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— 1 — EL CALOR  Y LA FURIA Ricard o V irhuez 

el calor y la furia

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EL CALOR

 Y LA FURIA 

Ricardo Virhuez 

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 A Carlos Fuller y Eleazar Huansi,mis amigos de la selva.

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LA ESCUELAA veces daba pena ver el local abandonado, las carpetas

rotas, los baños sucios y las paredes de los salones cayéndosea pedazos en Bellas Artes.

 Y a pesar de la pobreza, del abuso de algunos profeso-

res que vendían notas, los estudiantes se inventaban pince-les, telas y bastidores, y si no había óleos, creaban pinturascon tintes naturales.

Las clases en las calles, las plazas o las orillas del Itayaeran las inolvidables. No eran clases, en realidad. Eran reu-niones con amigos en las que mirábamos las aguas y los bo-tes, la luz y la gente, y las dibujábamos o pintábamos comosi nacieran nuevamente con nuestros colores.

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SHANDRINACon Shandrina salimos de Bellas Artes hacia el bu-

levar. Era de noche y la gente paseaba y lo miraba todo.Bebimos una cerveza mientras ella me contaba sus tristezas y uno quería que todo el dolor del mundo se hundiera enese río Amazonas que cada día se alejaba más de la ciudad.

Ella se aguantó las ganas de llorar. Reía, más bien,aunque el dolor sacudiese su memoria. Cuando nos despe-dimos, había luna llena. Era una luna inmensa, muy roja,como enojada contra tanta pena acumulada. Era una lunahermosa y solidaria.

EL PROCESOSegún Franz, a Joseph K. lo acusaron de algo que nun-

ca se supo y lo ejecutaron por ello. Y una novela mía meprocuró la denuncia de un periodista corrupto por aguarlela fiesta de vaca sagrada.

No fue algo extraordinario. Por lo menos a Vargas Llo-sa le quemaron los libros y a Jean Paul Sartre le reventaroncargas de explosivos en su casa. Por eso no me pareció he-

roico aguantarle el circo a esos jueces que interrogaban ysentenciaban en favor de sus amigos.

Pero Palacio de Justicia se incendió, y hubo que reírsede sus infamias y de todos sus expedientes carcomidos porla injusticia.

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EL MURALPara el aniversario de Iquitos la alcaldía nos aprobó

el proyecto de un mural de cincuenta metros que retrata-ría la historia amazónica. Solo una atingencia: que ese solque anuncia el amanecer en nuestro proyecto no parezca tanrojo, por favor.

Clíver Flores, Pablo Güivín, Carlos Fuller, Héctor Utia y yo cargamos con andamios y galones de pintura y empe-zamos a lijar, lavar, espatular, dibujar y pintar los fines desemana. Inevitables cervezas y gaseosas nos acompañaban, yuna tarde Shandrina se dio el trabajo de traernos baldes conrefrescos oportunos.

Desde una tinaja atravesada por una espada, la sangrese derramaba en olas por la invasión española y formaba unabandera rojiblanca junto a un indígena amazónico musculo-

so y firme. Y al final, las canoas y lanchas enrumbaban haciael amanecer, donde se alzaba un sol inmenso. El sol fue pri-mero amarillo, para hacerle caso al alcalde, pero le agrega-mos naranja, y luego rojo, más rojo, y se quedó finalmentecon ese hermoso color de la rabia y la esperanza.

LA CHARLA—¿Por que a los loretanos siempre nos tratan como si

no fuésemos peruanos? —preguntaba un niño en las callesde Iquitos.

—Porque el gobierno siempre trata a los peruanos

como si no fueran peruanos —respondía otro niño.

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—Hay que ser extranjero, entonces, para que nos tra-ten como peruanos.

—Hay que ser gobierno, más bien, para volver a serperuanos.

EL GRITOAl lado de mi casa se alzó un grito largo. Luego el

llanto. El dictador había firmado la entrega de territorio pe-ruano al Ecuador y el regalo de Tiwinza. Los hijos de tantasmadres habían muerto inútilmente. La voz decía:

—Mi abuelo murió defendiendo al Perú en la guerradel 41.

 Y su dolor hendía el aire y caminaba tumultuoso.

EL DICTADOR De pronto, una noticia nos cayó de sorpresa. En una

clínica de Londres la policía inglesa había arrestado al exdictador Augusto Pinochet.

Leímos dos veces la noticia, ajustamos las radios, acla-

ramos las imágenes de los televisores. ¿Era cierto?Un juez español lo perseguía por todo el mundo, acu-

sándolo, entre otras naderías, de genocidio. Chile saltaba de júbilo y de cólera. Los peruanos mirábamos hacia nuestrodictador. ¿Acaso las dictaduras ya no podrían asesinar im-punemente?

Fujimori nos pareció más débil, menos poderoso. Una víbora de papel.

