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Cortocircuitos de la emoción. - Y la memoria se hizo carne Fernando Usón Forniés Preludio. “Anoche soñé que volvía a Manderley”. Esta mágica evocación de la innominada protagonista de Rebeca (1940), frase que ostenta el privilegio de haber iniciado nada menos que la etapa americana de Alfred Hitchcock, ejerce un sortilegio sobre los cinéfilos similar al que detentaba el “Asa Nisi Masa” sobre Guido Anselmi en Otto e mezzo (Federico Fellini, 1963). Ahí está condensado todo: la nocturnidad, el ensueño, la rememoración. ¿Cuántas películas no podrían haber comenzado con una ligera variación de esta frase inmortal? Anoche soñé que volvía a Nevers. Anoche soñé que volvía a Marienbad, a Bray, a Rímini, a Calcuta. O al planeta Tierra. O simplemente al rincón de las fresas salvajes. Las brumosas imágenes que preceden la frase, sobre las cuales desfilan los títulos de crédito, y el subsiguiente plano de la luna llena cubierta de nubarrones sobre el que se pronuncia, añaden el misterio, lo irracional quizás. Luego, el sinuoso travelling que avanza sobre el irreal decorado, iniciado justo al acabar de vocalizarse el encantamiento, termina por sugerir lo impulsivo, lo obsesivo, a la par que nos introduce en los lábiles terrenos del subconsciente, de lo reprimido o lo quizás olvidado, y nos deja merced a las asechanzas de la memoria. Un travelling que, si discursivamente es uno, técnicamente son tres, engarzados como en un continuo mediante efectos lumínicos, de la niebla, de la sombra proyectada por la luna; efectos que todavía resaltan más la calidad feérica de la ensoñación. Una inmersión en lo onírico, como posteriormente también impulsarán las noctámbulas cámaras en movimiento de El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961) o India Song (Marguerite Duras, 1974). Primer movimiento. - El fantasma. Al principio fue Hitchcock. Posiblemente fue Rebeca la primera película importante que discurrió en el cine sobre el tema de la memoria con complejidad. De cualquier forma, resulta innegable que se trata de la gloriosa matriz de muchos de los títulos que más de veinte años después, en plena eclosión del cine moderno, hicieron de la memoria el centro gravitacional de su discurso. 1 Para empezar a aclarar las cosas conviene una matización: Rebeca presenta la apariencia de un inmenso flash-back que ocuparía toda la película, excepción hecha de los planos sobre los que desfilan los créditos, del plano inicial de la luna y de los 1 Se deben reseñar, no obstante, dos relativos precedentes, ambos debidos no por casualidad al mismo responsable, Georg Wilhelm Pabst: las excepcionales e injustamente olvidadas Secretos de un alma (Geheimnisse einer Seele, 1926) y La Atlántida (L’Atlantide, 1932). Y si decimos relativos, es porque la primera, aunque algo trata sobre la memoria, no la aborda en sí misma, sino como parte integrante de las herramientas del psicoanálisis, mientras que la segunda ofrece un planteamiento final que, unido a lo fantasioso de lo rememorado, deja entrever que el capitán legionario, más que ejercitar la memoria, es presa de la alucinación.

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Texto de Fernando Usón que relaciona los films Rebeca, Te amo te amo y Solaris.

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Cortocircuitos de la emoción. - Y la memoria se hizo carne Fernando Usón Forniés

Preludio. “Anoche soñé que volvía a Manderley”. Esta mágica evocación de la innominada protagonista de Rebeca (1940), frase que ostenta el privilegio de haber iniciado nada menos que la etapa americana de Alfred Hitchcock, ejerce un sortilegio sobre los cinéfilos similar al que detentaba el “Asa Nisi Masa” sobre Guido Anselmi en Otto e mezzo (Federico Fellini, 1963). Ahí está condensado todo: la nocturnidad, el ensueño, la rememoración. ¿Cuántas películas no podrían haber comenzado con una ligera variación de esta frase inmortal? Anoche soñé que volvía a Nevers. Anoche soñé que volvía a Marienbad, a Bray, a Rímini, a Calcuta. O al planeta Tierra. O simplemente al rincón de las fresas salvajes. Las brumosas imágenes que preceden la frase, sobre las cuales desfilan los títulos de crédito, y el subsiguiente plano de la luna llena cubierta de nubarrones sobre el que se pronuncia, añaden el misterio, lo irracional quizás. Luego, el sinuoso travelling que avanza sobre el irreal decorado, iniciado justo al acabar de vocalizarse el encantamiento, termina por sugerir lo impulsivo, lo obsesivo, a la par que nos introduce en los lábiles terrenos del subconsciente, de lo reprimido o lo quizás olvidado, y nos deja merced a las asechanzas de la memoria. Un travelling que, si discursivamente es uno, técnicamente son tres, engarzados como en un continuo mediante efectos lumínicos, de la niebla, de la sombra proyectada por la luna; efectos que todavía resaltan más la calidad feérica de la ensoñación. Una inmersión en lo onírico, como posteriormente también impulsarán las noctámbulas cámaras en movimiento de El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961) o India Song (Marguerite Duras, 1974). Primer movimiento. - El fantasma. Al principio fue Hitchcock. Posiblemente fue Rebeca la primera película importante que discurrió en el cine sobre el tema de la memoria con complejidad. De cualquier forma, resulta innegable que se trata de la gloriosa matriz de muchos de los títulos que más de veinte años después, en plena eclosión del cine moderno, hicieron de la memoria el centro gravitacional de su discurso.1 Para empezar a aclarar las cosas conviene una matización: Rebeca presenta la apariencia de un inmenso flash-back que ocuparía toda la película, excepción hecha de los planos sobre los que desfilan los créditos, del plano inicial de la luna y de los

1 Se deben reseñar, no obstante, dos relativos precedentes, ambos debidos no por casualidad al mismo responsable, Georg Wilhelm Pabst: las excepcionales e injustamente olvidadas Secretos de un alma (Geheimnisse einer Seele, 1926) y La Atlántida (L’Atlantide, 1932). Y si decimos relativos, es porque la primera, aunque algo trata sobre la memoria, no la aborda en sí misma, sino como parte integrante de las herramientas del psicoanálisis, mientras que la segunda ofrece un planteamiento final que, unido a lo fantasioso de lo rememorado, deja entrever que el capitán legionario, más que ejercitar la memoria, es presa de la alucinación.

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subsiguientes travellings que nos guían hacia las ruinas de Manderley. Sin embargo, el mismo film deniega el sentido de dicha estructura narrativo temporal, pues el espectador ni tiene noción de los personajes o su situación cuando se inicia la vuelta al pasado, apenas comenzado el film, ni finalmente, cuando se imprimen las preceptivas palabras The End, vuelve al supuesto tiempo presente. Todas las imágenes invocadas por una nostálgica voz femenina a partir del sortilegio “Anoche soñé que volvía a Manderley” se estructuran por tanto, de forma harto moderna, como una gigantesca rememoración surgida de las brumas de una conciencia que aún nos resulta desconocida y que, por si fuera poco, ni siquiera más tarde podrá ser nombrada. Por otro lado, si dichas imágenes ostentan la cualidad de recuerdo de la innominada Mrs. de Winter Segunda (Joan Fontaine), lo cierto es que el vocablo inglés memory designa indistintamente la memoria y el recuerdo; también la palabra española, tal y como recoge en sus acepciones primera y tercera el Diccionario de la Real Academia: “facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado” y “recuerdo que se hace o aviso de algo pasado”. Por darles algún cariz diferenciador podríamos añadir nosotros que, por su mayor control, el recuerdo es memoria domesticada. Así pues, Rebeca es en primera instancia la memoria, las memorias si se prefiere, de un personaje femenino sobre unos hechos acontecidos no se sabe cuándo, en la nebulosa de un pasado indeterminado. Y como quiera que la memoria, tal como apuntó Bergson, es el principal aporte de la conciencia individual a la percepción, toda la narración aparece empañada de un cariz fuertemente subjetivo, puesto de manifiesto ya en el mismo comienzo de la misma con el paso de Maxim de Winter (Laurence Olivier) en el acantilado, percibido como improbable intento de suicidio.2 Esta irreducible subjetividad explica algunas extravagancias tendenciosas; por ejemplo, que la arisca Miss Danvers (Judith Anderson), el ama de llaves, vista como una negra urraca y despliegue los siniestros ademanes de un Nosferatu femenino, o incluso aparezca y desaparezca como por ensalmo, llegando a la literal volatilización en la escena de la biblioteca con la apocada Mrs. de Winter II y el primo Mr. Favell (George Sanders). También, como quiera que la memoria transita la senda que va de la percepción a los recuerdos, queda bien fundada la inusual insistencia en lo sensorial, visual, auditivo o táctil, que, ya se sabe, desde la magdalena de Proust es el resorte ideal para que la memoria empape la conciencia: el espectador recuerda, porque Mrs. de Winter II lo rememora, la llegada a Manderley bajo un aguacero repentino, las olas que salpican furiosas al romper en las rocas, la espesa niebla de una noche de baile, el abrazo frente al calor del hogar, el sofocante fuego final; o en otro sentido, un ramo de flores que le arropa y acaricia el rostro, el delicado encaje de las servilletas de la predecesora, el repiqueteo de un proyector de cine y la negrura en que transcurre la proyección, el suave tacto de un abrigo de pieles, el bramido de la mar embravecida, esa apoteosis de luz que colma como la marea la habitación de Rebeca… Son detalles que no habrían desentonado en, por ejemplo, Cita en Bray o Belle (André Delvaux, 1971 y 1973), si bien, ciertamente, en la precursora obra del maestro inglés el papel concreto del mar exceda lo sensorial para fundirse con lo alegórico, asociado siempre (el acantilado, el referido enterramiento marino, el oleaje sólo presente frente a la cabaña o la habitación de la difunta, o invocado por la mágica R…) a la tormentosa Rebeca.

