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El Mono Destronado, qué nos ha Enseñado la Ciencia en el siglo XX

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Director de la colecciónMarc Candela

Consejo asesor:Alícia Toledo

Núria CadenasNúria SendraPaco Tortosa

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IntroduccIón

Los seres humanos nos hemos hecho una imagen muy equivocada de nosotros mismos y del conjunto de la naturaleza. creemos que somos la cumbre de la evolu-ción, y que ésta es un proceso más o menos lineal que consiste en la aparición de organismos cada vez más complejos, entendiendo por «complejidad» «inteligen-cia». Y que esta inteligencia que supuestamente nos caracteriza es un punto y aparte.

Estamos tan satisfechos de nosotros mismos, que vivimos convencidos de que nuestra capacidad de cono-cimiento es ilimitada. concebimos la naturaleza como una serie de leyes que hay que «descubrir» para entender «cómo funciona», y pensamos que una acumulación de descubrimientos nos permitirá entenderla totalmente, preverla, e incluso rehacerla a nuestro antojo.

nos damos tanta importancia, que creemos que el planeta gira a nuestro alrededor, y que de nuestra actuación depende el futuro de la vida en la tierra. olvidamos que en realidad somos unos recién llegados en la historia de la vida en el planeta y que, a pesar de

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todo nuestro poder destructor –que ha acabado con mu-chas especies de animales y plantas, y amenaza a muchas más–, estamos muy lejos de poder acabar con la vida.

Pero la ciencia ha dado un golpe mortal a nuestra vanidad. durante el siglo xx, la paleontología (la ciencia que estudia los fósiles), la antropología (el estudio del ser humano y de sus antepasados), la biología y la física han hundido definitivamente ese modelo teórico de la vida y del universo en el que somos el centro. Pero la mayor parte de la gente aún no lo ha asimilado; primero, por-que cambiar una imagen que nos ha costado siglos elabo-rar y asumir no es fácil, y menos aún si de lo que se trata es de asumir que no somos tan importantes como nos creemos; y segundo, porque todavía hay intereses muy poderosos que quisieran impedir que estos cambios fue-ran asumidos por la mayoría de la población, y dificultan su difusión e incluso animan y financian, para confundir a la gente, ideologías sin ninguna base científica.

Este libro precisamente tiene la intención de dar una breve ojeada a lo que nos ha enseñado la ciencia en el si-glo xx y, sobre todo, intentar explicar de manera sencilla las implicaciones que tienen los avances científicos de los últimos cien años y pico. Habitualmente, se nos presenta el darwinismo, la microbiología (el conocimiento de los virus, las bacterias y la célula), el estudio de la homini-zación, o la física de Einstein, la mecánica cuántica y la investigación del universo como materias extraordinaria-mente complejas, sólo accesibles a una minoría. A pesar de que dicha complejidad es cierta –como en todo cono-

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cimiento–, también es verdad que resulta perfectamente posible tener una comprensión aproximada de estos avances, de la misma manera que se puede entender la ley de la gravedad sin tener que profundizar en matemáticas.

Por otra parte, nadie puede pretender tener cultura, ni entender el mundo ni a nosotros mismos (todo aquello de quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos), sin unos mínimos conocimientos de ciencia. La pretensión de que la cultura es sólo la propia de «las letras» (historia, arte, literatura…) es una idea más que anticuada (¡cuánto daño ha hecho la división entre le-tras y ciencias en la enseñanza!), y obviar que vivimos en el siglo del átomo y de la célula y de la exploración espacial es simplemente vivir en el pasado, no haber entrado mentalmente aún en el siglo xx (y no estar en absoluto preparado para el xxi).

no podemos continuar pensando con esquemas de hace siglos, simplemente porque sabemos que no son esquemas reales. Igual que en el siglo xvii asumimos que la tierra no es plana ni el centro del universo, ahora tenemos que cambiar algunas ideas que están en la base de todo nuestro edificio conceptual, de nuestra manera de entendernos y de entender el mundo.

nuestra especie es un mono destronado que ha per-dido la corona de rey de la creación que todo lo sabe y de quien depende la vida de todo organismo, y ya es hora de que comencemos a asumirlo. ¡Que no es tan grave!

Valencia, julio del 2008

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Capítulo 1

VEnImos dEL mono

Esta historia comienza en realidad un poco antes del siglo xx. Exactamente el 1859, cuando charles darwin publicó El origen de las especies, un libro que tendría que ser, todavía hoy, de obligada lectura en todas las escue-las. El episodio seguramente os sonará, así que no me extenderé demasiado. La conmoción fue considerable. Y todavía dura: en pleno siglo xxi, continuan existiendo, en el llamado Primer mundo (supuestamente tan culto, desarrollado y libre), importantes sectores que preten-den negarle el pan y la sal a la teoría de la evolución de las especies. Y no nos engañemos: no sólo pasa en los Estados unidos de América; también aquí hay quien niega la evidencia.

Pero, ¿qué decia darwin en dicho libro que fuera tan terrible? Básicamente, dos cosas. La primera, que todas las especies evolucionan, en el sentido que cambian con el tiempo. Y la segunda, que los cambios que aparecen pue-den acabar extendiéndose o no en función de un meca-nismo que darwin llamó «selección natural», consistente en el hecho de que unos determinados caracteres pueden

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ser positivos para la vida (introducir ventajas) y por tanto se dice que son seleccionados, mientras que otros no lo son, de manera que se dice que son regresivos, y desapare-cen. Por ejemplo, en un principio la vida sólo se desarro-lló en el agua, de manera que en la tierra no había vida; cuando unas plantas crearon mecanismos para hacerse impermeables y guardar en su interior el agua, abrieron la vía para poder ocupar la tierra; éste fue un carácter «posi-tivo» que fue seleccionado: las plantas que lo desarrollaron pudieron acceder a un espacio virgen, y crecer en él sin más límites que la disponibilidad de alimento y energía.

Lo que era revolucionario –y aún lo es– en la teoría de la evolución, es la afirmación de que las formas de vida actuales provienen de otras más antiguas, y de que su aparición se puede explicar recurriendo en exclusiva al funcionamiento de la naturaleza, sin ninguna necesi-dad de intervención divina. Por lo tanto, el ser humano no fue creado por ningún dios. Esta última afirmación no fue nunca escrita tal cual por darwin, pero era la conclu-sión lógica de su razonamiento, particularmente de otro libro que publicó más tarde, en 1871, titulado El origen del hombre, en el cual, además, afirmaba que los antepa-sados de los humanos se tenían que buscar en África, en alguna forma primitiva parecida a los chimpancés.

darwin no era el primero en decir que las especies actuales seguramente habían evolucionado de formas anteriores, pero sí que fue el autor de un esquema teó-rico estructurado y completo de la evolución, que recibe el nombre de darwinismo.

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El darwinismo fue un golpe mortal a la pretensión del origen divino de la especie humana, lo cual le pro-curó la más absoluta enemistad de los sectores con-servadores y religiosos hasta hoy mismo. La campaña de difamación que padeció evitó que el darwinismo pudiera ser explicado y entendido por una mayoría de la población, y facilitó manipulaciones y malinterpreta-ciones interesadas. Así, en plena época colonial, durante el final del siglo xix y el principio del xx, las potencias imperialistas europeas (que dominaban y se repartían África, Asia y América) pretendieron justificar su domi-nio sobre el resto del mundo con la teoría de «la com-petencia de las especies» y «el triunfo del fuerte sobre el débil». darwin nunca afirmó que la selección natural supusiese nada de todo eso, pero quien tiene el control de los medios de propaganda puede evitar la difusión de los avances científicos censurándolos o, todavía mejor, haciéndoles decir lo que no dicen. de esta manera, las potencias coloniales afirmaban que sus imperios eran un reflejo del «orden natural», porque los pueblos «fuertes» estaban destinados a dominar a los pueblos «débiles».

Esta tergiversación sirvió de base a ideologías racistas como el nazismo, que afirmaba la superioridad bioló-gica de la «comunidad del pueblo ario» y, consecuen-temente, su derecho a imponerse sobre «los pueblos inferiores» (judíos, gitanos, eslavos…).

El poder de los medios de propaganda de las potencias coloniales era tan fuerte que todavía hoy muchas perso-nas están convencidas de que el darwinismo significa «el

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triunfo del fuerte sobre el débil», y así existen supuestos progresistas desinformados que definen las políticas neoli-berales (las políticas de la derecha que favorecen a los ricos y atacan los servicios públicos como la sanidad o la edu-cación, tan necesarios para los que no pueden pagarse una medicina o una escuela privadas) como de «darwinismo social», sin molestarse en corregir un error que alimenta la mala interpretación de la teoría de la evolución.

Pero el siglo xx ha demostrado que las cosas sucedie-ron tal como afirma lo que hace siglo y medio era sólo una teoría –eso sí, deducida de manera racional a partir de los conocimientos científicos que se tenían en aquel momento. Y la paleontología es la ciencia que se ha en-cargado de aportar las pruebas.

durante la segunda mitad del siglo xix ya se habían en-contrado restos de lo que ahora sabemos que son nuestros antepasados, los homínidos. Pero las resistencias a aceptar la realidad aún eran muy fuertes. El caso más divertido en este sentido quizás fue el de los restos encontrados en 1856 por Johann carl Fuhlrott en la cueva Feldhofer, en el valle de neander, cerca de dusseldorf, en Alemania. Hoy están catalogados como restos de Neandertal, un homínido del género Homo que apareció ahora hace unos 300.000 años y que vivió hasta hace 30.000 o 25.000 años, pero a finales del siglo pasado se dijo de todo sobre dichos restos: que si era el esqueleto de un humano enfermo de raquitismo (el Neandertal era más bajo que nosotros), que si era un miembro de un grupo anterior a los celtas (en aquella época los celtas parecían muy antiguos), e incluso

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hubo quien afirmó muy seriamente que era un cosaco ruso muerto en 1814 durante las guerras de napoleón (decían que era cosaco porque el Neandertal tiene el fémur –un hueso de la pierna– arqueado en comparación con el nuestro y, por lo tanto, si lo tenía arqueado, razonó el insigne autor de la teoría, tenía que ser por la deformación de ir a caballo; que murió exactamente el 1814, no llego a imaginar por qué lo decían).

Incluso hubo un intento de manipulación histórica, el llamado «hombre de Piltdown». El 1912 se encontra-ron en la cantera de este nombre en Inglaterra los restos de un cráneo que se presentaron como la muestra que el ser humano ya era desde el principio tan inteligente como nosotros, y que además no había nacido en África, como había predicho darwin, sino en la «muy civilizada» Europa. Finalmente, en 1950 se hizo público que el hom-bre de Piltdown era en realidad una falsificación: alguien había unido la parte superior de un cráneo de la época de los romanos con una mandíbula de orangután a la que se le habían limado los molares y se le habían hecho algunas modificaciones con unas tenazas. Lo grave del caso es que durante casi cuarenta años, científicos de renombre habían apoyado la falsificación, cuando un examen su-perficial evidenciaba que aquello era producto de la mano humana. El objetivo de la operación era crear confusión en un momento clave de los debates sobre el origen del ser humano, y combatir el darwinismo con las armas de la mentira y la manipulación. Lo triste fue que, al mismo tiempo, los científicos que defendían lo que finalmente

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se ha demostrado que era cierto (que los humanos hemos evolucionado de especies homínidas ya desaparecidas, y que no hay una frontera tan clara y definitiva entre estas especies y nosotros), padecieron auténticas campañas de desprestigio de sus descubrimientos e investigaciones.

seguramente, el punto de inflexión tuvo lugar en 1924. Ese año, un científico llamado raymond dart encontró en suráfrica los primeros restos de lo que ahora llamamos Australopithecus africanus, nuestro antepasado más antiguo. Era un cráneo físicamente muy parecido a los de los chimpancés, pero con dos características «extra-ñas»: primera, tenía patrones de dentición y estructuras cerebrales más parecidas a las humanas –aunque el volu-men cerebral era como el de los chimpancés–; y, segunda, la posición del agujero por el que el cráneo conecta con la columna vertebral demostraba que el animal era bípedo, como nosotros, y no fundamentalmente cuadrú-pedo, como los chimpancés. dart, darwinista convencido, entendió que había encontrado una prueba fósil de un an-tepasado de los humanos, tal como darwin había pronos-ticado que pasaría más tarde o más temprano. Pero una parte importante de las autoridades académicas y políticas se le tiraron encima. Hizo falta que llegara 1950 y que se hiciese público finalmente que el hombre de Piltdown era una falsificación para que se asumiese oficialmente lo que era una evidencia: los humanos venimos del mono.