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LA MEMORIAEn esos días los diarios publicaban los crímenes de Pi-

nochet. La televisión pasaba las voces de los generales gol-pistas cuando asaltaron la Casa de la Moneda.Allende había sido asesinado, rematado a balazos por

cada uno de los militares que subieron a prenderlo, y sucadáver quedó con el rostro destrozado a culatazos. Así locontaba Gabriel García Márquez.

Pinochet había dicho:—Métanlo en una caja y mándenlo a Cuba...Ordenó la ley marcial. La grabación de su voz lo repe-

tía, y sin mirar mirábamos al monstruo. Y al mirarlo, mirá-bamos a nuestro dictador de turno.

CASTIGOAlfredo García fue mi alumno en Bellas Artes. Su pa-

trulla había sido una de las primeras en ir al Cenepa y de-fender la frontera.

—En el primer enfrentamiento matamos quince ecua-torianos y tuvimos cuatro bajas. Después, condecoraron al

teniente que nunca estuvo con nosotros. A mí, que era sar-gento y comandaba la patrulla, ni me nombraron.

Hace poco a su hermano lo encontraron muerto juntoa la aleta de un árbol. Hacía el servicio militar y tenía unostres meses de fallecido en plena selva.

—Picadura de víbora —conjeturó Alfredo—, mina

antipersonal, qué sería. Yo me salí del ejército a tiempo. Es

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que hay mucho abuso, harta injusticia. Por eso creo que a mihermano lo mataron con un castigo. Pones las rodillas y las

manos sobre el piso, y esperas la patada en el vientre. Si noaguantas, se te rompe el hígado, las costillas o el estómago.Por eso servir a la patria es como servir al enemigo. Te sacanla puta madre por las huevas.

LOS SOLDADOSPor la noche el periodista Hildebrandt presenta a tres

ex combatientes de la guerra del Cenepa. Son jóvenes y larabia se refleja en la mirada. Ellos arriesgaron sus vidas y

 vieron morir a sus compañeros. La traición de Fujimori lespenetra el alma. Se sienten humillados.

Dos de ellos explican, protestan, expresan su cólera con

palabras sencillas. El tercero se dispone a hablar. Titubea. Sequeda mudo. Y una lágrima de impotencia asoma acusadorahacia la pantalla de televisión.

 También nosotros nos quedamos mudos.

DON PANCHO Yo conocí a un ex combatiente del 41. Se llamaba

Francisco Almeida y era padre del poeta Armando.Sus ojos grandes miraban limpiamente y hablaba cui-

dadoso, cómplice. No hablamos de la guerra. Nuestros temasfueron los viajes, las mujeres, las anécdotas curiosas. Mien-

tras esperábamos a Armando, llovía. Los verdes relámpagos

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empujaban aguas y vientos. Murió poco antes de año nuevo.El estado o el ejército al que sirvió no se acordó de él.

Ese mismo día murieron tres jóvenes ebrios y de fami-lia acomodada, cuya motocicleta se había estrellado contrauna pared. Fue inmensa la atención que recibieron. Toda laprensa y la ciudad entera no comentaron otra cosa.

Francisco Almeida se fue en silencio. Héroe del olvido.

ALCALDESAUna tarde almorzamos con Manuel Mosquera en casa

de Delicia Manzur. Ella servía y hablaba dulce, reilona. Supadre nos mostró la mano.

—Aquí me mordió la shushupe, y en el brazo también.Sobreviví dos veces a la muerte.

Manuel en cambio hablaba lento y sus anécdotas seperdían entre nuestras risas. Delicia miraba lejos y teníasueños para cambiar la educación, para torcerle el cuello yhacerla nacer de nuevo.

Años después fue candidata a la alcaldía de Punchana, y ganó. Increíble ver a Delicia de alcaldesa.

Nunca la visité. Los amigos me contaron después his-torias de su metamorfosis. Martín Reátegui me dijo que laencontró en Quistococha y se acercó a saludarla.

—Hola, Delicia, cómo estás.—Un momento —dijo ella—. Estás con la Señora Al-

caldesa de Punchana. Así que más respeto.

 Yo la encontré más adelante, durante una graduación

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en la universidad. Charlamos un poco. Me siguió la conver-sación y, pura fórmula, me invitó a visitarla.

La sorpresa vino después.Fue candidata a la alcaldía de Maynas por el dicta-dor. Los que la conocíamos nos sentimos estafados. ¿Porqué ella?

La tristeza tuvo que llegar. Durante la explosión popu-lar, los manifestantes asaltaron la municipalidad de Puncha-na, la saquearon y quemaron. Verían en Delicia a Fujimori,

 y atacaron el símbolo. Llegaron a su casa, la apedrearon, sellevaron lo que pudieron y destrozaron todo.

Delicia se quejó a la prensa. Había pedido ayuda a lamarina y la policía, y ellos se habían negado. ¿Así le pagabansu apoyo al gobierno?

