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EL PASTICHE
ES EL
MENSAJE
Jim Jarmusch, Bajo el peso de la ley. Joel Coen, Arizona Baby.
Parece que no puedan existir, en apariencia, dos películas más distintas que Bajo el peso de la ley (Down by law, 1986), de
Jim Jarmusch, y Arizona Baby (Raising Arizona, 1987), de Joel Coen. La primera es un calculado y a la vez desenvuelto ejercicio de contención narrativa, ascéticamente filmado en blanco y negro, y avalado por un americano que admira a Ozu y además es discípulo de Wim W enders. La segunda es la obra de dos hermanos (Joel dirige y escribe, Ethan escribe y produce) fascinados por el cine clásico norteamericano y autores de una ópera prima, Sangre fácil (Blood simple, 1985), que era algo así como un thriller exagerado, llevado hasta sus últimas consecuencias.
Pero vayamos por partes, porque la primera diferencia entre ambas películas radica en su lenguaje. Bajo el peso de la ley se despliega en planos largos y estáticos que forman secuencias separadas por elipsis bruscas, cortantes. Arizona Baby, por el contrario, lo muestra todo y a lo grande: la narración es rápida y entrecortada, sin duda para ofrecer al apabullado espectador el mayor número de hechos en el menor tiempo posible. Como consecuencia, la estrategia dramática de Jarmusch se centra en la observación de los personajes y sus relaciones, olvidándose casi por completo de los meandros de la peripecia policíaca (bajos fondos, detenciones, cárceles, fugas, persecuciones ... ) que constituye el armazón del film. Y Coen, por su parte, despoja la acción de todo aderezo justificatorio, de modo que lo que importa, lo que da sentido y estilo al film, es la suma indiscriminada de situaciones y no su disección. Arizona Baby (como las películas de Sam Raimi: y, si no véase, cuando se estrene por estos pagos, la cínica Evil Dead II) encierra en sí misma su propia parodia; Bajo el peso de la ley, aunque divertidísima, sobre to-
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do gracias a la presencia del exuberante Roberto Benigni, es plenamente consciente de su condición de objet d'art.
Pero, lhasta qué punto el film de Coen se contenta con ser una gigantesca broma, un cómic delirante únicamente al servicio de la risa y la diversión? Frente al contrastado blanco y negro de Robby Müller (el fotógrafo habitual de Wenders), en Bajo el peso de la ley, los Coen ofrecen colores vivos, casi chillones, en la línea de ciertas películas de los años 60, de Russ Meyer a Frank Tashlin, pasando por el mismísimo Jerry Lewis. El expresionismo hiperrealista de Jermusch contra el pop reciclado de Coen. Y el plano fijo y contemplativo contra el encuadre inverosímil, la profundidad de campo alucinada, el travelling vertiginoso, la planificación dislocada. Arizona Baby también tiene, pues, vocación estética, aunque su fuente de inspiración no sea Antonioni o el cine japonés, sino los enloquecidos cartoons de la Warner y las historietas de Correcaminos.
Jim Jarmusch.
Y es aquí donde terminan las diferencias y empiezan, inesperadamente, los parecidos, las identificaciones. Aunque los temas contenidos en Bajo el peso de la ley -muy cercanos a los del anterior trabajo de Jarmusch, la no menos espléndida Extraños en el paraíso (Stranger than paradise, 1984)- estén fuertemente enraizados en la tradic10n cultural norteamericana ( el mito del perdedor, el choque de
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culturas, la amistad entre hombres ... ) e incluso europea (un cierto existencialismo humanista, la incomunicación y, en definitiva, la soledad humana en un nivel casi metafísico, pues no es otro el sentido del plano final de la película, en el que Tom Waits y John Lurie se alejan por caminos distintos después de haber logrado escapar juntos), su estrategia no se basa en un registro totalmente autónomo, sino que, aún erigiéndose al fin en un discurso personalísimo, recurre sin pudor durante todo su desarrollo a la mezcla de códigos, a la alternancia de géneros. Los elementos y personajes típicos del thriller clásico (el submundo urbano, el macarra, el loser sin remisión ... ) e incluso de las películas carcelarias, conviviendo con los de la comedia más hilarante (el equívoco linguístico, el turista despistado ... ), todo ello bajo la apariencia de una película de autor. Y no es muy distinto el método de Arizona Baby, donde la intriga policíaca más o menos deformada ( el secuestro de un bebé) incluye tópicos extraídos de mil y una fuentes, desde el atraco a un banco por parte de una pareja de delincuentes tan torpes como risibles, hasta el enfrentamiento final entre el protagonista (Nicolas Cage, cada vez mejor) y un cazarrecompensas brutal y casi madmaxiano, sin olvidar magnates zafios pero de buen corazón y alocadas persecuciones en coche. Y todo este amasijo de personajes y situaciones al servicio, no de la configuración de un todo unitario, como ocurre en la película de Jarmusch, sino de la estética de la acumulación paródica, del desorden iconográfico más desatado.
La cosa, de todas formas, queda clara. Tanto Jarmusch como Coen, aunque sea por caminos bien distintos, recurren a la misma técnica inspiradora: su material de base siempre transfigurado por la interacción de diversos géneros o tópicos de la cultura de la imagen forjados durante décadas de uso cotidiano, de manera que, tanto como su originalidad de creadores, pesa en sus películas su afición al pastiche, al cóctel más o menos definido, ya sea optando por la parodia y el distanciamiento irónico, ya por la utilización más renovadora del género o géneros. Podría empezar a pensarse, pues, que, por los senderos de la estilización, cierta tendencia del cine norteamericano ac-
Arizona Baby.
tual -y no sólo la de apariencia más popular (el ya citado Raimi elinesperado descubrimiento 'deFred Dekker en Night of the creeps,el inspiradísimo Johnathan Demme de Something wild ... ), sino también otra más, digamos, «refinada» (el último Jarmusch, el Alan Rudolph de Elígeme e Jnquietudes ... )se está empezando a plantear, por vía práctica, cuestiones relativas al funcionamiento de la diégesis y el relato cinematográficos, algo que antes permanecía reservado sólo para teóricos. Y si no, al tiempo.
Carlos Losilla
DE HISTORIA
ANTIGUA
Víctor Botas, Historia Antigua. Ed. Pamiela, Pamplona, 1987.
H ay poetas que sólo se les conoce -rara avis-, porque de cuando en cuandopublican un cuadernillo de poemas ( que por otra
parte sería el método más normal). Hay otros que además de publicar poesía son buenos críticos literarios y profesores en universidades y con empeño y tesón van consiguiendo cierta notoriedad. Los hay, finalmente, que además de comenzar a escribir a una edad increíble son también pródigos críticos, profesores aspirantes a cátedras lampiños e inocentes, novelistas, ensayistas, excelentemente dotados para la organización y la escalada sin que apenas se note e incluso viven en la plena convicción de que son buenísimos poetas.
