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Emilia Pardo Bazán Cuentos escogidos El abanico -Como deseaba escrutar el corazón de mi novia -díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas-, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta». Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!... Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla. -Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me instalé a la vera de mi novia, que por cierto estaba guapísima con su mantilla blanca de encaje rancio. Llevaba un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne, escotado, y la juguetona blonda confundía de un modo delicioso los tonos similares de la tez y de la vestidura. Sobre su pelo castaño y fosco, que el sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clavelones enormes, de ese matiz indeciso que no es rojo ni rosa y que al remate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo, dentro del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su manita, cuajada de sortijas, relucía al manejar el abanico, un gran pericón manileño sembrado de flores extravagantes, imposibles. La aureola de la mantilla, haciendo sombra a frente y sienes, profundizaba sus ojos atrayentes e insondables... En fin, era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no olvidar completamente que se trataba de una experiencia de psicología, de que impresiones fuertes e inesperadas descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer momento sufrí una decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos detalles de la fiesta nacional. Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquiera enseña nada nuevo a nadie en la época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí contrariado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio sufrió involuntariamente. ¡Cuánto placer en el capullo cerrado, cuánta delicia en rasgar el velo...! Para más mortificarme, trocándose los papeles, ella misma, experta por intuición, me iba guiando a mí... -Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué precioso! Ahí vienen Sombrerito Chico y El Pajel, con unos andares... Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y una pura filigrana de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy elegante, muy esbelto. De cara morena... Es chistosa su cara...

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Emilia Pardo Bazán

Cuentos escogidos

El abanico

-Como deseaba escrutar el corazón de mi novia -díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino,

en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire,

aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas-, y en las conversaciones de amor casi todo es

mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una

corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La

tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso

de la «cesta».

Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy

marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla

ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan

en seguida. ¡Ejem!...

Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino

pañuelo, fragante, de amplísima orla.

-Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me instalé a la

vera de mi novia, que por cierto estaba guapísima con su mantilla blanca de encaje rancio. Llevaba

un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne, escotado, y la juguetona blonda confundía de un modo

delicioso los tonos similares de la tez y de la vestidura. Sobre su pelo castaño y fosco, que el sol

rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clavelones enormes, de ese matiz indeciso que no es

rojo ni rosa y que al remate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo, dentro

del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su manita, cuajada de sortijas,

relucía al manejar el abanico, un gran pericón manileño sembrado de flores extravagantes,

imposibles. La aureola de la mantilla, haciendo sombra a frente y sienes, profundizaba sus ojos

atrayentes e insondables... En fin, era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no

olvidar completamente que se trataba de una experiencia de psicología, de que impresiones fuertes e

inesperadas descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la vida mi amante

compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer momento

sufrí una decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos detalles de la fiesta nacional.

Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquiera enseña nada nuevo a nadie en la

época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí contrariado de veras. ¡Qué iniciación me

perdía!... Mi amor propio sufrió involuntariamente. ¡Cuánto placer en el capullo cerrado, cuánta

delicia en rasgar el velo...! Para más mortificarme, trocándose los papeles, ella misma, experta por

intuición, me iba guiando a mí...

-Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué precioso! Ahí vienen

Sombrerito Chico y El Pajel, con unos andares... Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de

Pajel y una pura filigrana de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy

elegante, muy esbelto. De cara morena... Es chistosa su cara...

-De cerca, picado de viruelas, con cada agujero así -advertí, porque a ningún novio le hace maldita

la gracia que su novia ensalce a otro hombre-. Un tío más bruto que un cerrojo. Si le zamarrean,

echa bellotas.

-¡Bah! De cerca creo que no habrá muchas ocasiones de contemplarle -respondió Bertina, riendo

coquetamente, penetrando mi intención con agudeza de mujer-, por más que a él y a los de su

cuadrilla me los encuentro en la calle vestidos de corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira: acaba de

entregar el capote de paseo a Félix Nieva... Son muy amigotes.

-Veo que estás informadísima...

-¡Ah, el toro! -exclamó vivamente.

La fiera, que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un bicho negro, poderoso,

que parecía modelado por Benlliure. Sus astas, finísimas en la punta, curvadas con brío

amenazador, contrastaban con la cabeza estúpida, casi dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a

su hora, cuando hubiesen acosado a la res, desgarrado su piel, acribillado su carne, inflamado su

sangre, excitado su desesperación, hinchando sus pulmones con la queja cavernosa del mugido;

pero en aquel instante, sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el picotazo de la divisa, el

toro no sentía más que extrañeza y la nostalgia con que el instinto le recordaba los frescores de la

dehesa, los aromas de los pastos, el borboteo del agua del arroyo...

Iba a comenzar la faena de caballos. Allí esperaba yo a Bertina. Espiaba, en el lago pérfido de sus

pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho que se la hubiesen explicado, la suerte de varas

tiene siempre lo imprevisto y brutal del espectáculo cruento; la sensación material es nueva

necesariamente, aunque la inteligencia la haya razonado de antemano. Rígidos, terciada la pica, los

varilargueros esperaban la embestida de la fiera, que, después de recorrer a escape el redondel dos o

tres vueltas, distraída y desdeñosa, se fijó, por fin, en aquellas macizas estantiguas ecuestres, en los

famélicos bultos que las soportaban, y cuya línea angulosa, desvencijada, se exageraba

caricaturesca en la proyección de sombra. Resopló el toro, partió como un rayo, y mientras la puya

se le hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del vientre del caballo... Brotó de la

rasgadura larga, humeante, todo el paquete intestinal; fiemo y sangre, en hedionda mescolanza, se

emplastaron en la arena; las patas del caballo, al querer arrancar en espantada huida, se enredaron

en el revoltijo de tripas colgantes, y lo pisotearon y despedazaron, sacudiendo trozos y piltrafas; el

jaco, vacío, titubeó, tembló convulsivo sobre sus cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba

pesadamente, tumbose desplomado, mascando el aire con bascas de agonía...

Fijamente miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la mantilla, salía acentuado, como

adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas de su nariz delicada, palpitaban, y sus mejillas

eran dos hojas de magnolia, recién abierta, tersas y blancas, que jamás ha regado el rocío...

Es indudable que siente -pensé al pronto-. Es el horror lo que hace aletear su corazón y albear su

tez. Va a volverse y a decirme que no la traiga más a esta carnicería.

Volvíase Bertina, en efecto. Su rostro, al buscar el mío, sonreía, con travesura deliciosa, con una

mezcla de queja y mimo, de resignación y chuscada, que desafiaba el pincel del retratista más

expresivo. Y su mano, cual relicario de anillos de pedrería, engaste de la joya más valiosa aún de

los deditos ebúrneos y las uñas rosadas, alzaba airosamente el abierto abanico manileño, poniéndolo

como un biombo ante la vista del cuerpo de la sardina despanzurrada, y dejando, a la parte que el

país exornado con extravagantes flores no interceptaba, libre el campo para contemplar ávidamente

cómo El Pajel iba a parear: una galantería al público, un rasgo de condescendencia del diestro...

-De estas cosas feas, lo mejor es defenderse con el abanico -murmuró, traduciendo a su manera la

pregunta de mis ojos-. Porque no viéndolas, ¿verdad?, es lo mismo que si no las hubiese...

-¿Te basta a ti con el abanico? -respondí en el mismo tono confidencial y afable.

-Claro que sí... Ya no se ve ese asco -afirmó, acercando a su nariz el esenciero, que con otros dijes

minúsculos colgaba de su cadena de oro.

Me precio de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de un modo suave e insensible mi

candidatura a la mano ensortijada de Bertina. En este tiempo pude cerciorarme de que el sistema del

abanico lo aplicaba a todos los casos posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que no

quiebra... ¡Y yo no quiero un corazón que se regula por la materialidad de los ojos!

-No estaba usted enamorado de Bertina -objeté-. Si lo estuviese, prescindiría de estos tiquis miquis;

y aun sin estarlo, debió usted comprender que su actitud era eminentemente social. Nadie hace otra

cosa. No se mira lo que no puede evitarse. La sociedad esgrime un abanico inmenso.

«Blanco y Negro» núm. 908, 1908

De: Cuentos de la tierra

Las medias rojas

Cuando la razapa entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor

amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose,

en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las

apuradas colillas.

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto

por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas

aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía

de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al

cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente,

haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba.

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una

humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como

Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color

vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta,

aprisionada en una media roja, de algodón...

-¡Ey! ¡Ildara!

-¡Señor padre!

-¿Qué novidá es esa?

-¿Cuál novidá?

-¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza

del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas

claras, golosas de vivir.

-Gasto medias, gasto medias -repitió sin amilanarse-. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.

-Luego nacen los cuartos en el monte -insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.

-¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias.

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del

labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la

zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

-¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen!

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre

su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la

Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró

los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un

sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en

cuyas entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la

suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino

bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente a la

esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho,

que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían

salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener

acorralada y acosada a la moza, repetía:

-Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada?

¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el

cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes...

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas manecitas,

de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más

violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes

envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador

aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado,

antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que

llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal,

absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó

en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un

desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse

tuerta.

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de

holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos

alumbrando y su dentadura completa...

de: Cuentos trágicos

La mosca verde

Tomábamos o pretendíamos tomar el fresco en la gran terraza de Alborada, una tarde de agosto

abrasadora y enervante, de las poquísimas que, en aquel clima benigno, aprietan con rigor canicular.

El aire estaba saturado no solo del efluvio resinoso, ardiente, de los pinares vecinos, sino de otras

emanaciones peculiares -almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cera de panal-; y en el aire

encendido revoloteaban, además de las mariposas multicolores, insectos de pedrería y esmalte,

enlutadas «vacas de San Antonio», efímeras de gasa pálida, mariquitas de coral con pintas negras,

mosquitos de seda color humo, mientras en la arena brincaban los saltamontes, parecidos a

caballeros enlorigados y se arrastraban las chinches campesinas, limpias y de pintoresca forma, tan

distintas de las urbanas.

Recostados en las mecedoras, hablábamos despacio, emperezados y esperando con ansia el primer

soplo del atardecer que abanicase nuestras sienes. El tema de la conversación era que el calor

disuelve las energías, y disertábamos sobre esa influencia psicológica de los climas, que ya empieza

a reconocerse en la historia.

-Buena es -decía el científico- la firmeza de carácter; excelente su cultivo intensivo, y acertaría el

que afirmó que del propio destino es autor cada hombre; pero a mí, esta naturaleza que nos rodea y

nos agobia, me produce una impresión de fatalidad tan profunda, que casi no me atrevería a pensar

en contrarrestarla. ¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

-Lo somos todo -exclamó el pensador-. Esas fuerzas naturales, las hemos puesto a nuestros pies, a

nuestro servicio. Cada día más saldremos vencedores en nuestra lucha con ellas.

-Crea usted que se toman el desquite; al final no vencemos nosotros... -respondió el Doctor,

pensativo. Y como el sol descendiese, esplendoroso, hacia el castañar, y una ráfaga suave, cargada

de partículas de humedad, viniese de la represa del molino, reanimándonos, se decidió el Doctor a

contar un episodio de su vida médica...

-Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpático, a quien yo conocí en el balneario de Caldasrojas,

y que todas las tardes paseaba un rato conmigo por los caminos solitarios y las sendas aldeanas,

confiándome sus esperanzas, sus aspiraciones y su tenacísima labor. La decorosa estrechez en que

quedaron el chico y su madre a la muerte del padre, los esfuerzos de la pobre mujer para salir a flote

y dar carrera a su hijo, habían influido en el carácter de Torcuato, haciéndole hombre consciente

desde la niñez, y desarrollando en él, con extraño vigor, las facultades de la voluntad perseverante,

sin un desmayo ni una vacilación, y con esa especie de iluminación genial, que lo mismo puede

demostrarse en la creación artística que en la conducta. A los once años, Torcuato llevaba los libros

de una tienda de la antigua ciudad universitaria, donde vivía; a los trece, prestaba el mismo servicio

en varios establecimientos, ganando lo suficiente para sostenerse él y su madre, y a la vez estudiaba,

robando horas al sueño, tan imperioso en el período crítico de la pubertad. Mejor dicho: la pubertad

fue vencida, en sus inquietudes y en sus torturadoras distracciones, por la constancia de Torcuato.

