormir, Remi se quedóleyendo una guía de senderismo quese había descargado en su iPadmientras Sam estudiaba un mapa dela zona bajo el haz de una linterna.

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—Sam, ¿te acuerdas de lo queWally nos dijo en el aeropuertosobre «los cuellos de botella»?

—No le hemos preguntado aThule.

—Por la mañana.—Creo que ahora sería mejor

—contestó ella, y le dio a Sam suiPad.

Señaló una parte del texto. Élleyó:

Conocidos coloquialmentecomo «los cuellos de botella»,

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estos estrechos desfiladerosrepartidos a lo largo del cañón delKali Gandaki pueden ser peligrososen primavera. De noche, el agua deldeshielo procedente de lasmontañas circundantes a menudoinunda los desfiladeros sin previoaviso, elevándose a una altura de...

Sam dejó de leer, devolvió eliPad a Remi y susurró:

—Recoge tus cosas. Solo loimprescindible. Sin hacer ruido. —Y a continuación, gritó en voz alta—: ¿Señor Thule?

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No hubo respuesta.—¿Señor Thule?Tras una breve espera, oyó el

sonido de unas botas arrastrándosepor los guijarros, seguido de:

—¿Sí, señor Fargo?—Háblenos de los cuellos de

botella.Una larga pausa.—Esto... me temo que no sé a

lo que se refiere.Más ruido de pies

arrastrándose por los guijarros y elsonido característico de una puerta

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del Toyota al abrirse.Sam bajó apresuradamente la

cremallera del saco de dormir ysalió. Estaba casi vestido, de modoque cogió su chaqueta, se la puso ybajó sin hacer ruido la cremallerade la tienda. Salió sigilosamente,miró a un lado y al otro, y acontinuación se levantó. A unosdiez metros distinguió la silueta deThule inclinada a través de lapuerta del lado del conductor delToyota. Estaba rebuscando en elinterior. Sam echó a andar sin hacer

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ruido hacia el vehículo. Seencontraba a seis metros dedistancia cuando de repente sedetuvo y ladeó la cabeza.

Débilmente al principio yluego con más claridad, oyó untorrente de agua. Al otro lado deldesfiladero vio que el arroyo seestaba agitando y el agua blancalamía los lados del precipicio.

Oyó un susurró detrás de él yal volverse vio que Remi asomabala cabeza por la abertura de latienda. Ella le hizo un gesto de

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aprobación levantando el pulgar, yél contestó extendiendo la palma dela mano: «Espera».

Sam se dirigió sigilosamenteal Toyota. Cuando hubo reducido ladistancia a tres metros, se agachó ysiguió avanzando, se acercóencorvado y rodeó el parachoquestrasero hasta el lado del conductor.Se detuvo y echó un vistazo a lavuelta de la esquina.

Thule seguía inclinado en elToyota, y solo sus piernasresultaban visibles. Sam observó la

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distancia que se interponía entreellos: un metro y medio. Estiró lapierna, posó con cuidado el pie yempezó a desplazar el peso haciadelante.

Thule se volvió de repente. Enla mano empuñaba un revólver deacero inoxidable.

—Alto, señor Fargo.Sam se detuvo.—Levántese.La forma de hablar

encantadoramente torpe de Thulehabía desaparecido y solo revelaba

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un ligero acento.Sam se levantó.—Algo me dice que

deberíamos haber comprobado sudocumentación cuando nos laofreció.

—Habría sido prudente.—¿Cuánto le han pagado?—Para la gente rica como

usted y su mujer, una miseria. Paramí, el sueldo de cinco años.¿Quiere ofrecerme más?

—¿Serviría de algo?—No. Esas personas dejaron

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claro lo que me pasaría si lastraicionaba.

Sam vio con el rabillo del ojoque el río había empezado aexpandirse y, muy por detrás, eltorrente de agua estaba aumentandode caudal. Sabía que debía ganartiempo. Con suerte, el hombre quetenía delante bajaría la guardia,aunque solo fuera un momento.

—¿Dónde está el verdaderoThule? —preguntó Sam.

—A sesenta centímetros a suderecha.

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—Lo ha matado.—Era parte de la misión.

Cuando las aguas se retiren, loencontrarán con usted y su mujer,con la cabeza aplastada por lasrocas.

—Y con usted.—¿Cómo?—A menos que tenga un cable

de encendido eléctrico de sobra —contestó Sam, tocándose el bolsillode la chaqueta.

Impulsivamente, Thuledesplazó la vista a toda prisa al

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interior del Toyota. Sam contabacon ello y había empezado amoverse antes incluso de tocarse elbolsillo. Estaba en pleno salto, conlas manos a treinta centímetros deThule, cuando el hombre se dio lavuelta y lo atacó con el cañón delrevólver. El arma impactó a Sam enlo alto de la frente, un golpeoblicuo que le hizo un corte en elcuero cabelludo. Se tambaleó haciaatrás y cayó de rodillas, jadeando.

Thule avanzó y levantó lapierna. Sam vio venir la patada y se

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preparó mientras trataba deapartarse rodando. La partesuperior del pie de Thule impactócontra su costado, le dio la vuelta ylo dejó boca arriba.

—¡Sam! —gritó Remi.Él volvió la cabeza a la

derecha y vio a Remi corriendohacia él.

—¡Coge nuestras cosas! —dijo Sam con voz ronca—.¡Sígueme!

—¿Que te siga? ¿Que te sigaadónde?

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El motor del Toyota arrancórugiendo.

Moviéndose instintivamente,Sam se dio la vuelta hasta quedarboca abajo, se levantó apoyándoseen las rodillas y se puso en pie. Sedirigió dando traspiés a la lámparamás cercana, a un metro ochenta asu izquierda. Pese al dolor que leempañaba la vista, vio por eldesfiladero una ola de agua blancade seis metros agitándose a travésde la abertura. Sam cogió lalámpara del poste con la mano

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derecha, se volvió de nuevo haciael Toyota y echó a correr moviendolas piernas a toda velocidad.

La transmisión del Toyota seacopló, las ruedas rociaronguijarros y salpicaron la parteinferior de las piernas de Sam. Élhizo caso omiso y siguiómoviéndose. Cuando el Toyotaempezó a avanzar dando tumbos,Sam saltó hacia el vehículo. Supierna izquierda aterrizó cerca delparachoques trasero, y agarró labarra del portaequipajes con la

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mano derecha.El Toyota se precipitó hacia

delante, derrapó en los guijarros ysacudió a Sam de un lado a otro. Élse aferró y se pegó más al portóndel maletero. Thule enderezó elvehículo y aceleró hacia la entradadel desfiladero, a cincuenta metrosde distancia. Sam sostuvo el mangode la lámpara entre los dientes yempleó la mano izquierda paragirar el botón de la mecha. La llamavaciló y a continuación se iluminó.Agarró de nuevo la lámpara con la

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mano izquierda.—Una oportunidad —murmuró

Sam para sí.Inspiró, balanceó la lámpara

con el brazo extendido un instante yacto seguido la levantó como unagranada. La lámpara salió dandovueltas por encima del techo delToyota, cayó en el capó y se hizoañicos. El queroseno en llamassalpicó el parabrisas.

El efecto fue inmediato yespectacular. Sorprendido por laola de fuego que atravesaba el

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parabrisas, Thule se dejó llevar porel pánico, dando un volantazo a laizquierda y otro luego a la derecha,y el doble giro levantó el Toyotasobre dos ruedas. A Sam se leescapó la barra de la mano. Notóque salía volando. Le pareció queel suelo se abalanzaba hacia él. Seencorvó en el último instante, cayóen el suelo sobre la cadera y rodó.Oyó de fondo un estruendoapagado; cristal haciéndose añicosy crujido de metal. Se dio la vueltay se aclaró la vista parpadeando.

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El Toyota se había estrellado ytenía el capó encajado en elestrecho arco de roca.

Sam oyó unos pasos y luego lavoz de Remi al arrodillarse junto aél.

—¡Sam... Sam! ¿Estás herido?—No lo sé. Creo que no.—Estás sangrando.Sam se llevó los dedos a la

frente y miró la sangre.—Una herida en el cuero

cabelludo —murmuró.Cogió un puñado de tierra del

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suelo y dio unos golpecitos sobre laherida.

—Sam, no... —dijo Remi.—¿Lo ves? Mucho mejor.—¿Te has roto algo?—No que yo sepa. Ayúdame a

levantarme.Ella se agachó por debajo de

su hombro, y se pusieron en piejuntos.

—¿Dónde está el...? —preguntó Sam.

El agua les mojó los pies enrespuesta a su pregunta. Al cabo de

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unos segundos, les llegaba a lostobillos.

—Hablando del rey de Roma—dijo Sam.

Se dieron la vuelta al mismotiempo. El agua corría a través delextremo norte del desfiladero.

Se agitaba alrededor de suspantorrillas.

—Qué fría —dijo Remi.—La palabra «fría» no

describe su temperatura ni de lejos—respondió Sam—. ¿Y nuestrascosas?

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—Todo lo que merece la penaestá en mi mochila —contestóRemi, girando el hombro para queél pudiera verla—. ¿Está muerto?

—O eso o inconsciente. De locontrario, creo que ahora nosestaría disparando. Tenemos quearrancar ese trasto. Es nuestra únicaposibilidad de escapar de la riada.

Se dirigieron al Toyota; ellaiba delante y Sam cojeaba detrás.Remi redujo la marcha a medidaque se acercaba al parachoquestrasero, rodeó sigilosamente el

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vehículo hasta la puerta delconductor y miró adentro.

—¡Está inconsciente! —gritó.Sam se aproximó arrastrando

los pies, y abrieron juntos la puertay sacaron a Thule a rastras. Elhombre se hundió en el agua.

—No podemos preocuparnospor él —dijo Sam, en respuesta a lapregunta no formulada de Remi—.Dentro de un minuto más o menos,todo esto estará sumergido.

Remi subió al Toyota y sedesplazó al asiento del pasajero.

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Sam la siguió y cerró la puerta degolpe. Giró la llave. El arranquesilbó e hizo clic, pero el motor senegaba a funcionar.

—Vamos... —murmuró Sam.Giró la llave otra vez. El

motor arrancó, renqueó y se apagó.—Una vez más —dijo Remi,

quien le sonrió y cruzó los dedos.Sam cerró los ojos, inspiró y

giró de nuevo la llave.El arranque volvió a hacer

clic, el motor tosió una vez, luegootra, y acto seguido se encendió

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rugiendo.Sam se disponía a cambiar de

marcha cuando notó que el Toyotaavanzaba dando tumbos. Remi sevolvió en su asiento y vio que elagua lamía el borde inferior de lapuerta.

—Sam... —le avisó.—Ya lo veo —contestó Sam,

con la vista fija en el espejoretrovisor.

Dio marcha atrás y pisó elacelerador. La tracción en lascuatro ruedas del Toyota se activó.

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El vehículo empezó a retrocedermuy lentamente, y el guardabarroschirrió al arrastrarse a lo largo delas paredes de roca.

Se vieron empujados haciadelante otra vez.

—Estoy perdiendo tracción —dijo Sam, temiendo que el aguacreciente ahogara el motor.

Volvió a pisar el acelerador, ynotaron que los neumáticos seadherían al suelo, pero cedían denuevo.

Sam golpeó el volante.

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—¡Maldita sea!—Estamos a flote —dijo

Remi.Al mismo tiempo que las

palabras brotaban de su boca, elcapó del Toyota se estabaencajando más en la ranura. Debidoal peso del motor en el morro, elvehículo empezó a inclinarse haciaabajo a medida que la crecidaempujaba la parte trasera haciaarriba.

Sam y Remi permanecieron ensilencio un instante, escuchando

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cómo el agua corría alrededor delcoche y apoyándose contra elsalpicadero mientras el vehículoseguía inclinándose hacia abajo.

—¿Cuánto duraríamos en elagua? —preguntó Remi.

—¿Siempre que no quedemoshechos papilla inmediatamente?Cinco minutos hasta que el frío nosdomine; pasado ese tiempo,perderemos el control del motor ynos hundiremos.

El agua empezó a entrar araudales por las juntas de las

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puertas.—En tal caso no hagamos eso

—dijo Remi.—De acuerdo. —Sam cerró

los ojos, pensando. Entonces dijo—: Los cabrestantes. Tenemos unoen cada parachoques.

Buscó los mandos en elsalpicadero. Encontró unconmutador de palanca con laetiqueta «Parte trasera» y lodesplazó de «Apagado» a «Puntomuerto».

—Cuando te avise, ponlo en

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«Encendido».—¿Crees que es lo bastante

potente para arrastrarnos?—No —respondió Sam—.

Necesito una linterna para lacabeza.

Remi hurgó en su mochila ysacó la linterna. Sam se la colocóen la cabeza, dio un beso en lamejilla a su mujer y a continuaciónpasó por encima del asiento usandoel reposacabezas como asidero.Repitió la maniobra hasta queestuvo encajado en la zona de carga

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del Toyota. Levantó el pestillo delportón de cristal, lo abrió y actoseguido, empujando con la espaldacontra el asiento, dio patadas alportón hasta que el cristal sedesprendió de las bisagras y sehundió en el agua. Se levantó.

Debajo, el agua se revolvíasobre el chasis del coche. Unaniebla glacial se arremolinó entorno a él.

—¡El motor se ha parado! —gritó Remi.

Sam se inclinó hacia delante

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doblándose por la cintura, alargó lamano hacia abajo y cogió el ganchodel cabrestante con las dos manos.Tirando con una mano detrás deotra, empezó a tensar el cable.

El cabrestante se quedó quieto.—¡Sube aquí!Remi pasó con dificultad por

encima del asiento delantero, estiróla mano hacia atrás, cogió lamochila y se la dio a Sam, y luegoempleó el brazo extendido de élpara subir a la zona de carga.

—¡No! —gritó.

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—¿Qué pasa?Sam miró abajo. El haz de su

linterna iluminó un fantasmal rostroblanco envuelto en plásticoadhesivo.

—Lo siento —se disculpóSam—. Me había olvidado dedecírtelo. Te presento al verdaderoseñor Thule.

—Pobre hombre.El Toyota se sacudió, se

deslizó de lado varios centímetros yse detuvo, encajado en el arco deroca y totalmente recto.

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Remi apartó la vista de la caradel muerto.

—Supongo que estamosvolviendo a subir —dijo.

—Con un poco de suerte.Sam se asomó al portón

trasero. El agua rebasaba losneumáticos traseros.

—¿Cuánto falta? —preguntóella.

—Dos minutos. Ayúdame.Sam se volvió de lado, y Remi

lo ayudó a ponerse la mochila. Acontinuación, pasó por encima del

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portón trasero la pierna derecha yluego la izquierda, y se levantópoco a poco con los brazosextendidos para equilibrarse. Unavez que se mantuvo estable, enfocócon la linterna de su cabeza laladera de roca que había al lado delToyota.

Tuvo que dar tres pasadasantes de encontrar lo quenecesitaba: una fisura vertical decinco centímetros situada a unoscuatro metros y medio por encimade ellos y casi un metro a la

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derecha. Más arriba había una seriede asideros que subían hasta lo altodel precipicio.

—Vale, dámelo —le dijo Sama Remi.

Ella le alargó el gancho delcabrestante. Sam se inclinó haciaabajo y lo cogió. Un pie le resbaló,y Sam cayó sobre una rodilla.Recobró el equilibrio y se puso denuevo erguido, esa vez con el brazoizquierdo apoyado en elportaequipajes del Toyota.

—A por ellos, vaquero —dijo

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Remi, sonriendo animosamente.Con el gancho del cabrestante

colgando de la mano derecha, Samhizo girar el cable como si fuerauna hélice hasta que hubo adquiridosuficiente impulso y lo soltó. Elgancho chocó contra la ladera deroca, se deslizó de lado por encimade la fisura y cayó al agua.

Sam recuperó el gancho yvolvió a intentarlo. Otro fallo.

Notó que el agua fría leenvolvía el pie izquierdo. Miróabajo. El agua había rebasado el

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parachoques y lamía ahora elportón trasero.

—Tenemos más filtraciones—informó Remi.

Sam volvió a lanzar el gancho.Esa vez se introdujo limpiamente enla fisura y se mantuvo en su lugarpor un momento antes dedesprenderse.

—A la cuarta va la vencida,¿no?

—Creo que la frase es...—Colabora un poco, Sam

Fargo.

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Sam soltó una risita.—De acuerdo.Sam hizo una pausa para

abstraerse de las revueltas aguasque lo rodeaban y de los latidos desu corazón. Cerró los ojos y volvióa concentrarse. Acto seguido losabrió y empezó a balancear denuevo el cable.

Lo soltó.El gancho salió proyectado

hacia arriba, chocó con estruendocontra la roca y se deslizó hacia lafisura. Sam se dio cuenta de que iba

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a demasiada velocidad. Cuando elgancho pasó por encima de lagrieta, tiró del cable de lado. Elgancho saltó hacia atrás como unaserpiente atacando y se encajó en lafisura.

Sam dio un suave tirón alcable. Aguantó. Otro tirón. Elgancho resbaló y volvió aafianzarse. A continuación,colocando una mano detrás de otra,empezó a tensar el cable hasta queel gancho estuvo hundido hastaencajar en el orificio.

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—¡Yiha! —gritó Remi.Sam estiró el brazo y ayudó a

Remi a pasar por encima del portóntrasero. El agua les mojaba los piesy entraba a raudales en el Toyota.Remi señaló con la cabeza elcadáver del señor Thule.

—Me imagino que nopodemos llevárnoslo.

—No tentemos a la suerte —contestó Sam—. Pero loañadiremos a la lista de delitos delos que Charlie King y susmalvados hijos tendrán que

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responder.Remi suspiró y asintió con la

cabeza.Sam señaló con solemnidad el

cable.—Las damas primero.

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Capítulo 18 Lo Monthang,

Mustang, Nepal

Veinte horas después de queSam y Remi treparan a lo alto delprecipicio y dejaran el Toyota amerced de las aguas del KaliGandaki, la camioneta en cuya cajase habían montado se detuvo en unabifurcación del camino de tierra.

El conductor, Mukti, un

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nepalés con los dientes separados yel pelo cortado al rape, gritó através de la ventanilla trasera: «LoMonthang», y señaló el camino quese dirigía al norte.

Sam sacudió suavemente aRemi, que dormía acurrucadacontra un saco de pienso paracabras.

—Hogar, dulce hogar.Ella gimió, apartó el áspero

algodón y se incorporó bostezando.—Estaba teniendo un sueño

rarísimo —dijo—. Era como La

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aventura del Poseidón, peroestábamos atrapados en un ToyotaLand Cruiser.

—La realidad supera a laficción.

—¿Hemos llegado ya?—Más o menos.Sam y Remi dieron las gracias

al conductor, se apearon delvehículo y observaron cómo lacamioneta enfilaba el camino delsur y desaparecía a la vuelta de lacurva.

—Lástima de barrera

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idiomática —dijo Remi.Con las pocas nociones de

nepalés que entre los dosacumulaban, ni Sam ni Remi habíansido capaces de decir al conductorque les había salvado la vida. A losojos de aquel hombre, simplementehabía recogido a una pareja deextranjeros que se habían separadode su grupo de excursión y sehabían extraviado. Su sonrisaindulgente hacía pensar que no eraalgo infrecuente en aquellos pagos.

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Agotados, peroafortunadamente calientes y secos,se encontraban en ese momento enlas afueras de su destino.

Rodeada de un alto muro defragmentos de roca, ladrillo y unaargamasa que además de barroincluía paja, la antigua capital delantaño magnífico Reino de Mustangera pequeña; ocupaba doskilómetros cuadrados y medio en unvalle llano rodeado de bajascolinas onduladas. Dentro de losmuros de Lo Monthang, la mayoría

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de las estructuras también estabanconstruidas con una mezcla deadobe y ladrillo, y todas estabanpintadas en tonos que iban delgrisáceo al pardusco y bordeadascon tejados de capas de pajasuperpuestas. Cuatro construccionesdestacaban por encima del resto: elPalacio Real y los templos deChyodi, Champa y Tugchen, los trescon tejado rojo.

—La civilización —dijoRemi.

—Todo es relativo —convino

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Sam.Después de haber vagado por

el agreste Mustang durante lo queparecían días, una ciudad por lodemás medieval como Lo Monthangles parecía verdaderamentecosmopolita.

Echaron a andar por el caminode tierra hacia la puerta principal.A mitad de camino, un niño de unosocho o diez años apareció y corrióhacia ellos gritando:

—¿Señores Fargo? ¿SeñoresFargo?

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Sam lo saludó levantando lamano y dijo en nepalés:

—Namaste. Hoina. —«Hola.Sí.»

El niño, que en ese momentosonreía, derrapó hasta detenersedelante de ellos y dijo:

—Seguir, ¿sí? ¿Seguir?—Hoina —contestó Remi.

Después de llevarlos por las

sinuosas calles de Lo Monthangbajo la mirada curiosa de cientosde vecinos, el muchacho se detuvo

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ante una gruesa puerta de maderaencajada en un muro encalado.Levantó la deslustrada aldaba delatón y dio dos golpes.

—Pheri bhetaunla —dijo aSam y a Remi, y acto seguido semarchó por un callejón lateral.

Oyeron pasos sobre maderadentro del edificio, y segundos mástarde la puerta se abrió y dejó a lavista a un frágil hombre de algo másde sesenta años con el cabello y labarba largos y canosos. Tenía lacara muy arrugada y bronceada.

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Para gran sorpresa de Sam y Remi,los saludó con un acento británicode la alta sociedad.

—Buenos días. Sam y RemiFargo, supongo.

Tras vacilarmomentáneamente, Sam dijo:

—Sí. Buenos días. Estamosbuscando a un tal señor Karna.Sushant Dharel, de la Universidadde Katmandú, nos concertó unencuentro con él.

—En efecto, lo hizo. Y enefecto, lo han encontrado.

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—¿Perdón? —contestó Remi.—Soy Jack Karna. Vaya, qué

maleducado soy. Por favor, pasen.Se hizo a un lado, y Sam y

Remi entraron. Como el exterior deledificio, el interior también estabaencalado. El suelo estabaconstruido con tablas de maderaviejas pero limpias, y variasalfombras de estilo tibetano locubrían. Había tapices y fragmentosde pergamino enmarcadosrepartidos por las paredes. A lolargo de la pared oeste, debajo de

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unas gruesas ventanas de bisagras,había una zona para sentarse concojines y almohadas, así como unamesa baja para servir el café.Contra la pared este había unagruesa estufa. Un pequeño pasillosalía de la estancia y conducía a loque parecía un dormitorio.

—Estaba a punto de mandar ungrupo de búsqueda a por ustedes.Se les ve un poco fatigados. ¿Seencuentran bien? —dijo Karna.

—Hemos sufrido un pequeñocontratiempo respecto a nuestros

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planes de viaje —comentó Sam.—Ya lo creo. Hace unas horas

he recibido la noticia. Unossenderistas encontraron en un cuellode botella al sur de aquí el vehículode un guía; estaba destrozado. Yhan aparecido dos cadáveresarrastrados por la corriente cercade Kagbeni. Me temía lo peor. —Antes de que pudieran contestar,Karna los condujo hacia loscojines, donde se sentaron—. El téestá listo. Un momento.

Unos minutos más tarde colocó

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un servicio de té de plata en lamesa, junto con un plato lleno arebosar de bollos y sándwiches depepino sin corteza. Karna sirvió elté y se sentó enfrente de ellos.

—Bueno, cuéntenme —instó alos Fargo.

Sam le relató el viaje,comenzando por su llegada aJomsom y terminando por sullegada a Lo Monthang. Omitió todamención a la participación de Kingen el intento de asesinato. Durantetoda la narración, Karna no hizo

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preguntas y, aparte de arquear lascejas unas cuantas veces, noreaccionó de ninguna forma.

—Extraordinario —dijo alfinal—. ¿Y no saben el nombre deese impostor?

—No —contestó Remi—.Tenía un poco de prisa.

—Me lo imagino. Su huida esdigna de una película deHollywood.

—Por desgracia, en nosotroses de lo más normal —dijo Sam.

Karna rió entre dientes.

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—Antes de que sigamos,debería avisar a los brahmanes dela ciudad, el consejo, de lo que hapasado.

—¿Es necesario? —preguntóSam.

—Necesario y provechosopara ustedes. Están en LoMonthang, señor y señora Fargo.Puede que formemos parte deNepal, pero somos autónomos. Noteman, no se les responsabilizará delo ocurrido, y a menos que elconsejo lo considere absolutamente

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necesario, el gobierno nepalés nointervendrá. Aquí están a salvo.

Sam y Remi consideraron loque el hombre había dicho y dieronsu consentimiento.

Karna cogió una campana delatón que había en el suelo al ladode su cojín y la tocó una vez. Diezsegundos más tarde, el niño que loshabía recibido en la entrada de laciudad apareció por el pasillolateral. Se detuvo ante Karna y seinclinó bruscamente.

Karna se dirigió al niño en un

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rapidísimo lowa durante treintasegundos. El niño hizo una solapregunta y acto seguido se inclinóde nuevo, se dirigió a la puertaprincipal y salió.

—No teman —dijo Karna—.Todo irá bien.

—Discúlpenos —dijo Remi—, pero nos mata la curiosidad: suacento es...

—De Oxford de los pies a lacabeza, sí. De hecho, soy británico,aunque no estoy en mi patria desdehace... quince años, creo. Este

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verano hará treinta y ocho años quevivo en Mustang. La mayor parte deese tiempo, en esta misma casa.

—¿Cómo vino a parar aquí?—preguntó Sam.

—En realidad, vine comoestudiante. Antropología, sobretodo, con algunos interesessecundarios. En mil novecientossetenta y tres pasé tres meses aquí yluego volví a mi hogar. No llevabaallí ni dos semanas cuando me dicuenta de que Mustang me habíacalado hondo, como se suele decir,

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de modo que regresé y no me hemarchado. Los sacerdotes localescreen que soy uno de ellos...reencarnado, claro está. —El señorKarna sonrió y se encogió dehombros—. ¡Quién sabe! Pero, sinduda, no me he sentido más a gustoen ningún otro lugar.

—Fascinante —respondióSam—. ¿A qué se dedica?

—Supongo que soy unaespecie de archivero. E historiador.Mi principal objetivo esdocumentar la historia de Mustang.

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Pero no la historia que se lee enWikipedia. —Vio la expresiónconfundida de Remi y sonrió—. Sí,conozco Wikipedia. Tengo internetpor satélite. Algo extraordinario,considerando lo apartado de estesitio.

—Desde luego —convinoRemi.

—Estoy escribiendo un librodesde hace casi doce años que, consuerte, servirá de historiaexhaustiva de Mustang y LoMonthang. Una historia oculta, por

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así decirlo.—Eso explica por qué Sushant

pensó que usted era la persona a laque debíamos ver —dijo Sam.

—Por supuesto. Me dijo queestán especialmente interesados enla leyenda del Theurang. El HombreDorado.

—Sí —contestó Remi.—Sin embargo, no me dijo por

qué. —Karna se puso serio,mirando fijamente a Sam y a Remi.Antes de que ellos pudierancontestar, prosiguió—. Por favor,

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entiéndanme. No es mi intenciónofenderles, pero su reputación lesprecede. Son ustedes buscadores detesoros profesionales, ¿verdad?

—No es el término que másnos gusta —respondió Sam—, perotécnicamente se aproxima a laverdad.

—No nos quedamos conninguno de nuestros hallazgos —añadió Remi—. Todacompensación económica va aparar a nuestra fundación.

—Sí, eso he leído. De hecho,

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tienen muy buena reputación. Elproblema es que ya he tenidovisitas anteriormente. Personas quebuscaban el Theurang por motivosque me parecieron viles.

—¿Por casualidad esaspersonas eran dos jóvenes? —preguntó Sam—. ¿Unos gemeloscaucásicos con rasgos asiáticos?

La ceja izquierda de Karna searqueó.

—Exacto. Estuvieron aquíhace unos meses.

Sam y Remi intercambiaron

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una mirada. Convinieronsilenciosamente en que podían ydebían confiar en Karna. Estaban enel lugar más apartado que habíanestado jamás, y el intento deasesinato del que habían sidovíctimas el día anterior les habíahecho comprender que CharlesKing ya no se andaba concontemplaciones. No solonecesitaban los conocimientos deKarna, sino que necesitaban a unaliado de confianza.

—Se llaman Russell y

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Marjorie King. Su padre es CharlesKing...

—El rey Charlie —lointerrumpió Karna—. El añopasado leí un artículo sobre él enWall Street Journal. Tengoentendido que es una especie devaquero. Un tipo tosco, ¿no?

—Sí, pero muy poderoso —contestó Remi.

—¿Por qué demonios losquiere muertos?

—No lo sabemos exactamente—respondió Remi—, pero estamos

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convencidos de que busca elTheurang.

Sam pasó a relatar su relacióncon Charles King. No omitió nada.Le contó a Karna lo que sabían, loque sospechaban y lo que seguíasiendo un misterio para ellos.

—Es un misterio que yo puedodespejar enseguida —dijo Karna—.Está claro que esos gemelosmalvados, los hijos de King, medieron un nombre falso, perodurante su visita mencionaron elnombre de Lewis «Bully» King.

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Cuando les conté lo que estoy apunto de contarles a ustedes,reaccionaron sin aparente sorpresa.Es extraño, teniendo en cuentaquiénes son.

—¿Qué les contó?—Que Lewis King está

muerto. Murió en mil novecientosochenta y dos.

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Capítulo 19 Lo Monthang,

Mustang, Nepal

Sorprendidos, Sam y Remipermanecieron callados un instante.

—¿Cómo murió? —dijo Remial final.

—Cayó en una grieta a unosdieciséis kilómetros de aquí. Dehecho, yo ayudé a recuperar sucadáver. Está enterrado en el

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cementerio local.—¿Y se lo contó a los gemelos

King? —preguntó Sam.—Por supuesto. Su reacción

fue de... decepción, supongo.Ahora, sabiendo quiénes son, meparece especialmente cruel, ¿nocreen?

—No desentona con elcarácter de la familia —contestóRemi—. ¿Le dijeron por qué loestaban buscando?

—Se mostraron evasivos, ypor eso inventé una excusa para

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acortar la visita. Lo único quesaqué en claro es que estabanbuscando a King y que lesinteresaba el Theurang. No megustó mucho su actitud. Me alegrasaber que mi instinto no meengañaba. Así pues, pareceevidente que Charles King sabíaque su padre estaba muerto cuandose puso en contacto con ustedes.

—Y también lo sabía cuandocontrató a Alton —dijo Sam—. Elreportaje de la foto en la que Lewisaparecía era otra invención.

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—Todo concebido parainvolucrarlos en la recuperacióndel Hombre Dorado —añadióKarna—. Ese King no es unalumbrera, ¿verdad? Esperaba queustedes vinieran aquí a rescatar a suamigo, que retomaran la búsquedadel Theurang sin desconfiar y quellevaran a los gemelos directos a él.

—Eso parece —respondióRemi—. Los planes mejortrazados...

—Por cretinos palurdos yodiosos vástagos —concluyó Karna

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—. La principal pregunta es: ¿porqué el Theurang es tan importantepara King? No creerán que es unaespecie de nazi encubierto querecoge la bandera de la expediciónde su padre, ¿verdad?

—No —dijo Sam—. Hemosempezado a preguntarnos sisimplemente es una obsesión o unnegocio paralelo como el tráfico defósiles. De un modo u otro, los Kinghan secuestrado y asesinado por elTheurang.

—Por no hablar de la gente a

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la que han esclavizado —añadióRemi—. Las personas que estabanen el yacimiento no pueden entrar ysalir de él a su antojo.

—Eso, también. Sean cualessean sus motivos, no podemospermitir que el Hombre Doradocaiga en sus manos.

Karna cogió su taza de té y laalzó en un brindis.

—Está decidido, entonces:estamos en guerra con la familiaKing. ¿Todos para uno?

Sam y Remi alzaron sus tazas y

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dijeron al unísono:—Y uno para todos.

—Cuéntenme más sobre la

cámara funeraria que descubrieron—dijo Karna—. No se dejen nadaen el tintero.

Remi describió brevemente elhueco que habían encontrado en lacueva del cañón de Chobar. Luegosacó su iPad de la mochila, abrió lagalería de fotos con las instantáneasque había tomado durante laexploración y se lo dio a Karna.

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Fascinado por el iPad, elhombre se pasó un minuto dándolevueltas en sus manos y jugando conel interfaz antes de mirar, con losojos muy abiertos, a Sam y a Remi.

—Tengo que comprarme unode estos. Está bien... vamos alasunto.

Se pasó los siguientes diezminutos examinando las fotos deRemi, recorriéndolas de cabo arabo y enfocándolas con el zoom,chasqueando la lengua ymurmurando palabras como

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«maravilloso» o «increíble». Alfinal, devolvió el iPad a Remi.

—Han hecho ustedes historia—dijo Karna—. Aunque no creoque el mundo exterior comprenda laimportancia del hallazgo, la gentede Mustang y de Nepal sin duda laentenderá. De hecho, lo que tienenaquí es el lugar de reposo definitivode un centinela. Los cuatrocaracteres grabados en la tapa de lacaja... ¿Tiene fotos más nítidas deesa parte?

—No, lo siento.

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—¿Dónde está la caja ahoramismo?

—En San Diego, con Selma,nuestra jefa de investigación —contestó Sam.

—Dios mío. ¿Esa mujerestá...?

—Totalmente cualificada —terció Remi—. Está intentandoabrirla... con cuidado, sin dañarla.

—Muy bien. Yo puedoayudarla.

—¿Sabe lo que hay dentro?—Puede. Volveré a ese punto

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en breve. ¿Qué les contó Sushant delos centinelas y del Theurang?

—Nos dio una buena visión deconjunto —dijo Remi—, pero dejóclaro que usted es el experto.

—Muy cierto. Bueno, loscentinelas eran los guardianes delTheurang. Ese honor se transmitíade padre a hijo. Estabanadiestrados desde los seis años conun único objetivo. El decreto deHimanshu de mil cuatrocientosveintiuno se promulgó una de lascuatro veces que el Theurang ha

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sido evacuado de Lo Monthang. Lastres ocasiones anteriores, todasprevias a una invasión, acabaronfavorablemente y con posterioridadel Theurang fue devuelto a lacapital. Sin embargo, la invasión demil cuatrocientos veintiuno fue uncaso distinto. El «mariscal delejército» en aquella época, Dolma,convenció al rey y a sus asesores deque la invasión sería diferente.Estaba seguro de que supondría elprincipio de la desaparición deMustang. Por no hablar de la

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profecía.—¿La profecía? —preguntó

Sam.—Sí. Les ahorraré los

detalles, la mayoría de ellosrelacionados con leyendas ynumerología budistas, pero laprofecía afirmaba que llegaría eldía de la caída del Reino deMustang, y la única forma de queresurgiera era que el Theurangvolviera a su lugar de origen.

—¿Aquí? —dijo Remi—. Eslo que Sushant nos dijo.

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—Mi querido amigo estáequivocado. En realidad, él no tienela culpa. La historia popular deMustang y del Theurang esincompleta a lo sumo. Primero,deben entender una cosa: loshabitantes de Mustang nunca se hanconsiderado los dueños del HombreDorado, sino más bien susvigilantes. ¿Cómo les describióexactamente Sushant el carácter delTheurang?

—¿Su aspecto?—No, su... carácter.

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—Creo que el término que usófue «dador de vida».

Karna consideró aquellainformación un momento y actoseguido se encogió de hombros.

—Como metáfora, quizá.Señora Fargo, usted ha estudiadoantropología, ¿verdad?

—Así es.—Bien, bien. Un momento, por

favor.Karna se levantó y

desapareció por el pasillo lateral.Oyeron el sonido de unos libros

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siendo arrastrados sobre un estante,y a continuación Karna regresó condos tomos encuadernados en piel yuna carpeta de manila de doscentímetros de grosor. Se sentó otravez, hojeó los libros hasta queencontró las páginas que buscaba ylos colocó boca abajo a un lado, enel suelo.

—El Reino de Mustang nuncaha sido un lugar majestuoso —dijo—. La arquitectura es funcional,modesta (como su gente), pero hacemucho tiempo era un pueblo muy

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culto y aventajaba al mundooccidental en muchos aspectos.

Karna se volvió hacia Remi.—Usted es antropóloga. ¿Qué

sabe de Ardi? —preguntó.—¿El hallazgo arqueológico?—Desde luego.Remi pensó un momento.—Hace bastante tiempo que

leí las crónicas sobre el caso, perole diré lo que recuerdo: Ardi es elsobrenombre de un fósil de cuatromillones y medio de añosencontrado en Etiopía. Si no me

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falla la memoria, su nombrecientífico es Ardipithecus ramidus.

»Aunque se ha debatido muchosobre el hallazgo, la opinióngeneral es que Ardi constituye unaespecie de eslabón perdido en laevolución humana: un puente entrelos primates superiores, como losmonos, los simios y los humanos, ysus parientes más lejanos, como loslémures.

—Muy bien. ¿Y suscaracterísticas?

—El esqueleto es similar al de

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un lémur, pero con rasgos deprimate: manos prensiles, pulgaresoponibles, dedos sin garras y conuñas, y extremidades cortas. ¿Me hedejado algo?

—Sobresaliente —respondióKarna. Abrió el sobre de manila,sacó una fotografía de veinte porveinticinco y se la ofreció a Sam ya Remi—. Este es Ardi.

Tal como Remi había descrito,el animal fosilizado, que yacía delado en la tierra, parecía un cruceentre un mono y un lémur.

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—Esto es una ilustraciónpopular del Theurang.

Extrajo un trozo de papel de lacarpeta y se lo pasó. La impresiónen color mostraba un dibujo de unacriatura parecida a un gorila conunos brazos enormes y una cabezagruesa dominada por una anchaboca llena de colmillos y unaenorme lengua que sobresalía deella. En lugar de apoyarse en unaspiernas, se sustentaba en unamusculosa columna que acababa enun solo pie palmeado.

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—¿Detectan algún parecidocon Ardi? —preguntó Karna.

—No —respondió Sam—.Este parece un dibujo animado.

—Desde luego. Procede deuna leyenda protagonizada por elprimer rey del Tíbet, NyatriTsenpo, quien se decía que habíadescendido del Theurang. En elTíbet, el Theurang se convirtió a lolargo de los milenios en unaespecie de hombre del saco. Sinembargo, la versión de Mustang estotalmente distinta.

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Karna cogió uno de los librosy se lo dio a Sam y a Remi.

El ejemplar estaba abierto poruna página con un dibujo tosco peromuy estilizado. El tono eradecididamente de carácter budista,pero el sujeto de la ilustración erainconfundible.

—¿Ardi? —murmuró Remi.—Sí —contestó Karna—.

Como si de repente hubieracobrado vida. En mi opinión, estees el retrato más fiel del Theurang.Lo que están observando, señor y

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señora Fargo, es el HombreDorado.

Sam y Remi permanecieron ensilencio un minuto entero mirandofijamente el dibujo y tratando deasimilar las palabras de Karna. Alfinal, Sam dijo:

—No estará insinuando queesta criatura estaba...

—¿Viva en el Mustang de laépoca? No, por supuesto que no.Sospecho que el Theurang es unprimo lejano de Ardi,

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probablemente un eslabón perdidomuy posterior, pero desde luegotiene millones de años deantigüedad. Tengo otros dibujos enlos que aparece el Theurang contodos los atributos de Ardi: lasmanos prensiles y los pulgaresoponibles. En otras ilustracionesestá representado con unos rasgosfaciales más propios de un primate.

—¿Por qué se llama elHombre Dorado? —preguntó Sam.

—Según la leyenda, cuando elTheurang fue expuesto en el Palacio

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Real de Lo Monthang, fuetotalmente reconstruido de tal formaque parecía humano. En miltrescientos quince, poco después deque se fundara Lo Monthang, elprimer rey de Mustang, Ame Pal,decidió que el aspecto del Theurangno era lo bastante imponente.Mandó que bañaran en oro loshuesos y que decoraran con piedraspreciosas las cuencas oculares, asícomo las puntas de los dedos. Losdientes, que según se decía sehabían conservado prácticamente

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intactos, fueron cubiertos de pan deoro.

—Debía de ser todo unespectáculo —dijo Remi.

—Yo diría que chabacano —contestó Karna—, pero ¿quién soyyo para llevar la contraria a AmePal?

—¿Está insinuando que lagente de este lugar desarrolló unateoría de la evolución antes queDarwin? —dijo Remi.

—¿Una teoría? No. ¿Unacreencia firme? Desde luego. En los

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casi cuarenta años que he pasadoaquí, he encontrado textos eilustraciones que ponen demanifiesto que la gente de Mustangcreía firmemente que el hombrenació de animales anteriores:primates, en concreto. Puedoenseñarles murales de cuevas querepresentan una clara línea deprogresión desde formas inferioreshasta el hombre moderno. Y lo quees más importante, pese a lacreencia popular: el Theurang noera venerado en un sentido

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religioso, sino más bien en unohistórico.

—¿Dónde se originó laleyenda? —preguntó Sam—.¿Dónde y cuándo encontraron elTheurang?

—Nadie lo sabe... o, al menos,nadie que yo haya encontrado.Espero que antes de morir puedaresponder a esa pregunta. Tal vezsu descubrimiento sea la pieza delrompecabezas que falta.

—¿Cree que el Theurang sehalla en la caja que encontramos?

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—No a menos que se hubieracometido un terrible error. Una delas técnicas que los centinelastenían que dominar era lanavegación celestial. No, estoytotalmente seguro de queencontraron al centinela donde loencontraron porque era a donde lehabían mandado que fuera.

—Entonces ¿qué cree que haydentro?

—O no hay nada o hay algunapista del lugar de origen delTheurang: el sitio al que

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supuestamente fue llevado en milcuatrocientos veintiuno.

—¿Qué tipo de pista? —preguntó Remi.

—Un disco deaproximadamente diez centímetrosde diámetro labrado en oro ygrabado con alguna clase desímbolos. Usado en combinacióncon otros discos y con un mapaespecial, señalaría el lugar dereposo final del Theurang.

