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NUESTRA PROFESIÓN DE FE “EL CREDO” INDICE TEMA 1. La profesión de fe "El Credo” Creo en un solo Dios Dios Padre Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro TEMA 2. Dios, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra Padre Todopoderoso Dios, Creador Del cielo y de la tierra TEMA 3. Creo en Jesucristo, Hijo Único de Dios Jesús es el Mesías Jesús es el Señor Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre TEMA 4. Jesucristo, padeció bajo el poder de Poncio Pilato fue crucificado, muerto y sepultado Significado de la muerte de Jesús En la cruz, Jesús consuma su sacrificio Muerto por nuestros pecados, según las Escrituras Jesucristo fue sepultado Jesucristo, descendió a los infiernos TEMA 5. La Resurrección de Jesús Al tercer día resucito de entre los muertos Relatos de las apariciones del resucitado Sentido salvífico de la Resurrección Jesucristo, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos Y su reino no tendrá fin. TEMA 6. Creo en el Espíritu Santo Nombre y apelativos del Espíritu Santo Símbolos del Espíritu Santo TEMA 7. El Espíritu Santo en la Historia de la Salvación Las promesas del Antiguo Testamento El Espíritu Santo en la Encarnación y la misión de Jesús El Espíritu Santo en la Iglesia El Espíritu Santo y la vida cristiana Los dones del Espíritu Santo TEMA 8. Creo en La Iglesia Nombre de la Iglesia Imágenes de la Iglesia TEMA 9. Creo en la Iglesia que es UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTÓLICA La Iglesia es Una La Iglesia es Santa La Iglesia es Católica La Iglesia es Apostólica ¿Por qué decimos que la Iglesia es Romana? TEMA 10. La Comunión de los Santos Comunión de los bienes espirituales La comunión entre la Iglesia del cielo y de la tierra TEMA 11. Un solo Bautismo, perdón de los pecados y la resurrección de los muertos. Amén. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados Espero la resurrección de los muertos Espero en la vida del mundo futuro “vida eterna” Amén.

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NUESTRA PROFESIÓN DE FE “EL CREDO”

INDICE

TEMA 1. La profesión de fe "El Credo”

• Creo en un solo Dios • Dios Padre • Dios, Padre de Jesucristo y Padre nuestro

TEMA 2. Dios, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra • Padre Todopoderoso • Dios, Creador • Del cielo y de la tierra

TEMA 3. Creo en Jesucristo, Hijo Único de Dios • Jesús es el Mesías • Jesús es el Señor • Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre

TEMA 4. Jesucristo, padeció bajo el poder de Poncio Pilato fue crucificado, muerto y sepultado • Significado de la muerte de Jesús • En la cruz, Jesús consuma su sacrificio • Muerto por nuestros pecados, según las Escrituras • Jesucristo fue sepultado • Jesucristo, descendió a los infiernos

TEMA 5. La Resurrección de Jesús • Al tercer día resucito de entre los muertos • Relatos de las apariciones del resucitado • Sentido salvífico de la Resurrección • Jesucristo, subió a los cielos y está sentado a la derecha de

Dios Padre Todopoderoso • Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos

Y su reino no tendrá fin. TEMA 6. Creo en el Espíritu Santo

• Nombre y apelativos del Espíritu Santo • Símbolos del Espíritu Santo

TEMA 7. El Espíritu Santo en la Historia de la Salvación • Las promesas del Antiguo Testamento • El Espíritu Santo en la Encarnación y la misión de Jesús • El Espíritu Santo en la Iglesia • El Espíritu Santo y la vida cristiana • Los dones del Espíritu Santo

TEMA 8. Creo en La Iglesia • Nombre de la Iglesia • Imágenes de la Iglesia

TEMA 9. Creo en la Iglesia que es UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTÓLICA • La Iglesia es Una • La Iglesia es Santa • La Iglesia es Católica • La Iglesia es Apostólica • ¿Por qué decimos que la Iglesia es Romana?

TEMA 10. La Comunión de los Santos • Comunión de los bienes espirituales • La comunión entre la Iglesia del cielo y de la tierra

TEMA 11. Un solo Bautismo, perdón de los pecados y la resurrección de los muertos. Amén. • Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados • Espero la resurrección de los muertos • Espero en la vida del mundo futuro “vida eterna” • Amén.

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“CREO, CREEMOS” Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo “Creo” o “Creemos”. Antes de exponer la fe de la Iglesia tal como es confesada en el Credo, celebrada en la Liturgia, vivida en la práctica de los mandamientos y en la oración, nos preguntamos qué significa “creer”. La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida. Quien dice “Yo creo,”, dice “Yo me adhiero a lo que nosotros creemos”. La comunión de fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe. TEMA 1. LA PROFESIÓN DE FE – “EL CREDO” OBJETIVO: Conocer nuestra Profesión de fe, y al profesarla creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitidas y son propuestas por la Iglesia. Desde Su origen la Iglesia expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas: se llaman Síntesis de la Fe, Profesiones de Fe, o símbolos de la Fe. Porque resumen la fe que profesan los cristianos. Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que hay en ella de más importante, encierra en pocas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y Nuevo Testamento. Los símbolos de la fe que se conocen son: El Símbolo apostólico: el mas antiguo, son las verdades de la fe transmitidas por los

apóstoles de Jesucristo. Que constituye por así decirlo “el más antiguo catecismo romano” El símbolo de Nicea-Constantinopla: son las mismas verdades autorizadas y

explicadas en los dos primeros Concilios Ecuménicos: Nicea (325) y Constantinopla (381) El Credo del Pueblo de Dios: son las mismas verdades, con expresiones renovadas

en el Concilio Vaticano II (1968). La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también “Creo”, “creemos”. La primera profesión de fe se hace en el Bautismo, puesto que el Bautismo es dado “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” en el caso de Bautismo de niños, es a través de sus Padres y Padrinos. El Credo se divide en tres partes: La Primera Persona Divina (Dios Padre) y la Creación; la segunda Persona Divina (Dios Hijo) y el Misterio de Redención; y la Tercera Persona Divina (Dios Espíritu Santo), fuente y principio de nuestra santificación. Además se profesa nuestra fe en la Iglesia, fundada por Cristo y asistida por el Espíritu Santo.

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1. CREO EN UN SOLO DIOS Dios toma la iniciativa. Desde siempre el hombre ha buscado a Dios, movido por su sed de vida, de seguridad, de justicia, de fidelidad... en realidad, sin que el hombre fuera siempre consciente. Dios mismo le ha iluminado y sostenido, atrayéndole hacia Si por los más variados caminos de la religión y de la cultura. Cuando hablamos de Dios, los cristianos hablamos de Alguien que ha tomado la iniciativa para comunicarse con los hombres como afirma el Concilio: “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (Cfr. Ef 1,9); por Cristo, la Palabra hecha carne y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum, 2) En la Revelación, Dios se desvela a sí mismo La revelación es, ante todo, la manifestación y comunicación personal de Dios mismo, que ha querido darse a conocer al ser humano y comunicarle sus sentimientos e intenciones en una historia concreta. Dios ha querido darnos a conocer su intimidad, su ser trinitario: Dios se revela como Padre que comunica su designio salvador en el Hijo por el Espíritu Santo. La Revelación se realiza mediante obras y palabras. Dios ha hablado y habla a los hombres. Se ha manifestado utilizando el medio humano de comunicación por excelencia: la Palabra. La revelación , como encuentro interpersonal entre Dios y los hombres, ha inaugurado un diálogo que atraviesa los siglos. Y culmina en la Encarnación de su Hijo, la Palabra eterna y definitiva de Dios a los hombres. Esta palabra de Dios es eficaz, realiza siempre aquello que significa (palabras y obras) Por ello, las palabras dirigidas por Dios a los hombres van siempre acompañadas por sus acciones salvadoras realizadas en la historia a favor de los hombres. Dios interviene en la historia y declara el sentido de su intervención; habla acerca de sí mismo y de su voluntad para los hombres, y verifica en la historia la veracidad de sus palabras. De este modo, a través de los acontecimientos y de las palabras, se desarrolla la trama de la historia concreta en la que Dios mismo, libremente, lleva adelante su diálogo con los hombres y los hace capaces de responderle, de acoger su presencia y participar en su vida. Lo que dice Dios de Sí mismo. La Sagrada Escritura nos habla de Dios al relatarnos la historia de Dios con los hombres y cuando nos describe, mediante hechos y palabras, lo que Dios es, quiere y hace por los hombres. Lo que Dios nos dice de sí mismo y hace en favor de los hombres. La Historia de Dios con los hombres comienza con la elección de Abraham, al que promete la posesión de una tierra y una gran descendencia. Con Moisés y la alianza comienza un momento decisivo de la historia de amor y gracia entre Dios y los hombres. Israel experimenta continuamente que Dios está con él y su nombre es “Yo soy el que soy” (Éx 3,14).

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Yahvé, el Dios de Israel, es un Dios vivo, que ve la miseria del hombre, escucha sus clamores, se interesa por su vida, le guía y salva, abriendo la vida y el camino del pueblo a una nueva historia. Desde la experiencia de la fe de Israel en Yahvé Dios, se va descubriendo y perfilando quién es Dios a través de múltiples imágenes.

El Señor es la roca, la fortaleza (Cfr. Sal 18) Es único e incomparable (Is 49,18) Trasciende todo lo humano y terreno, por eso es “El Señor” de los señores (Sal

8,2) Es un Dios Santo, porque está más allá del mundo y de lo creado; su gloria llena la

tierra (Is 6,3) Atributos de Dios Desde la revelación de su nombre a Israel hasta la revelación del Dios-Amor en Jesucristo, la Sagrada Escritura va desgranando y presentándonos todos los atributos de Dios.

• Lo conoce y lo sabe todo: • Lo puede todo, pero su omnipotencia no consiste en coaccionar o en oprimir,

sino en defender los derechos del hombre contra la injusticia u opresión, porque es el Dios Justo que cumple siempre sus promesas por ser fiel y veraz.

• Se vuelve hacia los pequeños, pobres, huérfanos y viudas. • Perdona los pecados e infidelidades, porque es un Dios de bondad y

misericordia. • Su amor y su justicia no se oponen entre sí, pues si por amor Dios acepta

incondicionalmente al hombre, este amor incluye la justicia por la que Dios hace justo al hombre pecador.

2. DIOS, PADRE En el antiguo Testamento no aparece nunca la idea de Dios Padre del individuo, sino Padre del Pueblo. “Hijos sois de Yahvé vuestro Dios...Eres un pueblo consagrado a Yahvé tu Dios; Yahvé te ha elegido entre todos los pueblos de la tierra para que seas de su propiedad.” (Dt 14, 1-2)

Dios, Padre misericordioso, restituye en la condición de hijos. Si Yahvé se queja de la conducta de sus hijos es por ver cómo ellos se alejan de su propio bien. Quizás se ha insistido en demasía en el honor ofendido de Dios y mucho menos en la ruptura de una relación filial con el propio Dios Padre. La querella que Dios entabla con su pueblo, acaba siempre con una invitación al perdón. Reconocer la maldad o el pecado no es suficiente para conseguir el perdón; lo importante es restablecer la relación filial, que reconoce el amor paterno y ya no teme el castigo, pues es muy superior la confianza en el perdón del padre: “Y sin embargo, Señor, tu eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tus manos. No te excedas en la ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa, mira que somos tu pueblo” (Is 64, 7-11).

El afecto de Dios por su hijo, se expresa en el perdón que concede al hijo que reacciona ante la corrección divina:

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“No nos trata como merecen nuestros pecados... Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece Yahvé con sus fieles. Pues El conoce nuestra condición y se acuerda de que somos barro” (Sal 103, 10.13-14) 3. DIOS, PADRE DE JESUCRISTO Y PADRE NUESTRO. La revelación absolutamente nueva de Dios como Padre, acontece en Jesús. Es decir, en continuidad con el Antiguo Testamento, Jesús nos da una imagen de Dios totalmente nueva y perfecta: Dios es su Padre Es en el Nuevo Testamento, cuando Jesús nos revela que Dios es Padre en un sentido nuevo y sorprendente: el hombre había perdido la comunión con Dios a raíz del pecado. Jesucristo recupera para el hombre esa relación y después de El podemos llamar a Dios “Abba”,... con esta expresión mostramos absoluta confianza en El, intimidad y cercanía. Somos hijos en el Hijo, Jesús es Hijo por naturaleza consubstancial al Padre y nosotros lo somos por adopción en el Hijo. (Cfr. Gal 4, 4-7; Rm 8, 14-7). Esta realidad del hombre hijo de Dios, le implica reconocer a los demás hombres como hermanos todos hijos de un mismo Padre. Sólo Jesús conoce al Padre en su identidad más verdadera y sólo El lo puede revelar “Nadie conoce al Padre más que el Hijo” (Mt 11,27). Su misión consiste precisamente en dar a conocer a los hombres su nombre y glorificarlo. Por medio de Jesús, el Padre se manifiesta como amor sin límites: ama a los justos y pecadores, a los que sufren y a los oprimidos, a los que maldicen y persiguen, perdona incluso a los asesinos de su Hijo. Jesús mismo lo recibe todo del Padre: “Todo me lo ha entregado mi Padre” (Mt 11,26), incluso las obras que realiza y lleva a cabo son las que el Padre le ha encomendado, hasta el punto que afirma: “El que me ve a mí ve al Padre. ¿Cómo me pides que os muestre al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?. Lo que os digo no son palabras mías, es el Padre, que vive en mí, el que está realizando su obra. Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn. 14, 9-11).

ORACIÓN DE ABANDONO AL PADRE

Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras.

sea lo que sea, te doy las gracias estoy dispuesto a todo, con tal que tu voluntad

se cumpla en mí y en todas tus criaturas. no deseo nada más. Padre

te encomiendo mi alma, te la entrego con todo el amor de que soy capaz porque te amo y necesito darme

ponerme en tus manos sin medida con una infinita confianza

porque Tú eres mi Padre. Amén Charles de F.

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TEMA 2. DIOS, TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y TIERRA OBJETIVO: Reconocer la grandeza y majestad de Dios, y de no ser por nuestra fe en que el amor de Dios es todopoderoso, ¿Cómo creer que el Padre nos ha podido crear, el Hijo rescatar y el Espíritu Santo santificar?. Descubrir que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios 1. PADRE TODOPODEROSO La confesión de fe de la Iglesia comienza confesando a Dios como Padre. Esta primera afirmación de la profesión de fe es, al mismo tiempo, la más importante. Junto a esta confesión, la fe cristiana añade “todopoderoso”, poniéndolo en relación con el Título de Padre. La confesión de Dios como “Padre Todopoderoso”, quiere significar que el poder de Dios no es un dominio arbitrario y caprichoso sobre el mundo, los hombres y los acontecimientos, sino que expresa realmente la total y absoluta soberanía de Dios lleno de amor y de bondad La omnipotencia de Dios Confesar la omnipotencia de Dios significa que:

• La realidad del mundo no es confusión y caos (aunque a veces lo parezca) • El mundo, los hombres y la historia no son fruto del azar o de la casualidad • No somos marionetas dirigidas por una mano invisible • No estamos en manos de un destino incontrolable e impersonal • Dios no es proyección de nuestra debilidad o de nuestras necesidades.

