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COLECCIÓN BICENTENARIO

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COLECCIÓN BICENTENARIO ESCRITOS HISTÓRICOS

DE LA MASONERÍA ECUATORIANA

P R I M E R A E D I C I Ó N Q U I T O ∴ 2 0 2 0

EL APORTE MASÓNICO AL ECUADOR REPUBLICANO

JORGE NÚÑEZ SÁNCHEZ

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G∴M∴ Eduardo José Granja MayaPAST∴G∴M∴Jorge Gonzalo Díaz DelgadoV∴G∴M∴ Diego Alfonso Andrade Stacey

Director Editorial: Gabriel Cisneros AbedrabboConsejo Editorial: Eduardo Puente Hernández, Germánico Merizalde Boada y Fernando Larrea Estrada.

Edición y corrección: Esteban Poblete OñaDiseño: Cristiam Hervás

Impreso en: Editorial Pedagógica Freire, Agosto de 2020. Riobamba – Ecuador

Gran Logia Equinoccial del EcuadorDirección: San Salvador E7 -197 y La Pradera.Email: [email protected]éfono: 02-2228727Web: www.glede.org.ecEmail: [email protected]

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ÍNDICE

PRÓLOGO: ESTUDIO PREVIOpor Eduardo Puente Hernández

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO PRIMERO: MOVIMIENTOS PRECURSORES DE LA INDEPENDENCIA

Movimientos precursores de la IndependenciaEl Primer grito de Independencia AmericanaLos masones quiteños en las Cortes españolasLos masones en la Primera Guerra de IndependenciaOrigen y proyección de las logias lautarinasLos masones en la Independencia latinoamericana

CAPÍTULO SEGUNDO: CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO REPUBLICANO

La masonería en la construcción del Estado republicanoLos masones ecuatorianos en la formación del Estado NacionalPrincipios masónicos e ideología republicanaLos masones y la libertad de imprentaVicente Rocafuerte y la soberanía republicana

CAPÍTULO TERCERO: ANTE LA CUESTIÓN SOCIAL

Los masones ecuatorianos ante la cuestión social

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CAPÍTULO CUARTO: LA DEFENSA DE LAS LIBERTADES CIUDADANAS

Los masones y la defensa de las libertades ciudadanasJuan Montalvo y el pensamiento democráticoEl pensamiento clerical

CAPÍTULO QUINTO: LA CONSOLIDACIÓN DEL PROYECTO NACIONAL

Los masones y la consolidación del proyecto nacionalLos masones y la Revolución LiberalEloy Alfaro y la masonería revolucionaria

CAPÍTULO SEXTO: LOS MASONES Y LA CULTURA NACIONAL

Los masones y la cultura nacional

CAPÍTULO SÉPTIMO: TRAS EL ECLIPSE DEL RADICALISMO ALFARISTA

La masonería tras el eclipse del radicalismo alfaristaLa masonería y los conflictos socio-políticos de comienzos del siglo XX

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Prólogo 9

ESTUDIO PREVIO

El presente libro, de autoría de uno de los intelectuales más prolíficos del país, maestro masón, ex subsecretario de cultura y ex presidente de la Academia Nacional de Historia, tiene un rasgo que lo singulariza y es el de haber abordado el papel o acción masónica en el Ecuador; cierto es que hay ensayos, artículos y trabajos de diversos autores que se refieren a una suerte de cronología de la formación de logias, levantamiento y abatimiento de columnas y la pertenencia a la Orden de per-sonajes históricos conocidos, o a la participación e influencia de masones en determinados episodios históricos, entre los episodios más conocidos, la acción del precursor Eugenio Es-pejo, a través de la Escuela de la Concordia, en la que reunió a varios masones que vislumbraban la necesidad de la inde-pendencia de la corona española; la de los mártires del 2 de Agosto de 1810, entre los que se contaban a varios hermanos; la participación de masones en las Cortes de Cádiz; en las luchas independentistas, y más tarde, en la Revolución Alfa-rista, resaltando la figura del Viejo Luchador como masón de alto grado. Pero el mérito de esta obra que comentamos, está en que el abordaje es completo, lo que implica un tratamien-to historiográfico amplio y detallado de la acción masónica como aporte al Ecuador Republicano.

El presente libro abarca el período histórico que va, desde fines del siglo XVIII hasta la mitad de la segunda década

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Prólogo 10

del siglo XX, prácticamente, desde los movimientos precur-sores de la independencia americana, pasando por la constitu-ción de la República del Ecuador, hasta llegar a la Revolución Juliana en 1925 y el fin de la época de dominio plutocrático.