Ni curiosidades ni devaneos le desviaron de su marcha hacia un objeto y un fin. Su vida estaba

regulada cronométricamente; ni migaja de tiempo perdía. Se había fijado, al minuto, el que debía

invertir en lavarse, cepillarse, comer, dormir; y el programa se cumplía exactamente. ¡Digo mal! A

veces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, y realizaba trabajos extraordinarios que pagasen las

matrículas y algún gasto inevitable, extraordinario también. No rehusaba por soberbia tarea

ninguna; capaz sería de limpiar zapatos si creyese que le compensaba la remuneración. Escribía

discursos para los graduandos, sermones para los canónigos, prospectos para los industriales,

memorias para los secretarios de asociaciones... todo lo que le valiese un duro y un amigo y

protector. Así, al terminar brillantemente la carrera, obtuvo en la Universidad un empleo con

mediano sueldo: lo necesario, lo estricto, el modo de esperar y resistir hasta conseguir algo de lo

infinito soñado.

Al preguntarle yo a Torcuato si no había estado enfermo nunca (una enfermedad arruina al que lleva

exactamente empalmados gastos con ingresos), me respondió:

-¡Enfermo! No tuve tiempo de enfermar... ¡Lo único que se me resintió algo fue el estómago, y por

eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en el camino, y ocioso, y sin mi madre, por primera vez de mi

vida! ¡Estoy embriagado de sensaciones; loco perdido de aire libre y de olor de flores y árboles!

Pero ¡no crea usted que aun así me aparto de mi camino! Por más que mi juventud se me suba a la

cabeza -¡y hay horas en que se me sube, y al corazón también, y espumante y furiosa!-, la voluntad

está sobre todo. Mando en mí, y no habrá fuerza que me impida llevar a término mis planes de

asegurar el porvenir, la vejez tranquila y dichosa de mi madre, y mi propia suerte. Tengo algún

entendimiento, alguna disposición: otro malgastaría este capital; yo lo beneficiaré con réditos

crecidos. El que quiere, puede. ¡Es el Evangelio!

Me hablaba así Torcuato a la vuelta de un paseo por la carretera que conduce al Borde, en la cual

ritma la conversación el chirrido quejumbroso del eje de los carros cargados, que pasan lentos, sin

alzar polvo, en la melancolía de la puesta de sol. No se borrará de mi memoria: dos de estos carros

cruzaban en sentido contrario al nuestro, y su carga era de pieles de buey a medio curtir, mercancía

que se exporta en la costa para Inglaterra. El sol, moribundo, se reflejaba en los pelajes cobrizos

manchados de blanco amarillento. Torcuato accionaba con la diestra y de pronto vi que en ella

refulgía una chispa verde, metálica, y que él sacudía la mano, como el que espanta un bichejo

incómodo.

-¡Maldita! Me ha picado...

Sentí un escalofrío, que no era razonado, sino involuntario, y cogí la mano de Torcuato vivamente.

No se notaba señal de la picadura. Seguimos andando, pero yo no había perdido las ganas de

charlar, y miraba de reojo a mi joven amigo. A poco noté que maquinalmente rascaba el sitio de la

picadura, y vi deshacerse la vesícula recién formada y sustituirla una depresión negruzca. Me

«sentí» palidecer. Distábamos más de una legua del pueblecillo.

-Aprisa, andemos... No vale nada la picada esa, pero querría quemársela a usted con un cáustico.

-¡Se me está hinchando la mano! -murmuró Torcuato con más sorpresa que alarma.

Comprendí que ignoraba el mal horrible que pueden transmitir esas mosquitas preciosas, de

esmeralda, que se han posado en despojos de animales carbunclosos... ¡El carbunclo! -repetía dentro

de mí, temblando de horror y de lástima...- ¡El carbunclo! ¡La pústula maligna!

Abreviaré el relato de aquella tragedia... Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato, para operar,

ya no era la mano, era el brazo lo que se inflaba rápidamente. No cabía duda, el brazo debía

cortarse. Única esperanza. Pero ¿cómo? ¿Sin cloroformo, casi sin instrumentos? Mientras venían de

mi casa los chismes, sudando frío y con una angustia compasiva que me partía el alma, me fue

preciso notificarle al enfermo la verdad. ¡Qué ojos me echó! ¡Qué mundo de horror, de protesta y de

dolor en aquellos ojos!

-¡El brazo derecho! ¿Y mi madre? ¿Y cuando lo sepa? -balbuceó, lívido.

-Aquí de la voluntad... -pronuncié, creo que más horrorizado que la víctima-. ¡Es necesario! No hay

remedio.

¡Cuántas veces me he arrepentido del martirio que le di! Fuese por la tardanza e indecisión

irremediable de los primeros momentos, fuese porque la infección venía de mano armada, la

operación no logró salvar al desventurado. Prefiero no detallar su fin, los síntomas espantosos, el

tétano como desenlace... Si los médicos puntualizásemos ciertos casos, la humanidad se aborrecería

a sí propia, como dijo Salomón, por haber nacido... He sacado a cuento este caso cruel para que se

vea lo que puede una mosquita verde, muy linda por cierto, y lo que vale contra la mosquita una

voluntad humana, firme, decidida, templada en la desgracia y el trabajo. ¡No somos nada!...

La noche caía. Las luciérnagas empezaban a encender sus linternas misteriosas.

El aljófar

Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que

la vieron por última vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa

cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego robo y la

profanación horrible de la degolladura.

Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por

«la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.

La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la

advocación de Nuestra Señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración

de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo

de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que

la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.

Aunque relegada al pie de la sierra, en paraje bravío y montuoso, próxima solamente a un

pueblecillo de escaso vecindario, la iglesia del Triunfo gozó de universal nombradía, y la fama de la

milagrosa Virgen, extendiéndose fuera de la región, cundió por España entera. Más de un rey, de la

trágica dinastía de Trastámara o de la melancólica dinastía de Austria, vino a la Mimbralera en

cumplimiento de voto, en acción de gracias por algún favor obtenido del cielo mediante la

intercesión de la Virgen del Triunfo, dejando, al marcharse, acrecentado el tesoro con rica presea.

Las reinas, no pudiendo ir en persona, enviaban de su guardajoyas arracadas, ajorcas, piochas,

tembleques y collares; y doña Mariana, madre de Carlos II, queriendo sobrepujarlas a todas, regaló

el incomparable manto, de brocado de oro con recamo de esmeraldas y gruesas perlas, amén de

infinitos hilos de aljófar; una red de hilos, que recordaba el rocío de la mañana sobre los prados, y

que al salir la imagen en procesión, se soltaban y eran recogidos piadosamente por los devotos en

un cuenco, ya destinado de tiempo inmemorial a este uso.

El amor del pueblo de Villafán había salvado del saqueo este manto célebre y el resto del tesoro de

la Virgen, en la época de la exclaustración; y el día 21 de agosto, fiesta de la Mimbralera, la

imagen, luciendo completas sus alhajas, bajaba del convento al pueblo, seguida de inmenso gentío

venido de toda la sierra. Descansaba en la plaza Mayor y se recogía a su camarín antes de ponerse el

sol, permaneciendo en él, engalanada y ataviada, hasta el amanecer del siguiente día, hora en que la

camarera, ayudada por dos mozas de lo mejor del lugar, iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger

sus preseas y vestimenta y sustituirla por la ropa de diario.

El año del robo, memorable en los humildes anales de Villafán, al entrar la camarera -esposa del

juez municipal, señora de mucho visto- en el trasaltar, y subir las escaleras que conducen a la

plataforma donde se apoya la peana de la imagen, por poco se cae muerta.

La efigie estaba despojada, sin manto ni joyas, sólo con la túnica interior de tisú. Y, detalle

espantoso: estaba decapitada. La cabeza, serrada a raíz de los hombros, más abajo del sitio donde se

atornillaba la gargantilla de piedras preciosas, había desaparecido.

Media hora después, el pueblo entero, frenético, delirante de indignación, invadía la iglesia, y los

comentarios y las hipótesis principiaban a hervir en el aire. Alcalde, secretario, médico, juez,

párroco, sargento de la Guardia Civil, cuanto allí representaba la autoridad y la ley se reunía para

deliberar. Era preciso descubrir a los malhechores, sin pérdida de tiempo, porque de otro modo el

vecindario de Villafán haría una que fuese sonada. Ya, sobre el desesperado llanto del mujerío, se

destacaban las voces amenazadoras de los hombres, los tacos, las interjecciones y las blasfemias, y

las manos, vigorosas, se crispaban alrededor del garrote, o requerían, en las vueltas de la faja, la

navaja de muelles.

Dos cosas interesaban mucho: prender a los culpables, y luego, impedir que los hiciesen trizas. Si

no se lograba lo primero, lo que importaba de veras, la multitud haría lo segundo con el cura, con el

sacristán, con todos los que debían velar, y no habían velado, por la adorada patrona del pueblo,

cuya mutilación acababan de comprobar, entre rugidos de ira. Prender a los culpables. Sí; pero...

¿dónde estaban?

Ese ruido sordo y profundo como la subida de la marea; ese eco de un acento repetido por

centenares de voces, que se llama el rumor público, acusaba ya, designaba ya a los reos. No eran, ni

podían ser, sino los acróbatas que la víspera, en la plaza, habían ejecutado sus habilidades y

recogido buena cosecha de cuartos. ¡Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiriteros, se llevaban

el tesoro de la Virgen! Al anochecer, desbaratado el tabladillo, recogidos y cargados en carros y

jaulas los chirimbolos y los dos o tres monos y perros sabios, se les había visto alejarse en dirección

a la Mimbralera, diciendo que se proponían trabajar al día siguiente en Guijadilla. Para bergantes

así, avezados a toda truhanería, no era difícil acampar en el robledal y, sigilosamente, entre las

sombras, asaltar la iglesia, a tales horas solitaria. El sacristán, contrito y trémulo, confesaba que en

vez de vigilar había dormido a pierna suelta en su domicilio, una de las mejores celdas del antiguo

convento; el cura de la Mimbralera no negaba haber pernoctado en el pueblo, en casa del alcalde,

después de una cena copiosa. ¿Quién pensaba en la posibilidad del atroz sacrilegio? Los ladrones,

teniendo por delante la noche entera, pudieron despacharse a su gusto. Patentes se veían las señales:

la puertecilla lateral de la iglesia se encontraba forzada, abierta de par en par; tres hierros de la verja

del camarín, limados y arrancados, dejando boquete para cabida de un cuerpo; y en el propio

camarín, sobre el piso de mármoles, huellas de pasos, fragmentos de madera, un serrucho olvidado

al borde de la peana, revelaban la forma en que el atentado debió de cometerse. Como decía muy

bien Ricardo el Estudiante el hijo de la difunta tía Blasa, que era el que más enardecía a la

amotinada muchedumbre, los infames ni aun se cuidaban de esconder los instrumentos del delito.

¡Ellos, ellos eran! ¡No cabía dudarlo!

Púsose en movimiento la Guardia Civil, y a pesar de oponerse formalmente el sargento, la

precedieron bastantes mozos, de los más resueltos y fornidos, que así andan diez leguas a pie como

trincan a un criminal, aunque tenga las fuerzas del hércules de la compañía, el titiritero que

levantaba en vilo, jugando, una pesa de hierro mayor que el bolo en que remata el campanario de la

Mimbralera. «¡A descubrir a los ladrones, contra!».

Sin embargo, el veterano sargento de la guardia, mordiéndose de soslayo el mostacho rudo, parecía

rumiar no sé qué recelos, no sé qué sospechas misteriosas. Su mirada astuta, penetrante como un

punzón, escrutaba el grupo que marchaba a vanguardia, capitaneado por Ricardo, el Estudiante, que

blandía una vara recia, profiriendo imprecaciones contra los sacrílegos.