—¿No sabe nada más alrespecto? —preguntó Sam.

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—Sé el nombre del lugar.—¿Cuál es?—La traducción antigua es un

poco complicada, pero loconocerán por su famososobrenombre: Shangri-La.

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Capítulo 20 Lo Monthang,

Mustang, Nepal

—Veo por sus expresiones quecreen que les estoy tomando el pelo—dijo Karna.

—No nos parece una clase depersona aficionada a tomar el peloa la gente —contestó Sam—, perotiene que reconocer que Shangri-Laes un cuento.

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—¿Ah, sí? ¿Qué sabe alrespecto?

—Es una utopía, un lugarficticio: un valle ubicado en elHimalaya lleno de genteabsurdamente feliz y libre depreocupaciones.

—Y olvidas inmortal —apuntóRemi.

—Cierto. E inmortal.—Eso es la Shangri-La

descrita en la novela que JamesHilton escribió en mil novecientostreinta y tres, Horizontes perdidos.

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Otro ejemplo de cómo la culturapopular hace propia una historiafascinante (y posiblementeverdadera) y la adultera.

—Somos todo oídos —dijoRemi.

—En muchas culturas asiáticasse encuentran menciones deShangri-La, y sus análogos. Lostibetanos se refieren a ella comoNghe-Beyul Khimpalung. Creen quese encuentra en la región deMakalu-Barun o en los montesKunlun o, la candidata más reciente,

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en la antigua ciudad de Tsaparang,en el oeste del Tíbet. También sehan propuesto como su auténticaubicación varios lugares de India,además de docenas de China, entreellos Yunnan, Sichuan, Zhongdian...Añadan a la lista Bután y el vallede Hunza, en el norte de Pakistán.

»Ahora viene lo interesante:como saben, a los nazis les volvíalocos el ocultismo. La expediciónen la que participó Lewis “Bully”King en mil novecientos treinta yocho... Uno de sus objetivos era

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encontrar Shangri-La. Estabanconvencidos de que sería el hogarde una antigua raza superior, losarios que no habían sidomancillados por el tiempo y lasimpurezas genéticas.

—No lo sabíamos —dijoRemi.

—Tal vez el rey Charles noestaba buscando solamente elTheurang, sino también Shangri-La—apuntó Karna.

—Todo es posible —contestóSam—. Pero King no me parece

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alguien que crea en lo fantástico,tanto si es verdadero como si no. Sino puede tocar algo, verlo uolerlo...

—O venderlo —añadió Remi.—O venderlo, no le interesa

—concluyó Sam—. ¿Qué creeusted, Karna? Supongo queconsidera que es real. De todas lasposibilidades que ha planteado,¿cuál encaja?

—Ninguna de las anteriores.Mi investigación y mi instinto medicen que para la gente de Mustang,

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Shangri-La representaba unmanantial: tanto el lugar de origencomo el de reposo eterno delTheurang, un animal queconsideraban su antepasadouniversal. Sospecho que lo que hoyllamamos Shangri-La era donde fueoriginalmente descubierto elTheurang. No sé cuánto tiempo hacede eso, pero es lo que creo.

—¿Y si tuviera que apostarpor su ubicación? —preguntó Remi.

—En mi opinión la clave estáen la etimología tibetana: shang,

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que también es tsang, combinadocon ri, significa «montaña», y lasignifica «paso».

—Entonces, paso de montañade Tsang —dijo Remi.

—No exactamente. En eldialecto real del antiguo Mustang,la también significa «desfiladero» o«cañón».

—El cañón del Tsangpo —contestó Sam—. Es muchoterritorio. ¿Cuánto mide el río quelo recorre, el Yarlung Tsangpo?¿Doscientos kilómetros?

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—Doscientos cuarenta —respondió Karna—. Más grandeque su Gran Cañón en muchosaspectos. Y las montañas estáncubiertas de bosques. Es uno de losterrenos más impresionantes delmundo.

—Si está en lo cierto conrespecto a la ubicación y la leyenda—dijo Remi—, no me extraña queShangri-La haya permanecidooculta todo este tiempo.

Karna sonrió.—Aquí sentados, puede que

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estemos más cerca de encontrarla (ytambién al Hombre Dorado) quenadie en la historia.

—Más cerca, tal vez —contestó Sam—, pero todavía no lahemos encontrado. Ha dicho quenecesitamos los tres discos.Supongamos que el cofre que tieneSelma contiene uno de ellos.Seguiremos necesitando los otrosdos.

—Y el mapa —dijo Remi.—El mapa es el menor de

nuestros problemas —dijo Karna

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—. He localizado cuatrocandidatos, uno de los cuales estoyseguro de que nos será útil. Encuanto a los otros dos discos...¿Qué les parecen los Balcanes?

Sam y Remi intercambiaronuna mirada.

—Una vez comimos un platode cordero pésimo en Bulgaria,pero aparte de eso, no tenemos nadaen contra del lugar.

—Me alegro de saberlo —dijoKarna con una sonrisa pícara—. Lo

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que estoy a punto de contarles no lohe compartido con nadie. Pese a lagran estima en que me tienen aquí,no estoy seguro de cómo recibiríanmis compatriotas adoptivos miteoría.

—Repetimos, somos todooídos —dijo Sam.

—Hace unos años descubríunos textos que creo que fueronescritos por el secretario personalal rey durante las semanas queprecedieron a la invasión de milcuatrocientos veintiuno.

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—¿Qué clase de textos?—Una especie de diario

personal. Por supuesto, el rey habíasido informado del poder delejército invasor, y creía en laprofecía según la cual se avecinabala desaparición de Mustang.Además, tenía sus dudas acerca desi los centinelas cumplirían con sudeber. Consideraba que lo teníantodo en contra. También estabaconvencido de que alguien de sucírculo íntimo se había convertidoen un traidor y estaba pasando

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información al enemigo.»Asignó en secreto al mejor de

los centinelas (un hombre conocidocomo Dhakal) la tarea detransportar el Theurang a Shangri-La. En dos de los tres cofres queaparentemente contenían los discos,colocó falsificaciones. Solo uno erael auténtico.

—¿Y los otros dos discos? —preguntó Remi.

—Fueron entregados a sendossacerdotes de la Iglesia ortodoxaoriental.

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Remi y Sam tardaron encontestar. La incongruencia deKarna había sido tan repentina queno estaban seguros de haberle oídocorrectamente.

—¿Puede repetirlo? —pidióSam.

—Un año antes de la invasión,un par de sacerdotes de la Iglesiaortodoxa oriental visitaron LoMonthang.

—Era el siglo quince —dijoRemi—. En esa época, la sede máscercana de la Iglesia debía de

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estar...Su voz se fue apagando, y se

encogió de hombros.—En el actual Uzbekistán —

respondió Karna—. A dos mildoscientos kilómetros de aquí. Yrespondiendo a su pregunta, no, nohe encontrado ninguna referencia enlas historias de la Iglesia ortodoxaoriental a unos misioneros queviajaran tan al este. Pero tengo algomejor. Llegaré a ese punto enbreve.

»Según el diario del rey,

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recibió a los misioneros en sucorte, y pronto se hicieron amigos.Meses después de su llegada, huboun atentado contra la vida del rey.Los sacerdotes acudieron en suayuda, y uno de ellos resultó herido.El rey se convenció de que esos dosextranjeros formaban parte de laprofecía y habían sido enviadospara garantizar que algún día elTheurang pudiera ser devuelto a LoMonthang.

—De modo que les dio undisco a cada uno para que los

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tuvieran bajo su custodia y losmandó de vuelta a su país de origenrespectivo antes de la invasión —aventuró Remi.

—Exacto.—Por favor, dígame que ha

encontrado referencias a esoshombres en alguna parte —solicitóSam.

Karna sonrió.—Las he encontrado. Los

padres Besim Mala y Arnost Deniv.Los dos nombres aparecen endocumentos de la Iglesia del siglo

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quince. Ambos fueron enviados aSamarcanda, en Uzbekistán, en milcuatrocientos catorce. Con lamuerte de Genghis Khan, eldebilitamiento del Imperio mongoly el ascenso de Tamerlán, la Iglesiaortodoxa oriental tenía interés pordivulgar el cristianismo a lospaganos.

—¿Qué fue de nuestrosintrépidos sacerdotes? —preguntóRemi.

—Mala murió en milcuatrocientos treinta y seis en la

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isla albana de Sazani. Deniv murióseis años más tarde en Sofía,Bulgaria.

—La cronología coincide —dijo Sam—. Si se marcharon de LoMonthang en mil cuatrocientosveintiuno, habrían vuelto a losBalcanes aproximadamente un añomás tarde.

Sam y Remi se quedaroncallados, absortos en suspensamientos.

—Una historia fantástica,¿verdad? —dijo Karna.

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—Me alegro de que lo diga —contestó Sam—. No quería sergrosero.

—No me ofendo. Sé lo queparece. Y hace bien en mostrarseescéptico. Yo mismo me pasé elprimer año después de encontrar eldiario intentando desacreditarlo sinéxito. Les propongo lo siguiente: leentregaré mis apuntes de lainvestigación a esa Selma de la quehan hablado. Si ella puede rebatirmi teoría, que así sea. Si no,entonces...

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—Balcanes, allá vamos —dijoRemi.

Karna fue a su habitación ycogió su ordenador portátil, unApple MacBook Pro con unapantalla de diecisiete pulgadas, quecolocó sobre la mesita para el caféque tenían frente a ellos. Conectó unextremo del cable de red al puertodel portátil y el otro a una rosetaque Sam y Remi supusieron subíahasta una antena parabólica.

Pronto la cara de Selma

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apareció en la ventana de iChat.Situados detrás de ella, mirandopor encima de sus hombros, sehallaban Pete Jeffcoat y WendyCorden. De fondo, la sala detrabajo en la residencia de losFargo en San Diego. Como era deesperar, Selma llevaba puesto suuniforme de día: gafas con monturade carey colgadas de una cadena yuna camiseta de manga cortadesteñida.

Adaptándose al retraso de tressegundos de la transmisión por

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satélite, Remi hizo laspresentaciones y puso al día aSelma y a los demás. Como eracostumbre en ella, Selma no hizopreguntas durante la explicación deRemi, y después estuvo callada unminuto entero cotejandomentalmente la información.

—Interesante —fue todocuanto dijo.

—¿Eso es todo? —preguntóSam.

—Bueno, supongo que ya lehabrán dicho al señor Karna, con la

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diplomacia que les caracteriza, lodisparatado que parece.

Al oír eso, Jack Karna soltóuna risita.

—Ya lo creo, señoraWondrash.

—Selma.—Llámeme Jack, entonces.—¿Tiene digitalizado su

material de investigación?—Por supuesto.Selma proporcionó a Karna un

enlace al servidor de la oficina ydijo:

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—Súbalo al servidor yempezaré a estudiarlo. Mientrastanto, pasaré el cofre a Pete y aWendy. Los tres podrán pensarcómo abrirlo.

Karna tardó veinte minutos ensubir todos los apuntes de suinvestigación. Una vez hecho eso, ydespués de insistir a Sam y a Remihasta que se echaron una siesta enel cuarto de huéspedes, Karna, Petey Wendy se pusieron a trabajar enla caja. Antes que nada, Karna

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pidió que le dejaran ver las fotosaumentadas del cofre, incluidosprimeros planos de los caracteresgrabados.

Las escudriñó en la pantalla desu ordenador portátil, inclinando lacabeza alternativamente a un lado yal otro, hasta que murmuró algoentre dientes. Se levantó de repente,se marchó por el pasillo y volvió unminuto más tarde con un pequeñolibro encuadernado en tela roja. Lohojeó durante varios minutos antesde gritar:

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—¡Ajá! Justo lo que pensaba:los caracteres derivan del lowa yde otro dialecto real. La inscripciónestá pensada para ser leída envertical, de derecha a izquierda. Latraducción aproximada es:

Por el cumplimiento, laprosperidad Por la resistencia, eltormento...

—Creo que he leído eso en unlibro de autoayuda —dijo Wendy.

—No me cabe duda —dijoKarna—, pero en este caso

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pretende ser una advertencia... unamaldición. Sospecho que esoscaracteres fueron grabados en cadauna de las cajas de los centinelas.

—En pocas palabras: «Sillevas esto a tu destino, encontrarásla felicidad; si interfieres o loimpides, estás jodido».

—Impresionante, jovencito —dijo Karna—. No son las palabrasque yo usaría, por supuesto, perohas captado lo esencial delmensaje.

—¿Iba dirigido a los

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centinelas? —preguntó Wendy.—No, no lo creo. Estaba

pensado para el enemigo o paracualquiera que se hiciera con lascajas por medios ilícitos.

—Pero si el dialecto es tanpoco conocido, ¿quién aparte de larealeza de Mustang habría podidoentender la advertencia?

—Eso no viene al caso. Lamaldición se mantiene; a la porra laignorancia.

—Qué contundente —dijoPete.

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—¿Examinamos másdetenidamente el cofre? En una delas fotos de Remi, me he fijado enla juntura diminuta que hay en unborde inferior de la caja.

—Yo también me he fijado —contestó Wendy—. Espere, tenemosun primer plano...

Después de hacer clic con elratón, la imagen en cuestión ocupóla pantalla de Karna. Estudió la fotovarios minutos antes de decir:

—¿Veis la juntura a la que merefiero? ¿La que parece una serie

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de ocho rayas?—Sí —respondió Pete.—¿Y la juntura entera que

tiene enfrente?—Ya la veo.—Olvidaos de esa. Es un

señuelo. Si no me equivoco, la juntade las rayas es una especie decerradura de combinación.

—Las rendijas son casi tanfinas como el papel —dijo Wendy—. ¿Cómo se puede...?

—Yo diría que son de unosdos milímetros. Hace falta una

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especie de cuña hecha con un tipode metal, o con una aleación, finopero resistente. Dentro de cada unade esas rayas habrá una pestaña delatón o de bronce, cada una con tresposiciones: arriba, en medio yabajo.

—Espere —dijo Wendy—.Estoy calculando... Eso son más deseis mil quinientas posiblescombinaciones.

—No hay que desmoralizarse—apuntó Pete—. Con suficientepaciencia y tiempo, podrías acabar

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abriéndola.—Cierto, de no ser por un

hecho —contestó Karna—: solopuedes intentarlo una vez. Si nointroduces la combinación correcta,el mecanismo interno se bloquea.

—Eso complica mucho lascosas.

—Todavía no hemosempezado a tratar lascomplicaciones, muchacho. Una vezsuperada la combinación, empiezael verdadero desafío.

—¿Cómo? —preguntó Wendy

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—. ¿Qué?—¿Sabes lo que es una caja

rompecabezas china?—Sí.—Piensa en lo que tienes

delante como la madre de las cajasrompecabezas. Da la casualidad deque creo que tengo la combinacióndel primer mecanismo de cierre.¿Empezamos...?

Tres horas más tarde Sam yRemi, debidamente despiertos,refrescados y pertrechados de tazas

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de té, se reunieron con Karna antesu ordenador portátil a tiempo paraoír a Pete exclamar a través de laventana de iChat:

—¡Lo tengo!En la pantalla, él y Wendy

estaban inclinados sobre la mesa detrabajo, con la caja de loscentinelas en medio. El cofre sehallaba radiantemente iluminadopor una lámpara halógena situadaen el techo.

Otra ventana de iChat aparecióen la pantalla, esta con la cara de

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Selma.—¿Qué es lo que tienes?—Es una caja rompecabezas

china —contestó Wendy—. Cuandohemos resuelto la combinación, seha abierto de pronto un pequeñotablero. Dentro había tresinterruptores de madera. Siguiendolas indicaciones de Jack, hemosactivado uno. Se ha abierto otrotablero, han aparecido másinterruptores, y así sucesivamente...¿Cuántos pasos llevamos, Jack?

—Sesenta y cuatro. Falta uno.

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Si hemos hecho bien nuestrotrabajo, se abrirá. Si no, puede queperdamos el contenido parasiempre.

—Explíquenos eso —dijoSam.

—Dios mío, se me olvidómencionar la trampa, ¿verdad? Losiento.

—Hágalo ahora —dijo Remi.—Si la caja contiene un disco,

estará suspendido en medio delcompartimiento principal. A loslados del mismo habrá frasquitos de

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cristal llenos de líquido corrosivo.Si el último movimiento no es elcorrecto, o intentáis abrir elcompartimiento a la fuerza... —Karna emitió un sonido susurrante—. Acabaréis con un trozo de orono identificable.

—Espero equivocarme —terció Selma—, pero no creo queahí dentro haya un disco.

—¿Por qué? —preguntó Pete.—Cuestión de probabilidades.

Sam y Remi se tropiezan con laúnica caja de los centinelas que se

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ha encontrado jamás, ¿y da lacasualidad de que contiene el únicodisco auténtico del lote?

—Pero no se tropezaron conella, ¿verdad? —dijo Karna—.Estaban siguiendo los pasos deLewis King: un hombre que sehabía pasado al menos once añosbuscando el Theurang. Fuerancuales fuesen sus motivos, dudo queaquel día en el cañón de Chobarestuviera buscando inútilmente.Parece que no encontró la cámarafuneraria del centinela, pero

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sospecho que no había ido allí apor una caja vacía.

Selma consideró aquellainformación.

—Lógico —fue todo cuantodijo.

—Solo existe una forma deaveriguarlo —dijo Sam—. ¿Quiénva a hacer los honores? ¿Pete...Wendy?

—Si algo soy es caballeroso—dijo Pete—. Adelante, Wendy.

Wendy respiró hondo,introdujo las manos en la caja y

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activó el interruptor adecuado. Unatrampilla rectangular de unos doscentímetros y medio de ancho seabrió junto a sus dedos.

—Ahora desliza suavemente eldedo meñique por el interior de lacaja hasta que palpes un botóncuadrado.

Wendy hizo lo que Karna leindicó.

—Vale, ya lo tengo.—Desliza ese botón... Déjame

ver... Deslízalo a la derecha... ¡no,a la izquierda! Deslízalo a la

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izquierda.—A la izquierda —repitió

Wendy—. ¿Está seguro?Karna vaciló un instante y acto

seguido asintió firmemente con lacabeza.

—Sí, a la izquierda.—Allá voy.Sam y Remi oyeron por el

altavoz del portátil un sonido demadera.

—¡La tapa se ha abierto! —gritó Wendy.

—Ahora levanta con cuidado

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la tapa manteniéndola recta. Si eldisco está ahí, estará suspendido dela parte inferior.

Wendy empezó a levantar latapa centímetro a centímetro,moviéndose con exagerada lentitud.

—Tiene algo que pesa.—Que no se balancee —

susurró Karna—. Un poco más...—Veo un cordón colgando —

dijo Pete con voz ronca—. Pareceuna cuerda de tripa o algo por elestilo.

Wendy siguió levantando la

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tapa.La luz halógena reflejó algo

sólido, un borde curvado, undestello dorado.

—Prepárate, Peter —dijoKarna.

Wendy levantó la tapa hasta elfinal. El resto de cordón salió de lacaja. Colgando de su extremo sehallaba el premio, un disco doradode diez centímetros.

Peter alargó las manosenfundadas en unos guantes delátex. Wendy bajó el disco hasta

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colocarlo en sus palmas, y él lotrasladó a una bandeja forrada degomaespuma que había sobre lamesa.

El grupo dejó escapar unsuspiro colectivo.

—Ahora viene la parte difícil—dijo Karna.

—¿Qué? —dijo Wendy,irritada—. ¿Esta no era la partedifícil?

—Me temo que no, querida.Ahora debemos averiguar sitenemos el disco auténtico.

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Capítulo 21 Vlorë, Albania

El reloj del salpicadero delFiat marcaba justamente las nuevede la mañana cuando Sam y Remipasaban por delante del letrero debienvenida de Vlorë. La segundaciudad más grande de Albania, concien mil habitantes, se hallabaasentada en una bahía de la costaoccidental con vistas al Adriático y

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de espaldas a las montañas.Y con suerte, esperaban Sam y

Remi, Vlorë seguiría siendo elhogar de uno de los discos de loscentinelas.

Una hora después de queWendy y Pete hubieran extraído eldisco del Theurang de la caja y sehubieran puesto a determinar suorigen con Karna, la cara de Selmavolvió a aparecer en una ventana deiChat en la pantalla del portátil deKarna.

—Jack, sus métodos de

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investigación son impecables —dijo con su característico estiloseco—. Sam, Remi, creo que suteoría sobre los dos sacerdotestiene fundamento. Si podremosencontrar a los sacerdotes y losotros dos discos es harina de otrocostal.

—¿Qué más has descubierto?—preguntó Sam.

—En el momento de susmuertes, tanto Besim Mala comoArnost Deniv habían sidoascendidos a obispos y eran muy

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respetados en sus comunidades. Losdos habían contribuido a fundariglesias, escuelas y hospitales ensus respectivos países de origen.

—Lo que hace pensar que sussepulturas podían ser máscomplejas que un rectángulo de unmetro ochenta de hondo en la tierra—dijo Karna.

—No he encontrado ningunareferencia a los detalles, pero surazonamiento es intachable —contestó Selma—. En los siglosquince, dieciséis, la IOO...

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—¿La qué? —preguntó Remi.—La Iglesia ortodoxa oriental.

La IOO, sobre todo la que teníasede en los Balcanes y el sur deRusia, acostumbraba celebrar esasmuertes con gran pompa. Lascriptas y los mausoleos eran elmétodo de enterramiento habitual.

—La pregunta es —dijo Karna—: ¿dónde fueron enterradosexactamente?

—Todavía estoy haciendoaveriguaciones sobre Deniv, perosegún documentos de la Iglesia, el

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último destino de Besim Mala fueVlorë, en Albania.

Como tenían que matar eltiempo hasta que Selma lesfacilitara una zona de búsqueda másconcreta, Sam y Remi se pasaronuna hora recorriendo Vlorë,maravillándose de su arquitecturabellamente combinada que parecíaal mismo tiempo griega, italiana ymedieval. Poco antes del mediodía,entraron en el aparcamiento delhotel Bologna, que daba a las

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azules aguas del puerto, y sesentaron en un café al aire librebordeado de palmeras.

El teléfono por satélite de Samsonó. Era Selma. Sam conectó elmanos libres.

—Jack está también en línea—dijo Selma—. Tenemos...

—Si nos vas a dar a escogerentre buenas y malas noticias,Selma, dánoslas todas —contestóRemi—. Estamos demasiadocansados para elegir.

—En realidad solo tenemos

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buenas noticias... o buenas enpotencia, claro.

—Dispara —dijo Sam.—Creo que el disco del

centinela es auténtico —informóJack Karna—. No podré estarcompletamente seguro hasta que locoteje con los mapas de los que leshablé, pero soy optimista.

—En cuanto a la últimamorada de Besim Mala —dijoSelma—, puedo reducir la zona debúsqueda a un kilómetro cuadrado,más o menos.

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—¿Está bajo el agua? —preguntó Sam con escepticismo.

—No.—¿En un pantano plagado de

caimanes? —terció Remi.—No.—A ver si lo adivino —dijo

Sam—. Una cueva. Está en unacueva.

—Tercer fallo —respondióKarna—. En base a nuestrainvestigación, creemos que elobispo Mala fue enterrado en elcementerio del monasterio de Santa

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María de la isla de Zvernec.—¿Dónde está eso? —

preguntó Remi.—Nueve kilómetros al norte

costa arriba. Busquen un lugar conconexión Wi-Fi, y le descargaré losdetalles en su iPad, señora Fargo.

Sam y Remi hicieron unabreve pausa para relajarse en elcafé del hotel. Pidieron una sabrosacomida albana compuesta dealbóndigas de cordero aromatizadascon menta y canela, masa horneada

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con espinacas sazonadas, y zumo deuva mezclado con azúcar y mostaza.Dio la casualidad de que el cafétenía conexión Wi-Fi gratuita, demodo que entre bocado y bocado dela deliciosa comida examinaron condetenimiento su paquete de viaje,como Selma lo llamaba. Como erade esperar, la información eraexhaustiva, con indicaciones paradesplazarse en coche, datos dehistoria local y un mapa de losjardines del monasterio. El únicodetalle que su investigadora jefe no

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pudo encontrar era la situaciónexacta de la tumba del obispo Mala.

Después de pagar la cuenta,Sam y Remi se dirigieron al nortecon el Fiat. A los dieciséiskilómetros, entraron en el pueblo deZvernec y siguieron un solitarioindicador hasta la laguna de Narta.Se trataba de una laguna grande,con unos treinta kilómetroscuadrados de extensión.

Tras meterse en el camino detierra que rodeaba la laguna, Samse dirigió al norte hasta que

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llegaron a un aparcamiento de gravaen una parcela de tierra quesobresalía de la laguna. Elaparcamiento estaba vacío.

Sam y Remi salieron del Fiat yestiraron las piernas. Hacía calorpara esa época del año, veintiúngrados, y el sol brillaba en el cielo,con solo unas cuantas nubesondulantes que avanzaban hacia elinterior.

—Supongo que eso es nuestrodestino —dijo Remi, señalando conel dedo.

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En la orilla, un estrecho puentepeatonal llevaba a la isla deZvernec, situada a ochocientosmetros, donde se encontraba elmonasterio de Santa María, unconjunto de edificios religiosos deestilo medieval que ocupaban untriángulo de hierba de casi unahectárea en la línea de la costa.

Se dirigieron andando a lacabeza del puente, donde Remi sedetuvo y se lo quedó mirando connerviosismo. Era evidente que lasdestartaladas pasarelas con las que

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se habían encontrado primero en elcañón de Chobar y luego caminodel yacimiento secreto de King enel valle de Langtang le habíancausado más impacto de lo quecreía.

Sam regresó a donde ellaestaba y le rodeó los hombros conel brazo.

—Es sólido. Soy ingeniero,Remi. Ese monasterio es unaatracción turística. Decenas demiles de personas cruzan estepuente cada año.

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Ella lo miró de soslayo conlos ojos entornados.

—No me estarás dando coba,¿verdad, Sam Fargo?

—Yo no haría eso.—Podrías.—No esta vez. Vamos —dijo

él con una sonrisa alentadora—. Locruzaremos juntos. Será comopasear por una acera.

Remi asintió con la cabezafirmemente.

—Volvemos a las andadas.Sam le cogió la mano y

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empezaron a cruzar el puente. Amitad de camino, ella se detuvosúbitamente. Sonrió.

—Creo que estoy muchomejor.

—¿Curada?—Yo no diría tanto, pero estoy

bien. Sigamos adelante.Al cabo de un par de minutos

habían llegado a la isla. De lejos,los edificios religiosos parecíancasi inmaculados: muros de rocablanqueados por el sol y tejados detejas rojas. Una vez que estuvieron

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delante de las construcciones, aSam y a Remi les quedó claro quelos edificios habían visto díasmejores. A los tejados les faltabantejas, y varios muros estabancombados o parcialmentedesmoronados. A un campanario lefaltaba todo el tejado, y su campanacolgaba de lado de la viga desujeción.

Un pulcro camino de tierraserpenteaba a través de losjardines. Aquí y allá había palomasapiñadas en los aleros, arrullando y

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mirando imperturbables a los dosnuevos visitantes de la isla.

—Yo no veo a nadie —dijoSam—. ¿Y tú?

Remi negó con la cabeza.—En el informe de Selma dice

que hay un vigilante pero que nohay oficina de turismo.

—Entonces exploremos —dijoSam—. ¿Cuánto mide la isla?

—Cuatro hectáreas.—No debería llevarnos mucho

tiempo encontrar el cementerio.

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Después de dar un rápidopaseo por cada uno de los edificios,siguieron el sendero hasta el bosquede pinos situado más allá del claro.Una vez que estuvieron dentro de lalínea de vegetación, el sol se atenuóy los troncos parecieron cerrarse entorno a ellos. Era un antiguo bosquevirgen, con marañas de matorralesque les llegaban hasta las rodillas ytantos troncos y tocones podridosque dificultaban el paso. Despuésde varios cientos de metros, elsendero se bifurcó.

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—Evidentemente no hayningún letrero —dijo Remi.

—Lanza una monedaimaginaria.

—Izquierda.Tomaron el desvío de la

izquierda y siguieron el sinuososendero antes de llegar a undestartalado muelle medio podridoque daba a un pantano.

—Mala elección —dijo Remi.Dieron marcha atrás hasta la

bifurcación y enfilaron el senderode la derecha. El camino los llevó

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al nordeste, cada vez más dentrodel bosque, hacia la parte másextensa de la isla.

Sam se adelantó a paso ligeroen misión de reconocimiento. Sevolvió y gritó a Remi:

—¡He visto un claro!Momentos más tarde apareció

a la vuelta de un recodo del senderoy se detuvo delante de ella. Estabasonriendo. De oreja a oreja.

—Por lo general no teentusiasmas tanto con los claros —dijo Remi.

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—Sí cuando el claro tienelápidas.

—Adelante, bwana.Recorrieron juntos el sendero

hasta la zona donde el bosque depinos se abría. Con una formaovalada y una anchura aproximadade treinta metros, el claro era enrealidad un cementerio, pero Sam yRemi se dieron cuentaprácticamente en el acto de que allíhabía algo raro. En el lado opuestovieron una pila desordenada detroncos de pino, y junto a la pila,

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varios fardos de ramas marchitas.La tierra del claro estaba llena dehoyos, como si hubiera sufrido unbombardeo de artillería, yprácticamente la mitad de lastumbas parecían haber sidoremovidas recientemente.

Hacia el este había un segundoclaro entre los árboles que formabauna especie de estrecho pasillo, alfinal del cual podían ver las aguasde la laguna.

De las docenas de lápidasvisibles, solo unas pocas se veían

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intactas; todas las demás estaban oagrietadas o parcialmentearrancadas del suelo. Sam y Remicontaron catorce mausoleos. Todosmostraban señales de daños; oestaban ladeados en sus cimientos otenían los muros o los tejadoshundidos.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Remi.

—Una tempestad, supongo —dijo Sam—, que vino del mar ypasó por la isla como una sierramecánica. Es una lástima.

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Remi asintió con la cabezasolemnemente.

—Mirando el lado positivo,puede que nos facilite el trabajo.Técnicamente, no estaremosprofanando el mausoleo de Mala.

—Tienes razón, pero hay otroobstáculo —dijo Sam a Remi.

—¿Qué?—Miremos primero. No

quiero gafarnos.Se separaron; Sam siguió el

lado este y avanzó hacia el norte,mientras que Remi siguió el lado

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oeste y avanzó también hacia elnorte. Saltando las lápidas, cadauno de ellos se dirigió al siguientemausoleo en su camino, parándoselo justo para leer el nombregrabado en la fachada de piedra.

Finalmente, Remi llegó a laesquina nordeste del cementerio,cerca del montón de troncos depino. A medida que se acercaba alúltimo mausoleo, vio que parecía elmenos deteriorado de todos, con tansolo unas cuantas grietas en losmuros. También estaba decorado de

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forma singular, advirtió, y le dio unvuelco el corazón.

—Sam, creo que tenemos unganador —dijo.

Él se acercó.—¿Por qué lo crees?—Es el más grande que hemos

visto. ¿Qué dices?—Sí.El muro más cercano a ellos

tenía una cruz de la Iglesia ortodoxaoriental, con sus tres travesaños:dos horizontales juntos en la partede arriba y uno ladeado en la parte

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de abajo.—He visto muchas cruces

como esa, pero ninguna tan grande.Tengo curiosidad: ¿por qué estáinclinada la barra inferior?Supongo que simboliza algo.

—Ah, misterios de la religión—dijo Sam.

Recorrieron los últimosmetros hasta el mausoleo y sesepararon; cada uno lo rodeó por unlado hasta la parte delantera, queencontraron cercada por una vallade hierro forjado que les llegaba a

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las pantorrillas. Un lado estabaaplastado contra el suelo. Al pie deunos tres escalones de piedra, lapuerta del mausoleo estabaabierta... o, para ser más exactos,no estaba. Más allá, el interior seencontraba a oscuras.

Grabadas en el frontón bajo eltejado inclinado del mausoleo habíacuatro letras: M A L A.

—Me alegro de encontrarlopor fin, eminencia —murmuró Sam.

Pasó por encima de la valla,seguido de Remi, y bajó los

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escalones. Se detuvieron ante laabertura; un hedor a moho inundósus fosas nasales. Sam metió lamano en un bolsillo y sacó suminilinterna de LED. Tras cruzar elumbral, la encendió.

—Está vacío —murmuróRemi.

Sam recorrió el interior con elhaz de luz con la esperanza de quehubiera una antecámara inferior,pero no vio nada.

—¿Ves alguna marca? —preguntó.

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—No. Ese olor no es normal,Sam. Parece de...

—Agua estancada.Apagó la linterna. Dieron

media vuelta y subieron losescalones.

—Alguien se lo ha llevado aalguna parte —dijo Sam—. Todoslos mausoleos en los que he miradotambién estaban vacíos.

—Los míos también. Alguienha desenterrado a esas personas,Sam.

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De vuelta en los jardines delmonasterio, vieron a un hombre enlo alto de una escalera de manoapoyada contra un campanariodeteriorado. Era de mediana edad,corpulento, y llevaba una gorranegra de ciclista. Se acercaron a él.

—Disculpe —dijo Remi enalbanés.

El hombre se volvió y losmiró.

—A flisni anglisht? —preguntó; es decir: «¿Hablainglés?».

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El hombre negó con la cabeza.—Jo.—Maldita sea —murmuró

Remi, y sacó su iPad.—¿Earta? —gritó el hombre.Una chica rubia y menuda

rodeó a toda prisa el borde deledificio y se detuvo bruscamentedelante de Sam y Remi. Les sonrióy acto seguido sonrió al hombre.

—Po?Él se dirigió a ella en albanés

durante unos segundos, y acontinuación ella asintió con la

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cabeza.—Buenas tardes —les dijo a

Sam y a Remi—. Me llamo Earta.Sé hablar su idioma.

—Y además muy bien —contestó Sam, quien se presentó yluego le presentó a Remi.

—Encantada de conocerles.¿Quieren preguntarle algo a mipadre?

—Sí —respondió Remi—. ¿Esel vigilante?

Earta frunció el entrecejo.—¿Vigi... lante? ¿Vigilante?

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Ah, sí, es el vigilante.—Teníamos curiosidad por el

cementerio. Venimos de allí y...—Es una lástima lo que ha

pasado, ¿verdad?—Sí. ¿Qué ha pasado?Earta trasladó la pregunta a su

padre, escuchó su respuesta y acontinuación dijo:

—Hace dos meses llegó unatormenta de la bahía. Soplaron unosvientos muy fuertes. Hubo muchosdaños. Al día siguiente, el marsubió e inundó la laguna y parte de

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esta isla. El cementerio quedósumergido. Allí también hubomuchos daños.

—¿Qué les pasó a los...ocupantes?

Earta preguntó a su padre yluego a ellos:

—¿Por qué lo quieren saber?—Es posible que tenga

parientes lejanos aquí —contestóRemi—. Mi tía me dijo que unoestaba enterrado en este cementerio.

—Ah —dijo Earta conconsternación—. Lo siento. —Se

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dirigió de nuevo a su padre, quiéncontestó algo extenso. Earta le dijoa Remi—: Casi la mitad de lastumbas quedaron intactas. Lasotras... Cuando el agua bajó, lagente ya no estaba bajo tierra. Mipadre, mis hermanas y yo estuvimosbuscándolas varios días después.—Los ojos de Earta se pusieronbrillantes, y sonrió—. ¡Inclusohabía una calavera en un árbol! Allíencima. Tenía gracia.

Remi se quedó mirando a lasonriente chica un instante.

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—De acuerdo.—La gente del gobierno vino y

decidió que había que llevarse loscadáveres hasta que el cementeriose pueda... em... arreglar. ¿Es lapalabra correcta?

Sam sonrió.—Sí.—Vuelvan el año que viene.

Estará mucho más bonito entonces.Olerá mejor.

—¿Dónde están los restosahora? —preguntó Remi.

Earta le preguntó a su padre.

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Asintió con la cabeza al oír suexplicación y acto seguido les dijoa Sam y a Remi:

—En la isla de Sazan. —Señaló la bahía de Vlorë—. Hay unviejo monasterio allí, más antiguoincluso que este. La gente delgobierno se los llevó todos allí.

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Capítulo 22 Lugar y Fecha. Vlorë, Albania

—Vaya, qué mala suerte —dijo Selma unos minutos más tardecuando Sam y Remi le contaron lanoticia. Estaban sentados en el capóde su Fiat en el aparcamiento—. Nocuelguen, a ver qué puedo encontrarsobre la isla de Sazan.

La oyeron teclear durantetreinta segundos, y luego volvió a

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ponerse al teléfono.—Vamos allá —exclamó—.

La isla de Sazan es la más grandede Albania, con una superficie decinco kilómetros cuadrados, y estásituada estratégicamente entre elestrecho de Otranto y la bahía deVlorë. Está deshabitada, que yosepa. Las aguas que rodean la islaforman parte de un parque marítimonacional. Ha cambiado de manosvarias veces a lo largo de lossiglos: ha pertenecido a Grecia, alImperio romano, al Imperio

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otomano, a Italia, a Alemania y otravez a Albania. Parece que Italialevantó fortificaciones en elladurante la Segunda Guerra Mundialy... Sí, aquí está: convirtieron elantiguo monasterio de la épocabizantina en una especie defortaleza. —Selma hizo una pausa—. Oh, esto podría suponer unproblema. Parece que me heequivocado.

—Cuevas —anticipó Sam.—Pantanos, caimanes... Dios

mío —terció Remi.

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—No, respecto a lo de queestaba deshabitada. Hay uncomplejo para los guardas delparque. Alberga de tres a cuatrolanchas patrulleras y unas tresdocenas de guardas.

—Por lo tanto, el acceso estáprohibido a los civiles —añadióRemi.

—Me imagino que sí, señoraFargo —convino Selma.

Sam y Remi se quedaroncallados unos instantes. Ninguno delos dos necesitó consultar con el

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otro qué iban a hacer. Samsimplemente preguntó a Selma:

—¿Cómo podemos llegar allísin que nos trinquen los guardas delparque?

Después de pasar por alto elprimer y predecible consejo deSelma, quien les dijo: «No se dejencoger», empezaron a contemplar susopciones. Primero, por supuesto,necesitarían un medio de transporte;un encargo bastante sencillo, lesaseguró Selma.

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Sam y Remi dejaron queSelma se ocupara de su tarea y sedirigieron al sur con el Fiat, deregreso a Vlorë, donde sereorganizaron en su cuartel generalde facto: el café al aire libre delhotel Bologna. Desde sus asientospodían ver a lo lejos la isla deSazan, un retazo de tierra quedespuntaba de las azules aguas delAdriático.

Selma los llamó una hora mástarde.

—¿Qué les parecen los

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kayaks?—Mientras se porten bien con

nosotros... —dijo Sam bromeando.Remi le dio un manotazo en el

brazo.—Continúa, Selma.—En el extremo norte de la

península hay una zona de recreo:playas, escalada, cuevas marinas,grutas para nadar, esa clase decosas. Desde el extremo de lapenínsula hasta la isla de Sazansolo hay tres kilómetros. Elproblema es que no se permite

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navegar en embarcacionesmotorizadas en la zona, y la cierranen cuanto se pone el sol. Meimagino que prefieren infiltrarse denoche.

—Nos conoces perfectamente—contestó Sam—. Supongo que hasencontrado una tienda de kayaks deconfianza.

—Sí. Me he tomado la libertadde alquilarles un par de ellos.

—¿Y el tiempo y las mareas?—preguntó Remi.

—Parcialmente nuboso y en

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calma esta noche, y sin luna llena,pero se prevé una tormenta paramañana por la mañana. Según lascartas náuticas que he podidoencontrar en internet, la corrientedentro de la bahía es bastantesuave, pero si te alejas demasiadoal este de la isla de Sazan y lapenínsula, acabas en el Adriático.Por lo que he leído, la corriente allíes implacable.

—En otras palabras —dijoSam—, un viaje de ida alMediterráneo.

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—Si consiguen llegar tan lejossin que los...

—Lo entendemos, Selma —lainterrumpió Remi—. El este esmalo.

Sam y Remi se miraron yasintieron con la cabeza.

—Selma, ¿cuánto falta paraque anochezca? —preguntó Sam.

Al final, la caída de la nochefue la menor de sus preocupaciones.Aunque la tienda —situada enOrikum, un municipio turístico a

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dieciséis kilómetros al sur deVlorë, en el recodo de la bahía—tenía una amplia selección dekayaks de plástico moldeados porinyección, los únicos coloresdisponibles eran el rojo, el amarilloy el naranja chillones, o unacombinación de los tres digna deJackson Pollock. Como no teníantiempo para buscar colores másdiscretos, compraron el mejor parde kayaks del lote, junto con unosremos dobles y unos chalecossalvavidas.

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Después de hacer una paradarápida en una ferretería, regresarona Vlorë. Ya que habían tenidobuena suerte con las tiendas deexcedentes militares desde suestancia en Katmandú, buscaron unay compraron un uniforme negro paracada uno de ellos: botas ycalcetines, ropa interior larga,pantalones de lana, gorro de punto yun jersey de cuello alto y mangalarga muy grande para tapar elchaleco salvavidas naranjafluorescente. Un bolso con artículos

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variados por si las moscas y un parde mochilas oscuras completaban elequipo. A continuación partieron.

Sam condujo por la zona derecreo durante varios minutos, perono vio a nadie. Los aparcamientos ylas playas estaban vacíos. Otearonlas aguas desde un mirador en unacantilado, y tampoco divisaron anadie.

—Probablemente seademasiado pronto —dijo Sam—.En estas fechas las clases todavíano han acabado.

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—Debemos dar por sentadoque habrá patrullas —dijo Remi—.Guardas del parque o policíaslocales.

Sam asintió con la cabeza.—Tienes razón.Si encontraban el Fiat, les

pondrían una multa o se lo llevaríala grúa. En cualquier caso, era unacomplicación prescindible. Y loque era aún peor, las autoridadeslocales podían dar la alarma y creerque tenían a un par de turistasperdidos en el mar, lo que sin duda

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atraería la atención de la marina odel servicio de guardacostas:precisamente lo que Sam y Remitrataban de evitar.