Sin duda alguna, ya hacía falta un libro como este. Es de esperar que venga otro −la segunda parte− que se inicie con el análisis detallado de la participación de hermanos masones en la Revolución Juliana, hasta nuestros días.

Como bien sabemos, la constitución del Estado Nación fue una tarea nada fácil; muy por el contrario, se enfrentó con obstáculos relacionados con los intereses de sectores regiona-les y locales con fuertes influencias económicas y políticas que miraban con recelo la conformación de un Estado donde sus “influencias” estarían mediatizadas. Un latifundismo serrano basado en el sistema hacienda con relaciones de trabajo preca-rias, cuasi-esclavistas, y una oligarquía costeña basada también en la gran propiedad de la tierra y en la agroexportación, amén de visiones reduccionistas en el imaginario, marcadamente parroquianas y regionalistas, fueron factores que conspiraron durante todo el siglo XIX para estructurar un Estado Nacional que superase el fraccionamiento existente.

Ya en los inicios del siglo XIX y antes de ser Repúbli-ca –dice el autor−: “Para cuando se produjo la insurgencia de 1809, el país quiteño se hallaba constituido por cuatro sociedades regionales con características culturales particu-lares, en las que prevalecían distintas formas de propiedad y estructura social, existía una diversa producción y, por ende, se daban unas también distintas formas de articulación a los mercados exteriores”.

Estos intereses particulares explicarían, en buena me-dida, episodios históricos en que en el Ecuador republicano

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Prólogo 11

existieran, al mismo tiempo, varios gobiernos actuantes. “Di-versas revueltas seccionales provocaron en 1859 una crisis de disolución. En Quito, Guayaquil, Cuenca y Loja, se forma-ron gobiernos autónomos. El Perú ocupó varios territorios y bloqueó el puerto principal. Los países vecinos negociaban la partición del país. Llego un momento en que todo el sistema amenazó venirse abajo por el peso de las contradicciones en-tre las oligarquías regionales”.1

Sin embargo, el hecho desencadenante fue la abo-lición del tributo indígena adoptada por el gobierno del hermano masón Francisco Robles, como bien lo señala Jor-ge Núñez: “La medida tomada por Robles provocó la fu-ribunda reacción de los terratenientes, que, con apoyo del clero, se lanzaron a la guerra civil y prefirieron constituir gobiernos regionales, jugando a la desmembración del país, antes que tolerar dicha reforma social, que perjudicaba a sus intereses económicos y a su dominio personal sobre la población indígena”.

La constitución del Estado Nación fue una tarea pen-diente durante todo el siglo XIX y, al menos, la primera mitad del siglo XX.

Como vemos, lo que impedía integrarnos sobre todo, eran los poderes fácticos, los que saboteaban una y otra vez los intentos por constituirnos como República, (ciertamente la geografía fue un factor importante que contribuyó al fraccio-namiento), pero, además y primero, un militarismo, una suerte de bagazo de los años gloriosos de la Independencia y al que se denominó militarismo extranjero (cuya cabeza visible fue Juan José Flores) y que dominó autoritariamente al neo-país, y luego

1 Ayala, Enrique (1981) Gabriel García Moreno y la gestación del Estado Nacional en Ecuador en Crítica & Utopía. Latinoamericana de Ciencias Sociales (No. 5 sep 1981). Buenos Aires

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Prólogo 12

otro militarismo, al que se le denominó nacional, y que fue enfrentado desde una posición auto-denominada civilista.

A pesar de todo, en cada uno de estos períodos, la acción masónica se mantuvo activa, buscando acuerdos de su-cesión como el obtenido por el hermano Vicente Rocafuerte con Juan José Flores, o también enfrentando al autoritarismo como lo hicieron los hermanos masones de la Sociedad de El Quiteño Libre y que, en la mayoría de los casos, les costó la vida, al ser asesinados por el autócrata en el poder.

Acción masónica que se expresó también en la ma-numisión de los esclavos, por parte del hermano masón José María Urbina, representante del militarismo nacional, pero que mantuvo en su gestión una clara política liberal.