Los guardias son muy mal pensados. Ni pizca le gustaba Ricardo al buen sargento. Conocíale de

sobra: un jugador eterno y sempiterno, tan poseído del vicio, que no pudiendo satisfacerlo en

Villafán, pues sólo los días de feria hay quien tire de la oreja a Jorge, se iba por los pueblos, y hasta

por Madrid y Barcelona, apareciendo siempre donde se hojease el libro de las cuarenta hojas, el

libro de perdición. Por instinto y costumbre, el sargento recelaba de los jugadores. Sabía que son

simiente de criminales, como lo es todo apasionado que va al objeto de su pasión sin reparar en

medios. No podría fundar el escozor que allá dentro notaba; pero mientras seguían el camino de

Guijadilla, polvoriento y devorado de sol, guarnecido de carrascales y olivos blancuzcos,

involuntariamente, en las paradas, miraba a Ricardo, estudiaba su cabeza greñuda, su fisonomía

hosca, colérica y por momentos sellada con una expresión de cansancio indefinible, una especie de

fatiga inmensa, cual la sombra de unas alas negras que la velasen. Y pensaba el sargento: «Si tú has

pasado esta noche en tu cama..., quiero yo que mal tabardillo me mate.»

Perfilábase ya en el horizonte la torre de la iglesia de Guijadilla; era la hora meridiana, cuando la

turba, excitada por el calor y la molestia de la caminata hasta entonces inútil, divisó, en un campo

donde verdeaban espadañas frescas, señal evidente de existir allí un arroyo, a la sombra de un grupo

de alisos, a los titiriteros acampados. Indudablemente esperaban ocasión propicia de entrar en el

pueblo anunciando con tambor y trompeta sus ejercicios. Tendidos en el suelo, echados panza

arriba, recostados sobre los instrumentos, los saltimbanquis dormían la siesta, descansando de su

jornada y del trabajo de la víspera.

Allí estaba completo el cuadro de la pobre y asendereada compañía: el payaso y director,

embadurnado de harina y colorete, mostrando la boca abierta y oscura en la enyesada faz; el

hércules, jayán sudoroso, de rizada testa, ancho tórax y bíceps acentuados bajo la malla rosa vivo; la

funámbula, más fea que un susto, larga y esqueletada como estampa de la muerte; la saltarina de

aros, regordeta, morena, graciosa, hecha un mamarracho con su faldellín de gasa amarilla y su

corpiño de lentejuela azul, y, por último, los dos niños gimnastas, hijos del hércules; la chiquilla de

doce años, rubia, pálida, de dulces facciones; y el chiquillo, de seis, gordinflón, derramados los

rizos de oro en alborotada madeja alrededor de la sofocada carita. Los niños reposaban abrazados,

recostado el pequeñín en el pecho de la hermana: ambos vestían la malla color de carne, sobre la

cual llevaban túnicas de seda celeste prendidas con rosas de papel; y un aro plateado, ciñendo sus

frentes, les daba aspecto de ángeles de gótico retablo.

La turba, detenida un instante, vociferó, aulló, precipitándose al campillo, y entre exclamaciones de

sorpresa, voces que pronunciaban injurias y rugidos de alegría bárbara, en un santiamén, los

saltimbanquis, mal despiertos, aturdidos aún, incapaces de defenderse, se vieron cogidos, asaltados,

rodeados cada cual de una docena de paletos, que blandían estacas, esgrimían cuchillos, sacudían y

zarandeaban y hartaban de mojicones a los supuestos reos del robo de la Virgen del Triunfo.

A su vez, corrieron los guardias, comprendiendo que allí podía ocurrir algo terrible. Mientras los

niños lloraban y chillaban las mujeres, el hércules, sin más arma que sus cerrados puños,

juntándolos contra el pecho y despidiendo los brazos como movidos por acerado resorte, se

defendía. Dos paletos mordían ya la tierra, el uno con las costillas hundidas, el otro con la nariz

rota, soltando un río de sangre. Eran, sin embargo, muchos contra uno; Ricardo, el Estudiante,

lívido y feroz, azuzaba contra el saltimbanqui a los lugareños; llovían garrotazos. Uno, bien

asestado, le cruzó la nuca, haciéndole tambalearse como acogotado buey; otro le alcanzó en la

muñeca, partiéndosela casi. A manera de jauría que acosa al jabalí y se le cuelga de las orejas -sin

que los guardias, dedicados a proteger al resto de la compañía, a los niños y a las mujeres, pudiesen

impedirlo- los paletos se estrecharon contra el hércules, que desapareció entre el grupo.

Se oyó el fragor de la lucha, el ronco resuello de la víctima; los guardias, echándose el fusil a la

cara, se prepararon a hacer fuego a los verdugos; apartáronse éstos, saciada la ira, y se vio en el

suelo una masa informe, sangrienta, algo que no tenía de humano sino el sufrimiento que aún

revelaban las palpitaciones del pecho y la convulsión de las extremidades.

Los niños, sollozando, se arrojaron sobre el padre moribundo, cubriéndole de besos; y, en aquel

mismo punto, el sargento veterano, asiendo del brazo a Ricardo el Estudiante, clamó en formidable

voz:

-¡Date preso! Tú, y nadie más que tú, es quien ha robado las alhajas de la Virgen.

Y como el Estudiante protestase y los mozos acudiesen a su defensa, el guardia, extendiendo un

dedo acusador, señaló a las greñas de Ricardo, a la inculta y revuelta melena que siempre gastaba.

Todas las miradas se fijaron en el sitio indicado por el guardia, y una convicción y un estupor

cayeron de plano, súbitamente, sobre todos los espíritus. Entre la cabellera de Ricardo se veían,

enredados aún, dos o tres hilos de aljófar, de los que, como telarañas irisadas de rocío matinal,

bordaban el manto de Nuestra Señora de la Mimbralera.

..............................

El Estudiante confesó y fue a presidio. Las joyas, entregadas a un tahúr, un cómplice encubridor

venido de Madrid y apostado en las cercanías del Triunfo para recoger la presa, nunca se

recobraron, ni tampoco la divina cabeza, de dulce sonrisa estática, la amada cabeza de la Virgen.

Y de aquellos dos niños hijos del hércules, ya huérfanos y solos, ¿quién sabe lo que habrá sido?

Continuarán rodando por el mundo, adoptando posturas plásticas en algún circo, y poco a poco se

irá borrando de su memoria la imagen del campo verde, festoneado de alisos y espadañas, donde

vieron asesinar a su padre...

«La Ilustración artística», núm. 1044, 1902.

La cana

Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré

golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo más importante aún, el

dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en

la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno de

esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar -tan insignificante creemos su causa-, decidí

no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la casa de mi tía se me representaba a modo de

coracha oscura y aburrida. De antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada,

chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista

de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que los muchachos solteros

son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarían y

tintinearían las llaves: había que sacar sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un

muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el

otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.

Dejé en el parador la maletilla, y envuelto en mi capa, porque apretaba el frío, me di a vagar por las

calles, encontrando en ello especial placer. Bajo los primeros antiguos soportales, tropecé con un

compañero de aula, uno de esos a quienes llamamos amigos porque anduvimos con ellos en jaranas

y bromas, aunque se diferencien de nosotros en carácter y educación. La misma razón que me hacía

encontrar divertido un paseo por calles heladas y solitarias, la larga temporada de vida rústica, me

movió acoger a Laureano Cabrera con expansión realmente amistosa. Le referí el objeto de mi

viaje, y le invité a cenar. Hecho ya el convenio, reparé, a la luz de un farol, en el mal aspecto y

derrotadas trazas de mi amigo. El vicio había degradado su cuerpo, y la miseria se revelaba en su

ropa desechable. Parecía un mendigo. Al moverse, exhalaba un olor pronunciado a tabaco frío,

sudor y urea. Confirmando mi observación, me rogó en frases angustiosas que le prestase cierta

suma. La necesitaba, urgentemente, aquella misma noche. Si no la tenía, era capaz de pegarse un

tiro en los sesos.

-No puedo servirte -respondí-. Mi padre me ha dado tan poco...

-¿Por que no vas a pedírselo a doña Elodia? -sugirió repentinamente-. Esa tiene gato.

Recuerdo que contesté tan sólo:

-Me causaría vergüenza...

Cruzábamos en aquel instante por la zona de claridad de otro farol, y cual si brotase de las tinieblas,

vivamente alumbrada, surgió la cara de Laureano. Gastada y envilecida por los excesos,

conservaba, no obstante, sello de inteligencia, porque todos conveníamos, antaño, en que Laureano

«valía». En el rápido momento en que pude verle bien noté un cambio que me sorprendió: el paso

de un estado que debía de ser en él habitual -el cinismo pedigüeño, la comedia del sable-, a una

repentina, íntima resolución, que endureció siniestramente sus facciones. Dijérase que acababa de

ocurrírsele algo extraño.

«Éste me atraca», pensé; y, en alto, le propuse que cenásemos, no en el tugurio equívoco,

semiburdel que él indicaba, sino en el parador. Un recelo, viscoso y repulsivo, como un reptil,

trepaba por mi espíritu conturbándolo. No quería estar solo con tal sujeto, aunque me pareciese feo

desconvidarle.

-Allí te espero -añadí- a las nueve...

Y me separé bruscamente, dándole esquinazo. La vaga aprensión que se había apoderado de mí se

disipó luego. A fin de evitar encuentros análogos, subí el embozo de la capa, calé el sombrero y,

desviándome de las calles céntricas, me dirigí a casa de una mujer que había sido mi excelente

amiga cuando yo estudiaba en Estela Derecho. No podré jurar que hubiese pensado en ella tres

veces desde que no la veía; pero los lugares conocidos refrescan la memoria y reavivan la

sensación, y aquel recoveco del callejón sombrío, aquel balcón herrumbroso, con tiestos de geranios

«sardineros» me retrotraían a la época en que la piadosa Leocadia, con sigilo, me abría la puerta,

descorriendo un cerrojo perfectamente aceitado. Porque Leocadia, a quien conocí en una novena,

era en todo cauta y felina, y sus frecuentes devociones y su continente modesto la habían hecho

estimable en su estrecho círculo. Contadas personas sospecharían algo de nuestra historia,

desenlazada sencillamente por mi ausencia. Tenía Leocadia marido auténtico, allá en Filipinas, un

mal hombre, un perdis, que no siempre enviaba los veinticinco duros mensuales con que se

remediaba su mujer. Y ella me repetía incesantemente:

-No seas loco. Hay que tener prudencia... La gente es mala... Si le escriben de aquí cualquier

chisme...

Reminiscencias de este estribillo me hicieron adoptar mil precauciones y procurar no ser visto

cuando subí la escalera, angosta y temblante. Llamé al estilo convenido, antiguo, y la misma

Leocadia me abrió. Por poco deja caer la bujía. La arrastré adentro y me informé. Nadie allí; la

criada era asistenta y dormía en su casa. Pero más cuidado que nunca, porque «aquel» había vuelto,

suspenso de empleo y sueldo a causa de unos líos con la Administración, y gracias a que hoy se

encontraba en Marineda, gestionando arreglar su asunto... De todos modos, lo más temprano posible

que me retirase y con el mayor sigilo, valdría más. ¡Nuestra Señora de la Soledad, si llegase a oídos

de él la cosa más pequeña!...

Fiel a la consigna, a las nueve menos cuarto, recatadamente, me deslicé y enhebré por las callejas

románticas, en dirección al parador. Al pasar ante la catedral, el reloj dio la hora, con pausa y

solemnidad fatídicas. Tal vez a la humedad, tal vez al estado de mis nervios se debiese el violento

escalofrío que me sobrecogió. La perspectiva de la sopa de fideos, espesa y caliente, y el vino recio

del parador, me hizo apretar el paso. Llevaba bastantes horas sin comer.

Contra lo que suponía, pues Laureano no solía ser exacto, me esperaba ya y había pedido su

cubierto y encargado la cena. Me acogió con chanzas.

-¿Por dónde andarías? Buen punto eres tú... Sabe Dios...

A la luz amarillenta, pero fuerte, de las lámparas de petróleo colgadas del techo, me horripiló más,

si cabe, la catadura de mi amigo. En medio de la alegría que afectaba, y de adelantarse a confesar

que lo del tiro en los sesos era broma, que no estaba tan apurado, yo encontraba en su mirar tétrico y

en su boca crispada algo infernal. No sabiendo cómo explicarme su gesto, supuse que, en efecto, le

rondaba la impulsión suicida. No obstante, reparé que se había atusado y arreglado un poco. Traía

las manos relativamente limpias, hecho el lazo de la corbata, alisadas las greñas. Frente a nosotros,

un comisionista catalán, buen mozo, barbudo, despachado ya su café, libaba perezosamente copitas

de Martel leyendo un diario. Como Laureano alzase la voz, el viajante acabó por fijarse, y hasta por

sonreirnos picarescamente, asociándose a la insistente broma.