La confesión de fe en un solo Dios, Padre Todopoderoso: Describe a Dios como origen último, universal Y trascendente y como fuente creadora

de vida. Expresa la superioridad y dominio de Dios sobre todo lo terreno y lo celestial.

“Dios Todopoderoso” es el Señor de lo pasado y lo futuro, de lo que existe y de lo que sucede, de las cosas y de los hombres, del mundo y de la historia. Le reconocemos como Ser omnipotente que: todo lo crea, cuida y guía, que tiene en sus manos el mundo y la historia Los hombres no son sus esclavos, sino sus hijos y sus amigos. Llama a la existencia lo que no existe Es capaz de hacerse débil para salvarnos a los hombres.

2. DIOS, CREADOR Las afirmaciones de la fe cristiana en Dios creador las encontramos en las primeras páginas del Antiguo Testamento. Sin embargo, es importante tener en cuenta que el A.T. nos ofrece dos relatos de la creación. (Gen 1,1-2; 2,4-25) En los dos relatos se expresa un contenido que es el resultado del camino de Dios con su pueblo, Israel, y presenta una verdad de fe revelada.

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Los cristianos, cuando confesamos que Dios es creador, queremos afirmar que: El mundo no es fruto del azar, Dios lo ha creado, elegido y amado. “Porque tu has

creado el universo, por tu voluntad, no existía y fue creado” ( Apoc. 4,11) En la palabra creadora de Dios se funda la verdad y el sentido de lo creado. “Todo lo

creaste con tu palabra” (Sb 9,1) Las cosas proceden de la bondad de Dios y participan de ella “Y vio Dios que era

bueno” Dios crea con plena soberanía. “Y dijo Dios...hágase...y fue hecho” por eso, para

expresar el carácter único de la creación de Dios, la Sagrada Escritura y la doctrina de la Iglesia hablan de la creación de “la nada”. El primer sentido de la creación, es para la gloria de Dios y como la gloria de Dios es la

gloria de su amor, la gloria de Dios es la salvación del hombre. La fe en Dios creador no incluye solamente el acto de la creación realizado una vez para siempre. Esta incluye, al mismo tiempo, la conservación del mundo por parte de Dios. En la conservación del mundo, el acto de la creación se hace siempre presente: Dios lo cuida todo, lo sostiene todo, da vida a todo. Sin la continua conservación de Dios, el mundo, las cosas, volverían a la nada. El soplo de su Espíritu rodea y penetra las criaturas, las sostiene y las hace vivir. 3. DEL CIELO Y DE LA TIERRA En la Sagrada Escritura, la expresión “cielo y tierra” significa todo lo que existe, la creación entera: las criaturas espirituales y corporales. Y para determinar y concretar el sentido de estas palabras, el credo las interpreta diciendo: “de todo lo visible e invisible”. Lo visible: la tierra La tierra es el espacio vital del hombre, el mundo material que Dios ha puesto en manos del hombre, el espacio de su existencia, la morada en que habita. Precisamente por eso, la tierra, su hermosura y su aprovechamiento son causa de la alabanza y de la acción de gracias a Dios. Pero también son motivo y razón de no considerarla tan sólo como materia de explotación sin límites, de consumo egoísta e incluso de injusta repartición de los bienes y de la riqueza del mundo. Lo invisible: el cielo – los ángeles Junto con la tierra (visible), Dios ha creado el cielo (invisible). Con ello, afirmamos que el mundo es “algo más” de lo que afirma el materialismo. Para la Sagrada Escritura, solo Dios es el cielo del hombre, es decir, sólo Dios y sólo en Dios encuentra el hombre la plenitud de sus deseos y ansias más profundas. El cielo está donde está Dios y donde está Dios, allí está el cielo. En consecuencia, el cielo está donde Dios nos sale al encuentro y está cerca de nosotros. En el Nuevo Testamento “reino de los cielos” es una expresión equivalente a “reino de Dios” La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe y cuando el credo afirma que Dios creó el

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cielo, se refiere también a estos seres que están especialmente cerca de Dios y le glorifican perpetuamente. Los ángeles son:

seres espirituales, no son materia, por lo tanto son inmortales Tienen inteligencia y libre voluntad, muy superior al hombre Viven en sociedad, se dividen en órdenes y grados (serafines, querubines, etc.) Su misión: celebración de la Gloria de Dios. (Sal 148). Toman parte del gobierno

de Dios sobre la creación. Los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque “contemplan constantemente el rostro de mi Padre que está en los Cielos” ( Mt 18,10). Son “agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra” (Sal 103,20). Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles” (Mt 25,31). Le pertenecen porque fueron creador por y para Él” (Col. 1,16). Desde la creación y a lo largo de toda la historia de la salvación, los encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrenal (Cfr. Gn 3,24). Protegen a Lot (Cfr. Gn 19), salvan a Agar y a su hijo (Cfr. Gn 21,17), detienen la mano de Abraham (Cfr. Gn 22,11) anuncian nacimientos (Cfr. Jc. 13) y vocaciones (Cfr. Is 6,6), asisten a los profetas (Cfr. 1 R 19,5). Finalmente, el ángel Gabriel anuncia el nacimiento del Precursor y del mismo Jesús. Dios creó al hombre a su imagen. A imagen de Dios los creó, hombre y mujer los creó. En los dos relatos de la creación el hombre aparece como culminación de la creación y como centro de la misma. El hombre es un ser creado. El salmo 139 dice: “cuando en lo oculto me iba formando y entretejiendo en los más profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en un libro, calculados estaban mis días antes que llegase el primero” Según la expresión del salmista, Dios nos veía cuando estábamos formándonos; preciosa expresión que patentiza no sólo la diferencia entre el origen del hombre y de los seres vivos, sino la creación inmediata del ama por Dios. Tiene un profundo significado, quiere decir algo importante y hermoso: el hombre es algo más que el resultado de una evolución biológica. El hombre, cada varón o mujer, es querido por Dios de una manera única y completamente personal. Dios pensó en nosotros tal como somos, nos amó desde el primer momento y nos llamó a la existencia. El hombre, imagen de Dios El primer relato de Génesis afirma que Dios creó al hombre a “su imagen y semejanza”. pero ¿en que consiste esta imagen y semejanza? Significa que el hombre es constituido como señor de la tierra y de los demás seres vivos; que ha de cuidarla y servirse de ella, que es el “administrador” del dominio de Dios en la tierra; que se distingue por su alma espiritual, está dotado de razón y voluntad libres.

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Dos consecuencias prácticas se pueden deducir de la creación del hombre como imagen y semejanza de Dios:

• La dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la dignidad del hombre ante los hombres; y es también la razón última de la igualdad y fraternidad de todos los hombres. Por eso la vida del hombre es sagrada e inviolable, porque en el rostro de cada hombre hay un destello de la gloria de Dios. Solo Dios es el señor de la vida y de la muerte.

• De la dignidad del hombre ante Dios se sigue la dignidad del hombre ante sí mismo, el derecho y el deber de la autoestima y del amor a sí mismo. Y más aún, le debemos amor al prójimo como a nosotros mismos. De donde se deduce que el hombre ha de buscar su realización plena no en lo que tiene, sino en lo que es. “el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (Gaudium et spes, 35)

“Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los Santos en la luz. En nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados. El es Imagen del Dios invisible, Primogénito en toda la creación, porque en él fueron creados todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: el es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos. (Col. 1, 12-20)

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TEMA 3. CREO EN JESUCRISTO, HIJO UNICO DE DIOS.

OBJETIVO: Conocer lo que significa el misterio de la encarnación, valorar la importancia de este acontecimiento en la historia de la Salvación. Descubrir las implicaciones que se deducen para la vida personal y de la comunidad cristiana. “Cuando llegó la plenitud de los tiempos” –es decir el tiempo del cumplimiento de las promesas mesiánicas – Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, y para que recibiéramos el ser hijos por adopción (Gal 4,4s) Dios envió a su propio Hijo en una carne semejante a la carne pecadora (Rom. 8,3). “Dios amó al mundo hasta el extremo de entregarlo a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga una vida eterna” (Jn 3,16)

Ser el Hijo Único de Dios es lo central en la persona de Jesús. La filiación divina es su identidad personal. Por eso, antes de aparecer en su realidad débil, pobre y mortal de hombre, ya estaba Jesús precisamente como el Hijo único de Dios, desde la eternidad en el seno del Padre. (Cfr. Jn 1, 1. 14. 18; 17,5; 2 Cor 8,9; Flp 2, 6-11) Al Hijo eterno de Dios, hecho hombre, despojado de su rango, débil sometido al sufrimiento y a la muerte, Dios lo ha constituido, por la resurrección de entre los muertos, en el rango del Hijo poderoso. Durante su existencia mortal, no dejó de ser Jesús el Hijo único y eterno de Dios. En el comienzo de su vida pública, en su Bautismo por Juan, y en su transfiguración, la voz del Padre designa a Jesús como su “Hijo amado” (Mt 3, 17; 17,5). “Padre” era sencillamente el título que Jesús daba a Dios. En la oración, Jesús se dirige a Dios en una forma inmediata, llena de familiaridad y confianza, con las invocaciones “Padre” o “Padre mío”. Jesús es la imagen del Padre Jesús hace presente a Dios Padre y su Reino en este mundo. Jesús puede decir con toda verdad “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta” (Jn 5,19) “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30) y “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,10) Jesús, el Hijo, revela el amor del Padre, entregándose total e incondicionalmente a él en amor y obediencia. 1. JESÚS ES EL MESIAS (EL CRISTO) Los cristianos confesamos que Jesús es el Cristo. Muy pronto las dos palabras de esta confesión de fe “Jesús” y Cristo”, se fundieron en una. Jesucristo, con la que desde los tiempos del Nuevo Testamento venimos nombrando a Jesús. Jesús quiere decir en hebreo “Dios salva”. En su nombre está su identidad y su misión. En efecto, a lo largo de todo el Antiguo Testamento se repite la promesa de que Dios mismo, en persona, salvará definitivamente a su pueblo y a toda la humanidad.

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Mesías quiere decir “ungido”. En Israel eran ungidos en nombre de Dios los elegidos los consagrados por el Señor para ejercer una misión señalada en su pueblo. Eran ungidos los reyes y los sacerdotes. Muy excepcionalmente lo eran los profetas. Jesús no fue ungido o consagrado en una ceremonia, con aceite como otros elegidos de Israel. Su unción y consagración eterna fue manifestada en los comienzos de su ministerio público. En su bautismo por Juan, cuando “Dios lo ungió con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10,38), para presentarlo a Israel. Así Jesús es el Mesías prometido, el Ungido por excelencia. Jesús tuvo conciencia de ser el Ungido de Dios, el Mesías, pero recibió y aceptó este título de otros con reservas y no permitió su divulgación. Para el desempeño de su misión, Jesús renuncia al poder político y a toda violencia e ignora el nacionalismo propio de ese tiempo, pues el Reinado de Dios que él representa, está abierto a todas las gentes. Jesús es un Mesías muy diferente del soñado por gran parte del judaísmo de su tiempo. Su mesianismo es el propio del Hijo Único de Dios que, en su amor y obediencia filiales al Padre, siguió el camino trazado por Dios hasta su muerte de cruz. 2. JESÚS ES EL SEÑOR Esta es una de las más importantes confesiones de fe cristiana. Pablo resume el mensaje de la fe de este modo: “Porque si proclamas con tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10,9). En el Antiguo Testamento se le llamaba a Dios, Yahvé, este nombre se traduce al griego por Kyrios, que en castellano significa Señor. A Jesús le pertenece el mismo honor, alabanza, gloria y poder que a Dios Padre. Ante Jesús, resucitado y exaltado, doblan su rodilla en adoración y le proclaman Señor todos los seres (Fil 2, 9-11; Is 45,23). Nadie que ponga su confianza en el Señor, quedará decepcionado. Todo el que invoque el nombre del Señor, se salvará. Jesucristo, único Señor de los cristianos En un mundo, en que tantos poderes reclaman de los hombres sometimiento, los cristianos reconocemos un único Señor, Jesucristo, mediador de la creación y de nuestra salvación, así como creemos en un solo Dios Padre, principio y fin de todos los seres. (Cfr 1 Cor 8,6) Pablo les dice a los cristianos: “todo os pertenece, el mundo, la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios” (Cfr. 1 Cor 3,22). A nada ni a nadie puede someterse incondicionalmente el cristiano, si no es a su único Señor. Someterse a su Señor, constituye para el cristiano su bien supremo, su gozo y libertad. Sometido a su Señor, el cristiano queda libre frente a todo poder terreno. Pero la libertad cristiana tiene su modelo e inspiración en Jesús, quien se sometió y sirvió libremente por amor.

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3. JESÚS ES VEDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE “Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen

Misterio de la Encarnación. La Anunciación a María inaugura “la plenitud de los tiempos”, es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a Aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col. 2,9). La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina. Juan, en el Prólogo de su evangelio del Hijo único de Dios a quien llama ahí mismo el Verbo, confiesa: “Y el Verbo se hizo carne, y acampó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14) El misterio de la encarnación es central en la fe cristiana, la caracteriza y la distingue de cualquier otro credo religioso. La encarnación es un acontecimiento que tuvo lugar en un tiempo determinado de la historia, pero su origen está absolutamente más allá de todo el universo. Ha sucedido una única vez y para siempre. Dios: se ha unido a través de su Hijo definitivamente con el hombre y con su creación. Dios no dejará de ser nunca “Dios con nosotros”. El Verbo se encarnó para:

Que nosotros conociéramos así el amor de Dios ( 1 Jn 4,9) Para ser nuestro modelo de santidad (Mt 11,29; Jn 14,6) Para hacernos partícipes de la naturaleza divina (2 Pe 1,4;

En el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando:

“Que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajo del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre”.

Esta expresión de fe nos presentan a Cristo como verdadero Dios Hijo del Padre y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Debemos preguntarnos qué significa verdadero Dios y verdadero Hombre: Esta es una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe mediante la autorrevelación de Dios en Jesucristo y dado que ésta –como cualquier otra verdad revelada- sólo se puede acoger rectamente mediante la fe. Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo de “Hijo del Hombre” (Mt 16,28; Mc 2,28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, en efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que “El Hijo del Hombre” era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, a la que Jesús confirma su testimonio llamándolo “Bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre” (Mt 16,17) Es el Padre, el que da testimonio del H o porque sólo El conoce a H o (C r Mt 11,27).

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Esta pues claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del “Hijo del Hombre”, sin embargo, todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de

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que El era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre y por tanto: también El era Dios, como el Padre. Veamos algunas afirmaciones de Cristo relativas a este tema: “YO SOY” en contextos muy significativos. “antes que Abraham naciese, YO SOY (Jn. 8,58) “Si no creyeres que YO SOY, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8,24) “Cuando levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces, conoceréis que YO SOY” (Jn 8,28) “Yo y el Padre somos una misma cosa” (Jn 10,30). Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también a Pedro y repitamos con la misma elevación de fe “Tu eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).

