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El Eritrocito y La Plaqueta - Una Historia de Amor

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5/17/2018 El Eritrocito y La Plaqueta - Una Historia de Amor - slidepdf.com

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EL ERITROCITO Y LA PLAQUETA,

UNA HISTORIA DE AMOR

 Ayer un linfocito mayor me reveló que mi expectativa de vida era de unos ciento veintedías. Me advirtió que son muchos para vivirla con amor, porque entonces correría el riesgo

de perder la cordura; pero muy pocos para vivirla por el amor, pues había observado en

sus largos viajes que la mayoría vive en desamor. Concluí que el tiempo real de la

existencia es el que transcurre bajo su hechizo. Soy un eritrocito joven o, más bien,

adolescente. Ya he navegado mucho por venas y arterias; he recorrido órganos y sistemas

y he conquistado muchos amigos en todos los tejidos; sin embargo, esta mañana percibí 

con cierta inquietud que solo me quedan noventa días y aún nadie me ha dado razón

acerca de dónde encontrar el amor. Cuando había perdido la esperanza y justo en el 

momento de mi cumpledías, mientras escalaba entristecido por los tormentosos senderosde las estructuras límbicas del cerebro para llevar una carga de oxígeno a la abadía

hipotalámica, una neurona que meditaba escondida en su capuchón de mielina me susurró

al paso:

—Busca en el corazón.

Quedé petrificado. ¡El corazón!, el lugar más agitado del universo. Y yo que creía que el 

amor habitaba territorios muy sosegados. Como si leyera mis pensamientos, la enigmática

criatura me dijo:

—El movimiento es la esencia de la vida, y su impulso lo proporciona el amor que suele

habitar en los lugares más turbulentos.

Recordé entonces mis frecuentes pasos por ese sitio que justamente me parecía tan

turbulento y nunca había notado nada especial excepto la enorme fuerza de succión, la

que siempre me eyectaba con la misma violencia. Me causaba terror ese cruce. El vértigo

era insoportable y el temor de quedar atrapado en alguna de las numerosas cavernas

excavadas en sus paredes, que imaginaba habitadas por fantasmas, hacía que pronto lo

olvidara y por eso cumplía siempre el recorrido tratando de ignorar los detalles. Me

 propuse explicarlo así a la amable consejera, pero antes de verbalizar mis pensamientos,

ella expresó:

—Con frecuencia hacemos del amor una utopía y mientras nos dedicamos a perseguirla

eludimos en nuestro afán…

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Su discurso fue interrumpido por un relámpago. Noté que cientos de brazos, tortuosos

como las ramas de un arbusto, acababan de disparar sobre su cabeza billones de

moléculas que se esparcieron como una delicada lluvia entre sus cabellos. Súbitamente

una aureola comenzó a desplazarse en dirección a sus pies y entonces comprendí que mi 

diálogo con la sabia célula había concluido. Proseguí el ascenso iluminado por los últimos

destellos de la despolarización tratando de comprender sus palabras y así, abstraído en

mis reflexiones, vacié la carga en su destino; llené de nuevo la bolsa con una pesada

molécula de bióxido de carbono y me dejé arrastrar, relajado, sumido en la tibia corriente

del capilar, ocupado ahora en repasar mentalmente el trayecto por el que debía continuar 

mi rutina. De pronto me sentí espantado: ¡iniciaba el retorno directo al corazón! Claro, era

la escala obligada desde donde sería catapultado hacia alguno de los dos pulmones en

donde esperaban el encargo. Esta vez, y aún no logro comprenderlo, mi ansiedad superó

las experiencias anteriores; la incómoda sensación de pánico fue aumentando a medida

que una formidable fuerza me impulsaba por las escalas que conducían al centro mismo

del tornado: la primera, el seno cavernoso de la duramadre cerebral; seguidamente el seno

 petroso superior, de ahí al seno sigmoideo para cruzar por el agujero rasgado posterior de

la base del cráneo y desembocar en la vena yugular interna. Recuerdo que me precipité a

lo largo del cuello, hacia el túnel conformado por la gran vena braquiocefálica. Pronto se

insinuó en el fondo la silueta circular que me conduciría hacia el último tramo, un ancho

tubo terminal al que denominan vena cava superior, el verdadero pozo del espanto. La

sensación de vahído alcanzó su punto máximo cuando comencé a levitar, describiendo

amplios giros en el interior del atrio derecho del corazón. Ya estaba en el paso de la

muerte. Aún aturdido, percibí la violencia de un terremoto que produjo una grieta en el 

 piso por la que fui absorbido hacia el interior del ventrículo derecho; descendí casi rozando

la pared, oprimido por la presión del torrente, mientras contemplaba con horror el infinito

entramado de cavernas habitadas por las sombras y montículos que alimentaban mis

temores: las trabéculas carnosas. Sabía por mi consejera que debía buscar ahí el amor 

 pero me subyugó el miedo, así que cerré los ojos y sólo esperé a ser lanzado hacia el tronco

 pulmonar y esperar el fin de la pesadilla. Cuando tuve de nuevo algún grado de conciencia,

me encontré vagando entre un ramillete de alvéolos respiratorios en la tranquilidad de un

 flujo suave y continuo. No sabía qué había ocurrido con la molécula de bióxido de carbono

y mi primer impulso, al notar el saco vacío, fue buscar un oxígeno para transportarlo,

como era mi obligación y continuar mi vida normal, pero para mayor extrañeza de quienes

lean esta historia me contuve. Por primera vez suspendí las labores y me dediqué a

reflexionar. No se cuánto tiempo transcurrió pero al fin comprendí que no podía seguir 

ocultando las dudas en el mismo saco junto a las responsabilidades y, de pronto, tuve claro

que el sentido que debía darle a mi vida era el amor, ¡y ya mi maestra me había dicho

dónde encontrarlo! En un impulso tiré la bolsa y con la rapidez suficiente para no otorgarle