Después de pasear veinteminutos por los caminos de tierrade la zona de recreo, Sam encontróuna zanja de drenaje atascada por lamaleza en la que metió el Fiatdando marcha atrás. Bajo la miradaatenta a los detalles de Remi,cambiaron los restos de maleza desitio hasta que el vehículo resultóinvisible desde el camino.

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Retrocedieron juntos paraadmirar su trabajo.

—En Inglaterra habrías sidomuy útil antes del día D —comentóSam.

—Es un don —convino Remi.

Cargados con las mochilas alas espaldas, arrastraron sus kayakscolina abajo hasta una cuevaapartada que habían visto conanterioridad. La ensenada que dabaal mar tenía una playa pocoprofunda de arena blanca, medía

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menos de doce metros de ancho ydoscientos de largo, y poseía formacurva, lo que los protegía de lasmiradas indiscretas.

Les quedaban cuarenta y cincominutos de luz, y se pusieron acamuflar los kayaks. Empleandobotes de pintura naval en spray decolor negro y gris, pintaron loslados, la parte superior y el fondode las embarcaciones en irregularesfranjas superpuestas hasta que no sevio ni un resquicio de plásticofluorescente. La pintura de Sam,

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pese a su carácter funcional,carecía del estilo artístico de la deRemi. Su kayak guardaba unsorprendente parecido con el dibujode camuflaje presente en los buquesde guerra de la Primera GuerraMundial.

Sam retrocedió unos pasos,observó los kayaks y dijo:

—¿Seguro que no eres unagente de la OSS reencarnado?

—No del todo. —Remi señalócon la cabeza su kayak—. ¿Teimporta?

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—Todo tuyo.Un par de minutos y medio

bote de pintura en spray más tarde,el kayak de Sam parecía casiidéntico al de ella. Remi se volvióhacia él:

—¿Qué te parece?—Me siento... intimidado.Remi se acercó y le dio un

beso. Sonrió.—Si te sirve de consuelo, creo

que tu kayak es más grande que elmío.

—Muy graciosa. Vamos a

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cambiarnos.

Después de ponerse la ropa decamuflaje, metieron su ropa decalle en las mochilas, que a su vezintrodujeron en el compartimientode proa de cada kayak.

Sin nada más que hacer, sequedaron sentados uno al lado de laotra en la playa y observaron cómoel sol descendía, las sombras sealargaban sobre la arena y laoscuridad lo engullía todo poco apoco.

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Cuando hubo anochecidototalmente, arrastraron los kayakshasta el agua y luego los empujaronpor la superficie. Finalmente, sesubieron a ellos dándose impulsocon la punta de sendos remos.Pronto estaban navegando a travésde la ensenada. Les llevó diezminutos de práctica gobernar loskayaks, familiarizarse con losremos y mantener el equilibrio,hasta que supieron que estabanlistos.

Remaron por la ensenada; Sam

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iba primero y Remi detrás y a laderecha. Los remos emitían unsusurro apenas perceptible alhendir el agua. Pronto apareció laboca de la ensenada; más allá, unenorme manto azul oscuro. Talcomo Selma había vaticinado, elcielo estaba parcialmenteencapotado, y en el agua solo sereflejaba una debilísima luz deluna. Tres kilómetros más adelante,casi al norte, podían ver la negrasilueta de la isla de Sazan.

De repente Sam dejó de remar.

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Levantó el puño cerrado: «Alto».Remi sacó su remo del agua, locolocó sobre su regazo y esperó.Empleando unos movimientosexagerados y lentos, Sam señaló suoreja y a continuación la partesuperior del acantilado de laderecha.

Pasaron diez segundos.Entonces Remi lo oyó: un

motor, seguido del tenue chirrido deunos frenos.

Sam se volvió para mirar aRemi, señaló con el dedo la pared

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de roca, volvió a meter su remo enel agua y se encaminó en esadirección. Remi lo siguió. Samsituó su kayak en paralelo alacantilado y acto seguido se volvióen su asiento, colocó la mano sobrela proa de Remi y la atrajo hacia sí.

—¿Un guarda? —susurróRemi.

—Esperemos.Permanecieron inmóviles

mirando hacia arriba.En el borde del acantilado, una

cerilla se encendió y se apagó, y fue

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sustituida por la punta reluciente deun cigarrillo. A la tenue luz, Samvislumbró la visera de una gorra deestilo militar. Se quedaron quietosdurante cinco minutos, observandocómo el hombre terminaba sucigarrillo. Al final dio media vueltay se marchó por donde habíallegado. La puerta de un coche seabrió y se cerró de golpe. El motorarrancó y el vehículo empezó aalejarse, con los neumáticoscrujiendo sobre los guijarros.

Sam y Remi esperaron otros

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cinco minutos por si el hombrevolvía sobre sus pasos y luegozarparon de nuevo.

A cuatrocientos metros de labahía, empezó a hacerse patente quela predicción de Selma conrespecto a la marea era igual deacertada. A Sam y a Remi no lessorprendió, pero sabían que el marera inconstante; hasta una corrienterelativamente suave de un nudo aleste les habría hecho la travesía eldoble de difícil, obligándolos a

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realizar continuos ajustes de rumbopara compensar el oleaje. Si no lohacían, podían acabarperfectamente en el Adriático endirección a Grecia.

Pronto encontraron su ritmo,remando al mismo tiempo yrecortando con rapidez la distanciaque los separaba de Sazan. A mitadde trayecto se detuvieron paradescansar. Remi situó su kayakjunto al de Sam, y permanecieron ensilencio varios minutos, disfrutandodel suave balanceo de las olas.

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—Una patrulla —dijo Remi derepente.

Al nordeste, una gran lanchamotora procedente de la base rodeóel cabo de la isla. Siguió virando, yla proa se desvió hasta apuntardirectamente hacia ellos. Sam yRemi se quedaron paralizados,observando y esperando. Pese aestar bien camuflados, sus kayaksresultaría visibles a cuatrocientosmetros de distancia si los enfocabancon una luz potente.

En la proa de la lancha se

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encendió un foco que recorrió lalínea de costa sur y luego se apagóde nuevo. La lancha patrullerasiguió avanzando hacia ellos.

—Vamos —murmuró Sam—.A ver si tenemos permiso para ir atierra.

La lancha viró hacia el este.—Buena chica —dijo Remi—.

No pares.La embarcación no se detuvo.

Observaron durante varios minutoscómo las luces de navegación de lalancha se distanciaban y finalmente

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se fundían con el montón de puntosluminosos de Vlorë a lo lejos.

Sam miró a su esposa.—¿Lista?—Lista.

Recorrieron el resto de la

distancia en unos veinte minutos.Después de haber hecho unreconocimiento virtual de la islacon Google Earth, Sam habíaelegido su punto de desembarco.

Con una superficie aproximadade cinco kilómetros de norte a sur y

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un kilómetro y medio en su zonamás ancha, Sazan parecía a ojos deSam un pececillo de acuariodeformado. La base del parqueestaba en el lomo del pez, unacueva en la costa nordeste, mientrasque su lugar de desembarco seencontraba en la cola del pez, en elextremo sur más alejado, cerca deunas fortificaciones de la época dela Segunda Guerra Mundial ya endesuso.

Desprovisto en su mayoría devegetación exceptuando algunos

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matorrales y unas cuantas parcelasde pinos enanos, el terreno rocosoestaba dominado por dos altascolinas situadas cerca del centro dela isla. En una de esas colinas eradonde esperaban encontrar elantiguo monasterio y, si lainformación de Earta era exacta, alos ocupantes del cementerio de laisla de Zvernec, incluido el difuntoobispo Besim Mala.

Como era normal en Sam yRemi, estaban viajando lejos ycorriendo muchos riesgos en base a

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una suposición. Durante sus años deinvestigación habían aprendido queasí era la vida de los buscadores detesoros profesionales.

A medida que se acercaban ala costa, el mar se agitó; las olaschocaban sobre las rocas quesobresalían y sumergían a mediaslas marismas de coquinas. Loskayaks de plástico respondíanadmirablemente, rebotando en lasrocas y deslizándose sobre losbancos de arena, hasta que Sam yRemi pudieron acceder medio

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remando, medio empujando a losbajíos, donde desembarcaron yllegaron a tierra a pie.

Se agacharon para recobrar elaliento e inspeccionar el entorno.

La playa, sembrada de rocas,tenía una hondura apenas mayor quela longitud de sus kayaks y estabaapuntalada por un muro rocoso deun metro veinte de alto; más allá deeste se hallaba una escarpadacolina salpicada de maleza verde.En mitad de la misma, en la ladera,vieron una estructura del tamaño de

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un garaje.—Un fortín —susurró Sam.Más arriba en la colina había

algo parecido a una choza perohecha de piedra —una atalaya, talvez—, y más arriba todavía, a cienmetros de la cumbre, un edificio deladrillo como un cuartel de trespisos. Unos agujeros de ventanasnegros y sin cristales contemplabanel mar.

Después de mirar y escuchardurante cinco minutos, Sam susurró:

—No hay nadie en casa. ¿Ves

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algo?—No.—No veo ningún grafiti —

comentó Sam.—¿Significa algo?—Si yo fuera un chaval que

viviera en Vlorë, dudo que pudieraresistir la tentación de venir aescondidas aquí. Aunque deadolescente no era lo mío, conocíaa muchos chicos que habríanembadurnado con spray ese fortínsolo para demostrar que habíanestado aquí.

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Remi asintió con la cabeza.—Así que o la juventud albana

es especialmente respetuosa con laley o...

—O nadie de los que vienenaquí sigue libre suficiente tiempopara hacer travesuras —concluyóSam.

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Capítulo 23 Isla de Sazan, Albania

Empezaron a subirtrabajosamente por el camino de lacolina bajo la luz de la media luna.Aunque la cumbre estaba a solo unkilómetro y medio en línea recta y apocos cientos de metros por encimadel cuartel, el sinuoso trazadoduplicaba la distancia real.

Por fin llegaron al último

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recodo del camino. Una vez quegiraron, vieron la cumbre de lacolina. Sam indicó a Remi con lamano que esperara y acto seguidose abrió paso cuidadosamente entrela maleza hasta que pudo ver lacumbre. Hizo una señal con la manoa su mujer para indicarle que nohabía moros en la costa, y ella sereunió con él.

—La tierra prometida —dijoRemi.

—Una tierra prometida que havisto días mucho mejores —

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contestó Sam.Aunque antes de salir de la

península habían estudiado laconstrucción en Google Earth, en laimagen cenital la iglesiasimplemente parecía un edificiocorriente con planta de cruz. En esemomento, de cerca, podían ver uncampanario cónico, altas ventanasentabladas y un tejado antaño rojoque tras siglos de exposición a laluz del sol se había vuelto rosa.

Encontraron la puerta de doshojas cerrada, de modo que

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rodearon la iglesia. En el lado nortedescubrieron dos elementos deinterés: un agujero irregular en elmuro de ladrillo a la altura de lacintura y una vista perfecta de laparte norte de Sazan, incluida labase de los guardas del parquesituada ochocientos metros másabajo sobre la cueva de unrompeolas artificial iluminada conluces fijadas en postes. Sam y Remicontaron tres lanchas y tresedificios.

—Busquemos al obispo Mala

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y larguémonos de aquí.

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Capítulo 24 Isla de Sazan, Albania

Nada más meterse por elagujero del muro se dieron cuentade que su tarea iba a ser mucho másdifícil de lo que habían previsto. Enlugar de salir a un espacio abierto,se encontraron en un laberinto.

A cada lado y delante de ellos,había ataúdes de maderadeteriorados en montones de ocho

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con cuatro de fondo, formando unpasillo apenas más ancho que sushombros. Iluminando el camino conlas linternas de sus cabezas, sedirigieron al final del pasillo. Seencontraron en una encrucijada condos ramales. Tanto a la izquierdacomo a la derecha había másataúdes.

—¿Estás llevando la cuenta?—susurró Sam.

—Ciento noventa y dos demomento.

—El cementerio de Zvernec

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no era tan grande.—Sí lo era si los metían unos

al lado de otros y los apilaban.Sabemos que Mala murió en milcuatrocientos treinta y seis. Aunqueel suyo fuera el primer entierro,estaríamos hablando de más decinco siglos.

—Un escalofrío me acaba derecorrer la espalda. ¿Izquierda oderecha?

Remi eligió la izquierda.Anduvieron unos cuantos pasos. Alfrente, la linterna de Sam enfocó un

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muro de ladrillo exterior.—Un punto muerto —dijo.—¿Es un juego de palabras?—Un lapsus linguae.Dieron la vuelta y, con Remi a

la cabeza, dejaron atrás laencrucijada en forma de T yenfilaron el pasillo contiguo. Alfinal de él, un giro a la derecha,seguido de otros sesenta y cuatroataúdes, seguidos a su vez de ungiro a la izquierda y más ataúdes.La pauta se mantuvo a lo largo deotros cinco giros hasta que el

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recuento de cadáveres pasó deseiscientos.

Al final salieron a un espacioabierto. Allí los ataúdes tambiénestaban apilados en montones deocho hasta las vigas transversalesdel techo. Sam y Remi dieron unavuelta sobre sí mismos, recorriendocon las linternas de sus cabezas lasparedes de pino blanco.

—Allí —dijo Sam de repente.En la pared oeste, detrás de

una montaña de ataúdes podridos,había una hilera de sarcófagos de

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piedra.—Catorce —dijo Remi—. El

mismo número de sarcófagos que enel cementerio.

—Eso sí que es suerte —contestó Sam. Contó la pared deataúdes que había detrás de lossarcófagos—. Increíble —murmuró—. Remi, hay más de mil cadáveresen este edificio.

—Earta debía de estarequivocada. Después de la tormentay la inundación, seguramente sellevaron todos los cadáveres.

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Zvernec no es tanto un cementeriocomo una fosa común.

—No huele a nada.—Según Selma, el último

entierro fue en mil novecientosdoce. Incluso con elembalsamamiento, probablementequede poca carne.

Sam sonrió y cantó en vozbaja:

—Esos huesos... esos huesos...esos huesos secos.

—Venga, a lo nuestro:busquemos marcas. El mausoleo de

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Mala tenía una gran cruz patriarcal;tal vez hicieron lo mismo en elsarcófago.

Después de una rápidainspección al extremo de cadasarcófago, no vieron ninguna cruz.Sam y Remi recorrieron la hilera,empleando sus linternas paraenfocar en lo alto de cada uno. Delos catorce sarcófagos, tres teníangrabado el símbolo de la Iglesiaortodoxa oriental.

Se quedaron sentados en elsuelo uno al lado de la otra

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mirándola.—¿Cuánto crees que pesa cada

uno? —preguntó Remi.—Unos doscientos kilos. —Un

momento después, Sam añadió—:Pero la tapa... es otra cosa. Unapalanca.

—¿Cómo? —preguntó Remisonriendo.

Estaba acostumbrada a lasincongruencias de su marido; eransu manera de resolver losproblemas.

—Nos hemos olvidado de

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traer una palanca. La tapa pesacincuenta kilos como mucho, peropara abrir la junta haciendo palancamientras el sarcófago está encajadoahí dentro... Maldita sea, sabía quetenía la sensación de que nosolvidábamos algo importante.

—Menos mal que tienes unplan.

Sam asintió con la cabeza.—Menos mal que tengo un

plan.Sam y Remi habían aprendido

hacía mucho tiempo el valor

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universal de tres artículos —cuerda, alambre y cinta aislante—,y casi nunca salían de casa sin losmismos aunque la misión o el viajeen cuestión no requirieran de formaevidente ninguno de ellos. Esa vez,con las prisas por llegar antes deque anocheciera, habían olvidadootro elemento del trío aparte de lapalanca: alambre. Sam esperabaque bastara con el rollo de cuerdade escalada de quince metros y conla cinta aislante.

Solo tuvieron que rebuscar

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unos minutos sobre las vigastransversales de la iglesia paraencontrar lo que necesitaban: unaescuadra suelta. Después deretorcerla hasta desprenderla, Samusó el peso de su cuerpo paracerrarla sobre el punto central de lacuerda. A continuación, se arrastrósobre el sarcófago e introdujo laescuadra en la junta trasera de latapa. Luego, aferrando la cuerdacomo si fueran unas riendas, tiróhasta que la escuadra quedófirmemente colocada. Por último, él

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y Remi tiraron de las puntas de lacuerda sobre una viga y emplearonsu peso combinado para tensarpoco a poco la cuerda hasta que elotro extremo de la tapa empezó alevantarse.

—La tengo —dijo Remi conlos dientes apretados mientrascogía la punta de la cuerda de Sam—. Adelante.

Sam avanzó a toda prisa, seinclinó sobre la tapa y metió losdedos bajo el lado que le quedabamás cerca. Se inclinó hacia atrás y

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estiró las piernas. La tapa selevantó de golpe y se deslizó entresus extremidades inferiores. Laescuadra se desprendió emitiendoun sonido metálico.

Rodearon la tapa juntos y seinclinaron hacia delante,recorriendo con las linternas de suscabezas el contenido del sarcófago.

—Huesos, huesos y máshuesos —dijo Remi.

—Y ni rastro de oro —contestó Sam—. Uno menos, faltandos.

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Aunque ninguno de ambos

expresó su preocupación, Sam yRemi tenían el presentimiento deque escogieran el sarcófago queescogiesen a continuación, seríaotra elección incorrecta. Del mismomodo, ninguno de los dos se atrevíaa dar credibilidad a lo que lapersistente voz de la duda susurrabaen lo más recóndito de sus mentes:que el padre/obispo Besim Malahabía incumplido la petición del reyde Mustang y que el segundo disco

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del Theurang había sido descartadoo abandonado hacía mucho tiempo,junto con el Hombre Dorado y, siJack Karna estaba en lo cierto, lasituación de Shangri-La.

Treinta minutos y otra tapa desarcófago más tarde, se encontraronante un segundo conjunto de huesosy un segundo intento fallido.

Noventa minutos después deentrar en la iglesia, retiraron la losasuperior del tercer y últimosarcófago. Agotados, Sam y Remise quedaron sentados delante de él

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y se tomaron un instante pararecobrar el aliento.

—¿Lista? —dijo Sam.—La verdad es que no, pero

acabemos de una vez —contestóRemi.

Avanzaron a gatas a cada ladode la losa de piedra y, después derespirar hondo, se asomaron porencima del borde del sarcófago.

En la negrura del interior, unapieza de oro centelleó.

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Capítulo 25 Sofía, Bulgaria

Poco después del alba,agotados pero triunfantes, estabande vuelta en la península caminodel hotel de Vlorë.

Tras haber expresado a Selmasu preocupación por el envío deldisco del Theurang a San Diego porlos medios habituales, Sam y Remidescubrieron que, como era de

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esperar, su investigadora jefe habíahecho planes alternativos. RubeHaywood, su viejo amigo de laCIA, le había dado el nombre y ladirección de un servicio demensajería de confianza en Sofía.Rube rehusó decirles si dichoservicio estaba relacionado dealguna forma con su antiguaagencia, pero el letrero que habíasobre la puerta del edificio, querezaba SERVICIOSARCHIVÍSTICOS ACADÉMICOSDE SOFÍA S.A., reveló a Sam todo

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lo que necesitaba saber.—Estará allí como muy tarde

mañana al mediodía hora local —dijo Sam a Remi—. ¿Tienes lasseñas?

Remi sonrió y levantó su iPad.—Conectado y listo.Sam metió una marcha y

arrancó el Fiat.

Cuando faltaban ochocientosmetros para llegar a su destino, eliPad de Remi se volvióinnecesario. Unos indicadores en

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alfabeto cirílico y en lengua inglesalos guiaron por la calle VasilLevski y por delante del edificiodel Parlamento y la Academia deCiencias, hasta la plaza querodeaba el corazón religioso deSofía, la catedral de AlejandroNevski.

La basílica dominaba la plaza.Su cúpula central dorada, coronadapor una cruz, se elevaba cuarenta ycinco metros por encima de lacalle, y su campanario, siete metrosencima de ella.

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—Doce campanas con un pesototal de veinticuatro toneladas —leyó Remi de la guía turística quese había descargado—, cuyo pesooscila entre los nueve y los diez milkilos.

—Impresionante —contestóSam, siguiendo la circulación devehículos alrededor de la catedral—. Y ensordecedor, me imagino.

Rodearon la plaza bordeadade árboles dos veces antes de queSam se metiera en una calle lateraly encontrara aparcamiento.

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Los dos sabían que su visita ala catedral de Alejandro Nevskisimplemente sería un punto departida. Aunque tanto Selma comoKarna coincidían en que el obispoArnost Deniv había fallecido enSofía en 1442, ninguno de los doshabía podido encontrar dato algunosobre su última morada. Esperabanque el bibliotecario jefe de lacatedral de Alejandro Nevskipudiera orientarlos en la direccióncorrecta.

Tras aparcar el coche se

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adentraron en la plaza, siguiendo eltorrente de lugareños y de turistashasta el lado oeste de la catedral,donde subieron los escalones quedaban a las enormes puertas demadera. A medida que seacercaban, una mujer rubia con elcabello a lo garçon les sonrió y dijoalgo en búlgaro: una pregunta, ajuzgar por la inflexión de su voz.Entendieron la palabra «inglés»,dedujeron lo esencial de la frase yrepitieron:

—Inglés.

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—Bienvenidos a la catedral deAlejandro Nevski. ¿En qué puedoayudarles?

—Nos gustaría hablar con elencargado de la biblioteca —contestó Remi.

—¿Biblioteca? —repitió lamujer—. Ah, ¿se refiere alarchivero?

—Sí.—Lo siento, pero no tenemos

archivero.Sam y Remi intercambiaron

miradas de desconcierto. Remi sacó

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su iPad y le enseñó a la mujer elarchivo PDF que les había enviadoSelma, un documento sobre laIglesia ortodoxa oriental deBulgaria. Remi señaló un pasaje, yla mujer lo leyó, moviendo loslabios en silencio.

—Ah —dijo sagazmente—. Esinformación antigua, ¿saben? Esapersona trabaja ahora en el palaciodel Sínodo.

La mujer señaló al sudeste unedificio rodeado de un bosquecillo.

—Está allí. Vayan y les

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ayudarán.—¿Qué es el Sínodo? —

preguntó Sam.La mujer adoptó su lenguaje de

guía turística:—El Sínodo es la sede de un

grupo de metropolitanos, u obispos,que a su vez eligen a los patriarcasy a otros representantes igual deimportantes de la Iglesia ortodoxabúlgara. La tradición del Sínodo seremonta a la época de losapóstoles, en Jerusalén.

A continuación, la mujer

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sonrió y ladeó la cabeza comodiciendo: «¿Desean saber algomás?».

Sam y Remi le dieron lasgracias y se dirigieron al palacio.Una vez dentro, delante delmostrador de información delvestíbulo, explicaron el motivo desu visita —recopilar informaciónpara un libro sobre la historia de laIglesia ortodoxa oriental—, y lesdijeron que se sentaran. Una horadespués, un sacerdote vestido denegro con una larga barba canosa

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apareció y los acompañó a sudespacho, donde de inmediatoquedó claro que hablaba pocoinglés, y Sam y Remi todavía menosbúlgaro. Se llamó a un intérprete.Los Fargo repitieron su historia yofrecieron la carta de presentacióndel editor que Wendy les habíahecho utilizando Photoshop. Elsacerdote escuchó atentamentemientras el intérprete leía la carta, yse recostó y se acarició la barba unminuto entero antes de contestar.

—Me temo que no podemos

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ayudarles —dijo el intérprete en sulugar—. Los documentos quebuscan no se conservan en elpalacio. La persona con la quehablaron en la catedral estáequivocada.

—¿Sabe dónde podríamosbuscar? —preguntó Sam.

El intérprete trasladó lapregunta al sacerdote, quien frunciólos labios y se acarició la barba denuevo. Acto seguido cogió elteléfono y habló con alguien al otrolado de la línea. Después de un

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intercambio de palabras, colgó.—El historial personal de ese

período se encuentra en la iglesiade Sveta Sofia... Perdón, la iglesiade Hagia Sofia.

—¿Dónde está? —preguntóRemi.

—Justo al este de aquí —contestó el traductor—. A cienmetros, al otro lado de la plaza.

Sam y Remi llegaron diezminutos más tarde y tuvieron queesperar de nuevo, esa vez solo

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cuarenta minutos, antes de que leshicieran pasar al despacho de otrosacerdote. Este hablaba muy bien suidioma, de modo que obtuvieronrespuesta enseguida: no solo sehabía equivocado la guía de lacatedral de Alejandro Nevski, sinotambién el sacerdote del palaciodel Sínodo.

—Los documentos anterioresal primer exarca búlgaro, Antimo I,que desempeñó su dignidad hasta elestallido de la guerra ruso-turca enmil ochocientos setenta y siete, se

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conservan en el Metodio.Sam y Remi se miraron,

inspiraron y preguntaron:—¿Qué es exactamente el

Metodio?—Oh, es la Biblioteca

Nacional de Bulgaria.—¿Y dónde está?—Justo al este de aquí,

enfrente de la Galería Nacional deArte Extranjero.

Dos horas después de haberseapeado del coche, Sam y Remi se

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encontraron otra vez junto alvehículo, al otro lado de la calleenfrente de la Biblioteca NacionalBúlgara. Sin saberlo, habíanaparcado a diez pasos de su destinofinal.

O eso creían.Esa vez, tras solo veinte

minutos en compañía de unabibliotecaria, se enteraron de queen el Metodio no constaba ningúnmetropolitano llamado ArnostDeniv que hubiera muerto aprincipios del siglo XV.

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Después de disculparse, labibliotecaria los dejó sentados trasuna mesa de lectura.

—El problema con los ataúdesen Sazan está empezando a parecerun juego de niños —dijo Sam.

—Esto no puede ser el fin —contestó Remi—. Sabemos queArnost Deniv existió. ¿Cómo puedeno haber constancia de él?

En la mesa de al lado, unasuave voz de bajo dijo:

—La respuesta, querida, esque hay varios Arnost Deniv en la

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historia de la Iglesia ortodoxabúlgara y que la mayoría de ellosvivieron antes de la guerra ruso-turca.

Sam y Remi se volvieron y seencontraron mirando a un hombrede cabello plateado con unosbrillantes ojos verdes. Les dedicóuna sonrisa abierta y dijo:

—Discúlpenme por escucharsu conversación.

—No se preocupe —respondió Remi.

—El problema de la

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biblioteca es que están en plenoproceso de digitalización de losarchivos —dijo el hombre—.Todavía no han contrastadototalmente el catálogo. Por lo tanto,si una petición no es muy concreta,no se consigue ningún resultado.

—Aceptamos cualquierconsejo —dijo Sam.

El hombre les indicó con lamano que se acercaran a su mesa.Una vez que estuvieron sentados, yél hubo apilado de nuevo los librosamontonados a su alrededor, dijo:

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—Da la casualidad de queestoy trabajando en un pequeñolibro de historia.

—¿De la Iglesia ortodoxaoriental? —preguntó Remi.

El hombre sonrió concomplicidad.

—Entre otras cosas. Misintereses son... eclécticos, se podríadecir.

—Es interesante que nuestroscaminos se encuentren aquí —dijoSam, observando la cara delhombre.

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—Yo creo que la realidadsupera la ficción. Esta mañana,mientras estaba investigando eldominio otomano de Bulgaria, mehe topado con el nombre de ArnostDeniv: un metropolitano del sigloquince.

—Pero la bibliotecaria nos hadicho que no... —alegó Remi.

—Les ha dicho que no teníanconstancia de la existencia de unmetropolitano con ese nombredurante ese período. El libro en elque lo he encontrado todavía no ha

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sido digitalizado. Verán, cuando elImperio otomano (que erafervorosamente musulmán)conquistó Bulgaria, miles declérigos fueron asesinados. Amenudo, los que sobrevivían erandegradados o exiliados, o las doscosas. Ese fue el caso de ArnostDeniv. Era un hombre muyinfluyente, y eso preocupaba a losotomanos.

»En mil cuatrocientosveintidós, después de volver deunas obras de misionero en Oriente,

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ascendió a la categoría demetropolitano, pero cuatro añosmás tarde fue degradado y exiliado.Los otomanos le ordenaron bajopena de muerte que limitara susministerios al pueblo en el quemurió dos años más tarde.

—Y, a ver si lo adivino —dijoSam—, los otomanos hicieron todolo posible por destruir gran parte dela historia de la Iglesia ortodoxaoriental durante ese período detiempo.

—Correcto —dijo el hombre

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—. Por lo que respecta a muchostextos históricos de esa época,Arnost Deniv no fue más que unhumilde sacerdote en una pequeñaaldea.

—Entonces ¿puede usteddecirnos dónde está enterrado? —preguntó Remi.

—No solo puedo decírselosino que puedo mostrarles dóndeestán expuestas públicamente todassus posesiones materiales.

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Capítulo 26 Sofía, Bulgaria

Las instrucciones de subenefactor fueron sencillas:recorrer dieciséis kilómetros alnorte hasta la ciudad de Kutina, enlas estribaciones de los montesBalcanes. Buscar el Museo deHistoria Cultural de Kutina y pedirque les dejaran ver los objetosexpuestos de Deniv.

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Llegaron a Kutina pocodespués de la una de la tarde ypararon a comer en un café. Usandofrases chapurreadas, los Fargoconsiguieron las señas del museo.

—Remi —dijo Sam mientrasabría la puerta del conductor delFiat—, ¿te has quedado con elnombre de ese tipo? Ya no meacuerdo.

Remi se detuvo con la puertade su lado entreabierta. Frunció elceño.

—Tiene gracia... Yo tampoco.

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Empezaba por ce, creo.Sam asintió con la cabeza.—Sí, pero ¿era el nombre o el

apellido? ¿O los dos?

Después de haber visto másque suficientes templos de la Iglesiaortodoxa oriental, Sam y Remirespiraron aliviados al descubrirque el museo estaba ubicado en unavieja casa de labranza de coloramarillo mantequilla a orillas delrío Iskar. A cada lado de laestructura había ricos prados

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verdes para caballos.Aparcaron en la entrada de

grava del museo, bajaron del cochey subieron los escalones delporche. En la ventana con parteluzde la puerta principal había unletrero universal con un reloj queindicaba la hora de vuelta al trabajopero escrito en cirílico. Lasmanecillas apuntaban a las dos ymedia.

—Veinte minutos —dijo Sam.Se sentaron en el columpio del

porche y se mecieron, charlando

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para matar el tiempo. Empezó acaer una llovizna que tamborileabaen el tejado.

—¿Por qué no tenemos uno deestos columpios? —preguntó Remi—. Es relajante.

—Lo tenemos —contestó Sam—. Te lo compré hace cuatro añospara el día del Árbol. —A Sam legustaba sorprender a su mujer conregalos en las festividades pococonocidas—. Todavía no he tenidotiempo de montarlo. Lo apuntaré enel primer puesto de mi lista de

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cosas pendientes.Remi le apretó el brazo.—Ah, es verdad. ¿El día del

Árbol? ¿Seguro que no fue el día dela Marmota?

—No, el día de la Marmotaestuvimos en Ankara.

—¿Estás seguro? Juraría queestuvimos en Ankara en marzo...

A las 2.28 de la tarde un viejoBulgaralpine verde se deslizó enpunto muerto y se detuvo en elcésped. Una mujer desgarbada con

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gafas de montura redonda y unaboina bajó del vehículo, los vio enel porche y los saludó con la mano.

—Sdrawei! —gritó.—Sdrawei! —contestaron al

unísono Sam y Remi.«¡Hola!» y «¿Habla nuestro

idioma?» eran dos frases queintentaban aprender de memoriacada vez que visitaban un nuevopaís.

Sam empleó la segunda frasemientras la mujer subía losescalones del porche.

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—Sí, hablo su idioma —respondió ella—. Mi hermana viveen Estados Unidos: Dearborn,Michigan, Estados Unidos. Meenseña por los internetes. SoySovka.

Sam y Remi se presentaron.—¿Han venido a ver los

museos? —preguntó Sovka.—Sí —contestó Remi.—Bien. Síganme, por favor.Sovka abrió la puerta con

llave y entró. Sam y Remi lasiguieron. El interior del edificio

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olía a madera vieja y a col, y lasparedes estaban pintadas de un tonoparecido al del exterior: amarillomantequilla desvaído. Después decolgar su abrigo en el armario delrecibidor, la mujer los condujo a unpequeño despacho en la sala deestar reformada.

—¿Qué les trae a estosmuseos? —preguntó la mujer.

Sam y Remi habían discutidoel modo de enfocar la situación enel camino a Kutina y habíandecidido ser francos.

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—Estamos interesados en elpadre Arnost Deniv. Una personaen la Biblioteca Nacional Búlgarade Sofía nos ha comentado queustedes podían tener objetosrelacionados con él.

Los ojos de Sovka se abrieronde par en par.

—¿El Metodio? ¿En elMetodio saben de nuestros museos?¿En Sofía?

Remi asintió con la cabeza.—Ya lo creo.—Oh, lo pondré en nuestro

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pronto boletín. Qué momento másglorioso para nosotros.Respondiendo pregunta, no, seequivoca. No tenemos algunosasuntos personales del padre Deniv.Tenemos todos sus asuntospersonales. ¿Puedo preguntar porqué están ustedes interesados conél?

Sam y Remi le explicaron suproyecto de libro, y Sovka asintiósolemnemente con la cabeza.

—Una época siniestra para laIglesia. Me alegro de que escriban

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sobre ello. Vengan.Salieron del despacho detrás

de ella, recorrieron el pasillo ysubieron una sinuosa escalera hastael segundo piso. Allí habíanderribado las paredes y habíanconvertido lo que parecían noventametros cuadrados de habitacionesen un espacio abierto. Sovka losllevó a la parte sudeste de la casa,donde un grupo de vitrinas decristal y tapices colgantes habíansido dispuestos formando un rincón.Unas luces empotradas en el techo

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iluminaban las vitrinas.Remi lo vio primero, y Sam un

instante después.—¿Ves....?—Sí —contestó él.—¿Perdones? —preguntó

Sovka por encima del hombro.—Nada —respondió Remi.Incluso a tres metros de

distancia, el borde curvado de lapieza de oro parecía saltar a lavista en la vitrina situada al lado dela pared. Sam y Remi entraron en elrincón con el corazón acelerado.

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Allí, en el estante superior, posadosobre una sotana negro azabachedoblada con un reborde naranjaoscuro, se hallaba el disco delTheurang.

Sovka extendió los brazos conun ademán ostentoso.

—Bienvenidos a lascolecciones Deniv —dijo—. Todolo que tenía en sus posesiones en elmomento de su muerte está aquí.

Sam y Remi apartaron la vistadel disco y miraron a su alrededor.

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En total, debía de haber unas veintepiezas, en su mayoría prendas deropa, objetos de aseo, artículos deescritura y unos cuantos fragmentosde cartas enmarcados.

—¿Qué es este objeto? —dijoRemi lo más despreocupadamenteposible.

Sovka miró el disco delTheurang.

—No somos seguros. Creemosque es una especie de recuerdo, talvez de sus aventuras comomisionero en tierras salvajes.

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—Es fascinante —comentóSam, inclinándose—. Echaremos unvistazo, si no le importa.

—Por supuesto. Estaré poraquí, si me necesitan.

Sovka se alejó pero no seperdió de vista.

—Esto complica las cosas —susurró Remi a Sam.

Quitar el disco del Theurang aBesim Mala había sido unadecisión fácil. Sin embargo, allí eldisco de Arnost Deniv formabaparte de la historia reconocida.

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Sabían que entrar a robar en elmuseo fuera del horario de visitasería sencillo, pero ni a Sam ni aRemi les parecía bien esa opción.

—Consultemos con nuestrosexpertos —propuso Remi.

Le dijeron a Sovka quevolverían enseguida y salieron alporche. Llamaron por teléfono aSelma, le pidieron que incluyera enla conferencia a Jack Karna yesperaron durante dos minutos desilencios y ruiditos mientras hacíalas conexiones pertinentes. Cuando

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Karna estuvo al teléfono, Samexplicó la situación.

—Jack, ¿qué necesitaexactamente de los discos para quesean compatibles con el mapa? —preguntó Remi—. ¿El propio discoo las marcas?

—Las dos cosas, me temo.¿Hay alguna posibilidad de que esamujer se lo preste?

—Lo dudo —contestó Sam—.Es su orgullo. Y me preocupa que sise lo pedimos desconfíe. Se estámostrando amable y colaboradora.

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No queremos que cambie deactitud.

—Jack, ¿son muy parecidoslos discos en tamaño y forma? —preguntó Selma.

—Por lo que he podidoaveriguar, yo diría que casiidénticos. Lo sabrá con seguridadcuando compare el que Sam y Remile acaban de enviar con el que sacódel cofre.

—Selma, ¿qué estáspensando?

—Es demasiado pronto para

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decirlo, señora Fargo, pero si todosesperan un poco... —La línea seinterrumpió y permaneció ensilencio. Fiel a su palabra, Selmavolvió al cabo de tres minutos—.Puedo fabricar uno —dijo sin máspreámbulos—. Bueno, yo no, sinoun amigo de un amigo que puedereplicarlo con la precisión quepermiten el diseño y la fabricaciónasistidos por ordenador. Si leproporcionamos las suficientesfotos adecuadas, puede modelar eldisco que falta.

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—Me imagino que tienes unalista de requisitos —dijo Sam.

—Ahora mismo se la estoyenviando.

Después de conseguir queSovka accediera a dejarlesfotografiar la colección Deniv acambio de una pequeña donación al«nuevo fondo para el tejado», Samy Remi regresaron en coche a Sofíay, siguiendo las indicaciones deSelma y su lista de la compra,reunieron lo que necesitaban: dos

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reglas de cálculo triangulares decalidad profesional, dos placasgiratorias, un expositor negro dedos centímetros y medio de alturaen el que pudiera apoyarse el disco,y luces y un trípode para la cámarade Remi.

A las cuatro estaban de vueltaen Kutina, y treinta minutos mástarde, haciendo fotos. Con cuidadode prestar la atención adecuada acada objeto para que Sovka no seinteresara demasiado, losfotografiaron de uno en uno,

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dejando el disco del Theurang parael final. Aburrida de la operación,Sovka había desaparecido en sudespacho de la planta de abajo.

—Esto sería mucho más fácilsi no tuviéramos escrúpulos —observó Sam.

—Piensa en ello como unacuestión de buen karma. Además,¿quién sabe cuál es la pena porrobo de objetos históricos enBulgaria?

—Dos argumentos de peso.Construida la caja luminosa y

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colocado el telón de fondo de linoblanco, Sam dispuso las lucessegún las instrucciones de Selma.Una vez hecho eso, Remi colocó elexpositor en la placa giratoria yluego el disco apoyado en elexpositor. Por último, las reglas decálculo fueron colocadas formandouna L alrededor del disco.

Después de tomar una serie deinstantáneas de prueba y de hacerunos ajustes en la cámara, Remiempezó a disparar: cincofotografías por cada rotación de

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ocho grados de la placa giratoria,para un total de cuarenta y cincogiros o doscientas veinticincofotografías. Repitieron la operacióncon el lado contrario del disco yluego hicieron otra serie con él depie sobre el expositor. Acontinuación, por último, realizaronuna serie de primeros planos de lascaras idénticas del disco,centrándose en los símbolos.

—Ochocientas fotos —dijoRemi, enderezándose tras sutrípode.

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—¿Cuánto ocupan losarchivos?

Remi miró la pantalla de LCD.—Caramba. Ocho gigabytes.

Demasiado para un correoelectrónico normal.

—Creo que sé cómo podemossolucionarlo —respondió Sam—.Recojamos y pongámonos enmarcha.

Después de una llamadarápida a Selma, quien a su vezllamó a Rube, quien a su vez llamó

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a sus amigos en los ServiciosArchivísticos Académicos de SofíaS. A., Sam y Remi encontraron laoficina abierta cuando llegaron aSofía a las seis y media. Como ensu primera visita, a Sam le pidieronque se identificara y dijera unafrase en clave —distinta de laprimera— antes de ser conducido auna oficina contigua y una terminalinformática. Gracias a la conexión ainternet de alta velocidad de laoficina, envió rápidamente losarchivos de las fotos y las subió al

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sitio de almacenamiento de Selmaen menos de tres minutos. Samesperó el mensaje de confirmacióny regresó al Fiat junto a Remi.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó.

Sam vaciló. Frunció el ceño.Habían estado tan ajetreados desdeque habían llegado a Katmandú queno habían tenido ocasión deplantearse esa pregunta.

—Voto por que volvamos acasa y nos reorganicemos.

—Estoy de acuerdo.

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Capítulo 27 Goldfish Point, La Jolla,

California

—Genial... Gracias. Lobuscaremos.

Selma colgó el teléfono yregresó junto al grupo reunido entorno a la mesa de trabajo de arce:Sam, Remi, Pete y Wendy.

—Era George —dijo Selma—. La maqueta del disco del

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Theurang está lista. Nos la va amandar por un mensajero enbicicleta.

—Estoy deseando ver quéaspecto tienen ochocientas fotos entres dimensiones —dijo Remi.

Al llegar a casa después de suvuelo de Sofía a San Diego conescalas en Frankfurt y SanFrancisco, Sam y Remi habíansaludado a los presentes yrápidamente se habían acostadopara dormir diez maravillosashoras. Renovados, y con el cuerpo

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casi readaptado a la hora deCalifornia, se habían reunido con suequipo en la sala de trabajo paraponerse al día.

—Por muy buena que sea lamaqueta —dijo Pete—, no se puedecomparar con el auténtico disco.

Posados en las bandejasforradas de gomaespuma negra, losgenuinos dos discos del Theurangbrillaban bajo el duro resplandorde los halógenos colgantes.

—En aspecto, sí —contestóSam—. Pero en utilidad... Mientras

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nos ayude a encaminarnos a dondetenemos que ir, para mí es como sifuera de oro.

—¿Se creen algo de lahistoria? —preguntó Selma.