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A los primeros pertenecen por ejemplo Juan Luis Panero y Víctor Botas. A los segundos Eloy Sánchez Rosillo y García Martín. Los terceros son legión así que el buen lector ponga a quien mejor le cuadre.
Víctor Botas, que es de quien se va a hablar aquí, ha ido publicando en silencio sus ya cuatro libros de poemas. Nada se sabe de este personaje, tan sólo que vive en Oviedo y que su obra ha ido creciendo en importancia y calidad con los años. En un principio la crítica pensó que se trataba de uno más de los heterónimos utilizados por García Martín en su revista -hermosa e irrepetible- Jugar con Fuego pero lo cierto es que Botas escritor existe como tal y doy fe de que se trata de un personaje original y curioso, tanto como su obra.
Historia Antigua es una obra densa en poemas, muy trabajada y en la misma línea irónico-coloquial de sus obras anteriores. Temáticamente nada cambia tampoco: abunda el poema histórico pero con sello propio que más tarde explicaremos, la realidad cotidiana (realidad social, política, religiosa) a la que sabe sacar punta de magistral manera, el paso del tiempo lafamilia, etc. '
Voy a subrayar algunos de los rasgos más sobresalientes de estos poemas que a su vez podrían ser válidos para su obra anterior.
Uno de los recursos más socorridos de Botas es el papel que concede a las acotaciones: guiones, paréntesis e interrogaciones que interrumpen el ritmo natural del poema para introducir una explicación que por un momento desvía la atención del lector a la vez que proporciona un correlato irónicohumorístico que dota a esta poesía de sello propio.
El especial uso que el autor hace de la historia -casi siempre de la historia romana- es otro de los más importantes rasgos de esta poesía. En este apartado puede entrar también la especial utilización que hace de la mitología, caudillos, césares, escritores y demás celebridades de la antigüedad clásica latina. El poema histórico tuvo su auge hace diez años, ahora ha decaído su cultivo quizá porque se trataba de una nadería y podían hacerse como rosquillas; en serie. Sin embargo Botas sigue cultivándolo con sabiduría poco común. Por ejemplo el titulado «Tiberio» o «Héctor y Aquiles», tan rico en lenguaje co-
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mo en imágenes; cuando Botas acomete un poema histórico no aburre pues sabe actualizar la anécdota recreada con habilísimos quiebros tanto intermedios como finales y con una jugosísima ironía. «Teseo» es otro poema histórico donde el tema está tratado de tal manera que consigue desmitificar un material ya de por sí serio y sesudo como es el de la mitología. Se trata de un poema muy bien terminado que demuestra un pormenorizado conocimiento del olimpo romano. El poema «Padre Apolo» nos ilustra con creces esta maner� de hacer; Botas se toma la mitología a risa, encontramos los mitos -siempre tan bien tratados- porlos suelos. Nos topamos con la«desmitificación» de los santonesoficiales del Olimpo. En ésto consiste la originalidad de estos poemas; los dioses son tratados comovulgares imbéciles.
Otra de las constantes de esta poesía son los giros, guiños anticlimáticos al final de los poemas. Esta técnica actúa a modo de elemento distanciador para romper el tono serio del poema conectando su temática con otra que nada tiene que ver con la que venía tratando. Se trata de un recurso inesperado que sorprende al lector por el cambio que introduce: Botas trae la historia a su terreno (y ésto conecta con la característica anterior), la utiliza a su gusto y manera, ironiza sobre ella y al final «pasa de ella». «En el foro Romano» es un hermoso poema que puede ilustrar lo que acabamos de apuntar. El eje del poema reside en la riqueza verbal, en el ritmo con un magistal encabalgamiento y en el final inesperado. El poeta somete la nobleza y rigidez del mundo clásico al tamiz de la ironía, haciéndola más amable;
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lo que antes tuviera un tono noble ahora es más humano· quizás esta faceta del autor, o �sta técnica muy repetida en su poesía, corres� ponda a una actitud ante la vida, a un talante más bien cachondo y desenfadado. Otros poemas que ilustran este punto pueden ser «De los nombres de Eurídice» y «El padre de las noches», en heptasílabos y endecasílabos este último donde importa el encabalgamiento hábilmente mantenido a lo largo del poema. La concepción del poema es borgiana en la enumeración caótica pero el final es completamente «botesco». Otro poema semejante a éste en su concepción y estructura es el titulado «Ius Privatum» en el que el término latino «dolus bonus» -engaño-, repetido varias veces es el eje del poema. El efecto es totalmente distinto al producido por el término castellano si lo hubiera utilizado. El remate del último verso es concluyente y en él converge toda la fuerza del poema. El titulado «Gato» -adelantado en alguna revista, como otros del libro- es un claro ejemplo de este tipo de finales «sorpresa» de que venimos hablando.
Al principio apuntábamos la utilización como tema de los diversos elementos de la realidad cotidiana (realidad social, económica, religiosa, política, académica, etc.), de la que el autor sabe sacar jugosos matices. En este punto Víctor Botas y Miguel D'Ors se dan la mano· leyendo algunos de los poemas qu� voy a comentar me vinieron a la memoria otros de D'Ors de temática y estilo semejantes. «Ezra Pound con música de fondo» es un poema en el que se hace crítica social envuelta en fina ironía. Se pone en solfa la figura del especialista trepador (esos bolígrafos con pedigrí que lo mismo te hablan de filosofía que de redes telemáticas),
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sin escrúpulos que ocupa las altas esferas de poder en nuestra sociedad. También en «Por esos mundos de Dios» se hace crítica social· el grueso del poema, hasta el quie� bro final, parece un poema social de los años sesenta; el guiño irónico final lo cambia todo sobrepasando y reforzando el tema tratado. En «Piadosísimo culto» se critica a la figura del otrora censor hoy demócrata de toda la vida. La crítica es ácida, para ello se apoya en la redundancia y en las explicaciones entre paréntesis y guiones, creando un tono de burla y proporcionando una imagen grotesca e irónica. El último verso, típico en Botas con sólo tres sílabas nos propor�iona un final inesperado. «El heredero» es otro poema de esta cuerda en el que se utiliza un lenguaje científico procedente de la economía y de los círculos bursátiles. Esta forma de poetizar no es muy frecuente pues nos indica que para hacer poesía todo vale (desde otro lado Martín del Burgo hace algo semejante); la temática clásica y tradicional queda así sobrepasada.