2 La subjetividad a ultranza del personaje femenino volvería a ser el motor de la inmediata Sospecha (1941), de nuevo, no por casualidad, contando con Joan Fontaine de protagonista.

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¿Qué mejor laboratorio para el ejercicio de la memoria que el lugar aislado, el lieu clos, cerrado en sí mismo como a candado? Como Marienbad, como Bray, como Solaris, como el balneario donde se recupera Guido Anselmi. Como la burbuja de Te amo, te amo (Alain Resnais, 1968). En efecto, Manderley parece suspendida en el espacio igual que el recuerdo de la melancólica lo está en el tiempo: se desconoce su ubicación exacta, salvo que está junto al mar; se ignoran las distancias de la mansión a la ciudad; y los personajes, aunque se desplazan de una a otra en coche, como treinta años después harán en cohete los astronautas de Solaris (Andrei Tarkovsky, 1972) del planeta Tierra a la estación espacial, parecen viajar sólo por el inmenso bosque que rodea, como un espacio sideral, la casa solariega. Por si fuera poco, el vetusto aspecto de la mansión evita cualquier precisión histórica y sumerge a los personajes en un decorado que lleva inmutable quizá doscientos o trescientos años. Como Marienbad, como Bray, como el palacio de India Song. Las audacias de Rebeca no acaban con su intemporalidad e interiorización de la narración, ni con su imprecisión y concentración en el espacio, pues, en realidad, las memorias de la sin nombre constituyen, cual caja china, la puerta de acceso a la memoria de su marido, Maxim de Winter, y más tangencialmente, a la de todavía otro personaje, Miss Danvers. Y la memoria, tantas memorias que arremolinadas y contrapuestas espesan y rinden el ambiente irrespirable, sí tiene nombre: Rebeca. Se establece así un fascinante contraste, que otorgó una merecida y perenne celebridad al film, entre un ser real (al menos tan real como permite su resbaladiza ubicación cinematográfica), tan insignificante que hasta carece de nombre, y otro inexistente ya, pero de tan poderoso influjo que parece haber invadido la mente de los demás y determinar los actos de incluso aquellos que no llegaron a conocerle. Una contraposición que se enuncia limpiamente en un maravilloso plano secuencia: aquel de la primera cena en Manderley, que se inicia con un inserto de una servilleta bordada con las ominosas “R de W”, para expandirse acto seguido con una grúa hasta un gran plano general donde la segunda Señora de Winter queda diminuta en un extremo de la olímpica mesa. Si los recuerdos de Mrs. de Winter II, pese a las numerosas transgresiones que ofrece la película, obedecen a cierta lógica clásica, cuando menos respetan (salvo en un caso) el orden cronológico, los de Maxim en cambio, aunque justificados por estímulos externos, parecen funcionar por impulsos, convulsamente, impremeditados siempre en este atormentado personaje que lo que desea, sobre todo, es olvidar. Esta cualidad lo eleva en el máximo precedente de tantos arrebatados por la memoria del cine moderno; pero lo que lo coloca en un trío con el Claude Ridder de Te amo, te amo y el Kris Kelvin de Solaris es que las erupciones de su memoria las causa la trágica muerte de su pareja, hecho del que se siente responsable. Rebeca es el fantasma que le ronda… la cabeza. A veces Maxim parece buscarlo masoquistamente: en el acantilado de Montecarlo donde tuvieron la primera discusión, en la cabaña de ella. Otras, surge inesperado, arrollador y sin aviso: el perro que se lanza a la acusadora cabaña junto al mar; Mrs. de Winter II llevando el mismo disfraz que Mrs. de Winter I, convirtiéndose sin saberlo en la deficiente reencarnación de la difunta. Y si ese miasma de Rebeca flota insidiosamente en el ambiente, ello no se debe a un experimento científico a lo Te amo, te amo ni a una concreción a lo Océano de Solaris, sino simplemente a la devota persistencia de la ¿malvada? Miss Danvers, ella misma anegada por el recuerdo de Rebeca como en una ciénaga. La admiradora persiste en

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mantener viva la memoria de la desaparecida, conservando sus enseres y costumbres (los cuadernos y sobres de Rebeca que hereda Mrs. de Winter II, el uso del gabinete por la mañana) y cuidando la intacta habitación de su señora como un templo, donde, sospechamos, debe de proseguir día a día con los ritos que ejecutaba con la finada (es inolvidable el gesto reducido a puro mimo de cepillarle la melena a la acoquinada Mrs. de Winter II durante su visita al santuario). Si Hitchcock, sabiamente, no ha tardado en identificar a la negra sacerdotisa con la diosa descendida al piélago mediante dos travellings de aproximación subjetivos desde el punto de vista de Mrs. de Winter II, en concreto, la primera visión del ama de llaves vestida de negro y el acercamiento a la blanca puerta de la habitación de Rebeca, aún va más lejos en la culminación de la visita a las habitaciones de la muerta: ahí el plano de la obnubilada Miss Danvers asomando al mar, congelado durante un par de segundos que sugieren subliminalmente que su mente se ha remansado, o mejor, arremolinado en el pasado, funde con el de las impetuosas olas marinas rompiendo en la costa; oleaje, mar brava, que, como ya hemos comentado, es en realidad la metáfora, la encarnación del personaje de la mítica y originaria Señora de Winter. En este planeta Manderley como de arenas movedizas, donde una memoria ominosa parece siempre dispuesta a tragar a la evocadora, donde dicha memoria se funde tercamente con la realidad, con su realidad, hasta el punto de volver a ésta casi intangible, donde esa mente prodigiosa, cual pre-Océano, determina los movimientos y hasta los sentimientos de las personas, dos recuerdos, por su inesperada concreción, cobran singular relevancia. El primero, segundo cronológicamente, es la rememoración por Maxim, casi una reconstrucción pericial a lo Angelopoulos, de la muerte de Rebeca.3 Hitchcock, lejos de incluir el flash-back esperable en una narración típica de su época, opta por sujetarse al testimonio verbal del viudo.4 Lo sorprendente del momento es, sin embargo, que Hitchcock, al renunciar a la convencional estrategia, tampoco se limita al diálogo informativo, sino que con un movimiento de cámara reconstruye las evoluciones de la mujer rememorada, como se haría en una encuesta policial, o mejor, como efectuaría una evocación personal; ello evidentemente sin la desaparecida en cuadro, sino sobre unos espacios vacíos que tan sólo parece habitar el fantasma de Rebeca…, o la memoria de Maxim. Estamos ante una pionera alusión, en 1940, a la imposibilidad de la memoria para aprehender objetivamente lo ya sucedido, a su confrontación con un vacío que tan sólo la propia conciencia, bien que mal, puede rellenar. El segundo recuerdo, anterior en el devenir del film, también rehúye, aunque de otra manera, la estructura de flash-back:la proyección íntima del material filmado por los de Winter durante su luna de miel. Se trata de la única rememoración de la innominada que escapa a la regla cronológica y, aunque justificada con material objetivo (lo filmado), acabará siendo interiorizada por la joven novia. La estrategia es magistral: la proyección

3 Y sin casi: el director griego utilizó una estrategia idéntica para recrear el crimen no mostrado que es la base de Reconstrucción (1970), su primer largometraje. 4 En parte, es cierto, para respetar su parti pris y mantener el misterio sobre el personaje nunca mostrado de Rebeca. Pero esto tampoco impedía necesariamente la inclusión del flash-back: podría haberse filmado a Rebeca de espaldas; quizás la mano que apaga el cigarrillo y unos cuantos pasos; o mejor, sólo su sombra… Se trata por tanto de una elección a conciencia que ha de ser valorada en toda su audacia.