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TEMA 4. JESUCRISTO “PADECIO BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO. OBJETIVO: Descubrir el significado de la muerte de Jesús y el compromiso que tenemos los cristianos como testigos suyos. Conocer y comprender el mensaje de Dios Salvador, a través de su muerte, valorar la entrega de Jesús y el sentido salvador de dicha entrega, así como la entrega de muchas personas en la construcción del Reino de Dios. 1. EL SIGNIFICADO DE LA MUERTE DE JESUS Dios entregó a su propio Hijo La voluntad del Padre sostuvo, animó e impulsó totalmente la vida de Jesús. Esto no quiere decir que quienes entregaron a Jesús lo hicieron sin iniciativa y responsabilidad propia, como si hubieran estado movidos por los hilos de un guiñol para ejecutar un drama trazado previamente por Dios. La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés. “Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2,23). Dios ha permitido, en quienes llevaron a la muerte a Jesús, acciones inspiradas por su ceguera, el endurecimiento de su corazón, su miedo a una desestabilización por un eventual movimiento mesiánico, etc. Para realizar su designio de salvación Hay en el Nuevo Testamento una expresión muy importante “entregar”. Acción en la que coinciden todos los protagonistas de la pasión del Señor:

Judas entrega a Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo Estos lo entregan a Pilato Pilato lo entregó a los soldados Pero es Dios quien domina y dirige: el entrega a su propio Hijo Y el Hijo, obediente al designio del Padre y por amor a los hombres, se entrega a sí

mismo. 2. EN LA CRUZ, JESÚS CONSUMA SU SACRIFICIO. La cruz es el único sacrificio de Cristo “Único mediador entre Dios y los hombres”. Todo lo que Jesús enseñó e hizo durante su vida mortal, en la cruz llega al culmen de la verdad y la santidad. Recordemos las palabras que Jesús pronunció y que constituyen su mensaje supremo y definitivo. “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,24).

Jesús no solo perdona, sino que pide el perdón del Padre para los que lo han entregado a la muerte, y por lo tanto también para todos nosotros. “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43)

Se diría que en este texto de San Lucas, está documentada la primera canonización de la historia, realizada por Jesús a favor de un malhechor que se dirige a El en aquel momento tan dramático. Esto muestra que los hombres pueden obtener gracias a la cruz de Cristo, el perdón de todas las culpas, y también de toda una vida malvada, que pueden obtenerlo también en el último instante, si se rinden a la gracia del Redentor que los convierte y los salva.

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“Mujer ahí tienes a tu hijo, . “Ahí tienes a tu Madre”

Un acto de ternura y piedad filial. Jesús no quiere que su Madre se quede sola. Jesús quiere dar a María una descendencia mucho más numerosa, quiere instituir una maternidad que abarque a todos sus seguidores y discípulos de entonces y de todos los tiempos. Una maternidad espiritual. Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado” (Mc 15, 34)

Aquel silencio de Dios pesa sobre el que muere como la pena más gravosa. Pero Jesús sabía que con esta fase de su inmolación, que llegó hasta las fibras más íntimas de su corazón, completaba la obra de la redención que era el fin de su sacrificio por la reparación de los pecados. “Tengo sed” ( Jn 19,28)

La sed de la cruz, en boca de Cristo moribundo, es la última expresión de deseo del bautismo que tenía que recibir, para abrirnos a todos nosotros la fuente del agua que sacia y salva verdaderamente. “Todo está cumplido...Padre en tus manos pongo mi Espíritu” (Jn 19,30).

Fueron sus últimas palabras. Manifiestan su conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo. (Cfr. Jn 17,4)

3. MUERTO POR NUESTROS PECADOS SEGÚN LAS ESCRITURAS. Juan Bautista, después de haber aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (Jn 1,29-36). Manifestó así que Jesús es a su vez el Siervo doliente que se deja llevar en silencio al matadero y carga con el pecado de las multitudes. Y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente. (Mt 20,28) Toda la vida de Cristo expresa su misión “servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10,45) El Hijo se hizo hombre para salvarnos del pecado y de la muerte eterna. La Sagrada Escritura ensalza la generosidad de Dios y el derroche de su gracia: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia y el don de Dios. Mientras el salario que ofrece el pecado es la muerte, Dios nos ofrece como regalo la vida eterna por Jesucristo. El sentido y valor de la muerte de Jesús. Cristo, modelo del amor perfecto, que alcanza su culmen en la cruz. La unión filial de Jesús con el Padre se expresa en el amor, que El ha constituido además en mandamiento principal del Evangelio: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento” (Mt 22,37). Como sabemos, a este mandamiento Jesús une un segundo semejante al primero; el del amor al prójimo y El se propone como ejemplo de este amor: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34). San Pablo subraya en otros textos que el culmen de este amor es el sacrificio de la cruz: “Cristo os ha amado y se ha ofrecido a vosotros, ofreciéndose a Dios como sacrificio”...”Haceos, pues, imitadores de Dios..., caminad en la caridad” (Ef 5,1-2)

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El amor con que Jesús nos ha amado, es humilde y tiene carácter de servicio. “El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10,45). A la luz de este modelo de humilde disponibilidad que llega hasta el servicio definitivo de la cruz, Jesús puede dirigir a los discípulos la siguiente invitación: “Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). 4. JESUCRISTO FUE SEPULTADO La muerte de Cristo fue una verdadera muerte, en cuanto que puso fin a su existencia humana terrena. De Cristo se puede decir a la vez “fue arrancado de la tierra de los vivos (Is 53,8); y mi carne reposará en la esperanza de que no abandonarás mi alma en el infierno ni permitirás que tu santo experimente la corrupción” (Hch 2, 26-27). La resurrección de Jesús “al tercer día” era el signo de ello, también porque se suponía que la corrupción se manifestaba a partir del cuarto día. El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida. “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” 5. “JESUCRISTO, DESCENDIO A LOS INFIERNOS” Con esta afirmación del Símbolo bautismal, confesamos que Jesús no sólo murió, sino también estuvo muerto. Como en su existencia terrena fue Jesús solidario con los vivos, “en los infiernos” lo fue con los muertos, y que por su muerte a favor nuestro, ha vencido a la muerte y al diablo “señor de la muerte” (Hb 2,14). Dejando a un lado las imágenes con las que se representaba el infierno “lugar de los muertos” “Scheol” Y la “existencia” miserable de las “almas” en él, la miseria propiamente dicha de estas almas, consiste en que están separadas de Dios y viven esa lejanía y abandono de Dios Así lo describen algunos Salmos (Cfr Sal 6,6; 88,11-13; 115,17) al descender al lugar de los muertos, Jesús ha cargado con todo el abandono, con toda la soledad y con todo lo absurdo de la muerte. Y al mismo tiempo, ha introducido la salvación de Dios allí donde cesa la comunicación y se cortan los caminos. Jesús descendió al abismo como Salvador, proclamando la buena noticia hasta a los muertos (1 Pe 4,6). La Tradición de la Iglesia, afirma en este pasaje del símbolo, que Jesucristo, con su descenso al lugar de los muertos, liberó a los espíritus de quienes carecían de la visión de Dios, pero que desde el comienzo de la historia, tanto en Israel como en los otros pueblos, habían caminado en justicia y santidad y los introdujo en la gloria de su Padre (Cfr. Pe 3, 18-19) Desde su resurrección Cristo tiene en su poder las llaves de la muerte y del abismo (Cfr Ap 1,18) y ante el nombre de Jesús toda rodilla se dobla en los cielos, en la tierra y en los abismos (Cfr. Fil 2,10)

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TEMA 5 . LA RESURRECCIÓN DE JESÚS OBJETIVO: Conocer Lo que los evangelios nos cuentan sobre la Resurrección de Jesucristo, descubrir su puesto central en el cristianismo y valorar su importancia en nuestras vidas. 1. “AL TERCER DIA RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS” El primer y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección de Cristo se encuentra en la Primera carta de San Pablo a los Corintios (hacia la Pascua del año 57 d.C.) “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucito al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a mas de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles. Y en último lugar a mí como un abortivo” ( 1 Cor 15, 3-8 ). Como se ve, el Apóstol habla aquí de la tradición viva de la resurrección, debe notarse que San Pablo no habla sólo de la resurrección ocurrida el tercer día “según las Escrituras”, sino que al mismo tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad, se basa en el testimonio de hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían todavía entre ellos. 2. RELATOS DE LAS APARICIONES DEL RESUCITADO El sepulcro de Jesús abierto y vacío. La profesión de fe que hacemos en el Credo cuando proclamamos que Jesucristo “Al tercer día resucito de entre los muertos”, se basa en los textos evangélicos que, a su vez, nos transmiten y hacen conocer la primera predicación de los Apóstoles. De estas fuentes resulta que la fe en la resurrección es, desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento real y no en un mito o en una idea inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad. “¿Por qué buscar entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24,5-6). El sepulcro vacío ha constituido para todos un signo esencial. Su descubrimiento por los discípulos fue el primer paso para el reconocimiento del hecho de la Resurrección. Los relatos de las apariciones María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado, fueron las primeras en encontrar al Resucitado. Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles. Jesús se aparece en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los doce. Pedro llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24,34)

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3. SENTIDO SALVIFICO DE LA RESURRECCION Todo el Nuevo Testamento afirma, explícitamente, la resurrección del Señor: en este punto no hay discrepancia ni vacilaciones. No hay fe cristiana sin la fe en la resurrección de Jesús que no sólo es comienzo, sino contenido fundamental y fundamento de nuestra fe. Según San Pablo, Jesucristo se ha revelado como “Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rom 1,4) y El transmite a los hombres esta santidad porque “fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25). Respecto a esta doctrina podemos poner de relieve toda su verdad y belleza. Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabras: “Padre...glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a Ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (Hn 17, 1-2). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: “No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos, que por medio de su palabra, creerán en mí...” (Jn 17,20). La resurrección de Cristo –y, más aún, el Cristo resucitado- es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús hablo de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6,54). En espera de esa trascendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina. Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas “Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí., la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Esta certeza debe sostener a cada cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida.

“Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” ( 2 Tm 2,8): esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad.

4. “JESUCRISTO SUBIO A LOS CIELOS, Y ESTA SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”

Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús fue llevado al cielo (Hch 1,2) en el Monte de los Olivos (Hch 1,12): efectivamente, desde allí los Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la Ascensión. Pero antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo, “Les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre” (Hch 1,4). Esta promesa del Padre consistía en la venida del Espíritu Santo “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis

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testigos” (Hch 1,8). Y fue entonces cuando “Dicho esto, fue levantado en presencia de ellos y una nube le ocultó a sus ojos” El Monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en Getsemaní, es, por tanto, el último punto de contacto entre el Resucitado y el pequeño grupo de discípulos en el momento de la Ascensión. Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que salió del Padre puede volver al Padre. “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre”, a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre. “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Cristo desde entonces está sentado a la derecha del Padre. Lo había predicho Jesús “Veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Padre y venir entre las nubes del cielo” (Mc 14,62). “El Hijo de Dios estará sentado a la diestra del poder de Dios” (Lc 22,69). “Por derecha entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada” Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto al Hijo del Hombre: “A el se le dio imperio, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7,14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del “Reino que no tendrá fin”

5. “DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS

Y SU REINO NO TENDRA FIN" Siguiendo a los profetas y a Juan Bautista. Jesús anunció en su predicación el juicio del último Día. Entonces se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino. Jesús dirá en el último día: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos mas pequeños, a mi me lo hicisteis.” (Mt. 25,40). Cristo es el Señor de la Vida Eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. Adquirió este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado “Todo a juicio al Hijo” (Jn 5,22). Pues bien, el Hijo no ha venido a juzgar sino a salvar y para dar la vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya así mismo. Es retribuido según sus obras y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor.

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Cristo reina ya mediante la Iglesia “Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rm 14,9). Jesucristo es el Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está “por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación” porque el Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1, 20-22). Como Señor, Cristo es también cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. “Bajo sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo” ( Ef 1,22). Los Hechos nos dicen que Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su sangre” (Hch 20,28; 1 Cor 6,20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a los discípulos “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II en el No. 45 dice: “El Señor es el fin de la historia humana, el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la plenitud de sus aspiraciones.” Podemos resumir diciendo que Cristo es el Señor de la Historia. En el la historia del hombre, y puede decirse de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es una concepción que encuentra su fundamento en la carta a los Efesios en donde se describe el eterno designio de Dios para realizarlo en la plenitud de los tiempos: “Haced que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra”( Ef 1,10)

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TEMA 6. “CREO EN EL ESPIRITU SANTO” OBJETIVO: Constatar que el Espíritu Santo es la omnipotencia del amor con que Dios crea, guía la historia y realiza, en Jesucristo, su plan de salvación en el mundo. “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

Esta profesión de fe formulada por la Iglesia, nos remite a las fuentes bíblicas, donde la verdad sobre el Espíritu Santo se presenta en el contexto de la revelación de Dios Uno y Trino, está basada en la Sagrada Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento, aunque, en cierta medida, hay preanuncios de ella en el Antiguo Testamento. La primera fuente a la que podemos dirigirnos es un texto del Evangelio de San Juan contenido en el “discurso de despedida” de Cristo el día antes de la pasión y muerte en cruz. Jesús habla de la venida del Espíritu Santo en conexión con la propia “partida”, anunciando su venida (o descenso) sobre los Apóstoles. “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a voso ros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré” (Jn 16,7).