LAS PALABRASAl poeta Fernando Fonseca la ira le quemaba las pes-

tañas.—Chino de mierda —decía.—Cómo puta va a regalar nuestro territorio —decía.

—Yo me quedé a dormir en la plaza 28 de Julio —de-cía—, y vi arder el hotel Río Grande, y después el Palaciode Justicia. Lo quemaron todo, carajo, todo. Ese Palacio de

 Justicia donde estaban los delincuentes con corbata.Le conté que en mi época de estudiante universitario

los sanmarquinos quisimos incendiar varias veces el Palacio

de Justicia de Lima.

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—Pero las bombas lacrimógenas y las balas —me ex-cusé—. En cambio ustedes sí pudieron, pendejos.

Días después, el presidente de la Corte Superior dijocómo era posible, se habían quemado archivos irrecupera-bles de la historia de Loreto, los primeros expedientes de loscaucheros, la memoria de nuestro pueblo.

Nosotros nos reíamos. Y es que sabíamos que ese ar-chivo húmedo y comido por las ratas, que nadie podía vi-sitar ni estudiar, guardaba la vergüenza de Loreto. Los jui-cios inútiles a los caucheros, comerciantes y traficantes detodo tipo, porque ellos compraban el poder. La mentiras yobsecuencias de jueces y abogados, que se humillaban anteArana para mantenerse en sus puestitos. Porque el poderlo tenían los caucheros y comerciantes. Porque el genocidaArana fue alcalde de Maynas a comienzos de siglo, presi-

dente de la cámara de comercio, senador de la república, yni siquiera una comisión judicial venida desde Lima pudocontra él.

Palacio de Justicia ardió con su sótano y sus tres pisos. Yo había abandonado la abogacía porque me convencí deque la justicia no existía en el Perú, y que los abogados, jue-

ces y fiscales eran los vampiros del pueblo. Pero cuando vique ardía el Palacio de Justicia de Iquitos pensé que sí, acasola justicia no era tan invisible como yo creía, y que tenía unúnico, caluroso y rotundo color popular.

 Y no sé, pero aquella noche amé a mi mujer comonunca.

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DESDE ATRÁSDaban ganas de decir que todo había comenzado con

el tratado de paz con Ecuador. Pero en realidad había co-menzado mucho antes. En 1922, en secreto, el presiden-te Leguía había cedido, vendido o regalado ocho millonesciento treinta mil hectáreas a Colombia, con todos sus ha-bitantes peruanos.

El pueblo de Loreto se armó de coraje y fue al rescatede Leticia, poblado peruano en el bajo Amazonas, y tomó laciudad. Pero el ejército peruano hizo lo contrario. RetomóLeticia, arrestó a los peruanos sublevados, arrió la banderarojiblanca e izó la colombiana.

Esa herida jamás pudo cerrarse. Y aunque no habíaresentimiento contra los colombianos, sí lo había contra unEstado corrupto y traidor a su propio país.

Luego, la campaña contra Ecuador el 41, y los com-bates aislados que se acumularon con los años, hicieron deEcuador un pueblo resentido contra el Perú, y de Loreto unpueblo listo, año tras año, a enviar a sus hijos al inútil sacri-ficio en la frontera.

VAMPIROSLa producción de petróleo no convirtió a Loreto en

una región rica y próspera. Como no hicieron rico a Cerrode Pasco sus inmensos yacimientos mineros. Ni a ningunaregión peruana, que sufría la extracción desalmada sin que

las ganancias volvieran a la tierra que las producía.

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En otras palabras, la gran burguesía peruana, centra-lizada en Lima y compuesta por peruanos de orígenes dis-

tintos y extranjeros, le ganó la guerra a las burguesías pro- vincianas, generalmente oportunistas y de pocos alcances,dispuestas a contentarse con un canon, reducción de im-puestos y facilidades tributarias y aduaneras.

SIN ROSTRO—¿Por qué la burguesía local no pudo construir las

bases de una industrialización en la Amazonía? —preguntaMosquera.

La respuesta no puede ser más obscena.—Los grupos de poder se formaron —responde Mos-

quera—, y aun ahora se mantienen, gracias al narcotráfico y

al contrabando. Rita Haring tenía razón al llamarlos lum-pen-burguesía.

—Por eso los dirigentes políticos no aspiraban a otracosa que al usufructo del poder mediante coimas, regalías

 y toda forma de goce de tesorería —expone Mosquera. Yremata:

—La burguesía regional carece de rostro propio. Notiene ambiciones ni proyectos de desarrollo. Pero es ella laque se alía al pueblo que exige autonomía. Para ser elegida

 y manejar los fondos públicos. Para convertir en miseria lapobreza. Para, en fin, dejar que el pueblo haga la historia yella la disfrute.