El accionar masónico de los miembros de la Orden, no solo fue en el campo político, sino también en el artístico, cultural y en la acción social; asociaciones de Artes y Oficios, como la “Escuela Democrática de Arte Miguel de Santiago”, fundada el 31 de enero de 1852, entidad que contó con 92 socios fundadores y tuvo una clara inspiración masónica, se-gún nos indica el autor, o la Junta de Beneficencia del Gua-yas, son claras demostraciones de ese accionar. Y no es que se trate de sobredimensionar el aporte de la masonería en el Ecuador Republicano; por el contrario, se trata de evidenciar y justipreciar el rol que tuvo esta institución del librepensa-miento a través de las acciones de sus miembros en el devenir histórico de este país; de allí que nuestro autor sostiene:

(...) esta institución filosófica fue el principal agente difusor del pensamiento ilustrado, las ideas de independencia, los princi-pios políticos republicanos y finalmente, de muchos proyectos de reforma social aplicados en el país, contribuyendo con su acción a cimentar la vida pública y los derechos ciudadanos.

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Prólogo 13

De ahí que su presencia en la sociedad republicana haya sido fundamental para el desarrollo de una conciencia nacional, primero, y para la progresiva democratización del país y el im-pulso a su progreso, después.

Los avances iniciales de reforma social y de democra-tización del país, más allá de una visión romántica, implica-ron para los masones poner en juego, no solo la comodidad y los recursos personales, sino la propia vida; puesto que, de lo que se trataba era de deconstruir un sistema colonial basado en el privilegio y el discrimen, a partir del ideario liberal, en esa época, claramente revolucionario.

El costo era alto: persecución, cárcel, destierro y muer-te de hermanos masones. Así se puede evidenciar desde el sa-crificio del prócer QH Eugenio Espejo, terminando su vida enfermo y aislado en una mazmorra de la Colonia, o el caso de los próceres del 10 de Agosto de 1809, vilmente asesinados el 2 de Agosto del año siguiente, algunos de ellos Hermanos masones, o el caso, como señalamos en párrafos anteriores, de los Hermanos del Quiteño Libre, en los primeros años de vida republicana, y luego, bien avanzado el siglo XIX, el 20 de marzo 1887, el encarcelamiento y posterior fusilamiento del querido hermano Luis Vargas Torres en la ciudad de Cuenca, y ni que decir de los mártires radicales asesinados, arrastrados e incinerados en la hoguera bárbara, el 28 de enero de 1912.

Explica nuestro autor:Y es que cada idea básica del ideario liberal y el sistema re-publicano, chocaba con poderosos intereses oligárquicos que resistían su aplicación. La idea de que todos los hombres eran iguales ante la ley chocaba con el mantenimiento de la escla-vitud de los negros y la servidumbre indígena. La idea de que

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Prólogo 14

la soberanía republicana radicaba en el pueblo chocaba con los usos excluyentes de la aristocracia criolla, empeñada en mandar sin contrapeso alguno. La idea de que cada ciuda-dano del país debía participar en la vida política, a través del voto, era negada por el sistema de voto censitario, por el que votaban solo los propietarios y podían ser candidatos única-mente los más ricos de ellos. La idea de que la economía fiscal debía asentarse en el aporte de todos los ciudadanos según su capacidad, chocaba con la vigencia del tributo indígena y la cerrada oposición de los propietarios a pagar impuestos sobre su renta personal. La idea de que la fuerza armada del Estado debía estar constituida por un ejército ciudadano, reclutado a base de la conscripción personal, era denegada por la vieja práctica de reclutar solo a los pobres, mediante métodos de fuerza. La idea de que el Estado tenía como meta básica prestar servicios públicos a la ciudadanía era negada por el hecho de que el Estado no brindaba ni garantizaba, prácticamente, ningún servicio público, salvo quizá alguno menor en el campo educativo.

La primera Constitución de la República legitimó la exclusión de la mayor parte de la población y redujo el ejercicio de la ciudadanía a un minúsculo grupo, grupo de propietarios y letrados; dice la Constitución en su Artículo 12.- “Para entrar en el goce de los derechos de ciudadanía, se requiere: 1. Ser casado, o mayor de veintidós años; 2. Tener una propiedad raíz, valor libre de 300 pesos, o ejercer alguna profesión, o industria útil, sin sujeción a otro, como sirviente doméstico, o jornalero; 3. Saber leer y escribir”.

Las mujeres, los no propietarios, los analfabetos, los Indígenas y negros, estaban por fuera de la ciudadanía y por lo mismo no tenían derechos.