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El contenido de este texto puede parecer paradójico, Jesús, que tiene que subrayar: “Pero yo os digo la verdad”, presenta la propia partida (y por lo tanto la pasión y muerte en cruz) como un bien: “Os conviene que yo me vaya...”. Pero enseguida explica en qué consiste el valor de su muerte: por ser una muerte redentora, constituye la condición para que se cumpla el plan salvífico de Dios que tendrá su coronación en la Venida del Espíritu Santo. La venida del Espíritu y todo lo que de ella se derivará en el mundo serán fruto de la redención de Cristo. La venida del Espíritu Santo sucede después de la Asención al cielo. La pasión y muerte redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto. Jesucristo, Hijo del hombre, en el culmen de su misión mesiánica, “recibe” del Padre el Espíritu Santo en la plenitud en que este Espíritu debe ser “dado” a los Apóstoles y la Iglesia, para todos los tiempos, Jesús dijo: “Yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Es una clara indicación de la universalidad de la redención, pero esta debe realizarse mediante el Espíritu Santo. El Espíritu Santo presentado por Jesús especialmente en el discurso de despedida del Cenáculo, es evidentemente una Persona diversa de El: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito” (Jn 14,16). “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, El os lo

enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26) “El convencerá al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16,8). “Cuando venga El, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn

16,13) “El me dará gloria” (Jn 16,14)

De estos textos emerge la verdad del Espíritu Santo como Persona, y no sólo como una potencia impersonal emanada de Cristo. Siendo una Persona, le pertenece un obrar propio, de carácter personal. En efecto, Jesús, hablando del Espíritu Santo, dice a los

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Apóstoles: “Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y en vosotros está” (Jn 15,26). Coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo de la historia hasta su consumación, pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. El Designio Divino de Salvación se consuma en Cristo, Primogénito y Cabeza de la nueva Creación y por el Espíritu Santo que nos es dado, se realiza en la humanidad: La Iglesia, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. 1. EL NOMBRE Y LOS APELATIVOS DEL ESPIRITU SANTO El Espíritu Santo es el nombre propio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, a quién también adoramos y glorificamos, junto con el Padre y el Hijo. En la Sagrada Escritura encontramos otros apelativos: Paráclito: Palabra del griego “Parakletos”, que literalmente significa aquel que es invocado, es por tanto el abogado, el mediador, el defensor, el consolador. Jesús nos presenta el Espíritu Santo diciendo: “El Padre os dará otro Paráclito” (Jn 14,16). Con estas palabras se pone de relieve que el propio Cristo es el primer Paráclito y que la acción del Espíritu Santo será semejante a la que El ha realizado, constituyendo su prolongación. El abogado defensor es aquel que, poniéndose de parte de los que son culpables debido a sus pecados, los defiende del castigo merecido, los salva del peligro de perder la vida y la salvación eterna. Esto es lo que ha realizado Cristo y el Espíritu Santo es llamado “otro paráclito” porque continua haciendo operante la redención con la que Cristo nos ha librado del pecado y de la muerte eterna. El Espíritu de la Verdad Jesús afirma de sí mismo: “Yo soy el Camino la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Y al prometer al Espíritu Santo en aquel discurso de despedida con sus apóstoles en la Ultima Cena, dice: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17). El Espíritu Santo es quien después de la partida de Cristo, mantendrá entre los discípulos la misma verdad que El ha anunciado y revelado. El Paráclito, es la verdad, como lo es Cristo. El Espíritu Santo – Espíritu de la Verdad, es aquel que, según la palabra de Cristo, “Convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16,8). Es significativa la explicación que Jesús mismo hace de estas palabras: pecado, justicia y juicio. “Pecado” significa, sobre todo, la falta de fe que Jesús encuentra en los suyos, es decir, los de su pueblo, los cuales llegaron incluso a condenarle a muerte en la cruz. . Hablando después de la justicia, Jesús parece tener en mente aquella justicia definitiva que el Padre le hará (“...porque voy al Padre”) en la Resurrección y en la Ascensión al cielo. En este contexto, “juicio” significa que el Espíritu de la verdad mostrará la culpa del “mundo” al rechazar a Cristo, o, mas generalmente al volver la espalda a Dios. Pero puesto que Cristo no ha venido al mundo para juzgarlo o condenarlo, sino para salvarlo, en realidad también aquel “convencer respecto al pecado” por parte del Espíritu de la

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verdad tiene que entenderse como intervención orientada a la salvación del mundo, al bien último de los hombres. El “juicio” se refiere, sobre todo, al “príncipe de este mundo”, es decir, a Satanás. Él en efecto, desde el principio, intenta llevar la obra de la creación contra la alianza y la unión del hombre con Dios: se opone conscientemente a la salvación. “Por esto ha sido ya juzgado” desde el principio. Si el Espíritu Santo debe convencer al mundo precisamente de este “juicio”, sin duda lo tiene que hacer para continuar la obra de Cristo que mira a la salvación universal. Señor y dador de vida El término hebreo utilizado por el Antiguo Testamento para designar al Espíritu Santo es “ruah”, este término se utiliza también para hablar de “soplo”, “aliento”, “respiración”. El soplo de Dios aparece en el Génesis, como la fuerza que hace vivir a las criaturas, como una realidad íntima de Dios, que obra en la intimidad el hombre. Desde el Antiguo Testamento se puede vislumbrar la preparación a la revelación del misterio de la Santísima Trinidad: Dios Padre es principio de la Creación, que realiza por medio de su Verbo, su Hijo; Y mediante el Soplo de Vida, el Espíritu Santo. La existencia de las criaturas depende de la acción del soplo –Espíritu de Dios, que no solo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la tierra. Es Señor y Dador de Vida porque será autor también de la resurrección de nuestros cuerpos: “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8,11) Santificador Es Espíritu Santo es fuerza que santifica porque El mismo es “Espíritu de Santidad” (Cfr. Is 63,10-11). En el Bautismo se nos da el Espíritu Santo como don, con su presencia santificadora. Desde ese momento el corazón del bautizado se convierte en Templo del Espíritu Santo, y si Dios Santo habita en el hombre, éste queda consagrado y santificado. Esta inhabitación del Espíritu santo, que santifica a todo hombre, alma y cuerpo, confiere una dignidad superior a la persona humana que adquiere una relación particular con Dios y da un nuevo valor a las relaciones interpersonales ( Cfr. 1 Cor 6,19) LOS SÍMBOLOS DEL ESPIRITU SANTO Al Espíritu Santo se le representa de diferentes formas: El Agua: El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el

Bautismo ya que el agua se convierte en el signo sacramental del nuevo nacimiento. El agua es símbolo de purificación como se lee en Ezequiel “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré” (Ez 36,25). Pero será Jesús quien presente el agua como símbolo del Espíritu Santo cuando, un día de fiesta, exclame ante la muchedumbre: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí, como dice la Escritura. De su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-39). Con estas palabras se explica también todo lo que Jesús dice a la Samaritana sobre el agua viva, sobre el agua que da El mismo. Esta agua se convierte en el hombre en “Fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4, 10-14)

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La Unción: En su intervención en la sinagoga de Nazaret, Jesús se aplica a sí mismo el texto de Isaías que dice: “El Espíritu del Señor Yahvé, está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahvé” (Is 61,1). Se refiere a la fuerza de naturaleza espiritual necesaria para cumplir la misión confiada por Dios a una persona a quien eligió. La participación en la unción de la humanidad de Cristo con el Espíritu Santo pasa a todos los que lo acogen en la fe y en el amor. Esa participación tiene lugar a nivel sacramental en las unciones con aceite, cuyo rito forma parte de la Iglesia, en el Bautismo, la confirmación, Unción de los Enfermos y el Orden Sacerdota. El Fuego: simboliza la energía transformadora de las actos del Espíritu

Sabemos que Juan Bautista anunciaba en el Jordán; “El ( Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11) el bautismo en Espíritu y fuego indica el poder purificador del fuego: de un fuego misterioso que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios. Jesús mismo decía: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12,49). La Nube y la Luz: símbolos inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo.

Así desciende sobre la Virgen María para “cubrirla con su sombra”. Así mismo se manifiesta En el Monte Tabor, en la Transfiguración. El día de la Ascensión, aparece una sombra y una nube. El viento: símbolo central en Pentecostés, acontecimiento fundamental en la

revelación del Espíritu Santo: “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban los discípulos con María (Hch 2,2) . Jesús en la conversación con Nicodemo, cuando usa la imagen del viento para hablar de la persona del Espíritu Santo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde vá. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3,8) La Paloma: En el Bautismo de Jesús, el Espíritu Santo aparece en forma de paloma y

se posa sobre Él. En el antiguo Testamento, la paloma había sido mensajera de la reconciliación de Dios con la humanidad en los tiempos de Noé. En el Nuevo Testamento, esta reconciliación tiene lugar mediante el Bautismo La Mano: mediante la imposición de manos, los Apóstoles y ahora los Obispos,

transmiten el “Don del Espíritu”

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TEMA 7. EL ESPIRITU SANTO EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN OBJETIVO: Comprender todas las acciones en las que el Espíritu Santo conduce la Historia de la Salvación hacia la plenitud en Cristo. Descubrir la presencia y la acción del Espíritu Santo en los momentos más significativos de la vida y obra de Jesucristo. Comprender que todas las acciones que Jesús lleva a cabo, desde su concepción virginal hasta su glorificación, son acciones del Espíritu Santo en Él. 1. LAS PROMESAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO “Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre...permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49). “Mientras estaba comiendo con ellos les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre (Hch 1,4).

Hablando de la “Promesa del Padre”, Jesús señala la venida del Espíritu Santo ya anunciada de antemano en el Antiguo Testamento. Leemos en el libro del Profeta Joel: “Sucederá después de esto que yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizaran, vuestros ancianos soñaran sueños y vuestros jóvenes verán visiones” (Jl. 3, 1-2). Precisamente a este texto del Profeta Joel hará referencia Pedro en el primer discurso de Pentecostés. Estas promesas han encontrado una expresión concreta en el Profeta Ezequiel (Ez. 36, 22-28). Dios anuncia por medio del Profeta, la revelación de su propia santidad, profanada por los pecados del pueblo elegido, especialmente por la idolatría. Anuncia también que de nuevo reunirá a Israel purificándolo de toda mancha. Y luego promete: “Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra....infundiré mi espíritu en vosotros yo haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas...seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. (Ez 36, 26-28) 2. EL ESPIRITU SANTO EN LA ENCARNACIÓN Y LA MISIÓN DE JESÚS. Todo el “evento” de Jesucristo se explica mediante la acción del Espíritu Santo. La verdad sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad la leemos sobre todo en la vida del Mesías: de Aquel que fue “Consagrado con el Espíritu” (Cfr. Hch 10,38). El primero de estos momentos es la misma Encarnación, es decir, la venida al mundo

del Verbo de Dios, que en la concepción asumió la naturaleza humana y nació de María por obra del Espíritu Santo. En el episodio de la Visitación: María se puso en camino “con prontitud” para

dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente, por una necesidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana. San Lucas nos pone de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María “Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo” (Lc 1,40-41). Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella misma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla

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En la Presentación de Jesús en el Templo: “He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolidación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo” (Lc 2,25). Es decir, actuaba en él de modo habitual y “le había revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor” (Lc 2.26) En el crecimiento espiritual del joven Jesús: “El niño crecía y se fortalecía,

llenándose de sabiduría ; y la gracia de Dios estaba sobre El” (Lc 2,40). En el lenguaje del evangelista el “estar sobre” una persona elegida por Dios para una misión suele atribuirse al Espíritu Santo, como en el caso de María y Simeón. En el Bautismo de Jesús: Todos los evangelistas nos han transmitido el

acontecimiento (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22; Jn 1, 29-34). “Se abrió el cielo y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” .(Mc. 1,11) Así en el bautismo de Jesús en el Jordán tiene lugar una teofanía cuyo carácter trinitario queda mucho más subrayado que en la narración de la anunciación. El “abrirse el cielo”, significa, en aquel momento, una iniciativa de comunicación del Padre y del Espíritu Santo con la tierra para la inauguración religiosa de la misión mesiánica del Verbo encarnado. En la experiencia del desierto: “El Espíritu le empuja al desierto” (Mc 1,22). Por lo

tanto Jesús sigue el impulso interior y se dirige adonde le sugiere el Espíritu Santo. Ese desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también lugar de tentación y de lucha espiritual. Jesús por tanto, es conducido al desierto con el fin de afrontar las tentaciones de Satanás. Las Tentaciones sufridas y vencidas por Jesús, se nota la oposición de Satanás contra la llegada del reino de Dios al mundo humano. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la misma palabra de Dios, aplicada correctamente. En la Oración : Jesús permanece profundamente entregado a la oración. San Lucas

nos informa que se retiraba a los lugares solitarios donde oraba. Sus ratos de oración duraban a veces toda la noche. Los evangelistas destacan algunos de estos ratos, por ejemplo: la oración que hizo antes de la transfiguración en el monte Tabor, la que realizó durante la agonía de Getsemaní, etc. Existe un caso en el que el evangelista atribuye explícitamente al Espíritu Santo la oración de Jesús. “Y Jesús, después de haberles asegurado que había visto a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10,18), se llenó de gozo del Espíritu Santo y dijo: “Yo te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Lc 10,21) En la predicación mesiánica de Jesús: En la Sinagoga de Nazaret, Jesús había

aplicado a sí mismo la profecía de Isaías que comienza con las palabras “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18). Aquel “estar el Espíritu sobre El” se extendía a todo lo que El hacía y enseñaba (Hch 1,1). En efecto escribe San Lucas: que “Jesús volvió (del desierto) a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. El iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos” (Lc 4, 14-15). Aquella enseñanza despertaba interés y asombro “Todos daban testimonio de El y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22). Lo mismo nos dice de los milagros y del singular poder de atracción de su personalidad: toda la multitud de los que “habían venido (de todas partes) para oírle y ser curados de sus enfermedades....procuraba tocarle porque salía de El una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 17-19).

Los evangelios sinópticos recogen otra afirmación de Jesús, en sus instrucciones a los discípulos, que no puede dejar de impresionarnos. Se refiere a la “blasfemia contra el Espíritu Santo” Dice: “A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le

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perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará (Lc 12,10; Mt 12,32; Mc 3,29). La blasfemia a la que se refiere es en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la cruz. En el sacrificio de Jesucristo: Fijemos la atención en las últimas palabras que

pronunció Jesús en su agonía en el Calvario. En el texto de Lucas se escribe: “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu” (Lc 23,46). Jesús encomienda (es decir, entrega) su espíritu al Padre con la perspectiva de la resurrección. Confía al Padre la plenitud de su humanidad. En el Evangelio de Juan leemos “Cuando tomó Jesús vinagre, dijo: “Todo está cumplido”. E inclinando la cabeza entregó el Espíritu” (Jn 19,30). Es, pues, justo ver en el sacrificio de la cruz, el momento conclusivo de la revelación del Espíritu Santo en la vida de Cristo. En la resurrección de Cristo: En la Carta a los Romanos(1,3-4) el Apóstol Pablo

escribe: “El evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos. Jesucristo Señor nuestro” . Por consiguiente podemos decir que Cristo, que en el momento de su concepción en el seno de María por obra del Espíritu Santo ya era Hijo de Dios, en la resurrección es “constituido fuente de vida y de santidad, lleno de poder de santificación, por obra del mismo Espíritu Santo.

3. EL ESPIRITU SANTO EN LA IGLESIA Pentecostés - : El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. Se hizo patente cuando vino el Espíritu Santo y los Apóstoles comenzaron a “dar testimonio” del misterio pascual de Cristo. En efecto, Él no se limitó a atraer oyentes y discípulos mediante la palabra del Evangelio y los “signos” que obraba, sino que también anunció claramente su voluntad de “edificar la Iglesia” sobre los Apóstoles, y en particular sobre Pedro (Cfr. Mt 16,18). La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Asocia a los fieles en una comunión en Cristo con el Padre en el Espíritu Santo. Por medio de los sacramentos de la iglesia, Cristo comunica su Espíritu Santo a los miembros de su Cuerpo, para producir frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu. El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Nosotros no sabemos pedir como nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros (Cfr. Rm. 8,26). La Iglesia es capacitada por el Espíritu para realizar en la liturgia las “obras de Cristo” (Cfr. Jn 1412), a través de la liturgia, principalmente de los sacramentos, Cristo continúa realizando en la historia, por medio del Espíritu su obra de redención y santificación de todo el género humano. Por esto, la liturgia de la Iglesia, el “nuevo culto en el Espíritu y la verdad”, es a la vez, obra de Cristo y acción de la Iglesia. El Espíritu Santo santifica a la Iglesia principalmente en los sacramentos, haciéndolos eficaces. El es quien actúa en los sacramentos para hacer que comuniquen la gracia que cada uno de ellos significa. La Iglesia afirma que para los creyentes, los Sacramentos son necesarios para la salvación, que en cada uno de ellos otorga el Espíritu Santo, esto nos transforma y nos configura con Jesucristo.