-Pero ¿en qué agujero te colarías? ¡Qué ficha! Tres horas no te las has pasado tú azotando calles... A

otro con esas... ¿Te crees que somos bobos? Como si uno se fiase de estos que vuelven del campo...

Las súplicas de la precavida Leocadia me zumbaban aún en los oídos, y me creí en el deber de

afirmar que sí, que callejeando y vagando había entretenido el tiempo.

-¿Y tú? -redargüí-. Rezando el Rosario, ¿eh?

-¡Yo, en mi domicilio!

-¿Domicilio y todo?

-Sí, hijo; no un palacio... Pero, en fin, allí se cobija uno... La fonda de la Braulia, ¿no sabes?

Sabía perfectamente. Muy cerca de la casa de mi tía Elodia: una infecta posaducha, de última fila. Y

en el mismo segundo en que recordaba esta circunstancia, mis ojos distinguieron, colgando de un

botón del derrotado chaqué de Laureano, un hilo que resplandecía. Era una larga cana brillante.

Me creerán o no. Mi impresión fue violenta, honda; difícilmente sabría definirla, porque creo que

hay sobradas cosas fuera de todo análisis racional. Fascinado por el fulgor del hilo argentado sobre

el paño sucio y viejo, no hice un movimiento, no solté palabra: callé. A veces pienso qué hubiese

sucedido si me ocurre bromear sobre el tema de la cana. Ello es que no dije esta boca es mía. Era

como si me hubiesen embrujado. No podía apartar la mirada del blanco cabello.

Al final de la cena, el buen humor de Laureano se abatió, y a la hora del café estaba tétrico, agitado;

se volvía frecuentemente hacia la puerta, y sus manos temblaban tanto, que rompió una copa de

licor. Ya hacía rato que el viajante nos había dejado solos en el comedor lúgubre, frente a los

palilleros de loza que figuraban un tomate, y a los floreros azules con flores artificiales,

polvorientas. El mozo, en busca de la propia cena, andaría por la cocina. Cabrera, más sombrío a

cada paso, sobresaltado, oreja en acecho, apuraba copa tras copa de coñac, hablando aprisa cosas

insignificantes o cayendo en accesos de mutismo. Hubo un momento en que debió de pensar:

«Estoy cerca de la total borrachera», y se levantó, ya un poco titubeante de piernas y habla.

-Conque no vienes «allá», ¿eh?

Sabía yo de sobra lo que era «allá», y sólo de imaginarlo, con semejante compañía y con la lluvia

que había empezado a caer a torrentes... ¡No! Mi camita, dormir tranquilo hasta el día siguiente y no

volver a ver a Laureano. Le eché por los hombros su capa, le di su grasiento sombrero y le despedí.

-¡Buenas noches... No hay de qué... Que te diviertas, chico!

Dormí sueño pesado que turbaron pesadillas informes, de esas que no se recuerdan al abrir los ojos.

Y me despertó un estrépito en la puerta: el dueño del parador en persona, despavorido, seguido de

un inspector y dos agentes.

-¡Eh! ¡Caballero! ¡Que vienen por usted!... ¡Que se vista!

No comprendí al pronto. Las frases broncas, deliberadamente ambiguas, del inspector me guiaron

para arrancar parte de la verdad. Más tarde, horas después, ante el juez, supe cuanto había que

saber. Mi tía Elodia había sido estrangulada y robada la noche anterior. Se me acusaba del crimen...

Y véase lo más singular... ¡El caso terrible no me sorprendía! Dijérase que lo esperaba. Algo así

tenía que suceder. Me lo había avisado indirectamente «alguien», quién sabe si el mismo espíritu de

la muerta... Sólo que ahora era cuando lo entendía, cuando descifraba el presentimiento negro.

El juez, ceñudo y preocupado, me acogió con una mezcla de severidad y cortesía. Yo era una

persona «tan decente», que no iban a tratarme como a un asesino vulgar. Se me explicaba lo que

parecía acusarme, y se esperaban mis descargos antes de elevar la detención a prisión. Que me

disculpase, porque si no, con la Prensa y la batahola que se había armado en el pueblo, por muy

buena voluntad que... Vamos a ver: los hechos por delante, sin aparato de interrogatorio, en plática

confidencial... Yo debía venir a pasar la noche en casa de mi tía. Mi cama estaba preparada allí.

¿Por qué dormí en el parador?

-De esas cosas así... Por no molestar a mi tía a deshora...

¿No molestar? Cuidado: que me fijase bien. He aquí, según el juez, los hechos. Yo había ido a casa

de doña Elodia a eso de las siete. La criada, sorda como una tapia, no quería abrir. Yo grité desde la

mirilla: «Que soy su sobrino», y entonces la señora se asomó a la antesala y mandó que me dejasen

pasar. Entré en la sala y la criada se fue a preparar la cena, pues tenía órdenes anteriores, por si yo

llegase. Hasta las nueve o más no se sabe lo que pasó. Pronta ya la cena, la fámula entró a avisar, y

vio que en la salita no había nadie: todo en tinieblas. Llamó varias veces y nadie respondió.

Asustada, encendió luz. La alcoba de la señora estaba cerrada con llave. Entonces, temblando, sólo

acertó a encerrarse en su cuarto también. Al amanecer bajó a la calle, consultó a las vecinas;

subieron dos o tres a acompañarla, volvió a llamar a gritos... La autoridad, por último, forzó la

cerradura. En el suelo yacía la víctima bajo un colchón. Por una esquina asomaba un pie rígido. El

armario, forzado y revuelto, mostraba sus entrañas. Dos sillas se habían caído...

-Estoy tranquilo -exclamé-. La criada habrá visto la cara de ese hombre.

-Dice que no... Iba embozado, con el sombrero muy calado. No le vio. ¡Y es tan torpe, tan necia, tan

apocada! Medio lela está.

-Entonces soy perdido -declaré.

-Calma... ¡Cierto que son muchas coincidencias! Ayer llegó usted a las seis. A las seis y cuarto

habló con un amigo en la calle de los Bebederos. Luego, hasta las nueve, no se sabe de usted más. A

las nueve cena usted en el parador con el mismo amigo, y un viajante que estaba allí declara que le

molestaba a usted la pregunta de ¿dónde había pasado esas horas?, y que afirmaba usted haberlas

pasado en la calle, lo cual no es verosímil. Llovió a cántaros de ocho a ocho y media, y usted no

llevaba paraguas... También decía que estaba usted así..., como preocupado... a veces, y el mozo

añade que rompió usted una copa. ¡Es una fatalidad...!

-¿Ha declarado el que cenó conmigo?

-Sí por cierto... Declaró la calamidad de Cabrera... Nada, eso; que le vio a usted un rato antes; que,

convidado, cenó con usted, y que se retiró a cosa de las once.

-¡Él es quien ha asesinado a mi tía! -lancé firmemente-. Él, y nadie más.

-Pero ¡si no es posible! ¡Si me ha explicado todo lo que hizo! ¡Si a esas horas estuvo en su posada!

-No, señor. Entraría, se haría ver y volvería a salir. En esa clase de bujíos no se cierra la puerta. No

hay quien se ocupe de salir a abrirla. Él sabía que me esperaba la tía Elodia. Es listo. Lo arregló con

arte. Está en la última miseria. Cuando me encontró, en los Bebedores, me pidió dinero,

amenazándome con volarse los sesos si no se lo daba. Ahora todo es claro: lo veo como si estuviese

sucediendo delante de mí.

-Ello merece pensarse... Sin embargo, no le oculto a usted que su situación es comprometida.

Mientras no pueda explicar el empleo de ese tiempo, de seis a nueve...

Las sienes se me helaron. Debía de estar blanco, con orejas moradas. Me tropezaba con un juez de

los de coartada y tente tieso... ¿Coartada? Sería una acción sucia, vil, nombrar a Leocadia -toda

mujer tiene su honor correspondiente-, y además, inútil, porque la conozco. No es heroína de drama

ni de novela y me desmentiría por toda mi boca... Y yo lo merecía. Yo no era asesino, ni ladrón,

pero...

La contrición me apretó el corazón, estrujándolo con su mano de acero. Creía sentir que mi sangre

rezumaba... Era una gota salada en los lagrimales. Y en el mismo punto, ¡un chispazo!, me acordé

del hilo brillante, enredado en el botón del raído chaqué.

-Señor juez...

Todavía estaba allí la cana cuando hicieron comparecer al criminal... El «gato» de la tía Elodia se

halló oculto entre su jergón, con la llave de la alcoba... Sin embargo, no falta, aún hoy, quien diga

que el asunto fue turbio, que yo entregué tal vez a mi cómplice... Honra, no me queda. Hay una

sombra indisipable en mi vida. Me he encerrado en la aldea, y al acercarse la Navidad, en semanas

enteras, no me levanto de la cama, por no ver gente.

«Los contemporáneos», núm. 106, 1911.

De: Cuentos de amor

Mi suicidio

A Campoamor

Muerta «ella»; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba que aún me parecía ver con

sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi

luz, mi regocijo, mi ilusión, mi delicia toda..., y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor de

su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con melodiosa voz, la voz mágica, la

voz que vibraba en mi interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»

¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, a la altura de mi dolor, y el remedio para el

eterno abandono a que me condenaba la adorada criatura huyendo a lejanas regiones.

Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante,

exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte y encontrarte y

evitar que de hoy más nos separe poder alguno de la tierra ni del cielo.»

............................................................................................................................................................

Determinado a realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo aposento donde se deslizaron

insensiblemente tantas horas de ventura, medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al

entrar olvidé la desgracia, y parecióme que «ella», viva y sonriente, acudía como otras veces a mi

encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando irradiar en sus pupilas la

bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la felicidad.

Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la

chimenea hacia cuya llama tendía los piececitos, y a la cual yo, envidioso, los disputaba

abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los

cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de

irisado vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto

artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como maravillosa resurrección del

pasado, inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de

cuerpo entero, obra maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis

trajes preferidos, la sencilla y airosa funda de blanca seda que la envolvía en una nube de espuma. Y

era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicos que me fascinaban, y era su boca

entreabierta, como para exclamar, entre halago y reprehensión, el «¡qué tarde vienes!» de la

impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían a mi cuello como la ola al tronco

del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales

me había cautivado el alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia...

Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido

retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola inglesa de dos cañones -

que lleva en su seno el remedio de todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde «ella» me

aguardaba...-. Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y

volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu...

La tarde caía; y como deseaba contemplar a mi sabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón de la

pistola, encendí la lámpara y todas las bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el

secrétaire de palo de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió que allí

dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra dilatada e íntima historia. Un vivaz

deseo de releer aquellas páginas me impulsó a abrir el mueble.

Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía devolvíalas una vez leídas, por

precaución, por respeto, por caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para

destruirlas, y que de los cajoncitos del secrétaire volvería a alzarse su voz insinuante y adorada,

repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé -

¿vacila el que va a morir?- en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la

cubierta y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.

Sólo en uno había cartas. Los demás los llenaban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelos

perfumados. El paquete, envuelto en un trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé

como se palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome a la luz,

me dispuse a leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazón agradecía a la muerta el

delicado refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en

que me legaba su ternura.

Desaté, desdoblé, empecé a deletrear... Al pronto creía recordar las candentes frases, las

apasionadas protestas y hasta las alusiones a detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer dos

personas en el mundo. Sin embargo, a la segunda carilla un indefinible malestar, un terror vago,

cruzaron por mi imaginación como cruza la bala por el aire antes de herir. Rechacé la idea; la

maldije; pero volvió, volvió..., y volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya

hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir a mi persona y a la historia de mi amor...