—¿Qué parte?—La profecía, la teoría de

Jack sobre el Theurang como uneslabón perdido evolutivo, Shangri-La... Todo.

—Bueno, el propio Jack loreconoció —contestó Remi—: solotenemos dibujos del Theurang, y esimposible saber hasta qué punto

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están basados en el mito y hasta quépunto en la observación directa. Yocreo que su argumento es tanconvincente que deberíamosinvestigarlo hasta el final.

Sam asintió con la cabeza.—En cuanto a Shangri-La...

Muchas leyendas están basadas enun ápice de verdad. En la culturapopular moderna, Shangri-La essinónimo de paraíso. Para la gentede Mustang, puede que solo hayasido el lugar donde fueoriginalmente encontrado el

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Theurang... y donde debería serenterrado por derecho. Los nombresde los sitios son intrascendentes. Loimportante es el significado que lesdamos.

—Sam, eso es casi poético —dijo Remi.

Él sonrió.—Tengo mis momentos.El interfono sonó. Selma

contestó y salió de la sala. Volvióun minuto más tarde con una caja decartón. La abrió, examinó sucontenido y acto seguido lo extrajo.

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Colocó el disco del Theurangmodelado sobre la bandeja congomaespuma.

El disco era casi imposible dedistinguir de sus dos compañeros.

—Estoy impresionado —dijoSam—. Buena idea, Selma.

—Gracias, señor Fargo.¿Llamamos a Jack?

—Dentro de poco. Primerocreo que es el momento de que nospongamos en contacto con el reyCharlie. Me gustaría cabrearlo paraque hablara.

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—¿Qué quiere decir? —preguntó Wendy.

—Dependiendo de lo fiablesque sean sus fuentes en Mustang,puede que crea que su plan deahogarnos en el Kali Gandaki dioresultado. Vamos a ver si logramoshacerle la Pascua. Selma, ¿puedesconseguirme una línea segura por elmanos libres?

—Sí, señor Fargo. Unmomento.

Pronto la línea se abrió y elteléfono sonó. Charlie King

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contestó con un áspero «King alaparato».

—Buenos días, señor King —dijo Sam—. Sam y Remi Fargo alaparato.

Indecisión. Acto seguido, unareacción bulliciosa:

—¡Buenos días! Hacía tiempoque no sabía de ustedes. Estabaempezando a temer que no hubierancumplido nuestro trato.

—¿Qué trato es ese?—He liberado a su amigo.

Ahora ustedes van a entregarme lo

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que han encontrado.—No tiene usted muy buena

memoria, Charlie. El trato era quenos reuniríamos con Russell yMarjorie y que llegaríamos a unentendimiento con ellos.

—Maldita sea, ¿y qué creíanque significaba eso? Yo les doy aAlton, y ustedes me dan lo quequiero.

—Consideramos que usted haincumplido su contrato, Charlie.

—¿De qué está hablando?—Estamos hablando del falso

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guía turístico que contrató paramatarnos en Mustang.

—Yo no hice tal...—Para el caso... —lo

interrumpió Sam—. Usted mandó asus hijos o a su mujer que lohicieran.

—Conque creen eso, ¿eh?Adelante, demuéstrenlo.

—Creo que podemos haceralgo mejor —respondió Sam.

A su lado, Remi esbozó conlos labios: «¿Qué?». Sam seencogió de hombros y esbozó a su

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vez las palabras «Estoyimprovisando».

—Fargo, me han amenazadohombres más duros y más ricos queusted —dijo King—. Prácticamentetodos los días me limpio su sangrede las botas. ¿Qué tal si me da loque quiero y quedamos comoamigos?

—Es demasiado tarde paraeso: la parte de los amigos, quierodecir. En cuanto al premio detrásdel que anda (el premio que supadre se pasó la mayor parte de su

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vida adulta buscando), lo tenemos.Está justo delante de nosotros.

—Gilipolleces.—Vigile esos modales, y a lo

mejor nosotros le mandamos unafoto. Pero, primero, ¿por qué no nosexplica a qué se debe su interés?

—¿Y si ustedes me cuentanqué han encontrado?

—Un cofre de madera conforma de cubo en manos de unsoldado que llevaba muerto mediomilenio más o menos.

King tardó en contestar, pero

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le oyeron respirar por el teléfono.Al final, en voz queda, dijo:

—¿De verdad lo tienen?—Sí. Y a menos que empiece

a contarnos la verdad, vamos aabrirlo y ver lo que hay dentro.

—No, no lo toquen. No lohagan.

—Díganos qué hay dentro.—Podría ser un par de cosas:

un objeto con forma de monedagrande o un montón de huesos. Encualquier caso, no significaránmucho para ustedes.

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—Entonces ¿por qué significantanto para usted?

—No es asunto suyo.Al otro lado de la mesa,

Selma, de pie tras su portátil,levantó el dedo índice.

—Señor King, ¿puede esperarun momento? —dijo Sam.

Sin aguardar a que élcontestara, Pete alargó la manohacia el teléfono y pulsó el botón desilencio.

—Me había olvidado decontárselo —dijo Selma—: he

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estado haciendo másaveriguaciones sobre los años deadolescencia de King. Heencontrado un blog escrito por unaantigua reportera del New YorkTimes. La mujer afirma que duranteuna entrevista con King hace tresaños, le hizo una pregunta que no legustó. Después de fulminarla con lamirada, puso fin a la entrevista. Dosdías más tarde, ella fue despedida.Desde entonces no ha podidoencontrar un trabajo aceptable deperiodista. King la ha puesto en la

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lista negra.—¿Qué le preguntó? —

inquirió Remi.—Le preguntó por qué en el

anuario del instituto de secundariade King todo el mundo se refería aél por su apodo: Adolf.

—¿Ya está? —dijo Sam—.¿Eso es todo?

—Ya está.—Sabemos que Lewis King

era nazi solo de nombre —dijoWendy—, y que Charlie no tuvonada que ver con eso, de modo que

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¿por qué iba...?—Los críos pueden ser muy

crueles —contestó Remi—.Piénsalo: Lewis King estuvo engran parte ausente en la vida deCharlie desde una tierna edad.Además, allí adonde Charlie ibadebían de burlarse sin piedad desus orígenes nazis. Desde nuestropunto de vista no parece gran cosa,pero para un chico, para unadolescente... Sam, podría ser unasunto delicado para King. En aquelentonces era un niño petulante sin

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poder. Ahora es un multimillonariopetulante con más poder quemuchos jefes de Estado.

Sam consideró aquello. Hizoun gesto con la cabeza a Pete, quienvolvió a apretar el botón desilencio.

—Disculpe, Charlie. ¿Pordónde íbamos? Ah, claro: la caja.Ha dicho que contiene una monedao unos huesos, ¿correcto?

—Así es.—¿Y para qué los quería su

padre? ¿Un oscuro ritual de

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ocultismo nazi? ¿Algo que Himmlerideó con Adolf?

—¡Cállese, Fargo!—Su padre se pasó la vida

buscándolo. ¿Cómo puede estarseguro de que no tuvo ningúnvínculo con una organización nazisecreta después de la guerra?

—Se lo advierto... ¡Cállese!—¿Por eso quiere el Hombre

Dorado, Charlie? ¿Está intentandoculminar lo que el fascista de supadre no pudo acabar?

Por el altavoz oyeron que algo

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pesado caía con estrépito sobremadera seguido de unas confusasinterferencias. La voz de Kingvolvió al otro lado de la línea:

—¡No soy un nazi!—De tal palo tal astilla,

Charlie. Le diré lo que creo quepasó. Su padre se enteró de laexistencia del Theurang durante laexpedición de mil novecientostreinta y ocho, luego su familia semudó a Estados Unidos después dela guerra, donde el señor Kingsiguió con el adoctrinamiento nazi

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de su hijo. Para sus retorcidasmentes, el Theurang es una especiede Santo Grial. Lewis desaparecióintentando encontrarlo, pero a ustedle enseñó bien. Usted no va a...

—¡El muy cabrón! ¡El muyidiota! ¡Se marchó tan panchodejando a mi madre en Alemania yluego hizo lo mismo cuando ellallegó aquí!

»Cuando mi madre se tragó unfrasco de pastillas, no se molestó envolver para el funeral. ¡Él la mató yni siquiera tuvo la decencia de

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presentarse!»¡El bueno y excéntrico de

Lewis! Le importaba un bledo loque dijeran de él y no entendía porqué a mí me molestaba. Todos losdías, todos los puñeteros días, teníaque escucharles murmurando a misespaldas, soltando el maldito HeilHitler! Pero pude con ellos. ¡Pudecon todos! Ahora podríacomprarlos y venderlos a todos ycada uno de ellos.

»¿Cree que busco el HombreDorado porque era tan importante

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para mi padre? ¿Cree que consideroque tengo un deber hacia él?Menudo chiste. ¡Cuando le eche elguante a esa cosa, voy a hacerlapolvo! ¡Y si hay Dios en el cielo,mi padre estará mirando! —King sedetuvo y soltó una risita forzada—.Además, ustedes dos han sido unincordio para mí desde el primerdía. No pienso dejar que cojan loque es mío por derecho ni ensueños.

Sam tardó en contestar. Lanzóuna mirada a Remi y supo que era

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de la misma opinión que él: sentíanuna compasión absoluta por el niñoCharlie King. Pero King ya no eraun niño, y su demencial misión paravengarse de su padre había costadovidas humanas.

—¿De eso se trata? —dijoSam—. ¿De una simple pataleta?King, ha asesinado, ha raptado y haesclavizado a gente. Es usted unsociópata.

—Fargo, no sabe lo que está...—Sé lo que usted ha hecho. Y

sé de lo que es capaz antes de que

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todo esto acabe. Voy a hacerle unapromesa, King: no solo vamos aasegurarnos de que no consigue elHombre Dorado, sino también deque vaya a la cárcel por lo que hahecho.

—¡Escúcheme, Fargo!¡Mataré...!

Sam alargó la mano y pulsó elbotón de colgar.

La línea se cortó.Se hizo el silencio alrededor

de la mesa de trabajo.Entonces, en voz baja, Selma

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dijo:—Vaya, parece un pelín

fastidiado.Su comentario rompió la

tensión. Todos se echaron a reír.Cuando las risas se fueronapagando, Remi dijo:

—Me preguntó qué pasará sicumplimos nuestra promesa.¿Acabará King en la cárcel o en unmanicomio?

Thisuli, Nepal

El coronel Zhou había

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aceptado asistir a la reunión a altashoras de la noche en parte porcuriosidad y en parte pornecesidad. Su trato con los extrañoszázhong —mestizos—estadounidenses había sidolucrativo hasta la fecha, pero ahoraque conocía sus verdaderasidentidades, y la de su padre, Zhouestaba deseando cambiar lascondiciones de su acuerdo. Alcoronel le daba igual lo queCharles King estuviera haciendo enNepal. Lo que le molestaba era lo

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poco que les había cobrado en...gastos de tramitación, como diríanlos estadounidenses. Llevar losfósiles a Lhasa y pasarlos por laaduana era bastante fácil, peroconseguir distribuidores deconfianza para una mercancía tanprohibida era mucho máscomplicado... y, esa noche, muchomás caro.

Pocos minutos antes de lamedianoche, Zhou oyó el rugido delmotor de un todoterreno en elexterior. Los dos soldados situados

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detrás del coronel se levantaron desus sillas y alzaron sus fusiles deasalto apuntando hacia abajo.

—Esta vez he ordenado quelos cacheen —les dijo a sushombres—. Aun así, no bajéis laguardia.

Uno de los centinelasapostados en el exterior cruzó elumbral, hizo una señal con lacabeza a Zhou y desapareció. Unmomento más tarde Marjorie yRussell King salieron de laoscuridad y penetraron en la luz

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parpadeante de la lámpara dequeroseno. No estaban solos. Unatercera figura, una esbelta mujerchina de rostro adusto, entró en laestancia. El lenguaje corporal delos hijos de King indicó a Zhou quela nueva mujer hablaría en nombrede los tres.

Y entonces lo vio, el parecidoen los ojos, la nariz y los pómulos.La madre y sus hijos, pensó Zhou.Interesante. Decidió jugar suscartas. Se levantó de su asiento trasla mesa de caballete y saludó

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respetuosamente con la cabeza a lamujer.

—¿La llamo señora King?—No. Hsu. Zhilan Hsu.—Siéntese, por favor.Zhilan se sentó en el banco,

con las manos cuidadosamentecruzadas sobre la mesa de delante.Los hijos de King permanecieron depie, imitando la postura firme delos soldados de Zhou. El coronel sesentó.

—¿A qué debo este placer? —preguntó.

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—Mi marido quiere algo deusted.

—¿De verdad?—Sí. Primero, quiere que

entienda lo siguiente: sabemos queno se llama Zhou, y que no escoronel del Ejército Popular deLiberación. Su nombre real es Feng,y es usted general.

El general Feng notó que se leencogía el estómago. Tuvo quehacer un ejercicio de voluntad paraque el pánico no se reflejara en surostro.

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—¿Ah, sí?—Sí. Lo sabemos todo de

usted, incluidas sus demásactividades ilícitas: tráfico dearmas ligeras de bajo calibre,contrabando de heroína, etcétera.También sabemos quiénes son susaliados y quiénes son sus enemigosen su cadena de mando. De hecho,mi marido tiene muy buenasrelaciones con un general llamadoGou. ¿Le suena el nombre?

Feng tragó saliva. Sentía queel mundo se desmoronaba a su

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alrededor.—Sí —logró decir de forma

apenas perceptible.—El general Gou no le tiene

mucho aprecio, ¿verdad?—No.—¿Me he explicado bien? —

preguntó Zhilan Hsu.—Sí.—Hablemos de nuestra

asociación. En realidad, mi maridoestá contento con los servicios queusted le ha prestado y le gustaríaofrecerle un quince por ciento de

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los ingresos de todas lastransacciones.

—Es muy generoso por suparte.

—Mi marido es consciente deello. También le pide un favor.

Feng se maldijo en el mismoinstante en que las palabrasbrotaron de su boca.

—Un favor no exigecompensación.

Los duros ojos de obsidianamiraron fijamente a Feng unosinstantes antes de contestar.

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—Me he equivocado depalabra. Tal vez «encargo» es másadecuada. Por supuesto, lecompensará gustosamente por valorde doscientos mil dólaresestadounidenses. Pero solo si tieneéxito.

Feng hizo un esfuerzo pormantener la sonrisa en su rostro.

—Por supuesto. Es lo mínimo.¿De qué encargo se trata?

—Hay unas personas (dos,para ser exactos) que estánamenazando nuestros intereses

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comerciales en la zona. Creemosque viajarán a lo largo de lafrontera durante las próximassemanas; tal vez incluso crucen a laRAT —dijo Zhilan, en referencia ala Región Autónoma del Tíbet—.Queremos que los intercepte.

—Tendrá que ser másconcreta.

—Que los capture y losretenga o que los mate. Le daré laorden cuando llegue el momento.

—¿A qué distancia de lafrontera viajarán?

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—En algunos lugares, a menosde unos kilómetros.

—La frontera tiene muchoskilómetros de largo. ¿Cómo voy aencontrar a dos individuos en todaesa extensión?

—No sea obtuso —dijoZhilan, y su voz adoptó un tono másduro—. Tiene bajo su mandocatorce helicópteros Harbin Z-9equipados con radares infrarrojos,cámaras de visión nocturna ymisiles antiaéreos y antitanques.

Feng suspiró.

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—Está usted muy bieninformada.

—Su mando también poseesetenta y nueve puestos deobservación. ¿Es correcto?

—Sí.—Sospechamos que esas

personas tendrán que usar unhelicóptero para desplazarse porlas zonas más apartadas. En Nepalexiste un número limitado deempresas de fletamento queofrezcan esos servicios. Parafacilitarle la labor, nosotros

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vigilaremos esas empresas.—Entonces ¿por qué no

interceptamos a esas personas antesde que suban a bordo delhelicóptero?

—Les permitiremos...completar su misión antes de queusted tome medidas contra ellos.

—¿Cuál es su misión?—Están buscando algo.

Queremos que lo encuentren.—¿Qué están buscando?—Usted no tiene por qué

saberlo. General, le he explicado lo

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que precisamos de usted; le he dadotoda la información que necesitapara tomar una decisión. Así quetómela, por favor.

—Acepto. Me hará falta tenerinformación sobre los objetivos.

Zhilan metió la mano en elbolsillo delantero de su anorak ysacó una tarjeta SD. La deslizó através de la mesa hacia Feng y selevantó.

—Asegúrese de estar listocuando le llame.

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Capítulo 28 Jomsom, Nepal

Perfectamente conscientes deque en el caso de Charles Kinghabían enfurecido a un león quehasta entonces solo había estadoenfadado, Sam y Remi habían dadoinstrucciones a Selma de quepreparara una ruta alternativa aMustang.

Todos los implicados sabían

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que el Theurang estaba en algúnlugar del Himalaya, y King sabíaahora que los Fargo, que contabancon una importante ventaja, tendríanque regresar a Nepal. A Sam y aRemi no les cabía duda de queRussell y Marjorie King, junto consu madre, Zhilan Hsu, estarían alacecho por si aparecían. Solo eltiempo diría qué otros recursosemplearía King, pero teníanintención de andar con muchocuidado hasta que la odiseaterminara.

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Después de una serie demaratonianos vuelos llegaron aNueva Delhi, en la India, donderecorrieron en coche cuatrocientoskilómetros en dirección sudestehasta la ciudad de Lucknow, dondesubieron a bordo de un aviónchárter monomotor y viajaron otrostrescientos veinte kilómetros alnordeste, hasta Jomsom. Se habíanmarchado de aquel centro desenderismo solo una semana antes,y cuando las ruedas del aviónchirriaron en el asfalto de la pista

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de aterrizaje, Sam y Remiexperimentaron una sensación dedéjà vu. Esa sensación no hizo másque intensificarse cuando sedirigieron a la terminal entremultitudes de senderistas yrepresentantes de servicios de guíasdisputándose el negocio.

Tal como Jack Karna habíaprometido, pasaron por la aduanasin que los molestaran ni losinterrogaran. En la acera delexterior de la terminal les esperabaotro eco del pasado: un hombre

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nepalés al lado de un Toyota LandCruiser blanco que sujetaba unletrero con su nombre escrito.

—Creo que nos busca anosotros —dijo Sam, alargando lamano.

El hombre se la estrechó aambos.

—Soy Ajay. El señor Karname ha pedido que les diga: «Elnuevo pez de Selma se llamaApistogramma iniridae». ¿Lo hepronunciado correctamente?

—Sí —contestó Remi—. ¿Y

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qué nombre le ha puesto?—Frodo.En sus largas conversaciones,

Selma y Jack Karna habíandescubierto que los dos eranfervientes admiradores de latrilogía de El señor de los anillos.

—¿Sí? ¿Está bien? —preguntóAjay sonriendo.

—Está bien —respondió Sam—. Vamos.

Como era de esperar, Ajay nosolo era mejor guía turístico que el

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anterior sino que también era mejorconductor, franqueando losinnumerables recodos, curvas ypeligros del Kali Gandaki conpericia. Solo ocho horas después departir de Jomsom se encontrabanante la puerta de Jack Karna en LoMonthang.

Los recibió a cada uno con unafectuoso abrazo. En la zona parasentarse les esperaban bollos y técaliente. Una vez que estuvieroninstalados y hubieron entrado encalor, Sam y Remi sacaron los

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discos del Theurang y los colocaronsobre la mesita para el café delantede Karna.

Durante un minuto entero, elhombre simplemente los contemplócon una mirada anhelante y unamedia sonrisa en el rostro. Al final,cogió los discos uno por uno y losexaminó detenidamente. La maquetasolo pareció impresionarlo un pocomenos.

—Aparte de los símbolos, escasi igual que el auténtico,¿verdad? Tengo que decir que

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Selma... es toda una mujer.Remi lanzó una mirada de

soslayo a Sam y sonrió. Su intuiciónfemenina le había revelado quehabía chispa entre Selma y Jack.Sam había rechazado la idea. Enese momento asintió con la cabezaen señal de reconocimiento.

—Es única —afirmó Sam—.Bueno, ¿crees que funcionarán?

—No me cabe ninguna duda.Con ese fin, Ajay nos llevará a lascuevas mañana por la mañana. Consuerte, al final del día habremos

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encontrado una coincidencia. Luegosimplemente será cuestión de seguirel mapa hasta Shangri-La.

—Las cosas nunca resultan tansencillas —dijo Remi—. Créenos.

Karna se encogió de hombros.—Lo que vosotros digáis. —

Les sirvió más té y les pasó el platode bollos—. Bueno, contadme máscosas de la afición de Selma a lasinfusiones y a los peces tropicales.

A la mañana siguiente selevantaron antes del amanecer y

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tomaron un desayuno ingléscompleto servido por el chico queayudaba a Karna: beicon, huevos,pudín negro, tomates y champiñonesa la parrilla, pan frito, salchichas ytazas de té aparentementeinterminables. Cuando no pudieronmás, Sam y Remi apartaron susplatos.

—¿Desayunas esto todas lasmañanas? —preguntó Remi aKarna.

—Por supuesto.—¿Cómo te mantienes

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delgado? —dijo Sam.—Hago mucho senderismo.

Por no hablar del frío y la altitud.Aquí se queman montones decalorías. Si no consumo comomínimo cinco mil al día, empiezo aadelgazar.

—Deberías abrir un gimnasio—propuso Remi.

—Es una idea —dijo Karna, altiempo que se levantaba. Dio unapalmada y se frotó las manos—.¡Muy bien! Partimos dentro de diezminutos. ¡Ajay se reunirá con

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nosotros en la verja!

Fiel a su palabra, Karna estabasaliendo con ellos por la puertapocos minutos más tarde, y prontose encontraron en el Land Cruiseren dirección al sudeste, hacia lasestribaciones. A tres kilómetros dela ciudad, al llegar a una cumbre, elpaisaje empezó a cambiardrásticamente. Las ondulantescolinas se volvieron másempinadas, y su contorno se hizomás irregular. Poco a poco, la tierra

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pasó de un color grisáceo a unomarrón aceitunado, y la pocamaleza que salpicaba el terreno sehizo más dispersa. El Land Cruiserempezó a dar sacudidas de un ladoa otro mientras Ajay conducía porla extensión ahora llena de cantosrodados. Pronto a Sam y a Remi seles taponaron los oídos.

—En el maletero hay dos cajasde agua embotellada —dijo Karnadesde el asiento delantero—.Aseguraos de manteneroshidratados. Cuanto más alto

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subamos, más líquido necesitaréis.Sam cogió dos pares de

botellas, le dio una a Remi y dos aKarna, y a continuación le preguntó:

—¿A qué distancia estamos dela frontera del Tíbet?

—A once kilómetros más omenos. No lo olvidéis: aunquenosotros la consideremos lafrontera del Tíbet, como la mayoríadel mundo, los chinos no opinan lomismo. Es una distinción queimponen celosamente. Puede que elnombre oficial sea Región

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Autónoma del Tíbet, pero por loque a Pekín respecta, es todo deChina. De hecho, si estáis atentos,empezaréis a ver puestos avanzadosen las cumbres. Es posible que nosencontremos una patrulla o dos.

—¿Una patrulla? —repitióSam—. ¿Del ejército chino?

—Sí. Unidades terrestres yaéreas pasan por Mustangrutinariamente, y no por casualidad.Saben que lo único que Nepalpuede hacer es presentar una quejaformal, que para los chinos no

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significa nada.—¿Y qué pasa si alguien se

equivoca de camino y cruza lafrontera? Un senderista perdido,por ejemplo.

—Depende del sitio. Entreesta zona y el extremo norte deMyanmar hay casi tres mildoscientos kilómetros de frontera,gran parte en terrenos apartados yaccidentados. En cuanto a esta zona,los chinos rara vez ahuyentan a laspersonas descarriadas para quevuelvan a cruzar la frontera de

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buenas maneras y normalmentedetienen a los intrusos. Sé de tressenderistas que fueron pillados elaño pasado.

En el asiento del conductor,Ajay levantó cuatro dedos ensilencio.

—Retiro lo dicho: cuatrosenderistas. Al final todos fueronliberados menos uno. ¿Estoy en locierto, Ajay?

—Sí.—Define «al final» —dijo

Remi.

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—Un año más o menos. Elúnico al que retuvieron lleva seisaños desaparecido. A los chinos lesgusta dar ejemplo, ¿sabéis? Soltar aun invasor demasiado pronto estaríamal visto. Cuando quisieras dartecuenta tendrías montones de agentesoccidentales disfrazados desenderistas cruzando la frontera.

—¿Es así como realmente loven? —preguntó Sam.

—Algunos de los que están enel gobierno sí, pero me temo quecasi todo es para impresionar. A lo

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largo de la frontera sur china hayfranjas que son imposibles derecorrer por tierra, de modo queChina es estricta en las zonas quepuede controlar. Sé de buena tinta...—Karna sacudió la cabezacómicamente en dirección a Ajay—. Sé que en el norte de India lossenderistas cruzan a menudo lafrontera; de hecho, hay agenciasturísticas especializadas en ello.¿No es así, Ajay?

—Sí, señor Karna.—No os preocupéis,

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matrimonio Fargo. Ajay y yollevamos años haciendo esto juntos.Nuestro GPS está perfectamenteajustado, y conocemos esta zonacomo la palma de nuestra mano. Ospuedo asegurar que no caeremos enlas garras del ejército chino.

Después de otra hora detrayecto en coche llegaron a uncañón rodeado de precipicios tanerosionados que semejaban hilerasescalonadas de enormeshormigueros. Más adelante había

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una estructura como un castillo queparecía parcialmente incrustada enel precipicio. Las paredesexteriores del primer piso estabanpintadas del mismo color rojooscuro que habían visto en LoMonthang, mientras que las dosplantas superiores, dispuestas unasobre otra encima de vigashorizontales que sobresalían, erancada vez más pequeñas y parecíanlabradas en la propia roca.Banderas de oración desvaídascolgadas entre dos de los tejados

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cónicos ondeaban en la brisa.—La gompa de Tarl —anunció

Karna.—Hemos oído ese nombre

varias veces —dijo Remi—, perola definición parece... indefinible.

—Una forma acertada deexpresarlo. En cierto sentido, lasgompas son una especie defortificaciones: bases para laeducación y el crecimientoespiritual. En otro sentido, sonmonasterios; y en otro más, puestosmilitares. Depende en gran medida

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del período histórico en cuestión yde la gente que ocupa la gompa.

—¿Cuántas hay allí?—Solo en Nepal, más de cien

que yo sepa. Probablemente eltriple de esa cantidad siguen sindescubrir. Si amplías la zona alTíbet y Bhutan, hay miles.

—¿Por qué paramos en esta?—preguntó Sam.

—Sobre todo por respeto.Donde hay cuevas sagradas, seforma un consejo de ancianos paravelar por ellas. Las cuevas que hay

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aquí todavía no son muy conocidas,y los ancianos son muy protectorescon ellas. Si no les mostramos eldebido respeto, acabaremosencañonados por una docena defusiles.

Bajaron del coche. Karna gritóalgo en nepalés en dirección a lagompa, y momentos más tarde unanciano con pantalones de colorcaqui y un anorak de un tono azulmuy vivo salió a través de la puertaoscurecida. Tenía la cara muybronceada y arrugada. Escrutó a sus

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invitados desde detrás de suspobladas cejas durante variossegundos antes de sonreírampliamente.

—¡Namaste, Jack! —gritó elhombre.

—¡Namaste, Pushpa! Tapaailaai kasto chha?

Karna avanzó, y los doshombres se abrazaron y empezarona hablar en voz baja. Karna señalóa Sam y a Remi, y ellos seadelantaron instintivamente.

Ajay los detuvo.

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—Es mejor que esperen aquí.Pushpa es un sgonyer: un portero.El señor Karna es muy conocidoentre esta gente, pero desconfían delos forasteros.

Karna y Pushpa siguieronhablando varios minutos antes deque el viejo asintiera con la cabezay diera una palmada a Karna en losdos brazos. Karna regresó al LandCruiser.

—Pushpa nos ha dado permisopara continuar. Informará a un guíalocal para que se reúna con

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nosotros en las primeras cuevas.—¿Cómo informará al guía?

—preguntó Remi—. No veoningún...

—A pie —contestó Karna.Señaló uno de los rocosos

dientes de tiburón situados en loalto del precipicio de enfrente. Allíhabía una figura de pie. Mientrasellos observaban, Pushpa levantó elbrazo y formó una secuencia degestos con la mano. La figura ledevolvió las señales y acto seguidodesapareció detrás del precipicio.

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—Cuando lleguemos, toda lagente de la zona sabrá que vamosallí y que tenemos permiso —dijoKarna.

—En otras palabras, no habrávecinos cabreados empuñandohorcas.

—Fusiles —corrigió Sam aRemi.

Karna sonrió en actitudtranquilizadora.

—Ninguna de las dos cosas.¿Vamos?

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Dejaron atrás la gompa deTarl en el espejo retrovisor ycontinuaron dirigiéndose al este,siguiendo el cañón a lo largo detres kilómetros, antes de salir allecho de un río seco. Acuatrocientos metros de allí, al otrolado de un puente, había un grupode estructuras parecidas a gompasal pie de otro precipicio conhormigueros, en esta ocasión debastantes metros de altura, que seextendía hacia el norte y el sur hastadonde alcanzaba la vista.

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Ajay condujo el Land Cruiserpor el lecho del río hasta el puentey lo cruzó. Conforme se acercabanal pueblo, el terreno pasó de lospedregales y los cantos rodados auna fina arena marrón óxido. Ajaydetuvo el todoterreno al lado de unmuro de piedra bajo en el perímetrodel pueblo. Todos descendieron delvehículo y se encontraron con unviento fresco. La arena acribillabasus chaquetas.

—Hace un poco de viento,¿verdad? —dijo Karna.

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Sam y Remi, que estabanponiéndose las capuchas, asintieroncon la cabeza.

Sam gritó por encima de laráfaga:

—¿A partir de aquí vamosandando?

—Sí. Hasta allí. —Karnaseñaló los hormigueros—.Vámonos.

Karna los llevó a través de unabrecha en el muro y enfiló unsendero bordeado de piedras. Alfinal del mismo encontraron un

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espeso seto vivo de maleza.Siguieron el seto hacia la izquierday luego a través de una pérgolanatural. Aparecieron en unapequeña plaza adoquinada circularen cuyo centro había una fuenteburbujeante. En torno al perímetrovieron jardineras rebosantes deflores rojas y moradas.

—Desvían parte del río parael riego, las cañerías y las fuentes—explicó Karna—. Les encantanlas fuentes.

—Es precioso —dijo Remi.

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No hacía falta muchaimaginación para advertir que lasleyendas de Shangri-La partían deallí, pensó. En medio de uno de losterrenos más inhóspitos con los quese habían tropezado ella y Sam,habían encontrado un pequeñooasis. El contraste suponía unaagradable sorpresa.

Sentado junto a un banco demadera había un hombre de pocaestatura y de mediana edad con unasudadera a cuadros y una gorra conel logotipo de los Chicago Bears.

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Los saludó levantando la manoy se acercó. Karna y el hombre seabrazaron y hablaron un poco antesde que Karna se volviera parapresentarle a Sam y a Remi.

—Namaste... namaste —dijoel hombre sonriendo.

—Este es Pushpa —dijoKarna. Antes de que ellos pudieranpreguntar, añadió—: Sí, es más omenos el mismo hombre de lagompa. A nosotros nos pareceexactamente igual; para ellos, elmatiz marca la diferencia. Pushpa

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nos llevará a las cuevas.Tomaremos té con él y luego nospondremos manos a la obra.

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Capítulo 29 Jomsom, Nepal

Volvieron sobre sus pasos conlas mochilas a las espaldas hastamás allá del Land Cruiser ysiguieron a Pushpa a lo largo delmuro, primero al sur y luego al este,rodeando el pueblo hasta el pie delos precipicios repletos dehormigueros.

—De repente me siento muy

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pequeña —dijo Remi a Sam porencima del hombro.

»Muy pero que muy pequeña.Al ver por primera vez los

precipicios, tanto la distancia comola geología fantástica se habíanaliado y les habían dado un aireirreal, como si fueran el escenariode una película de ciencia ficción.En ese momento, a la sombra de loshormigueros, a Sam y a Remi lesparecían simplementeimpresionantes.

Pushpa, que iba el primero de

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la fila, se había detenido y esperópacientemente a que Sam y Remiterminaran de contemplar el paisajey de hacer fotos antes de partir denuevo. Después de otros diezminutos de caminata, llegaron a unafisura en la roca apenas más altaque Sam. Uno a uno, se introdujeronpor la abertura hasta un senderocomo un túnel. Por encima de suscabezas, los lisos muros de colormarrón óxido se curvaban haciadentro, tocándose casi y dejandosolo un retazo del lejano cielo azul

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en lo alto.El sendero serpenteaba y

giraba en espiral cada vez máshacia el este hasta que Sam y Remiperdieron la noción de la distanciaque habían recorrido. Pushpadetuvo la marcha gritando unapalabra. Detrás de ellos, al final dela fila, Ajay dijo:

—Ahora nos toca trepar.—¿Cómo? —preguntó Remi

—. No veo ningún asidero. Y notenemos equipo.

—Pushpa y sus amigos han

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abierto un camino. La arenisca deaquí es muy frágil; los anclajes deescalada causan demasiados daños.

Delante de ellos, podían ver aPushpa y a Karna hablando. Pushpadesapareció en un hueco situado enel lado izquierdo del precipicio, yKarna se abrió caminocuidadosamente por el senderohasta donde estaban Sam y Remi.

—Pushpa va a subir primero—dijo—, seguido de Ajay. Luegoirás tú, Remi, seguida de ti, Sam.Yo iré el último. Los peldaños

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parecen peligrosos, pero son muysólidos, os lo aseguro. Avanzaddespacio.

Sam y Remi asintieron con lacabeza, y acto seguido Karna yAjay cambiaron de posición.

Ajay se situó el primero de lafila y estiró el cuello hacia atrásdurante varios minutos antes demeterse en el hueco y desaparecer.Sam y Remi avanzaron y miraronhacia arriba.

—Vaya —murmuró Remi.—Sí —convino Sam.

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Los peldaños que Karna habíamencionado eran en realidadestacas de madera que habían sidoclavadas en la piedra caliza a fin deformar una serie de puntos de apoyoescalonados para manos y pies. Laescalera se elevaba treinta metrospor un orificio parecido a unachimenea antes de girar ydesaparecer detrás de un muro deroca saliente.

Observaron cómo Ajaytrepaba con dificultad por lospeldaños hasta que dejaron de

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verlo. Remi vaciló por un breveinstante y acto seguido se volvióhacia Sam, sonrió, lo besó en lamejilla y le dijo alegremente:

—¡Nos vemos en lo alto!A continuación, subió al

primer peldaño y entonces empezóa trepar.

Cuando ella estaba en mitad dela ascensión, Karna dijo por encimadel hombro de Sam:

—Es una fiera.Sam sonrió.—Me lo dices o me lo cuentas,

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Jack.—Es como Selma, ¿verdad?—Exacto. Selma es... única.Cuando Remi hubo tomado la

curva, Sam empezó a subir.Inmediatamente notó la solidez delos peldaños, y después de hacerunos movimientos de prueba paracompensar el peso de la mochila,adquirió un ritmo constante. Prontolas paredes de la chimenea secerraron en torno a él. La poca luzdel sol que se había filtrado hasta elsendero se atenuó y se convirtió en

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penumbra. Sam llegó al salienterocoso y se detuvo a echar unvistazo a la vuelta de la curva. Aseis metros de distancia, arriba y ala izquierda, los peldaños acababanen una tabla de madera horizontalclavada a una serie de estacas. Alfinal de la tabla había otra,inclinada detrás de otro muro deroca saliente. Remi se encontrabaen el cruce; lo saludó con la mano yle hizo un gesto de aprobación conel pulgar.

Cuando Sam llegó a la tabla,

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descubrió que no era ni muchomenos tan estrecha como parecíadesde abajo. Subió a la plataformatomando impulso, se afianzó yrecorrió la tabla desplazando lapuntera de un pie hacia el talón delotro, y luego tomó la curva.Después de pasar por cuatro tablasmás, llegó a un saliente rocoso y auna cueva de forma ovalada. Dentroencontró a Pushpa, a Ajay y a Remisentados alrededor de un hornilloque sostenía una tetera en miniatura.

El agua acababa de empezar a

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hervir cuando Karna entró en lacueva. Se sentó.

—¡Qué bien, té!Sin decir nada, Pushpa sacó

cuatro tazas de hierro esmaltadorojas de su mochila, las repartió ysirvió el té. Permanecieronacurrucados bebiendo la infusión ydisfrutando del silencio. En elexterior, de vez en cuando silbabauna ráfaga de viento por delante dela entrada.

Cuando todo el mundo huboacabado, Pushpa guardó con mano

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experta las tazas y partieron denuevo, en esa ocasión con laslinternas de sus cabezasencendidas. Una vez más, Pushpaiba el primero y Ajay cerraba lamarcha.

El túnel formaba una curva ala izquierda, luego a la derecha ymás tarde se detenía ante un murovertical. Siguiendo en línea rectahabía un arco labrado en la piedracaliza que les llegaba a la altura delpecho. Pushpa se volvió y hablócon Karna unos segundos, y acto

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seguido Karna les dijo a los Fargo:—Pushpa entiende que no

seáis budistas, y también entiendeque nuestra labor aquí pueda ser unpoco complicada, así que no nospedirá que respetemos todas lascostumbres budistas. Solo pide quecuando entréis en la cámaraprincipal, rodeéis el perímetro unavez en el sentido de las agujas delreloj. Cuando lo hayáis hecho,podréis moveros a vuestro antojo.¿Entendido?

Sam y Remi asintieron con la

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cabeza.Pushpa cruzó el arco

encorvándose y torció a laizquierda, seguido de Remi, Sam yAjay. Se encontraron en un pasillo.En la pared situada delante de elloshabía pintados símbolos rojos yamarillos desvaídos que Sam yRemi no conocían, así como cientosde líneas de texto en lo quesupusieron era un dialecto lowa.

—Es una especie debienvenida, básicamente unapresentación histórica del sistema

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de cuevas —les dijo Karna,susurrando—. Nada concreto sobreel Theurang o acerca de Shangri-La.

—¿Todo esto es natural oartificial? —preguntó Remi,señalando las paredes y el techo.

—En realidad, un poco las doscosas. Cuando estas cuevas fueronconstruidas (hará unos novecientosaños), los loba de esta zona creíanque la naturaleza revelaba lascuevas sagradas en su estadoembrionario y que una vez que lashallaban podían excavarlas de

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acuerdo con su voluntad espiritual.El grupo siguió avanzando

detrás de Pushpa por el pasillo,caminando encorvados hasta quellegaron a otra entrada en forma dearco, esta unos centímetros más altaque Sam.

—Ya hemos llegado —dijoKarna por encima del hombro,sonriendo.

A simple vista, la cámaraprincipal parecía una cúpulaperfecta de diez pasos de diámetro

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y dos metros y medio de altura,cuyo techo se estrechaba en unapunta redondeada. La pared situadaenfrente de la entrada estabadominada por un mural que seextendía alrededor de la cámaradesde el suelo hasta el techoabovedado. A diferencia del muraldel pasillo, los símbolos, el texto ylos dibujos estaban pintados envivos tonos rojos y amarillos. Elcontraste con las paredes de colormoca era llamativo.

—Es majestuosa —dijo Sam.

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Remi asintió con la cabezamientras contemplaba el mural.

—Qué detalles... Jack, ¿porqué el color es tan distinto aquí?

—Pushpa y su gente han estadorestaurándolo. El pigmento queemplean es un antiguo secreto. Nisiquiera quieren compartirloconmigo, pero Pushpa me haasegurado que es la misma recetaque se usaba hace nueve siglos.

Situado en el centro de lacámara, Pushpa estaba haciéndolesseñas.

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—Hagamos el circuito —dijoKarna a Sam y a Remi—. Prohibidohablar. La cabeza gacha.

Karna los guió en el sentido delas agujas del reloj alrededor de laestancia y se detuvo de nuevo en elarco. Pushpa asintió con la cabeza ysonrió, y acto seguido se arrodillójunto a su mochila. Extrajo un parde lámparas de queroseno y lascolgó en unos ganchos en cadapared lateral. Pronto la cámara sellenó de una luz ambarina.

—¿Qué podemos hacer para

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ayudar? —preguntó Remi.—Necesitaré los discos y

silencio. El resto debo hacerlosolo.

Sam sacó de su mochila elestuche de policarbonato quecontenía los discos y se lo dio aKarna. Equipado con los discos, unrollo de cuerda, una cinta métrica,una regla paralela, un compás y unabrújula, Karna se acercó al mural.Pushpa se adelantó a toda prisa conun taburete de madera toscamentetallado que colocó al lado de

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Karna.Sam, Remi y Ajay se quitaron

las mochilas y se sentaron con lasespaldas apoyadas en la pared de laentrada.

Durante casi una hora, Karnatrabajó sin pausa, midiendo ensilencio los símbolos del mural yanotando en su cuaderno. De vez encuando retrocedía, contemplaba lapared mientras murmuraba para sí yse paseaba de un lado a otro.

Finalmente le dijo algo a

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Pushpa, quien se había mantenidoapartado con las manos cogidas pordelante. Pushpa y Karna searrodillaron, abrieron el estuche yestuvieron unos minutosexaminando los discos delTheurang, encajándolos con elanillo exterior rebordeado en variasposiciones antes de encontrar unaconfiguración aparentementesatisfactoria.

A continuación, Pushpa yKarna colocaron los discos encimade determinados símbolos,

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midieron las distancias con la cintamétrica y murmuraron entre ellos.

Por fin Karna retrocedió conlos brazos en jarras y echó unúltimo vistazo al mural. Se volvióhacia Sam y Remi.

—Selma me ha dicho que osgustan las situaciones en las que haybuenas y malas noticias.

Sam y Remi se miraronsonriendo.