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4. EL ESPIRITU SANTO Y LA VIDA CRISTIANA A partir del Bautismo, El Espíritu Divino habita en el cristiano como en su templo. El apóstol Pablo en su primera carta a los Corintios (3, 16) pregunta “¿No sabéis que... el Espíritu de Dios habita en vosotros?” Ciertamente, la acción del Espíritu Santo penetra en lo más íntimo del hombre, en el corazón de sus fieles, y allí derrama la luz y la gracia de vida. “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios?” ( 1Cor 6,19). El cristiano, mediante la inhabitación del Espíritu Santo, llega a encontrarse en una relación particular con Dios que se extiende a todas las relaciones interpersonales, tanto en el ámbito familiar como en el social. Cuando el Apóstol recomienda: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios” (Ef 4,30), se basa en esta verdad revelada: la presencia personal de un Huésped interior, que puede ser entristecido a causa del pecado, ya que éste es siempre contrario al amor. Gracias a la fuerza del Espíritu que habita en nosotros, el Padre y el Hijo vienen también a habitar en cada uno de nosotros. El don del Espíritu Santo es el que:

Nos eleva y asimila a Dios en nuestro ser y en nuestro obrar Nos hace partícipes de su conocimiento y de su amor Hace que nos abramos a las personas divinas y que se queden en nosotros.

La vida del cristiano es una existencia espiritual, una vida animada y guiada por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad. El Espíritu Santo es el principio de acción y lucha contra lo que:

• intenta separarle de su condición de hijo • le impida amar y servir a Dios en el orden nuevo del Espíritu (Cfr. Rm 7,6).

Gracias al Espíritu y guiados por El, el cristiano tiene la fuerza necesaria para luchar contra todo lo que se opone al Espíritu. Los cristianos creemos firmemente que el Espíritu Santo está y camina con nosotros, nos acompaña a lo largo de nuestro camino de santificación, obra y actúa en lo más íntimo de cada uno: es a lo que llamamos las gracias actuales. Por las que nuestra inteligencia, voluntad, impulsos, querer, etc. Están impregnados de su presencia y de su fuerza, y nos ayudan a actuar de acuerdo con lo que El nos dice o inspira. La vida cristiana es seguir a Cristo, es decir, es seguimiento: "Ven y sígueme" (Mt 19,21) que no va dirigido exclusivamente a aquellos a quienes quiere confiar una misión particular y especial, sino que es la condición de todo creyente, de todo discípulo suyo. Seguir a Jesucristo es el fundamento esencial y original de la vida cristiana. El Papa Juan Pablo II nos lo explica claramente en una de sus encíclicas: "No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" . "Seguir a Cristo no es una invitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a El, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz" (Fil 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (Cfr. Ef 3,17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con el; lo cual es fruto de gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros"

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En definitiva: La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación ( Cfr. Rm 6,22; Gal 5,22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren 5. LOS DONES DEL ESPIRITU SANTO Para que el cristiano pueda luchar, el Espíritu Santo le regala sus siete dones, que son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu, estos dones son: Sabiduría: Nos da la capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades de este mundo; nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios. Ciencia: El hombre iluminado por el don de la ciencia, conoce el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. Y no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. Consejo: Este don actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. El cristiano ayudado con este don, penetra en el verdadero sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña. Piedad: Mediante éste don, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos. El don de la piedad orienta y alimenta la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia ayuda y perdón. Además extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Temor de Dios: Con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor a Dios, el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de permanecer y de crecer en la caridad. Entendimiento: Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" ( 1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios, al mismo tiempo hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de Dios que están inscritos en la creación. Fortaleza: el don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios, en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez. Es decir, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con San Pablo: "Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" ( 2 Cor 12,10).

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TEMA 8. CREO EN LA IGLESIA Desde su origen hasta la realidad de la Iglesia que nosotros conocemos se ha dado un amplio proceso. A lo largo de él, la Iglesia ha ido apareciendo en formas diferentes y, a veces, muy distantes significativamente: desde la pequeña comunidad de creyentes en Jesús a la de una poderosa sociedad bien organizada y que llegaba a ejercer el control del poder civil. Entre esos dos extremos, se ha producido una variada gama de manifestaciones, en las que, unas veces, han prevalecido los aspectos temporales y, otras, los valores espirituales. Esta presencia de la Iglesia tan cambiante y, en ocasiones, desconcertante nos lleva a hacernos una serie de preguntas: ¿Qué es la Iglesia? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Cuál es la realidad permanente que mantiene su identidad en medio de nosotros? MISTERIO E IMÁGENES DE LA IGLESIA La Iglesia es un misterio relacionado con la Trinidad y en el que confluye el plan salvador de Dios, manifestado en la voluntad de salvación universal del Padre, que envía a su Hijo unigénito al mundo para que los hombres reunidos en una comunidad a la que da vida el Espíritu, tengan vida eterna.

La Iglesia es una realidad compleja. Si sólo nos preocupáramos de recabar información sobre su historia, organización y estructura, administración, etc. Conoceríamos, con más o menos profundidad, una sociedad, pero no a la Iglesia, ya que ésta tiene un componente trascendente que sólo se manifiesta a quien la mira con los ojos de la fe. Por detrás de sus errores históricos, su pobreza externa o las limitaciones de sus miembros, se encuentra el Espíritu Santo, que llena y anima a la Iglesia y la convierte en medio que presencializa y transmite la salvación de Dios a los hombres. Toda esta complejidad se expresa con términos como la Iglesia, sacramento de salvación o al hablar de la Iglesia como misterio. Vamos a detenernos brevemente en el significado de estas palabras. 1. EL NOMBRE DE LA IGLESIA Iglesia proviene del término griego “ekklesia”, que significa asamblea (convocada). Y en el Antiguo Testamento se usaba para designar a la comunidad del pueblo elegido, especialmente en el desierto (cfr. Dt. 4,10; Hch 7,38). También Jesús usa este término para hablar de “su comunidad mesiánica”, la nueva asamblea convocada por la alianza en su sangre, alianza anunciada en el Cenáculo. Misterio y sacramento La palabra “misterio” sugiere algo escondido, oculto, inaccesible a la explicación científica. Cuando la palabra griega “mysterion” aparece en la Sagrada Escritura, designa la voluntad salvadora de Dios que quiere liberar al ser humano de todo lo que le causa mal e impide su felicidad. Este deseo divino se lleva a cabo a través de un plan salvador, que va progresando a lo largo de la historia hasta llegar a Cristo, y que aguarda a partir de El su plena consumación.

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Cuando el término griego “mysterion” se traduce al latín, se emplea la palabra “sacramentum”, de donde proviene “sacramento”. Por tanto, podemos afirmar que, inicialmente, sacramento y misterio eran palabras sinónimas. Pero con el paso del tiempo estos términos han ido desplazando su significado, de forma que al hablar de misterio nos referimos concretamente al plan salvador de Dios, mientras que si empleamos sacramento, hablamos de las realidades que nos hacen presentes el misterio, el plan de salvación. Así, al afirmar que Jesucristo es el “sacramento primordial” se está afirmando que es la realidad que manifiesta de forma privilegiada y única la voluntad salvadora de Dios Concluyamos resumiendo lo hasta aquí dicho por medio de dos definiciones:

• Misterio: es el término que designa el plan por el que Dios quiere salvar a la humanidad

• Sacramento: es la realidad que manifiesta y hace presente la salvación de Dios entre los hombres

La Iglesia, sacramento universal de salvación El Concilio Vaticano II (1962-1965) enseña que la Iglesia es, en Jesucristo, el sacramento, es decir, el signo y el instrumento, de la salvación universal del hombre.

“De ahí que la Iglesia haya recibido la misión de anunciar e instaurar el Reino en todos los pueblos. Ella es su signo. En ella se manifiesta, de modo visible, lo que está llevando a cabo silenciosamente en el mundo entero. Es el lugar donde se concentra el máximo la acción del Padre, que en la fuerza del Espíritu de Amor busca solicito a los hombres, para compartir con ellos –en gesto de indecible ternura- su propia vida trinitaria. La Iglesia es también el instrumento que introduce el Reino entre los hombres para impulsarlos hacia su meta definitiva” Puebla, 227 Esto significa que:

La Iglesia es fruto de la obra salvífica de Jesucristo y que su función es manifestar y hacer presente la salvación de Dios a todos los hombres. La realidad profunda de la Iglesia ha de estar inspirando constantemente sus

manifestaciones externas para poder ser expresión de “la unidad íntima con Dios y la de todo el género humano” El acontecimiento de la salvación se trata de vivir en la Iglesia a través de la

comunión de vida, la oración, el compartir los bienes, la escucha constante de la Palabra y la celebración de los Sacramentos, especialmente la Eucaristía.

Por esto, la Iglesia es consciente de que su visibilización, es decir, sus estructuras, su organización, la forma de administrarse, la manera de hacerse presente en la sociedad de su tiempo, no debe enturbiar el contenido que trata de transmitir haciendo propias las palabras del Apóstol Pablo: “Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros” 2 Cor 4,7.

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2. IMÁGENES DE LA IGLESIA Toda la realidad de la Iglesia no es posible reducirla a un solo concepto, puesto que serían silenciados elementos y dimensiones que la constituyen. De ahí que la Iglesia se haya descrito, a lo largo de la historia, con múltiples imágenes que se complementan entre sí y expresan aspectos diferentes de su esencia. Así se habla de pueblo de Dios, plantación de Dios, grey, edificio, casa de Dios, familia de Dios, cuerpo de Jesucristo, esposa de Jesucristo, Templo del Espíritu Santo. Los Santos Padres definieron la Iglesia como comunidad de creyentes y comunión de los Santos, es decir, de los santificados por los sacramentos. Fijémonos ahora en las tres imágenes que Pablo empleó para describir la Iglesia, y que ya conocemos por la unidad anterior: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo. La Iglesia, Pueblo de Dios de la Nueva Alianza La Iglesia es el pueblo que Dios elige y llama entre los pueblos, con el que establece una Alianza, pueblo de su propiedad:

Abierto a todos los hombres y mujeres, sin importar la raza, la nación, o clase social a la que pertenezcan. Al que se nace por la Fe y el bautismo Que se reúne para escuchar la Palabra de Dios y darle gracias por sus obras de

salvación Enviado al mundo para dar testimonio del Evangelio con obras y palabras

Este Pueblo de la Nueva Alianza cuenta con:

• Una dimensión histórica, pues se vincula al antiguo Pueblo de Dios, elegido en la servidumbre de Egipto, y al que Dios le dice “Yo soy vuestro Dios y vosotros, mi pueblo” (Lv 26,11-12; Ez 37,27) Esta historia de salvación alcanza su punto culminante en Cristo y se prolonga en la historia humana, pues la Iglesia es un pueblo en camino, una realidad dinámica, un signo de esperanza abierto a la meta definitiva que proclama.

• Una dimensión comunitaria, ya que como pueblo es una comunidad de personas en la que todos participan de la misma dignidad y donde se tiene conciencia de la igualdad fundamental de todos sus miembros.

• Una dimensión ministerial, ya que la común pertenencia se vive en una diversidad de funciones que se orientan al servicio

• Una dimensión salvífica, en el sentido de salvación plena, definitiva, escatológica que revela el Nuevo Testamento y que asume la experiencia de salvación que tuvo Israel al ser liberado de la esclavitud. De aquí se sigue la misión que tiene la Iglesia a favor de la liberación de la opresión y de la injusticia, expresando así la salvación integral que anuncia.

• Una dimensión cultual. Como pueblo sacerdotal que es, al rendir culto a Dios “en espíritu y verdad”

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La Iglesia: Cuerpo místico de Cristo El Hijo de Dios encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (Cfr. Gal. 6,15), superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo comunicándoles su Espíritu. "La vida de Cristo se comunica a los creyentes por medio de los Sacramentos." (Conc.Vat. II LG 7) En la antigüedad era conocida la comparación entre el organismo humano y la sociedad: como un miembro no puede subsistir separado del cuerpo, así un individuo no puede permanecer aislado de la sociedad. Pablo recoge esta comparación y la aplica a la Iglesia: La Iglesia es un cuerpo con muchos miembros distintos que se necesitan mutuamente, que deben mantenerse unidos y actuar en estrecha armonía (Cfr. Rm 12, 4-9), compartiendo sufrimientos y honores ( Cfr.1 Cor 12,26 ) y protegiendo a los más débiles y pobres ( Cfr.1 Cor 12, 22-25 ). Así como en el cuerpo si un miembro sufre, también sufre el todo. Estamos mal cuando padecemos en algún miembro. Todo el Cuerpo está mejor, cuando todos los miembros están bien. Así también la Iglesia: sufre cuando un miembro sufre y el bien de la Iglesia está en el bien de todos sus miembros. Sin embargo, Pablo corrige esta imagen. Al hacer la comparación, el segundo término de ésta no es la Iglesia, sino Cristo. Así, a semejanza del cuerpo, Cristo esta formado por diversos miembros:

“Es un hecho que el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros, pero los miembros, aun siendo muchos, forman entre todos un solo cuerpo. Pues también Cristo es así, porque también a todos nosotros, ya seamos judíos o griegos, esclavos o libres, nos bautizaron con el único Espíritu para formar un solo cuerpo”.

Cuando se dice que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, se quiere afirmar que:

• Todos los creyentes forman un solo cuerpo, lo que significa que la Iglesia es una comunión donde: Han quedado superadas todas la diferencias y distancias (Cfr. Gal 3,28) Se comparte la vida y todos viven poniendo en común las preocupaciones y

alegrías, haciendo realidad la atención y mutua entrega • Jesucristo, como “cabeza del cuerpo de la Iglesia”, imagen del Dios invisible (Cfr.

Ef 1,22-12; 4,15-16; Col 1,18; 2,19 ) distribuye su vida divina a todos sus miembros, capacitándoles para que sean presencia actual de su amor en el mundo (Jn 15, 1-5)

• La Iglesia está sometida a los criterios, escala de valores y la Palabra exigente de Jesucristo, su Cabeza, en quien reside la plenitud (Cfr. Col. 1,18; 2,10)

Un cuerpo necesita del alma para ser un cuerpo vivo. Nosotros tenemos un solo Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de los ministerios. Este es el sentido de esta imagen bíblica para que entendamos un poco lo que es la Iglesia. En realidad todos los cristianos en la Iglesia fundada por Cristo formamos con él lo que San Agustín llamaba EL CRISTO TOTAL, Cabeza y miembros.

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La Iglesia, Templo de Dios en el Espíritu Santo En el mundo antiguo, el Templo es el lugar privilegiado de la presencia de Dios en el mundo. Israel se caracterizó durante largo tiempo por no tener templo alguno; Dios estaba en medio de su pueblo en el camino por el desierto. Así el Nuevo Testamento también puede describir a la Iglesia – o en su caso a la comunidad concreta – Como Templo, lugar de la presencia de Dios y de Jesucristo. “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20) El edificio que es la Iglesia está constituido por piedras vivas y su piedra angular es Jesucristo ( Cfr. 1 Pe 2, 4-5). Dios se hace presente en ella por el Espíritu. “Habéis olvidado que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros” Este Espíritu le da vida a la Iglesia, la renueva, rejuvenece y fecunda; la mantiene misionera y la hace santa. Es el mismo Espíritu quien derrama sus diferentes dones sobre ella para enriquecerla, haciéndola el lugar de la presencia activa de Dios en el mundo. 3. OTRAS IMÁGENES BÍBLICAS QUE NOS HACEN ENTENDER

UN POCO LO QUE ES LA IGLESIA Un redil “Así la Iglesia es un Redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (Cfr. Jn 10, 1-10), es también una grey, de la que el mismo Dios se profetizó Pastor (Cfr. Is 40,11; Ez 34,11ss) y cuyas ovejas, aunque conducidas ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas por el mismo Cristo, buen Pastor y Príncipe de pastores que dio su vida por las ovejas” Campo Cultivado “La Iglesia es campo cultivado... El agricultor celestial la plantó como viña escogida. La verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer.” Edificación de Dios “A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios. El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular. Sobre este fundamente los Apóstoles levantan la Iglesia y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: Casa de Dios, habitación de Dios en el Espíritu, Tienda de Dios entre los hombres y sobre todo Templo Santo.