Hay poemas como «Playa», «Verano», «Una vez más el tema (El viejo tema) de la rosa» y «Night Club» que nos sorprenden por su cambio de registro; el poeta nos habla directamente de sí mismo sin intermediarios distanciadores como la ironía, la historia o el humor: se destapa y con sinceridad poco usual en él nos cuenta lo que le pasa. Mirando el libro en su conjunto podemos concluir que hay dos Botas o dos maneras de poetizar en Botas: un Botas irónico escéptico y bastante ácido y un B�tas humano, sencillo, que como cualquier hijo de vecino nos cuenta lo que le pasa. El más frecuente es el primero que nos sorprende y entretiene pero el segundo consigue emocionarnos.
«A un poeta amigo» es un breve poema homenaje a José Luis G. Martín, amigo y supervisor crítico de Botas, a quien llama Martiniano y «El poema» es una boutade del propio Martín con base en Juan Ramón Jiménez aprovechada por Botas que por lo visto nada desperdicia.
En algún poema nos quedamos con la duda de si lo que nos dice el autor es lo que quiso decirnos cuando concibió el poema· es como si hubiera un desfase �ntre la concepción original del poema (que podemos intuir por indicios, que por otra parte muy buen pue-
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CATEDRA 21
Letras Universales
LOS MAIAVOGLIA Giovanni Verga
Edición de M. ª Teresa Nav-dlTO
EL AMERICANO TRANQUILO Graham Greene
Edición de Femando Galv.ín Reula
ELEGIAS DE DUINO. SONETOS A ORFEO
Rainer María Rilke Edición de Eustaquio Barjau
HISTORIA DEL FUTIJRO Antonio Vieira
Edición de Luisa Trías y Enrique Nogueras
NALA YDAMAYANTI Edición de Francisco Rodríguez Adrados
Letras Hispánicas EDAD
Antonio Gamonecla Edición de Miguel Casado
LA HORA DE TODOS Quevedo
Edición de jean Bourg
AMADIS DE GAULA I y 11 Edición de José Manuel Cad10 Blecua
Arte EL MUEBLE CLASICO ESPAÑOL
M.ª Paz AguilóLA Ml[JER Y LA PINTURA EN EL
SIGLO XIX ESPAÑOL Estrella de Diego
BREVE HISTORIA DEL TR.t\JEY LA MODA
James laver
Coediciones FundaciónJuan March ESPAÑA EN LA POESIA HISPANOAMERICANA
Soledad Salinas ESPACIOS POETICOS DE
ANTONIO MACHADO Ricardo Gullón
De venta en las principales lihrerias. Solicite catálogo al aptdo 14632. Rd. D. de C. 28080 MADRID. Comercializa
GRUPO DISTRIBUIDOR EDITORIAL S.A. Don Ramón de la Cruz, 67. 28001 MADRID. Tel. 401 12 00
den ser equívocos), y el poema final, el entregado al lector: parece como si la idea original se le hubiera escurrido entre los dedos. Así en «Quince pasos» y en el poema final «Asturcón».
Historia Antigua es de los mejores libros de poesía publicados en este año. Botas es fiel a sí mismo, asume sus maestros (Borges, Ausonio, Horacio, Safo, la historia romana, etc,) -ver por ejemplo «El hombre del saco» donde, anticipándose al lector y al crítico, confiesa su descarada imitación de Borges, pero lo curioso es que se las arregla para imitarlo, que el lec-
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·12tor lo sepa y que el poema sea bue- � no-. El riesgo de esta poesía es el ""�------------� de la repetición y que el lector ya sepa de antemano lo que se le va a entregar. Quizás debiera Botas profundizar más en esa segunda manera que más arriba apuntábamos para satisfacción de lectores y enriquecimiento de su obra.
José Luna Borge
DOBLE SALTO
SIN RED
Mal Waldron/Marion Brow, Songs of /ove and regret. Free Lance Records (32, rue Alphonse Bertillon. 75015 Paris). 9 y 10 de noviembre de 1985.
A unque la tradición de la gran música negra consagra al trío como contubernio instrumental mínimo y al cuarteto o al quinteto
como las fórmulas arquetípicas por antonomasia de los combos de jazz, sin olvidar los célebres septetos u octetos o las caudalosas big bands, en las que un par de docenas de músicos crean rotundas atmósferas sonoras bajo la tiránica tutela del líder de turno, sin embargo la historia del jazz ha ido edificándose también a base de cohabitaciones un tanto heterodoxas o adulterinas en las que la federación de los instrumentos huía de loconvencional, normalmente por ladesaparición de alguno de los elementos de la sección rítmica. Si elgran Coleman Hawkins demostróen Picasso que un tenor se bastay sobra para imprimir en el viniloel acento personal e intransferible que posee toda obra maestra
merced a la sonoridad redonda y autosuficiente del saxo de Hawk (y en esa línea abundan los saxofonistas capaces de grabar temas completos con líneas solísticas autónomas, como el soprano Steve Lacy o los multiinstrumentistas Eric Dolphy, André Jaume, Sam Rivers, Anthony Braxton, Jhon Tchicai, Archie Shepp, Henry Threadgill, Roscoe Mitchell o el tenorista Rollings), hoy sin embargo son legión los músicos que eligen el dúo como asociación ideal y de ahí que el maridaje sonoro de dos cualificados intérpretes sea la disidencia grupal más celebrada y editada en las dos últimas décadas (no en vano el free jazz, con su airada revisión del pasado del jazz propició estas hasta entonces casi ilícitas relaciones en aras de una mayor libertad interpretativa y de una defensa radical del ego del músico).
En efecto, en dúo los músicos pueden hacer de todo menos ser mediocres: no hay red, se trata de un doble salto mortal hacia la gloria o hacia la chapuza. Expresividad sonora, virtuosismo técnico, estilo personal inconfundible y claridad de ideas son la conditio sine qua non para que el libérrimo y fluido diálogo entre la pareja de músicos devenga en entente cordial y en aporte de novedad estilística o conceptual y no en aburrido o rutinario encuentro. No es el dúoel contexto ideal para los ritmosdesenfrenados, los compases veloces o matemáticamente marcadosy la concesión a veces un tanto gratuita a un cierto swing que, carentede feeling, encanta a los postulantes-conversos- de «marcha». El duetoes el lugar de encuentro de dos sólidas personalidades en torno al matiz, al concepto, a la sugerencia, a la
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sabiduría de los silencios, a la búsqueda emotiva de esa conversación en voz baja ajena a la tertulia estentórea y grandilocuente. En torno a la balada y al espíritu del blues.