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Prólogo 15

En estas condiciones de fraccionamiento, de exclusión de la mayoría de la población y de varios gobiernos autócra-tas, la masonería ecuatoriana, a través de sus miembros tuvo el imperativo ético de actuar, y lo hizo con criterio reformista y revolucionario, durante todo el siglo XIX.

Jorge Núñez cita, precisamente, a un masón que actuó con criterio transformador, el Presidente José María Urbina, que en su mensaje a la Convención Nacional de 1852, sostuvo: «La institución bárbara de la esclavitud del hombre, incompa-tible con el sentimiento humano del siglo, y con los principios liberales proclamados por la revolución de 1845, se ha conser-vado en nuestro país como uno de los legados vergonzosos del sistema colonial (...)», por lo que le correspondió a él, precisa-mente, dictar la Ley de manumisión de los esclavos.

Imperativo ético —decíamos—, porque frente a la carga tributaria, por ejemplo, se trataba de dilucidar si el peso debía caer sobre las espaldas de los más pobres, los indígenas a través del tributo indígena, institución colonial vigente en el siglo XIX o en las rentas y propiedades de los más ricos, como bien señala el autor:

En esencia, se trataba de definir si el erario público debía sos-tenerse sobre el tributo personal de los más pobres (los indios) o sobre el impuesto a la renta personal de los más ricos (los propie-tarios). De ahí que los gobernantes liberales como Santander, Rocafuerte o Robles, buscaran eliminar el tributo indígena para liberar a los indios de su principal carga social, pero sustituyén-dolo por un impuesto a la renta personal de los hacendados y propietarios en general.

De allí que, será un masón precisamente el que de-cretará la abolición de esta pesada carga, impuesta en la

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Prólogo 16

Colonia en contra de las víctimas de la invasión europea y que continuó vigente 29 años después de habernos de-clarado como República y después de 37 años de haber vencido y expulsado al invasor en las faldas del Pichincha; así señala el QH Jorge Núñez:

Quien decretó, finalmente, la supresión del tributo de indios, en 1859, fue otro presidente proveniente de la pequeña burguesía liberal, el general Francisco Robles, un masón que llamó a cola-borar en su gobierno a otros importantes masones ecuatorianos.

La ética es entonces un primer elemento que, unido a una ideología humanista y laica, explicaría la actuación de los masones en la política, por ello nuestro autor indica:

Cuestión importante a precisar es que la Masonería, institución fundamentalmente educativa, le dio a la política republicana un horizonte ético y un cuerpo de principios ideológicos, supe-rando así el ruin nivel impuesto por los apetitos oligárquicos y los intereses caudillistas, que, sin esta acción masónica, habrían reinado sin oposición.

Empeñada en promover la fraternidad entre los hombres, la orden había establecido, desde hacía mucho tiempo, que uno de los principales motivos de enfrentamientos, conflictos y guerras, era la intolerancia religiosa, generada por la actitud egoísta y absolutista de ciertas Iglesias, que se empeñaban (y por desgra-cia todavía se empeñan) en imponer a los demás su particular visión del mundo.

Ética, humanismo, fraternidad, laicismo, libre pen-samiento, unidad nacional e integración regional, fueron los valores de los hermanos masones con los que comba-tieron los intereses fácticos, el fraccionalismo, el fanatismo y la teocracia.

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Prólogo 17

El ascenso de García Moreno, el Teócrata ecuatoriano, significó para los hermanos masones, persecución y clandestinaje.

El solo intento de variar en tema de religión (postula-do laico), podía implicar la pena de muerte, conforme nos se-ñala el autor: «Dos años después de aprobada la ‘Carta Negra’, fue promulgado un nuevo Código Penal, en el que se incluían disposiciones y penas como estas: Art. 161: ‘La tentativa para abolir o variar en el Ecuador la Religión Católica Apostólica Romana (...) pena de muerte.’».

La persecución a la masonería quedó plasmada en la legislación penal de aquella época, el autor nos refiere que efectivamente en el Art. 170 del Código Penal se establecía el siguiente tipo penal: Los que desempeñaren mando o presidencia o hubieren recibidos grados en una sociedad secreta de las que están prohibidas por la Iglesia (léase logias masónicas N. del Autor.), y los que prestaren para ellas las casas que poseen, administran o habilitan (...) uno a tres años de prisión y el doble tiempo de extra-ñamiento. (...) Los demás afiliados (...) seis meses.