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La Iglesia será siempre Génesis en ella se continúa y se cumple admirablemente la primera creación La Iglesia es un continuo Éxodo enviada al mundo para hacer caminar al mundo hacia el Reino La Iglesia se revela Crónicas porque los acontecimientos que vive continúan la historia de la salvación La Iglesia es como el Qohelet mide la vanidad de las vanidades, para hacer desparecer toda mentira La Iglesia llora sus Lamentaciones invita a Dios a hacer justicia de la sangre de los justos maltratados La Iglesia recibe la Sabiduría para discernir en el mundo lo que es bueno, puro, verdadero La Iglesia es Profecía porque anticipa en el signo la historia del universo La Iglesia es un Cántico de amor a su Esposo nadie como Él ha sido amado con tanta determinación Desde el principio hasta el fin, testimoniando, meditando, gimiendo profetizando, amando. La Iglesia es Evangelio de la Muerte y Resurrección de Jesús Y la Iglesia es Apocalipsis, principio del Reino, que se revela más allá de este mundo enfermo hasta que el misterio no sea completado en su carne”

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TEMA 9. CREO EN LA IGLESIA QUE ES: UNA, SANTA, CATOLICA Y APOSTOLICA Objetivo: Conocemos muchas denominaciones de comunidades que se dicen Iglesia de Cristo: Evangélicos, testigos de Jehová, cristianos de los últimos días, mormones, sabatistas, pentecostales.... y en el mundo hay las grandes confesiones como las de los luteranos, los anglicanos, los calvinistas.... Todos tienen la misma Biblia que nosotros, todos anuncian a Jesucristo. Por esto el cristiano sincero se pregunta ¿Quién tiene la verdad? ¿Acaso no parecen todas enseñar lo mismo? ¿En dónde esta la diferencia? ¿Cuál es la verdadera Iglesia. Para encontrar la respuesta veamos antes como quiso Cristo que fuera su Iglesia: Toda sociedad tiene una serie de características que la identifican frente a otras que puedan parecérsele. La Iglesia, al reflexionar sobre sí mismo, descubre cuatro notas que la definen y que forman parte de la profesión de fe: Creo en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica. 1. LA IGLESIA ES UNA La Iglesia es Una debido a su origen. “El modelo y principio supremo de este

misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas”. La Iglesia es Una debido a su fundador. “Pues el mismo Hijo encarnado por su

cruz reconcilió a todos los hombres con Dios, restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” La Iglesia es Una debido a su “alma”: El Espíritu Santo que habita en los

creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una. (CIC, 813)

La Iglesia es Una. Cristo no fundó muchas, sino UNA Iglesia, dijo que quería formar un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor (Cfr.Jn. 10) La única Iglesia de Cristo, Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás Apóstoles que la extendieran la gobernaran. Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. La unidad de la Iglesia consiste en una unidad en la fe, en la caridad y en la liturgia, bajo el gobierno de los apóstoles y sus sucesores. Algo que aparece expresado en los Hechos de los Apóstoles: “Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones” (Hch 2,42) En este sentido, el Concilio Vaticano II ha hablado del triple vínculo de la unidad: La profesión de fe, los sacramentos y el gobierno y comunión eclesial.

Esta unidad no debe ser confundida con uniformidad, ya que la Iglesia no podría unir a hombres de todos los pueblos, razas y culturas, con muy diferentes mentalidades y costumbres, si no se diera en su seno una diversidad que enriquece la unidad.

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Sin embargo, esta diversidad tiene unas fronteras que, si se traspasan anulan la unidad. Así aparecen los cismas y las herejías. Cuando se rompe la comunión vital, especialmente en la comunión en el culto, estamos hablando de un cisma. Si la ruptura se produce en el ámbito de la unidad de la fe, que a su vez provoca una escisión en el culto, nos encontramos ante una herejía. Las separaciones y escisiones sufridas por la Iglesia a través de la historia, se han debido a disensiones en el ámbito de la fe, que se han profundizado al incidir también factores no religiosos (tensiones nacionales, políticas, culturales, etc.) y disposiciones personales (espíritu de contradicción, rivalidad, orgullo...) sin embargo, tras estas escisiones había también un sincero afán de mantener la autenticidad del mensaje cristiano, por lo que el camino hacia la unidad se debe realizar mediante el esfuerzo común por entender rectamente el Evangelio. Las dos separaciones más importantes se produjeron en 1054, al escindirse la Iglesia Oriental y Occidental tras un largo período de disensiones y enfrentamientos, y la ruptura que la Reforma introdujo en la Iglesia Occidental, y que a su vez originaría nuevas rupturas. Estamos buscando la unidad Así como notamos la diversidad de comunidades cristianas, también constatamos que la mayor parte de lo que somos y de lo que anunciamos es lo mismo. Más son los aspectos que nos unen que los puntos diversos. Y la Iglesia busca la unidad, porque siempre le han dolido las divisiones por ser contrarias al pensamiento del fundador.

Un esfuerzo muy notable por encontrar la unidad de los cristianos comenzó con el Concilio Vaticano II. La Iglesia quiere la unidad, la busca y se revisa a sí misma para quitar todo lo que por culpa humana impide llegar a esa unidad. En las denominaciones no católicas también se ha emprendido esta búsqueda. Los cristianos de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, sienten la necesidad de la unidad que Jesús expresa en su oración al Padre. “Que sean todos uno, como tu, Padre, estás conmigo y yo contigo que también ellos estén con nosotros, para que el mundo crea que tu me enviaste”. Este movimiento por la unidad de todas las Iglesias se llama “ECUMENISMO”, antes a los no católicos los solíamos llamar protestantes, calvinistas, anglicanos.... Hoy ya se ha hecho común llamarlos mejor “hermanos separados”, porque en verdad son hermanos nuestros y están separados de nuestra fe católica.

El deseo de volver a encontrar la unidad de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu Santo. Para responder adecuadamente a este llamamiento se exige: Una renovación permanente de la Iglesia en una fidelidad mayor a su vocación. Esta

renovación es el alma del movimiento hacia la unidad. La conversión del corazón para llevar una vida más pura según el Evangelio.

Porque la infidelidad de los miembros al don de Cristo, es la causa de las divisiones. La oración en común, porque esta conversión del corazón y santidad de vida, junto

con las oraciones privadas y públicas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual.

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El fraterno conocimiento recíproco. La formación ecuménica de los fieles y especialmente de los sacerdotes. El diálogo entre los teólogos y los encuentros entre los cristianos de diferentes

Iglesias y comunidades. La colaboración entre cristianos en los diferentes campos de servicio a los hombres.

Es muy difícil lograr en un futuro próximo la unidad de todos los cristianos, tener una sola Iglesia, porque las divisiones han perdurado siglos. Pero la tarea no es imposible. Si somos de veras cristianos que deseamos permanecer fieles al Evangelio, debemos poner de nuestra parte lo que podamos, poner toda la esperanza “en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, y en el poder del Espíritu Santo.” 2. LA IGLESIA ES SANTA La Iglesia es Santa, porque Cristo “la amó y dió su vida por ella”. Esto lo hizo para consagrarla. En Ella dejó el Señor todo el tesoro de su santidad adquirido por su muerte y resurrección y así la Iglesia es dispensadora de santidad y santifica a todos sus miembros desde el bautismo hasta la última despedida, luchando siempre por purificarla del pecado Esta propiedad de la Iglesia parece contradecir la experiencia concreta, que nos manifiesta una comunidad con deficiencias en las actuaciones de sus miembros, y en sus propias acciones comunitarias. Sin embargo, podemos afirmar su santidad desde el misterio de su ser. Cuando la Sagrada Escritura habla de santidad, está haciendo mención a algo que es propiedad y pertenece a Dios, al solo Santo. Por tanto, la santidad no expresa en la Biblia una actitud ética primordialmente, sino una apropiación por parte de Dios que santifica una realidad profana. De ahí que podamos afirmar que la Iglesia es santa porque: Es de Dios y para Dios. El la elige y crea un pueblo santo, al que es

incondicionalmente fiel y no abandona a los poderes de la muerte y de la contingencia del mundo (Mt 16,18)

Jesucristo, el Hijo amado de Dios, se entregó por la Iglesia para hacerla santa e

inmaculada (Cfr. Ef 5,27), uniéndose con ella de forma indisoluble (Cfr. Mt 28,20) El Espíritu Santo, prometido por Jesucristo (Jn 14,26; 16,7-9), está presente

en ella, actuando con poder y haciéndola depositaria de los bienes de la salvación que debe transmitir; la verdad de la fe, los sacramentos de la nueva vida, los ministerios.

Sin embargo, al acoger a hombres y mujeres pecadores, la propia Iglesia es pecadora, necesitando convertirse al Evangelio para manifestar con su vida lo que es su ser mas profundo. El Apóstol Pablo nos recuerda a los cristianos que, por el bautismo, hemos nacido a una nueva vida que transforma nuestro modo de obrar y que hace de nuestra existencia cotidiana un servicio a Dios. Esta conversión de actitudes, valores y comportamientos no es fruto de un empeño personal, sino efecto del Espíritu Santo que actúa en nosotros si somos capaces de dejarnos transformar por El.

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Por todo la anterior, podemos concluir que la Iglesia es Santa en su ser más profundo, pero pecadora y en constante conversión en su visibilización en el mundo. Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de Santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores. Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de la renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia. En efecto, “La santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero” (CIC, 828) La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arrugo. En cambio, los fieles cristianos se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María. En ella, la Iglesia es ya enteramente santa. 3. LA IGLESIA ES CATÓLICA. Porque la salvación que Cristo nos trajo se dirige a todos los hombres sin excepción. Es Universal. Por esto la Iglesia es Católica. A partir de la Ascensión del Señor, se rompieron las fronteras de Israel para “ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio a todas las gentes” Y en orden histórico los apóstoles serían los testigos de Jesús en Jerusalén en Judea y Samaria y hasta las regiones más lejanas de la tierra (Hch 1,8) La palabra “Católico” no se encuentra en el Nuevo Testamento. Será Ignacio de Antioquia quien, hacia el año 110, aplique por vez primera este calificativo a la Iglesia (Carta a los de Esmirna 8,2). Originalmente significaba “la que expresa todo”, “la plenitud de la fe”, pero con el tiempo ha pasado también a denominar su extensión por todo el mundo. Consecuentemente, al reconocerse la Iglesia como católica, dice de sí misma que predica la Fe en su integridad a todo hombre, cualquiera que sea su raza, nación o clase social. La catolicidad de la Iglesia se realiza de forma concreta por:

a) La misión que ha recibido del Señor para anunciar la Buena Noticia a todos los hombres (Mc 16,15; Mt 28, 19-20); esta tarea la realiza enriqueciendo las diversas culturas, llevándolas a su plena humanización, al tiempo que ella misma se enriquece con las riquezas de todos.

b) Su enraizamiento en un pueblo, localidad o ambiente, donde hace presente la plenitud de la Iglesia de Jesús que es al mismo tiempo Iglesia Universal, extendida por todo el mundo.

c) La abundancia de grupos que realizan la existencia cristiana de un modo diferente, ya sea como religiosos, laicos, célibes, casados o clérigos.

La catolicidad de la Iglesia es un don de Dios, pero al mismo tiempo es una labor permanente, no exenta de tensiones y dificultades, debido a la diversidad de culturas, costumbres, formas de vida y vocaciones. El Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium 13 dice: “Todos los hombres están invitados al nuevo Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así cumpla el designio de Dios, que en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos...Este

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carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu” 4. LA IGLESIA ES APOSTÓLICA Apóstol quiere decir enviado. Los cuatro evangelios señalan que Dios, el Padre, ha enviado a Jesús, su hijo como Salvador del mundo. A su vez, Jesucristo confió a los apóstoles la misión que había recibido del Padre, encargándoles predicar en su lugar el Evangelio a todos los pueblos, con el poder del Espíritu Santo, hasta la consumación del mundo: “Se me ha dado plena autoridad en el cielo y en la tierra, Id y haced discípulos de todas las naciones, bautizadlos y consagrárselos al Padre y al hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a guardar todo lo que os he mandado, mirad que yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo” ( Mt 28, 18-20; Mc 16, 15-20; Lc. 24, 47-48; Hch 1,8).

Testigos inmediatos de la Resurrección del Señor Fundamentos de la Iglesia

Su función apostólica intransferible, consistió precisamente en ser:

Hoy como ayer y siempre, el Espíritu Santo mantiene a la Iglesia en comunión con los Apóstoles y, gracias a esta comunión, en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. El Espíritu Santo es el principio de la comunión de todos los miembros de la Iglesia en la fe y en el testimonio de vida de los Apóstoles. En este sentido toda la Iglesia es apostólica, manteniéndose en ella la vitalidad del Evangelio. Al servicio de la apostolicidad de todos los miembros de la Iglesia está la sucesión apostólica de los Obispos que garantiza en cada momento que esta Iglesia nuestra es la Iglesia misma de los apóstoles. La verdadera Iglesia de Jesucristo está allí donde los creyentes son fieles a la fe de los apóstoles, al mismo tiempo que se adhieren a la sucesión apostólica de los obispos.

En el Nuevo Testamento hay indicios claros de cómo la misión apostólica, en los tiempos inmediatamente posteriores a los Apóstoles, se transmitió a otros discípulos. En efecto: Los Apóstoles no sólo tuvieron en vida diversos colaboradores en su ministerio, sino que: Confiaron a algunos el encargo de continuar, llevar a término y consolidar la obra que

ellos habían comenzado. Establecieron colaboradores al frente de las comunidades cristianas y les

encomendaron que proveyesen para que otros hombres probados se hiciesen cargo, mas tarde, del ministerio apostólico.

La misión de los apóstoles se ha transmitido hasta nuestros días a través de los obispos y del Papa, sucesor del apóstol Pedro. Los obispos son sucesores de los Apóstoles no en lo que a éstos les fue propio y exclusivo: ser testigos de Cristo Resucitado y ser fundamentos de la Iglesia. Los obispos suceden a los Apóstoles en su función de Pastores de la Iglesia; a través de ellos se manifiesta y se conserva en el mundo entero la Tradición Apostólica.