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se interrumpe por dos veces (la primera, accidental, al romperse la película; la segunda, intencionada por parte de Maxim) para hacer en los entreactos aflorar problemas latentes y aumentar la gravedad del tono y la tensión entre la pareja y, de paso, para hacer actuar dicha proyección como contrapunto progresivamente más abismal, de manera que la emoción de ella acabe por desbordarse y su amargura por su existencia actual en Manderley se contraste lacerantemente con los felices recuerdos de Montecarlo, sus recuerdos. Esta secuencia genial es significativa por muchos motivos: por romper la continuidad cronológica de la historia, mostrando un momento que antes se había escamoteado mediante una larga elipsis; porque, por tanto, esa rememoración no puede ser cotejada por el espectador con la supuesta realidad, alcanzando mayor potencia como tal memoria al sujetarse sobre la nada y no haber comparación posible; porque paradójicamente su mayor naturalismo (los desenfadados gestos de los actores; Joan Fontaine sin maquillar, con sus cejas rubias, y no pintadas de negro…) ofrece un abrupto contraste con el artificio típico del cine de Hollywood, al que Rebeca evidentemente no renuncia, pero que aquí pone de manifiesto, convirtiendo los filmes familiares en documentos casi venidos de otra galaxia; porque ese contraste sugiere que es bien posible que esos recuerdos de Mrs. de Winter II hayan sido convenientemente modificados por su memoria, que, manipuladora, ve ahí una felicidad que quizás no existía (pero entonces, ¿qué pasa con toda su rememoración al completo, con toda la película?); en fin, porque, como sugiere el genial travelling que corona el momento introduciéndose en la pantalla familiar hasta hacerla coincidir con la del propio film Rebeca, la memoria es cine o el cine es memoria… Tal vez por ello estructuró el sagaz Hitchccok todo el film como una evocación de imprecisa fuente: las arrebatadoras imágenes de Rebeca no pertenecen tanto a Mrs. de Winter II como a la memoria de todos los espectadores. Interludio. Rebeca es una película aislada en la historia del cine. Sus más fructíferas semillas tardarían dos décadas en germinar. Cierto, generó numerosas influencias, pero la mayoría se limitaron a cuestiones puntuales, carentes de la densidad del modelo. Quizás Rebeca era demasiado sutil; quizá en su media hora final hacía demasiado hincapié en la historia policíaca, empañando algo el singular ensueño de lo precedente; tal vez tampoco Hitchcock se interesó en proseguir la senda desbrozada por él mismo; o el cine aún no estaba maduro para transitar el camino... El primero en percibir la asombrosa y humilde modernidad de Rebeca fue Orson Welles, cuyo aclamado debut en la industria le debe abundantes recursos y muchas de sus invenciones más celebradas…, trocando la modestia por la pompa y rayando en el plagio: la proyección del corto familiar en Hitchcock se transforma en Welles en la de un noticiero, cada uno con su peculiar aliento, pero compartiendo ambos similar sesgo documental; Manderley muta en Xanadu, y también el espectador accede a él al inicio mediante nocturnos y misteriosos planos en movimiento que deben salvar una verja y que se coronan por una misteriosa luz en una mansión; el matrimonio se muestra distanciado por una larga mesa tras un movimiento de grúa de similar ejecución; al final, las llamas purificadoras devoran el emblema de los respectivos imperios, de Rebeca y de Kane, ejemplificados ambos ¡por la misma letra, la R! Pero Ciudadano

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Kane (1941), pese a su narrativa a base de testimonios y rememoraciones, trufada de flash-back en abundancia, en absoluto puede considerarse un discurso sobre la memoria. La memoria, o más bien su carencia o su reverso, la amnesia, volvería a aparecer en numerosos filmes de Hollywood, preferiblemente adscritos a la corriente noir, en tantos, que casi hicieron legión y constituyeron subgénero. Nos limitaremos a rememorar la magnífica Recuerda (1945), del mismo sir Alfred, y la confesada e inferior reelaboración de Fritz Lang Secreto tras la puerta (1948). O, en otras latitudes, Ensayo de un crimen (Luis Buñuel, 1955). O bien, constatar que, por otro lado, la idea de evocación presente la recuperaron las magistrales ¡Qué verde era mi valle! (John Ford, 1941) y Yo anduve con un zombi (Jacques Tourneur, 1943), la última incluso con primigenia frase sortilegio. O recordar momentos precisos, como el travelling sobre vacío que glosa la rememoración de Horatio Hornblower de su esposa muerta en El hidalgo de los mares (Raoul Walsh, 1950). Sólo que en todas ellas la memoria no pasaba de un ingrediente más en las tramas, si acaso, y ya era mucho, su motor. En 1958 Hitchcock volvió a hacer historia, ¡y cómo! Con Vértigo el maestro inglés volvió a recuperar algunos temas y cuestiones ya tratados en Rebeca: la muerta cuyo recuerdo atosiga a la viva, el hombre apesadumbrado por la culpa, más o menos remota, en la muerte de la mujer ideal… Aunque hay una diferencia primordial, y es que en Vértigo el espectador tiene acceso a los traumáticos hechos en la primera parte de la película, por lo que la obsesión de Scottie por recuperar el pasado no se trasluce, pensamos, en ninguna disquisición sobre la noción de memoria: sus recuerdos y los del espectador son comunes y precisos. Sin embargo, algo que influirá en las películas por venir es que, mientras en Rebeca se adoptaba el punto de vista de una mujer que contemplaba las obsesiones de un hombre, percibidas por tanto de forma externa, ahora el punto de vista será el masculino y el espectador quedará sumergido sin remisión en una espiral fantasmagórica y sin centro. Vértigo será el medio, el médium, a través del cual Rebeca ejerza su embrujo en el cine moderno. Segundo movimiento. - La proyección. Claude Ridder (Claude Rich), el protagonista de Te amo, te amo, carece de identidad precisa, casi tanto como Mrs. de Winter II. Tampoco sabemos nada de él cuando comienza su peculiar y convulsa rememoración, excepto que ha intentado suicidarse (y por cierto, también Mrs. de Winter II coqueteó con la idea final, si bien sorbida su voluntad por la malvada urraca). Aún más, la cámara de Resnais, altanera, decide dedicar todos sus primeros planos anteriores al viaje temporal de Claude a los médicos y científicos que atienden a nuestro hombre, mientras que él se difumina en los planos generales o medios, siempre compartidos con otros. Tan sólo, excepción significativa, es casi el centro de un plano medio corto reservado para él solito, el primero en que aparece, cuando duerme en la cama del hospital, cuando sueña, convaleciente tras su frustrado intento de suicidio. Y una segunda excepción, más tarde, como de pasada, nos muestra a Claude en el extremo derecho del cuadro, también en plano medio corto, acariciando una maqueta de forma cerebral, la del artefacto que le permitirá viajar al pasado. No cabe duda: es un hombre ensimismado, siempre a vueltas con sus sueños, con su mente. Como se comprobará más adelante, con sus recuerdos.

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Una persona sin aparente voluntad, sin deseos de vivir, abismada en sí misma, es ideal para un peligroso experimento mental que consiste en viajar al pasado, periplo heredado por Resnais del amigo Chris Marker y su fundamental La jetée (1962). Al fin y al cabo, todo ejercicio de memoria es un viaje por el tiempo… Así las cosas, igual que Mrs. de Winter II viajaba de Montecarlo a Manderley, Claude es trasladado de Bruselas al laboratorio de la burbuja, cada trayecto puntuado por su propia partitura, evocadora o hipnótica, Waxman o Penderecki; asimismo, tras el preceptivo paso por portaladas gemelas, los respectivos vehículos se internan en parques que rodean los edificios; e igual que Miss Danvers recibía a la recién llegada con una mirada gélida, un médico impávido acusa la llegada de Claude al recinto donde su conciencia va a ser manipulada. La mayor diferencia es que el prometido y literal viaje por el tiempo añade a los recuerdos de Te amo, te amo una cualidad vertiginosa y sideral, diferencia subrayada por el cambio de una arquitectura florida y solariega, propia del melodrama, por otra lineal y austera, más en consonancia con la ciencia-ficción. Nos aproximamos a Solaris. Pero, en realidad, por haber en común, hay hasta pasillos. Como había en Marienbad, como habrá en Calcuta. Pasillos prolongados casi hasta el infinito, como dejando un vacío para que la memoria los llene y espacio suficiente para que vuele y se expanda…, aunque genere eco. Por algo Te amo, te amo, en duplicado, es el título del film, y no simplemente Te amo. Sólo que, es notorio, el eco es engañoso, una ilusión; aparenta ser diálogo, pero es sólo monólogo. Si, en Rebeca, Mrs. de Winter II parecía enclaustrada en Manderley, Claude va a ser literalmente encerrado en su memoria, ejemplificada en una cápsula, una burbuja, con forma cerebral; analogía poéticamente ajustada, aunque extravagante, tratándose, como se trata, de un artilugio científico. Por única compañía tendrá el viajero temporal un blanco ratoncillo de laboratorio. Como siempre que apelamos a la memoria, lo sensitivo va a cobrar un cariz preponderante, acentuado por el hecho de que muchos de los recuerdos provienen de unas vacaciones, en realidad de varias (Glasgow, la Riviera, el Midi…), a las que el cerebro de Claude vuelve insistentemente. El año pasado en vacaciones. Según los científicos, el año pasado a las 16 horas del 5 de septiembre de 1966. Supuestamente…, no sólo por la cantidad de recuerdos invocados, sino porque en un momento dado se nos comenta que Claude y Catrine (Olga Georges-Picot) convivieron durante siete años. ¿Estamos en 1959 entonces? ¿En 1966? Más bien parece ser que recorremos, guiados por el zigzagueante Claude, aunque su físico y el de su pareja permanezcan siempre inmutables, todo este lapso. Sea como sea, siete años o sólo uno, recordamos el burbujeo del mar, el agua marina que se escurre por el cuerpo desnudo, las olas que se baten contra unas estilizadas piernas bronceadas; los paseos en la playa, el rumor del oleaje y la brisa que mueve los cabellos; el azul luminoso que se cuela por una ventana frente al mar; el agobiante calor estival que exuda el cementerio ubicado en plena campiña; el calor que proporciona una colcha y una estufa en una inhóspita habitación de hotel; el placer de un gato al dejarse acariciar… Y los colores van a tomar una importancia fundamental: el amarillo, el rojo, el azul, el negro, que van a repetirse según los estados de ánimo del evocador: la fascinación, la herida, el sosiego, la desesperación… Las vacaciones, el sol, el mar… Si el mar en Rebeca era bravío y peligroso, guardaba luctuosos secretos, y el de Solaris será temible de puro impenetrable, denso en misterios