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LAS RAZONESCuando empezó a arder Palacio de Justicia, a los jóve-

nes se les iba los ojos al ver tantas computadoras, teléfonos y máquinas de escribir, y algunos cargaron con ellas. Peroafuera estaban los que ponían orden, los que explicaban queno habían venido a robar sino a demostrar al dictador quelos loretanos tenían los huevos bien puestos.

Entonces arrojaron las máquinas contra el piso hastaque se hicieron pedacitos y las quemaron todas.

LAS CALLESVarios policías se armaron de valor y se enfrentaron al

iracundo pueblo.Los palos, frutas podridas, pedazos de ladrillos y cas-

cajo empezaron a llover, y los uniformados retrocedieron,corrieron, con las calles llenas de gente persiguiéndolos en-tre gritos y carcajadas.

SOCIEDAD

Un capitán de policía vestido de civil disparó a quema-rropa y el hombre cayó. Los sublevados se detuvieron un se-gundo, sorprendidos por el estruendo. Enseguida reacciona-ron, persiguieron al asesino, quien corrió de la mano de unamujer hasta la iglesia y el cura los hizo pasar rápidamente ycerró el portón.

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Afuera la gente gritaba y aporreaba las puertas indig-nada. Por un instante, la suerte de la iglesia matriz se en-

contró en manos de alguien que dijo ‘no’ cuando un grupopropuso quemar la iglesia.El capitán de la policía ya había salido por la puerta

trasera.

NUESTROS ROSTROSLas calles tenían los colores que la gente quería poner-

le. Nuevamente el pueblo era dueño de su ciudad. Ardió eledificio del gobierno regional, donde se tejían los contratosde construcción con el debido porcentaje para el dictador.Ardió el local de pesquería y la biblioteca del archivo regio-nal.

La televisión nos mostró a la gente corriendo, gritan-do, saltando, incendiando los locales del gobierno.

Algunos salían de sus casas a mirar lo que pasaba yse demoraban horas, se metían en las marchas y de prontoestaban gritando a todo pulmón contra la dictadura y enfavor de Loreto.

EL DESQUITEUn enojado policía cogió a un niño que corría eufórico

entre los manifestantes y lo metió a rastras en su casa. Lagente lo vio y se acercó. Apedrearon las ventanas, arrancaron

la puerta y se metieron. Al policía lo agarraron a puñetes y

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patadas, y mientras le pegaban, el niño se escabulló por en-tre tantas piernas y gritos.

Afuera habían roto el cajero automático del Banco dela Nación y los billetes de colores comenzaron a correr demano en mano, hasta que desaparecieron entre tantos bolsi-llos sedientos y caritas súbitamente ilusionadas.

BANDERAS NEGRASLas banderas negras empezaron a imponer su dominio

regionalista. Junto a la rojiblanca, la bandera negra no dejóde flamear por el luto de la entrega de Tiwinza y otros te-rritorios a Ecuador. Iquitos semejaba una ciudad anarquista.

La estatua de Fernando Lores, en medio de la pla-za que llevaba su nombre, lucía con ambas banderitas fla-

meando bajo el calor inclemente de la Amazonía. Tambiénlos negocios yacían embanderados con el luto adelante paramayor seguridad.

IMAGEN

Una noche, durante una práctica de fotografía en Be-llas Artes, paramos la sesión y nos quedamos con la velaencendida y la cámara dormida. En los otros salones todavíaresonaban los dictados de los profesores y el calor castigabaa todo galope.

Hablamos de tantas cosas en ese silencio. Karina, de

pronto, empezó a contar.

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Había intentado suicidarse de pequeña, sus padres sepeleaban y sus hermanitos y ella sufrían los golpes malveni-

dos. Había más en sus palabras y en su mirada. Sus lágrimasestallaron ante la luz de la vela, y éramos niños que compar-tíamos los caprichos de la memoria inoportuna.

VOCESAl comienzo, me encontraba en el teatro en pleno fes-

tival universitario. El grupo Huayruro ponía mi poemarioVoces   en escena, y para mí resultaba macanudo mirar mispropia poesía en la voz de esos muchachos que bailaban,cantaban y se movían buscando el ritmo secreto a la palabra.

Casi al final, la noticia de la rebelión corrió de boca enboca. Cuando salimos, la ciudad estaba a oscuras, los moto-

carros corrían como locos y la gente caminaba sorprendida y curiosa entre las calles que habían tomado repentina ac-tividad.

En Iquitos había amanecido aquella noche.

LA VISITALos diarios, la tv y la radio dieron rápidamente la ver-

sión que coincidía con nuestras miradas. Con Magaly sali-mos temprano a recorrer las calles. Restos de vidrios, ma-deras rotas y cascajo estaban regados por las pistas. Un autoincendiado yacía cortándonos el paso hacia la plaza 28 de

 Julio. También la policía nos impedía caminar, pero desde

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la distancia podíamos ver el Palacio de Justicia y parte delhotel Río Grande quemados.