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No es necesario que cada obispo, en particular, sea sucesor de un determinado Apóstol. Para garantizar la sucesión apostólica, basta con que el Colegio (o conjunto) de los obispos suceda al Colegio (o conjunto) de los Apóstoles. Cada obispo, como miembro de todo el Colegio Episcopal, ocupa un puesto en la sucesión apostólica. Esto es lo que quiere decir el hecho de que, para ordenar a un presbítero como obispo, está establecido que le ordenen, por lo menos, tres obispos, como señal de que se admite al candidato en el Colegio de los obispos. Desde los orígenes de la Iglesia hasta hoy, y así sucederá hasta siempre, la Fe y la misión de los Apóstoles se han mantenido íntegras y vivas mediante la sucesión apostólica de los obispos, asistida por el Espíritu Santo. Un antiguo texto de la Tradición de la Iglesia resume esta realidad diciendo: “Los apóstoles salieron al orbe entero a predicar la misma doctrina de la misma fe a todas las naciones. En cada ciudad fundaron Iglesias, que vinieron a ser como retoños o semillas de la fe y de la doctrina para las demás iglesias de entonces y ahora. Por eso, nuestras Iglesias deben ser consideradas como brotes de las Iglesias apostólicas. Aún siendo tantas Iglesias, no forman más que una sola. Tertuliano, siglo III 5. ¿POR QUÉ DECIMOS QUE LA IGLESIA ES ROMANA? Un hecho histórico vino a poner esta nota en la Iglesia de Cristo: San Pedro, el primero entre los Apóstoles, fue a Roma y ahí murió. En los Evangelios aparece San Pedro con un lugar muy importante entre sus compañeros apóstoles, esta primacía es confirmada por Cristo resucitado. En los Hechos es quien tiene la dirección principal de la Iglesia naciente. Así se le consideró como signo de ser la Iglesia de Cristo el estar en comunión con Pedro. San Pablo mismo que tiene una parte tan importante en la propagación del cristianismo primitivo, confiesa que después de su conversión fue a estar unos 15 días con Pedro, no fuera a suceder que su mensaje no estuviera de acuerdo con él. Este puesto importante de Pedro en toda la Iglesia lo sigue teniendo el sucesor de El en Roma, porque ahí murió en el año 67 dando su vida por Cristo como testimonio final de su amor al Maestro. Conocemos los nombres de todos los sucesores de Pedro hasta el presente. Hoy también los cristianos conservamos la comunión con la Iglesia de Roma. Por eso decimos que la Iglesia es Romana. “FUERA DE LA IGLESIA NO HAY SALVACIÓN” ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su cuerpo: El santo Sínodo “basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el Único Mediador y Camino de Salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras bien explícitas, la necesidad de la fe y del Bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que, sabiendo que Dios fundó por medio de Jesucristo la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella”. (Conc. Vat. II Lumen Gentium 14)

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Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: “Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (L.G. 16)

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TEMA 10. LA COMUNION DE LOS SANTOS Después de haber confesado "La Santa Iglesia Católica", el Símbolo de los Apóstoles añade "la comunión de los santos". Que es precisamente la Iglesia. "Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros... Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Así, el bien de Cristo es comunicado a todos los miembros y esta comunión se hace por los sacramentos de la Iglesia. Si alguien nos llamara santos, lo más probable es que diéramos un respingo. Somos demasiado conscientes de nuestras imperfecciones para aceptar este título. Y, no obstante, todos los fieles del Cuerpo místico de Cristo en la Iglesia primitiva se llamaban santos. Es el término favorito de San Pablo para dirigirse a los componentes de las comunidades cristianas. Escribe a “los santos de Efeso” (Cfr. Ef 1,1) y a “los santos que se encuentran en toda Acaya” (2 Cor 1,1). La palabra santo, derivada del latín, describe a toda alma cristiana que, incorporada a Cristo por el Bautismo, es morada del Espíritu Santo (mientras permanezca en estado de gracia santificante). Hoy en día se ha limitado su significación a aquellos que están en el cielo. Pero la utilizamos en su acepción primera cuando, al recitar el Credo de los Apóstoles, decimos “creo... en la comunión de los santos”. La palabra “comunión” significa, claro está, “unión con”, y con ella queremos indicar que existe una unión, una comunicación, entre las almas en que el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, tiene su morada. La expresión "comunión de los santos" tiene entonces dos significados estrechamente relacionados Comunión en las cosas santas Comunión entre las personas santas.

1. COMUNION DE LOS BIENES ESPIRITUALES En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" ( Hch 2,42) La comunión de la fe. La fe de los fieles de la Iglesia recibida de los apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte. La comunión de los sacramentos. "El fruto de todos los sacramentos pertenece a todos". Porque los sacramentos y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos....el nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación.

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La comunión de los carismas. En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo "reparte gracias especiales entre los fieles" para la edificación de la Iglesia. (Lumen Gentium 12). Pues bien, a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. ( 1 co 12,7) "Todo lo tenían en común" ( Hch 4,32). Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo. El cristiano es un administrador de los bienes del Señor. (Cfr. Lc. 16, 1.3.)- La comunión de la caridad. En la comunión de los santos, "ninguno de nosotros vive para sí mismo, como tampoco muere nadie para sí mismo" (Rm 14,7). "Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1 co 12, 26-27). "La caridad no busca su interés" ( 1 Co 13,5)

El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión. 2. LA COMUNION ENTRE LA IGLESIA DEL CIELO Y DE LA TIERRA Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando "claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es". (Lumen Gentium, 49). La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Mas aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales. La intercesión de los santos Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad.... no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra.... su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad ( Lumen Gentium, 49) La comunión con los santos "No veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. En efecto, así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios" (Lumen Gentium, 50). La comunión con los difuntos. "La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y

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provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados" (Lumen Gentium, 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor. Como miembros de la comunión de los santos, los que aún estamos en la tierra debemos orar además por las benditas ánimas del purgatorio. Ahora ellas no pueden ayudarse: su tiempo de merecer ha pasado. Pero nosotros sí podemos hacerlo, pidiendo para ellas el favor de Dios. Podemos aliviar sus sufrimientos y acortar su tiempo de espera del cielo con nuestras oraciones, con las misas que ofrezcamos o hagamos ofrecer por ellas, con las indulgencias que para ellas ganemos. Es evidente que, los que estamos todavía en la tierra, debemos rezar también los unos por los otros si queremos ser fieles a nuestra obligación de miembros de la comunión de los santos. Debemos tenernos un sincero amor sobrenatural, practicar la virtud de la caridad fraterna de pensamiento, palabra y obra, especialmente con el ejercicio de las obras de misericordia corporales y espirituales. Si queremos asegurar la permanente participación en la comunión de los santos, no podemos tomar a la ligera nuestra responsabilidad hacia ella.

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TEMA 11. EL PERDON DE LOS PECADOS, LA RESURRECCION DE LOS

MUERTOS Y LA VIDA DEL MUNDO FUTURO. AMEN El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a los Apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quien se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20, 22-23). 1. CONFIESO QUE HAY UN SOLO BAUTISMO PARA EL PERDON DE LOS

PECADOS Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará" (Mc 16, 15-16) El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (Cfr. Rm 4,25), a fin de que "vivamos también una vida nueva" (Rm 6,4). En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad. Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario, todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concuspiscencia que no cesan de llevarnos al mal" En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado?. "Si, pues, era necesario que la Iglesia tuviese el poder de perdonar los pecados, también hacía falta que el Bautismo no fuese para ella el único medio de servirse de las llaves del Reino de los cielos, que había recibido de Jesucristo; era necesario que fuese capaz de perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado hasta en el último momento de su vida" Por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia. El poder de las llaves Cristo después de su Resurrección, envió a sus apóstoles a predicar "En su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones" (Cfr. Lc. 24,47). Este misterio de la reconciliación, no lo cumplieron los apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo, llamándoles a la conversión y a la fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo. No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar: "No hay nadie tan perverso y tan culpable, que no debe esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero". Cristo que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado" (cfr. Mt 18, 21-22).

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2. ESPERO LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS El Credo cristiano - profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora - culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (Cfr. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad. "Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11) El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" volverán a tener vida. Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. "La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella". "¿Como andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos?. Si no hay resurrección de muertos tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe.... ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. ( 1 Co 15, 12-14. 20). ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Qué es resucitar?. En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús. ¿Quién resucitará?. Todos los hombres que han muerto: "Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5,29)

¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo" (Lc 24,39).; pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El "todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora", pero este cuerpo será "transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp. 3,21), en "Cuerpo espiritual" ( 1 Co 15,44)

Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un principio de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo: "Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una

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celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección" (San Irineo de Lyón) ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: "El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" ( 1 Ts. 4,16). El sentido de la muerte cristiana Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1,21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él" ( 2 Tm 2,11). En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1,23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (Cfr. Lc 23, 46). "Mi deseo terreno ha desaparecido...; hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía). "Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir" (Santa Teresa de Jesús). "Yo no muero, entro en la vida" (Santa Teresita del Niño Jesús). La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte "De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor", (Letanías de los santos) A pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte. "Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23). 3. ESPERO LA VIDA DEL MUNDO FUTURO. "VIDA ETERNA" El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia El y la entrada en la vida eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y de da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. El juicio particular La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento hable del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (Cfr. Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Cfr. Lc 23,43), así

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como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros. El cielo Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es", cara a cara (Cfr. 1 Co 13, 12; Ap 22,4). Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (Cfr. Jn 14,3). Por su muerte y Resurrección Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El infierno Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" ( 1 Jn. 3,15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (Cfr. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno". La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira. Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" ( 2 P 3,9). El juicio final La resurrección de todos los muertes, "de los justos y de los pecadores" (Hch 24,15), precederá al Juicio final. Esta será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal para la condenación. Entonces, Cristo vendrá en su gloria acompañado de todos sus ángeles.... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda.... E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna" (Mt 25, 31. 32. 46.) Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Solo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, el pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia.

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La esperanza de los cielos nuevos y de la tierra nueva Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificado en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado. La Sagrada Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. En este "universo nuevo" la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. "Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,4). Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal . Dios será entonces "todo en todos" en la vida eterna. Y así termina la historia de la salvación del hombre, esa historia que la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, ha escrito. Con el fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio final alaba la obra del Espíritu Santo. Su labor santificadora comenzó con la creación del alma de Adán. Para la Iglesia, el principio fue el día de Pentecostés. Para nosotros el día de nuestro bautizo. Al acabarse el tiempo y permanecer solo la eternidad, la obra del Espíritu Santo encontrará su complacencia en la comunión de los santos, ahora un conjunto reunido en la gloria sin fin. 4. AMEN El Credo, como el último libro de la Sagrada Escritura (Cfr. Ap 22,21), se termina con la palabra hebrea “Amén”. Se encuentra frecuentemente al final de las oraciones del Nuevo Testamento. Igualmente, la Iglesia termina sus oraciones con un "Amén". En hebreo "Amén" pertenece a la misma raíz que la palabra "creer". Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad. Así se comprende por qué el "Amén" puede expresar tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra confianza en El. En el profeta Isaías se encuentra la expresión "Dios de verdad" literalmente "Dios del Amén", es decir, el Dios fiel a sus promesas: "Quien desee ser bendecido en la tierra, deseará serlo en el Dios del Amén" (Is 65,16). Nuestro Señor emplea con frecuencia el término Amén (Cfr. Mt 6, 2. 5. 16), a veces en forma duplicada (Cfr. Jn 5,19), para subrayar la fiabilidad de su enseñanza, su autoridad fundada en la Verdad de Dios. Así pues, el "Amén" final del Credo recoge y confirma su primera palabra: "Creo". Creer es decir "Amén" a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de El que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el "Amén" al "Creo" de la Profesión de fe de nuestro Bautismo.

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"Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe" (San Agustín). Jesucristo mismo es el "Amén" (Ap 3, 14). Es el "Amén" definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro "Amén" al Padre: "Todas las promesas hechas por Dios han tenido su "Sí" en él; y por eso decimos por él. "Amén" a la gloria de Dios ( 2 Co 1,20).

Por El, con El y en El, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos.

AMEN.

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BIBLIOGRAFIA

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

DOCUMENTOS DEL CONCILIO VATICANO II

CREO EN DIOS PADRE, Catequesis sobre el Credo; Juan Pablo II

CREO EN JESUCRISTO, C. sobre el Credo; Juan Pablo II

CREO EN EL ESPIRITU SANTO, C. sobre el Credo; Juan Pablo II CREO EN LA IGLESIA, Catequesis sobre el Credo; Juan Pablo II

MENSAJE CRISTIANO II, Centro Teología a Distancia

EL ESPIRITU SANTO, Centro Teología a Distancia

DIOS PADRE, Centro Teología a Distancia

BIBLIA DE JERUSALÉN

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CARTA APOSTÓLICA NOVO MILLENNIO INEUNTE DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A los Obispos, A los sacerdotes y diáconos A los religiosos y religiosas y A todos los fieles laicos. Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al apóstol a "remar mar adentro" para pescar "Duc in altum"" (Lc 5,4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. "Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces" (Lc 5,6). ¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud del pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: "Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8). La alegría de la Iglesia, que se ha dedicado a contemplar el rostro de su Esposo y Señor, ha sido grande este año. Se ha convertido más que nunca, en pueblo peregrino, guiado por Aquél que es "El gran Pastor de las ovejas" (Hb 13,20). Con un extraordinario dinamismo, que ha implicado a todos sus miembros, el Pueblo de Dios, aquí en Roma, así como en Jerusalén y en todas las iglesias locales, ha pasado a través de la "Puerta Santa" que es Cristo. A Él, meta de la historia y Único Salvador del mundo, la Iglesia ha elevado su voz "Marana tha – “Ven, Señor Jesús" (Cfr. Ap22, 17.20; 1 Co 16,22). Es imposible medir la efusión de gracia que, a lo largo del año, ha tocado las conciencias. Pero ciertamente, un "río de agua viva", aquel que continuamente brota "Del trono de Dios y del cordero" (Cfr. Ap 22,1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la sed y renueva (Cfr Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este año podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: "Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal 117,1). Había pensado en este año Santo del dos mil como un momento importante desde el inicio de mi Pontificado. Pensé en esta celebración como una convocatoria providencial en la cual la Iglesia, treinta y cinco año después del Concilio Ecuménico Vaticano II, habría sido invitada a interrogarse sobre su renovación para asumir con nuevo ímpetu su misión evangelizadora. ¿Lo ha logrado el Jubileo?. Nuestro compromiso, con sus generosos esfuerzos y las inevitables fragilidades, está ante la mirada de Dios. Pero no podemos olvidar el deber de gratitud por las "maravillas" que Dios ha realizado por nosotros. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios en este especial año de gracia, analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral.