—Selma ha estadodivirtiéndose a tu costa. A ella legustan esas situaciones; a nosotros,

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no tanto.—Dispara de todas formas,

Jack —dijo Remi.—La buena noticia es que no

tenemos que ir más lejos. Micorazonada era correcta: esta es lacueva que necesitamos.

—Fantástico —dijo Sam—.¿Y...?

—En realidad son dos buenasnoticias y una mala. La segundabuena noticia es que ahora tenemosuna descripción de Shangri-La... oal menos unos símbolos que nos

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dirán si estamos cerca.—Y ahora, la mala noticia —

lo apremió Remi.—La mala noticia es que en el

mapa solo figura el sendero quehabría tomado el centinela Dhakalcon el Theurang. Como me temía,conduce al este a través delHimalaya, pero en total hayveintisiete puntos que marcan elsendero.

—Traduce, por favor —dijoSam.

—Shangri-La podría estar en

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cualquiera de esos veintisietelugares que se extienden desde aquíhasta el este de Myanmar.

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Capítulo 30 Katmandú, Nepal

—¿Estás seguro de que nocambiarás de opinión, Jack? —preguntó Remi.

Detrás de ella, en la pista dedespegue de tierra, había unhelicóptero Bell 206b LongRangerIII de color azul sobre fondoblanco, con el motor silbandomientras los rotores giraban para el

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despegue.—No, querida, lo siento.

Disculpadme por abandonaros.Tengo una relación de odio contodos los aparatos voladores. Laúltima vez que fui volando a GranBretaña, lo hice totalmente sedado.

Después de salir del complejode cuevas el día anterior, el grupohabía regresado a Lo Monthangpara reorganizarse y planear elsiguiente paso. Sabían que solohabía uno posible: seguir el senderodel centinela Dhakal hacia el este a

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través de Nepal, descartando loslugares que Karna había obtenidogracias al mapa del mural.

La altitud y lo remoto de laszonas en cuestión solo les dejabauna opción en materia de transporte—un servicio de helicópteroschárter—, que los llevaría de vueltaa Katmandú y a la guarida del león,por así decirlo. Con suerte, Sam yRemi encontrarían lo quenecesitaban en pocos días, antes deque King pudiera descubrir su ruta.

—¿Y si King sigue nuestro

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rastro? —preguntó Sam.—Santo Dios, ¿no os lo he

dicho ya? Ajay es un ex soldadoindio... y un gurkha, de hecho. Todoun tipo duro. Él cuidará de mí.

De pie detrás del hombro deKarna, Ajay les dedicó una sonrisade tiburón.

Karna les dio el mapaplastificado que se había pasado lanoche anterior anotando.

—He conseguido eliminar dospuntos de la red de búsqueda dehoy porque son poco probables; son

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unas cumbres que habrían estadocubiertas de hielo y nieve en laépoca del viaje de Dhakal...

La investigación de Karnasobre la «auténtica» Shangri-La lehabía llevado a creer que seencontraba en un lugarrelativamente templado y conestaciones normales. Por desgracia,en la cadena del Himalayaabundaban ese tipo de vallesocultos, pequeños paraísos casitropicales abrigados entreinhóspitos picos y glaciares.

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—Eso nos deja seis objetivospor registrar —concluyó Karna—.Ajay le ha dado al piloto lascoordenadas. —En la pista dedespegue, los rotores del Bellestaban acelerando. Karna lesestrecho las manos y gritó—:¡Buena suerte! ¡Nos volveremos aencontrar aquí por la tarde!

Él y Ajay se marcharon conpaso decidido hacia el LandCruiser.

Sam y Remi se volvieron y sedirigieron al helicóptero.

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El primer objetivo se hallaba a

unos cincuenta kilómetros alnordeste de Katmandú, en eldesfiladero de Hutabrang. Supiloto, un ex aviador de las FuerzasAéreas Paquistaníes llamado Hosni,los llevó directamente hacia elnorte durante diez minutos,señalando picos y valles y dejandoque Sam y Remi se hicieran a laconfiguración del terreno, antes devirar hacia el este en dirección alas coordenadas.

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La voz de Hosni sonó por susauriculares:

—Estamos entrando en lazona. La rodearé en el sentido delas agujas del reloj y trataré devolar lo más bajo posible. Lacizalladura del viento puede serpeligrosa aquí.

En la cabina detrás de Hosni,Sam y Remi se inclinaronrápidamente a un lado para vermejor por la ventanilla.

—Estate atento por si veschampiñones —ordenó Remi a

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Sam.—Sí, capitana.La traducción que Karna había

hecho del mural de la cueva leshabía ofrecido una descripciónvaga pero con suerte útil del rasgomás destacado de Shangri-La: unaformación rocosa parecida a unchampiñón. Como el mural eraanterior al primer vuelo delhombre, era probable que la formasolo fuera reconocible desde elsuelo. El mural no especificaba logrande que era con exactitud la

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formación, ni si Shangri-La podíaestar en ella o simplemente cerca.Sam y Remi suponían —y a la vezdeseaban— que las personas quehabían planificado la evacuacióndel Hombre Dorado hubieranelegido una formación lo bastantegrande para que destacara de susvecinas.

En previsión de numerososaterrizajes y despegues, iban apagar a Hosni casi el doble de sutarifa habitual, y lo habíancontratado por cinco días, con un

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depósito no reembolsable por cincomás.

El Bell pasó por encima deuna boscosa cumbre, y Hosni bajóel morro del helicóptero ydescendió al valle. A unos noventametros por encima de las copas delos árboles, niveló el helicóptero yredujo la velocidad aérea.

—¡Ya estamos en la zona! —gritó.

Sam y Remi empezaron aescudriñar el valle con losprismáticos levantados.

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—Recuérdame qué nivel deprecisión dijo Jack que tenían lascoordenadas —pidió Remi por laradio.

—Un tercio de milla.—Eso no me dice nada.Pese a ser una experta en la

materia, Remi no era muyaficionada a las matemáticas;calcular distancias la sacabaespecialmente de quicio.

—Medio kilómetro. Imagínateuna pista de atletismo corriente.

—Ya lo pillo. Figúrate, Sam:

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ese centinela tenía que localizar lascoordenadas con una exactitud casiabsoluta.

—Era preciso que tuviera unsentido de la orientaciónextraordinario —convino Sam—.Pero Karna dijo que esos tipos eranel equivalente a los boinas verdes olos Navy SEAL actuales. Sepreparaban para ello durante todala vida.

Hosni siguió volando,acercándose a los árboles lo

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máximo que se atrevía. En el valle,que el Bell atravesó de punta apunta en menos de dos minutos, nohabía nada. Sam mandó a Hosni quepasara al siguiente grupo decoordenadas.

La mañana transcurriómientras el Bell seguía cada vezmás hacia el oeste. Avanzabandespacio. Aunque muchascoordenadas estaban a solo unospocos kilómetros de distancia, laslimitaciones de techo del Bell

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obligaban a Hosni a esquivaralgunos de los picos más altos,volando a través de pasos y puertosde montaña situados por debajo decuatrocientos ochenta mil metros.

Poco después de la una de latarde, cuando volaban hacia elnoroeste para evitar un pico de lacordillera de Ganesh Himal, Hosnigritó:

—¡Tenemos compañía. A lasdos!

Remi se desplazó rápidamenteal lado de Sam, y miraron el

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helicóptero por la ventanilla.—¿Quién es? —preguntó

Remi.—Las Fuerzas Aéreas del

Ejército Popular de Liberación. UnZ-9.

—¿Dónde está la frontera delTíbet?

—A unos tres kilómetros alotro lado. No os preocupéis,siempre envían centinelas para quevigilen los helicópteros a lasafueras de Katmandú. Solo lo hacenpara impresionar.

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—Si pasara en cualquier otrositio, lo considerarían una invasión—observó Sam.

—Bienvenidos a Nepal.Después de volar en paralelo

al Bell durante unos cuantosminutos, el helicóptero chino sealejó y se dirigió al norte hacia lafrontera. Pronto lo perdieron devista entre las nubes.

Por la tarde, pidieron a Hosnidos veces que aterrizara cerca deuna formación rocosa de aspecto

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prometedor, pero en ninguna deambas ocasiones tuvieron suerte.Cuando se acercaban las cuatro dela tarde, Sam tachó con un lápizgraso rojo el último punto en elmapa del día, y Hosni se dirigió aKatmandú.

La mañana del segundo díacomenzó con un vuelo de cuarentaminutos al valle de Budhi Gandaki,al noroeste de Katmandú. Tres delas coordenadas de Karna para esedía se encontraban dentro de Budhi

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Gandaki, que seguía el bordeoccidental del macizo delAnnapurna. Sam y Remi disfrutaronde tres horas de preciosos paisajes—densos bosques de pinos,exuberantes praderas en las quebrotaban flores silvestres, crestasdentadas y cascadas en las que elagua corría con fuerza—, pero pocomás, aparte de una formación quedesde arriba se parecía lo bastantea un champiñón para justificar elaterrizaje pero que resultó sersimplemente un gran canto rodado

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sobrecargado en la parte superior.A mediodía aterrizaron cerca

de una parada de senderistas en unpueblo llamado Bagarchap, y Hosnientretuvo a los niños del lugarenseñándoles el helicópteromientras Sam y Remi comían.

Pronto estaban otra vez en elaire rumbo al norte a través delglaciar de Bintang y en dirección almonte Manaslu.

—¡Veinticuatro mil pies dealtura! —gritó Hosni, señalando lamontaña.

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—Unos ocho mil cien metros—tradujo Sam a Remi.

—Y cinco mil pies menos queel Everest —añadió Hosni.

—Una cosa es verlos en fotoso desde tierra —explicó Remi—,pero desde aquí arriba, entiendopor qué llaman a este sitio el techodel mundo.

Después de permanecersuspendidos en el aire para queRemi pudiera hacer fotos, Hosnigiró al oeste y descendió en otroglaciar —el Pung Gyen, lo llamó—,

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que siguieron a lo largo de docekilómetros antes de girar de nuevoal norte.

—Nuestros amigos han vuelto—dijo Hosni por los auriculares—.Por el lado derecho.

Sam y Remi miraron.Efectivamente, el Z-9 chino habíavuelto y volaba de nuevo enparalelo a su trayectoria; sinembargo, esa vez el helicópterohabía reducido la distancia a solounos cientos de metros.

Sam y Remi podían ver unas

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siluetas mirándolos a través de lasventanillas de la cabina.

El Z-9 los siguió unos cuantoskilómetros más y a continuacióncambió de rumbo y desapareció enun banco de nubes.

—Faltan tres minutos para lapróxima zona de búsqueda —informó Hosni.

Sam y Remi se acercaron a lasventanillas.

Como ya era habitual, Hosnielevó el morro del Bell sobre unacresta y acto seguido se inclinó

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bruscamente sobre el valle,disminuyendo la altitud a medidaque avanzaba. Redujo la velocidaddel Bell hasta que el helicóptero semantuvo planeando.

Sam fue el primero en fijarseen el surrealista paisaje del valle.Mientras que las pendientessuperiores estaban llenas de pinos,la cuenca baja parecía haber sidocortada con un molde para galletasrectangular, dejando atrásescarpados acantilados quedescendían hasta un lago. Una

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meseta cubierta de hielo sobresalíade la pendiente opuesta y rodeabaun extremo. Un arroyo de aguaagitada partía el saliente y caía encascada a las aguas de abajo.

—Hosni, ¿qué profundidadcrees que tiene? —preguntó Sam—.Me refiero al valle.

—Desde la cresta hasta ellago, unos doscientos cincuentametros.

—Los acantilados tienen lamitad, como mínimo —dijo Sam.

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Hosni avanzó con cuidado,siguiendo la pendiente, mientrasSam y Remi escudriñaban el terrenoa través de los prismáticos. Cuandose situaron a la altura de la meseta yHosni se desvió, vieron que estaera engañosamente honda y seestrechaba a lo largo de varioscientos de metros antes de terminaren un elevado muro de hielorodeado de precipicios verticales.

—Es un glaciar —dijo Sam—.Hosni, no he visto esta meseta enningún mapa. ¿Te suena de algo?

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—No, tienes razón. Esrelativamente nuevo. ¿Ves el colordel lago, el gris verdoso?

—Sí —contestó Remi.—Se suele ver después del

retroceso de un glaciar. Yo diríaque esta zona del valle tiene menosde dos años.

—¿El cambio climático?—Sin duda. El glaciar por el

que hemos pasado antes, el PungGyen, perdió doce metros solo elaño pasado.

Pegada a la ventanilla, Remi

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bajó súbitamente los prismáticos.—¡Sam, mira eso!Él se arrimó a su mujer y miró

por la ventanilla. Justo debajo deellos había algo parecido a unacabaña de madera medio enterradaen una plataforma de hielo dealrededor de un metro.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Sam—. ¿Hosni?

—No tengo ni idea.—¿A qué distancia estamos de

las coordenadas?—A menos de un kilómetro.

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—Sam, es una barquilla —dijo Remi.

—¿Qué?—Una barquilla... de un globo

de aire caliente.—¿Estás segura?—¡Hosni, baja!

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Capítulo 31 Norte de Nepal

Hosni ladeó el Bell sobre lameseta hasta que encontró un lugarlo bastante sólido para soportar elhelicóptero y aterrizó. Cuando losrotores disminuyeron de velocidad,Sam y Remi bajaron y se pusieronlas chaquetas, los gorros y losguantes.

—¡Tened cuidado al pisar! —

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gritó Hosni—. En una zona asíhabrá muchas grietas.

Ellos hicieron un gesto deasentimiento con la mano y echarona andar a través de la meseta haciael objeto.

—¡Esperad...! —gritó Hosni.Sam y Remi regresaron

andando. El piloto bajó de lacabina y se encorvó junto alcompartimiento de carga de la cola.Sacó algo parecido a un posteplegable de una tienda de campañay se lo dio a Sam.

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—Una sonda para avalanchas.También sirve para las grietas. Esmejor asegurarse.

—Gracias. —Sam dio unasacudida a la sonda, esta seextendió hacia fuera, y la correaelástica del interior afianzó lasdistintas secciones—. Guay.

Partieron de nuevo; esa vezSam iba sondeando el terreno amedida que avanzaban.

La capa de hielo que habíacubierto parcialmente la mesetaestaba ondulada como si se tratara

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de olas congeladas, un residuo,suponían, de la lenta retirada delglaciar por el valle.

El objeto en cuestión seencontraba cerca del otro borde dela meseta, en diagonal con respectoal resto de la misma.

Después de andar con cuidadodurante cinco minutos, se situarondelante de él.

—Me alegro de no haberapostado contra ti —dijo Sam—.Es una barquilla de verdad.

—Volcada. Eso explica por

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qué parecía una cabaña. Ya no sefabrican así. ¿Qué demonios haceaquí?

—No tengo ni idea.Remi dio un paso adelante;

Sam la detuvo posándole la manoen el hombro. Sondeó el hielo quehabía delante de la barquilla,determinó que era sólido y actoseguido se puso a hurgar en lo quedebían de ser sus lados.

—Hay más —dijo Sam.Siguieron andando de lado

hacia la izquierda, en paralelo a la

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barquilla, sondeando el terreno amedida que avanzaban, hasta quellegaron al final.

Sam frunció el ceño y dijo:—Esto se pone cada vez más

interesante.—¿Cuánto mide de largo? —

preguntó Remi.—Aproximadamente diez

metros.—Es imposible. ¿No miden la

mayoría de ellas un metro de largopor uno de ancho?

—Más o menos. —Sam

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deslizó la sonda sobre el fondovolcado de la barquilla hasta dondepudo alcanzar—. Casi dos metros ymedio de ancho.

Le dio a Remi la sonda, searrodilló y avanzó arrastrándose,deslizando las manos entre la nievea lo largo del costado de labarquilla.

—Sam, ten cui...A Sam se le hundió el brazo en

la nieve hasta el codo. Se quedóparalizado.

—No estoy del todo seguro —

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dijo sonriendo—, pero creo que heencontrado algo.

Se tumbó en el suelo.—Te tengo cogido —contestó

Remi.Agarró a su marido por las

botas.Sam empleó las dos manos

para abrir a golpes un agujero deltamaño de un balón de baloncestoen el hielo y a continuaciónintrodujo la cabeza. Se volvió paramirar a Remi.

—Una grieta. Muy honda. La

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barquilla está medio empotradaencima en diagonal.

Echó otro vistazo a través delagujero y acto seguido retrocedióserpenteando y se arrodilló.

—He descubierto cómo llegóaquí —dijo.

—¿Cómo?—Volando. La barquilla

todavía tiene los aparejos sujetos:puntales de madera, una especie decuerda trenzada... Incluso he vistoalgo que parece una tela. Todo eselío está colgando enredado en la

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grieta.Remi se sentó al lado de él, y

se quedaron mirando la barquilla unrato.

—¿Un misterio para otromomento? —dijo Remi.

Sam asintió con la cabeza.—Desde luego. Marcaremos

su posición y volveremos.Se levantaron. Sam ladeó la

cabeza.—Escucha.A lo lejos se oía débilmente el

ruido de los rotores de un

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helicóptero. Se dieron la vuelta,tratando de localizar el sonido. Depie al lado del Bell, Hosni tambiénlo había oído. Estaba mirando alcielo.

De repente, a su izquierda, unhelicóptero verde aceituna apareciósobre la línea de riscos y acontinuación descendió al valle ygiró en dirección a ellos. En lapuerta del aparato había unaestrella de cinco puntas rojaperfilada en amarillo.

El helicóptero se niveló con la

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meseta y redujo la velocidad hastaplanear a quince metros por encimade Sam y Remi, apuntándolosdirectamente con el morro y loslanzacohetes.

—No te muevas —dijo Sam.—¿El ejército chino? —

preguntó Remi.—Sí. Como el Z-9 que vimos

ayer.—¿Qué quieren?Antes de que Sam pudiera

contestar, el helicóptero giró y dejóa la vista la puerta abierta de la

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cabina. En ella había un soldadoagachado detrás de unaametralladora montada.

Sam percibió que el cuerpo deRemi se tensaba a su lado. Leagarró la mano despacio.

—No corras. Si nos quisieranmuertos, ya lo estaríamos.

Sam vio movimiento con elrabillo del ojo. Miró hacia elhelicóptero y vio que Hosni abría lapuerta lateral. Un momento mástarde salió con una ametralladoracompacta en las manos. La alzó

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hacia el Z-9.—¡No, Hosni! —gritó Sam.La ametralladora de Hosni dio

una sacudida, y la boca del armaemitió un fogonazo naranja. Lasbalas acribillaron el parabrisas delZ-9. El helicóptero viróbruscamente a la derecha y se alejóacelerando, volando a ras de lasuperficie del lago hacia la línea deriscos, donde volvió a girar hastaque su morro apuntó de nuevo alBell.

—¡Hosni, huye! —gritó Sam.

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Acto seguido se dirigió a Remi—:¡Detrás de la barquilla! ¡Vamos!

Remi echó a correr, seguida decerca por Sam.

—¡Remi, la grieta! —gritóSam—. ¡Gira a la izquierda!

Remi hizo lo que su marido ledijo, tomó impulso con las piernasy se lanzó de cabeza a la barquilla.Sam llegó un momento más tarde, yse arrodilló y ayudó a Remi a subira la plataforma de hielo. Rodaronpor la parte posterior y cayeroncomo bien pudieron.

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Desde el otro lado de lameseta oyeron el traqueteo de laametralladora de Hosni. Sam selevantó y se asomó por encima delhielo. Hosni se encontraba de pieen actitud desafiante en el borde dela meseta, disparando al Z-9 que seacercaba.

—¡Hosni, lárgate!El Z-9 se detuvo y se quedó

planeando a cien metros dedistancia. Sam vio un fogonazo enel lanzacohetes izquierdo. Hosnitambién lo vio. Se volvió y echó a

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correr hacia Sam y Remi.—¡Más rápido! —gritó Sam.Un par de proyectiles salieron

del lanzacohetes del Z-9 con unbrillante destello y una columna dehumo. En un abrir y cerrar de ojosllegaron al Bell; uno alcanzó elsuelo debajo de la cola, y el otro seestrelló contra el compartimientodel motor.

El Bell se sacudió, saltó haciaarriba y explotó.

Sam agachó la cabeza y selanzó encima de Remi. Notaron la

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onda expansiva a través de lameseta y el hielo agrietándosedebajo de ellos. La metrallaacribilló la barquilla y laplataforma de hielo treintacentímetros por encima de suscabezas.

Y luego silencio.—Sígueme —dijo Sam, y se

arrastró a lo largo de la plataformade hielo hasta el final de labarquilla.

Tumbado boca abajo, avanzóserpenteando y se asomó a la

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esquina.La meseta estaba cubierta de

restos del Bell. Pedazos dentadosdel fuselaje, balanceándose todavíadebido a la sacudida, reposaban enmedio de una capa de combustiblede aviación en llamas. Trozosastillados de paletas de rotorsobresalían de los ventisqueros.

El Z-9 había retrocedido através del lago hasta la línea deriscos, donde se quedó planeando,apuntando amenazadoramente conlos lanzacohetes a la meseta.

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—¿Ves a Hosni? —preguntóRemi.

—Estoy mirando.Sam lo vio tumbado junto a un

trozo roto del parabrisas del Bell.Tenía el cuerpo carbonizado.Entonces Sam vio algo más. Justoenfrente de ellos, a unos seismetros, estaba la ametralladora deHosni. Parecía intacta. Retrocedió ymiró a Remi.

—Está muerto. No ha sufrido.—Oh, no.—He visto su ametralladora.

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Creo que puedo alcanzarla.—No, Sam. Ni siquiera sabes

cómo funciona. ¿Dónde está el Z-9?—Planeando. Estará pidiendo

instrucciones por radio a su base.Ya nos han visto; vendrán amirarnos más de cerca.

—No podrás mantenerlos araya mucho tiempo.

—Creo que nos quieren vivos.De lo contrario, estaríanbombardeando la meseta conmisiles.

—¿Por qué? ¿Qué buscan?

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—Tengo un presentimiento.—Yo también. Cambiaremos

impresiones más tarde, si seguimoscon vida. ¿Cuál es tu plan?

—No pueden aterrizar contodos estos restos, así que tendránque planear sobre la meseta y bajarcon cuerdas a algunos soldados. Siconsigo alcanzarlos en el momentoadecuado, tal vez... —Sam dejó quesus palabras se fueran apagando—.Tal vez —añadió—. ¿Quéprefieres? ¿Luchar y quizá moriraquí o rendirte y acabar en un

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campo de prisioneros chino?Remi sonrió animosamente.—¿Hace falta que lo

preguntes?

Medio deseando, medioesperando que el Z-9 hiciera unapasada de reconocimiento antes deque pusieran a los soldados entierra, Sam envió a Remi de vueltaa la plataforma de hielo, donde seenterró en la nieve entre un par deventisqueros. Sam se agachó junto ala barquilla y se preparó.

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Durante lo que le parecieronvarios minutos, pero probablementefue menos de uno, Sam permanecióatento por si oía el sonido del Z-9aproximándose. Cuando se acercó,esperó hasta que el zumbido resultóensordecedor. Entonces se aventuróa asomarse a la esquina de labarquilla.

El Z-9 se había detenido yestaba planeando junto al borde dela meseta varios metros por encimade ella. El helicóptero se deslizabade lado como una libélula

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esperando a que su presaapareciera. En la puerta lateral,Sam pudo ver al artillero inclinadosobre la ametralladora.

De repente el Z-9 se alejó ydescendió hasta desaparecer pordebajo de la meseta. Segundos mástarde, Sam lo vio atravesando denuevo el lago a toda velocidad.Sam no se paró a pensar y actuó:salió de su escondite y echó acorrer encorvado hasta laametralladora de Hosni. La cogió yvolvió corriendo a la barquilla.

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—¡Lo he conseguido! —gritó aRemi, y acto seguido comenzó aexaminar el arma.

La culata de madera estabaparcialmente astillada y elguardamanos chamuscado por lasllamas, pero las partes funcionalesparecían operativas y el cañón seveía intacto. Extrajo el cargador;quedaban trece balas.

—¿Qué están haciendo? —gritó Remi.

—O se están marchando oestán esperando a que el

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combustible acabe de arder parapoder bajar a unos soldados.

El Z-9 llegó a la orilla dellago y se precipitó hacia arriba a lolargo de la pendiente de la línea deriscos. Sam observó, cruzandomentalmente los dedos para que elhelicóptero siguiera avanzando.

No fue así.Siguiendo la pauta que había

adquirido, el Z-9 se ladeó sobre losriscos, cambió de rumbo y volvió aatravesar el lago a toda velocidad.

—Regresan —anunció Sam.

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—Buena suerte.Sam repasó mentalmente su

plan. Una gran parte dependería desi el Z-9 le ofrecía una vía cuandolos soldados se prepararan paradescender. Disparar al fuselaje delaparato era inútil; el ataque deHosni lo había demostrado. Lo queSam necesitaba era un punto débil.

El rugido del motor del Z-9 seacercó, y el zumbido rítmico de losrotores resonó en los oídos de Sam.Esperó tumbado boca abajo,mirando el hielo a pocos

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centímetros de la barquilla.Esperó... Esperó...La nieve empezó a azotar el

hielo.Sam se asomó a la esquina.El Z-9 planeaba a nueve

metros por encima de la meseta.—Vamos, gira —murmuró

Sam—. Solo un poquito.El helicóptero viró

ligeramente para que el artillero dela puerta pudiera cubrir a lossoldados durante el descenso. Dosgruesas cuerdas negras se

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desenrollaron desde la abertura ycayeron al hielo. El primer par desoldados se acercó a la puerta. Samdistinguió el asiento del piloto endiagonal detrás de ellos.

Inspiró y apretó los dientes.Situó el selector de fuego en laposición de un solo disparo y salióagachándose. Colocado encuclillas, se llevó la ametralladoraal hombro y apuntó a la puertaabierta del Z-9. A continuación,movió el arma a la izquierda y situóla mira sobre el casco del artillero.

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Disparó. El artillero se desplomó.Sam desplazó el selector de fuego ala posición de tres disparos, apuntóde nuevo y disparó una ráfaga a lapuerta. Uno de los soldados recibióun impacto y retrocedió dandotraspiés; el otro se agachó y setumbó boca abajo. Sam tenía a tiroel asiento del piloto... pero sabíaque solo por un segundo o dos. Alvolver a apuntar vio que los brazosdel piloto se movían, ajustando losmandos, tratando de poner orden enmedio del caos que reinaba a su

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alrededor.Sam se centró en el respaldo

del asiento. Inspiró, espiró y apretóel gatillo. Tres balas acribillaron elinterior del helicóptero. Sam apretóel gatillo otra vez, y luego otra más.La ametralladora emitió unchasquido hueco; el cargador estabavacío.

El Z-9 se ladeó, mientras elmorro descendía en espiral hacia lameseta. El cuerpo sin vida delartillero salió por la puerta abiertade la cabina, seguido del de otro

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soldado. Dos soldados más seprecipitaron a través de la puerta,agitando los brazos en busca deasidero. Uno de ellos consiguióagarrarse al patín del helicóptero,pero el otro cayó en picado a tierra.Totalmente fuera de control, el Z-9sin piloto se estrelló contra lameseta y aplastó al soldado quecolgaba debajo.

Sam apartó la vista, se colóbajo la barquilla y corrió a dondeRemi estaba tumbada.

—¡Viene más metralla! —

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gritó, y se lanzó encima de ella.Dos de los rotores del Z-9

chocaron primero contra el hielo, separtieron y salieron despedidos uncuarto de segundo antes de que elfuselaje se estrellara. Pegados a lanieve, Sam y Remi esperaron a quese produjera una explosión, pero nohubo ninguna. Oyeron un agudosonido chirriante seguido de un tríode ruidos sordos como el de unagranada.

Sam se levantóimpulsivamente y echó un vistazo

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por encima de la barquilla.Su cerebro tardó dos segundos

enteros en asimilar lo que estabaviendo: el Z-9 resbalaba y seprecipitaba hacia él, y el fuselajedestrozado se deslizaba en parte ydaba tumbos, mientras las palas delos rotores que quedaban se hacíanastillas en el hielo y lo impulsabanhacia delante. Parecía un bicholisiado agonizando.

Sam notó que una manoagarraba la suya. Con unasorprendente fuerza, Remi lo atrajo

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al suelo de un tirón.—Sam, ¿qué crees que

estás...?El Z-9 se estrelló contra la

barquilla y la empujó hacia atráscontra Sam y Remi, quienesempezaron a retroceder, moviendofrenéticamente los pies sobre elhielo.

La barquilla dejó de moverse.El ruido estridente del helicópteroal deslizarse continuó unossegundos y de repente cesó porcompleto salvo la tos intermitente

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de la turbina del motor.Ese sonido también cesó, y

Sam y Remi se encontraron en unsilencio absoluto. Se levantaron yse asomaron por encima de labarquilla.

—Vaya, algo así no se vetodos los días —dijo Samlacónicamente.

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Capítulo 32 Norte de Nepal

Sam y Remi tardaron diezsegundos en recomponer la escenaque tenían delante.

Después de rebotar en labarquilla, el decrépito Z-9 habíacambiado de dirección y habíaresbalado hacia el arroyo queatravesaba la meseta, donde, comouna bola de pinball atrapada en un

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surco, se había deslizado hacia elborde de la meseta y luego se habíavolcado... o lo había hechoparcialmente. La cola del Z-9,pocos centímetros más estrecha queel arroyo, había quedado alojada enla depresión.

La cabina del helicóptero sehallaba suspendida sobre la orilla,y el agua caía en cascada sobre elfuselaje y a través de la puertaabierta.

—Deberíamos ir a ver siqueda alguien vivo —propuso

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Remi.Recelosos del motor todavía

caliente, se acercaron con cuidadoal Z-9. Sam se agachó junto alarroyo y se aproximó a gatas a laorilla. El fuselaje estaba aplastadoy había quedado reducido a lamitad de su altura, y faltaba elparabrisas. No podía ver nada através de la puerta, tan abundanteera el agua que caía.

—¿Hay alguien ahí dentro? —gritó—. ¡Hola!

Sam y Remi escucharon pero

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no oyeron nada.Sam gritó dos veces más, pero

tampoco hubo respuesta.Se levantó y se reunió con

Remi.—Somos los únicos

supervivientes —dijo.—Eso es maravilloso y

terrible al mismo tiempo. Y ahora,¿qué?

—Primero, no podemos salirde aquí trepando. Y aunque loconsiguiéramos sin resultar heridos,estamos a cincuenta kilómetros del

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pueblo más cercano. Entre lastemperaturas bajo cero nocturnas yla falta de refugio, no tendríamosmuchas posibilidades. Sin embargo,debemos empezar a pensar cómosobrevivir esta noche.

—Qué alentador —dijo Remi—. Continúa.

—No tenemos ni idea decuánto tardará Karna en informar denuestro retraso y en que se organiceun grupo de búsqueda. Y todavíamás importante, hemos de contarcon que el helicóptero estuviera en

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contacto con su base después deque Hosni abriera fuego. Al ver queno vuelven a contactar con ellos yque no regresan, enviarán otrohelicóptero desde la base,probablemente dos.

—¿Cuánto calculas quetardarán?

—En el peor de los casos,unas horas.

—¿Y en el mejor?—Mañana por la mañana. Si

ocurre lo primero, puede quetengamos ventaja sobre ellos: está

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anocheciendo. Nos resultará másfácil escondernos. Tengo quemeterme en ese cacharro.

—¿Dónde, en el Z-9? —dijoRemi—. Sam, está...

—Es una idea pésima, lo sé,pero tiene provisiones quenecesitamos y, con suerte, puedeque la radio todavía funcione.

Remi lo consideró por unosinstantes y acto seguido asintió conla cabeza.

—Está bien. Pero primeroveamos lo que podemos sacar de

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los restos del Bell.

Les llevó solo unos minutos.Quedaba poco de valor, y lamayoría eran cosas carbonizadas desus mochilas, incluido un trozo decuerda de escalar mediodeshilachada, algunos artículos deun botiquín y unas cuantasherramientas de la caja del Bell.Sam y Remi recogieron todo lo queles pudiera ser útil, ya fuerareconocible o no.

—¿Qué aspecto tiene la

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cuerda? —preguntó Sam.Arrodillada junto al montón de

material, Remi la examinó.—Necesitará unos empalmes,

pero creo que tenemos cinco o seismetros de cuerda utilizable. ¿Estáspensando en una amarra para el Z-9?

Sam sonrió y asintió con lacabeza.

—Puede que a veces sea unpoco burro, pero no pienso metermeen esa trampa mortal sin una cuerdade seguridad. Vamos a necesitar

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algo parecido a un pitón.—Puede que tenga lo que

buscas.Remi caminó a través de la

meseta y fue comprobando elterreno a medida que avanzaba. Notardó en regresar. En una manosostenía un fragmento de rotor delhelicóptero y en la otra una roca deltamaño de un puño. Le dio las doscosas a Sam y dijo:

—Yo me encargaré de lacuerda.

Sam usó la roca primero para

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alisar los bordes de la partesuperior del fragmento de rotor yluego para estrechar y afilar laparte inferior. Una vez hecho eso,encontró una parcela de hieloespecialmente gruesa a un par depasos del borde de la meseta, justoa la derecha del Z-9. Acontinuación, comenzó elconcienzudo proceso de clavar elpitón improvisado en el hielo.Cuando terminó, el fragmento derotor estaba hundido cincuentacentímetros en el hielo e inclinado

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hacia atrás en un ángulo de cuarentay cinco grados.

Remi se acercó, y utilizaron supeso conjunto para retorcer y tirarde la sujeción hasta que estuvieronseguros de que aguantaría. Remidesenrolló la cuerda empalmada —en la que había hecho nudos aintervalos de sesenta centímetros—y ató una punta al pitón con un nudode bolina. Después de quitarse lachaqueta, los guantes y el gorro,Sam usó el cabo suelto parafabricar un arnés, con el nudo

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ceñido contra su región lumbar.—Si este trasto empieza a caer

por el borde, apártate —dijo Sam.—No te preocupes por mí, no

me pasará nada. Concéntrate en ti.—Vale.—¿Me estás escuchando?—Te escucho, sí —contestó él

sonriendo.La besó y se dirigió hacia la

cola vuelta hacia arriba del Z-9.Después de dar unos cuantosempujones de prueba al lateral dealuminio, trepó y empezó a

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arrastrarse hacia la cabina.—¡Te estás acercando! —gritó

Remi—. ¡Un poco más!—¡Entendido!Cuando llegó al borde de la

meseta, redujo la marcha,comprobando cada uno de susmovimientos antes de continuaradelante. Aparte de unos cuantoscrujidos y chirridos que hicieronque le diera un vuelco el corazón,el Z-9 no se movió. Sam avanzóarrastrándose centímetro acentímetro hasta que estuvo

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encaramado en lo alto de la panzadel helicóptero.

—¿Cómo está? —gritó Remi.Colocado a gatas, Sam

desplazó su peso de un lado a otro,primero despacio y luego másvigorosamente. El fuselaje dejóescapar un chirrido de aluminiorompiéndose y se movió a un lado.

—¡Creo que he encontrado ellímite! —gritó Sam.

—¿Tú crees? —contestó Remi—. ¡No te pares!

—¡De acuerdo!

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Sam se movió de costado hastatener la cadera apoyada en el patín.Lo agarró con las dos manos y seinclinó por el lado como siestuviera buscando algo.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Remi.

—¡Estoy buscando el mástilque soporta el rotor. Lo veo.Estamos de suerte; está atascado enel arroyo. Tenemos un ancla!

—¡Hoy es nuestro día! —dijoRemi. Y con tono de apremioañadió—: ¡Venga, entra ahí y sal!

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Sam le dedicó lo que esperabaque fuera una sonrisatranquilizadora.

Después de ajustar la cuerdapara que llegara recta hasta elpitón, Sam se aferró los patines conlas dos manos y bajó las piernaspor el fuselaje. Inmediatamente elagua le empapó la parte inferior delcuerpo. Sam gimió, apretó losdientes al notar el frío y sacudió laspiernas, tratando de calcular suposición sobre la puerta.

—¡Voy a entrar! —gritó a

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Remi.Sam dio una patada hacia

delante, balanceó las piernas haciaatrás y repitió la operación hastaque adquirió un ritmo constante. Enel momento preciso, se soltó. Elimpulso lo lanzó a través de lacascada hasta el interior de lacabina, donde chocó contra la otrapuerta y cayó desplomado en elsuelo.

Permaneció inmóvil,escuchando cómo el Z-9 crujía a sualrededor. Una vibración recorrió

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el fuselaje. Todo se quedó ensilencio. Sam miró a su alrededorpara tratar de orientarse.

Estaba sumergido en aguahelada hasta la cintura. Parte delflujo estaba escapando por la puertaabierta, mientras que la otra parteentraba a raudales en la cabina delpiloto y salía a través delparabrisas roto. A poca distancia,vio el cuerpo sin vida de unsoldado. Sam avanzó lentamentehasta que pudo ver entre losasientos de la cabina del piloto. El

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piloto y el copiloto estabanmuertos; no sabía si a causa de lasbalas o del impacto, o de ambascosas.

Ahora veía que la cabina delpiloto había sufrido más daños delos que creía. Además de la mayorparte del parabrisas, una seccióndel morro y el tablero de controlhabían desaparecido,probablemente hundidos en algunaparte del fondo del lago.

El helicóptero se desplomódebajo de él.

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A Sam le subió el estómago ala garganta.

El movimiento se interrumpió,pero el helicóptero se habíaquedado inclinado; a través de lacabina del piloto, podía ver lasaguas del lago muy por debajo deél.

Se le estaba acabando eltiempo...

Se dio la vuelta y desplazó lavista rápidamente por la cabina.Algo... cualquier cosa. Encontró unpetate de lona verde parcialmente

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lleno. No se molestó en examinar elcontenido y empezó a recogerartículos sueltos del interior de lacabina, prestando poca atención alo que eran. Si le parecían útiles ycabían en la bolsa, los cogía.Registró al soldado muerto, perosolo encontró un encendedor quefuera de utilidad; acto seguido,centró su atención en el piloto y elcopiloto. Se llevó una pistolasemiautomática y un portapapelescon muchos documentos. Con elrabillo del ojo vio una compuerta

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entreabierta en la parte de atrás dela cabina de los pasajeros. Trepóhasta ella y metió la mano. Susdedos tocaron algo que era de lona.Sacó el objeto de un tirón: unariñonera. La metió en el petate.

—Hora de marcharse —murmuró, y gritó a través de lapuerta—. ¿Me oyes, Remi?

La respuesta de ella sonóamortiguada pero inteligible.

—¡Estoy aquí!—¿Sigue el pitón...?El helicóptero dio otra

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sacudida; el morro se inclinó haciaabajo. Sam se encontraba subido alrespaldo del piloto en ese momento.

—¿Sigue el pitón firme? —gritó de nuevo.

—¡Sí! ¡Deprisa, Sam, sal deahí!

—¡Voy para allá!Sam subió la cremallera del

petate y se metió las asas por lacabeza de forma que la bolsa lequedó colgando del cuello. Cerrólos ojos, pronunció un silencioso«Un... dos... tres...» y acto seguido

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se lanzó a través de la puertaabierta.

Sam nunca sabría si el motivofue el impulso que tomó en elasiento del piloto, pero justocuando estaba saliendo de lacortina de agua oyó y notó que el Z-9 se volcaba. Resistió el impulsode mirar por encima del hombro yse concentró en el muro de roca quese le echaba encima. Arqueó elcuerpo hacia atrás y se tapó la caracon las dos manos.

El impacto fue similar al del

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golpe de un simulador de placajecontra el pecho. Cayó en la cuentade que el petate lo habíaamortiguado. Dio varias vueltas ychocó contra el muro varias vecesantes de quedarse balanceandosuavemente.

Encima de él, la cara de Remiapareció sobre el borde. Suexpresión de pánico dio paso a unasonrisa de alivio.

—Una salida digna de unapelícula de Hollywood.

—Una salida fruto de la

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desesperación y el miedo —lacorrigió él.

Miró al lago. El fuselaje delZ-9 estaba hundiéndose bajo lasuperficie; la parte trasera habíadesaparecido. A la izquierda, lasección de cola todavía sobresalíadel arroyo. En la parte donde elfuselaje se había desprendido soloquedaba aluminio mellado.

—¡Sube, Sam! —gritó Remi—. Morirás por congelación.

Él asintió fatigosamente con lacabeza.

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—Dame un minuto... o dos... yenseguida estoy contigo.

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Capítulo 33 Norte de Nepal

Agotado y temblando de laadrenalina, Sam subiótrabajosamente por la cuerda hastaque Remi pudo alargar los brazos yayudarlo a trepar el resto del tramo.Se puso boca arriba y se quedómirando al cielo. Remi lo rodeócon los brazos y trató de ocultar laslágrimas.

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—No se te ocurra volver ahacerlo. —Después de dejarescapar un profundo suspiro,preguntó—: ¿Qué hay en el petate?

—Un montón de cosas, noestoy seguro. He cogido todo lo queparecía útil.

—Una bolsa de sorpresas —dijo Remi sonriendo.

Levantó la bolsa condelicadeza por encima de la cabezade Sam. Bajó la cremallera yempezó a hurgar en el interior.

—Un termo —dijo, y lo sacó

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—. Vacío.Sam se incorporó y se puso la

chaqueta, el gorro y los guantes.—Bien. Tengo una misión para

ti: ve a recoger en ese termo hastala última gota de combustible dehelicóptero que encuentres.

—Bien pensado.Sam asintió con la cabeza y

gruñó:—Fuego bueno.Remi se marchó despacio y

comenzó a arrodillarse junto a lasdepresiones del hielo.

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—¡He encontrado un poco! —gritó—. ¡Y aquí hay más!

Una vez que hubo acabado, sereunieron en la barquilla.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó Sam, mientras se calentabatrotando sin moverse de sitio.

Los pantalones se le estabanempezando a poner tiesos a causadel hielo.

—Lo he llenado unos trescuartos, pero el hielo derretido loha diluido un poco. Tenemos quehacer que entres en calor.