Bueno, para hablar con propiedad hay que especifi-car que Australopithecus africanus no es exactamente «un mono», sino lo que llamamos un «homínido». La dife-

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rencia en realidad es poca: de hecho, sólo consiste en ser bípedo. Los monos –el nombre correcto es «primates»– tienen una gran diversidad de métodos de locomoción, porque aparecieron y evolucionaron en los árboles, donde es difícil moverse, y por ello han desarrollado muchas ma-neras diferentes de hacerlo, ya que allí arriba no hay una que sea definitivamente la mejor: por eso hay primates cuadrúpedos, braquiadores (quiere decir que van de árbol en árbol colgados de los brazos), trepadores y saltadores… La mayoría combina diversos métodos al mismo tiempo, y muchos de ellos son también bípedos ocasionales (es decir, que pueden ponerse de pie y caminar con dos patas, pero sólo durante un tiempo corto: no es su forma habitual de desplazarse). El Australopithecus (del que ya hemos en-contrado restos de diferentes especies), que apareció hace más de 4 millones de años, es el primer mono (bueno, primate) que sabemos con seguridad que era un bípedo habitual: nosotros descendemos de él. Hay otros fósiles más antiguos que quizás también fueron bípedos, como Sahelanthropus txadensis y Orrorin tugenensis, que vivieron hace 7 y 6 millones de años, respectivamente, también en África, pero eso todavía no está demostrado de manera definitiva, ni sabemos la relación que tenían –si es que la tenían– con Australopithecus. Por lo tanto, sabemos que nosotros descendemos del Australopithecus, pero no sabe-mos de quién desciende exactamente el Australopithecus, aunque sí que sabemos que desciende de un mono.

El hecho del bipedismo es un punto y aparte muy re-lativo, ya que los primeros homínidos –los primeros mo-

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nos bípedos– no tenían un cerebro más grande ni se dife-renciarían en nada más del resto de los monos. de hecho, el bipedismo lo inventaron los reptiles –y los dinosaurios lo llegaron a perfeccionar mucho: ¡recordad al velocirap-tor de los Parques Jurásicos de spielberg!– y de ellos lo heredaron las aves –algunas de las cuales corren más que nosotros: probad sino a hacer una carrera con un aves-truz, y ya me explicareis la experiencia. cuando un grupo de monos se hicieron bípedos, no lo hicieron a causa de ningún gran salto evolutivo, sino porque los árboles del bosque eran un ecosistema muy poblado (en ellos vivían muchos otros primates, y la competencia por la comida era muy fuerte), y valía la pena experimentar la adapta-ción al suelo. Y en esta adaptación, ni aumentó el cerebro de aquellos primeros monos bípedos ni apareció ninguna otra diferencia respecto a sus primos de los árboles.

Vale también la pena explicar que nosotros no descen-demos de los chimpancés, sino que estos y nosotros des-cendemos de un antepasado común. Hace 6 o 7 millones de años los chimpancés tampoco existían. del mismo modo que unos monos evolucionaron en una dirección (la de hacer del bipedismo su manera habitual de cami-nar para poder explorar mejor el suelo como alternativa a la sobrepoblación que había en los árboles) que dió lugar a los humanos, otros, en la misma época, evolucionaron en la línea que ha acabado por dar lugar a los chimpan-cés. Así, hay que dejar claro que nosotros venimos de los monos, pero no de los actuales, sino de unos monos que ya han desaparecido y de los que descendemos tanto no-

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sotros como algunos de los monos actuales (por ejemplo, los chimpancés). con esto quiero decir que nosotros no somos el último producto de la evolución, como a veces creemos, ni los chimpancés son más primitivos que no-sotros, y que de hecho la evolución continúa haciendo su camino en otras direcciones diferentes a la nuestra, que no es precisamente la principal.

después de dart y del Australopithecus africanus, la paleontología no ha parado de darnos más y más pruebas (más restos fósiles) de que los humanos hemos evolucio-nado de unos primates que se hicieron bípedos en África hace millones de años –un mínimo de 4 y un máximo de 7– a los que nosotros les hemos dado el nombre con-vencional de homínidos para diferenciarlos del resto de primates, sin que en realidad haya base científica para una tal diferenciación, más allá del hecho del bipedismo. Pero nuestra vanidad no puede evitar querer diferenciar nuestros antepasados del resto de primates, como si hu-biesen sido unos monos especiales, un punto y aparte.

El siglo xx ha sido el de la confirmación definitiva de que venimos del mono: la intuición darwiniana ha que-dado demostrada con el número cada vez mayor de restos fósiles de homínidos que hay identificados. Aún estamos lejos de conocer con seguridad el árbol evolutivo de la ho-minización –es decir, de saber exactamente qué homínidos vivieron antes de nosotros y cuáles fueron sus relaciones de parentesco–, pero ya tenemos una noción aproximada sobre ello, y cada vez más datos. Por lo tanto, entrado ya el siglo xxi, afirmar lo contrario es negar la evidencia.

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Capítulo 2

no somos IndIVIduos

con el desarrollo de la geología en el siglo xviii se pro-dujeron numerosos descubrimientos de restos fósiles de seres vivos que habían vivido hacía mucho tiempo. Aquellos fósiles mostraban notables diferencias respecto a los animales vivos: se trataba de formas de vida que habían existido, pero que ya no existían. Era, pues, evi-dente que la vida había evolucionado.

Inicialmente, este hecho se intentó explicar de acuerdo con los esquemas de la creación divina de la vida. Es normal: la religión había dominado el pen-samiento durante siglos y no era tan fácil deshacerse de su influencia. Así, hubo algunos investigadores que relacionaron esta sucesión de formas diferentes de vida con la historia del diluvio universal que aparece en la Biblia: dios habría provocado una serie de catástrofes que habrían exterminado la vida cada vez, y después de cada una de estas catástrofes habría vuelto a crear la vida, pero con formas diferentes.

Pero esta idea era demasiado ridícula: ¿quién puede imaginarse a un dios todopoderoso entretenido creando

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y destruyendo la vida, para volver a crearla pero de manera diferente, y volver a destruirla, y así diversas veces? ¿cómo se puede pretender que nos tomemos en serio a un dios semejante? Además, los cada vez mayo-res conocimientos geológicos mostraban procesos de cambio lentos y graduales: las montañas, las diferentes capas de rocas, el relieve existente no se podían haber formado de una manera brusca, a causa de algún tipo de catástrofe como un diluvio. La teoría no casaba con los datos.

El concepto de evolución en el sentido de la consta-tación de la sucesión de especies con formas diferentes al largo del tiempo no era, pues, una novedad cuando darwin publicó su libro, en 1859. Lo que realmente era revolucionario era la explicación que ofrecía darwin: el mecanismo por el que evolucionan las especies era, se-gún él, la selección natural. Eso dejaba fuera a dios. Y sin dios, la evolución se convertía en un proceso sin di-rección, sin sentido. Y, por lo tanto, cuestionaba la idea del ser humano como cumbre de una evolución con una dirección progresiva. La resistencia social a aceptar esta idea era –y es–, en el fondo, la resistencia humana a aceptar que nuestra vida puede no tener un sentido trascendente.

El problema, de todas formas, era que mientras que poco a poco iban apareciendo cada vez más pruebas de que las especies habían evolucionado –fósiles identifi-cados como restos de especies extinguidas–, no se tenía ninguna prueba de cómo lo habían hecho, así que todo

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eran discusiones sobre este punto sin bases materiales. de hecho, darwin murió sin haber podido probar su teoría de la selección natural, así que la evolución era mayoritariamente interpretada en el sentido de cambio con una dirección lineal de progreso que conducía a una complejidad creciente y, finalmente, a los humanos como organismo más complejo.

cuando se asumió que el cambio en las especies no venía motivado por una intervención divina –la teoría de las catástrofes–, quedó claro que el cambio se había de transmitir de alguna manera de los progenito-res a la descendencia, ya que si no se pudiese transmitir, no habría evolución, porque los cambios desaparecerían con la misma generación que los hubiese experimen-tado, y las formas de vida siempre serian iguales. Por lo tanto, tenía que existir algún mecanismo de transmisión de la herencia.

Esta deducción quedó reforzada por las pruebas ofre-cidas por diversos experimentos realizados con plantas. seguramente los más conocidos son los de mendel con guisantes o los de de Vries con flores, que demostraron que determinados carácteres se transmitían según las le-yes de la herencia que definieron estos dos científicos.

Pero, ¿cuál era el material hereditario? ¿Y cómo se producía el proceso de transmisión de la información hereditaria? Hizo falta esperar al desarrollo tecnológico en microscopía para poder finalmente dar respuesta a dichas preguntas. de esta manera, se descubrieron los genes, y nació la genética y la teoría de las mutaciones.

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El descubrimiento de los genes y del proceso de duplicación y separación en los organismos asexuados, y de recombinación de una parte de los genes mater-nos y de una parte de los paternos en los sexuales (este proceso es lo que llamamos sexo), hizo pensar que el cambio se tenía que producir en los genes, y que tenía que consistir en algún tipo de alteración de estos genes. A estas alteraciones se las llamó mutaciones.

El concepto de mutación fijó la atención en los genes y redujo la importancia que se le daba al medio ambiente. Pero lo que importa es que la teoría de las mutaciones hizo asumir definitivamente la idea del azar como motor de la evolución (aunque en muchos sectores sociales continúa la resistencia a aceptarla). tal y como se entendía, la evolución era producida por al-teraciones del material genético, que podían ser provo-cadas por razones muy diversas (radiación solar, errores en la copia del material genético…), pero en cualquier caso, siempre por azar. Aquellas alteraciones o mutacio-nes que provocaban cambios «positivos» –en el sentido de mejores adaptaciones al medio ambiente o algún otro tipo de «mejora» o ventaja– permitían al individuo que las había padecido reproducirse y, así, transmitir la alteración a su descendencia, mientras que las alteracio-nes «negativas» o que provocaban «defectos» eran elimi-nadas porque el individuo que las padecía moría antes o tenía menos capacidad de reproducción. Y en todo el proceso no había una dirección, sino el más puro azar: cada alteración abría una puerta, pero como no se podía

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saber con antelación qué tipo de alteración podía apare-cer ni cuándo, no se podía hablar de una dirección más o menos coherente.

Por otra parte, todas las teorías científicas tienen siempre implicaciones sociales. La selección natural fue interpretada en un primer momento, durante la segunda mitad del siglo xix, en plena época colonial, como «el triunfo del fuerte sobre el débil». Pero la teo-ría de las mutaciones por azar reinterpretó la selección natural como «el triunfo del azar»: el más fuerte podía ser víctima de un cambio del medio ambiente, y el más débil podía sobrevivir a este cambio e incluso acabar «triunfando» si su información genética era la correcta para sobrevivir a él, o si padecía una alteración genética «positiva». de hecho, en paralelo a la ciencia, también la sociedad del llamado Primer mundo evolucionó, y el concepto de dios fue perdiendo peso de manera que se iba aceptando la idea de una falta de dirección en la evolución, en todos los sentidos: no se trataba sólo de que no había una mano divina que guiase la evolución, sino que ni siquiera ésta se movía en la dirección del «triunfo del fuerte».

Pero el avance tecnológico continuó, y permitió conocer mejor la célula. Hasta entonces, se pensaba que en la célula sólo había un material genético –lo que se conoce como Adn–, en unos casos simplemente dentro de la membrana celular (en el caso de las células sin núcleo, o procariotas) y en otros dentro del núcleo que hay dentro de la célula (en el caso de las que tienen

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núcleo, o eucariotas). Pero, contrariamente, se constató con sorpresa que dentro de las células con núcleo hay más de un Adn: concretamente, las mitocondrias (los orgánulos responsables de la respiración) y los cloro-plastos (los orgánulos que hacen la fotosíntesis, en las plantas) también tienen uno propio. Pero, si la célula con núcleo (la de los animales, las plantas, los hongos y los protistas) es una unidad, ¿cómo es posible que tenga más de un Adn en su interior? Y, aún más, ¿cómo es posible que las mitocondrias y los cloroplastos se repro-duzcan de forma autónoma, aunque dentro de la mem-brana celular?

La respuesta es que la célula con núcleo no es en rea-lidad una unidad, sino la unión de diversos individuos que antiguamente eran células sin núcleo de vida libre, pero que se unieron y, juntas, dieron lugar a un nuevo organismo que es algo más que la simple suma de las partes. una arqueobacteria más grande con capacidad de movimiento y una bacteria más pequeña con capaci-dad de respirar oxígeno (una capacidad que las primeras células sin núcleo no tenían, y que es un muy buen mecanismo de obtención de energía) se unieron hace unos dos mil millones de años para crear la primera cé-lula con núcleo, la cual, más tarde, cuando aparecieron organismos multicelulares, dio lugar a los hongos y a los animales. Aunque ha pasado mucho tiempo, y la unión es muy profunda, las pruebas son evidentes: cada una de las partes conserva su propio Adn, y se repro-duce autónomamente. Posteriormente, al conjunto se le

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añadió una pequeña bacteria con capacidad para hacer la fotosíntesis, y esta nueva célula fotosintetizadora con núcleo dio lugar, más adelante, a las algas y a las plan-tas.