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I. HERENCIA DEL GRAN JUBILEO. ¡En estos días! Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel "hoy" con el que los ángeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén. "Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Señor" (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece más viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de Isaías: "Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír" (Lc 4,21). ¡El Cristianismo es la religión que ha entrado en la historia!. Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta última. En efecto, es por medio de él, Verbo e imagen del Padre que "todo se hizo" (Jn 1,3). Su encarnación, culminada en el misterio pascual y en el don del Espíritu, es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de dios se ha hecho cercano. ¡Gloria a ti, Cristo Jesús, hoy y siempre tu reinarás". Con este canto, tantas veces repetido, hemos contemplado en este año a Cristo. Y contemplando a Cristo hemos adorado juntos al Padre y al Espíritu, la única e indivisible Trinidad, misterio en el cual todo tiene su origen y realización. Purificación de la memoria Este año jubilar ha estado fuertemente caracterizado por la petición de perdón. Y esto ha sido así no sólo para cada uno individualmente, que se ha examinado sobre la propia vida para implorar su misericordia y obtener el don especial de la indulgencia, sino también para toda la Iglesia, que ha querido recordar las infidelidades con las cuales tantos hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro de Esposa de Cristo. Los testigos de la fe Mucho se ha trabajado también, con ocasión del Año Santo, para recoger las memorias preciosas de los Testigos de la fe en el siglo XX. Para algunos de ellos ha sido el año de su beatificación o canonización. Los hemos conmemorado el 7 de mayo de 2000, junto con representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Iglesia Peregrina Siguiendo las huellas de los Santos, se han acercado aquí a Roma, ante las tumbas de los Apóstoles, innumerables hijos de la Iglesia, deseosos de profesar la propia fe, confesar los propios pecados y recibir la misericordia que salva. Nosotros sólo podemos observar el aspecto más externo de este acontecimiento singular. ¿Quién puede valorar las maravillas de la gracia que se han dado en los corazones?. La dimensión ecuménica Había pedido también que, en el programa del Año Jubilar, se prestara una particular atención a la dimensión ecuménica. Se han llevado a cabo muchos esfuerzos para este objetivo, y entre ellos destaca el encuentro ecuménico en la Basílica de San Pablo el 18 de enero de 2000, cuando por primera vez en la historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente por el Sucesor de Pedro, por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales de todo el mundo. La deuda internacional Desde los años preparatorios, hice una llamada a una mayor y más comprometida atención a los problemas de la pobreza que aún afligen al mundo. Me complace observar que recientemente los Parlamentos de muchos Estados acreedores, han votado una reducción sustancial de la deuda bilateral que tienen los países más pobres y endeudados.

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Congreso Eucarístico Internacional Si la Eucaristía es el sacrificio de Cristo que se hace presente entre nosotros, ¿cómo podía su presencia real no ser el centro del Año Santo dedicado a la encarnación del Verbo? Precisamente por ello fue previsto como año “intensamente eucarístico”. Peregrinos de diversas clases Cada una de las celebraciones jubilares ha tenido su característica y ha dejado su mensaje no sólo a los que han asistido directamente, sino también a los que lo han conocido o han participado a distancia a través de los medios de comunicación social. El primer gran encuentro dedicado a los niños. Empezar por ellos significaba, en cierto modo, respetar la exhortación de Jesús: “Dejad que los niños se acerquen a mí” (Mc 10,14). Y así han venido a pedir la misericordia jubilar las más diversas clases de adultos: desde los ancianos a los enfermos y minusválidos, desde los trabajadores de las oficinas y del campo a los deportistas, desde los artistas a los profesores universitarios, desde los Obispos y presbíteros a las personas de vida consagrada, desde los políticos y los periodistas hasta los militares, venidos para confirmar el sentido de su servicio como un servicio de paz. Entre los encuentros más emotivos está también para mí el que tuve con los presos de Regina Caeli. En sus ojos leí el dolor, pero también el arrepentimiento y la esperanza. Los jóvenes Si hay una imagen del Jubileo del Año 2000 que quedará viva en el recuerdo más que las otras es seguramente la de la multitud de jóvenes con los cuales he podido establecer una especie de diálogo privilegiado. Una vez más, los jóvenes han sido para Roma y para la Iglesia un don especial del Espíritu de Dios. Si a los jóvenes se les presenta a Cristo con s verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz. Por eso, vibrando con su entusiasmo, no dudé en pedirles una opción radical de fe y de vida, señalándoles una tarea estupenda: la de hacerse “Centinelas de la mañana” (Cfr. Is 21,11-12) en esta aurora del nuevo milenio. Un nuevo dinamismo Éstos son algunos de los aspectos más sobresalientes de la experiencia jubilar. Ahora tenemos que mirar hacia delante, debemos "remar mar adentro", confiando en la palabra de Cristo: ¡Duc in altum!. Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas. Jesús mismo nos lo advierte: "Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral postjubilar. Es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del "hacer por hacer". Tenemos que resistir a esta tentación, buscando "ser" antes que "hacer". Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: "Tu te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria" (Lc 10, 41-42).

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II. LLAMADO A LA SANTIDAD En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente? Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral. Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, dedicado a la "vocación universal a la santidad". Descubrir a la Iglesia como "misterio", es decir, como pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo", llevaba a descubrir también su "santidad", entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el "tres veces Santo" (Cfr. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como Santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual Él se entregó, precisamente para santificarla (Cfr. Ef 5, 25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado. "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" ( 1 Ts. 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: "Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor". En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, "¿Quieres recibir el Bautismo?". Significa al mismo tiempo, preguntarle, "quieres ser santo'". Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos "genios" de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianos debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecida en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia. La oración Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año Jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: "Permaneced en mí, como yo en vosotros" (Jn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica. Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas de oración", donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en

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petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón. Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral. Yo mismo me he propuesto dedicar las próximas catequesis de los miércoles a la reflexión sobre los Salmos, comenzando por los de la oración de Laudes, con la cual la Iglesia nos invita a "consagrar" y orientar nuestra jornada. Cuánto ayudaría que no sólo en las comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración. Convendría valorizar, con el oportuno discernimiento, las formas populares y sobre todo educar en las litúrgicas. Está quizá más cercano de lo que ordinariamente se cree, el día en que la comunidad cristiana se conjuguen los múltiples compromisos pastorales y de testimonio en el mundo con la celebración eucarística y quizás con el rezo de Laudes y Vísperas. La Eucaristía dominical. El mayor empeño se ha de poner, pues, en la liturgia, "cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza". En el siglo XX, especialmente a partir del concilio, la comunidad cristiana ha ganado mucho en el modo de celebrar los Sacramentos y sobre todo la Eucaristía. Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana. Por tanto, quisiera insistir, en la línea de la Exhortación "Dies domini", para que la participación en la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente. La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del pan de vida, es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad. El sacramento de la Reconciliación. Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación. Como se recordará, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia,, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea del Sínodo de los Obispos. Entonces invitaba a descubrir a Cristo, como en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que conviene hacer descubrir también a través del sacramento de la penitencia que, para un cristiano, "es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo". Primacía de la gracia La oración nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración?. Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada" (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: "En tu palabra, echaré las redes". Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración.

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Escucha de la Palabra No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Precisamente con esta atención a la palabra de Dios, se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia. Anuncio de la Palabra. Alimentarnos de la Palabra para ser "servidores de la Palabra" en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la iglesia al comienzo del nuevo milenio. He repetido muchas veces en estos años la "llamada" a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: "Ay de mí si no predicara el Evangelio" ( 1 Co 9,16). Esta pasión suscitará en la iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos "especialistas", sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Sin embargo, esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje cristiano. TESTIGOS DEL AMOR: Espiritualidad de comunión. "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35). Si verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas, nuestra programación pastoral se inspirará en el "mandamiento nuevo" que él nos dio: "Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros" (Jn 13,34) Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, conde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Significa, además, capacidad para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un "don para mí", además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin espiritualidad de la comunión es saber "dar espacio" al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (Cfr. Ga 6,2). Y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.

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No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento. Variedad de vocaciones. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un solo cuerpo, el único Cuerpo de Cristo ( Cfr. Co 12,12). Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer milenio impulse a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial. Junto con el ministerio ordenado, pueden florecer otros ministerios, instituidos o simplemente reconocidos, para el bien de toda la comunidad, atendiéndola en sus múltiples necesidades: de la catequesis a la animación litúrgica, de la educación de los jóvenes a las más diversas manifestaciones de la caridad. Se ha de hacer ciertamente un generoso esfuerzo –sobre todo con la oración insistente al Dueño de la mies (Cfr. Mt 9,38)- en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. Es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y familias, suscitando una reflexión atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino. En particular, es necesario descubrir cada vez mejor la vocación propia de los laicos, llamados como tales a “buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios” y a llevar a cabo en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde....con su empeño por evangelizar y santificar a los hombres. Una atención especial se ha de prestar también a la pastoral de la familia, especialmente necesaria en un momento histórico como el presente, en el que se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental. Conviene procurar que, mediante una educación evangélica cada vez más completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez más conscientes de la atención debida a los hijos y hacerse promotores de una eficaz presencia eclesial y social para tutelar sus derechos. El campo ecuménico La triste herencia del pasado nos afecta todavía al cruzar el umbral del nuevo milenio. La celebración jubilar ha incluido algún signo verdaderamente profético y conmovedor, pero queda aún mucho camino por hacer. El Gran Jubileo ha hecho tomar una conciencia más viva de la Iglesia como ministerio de unidad “Creo en la Iglesia, que es una”: esto que manifestamos en la profesión de fe tiene su fundamento último en Cristo, en el cual la Iglesia no está dividida ( 1 Co 1, 11-13). La oración de Jesús en el cenáculo “Como tú Padre, en mi y yo en ti, que ellos también sen uno en nosotros” (Jn 17,21) –es a la vez revelación e invocación- Nos revela la unidad de Cristo con el Padre como el lugar de donde nace la unidad de la Iglesia. La oración de Cristo nos recuerda que este don ha de ser acogido y desarrollado de manera cada vez más profunda. La invocación es a la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón. La confianza de poder alcanzar, incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se apoya en la plegaria de Jesús, no en nuestras capacidades. Con análogo esmero se ha de cultivar el diálogo ecuménico con los hermanos y hermanas de la Comunión Anglicana y de las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma.

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La confrontación teológica sobre puntos esenciales de la fe y de la moral cristiana, la colaboración en la caridad y, sobre todo, el gran ecumenismo de la santidad, con la ayuda de Dios, producirán frutos en el futuro. Entre tanto, continuemos con confianza en el camino, anhelando el momento en que, con todos los discípulos de Cristo, sin excepción, podamos cantar juntos con voz clara: “Ved qué dulzura, que delicia, convivir con los hermanos unidos” (Sal 133,1). Apostar por la caridad A partir de la comunión intraeclesial, la caridad se abre por su naturaleza al servicio universal, proyectándonos hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse: “He tenido hambre y me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado de beber; fui forastero y me habéis hospedado; desnudo y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado, encarcelado y habéis venido a verme” (Mt 25, 35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo.

Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las contradicciones de un crecimiento económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no sólo a millones y millones de personas al margen del progreso, sino a vivir en condiciones de vida muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. ¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quién está condenado al analfabetismo; quién carece de la asistencia médica más elemental; quien no tiene un techo dónde cobijarse? El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social. El cristiano, que se asoma a este panorama, debe aprender a hacer su acto de fe en Cristo interpretando el llamamiento que él dirige desde este mundo de la pobreza. Es la hora de una “nueva imaginación de la caridad”, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestada, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno. Retos actuales ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo con la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?. Muchas son las urgencias ante las cuales el espíritu del cristiano no puede permanecer insensible. Se debe prestar especial atención al deber de comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su ocaso natural. Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización. Obviamente todo esto tiene que realizarse con un estilo específicamente cristiano: deben ser sobre todo los laicos, en virtud de su propia vocación, quienes se hagan presentes en estas tareas, sin ceder nunca a la tentación de reducir las comunidades cristianas a agencias sociales.

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III. CONCLUSIÓN ¡DUC IN ALTUM! ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos sus instrumentos. ¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el Año Jubilar?. El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a ponernos en camino: “Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Pdre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza “que no defrauda” (Rm 5,5) Los caminos por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e invocado como “Estrella de la nueva Evangelización”. La indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. “Mujer, he aquí tus hijos”, le repito, evocando la voz misma de Jesús (Cfr. Jn 19.26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia. ¡Queridos hermanos y hermanas! El símbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas, pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es Cristo. Después del entusiasmo jubilar ya no volvemos a un anodino día a día. Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe como desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera. Tenemos que imitar la intrepidez del apóstol Pablo: “Lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la me a, pa a alcanza el prem o al que Dios me l ama desde lo alto, en Cristo Jesús” (Flp. 13,14). Al mismo tiempo, hemos de imitar la contemplación de María, la cual, después de la peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén, volvió a su casa de Nazareth meditando en su corazón el misterio del Hijo (Cfr. Lc 2,51).

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Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús “al partir el pan” (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: “¡Hemos visto al Señor!” (Jn 20,25). Este es el fruto tan deseado del Jubileo del Año dos mil, Jubileo que nos ha presentado de manera palpable el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor del hombre. Mientras se concluye y nos abre a un futuro de esperanza, suba hasta el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, la alabanza y el agradecimiento de toda la Iglesia. Con estos augurios y desde lo más profundo del corazón, imparto a todos mi Bendición. Vaticano, 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor, del año 2001, vigésimo tercero del Pontificado.+

S.S. JUAN PABLO II

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EXPERIENCIAS DEL ESPIRITU EN LA VIDA CONCRETA

Experiencias de vida concretas que, ya lo sepamos por reflexión o sin ella, son experiencias del Espíritu con la condición de que existan realmente...: Cuando se da una esperanza total que prevalece sobre todas las demás

esperanzas particulares, que abarca con suavidad y con su silenciosa promesa todos los crecimientos y todas las caídas;

Cuando se acepta y se lleva libremente una responsabilidad donde no se tienen

claras perspectivas de éxito y de utilidad Cuando se da como buena la suma de todas las cuentas de la vida que uno

mismo no puede calcular, pero Otro ha dado por buenas, aunque no se puedan probar.

Cuando la experiencia fragmentada del amor, la belleza y la alegría se viven

sencillamente y se captan como promesa del amor, la belleza y la alegría, sin dudar a un escepticismo cínico como consuelo barato del último desconsuelo.

Cuando el vivir diario, amargo, decepcionante y aniquilador se vive con

serenidad y perseverancia hasta el final, aceptado por una fuerza cuyo origen no podemos abarcar ni dominar.

Cuando se corre el riesgo de orar en medio de tinieblas silenciosas sabiendo que

siempre somos escuchados, aunque no percibamos una respuesta que se pueda razonar y disputar.

Cuando uno se entrega sin condiciones y esta capitulación se vive como una

victoria. Cuando se experimenta la desesperación y misteriosamente se siente uno

consolado sin consuelo fácil. Allí está Dios y su gracia liberador, allí conocemos a quien nosotros cristianos, llamamos Espíritu Santo de Dios.

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EL CREDO

NICENO-CONS Creo en un solo DPadre TodopoderCreador del cielode todo lo visibleCreo en un solo SHijo único de Dionacido del Padre siglos: Dios de DLuz de Luz, Dios verdadero dengendrado, no cde la misma natupor quien todo fuque por nosotrospor nuestra salvay por obra del Esencarnó de Maríahizo hombre; y por nuestra cauen tiempos de Popadeció y fue sepultado, y resucitó al terceEscrituras, y subió al cielo, y está sentado a y de nuevo vendrjuzgar a vivos y my su reino no tenCreo en el EspíritSeñor y dador deque procede del que con el Padreuna misma adoray que habló por lCreo en la Iglesiasanta, católica y Confieso que haypara el perdón deEspero la resurrey la vida del munAmén.

SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso, desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. Creo en el Espíritu Santo La Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.

CREDO TANTINOPOLITANO

ios, oso, y de la tierra, y lo invisible. eñor Jesucristo, s, antes de todos los ios,

e Dios verdadero, reado, raleza del Padre, e hecho; los hombres, y ción bajo del cielo, píritu Santo se , la Virgen, y se

sa fue crucificado ncio Pilato;

r día, según las

la derecha del Padre; á con gloria para uertos,

drá fin. u Santo, vida, Padre y del Hijo, y el Hijo recibe ción y gloria, os profetas. , que es una, apostólica. un solo Bautismo los pecados.

cción de los muertos do futuro.