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como el plomo, el de Te amo, te amo, en cambio, es suave y liviano, una prolongación, literal por el montaje, de la burbuja sideral. Es acogedor como un vientre materno, y Claude pasa de estar repantigado en el sofá de la burbuja a chapotear en el agua con la parsimonia y la ingravidez propia de un feto. Hasta que decide salir a la superficie, y con él la cámara de Resnais: Claude, en cierto modo, ha vuelto a nacer. Como harán, con otro objeto, los insidiosos visitantes surgidos del Océano de Solaris. Un plano siguiente nos muestra al recién nacido volviendo a la orilla de espaldas: no es tanto que a Claude le guste caminar hacia atrás, como que retrocede, que vuelve al pasado. Sin embargo, lejos de la linealidad del precedente hitchcockiano, la memoria en Resnais es convulsa e incontrolable, persistente e insistente: el retozar submarino del hombre se repite, excepción hecha de dos breves flashes que lo anuncian, por cinco veces, y aún otra ya avanzado el experimento; su salida a la superficie, otras seis nada menos. Fatalmente, esta testarudez de memoria tartamuda tiene por corolario la inexactitud. Es sabido que Resnais, lejos de repetir una y otra vez la misma toma, rodó todas las salidas de Claude montadas en el film; y en efecto, se distinguen unas de otras por modificaciones sutiles, prácticamente subliminales, que pasan casi irremisiblemente inadvertidas en una primera visión, pero que ahí están insidiosas: el buceador se enjuaga la cara, ora con la mano izquierda, ora con la derecha, primero la barbilla o primero la frente; aclara las gafas de bucear antes o después de enjuagarse la cara; sujeta la mascarilla con la derecha o con la izquierda; Catrine pronuncia su frase “C’était bien?” antes o después de que Claude eche a andar; etc. Así, nada más empezar la rememoración, como en la falsa percepción de suicidio junto al acantilado de Rebeca, se nos pone alerta respecto a la fiabilidad de las evocaciones. O como en El año pasado en Marienbad, donde nunca pudimos averiguar con certeza si la habitación de la mujer tenía un cuadro o un espejo encima de la chimenea; si ella llevaba un escotado vestido negro, u otro blanco de plumas como de boa; o si se tumbó hacia la izquierda o hacia la derecha de la cama; o si... Ciertamente, la memoria procesa sensaciones de conjunto, pero titubea cuando se la constriñe a concretar. Sostenía Bergson que “la conciencia atenta a la vida no deja pasar más que aquellos recuerdos que pueden concurrir a la acción presente”.5 Pero Claude es un suicida. Frustrado, pero suicida. Así, más que inexacta, se aprecia que Claude tiene una memoria inútil y aleatoria: desordenada cronológicamente; repetitiva; contradictoria y poco fiable en sus postulados. Por ser, es hasta defectuosa, como demuestra el pulular por la playa, por dos veces, de su compañero de experimento, ese ratón blanco que no podemos creer que simplemente pasara por ahí. Si en Rebeca se hacía cierta la máxima bergsoniana de que, con el acto de la memoria, algo del pasado se inserta en el presente,6 en Te amo, te amo resulta todo lo contrario, y es algo del presente lo que se inmiscuye en el pasado. En fin, el subjetivismo latente en Rebeca aquí se torna insoslayable: las discrepancias e incongruencias entre distintos retazos de la memoria van haciéndose progresivamente más abundantes, y algunos recuerdos se multiplican como reflejados en espejos deformantes. ¿Es posible que Claude, que para nada se adivina aventurero, trabajara en tantas oficinas distintas y con tan diferentes cargos? ¿O que, por muy atractivo que les resulte a las mujeres, una desconocida le espere solícita en su cuarto de baño? Evidentemente, la puerta de la habitación del hotel de Glasgow

5 Henri Bergson: L’énergie spirituelle, pp. 144-146. Recopilado en Memoria y vida, Alianza Editorial, Texto 30. 6 Henri Bergson: L’évolution créatrice, pp. 1-3. Recopilado en Op. cit., Texto 1.

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debería haber sido siempre igual… A decir verdad, a Claude se le embolican los recuerdos como una madeja. Eso sí, su memoria es bien suya, como se encarga de dejar patente Resnais al construir, en una audaz decisión, todos los planos de su recuerdo, primeros, medios, americanos o enteros, con su rostro ocupando el eje central del encuadre. Es más, la unidad de recuerdo establecida por el director para su personaje no es otra que el plano secuencia: cada cambio de plano, sea este largo o prolongado, sea breve o brevísimo, casi un atisbo, conlleva un cambio temporal. Bueno, no exactamente. A partir de un determinado momento, cuando empieza a ser evidente que el futurista artefacto que catapulta a nuestro antihéroe al pasado, más que como un cerebro funciona, por mantener un símil gráfico, como una patata, entonces, ocasionalmente, Claude deja de ocupar el centro del encuadre; o incluso, más raramente, ni siquiera aparece en él, o hay dos o tres planos por secuencia. Así, existen un par de deslizamientos muy leves en un par de recuerdos con Catrine, y en algunos otros la mujer ocupa una posición preponderante en el plano; pero todavía hay otros jirones de memoria donde se va más lejos y la posición central de Claude se descoyunta totalmente, y entonces, el pensamiento muta en mera alucinación. Que el melancólico salga vestido de bucear ya es suficiente desbarre, pero ¿cómo se explica que haya una mujer desnuda en una bañera situada sobre un escritorio, como en un pedestal, en la oficina de Claude?; ¿o la cabina de teléfonos inundada de agua y el hombre que, pese a ello, sigue hablando?; ¿o que una desconocida, que en unas rememoraciones está y en otras no, lo espere en el rellano del hotel de Glasgow para comunicarle sus barruntos de muerte?7 Claude, el obseso del tiempo, parece sumergirse en la memoria como en angostos pasillos que lo asfixian; o como en arenas movedizas que lo aniquilan y engullen, tal y como apuntan esas imágenes que, en el culmen de la alucinación, muestran el ocre sofá donde reposa el hombre, antes ergonómico, ahora devorando al memorioso hasta el cuello. El mal funcionamiento del cachivache futurista, sin duda, empuja al hombre al delirio. ¿Sin duda? Hasta ahora hemos constatado algunos patrones de las evocaciones de Claude, pero no hemos sacado a la luz aquello que las causa, que se intuye lo mismo que lo empujó al suicidio. Catrine murió. Murió envenenada por el gas de una estufa mal apagada. Murió, porque Claude la dejó sola en el hotel de Glasgow, a donde fueron de vacaciones. Murió, porque Claude ayudó a una mujer desconocida. Murió, porque Claude vio extinguirse el gas, pero no apagó la estufa, al verla a ella, por una vez, feliz. Murió, porque la hipocondría la agarrotaba y no le dejaba otra salida. Murió, porque estaba enferma de cáncer. Murió, porque “tenía terror”. Murió, porque quería morir. Todas estas opciones, puede que más, ofrece Te amo, te amo. Quizás la más plausible sea la del mero accidente, pero, vista la escasa fiabilidad que van revistiendo los recuerdos conforme la mente de Claude se aproxima al agujero negro de la muerte de Catrine, nada definitivo se puede sostener. Lo único que parece seguro es que Catrine, la de la triste mirada, murió. Y que en algún momento ella, como también las otras, las amigas o las amantes, necesitaron una ayuda que Claude fue incapaz o se cansó de dar: por dos veces, en dos rememoraciones distintas, una con la amiga y confidente Wiana y otra con Catrine, surge una mano femenina desde fuera de cuadro, por la izquierda de

7 También pertenece al terreno de la alucinación la aparición del monstruo de la Laguna Negra bajo forma de máscara, en nuestra opinión, por chocante y poco orgánica, el único punto débil de todo el film.