A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito a otro, y recordaba

otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía la esperanza terca me

convidaba a asirme de un clavo ardiendo... Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquélla se

había deslizado en el grupo, como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero

al examinar los papeles, al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de

convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el paquete había sido dirigida a mí... Las que yo

recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas a la ceniza de la

chimenea; y las que, como un tesoro, «ella» había conservado siempre, en el oculto rincón del

secrétaire, en el aposento testigo de nuestra ventura..., señalaban, tan exactamente como la brújula

señala al Norte, la dirección verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más

dolor, más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una letra

que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez».... al «mismo

tiempo».... o «muy poco antes»... Y una voz irónica gritábame al oído: «¡Ahora sí.... ahora sí que

debes suicidarte, desdichado!»

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había resuelto, frente al retrato;

empuñé la pistola, alcé el cañón... y, apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso....

con los dos tiros.... reventé los dos verdes y lumínicos ojos que me fascinaban.

«El Imparcial», 12 de marzo 1894.

Consuelo

Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos

para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza

próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de

la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro

entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.

Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios;

derramó lagrimas que corrían por su mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban

el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse

juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia,

que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y

no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.

Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas

algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y

evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no angustiar a la niña

ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro -no hay hombre que no

caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras-, mandaba noticias de que la muchacha

vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de

la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la

epidermis.

Cierto día, de un espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la columna que Teodoro

mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el caballo; le recogieron y trataron de curarle,

mientras huía cobardemente el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vio que tenía

destrozado el hueso de la pierna -fractura complicada, gravísima-. El médico dio su fallo: para

salvar la vida había que practicar urgentemente la amputación por más arriba de la rótula,

advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la operación con

los ojos abiertos, y vio cómo el bisturí incidía su piel y resecaba sus músculos, cómo la sierra

mordía en el hueso hasta llegar al tuétano y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era

llevada a que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido; tan sólo, en el paroxismo del dolor,

tronzó con los dientes el cigarro que chupaba.

Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo supuración ni calentura;

cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro no tardó en ensayar su pierna de palo, una pata vulgar,

mientras no podía encargar a Alemania otra hecha con arreglo a los últimos adelantos...

Al escribir a su novia desde el hospital, sólo había hablado de herida, y herida leve. No quería

afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida alarmó a la muchacha tanto, que sus cartas eran

gritos de terror y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y acompañarle, y

endulzar sus torturas? ¿Cómo iba a resistir hasta la carta siguiente, donde él participase su mejoría?

Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar a Teodoro, le causaron, por el contrario,

una inquietud profunda. Pensaba a cada instante que iba a regresar, a ver a su adorada, y que ella le

vería también..., pero ¡cómo! ¡Qué diferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbelta figura y andar

resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós

los fogosos caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece; tendría que vivir

sentado, que pudrirse en la inacción y que recibir una limosna de amor o de lástima, otorgada por

caridad a su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la

impresión de su novia, cuando él llegase así, cojo y mutilado -él, el apuesto novio que antes

envidiaban las amigas-. Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados.... ¡qué triste sería, qué

triste! Mirose al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó en el ruido seco

de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su futura... Con el revés de la mano se arrancó

una lágrima de rabia que surgía al canto del lagrimal; pidió papel y pluma y escribió una breve carta

de rompimiento y despedida eterna.

Dos años pasaron. Teodoro había vuelto a la Península, aunque no a la ciudad donde amó y esperó.

Por necesidad tuvo que ir a ella pocos días, y aunque evitaba salir a la calle, una tarde encontró de

improviso a la que fue su novia, y, sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del

brazo de un hombre: su marido. El amputado, repuesto, firme ya sobre su pata hábilmente fabricada

en Berlín, maravilla de ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el

esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de rodillas huesudas e innoble

pie... y una sonrisa de melancólica burla jugó en su semblante grave y varonil.

El encaje roto

Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir,

grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente -la ceremonia debía verificarse a las diez de la

noche en casa de la novia- que esta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de

Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con

extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la

situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.

No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase

humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la

manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.

Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló.

Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos.

Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo,

con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia;

los hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en el delantero del

frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo

felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor,

ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la

boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos

elogios, mientras allá, en el fondo, se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una

inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de

lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar, la efigie de la Virgen

protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un

departamento lleno de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y

padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso -detalles que corren de boca en

boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de

ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de miel-. En un grupo de hombres

me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer,

inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le dirigen...

Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie

de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa

haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca

antigua del aderezo nupcial... Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los

padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... Apíñase en primer

término la familia, buscan buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa

atención de los circunstantes.... el obispo formula una interrogación, a la cual responde un «no»

seco como un disparo, rotundo como una bala. Y -siempre con la imaginación- notaba el

movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y

amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso;

el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto

mala? ¿Que dice «no»? Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!...»

Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par

que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.

Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de

volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el «sí» no hubiese partido de sus labios. Los

íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era

que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las

amiguitas que entraron a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escandalo, referían que

estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran

estos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración,

irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente.

A los tres años -cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita-, me

la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las

relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde

paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la

seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.

-Fue la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a

causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías,

las «pequeñeces» más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas

significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso

ocurrió allí mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.

Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y

garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre

de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder

estudiar su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés,

deferente, blando como un guante. Y recelaba que adoptase apariencias destinadas a engañarme y a

encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera,

para la cual es imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes

leales, sinceros hasta la crudeza -los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a varias

pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía

fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.

Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez

más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el regalo de mi novio. Había

pertenecido a su familia aquel viejo Alençón auténtico, de una tercia de ancho -una maravilla-, de

un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo

había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje

valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.

En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la

delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan

resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar

hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría

por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la

puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que

un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de

Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca

entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No llegó a tanto porque se encontró

rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.

Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se

despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo.

Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa

de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no

podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui

acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo... Pero cuando me

preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible... Aquel «no» brotaba sin

proponérmelo; me lo decía a mí propia.... ¡para que lo oyesen todos!

-¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?

-Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo

que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...

«El Liberal», 19 septiembre 1897.

Sí, señor

Lo que voy a contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si no fuese la exacta

verdad, digo que bien inventado estaría; pero también me corresponde declarar que lo he oído

referir... Lo cual disminuye muchísimo el mérito de este relato y obliga a suponer que mi fantasía

no es tan fértil y brillante como se ha solido suponer en momentos de benevolencia.

¿Eres tímido, oh tú, que me lees? Porque la timidez es uno de los martirios ridículos; nos pone en

berlina, nos amarra a banco duro. La timidez es un dogal a la garganta, una piedra al pescuezo, una

camisa de plomo sobre los hombros, una cadena a las muñecas, unos grillos a los pies... Y el puro

género de timidez no es el que procede de modestia, de recelo por insuficiencia de facultades. Hay

otro más terrible: la timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada, del

fanático ante su ídolo.

De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado. que no sé si nunca Romeo el veronés,

Mansilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor vehemencia.

No envidiéis nunca a esta clase de locos. A los que mucho amaron se los podrá perdonar y

compadecer; pero envidiarlos, sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que

pide limosna; más que el sentenciado que, en su cárcel, cuenta las horas que le quedan de vida

horrible... Son desventurados porque tiene dislocada el alma, y les duele a cada movimiento...

Doble su desdicha si la acompaña el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura

con la confianza; pero la hay crónica e invencible. La hay en maridos que llevan veinte años de

unión conyugal y no se han acostumbrado a tener franqueza con sus mujeres; en mujeres que,

viviendo con un hombre en la mayor intimidad, no se acercan a él sin temor y temblor...

Generalmente, sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor, sin fueros

y sin gallardías, se estremece ante un gesto o una palabra... Y este era el caso de Agustín Oriol,

perdidamente esclavo de la coquetuela y encantadora condesa viuda de Dolfos.

Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en estas cuestiones tan

peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas. Cada persona difiere o por su carácter o por el

mismo exceso de su apasionamiento.

Agustín sentía, al acercarse a la condesa, todos los síntomas de la timidez enfermiza, y mientras a

solas preparaba declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan persuasivos que

ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia de su diosa no sabía despegar los labios; su

garganta no formaba sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que este

estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni mucho menos.

Vanamente apelaba a su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su razón le decía que él,

Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los cuatro costados, joven con hacienda, inteligencia y

aptitudes para abrirse camino, era un excelente candidato a la mano de cualquiera mujer, por bonita

y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de quererle la condesa? ¿Por qué, vamos a ver,

por qué? Él debía acercarse a ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al

retirarse a su casa, se lo proponía..., y al día siguiente procedía lo mismo que el anterior. Se

insultaba a sí mismo; se trataba de menguado, de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no

podía.

De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le ocasionaba trastornos

cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra,

con su idolatrada viuda. Iba a todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba muchas veces

por debajo de sus balcones, se trasladaba a San Sebastián el mismo día que ella y en el mismo

tren..., y aún ignoraría el sonido de su voz si no hubiese prestado ansioso oído a las conversaciones

que ella sostenía con otras personas...

Por fin, un día -precisamente en San Sebastián- presentose rodada la ocasión de romper el hielo.

Fue en la terraza del Casino, a la hora en que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el

aire y escucha o, por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que hacen otro

rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín estaba muy próximo a su amada, y

devoraba con los ojos el perfil fino, asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella

le observaba de reojo, y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirle la palabra. No era

correcto, no era serio, no era propio de una señora...

Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las circunstancias, ¡y ay de estas irregularidades

que todo el mundo comete, cuando a ello le empuja un fuerte estímulo!...

La viudita no podía menos de haber notado aquella adoración profunda, continua que la rodeaba

como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad femenil, ardorosa, el afán de saber

qué diría aquel adorador mudo, que la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con

un alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:

-¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?

Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si a muerte o si a gloria; su

sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron.... y con tartajosa lengua, con voz imposible de

reconocer, con un acento ronco y balbuciente, soltó esta frase:

-¡Sí.... señor! ¡Sí..., señor!

Fue como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de Agustín, se reía sardónico, se

mofaba de la extravagante respuesta... ¡Acababa de llamar «señor» a la única mujer que para él

existía en el mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua seca y el

corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué había de ocurrírsele! La terraza

daba vueltas, el suelo huía bajo sus pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos a la cabeza

y, levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella noche pensó varias veces en

el suicidio.

A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante la que ya debía

despreciarle, salió para Francia en el primer tren. Estuvo ausente muchos años. En ellos no volvió a

saber de su adorada. Un día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le causó

grave pena. Después lentamente, fue olvidando, nunca del todo.

Habían corrido cerca de cuatro lustros. Las canas rafagueaban el negro cabello de Agustín, cuando

en uno de sus viajes entró una señora con dos señoritas en el mismo departamento. Agustín la

reconoció.... y aún su corazón (del cual padecía) le avisó de que era ella; muy cambiada, muy

envejecida, pero ella.

¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros,

y que esta vez no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin recelo, y las

horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su juventud, y murmuró confidencialmente:

-De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí, porque era el más sincero,

consistió en que un joven, que me seguía como mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por

primera vez la palabra: «Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó a

decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar tanto a una mujer como una

turbación, que sólo puede interpretarse como señal de pasión verdadera...

-¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre? -preguntó Agustín.

-Al contrario... -respondió la señora, con acento en que parecía temblar una lágrima.

«La Ilustración Española y Americana», núm. 45, 190

De: Cuentos de Navidad y Año Nuevo

La estéril

Aunque las tupidas cortinas, como centinelas vigilantes, cerraban el paso al frío; aunque las

lámparas ardían claras y apacibles, derramando bienestar, y la leña de la chimenea, al consumirse,

difundía por el aposento acariciadores efluvios cálidos; aunque en la cocina se disponía una

exquisita cena, llamada a unir los primores serios de la moderna gastronomía con las risueñas e

ingenuas golosinas tradicionales, como la sopa de almendra y la compota; aunque esperaba a su

marido para saborearlas en paz y en gracia de Dios, con la sensación adormecida de una tibia

felicidad añeja, de una serie de Navidades todas parecidísimas, la marquesa iba advirtiendo

predisposición a entristecerse; casi, casi a llorar. ¡Como que ya tenía un velo cristalino ante los ojos!

Era la espina, la antigua espina de la juventud, que volvía a hincarse, aguda y recia, en la carne viva

del corazón; era la necesidad, mejor dicho, el hambre de amor, de ternura, de delirio, de abnegación

absoluta, de sufrimiento, reapareciendo una vez más para envenenar las últimas horas de la

existencia, como había envenenado las primeras.