Como dato curioso y desconocido para la mayor parte de ecuatorianos, es el hecho, señalado por el autor de que en la época garciana, mediante decreto legislativo se asignó «una ren-ta nacional permanente al Papa», para contribuir al sostenimien-to del gobierno universal de la iglesia (...) ahora que hallándose el Padre Santo despojado, por inicua usurpación, de sus dominios y rentas, ningún gobierno católico cuida de cumplirlo (...)’.2

Por otra parte, fue García Moreno como represen-tante del conservadurismo, quien pretendió entregar nues-tro país como protectorado a Francia, lo que fue debelado al hacerse públicas las denominadas Cartas a Trinité:

2 El decreto fue aprobado el 3 de octubre de 1873. Su texto en: ibíd., p. 479.

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Prólogo 18

Pretendió convertir al Ecuador en un protectorado fran-cés  en dos ocasiones (1859 y 1861), debido al gran temor que existía en aquellos años por las invasiones peruanas y colombianas y la crisis política interna que vivía el país. El primer episodio es conocido como “cartas a Trinité”, en alusión al nombre del Encar-gado de Negocios de Francia en Ecuador, el cual no culminó exito-samente debido que este no notificó el pedido al Segundo Imperio Francés, ya que una enfermedad le impedía cumplir sus labores. La segunda ocasión se entendió con el nuevo Encargado de Negocios en Quito, M. Fabre, aunque tampoco prosperó ya que en estas fechas Francia se hallaba en un conflicto internacional con México, que culminó en el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano.3

El tiranicidio trató de ser imputado a la masonería; pero fue una falsa y temeraria acusación, pues ni la Orden ni ninguno de sus miembros tuvo que ver con el acto cometido.

La persecución continuará en el periodo denominado «progresista», sobre todo, durante el gobierno de José María Plácido Caamaño, persecución dirigida a los masones radica-les, los mismos que se habían alzado en armas en contra de ese gobierno. En ese tiempo se produjo el combate naval de Jaramijó, en el que fue hundido el buque Alajuela, y en el que se salvó de perecer el mismo Eloy Alfaro. También se produjo el encarcelamiento y posterior fusilamiento de Luis Vargas Torres, joven revolucionario y masón.

Fue, precisamente, José María Plácido Caamaño el que ya como Gobernador de la Provincia del Guayas durante el gobierno de Luis Cordero, estuvo directamente involucra-do en un acto vergonzoso de corrupción y de traición a la

3 https://es.wikipedia.org/wiki/Gabriel_Garc%C3%ADa_Moreno#Pol%C3%ADtica_interna-cional

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Prólogo 19

patria, denominado la venta de la bandera, acto que desenca-denó la Revolución Alfarista el 5 de junio de 1895.

Esta revolución sentará las bases de la secularidad del Estado; mientras tanto, nos dice el autor:

La Orden Masónica, que fuera tan perseguida por los gobiernos conservadores, conoció un significativo repunte a partir de la Revolución Alfarista. Hasta entonces, su acción prácticamen-te había estado reducida al puerto de Guayaquil, en donde una conjunción de desarrollo económico, modernidad social y tradición republicana había permitido desde el siglo XIX la existencia de lo-gias masónicas. También contribuía a ello la presencia de un gran número de extranjeros con mentalidad liberal, que estaban radica-dos en el puerto o eran visitantes frecuentes del mismo, quienes en algunos casos poseían altos grados masónicos obtenidos en el exterior.

Sin duda, en la Revolución Alfarista, liderada por el sector radical del liberalismo, participaron prominentes ma-sones como el periodista Luciano Coral, el ideólogo radical José Peralta, el mismo Eloy Alfaro, líder indiscutible del radi-calismo, su hermano Medardo y su sobrino Flavio.

La impronta masónica de la Revolución se la puede advertir en la Constitución de 1906 en donde se consagran como principios constitucionales las garantías y los derechos de los ciudadanos, la libertad de conciencia, pensamiento y expresión, la separación de la Iglesia del Estado, la educación laica, la abolición de la pena de muerte.4 Vendrá luego la mag-na obra del ferrocarril que logrará unir costa y sierra y, de esta

4 Al respecto Ana María Goetschel indica: “Con el advenimiento de la Revolución Liberal, en 1896, se abolió tanto la pena de muerte para los delitos políticos como para los comunes, conservándola para los delitos militares. Luego, se consagró la inviolabilidad de la vida en la Carta Política de 1906, quedando la pena capital abolida para todos los casos”. file:///C:/Users/User/Downloads/Dialnet-LosDebatesSobreLaPenaDeMuerteEnEcua-dor18571896-6916736.pdf

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Prólogo 20

manera, superar el obstáculo de la geografía e integrar el mer-cado interno y unir al país. Pero, además, la acción masónica nunca perdió de vista la integración de la Patria Grande, por eso nuestro autor sostiene:

Si vemos a la revolución del 95 en perspectiva continen-tal, nos hallaremos con que esta formó parte de un esfuerzo coor-dinado de varios líderes radicales latinoamericanos, todos ellos unidos por la fraternidad masónica, para transformar sus países y establecer en ellos regímenes laicos, democráticos, nacionalistas y cabalmente republicanos.