La importancia del descubrimiento es doble, y sus implicaciones revolucionaron la biología durante la se-gunda mitad del siglo xx. Primero, porque hizo ver que la mutación no era el único mecanismo de evolución, ya que esta unión permanente de seres significaba un cambio evolutivo, dado que el resultado era un orga-nismo nuevo y diferente a las partes; el proceso recibe el nombre de simbiogénesis, y ahora se piensa que seguramente es el principal motor de la evolución. Y segundo, porque acabó con la falsa idea de que somos individuos.

respecto a la primera cuestión, actualmente se co-nocen muchísimos casos de simbiogénesis, y cada día se descubren otros nuevos. no se trata de una simbiosis o colaboración entre organismos diferentes que sacan provecho mutuo de su relación, como las aves que se comen los restos de alimento de los dientes de algu-nos depredadores (de los cocodrilos, por ejemplo) y, al mismo tiempo que se alimentan, limpian la boca del depredador y previenen la formación de infecciones. contrariamente, se trata de uniones permanentes, en las que las partes se funden hasta tal punto que forman un organismo nuevo, aunque mantienen restos de la identidad originariamente diferenciada de cada una de las partes.

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un ejemplo bien conocido es el liquen, que es el resultado de la alianza de un alga y de un hongo. El alga tiene la capacidad de realizar la fotosíntesis (o sea: de extraer energía del sol), pero no puede vivir fuera del agua porque se seca; el hongo puede ofrecer una cubierta protectora que permite la conservación del agua en la tierra, a cambio de la cual obtiene la energía de la fotosíntesis. El resultado de la alianza ha sido un organismo nuevo y diferente a las partes, con un éxito evolutivo impresionante: lo podéis encontrar en muchí-simos ecosistemas terrestres.

Hay muchos casos de insectos producto de la sim-biogénesis. uno es la termita: no es ella quien come madera, pese a su fama, sino los millones de bacterias y protistas que tiene en el estómago; el insecto ofrece una casa segura y estable a las bacterias, y éstas le proporcio-nan la madera deshecha y ya digerible. La unión es tan profunda que ni la termita puede vivir sin sus bacterias, ni éstas sin su «casa». Y la termita, en realidad, es el pro-ducto de la alianza entre estas bacterias y la forma de insecto de la que evolucionó la termita.

Y es que la teoría de las mutaciones tenía un pro-blema: casaba mal con el hecho de que los que evolu-cionan no son los individuos, sino las poblaciones. un individuo aislado puede padecer una alteración en su material genético, una mutación, pero aparte del hecho de que la mayoría de las mutaciones son «negativas», para que la mutación provoque la evolución de la espe-cie hace falta que afecte a una cifra importante de indi-

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viduos, ya que sólo así se puede imponer el cambio. La descendencia de un único individuo no puede dar lugar a toda una nueva especie: cuantitativamente, esta des-cendencia se vería superada por la descendencia mayori-tariamente no mutada, y el cambio acabaría por desapa-recer, por no tener continuidad: no sería más que uno, o unos pocos, casos particulares. Y se hace difícil de creer que todos los cambios evolutivos que se han pro-ducido en la historia –y son muchos, muchísimos– han sido producto de mutaciones, porque eso significaría que la misma mutación habría tenido lugar al mismo tiempo en un grupo de individuos suficientemente im-portante para garantizar su multiplicación. Por eso hay especies de las que actualmente quedan vivos sólo unos pocos ejemplares y que se consideran evolutivamente extinguidas: eso quiere decir que, a pesar de que aún hay individuos vivos, no son una cantidad suficiente para garantizar la continuidad de la especie.

En cambio, la simbiogénesis es más creíble como motor de la evolución, ya que las alianzas se produci-rían en miles y miles de individuos simultáneamente. La unión de arqueobacterias probablemente sulfatore-ductoras con movimiento y de bacterias respiradoras no fue un caso aislado, sino un proceso de alianza genera-lizado en muchos individuos, seguramente motivado por la presión ambiental: ante las dificultades para en-contrar alimento y energía, ¿qué mejor que probar una alianza que garantizase la supervivencia? Esta presión la sentirían miles, millones de antiguas células sin núcleo,

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y una parte importante de ellas respondió a la presión probando una alianza que se ha demostrado muy exi-tosa.

¿Quiere esto decir que la mutación no es motor de evolución? no: quiere decir que lo que el siglo xx nos ha enseñado es que hay muchos motores de evolución. La mutación es uno, pero no es probable que pueda explicar todos los cambios evolutivos ella sola. también la simbiogénesis es un motor de evolución. Y hay más. otro, también descubierto este siglo, es la tranferencia vírica de material genético. Los virus, cuando entran dentro de una célula, utilizan la maquinaria de copia del Adn que tiene la célula para hacer copias de su propio material genético; estas copias se autofabrican una cápsula de proteínas y salen de la célula como vi-rus nuevos. En este proceso, muchas veces el material genético del virus original se queda dentro de la célula; en otros casos, una parte de este material queda en-ganchado en el Adn celular. En los dos casos estamos ante una alteración de la información genética pro-ducida por virus. no sabemos todavía en qué medida transforma este proceso a la célula que lo padece, pero previsiblemente ésta es también una vía posible de evo-lución, ya que las hijas de la célula alterada incorporan también el material genético nuevo, lo que significa que la alteración se ha transmitido. como los virus se multi-plican a una velocidad increíble, y los nuevos virus nada más salir de la célula donde han sido creados buscan otra para reproducir el ciclo, en poco tiempo el proceso

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de transferencia genética puede afectar a una cantidad enorme de células.

Y hay más: ahora sabemos también que hay bacte-rias que a veces se conectan entre ellas e intercambian material genético, de manera que cuando se separan han incorporado nuevo material genético al suyo, pro-vocando por tanto una alteración de éste. El proceso se ha detectado en condiciones de presión ambiental, y es también una vía de evolución, ya que las bacterias que se separan, por lo tanto, ya no son iguales a las que se habían juntado antes de intercambiar dicho material.

La segunda implicación del descubrimiento de la simbiogénesis ha sido la progresiva asimilación de que, contrariamente a nuestra impresión intuitiva, no somos individuos. Para empezar, nuestras células, todas las cé-lulas de las que está hecho nuestro cuerpo, son el resul-tado de una unión entre (como mínimo) dos bacterias, cada una de las cuales conserva su propio Adn: por eso se puede reseguir la historia de las migraciones humanas desde nuestro origen en África hace unos 200.000 años, porque el Adn mitocondrial se reproduce a un ritmo diferente que el Adn del núcleo de nuestras células, y ofrece diferencias entre las diversas poblaciones huma-nas.

Por otra parte, nosotros, como todos los organis-mos multicelulares, somos en realidad una colonia de millones de individuos que viven en equilibrio: mi-llones de bacterias y protistas nos permiten procesar los alimentos, frenan el paso a muchas infecciones, o

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regulan nuestro cuerpo. somos un conjunto de mutua interdependencia, de manera que sin nuestros microor-ganismos, nosotros no podríamos vivir, o padeceríamos problemas graves (como en el caso de los niños que han de vivir permanentemente dentro de burbujas de plás-tico en un ambiente esterilizado porque no soportarían el contacto con el medio ambiente exterior).

nos tenemos que acostumbrar también, cuando miramos, a no ver individuos, aunque a primera vista lo parezcan. no lo son los insectos –un pulgón no puede comer lo que come: en realidad, se traga la savia de las plantas, que es procesada en su interior por una colonia de bacterias que, a cambio de una casa segura en su estómago, le proporcionan el alimento: el insecto que había antes del pulgón no era un pulgón sin bacterias, sino otra cosa, que se alió con las bacterias y «creó» el pulgón–, ni tampoco los árboles –sus raíces y micorrizas son también en realidad una colonia: sin las bacterias fi-jadoras de nitrógeno, los árboles no podrían sobrevivir.

La vida ha evolucionado por azar y por colaboración, por mutación, transferencia vírica o interbacteriana de material genético, y por simbiogénesis, en un proceso en absoluto lineal sino en forma de árbol, que ha dado lugar a formas de vida aparentemente individuales a nuestros ojos (que sólo son capaces de captar las formas macroscópicas), pero en realidad formadas por alianzas y colonias de multitud de individuos.

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Capítulo 3

comPEtEncIA, HErEncIA, AzAr Y cooPErAcIón

Los avances científicos que hemos reseñado en los ca-pítulos primero y segundo (que afectan a las llamadas ciencias naturales) han significado también una serie de cambios progresivos en nuestra visión del mundo, con efectos que van mucho más allá del ámbito estric-tamente científico. cada nuevo avance ha provocado a su vez una evolución de esa visión, y ha introducido nuevos conceptos y nuevos debates.

En esta evolución de nuestra interpretación del mundo provocada por el avance científico ha tenido mucho peso el contexto histórico en el que se producía cada uno de los avances. Ya hemos visto, por ejem-plo, que el hecho de que la aparición del darwinismo coincidiese con la época colonial (que duró desde la segunda mitad del siglo xix a la segunda mitad del xx) hizo que fuese manipulado de manera interesada para justificar los imperios coloniales (de las potencias europeas, japonesa y norteamericana) según la teoría del «triunfo del fuerte sobre el débil», con la que se pre-tendía argumentar que los imperios eran la expresión

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de la superioridad de unos pueblos sobre otros y, por lo tanto, «naturales».

La teoría del «triunfo del fuerte sobre el débil» no murió, desgraciadamente, con el colonialismo, sino que pervivió en las formas de racismo del siglo xx, tanto en el nazismo alemán como en el supremacismo blanco del Ku Klux Klan norteamericano o del apartheid sudafri-cano. Y continuará viva mientras haya pueblos oprimi-dos e intereses inconfesables que justificar.

más tarde, el descubrimiento de la genética provocó un nuevo debate: ¿qué era más importante en la con-formación de los individuos, el medio ambiente –el elemento fundamental en el primer darwinismo– o la herencia? Los partidarios del medio ambiente daban mucha importancia al ambiente familiar en el que cre-cía cada persona y a la educación que recibía; esta visión reforzó los movimientos de reforma de la enseñanza y de los nuevos métodos pedagógicos, tan importantes durante la primera mitad del siglo xx, pero también fomentó lecturas simplistas de esta interpretación, de manera que a veces el ambiente familiar era conside-rado un elemento determinante, y esto daba apoyo a ideologías elitistas que afirmaban que sólo los hijos de las clases medias o altas crecían en ambientes familiares adecuados.

Por otro lado, algunos partidarios de la herencia como factor principal también hicieron lecturas muy simplistas del peso de ésta. El ejemplo más claro de ello fue el movimiento eugenésico, muy extendido en

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Europa y norteamérica durante la primera mitad del siglo xx, que era partidario del control de la natalidad de los individuos y poblaciones con determinadas ca-racterísticas (como los enfermos mentales, los discapa-citados físicos, los alcohólicos y drogadictos, o algunos grupos como los gitanos), para evitar su proliferación y, con ella, «la degradación» del conjunto de la población. de acuerdo con este movimiento, se impusieron este-rilizaciones forzadas de algunos grupos de población. Llegados a este punto, pasar de pretender controlar la reproducción de estas personas a proponer su elimina-ción como medida preferible para conseguir el mismo objetivo (que no «contaminaran» al conjunto de la población con la transmisión de sus caracteres, consi-derados negativos) significaba sólo un paso, y es el que dieron los nazis en la Alemania de los años treinta.

A pesar de todo, la unificación científica del dar-winismo con la genética dio lugar a una corriente muy importante llamada neodarwinismo, que no tiene nada que ver con ninguna de las simplificaciones y manipu-laciones que acabamos de ver.

según el neodarwinismo, las mutaciones por azar del material genético son las que ocasionan la aparición de cambios en los individuos, y cuando estas mutaciones por azar ofrecen ventajas en relación a la adaptación al medio, el mecanismo de la selección natural favorece su transmisión. Y de esta manera la acumulación de muta-ciones acaban provocando el proceso de especiación, o sea, la aparición de nuevas especies. El neodarwinismo

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significó una fuerte crítica de la interpretación «progre-sista» de la evolución: si el azar es el motor de la evo-lución, entonces ésta no sigue una dirección concreta (una especie de línea ascendente, de lo menos evolucio-nado a lo más) sino que permite la aparición de muchas líneas posibles de evolución, algunas de las cuales son descartadas por circunstancias –un medio ambiente no favorable en el momento de su aparición, por ejem-plo–, y otras se desarrollan en paralelo. una prueba de todo ello sería el hecho de que muchas líneas evolutivas y muchos seres vivos han desaparecido por azar, no porque fuesen líneas no progresivas o seres poco com-plejos. El ejemplo más conocido es el de la desaparición de los dinosaurios, que murieron probablemente por la caída de un enorme meteorito en la tierra hace 65 mi-llones de años, cuando eran los animales dominantes, más diversificados y más extendidos en aquel momento, y nada hacía prever su desaparición si no hubiese tenido lugar aquella catástrofe natural.