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más tiempo a mis miedos me lancé en busca de los conductos sanguíneos de mayor 

tamaño, pues sabía que de ese modo alcanzaría alguna vena pulmonar que me conduciría

sin escalas al corazón. Obcecado por el delirio de un amor imaginario, nadé sin descanso

echando al olvido mis obligaciones. Ya estaba decidido a impedir que mi vida continuara

siendo una rutina, así que avancé hasta que pude divisar la desembocadura que me

depositaría en el atrio izquierdo del corazón; instantes después comencé a disfrutar la

deliciosa fuerza de una espiral que me arrastró hasta el fondo, justo en el momento en que

el piso cedió para permitir el paso de la catarata que, finalmente, habría de transportarme

hacia la punta misma del ventrículo. Admiré durante la caída el magnífico espectáculo

conformado por las trabéculas carnosas, grutas de diversos tamaños y formas talladas en

la pared, entre las que noté graciosas siluetas que parecían jugar en sus profundidades; no

comprendo cómo había ignorado antes toda esa belleza. Estaba ya en el santuario del 

amor y ahora sólo debía esperar a que alguna sutil corriente me arrastrara al laberinto de

cavernas. Pronto resulté navegando por un paraíso de estalactitas y estalagmitas. Por 

 primera vez, en mis treinta días de vida, me encontraba recorriendo sin recelo el interior de

la pared del ventrículo izquierdo. El paisaje era encantador. Me deslicé por toboganes,

túneles y grietas, y me entusiasmé con el alegre chapoteo de millones de traviesos

globulitos rojos que estrenaban su infancia. Me entretuve flotando en giros y espirales,

 jugando entre las columnas de músculos que con cada latido colapsaban y, con la misma

elegancia, se estiraban para generar enormes olas que eran aprovechadas por las

multitudes. ¡Multitudes, sí!, miles de millones procedentes de todos los lugares, de todas

las especies; linfocitos, macrófagos, eosinófilos, fibroblastos e incluso células cancerosas;

el lugar resultó ser un maremagno infestado de turistas que parecían afanados por 

sepultar allí sus tristezas, que solo pretendían sentir la impetuosa convulsión de la

existencia. No sé cuánto tiempo permanecí excitado ante todo ese entusiasmo,

escudriñando de lado a lado, repasando los mismos júbilos dispersos desde la cercanía

hasta la profundidad de mi vista, hasta que un detalle me sustrajo de mi abstracción: me

 pareció notar una silueta que desaparecía detrás de una columna carnosa cada vez que

volvía la mirada a la izquierda. Supe que alguien me estaba observando. Volví entonces a

mi ritual pero esta vez terminé con un giro tan rápido, que no le permitió a la sombra

ocultarse de nuevo. Quedé fascinado: ¡Era una angelical plaqueta! Tal fue el impacto que

 por primera vez palidecí, algo bastante extraño en los de mi raza. No pude apartar la

mirada y quizás habría permanecido estático, de no ser porque su tímida sonrisa me atrajo

con fuerza gravitacional. Me acerqué y ella me esperó. Le sonreí y ella continuó

sonriéndome. Sin el permiso de ninguno de los dos nos besamos. Pronto los giros, las

volteretas y los chapuceos no eran míos ni de ella, eran de ambos. Comenzó a inspirarnos

la misma ilusión y una misma fuerza intervino las dos almas. Pasaron los minutos, las

horas, un período entero de mi vida habitando juntos el interior del corazón. Ahora que

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escribo esta nota justo antes de mi nuevo cumpledías observo que en todo este tiempo casi 

hemos olvidado el mundo exterior. Solo nos importa este lugar y por eso debo relatar aquí 

las razones de una decisión. Hace algún tiempo partimos en dirección de la válvula

arterial, el retén que marca la salida del ventrículo y el ingreso a la autopista aórtica, un

sistema de vías con conexiones a todos los lugares del mundo. La intención era tomar la

ruta hacia los santuarios de la razón en el cerebro y tratar allí de comprender la lógica de

nuestro amor. Cruzamos entonces el paso fronterizo, pero cuando se cerraron las tres

compuertas surgió la duda. Habíamos abandonado la seguridad del corazón y en ese

único instante la tormenta plasmática nos separó. Fui lanzado al orificio de entrada de la

arteria coronaria derecha y, antes de ser succionado hacia el interior del túnel, alcancé a

divisar a mi bella plaqueta en el otro extremo, perdiéndose en el interior de la coronaria

izquierda. Cuando sentí que moría, en el breve lapso un recuerdo prolongo mi dolor. Sabía

 por mis viejos recorridos que los dos vasos terminaban en el mismo lugar; la punta del 

corazón, y con esa esperanza permití que la corriente definiera nuestro destino. Concluyo

entonces este relato contando nuestra decisión; comprendimos que era peligroso buscarle

razones al amor. Supimos que sería imposible experimentar otra ausencia y por eso

 pactamos vivir por siempre en el vértice del corazón. Ahora, con la ayuda de muchos que

conocieron nuestra historia, estamos construyendo un refugio mágico de fibrina, que

según las viejas leyendas es muy seguro para el amor. Dicen que una vez terminado, las

 peligrosas marejadas sanguíneas se apaciguan. Nos han contado además que ninguna

otra fuerza amenazará ya nuestra unión, porque es tan grande su poder que hasta detiene

el corazón…

CARLOS ALBERTO ESTRADA GÓMEZ 

Primer puesto Concurso de cuento Facultad de Medicina - 2008

Categoría B – Docentes y Administrativos

Universidad de Antioquia