A bote pronto me vienen a la memoria algunos dúos irrepetibles que guardo en la memoria, en el oído y en los estantes con celo de guardián insobornable. En álbumes absolutamente aconsejables se almacenan los sabrosos dúos de Duke Ellington con Jimmy Blanton o Ray Brow, los de este último con Osear Peterson, los numerosos acetatos del gran danés Niels-Henning 0rsted Pedersen con Paul Bley, Sam Jones, Joe Pass, Archie Shepp, Kenny Drew o Catherine, las apabullantes concersaciones entre Brexton y Max Roach o entre los contrabajistas Dave Holland y Barre Philips, la finura y delicadeza de la cita entre Bill Evans y Jim Hall, o entre éste y Ron Carter, lo etéreo del diálogo entre Chick Corea y Gary Burton, lo definitivo del encuentro entre Dolphy y Waldron o entre Burrel y Coltrane, la frescura de ideas y el clasicismo de la pareja Zoot Sims/Joe Pass, el reencuentro con las esencias del dúo deguitarras pulsadas por John Scofield y Abercrombie y un largo etcétera. Otros diálogos más célebres( como los de Osear Peterson conlos trompetistas Dizzy Gillespie,Clark Terry, Harry Edison o JohnFaddis o los desiguales conciertospianísticos a cuatro manos entreCorea y Hancock) gozaron del fervor y el favor de un público mitomaníaco mas obedecieron más aimperativos de orden comercial (yen consecuencia abusaron de lareiteración de clichés de probadaeficacia pero manoseados en arasde fácil aplauso) que a otra cosa,semejándose en algún caso a un auténtico diálogo de sordos en el ámbito de una confusa babel sonora.
Uno de los dúos más socorridos es el diálogo entre piano y saxo (normalmente tenor o soprano). Ahí están Tete Montoliu/George Coleman, McCoy Tyner/Sonny Rollings y Horace Parlan/ Archie Shepp para avalar lo inútil en algunos casos de la convención rítmica establecida por contrabajo y batería. Algo similar a lo grabado por Parlan y Shepp es este hermoso vinilo ahora reseñado en el que dos intérpretes inquietos, capaces de beber al unísono en la tradición y en la vanguardia, moderan su lenguaje otrora más radical y nos de-
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jan en las manos y en los oídos un prodigio sonoro que hace de este acetato uno de los mejores de los grabados en la presente década. Mientras Parlan y Shepp recurren en su grabación (Archie Shepp-Horace Parlan: Goin' Home. Steeple Chase Records) a la remota tradición de los espirituales negros, W aldron y Brow acuden a fuentes más recientes aunque ancladas ya en la sagrada historia del jazz como Monk, McCoy Tyner o Billy Strayhron, aportando además dos temas propios. Y mientras a Shepp y Brow les une su pasado radical en las filas del free como militantes de élite y su conversión futura a una relativa moderación ( de la mano de W ebster y Ellington en el caso de Shepp y de la mano de Johnny Hodges y Sonny Rollings en el de Brow, coincidiendo ambos en su eterna fidelidad a Coltrane), Parlan y Waldron fueron piedras angulares de los combos del mejor Mingus, si bien Mal Waldron ha sido siempre un músico estilísticamente más inquieto que Horace Parlan (como lo prueban sus colaboraciones con Lacy o Dolphy).
Y a el primer corte del álbum, el clásico B/ue Monk, nos muestra a un inspirado Waldron capaz de aunar la obvia influencia que la sombra de Thelonius proyectó hace tanto tiempo sobre él con la creación de líneas de intenso acento rítmico capaces de sugerir atmósferas sumamente emotivas y entroncadas con la música europea contemporánea. Marion Brow se descuelga con una magistral lección de cómo interpretar el blues en la más pura ortodoxia del género impregnándolo de un lirismo altamente sugestivo que revela la definitiva importancia que lo melódico ha ido adquiriendo en los últimos
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años en el estilo de este saxofonis-ta alto, así como su casi total abandono de los clichés parkerianos o colemanianios y su deuda con la vena lírica de música como Hodges, Davis o sobre todo Sonny Rollings, a quien parafrasea Brow en el corte que toca en solitario (Hurry sundow, de Clarence Williams), de nuevo un blues soplado con arreglo a los cánones clásicos. Waldron por su parte homenajea al maestro en un tema propio, tanto en el títu-lo (A cause de Monk), como en el concepto de su improvisac10n solística, alternándola con pasajes que revelan su otra hipoteca musical (Bud Powell), todo ello en un contexto que por momentos evoca '[ la música repetitiva actual y el gus- o':! .__ ____________ __J
to por lo minimalista. En el tema de Marlon Brow To the go/den lady in her Graham cracker window, el lirismo del saxofonista vuelve a ponerse de manifiesto, esta vez de la mano del nunca olvidado ni mejorado John Coltrane, de quien reivindica su faceta como baladista de apabullante finura, mientras Waldron sabe estar detrás de la vena poética del saxofonista tanto en es-te tema como en el siguiente ( Contemplation, de McCoy Tyner, de similar factura sonora). En ambas baladas, que aparecen inundadas por el diluvio del blues que todo lo empapa y lo sumerge, hay bastante de la sugestiva sonoridad del soprano del Coltrane que grabó con Ellington un álbum de oro, así como de los surcos de Ascension, el memorable vinilo del último Coltrane en el que colaboró Brow. Como en el resto del disco, hay en ambos temas bastante de los restos del naufragio de Shepp, de la dulzura de la sección de saxos del Duque, de la embargada emotividad de Billy Holliday (de quien fue pianista Waldron) o de la estética hard bop llevada hasta su último extremo por Dolphy. Es en el corte que cierra el disco, el que firma ese artesano de la composición criado a los pechos de Ellington llamado Billy Strayhorn (A flower is a lovesome thing), donde la influencia del Johnny Hodges en Brow aparece más nítida mientras W aldron se nos descuelga con una cita más que obvia de la primera de las seis Gnosiennes de Erik Satie, que revela el influjo de los compositores finiseculares europeos (Poulenc, Ravel y otros) en la música de este pianista, no en vano afincado en Europa hace ya dos décadas.
Un acetato, en fin, digno de no ser
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olvidado aunque aún no haya sido editado en nuestro país. Valga la referencia inicial del sello para aficionados ávidos de paladear este alegato en favor del dúo como contexto expresivo y del diálogo estrictamente lírico entre dos músicos honestos ajenos a las concesiones o a los sucedáneos (y por ende, al favor y el fervor del público).
Carlos Lomas
«THRILLER»
EUSKALDUN
Juan Antonio de Bias, ¿Hay árboles en Guernica? Colección Etiqueta Negra Ediciones Júcar, Barcelona, 1987.