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Sam se arrodilló junto almontón de restos que habíanrecogido del Bell y empezó aexaminarlo cuidadosamente.

—Me pareció ver... Aquí está.—Sam levantó un trozo de alambre;en cada extremo había una anilla—.Una sierra mecánica de emergencia—le dijo a Remi.

—Es una definición muyoptimista.

Sam examinó la barquillarecorriéndola a lo largo y luego enel otro sentido.

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—Está medio encajada en lagrieta, pero creo que he encontradolo que necesitamos.

Se arrodilló junto a la esquinamás cercana de la barquilla, dondese habían soltado una serie depuntales de mimbre. Como siestuviera enhebrando una aguja,Sam introdujo un extremo delalambre a través del mimbre y sacóel otro. Cogió las dos anillas yempezó a serrar. La primerasección le llevó cinco minutos, perole brindó una abertura en la que

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trabajar. Siguió serrando pedazosdel extremo de la barquilla hastaque tuvo un buen montón.

—Necesitamos rocas lisas —le dijo a Remi.

Las encontraron enseguida ylas acomodaron formando un hogar.Encima pusieron los pedazos demimbre amontonados en unapirámide. Mientras Remi hacíabolas de papel con los documentosdel portapapeles del piloto paraprender fuego, Sam sacó el mecherodel petate. Pronto tuvieron una

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pequeña lumbre encendida.Se arrodillaron ante las llamas

cogidos del brazo. El calor losinvadió. Prácticamente en el acto sesintieron mejor, más esperanzados.

—Son las cosas sencillas de lavida —comentó Remi.

—No podría estar más deacuerdo.

—Cuéntame tu teoría sobre loschinos.

—No creo que la aparicióndel Z-9 haya sido una casualidad.El primer día nos siguió uno y hoy

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otro. Luego uno aparece aquíminutos después de que hayamosaterrizado.

—Sabemos que King pasaobjetos de contrabando por lafrontera, de lo que se deduce quetiene contactos chinos. ¿Quiéntendría tanta libertad demovimiento, tanta autoridad?

—El Ejército Popular deLiberación. Y si Jack está en locierto, probablemente King adivinóla zona general en la que íbamos abuscar. Con la influencia de King,

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lo único que tenía que hacer erallamar a su contacto chino yquedarse sentado esperando a queapareciéramos.

—La pregunta es: ¿qué teníanpensado hacer los soldados del Z-9? Si Hosni no hubiera abiertofuego, ¿qué habrían hecho?

—Solo son conjeturas, peroesta es la vez que más nos hemosacercado a la frontera; está a unostres kilómetros al norte. Quizá erauna oportunidad demasiado buenapara desperdiciarla. Nos hacían

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prisioneros, nos llevaban al otrolado de la frontera y no volvía asaberse nada de nosotros.

Remi apretó con más fuerza elbrazo de Sam.

—No es una idea muyesperanzadora.

—Lamentablemente, no es laúnica: tenemos que contar con quevolverán... y más pronto que tarde.

—He visto la pistola en elpetate. No estarás pensando enintentar...

—No. Esta vez casi todo ha

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sido cuestión de suerte. La próxima,no tendríamos ninguna oportunidad.Cuando lleguen los refuerzos,tenemos que habernos ido.

—¿Cómo? Tú mismo hasdicho que no podemos salirtrepando.

—No me he expresado bien.Tiene que parecer que nos hemosido.

—Cuéntame —dijo Remi.Sam explicó a grandes rasgos

su plan, y Remi asintió con lacabeza, sonriendo.

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—Me gusta. La versión de losFargo del caballo de Troya.

—La barquilla de Troya.—Todavía mejor. Y con

suerte, evitará que muramoscongelados esta noche.

Empleando la cuerda y el pitónimprovisado como garfio, sacaronla barquilla varios metros de lagrieta, tarea que el hielo facilitó. Elenmarañado aparejo que Sam habíavisto antes colgaba debajo de labarquilla por la grieta. Sam y Remi

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se asomaron al borde pero no veíannada más allá de tres metros.

—¿Eso es bambú? —preguntóRemi, señalando.

—Creo que sí. Hay otro, esetrozo curvado. Nos facilitaríamucho el trabajo si lo cortáramostodo, pero ahí abajo podría haberalgo útil.

—¿Y el pitón? —propusoRemi—. Córtalo y átalo.

Sam se arrodillo y cogió partedel cordaje con una mano.

—Es una especie de tendón de

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animal. Se encuentra en un estadoincreíble.

—Las grietas son el frigoríficode la naturaleza —contestó Remi—.Y si todo esto estaba cubierto porese glaciar, el efecto es todavía másespectacular.

Sam recogió parte del aparejoy tiró de la maraña.

—Es sorprendentementeligero. Pero me llevaría horasdesenredar todos estos tendones.

—Entonces la arrastraremos.Usando la sonda para las

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avalanchas, Sam midió primero laanchura de la barquilla y luego lade la grieta.

—La grieta mide diezcentímetros más de ancho —anunció—. Mi intuición me diceque se quedará encajada, pero si meequivoco, perderemos toda nuestraleña.

—Tu intuición nunca nos hallevado por mal camino.

—¿Y aquella vez en Sudán?¿Y en Australia? Aquella vez metíla pata hasta el fondo...

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—Chist. Ayúdame.Después de situarse cada uno

en un extremo, se agacharon ycogieron el borde inferior de labarquilla. Cuando Sam dio la señal,lo levantaron, tratando de estirar laspiernas. Fue inútil. Soltaron elborde y retrocedieron.

—Concentremos nuestra fuerza—dijo Sam.

Volvieron a intentarlo,manteniéndose separados en elpunto central de la barquilla. Esavez levantaron la barquilla sesenta

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centímetros del suelo.—Yo la aguantaré —dijo Sam

apretando los dientes—. Prueba aempujar desde abajo con laspiernas.

Remi se tumbó boca arriba, seretorció debajo de la barquilla yacto seguido empujó con los piescontra el borde.

—¡Lista!—¡Levanta!La barquilla se elevó y se

volcó de lado.—Otra vez —dijo Sam.

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Repitieron la operación, ypronto la barquilla estuvo derecha.Remi miró dentro. Dejó escapar ungrito ahogado y retrocedió.

—¿Qué pasa? —preguntóSam.

—Polizones.Se acercaron a la barquilla.Tumbados en el otro extremo

del fondo de mimbre entre unbatiburrillo de aparejos y tubos debambú, había un par de esqueletosparcialmente momificados. El restode la barquilla, según podían

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apreciar entonces, estaba divididoen octavos por traviesas de mimbrelo bastante anchas para servir debancos.

—¿Tú qué crees? —preguntóRemi—. ¿El capitán y el copiloto?

—Es posible, pero unabarquilla de este tamaño podríallevar a quince personas comomínimo; también podríanecesitarlas para manejar todo elaparejo y los globos.

—¿Globos... en plural?—Sabremos más cuando vea

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el resto del aparejo, pero creo queera un dirigible.

—Y estos fueron los únicossupervivientes.

—Puede que el resto...Sam agitó la cabeza hacia la

grieta.—Mal camino.—Ya haremos conjeturas más

tarde. Sigamos.Después de sujetar bien el

aparejo para que colgara por elextremo de la barquilla y noquedara encajado contra la pared

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de la grieta, Sam y Remi secolocaron a cada lado de labarquilla y empujaron al mismotiempo hasta que el fondo demimbre empezó a deslizarse sobreel hielo. A medida que seacercaban a la grieta, ganaronvelocidad y dieron un últimoempujón a la barquilla. Se deslizólos últimos centímetros, chocócontra el borde y desapareció. Samy Remi echaron a correr haciadelante.

—Fíate siempre de tu instinto

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—dijo Remi sonriendo.La barquilla se hallaba

encajada entre las paredes de lagrieta unos treinta centímetros pordebajo del borde.

Sam se introdujo en labarquilla y, con cuidado deesquivar a las momias, la recorrió alo largo. La consideró sólida. Remilo ayudó a subir de nuevo.

—Toda casa necesita untejado —dijo ella.

Recorrieron juntos la mesetarecogiendo trozos del exterior de

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aluminio lo bastante grandes parallenar la grieta y luego empezaron acubrir la barquilla con ellos hastaque solo quedó una estrecha ranura.

—Tienes un don para esto —le dijo Sam.

—Lo sé. Un último toque: elcamuflaje.

Empleando un pedazo delparabrisas del Bell del tamaño deun cuenco, recogieron unos veintelitros de agua del arroyo quevertieron sobre el aluminio de labarquilla, antes de esparcir varias

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capas de nieve.Retrocedieron para admirar su

obra.—Cuando se congele,

parecerá parte de la capa de hielo—dijo Sam.

—Una pregunta: ¿para qué esel agua?

—Para que la nieve se adhieraal aluminio. Si nuestra corazonadaes correcta y esta noche nos visitaotro Z-9, no nos interesa que eltorbellino del rotor descubranuestro tejado.

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—Sam Fargo, eres un hombrebrillante.

—Eso me gusta hacer creer ala gente.

Sam miró al cielo. El bordeinferior del sol se estabaescondiendo detrás de una líneadentada de picos al oeste.

—Es hora de resguardarse yver qué nos depara la noche.

Con sus provisiones guardadasen el petate o enterradas en lanieve, Sam y Remi se retiraron a su

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refugio. Hicieron inventario delcontenido de la bolsa de lona a lamenguante penumbra.

—¿Qué es esto? —Remi sacóla riñonera que Sam había cogidojusto antes de saltar del Z-9.

—Es una... —Se interrumpió,frunció el ceño y sonrió—. Eso,cariño, es un paracaídas deemergencia. Pero para ti y para mí,son unos quince metros cuadradosde manta.

Extrajeron el paracaídas de labolsa, y pronto estuvieron bien

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acurrucados dentro de un capullo detela blanca. Relativamenteabrigados y a salvo hasta elmomento, charlaron en voz baja,observando cómo la luz se atenuabahasta dar paso a una oscuridadabsoluta.

Se quedaron dormidos poco apoco.

Un rato después los ojos deSam se abrieron de golpe. Lanegrura que los rodeaba era total.Envuelta en los brazos de él, Remi

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susurró:—¿Lo oyes?—Sí.El ruido sordo de unos rotores

de helicóptero sonaba a lo lejos.—¿Qué posibilidades hay de

que sea un grupo de búsqueda? —preguntó Remi.

—Prácticamente ninguna.—Gracias por seguirme la

corriente.El sonido de los rotores

aumentó poco a poco hasta que Samy Remi estuvieron seguros de que el

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helicóptero había descendido en elvalle. Momentos más tarde, unbrillante foco recorrió la grieta;unas cegadoras franjas de luz sefiltraron a través de los huecos dela cubierta.

Luego la luz desapareció,atenuándose a medida que el focose deslizaba sobre la meseta.Volvió y se marchó dos veces más.

Entonces, de repente, el ruidodel motor cambió de tono.

—Se está acercando paraplanear —susurró Sam.

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Cogió la pistola del lugardonde la tenía guardada debajo dela pierna y se la pasó a la manoderecha.

El torbellino llegó. Chorros deaire helado y nieve arremolinadallenaron la barquilla. A juzgar porlas sombras proyectadas por elreflector, el helicóptero parecíaestar moviéndose de lado sobre lameseta, girando en una dirección yluego en otra, buscándolos a ellos oa supervivientes entre suscompañeros desaparecidos.

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Sam y Remi habían dejado lacola del Z-9 asomando del arroyocomo pista del destino que habíacorrido el helicóptero. Cualquieracon la suerte de sobrevivir a unacaída al lago sin duda se habríaahogado poco después. Era unaconclusión a la que esperaban quellegara el grupo de búsqueda.

Obstinados, sus visitantesdieron tres pasadas más sobre lameseta. Luego, tan súbitamentecomo había aparecido, el foco seatenuó y los rotores se

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desvanecieron a lo lejos.

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Capítulo 34 Norte de Nepal

A pesar del frío extremo, lacueva formada por la barquilla lesresultó muy útil; el tejado cubiertode nieve no solo los protegía delviento sino que también retenía unapreciosa parte de su calor corporal.Abrigados con la lona delparacaídas, los anoraks, los gorrosy los guantes, durmieron

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profundamente, aunque de formaintermitente, hasta que el sol que sefiltró a través de las improvisadastejas de aluminio los despertó.

Aunque temían recibir otravisita de los chinos, Sam y Remisabían que para sobrevivir tendríanque encontrar una forma de escapardel valle.

Salieron de la barquilla y sepusieron a preparar el desayuno. Deentre los restos del Bell, tambiénhabían conseguido rescatar nuevebolsitas de té y una bolsa medio

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rota de strogonoff deshidratada. Sindarse cuenta, Sam había cogido delZ-9 un paquete de galletas de arrozy tres latas de lo que parecíanjudías con salsa de tomate. Serepartieron una y compartieron unataza de té, el agua para el cualhirvieron dentro de la lata vacía.

Los dos coincidieron en queera una de las mejores comidas quehabían probado.

Sam bebió su último sorbo deté y dijo:

—Anoche estuve pensando...

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—Y hablando en sueños —añadió Remi—. Quieres construiralgo, ¿verdad?

—Nuestros amigosmomificados de la barquillallegaron aquí en un globo de airecaliente. ¿Por qué no nosmarchamos de la misma forma? —Remi abrió la boca para hablar,pero Sam continuó—. No, no merefiero a resucitar su globo. Estoypensando más bien en un... —Sambuscó la palabra adecuada—. UnFrankenglobo.

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Remi asentía con la cabeza.—Una parte de su aparejo, una

parte del nuestro... —Sus ojos seiluminaron—. ¡El paracaídas!

—Me has leído elpensamiento. Si podemos darleforma y sellarlo, creo que tengo unmodo de llenarlo. Solo necesitamosque nos saque de este valle y noslleve a uno de los prados que vimosal sur: siete u ocho kilómetros a losumo. Desde allí deberíamos poderllegar andando a un pueblo.

—Aun así es arriesgado.

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—El riesgo es nuestraespecialidad, Remi. La realidad esque con estas temperaturas nosobreviviremos más de cinco días.Podría venir un grupo de rescateantes, pero nunca he sido muyaficionado a los «podría».

—Y también hay que tener encuenta a los chinos.

—También. No veo otraopción. O confiamos en que nosrescaten o buscamos la forma desalir de aquí... o morimos en elintento.

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—No hay duda: lo intentamos.Construyamos un dirigible.

El primer asunto a tratar era elinventario. Mientras Remi hacía unmeticuloso recuento de lo quehabían recogido, Sam sacó concuidado el viejo aparejo de lagrieta. Solo encontró unos jironesde lo que antaño había sido elglobo... o globos, en ese caso.

—Había como mínimo tres —aventuró Sam—. Probablementecuatro. ¿Ves todas las piezas

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curvadas de mimbre? ¿Ves queacaban en punta?

—Sí.—Creo que esos pudieron ser

los compartimientos de los globos.—Esta tela es seda —añadió

Remi—. Es muy gruesa.—Figúrate, Remi: una

barquilla de quince metros de largocolgada de cuatro globos de sedaenjaulados... soportes de mimbre ybambú, cuerdas hechas contendones... Me pregunto cómo lomantenían en alto. ¿Cómo

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introducían el aire caliente en losglobos? ¿Cómo...?

Remi se volvió hacia Sam, lesujetó la cara entre las manos y ledio un beso.

—Luego habrá tiempo parafantasear, ¿vale?

—Vale.Empezaron a separar el

enmarañado embrollo, apartandolas cuerdas a un lado y los soportesde bambú y de mimbre al otro. Unavez que hubieron terminado,levantaron con cuidado las momias

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de la barquilla y comenzaron adesenredarlas de la última parte delaparejo.

—Me encantaría conocer suhistoria —dijo Remi.

—Es evidente que habíanestado usando la barquilla volcadacomo refugio —dijo Sam—. Talvez la grieta se abrió de repente, ysolo estos dos consiguieronagarrarse.

—Entonces ¿por qué sequedaron así?

Sam se encogió de hombros.

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—Quizá para entonces estabandemasiado débiles. Usaron elbambú y el aparejo para construiruna pequeña plataforma.

Arrodillada junto a lasmomias, Remi dijo:

—Débiles y lisiados. Estetiene un fémur roto, una fracturamúltiple según parece, y este...¿Ves la hendidura de la cadera?Está o dislocada o fracturada. Esespantoso. Se quedaron ahí metidosesperando la muerte.

—Nosotros no correremos la

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misma suerte —respondió Sam—.Un accidente de globo en llamas, talvez, pero esto no.

—Muy gracioso.Remi se encorvó y recogió un

tubo de bambú. Tenía el diámetrode un bate de béisbol y medía unmetro y medio de largo.

—Sam, tiene algo escrito. Estárayado en la superficie.

—¿Estás segura? —Sam mirópor encima del hombro de ella. Fueel primero en reconocer el idioma—. Es italiano.

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—Tienes razón. —Remi pasólas puntas de los dedos sobre laspalabras grabadas al tiempo quegiraba el bambú con la otra mano—. Pero esto no.

Señaló una zona cerca de lapunta.

Una cuadrícula de menos de uncentímetro de altura enmarcabacuatro símbolos asiáticos.

—No puede ser —murmuróRemi—. ¿No los reconoces?

—No, ¿debería?—Sam, son los mismos cuatro

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caracteres grabados en la tapa delcofre del Theurang.

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Capítulo 35 Norte de Nepal

Sam abrió la boca para hablary acto seguido la cerró de golpe.

—Sé lo que estás pensando —dijo Remi—. Pero estoy segura,Sam. Recuerdo estar bebiendo té ymirando estos caracteres en lapantalla del ordenador portátil deJack.

—Te creo. Es solo que no veo

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cómo... —Sam se detuvo y fruncióel ceño—. A menos que... Cuandoaterrizamos aquí, ¿a qué distanciaestábamos de la última serie decoordenadas?

—Hosni dijo que a menos deun kilómetro.

—Tal vez a menos de unkilómetro del camino que habríaseguido Dhakal en su viaje. ¿Y simurió cerca de aquí o tuvoproblemas y perdió el cofre delTheurang?

Remi asintió con la cabeza.

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—Y luego nuestros amigos delglobo aparecieron siglos más tarde.Aterrizaron forzosamente aquí yencontraron la caja. ¿Cuándo fue elprimer vuelo en globo tripulado?

—Aproximadamente... entrefinales del siglo dieciséis yprincipios del diecisiete. Pero enmi vida he oído hablar de undirigible de ese período tanavanzado como este. Debía de estarmuy adelantado a su época.

—Entonces, como muy pronto,se estrelló aquí casi trescientos

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años después de que Dhakal salierade Mustang.

—Es plausible —reconocióSam—, pero difícil de creer.

—Entonces explícame estasmarcas.

—No puedo. Dices que son lamaldición del Theurang, y te creo,pero a mi mente le cuestaasimilarlo.

—Bienvenido al club, Sam.—¿Qué tal tu italiano?—Un poco olvidado, pero

puedo intentarlo luego. Ahora

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concentrémonos en salir de aquí.

Dedicaron la mañana acomprobar las cuerdas, desechandolas que parecían demasiadodesgastadas o deterioradas, queSam cortó con su navaja suiza.Repitieron la operación con lossoportes de mimbre y de bambú (enlos que Remi buscó grabados sinéxito), y luego centraron su atenciónen la seda. El trozo más grande queencontraron medía solo unoscentímetros de ancho, de modo que

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decidieron trenzar la tela utilizabley usarla como cuerda en caso denecesidad. A la hora del almuerzotenían un montón respetable demateriales de construcción.

Para mayor estabilidad,decidieron sujetar ocho de lossoportes con forma de jaula de losglobos al interior de la bóveda.Llevaron a cabo esa tarea como enuna cadena de montaje: usando elpunzón de su navaja, Sam hizoagujeros dobles en la lona dondedebía ir cada soporte y después

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Remi introdujo trozos de tendón detreinta centímetros en los agujeros.Una vez hecho, tenían trescientosveinte agujeros y ciento sesentacorreas.

A última hora de la tarde Samempezó a atar las correas usandovueltas de cabo. Había amarradocasi un cuarto de las correas cuandodecidieron retirarse para dormir.

Al día siguiente se levantaroncon el sol y retomaron laconstrucción del dirigible.

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Durante las cinco horas de luzvespertina utilizable se centraron encoser la boca del paracaídas/globocon tiras de seda anudada alrededorde un aro con forma de tonel queSam había fabricado con trozos demimbre curvados.

Después de saborear unascuantas galletas cada uno, seretiraron a la cueva de la barquillay se pusieron cómodos para pasarla que iba a ser una larga noche.

—¿Cuánto nos falta para estarlistos? —preguntó Remi.

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—Con suerte, tendremos lacesta a punto mañana a última horade la mañana.

Mientras trabajaban, Samhabía estado dando vueltas alproblema de ingeniería. Habían idodesguazando poco a poco labarquilla para tener leña, queusaban no solo para cocinar sinotambién para calentarse de vezcuando a lo largo del día y antes deacostarse por la noche.

Tal como estaban las cosas,les quedaban tres metros de

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barquilla. Según los cálculos deSam, el mimbre restante combinadocon la mezcla química en la queestaba pensando bastarían paraelevarlos. Mucho más incierto erasi podrían ascender lo suficientepara sobrepasar la línea de riscos.

El único factor que no lepreocupaba era el viento. Hastaentonces, el poco que había sopladoprocedía del norte.

Remi expresó otra inquietud,una que también había estadoacosando a Sam:

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—¿Y el aterrizaje?—No te voy a mentir. Esa

parte podría estar fuera de nuestrasposibilidades. No hay forma desaber cómo controlaremos eldescenso. Y prácticamente notendremos capacidad de giro.

—Tienes un plan B, supongo.—Sí. ¿Quieres oírlo?Remi se quedó callada unos

instantes.—No. Sorpréndeme.

La estimación temporal de

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Sam fue exacta. Hasta el mediodíano tuvieron la cesta y los tiranteslistos. Si bien «cesta» era unapalabra demasiado optimista parasu creación, estaban orgullosos deella de todas formas: unaplataforma de bambú de sesentacentímetros de ancho atada y sujetaa los tirantes con los últimostendones.

Se quedaron sentados yalmorzaron en silencio, admirandosu creación. La embarcación estabatoscamente tallada, era deforme y

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fea... pero adoraban hasta su últimocentímetro.

—Necesita un nombre —dijoRemi.

Por supuesto, Sam propusoRemi, pero ella descartó la idea.Acto seguido volvió a intentarlo:

—De niño tuve una cometaque se llamaba Altos vuelos.

—Me gusta.

Dedicaron la tarde a poner enpráctica el plan de Sam paraconseguir leña. Salvo un trozo de

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noventa centímetros en el que seacurrucarían esa noche, Sam usó lasierra de alambre para desmantelarel resto de la barquilla, cortándoladesde dentro y dándole los trozos aRemi. Solo perdieron tres trozos enlas entrañas de la grieta.

Empleando una piedra, Remiempezó a machacar el mimbre y lostendones que quedaban hastaconvertirlos en una pasta áspera, elprimer puñado de la cual Sam echósobre un trozo con forma de cuencodel revestimiento de aluminio del

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Bell. A la pasta le añadió loslíquenes que había raspado de cadapiedra y granito descubiertos quehabían encontrado en la meseta. Acontinuación, le agregó unas gotitasde combustible de aviaciónseguidas de una pizca de pólvoraque Sam había extraído de las balasde la pistola. Después de probardurante treinta minutos, Samobsequió a Remi con una toscabriqueta envuelta en un trozo detela.

—Haz los honores —dijo, y le

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dio a Remi el mechero.—¿Estás seguro de que no

explotará?—No, no estoy nada seguro.Remi le lanzó una mirada

fulminante.—Tendría que haber estado

dentro de algo sólido.Remi acercó la llama del

mechero al ladrillo extendiendo elbrazo; con un susurro apenasperceptible, se encendió.

Remi se levantó de un saltosonriendo de oreja a oreja y abrazó

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a Sam. Se quedaron agachados unoal lado de la otra alrededor delladrillo observando cómo ardía. Elcalor era sorprendentementeintenso. Cuando por fin las llamasse apagaron chisporroteando, Samconsultó su reloj:

—Seis minutos. No está mal.Ahora necesitamos tantos comopodamos preparar pero másgrandes... pongamos, del tamaño deun filet mignon.

—¿Tenías que hacer esacomparación?

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—Lo siento. En cuantolleguemos a Katmandú iremos alprimer asador que encontremos.

Animados por el éxito de laprueba de encendido, progresaronrápidamente. A la hora de acostarsetenían diecinueve ladrillos.

Cuando el sol empezaba aponerse, Sam terminó el braseroencajando en su base tres patascortas, que luego sujetó a un cuencode aluminio extragrueso con unastoscas pestañas. Por último, hizo un

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agujero en el lado del cono.—¿Para qué es eso? —

preguntó Remi.—La salida para la ventilación

y el combustible. Cuando tengamosencendido el primer ladrillo, lacorriente de aire y la forma delcono crearán una especie devórtice. El calor subirá por la partede arriba del cono y entrará en elglobo.

—Muy ingenioso.—Es un hornillo.—¿Cómo?

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—Es un hornillo de campinganticuado. Se usan desde hace unsiglo. Por fin mi afición por losconocimientos raros sirve de algo.

—Ya lo creo. Retirémonos anuestro búnker e intentemosdescansar para el vuelo inaugural (ytambién último) del Altos vuelos.

Durmieron a duras penas untotal de dos horas, incapaces deconciliar el sueño debido alagotamiento, la escasez de alimentoy la excitación. En cuanto hubo

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suficiente luz para trabajar, salieronde la barquilla y terminaron lacomida que les quedaba.

Sam desmembró el resto de labarquilla salvo la última esquina,que desprendieron haciendopalanca con el pitón y la cuerdaanudada. Cuando acabaron deserrar, tenían un montón decombustible tan alto como Sam.

Después de haber elegido unlugar de la meseta en el queprácticamente no había hielo,arrastraron con cuidado el globo

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hasta la rampa de lanzamiento. Enla plataforma habían amontonadorocas a modo de lastre. En el centrohabían colocado el brasero y lohabían sujetado a la plataforma concorreas de tendones.

—Vamos a cocinar —dijoRemi.

Utilizaron fajos de papel yliquen como madera, encima de loscuales colocaron un trípode depedazos de mimbre. Una vez quetuvieron un lecho compacto debrasas, siguieron echando mimbre

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al brasero y poco a poco las llamasempezaron a subir.

Remi posó la mano sobre elescalfador y la apartó bruscamente.

—¡Está caliente!—Perfecto. Ahora nos toca

esperar. Tardará un rato.Una hora se convirtió en dos.

El globo se llenaba poco a poco,extendiéndose alrededor de elloscomo la carpa de un circo enminiatura, mientras su reserva decombustible menguaba. Bajo elmanto del globo, la luz del sol

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parecía etérea, brumosa. Sam se diocuenta de que competían contra eltiempo y la física térmica, mientrasel aire se enfriaba y se filtraba porel revestimiento del globo.

Poco antes de la tercera hora,el globo, todavía perpendicular alsuelo, se elevó y empezó a flotar.No estaban seguros de si era algoreal o solo una impresión, peroparecía un momento decisivo.Cuarenta minutos más tarde elglobo estaba derecho, y su exteriorse volvía más firme cada minuto

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que pasaba.—Está funcionando —

murmuró Remi—. Está funcionandode verdad.

Sam se limitó a asentir con lacabeza, con los ojos clavados en elglobo.

—Todos a bordo —dijo porfin.

Remi corrió a su montón deprovisiones, cogió el trozo debambú grabado, se lo metió en laparte de detrás de la chaqueta yregresó a paso ligero. Quitó las

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rocas de una en una hasta que tuvoespacio para arrodillarse y luego sesentó. El otro lado de la plataformaplaneaba ya a pocos centímetros delsuelo.

Después de haber metidoalgunos artículos esenciales en labolsa del paracaídas deemergencia, y los ladrillos y elúltimo montón de mimbre en elpetate, Sam cogió los dos sacos yse arrodilló junto a la plataforma.

—¿Estás lista? —preguntó.Remi ni pestañeó.

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—Vamos a volar.

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Capítulo 36 Norte de Nepal

Las llamas subieron por elinterior del brasero ydesaparecieron a través de la bocadel globo hasta que Sam y Remiestuvieron flotando a un metroescaso sobre la meseta.

—Cuando te avise, empuja contodas tus fuerzas —dijo Sam.

Metió los dos últimos trozos

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de mimbre en el brasero, observó yesperó, desplazando rápidamente lavista del brasero al globo y alsuelo.

—¡Ahora!Flexionaron las piernas al

mismo tiempo y empujaron confuerza.

Ascendieron repentinamentetres metros, pero descendieron conla misma rapidez.

—¡Prepárate para volver aempujar! —gritó Sam.

Los pies de los dos tocaron el

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hielo.—¡Empuja!Una vez más salieron

disparados hacia arriba y volvierona tierra, si bien más despacio.

—Nos estamos acercando —dijo Sam.

—Necesitamos más ritmo —contestó Remi—. Piensa en unapelota botando.

De modo que empezaron a darsaltos sobre la meseta, que lespermitieron ganar cada vez más unpoco de altitud. A su izquierda,

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apareció el borde del precipicio.—Sam... —advirtió Remi.—Lo sé. No mires, sigue

saltando. ¡Volar o nadar!—¡Maravilloso!Tomaron impulso una vez más.

Una ráfaga de viento alcanzó elglobo y los empujó por la meseta, ysaltaron con los pies sobre el hielo.A Remi le resbaló la pierna en elborde del precipicio, pero noperdió la calma y dio un últimoempujón con la otra pierna.

Y entonces, repentinamente,

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todo se quedó en silencio salvo elviento que silbaba entre lascuerdas.

Estaban volando y ascendían.Y avanzaban rumbo al sudeste

hacia la pendiente.

Sam metió la mano en el petatey sacó un par de ladrillos, que echóal brasero. Oyeron el tenue susurrodel ladrillo al encenderse y vieronsaltar algunas llamas. Empezaron aascender.

—Otro —dijo Remi.

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Sam metió un tercer ladrillo enel brasero.

¡Zas! El globo se elevó.Los pinos estaban a pocos

cientos de metros de distancia yparecían acercarse a todavelocidad. Una ráfaga de vientoalcanzó el globo y lo hizo girar.Sam y Remi se agarraron a lascuerdas y estiraron las piernas en laplataforma. Después de tresrotaciones, la plataforma seestabilizó y se quedó otra vezquieta.

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Sam miró por encima delhombro de Remi, calculando ladistancia hasta la pendiente.

—¿A cuántos metros está? —preguntó Remi.

—A unos doscientos. Noventasegundos, más o menos. —La miróa los ojos—. Vamos a pasar muyjustos. ¿Nos la jugamos?

—Por supuesto.Sam metió un cuarto ladrillo

en el brasero. ¡Zas!Los dos miraron por encima

del lado de la plataforma. Las

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copas de los pinos parecían estarincreíblemente cerca. Remi notóque algo le tiraba del pie y seladeó. Sam se inclinó hacia delantey la agarró del brazo.

Echó otro ladrillo. ¡Zas!Otro. ¡Zas!—¡Cien metros! —gritó Sam.Otro ladrillo. ¡Zas!—¡Cincuenta metros! —Sacó

un ladrillo del petate, lo sacudióentre sus manos ahuecadas como sifuera un dado y se lo tendió a Remi—. Para que nos dé suerte.

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Ella le sopló.Sam metió el ladrillo en el

brasero.¡Zas!—¡Levanta los pies! —chilló

Sam.Notaron y oyeron que la punta

de un pino arañaba la parte inferiorde la plataforma. Se vieronsacudidos de lado.

—¡Estamos enganchados! —gritó Sam—. ¡Ladéate!

Inclinaron al mismo tiempo eltorso en la dirección contraria,

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colgando por encima del borde a lavez que se agarraban a una cuerda.Sam dio una patada para ver si sesoltaban de lo que había debajo.

La rama se partió con unbrusco crujido. La plataforma seenderezó. Sam y Remi se pusieronderechos, mirando abajo, a sualrededor y arriba.

—¡Hemos pasado! —gritóRemi—. ¡Lo hemos conseguido!

Sam expulsó el aire que habíaestado conteniendo.

—No lo he dudado ni por un

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segundo.Remi le lanzó una mirada.—Vale —dijo él—. A lo

mejor un segundo o dos.

Después de dejar atrás elrisco, el viento amainó ligeramentey se encontraron volando rumbo alsur a una velocidad de dieciséiskilómetros por hora, según loscálculos de Sam. Solo habíanrecorrido unos pocos cientos demetros cuando la altitud empezó adisminuir.

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Sam sacó otro ladrillo delpetate. Lo introdujo a través delagujero y se encendió. Empezaron aascender.

—¿Cuántos nos quedan? —preguntó Remi.

Sam lo comprobó.—Diez.—Ahora es una buena ocasión

para que me cuentes tu plan B paraaterrizar.

—En el hipotético caso de queel aterrizaje no sea perfecto y suavecomo la seda, la mejor opción que

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tenemos son los pinos: buscar ungrupo abundante e intentar volardirectos hacia él.

—Lo que acabas de describires un aterrizaje forzoso sin tierra.

—Básicamente.—Exactamente.—Vale, exactamente. Nos

agarramos con fuerza y confiamosen que las ramas hagan de red defrenado.

—Como en los portaaviones.—Sí.Remi lo consideró. Frunció los

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labios y se sopló un mechón decabello castaño rojizo de la frente.

—Me gusta.—Pensé que te gustaría.Sam metió otro ladrillo en el

brasero. ¡Zas!

Con el sol de media tarde asus espaldas, se deslizaban cadavez más hacia el sur, echando devez en cuando ladrillos al braseromientras permanecían atentos por siveían un lugar donde aterrizar.Habían recorrido aproximadamente

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seis kilómetros y hasta el momentosolo habían visto valles conpedregales, glaciares ybosquecillos de pinos.

—Estamos perdiendo altitud—dijo Remi.

Sam alimentó el brasero.Siguieron descendiendo.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.—La disipación, creo.

Estamos perdiendo el sol, y con élestá bajando la temperatura. Elglobo está consumiendo calor másrápido de lo que podemos

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reponerlo.Sam introdujo otro ladrillo por

el agujero. El descenso se hizoligeramente más lento, pero erainnegable: se precipitaban de formairreversible. Empezaron a ganarvelocidad.

—Tenemos que tomar unadecisión —dijo Sam—. No vamosa conseguir que aparezca un prado,pero tenemos un plan B a la vista.

Señaló por encima del hombrode Remi. Delante de ellos había unahilera de pinos. Detrás se

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encontraba otro valle cubierto decantos rodados.

—O metemos el resto de losladrillos en el brasero y confiamosen encontrar un sitio mejor.

—Ya hemos tentadodemasiado a la suerte. Estoy listapara tocar tierra firme. ¿Cómoquieres que lo hagamos?

Sam examinó la línea forestalcada vez más cercana, tratando deestimar la velocidad, la distancia yel grado de aproximación. Teníantres minutos, calculó. Volaban a

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unos veinticinco kilómetros porhora. Aunque dentro de un cocheera posible sobrevivir a unaccidente a esa velocidad, enaquella plataforma tenían uncincuenta por ciento deposibilidades de éxito.

—Si tuviéramos un airbag —murmuró Sam.

—¿Qué tal un escudo? —preguntó Remi, y señaló laplataforma de bambú.

Sam entendió enseguida a loque ella se refería.

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—Es arriesgado.—Mucho menos arriesgado

que lo que tú estabas pensando. Teconozco, Sam, y conozco tusexpresiones. ¿Qué posibilidadestenemos?

—Un cincuenta por ciento.—Puede que esto nos dé más

puntos.Sam desplazó rápidamente la

vista a la línea forestal y luego otravez a los ojos de Remi. Ella lesonrió. Él le devolvió la sonrisa.

—Eres una mujer increíble.

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—Lo sé.—Ya no necesitamos esto —

dijo Sam.Cortó las correas que

sujetaban el brasero y lo tiró de laplataforma de un empujón. Elbrasero cayó al suelo en medio deuna columna de chispas, rodó por elvalle y chocó contra una roca.

Sam atravesó la plataformahasta apretarse contra Remi, queestaba sujetando las cuerdas con lasdos manos. Sam agarró una con lamano izquierda y acto seguido se

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inclinó hacia atrás, acercó la hojade su navaja suiza a uno de lostirantes y empezó a cortarlo. Eltirante se partió emitiendo unsonido agudo. La plataformadescendió ligeramente.

Sam se dirigió al segundotirante.

—¿Cuánto falta para quelleguemos al suelo? —preguntó.

—No lo sé...—¡Más o menos!—¡Unos segundos!Sam siguió cortando. Mellada

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y ligeramente doblada debido alexceso de uso y los intentos de Sampor afilarla en las rocas, la hoja dela navaja estaba roma. Sam apretólos dientes y serró con más fuerza.

La segunda cuerda se partió.Sam se dirigió a la tercera.

—¡Se nos acaba el tiempo! —gritó Remi.

¡Clang!El otro lado de la plataforma

pendía de un solo tirante, que seagitaba como una cometa al viento.Remi prácticamente estaba

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colgando, aferrando las cuerdas conlas dos manos y con solo un pieapoyado en el borde de laplataforma. La mano izquierda deSam apresaba la cuerda situada allado de la de ella como si fuera unagarra.

—¡Una más! —gritó, y empezóa serrar—. Vamos... vamos...

¡Clang!El extremo de la plataforma se

soltó balanceándose y quedócolgando en vertical por debajo deellos. Sam se disponía a soltar la

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navaja pero cambió de opinión.Cerró la hoja de la misma contra sumejilla. Aferró una cuerda con lamano derecha.

Remi ya estaba bajando porlos tirantes para situar el cuerpodetrás de la plataforma. Samdescendió hacia ella. Se asomó alborde de la plataforma y vio unmuro verde que parecía abalanzarsehacia él.

Todo empezó a desmoronarse.Las ramas recibieron una buenaparte del impacto, pero enseguida

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hicieron girar la plataforma. Sevieron lanzados a través de unasramas que los azotaron. Agacharonla cabeza y cerraron los ojos. Samaflojó la presión que ejercía con lamano derecha en el tirante y trató decubrir la cara de Remi con elantebrazo.

—¡Suéltate! —gritó ellainstintivamente.

Entonces cayeron a través delárbol, y las ramas amortiguaron sucaída.

Se detuvieron de una sacudida.

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Sam abrió la boca para hablarpero lo único que brotó de ella fueun gruñido. Lo intentó de nuevo.

—¡Remi!—Aquí —respondió ella

débilmente—. Debajo de ti.Tumbado boca arriba y en

diagonal sobre un par de ramas,Sam se dio la vuelta con cuidado.Tres metros más abajo, Remi sehallaba tumbada en el suelo enmedio de un montón de agujas depino. Tenía la cara llena dearañazos como si alguien la hubiera

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atacado con un cepillo de alambre.Sus ojos estaban rebosantes delágrimas.

—¿Qué tal estás? —preguntóél.

Ella forzó una sonrisa y le hizoun débil gesto de aprobación con elpulgar.

—¿Y tú, intrépido piloto?—Deja que me quede aquí

tumbado un rato y luego te lo digo.

Al cabo de unos minutos, Samempezó a descender.

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—No te muevas —le dijo aRemi—. Quédate quieta.

—Si insistes...Sam se sentía como si una

panda de gamberros armados conbates le hubieran dado una paliza,pero todas sus articulaciones y susmúsculos principales parecíanfuncionar bien, aunque con ciertalentitud.

Usando la mano derecha, bajóde la última rama y cayódesplomado junto a Remi. Ella lerodeó la cara con una mano y dijo:

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—Contigo una no se aburrenunca.

—No.—Sam, tu cuello.Él alargó la mano y se tocó la

zona que le había indicado Remi.Cuando se la miró tenía los dedosmanchados de sangre. Después depalparse un poco, encontró un tajovertical de unos siete centímetrosdebajo de una oreja.

—Se coagulará —le dijo—.Vamos a echarte un vistazo.

No tardaron en darse cuenta de

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que su ropa los había salvado. Elgrueso relleno y los cuellos altos desus anoraks les habían protegido eltorso y la garganta, y los gorros depunto les habían brindado unaalmohada crucial para el cráneo.

—Regular, pensándolo bien.—Tu idea del escudo nos ha

salvado el pellejo.Ella hizo un gesto de rechazo

con la mano.—¿Dónde está Altos vuelos?—Enredado en el árbol.—¿Todavía tengo el bambú?

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Sam vio el extremo quesobresalía de su cuello.

—Sí.—¿Mi cara tiene tan mal

aspecto como la tuya? —preguntóRemi.

—Nunca has estado másguapa.

—Mentiroso... Pero gracias.El sol se está poniendo. Y ahora,¿qué?

—Ahora nos rescatarán. Teprepararé una lumbre e iré a buscara unos amables lugareños que nos

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ofrezcan camas confortables ycomida caliente.

—¿Así de simple?—Así de simple.Sam se levantó y estiró las

extremidades. Le dolía todo elcuerpo; un punzante dolor queparecía estar presente en todaspartes.

—Vuelvo enseguida.Solo tardó unos minutos en

encontrar la bolsa del paracaídasde emergencia, que se le habíadesprendido de la espalda durante

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el accidente. Sin embargo, tardómás en dar con el petate; se habíacaído cuando el último tirante de laplataforma había cedido. De losaproximadamente siete ladrillosque habían quedado, encontró tres.

Regresó junto a Remi ydescubrió que había conseguidosentarse erguida con la espaldaapoyada contra el árbol. Prontotuvo un ladrillo encendido en unpequeño círculo de tierra junto aella. Colocó los dos ladrillos quequedaban al lado de Remi.

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—Vuelvo en un periquete —dijo.

—Aquí estaré.Le dio un beso y se marchó.—¿Sam?Se volvió.—Sí.—Cuidado con los yetis.

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Capítulo 37 Goldfish Point, La Jolla,

California

—Tengo una traducción paraustedes —dijo Selma, entrando enel solárium.