Algunos lo lograron. En nuestro país la tarea se quedó trunca con la derrota de los radicales y los masones que se iden-tificaron con esa postura política5; otros masones, en cambio, ya en el poder convivieron en maridaje con la élite económica y antepusieron sus negocios a sus principios. Jorge Núñez lo dice en los siguientes términos: «Vistas las cosas desde la distancia de un siglo, pareciera ser que la burguesía ecuatoriana, una vez con-quistado el poder, renunció a toda idea de reforma social y se conformó con la buena marcha de sus negocios, tarea en la que fue acolitada por el sector masónico más conservador».

Ese maridaje se conoce en la historia como el «pe-ríodo plutocrático», en donde varios masones de mentalidad conservadora y oligárquica, llegaron a la Presidencia de la República y, alguno de ellos, como José Luis Tamayo, que manchó sus manos con la sangre de los obreros asesinados el 15 de noviembre de 1922, mientras, por otro lado, jóvenes abogados y masones progresistas actuaron como asesores de los trabajadores. Dice Jorge:

5 Resulta clara la participación y responsabilidad del Presidente encargado Carlos Freire Zal-dumbide (masón) en el asesinato de Alfaro y sus compañeros (masones) el 28 de enero de 1912.

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Tras ese bautismo de sangre de la clase trabajadora ecua-toriana, el régimen plutocrático desataría una represión general contra toda protesta social. Los masones radicales serían apresados y algunos de ellos (José Vicente Trujillo, Carlos Puig Vilazar, José Abel Castillo) expulsados fuera del país. Al año siguiente, las tropas masacrarían a los campesinos huelguistas de la hacienda Leyto, en la provincia del Tungurahua.

El fin de la Plutocracia se produjo gracias a la Revolu-ción Juliana, encabezada por jóvenes oficiales del ejército, en-tre ellos, varios hermanos masones, según nos refiere el autor al final de esta primera parte:

(...) la noche del 9 de julio de 1925, una “Liga de Mili-tares Jóvenes”, organizada y dirigida por masones de mentalidad progresista, comunicaba al presidente Córdova su destitución, al tiempo que otras comisiones militares apresaban al poderoso ge-rente del Banco Comercial y Agrícola, Francisco Urbina Jado, y al general Leonidas Plaza Gutiérrez, cabezas visibles del régimen plutocrático. A la cabeza de esos militares jóvenes estaba un oficial de mayor edad: el teniente coronel y Q:. H:. Luis Telmo Paz y Miño. Se iniciaba así la denominada “Revolución Juliana”, expe-rimento militar nacionalista que puso fin al régimen de la banco-cracia y dio inicio a un proceso de modernización y fortalecimiento del Estado ecuatoriano.

Para concluir, debo decir que el lector tiene ante sí un libro que ofrece una visión panorámica de cuál fue el aporte de los miembros de la Orden, tanto en la constitu-ción como en el proceso de institucionalización del Estado Nacional; no todo fue color de rosa, el mosaico también marcó el accionar entre aquellos hermanos masones que comprendieron a cabalidad los desafíos que debían enfren-tar para trascender en la sociedad, siendo consecuentes con

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Prólogo 22

la formación recibida en los templos de la razón, y aquellos otros “hermanos”, que se dejaron seducir por el poder. Fi-nalmente, la historia reconoce el valor y entrega de los pri-meros en la construcción del templo social.

Eduardo Puente HernándezM∴M∴RLS∴ JoSé MeJía LequeRica

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Introducción 23

INTRODUCCIÓN

Todo estudio cabal de la historia ecuatoriana debe enfo-car, de modo indispensable, el papel que la Masonería y los masones jugaron en la vida política y cultural del país. Y ello porque la masonería es una institución que estuvo hermanada a la historia de la nación ecuatoriana desde los matinales orígenes de esta y porque sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad, han estado presentes en nuestra historia, desde la época de Eugenio Espejo y su Escuela de la Concordia hasta los tiempos actuales.