La gente comentaba. Se reía. Y por las calles se respi-raba un airecillo a dignidad recuperada.

IMAGEN DE CIUDADPor la Próspero pasó un grupo de manifestantes. Era

temprano en la mañana. Varios comercios habían sido des-truidos y saqueados. Las banderas negras ondeaban en loalto de las casas comerciales, cerradas o semicerradas.

En la plaza de armas los manifestantes se congregaron.Alguien lanzó un discurso. Una inmensa bandera negra seizó en lo alto del asta oficial de la plaza. Se oyeron hurras,

 vivas a Loreto y muerte al dictador.

Una hermosa muchacha tomaba fotos y pedía discul-pas a medio mundo. Era una modelo estadounidense y pa-recía admirada, sorprendida.

Rápidamente el grupo avanzó por otra calle y sus vo-ces siguieron oyéndose a lo lejos. A esa misma hora cientosde policías de asalto aterrizaban en el aeropuerto enviados

desde Lima.

LA CÓLERALos ministros de la Presidencia y del Interior habían

llegado a Iquitos y organizaron una manifestación contra

el Frente Patriótico de Loreto. Este reaccionó rápido. Se

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hicieron las reuniones pertinentes, las órdenes secretas, losgrupos necesarios. Era de tarde.

Unos activistas cerraron algunas calles, otros captura-ron la bandera de la reunión gobiernista, y los últimos tum-baron los equipos de sonido. Hubo roces, gritos, insultos,empujones, amagos de pelea. De pronto, la gente acudió.No se sabía cómo. La marcha estaba dándose. Dijeron quelos ministros estaban en el hotel Río Grande, y ahí acudie-ron. Una camioneta oficial salió estrepitosamente y arrolló aabuela e hija. Las dos fallecieron. Fue la chispa.

El hotel fue apedreado e incendiado. La gente corrióhacia el gobierno regional y, más tarde, hacia el palacio de

 justicia. Ya era de noche. Así había empezado todo, ese 24de octubre de 1998, cuando los hombres se vistieron de dig-nidad y de furia.

LOS HOMBRESLos periodistas de la dictadura se pusieron de acuer-

do: la asonada loretana fue la reacción de gente ignorante,resentida, manipulada; todo había sido producto de la infil-

tración del servicio de inteligencia, que incendió las institu-ciones públicas para desaparecer las pruebas del gran robodel ministro de la presidencia, anteriormente presidente delgobierno regional de Loreto.

Es decir, para ellos, el pueblo loretano carecía de enojo,de dignidad, de arrebato, de rabia propia y verdadera. Pero

sabíamos que esos universitarios que habían dirigido oculta-

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mente las marchas, esos jóvenes estudiantes, comerciantes yprofesores que habían puesto orden durante los incendios y

saqueos, no necesitaban del crédito de nadie para saber quela ira popular era sincera. Y auténtica.

OTRO REGIONALISMOIquitos parecía una ciudad tomada. Los policías veni-

dos de Lima apuntaban sus largos fusiles y tenían listas lasbombas lacrimógenas.

—Así hicieron —dijo un amigo— no hace mucho: alos policías costeños los mandaban a la sierra a matar serra-nos, a los serranos los mandaban a la costa a matar costeños,

 y a los charapas los mandaban a matar serranos y costeños.Así se aprovechan de nuestro odio regional, de nuestra es-

tupidez.Los policías provocaban, y llenaban la ciudad con sus

botas infames.

LECHUZAS

No todos los loretanos andaban con el hígado revuelto.Algunos llevaban la panza llena y los bolsillos recargados. Elgrupo Urcututu, por ejemplo, que reunía a muchachos conel ego recargado, exudaban un raro complejo de inferioridaden sus malos escritos.

Criticaban duramente a todos los que estuviesen en

contra de Fujimori. Y tal vez por eso ocupaban cargos de

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asesoría y puestos docentes, justo desde donde podían cum-plir servilmente con el servicio informativo. Y hasta ganaron

premios, los pobres. Y escribían ardientemente en Pro&-Contra, acaso la publicación montesinista más amarilla dela historia loretana.

Buenos muchachos. Es decir, buenos soldados de lacorrupción y el odio contra el pueblo. Y ahí están, vivitos ycoleando, haciendo patria todavía.

VIAJE—¿Y por qué no vamos a Pevas? —dijo Grippa.—Claro, por qué no —respondí.Subimos a su bote y pronto, con el viento que azotaba

la cara, nos deslizamos sobre el Amazonas y fuimos nave-

gantes solitarios que bebíamos cerveza mientras gritábamosnuestras palabras. En pleno vuelo, una lluvia repentina. Abrílos brazos y recibí el viento y los goterones entre carcajadas.

—Solo un loco feliz actúa como tú —dijo Grippa.Le entendí la intención y brindé por todas las cosas

buenas y malas que la vida aún nos tenía reservadas.