Ignoro de todo punto si ese invento canalla que ha dado en llamarse «pensamiento débil» está dando lugar a la defaite
de la pensée, como sostiene enfáticamente Alain Finkielkraut. Lo cierto es que si incomodan las desgalichadas prosas de Luciano de Crescenzo et a/ii (e incluyo en el lote a italianos e hispanos, a esa extensa panda de cretinos que confunden la filosofía con la bisutería y tienen por «espacio filosófico» la terraza del Teide o el magazine más a tiro de la primera cadena), también joroban bastante los cultos cultísimos que se pasan la vida mostrándonos el camino cierto y frunciendo el ceño ante quienes perseveramos en el error, en el horror de la mid-cult. Susan Sontag,
por ejemplo, escritora muy estimable cuando no decide impartir doctrina y afirmar, como acaba de hacer recientemente, que lo de Dashiell Hammett no es novela.
(Susanita no tiene un ratón, sino un detector de metales que indica sin posibilidad de yerro, no de hierro, quién noveliza y quién no. Gran invento.)
Cierto es que asistimos a una trivialización del pensamiento, y que Chandler no es Joyce pero, caramba, negar su condición de novela a ¡g El halcón maltés o El sueño eterno ·i; me parece excesivo. No me impor- �
i: ta reconocer que el género negro ¿:i
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me aburre cuando no dosifico su u .__ ____________ __, consumo, pero estoy dispuesto a mantener ante cualquier tribunal que eso es novela, y de estimable calidad en buena parte de las ocasiones.
Es el caso, por ejemplo -dejándose ya de preámbulos, merodeos y otras añagazas para demorar el vero asunto de estas líneas-, de ¿Hay árboles en Guernica?, obra de un recién llegado al género que responde por Juan Antonio de Blas, y al que la leyenda supone cuarentón, lector de cómic, con unas gafas de imposible grosor y un enorme talento para granjearse enemigos por el sencillo procedimiento de decir siempre lo que le apetece. A veces, Juan Antonio de Blas se oculta bajo seudónimo -en ciertos bares de Gijón, a altas horas de la madrugada, responde por Epi-, ocasionalmente pergeña eruditísimos artículos sobre armas, y parece que también ejerció, duran-te una corta temporada, como corresponsal de guerra, aunque hay que añadir de inmediato, en honor a la verdad, que no fue él quien provocó el conflicto bélico.
Ahora, Juan Antonio de Blas ha dado rienda suelta a una vieja, que no oculta, pasión por el género ne-gro, y ha perpetrado un thriller impecable e implacable en el que aparecen etarras, guardias civiles, traficantes de droga, abertzales y un largo etcétera de personajes que no hace falta enumerar para que el avispado lector de estas líneas suponga, y con razón, que la novela está ambientada en Euskadi. Un paisaje pintiparado para ambientar un relato de este tipo. El de Juan Antonio de Blas no es el primer caso (recuérdese Gálvez en Euskadi), pero en las páginas de su libro queda bien claro que conoce el terreno -por expresarlo con mayor propie-
dad, el lugar del crimen- mejor que Reverte.
Un cutrísimo detective gijonés llega a Lekeitio para escribir un libro sobre ballenas. A partir de ese momento, no dejan de oírse disparos, ni cesan los puñetazos, en una historia embarullada que nadie sabe cómo va a concluir. Sin embargo, termina bien, quiero decir con lógica, un puñado de cadáveres y un fulano escéptico y cansado que se larga. La verdad es que, a la altura de la página ciento sesenta y pico, uno acaba sintiéndolo. El tipo da juego. Dan ganas de decirle algo así como:
-Muchacho, espero que pronto nos volvamos a ver las caras.
Francisco Orejas
LA CIUDAD O
EL ARTE DE
LA FUGA
Ana María Navales, Paseo por la íntima ciudad y otros encuentros. Librería General, 1987. Zaragoza. Colección Aragón, n.º 75.
Paseo por la íntima ciudad y otros encuentros, 1987, es una colección de dieciocho relatos de la escritora Ana María Navales,
fechados entre 1978 y 1986. Se trata de relatos con atmósfera urbana y cuya protagonista es una mujer. La ciudad literaria, desde los lejanos modelos de Joyce y Eliot, no ha cambiado mucho a lo largo del
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siglo. La lúcida y concienzuda descripción del nuevo tedio urbano, ese espacio de infierno de bolsillo detectado en su hora germinal por Baudelaire, no ha hecho sino reforzar sus raíces y robustecerse como un vino, con los años.
En los relatos de este libro de Ana María Navales, asistimos a la contumaz ceremonia de rebeldía entre los personajes y su ciudad. Pero se trata de una rebeldía íntima, alejada de los aspavientos y las escenas. La ciudad muestra entonces una misteriosa afinidad entre la idea de viaje -la ciudad o el arte de la fuga- y una forma especial de la intimidad vivida como algo dramático. La ciudad se identifica con el personaje varado, y el viaje se convierte en metáfora de la libertad, de la fuga, en el personaje libre. Dicho en estos términos, el asunto puede parecer muy fácil de resolver. Sin embargo, hasta el lector más despistado esbozará una sonrisa cómplice y fugaz, si considera que uno no suele cambiar de vida de un plumazo.
En Paseo por la íntima ciudad, el relato que da título al libro, se nos dice «Entonces la ciudad era una alegría necesaria ... », y poco después, «qué puede hacerse en una ciudad casi muerta.» No, estos relatos tienen poco que ver con tal o cual coyuntura histórica, la verdadera tormenta histórica va por dentro. La ciudad tiene rostro de viaje frustrado. Los intentos de ruptura son como un fatídico río cuyas orillas son la cobardía o la resignación. Sólo queda la busqueda del origen o el delta agonizante hacia la bruma del mar.
Los personajes se presentan ante nosotros en sus momentos críticos, envueltos en un halo de normalidad, un viaje en tren, una excursión hacia las afueras de la ciudad, unas vacaciones de verano en otro país, y poco a poco, vamos descubriendo una tempestad íntima. Romper con todo y cambiar de aires, de ciudad, de vida, o seguir con lo mismo. Como si aquel pálido príncipe danés siguiese vivo en todos nosotros. Rodeados de normalidad, hay una sesión de teatro en el castillo, esta noche veremos un film de John Huston en la televisión, la comida nos espera en la mesa, casi como en un escena de veraneantes de Chejov, y de manera muy sutil, se nos permite la entrada al dramático oleaje de tal o cual personaje rompiéndose la cris-
ma contra las rocas que obstaculizan su camino. Pero nada de aspavientos y escenas, todo narrado en un tono de una rara serenidad, como de sibila irónica habituada a ver al trasluz las tramas del destino, y al mismo tiempo, como si no se viese nada, o todo diese igual. La ciudad y sus personajes, y en el centro del mapa la estatuilla enmohecida de Eros, marcando rumbos de brújula averiada. Los relatos nos devuelven de nuevo a la ciudad sitiada por sus propios límites, a sus personajes varados en el ambiguo páramo entre la juventud y la vejez, en esa lucha ciega con el tiempo y sus disfraces. La famosa tormenta de la edad adulta, del estancamiento sentimental, biográfico, íntimo. Ese momento crítico en que la personalidad se descubre quebradiza como si fuésemos pálidas copias del Licenciado Vidriera.