Vistos los hechos, desde la perspectiva de la historia, podemos apreciar que esta institución filosófica fue el prin-cipal agente difusor del pensamiento ilustrado, las ideas de independencia, los principios políticos republicanos y, final-mente, de muchos proyectos de reforma social aplicados en el país, contribuyendo con su acción a cimentar la vida pública y los derechos ciudadanos. De ahí que su presencia en la so-ciedad republicana haya sido fundamental para el desarrollo de una conciencia nacional, primero, y para la progresiva de-mocratización del país y el impulso a su progreso, después.

Desde fines del siglo XVIII, la Masonería aportó al país una alternativa de pensamiento libre frente al cerrado monopolio ideológico del sistema colonial, basado en el con-cepto de «dos Majestades»: el Rey y el Papa. Y no solo ayudó

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Introducción24

a romper, progresivamente, ese monopolio, sino que, desde los albores del siglo XIX, le brindó a la sociedad ecuatoriana un cuerpo de ideas útiles para su desarrollo social y cultural: independencia nacional, democracia republicana, libertad de pensamiento, libertad de prensa, tolerancia política y re-ligiosa, educación pública laica y gratuita, matrimonio civil y divorcio, fueron algunas de las ideas–fuerza que la Masone-ría ecuatoriana aportó para el progreso de la República. Así, pues, sin el ideario de la Masonería y las acciones y luchas concretas de los masones, la República no habría sido la mis-ma y el pueblo ecuatoriano no hubiera alcanzado muchas de sus libertades públicas, o, al menos, no las hubiera alcanzado en el momento en que, efectivamente, las alcanzó.

A través de una labor silenciosa y constante, desarrolla-da en la reserva de sus logias, la Masonería formó, moralmen-te, a generaciones enteras de pensadores, artistas, empresarios y políticos ecuatorianos, y los impulsó hacia la conquista de un amplio horizonte de derechos ciudadanos. En sus templos se forjaron espíritus combativos y libérrimos, que soñaron con una Patria libre y lucharon por construirla, como los precur-sores de la independencia Eugenio Espejo, José Mejía y Juan Pío Montúfar; los líderes patriotas Carlos Montúfar, Manuel Matheu, José de Antepara, José Joaquín de Olmedo, Luis Fer-nando Vivero, Lorenzo y José de Garaicoa, Francisco María Roca, Rafael Casanova, Juan Francisco Elizalde, y el héroe de Ayacucho, mariscal José de Lamar. En esa escuela de moral y amor patriótico, se formaron también los ilustres presiden-tes Vicente Rocafuerte, José María Urbina, Francisco Robles, Eloy Alfaro y Alfredo Baquerizo Moreno; los notables políti-cos y estadistas Pedro Moncayo, Antonio Elizalde, Pedro Car-bo, José Peralta, Abelardo Moncayo, Marcos Espinel, Alberto

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Introducción 25

Guerrero Martínez, Julio Enrique Moreno, Humberto Albor-noz, Luis Napoleón Dillon, Abelardo Montalvo, Andrés F. Córdova, Colón Serrano Murillo y Abdón Calderón Muñoz; así como también una pléyade de intelectuales luminosos que han honrado el nombre del Ecuador, tales como Juan Montal-vo, consagrado como «el Cervantes americano»; Pío Jaramillo Alvarado, bautizado por la nación como «Doctor en ecuato-rianidades»; Jorge Carrera Andrade, que fuera por varios años candidato al Premio Nóbel de Literatura; Pablo Hanníbal Vela, poeta laureado; José de la Cuadra, afamado escritor de la «Generación del Treinta»; Wenceslao Pareja, reputado poeta modernista; Benjamín Carrión, teórico de la «Nación peque-ña» y fundador de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; Leonidas García, prestigioso educador; Gonzalo Zaldumbide, notable escritor y diplomático; Alfonso Rumazo González, historiador de prestigio internacional, que fuera candidatizado por el go-bierno de Venezuela para el Premio Nóbel de Literatura.