El neodarwinismo se dividió en dos grandes ramas, según cómo se pensaba que tenían lugar los cambios evolutivos:

• Gradualismo: partidario de una evolución conti-nua y gradual, en base a la acumulación de pequeños cambios inicialmente imperceptibles y poco importan-tes, la suma de los cuales llega a un punto que provoca un salto cualitativo (el paso a una nueva especie).

• Puntualismo: partidario de la aparición de cambios bruscos o de la posibilidad de estos por cambios medio-

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ambientales bruscos («teoría del equilibrio puntuado» del paleontólogo norteamericano stephen Jay Gould, 1941-2002). Es decir, que la evolución es básicamente un período sin cambios que de golpe se ve sacudido por un cambio brusco, normalmente causado por un cam-bio medioambiental también brusco.

Pero el neodarwinismo no es la estación final del conocimiento científico de la evolución. En el capítulo segundo hemos visto que los avances científicos en microbiología hicieron descubrir, durante la segunda mitad del siglo xx, la simbiogénesis (teoría según la cual la cooperación es el factor principal de evolución, no las mutaciones por azar –un concepto, este último, criti-cado por demasiado abstracto y, sobre todo, porque no puede ofrecer pruebas concretas, ejemplos concretos, de evolución por mutación por azar). Por eso los teóricos de la simbiogénesis, como Lynn margulis, dicen que son darwinistas, pero no neodarwinistas.

Este mecanismo de evolución por cooperación a ve-ces implica una asociación tan profunda que provoca la casi fusión de dos seres (o más) hasta crear uno nuevo, como en el caso ya visto de la aparición de la célula con núcleo a partir de la fusión de, como mínimo, dos an-tiguas bacterias independientes. Pero otras veces la evo-lución por cooperación funciona de manera diferente: hay muchos casos en los que dos especies físicamente separadas e individualizadas se asocian hasta el punto que coevolucionan, sin que se pueda distinguir cuál de las dos apareció primero, y llegando a depender total-

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mente una de otra para su existencia. no es un simple mecanismo de simbiosis o ayuda mutua, sino un pro-ceso más profundo de mutua dependencia e influencia, de evolución conjunta, de coevolución.

uno de los ejemplos más claros y sorprendentes de ello es el de las plantas con flores y los insectos po-linizadores. unas y otros aparecen en el registro fósil en el mismo período (el cretácico, hace 130 millones de años) y todo apunta a que son el resultado de una asociación entre las plantas y los insectos para el be-neficio mutuo: las primeras proporcionan alimento y los segundos trasladan el polen más lejos de lo que la planta nunca podría hacerlo por ella misma y con más seguridad que el viento, dándole la oportunidad de re-producirse en un territorio más amplio.

Pero la asociación provocó un proceso imparable de mutua influencia y de evolución conjunta: las plantas con flores comenzaron a desarrollar una creciente varie-dad de formas y colores como reclamo para los insectos, y estos crearon nuevas adaptaciones (trompetas largas desplegables en el caso de algunas mariposas para po-der aspirar el néctar de algunas flores alargadas, piezas bucales especiales para las abejas y pelos especialmente diseñados en las patas traseras para transportar polen a la colmena y poder así alimentar a las obreras y a la reina…). Además, algunas flores se especializaron en algunos insectos en particular: es más rentable atraer a pocas especies, pero atraerlas regularmente, que ser visi-tada por todo tipo de insectos, porque del primer modo

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el polen se desperdiciará menos sobre flores de especies diferentes a las que no puede fecundar.

todos estos ejemplos, y muchos más, demuestran la importacia de la evolución por cooperación (la sim-biogénesis), bien por la vía de una asociación tan pro-funda que acaba por crear un nuevo ser (la célula con núcleo, el liquen, la termita…), bien por la vía de la coevolución (como las plantas con flor y los insectos polinizadores). margulis, una de las principales teóricas de la simbiogénesis, defiende que ésta ha sido, y es, el principal motor de la evolución, y que tenemos que cambiar nuestra percepción de la realidad de la natu-raleza: aquello que a primera vista nos parecen indivi-duos, en realidad es una compleja asociación de seres, empezando por nuestras propias células, aquellas que forman nuestro cuerpo.

Pero lo más sorprendente es que algunos autores ya habían apuntado a esta lectura del darwinismo bien pronto, pero en su caso el contexto histórico provocó que su propuesta fuese arrinconada. concretamente, Kropotkin, un conocido anarquista, publicó en 1902 el libro La ayuda mutua como factor de evolución, en el que defendía que los organismos que más éxito tienen no son los que están en guerra con otros organismos, sino aquellos que se ayudan mutuamente. El peso ideológico del imperialismo capitalista, en plena expansión en aquel primer tercio del siglo xx, hizo que la teoría sólo fuese recogida por algunos autores rusos, mientras se imponía la interpretación del darwinismo del «triunfo del fuerte».

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El fin del colonialismo y la crisis ideológica impe-rialista a mediados del siglo xx, con los procesos de descolonización y el mayo de 1968, permitieron que el pensamiento de Kropotkin y otros fuese recuperado por algunos científicos norteamericanos en los años setenta del siglo xx (sobre todo, por Hutchinson y margulis). Además, los avances científicos permitieron profun-dizar en el conocimiento de la célula y de su material genético, y los descubrimientos realizados fueron con-firmando la teoría que finalmente recibió el nombre de simbiogénesis o creación por simbiosis.

El concepto de evolución ha pasado, así pues, por cuatro estadios:

1. darwin afirma la existencia de la evolución natu-ral de las especies y teoriza el mecanismo de la selección natural como motor de dicha evolución. El contexto del momento –segunda mitad del siglo xix, en pleno auge de los imperios coloniales– provoca la interpreta-ción de la evolución como un proceso de competencia entre las especies y de selección del mejor adaptado (del «más fuerte»). Esta interpretación sirve de argumenta-ción para diferentes formas de racismo y de justificación de los imperios coloniales.

2. El descubrimiento por mendel de las leyes de la herencia pone en un primer plano este factor y abre el famoso debate sobre qué tiene más importancia en la conformación del carácter del individuo, si la herencia o la educación, y sobre si determinadas características, aparentemente, exclusivamente humanas como la gue-

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rra son producto de la naturaleza (de la herencia) o de la cultura, y por lo tanto, si el ser humano es «educable» o no. El contexto en el que se popularizan las leyes de la herencia –el primer tercio del siglo xx, aún en pleno periodo de los imperios coloniales– también provoca lecturas erróneas, de tipo racista, que defienden la eli-minación de las personas con algún tipo de deficiencia para evitar su transmisión hereditaria y conseguir así una «mejora de la raza» (como hicieron los nazis).

3. La genética clásica y, particularmente, el descubri-miento del Adn estimula la aparición de la teoría de la evolución por azar, a causa de mutaciones o cambios bruscos en el material genético de un individuo por causas diversas (agentes químicos o radiactivos, errores en la copia del Adn…): el neodarwinismo.

4. Pero los continuos avances en biología molecular permiten conocer mejor el mundo de las bacterias, dis-tinguir la existencia de Adn diferentes en el interior de la célula con núcleo y descubrir diversas asociaciones de seres diferentes con un grado tan alto de unión que hasta entonces habían pasado por seres individuales. Estos descubrimientos animan la recuperación de las viejas teorías de algunos estudiosos rusos que hablaban de la cooperación como motor de la evolución, y lo que inicialmente parecía una teoría demasiado ideologizada (marcada por el igualitarismo social de la ideología de izquierdas) empieza a encontrar más y más pruebas de su correspondencia con la realidad. La simbiogénesis, popularizada sobre todo a partir de los años setenta del

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siglo xx, es un camino que justo ahora empezamos a explorar, pero que nos aporta cada vez más sorpresas.

Hay que añadir, respecto a la simbiogénesis, que es importante también porque ha introducido otro cambio en nuestra concepción del mundo: la crítica de la visión mecanicista de la biología (la creencia de que los organismos somos individuos que funcionamos como una especie de máquina, en la que cada órgano hace una función, y la enfermedad es la expresión de un órgano que se ha estropeado). Para margulis, sólo los procariotas (células sin núcleo: a los que llamamos popularmente bacterias) son individuos; el resto, desde las células con núcleo más sencillas hasta las plantas y los animales más complejos, somos en realidad comuni-dades de seres diferentes asociados. desde esta perspec-tiva, las cosas son un poco más complicadas, ya que una enfermedad a veces es un desajuste particular de dicha asociación, y un cambio evolutivo, un cambio en este equilibrio de asociaciones complejas.

Pero no tenemos que ver en estos cuatro estadios ninguna contraposición, sino un proceso a veces zigza-gueante de avance científico que ya tiene más de 150 años de historia pero que todavía está en sus inicios. Hemos aprendido mucho desde el momento en que darwin dijo en voz alta que todos los seres vivos somos producto de la evolución natural, de una evolución en la que cuenta la competencia –a menudo hemos visto como algunas especies han marginado o incluso han hecho desaparecer otras, como algún tipo de molusco,

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de pez, de insecto…–, la herencia, el azar y la coopera-ción. Es difícil decir cuál de estos cuatro factores es más importante: sin la competencia de los dinosaurios, los mamíferos hemos podido evolucionar de una manera extraordinaria en los últimos 65 millones de años, por ejemplo; por otra parte, la herencia es la que determina que todos los seres vivos –todos sin excepción, desde la bacteria más sencilla hasta las plantas y los anima-les– utilicemos ácidos nucleicos como material genético y los mismos aminoácidos como piezas de construcción de las proteínas: todos los seres vivos descendemos del mismo antepasado, el que inventó estas características que todos hemos adquirido por herencia; es innegable que el azar provoca cambios medioambientales que tienen consecuencias evolutivas y mutaciones diversas, y el hecho de que determinados genes se expresen de manera diferente también es a menudo cuestión del azar (las condiciones ambientales, la alimentación…), de manera que dos gemelos iguales son cada vez más diferentes con la edad; y, sin duda, la cooperación ha posibilitado importantísimos saltos evolutivos, como la creación de la célula con núcleo.

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Capítulo 4

Los monos Y nosotros, cAdA díA mÁs PArEcIdos

durante el siglo xix, la evidencia de los fósiles hizo que progresivamente ganase terreno la idea de que los seres vivos habían evolucionado a lo largo de la historia, y que antes de los organismos actuales habían existido otros con formas muy diferentes. La obra de darwin generalizó la idea de evolución también a los seres humanos y, a pesar de las resistencias iniciales a acep-tarla, los fósiles de homínidos encontrados durante la segunda mitad del siglo xix y la primera mitad del xx ofrecieron las pruebas definitivas de que los humanos descendemos de un mono ya extinguido que es antepa-sado nuestro y de los chimpancés al mismo tiempo.

El siglo xx significó la consolidación definitiva de esta evidencia, pese a las resistencias de sectores con-servadores. El proceso de evolución de aquel primate extinguido del que descendemos los humanos actuales recibió el nombre de hominización, y se convirtió en uno de los ámbitos científicos más atractivos y con más proyección mediática, hecho que podemos en-tender si tenemos en cuenta que trata precisamente de

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nuestros orígenes, del «quiénes somos» y «de dónde venimos».

Pero aunque la evidencia de la hominización se fue consolidando a medida que aparecían más y más prue-bas fósiles, en un primer momento este proceso se in-terpretó en un sentido lineal: podemos venir del mono, vale, eso no se puede discutir, pero nosotros somos «di-ferentes», somos superiores.

Los humanos siempre hemos tenido una muy buena opinión de nosotros mismos. Pero una cosa es la au-toestima y otra la vanidad de creerse superior. desde el principio de nuestra historia, los humanos siempre hemos intentado explicar la realidad como una cosa que gira a nuestro alrededor y de la que nosotros somos una especie de producto más perfeccionado. Y esta ten-dencia al antropocentrismo contamina todo el pensa-miento, incluso el más progresista.

Así, mientras las teorías religiosas creacionistas do-minaron como explicación del mundo, la justificación de la «diferencia» humana era sencilla: simplemente, hemos sido creados a semejanza de dios (o de los dio-ses). Y cuando el creacionismo religioso perdió peso, la justificación de la «diferencia» se quiso apoyar en todo tipo de «pruebas», y donde antes se hablaba de alma, ahora se hablaba de cultura o de inteligencia.