Se dirigió a las tumbonasdonde estaban reclinados Sam yRemi y les dio la copia impresa.

—Fantástico. —Remi sonriólánguidamente.

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—¿La has leído? —preguntóSam a Selma.

—Sí.—¿Te importa darnos una

versión resumida? Losmedicamentos de Remi la handejado un poco... alegre.

Al final, a Sam no le habíacostado encontrar rescatadores enel alto Himalaya. Visto enretrospectiva, teniendo en cuenta loque habían pasado para llegar hastaallí, Sam lo consideraba un caso dejusticia poética. Sin saberlo, habían

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caído a menos de un kilómetro deun pueblo llamado Samagaun, elasentamiento humano situado más alnorte en aquella región de Nepal.

A la penumbra cada vez mástenue, Sam había avanzado valleabajo arrastrando los pies hasta quefue visto por una pareja australianaque estaba de vacacionespracticando senderismo. Lollevaron a Samagaun, y rápidamentese organizó un grupo de búsqueda.Dos vecinos del pueblo, la parejaaustraliana y Sam fueron en una

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vieja camioneta Datsun lo másarriba posible del valle, luego sebajaron del vehículo y recorrieron apie el resto del camino.Encontraron a Remi donde Sam lahabía dejado, a la cálida luz delfuego.

Para mayor seguridad, lacolocaron sobre un trozo de maderacontrachapada que habían llevadopara ese fin y acto seguido sedirigieron de vuelta a Samagaun,donde descubrieron que el pueblose había movilizado por ellos. Se

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dispuso una habitación con camasgemelas y una estufa, y les dieronde comer aloo tareko (patatasfritas) y kukhura ko ledo (pollo consalsa) hasta que no pudieron más.El médico del pueblo fue avisitarlos, los examinó a los dos yno halló heridas de gravedad.

A la mañana siguiente sedespertaron y descubrieron que unanciano del pueblo había avisadode su rescate a través del vallemediante un equipo deradioaficionado. Poco después de

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que Sam diera al anciano los datosde contacto de Jack Karna, untodoterreno más robusto llegó parallevárselos al sur. En Gorkhaencontraron a Jack y a Ajayesperando para acompañarlos hastaKatmandú.

En realidad, Jack habíainformado de la desaparición de losFargo y estaba tratando deorganizar un grupo de búsquedapara sortear la burocracia delgobierno nepalés cuando recibió lanoticia de su rescate.

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Sam y Remi pasaron una nocheen el hospital bajo la atenta miradade Ajay. Las radiografías de Remirevelaron que tenía contusiones endos costillas y un esguince en untobillo. Les recetaron analgésicospara los chichones y los cardenales.A pesar de que parecían peligrosos,los arañazos de sus caras eransuperficiales y con el tiempo seborrarían.

Cinco días después delaterrizaje forzoso en globo, estabanen un avión rumbo a casa.

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En ese momento Selma sedisponía a ofrecerles la versiónabreviada.

—Bueno, antes de nada, Jackha confirmado su sospecha, señoraFargo. Los símbolos grabados en elbambú son idénticos a los de latapa del cofre del Theurang. Se haquedado tan perplejo como ustedes.Cuando estén listos para hablar,llámenlo.

»En cuanto al resto de lasmarcas, también tenían razón: esitaliano. Según el autor, un hombre

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llamado... —Selma echó un vistazoa la copia impresa y dijo—:Franceso Lana de Terzi.

—Conozco ese nombre —dijoSam.

Desde que había vuelto a casa,se había sumergido en la historia delos dirigibles.

—Cuéntanos —dijo Remi.—Mucha gente considera a De

Terzi el padre de la aeronáutica.Fue jesuita y profesor de física y dematemáticas en Brescia, en el nortede Italia. En mil seiscientos setenta

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publicó un libro titulado Prodomo.Fue una obra revolucionaria para suépoca, el primer análisis sólido delas matemáticas aplicadas a losviajes aéreos. Sentó las bases paratodos los que le siguieron,empezando por los hermanosMontgolfier en mil setecientosochenta y tres.

—Ah, ellos —contestó Remi.—El primer viaje en globo

con éxito —explicó Sam—. DeTerzi fue un genio absoluto. Allanóel camino para inventos como la

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máquina de coser, un sistema delectura para ciegos, la formaprimitiva del braille...

—Pero ningún dirigible —dijoSelma.

—El principal concepto quedesarrolló fue algo que llamó laaeronave de vacío: básicamente, elmismo aparato que el globodirigible múltiple que encontramos,solo que en lugar de esferas de telatenía unas de cobre que habían sidovaciadas de aire. A mediados delsiglo diecisiete, el inventor Robert

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Boyle creó una bomba (un «motorneumático», como él lo llamó) quepodía vaciar totalmente el aire deun recipiente. Gracias a esa bomba,demostró que el aire pesaba. DeTerzi propuso una teoría según lacual una vez que las esferas decobre fueran vaciadas, la aeronavesería más ligera que el aire que larodeaba y se elevaría. No osaburriré con datos físicos, pero elconcepto tiene demasiadas trabaspara ser realizable.

—De modo que la aeronave de

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vacío nunca se construyó —dijoSelma.

—No que nosotros sepamos. Afinales del siglo diecinueve, unhombre llamado Arthur de Baussetintentó conseguir financiación paralo que llamó la aeronave de tubo devacío, pero la iniciativa noprosperó. En cuanto a De Terzi,según los libros de historia, siguiódesarrollando su teoría hasta sumuerte en mil seiscientos ochenta yseis.

—¿Dónde?

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Sam sonrió.—En Brescia.—Después de pasearse por el

Himalaya —añadió Remi—.Continúa, Selma.

—Según el bambú, De Terzi ysu equipo chino (no dice de cuántosmiembros estaba compuesto)realizaron un aterrizaje forzosodurante el viaje de prueba de unaaeronave que estaba diseñando parael emperador Kangxi. El emperadorhabía bautizado la aeronave GranDragón. Solo De Terzi y otras dos

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personas sobrevivieron alaccidente. Él fue el único que salióileso.

—Las dos momias queencontramos —dijo Remi.

—He consultado las fechas enrelación con el emperador Kangxi—informó Selma—. Gobernó demil seiscientos sesenta y uno a milsetecientos veintidós.

—La cronología coincide —dijo Sam.

—Ahora viene lo mejor: DeTerzi afirma que mientras estaba

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buscando comida encontró un... —Selma leyó la copia impresa—:«Un misterioso recipiente con undiseño que no había visto jamás,grabado con símbolos parecidos ydistintos de los usados por mibenefactor».

Sam y Remi intercambiaronuna mirada.

Selma continuó:—En la última parte del

grabado, De Terzi escribió quehabía decidido dejar a sustripulantes y dirigirse al norte,

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hacia la base de lanzamiento de laaeronave, a la que se refería comogompa de Shekar.

—¿Has comprobado...? —preguntó Sam.

—Sí. La gompa de Shekar seencuentra actualmente en ruinas,pero está situada a unos sesentakilómetros al nordeste de dondeustedes encontraron el dirigible, enel Tíbet.

—Continúa.—Si De Terzi llegó a la

gompa de Shekar, debió de relatar

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allí su viaje. Si no lo consiguió, sucuerpo no debió de ser encontrado.El bambú sería su testamento.

—¿Y el misterioso recipiente?—preguntó Sam.

—He dejado lo mejor para elfinal —contestó Selma—. De Terzideclaró que iba a llevarse elrecipiente y, cito textualmente,«pedir un rescate para liberar a mihermano Giuseppe, tomado comorehén por el emperador Kangxi paraasegurarse de mi regreso con elGran Dragón».

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—Se lo llevó —murmuró Sam—. Se llevó el Theurang al Tíbet.

—Tengo tantas preguntas queno sé por dónde empezar —dijoRemi—. En primer lugar, ¿cuántosdatos históricos tenemos sobre DeTerzi?

—Hay muy poca informacióndisponible. Al menos que yo hayapodido encontrar —respondióSelma—. Según todas las fuentes,De Terzi se pasó la vida en Italia.Murió allí y está enterrado allí.

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Como ha dicho Sam, pasó losúltimos años de su vida trabajandoen su aeronave de vacío.

—Las dos versiones de suvida no pueden ser ciertas —dijoSam—. O nunca salió de Brescia yel bambú es un bulo o pasó untiempo en China trabajando para elemperador Kangxi.

—Y tal vez murió allí —añadió Remi.

Sam vio la sonrisa pícara quese dibujó en el rostro de Selma.

—Está bien, suéltalo ya —

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dijo.—En internet no hay nada

sobre De Terzi, pero en laUniversidad de Brescia hay unaprofesora que imparte un cursosobre inventores italianos delRenacimiento tardío. Según el plande la universidad, De Terzi tiene unpapel destacado en el programa.

—Disfrutas haciéndolo,¿verdad? —dijo Remi.

—En absoluto —contestóSelma solemnemente—. Solo tienenque decírmelo, y mañana por la

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tarde estarán en Italia.—Dejémoslo en una cita por

internet para mañana.

Goldfish Point, La JollaCalifornia

Al día siguiente, a media tarde

según la hora italiana, Sam y Remise presentaron a través de iChat yexplicaron ambiguamente cuál erasu interés por Francesco Lana deTerzi a la profesora del curso,Carlotta Moretti. Moretti, unamorena de treinta y tantos años con

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gafas de búho, les sonreía desde lapantalla de ordenador.

—Encantada de conocerles —dijo en un inglés con ligero acento—. Soy una gran admiradora suya,¿saben?

—¿Admiradora? —contestóRemi.

—Sí, sí. Leí acerca de ustedesen la revista Smithsonian. Labodega perdida de Napoleón y lacueva de los montes... esto...

—Gran San Bernardo —laayudó Sam.

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—Sí, eso. Disculpen laintromisión, pero debopreguntárselo: ¿se encuentran bien?¿Qué les ha pasado en la cara?

—Un contratiempo haciendosenderismo —respondió Sam—.Nos estamos recuperando.

—Ah, bien. El caso es que mequedé fascinada, y luego cuando mellamaron, encantada por supuesto.También sorprendida. Cuéntenmequé les interesa de Franceso deTerzi e intentaré serles de ayuda.

—Su nombre ha surgido

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cuando estábamos trabajando en unproyecto —dijo Remi—. Nos haparecido sorprendente la pocainformación publicada sobre él.Nos han dicho que usted es toda unaexperta en la materia.

—Experta, no sé. Doy clasessobre De Terzi, y siento curiosidadpor él desde que era niña.

—Sobre todo nos interesa laúltima parte de su vida; digamos,los últimos diez años. En primerlugar, ¿puede confirmar que tenía unhermano?

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—Sí. Giuseppe Lana de Terzi.—¿Y es cierto que Francesco

nunca salió de Brescia?—Oh, no, eso es falso. De

Terzi viajaba con frecuencia aMilán, a Génova y a otros lugares.

—¿Y fuera de Italia? ¿Aultramar, tal vez?

—Es posible, pero no sabríaadónde exactamente. Según algunasversiones, la mayoría de ellasrelatos de segunda mano de lashistorias que se decía que habíacontado De Terzi, viajó lejos de

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casa entre mil seiscientos setenta ycinco y mil seiscientos setenta ynueve. Sin embargo, ningúnhistoriador de los que conozco loconfirma.

—¿Dicen esas historias dóndepudo haber estado?

—En algún lugar del LejanoOriente —contestó Moretti—. Asiaes una de las hipótesis.

—¿Por qué habría ido allí?La profesora vaciló.—Deben entender que todo

puede ser una fantasía. Existe muy

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poca documentación que lorespalde.

—Lo entendemos —respondióSam.

—Se dice que De Terzi noencontraba inversores para suproyecto de dirigible.

—La aeronave de vacío.—Sí, esa. No encontraba a

nadie que le diera dinero: ni elgobierno, ni los ricos italianos.Viajó al este con la esperanza dehallar patrocinio para poderterminar su obra.

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—¿Y lo encontró?—No, que yo sepa.—¿Qué pasó cuando regresó

en mil seiscientos setenta y nueve?—preguntó Sam.

—Se dice que cuando volvió aItalia era un hombre distinto. Algole había ocurrido en sus viajes, yGiuseppe no volvió con él.Francesco nunca habló del tema.Poco después, se instaló de nuevoen Brescia, abandonó la orden delos jesuitas y se trasladó a Viena.

—¿También en busca de

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inversores?—Tal vez, pero en Viena solo

encontró mala suerte.—¿Y eso? —preguntó Remi.—Poco después de trasladarse

a Viena se casó, y luegorápidamente fue padre. Dos añosdespués estalló la gran batalla: elsitio y la batalla de Viena. ¿Laconocen?

—Solo vagamente.—El sitio duró dos meses. El

Imperio otomano combatió contra laLiga Santa: el Sacro Imperio

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Romano Germánico, laMancomunidad Polaco-Lituana y laRepública de Venecia. A principiosde septiembre de mil seiscientosochenta y tres, se libró la batallafinal. Muchas decenas de miles depersonas murieron, incluidos lamujer y el hijo de De Terzi.

—Es horrible —dijo Remi—.Qué lástima.

—Sí. Se dice que quedóterriblemente desconsolado.Primero su hermano y luego sunueva familia, todos muertos. Poco

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después, De Terzi volvió adesaparecer.

—¿Adónde fue?Moretti se encogió de

hombros.—Una vez más, es un misterio.

Volvió a Brescia en octubre de milseiscientos ochenta y cinco, y muriópocos meses más tarde.

—Déjeme hacerle unapregunta que puede parecer un pocoextraña —dijo Remi.

—Por favor.—¿Tiene usted, u otra persona,

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la absoluta certeza de que De Terziregresó a Brescia en mil seiscientosochenta y cinco?

—Es una pregunta extraña, sí.Supongo que la respuesta es que no.No dispongo de ningún dato queconfirme que murió aquí... ni queregresó, para el caso. Esa parte dela historia está basada, como elresto, en información de segundamano. A falta de una...

—Exhumación.—Sí, una exhumación. Solo

eso y una muestra de ADN de sus

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descendientes servirían de prueba.¿Por qué lo preguntan? ¿Tienenmotivos para creer...?

—No, la verdad es que no.Estamos barajando ideas.

—En cuanto a esas historias,¿cree usted alguna de ellas?

—Una parte de mí quierecreer. Es una aventura emocionante,¿verdad? Pero, como ya he dicho,en las historias oficiales de la vidade De Terzi no figura ninguno deesos episodios.

—Hace unos minutos ha dicho

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que existe muy pocadocumentación. ¿Significa eso queexiste alguna documentación? —preguntó Remi.

—Hay unas cuantas cartas,pero escritas por amigos. Ningunadel puño y letra de De Terzi. Es loque su sistema judicial llamatestimonio de oídas, ¿verdad?Aparte de las cartas, solo hay otrafuente que pueda estar relacionadacon esas historias. Me resisto amencionarla.

—¿Por qué?

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—Es una obra de ficción, unrelato breve escrito por la hermanade De Terzi pocos años después desu muerte. Aunque aparece con otronombre, el protagonista esclaramente un trasunto deFrancesco. La mayoría de la gentepensó que la hermana estabaintentando ganar dinero a costa dela fama de él explotando losrumores.

—¿Puede resumirnos elrelato?

—En realidad es un cuento

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bastante rocambolesco. —Morettiordenó sus pensamientos—. Elhéroe de la historia abandona suhogar en Italia. Después deenfrentarse a muchos peligros, escapturado por un tirano en un paísextranjero. Le obligan a construiruna nave de guerra voladora. Lanave se estrella en un lugardesolado, y solo el héroe y dos desus compañeros sobreviven, aunqueal final estos mueren debido a susheridas. El héroe encuentraentonces un misterioso tesoro, que

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según le cuentan los nativos estámaldito, pero él no hace caso de laadvertencia y emprende el arduoviaje de vuelta al castillo deltirano. Una vez allí, descubre quesu compañero de viaje, a quien eltirano había tomado como rehén, hasido ejecutado.

»Cuando el héroe regresa aItalia con el tesoro, encuentra másdesgracias: su familia ha muerto acausa de la peste. El héroe seconvence entonces de que lamaldición es real, de modo que

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parte con la intención de devolverel tesoro al lugar donde lo encontróy no se vuelve a saber nada de él.

Sam y Remi se esforzaron pormantener el rostro inexpresivo.

—No tendrá por casualidaduna copia de ese relato, ¿verdad?

—Sí, por supuesto. Creo quelo tengo en el italiano original ytambién en una traducción en inglésmuy buena. En cuanto hayamosterminado de hablar, se lo mandaréen versión electrónica.

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Capítulo 38 Goldfish Point, La Jolla,

California

Provistos de una copia de ElGran Dragón en cada uno de susiPad, Sam y Remi dieron lasgracias a la profesora Moretti porsu ayuda. Leyeron el relato yenviaron copias por correoelectrónico a Selma, a Wendy y aPete. Mientras Remi enviaba una a

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Jack, Selma se puso en contacto conél a través de iChat.

—Parecéis muy afectados —dijo Karna—. No me tengáis envilo. ¿Qué habéis encontrado?

—Cuéntaselo tú —dijo Sam aRemi.

Remi describió suconversación con Moretti y actoseguido resumió a todos lospresentes El Gran Dragón.

—Increíble —dijo Selma—.¿Los dos han leído el relato?

—Sí —contestó Sam—.

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Deberías tenerlo en tu dirección decorreo electrónico. Tú también,Jack.

—Sí, ya lo veo.—¿Cuántas coincidencias hay

entre el relato y los grabados delbambú? —preguntó Wendy.

—Si sustituyes las partes de lahistoria claramente ficticias por elsupuesto testamento de De Terzi,tienes un texto escrito como unanarración objetiva: el accidente, elnúmero de supervivientes, eldescubrimiento de un misterioso

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tesoro, el viaje de vuelta a casa...Está todo ahí.

—Y la cronología coincide —dijo Remi—. Entre las versiones desegunda mano de las idas y venidasde De Terzi, pudo haber ido yvuelto de China perfectamente.

—Estoy atónito —dijo Karna.Pete, que había estado

hojeando el relato en el iPad deSam, dijo:

—¿Qué es el mapa de laportada?

—Es el viaje del héroe para

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devolver el tesoro —contestó Remi—. ¿Lo tienes, Jack?

—Estoy mirándolo ahoramismo. Parece que De Terzi llegadel este y se detiene primero en loque aquí figura como un castillo.Podemos suponer que se trata de lagompa de Shekar.

—La base de lanzamiento dela aeronave —dijo Sam.

—Y posiblemente el lugar desepultura de Giuseppe —añadióRemi.

Karna prosiguió:

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—De la gompa de Shekar, DeTerzi viaja al oeste hasta la GranCiudad. Basándonos en la posiciónde Shekar, la ciudad podría serLhasa.

—¿Por qué iría allí? —preguntó Wendy—. El lugar delaccidente está a sesenta kilómetrosal sur de la gompa de Shekar. ¿Notrataba de devolver el tesoro?

—Sí —respondió Sam—, peroen el relato, cuando llega alcastillo, un sabio de la zona le diceque debe devolver el tesoro a «su

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legítimo hogar». Le dice que busquea otro sabio en la Gran Ciudad quehay al oeste.

Karna retomó la línea depensamiento de Sam.

—Desde la Gran Ciudad, DeTerzi sigue hacia el este y al finalllega a... No lo sé. Solo aparece unaX.

—Shangri-La —propusoRemi.

Karna guardó silencio unosinstantes y acto seguido dijo:

—Vais a tener que excusarme.

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Disculpad. Volveré a llamaros.La pantalla de iChat se

oscureció.

Karna volvió treinta minutosmás tarde.

—En este mapa hay algunaslíneas de cuadrícula aproximadas yotros puntos de referencia quetendré que cotejar, pero tomando ladistancia de la gompa de Shekar aLhasa como referente, el últimotramo del viaje de De Terzi terminóen una zona que actualmente se

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conoce como cañón del Tsangpo.—Tu candidato a lugar de

ubicación de Shangri-La —dijoSam.

—Ya lo creo. Sam, Remi,puede que acabéis de solucionar unenigma que ha permanecidoseiscientos años irresoluto.

—No nos adelantemos a losacontecimientos —indicó Sam—.¿Cuánto tardarás en concretar loslugares del mapa?

—Empezaré ahora mismo.Dame un día.

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Capítulo 39 Región de Arunachal Pradesh,

al norte de India

—¡Jack! —gritó Remi—. Nocreía que fueras a aparecer.

El todoterreno de Karna sedetuvo y Jack se apeó del vehículo.Remi le dio un abrazo, y Sam leestrechó la mano.

—Me alegro de que estés abordo, Jack.

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—Yo también.De pie detrás de Karna, Ajay

los saludó con la cabeza y lessonrió.

—Tenéis mejor aspecto que laúltima vez que os vi las caras —dijo Karna—. ¿Qué tal el pie,Remi? ¿Y las costillas?

—Lo bastante curadas parapoderme mover sin tener queapretar los dientes. Tengo vendaselásticas, unas buenas botas desenderismo y un frasco deibuprofeno.

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—Excelente.—Nos dejará a todos atrás —

dijo Sam.—¿Habéis tenido algún

problema para llegar aquí? ¿Os haseguido alguien? ¿Alguna personasospechosa?

—Nada de eso —contestóRemi.

Desde su última conversacióncon Charles King, ni lo habían vistoni habían tenido noticias de él, desus hijos o de Zhilan Hsu. Era uncambio que les resultaba al mismo

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tiempo agradable e inquietante.—Jack, ¿cómo has vencido el

miedo a volar? —preguntó Sam.—La verdad es que no lo he

vencido —respondió Karna—.Estuve aterrado desde quedespegamos en Katmandú hasta elmomento en que me bajé del aviónen Bangladesh. La emoción por laexpedición dominó temporalmenteel miedo y, voilà, aquí estoy.

«Aquí» era el final de un viajepor tierra de ochocientoskilómetros que Sam y Remi

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acababan de terminar pocas horasantes. Situada a orillas del ríoSiang, la tranquila ciudad deYingkiong, de novecientoshabitantes, era la última avanzadacon una población considerable enel norte de India. La siguienteciudad desde allí, Nyingchi, en elTíbet, se encontraba a cientosesenta kilómetros al nordeste através de algunas de las junglas másinhóspitas del mundo.

Habían pasado diez días desdesu conversación por iChat. Habían

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tardado todo ese tiempo en hacerlos preparativos necesarios. Fiel asu palabra, Karna se había puestoen contacto con ellos al díasiguiente, después de habertrabajado ininterrumpidamente conla esperanza de descifrar el mapade El Gran Dragón.

Las dotes de navegaciónterrestre de De Terzi debían dehaber rivalizado con las de loscentinelas, había explicado Karna.Tanto la posición como lasdistancias del mapa de De Terzi

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eran extraordinariamente precisas,y diferían de las medidas reales enmenos de un kilómetro y medio y ungrado de brújula. Una vez queterminó sus cálculos, Karna tuvo lacerteza de que había triangulado lasituación de Shangri-La hasta undiámetro de tres kilómetros. Comosospechaba desde el principio, lascoordenadas se encontraban en elcentro del cañón del río Tsangpo.

Sam y Remi habían estudiadola zona en Google Earth, pero nohabían visto más que elevados

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picos, rugientes ríos y densosbosques. Nada que pareciera unchampiñón.

—¿Qué os parece si vamos aun bar a tomar una copa ycharlamos un poco? Es mejor queseáis conscientes del desagradablepanorama que nos espera antes departir por la mañana.

La taberna era un edificio dedos plantas con un tejadillo dehojalata ondulada y paredes detablones. En el interior, la planta

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baja estaba dedicada a una zona derecepción y un restaurante queparecía sacado de un western deHollywood de los años cincuenta:suelos de madera, una larga barraen forma de jota y postes verticalesque soportaban las vigasdescubiertas del techo. Sushabitaciones para esa noche, lesdijo Karna, estaban en el segundopiso.

La taberna estabasorprendentemente abarrotada.Encontraron una mesa de caballete

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contra la pared bajo un parpadeanteletrero de neón de Schlitz ypidieron cuatro cervezas. Estabanheladas.

—La mayor parte de lo quevoy a contaros lo sé por Ajay, perocomo él no es muy locuaz, tendréisque fiaros de mi memoria. Como osdije, este es el antiguo territorio deAjay, así que estamos en buenasmanos. Por cierto, Ajay, ¿en quésituación está nuestro transporte?

—Todo arreglado, señorKarna.

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—Fantástico. Corrígeme si medesvío del tema mientras hablo,Ajay.

—Sí, señor Karna.Karna suspiró.—No consigo que me llame

Jack. Llevo años intentándolo.—Él y Selma siguen el mismo

manual —contestó Sam.—Está bien. He aquí el

inconveniente de ArunachalPradesh: dependiendo de a quién lepreguntéis, ahora mismo estamos enChina.

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—¡Vaya! Repite eso —dijoSam.

—China reclama oficialmentela mayoría de esta región comoparte del sur del Tíbet. Porsupuesto, para la gente y elgobierno de aquí, ArunachalPradesh es un estado indio. Lafrontera sur entre ArunachalPradesh y China se llama líneaMcMahon, trazada como parte deun tratado entre el Tíbet y el ReinoUnido. Los chinos nunca loaceptaron, e India no hizo respetar

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la frontera hasta mil novecientoscincuenta. En resumidas cuentas,China e India la reclaman peroninguna de las dos hace gran cosa alrespecto.

—¿Qué significa eso entérminos de presencia militar? —preguntó Sam.

—Nada. Hay algunas tropasindias en la región, pero los chinosse mantienen al norte de la líneaMcMahon. En realidad, todo esbastante amistoso.

—Eso es bueno para nosotros

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—dijo Remi.—Sí, bueno... Lo que no es tan

maravilloso es la FLAN: la Fuerzade Liberación Arunachal Naga. Sonel último y el más importante grupoterrorista de la zona. Recientementehan estado secuestrando a gente.Dicho eso, Ajay afirma que esprobable que no tengamos ningúnproblema con ellos; el ejército haestado tomando duras medidas.

—Según los mapas, nuestrodestino está a cuarenta kilómetrosde China —dijo Sam—. A juzgar

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por el paisaje, supongo que nohabrá ningún control en la frontera.

—Estás en lo cierto. Comodije en Mustang, la frontera seencuentra bastante desprotegida.Varios cientos de senderistas lacruzan cada año. En realidad, noparece que al gobierno chino lemoleste. No hay nada deimportancia estratégica en la zona.

—Más buenas noticias —dijoRemi—. Ahora cuéntanos lo malo.

—¿Quieres decir aparte deque el terreno es tan accidentado

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que raya en lo ridículo?—Sí.—Lo malo es que

prácticamente estaremosinvadiendo China. Si tenemos lamala suerte de que nos pillen, esprobable que acabemos en lacárcel.

—Ya nos hemos enfrentado aesa posibilidad una vez —contestóSam—. Hagamos todo lo posiblepor evitarlo, ¿vale?

—De acuerdo. Está bien,pasemos a las serpientes y los

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insectos venenosos...

Después de una cena rápidacompuesta de pollo tandoori, Sam yRemi se retiraron a descansar. Sushabitaciones estaban a tono con elmotivo general de la posada: elglamour de los westerns deHollywood sin su glamour. Aunquela temperatura exterior era de unosagradables quince grados, lahumedad era agobiante. Elchirriante ventilador del techo de lahabitación agitaba lentamente el

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aire, pero después de la puesta desol la temperatura empezó adescender, y pronto en la habitaciónhubo un ambiente confortable.

A las ocho estaban dormidos.

A la mañana siguiente sedespertaron cuando Ajay llamósuavemente a su puerta y susurrósus nombres. Sam salió de la camaa oscuras con cara de sueño y sedispuso a abrir arrastrando los pies.

—Café, señor Fargo —dijoAjay.

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—¿Hoy no hay té? Quéagradable sorpresa. Me llamo Sam,por cierto.

—Oh, no, señor.—¿Qué hora es?—Las cinco de la madrugada.—Ajá —murmuró Sam, y echó

un vistazo a la figura durmiente deRemi. La señora Fargo no eraprecisamente una personamadrugadora—. Ajay, ¿teimportaría traernos otras dos tazasde café?

—Por supuesto. De hecho, les

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traeré la jarra.

El grupo se reunió en lataberna treinta minutos más tardepara desayunar. Una vez quehubieron terminado, Karna dijo:

—Será mejor que recojamoslas cosas. Nuestra trampa mortalllegará en cualquier momento.

—¿Has dicho «trampamortal»? —preguntó Remi.

—A lo mejor te suena más sunombre común: helicóptero.

Sam soltó una risita.

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—Después de todo lo quehemos pasado, casi preferimos tudescripción. ¿Seguro que lollevarás bien?

Karna levantó una bola deespuma del tamaño de una pelota desoftball. Estaba llena de agujeroshechos con los dedos.

—Un juguete antiestrés.Sobreviviré. El trayecto será corto.

Después de reunir el equipo yrecogerlo, no tardaron enreagruparse a las afueras del norte

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de Yingkiong cerca de un claro detierra.

—Por ahí viene —dijo Ajay,señalando al sur, donde unhelicóptero verde aceituna volaba aras de la superficie del Siang.

—Parece antiquísimo —comentó Karna.

A medida que se acercaba alclaro y reducía la velocidad hastaquedarse planeando, Sam divisó elemblema descolorido de lasFuerzas Aéreas Indias en la puertalateral. Alguien había intentado

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pintar sin éxito encima de lainsignia naranja, blanca y verde. Elgrupo se apartó del torbellino quelevantaba el rotor y esperó hastaque el polvo se asentó.

—¿Qué cacharro es ese, Ajay?—preguntó Karna.

—Un helicóptero ligeroChetak, señor. Muy seguro. Cuandoestaba en el ejército, volé muchasveces en aparatos como este.

—¿De qué año es?—De mil novecientos sesenta

y ocho.

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—Joder.—Si se lo hubiera dicho, no

habría venido, señor Karna.—Ya lo creo. Está bien, está

bien, vamos.Mientras Jack apretaba

furiosamente su pelota de goma, elgrupo cargó su equipo y se sentó.Ajay comprobó sus arneses deseguridad con cinco puntos defijación, cerró la puerta y asintiócon la cabeza al piloto.

Despegaron, el morro seinclinó hacia delante y avanzaron

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rápidamente.

En parte por la facilidad denavegación y en parte paraaumentar sus posibilidades derescate en caso de que el Chetak seestrellara, el piloto siguió elserpenteante curso del río Siang.Los pocos núcleos habitados quehabía al norte de Yingkiong estabansituados en las orillas, explicóAjay. Con suerte, alguien vería alChetak caer e informaría delaccidente.

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—¡Oh, fantástico! —gritóKarna por encima del estruendo delmotor.

—Aprieta la pelota, Jack —contestó Remi—. Ajay, ¿conoces alpiloto?

—Sí, señora Fargo, muy bien.Servimos juntos en el ejército.Gupta dirige ahora una empresa detransporte: lleva suministros a loslugares apartados de ArunachalPradesh.

El Chetak siguió avanzando

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hacia el norte, deslizándose a ciertaaltura por encima de las aguasmarrones del Siang, y pronto seencontraron volando entre afiladosriscos y hondos valles, todoscubiertos de una jungla tan tupidaque Sam y Remi solo podían ver uncompacto manto verde. En muchaszonas, el Siang era ancho y lento,pero en ocasiones, cuando elChetak pasaba por un cañón, lasaguas formaban un torbellino deespuma y olas batientes.

—¡Esas aguas son de clase VI!

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—gritó Sam, mirando por laventanilla.

—Eso no es nada —contestóKarna.

»El lugar al que vamos, elcañón del río Tsangpo, es conocidocomo el Everest de los ríos. Haytramos del Tsangpo que escapan atoda clasificación.

—¿Alguien ha intentadoatravesarlos? —preguntó Remi.

—Oh, sí, en varias ocasiones.La mayoría de las vecesaficionados al kayak extremo,

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¿verdad, Ajay?Ajay asintió con la cabeza.—Se han perdido muchas

vidas. Los cadáveres nuncaaparecen.

—¿No son arrastrados ríoabajo? —preguntó Sam.

—Normalmente los cadáveresse quedan atrapados para siempreen la hidráulica, acaban hechostrizas en el fondo o hechos papillaal descender los cañones. Despuésde eso, no queda gran cosa de ellos.

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Después de haber voladodurante cuarenta minutos, Gupta sevolvió en su asiento y gritó:

—¡Estamos llegando al pueblode Tuting. Prepárense paraaterrizar!

A Sam y Remi les sorprendiódescubrir que Tuting tenía una pistade aterrizaje de tierra parcialmentecubierta de espesura. En cuantoaterrizaron, todo el mundo bajó delhelicóptero. Hacia el este, porencima del valle, vislumbraronunos cuantos tejados que asomaban

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por encima de las copas de losárboles. El pueblo de Tuting,supusieron Sam y Remi.

—A partir de aquí, iremos apie —anunció Karna.

Él, Sam y Remi empezaron adescargar sus cosas.

—Un momento, por favor —dijo Ajay. Se encontraba a tresmetros de distancia con el piloto—.Gupta desea proponerles algo. Meha preguntado hasta dónde vamos aentrar en China, y se lo he dicho. Acambio de una cantidad, está

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dispuesto a llevarnos muy cerca denuestro destino.

—¿No le preocupan loschinos? —preguntó Sam.

—Muy poco. Dice que en lazona no tienen radar, y todos losvalles que hay de aquí a nuestrodestino son cada vez másprofundos, y que prácticamente estádeshabitada. Cree que podemosvolar sin ser vistos.

—Bueno, es una perspectivamucho mejor que una caminata deseis días de ida y vuelta —observó

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Karna—. ¿Cuánto pide?Ajay habló con Gupta en hindi

y acto seguido dijo:—Doscientas mil rupias... o

aproximadamente unos cuatro mildólares estadounidenses.

—No llevamos tanto dinero enefectivo encima —dijo Sam.

—Gupta contaba con eso. Diceque aceptará con mucho gustotarjetas de crédito.

Aceptaron las condiciones deGupta, y enseguida el piloto estuvo

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transmitiendo la información de latarjeta Visa de Sam por la radio delhelicóptero a su base deoperaciones en Itanagar.

—Esto es surrealista —dijoSam—. Aquí estamos, al otro ladodel mundo, mientras un piloto indiomaneja nuestra tarjeta.

—Como dije en Nepal,contigo una no se aburre nunca —contestó Remi—. Mi tobilloagradecerá el cambio de itinerario.

—Gupta ha dado el vistobueno —gritó Ajay—. Podemos

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despegar cuando estén listos.

Volaron de nuevo hacia elnorte a lo largo del río Siang ypronto pasaron por encima delúltimo poblado indio antes de lafrontera. Gengren desapareciódetrás de ellos en un abrir y cerrarde ojos, y entonces Gupta anunció:

—Estamos cruzando la líneaMcMahon.

—Ya está —dijo Sam—.Hemos invadido China.

El cruce había sido sin duda

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decepcionante, pero pronto elpaisaje empezó a cambiar. Talcomo Gupta había vaticinado, lospicos y los riscos alteraron suaspecto redondeado por unas rocasdescubiertas y dentadas; las laderasde las montañas se hicieron másempinadas y los bosques mástupidos. La diferencia másllamativa afectaba al Siang. Allí, enel extremo sur de la región delcañón del Tsangpo, la superficiedel río se agitaba y las olasrompían contra los cantos rodados y

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los muros de roca colgantes,lanzando columnas de bruma porlos aires. Gupta mantenía elhelicóptero lo más cerca posibledel río y por debajo de la línea deriscos. Sam y Remi se sentían comosi estuvieran en la atracciónacuática más emocionante delmundo.

—Quince minutos —anuncióGupta.

Sam y Remi intercambiaronuna sonrisa de ilusión. Habíanviajado tan lejos, habían pasado

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tantas cosas, y por fin su destinoestaba a solo unos minutos dedistancia... o eso esperaban.

La reacción de Karna fueintensa. Miraba fijamente por laventanilla con la frente pegada alcristal mientras apretaba lamandíbula y clavaba los dedos enla pelota de espuma.

—¿Estás bien, Jack? —preguntó Sam.

—En mi vida he estado mejor,colega. ¡Ya casi estamos!

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—Nos acercamos al margenexterior de las coordenadas —anunció Gupta.

Ajay le había dado al pilotouna cota de referencia con undiámetro de tres kilómetros. Lazona en la que estaban entrando sehallaba dominada por un grupo depicos como obeliscos con la partesuperior plana que variaban dealtura, de menos de cien metros atrescientos y mil metros. En loscañones de abajo, el río Tsangposerpenteaba alrededor de los

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obeliscos, una cinta blancaarremolinada cercada deacantilados escarpados.

—No he visto a nadie en kayak—observó Sam—. En realidad, nohe visto a nadie.

Karna alzó la vista del mapaque estaba examinando y contestó:

—Me sorprendería quehubieras visto a alguien. Con unterreno así... Solo los másdecididos (o locos) se aventuranhasta aquí.

—No sé si eso es un insulto o

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un cumplido —susurró Remi a Sam.—Si volvemos vivos y

triunfantes, es un cumplido.—¡Pregunta a Gupta si puede

ofrecernos una vista mejor de lospicos! —gritó Karna a Ajay—. Simis cálculos son correctos, estamosjusto encima de la cota dereferencia.

Ajay transmitió la petición.Gupta redujo la velocidad delChetak a treinta nudos y empezó asobrevolar los picos uno por uno,ajustando la altitud de forma que

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los pasajeros pudieran examinarlosmás detenidamente. Junto a suventanilla, Remi tenía el obturadorde su cámara en el modo de ráfagade disparos.

—¡Allí! —gritó Jack,señalando con el dedo.

Cien metros más allá de laventanilla se encontraba uno de losobeliscos de tamaño medio, conaproximadamente trescientosmetros de altura y cuatrocientoscincuenta metros de anchura. Laspendientes de granito verticales

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estaban cubiertas de enredaderas,follaje y grandes franjas de musgo.

—¿Lo veis? —dijo Karna,recorriendo el cristal con el dedoíndice—. ¿La forma? Empezad porla parte de abajo e id subiendo...¿Veis donde empieza a ensancharsey luego, allí, unos treinta metros pordebajo de la meseta, se extiende derepente? ¡Decidme que lo veis!

Sam y Remi tardaron variossegundos en recomponer la imagen,pero poco a poco se dibujaron ensus rostros sendas sonrisas.

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—Un champiñón gigantesco —dijo Remi.

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Capítulo 40 Cañón del río Tsangpo, China

Después de hacer variaspasadas abortadas a causa de lacizalladura del viento, Guptaconsiguió ladear muy lentamente elChetak sobre el obelisco hasta queKarna vio un pequeño claro en lajungla cerca del borde de la meseta.Gupta redujo la velocidad hastahacer planear el helicóptero y

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aterrizó. Una vez que los rotoreshubieron dejado de dar vueltas, elgrupo se bajó y recogió sus cosas.

—¿Te recuerda esto algo? —preguntó Sam a Remi.

—Desde luego.La meseta guardaba un

sorprendente parecido con losparadisíacos valles que habíanvisto explorando el norte de Nepalen helicóptero.

Bajo sus pies había un mantode musgo cuyo color oscilaba entreel verde oscuro y el amarillo

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verdoso. Aquí y allá, el paisajeestaba salpicado de cantos rodadosmoteados de líquenes. Justoenfrente de ellos había un muro detupida espesura, ininterrumpidosalvo por unos cuantos senderoscomo túneles que desaparecían enla vegetación, toscos óvalos quecontemplaban a Sam y a Remi comounos imperturbables ojos negros. Elparloteo de los insectos parecíazumbar en el aire y, ocultos en elfollaje, los pájaros chillaban. En unárbol cercano había un mono

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colgado boca abajo que los mirófijamente unos segundos antes demarcharse dando saltos.

Jack y Ajay se acercaron adonde estaban Sam y Remi.

—Afortunadamente, nuestrazona de búsqueda es limitada —dijo Karna—. Si nos separamos endos grupos, podremos abarcarmucho terreno.

—Estoy de acuerdo —dijoSam.

—Una última cosa —señalóKarna.

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Se arrodilló junto a sumochila, se puso a hurgar en elinterior y sacó un par de revólveresde cañón corto del calibre treinta yocho. Le dio uno a Sam y otro aRemi.

—Yo tengo otro, por supuesto.Y en cuanto a Ajay...

Ajay sacó una Berettasemiautomática de una pistolera quellevaba en la parte de atrás de lacintura y volvió a enfundarlarápidamente.

—¿Esperamos problemas? —

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preguntó Remi.—Estamos en China, querida.

Puede pasar cualquier cosa:bandidos, grupos terroristasfronterizos, el Ejército Popular deLiberación...

—Si el ejército chino aparece,estas pistolas de juguete soloconseguirán cabrearlos.

—Es un problema al que nosenfrentaremos si es necesario.Además, cabe esperar queencontremos lo que estamosbuscando y que estemos de vuelta al

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otro lado de la frontera antes de queanochezca.

—Remi y yo iremos al este —dijo Sam—; Jack, tú y Ajay id aloeste. Nos reuniremos aquí dentrode dos horas. ¿Alguna objeción?

No hubo ninguna.

Después de comprobar larecepción de sus radios, el grupo seseparó. Con las linternas en lacabeza y los machetes en ristre,Sam y Remi eligieron uno de lossenderos y lo enfilaron.

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Cuando se habían adentradotres metros en la jungla, la luz seatenuó hasta un cuarto de suintensidad. Sam despejó amachetazos algunas de lasenredaderas que atravesaban elsendero, y a continuación sedetuvieron a mirar a su alrededor,enfocando con las linternas de suscabezas arriba, abajo y a los lados.

—Las precipitaciones anualesdeben de ser alucinantes —dijoSam.

—Unos dos mil ochocientos

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milímetros —contestó Remi—. Yasabes que me encantan los datoscuriosos. Lo he investigado.

—Estoy orgulloso de ti.A pocos centímetros sobre sus

cabezas, y a ambos lados, había unamaraña de enredaderas tan densaque no podían ver la junglapropiamente dicha.