La casa de las dos fachadas abrirá un mágico orificio en los robustos muros de la ciudad, Los pájaros del miedo alertarán acerca de las fugas ilusorias, El faro de Tabarka jugará en la cuerda floja ante las argucias del amor, El inmortal nos conducirá al sueño barroco de los libros, los espejos y el carácter espectral de la vida. Este libro de relatos de Ana María Navales nos obliga a advertir una sutil crítica en todo viaje, un doble fondo en todo paisaje, como si las páginas de un libro fuesen caminos nuevos de nosotros mismos que un mago siniestro nos impidiese transitar.
César Pérez Gracia
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Los Cuadernos de la Actualidad
EL MUSEO ES
EL TIEMPO
Walmir Ayala, Museo de cámara.
Versión de Rosa Chace!. Edición bilingüe, Xanela, Madrid. 1986.
M useo de Cámara es el primer libro de Walmir Ayala (Río Grande do Sul, Brasil, 1933) que se vierte al castellano, aun
que su autor ha publicado más de diez en su país, además de su actividad como crítico de arte y traductor al portugués de Alberti y Larca, Cervantes y Fernando de Rojas. La versión que hace Rosa Chacel de esta breve serie de poemas es, antes que nada, un gesto de amistad, anticipado ya en el reciente artículo «La casa del turco» (1); después, es un ejercicio de rigor en el que se mantiene con firmeza el pulso de la literalidad más allá de donde parece posible, para de pronto desviarse de ella fugamente, con un término que ilumina el texto entero en su precisión.
Museo de Cámara cuenta el recorrido por un pequeño museo, variado, arbitrario, personal. El espectador conoce bien los cuadros, como si los hubiera contemplado con frecuencia, tiene ideas formadas de antemano y, lejos de la posible sorpresa inicial, entabla con ellos una especie de diálogo.
Seguramente podría decirse que en toda descripción la cosa es vista como objeto pintado, como si el escritor llevara consigo un marco y lo antepusiera a la realidad, sacando de ella a la cosa; así la descripción no remitiría a un referente, sino a otro código. Pero ¿qué ocurre cuando lo descrito es lo encerrado en un marco previamente? Como en esa operación matemática en que menos por menos da más, W. Ayala, al superponer el encuadre de su mirada sobre el del recuadro, diluye casi el carácter de representación y convierte al objeto pintado en la cosa misma. Función cosificadora de la pintura: incluso el número 5, pintado, deja de ser mero signo de una cantidad, para convertirse en un cuerpo, en un conjunto de curvas y volúmenes, generador de respuestas sensoriales .
Los poemas están hechos de diversas perspectivas, de sucesivos pasos conceptuales, como escalones
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en que va apoyándose la mirada; los peldaños no siguen siempre el mismo orden e incluso llegan a mezclarse, como cuando se habla de una locomotora y con el rápido collage visual se relata su frenesí; pero podían reducirse a dos básicos: la descripción y la interpretación.
En la descripción todo predicado directo está negado y se recurre siempre a la comparación y la metáfora, apoyadas generalmente en elementos naturales muy sencillos. Este sistema se desarrolla por medio de una serie de asociaciones sensoriales, con frecuencia sinestésicas, que no son atribuidas a ningún sujeto, sino que aparecen emanadas del cuadro a modo de réplicas transparentes que lo multipliquen mientras se van alejando de él.
Así, a través de ese proceso, las sensaciones adquieren una creciente autonomía; siguen sin duda sin adjudicarse a nadie, pero se sitúan ya del lado del espectador; es el paso a la interpretación. Se hablará ahora del temblor del cuadro, de su levedad, de su tristeza, y la mirada se siente como una comunicación de deseos: el cuadro es la insinuación de un gesto que no es relato, sino voluntad o estremecimiento. Será preciso insistir en que este proceso no va avanzando con el recorrido por el museo; al contrario, se reitera ante cada cuadro, el diálogo con él se compone de este tránsito.
En la interpretación predomina la referencia al paso del tiempo: los poemas no arrojan más que un cuidado, un estado atento, sin definir
una postura clara; como si la atmósfera del cuadro hiciera pesar un aspecto u otro en la mente del espectador, obsesionada, pero voluble ante la variación de los estímulos. Así, se lamenta la fragilidad de la belleza ligada sólo a lo efímero de un movimiento (la bailarina gris, de Degas); pero la palabra más repetida es «permanecer»: las cosas permanecen, sugiriendo que no han sido creadas; también las ideas y las teorías permanecen. El hombre, en cambio, se esfuma en la pasión de un instante y sólo por medio de la memoria aspira a superar el tiempo.
Hay, sin embargo, un poema («Arqueología») que lleva la reflexión a otro sitio. En él los objetos de la antigüedad emergen en una suerte de resurrección espectral: conservan su entidad física, pero desgarrados por un deterioro repulsivo. Si la vida es carne, su permanencia por fuerza se identifica con el deterioro. La naturaleza del tiempo es sucederse siempre, no conoce límite ante el estacionarse; el curso del tiempo anula la perfección, la posibilidad de la perfección, que sólo cabría en un instante aislado, sin leyes, arrancado a la cadena del tiempo.
Así, la materia no será ya motivo de envidia, sino fuente del miedo. El deseo del espectador se dirigía a las cosas y a la belleza como dos ámbitos equivalentes, asimilando la una a las otras. Pero en este punto surge la alarma; lo perfecto sólo parece alcanzable a través de débiles analogías ( como en Platón) o bien en el espacio de lo invisible, de lo ilusorio; en el último poema, la mirada abandona el cuadro, apoyando en las acciones de los personajes su ensoñación de otras escenas: el objeto es casi solamente una sugerencia, sobre cuya base habrían de construirse otros itinerarios de viaje, pues el museo se ha convertido en territorio estrecho.