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plano y por abajo respectivamente, solicitando a un Claude ensimismado en la parte central del cuadro… Esta incapacidad para la empatía por parte del hombre y este paralelismo entre Wiana y Catrine nos lleva a un asunto. De la misma forma que resulta excesiva la dispersión laboral del cobaya humano por innumerables oficinas, es muy sospechoso, tanto más cuanto que la máquina del tiempo ha resultado defectuosa, que tantas mujeres distintas desfilen por la vida de Claude; aún más, tantas mujeres sin identidad y sin relevancia alguna, salvo la confidente Wiana y, claro está, la amada Catrine.8 En realidad, se intuye que todas ellas, las otras, no son más que la proyección de la hipocondríaca en la mente de Claude. O simplemente, un sucedáneo o un remedo de ella, la única. Sugerencias al respecto no faltan, como que el color amarillo, ya anunciado en el taxi que espera a la salida del hospital, surja en el pasado en la primera aparición de Catrine, en su llegada a la oficina, y que haga su triunfal afirmación en el impermeable que la bella melancólica luce en uno de los paseos costeros; y que este amarillo, obsesivamente, se asocie a ella, o se repita en la manta y el cuadro de la habitación de Wiana cuando el angustiado habla de su vida con la triste, en el jersey de una de las amigas, o en el póster que tras la mesa de Claude alerta del espejismo de la sirena oficinista: amarillo declinado siempre en femenino. O mediante otro tipo de recursos, como que en un momento determinado Claude, en la cama con una anónima mujer, se recueste para acabar, en el contraplano que aporta otro jirón de recuerdo, acostado junto a Catrine, observándola. O también, que la misteriosa mujer del rellano del hotel, a la que, según ella, al regresar ha de encontrar dormida o muerta, parezca un duplicado de Catrine, casi un premonitorio y siniestro visitante del Océano: ambas, con la muerte lamiéndoles los talones como un gato; la una, la ojerosa anónima, comunicándole a Claude su miedo a morir; la otra, la triste sonriente, confesándole su miedo a no morir. El delirio del suicida podría tener causas técnicas, pero las imágenes apuntan, por tanto, a una motivación más consustancial y profunda: Catrine. Así, si el centro físico y visible de las rememoraciones de Claude es naturalmente él mismo, el invisible, el resorte espiritual de las mismas, resulta ser la mujer desaparecida, la cual acaba por condicionar sus actos mucho más de lo que la difunta Rebeca hacía con su viudo Maxim. Tan desaparecida, por cierto, como que nadie más que Claude parecía conocerla, y ni siquiera tenía padres, ni familia, ni amigos, ¡ni papeles! Casi una entelequia, una mera proyección que hasta podría haber sido inventada por el obnubilado. Hay un momento que muestra la centralidad de Catrine, de su idea, limpiamente. Pasado el ecuador del film, Claude se gira en el umbral de la puerta del hotel de Glasgow hacia la izquierda de plano y, tras el corte y salto temporal que acarrea una nueva rememoración, se incorpora en la cama de su piso mirando a la derecha: en el vértice que se crea en el raccord de miradas establecido entre los dos planos aparece, presa del insomnio, la atormentada Catrine, su amor, su obsesión, su fracaso. Inevitablemente la de la triste mirada es el eje, bien que en off, del momento crucial de todo el conjunto de retales que conforma la rememoración entera de Claude: la punzante confesión a la amiga Wiana de su responsabilidad en la muerte de la amada, dada en un intenso primer plano sostenido largo tiempo, casi tres minutos en un film donde la mayoría de los planos recuerdo duran segundos; confesión, además, previamente

8 El trío formado por hombre atormentado, mujer idealizada y amiga confidente es uno de los muchos ecos de Vértigo en Te amo, te amo.

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anunciada por retazos del mismo encuentro, si bien interrumpidos antes de que la confidencia tenga lugar. Como si Claude intentara eludir toda la dolorosa emoción sembrada por la muerte de Catrine. Como si intentara censurarla en su cerebro, pero irremisiblemente, como imantado o arrastrado por la espiral Catrine, fuera a parar a ella una y otra vez.9 Ese ocre sofá de la burbuja, ocre como en siniestra saturación del vital amarillo… Ese ocre sofá que acaba por engullir a Claude como las arenas movedizas… Ese sofá no es más que Catrine, el recuerdo de Catrine, la idea de Catrine. No por nada, Claude le había espetado en un paseo junto al mar: “Eres una ciénaga”. Aunque ella había corregido: “Soy esta playa”. Si Claude renacía surgiendo del agua, perecerá hundiéndose en el arenoso sofá del artefacto. El suicidio que quizás no pudo cometer Catrine, porque quizás fue un accidente, porque quizá el evocador la dejó morir, porque quizás Catrine ni siquiera existió, lo consumará Claude finalmente. Tras cortar, en el recuerdo, la música de Thelonius Monk, tan repetitiva hasta la obsesión, tan machacona como su propia memoria. Tras volver a caminar hacia atrás, como rompiendo el conjuro que lo llevó a su pasado, o como en un proceso mental que no es más que continuo retroceso. Junto a la premonitoria, pretérita colcha roja de tantos instantes, que, en una antológica elección de montaje, choca con el complementario verde del césped actual de la mansión científica. Claude muere en el presente, a la vez que debía haber muerto en el pasado. ¿Cómo ha podido salir de la ominosa burbuja cerebral? ¿Lo ha matado la pistola o su memoria? ¿O quizás sí había muerto antes, en el pasado, no emocional, sino físicamente, y todo ha sido una falsa prórroga, una mera proyección, no científica, sino mental? ¿Esos jirones de memoria fueron alguna vez realidades, o bien se han inspirado en ellas? ¿O no son más que emanaciones, como de gas, de una imaginación deseante? ¿Soñó Claude simplemente que volvía a vivir? Entretanto, al fondo del largo pasillo descansa el cerebro sideral, herido con multitud de antenas como un toro bravo. Dentro de él, el ratoncillo blanco del que nadie se acuerda pugna por un sorbo de aire en su diminuta burbuja. Segundo interludio. Te amo, te amo fue probablemente el mayor fracaso comercial de la carrera de Resnais. Según testimonio de su productora, Mag Bodard, cuando debía proyectarse en Cannes, las protestas del 68 impidieron su presentación y, en consecuencia, el film debió estrenarse sin promoción festivalera alguna.10 Así, esta singular obra maestra que conjugaba introspección lírica con ciencia-ficción, que supo captar como ninguna otra película toda la náusea y desesperación del esplín, tan delicada como el rocío, se 9 Resaltemos el parentesco de este concentrado y potente plano con el segmento que Resnais acababa de rodar para Loin du Vietnam (1967), no por casualidad también escrito por Jacques Sternberg y titulado ¡Claude Ridder!..., aunque el actor que encarnara al hombre cuya mente se mueve en círculos tanto como su cuerpo no fuera el finalmente definitivo Ridder, Claude Rich, sino Bernard Fresson, que en Te amo, te amo también aparece, si bien transmigrado en el amigo Bernard. 10 Testimonio recogido en el libreto de la edición francesa en DVD de la película, p. 28. Editions Montparnasse.