ARTISTASEmilio López quería que los alumnos de Bellas Artes

de Iquitos pudieran pintar desde el último piso del inha-bitado edificio del Seguro y le retaran al miedo, o simple-

mente visitar la morgue para pintar cadáveres. Clíver Flores,

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más tranquilo, quería que sus alumnos volaran con el color,que pintaran lo que fuera, pero que emprendieran el viaje

de los colores apasionados y recién nacidos. Pepe Morey eradivertido y amiguero con sus alumnos, y sabía ser maestroen medio de sus experimentos figurativos. Nancy Dantas sereía con su risa franca y amplia, y pintaba cielos y aguas ycasitas humildes, y nuestra admiración por su obra iba pa-reja con nuestra admiración por ella. Eran maestros locos ypintores rigurosos. Artistas nomás, dirían, y brindarían porla vida sin pérdida de tiempo.

HOMBRES DE RÍOLos amazónicos son hombres de río, pero la gente de

la costa y de la sierra prefiere llamarlos ‘charapas’, como se

llama una tortuga. Nadie sabe por qué.Su valentía es histórica. La etapa colonial, que duró

tres siglos en la costa y sierra, apenas existió en gran parte dela selva. Los indígenas no se dejaron esclavizar fácilmentepor los curas y soldados españoles, y sus rebeliones se dieronpor centenas, casi siempre victoriosas.

Por ejemplo, cuenta Charlotte Seymour que en 1599unos veinte mil indígenas al mando de Quirruba tomaronpor asalto la colonia de Logroño. Era medianoche, y la ma-tanza de españoles fue espectacular. Cogieron al goberna-dor, lo desnudaron y le hicieron tragar oro fundido hastaque le estallaron las tripas, a ver si así calmaba su sed de oro.

Las españolas jóvenes estaban buenas. Eran el premio.

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RAMÓN CASTILLAEn la plaza Castilla de Iquitos hay un monumento al

libertador de los negros que mira al Amazonas. La amazo-nía le rinde homenaje, también, porque fue el primer pre-sidente que se preocupó por la selva, y envió barcos paracuidar este territorio olvidado.

Con Manuel Mosquera bebíamos gaseosas en la bo-dega de don Víctor Edery, un judío buena gente con quiencompetíamos en ajedrez, cuentos e historias de la vida.

—Pero Castilla dio la orden de libertad a los negros—dice Manuel— porque estaba rodeado por una subleva-ción de indios y negros, y no le quedaba otro camino; sino,tomaban Lima.

—Y la forma como entró en la selva —digo, recuer-do— fue a punta de cañonazos contra los asháninkas, a

quienes llamaba chunchos. Quería esclavizar indígenas parareemplazar la mano de obra dejada por los negros. Pero losasháninkas lo enfrentaron.

—Y se consoló trayendo culíes con engaños desde laChina.

—Y aunque parezca mentira, Miguel Grau, el que des-

pués fuera héroe en la guerra contra Chile, fue el que traíachinos esclavizados en su barco mercante.

Pero don Víctor Edery llegaba con su cajita de ajedrez, y nos olvidábamos de la historia que nunca nos enseñaronen la escuela.

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LÍDERESAlgunos nombres de líderes indígenas llegaron hasta

nosotros: Jumandi, Beto, Guami, Imbate, Paujimato, Busi,líderes de la llamada Rebelión de los Brujos en 1587; el co-cama Pacaya, que se rebeló en 1666; Torote, el asháninka,levantado en 1737; la ofensiva más célebre de Juan SantosAtahualpa, que movilizó a shipibos, conibos, amueshas y as-háninkas en 1742; y en 1766, la rebelión de Runcato y losshetebos, shipibos y cunibos; y el aguaruna Anacuni, líder deuna rebelión en 1830.

Pero estos alzamientos contra el poder explotador dela colonia y la república fueron dados por centenares, y losnombres de sus dirigentes aún nos son anónimos. Baste re-cordar la resistencia indígena contra el genocidio del cau-chero Julio César Arana a comienzos del siglo XX, y contra

otro cauchero no menos sanguinario como Fermín Fitz-carrald. Los huambisas todavía recuerdan a Sharián, líder

 victorioso contra los caucheros y los soldados. Pero cuandoSharián fue viejito, querido y respetado, fueron los soldadosa prenderlo. Le hicieron cavar un hoyo en la tierra, y luego ledispararon. Pero ahí está Sharián, obstinado en la memoria

de su gente, el lugar más duradero para los hombres quemurieron pero nunca se quebraron.

MEMORIA Y a pesar de todo, seguíamos dándole a la memoria.

Los loretanos vivían orgullosos de su historia rebelde. En-

tonces recordamos:

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—A comienzos del siglo XX, hubo un alza de pre-cios en Iquitos y los comerciantes acaparadores cerraron sus

tiendas. Naturalmente, el pueblo salió a las calles.—Y qué pasó —dijo la bella joven que nos acompa-ñaba.