Para los que no ven sino por fuera y no penetran en las almas, la marquesa era lo que se llama una

mujer venturosa. Su marido la quería con cariño sereno y perseverante, y había sido, al par que

inteligente administrador de la hacienda común, afectuoso cumplidor de los más pequeños gustos y

deseos de su esposa...

Sin embargo, sentíase defraudada la marquesa, sin que pudiera quejarse del fraude en voz alta.

¡Cuántas veces, desvelada en el lecho conyugal, había prorrumpido en sollozos, que despertaban al

esposo dormido y le dictaban la pregunta de todos los ciegos morales!: «Hija..., pero ¿qué tienes?

¿Te duele algo? ¿Estás enferma?¿Quieres el agua de azahar?» para obtener la respuesta infalible:

«No tengo nada... los nervios, hijo... Sí, tomaré unas gotitas.»

¿Cómo decírselo?¿Cómo se formula lo que apenas a nosotros mismos nos confesamos? La

marquesa sentía la falta de algo que gastase y absorbiese por completo su devoradora afectividad.

Cuando veía a sus amigas pálidas, desmejoradas, arrastrando el peso del embarazo o bregando con

la lactancia, un rayo de envidioso dolor la consumía. Y -¡cosa más indecible y más secreta aún!-

cuando oía referir la triste historia de alguna mujer vendida, engañada por un hombre y que, a pesar

de todo, le adoraba y se pegaba a él como la hiedra al tronco..., el mismo sentimiento amargo

oscurecía su espíritu. Porque la marquesa quería amar, y se moría de plétora amorosa, de la

estancación del amor en los centros desde donde debe irradiar, penetrando y vivificando todo el

organismo...

Escondiendo su noble enfermedad, como si fuese lepra; alta e inmaculada la frente; valeroso y

resuelto el ánimo, la marquesa pasó de la edad en que se espera a la edad en que se recuerda, y ya

en sus sienes el nimbo de plata de la vejez parecía promesa de calma y reposo... Mas no era así. Al

venir el invierno y reconcentrarse el calor al corazón, crecían la angustia y el malestar de la

enferma; sus angustias morales se complicaban con el tedio de la vejez solitaria y glacial; y a las

diez de la noche del día 24 de diciembre, arrimada a la chimenea, sin que ninguna pena positiva la

apremiase, rodeada de lujo, de seguridad y de dignidad, la marquesa dio suelta al llanto, y lloró

gimiendo, mordiendo el pañuelo de encaje, ensopándolo en esas lágrimas calientes y vivas, muy

salitrosas, lágrimas de pasión, que surcan de fuego las mejillas.

Ni siquiera advirtió que pasaba tiempo: una hora, más de una hora, y que no venía el marqués, ni

rodaba ningún coche por la solitaria calle. Sólo cayó en la cuenta de la extraordinaria tardanza de su

marido cuando éste se presentó, restregando las manos yertas, secas, finas y largas y, tendiendo las

palmas a la llama de la leña, mientras decía con deferente tono:

-Hija, no extrañes... Creí que no iba a venir hasta la una... Me cogió el Señor en la misma esquina y

tuve que ir y subir a un quinto piso... Y todo para encontrar a una mujer que ya parecía difunta, y

que se murió, efectivamente, a los cinco minutos... ¡Brr! Con este frío, no hay guantes que...

-Y si se murió la que iban a viaticar -preguntó la marquesa, por decir algo-, ¿cómo es que tardaste?

-Verás... Te lo contaré; lo más sencillo... Aquello es un cuchitril imposible, y bulle allí una

lechigada de chicos, que se quedan sin padre ni madre... Yo, por suerte, llevaba un par de billetes en

la cartera... De haber subido, parecía natural..., ¿no crees tú?

Y el marqués miró a su mujer como buscando excusas al rasgo de beneficencia, deseoso de que su

generosidad resultase correcta y fría, perdiendo todo colorido filantrópico. Pero la mirada del

esposo, que la marquesa no esperaba, sorprendió a ésta con los ojos llenos de agua y el rostro

inmutado; y el movimiento brusco que hizo para ocultar su turbación fue más delator aún que la

turbación misma. El repitió la eterna insulsez:

-¿Qué tienes? ¿Te pasa algo?

Levantóse la marquesa. Su dolor era tan agudo, que se le escapaba a borbotones de los labios.

Echóse al cuello de su esposo y, como el prisionero que se queja a una pared, le gimió al oído:

-¡Gonzalo, yo no callo más! Se acabó... Yo he sido muy desgraciada... Y tú también... ¡Esta casa sin

un niño, sin un pequeñito que cuidar! ¡Tan solos, mirándonos a las caras en este silencio, en este

fastidio! Gonzalo, esta noche daría yo por un niño sangre de mis venas... ¿Qué hicimos para que

Dios nos castigue? ¡He llorado más!... Soy infeliz; lo fui siempre... Aunque la gente piense otra

cosa, muy infeliz, ¡muchísimo! Debí morirme a los veinte años.

El marqués frunció el ceño. La queja de su esposa le hería en lo más íntimo, humillándole en su

doble orgullo de hombre y de último representante de una ilustre estirpe; pero sobre todo le

desorientaba, pareciéndole cosa inconveniente y chocante, incompatible con el buen tono, el gusto y

la delicadeza.

-¡Hija... lo que es para chicos, ahora ya... me parece que te acuerdas un poco tarde!... Si de mi

voluntad hubiese dependido...

Y como la señora siguiese llorando inconsolable, añadió, no sin asomos de impaciencia:

-Mira, Elena, si te encuentras muy sola y necesitas jugar a los muñecos, te traes a casa uno de los

chiquitines de Rafaela... Son una monería, tan listos, tan lindos. ¡Rafaela se dará por bien servida!...

-¿De tu cuñada? ¿De una mujer que vive, que tiene derecho sobre sus hijos, que me disputaría a

cada hora la criatura? No, gracias... ¡Que se los guarde, y buena pro le hagan! -respondió con

despecho, la señora.

-Pues entonces...

La mujer estéril calló, pero su mirada ansiosa seguía fija en el marido. De pronto, cogiéndole

febrilmente de la manga, preguntó anhelosa:

-¿Y esos? ¿Cómo eran?

-¿Cuáles? -balbució el marqués.

-Los..., los de la pobre...

-¿De la que murió? ¡Elena del alma! ¡Cómo han de ser! Parecen gusanos... Horribles, sucios... ¡Hay

uno raquítico, que asusta de puro feo!

La marquesa calló, suspiró, secó los ojos y, echando por ellos chispas de codicia, murmuró en voz

ardiente y baja:

-Gonzalo, Gonzalo, ¡por Dios!... No me digas que no... Anda, y tráeme de seguida a ese chiquillo

raquítico... Yo le sanaré. Yo haré de él un hombre fuerte, robusto... Anda... Te lo pido por la noche

en que estamos... ¡Ve a buscar al pobre nene!

El marqués movió la cabeza, como diciendo en sus adentros: «Se acabó; a mi mujer se le ha vuelto

el juicio.»

-Pero hija, ¡qué capricho!... ¡Un fenómeno así!... ¿Es para enseñarlo en las ferias? Yo no te traigo

pelele semejante. Duerme, hija, que mañana ya te ríes tú del antojito.

La marquesa tomó de la mano a su marido y le llevó a la alcoba, que iluminaba una lamparilla, y

señalando al Cristo de marfil, que habría los brazos dominando el copete de la espléndida cama

barroca, exclamó, con indescriptible acento de protesta y algo del humorismo de la mujer segura de

su victoria:

-¿Te parece a ti, señor don Gonzalo, que ése que nace ahora mismo, nace solo para los guapos y los

derechos?

El criado, entre tanto, buscaba a los señores en el gabinete, para anunciar que la cena estaba servida;

y el marqués, apoyándose como en chanza en el brazo de su mujer, decía, cortésmente, mientras se

dirigían al comedor:

-Ahora, con este frío, supongo que no querrás que salga en busca del monigote. Las pulmonías

acechan en la puerta. Mañana a primera hora te lo traigo, y tú ofreces diez duros de propina a quien

te lo quite de delante. ¿Y sabes, Leni, que desde que tenemos sucesión has vuelto a tus mejores

tiempos? Tienes una cara y un color... Mira, procura que no se enteren por ahí de lo del niño feo,

porque nos van a poner en solfa... ¡Hijos a nuestros años... y de esa estampa!

«El Imparcial», 25 de diciembre de 1892.

De: Cuentos del terruño

Cuesta abajo

A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con

una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por

primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta,

ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par

de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el

pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan

gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de

alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en

un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la

carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes

mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los

ladridos del mastín de la taberna.

-¿D'ónde eres? -preguntó él, así que logró antecoger al marranito.

Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.

-De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?

-De Las Morlas.

-¿Cara a Areal?

-Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.

-Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.

-¡Por muchos años! -exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.- ¿Cómo te llamas, rapaza?

-Margaridiña.

-Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? -añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.

-Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de

la mala envidia, amén.

El zagal, lisonjeado, acarició el testuz de los animales, murmurando enfáticamente:

-Mil y trescientas pesetas han de arrear por ellos los del barco inglés, y si no... pie ante pie tornan a

casa. ¡Los bueyes del cohetero de Las Morlas!... ¡No se pasean otros mejores mozos por toda la

Mariña!

-Mira no te den un susto en el camino cuando tornes con el dinero -indicó, solícita, Margarida-. Hay

hombres muy pillos. Andan voces de una gavilla. Yo tornaré temprano, antes que se meta la noche.

¡La Virgen nos valga!

Esteban contempló un instante a la miedosa. Era una rapaza fornida, morena, como el pan de

centeno; entre el tono melado de la tez resplandecían los dientes, semejantes a las blancas guijas

pulidas y cristalinas que el mar arroja a la playa; los ojos, negros y dulces, maliciosos, reían

siempre.

-Ende tornando yo contigo, asosiégate -exclamó Esteban, fanfarroneando-. Tengo mi buena navaja

y mi buen revólver de seis tiros. Vengan dos, vengan cuatro ladrones, vengan, aunque sea un ciento.

¡Soy hombre para ellos! ¡Conmigo no pueden!

A su vez, la mocita miró al paladín. Esteban tenía el sombrero echado atrás, las manos, a lo jaque,

en la faja, y un pitillo, acabado de encender, caído desgarbadamente sobre la comisura de los labios,

bermejos como guindas. Su rostro fino, adamado, sin pelo de barba, contrastaba con sus alardes de

valentón. La zagala acentuó la alegría de sus ojos; el zagal se puso colorado, y para disimular la

timidez, dio al cigarro una feroz chupada.

Después se encogió de hombros. ¿Qué hacían parados allí? Cruzaba mucha gente en dirección a la

feria. Las mejores ventas se realizan temprano... ¡Hala! Y ella antecogió sus marranos, y él atirantó

la cuerda y dio aguijada a sus bueyes. Ya no pensó ninguno de los dos en bobería ninguna, sino en

su mercado, en su negocio. ¡Hala, hala!

Al revolver de la carretera, festoneada de olmos, descubrieron el pueblecito, tendido al borde del río

-pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando sobre el caserío arcaico,

irregular-. Ningún efecto les hizo la hermosa vista. Se apresuraron, porque ya debía de estar

animándose la feria. Margarida pasaba las del Purgatorio cuidando de que no se perdiesen, entre el

gentío, los cinco diminutos fetiches, adorables con sus sedas blancas nacientes sobre la tersa piel

color rosa. Acabó por coger a dos bajo el brazo, sin atender a sus gruñidos rabiosos, cómicos, y ya

solo por tres tuvo que velar, que era bastante. Esteban, columbrando entre un grupo de labriegos y

un remolino de ganado las patillas de cerro del tratante inglés, se apresuró a acercarse con su

magnífica pareja de cebones para empatársela a los otros vendedores. Así se apartaron, sin

ceremonias, el zagal y la zagala. Sacó él sus mil y trescientas y cuarenta pesetas y las ocultó en la

faja; guardó ella entre la camisa de estopa y el ajustador de caña unos duros, producto de la venta de

los lechones; fue él convidado al figón por el inglesote de azules ojos y patillas casi blancas; devoró

ella, sentada en el parapeto del puente, dos manzanas verdes y un zoquete de pantrigo añejo, y a

cosa de las tres y media de la tarde -cuando el sol empezaba a declinar en aquella estación de otoño

-, volvieron a encontrarse en el camino, y sin decirse oste ni moste, acompasaron el paso, deseosos

de regresar juntos. Margarida tenía miedo a la noche, a los borrachos que vuelven rifando y

metiéndose con quien no se mete con ellos; Esteban, sin saber por qué, iba más a gusto en

compañía, ahora que no necesitaba aguijar ni tirar de la cuerda. El diálogo, al fin, brotó en lacónicos

chispazos.