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evaporó como él y cayó en uno de los olvidos más injustos que recuerda el cine…, si es que un medio de expresión puede recordar. El mismo Resnais tardó seis años en volver a rodar otro largometraje, el intervalo más largo de toda su carrera, casi como si hubiera sido engullido por la burbuja cibernética de su propio film. Ya no volvería a tratar la memoria en su filmografía como eje central. Poco importa: al fin y al cabo, Te amo, te amo es la culminación, por su complejidad y riqueza, por su ambigüedad y poder de sugerencia, del tratamiento del tema en la obra del director bretón. El justo broche de un antológico trayecto que se había iniciado, antes que con la extraordinaria Hiroshima mon amour (1959), con la feérica Toda la memoria del mundo (1956), y continuado con las no menos magistrales El año pasado en Marienbad, faltaría más, y Muriel (1963). Otros proseguirían la ruta; por ejemplo, ahondando en una temática similar y sin abandonar el campo de la ciencia-ficción, Andrei Tarkovsky. Solaris, pese a tratarse de una adaptación de la magnífica novela del polaco Stanislaw Lem, acabaría por formar junto a Rebeca y Te amo, te amo una de las trilogías más inesperadas y sorprendentes de la historia del cine… Y más distinguidas.11 Tercer movimiento.- La resurrección. Los planos iniciales de Solaris parecen surgir de las brumas de Rebeca. Un entorno natural, más húmedo que neblinoso, nos predispone a un ánimo melancólico proclive a la evocación, mientras que una humilde balsa nos retrotrae a los mares de Rebeca y Te amo, te amo, a la vez que nos anuncia el Océano galáctico al que pronto hemos de viajar. Incluso hay un plano que encajaría fácilmente en los créditos del film precursor, aquél en que Kris Kelvin (Donatas Banionis) se encamina a la dacha desde la ciénaga de sus recuerdos: un plano cuyo centro lo ocupa masivamente el tronco de un roble que parece directamente trasplantado de Manderley. No acaban ahí las concomitancias: para acabar de dar pábilo a nuestra memoria cinéfila resulta que el moreno Kris Kelvin tiene un mechón blanco en el tupé, exacta réplica del de Maxim de Winter, aunque este además peinara canas en las sienes. 11 En líneas generales, la adaptación cinematográfica de Solaris resulta bastante fiel al original, al menos en lo relativo a la trama y a los cuatro personajes principales. Sin embargo, las modificaciones operadas por el cineasta ruso y su coguionista, Fridrikh Gorenshtein, van mucho más allá de las ineludibles en todo trasvase entre los dos medios y tienden a aproximar el film a las dos películas precedentes de Hitchchok y Resnais más de lo que nunca se podría barruntar leyendo la novela. De momento, conformémonos con señalar que: primero, todo el largo prólogo terrestre es aportación de Tarkovsky, prólogo que comporta unas diferencias de tono, y de poso, con la novela de primera magnitud; segundo, que consecuentemente el final difiere del de la novela, en la letra, pero sobre todo en el espíritu; tercero, que mientras el libro es bastante detallado y prolijo en la descripción de los fenómenos atmosféricos solarísticos, la película prefiere, más por razones de concentración que de presupuesto, pasarlos por alto; cuarto, que por motivos similares Tarkovsky prefirió ignorar los dos soles, rojo y azul, descritos en la novela, para ofrecer una cromatografía menos sideral y más terrestre; y quinto, que allá donde Lem, como literato, ofrecía testimonios escritos que explicaban la casuística del planeta Solaris, Tarkovsky, como cineasta, opta por ofrecer grabaciones, subrayando así la importancia del hecho fílmico (ya señalada en el segundo plano de la película, primero en que aparece el protagonista, empuñando una cámara en Super 8), hecho que al final acabará por superar la mera condición informativa, a la que en cambio sí se ciñen los informes escritos de Lem, para ahondar, como en Rebeca, en la cuestión memorística.

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Pero, al contrario que en Rebeca e igual que en Te amo, te amo, la memoria aún no empieza a campar a sus anchas. Va tomando aliento en una primera parte, más breve que la segunda, donde en un entorno cotidiano se prepara a los respectivos protagonistas, antes Claude, ahora Kris, para una misión científica. E igualmente, este entorno (la clínica y el laboratorio en Te amo, te amo, la dacha en Solaris) no explica apenas nada de los melancólicos. Es cierto que de Kris sabemos algo más: que es científico (un solarista o especialista en Solaris), que vive o pasa unos días con su padre, que hay una mujer madura que podría ser su tía o su madrastra, y una niña que quizás sea su hija. Pero nada más. Y lo que se muestra resulta bastante ambiguo. Para acabar de coronar esta movediza información hay un llamativo travelling de aproximación a una fotografía de una bella mujer rubia, que se adivina fascinante, como lo habían sido Rebeca y Catrine; pero tampoco nada se nos informa sobre ella, y la posible intuición del espectador de que la misteriosa fuera el amor muerto de Kris se verá desmentida mucho más adelante, ya en la estación espacial. La ambigüedad se contagia a toda la introducción e incluso a otros personajes, como al astronauta jubilado Berton, que aparece acompañado por un niño del que tampoco tenemos la certeza de que sea su hijo, y que, es más, dentro del coche aparece y desaparece a las espaldas del hombre sigilosa e inesperadamente, como más tarde harán los “visitantes” del Océano. Ni siquiera, aunque ciertamente nos ha de llegar la confirmación, se puede asegurar al inicio que el hecho de que Kris se abstraiga contemplando la balsa sea realmente indicio de melancolía: al fin y al cabo, al día siguiente parte en un viaje que puede durar años, incluso ser sólo de ida, a la estación espacial Solaris. Más bien parece que se empapa de imágenes para su largo periplo. Sin embargo, Tarkovsky sí que transmite ejemplarmente que Kris es un personaje desorientado; aún más, desubicado. Por dos veces se juega con la percepción del espectador para hacer desaparecer a Kris en el cuadro y hacerlo resurgir en el mismo plano, pero en un lugar inesperado. Primera: en la vuelta a la dacha, Kris desaparece tras el ancho tronco del roble y, en lugar de reaparecer en línea recta e inmediatamente, lo hace algo retardado y más allá del tronco del árbol, tras unos arbustos que ocultan el sendero, el cual, suponemos a posteriori, debía de virar tras el roble. Segunda vez: ya de noche, en el último plano terrestre, Kris se desplaza por el interior de la silenciosa y solitaria dacha, sale de cuadro, la cámara efectúa una panorámica a derecha, y entonces vemos por una de las ventanas que ya no sigue dentro, sino que ha salido al porche. Por cierto, que este mismo y excepcional plano aún va más allá, pues, reencuadrado por el umbral, aparece a continuación, en un toque poético propio del cineasta ruso, el caballo al paso: imagen de libertad, o simplemente vital, que alcanza toda su fuerza, porque quizá Kris la esté grabando en su memoria como su último recuerdo terrestre. Si en Rebeca y en Te amo, te amo los trayectos en coche de Mrs. de Winter II y de Claude, así como las consiguientes llegadas a Manderley y al laboratorio, adquirían, dentro de los respectivos corpus fílmicos, un importante relieve que enfatizaba la calidad de viaje al pasado de lo que seguía, llama la atención que la travesía a Solaris venga dada por Tarkovsky en apenas tres breves planos: uno del estrellado espacio exterior, otro sobre los ojos de Kris y el último sobre la estación a la que se aproxima la nave. Sin embargo, esta llegada al territorio del recuerdo, dada de forma tan irrelevante, ha sido precedida por una nueva reminiscencia de Hitchcock y Resnais: el trayecto automovilístico del ex astronauta Berton, un prolongado recorrido por autopistas, al cual se delega toda la potencia fantástica del ulterior viaje. En efecto, la cuidadosa elección de las localizaciones, tan gélidas, inhóspitas y tecnificadas que bien podrían

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pertenecer a un futuro más o menos lejano; la continua fijación de la cámara en el interior de las autopistas (salvo dos planos finales) y casi siempre desde el parabrisas, como si los coches corrieran por rampas de lanzamiento; los desasosegantes ruidos que puntúan la carrera, semejantes a zumbidos, chirridos, bramidos, rugidos, gritos o salmodias deformados; todo ello, como volverá a ser el caso en la expedición a la Zona de la heredera Stalker (1979), predispone al espectador a un salto a lo fantástico mucho más de lo que hace el lógico plano de las estrellas, o de lo que podría haber hecho el esperable y vulgar lanzamiento del cohete espacial. Como Resnais, Tarkovsky pisa el terreno de la ciencia-ficción con más atención a las almas que a la cacharrería. Y pisa fuerte. Cuando Kelvin llega a la estación espacial que orbita en torno al Océano Solaris, comprueba evidentemente la dejadez de las instalaciones; algo esperable, cuando la finalidad del viaje es decidir la continuación de ellas o su clausura. Sin embargo, lo primero que llama poderosamente su atención, y la nuestra, es una pelota lanzada y el eco que produce su golpeteo por los pasillos de Solaris; pasillos no rectos, sino circulares, pero tan infinitos como los de Manderley o Marienbad. El hecho, provocado por un visitante fantasmal, se dirige directamente a nuestra percepción y es el comienzo de toda una serie de estímulos sensoriales que, inesperadamente, van a dotar de una esquiva humanidad a la tan aséptica como destartalada estación perdida en el cosmos. Cierto, en la Tierra ya habíamos sentido la lluvia que empapaba el cuerpo de Kris o chapoteaba sobre una taza de té, habíamos visto el rojo furioso de unas frutas junto al delicado azul de la porcelana, habíamos oído a los grillos cantar en una noche estival, habíamos casi palpado las algas mecidas por la corriente del agua; pero en Solaris las conciencias exaltadas por el Océano todavía nos deparan el bulto que produce un cuerpecito hundido en una hamaca, la visión aterciopelada de una oreja, el delicado y musical tintineo de las esferas que cuelgan de las pulseras de una niña; o también, en otro sentido, el inesperado arqueo de un libro antiguo, la vibración de unos papeles cual murmullo de hojas, las almohadas empapadas de sudor o, aunque sea proyectada en un film, una hoguera ardiendo en medio de la nieve. El primer plano de Claude en Te amo, te amo lo mostraba durmiendo: todo lo que seguía podría haber sido su ensoñación. El agotado Kelvin no tarda en buscar, apenas llegado a Solaris y tras conocer a sus colegas de la estación, un sueño reparador. Y ya no hay duda: lo que sigue es producto de su mente. Kris atranca la puerta de su cámara y duerme. Sin solución de continuidad, un plano tintado de oro viejo sobre unos labios femeninos nos muestra lo que en la Tierra se había entrevisto en una foto, fugazmente, como de tapadillo: el rostro observante de la castaña Hari (Natalia Bondarchuk).12 El deseo de Kris se ha manifestado, su pensamiento se ha hecho carne. Y así como pocos años antes el amarillo limón había sido emblema de Catrine, a Hari se le asociará ahora la gama que va del color amarillo tostado al marrón: la gama de su vestido, la de los tintados ocres de sus apariciones, la de la dacha alucinada en dorado… Amarillo de Hari, que ciertamente ya había sido anunciado por el impregnador plano inaugural de la 12 Este plano sobre los labios de Hari, con su subsiguiente movimiento de cámara hacia la parte superior del rostro, es una de las muchas imágenes y situaciones que Solaris retoma de Vértigo: el mismo tintado retrotrae a los que había en la pesadilla de Scottie; el Océano describe espirales en su perpetuo movimiento; el abrazo entre Kris y Hari en plena ingravidez recuerda, por su musicalidad circular y su significado, el celebrado beso entre Scottie y Judie reconvertida en Madeleine; Kris es un hombre que busca una segunda oportunidad para enmendar el error pasado que le costó la muerte a su amada, y esta se reencarna y retorna eternamente…