Pero, ¿qué es la cultura? ¿Y la inteligencia? ¿somos realmente los únicos que tenemos «cultura»? A princi-pios del siglo xx, la respuesta era unánime: sí. Poco a poco, a partir de los datos geológicos, paleoclimáticos

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y fósiles, se fue elaborando un esquema del proceso de hominización que, de forma resumida, explicaba que, en África del este, una crisis climática redujo los bos-ques e hizo aparecer la sabana, hace millones de años, y que ante esta crisis algunos monos respondieron po-niéndose de pie para poder caminar por la sabana, que de esta manera liberaron las manos y así pudieron ma-nipular las cosas, lo que hizo aumentar progresivamente el volumen del cerebro hasta un punto tal que apren-dieron a fabricar instrumentos, y éstos ya somos noso-tros. La prueba de dicha inteligencia exclusivamente humana sería, primero, la aparición de instrumentos de piedra fabricados y, segundo, el surgimiento de lo que llamamos «cultura» (pintura rupestre, adornos, sepul-turas…). Ésta es la imagen que se ha popularizado del proceso de hominización: una línea ascendente, física-mente representada por un humano que, viniendo de un mono encorvado, se pone de pie, recto.

Esta imagen tiene también su cara negativa comple-mentaria: igual que hemos inventado la fabricación de instrumentos y la cultura, con el enorme potencial que ello significa, los humanos también hemos inventado la guerra y la violencia interhumana, de manera que a me-nudo se dice que los humanos somos los únicos anima-les que matamos individuos de la propia especie y que lo hacemos sin necesidad (es decir, que no los matamos para comer). Pero una cara y otra son complementarias, en el sentido de que refuerzan la imagen de la «diferen-cia» humana. Que de ello se haga una lectura positiva

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(los humanos tenemos unas capacidades creativas y de solidaridad innatas que acabarán por hacer posible un mundo justo e igualitario) o negativa (los humanos somos nuestro propio principal peligro y en general un cáncer para el planeta, ya que hacemos peligrar la vida en su conjunto) no cambia el fondo de la percepción: nos seguimos creyendo diferentes, especiales, únicos, sea para bien, o sea para mal.

Pero la ciencia ha modificado notablemente esta imagen durante la segunda mitad del siglo xx, de manera que dicha «diferencia» ha sido cada vez más matizada, y hoy es muy cuestionada. como resumió el antropólogo desmond morris en el título de su famoso libro, los humanos no somos más que unos monos des-nudos.

normalmente, lo que entendemos por cultura –un concepto con una definición muy discutida– implica la vida en sociedad. Incluso los artistas más individuales están impregnados de la cultura de su sociedad, de la que no pueden escapar: podrán aceptarla, reformarla o rechazarla, pero están formados en ella, y es a partir de ella que hay que leer su obra.

En este sentido, a menudo se dice que los humanos somos animales sociales. Pero, ¿qué pasa con los prima-tes? Los primeros primates –de los que descendemos todos los monos actuales, incluidos nosotros– aparecie-ron en el Eoceno (hace 55-36 millones de años), y eran parecidos a los actuales lemures de madagascar. A pesar de sus caracteres físicos más «arcaicos», los lemures

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presentan conductas sociales muy diversas, con la flexi-bilidad y capacidad de adaptación a todos los ambientes que caracteriza a todos los monos, independientemente de su volumen cerebral. Y en el caso del conjunto de los animales, el hecho de vivir en sociedad no es tam-poco una rareza, precisamente. desde los mamíferos a los insectos, los casos son numerosos, con ejemplos de sociedades tan complejas como las de las hormigas o las de las abejas.

¿Pero este vivir en sociedad de los animales implica, como en el caso de los humanos, la existencia de lo que llamamos culturas? Los humanos somos una misma especie (el concepto raza no tiene significado científico: pero si se prefiere, coloquialmente, también se puede decir que somos una única raza), aunque presentamos diferencias de adaptación a las diversas condiciones medioambientales. Estas diferencias pueden ser físicas (color de la piel, forma de los ojos…) y/o culturales (manera de hablar, instrumentos con diferencias para hacer la misma función…). Pues en los animales pasa exactamente lo mismo.

Que un mismo animal puede presentar diferencias físicas de adaptación no lo niega nadie: recordemos al elefante africano y al asiático (uno más grande, adap-tado a los espacios abiertos de la sabana, el otro más pe-queño, adaptado a los bosques), a los osos grises y a los osos blancos (adaptados a climas y paisajes diferentes) y a tantos otros casos. Pero lo que nos ha sorprendido es descubrir que también pueden presentar diferencias

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culturales, de manera que pueden formar poblaciones diferenciadas no sólo por caracteres físicos, sino tam-bién por su comportamiento. Ejemplos bien conocidos son los pájaros o los cetáceos (ballenas y delfines), que desarrollan silbidos y cantos diferenciados según de qué zona son. Y en el caso de los primates, la existencia de culturas está muy documentada. Los chimpancés muestran todo un repertorio de comportamientos dife-renciados por territorios, pero la existencia de «culturas territoriales» está demostrada ya entre los orangutanes, hecho que las convierte en una realidad muy antigua: se calcula que el antepasado común de los orangutanes, gorilas, chimpancés y homínidos tiene 14 millones de años, por tanto esa es la edad de la cultura entre estos primates.

otro aspecto de la cultura es el lenguaje. Es poco probable que el lenguaje humano haya aparecido en nuestra especie de golpe. de hecho, en los primates hay algunas características físicas (laringe, cuerdas vocales, lateralización cerebral…) que insinúan la capacidad de alguna forma de lenguaje, sospecha confirmada por la observación de que los primates tienen sonidos diferen-ciados que se identifican con conceptos abstractos: por ejemplo, los chimpancés tienen un sonido para avisar al resto del grupo de que se ha visto un águila (cuando el vigilante lo emite, el grupo se esconde y mira hacia arriba) o un leopardo (entonces el grupo sube a los ár-boles y mira hacia abajo, buscando al leopardo con la mirada para tenerlo controlado).

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tampoco la cultura en su concepto negativo es una característica exclusivamente humana. El asesinato, la violación o la guerra no son una excepción en la natu-raleza. comerse a las criaturas es una práctica habitual entre los leones o los comodos, igual que encontramos la violación en muchas especies de pájaros o en prima-tes como el orangután. Las luchas entre chimpancés pueden llegar a provocar la muerte de alguno de los contendientes, y estos primates protagonizan guerras y hacen incursiones en territorio enemigo durante las que asesinan a los hijos de las hembras de los grupos dife-rentes. Y todos los comportamientos sexuales, todos los que se nos puedan venir a la cabeza que pensemos que son exclusivos de humanos, los encontramos en los ani-males; en este sentido, leed También los jabalíes se besan en la boca, de Pilar cristóbal, y decidme si el repertorio sexual de los animales no es realmente completo.

La fabricación de instrumentos ha sido una caracte-rística tradicionalmente asociada a los humanos. En el estudio de la hominización, en un primer momento se asociaron a los humanos los instrumentos de piedra fa-bricados que se encontraban en los yacimientos arqueo-lógicos, y por eso el primer humano fue llamado Homo habilis («hombre hábil»). de hecho, este es el esquema que habitualmente aparece en los libros de texto: ins-trumento de piedra, mano humana.

Ya hace tiempo que hemos descubierto que la uti-lización de instrumentos naturales, no modificados (piedras, palos…), no es una característica humana.

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sabemos que las nutrias abren bivalvos (mejillones y ostras) golpeándolos con piedras, como también hacen muchos primates, o que los orangutanes y los chimpan-cés utilizan palos para conseguir la miel de las colmenas o sacar termitas de los termiteros y comérselas. Por no hablar de pájaros como los cuervos, que también utili-zan instrumentos.

Ahora el debate se centra en los instrumentos modi-ficados. En los estudios de hominización, hay cada vez más voces que apuntan la posibilidad de que los prime-ros instrumentos de piedra modificados (cantos de río rotos) pudieran haber sido fabricados no por los prime-ros Homo, sino por Australopithecus. Y que los primeros homínidos posiblemente podían haber modificado materias naturales que no fosilizan, como la madera (cortando ramas para hacer palos con los que hurgar en la tierra y buscar tubérculos). Éste es un campo donde todavía se tiene que avanzar mucho, pero ya es impor-tante darse cuenta de que muchas de las afirmaciones que hasta ahora se tenían como seguras en realidad no se apoyaban sobre ninguna prueba material, sino sim-plemente sobre el prejuicio de que un instrumento, por sencillo que fuese, sólo podía haber sido fabricado por manos humanas.

otro concepto clave que venía a dar apoyo a la idea de la «diferencia» humana es el de inteligencia. del cerebro realmente conocemos bien poco. de hecho, se piensa que el siglo xxi será el siglo del estudio y descu-brimiento de este gran desconocido. Pero en el actual

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estado de nuestros conocimientos, lo que es cierto es que la definición de inteligencia es tanto o más proble-mática y debatida que la de cultura.

En este ámbito, tenemos que tener en cuenta como mínimo dos cuestiones. La primera hace referencia a la adopción de inteligencia a lo largo del proceso de hominización, y si es posible o no fijar un antes y un después, un punto y aparte, en algún momento, o si tenemos que mirar este proceso como una continuidad en la que es difícil establecer puntos concretos de rup-tura como el que tradicionalmente ha separado a los humanos del resto de los primates.

Pensemos por ejemplo en el caso de los primeros primates, que tenían una dieta básicamente vegetal que tenían que buscar por lo alto de los árboles, como muchos monos actuales. Eso significa que necesitan comer mucho para conseguir la energía suficiente y que en su caso esto implica grandes desplazamientos por un medio tan difícil y arriesgado como las copas de los árboles. Ante esta necesidad, algunos primates empeza-ron a desarrollar algunos cambios como la mejora de la memoria (para recordar los árboles que tienen las hojas y los frutos deseados, la mejor ruta para llegar a ellos, la época del año en la que maduran…), lo que exige un aumento del volumen cerebral, y una más compleja estructura social, que les ofrezca más garantías de su-pervivencia (la colaboración tiene esta ventaja, tanto a la hora de buscar alimento, como de defenderse de los depredadores, o de encargarse de las crías). ¿A partir de

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qué momento podemos decir que los primates empeza-ron a ser «inteligentes»?

normalmente, para solucionar esta duda que en el fondo cuestiona nuestra «diferencia», hemos atribuido la inteligencia de los primates y de otros animales al instinto. consideramos instinto la respuesta o acción inconsciente, automática, de los animales, e inteligencia la acción consciente, no automática, nuestra: en reali-dad, en la mayor parte de los casos, la diferencia entre lo que llamamos instinto y lo que llamamos inteligen-cia es sólo si la acción es humana o no. Porque saber orientarse en la copa de los árboles buscando un fruto determinado que crece sólo una época del año en unos árboles determinados, ¿hasta qué punto es instinto? Y buscarlo no individualmente, sino en grupo, repartién-dose los frutos encontrados y avisándose los unos a los otros con un grito particular si alguien del grupo ve un águila para bajar inmediatamente de la parte más alta de los árboles, ¿es eso lo que llamamos instinto? ¿cómo podemos saber qué hay de consciente y qué de incons-ciente en estas acciones? sobre todo, cuando no son repetitivas, sino que se ejecutan de manera diferente cada vez. también los primeros humanos recolectores salían en grupo a buscar unos frutos determinados, y se orientaban en la sabana hasta encontrarlos… ¿lo hacían por instinto o por inteligencia? ¿cuál es la diferencia objetiva?

todo ello nos remite a la cuestión aún más compleja de la consciencia, sobre la que conocemos tan poco.

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sabemos que hay animales que se reconocen delante de un espejo, y que hay primates que pueden realizar ope-raciones mentales complejas, procesos de abstracción. Los perros aprenden palabras y las asocian a conceptos abstractos, aunque tienen un límite de aprendizaje en la cantidad y complejidad de palabras y conceptos que pueden memorizar. En los primates están documenta-dos procesos de aprendizaje mucho más complejos.

Ahora se piensa que la consciencia no es tampoco un punto y aparte, sino que es una característica que se fue adquiriendo progresivamente en el proceso de evolución, de manera que hay grados de consciencia en los animales. En cualquier caso, no es difícil llegar a esta conclusión: es suficiente con mirar a los ojos de algunos mamíferos para captar que son algo más que puro ins-tinto y comportamiento automático de reacción ante determinadas necesidades o estímulos.