Al contemplar los cuadros como cosas, se les ha arrojado entre los límites del tiempo, y pueden levantarse, al final, ellos también, como límites para el deseo. Esa barrera se rompe cuando el poema los reduce a espacios de una lectura personal que se dibuja a sí misma. W. Ayala hace la suya con una sencillez precisa, capaz de multiplicarse sin embargo en tantas direcciones como los mismos cuadros, expresándose apelativamente hacia ellos, en el esfuerzo continuo de la
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descripción, siempre arrastrado por su impulso interior, vuelto emoción ahí delante.
Miguel Casado
(1) Rosa Chacel. «La casa del turco»,en Los Cuadernos del Norte, n.º 38, octubre 1986.
DE LA
AUSENCIA
A LA
PRESENCIA:
UNA
AVENTURA
DEL
PENSAMIENTO
Y LA
IMAGINACION
Amparo Amorós, La honda travesía del águila, Llibres del Mali, Barcelona, 1986.
A1 describir la línea poética en que se inscribía el primer libro de Amparo Amorós -Ludia (1983)señalaba Jaime Siles (In
sula, n.º 445-446, 1984), entre otros rasgos, dos que parecería necesario
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comenzar recordando al enfrentarnos con esta nueva entrega de la autora, La honda travesía del águila. Son ellos: «la reducción del lenguaje a sus más mínimos elementos» y la práctica de «una poética del conocimiento». Porque, y en relación respectiva a ambos rasgos, se actúa ahora por ampliación y ahondamiento. Ampliación: el lenguaje tiende, en La honda travesía ... , a imperativamente desbordar sus antes más contenidos cauces. Ahondamiento: al abarcar juntamente una temática vivencia! -el amor- y una inquietud metafísica y epistemológica -la presencia, el saber, el destino-, el conocimiento poético a que se arriba se hace de más amplias, profundas e inmediatas dimensiones: más húmedo y emocionado, menos abstracto y conceptual y de mayor carga de cálida comunicatividad.
La preciosa página en prosa que abre este poemario («palabra de
� ' presencia») nos desvela ya los mecanismos básicos del conjunto: pensamiento, imaginación, sueño o visión «que estallan de cristalesluminosos la sombra» (en una repetida y acertadísima, por singularizadoramente poética, transitivización de un verbo -estallar- quenormalmente no comporta tal dinámica posibilidad). Desde esa página se nos anuncia una posibleprimera lectura del libro: se trataría, así, de un himno a la presenciadesde la ausencia; pues esta sólohace confirmar, con más hervor deverdad, lo que fue, es y sigue siendo. En suma, el presente perpetuoy fecundante, razón de vivir y can-
tar, de saber y ser. Pero tal lectura no impide que otro paralelo y complementario acercamiento nos descubra los cuatro niveles semánticos-estructurales que dan nervio interior a los poemas, los cuales intentaré sintéticamente enumerar.
Primero, una no narrada historia de amor, sólo sugerida desde las viviencias que éste despierta, no ya en el alma sino en el espíritu. Dándole sostén a ello, una indagación ontológica y gnoseológica que cuestiona incesante, minando toda certeza pero no borrándola, las entidades del ser, la realidad, el conocimiento (mejor, en este caso, del saber como estado de gracia previo y posterior al puro conocer). Un último norte al que apuntan los muchos interrogantes: el sentido del destino humano ( del poeta, de quien ama, de todo el que vive). Y de paso, pero de no menor importancia, una reflexión (nunca resuelta en secas tiradas metapoéticas) sobre la urgencia y posibilidad -el valor- de la voz, el lenguaje, lapoesía; al cabo, de la palabra por laque el mundo se es, y el poeta lofunda con su abierta disponibilidad.
De un mundo que es, pero a quien el amor, la imaginación vivaz y el pensamiento emocionado devuelven empañado (palabra clave en estos poemas), suavizado así de sus aristas más secas y duras. Y al llegar a las piezas de la última sección (las de mayor intensidad), otra lectura más integradora acaba por imponérsenos: hemos asistido a una ascensión vertical y casi mímetica en un proceso que ha ido desde los posos de la negación, la angustia, el dolor y la desolación hasta cimas presentidas -vividas y dudosas simultáneamente- de luz y armonía, aromas y música, acorde y plenitud lDudosas? Sí, porque el aguijón del tiempo parece socavarlo todo; y un verso -que nos hiere desde el poema más exultante («Criaturas del gozo»)- así lo declara: iqué triste es el acorde fugaz de lo perfecto!
Al servicio de esa aventura, la poeta -instalada ya en la plenitud de su oficio- ha desplegado un lenguaje que es a la vez inteligente y sensorial; imaginativo y simbólico; a ratos reflexivo (hay incisos sentenciosos y resumidores, de gran oportunidad) pero también de una alta y constante sugerencia plástica y fragante, casi táctil, virtudes por las cuales todos nuestros
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sentidos pueden ver y aún palpar las más espirituales incidencias de aquella misma aventura.
Dueña de su palabra es hoy quien ha escrito este libro, pero también esclava de su destino: la marca de la gran poesía, la señal de una inquietante voz. Transgresora voluntaria de los esquemas históricos que operan por estratos cronológicos -ya que Amparo Amorós vela tercamente su fecha de nacimiento como aspiradora a que se la considere intemporalmente «transgeneracional»-, ante La honda travesía del águila sólo se puede afirmar que su autora queda situada entre las voces más promisoras -más plenas- de toda la poesíaactual.
José Olivio Jiménez
ROSA MARIA RODRIGUEZ: GENALOGIA, SEDUCCION Y DIFERENCIA
Rodríguez, M. R. La seducción de la diferencia. Col. Ensayo, n. 0 l. Víctor Orenga, Ed. Valencia, 1987.
esde Valencia, concreta-º mente en la colección de Ensayo de la editorial-Víctor Orenga, nos llega,recién salido de la im
prenta, este La seducción de la diferencia de Rosa María Rodríguez. Ser mujer, escritora y filosófa, escribir, por ello, un ensayo sobre el amor, el sexo, el final del siglo, la conclusión del milenio, hacerlo, en este caso, desde fuera de Madrid o Barcelona y entroncar con la reflexión filosófica última en los países europeos ( el texto se presentó en París, concretamente en la Maison de L'Amérique Latine el pasado mes de marzo) es el logro que hay que anotarle a la brillante, sugestiva y magnífica prosa de La seducción de la diferencia.