—Surgió de la nada una mujer llamada Rosa, a quientodos empezaron a llamar La Capitana. Rosa, la Capitana.Ella guio la furia. Se marcaron los negocios usureros, y seprocedió a abrir puertas y repartir los víveres a la gente.

—¿Y quién era Rosa la Capitana?—Nadie lo sabe. Después de ese levantamiento, nadie

más supo de ella.

REQUENA

Luis Urresti acaba de contratarme como redactor desu revista, y nos embarcamos rumbo a Requena, su ciudadnatal. Allá conozco a su padre, su esposa y su pequeña hija,que había nacido el mismo día y año que mi hijo Jerzy. Visi-tamos la ciudad, tomo fotos y grabo entrevistas.

Sin embargo, algo más profundo me llena el alma en

esos momentos. Mientras miro el horizonte verde que sealeja del río Ucayali, creo mirar a los matsés, esos hombresdel río que justo el año en que yo nací se enfrentaron des-nudos y solos contra una expedición armada de Requena,

 y enseguida contra la aviación peruana y una flota aérea demarines norteamericanos que los ametrallaron y bombar-

dearon.

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—A veces los matsés vienen a la ciudad —me diceLuis Urresti—. Son tranquilos y reilones.

 Y me muestra un enorme arco mayoruna, y yo imaginola carrera, el desbande en medio de la selva bombardeada, laresistencia de los sobrevivientes.

Es hora de partir, y la lancha nos espera con las hama-cas colgando y los pasajeros que caminan, se acomodan yapuran una última cerveza antes del regreso a Iquitos.

PANAIFOSi alguien viaja a Iquitos y no brinda una noche con

Arnaldo Panaifo, se pierde una oportunidad única paracompartir la alegría desaforada de este narrador y poetadesbordante. A Arnaldo Panaifo no le importan los premios

 y condecoraciones, aunque sí le importa los amigos, y lascervezas siempre son bienvenidas.

En medio de la sumisión de periodistas y escritoresloretanos a la mafia escandalosa de un cura agustino, Pa-naifo nada contra la corriente y dice sus verdades. Por esodesde hace años publica mensualmente una revista calleje-

ra y amiguera, ‘Los shamiros decidores’, cuyas páginas sonatrevidas y apasionadas como el escritor que les da vida. Haganado premios, cómo no, y sobre todo ha ganado amigos, ysu risa irreverente sigue llenando las noches calurosas de losinnombrables rincones de Iquitos.

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SOGA DE MUERTOS Wendeler Siri era zapatero, poeta, médico herbolario,

titiritero y tantas cosas más. Lo visitaba a menudo en sutallercito de la Castilla, y fueron muchas sus invitacionespara beber ayahuasca. Por fin, una noche, cedí. Varios ami-gos pintores me acompañaron en el intento. Vi cosas bellas,colores brillantes y juguetones, imágenes de sueños olvida-dos e ideas perdidas. Y vi mujeres magníficas llamándomea su lado.

—La madre del ayahuasca te quiere —me dijo Siri,riendo—. Te ha hecho ver cosas buenas.

Bebí una segunda vez ese trago tan amargo como unapatada, y vi imágenes horribles, angustiosas. La tercera veztampoco fue agradable. Y la cuarta vez, sin nada mejor, medespedí de esa trampa fugaz que parecía haber dejado de

quererme.

ARMAManuel Marticorena llegó un día a Iquitos luego de

nacer en Huancavelica, estudiar en Ica y ser universitario

en Ayacucho y Lima, y se fue a vivir a Tamshiyacu, un pue-blo cercano donde fue profesor durante muchos años. Pasóa Iquitos, fue catedrático en la universidad, y aprovechó eltiempo para escribir crónicas y artículos sobre literatura, susecreto oficio.

Había nacido en Arma, un distrito tan pequeño como

distante. Y un buen día se decidió y publicó un sorpresivo

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libro de poesía, Vientos de la ausencia , en el que explora yexpresa sus emociones entrañables sobre su pueblo, sus pai-

sajes y su gente. Lo habíamos conocido humilde y tranquilo,pero su poesía ardía con la emoción del artista que expresa ydefiende los caros anhelos de su pueblo, su verdadera pasiónirrenunciable.

ELLOS Tenía la costumbre de comprar víveres por sacos y ca-

 jas para que le duraran el mes entero. Y un día, vio a variosindígenas semidesnudos que de su casa se llevaban un sacode sal sin aviso ni permiso.

Manuel Marticorena suspiró resignado. Lo necesita-rán más que yo, pensó.

Pero a los pocos meses, cuando el mijano había desa-

tado fiebres de pesca en los ríos de la selva, vio nuevamen-te a los indígenas saliendo de su casa. Quiso detenerlos yhablarles, pero miró mejor y descubrió canastas llenas conpescados salados a la puerta de su casa.