Finalmente, respecto a la inteligencia habíamos di-cho que teníamos que tener en cuenta como mínimo dos cosas: una era su adopción a lo largo del proceso de hominización; la segunda es lo que llamamos inteligen-cia colectiva, que sólo estamos empezando a entender. El ejemplo quizás más conocido es el de las abejas. un caso impresionante se produce cuando un grupo de abejas decide seguir a una nueva reina para crear una nueva colmena. Entonces, el grupo emigra de la col-mena vieja y durante unos días se queda colgando de un árbol, centenares y miles de abejas unas sobre otras. durante este tiempo, grupos de exploradoras recorren

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los alrededores en busca de un lugar donde instalar la nueva colmena. cada exploradora vuelve al grupo y le informa del lugar que ha encontrado, de manera que en un primer momento el grupo tiene diversas opcio-nes. Pero las exploradoras visitan también los lugares encontrados por las otras, y dan su opinión al grupo, de manera que a veces una exploradora que había en-contrado un lugar, del que había informado al grupo, visita otro encontrado por otra exploradora, e informa al grupo que opina que ese segundo lugar es mejor. Y así, el proceso continua hasta que se llega a una espe-cie de quórum suficiente a favor de un lugar, y todo el grupo se traslada a él. no se conoce exactamente cómo se produce el proceso de información, debate y toma de decisión –no sabemos «traducir» su lenguaje, como mínimo de momento–, pero dicho proceso tiene lugar. Y ya me diréis si eso no es inteligencia…

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Capítulo 5

Los LímItEs dE nuEstro conocImIEnto

En nuestra sociedad, la realidad es concebida como un conjunto de elementos fundamentales relacionados por una serie de leyes, y el conocimiento consiste en el des-cubrimiento de cuáles son estos elementos, y cuáles son las leyes que los relacionan y los hacen interactuar para crear elementos más complejos o para hacerlos evolu-cionar, ya que elementos y leyes no se presentan nítidos y transparentes a nuestros ojos. de esta manera, inter-pretamos la realidad como un caos aparente que nuestra razón puede ordenar y entender, e incluso prever su comportamiento futuro.

Por eso, para nosotros, la historia humana es bási-camente la historia del avance en la comprensión de esa realidad escondida, y del poder que nos otorga el descubrimiento de sus leyes. Estamos convencidos de que lo que no sabemos, no lo sabemos todavía, y que algún día llegaremos a una comprensión global de toda la realidad.

Esto no siempre ha sido así. Inicialmente y durante mucho tiempo, las sociedades humanas no aspiraban a

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entender el mundo en su globalidad, sino que asumían con naturalidad que había cosas que nunca podríamos llegar a conocer. nosotros, orgullosos de una capacidad de conocimiento que creemos que no tiene límites, solemos considerar esta actitud propia de los pueblos primitivos e ignorantes, sin tener en cuenta que cultu-ras tan desarrolladas como la china también han tenido esta actitud mucho más humilde que la nuestra ante la realidad. El confucionismo, por ejemplo, parte precisa-mente de una aceptación de la limitación del conoci-miento humano, de la imposibilidad de hacer ninguna afirmación respecto a lo que trasciende la experiencia humana (como la muerte, la existencia o no de los dio-ses, o qué es en último término el mundo y la realidad), y por eso se preocupa únicamente de la vida de los hu-manos en el presente. Y aún hoy hay muchas sociedades que comparten esta misma actitud.

Pero pese a todo, nuestra sociedad está convencida de que no hay límites para la capacidad humana de co-nocimiento. Y, aún más, cree que ya lo sabe casi todo: el nacimiento del universo, el origen y la evolución de la vida, la historia de los planetas y su futuro… Ese convencimiento está estrechamente relacionado con nuestro poder tecnológico, que nos permite transfor-mar la tierra, fabricar naves que empiezan a explorar el espacio exterior, modificar la vida hasta crear especies nuevas, e incluso pensar en crear vida artificial.

todo esto es cierto: hemos desarrollado un cono-cimiento muy amplio de la realidad que nos rodea y

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de nosotros mismos. Pero al mismo tiempo ignoramos constantemente algunos hechos que la ciencia nos muestra. Para decirlo de forma rápida y resumida, ig-noramos o menospreciamos aquellos hechos que cues-tionan nuestra importancia. Hace siglos, pretendíamos ser el centro del universo y que el sol y los planetas giraban a nuestro alrededor, y cuando los científicos empezaron a darse cuenta de que eso no era así, no fue-ron escuchados, y en algunos casos incluso fueron per-seguidos por la Inquisición. más tarde, cuando darwin escribió que todas las evidencias apuntaban a que no había ninguna señal de creación divina, sino de una evolución natural de las especies, y a que los humanos descendíamos de primates ya extinguidos, en lugar de ser discutida científicamente, la teoría de la evolución fue menospreciada e incluso perseguida, y todavía hoy lo es en algunos estados norteamericanos o en países de religión musulmana. más recientemente, aunque la biología nos muestra que la especie humana tiene muy poca importancia en el conjunto del planeta respecto a los grandes cambios climáticos o geológicos, o al futuro de la vida en la tierra, nosotros continuamos empeci-nados en creernos el eje a partir del cual se explica todo. Hemos avanzado mucho en nuestra capacidad de en-tender la realidad que nos rodea, pero ¿es real creer que esta capacidad no tiene límites?

Lo primero que hay que tener en cuenta es que ninguna teoría es un espejo exacto de la realidad, sino un modelo que construimos y que nos sirve para en-

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tenderla, una aproximación, pero eso no quiere decir que la realidad sea así. de hecho, utilizamos modelos contradictorios para explicar aspectos diferentes de una misma realidad, sin darnos cuenta (o sin querer darnos cuenta) de que eso ya expresa bastante claramente las limitaciones de nuestro conocimiento, porque si no fuera así, habríamos encontrado modelos únicos que lo explicasen todo.

un ejemplo de dicho uso de modelos contradic-torios para explicar aspectos diferentes de una misma realidad es nuestra concepción de las moléculas. A veces pensamos en ellas como si fueran bolas rígidas, como cuando tenemos que hablar de los diferentes estados de la materia y del comportamiento de los gases o de los líquidos; pero otras veces, como cuando tenemos que explicar su formación, pensamos en ellas como si fuesen un conjunto irregular de diferentes bolas más pequeñas llamadas átomos, formando estructuras con formas muy complejas, como una especie de mecano. Lo mismo nos ocurre con los átomos: normalmente pensa-mos en ellos como si fuesen bolas rígidas, como peque-ñas bolas de billar, que se fusionan para hacer elementos más pesados, o que se rompen en la fisión nuclear, o se juntan con otras bolitas para formar las moléculas; pero cuando en clase nos explican el interior del átomo, nor-malmente no lo presentan como una bola rígida, sino como una especie de sistema solar, con un núcleo alre-dedor del cual orbitan los electrones, y con más espacio vacio que lleno. Por lo tanto, ¿en qué quedamos?

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En la práctica, pasamos de esta contradicción y utilizamos los diversos modelos –un modelo para cada aspecto– sin ningún problema, sin pararnos a pensar en lo que implica, obviando el hecho de que es contradic-torio. Porque o el átomo es una especie de pequeña bola de billar o es un pequeño «sistema solar», pero las dos cosas a la vez, no. ¿Qué quiere decir esto? Pues sencilla-mente que en realidad sólo tenemos un conocimiento aproximado del átomo, que sabemos más cómo se com-porta en determinadas circunstancias que qué es y qué forma exacta tiene, así que para explicarnos utilizamos analogías («como una pequeña bola de billar», «como un pequeño sistema solar»): una analogía diferente para cada situación.

El mejor modelo sólo es bueno en su propio con-texto: si pretendes aplicarlo a todas las situaciones y cir-cunstancias posibles, no funcionará. Lo mismo se puede decir de otra manera: hay que hacer el análisis concreto de la realidad concreta y evitar generalizaciones, porque la realidad es muy compleja y nuestra capacidad de conocimiento, más limitada de lo que nuestra vanidad quisiera.

un segundo punto a tener en cuenta es la limitación de nuestros sentidos e intuiciones. creemos que la rea-lidad es aquello que captan nuestros sentidos, pero en pleno siglo xxi ya tenemos muchas pruebas de que eso no siempre es así. de hecho, la realidad atenta muchas veces contra nuestro sentido común, contra lo que nuestros sentidos nos muestran como evidente, y poco

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a poco hemos asumido este hecho en algunos casos, aunque nos ha costado siglos hacerlo.

un ejemplo: el hecho de que la tierra no es plana. Ahora todo el mundo lo «acepta», aunque va contra lo que nos muestran los sentidos. nosotros no tene-mos ninguna percepción, en nuestra vida cotidiana, de la curvatura del planeta: el horizonte es recto (pero no lo es: desde una nave espacial se ve perfectamente la curva), y en el polo sur nadie tiene la sensación de estar cabeza abajo. ¿A quién le puede extrañar que haya habido tanta gente convencida de que el planeta era plano? otro ejemplo: el hecho de que la tierra se mueve. ¿Alguien tiene la sensación de estar dando vuel-tas? Pues damos una cada 24 horas. ¿Alguien tiene la sensación de que el lugar donde vive se mueve? Pues se mueve: gira alrededor del sol.

Es cierto que con determinadas observaciones y medidas del sol, los planetas y las estrellas en diferentes épocas del día y del año, y en lugares diferentes de la tierra, podemos deducir que la tierra no es plana y que se mueve, pero individualmente no tenemos ninguna percepción de estos hechos. Los hemos asumido por-que «sabemos» que son así, pero no los hemos asumido de manera inmediata, sino que nos ha llevado tiempo aceptarlos.

Lo que nos indican los sentidos muchas veces no es real, pero lo parece tanto, que hay cosas que sim-plemente nos cuesta incluso imaginarlas. Eso es lo que hace tan difícil entender teorías que en realidad son

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bastante simples. como por ejemplo algunos de los postulados de la teoría de la relatividad de Einstein.

Pero nuestra capacidad de conocimiento no sólo está afectada por las dudas que nos pueden crear nues-tras percepciones (como el hecho de que percibimos la tierra como plana, lo que durante siglos ha afectado nuestro conocimiento, aunque finalmente ya hemos asumido que es redonda), sino también por las limita-ciones estrictamente físicas de nuestros sentidos. Por ejemplo, de nuestros ojos, que resulta que pueden cap-tar una gama limitada de los colores que existen.

El color no es más que una propiedad de la luz visi-ble, y la visión cromática depende de unos conos que te-nemos en la retina. sabemos que hay animales que ven en blanco y negro. Pero ahora hemos descubierto que los humanos sólo tenemos tres tipos de conos, mientras que las aves y diversos tipos de reptiles y peces tienen cuatro tipos: eso quiere decir que ellos captan más co-lores que nosotros. ¿Qué ven las aves? no lo sabemos, porque nos podemos imaginar qué es ver en blanco y negro (es decir, con sólo dos tipos de conos), pero no qué es ver más colores: ¿cómo imaginar qué significa ver lo que no has visto nunca? Y sin la percepción de estos colores, ¿podremos alguna vez entender realmente la relación de los pájaros con las plantas y las flores, por ejemplo? ¿cuánta información nos estamos perdiendo sin darnos cuenta, y cuántas conclusiones equivocadas hemos sacado?

Aparte de la limitación de los modelos teóricos, de

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nuestras percepciones y de nuestros sentidos –y por lo tanto, de las composiciones de conjunto que nos hace-mos de la realidad–, hay que tener en cuenta un cuarto factor: el de las escalas. Porque nosotros estamos acos-tumbrados a pensar a escala humana, como si ésta fuese la escala espacial y temporal de la que están hechos el universo y la vida. Pero no es así: desde lo infinitamente grande (como las galaxias) hasta lo infinitamente pe-queño (como el mundo subatómico), y desde el tiempo medido en miles de millones de años (se calcula la edad del universo en 13.500 millones de años) hasta el tiempo medido en porciones ínfimas de segundo (como la vida de algunas partículas subatómicas), la diversidad de escalas espaciales y temporales hace extraordinaria-mente diversa y compleja la realidad y, en cualquier caso, imposible de entender si pretendemos explicarla a partir de nuestros ojos. El ser humano no es la medida de todas las cosas; de hecho, sólo lo es de sus cosas, por decirlo de alguna manera.

un caso fascinante en este sentido es el mundo suba-tómico, al que tenemos acceso hace muy poco, gracias a los avances científicos y tecnológicos del último siglo. Los humanos hemos especulado mucho sobre los ele-mentos fundamentales que forman la materia, pero sólo ahora hemos empezado a poder identificarlos y estu-diarlos, y lo que hemos encontrado nos ha dejado per-plejos. no es éste el momento de hablar detalladamente sobre la mecánica cuántica, que es la ciencia que estudia el mundo subatómico, pero sí vale la pena poner un par

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de ejemplos de lo que quiero decir. El primero es lo que se llama función onda-partícula: nosotros, en nuestro mundo, en la escala humana, diferenciamos entre una onda (de agua o de una radiación electromagnética, como una onda de radio) y una partícula (como una bola de billar, por volver a la imagen que ya hemos utilizado), hasta el punto que seguramente diréis que una y otra no tienen nada que ver; pero las partículas subatómicas se comportan en algunos casos como on-das, y en otros como partículas, de manera que, como no sabemos en realidad qué son, si una onda, una par-tícula o una tercera cosa diferente, hablamos de función onda-partícula y tan tranquilos. El segundo ejemplo: la luz está formada por fotones, una especie de peque-ños paquetes de energía lumínica que transportan la información; cuando iluminamos con el microscopio electrónico una partícula subatómica para verla, en realidad lo que hacemos es bombardearla con una suce-sión de fotones –que es lo que es un rayo de luz–, y la partícula es tan increíblemente pequeña que el impacto de los fotones la altera, de manera que cuando observa-mos la realidad subatómica, la modificamos, del mismo modo que si para observar a oscuras una mesa de billar llena de bolas sólo pudiésemos hacerlo con otra bola de billar, de manera que cuando yo sintiese el golpe de mi bola sobre una bola de la mesa, sabría dónde estaba ésta en el momento del golpe, pero no dónde la habría enviado, lo que impediría conocer realmente la disposi-ción de las bolas de billar en cada momento.