Dividido en siete capítulos, La seducción de la diferencia trata, foucaultianamente, de convertirse en una genealogía de la mujer como objeto de deseo. El planteamiento
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no puede ser más interesante. Al igual que el Hombre, Foucault dixit, también la Mujer es una invención reciente. Los objetos, las cosas, antes que entidades más o menos explícitas en el discurso de lo real, son advenimientos espistémicos que conviene descifrar, describir. El fin de siglo se nos viene encima con un renovado N ominalismo del que, desde luego, se hace eco Rosa María Rodríguez y en él se inscribe. Así que la Mujer, en cuanto objeto discurso, es decir, en cuanto sujeto epistemológico, ha tenido una reciente creación. No siempre, por tanto, ha habido Mujer. Como ella también el Sexo como referente universal ha desaparecido de la reflexión filosófica. «Asumamos la desintegración de los nombres. Las cosas se han rebelado frente a nuestro discurso, arrojaron su bonete y su tarjeta de identidad, bailaron solas el carnaval de los referentes. Y, henos aquí, onomaturgos de pacotilla, sumidos en un parloteo estéril». Justo. Los nombres vuelven, ay Ockam, a ser sólo nombres, ninguna esencia universal extraña y solitaria espera de ellos un nombramiento universal. El lenguaje deja de otorgar aristrocráticamente títulos a vacíos sacros.
Por ello la reflexión feminista tiene que plantearse, asegura Rosa María Rodríguez, desde ópticas radicalmente otras a las representadas tanto por el feminismo de la igualdad como por el feminismo de la diferencia. La razón, según lo anteriormente dicho, es clara: no hay sujeto al que igualar, no hay diferencia que sustantivar. Desde aquí, y en ese sentido la argumen-
tación del libro es excelente, sólo quedará una seria reivindicación de la vigencia de toda diferencia que, por serlo, devendrá seductora. La seducción no es sino el exarcerbado juego dual, múltiple e igualitario a un tiempo, de todas las apariencias liberadas del ser del que son, supuestamente, apariencias. Ahora bien: lcómo pensar, hoy, al fin del siglo, desde la inequívoca posición de mujer? (Sujeto no existente en el filosofía, objeto equívoco donde los haya dentro del conjunto de tópicos que constituyen por su lado la nada excelente imagen de ese discurso póstumo). La mujer es una creación epistémica. Rosa María Rodríguez, y es la máxima aportación filosófica de su libro, trata de bucear en la génesis del objeto mujer dentro del discurso categorial de deseo. Sus páginas nos pasan revista desde los textos platónicos hasta las tesis respecto al surgimiento del concepto de Dama en la literatura «courtois». Es ahí donde surge el objeto deseable MUJER, ella, entonces, como el referente objetual, pero también, sujeto del deseo. La mujer es objeto, claro, desde el punto de vista del discurso del otro, del Hombre, pero también, y por ello, sujeto de sí misma alineada en el discurso Otro. La negación de su positividad la llena, falsamente, de un vacío colmado por las palabras de lo otro, del Otro. Por ello Rosa María Rodríguez dedica un bello capítulo de La seducción de la diferencia al tema de la mujer y las palabras. Porque es en ellas, en las palabras, donde la palabra mujer ha encontrado y defendido la suya propia cosificada en la alteridad del otro siendo, entonces justamente por ello, también y, sobre todo, lo Otro.
Si el fin de siglo feminiza lo masculino y masculiniza lo femenino. Si los papeles se entrecruzan y desaparecen, si no hay esencias que reivindicar, descubrir o inventar, sólo nos quedan los nombres deshabitados del vacío. Resta la seducción, el proceso de juego, amor y odio, atracción, narración e invención al que podemos llamar metafóricamente «la seducción». Rosa María Rodríguez apostilla: sí, pero la seducción de la diferencia, de la totalidad de ellas.
Un buen ejemplo de la seducción que la autora nos propone es, sin duda, la lectura de su libro.
Joaquín Calomarde
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UN DESCENSO
AL INFIERNO
La mirada del observador. Marc Behn. Ediciones Júcar. Gijón. 1987.
E1 mal llamado género negro, ya que en su definición no hay una exposición de normas obligatorias, tiene, muy de vez en
cuando, la costumbre de sorprender. Y lo hace rompiendo los cauces tradicionales para incursionar en otros territorios que, si no le
son extraños, al menos frecuenta poco. La reciente exhibición de Elcorazón del angel, en la que Alan Parker se ha cargado el manifiesto interés de un thriller teológico, es un ejemplo de cómo el género negro tiene capacidad para tocar cualquier tema. Alguien afirmó lo «de nada humano me es ajeno» y la literatura policial puede hacerlo su axioma porque nada de lo referente al hombre, y sobre todo lo más raro, queda fuera de sus renglones. La mirada del observador, de Marc Behn, se inscribe en ese margen de lo negro abierto a otros territorios.
Marc Behn es poco menos que un enigma. Desconocido en los ambientes literarios, aunque no en el mundo de Hollywood donde ha escrito guiones para la pantalla grande, publica, en 1980, su primera novela La mirada del observador, a la que rápidamente siguen otras dos. Este escritor norteamericano,
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de 62 años, parece agotar su interés por el género negro, al ver el escaso éxito de su triología, y tira la toalla. El resto es silencio.
Ratificado el aforismo de que nadie es profeta en su tierra, la pasión por la obra de Marc Behn se desata en Inglaterra, donde un editor con conocimiento publica sus tres novelas. De allí pasa a Francia, que le consagra como uno de los maestros realmente importantes de la actual novela policial. La colección asturiana Etiqueta Negra lo traduce al español y, además de la ya publicada, tiene en prensa La reina de la noche y La doncella helada, con lo que el lector tendrá la ocasión de comprobar si el ruido se corresponde con las nueces. Referente a la primera son mayores las nueces.
La mirada del observador es la historia de una obsesión. Es un viaje al averno que comienza en un pasado, excesivamente triste y solitario, de un detective de agencia y termina en una soleada, y compartida, tumba californiana. En medio Orfeo, bajando hacia un pasado amargo para encajar en su realidad a una mantis religiosa, a la que pretende adoptar para reconstruir un tiempo pérdido y muchas veces soñado.
Esa mirada del protagonista se convierte en el protagonista de la historia. A través de ella observamos fascinados la lucha, en la jungla urbana extendida por todos los USA, de una mujer que arregla cuentas con la sociedad masculina en la que le ha tocado vivir. El horror que cuenta la mirada tiene demasiado de atracción morbosa. La posible repulsa moral queda esterilizada por la comprensión de que las muertes, las múltiples muertes, de la novela no son más que descarnadas ejemplarizaciones de la lucha por la vida.
Pero dentro de la frialdad de la mirada hay ternura. Una ternura que no renuncia a expresarse a pesar de la brutalidad. Al final, un final otoñal, en el que las respuestas siguen sin concretarse, queda la esperanza de que el juego haya de verdad terminado y el viejo observador sea el ganador de la partida. Una partida que empezó con una ausencia, una fotografía y una soledad que ningún sueño, con los ojos abiertos, llega a ocupar del todo .....
Juan Antonio de Bias