Entonces conoció mejor a los indígenas, sus amigos.

AJEDREZEleazar Huansi escribía cartas y documentos en su

 vieja maquinita de escribir en la tercera cuadra de Putuma- yo. Al mediodía o a la tarde nos prestaba una de sus mesas, ysurgían los tableros y las piezas de ajedrez. Enseguida llega-

ban niños, viejos y jóvenes y empezábamos los duelos.

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A veces se hacía noche y la opaca luz de los postes nosadvertía de la exageración. Así la pasábamos, de pie, miran-

do los alfiles y las reinas y los atrevidos peones. Alguna bellamuchacha nos distraía un momento. Y a veces, la tempestad,la lluvia escandalosa que se adueñaba de las calles y nos ex-pulsaba nuevamente a la realidad.

LA RISALo más curioso de Eleazar Huansi eran las muchachas

que lo visitaban. Pasaban por su mesa, él estiraba la mano ylisto, tenía las que quería.

Se reía, contaba las anécdotas más disparatadas queeran su vida, y a menudo las cervezas calmaban nuestro ca-lor de la tarde. Había nacido en Contamana. Viajó a Lima

 y aprendió a arreglar tubos de escape y otros menesteresalimenticios. Se fue a Tarapoto, y trabajó como auxiliar decontabilidad en el ejército. Aprendía rápido.

Después vino a Iquitos, fue declamador de poesía yse autodiplomó como mecanógrafo independiente. Adondeiba, se inventaba un oficio.

Ahora ha publicado plaquetas de poesía y un libro decuentos, ha compuesto canciones exitosas y guarda o regalacientos de poemas inéditos.

 Tiene seis hijos, y ellos escriben o recitan poesía comoél mismo. Su risa es contagiosa. O mejor dicho, él mismo escontagioso como la vida que le late en cada carcajada.

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MARTÍN ADÁNCarlos Fuller se reía por la lentitud de Manuel Mos-

quera. Decía que un día lo encontró a la puerta de su casa, ymientras esperaba que le abrieran la puerta se había queda-do dormido, de pie, esperando bajo la garúa.

Pero Manuel Mosquera era hábil con las anécdotas.Cuenta, por ejemplo, que mientras estudiaba antropologíaen San Marcos se fue a beber cerveza con los amigos. Seencontraron con el poeta Martín Adán y entre trago y tragolos sorprendió el amanecer. Camino a casa, cerca de la VíaExpresa, el poeta Martín Adán, con todo el aura que ya lehabía caído encima, gritó para demostrar su desprecio a la

 vida y a los seres inferiores:—¡Quiero morir, carajo! ¡Quiero morir!

 Y los amigos de Manuel Mosquera, pendejos hasta el

tuétano, se miraron cómplices y cargaron con la ebria hu-manidad de Martín Adán listos para empujarlo al fondo delzanjón.

—¡Socorro, auxilio! ¡Estos locos me quieren matar! —gritó un asustado Martín Adán, mientras se aferraba febril-mente a la oxidada balaustrada del puente.

Los muchachos lo dejaron solo y se retiraron entre elsusto y las carcajadas que nuestra imaginación reconstruía.

MINGA CULTURALLa última Minga cultural que realizamos con Nancy

Dantas, escritores, pintores y teatristas fue en Indiana. No

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salió igual que en Picuroyacu, Micaela Bastidas o Manaca-miri, cuando la gente decidida ayudó a organizar la fiesta de

la cultura, y el teatro nos envolvía y la pintura y las palabrasemocionadas encendían el calor de la tarde.Indiana era un pueblo más grande y olía a pequeña

ciudad, a fútbol y televisores. Pero igual realizamos el pasa-calle con muñecones, zancos, banderolas y vestuarios colo-ridos.

Los niños eran los que más gozaban. Y nosotros.

LOCURAUna mañana llegó Daphne a buscarme. Venía feliz.—Voy a casarme —dijo—. Y quiero que seas mi tes-

tigo.La miré reír, enrojecer, saborear esa loca palabra que se

llama matrimonio.—Veré mi agenda —le dije.Ella se puso seria.Enseguida solté una carcajada.

La felicité por el “suicidio”, y a los pocos días estába-mos en Manacamiri, ese pequeño caserío cerca de Iquitosadonde yo acudía a menudo para escribir y mirar la selva.Ahí fue el matrimonio.

La locura.

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EL TIEMPOViajé a Iquitos por dos semanas. Ese fue el acuerdo

con Ricardo Lacuta, porque queríamos mirarle de nuevo lacara a ese sol que nos había embrujado antes y a esa selva dezancudos y muchachas bellas.

Pero me quedé un mes, luego un año, y así.Permanecí siete años en la selva, como un exiliado

feliz. Ahora mucha gente piensa que soy charapa, y yo nohago ningún intento para corregir la magia y la belleza deesa equivocación maravillosa.

   Iquitos, marzo de 1999.