—Esto es muy raro —dijoRemi.

—Sí, lo es.Sam clavó la punta de su

machete a través del manto de

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vegetación. Su brazo se detuvobruscamente con un sonidometálico.

—Es piedra —murmuró.Remi blandió su machete a la

izquierda y también hizo un ruidometálico. Lo mismo a la derecha.

—Estamos en un túnelartificial.

Sam desenganchó la radio desu cinturón y pulsó el botón parahablar.

—Jack, ¿estás ahí?Interferencias.

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—Jack, contesta.—Estoy aquí, Sam. ¿Qué

pasa?—¿Estáis en un sendero?—Acabamos de empezar.—Mueve el machete fuera del

sendero.—Está bien... —¡Clanc! Jack

volvió al aparato—: Paredes depiedra. Fascinante.

—¿Recuerdas que dijiste quesospechabas que Shangri-La era untemplo o un monasterio? Pues creoque lo has encontrado.

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—Me parece que tienes razón.Es increíble lo que puede hacer lajungla al crecer sin control duranteun milenio, ¿verdad? Bueno, nocreo que esto altere nuestro plan,¿no? Registremos el complejo yreunámonos dentro de dos horas.

—De acuerdo. Hasta entonces.

Conscientes de que estabandentro de una estructura artificial,Sam y Remi empezaron a examinarel entorno en busca de pistasarquitectónicas. Enredaderas y

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raíces se habían infiltrado en cadametro cuadrado del complejo. Sam,que iba el primero, trataba dedescribir arcos cortos con elmachete pero no podía evitargolpear la piedra de vez en cuando.

Llegaron a un hueco y sedetuvieron.

—Apaga la linterna —dijoSam, desactivando la suya.

Remi hizo lo que su marido lepedía. Cuando sus ojos se hubieronadaptado a la oscuridad, empezarona ver atisbos de la tenue luz del sol

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a través de las paredes y el techocubiertos de follaje.

—Ventanas y tragaluces —dijo Remi—. Esto debió de ser unespectáculo increíble en su día.

Sam y Remi empezaron a subiruna escalera, y no tardaron en llegara un rellano en el que los escalonesvolvían sobre sí mismos yascendían a un segundo piso. Allí, através de un arco, encontraron ungran espacio abierto. Un entramadode raíces y enredaderas se arqueabasobre sus cabezas formando un

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techo abovedado. Sobre la gransala, como la llamaron, se extendíaalgo que parecían seis troncosmedio podridos. Vigas de apoyo,concluyeron, descompuestas hacíamucho tiempo, cuyos restos sesostenían gracias a una envoltura deenredaderas. Justo enfrente de larampa/escalera por la que habíansubido, había otro tramo deescalones que ascendía hasta laoscuridad.

Enfocando con las linternas desus cabezas, Sam y Remi se

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separaron para explorar la estancia.A lo largo de la pared opuesta Samencontró una hilera de bancos depiedra que sobresalían y, enfrentede ellos, seis ranuras rectangularesen el suelo de piedra.

—Son pilas —dijo Remi.—Parecen tumbas.Ella se arrodilló al lado de

una y dio unos golpecitos en lasparedes exteriores con el machete.Sonó el familiar ruido metálico delacero contra la piedra.

—Aquí hay más —dijo Sam,

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dirigiéndose al otro lado.Encontraron un semicírculo de

bancos de piedra que rodeaba unagran pila redonda cuya anchura erasuperior a la estatura de Sam. Remirepitió la operación pero no tocó elfondo. Encontró un fragmento depiedra que se había caído de unbanco y lo soltó en el interior de lapila.

Oyeron un ruido amortiguado.—Unos tres metros de hondo

—dijo Sam.Se agachó y enfocó el pozo

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con la luz, pero no vio nada a travésde la red de enredaderas y raíces.

—¡Hola! —gritó.No había eco.—Demasiada vegetación —

aventuró Remi.Sam encontró otra piedra y se

preparó para soltarla.—¿Qué haces?—Saciar mi curiosidad. No

hemos visto ningún rastro de estepozo en la planta de abajo, lo quesignifica que estaba detrás de unapared. Tiene que haber algún

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motivo.—Adelante.Sam se inclinó por encima del

pozo, inclinó el brazo y lanzó lapiedra. La roca chocó contra elfondo sin que ellos la vieran,volvió a chocar y acto seguido hizoun ruido contra una superficie dura.

—Bien pensado —dijo Remi—. Tiene que llevar a alguna parte.¿Quieres...?

La radio de Sam se encendiócrepitando. Entre estallidos deinterferencias, unas voces

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entrecortadas sonaron por elaltavoz. Los fragmentos tenían untono apresurado y se solapaban.

—Creo que son Gupta y Ajay—dijo Remi.

Sam pulsó el botón parahablar.

—Ajay, ¿me oyes? ¡Ajay,contesta!

Se oían interferencias.Entonces sonó la voz de Jack:

—Sam... Gupta... ha visto un...está despegando.

—Se está marchando —dijo

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Remi.Se volvieron y bajaron

corriendo por la escalera; Remi ibadetrás cojeando ligeramente.Cruzaron la guarida y enfilaron eltúnel.

—¿Qué crees que ha visto? —gritó Remi.

—Solo se me ocurre una cosaque pueda asustarlo —contestó Sampor encima del hombro—. Unhelicóptero.

—Me lo temía.Delante de ellos apareció un

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óvalo de luz. Sam y Remi patinarony pararon antes de llegar a él yrecorrieron los últimos pasosandando encorvados. En el claro,los rotores del Chetak giraban conrapidez; a través de la ventanillalateral vieron a Gupta pulsandobotones furiosamente y consultandolos indicadores. Cogió el aparatode radio y empezó a hablar.

Su voz sonó por el transmisorde Sam.

—Lo siento, intentaré volver.Traten de esconderse. Puede que se

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marchen.A continuación Gupta levantó

el colectivo, y el Chetak se elevó enposición recta. A unos diez metrosde altura, se inclinó con el morrohacia abajo y desapareciózumbando.

Sam y Remi vieron con elrabillo del ojo que Karna y Ajaysalían de la entrada de un túnel.Sam les hizo un gesto con la mano,llamó su atención y les indicó quese retiraran. Los dos hombresvolvieron a desaparecer.

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Precedido tan solo por unospocos segundos de ruido de rotores,un helicóptero verde aceituna sehizo visible en el otro extremo de lameseta. Sam y Remi reconocieroninmediatamente el morro y loslanzacohetes: un Harbin Z-9 chinodel Ejército Popular de Liberación.

—Hola, viejo enemigo —murmuró Remi.

Ella y Sam retrocedieron untrecho.

El Z-9 siguió elevándose y, algirar, desveló otro entrañable

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recuerdo: una portezuela abierta yun soldado encorvado sobre unaametralladora montada. El Z-9 sedeslizó de lado por encima delclaro y aterrizó.

—Vámonos, Sam —dijo Remi—. Tenemos que escondernos.

—Espera.Una figura apareció en la

puerta.—Oh, no —murmuró Remi.Los dos reconocieron la

silueta ágil y esbelta.Zhilan Hsu.

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La mujer bajó del Z-9. De sumano derecha colgaba unaametralladora compacta. Uninstante más tarde, otras dos figurasdescendieron por la puerta y seunieron a ella. Russell y MarjorieKing, también armados conametralladoras compactas.

—Mira, los GemelosMaravilla —dijo Sam.

Zhilan se volvió, les dijo algoy acto seguido se dirigió a laportezuela lateral del Z-9, que alabrirse dejó a la vista a un hombre

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chino de cuarenta y tantos años.Sam sacó unos prismáticos de sumochila y enfocó a la pareja con elzoom.

—Creo que he encontrado alcontacto chino de King —dijo Sam—. Decididamente es del EjércitoPopular de Liberación. De muy altorango, o un coronel o un general.

—¿Ves dentro algún soldadomás?

—No, solo al artillero de lapuerta. Con él, Zhilan y losgemelos, no necesitan a nadie más.

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Pero no sé por qué no han apagadotodavía el motor.

—¿Cómo demonios nos hanencontrado?

—Ni idea. Es demasiado tardepara preocuparse por eso.

El oficial del Ejército Popularde Liberación y Zhilan seestrecharon la mano y acontinuación él cerró la puerta. Elmotor del Z-9 aumentó su grado deinclinación, y acto seguido elhelicóptero despegó. Giró hasta quela cola se orientó hacia la meseta y

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partió.—Nuestras probabilidades

acaban de mejorar —dijo Sam.—¿Qué está haciendo Zhilan?Sam enfocó a Zhilan con los

prismáticos y vio que sacaba unteléfono móvil de un bolsillo de suchaqueta. Pulsó una serie denúmeros en el teclado, y luego ellay los gemelos se volvieron yobservaron cómo el helicópterodesaparecía a lo lejos.

El Z-9 estalló en un hongonaranja y rojo. Restos en llamas del

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helicóptero cayeron a plomo haciael suelo y desaparecieron.

Sam y Remi se quedaron sinhabla durante varios segundos. Alfinal Remi dijo:

—Qué despiadada...—King está atando los cabos

sueltos —dijo Sam—.Probablemente ya habrá cerrado laoperación de tráfico de fósiles: elyacimiento, el sistema detransporte... y ahora su contacto enel gobierno.

—Nosotros somos los últimos

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cabos sueltos —contestó Remi—.¿Podemos dispararles desde aquí?

—Qué va. Los cañones cortosde nuestras pistolas no valen unpimiento a partir de seis metros.

En el claro, Zhilan habíacambiado el móvil por una radioportátil. La acercó a sus labios.

Entonces oyeron por la radiode Sam:

—¿Lo tienes?—Lo tengo.Era la voz de Ajay.—Sácalo.

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Sam y Remi miraron a laderecha. Jack Karna salió de laentrada del túnel seguido de Ajay.El cañón de su pistola estabapegado a la base del cráneo deKarna. Con la otra mano loagarraba por el cuello de lachaqueta.

La pareja se dirigió a la mitaddel claro y se detuvo. Estaban aunos doce metros a la derecha deSam y Remi.

—¿Por qué, Ajay? —preguntóKarna.

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—Lo siento, señor Karna. Deverdad.

—Pero ¿por qué? —repitióKarna—. Somos amigos. Nosconocemos desde hace...

—Acudieron a mí enKatmandú. Me han ofrecido másdinero del que ganaría en diezvidas. Mandaré a mis hijos a launiversidad, y mi mujer y yopodremos comprarnos una casanueva. Lo siento. Ella me dio supalabra de que ninguno de ustedesresultaría herido.

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—Te mintió —contestó Karna.Y se dirigió a Zhilan hablando másalto—: Conocí a sus hijos haceunos meses en Lo Monthang, perocreo que a usted y a mí no nos hanpresentado como es debido.

—Soy... —dijo Zhilan.—Lady Dragón, lo sé.

Comprenderá que llega tarde. Esteno es el lugar. El Theurang no estáaquí.

—Está mintiendo. ¿Tú quédices, Ajay?

—Solo hemos empezado a

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buscar, señora. El señor Karna ylos Fargo parecen estar seguros deque esta es la situación de Shangri-La.

—Hablando de los Fargo... —dijo Zhilan—. ¡Ustedes dos, salgan!¡Su helicóptero ya no está! Salgan,ayúdenme a encontrar el HombreDorado y les conseguiré untransporte. Los haré aterrizar sanosy salvos en Yingkiong. Se loprometo.

—Olvida que Sam y Remi laconocen, lady Dragón —dijo Karna

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—. Su promesa no vale nada.—Puede que tenga razón —

respondió Zhilan—. ¡Señor yseñora Fargo! ¡Salgan ahora mismoo mataré a su amigo!

—Sam, tenemos que ayudarle—susurró Remi.

—Eso es lo que ella quiere —contestó él.

—No podemos dejar queella...

—Lo sé, Remi.—¡No la oyen, lady Dragón!

—gritó Karna—. Lo que tengo

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detrás es un templo: un complejotan grande que harán falta mesespara registrarlo. Ahora mismo,probablemente ni siquiera sepanque usted está aquí.

—Me habrán oído por laradio.

—No desde dentro. Larecepción es nula.

Zhilan consideró aquellainformación.

—¿Es eso cierto, Ajay?—Lo de las radios, en la

mayoría de los casos es cierto. En

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cuanto al templo, es enorme. Puedeque no se hayan enterado de sullegada.

—Entonces tendremos queencontrarlos —dijo Zhilan.

—Además —añadió Karna—,si estuvieran mirando, sabrían loque yo quiero. Me he pasado lavida entera buscando el Theurang.Prefiero estar muerto y que ellos lodestruyan a entregárselo a usted.

Zhilan se volvió hacia Russell,que estaba detrás del hombroderecho de ella, y dijo algo. Russell

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se llevó la ametralladora al hombrocon un movimiento fluido.

Obedeciendo a un impulso delque enseguida se arrepintió, Samgritó:

—¡Agáchate, Jack!El arma de Russell dio una

sacudida. Un estallido de sangrebrotó del lado izquierdo del cuellode Karna, y se desplomó al suelo.Russell volvió a disparar, unaráfaga de tres proyectiles queimpactó en el pecho de Ajay. Elhombre retrocedió dando traspiés y

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cayó muerto.—¡Están allí! —gritó Zhilan

—. ¡En ese túnel! ¡Id a por ellos!Russell y Marjorie echaron a

correr con las ametralladoras enristre. Detrás de ellos, Zhilan seacercó andando al cuerpo de Karna.

Sam se volvió y agarró a Remipor los hombros.

—¡Vete! ¡Escóndete!—¿Y tú?—Te seguiré de cerca.Remi se dio la vuelta y echó

correr cojeando por el túnel. Sam

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levantó su revólver y pegó un tirohacia Russell y Marjorie. Noesperaba acertarles, pero el disparologró su objetivo. Russell yMarjorie se separaron,escondiéndose cada uno detrás deun canto rodado cercano.

Sam se volvió y corrió detrásde Remi.

Estaba a mitad del túnelcuando oyó pisadas en la entradadetrás de él.

—Los muy cabrones sonrápidos —murmuró Sam, y siguió

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avanzando.Remi había llegado al final del

túnel. Giró a la izquierda y entró enla guarida.

Unas balas rebotaron en lapared a la izquierda de Sam. Saltó ala derecha, botó contra la pared,dio media vuelta, vio un par dehaces de linternas moviéndose porel túnel y les disparó. Se volvió denuevo y siguió corriendo. Llegó a laguarida con cinco zancadas. Remiestaba agachada junto a la paredmás cercana.

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—Vamos...Oyeron un disparo procedente

del claro y, tras una pausa, unsegundo disparo.

Sam la cogió de la mano ysubieron la escalera dando saltos.Las balas impactaban con un ruidosordo en los escalones detrás deellos. Llegaron al rellano yempezaron a subir el siguientetramo. A Remi le resbaló un pie yal caer al suelo se golpeó el pecho.

—¿Las costillas? —preguntóSam.

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—Sí... Ayúdame a levantarme.Sam la levantó, y subieron el

resto de los escalones y sedetuvieron ante el arco que daba ala gran sala.

—¿Los cazamos por sorpresa?—preguntó Remi apretando losdientes.

—Nos superan en armas, y novan a subir corriendo la escalera.Quédate aquí un momentorecobrando el aliento. Voy a echarun vistazo a la siguiente escalera.

Su pie izquierdo acababa de

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tocar el primer escalón cuandoRemi gritó:

—¡Sam!Se volvió y vio a Remi

encorvada corriendo a través delarco y entrando en la gran sala. A laderecha, un par de figurasaparecieron en el rellano de debajoy empezaron a subir corriendo laescalera.

—Te has equivocado, Sam —murmuró.

Disparó dos veces, pero elrevólver de cañón corto era inútil.

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Ninguna de las dos balas dio en elblanco, e hicieron saltar chispas dela piedra que había detrás deRussell y Marjorie. Los hermanosse agacharon y retrocedieron hastadesaparecer.

La voz de Remi sonó a travésdel arco:

—¡Corre, Sam! No me pasaránada.

—¡No!—¡Hazlo!Sam escudriñó tanto la

distancia como el ángulo del arco

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de la gran sala e instintivamentesupo que no lo conseguiría. Russelly Marjorie lo matarían antes de quellegara a la mitad de camino.

—Maldita sea —dijo Sam convoz áspera.

Russell y Marjorieaparecieron en la escalera. Lasbocas de sus ametralladorasemitieron unos fogonazos de colornaranja.

Sam se volvió y subió laescalera a toda velocidad.

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Agachada en una de las pilascon la linterna de la cabezaapagada, Remi estaba empezando aser consciente de que su posiciónera indefendible cuando losdisparos resonaron.

Silencio.Entonces la voz de Russell

susurró:—La mujer está ahí dentro. Tú

cógela a ella y yo lo cogeré a él.—¿Viva o muerta? —contestó

Marjorie en voz queda.—Muerta. Madre dice que es

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el sitio correcto. El Theurang estáaquí. Cuando los Fargo esténmuertos, tendremos todo el tiempodel mundo. ¡Vete!

Remi no pensó y actuó. Salióde la pila y se dirigió al pozoarrastrándose. Inspiró, espiró y actoseguido saltó.

Un piso por encima de Remi,Sam había acabado en un laberintode pequeñas salas y pasillosinterconectados. Allí las raíces ylas enredaderas eran mucho más

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tupidas y cruzaban de un lado a otrolos espacios como monstruosastelarañas. Por las rendijas sefiltraban atisbos de luz del sol quebañaban el laberinto de unapenumbra verdosa.

Al haberse dejado el macheteen la entrada del túnel, no habíanada que Sam pudiera hacer salvoagacharse, avanzar zigzagueando yadentrarse en el laberinto.

En algún lugar detrás de él oyóun crujido de pisadas.

Se quedó paralizado.

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Tres pasos más. Esa vez máscerca. Sam volvió la cabeza y tratóde determinar la dirección de la queprocedían.

—¡Fargo! —gritó Russell—.¡Lo único que mi padre quiere es elTheurang. Ha decidido nodestruirlo! ¿Me oye, Fargo?

Sam permaneció en silencio.Se dirigió a la izquierda, pasó pordebajo de una raíz del tamaño de unmuslo y cruzó un arco.

—¡Quiere lo mismo que usted!—gritó Russell—. ¡Quiere ver el

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Hombre Dorado en un museo,donde debe estar. Usted y su mujerserían los codescubridores!¡Imagínese el prestigio queconseguirían!

—No estamos en esto por elprestigio —murmuró Sam—. Idiota.

A su derecha, al final delpasillo, una enredadera se partió yacto seguido se oyó un «¡malditasea!» apenas perceptible.

Sam se agachó, se pasó elrevólver a la mano izquierda y seasomó a la esquina. A unos seis

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metros de distancia, una figura sedirigía a él a toda velocidad. Samdisparó. Russell tropezó y estuvo apunto de caer, pero recobró elequilibrio, se escabulló a laderecha y cruzó un arco.

Sam atravesó el pasillo y entróen la siguiente habitación pasandode lado por encima de una raíz. Sedetuvo y abrió el tambor delrevólver.

Le quedaba una bala.

Remi cayó con fuerza al fondo

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del pozo y trató de rodar apoyandolos hombros para amortiguar elimpacto, pero chocó contra algosólido. Notó que la caja torácica leardía. Contuvo un grito y se obligóa permanecer callada. Estaba enuna oscuridad absoluta. Supuso quese encontraba bajo tierra.

La voz de Marjorie sonó desdelo alto del pozo.

—¿Remi? Salga. Sé que estáherida. Salga, y la ayudaré.

Puedes esperar sentada,colega, pensó Remi.

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Ahuecó las manos en torno a lalinterna de su cabeza, la encendió yechó un rápido vistazo. Detrás deella había una pared; justo enfrente,un túnel ancho que descendía enpendiente. A cada lado del túnelhabía arcos. Remi apagó la linterna.

Avanzó arrastrándose a gatas.Cuando hubo interpuesto ladistancia que consideró suficienteentre ella y Marjorie, volvió aencender la linterna. Se levantópresionándose las costillas con unamano. Eligió un arco al azar y lo

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cruzó. A su izquierda había otroarco.

Oyó un golpetazo procedentedel túnel, seguido de un gruñido. Seasomó a la esquina a tiempo paraver una linterna que giraba haciaella. Remi levantó la pistola, apuntóy pegó tres tiros rápidos. De laboca del arma de Marjorie salióuna nube naranja con forma dehongo.

Remi retrocedió, dio mediavuelta y cruzó como una flecha elsiguiente arco.

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Sam sabía que Russell estaba

detrás de él al otro lado del pasillo.Una bala, pensó. Russell tenía

más, y probablemente tambiéncargadores de sobra. Samnecesitaba atraerlo a unos tresmetros o menos, lo bastante cercapara no fallar.

Con cuidado de visualizarmentalmente el pasillo, Sam seinternó sin hacer ruido en laestancia y acto seguido se dirigió ala izquierda atravesando un arco.

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Giró a la derecha, se acercó alsiguiente arco y se aventuró a echarun vistazo al pasillo.

Oyó un chasquido a través delarco situado enfrente de él. Russell.

Con la pistola levantada a laaltura de la cintura, Sam se apartóde la puerta caminando hacia atrás.Cuando llegó al siguiente arco, sevolvió para cruzarlo.

Russell estaba en el pasillo.Sam levantó la pistola y apuntó.Russell dio un paso y desapareció.Sam dio dos grandes zancadas

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hacia delante y salió de lado alpasillo empuñando el arma.

Se encontró cara a cara conRussell.

Sam sabía que Russell era másjoven y más fuerte que él, y el hijode King también era rápido comoun rayo. Antes de que Sam pudieraapretar el gatillo, Russell blandió laculata de su ametralladora haciaarriba y describió un arco hacia labarbilla de Sam. Sam retrocedió deuna sacudida. La culata le dio derefilón. Se le tiñó la vista de rojo.

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Instintivamente, embistió contraRussell dándole un abrazo de osoque le inmovilizó los brazos a loscostados. Tropezaron hacia atrás.Russell apoyó el pie situado másatrás, giró el cuerpo y arrastróconsigo a Sam. Este recobró elequilibrio, flexionó la rodilla ypropinó a Russell una patada en laentrepierna. El chico gruñó. Sam ledio otra patada con la rodilla, yluego otra. A Russell le flaqueabanlas piernas, pero consiguiómantenerse erguido.

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Agarrándose el uno al otro,entraron dando traspiés en lasiguiente estancia, rebotaron contrauna pared y penetrarontambaleándose en otra habitación.Russell echó la cabeza hacia atrás ymovió la barbilla hacia delante.Sam advirtió que se disponía adarle un cabezazo y trató deapartarse, pero era demasiadotarde. La parte superior de la frentede Russell impactó contra la cejade Sam. La vista se le volvió a teñirde rojo, y acto seguido la oscuridad

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empezó a abrirse paso por loslados. Sam espiró fuerte, inspiróhondo, apretó la mandíbula yaguantó. La vista se le despejóligeramente. Echó la cabeza atráscomo había hecho el hijo de King,pero la diferencia de altura leimpedía golpearle en la cara. Sameligió en su lugar la clavícula deRussell. Esa vez el chico lanzó ungrito de dolor. Sam le dio otrocabezazo, y otro. La ametralladorade Russell cayó al suelo.

Giraron de nuevo, mientras

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Russell intentaba aprovechar sufuerza superior para soltarse deSam o estamparlo contra la pared.

De repente, Sam notó uncambio en el equilibrio de Russell;estaba retrocediendo más rápido delo que le permitían sus pies. Elentrenamiento de judo que habíarecibido Sam entró en acción.Aprovecharía la pérdida deequilibrio de Russell. Centró todassus fuerzas en las piernas yembistió. Moviendo los pies sobrelas enredaderas y las raíces,

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empujó a Russell hacia atrás,cobrando velocidad. Rebotaron através de un arco y acabaron denuevo en el pasillo. Sam siguióempujando.

Y de repente empezaron a dartraspiés; a Russell le había falladoel equilibrio. Se vieron envueltospor una cortina de follaje. Sam oyóy notó que las enredaderas separtían a su alrededor. Por encimadel hombro de Russell, vio la luzdel día. Soltó a Russell, echóbruscamente la cabeza hacia delante

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y le dio en el esternón. Russelldesapareció entre la cortina devegetación. Sam trató de detener elimpulso que lo arrastraba, perocayó al vacío a través de laabertura.

La vista de Sam se vioinundada por el cielo, unos murosde granito, un río revuelto quecorría mucho más abajo...

Se detuvo de golpe. Elimpacto lo dejó sin aliento. Aspiróun par de bocanadas de aire. Loúnico que veía era un cilindro de

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acero negro.La pistola, pensó aturdido.

Todavía empuñaba la pistola.Estaba tumbado boca abajo en

la horcadura de un árbol cubiertode musgo. Miró a su alrededor yreconstruyó lo que estaba viendo.Habían caído por una ventana deltemplo. El árbol, que había crecidomedio incrustado en el muroexterior del templo, había echadoraíces en una diminuta parcela detierra en el borde de la meseta. Porencima del borde había una caída

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de trescientos metros hasta el cañóndel Tsangpo.

Sam oyó un gemido debajo deél. Estiró el cuello hacia abajo yvio a Russell tumbado boca arribaal lado del árbol. Tenía los ojosabiertos y miraba fijamente a Sam alos suyos.

Russell se incorporó con lacara crispada de dolor. Deslizó lamano derecha por la pernera delpantalón y la levantó hasta lapantorrilla. Sujeta con una correa asu bota había una pistolera. Cogió

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la culata del revólver.—No lo hagas, Russell —dijo

Sam.—Váyase a la mierda.Sam estiró el brazo y situó la

mira de su revólver del treinta yocho sobre el pecho de Russell.

—No lo hagas —le advirtióotra vez.

Russell desabrochó lapistolera y desenfundó el revólver.

—Es tu última oportunidad —dijo Sam.

La mano de Russell empezó a

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levantarse.Sam le disparó al pecho.

Russell dejó escapar un gritoahogado y cayó hacia atrás,mirando fijamente al cielo con losojos sin vida.

Guiada por el haz de luz de sulinterna, que se movíaviolentamente en su cabeza, Remicruzó a toda velocidad el arco.Unas balas impactaron en la piedraa su alrededor con un ruido sordo.Se volvió, disparó a ciegas dos

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veces en la dirección por la quehabía llegado y, acto seguido, diomedia vuelta otra vez y siguiócorriendo.

Salió al pasillo dandotraspiés. El foso se encontraba en loalto de la cuesta situada a suizquierda. Remi torció a la derechay continuó adelante mediocojeando, medio corriendo. Sulinterna enfocó súbitamente uncírculo oscuro en el suelo. Era otropozo. Dolorida y entorpecida por eltobillo lesionado, trató de

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esquivarlo pero resbaló y sedesplomó por el agujero.

Por fortuna la caída fue breve;el foso era aproximadamente lamitad de hondo que el primer pozo.Remi se dio un buen golpe denalgas. Esa vez el dolor fuedemasiado intenso para contenerlo.Gritó. Se dio la vuelta buscando supistola. Había desaparecido.Necesitaba algo... cualquier cosa.Marjorie se acercaba.

La luz de la linterna de Remise posó en un objeto de madera.

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Antes incluso de que la parteconsciente de su mente hubierareconocido el objeto, sus sentidosya lo estaban analizando: maderaoscura, abundante laca negra,ausencia de juntas visibles...

Alargó la mano, apresó elborde de la caja con la punta de losdedos y la arrastró hacia ella. Bajoel brillante cono de luz de lalinterna de su cabeza, Remi viocuatro símbolos, cuatro caractereslowa, en un dibujo de una rejilla.

—¡Ya te tengo!

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Marjorie cayó por el agujero yaterrizó como un gato a los pies deRemi. Se había echado laametralladora a la espalda antes delsalto, y alargó la mano hacia atrás yagarró la culata. Le dio la vuelta endirección a Remi.

—¡Hoy no! —gritó Remi.Cogió la caja del Theurang

con las dos manos, la levantó porencima de la cabeza y acto seguidose irguió y golpeó con ella aMarjorie en la frente.

Enfocada por el haz de la

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linterna de Remi, la cara deMarjorie se quedó flácida. Puso losojos en blanco mientras lechorreaba sangre por la frente.Cayó hacia atrás y se quedóinmóvil.

Atónita, Remi retrocedió hastapegarse a la piedra sólida. Cerrólos ojos.

Tiempo después, un sonidopenetró en su mente semiconsciente.

—¿Remi? ¿Remi?Sam.

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—¡Estoy aquí! —gritó—.¡Aquí abajo!

Treinta segundos más tarde, lacara de su marido apareció en loalto del pozo.

—¿Estás bien?—Puede que necesite un

chequeo, pero estoy viva.—¿Es eso lo que creo que es?Remi tocó la caja del

Theurang que tenía al lado.—Lo he encontrado de pura

chiripa.—¿Está Marjorie muerta?

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—Creo que no, pero le hedado un buen golpe. Puede que novuelva a ser la misma.

—Entonces es para bien.¿Estás lista para subir?

Armado con la ametralladorade Russell, Sam había regresado altúnel principal. Como ignoraba lasituación de Zhilan, simplementecogió su mochila y localizó elcamino donde estaban el segundofoso y Remi.

Treinta minutos más tarde los

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dos estaban de vuelta en la gransala. Subieron juntos con unacuerda el cuerpo sin fuerzas deMarjorie por el pozo. Sam le dio aRemi la ametralladora, y se echó aMarjorie al hombro.

—Ten cuidado por si aparecelady Dragón —le dijo a Remi—. Sila ves, dispara primero y olvídatede las preguntas.

A medida que se acercaban ala salida del túnel, Remi se detuvo.

—¿Oyes eso?—Sí... Alguien está silbando.

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—Una sonrisa se dibujó en el rostrode Sam—. ¡Es «Rule, Britannia»!

Sam y Remi salieron concuidado del túnel.

Sentado a seis metros dedistancia, con la espalda contra uncanto rodado, se encontraba JackKarna. Los vio y dejó de silbar. Lossaludó alegremente con la mano.

—Y sin embargo, elmatrimonio Fargo. Un momento, esorima. Qué ingenioso soy.

Mudos de asombro, Sam yRemi se encaminaron hacia él. A

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medida que se acercaban, vieron unmontón de apósitos blancos quesobresalían bajo una bufanda atadaalrededor del cuello de Karna. Jacksostenía la Beretta de Ajay en suregazo.

A escasa distancia, Zhilan Hsuyacía boca arriba, con la cabezarecostada sobre el anorak hecho unovillo de Ajay. Alrededor de lamitad de cada uno de sus musloshabía envueltos unos vendajesmanchados de sangre. Zhilan estabadespierta. Les lanzó una mirada

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asesina pero no dijo nada.—Jack, creo que procede una

explicación —dijo Remi.—Desde luego. Resulta que

Russell tiene buena puntería perono es un experto tirador. Creo queintentaba atravesarme y alcanzartambién a Ajay. La puñetera balame perforó el músculo... ¿Cómo sellama el que está entre el hombro yel cuello?

—¿El trapecio? —propusoSam.

—Sí, ese. Si me llega a dar

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cinco centímetros más a la derecha,no lo cuento.

—¿Te duele? —preguntóRemi.

—Claro, una barbaridad.Vaya, ¿qué llevas ahí, queridaRemi?

—Un regalito que hemosencontrado tirado.

Remi lo dejó al lado de Karna.Él sonrió y acarició la tapa.

—¿Y ella? —preguntó Sam.—Ah, lady Dragón. Muy fácil,

la verdad. Creyó que estaba muerto

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y bajó la guardia. Cuando se estabaacercando, cogí la pistola de Ajay yle disparé a la pierna derecha.Luego le disparé a la piernaizquierda por si acaso. Creo que lehe bajado los humos, ¿verdad?

—Yo diría que sí.Sam se volvió hacia Zhilan. Se

agachó y dejó a Marjorie en elsuelo junto a ella. Zhilan alargó lamano y tocó la cara de su hija. Samy Remi observaron, atónitos, cómolos ojos de Zhilan se inundaban delágrimas.

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—Está viva —le dijo Sam.—¿Y Russell?—No.—¿Lo ha matado? ¿Ha matado

a mi hijo?—No me dio otra opción —

dijo Sam.—Entonces yo lo mataré a

usted, Sam Fargo.—Puede intentarlo. Pero

piense que podríamos haber dejadomorir a Marjorie y no lo hemoshecho. Jack podría haberla matadoa usted y tampoco lo ha hecho. Está

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aquí por su marido. Él los envió austed y a sus hijos para que hicieranel trabajo sucio por él, y ahoraRussell está muerto.

»Vamos a salir de estamontaña y nos la llevaremos connosotros. En cuanto lleguemos a unsitio con teléfono, llamaremos alFBI y les contaremos todo lo quesabemos. Tiene que tomar unadecisión: ¿quiere ser testigo o seracusada con su marido? Haga loque haga, irá a la cárcel, perodependiendo de cómo juegue sus

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cartas, Marjorie podría tener unaoportunidad.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Remi.

—Veintidós.—Tiene una larga vida por

delante. Depende en gran medida deusted cómo la pase: en libertad, yfuera del control de su padre, o enla cárcel.

La mirada de odio de Zhilande repente se relajó. Su rostro sequedó flácido, como si hubierasoltado una pesada carga.

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—¿Qué tendría que hacer? —dijo.

—Contar al FBI todo lo quesabe de las actividades ilegales deCharles King: todas las cosas feasque ha hecho o le ha mandadohacer.

—Apuesto a que una mujerlista como usted es partidaria detener un seguro. ¿A que tiene unarchivo muy gordo sobre Kingguardado en alguna parte?

—¿Qué contesta? —preguntóSam.

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Zhilan vaciló y acto seguidoasintió con la cabeza.

—Buena elección. Jack,parece que hemos perdido lasradios.

—Yo tengo la mía aquí.—Intenta contactar con Gupta.

Ya es hora de marcharnos.

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EPÍLOGO Katmandú, Nepal,

semanas más tarde

El rescate de Sam y Remi dela montaña del templo de Shangri-La se había desarrollado sincontratiempos. Tal como habíaprometido, Gupta se había quedadosobrevolando la zona, escuchando yesperando su llamada. Volvió y losrecogió. Cuatro horas después de

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haber abandonado el espacio aéreochino, Gupta hizo aterrizar elChetak en el aeropuerto de Itanagar.

Como eran los únicos testigosde lo que había ocurrido en lamontaña, aparte de los tripulantesfallecidos del Z-9, nadie en elgobierno chino se enteró de laincursión. A los ojos de todo elmundo, Gupta y sus pasajerossimplemente habían estadohaciendo un recorrido turístico.

Después de un breve chequeoen un hospital de Itanagar, a Sam y

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a Remi les dieron el alta. AMarjorie le hicieron pasar la nocheen observación. Al igual que supadre, tenía la cabeza dura y solohabía sufrido una leve contusióncon el golpe de Remi.

Karna se negó a recibiratención médica hasta que estuvo alotro lado de la frontera, en Nepal,pero mandó a Gupta que le limpiaray le vendara los orificios de entraday de salida de la bala.

Tras extensas conversacionescon Rube Haywood, Sam lo arregló

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para que Zhilan Hsu y Marjoriefueran trasladadas con discreción yseguridad a Washington, dondeunos agentes especiales del FBI lasestaban esperando. Durante elinterrogatorio, Zhilan Hsu no ocultóningún dato sobre Charles King.Según Rube, el FBI y elDepartamento de Justicia habíanformado un grupo de trabajodedicado a desentrañar lasmúltiples operaciones ilícitas deKing. Se preveía que pasara elresto de su vida entre rejas.

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El gobierno y la comunidadcientífica nepalesa mantuvieron elcofre bajo estrictas medidas deseguridad mientras su antropólogojefe, Ramos Shadar, y sus colegasestudiaban su contenido. Se decidióque el descubrimiento del HombreDorado y la situación del templo deShangri-La debían permanecer ensecreto hasta que estuvieran listospara divulgarlo al mundo.

Había llegado el momento.—¡Salud! —dijo Remi,

alzando su copa de champán.

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El resto de los presentes —Sam, Jack Karna, Adala Kaalrami,Sushant Dharel y Ramos Shadar—repitieron el brindis yentrechocaron sus copas.

—Ha llegado el momento dedesvelar el hallazgo —dijo Shadar,sonriendo—. Estoy seguro de quetodos deseaban que llegara estemomento.

—Por el Theurang —dijoRemi en voz baja.

Subieron la escalera delestrado de la sala de exposiciones

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revestida de mármol de laUniversidad de Katmandú. Lapresentación oficial y la rueda deprensa no tendrían lugar hasta latarde siguiente, pero a Sam, a Remiy a los demás les habían concedidouna visita privada.

—¿Quién va a ser el primerode ustedes que levante la tapa y veael Hombre Dorado? —preguntóShadar, sabiendo perfectamente loque había dentro e intrigado por laforma en que reaccionarían losdemás—. ¿Quién quiere tener el

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privilegio de levantar la tapa?—No hay duda —contestó

Sam—. Jack merece ser el primero.—Señor Karna —dijo Shadar,

señalando el cofre—, si es tanamable...

Con los ojos anegados enlágrimas, Karma asintió con lacabeza en señal de agradecimientoy se dirigió a un objeto bajocubierto de terciopelo. Poco apoco, con gran reverencia, cogió elcordón y tiró.

El cofre del Theurang se abrió,

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y la tapa se quedó al lado. Todosmiraron asombrados, menosShadar.

En el interior, acurrucado enposición fetal, había un esqueletofosilizado casi completo ytotalmente bañado en oro. Bajo lasluces cenitales del estrado, laimagen resultaba impresionante.Todo el mundo permaneció ensilencio varios segundos.

Finalmente, Jack Karnamurmuró:

—¿Por qué es tan pequeño?

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—Parece un niño —dijo Remien voz queda—. De tres años comomucho.

—No debe de medir muchomás de noventa centímetros dealtura —aventuró Sam.

Shadar sonrió.—Noventa y siete centímetros,

para ser exactos. Hemos calculadoel peso en unos veintidós kilos. Sucerebro era del tamaño de unapelota de béisbol.

—Debe de ser falso —dijoAdala Kaalrami, que intervenía por

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primera vez.Shadar negó con la cabeza.—Aunque les cueste creerlo,

están contemplando un ser humanode treinta años. Por el desgaste desus dientes y su estructura ósea,podemos aproximarnosrazonablemente a su edad.

—¿Un enano? —propuso Sam.—No es un enano —contestó

Shadar—, sino una especie distintade humano que vivió entre haceochenta y cinco mil y cincuenta milaños. Cuando mis antepasados lo

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encontraron en una cueva en unamontaña, bañaron en oro los huesosy los consideraron sagrados.

—Y adoraron a este hombredurante mil años —añadió Sam.

Los ojos de Shadar brillaroncon picardía.

—No era un hombre —indicólentamente—, sino una mujer.

Los presentes tardaron unlargo instante en asimilar aquellainformación.

—¡Claro! —exclamó Remi—.La dadora de vida. La Madre de la

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Humanidad. El Theurang era unamujer. No me extraña que laglorificaran.

Sam movió la cabeza congesto incrédulo, pero había ciertobrillo en sus ojos.

—¿Por qué las mujeressiempre han de tener la últimapalabra? —preguntó.

Fin

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Los autores CLIVE CUSSLER posee unanaturaleza tan aventurera como lade sus personajes literarios. Habatido todos los récords en labúsqueda de minas legendarias ydirigiendo expediciones de NUMA,la organización que él mismo fundópara la investigación de la historiamarina americana, con la que hadescubierto restos de más desesenta barcos naufragados deinestimable valor histórico y que le

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ha servido de inspiración paracrear dos de sus series másfamosas, las protagonizadas porDirk Pitt y Kurt Austen. Asimismo,Cussler es un consumadocoleccionista de coches antiguos, ysu colección es una de las másselectas del mundo. Sus novelas hanrevitalizado el género de aventurasy cautivan a millones de lectores.Los carismáticos personajes queprotagonizan sus series son: DirkPitt (Tormenta en el Ártico, Elcomplot de la media luna), Kurt

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Austen (Medusa, La guarida deldiablo), Juan Cabrillo (El mar delsilencio, La selva) o el matrimonioFargo (El oro de Esparta, Imperioperdido y El reino). Actualmentevive en Arizona.

GRANT BLACKWOOD,coautor de las novelas de la serieFargo protagonizadas por loscazatesoros Sam y Remi Fargo, esun veterano de los marines que pasótres años en una fragatalanzamisiles como especialista de

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operaciones y socorrista de pilotos.Es también autor de otros treslibros en solitario, protagonizadospor el agente secreto Briggs Tanner.Vive en Colorado.

Título original: The KingdomEdición en formato digital: febrero

de 2013© 2011, Sandecker, RLLLP, por

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Ilustración de la cubierta: © LarryRostant

ISBN: 978-84-15725-18-3Conversión a formato digital:

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ÍndiceCLIVE CUSSLER 5Prólogo 8Capítulo 1 87Capítulo 2 119Capítulo 3 165Capítulo 4 218Capítulo 5 263Capítulo 6 309

Page 1554: El Reino - Clive Cussler

Capítulo 7 330Capítulo 8 361Capítulo 9 396Capítulo 10 448Capítulo 11 482Capítulo 12 527Capítulo 13 560Capítulo 14 605Capítulo 15 651Capítulo 16 692Capítulo 17 731

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Capítulo 18 786

Capítulo 19 814Capítulo 20 845Capítulo 21 891Capítulo 22 931Capítulo 23 968Capítulo 24 973Capítulo 25 990Capítulo 26 1015Capítulo 27 1043

Page 1556: El Reino - Clive Cussler

Capítulo 28 1085Capítulo 29 1121

Capítulo 30 1148Capítulo 31 1177Capítulo 32 1214Capítulo 33 1242Capítulo 34 1275Capítulo 35 1289Capítulo 36 1316Capítulo 37 1350

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Capítulo 38 1389Capítulo 39 1398Capítulo 40 1442

EPÍLOGO 1529Los autores 1542