-¿Vendiste? -dijo la moza.

-Vendí.

-¿Pagáronte a gusto?

-Pagáronme lo que pedí, alabado Dios.

-¡Qué mano de cuartos, mi madre! ¿Y los bueis? ¿Van para el barco? -Para se los comer allá en

Inglaterra... ¡Bien mantenidos estarán los ingleses con esa carne rica! ¡Qué gordura, qué lomos!

Callaron. Anochecía. Se escuchó detrás un silbido, pisadas fuertes, y la zagala, alarmada, se arrimó

al zagal. La alarma pasó pronto: eran dos chicuelos que zuequeaban y soltaban palabrotas. Esteban

rodeó los hombros de Margarida con su brazo derecho, para protegerla, y siguieron andando así, sin

romper el silencio. La carretera serpenteaba por la vertiente de un montecillo cubierto de pinos; a la

izquierda, los esteros y los juncales inundados brillaban, reflejando en rotos trazos la faz de la luna;

el camino, lejos de ser fatigoso, como a la ida, descendía suavemente. Corría un fresco de gloria, un

airecillo suave, más de primavera que de otoño; y el zagal y la zagala sentían algo muy hondo, que

eran absolutamente incapaces de formular con palabras. Lo único que Esteban acertó a decir fue:

-¡Qué a gusto se va cuesta abajo, Margaridiña!

-Se anda solo el camino, Esteban -respondió ella, quedito.

-¡Todos los santos ayudan! -insistió él.

-Los pies llevan de suyo -confirmó ella.

Y siguieron dejándose ir, cuesta abajo, cuesta abajo, alumbrados por la luna, que ya no se copiaba

en los esteros, sino en la sábana gris de la ría.

«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.

De: Cuentos dramáticos

El ahogado

Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los hombres, de las mujeres y

hasta de los caballos; agotados los nervios y vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera

quedarse, porque sí, en un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se

resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez; dormir un sueño que no

tuviese el contrapeso del despertar probable. Y Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en

el «modo».

La verdad ha de decirse: el pícaro «modo» era como un hueso que se le atragantaba a Tristán. Entre

el sincero deseo de dejar la vida y el acto de quitársela media un solo movimiento; ¡pero qué

movimiento, señores! Comparado con este, parece fácil el de levantar en peso una montaña... Las

indecisiones de Hamlet, tortas y pan pintado en comparación con las de muchos infelices hijos de

este siglo, a un tiempo codiciosos y temerosos del no ser. Ni pizca de cobarde tenía Tristán; pero el

valor no es cantidad fija; hay quien no teme a un león, y se pone pálido al ver a una cucaracha.

Nervioso, de imaginación cruel, Tristán se horripilaba del instante fugacísimo en que la bala del

revólver destrozase la masa de su cerebro, o la cuerda estrujase brutalmente su garganta. Por

extraña contradicción, convencido del aniquilamiento final, hasta le preocupaba lo que sucedería

«después» a su cuerpo, y veía la escena póstuma, el grupo formado alrededor de su cadáver y oía las

frases triviales, las inevitables reflexiones lastimosas de amigos y sirvientes, todo ello ridículo,

semigrotesco, parodia de algo trágico y grande no realizado. Su buen gusto se sublevaba contra

semejante final, «Morir, sí; pero sin dar espectáculo; irse de la vida como quien se retira de un

salón, discretamente.» Maduro el propósito, Tristán discurrió que el lugar más oportuno de ponerlo

por obra era un viejo castillo que poseía a orillas del mar. Recogiéndose allí algún tiempo, la

sociedad, si al pronto extrañaba su falta, ya le habría olvidado cuando sucediese lo que debía

suceder...

El caso era no dejar rastro alguno. «Como averigüen Perico Gonzalo y Manolo Lanzafuerte mi

paradero, allí se descuelgan a pretexto de cazar o pescar...». Y rodeó su último y solitario viaje del

complicado misterio propio de otras escapatorias más gratas. «Creerán que mi fuga tiene

cómplice...», se dijo a sí propio, con irónica tristeza, el futuro suicida.

Al verse en el castillo, antiguo solar de su familia, Tristán comprendió que no cabía mejor fondo

para el sombrío cuadro que intentaba pintar. Las abruptas montañas, las renegridas piedras, los

paredones que la hiedra asaltaba, la costa erizada de escollos, la playa siempre azotada por el recio

oleaje, la torre donde anidaban lechuzas y búhos, respiraban desolación y fúnebre melancolía.

Acrecentaba el horror del paisaje la estación, que era la del equinoccio de otoño con sus furiosas

tempestades y los frecuentes naufragios por la niebla, empujadas por el temporal, venían a encallar

y a deshacerse en los traidores bajíos de la Corvera, próximos a la playa que se extendía a los pies

de la residencia de Tristán. El incesante y ronco mugido del oleaje; el horizonte cerrado en brumas

o surcado por lívidas exhalaciones; la tierra empapada en agua; el arenal sembrado de despojos,

tablas y barricas, cuando no de cadáveres, armonizaban tan bien con el estado de ánimo y los

proyectos de Tristán, que decidió buscar reposo en el fondo de las aguas, haciendo creer que le

había arrebatado una ola. Y para familiarizarse con la idea, bajaba a la playa diariamente, sintiendo

que se apoderaba de su alma el vértigo de lo desmesurado y la atracción del hondo abismo. Su plan

de suicidio se concertaba aprisa, y se le agarraba al espíritu de tal manera, que ya soñaba con él lo

mismo que se sueña con la primera cita de una mujer hermosa y adorada.

Una tarde de horrible tempestad, en el que el huracán sacudía las veletas del castillo y retorcía los

árboles, desmelenando locamente el ramaje, creyó Tristán que era llegado el momento de ejecutar

su determinación, y descendió, o, mejor dicho, se despeñó al arenal, luchando a brazo partido con el

viento y alumbrado por el repentino fulgor de los relámpagos. Uno que encendió el horizonte le

mostró, sobre la cresta de enorme ola, algo que podía ser o profecía o imagen fiel de su destino: era

el cuerpo de un hombre, un ahogado que, flotando, venía a ser despedido contra los escollos. «Me

pondré un buen peso a la garganta para no sobrenadar», calculó Tristán al divisar al muerto que se

acercaba; y dos minutos después, la ola gigantesca, rompiéndose en las rocas a flor de tierra ya,

depositaba sobre la arena al ahogado.

Tristán se precipitó hacia él por instinto, y, alzando el cadáver, lo arrastró hacia el fondo del arenal,

reclinándolo en una peña. A la claridad macilenta del poniente pudo observar que era un hombre

joven y robusto. «¡Cuánto habrá luchado este -pensó- para evitar lo que yo busco a todo trance!»

Palpó el torso desnudo, magullado por las piedras, y no creyó advertir en él la rigidez de la muerte.

Hasta le pareció percibir un resto de calor vital. Sintió una sacudida eléctrica. «¡Vive! ¡Este hombre

vive aún!» Temblando de emoción, recordando los primeros socorros que deben prestarse a los

ahogados, colocó al hombre con la cabeza alta, le inclinó hacia el lado derecho y le sacudió

reiteradamente hasta que hubo arrojado un chorro de agua por la boca. Volvió a hincar la palma

sobre la tetilla izquierda, y creyó notar un débil latido del corazón, que le hizo exhalar un grito de

alegría. Con sobrehumano vigor, cargando a hombros el cuerpo inerte, se lanzó por la cuesta que

trepaba al castillo. El peso era grande; a mitad de la cuesta, notó Tristán que la respiración le

faltaba; detúvose un instante, y con doblados bríos siguió después, sin detenerse hasta soltar al

ahogado en la cocina del castillo, donde ardía un buen fuego de leña.

-¡Pronto! -gritó Tristán a sus servidores-. Vengan mantas; a calentar ladrillos y a llenar botellas de

agua hirviendo; a traer un colchón. ¿Hay aguardiente?

Y mientras corrían para facilitarle lo que reclamaba, Tristán, inclinado sobre el cuerpo, veía con

inquietud la azulada palidez del rostro, señal cierta de la asfixia, y creía que la chispa de vida, la

débil llama, iba a extinguirse. «Hay que intentar el gran remedio.» Y con más ilusión que nunca

había probado al acercar sus labios a los de ninguna mujer, pegó su boca a la boca yerta del

ahogado, acechando el primer soplo de aire, mientras sus manos fuertes y elásticas oprimían

rítmicamente el esternón y el vientre, provocando, por medio de enérgicas tracciones, la respiración

artificial. Palpitante de esperanza y de caridad, se regocijaba cuando a la boca fría asomaban buches

de agua amarga, mezclados con impurezas. ¿Si era que ya penetraba en los pulmones el aire

bienhechor? De súbito percibió bajo sus labios un estremecimiento ligero; no cabía duda: ¡el

hombre respiraba! Afanoso, redobló la espiración, enviando aquella onda tibia que era la existencia,

la resurrección, la salvación del moribundo... Y así que el rostro de este se coloreó ligeramente, así

que se entreabrieron sus párpados, Tristán, rendido, sin darse cuenta de lo que hacía, cayó de

rodillas, cruzó las manos, y dos lágrimas pequeñas, dulces, frescas, se descolgaron de sus

lagrimales...

A estas horas, Tristán no se ha suicidado, ni es de creer que piense en suicidarse. ¿Consistiría en

que apreció la vida cuando la dio envuelta en su aliento? ¿Será que el tedio se disipa con la primera

buena obra, como el fantasma al canto del gallo?

«Blanco y Negro», núm. 402, 1899.

Semilla heroica

-Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos decir del héroe -declaró

Méndez Relosa, el joven médico que desde un rincón de provincia empezaba a conquistar fama

envidiable-. Solo es héroe el que se inmola a algo grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, a

quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre de héroe. A lo sumo, fue una semilla

que, plantada en buena tierra, germinaría y produciría heroísmo...

-Con todo -objeté- si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos sacan de dudas, sobre el

héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo varía en cada época y en cada pueblo. Acciones

fueron heroicas para los antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses

lo prohibieron, en la India se creía -y se creerá aún, es lo probable- que constituye un rasgo sublime,

edificante, gratísimo al Cielo, el que una mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido.

-No niego -declaró Méndez- que la gente llama heroísmo a lo que realiza su ideal, y que el ideal de

unos puede ser hasta abominable para otros. El embrión de héroe cuya sencilla historia contaré

estuvo al diapasón de ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa

efervescencia que hace despreciar la muerte, fue «algo» que embriaga siempre al pueblo español.

Lo único que revela que el ideal a que aludo es un ideal inferior, por decirlo así, es que para sus

héroes, aclamados y adorados en vida, no hay posterioridad; no se les elevan monumentos, no se

ensalza su memoria...

Las plazas de toros -continuó después de una breve pausa- han cundido tanto en el período de

reacción que siguió a la Revolución de septiembre, que hasta nuestra buena ciudad de H*** se

permitió el lujo de construir la suya, a la malicia, de madera, pero vistosa. Cuando se anunció que el

célebre Moñitos, con su cuadrilla, estrenaría la plaza durante las fiestas de nuestra patrona la Virgen

del Mar, despertóse en H***, más que entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes

antes; y al llegar la gente torera, nos dio, no me exceptúo, por jalearla, obsequiarla, convidarla y

traerla en palmitas desde la mañana hasta la noche. Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos a

cigarros y les inundamos de jerez y manzanillas. Nos cautivaba su trazo franco y gravemente afable,

aunque tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil, su calma moruna, aquel fatalismo que les

permitía arrostrar el peligro impávidos, y, en suma, aquel estilo plebeyo, pero castizo, de grato

sabor nacional. En poco días cobramos afición a unos hombres tan desprendidos y caritativos,

valientes hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo descubrir en ellos cualidades que atraían

y justificaban la simpatía con que en todas partes son acogidos.