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En el primer caso (el de la función onda-partícula), no sabemos si la realidad subatómica es simplemente confusa, si la confusión es sólo aparente y algún día tendremos instrumentos más perfeccionados que nos permitirán entenderla plenamente, o si es que se rige por otras leyes diferentes a las que rigen en nuestra escala, con lo que tendríamos que el universo se rige por reglas diferentes según la escala, y que por lo tanto, no es posible una teoría global que lo explique todo, hecho que rompería los fundamentos de nuestra visión del mundo: ¿quiere esto decir que hay dos realidades diferentes, una especie de dos universos paralelos, que conviven al mismo tiempo pero a escalas espaciales dis-tintas?

El segundo caso (el de la observación de las par-tículas subatómicas) rompe otro de los fundamentos de nuestra visión del mundo: el que tradicionalmente separa en nuestra mente al observador de la cosa obser-vada. En el mundo subatómico, el observador interfiere y modifica la cosa observada. ¿Quiere eso decir que nunca podremos conocer realmente dicho mundo, porque siempre que nos acerquemos a él alteraremos su estado?

Quizás estas reflexiones os pueden parecer un punto intrascendentes, ya que en principio el mundo suba-tómico no afecta nuestra vida cotidiana, así que se puede simplemente no pensar en eso, asumir que hay una especie de mundo paralelo muy pequeñito que no sabemos cómo es ni cómo funciona exactamente,

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y obviar que ese mundo paralelo es precisamente el de los elementos fundamentales de los que están hechos el universo y la vida. Eso sería tanto como renunciar a entender totalmente el universo y la realidad que nos rodea, y conformarnos a entender sólo cómo funciona en nuestra escala espacial y temporal.

Pero incluso en este caso habría que tener en cuenta que, en nuestra escala, nuestro nivel de conocimiento es menor de lo que creemos, hasta el punto de que esta-mos obligados a revisar algunas de las cosas que recien-temente dábamos por seguras. Pero de esto hablaremos en el capítulo siguiente.

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Capítulo 6

nuEstrA ImPortAncIA rEAL PArA LA VIdA

tenemos la sensación de que ya no queda ninguna parte de nuestro planeta, ni ninguna forma de vida en él por descubrir. nada más lejos de la verdad. Para empezar, estamos aún lejos de conocer todos los animales que comparten la tierra con nosotros. tenemos catalogados miles y miles de insectos, pero ahora sabemos que son sólo una pequeña parte de los que realmente existen. Y lo mismo pasa con los peces, los reptiles e incluso con las aves y los mamíferos.

Hay casos espectaculares que nos lo demuestran, como el reciente descubrimiento de la extraordinaria biodiversidad del interior de Papua-nueva Guinea, donde los científicos han descubierto, ya entrado el siglo xxi, una larga lista de nuevas especies. Pero no hace falta tampoco ir tan lejos: también en la península Ibérica tenemos a menudo sorpresas, como la del re-ciente descubrimiento del llamado tritón del montseny, un anfibio que sólo vive en este espacio. de hecho, cada vez que hacemos un agujero en la tierra, por el motivo que sea (la construcción de un túnel, el incremento de

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la profundidad de una mina…) encontramos nuevas especies e incluso ecosistemas enteros cuya existencia desconocíamos, ya que las formas de vida que se han adaptado a dichos espacios han evolucionado aisladas hasta dar lugar a organismos con características particu-lares.

Pero si hablamos de la mayor parte del planeta, la que está cubierta por el agua de los mares y los océanos (que es el 70% de la superficie de la tierra), nuestra ignorancia es aún más grande. sobre todo si tenemos en cuenta que buena parte de ese 70% está por debajo de la profundidad a la que llega la luz solar. Hasta hace poco, creíamos que la vida necesitaba la luz del sol para desarrollarse. Pero ahora sabemos que no es así: los científicos han encontrado diversos ecosistemas a grandes profundidades, en ausencia total de luz solar. ¿de dónde sacan estos ecosistemas la energía para vivir? ¿cuál es la fuente que sustituye al sol? En las profun-didades marinas, la pirámide vital que en la superficie terrestre tiene en la base las plantas que convierten la energía solar en materia orgánica se basa en bacterias con capacidad para procesar la energía de fuentes mi-nerales como el azufre expulsado por las chimeneas hidrotermales submarinas. Estas bacterias son la base de ecosistemas muy complejos, con miles de individuos y especies diferentes, y la prueba viviente de que la vida, tal y como la conocemos en la tierra, sólo necesita agua y una fuente primaria de energía (solar o mineral) para desarrollarse.

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Pero en dichas profundidades marinas, la falta de luz y la presión del peso del agua implican unas condi-ciones ambientales diferentes a las que conocemos en la superficie terrestre. tan diferentes que antes pensába-mos que, a partir de una determinada profundidad, se-guramente la vida sería imposible. Pero nuestro avance tecnológico nos ha permitido la construcción de batis-cafos de titanio que pueden llegar hasta los 4.500 me-tros de profundidad, y gracias a ellos hemos descubierto que en esas profundidades hay vida, pero una vida muy extraña a nuestros ojos: peces con bocas enormes para no dejar perder ni una sola pieza de comida en un me-dio donde ésta es escasa (de hecho, son los animales con las bocas más grandes del planeta en proporción al resto del cuerpo), y con extremidades que producen biolumi-niscencia (luz creada por bacterias que viven dentro del animal: otro caso de simbiogénesis, de la que ya hemos hablado en el capítulo segundo) para atraer víctimas que devorar en un mundo oscuro; animales con esque-letos blandos (un esqueleto rígido sería chafado por las altas presiones), de cuerpos blancos o transparentes (en un mundo sin luz, los colores no sirven de nada)…

Hay que tener presente, no obstante, que la mayor parte de este 70% de planeta acuático (¡y encima lo llamamos «la tierra»! ¡Y todo porque nosotros vivimos en la superficie terrestre, aunque ésta sólo represente el 30% del planeta, al que, si fuesemos coherentes, tendríamos que llamar Agua!) es una llanura abisal que tiene entre 3.000 y 6.000 metros de profundidad, y que

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sólo existen hoy en día 5 batiscafos de titanio capaces de recorrerla. Así que la mayor parte de la superficie del planeta simplemente nos es del todo desconocida. Y eso sin tener en cuenta las grandes profundidades marinas (que pueden llegar hasta los 11.000 metros de profun-didad). de hecho, sabemos más de la superficie de la Luna que de las profundidades marinas.

Pero si bajamos de la escala de los animales, los hon-gos y las plantas a la escala de los microorganismos (el reino de los protistas y el de los procariotas o células sin núcleo, como las bacterias y las arqueas, más el fasci-nante mundo de los virus y los viroides, en la frontera entre lo que está vivo y lo que no lo está), la ignorancia es extraordinaria. Y proporcional a la importancia de dicho mundo para la vida.

como no los vemos, creemos que los microorganis-mos no tienen demasiada importancia, que básicamente son causa de problemas y molestias y poca cosa más. tradicionalmente identificamos microorganismos con enfermedades e infecciones: popularmente, son los lla-mados microbios. Pero la biología nos enseña que estos son precisamente los realmente importantes para la vida en el planeta. Primero, por su cantidad: se calcula que aproximadamente un 10% de nuestro peso seco (sin te-ner en cuenta el agua de nuestro cuerpo) corresponde en realidad a los microorganismos con los que convivimos; sólo en nuestra boca podemos tener más de 600 tipos de bacterias diferentes. son millones, miles de millones. segundo, por su diversidad: una «especie» de bacteria

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representa muchísima más diversidad genética que una especie animal; o dicho de otra manera: entre los indivi-duos de lo que consideramos una «especie» de bacterias, hay mucha más diferencia genética que entre los indivi-duos de una especie animal. de hecho, hay más diversi-dad biológica en el mundo de las bacterias que en el de los animales y las plantas, y más parecido genético entre cualquier animal y cualquier planta que entre dos mi-croorganismos. Las bacterias son mucho más diferentes entre ellas, y como se reproducen a una velocidad altí-sima, su ritmo de evolución es también mucho más alto, de manera que mientras que entre los animales hacen falta miles de años para que aparezca una nueva especie, entre las bacterias aparecen constantemente. Es por ello que, por ejemplo, al poco tiempo de haber descubierto un antibiótico contra una determinada infección, apa-recen nuevas versiones de la bacteria que la provoca que ya son resistentes al antibiótico en cuestión. su capaci-dad evolutiva y de cambio es un reto permanente para nuestra tecnología, que se muestra incapaz de evitar las infecciones bacterianas en los hospitales más modernos o que el virus de la gripe aviaria pueda representar un peligro potencial si llega a mutar y a «aprender» a trans-mitirse de humano a humano.

Y esta capacidad de cambio no les afecta sólo a ellos, sino también a nosotros y al resto de formas de vida: ya hemos visto en el capítulo segundo que no somos individuos, de manera que sus cambios, en el caso de los microorganismos «beneficiosos», repercuten en la

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casa en la que viven y con la que mantienen complejas interrelaciones; y esta «casa» son todos los seres multi-celulares, incluídos nosotros. Además, hay que recordar que la transferencia vírica de información hereditaria también afecta a nuestras células, las altera, y con ellas a nosotros, hasta un punto que aún no conocemos.

Pero además de su cantidad y su diversidad y ca-pacidad evolutiva, y de su incidencia como uno de los principales motores de evolución del resto de seres, los microorganismos son importantes para la vida en el planeta porque de hecho forman con él un conjunto vivo profundamente interrelacionado. desde el clima a la geología, la tierra es como es gracias a ellos, y no a nosotros, y es de ellos de quien realmente depende la vida en el planeta, y no de nosotros.

Quizás esta afirmación os parezca excesiva. Y más en nuestro tiempo, en el que constantemente se nos dice que los humanos estamos provocando un cambio climático que puede acabar incluso con la vida en la tierra. nadie discute hoy en día que la actividad hu-mana ha modificado de manera extraordinaria nuestro planeta, particularmente en los últimos 10.000 años (de los aproximadamente 150.000 que existimos), con la invención de la producción de alimentos (la agricul-tura y la ganadería), el proceso de urbanización y de crecimiento demográfico y, finalmente, la industrializa-ción, y que estas actividades tienen también consecuen-cias sobre el clima. Pero, ¿hasta qué punto realmente el clima depende de nosotros?

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Pondré un ejemplo de lo que estoy intentando ex-plicar. Inicialmente, la atmósfera de la tierra tenía una composición muy diferente a la actual. Para que los animales se hayan podido desarrollar –y con ellos, nosotros, los humanos–, ha hecho falta que la atmós-fera evolucionase, y que hubiese el actual porcentaje de oxígeno en el aire que respiramos –exactamente, un 21%: con menos, no podríamos respirar; con más, nos envenenaríamos–. Pues bien, esta evolución (¡y estaréis de acuerdo en que el paso de la primitiva y tóxica at-mósfera terrestre a la actual sí que es un verdadero cam-bio climático!) no ha tenido lugar porque sí: de hecho, no ha pasado en ningún otro planeta de nuestro sistema solar. Hay unos responsables de esta evolución: son las cianobacterias, un tipo particular de microorganismos.