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película, donde sobre el verde lecho de las algas surgía flotando una hoja dorada arrastrada por la corriente; o también, nada más llegar a Solaris, por los conductos circulares de un amarillo canario que bordean la pista de lanzamiento. Pronto sabremos que, como Rebeca, como Catrine, Hari estaba subyugada por la idea de la muerte, y que Kris, como Maxim, como Claude, no quiso o no pudo arrebatársela a la enemiga. Por otro lado, si Catrine y Rebeca se hermanaban por el cáncer que padecían, Hari enlaza con Catrine por su devoradora hipocondría… y por esos ojos sombríos como la noche, oscuros como pozos, ojos de agujero negro. Aunque, a diferencia de sus predecesoras, cuya muerte podría haber sido un suicidio provocado o consentido, Hari fue la única que lo cometió con seguridad, envenenándose con una sustancia que había preparado el inadvertido Kris. La inyección letal dejó su huella, y Hari, la visitante, Hari, el recuerdo, presenta una hinchazón circular en el brazo izquierdo, que Kris no tarda en percibir a través de un rasguño del vestido, en un magistral plano donde, antes, se nos ha mostrado que ese vestido, inquietantemente, no tiene ni cremallera ni botones (así que Hari no se lo ha podido poner: ha renacido embutida en él) y que, en consecuencia, la memoria de Kris produce taras. Es hora de señalar que el círculo es el emblema de Solaris. Para empezar, la estación reproduce, igual que los conductos amarillos de la sala de despegue, la figura geométrica de un toroide, es decir, la superficie descrita por un círculo que gira en torno a un eje exterior a él. Por lo tanto, los pasillos de la estación son circulares, lo mismo que las estructuras que los configuran. Pero también las habitaciones tienen planta circular, las mesas y las lámparas, idéntico diseño, lo mismo que las frecuentes aberturas de las puertas y las innumerables ventanas; ventanas, que, por cierto, dan al coloidal Océano, igual que se abrían al agitado mar los ventanales de la estancia de Rebeca. Es más, hasta los visitantes presentan toques circulares: el rostro redondo del niño de Snaut (Jüri Järvet), las esferas de la pulsera de la jovencita de Guibarian, las borlas del chal de Hari.13 Así las cosas, no es de extrañar que, en la noche de su llegada a la estación, Kris se abstraiga morbosamente asomándose por una ventana, un círculo, que le devuelve un negro impenetrable, como si el inquisitivo se abismara en sí mismo o en su propio vacío; ni que la primera materialización de Hari tenga lugar frente a otra ventana, esta vez en blanco, como si el Océano hubiera respondido a la petición o a los deseos ocultos del astronauta. Es lo que le faltó, y lo que sin duda siempre anheló, esa pobre amargada de Miss Danvers: que el espectro de la idolatrada resurgiera del mar, hecho carne… La cualidad oceánica de Hari la delata pues su herida circular, auténtica sinécdoque de ella. Pero también podría ser a la inversa, y que esa herida, que Kris reconoce porque ya la había visto en la Tierra, ese círculo diminuto, se hubiera expandido hasta el infinito hasta condicionar la fisonomía y la misma esencia de Solaris. Así, toda esa legión de ventanas que se abren interminables hacia el Océano parece constituirse en un gigantesco reproche a Kris de su propia y consternada memoria, en un descomunal eco de esa llaga emotiva que le dejó el estigma primigenio y letal. De nada servirá que Kris, atemorizado, intente al principio librarse de su pasado por el expeditivo método de lanzarlo al espacio en cohete: la memoria es demasiado sutil y arraigada para ser

13 Esta insistencia geométrica es, lógicamente, inexistente en la novela. Por ejemplo: los ventanales que dan al Océano son allí panorámicos; ninguna forma circular describe a los visitantes; etc.

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vencida a golpes. Eso, sin tener en cuenta que la misma Hari rediviva, Hari, la de neutrinos, resulta más tenaz que su creador y se adhiere a él como una de esas algas del principio que, fijadas en el lecho acuoso, resistían la corriente; o como si fuera un órgano más del hombre, y quizás lo sea: el órgano que permite comunicarse con el Océano, el órgano del sentimiento. Así que Kris se va a dispensar a sí mismo de una segunda oportunidad, de una particular luna de miel espacial, convirtiendo, como justamente le reprocha Snaut, un problema científico en una historia de amor. También lo había hecho Claude Ridder… y dio al traste con el experimento de la burbuja temporal. En consecuencia, Kris, este personaje atormentado, otro más, cuya memoria parece erigirse en mandoble de su conciencia, este personaje obsesivo y abismado en sí mismo, cuya terca mente se mueve en círculo (Hari, Hari, Hari), va a dedicarse amorosamente a la imagen de la mujer perdida y reencontrada, a ese eco de un eco que es la segunda visitante. La va a abrazar y a arropar, la va a amar y la va a educar; y más todavía tras ese ciego afán que ella muestra por destruir su cuerpo, atravesando compactas puertas metálicas, aunque le rasguen la piel como al más tierno brote. Una de las más bellas peculiaridades de Solaris estriba en que, en el proceso “educativo” de la nueva Hari que Kris emprende, la piedra angular va a ser dotarla de recuerdos. La biblioteca se ofrece como lugar ideal para empaparla de sedimentos colectivos: El Quijote, la Venus de Milo, la serie de cuadros sobre los meses del año de Brueghel el Viejo.14 Las reminiscencias íntimas, en cambio, han de proporcionarse en la estancia de Kris, convertida a la sazón en suite nupcial. En una de las escenas más sorprendentes de la película, el astronauta enamorado va a proyectarle a la siempre recién nacida, la del vestido sin cremallera, un film familiar. Lo cierto es que ha habido con anterioridad otras proyecciones en Solaris, dos sin contar una breve retransmisión televisiva; en concreto, el film que Berton muestra a Kelvin en la dacha sobre la pionera incursión al Océano y la cinta-carta que le graba a Kelvin el Dr. Guibarian antes de suicidarse. En ambos casos se trata de recursos narrativos que han de aportar una información importante al espectador, y en el primer caso, además, ponerle en materia…, y de paso ahorrarle a la adaptación unas cuantas páginas de la novela. Lo que va de la primera y segunda proyecciones, estrictamente narrativas, a la tercera, donde se dirime la cuestión de la memoria, es, al fin y al cabo, lo que media entre el noticiero de Ciudadano Kane y las filmaciones familiares de Rebeca. Así, igual que Maxim proyectaba a Mrs. de Winter II sus grabaciones estivales, Kris proyecta a Hari, la visitante, distintos retazos de vida terrestre: del campo nevado, de la hoguera del invierno, de las hojas otoñales, de la dacha neblinosa, del padre, de la mujer rubia que resulta ser la madre de Kris…, de Hari, la mujer. Pero si Mrs. de Winter II parecía captar los registros del pasado para cotejarlos con su presente e idealizarlos, Hari absorbe los recuerdos embellecidos por Kris (la lánguida madre, dulce como una esfinge, contrasta con la bruja que describe Hari acto seguido) para construir ella, la visitante, la extraña del Océano, sus propios recuerdos, para crear su memoria.

14 Significativamente, Tarkovsky decidió dar a la biblioteca de la estación espacial un toque anacrónico, de puro añejo y exultantemente terrestre, inexistente en la novela, así como cambiar la exhaustiva bibliografía solarística de la obra de Lem por una especie de sugerido compendio de la cultura humana. Tampoco se encuentra en la novela la confrontación entre los cuatro personajes principales, precisamente en la biblioteca, ni el posterior momento de ingravidez.