Yo me aficioné especialmente a un mocito como de quince años, pálido, desmedrado, nervioso, que

atendía por el alias de Cominiyo. Venía la criatura con los toreros en calidad de monosabio, y era la

perla de su oficio; un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde la primera de las

cuatro corridas de aquella temporada en H***, Cominiyo llamó la atención y se ganó una especie de

popularidad por su arrojo, su agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad en acudir a

donde hacía falta. La parte que representaba Cominiyo en el drama desarrollado en el redondel era

bien insignificante; pero él se ingeniaba para realzar un papel tan secundario, y cuando de los

tendidos brotaban frases de elogio para el rapaz, sus macilentas mejillas se iluminaban con pasajero

rubor de orgullo, y sus ojos negros ricamente guarnecidos de sedosas pestañas, irradiaban triunfal

lumbre.

Cominiyo me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de buhardilla sueña la

coronación en el Capitolio; como el recluta sueña los tres entorchados; como el oscuro escribiente

la poltrona, Cominiyo soñaba ser picador. En vez de ir a las ancas del caballo, quería ir delante,

luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el ancho sombrerón de fieltro, los calzones

de ante, el rígido atavío de esos hombres curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen mella

los batacazos. Pero ¿cuándo lograría Cominiyo ascender tan alto? Probablemente así que hubiese

demostrado de una manera indudable su gran corazón; así que hiciere «una hombrá». Y dispuesto

estaba a hacerla a cualquier hora, y más que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo.

En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada y por cierto que con trágico aparato. El

tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dio un juego tal desde que salió a la plaza, que llegó a

causar cierto pánico: como aquél pocos. Después de destripar por los aires a dos caballos, la

emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al jinete aplastado bajo la

cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso. Crítica era la situación del picador. El peso del

jaco le asfixiaba, y si se rebullese, con él la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, a capotazos,

quería engañar y distraer a la fiera, y Bayeta, ahogándose, asomaba la cabeza por detrás del

espinazo del jaco moribundo. Ya el toro se lanzaba hacia la nueva presa, y ya el picador se veía

recogido y despedido hasta las nubes, cuando una figurilla menuda apareció firmemente plantada

sobre el vientre del tendido caballo, y, retando al toro con temeraria bizarría, le hirió repetidas veces

con la mano en el inflamado morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos mientras salvaban

al picador. Cominiyo, que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó hacia atrás, resbaló en

la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo había soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí

mismo, contra las tablas, y le enganchó y levantó en alto y lo dejó caer inerte.

Corrí a la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una cosa horrible que, a

pesar de la impasibilidad profesional, me causó grima. El toro había cogido a Cominiyo por la

espalda, en la región lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó un jirón

del hígado, una sangrienta piltrafa. Cominiyo no tenía salvación, y su lucha con la muerte, sostenida

por la juventud y la índole de la misma lesión, fue larga y cruel. Ocho días le devoró la fiebre

inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la herida, se agitaba en un frenesí de alegres

esperanzas y de ambiciosas aspiraciones. La ovación tributada a su hazaña le tenía borracho de

gozo, y me decía entusiasmado, mientras yo trataba de calmar sus dolores, que eran atroces, sobre

todo al principio:

-Me he portado como los hombres. Digasté: ¿seré picador?

El día en que le acompañamos al cementerio, yo, al ver que le echaban encima la húmeda tierra,

pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión plantar laureles en sepultura del rapaz..., y sin

embargo, a mí me parecía que de la misma madera del alma de Cominiyo están hechas las almas de

algunos que podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba.

Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido monosabio, yo recordaba una copla

popular.

Hasta la leña en el monte

tiene su separación;

una sirve para santos;

otra para hacer carbón.

De: Cuentos nuevos

Geórgicas

Fue por el tiempo de las majas, mientras la rubia espiga, tendida en las eras, cruje blandamente,

amortiguando el golpe del mallo, cuando empezó la discordia entre los del tío Ambrosio Lebriña y

los del tío Juan Raposo.

Sucedió que todo el julio había sido aquel año un condenado mes de agua, y que solo a primeros de

agosto despejó el cielo y se metió calor, el calor seco y vivo que ayuda a la faena. «Hay que majar,

que ya andan las canículas por el aire», decían los labriegos; y el tío Raposo pidió al tío Lebriña que

le ayudase en la labor. Este ruego envolvía implícitamente el compromiso de que, a su vez, Raposo

ayudaría a Lebriña, según se acostumbra entre aldeanos.

No obstante, llegado el momento de la maja de Lebriña, el socarrón de Raposo escurrió el bulto,

pretextando enfermedades de sus hijos, ocupaciones; en plata, disculpas de mal pagador. Lebriña,

indignado de la jugarreta, tuvo con Raposo unas palabras más altas que otras en el atrio de la

iglesia, el domingo, a la salida de misa. Por la tarde, en la romería, Andrés, el mayor de Lebriña,

después de beber unos tragos, se encontró con Chinto, el mayor de Raposo, y requiriendo la moca o

porra claveteada, mirándose de soslayo, como si fuesen a santiguarse...; pero no hubo más entonces.

Vivían las familias de Lebriña y Raposo pared por medio, en dos casas gemelas, que el señor había

mandado edificar de nuevo para dos lugarcitos muy redondos. Al recogerse aquel domingo,

mientras los hombres, gruñones y enfurruñados, mascullaban la ira, las mujeres, sacando a la puerta

los tallos o asientos hechos de un tronco, se disponían a pasar las primeras horas de la noche al

fresco. En vez de armar tertulia con las vecinas, cada bando afectó situarse lo más lejos que

permitía la estrechez de los corrales. La tía Raposo y su hija Joliana, que tenían fama de mordaces y

satíricas, tomaron sus panderetas e improvisaron una tríada muy injuriosa; en sustancia, venía a

decir que, en casa de Lebriña, los hombres eran hembras y las mujeres machos bigotudos. Es de

advertir que los Lebriñas debían su apodo, convertido en apellido ya, a cierta mansedumbre

tradicional en los varones de la familia, y también conviene saber que Aura Lebriña, moza soltera

de unos veinticinco años de edad, lucía sobre sus gruesos y encendidos labios un pronunciado bozo

oscuro. Aura no sabía improvisar como las Raposos; pero, ni tarda ni perezosa, recogió el guante, y

en prosa vil les soltó una carretada de desvergüenzas gordas, mezcladas con maldiciones a los

hombres, gallinas cluecas, que no tenían alma para cosa ninguna. Al oír la pauliña de Aura, el tío

Ambrosio asomó la nariz, y empujando a su hija por los hombros, la hizo retirar, mientras los de

Raposo la perseguían con pullas irónicas.

Pocos días después, yendo Chinto Raposo armado de gavilo, a cortar tojo en el monte, vio a Aura

Lebriña que lindaba su vaca en una heredad de maíz. Aunque tostada del sol, como la heroína de los

cantares, y aunque de boca sombreada y recias formas, la moza no era despreciable, y al mozo se le

ocurrió burlarla, más tentado por el fino gusto de pisotear a los Lebriñas que por los atractivos de la

pastora. Y avínole mal, porque en el país galiciano, la mujer, hecha a trabajos tan rudos como el

hombre, le iguala en fuerza física, y a veces le supera, y en el juego de la lucha no es raro el caso de

que salgan vencedoras las mujeres. Sin más armas que sus puños, Aura sujetó a Chinto y le dio una

paliza con el mango de la guadaña, mientras la vaca, pendiente el bocado de hierba entre los belfos,

fijaba en el grupo sus ojazos pensativos. Molido y humillado, Chinto Raposo se vengó

cobardemente; aprovechó un descuido de Aura, y metiéndole de pronto la mano en la boca y

apartando con violencia los dedos pulgar e índice, rasgó las comisuras de los labios. La sorpresa y

el dolor paralizaron un instante a la amazona, y Chinto pudo huir.

Todo el día lloriqueó la muchacha desesperadamente, porque el eterno femenino salta también de

entre los terrones, y la infeliz temía quedar desfigurada. Las malditas comadres de las Raposos,

desde su puerta, se mofaban de Aura sin compasión, apodándola Boca Rota, y Aura, en sorda voz,

murmuraba que, si se había concluido ya la casta de los hombres, saldrían a plaza las mujeres, y se

vería lo que eran capaces de hacer.

Andrés Lebriña, muy descolorido, oía a su hermana y callaba como un muerto. Estos silencios

cerrados son de mal agüero en las personas pacíficas. Sin embargo, pasó una semana, las heridas de

Aura empezaron a cicatrizarse, y los Raposos, más insolentes que nunca, se reían en público de toda

la casta de Lebriña. El día de la feria, Chinto Raposo cargó un carro de repollos y bajó a la ciudad a

venderlo. Regresaba, anochecido ya, algo chispón, con el carro vacío, y al sepultarse en uno de esos

caminos hondos y angostos, limitados por los surcos de la llanta, recibió a traición un golpe en el

duro cráneo y luego otro, que le derribó aturdido como un buey. En medio de su desvanecimiento

sintió confusamente que algo muy pesado y duro le oprimía el pecho: eran unos zuecos de álamo,

con tachuelas, bailando el pateado sobre su esternón.

Cuando suceden estas cosas en la aldea, en verdad os digo que rara vez pasa el asunto a los

tribunales. El labriego, por una parcelilla de terreno, por un tronco de pino, por un puñado de

castañas se apresurará en acudir a la justicia: la propiedad entiende él que ha de defenderse por las

vías legales; pero la seguridad personal es cuenta de cada quisque: contra palos, palos, y a quien

Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. En la aldea, el que más y el que menos tiene sobre su alma

una buena ración de leña administrada al prójimo y nadie quiere habérselas con escribanos

procuradores y jueces, negras aves fatídicas, que traen la miseria entre su corvo pico.

Antes que Chinto Raposo pudiese levantarse de la cama, donde permanecía arrojando en

abundancia bocanadas de sangre, sus dos hermanos menores, Román y Duardos, le había jurado la

vendetta. Andrés Lebriña, por su parte, trataba de esconderse; pero el labriego ha de salir sin

remedio a su trabajo, y la fatalidad quiso que le llamasen a jornal en la carretera en construcción,

adonde también acudían los Raposos. Estos velaron a su enemigo, como el cazador a la perdiz, y

aprovechándose de una disputa que se alzó entre los jornaleros, arrojaron a Andrés sobre un montón

de piedra sin partir, y con otra piedra le machacaron la sien. Se formó causa, pero faltó prueba

testifical: nadie sabe nada, nadie ha visto nada en tales casos. El señor abad de la parroquia de

Tameige rezó unos responsos sobre el muerto y hubo una cruz más en el campo santo: negra,

torcida, con letras blancas.

El golpe aplanó completamente a los Lebriñas. Ellos eran gente apocada, resignada, y solo a fuerza

de indignación y ultrajes había salido de sus casillas Andrés. También los Raposos, astutos en

medio de su barbarie, creyeron que, después de suprimir a un hombre, les convenía estarse callados

y quietos, por lo cual cesaron completamente las provocaciones e invectivas de las mujeres desde la

puerta.

Sin embargo, había alguien que no olvidaba al que se pudría bajo la cruz negra del cementerio:

Aura, la hermana, la que se había llevado toda la virilidad de la familia. Vestida de luto, en pie en el

umbral de su casucha, ronca a fuerza de llorar, lanzaba a la casa de los Raposos ardientes miradas

de reto y maldición. Y sucedió que al verano siguiente, cuando la cosecha recogida ya prometía

abundancia, una noche, sin saber por qué, prendióse fuego el pajar de Raposo y a la vez aparecieron

ardiendo el cobertizo, el hórreo y la vivienda. Los Raposos, aunque dormían como marmotas, al

descubrirse el fuego pudieron salvar, sufriendo graves quemaduras; solo a uno de los hijos, a

Román, el que pasaba por autor material de la muerte de Andrés Lebriña, se le encontró

carbonizado sin que nadie comprendiese cómo un mozo tan ágil no supo librarse del incendio.

Aquí tienen ustedes lo que aconteció en la feligresía de San Martín de Tameige por no querer los

Raposos ayudar a los Lebriñas en la faena de la maja.

«Nuevo Teatro Crítico», núm. 30, 1893.