Las cianobacterias son bacterias con capacidad para hacer la fotosíntesis: igual que las plantas, pero con la diferencia de que ellas son las que la inventaron. Y como las plantas, en el proceso absorben dióxido de carbono y liberan oxígeno a la atmósfera. Ellas fueron las primeras en hacerlo. Y son tantas que cambiaron el clima de la tierra hasta dar lugar a lo que permitió la aparición de los animales, que necesitan un determi-nado nivel de oxígeno atmosférico para poder existir, además de una capa de ozono (creada también por este oxígeno liberado) para protegerlos de las radiaciones más peligrosas. Y no sólo han cambiado el clima, sino que son las principales responsables de mantenerlo: son el mayor pulmón del planeta, mucho más importante

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que el Amazonas. son millones y millones. Y se las puede observar desde el espacio: cuando veáis una foto del oceáno en la que el agua tiene un color verdoso, re-cordad que no es ningún efecto lumínico: son ellas, las cianobacterias. como las plantas, tienen clorofila que les permite hacer la fotosíntesis y les da ese color ver-doso. Pero una sola cianobacteria es microscópica: ima-ginad cuántas se tienen que concentrar para colorear de verde millones de metros cúbicos de agua oceánica. si las cianobacterias desapareciesen, todos los animales moriríamos. nosotros, los humanos, estamos muy lejos de poder provocar un cambio climático de estas di-mensiones, a pesar de nuestra tecnología, de la que tan orgullosos estamos.

también la geología del planeta es obra de los mi-croorganismos. Veamos sólo un ejemplo: el carbono en-terrado en enormes depósitos sedimentarios. si cogéis la composición atmosférica de marte o Venus y la com-paráis con la tierra, veréis que una de las principales di-ferencias es precisamente el alto porcentaje de carbono atmosférico en los dos primeros casos, mientras que en la tierra es muy bajo. Pero inicialmente las tres atmós-feras debían ser muy parecidas. ¿dónde está el carbono atmosférico terrestre? Enterrado, convertido en piedra, en relieve geológico. Y han sido precisamente los micro-organismos los que lo han retirado de la atmósfera y lo han convertido en carbono mineral.

Quizás os haya venido a la mente una pregunta: ¿pero actualmente se está produciendo o no un cambio

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climático provocado por nosotros, los humanos? todos los datos apuntan a que sí, que los humanos estamos produciendo un cambio climático en el planeta, en el sentido de provocar su calentamiento. Hay dudas respecto a su causa (si ha sido el proceso de industriali-zación, o si éste ha acelerado un cambio que empezó a producirse a partir de la extensión de la agricultura y la ganadería hace 10.000 años), su incidencia en el con-junto de variables que forman el clima (nivel del mar, lluvias, sequía, fenómenos como los huracanes…) y su evolución futura (si áun se puede frenar o no), pero no sobre el hecho de que se está produciendo un calenta-miento.

Para entender de lo que hablamos, no obstante, hay que tener en cuenta dos cosas. La primera, que el clima está en cambio permanente, nunca es estable, y que este cambio climático es sólo un cambio más, y no de los más importantes que ha experimentado la tierra. de hecho, sólo tenéis que pensar en las películas de dinosaurios y en la vegetación que aparece en ellas para daros cuenta de que durante el Jurásico las tempera-turas eran más altas que las actuales, y bien que había vida. o saber que no siempre ha habido hielo en los polos de la tierra, o que el mediterráneo se secó una vez ya hace millones de años y que en cualquier caso está condenado a desaparecer cuando la placa africana (que se mueve hacia el norte) choque con la placa euro-pea. o que la tierra ha padecido en su historia diversas glaciaciones.

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si el clima ha variado mucho durante los 4.500 millo-nes de años que aproximadamente tiene nuestro planeta, y algunos cambios han sido realmente grandes comparados con el actual (hasta el punto de provocar en algunos casos verdaderas extinciones masivas y, en un caso como mí-nimo, casi hacer desaparecer toda la vida del planeta), ¿por qué nos preocupamos tanto? Pues, y éste es el segundo factor a tener en cuenta, porque si bien el cambio climá-tico actual no pone en peligro la continuidad de la vida en su conjunto, sí que amenaza muchas especies, y entre ellas la nuestra. Y eso es lo que realmente nos preocupa.

Los humanos somos en realidad unos recién llegados al planeta. Los Homo sapiens no hemos vivido ninguno de los grandes cambios climáticos experimentados por la tierra, excepto la parte final de la última glaciación (que afectó sobre todo al Neandertal), y estamos acos-tumbrados a un clima más o menos estable en el con-junto del planeta. Pero en nuestra escala, este cambio que seguramente nosotros mismos hemos provocado, es un cambio importante. En principio, no amenaza la continuidad de nuestra especie, pero sí nuestra forma de vida, y muy directamente a millones de personas que pueden padecer los efectos de la sequía y del aumento de fenómenos catastróficos como los huracanes, agra-vados por la desigual distribución de la riqueza en el planeta (hecho que hace que determinados episodios de crisis, que serían graves en el llamado Primer mundo, se conviertan en auténticas crisis de hambre, o de causa de muerte y de emigración, en el tercer mundo).

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seamos sinceros: lo que nos preocupa no es el hecho de que amenacemos a otras especies. durante nuestra historia, hemos hecho desaparecer a muchas, y ahora mismo amenazamos la continuidad de muchas otras, y hasta hoy sólo una minoría había dicho algo al respecto. Los mismos países desarrollados que tan preocupados se muestran por el cambio climático son los que han dero-gado la prohibición de cazar ballenas (prohibición que había permitido su recuperación en pocos años), hecho que las puede llevar al límite mismo de su extinción (el mismo peligro que afecta por ejemplo a los elefan-tes cazados por el marfil de sus colmillos, utilizado en muchas de las joyas que tanto nos gustan en el Primer mundo, y a tantos otros animales y plantas).

La diferencia es que ahora los amenazados somos nosotros mismos, nuestra manera de vivir, nuestra «civilización». Eso es lo que realmente nos preocupa. Pero, hipócritas como somos, no estamos dispuestos a cambiar de estilo de vida, a poner fin a un modelo eco-nómico profundamente injusto y depredador con los recursos naturales y el medio.

Estaría bien empezar a llamar a las cosas por su nombre y dejar de refugiarnos en argumentaciones fal-sas. El actual cambio climático no amenaza la vida en el planeta, ni es un cambio particularmente destacable en la constante de cambio de los 4.500 millones de años de nuestro planeta. de hecho, el clima está, por definición, en cambio permanente. Y respecto a la desaparición de especies, forma parte de la evolución, de manera que el

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99% de las especies que han existido alguna vez ya no existen. tampoco es una particularidad que una especie –en este caso un animal: nosotros– provoque la extin-ción de muchas otras: también ha pasado muchas veces, y pasa todavía. Ahora mismo, un porcentaje enorme de las ranas del planeta está en peligro de extinción a causa de un hongo. La diferencia es sólo, seamos claros, que ahora los amenazados somos nosotros. Quizás eso apro-veche para hacernos reflexionar sobre algunas cosas, y nos demos cuenta de que tenemos que cambiar nuestra manera de ver el mundo que nos rodea y de relacionar-nos con él.

Los humanos no somos tan importantes como nos creemos. somos una amenaza para muchas formas de vida –empezando por la nuestra propia–, pero no para la vida en general. La continuidad de ésta depende mu-cho más de otros elementos, y muy particularmente de los microorganismos y de sus interacciones con el clima y la geología del planeta (además de otros factores «no vivos», como los movimientos tectónicos de placas y las transformaciones medioambientales que provocan, los cambios en la órbita de la tierra respecto al sol u otros elementos como la caída de meteoritos –uno de los cuales provocó probablemente la desaparición de los dinosaurios).

En este sentido, otro prejuicio que tenemos que rechazar es la idea de que la evolución se ha terminado. mientras haya vida habrá evolución: es una caracterís-tica intrínseca a la vida. Y la evolución no avanza en

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una línea recta, sino en una multiplicidad de líneas tan enorme que no podemos imaginar, movida por motores muy diversos (mutaciones, simbiogénesis, transferen-cia vírica e interbacteriana...) ninguno de los cuales en realidad podemos ni sabemos controlar. Pero lo que sí sabemos es que nosotros no somos ni la cumbre ni el punto final de la evolución, y que ésta continua por muchas otras líneas diferentes a la nuestra.

nosotros, unos monos desnudos que gracias a una adaptación evolutiva llamada consciencia podemos reflexionar sobre la realidad y sobre nosotros mismos, hemos confundido una adaptación que nos particula-riza con un carácter superior. nuestra vanidad nos ha llevado al extremo ridículo de autobautizarnos Homo sapiens: somos la única especie a la que hemos puesto el nombre de sabia. ¿Es eso inteligencia o simple vani-dad? si nuestra consciencia, si esta particular forma de inteligencia que nos caracteriza fuese tan especial, si realmente significase un avance evolutivo tan increíble, ¿no se habría generalizado en otras especies? ¿cómo es que avances evolutivos realmente importantes, como la capacidad de respirar oxígeno, la reproducción sexual o la capacidad de conservar el agua en el interior gracias a una capa exterior impermeable que nos permite vivir fuera de los mares y oceános sí que se han generalizado, y su éxito ha permitido verdaderas explosiones evoluti-vas que han dado lugar a formas de vida muy diferentes que han aprovechado estos avances, mientras que nues-tra particular forma de inteligencia, no? seguramente,

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porque no es tan importante como los otros cambios evolutivos reseñados. ¿o quizás os pensáis que la evolu-ción se ha parado con nosotros? Ya hemos visto que no, así que, ¿qué pasa? ¿no será que no somos tampoco tan especiales?

La evolución es el cambio permanente, e implica la aparición constante de nuevas especies, pero también la extinción de otras. ninguna especie está destinada a ser eterna: todas aparecen en un momento determinado y terminan por desaparecer. nada indica que nuestro caso tenga que ser diferente. Los vanidosos Homo sa-piens desapareceremos como especie, pero la vida con-tinuará, porque el episodio no habrá tenido demasiada importancia, aunque nosotros nos resistamos a pensar lo contrario.

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unA rEFLExIón FInAL

Hemos echado una breve ojeada a lo que nos ha ense-ñado la ciencia en el último siglo y pico. nos hemos dejado muchas cosas por ver, porque el paseo por un siglo tan intenso no nos permitía extendernos más, pero hemos disfrutado de una cierta perspectiva de conjunto. En este tiempo, hemos aprendido que no somos una creación divina, sino un producto más de la evolución de las especies. nuestros intentos por autodistinguir-nos como seres superiores han sido cuestionados sin excepción. La etiqueta de «homínidos» que nos hemos inventado para separar nuestros antepasados directos del resto de los monos se aguanta sólo por una pura convención. Las formas de cultura y de inteligencia que habíamos elevado a la categoría de carácter culminante de la evolución (prácticamente como un sustituto laico del concepto religioso de alma), han resultado un ca-rácter adaptativo particular, pero ya no podemos seguir obviando la existencia de culturas y expresiones de in-teligencia en muchos otros seres vivos. sabemos ya que nuestra importancia real para el conjunto de la vida es

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mucho menor de lo que siempre habíamos pretendido, mientras que cada día que pasa nos damos más y más cuenta de la importancia de los microorganismos y de los límites de nuestra capacidad de conocimiento, de todo lo que aún no sabemos y quizás nunca sabremos.

Hace un siglo estábamos convencidos de que la rea-lidad era un libro abierto para nuestra mente, y de que ya estábamos a punto de acabar el capítulo final de su lectura. La realidad nos parecía un caos que nuestra in-teligencia podía ordenar y clasificar según leyes univer-sales: hacerlo era cuestión de tiempo, pero el trabajo ya estaba muy avanzado. ¡cuánta vanidad!

La ciencia ha rebajado nuestras pretensiones. La vida es mucho más rica, diversa y compleja, y nosotros sólo somos un humilde producto suyo, que por azar apare-ció hace sólo 150.000 años y que seguramente está des-tinado a extinguirse, como el resto de las especies.

Pero aún estaremos aquí unos cuantos miles de años más. Pocos, desde el punto de vista de la vida. muchos, desde el nuestro. suficientes para probar un acercamiento más humilde a la realidad, y más respe-tuoso con las otras formas de vida y con el conjunto de nuestro planeta, ni que sea porque somos nosotros, los presuntuosos monos destronados, los que dependemos de él, y no al revés. El siglo xx nos ha abierto la puerta a poder intentarlo.

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índIcE

Introducción ............................................................... 2

capítulo 1. Venimos del mono .................................... 5

capítulo 2. no somos individuos .............................. 14

capítulo 3. competencia, herencia, azar y cooperación ................................................. 26

capítulo 4. Los monos y nosotros, cada día más parecidos ........................................... 37

capítulo 5. Los límites de nuestro conocimiento ....... 49

capítulo 6. nuestra importancia real para la vida ...... 60

una reflexión final ..................................................... 74

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Título original: El mico destronat. Què ens ha ensenyat la ciència del segle xx

Traducción: Toni Gisbert

1ª edición: noviembre de 2009

© 2008 Toni Gisbert© 2009 de las características de esta edición:

Edicions del Bullent, SLDe la Taronja, 16 • 46210 [email protected] • ✆ 961 590 883www.bullent.net

Diseño: Miquel MollàAsesoramiento lingüístico: Noèlia Martínez, Àlvar BanyóMaquetación: Núria Beneyto

ISBN: 978-84-9904-025-7