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Cuando la proyección acaba, una luz se extingue y la pareja queda en penumbra: Hari como una alumna, más que aventajada, maravillada ante los descubrimientos que han desfilado ante sus ojos. Quizás las lecciones de Kris hayan tenido demasiado éxito y Hari, la de neutrinos, pasa de no reconocerse en el retrato que el terrícola ha traído consigo a presentar actitudes que cada vez se antojan más de Hari, la de células. Tanto es así, que la visitante, sintiéndose abandonada, acabará remedando el suicidio de la original, tragando ella, la copia, oxígeno líquido…, y protagonizando a continuación una resurrección que corta el resuello. En su consecución sobrepasamos lo miasmático y lo psíquico para asistir a la amarga afirmación de la carne, ascendemos de lo táctil a lo doloroso, gracias a certeros detalles, como los crujidos del cuerpo congelado al voltearse, o los espasmos que lo sacuden con ruido metálico; como el cabello pegado a la frente, mojado por la escarcha o quizás sudado por los estertores del renacimiento; como los labios cortados, con las comisuras teñidas de sangre seca; como la blusa empapada adhiriéndose a los senos… El recuerdo se ha hecho carne, pero carne enamorada y triste. Sus victorias, por más bellas que sean, parecen pírricas y son efímeras. Como lo es el frágil triunfo que supone el momento, no por nada previo al suicidio, de auténtica comunión espiritual entre el hombre y su visitante; momento que transcurre en el único habitáculo de Solaris sin ventanas al Océano, la biblioteca paradójicamente terrestre e inevitablemente circular; aquel momento en que el hombre parece considerar los efluvios de su pensamiento realmente como un ser humano; o bien, en que ella, la visitante, parece superar su cualidad de emanación gaseosa para afirmarse como persona, como bien acaba de sugerir el hecho de que se alternen planos, desde el punto de vista de Hari, de fragmentos del cuadro de Brueghel El retorno de los cazadores con reminiscencias del corto invernal que Kris le ha proyectado, nevados el uno como el otro, probando que la exultante Hari se apropia de los recuerdos de su compañero, se siente terrestre. Este momento, ese triunfo, dura exactamente unos fugaces treinta segundos: lo que ha durado la ingravidez en la estación, durante la cual Kris y Hari, abrazados, compenetrados, han flotado y girado por el aire, han descrito círculos como si ellos mismos, sus cuerpos, estuvieran en una órbita espiritual y trascendente. Círculos, como describe la estación espacial. O como el mismo Océano. O como la tapa del recipiente de oxígeno líquido que Hari traga en su inmediata tentativa de suicidio… La memoria es inmisericorde. Hari, la espacial o la terrestre, o ambas a la vez, empieza a repercutir en el cerebro de Kris como un eco sin fin; igual que Catrine se multiplicaba hasta el infinito, bajo su forma y la de las otras, gracias a los efluvios de la burbuja. En plena febrilidad, en un maravilloso plano secuencia (virado al amarillo, claro está), Kris alucina a Hari multiplicándola hasta seis veces, y aun añadiéndole a su madre, que parece (des)doblar a la nuera, merced a los idénticos chales que lucen. Hari la visitante, Hari la muerta, la madre: el eco del eco de un eco… E igual que Claude no conseguía centrarse en el tiempo, Kris sigue sin ubicarse, así en el espacio como en la Tierra. Tarkovsky ya nos lo había sugerido en aquella secuencia con el Dr. Snaut, en la que una panorámica doblemente circular (dos veces 360 grados) ponía de manifiesto la utilería cambiante de Solaris en función de las mentes de sus ocupantes: se colaba inadvertidamente un jarrón de porcelana como la de la casa de Kris. Pero, ahora, el cineasta va más lejos y nos muestra al apasionado científico perdido, aprisionado por los infinitos pasillos de la estación, en primer plano frontal…, para luego asestarle un letal contraplano dorsal, en un eco de la secuencia de la biblioteca, pero donde ahora el espacio del fondo ¡sigue invariable! Si resulta que en la biblioteca el plano frontal se

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reservaba para Kris con su cabeza abrazada por Hari y dando rienda suelta a su emotividad, y el dorsal se correspondía con las encontradas razones científicas que le proporcionaba el cerebral Dr. Sartorius (Anatoli Solonytsin), la recuperación de esta dualidad, tan limpia y radicalmente, no hace más que confirmar sin remisión la contradicción irresoluble que padece este hombre, que en la Tierra, iluso, aseguraba no dejarse llevar por los impulsos del alma. Hemos sobrepasado el umbral de la cordura. Del alunizaje a la alucinación. Resulta, pues, chocante y sospechosa la desaparición de Hari (tras acometer su último y definitivo suicidio, prestándose, se nos dice, a una desmaterialización), la consiguiente repentina vuelta a la normalidad, y que el Dr. Snaut afirme que el Océano se ha calmado gracias al encefalograma realizado a Kris y enviado por rayos X a la masa en movimiento. Pero, ¿qué encefalograma? En realidad, la película nada ha mostrado, ni de la realización de dicho encefalograma, ni de su posterior envío al críptico Océano.15 Que sepamos, la única información recibida por el ente cósmico ha sido la película familiar proyectada por Kris y procesada por Hari. Y el cine tiene cierto poder sobre la vida, cuando menos en los terrenos de la mente: un estímulo del subconsciente y la memoria, como la luz lo es de la planta. Con la estación, por fin, aparentemente en orden, Kris vuelve a casa. Nada se muestra del regreso, sino que directamente se repiten planos similares a los del inicio del film, con la peculiaridad de que ahora es invierno, los árboles están desnudos, y la balsa, helada. Suena la misma música de Bach, desfilan los mismos parajes, la corriente siguen meciendo las algas. Todo es sosiego, como si la naturaleza se hubiera adormilado. Pero el manso lugar está tarado. Algo no funciona. ¿Cómo puede haber corriente en una charca helada? Más todavía, si antes Hari, la visitante, usaba incongruentemente vestido sin cremallera, ahora resulta que el agua se escurre dentro de la casa, como por las duchas de Solaris. ¡Llueve dentro, no fuera! El desconcertado Kris, entonces, parece comprender y se arrodilla ante su padre, se abraza a sus piernas, como antes había hecho con Hari en la biblioteca, y la cámara corona el momento efectuando un cósmico travelling de retroceso, y mostrándonos que la dacha no es más que una islita en medio de una ciénaga, y que la ciénaga no es más que el inmenso Océano, el voraz Océano, el devorador de conciencias. Un travelling, por cierto, que es en realidad exactamente tres, unidos por un neblinoso efecto de nubes que evolucionan por el cosmos. Cesura y niebla como en el movimiento primordial de Rebeca, también triple; sólo que, de manera puramente especular, retroceso, en vez de avance. Kris ha creído volver a casa, y nosotros parecemos volver, pues, donde habíamos comenzado. A 1940. “Anoche soñé que volvía a la Tierra”… Final. En cierto modo, tanto en Rebeca como en Te amo, te amo y Solaris, lo que se postula es que, una vez dentro del laberinto de la memoria, ya es imposible salir. Ni el espectador

15 Esta es otra de las diferencias fundamentales entre el texto y la película, pues en la novela sí se describe la realización, el proceso y las consecuencias del encefalograma. Ni que decir tiene lo que esta omisión determinante hace ganar al film en ambigüedad y pluralidad de lecturas.

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recupera a Mrs. de Winter II tras su evocación, ni Kris finalmente abandona Solaris, ni Claude consigue escapar de la muerte burlada. El ejercicio de la memoria, lejos de salutífero, resulta destructor. No sabemos qué sucede con Mrs. de Winter II al final de Rebeca, ni si fue feliz con Maxim y los dos comieron perdices, pues la película no se clausura con el preceptivo beso final, sino con las llamas devorando el emblema del insidioso fantasma; eso, por no mencionar a la malcarada melancólica de Miss Danvers, que perece, como una bruja, abrasada por el fuego. Posiblemente, la modosa tenga pesadillas tras haberse recreado con su prolija rememoración. O quizás a la noche siguiente vuelva a soñar que volvía a Manderley… Con Claude ya no hay duda: sus idas y venidas a sus recuerdos no le han servido de bálsamo; antes al contrario, le han hecho revivir los más amargos momentos de su existencia y le han dejado la llaga en carne viva. Su memoria desatada, hinchada como una excrecencia cancerígena, lo empuja a la muerte antes esquivada, a la postre fatídica. Y en cuanto a Kris, que ha vivido la ilusión de haber escapado a las cadenas del recuerdo, finalmente sufre el destino más refinado y cruel de todos: destinado a vivir prisionero, no tanto en la inmensidad del cosmos, como, literalmente, dentro de su memoria, como si esta fuera, que lo es, una diminuta isla desierta. Recordar, decía Borges, es un verbo sagrado. Entonces, quizá un desliz, una mínima falla, sean un sacrilegio, tanto más si intencionados. Y está escrito que la divinidad condena implacable a los sacrílegos. Fernando Usón Forniés.