Cabe precisar que la masonería forjó también el espíri-tu de combatientes por la libertad y la justicia como el general José María Sáenz (hermano de la inefable Manuelita), Nicolás Infante Díaz y Carlos Concha Torres; del coronel Francisco Hall, forjador de juventudes; del coronel Luis Vargas Torres, abanderado y mártir de la Revolución Liberal, y de don Ro-berto Andrade, historiador y periodista infatigable; de mili-tares como Ulpiano Páez, Julio Román, Julio Andrade, Luis Telmo Paz y Miño, Ángel Isaac Chiriboga y de un héroe na-cional de la talla del capitán de navío Rafael Morán Valverde, triunfador del combate naval de Jambelí, en 1941. También fue la escuela moral de empresarios responsables y progresis-tas como Juan Molinari, Samuel Koppel, Maurice Laniado, Luis de J. Valverde, Juan Illingworth, Isidoro y Alberto Levy,

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Introducción26

Eduardo Valenzuela, George Ashton, León Erdstein, Giovan-ni Pantalone, de técnicos como José Antonio Gómez Gault y Carlos S. Phillips, y de un dirigente laboral y senador funcio-nal por los trabajadores: el maestro Juan José León.

Y para no abundar más, concluyamos señalando que en sus filas figuraron también artistas, científicos y educado-res que forjaron el espíritu nacional: músicos de la talla de Antonio Neumane (autor de la música del Himno Nacio-nal y director del Primer Conservatorio Nacional), Domingo Brescia (director del Segundo Conservatorio Nacional y ani-mador de la escuela musical nacionalista), Antonio Cabezas, José Casimiro Arellano, Claro José y Vicente Blacio, Juan Bautista Luces, Federico M. Borja, José Heleodoro Cárdenas y José Domingo Feraud Guzmán; pintores como Juan Agus-tín Guerrero, Joaquín Pinto, Carlos Rodríguez Torres y Luis Molinari Flores; científicos y humanistas como Luis Vernaza, Alejandro Mann, Herman Parker, Armando Pareja Coronel y Luis Espinoza Tamayo; educadores como Alejandro Andrade Coello, Leonidas García, Reinaldo Murgueitio y Pablo Gue-rrero Torres; historiadores como Francisco X. Aguirre Abad, Modesto Chávez Franco, Celiano Monge, Carlos A. Rolando, Gabriel Pino Roca y José Roberto Levi Castillo; juristas como Luis Felipe Borja Pérez, José Vicente Trujillo, Víctor Manuel y Modesto Peñaherrera; sociólogos como Agustín Cueva Sanz y Víctor Gabriel Garcés; periodistas como Manuel Ignacio Murillo, Miguel Valverde, Federico Proaño, Luciano Coral, José Abel y José Santiago Castillo, Ismael Pérez Pazmiño, José Antonio Campos, Francisco Campos, Pedro Pablo Garaicoa, Francisco Falquez Ampuero y Miguel Ángel Albornoz; artis-tas de la fotografía como Benjamín Rivadeneira y Carlos Si-man, entre otros.

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Todos ellos, por medio de sus palabras, sus acciones y su ejemplo, contribuyeron a educar a las nuevas genera-ciones en una escuela de libertades, amor a la Patria, cul-to al trabajo, veneración de la cultura y admiración por lo ecuatoriano. Y por eso mismo es una obligación ética de los historiadores, y también de los ciudadanos, el justipreciar aquel enorme aporte que la Orden Masónica y sus hombres hicieron al país desde fines del siglo XVIII, muchas veces arriesgando su vida e integridad personales, que a causa de ello terminaron colocadas bajo la amenaza de la tiranía, el fanatismo o la intolerancia.

En resumen, ese notable aporte masónico a la nación ecuatoriana, bien puede sintetizarse en unas pocas palabras: in-dependencia, soberanía, democracia, tolerancia, beneficencia, Estado laico, educación pública, cultura nacional y progreso.

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CAPÍTULO PRIMERO

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LA MASONERÍA Y LOS MOVIMIENTOS PRECURSORES DE LA INDEPENDENCIA

La Masonería llegó a tierras hispanoamericanas en las últimas décadas del siglo XVIII, junto con las ideas de la Ilustración, y prontamente se convirtió en una avanzada del pensamiento libre, ahí donde hasta entonces reinaba el más general oscurantismo, en virtud de la intolerancia ideo-lógica impuesta por la Iglesia y la acción persecutoria de la Inquisición contra toda forma de pensamiento diferente al catolicismo oficial.

Como ha escrito la historiadora española Iris M. Zavala:

En el siglo XVIII la Masonería (fue) apóstol de la ciencia y el progreso. Al combatir el culto a la tradición y fomentar la libertad de pensamiento, preparó el camino de la revolución política que se produjo más tarde. Ya difundidas las teorías igualitarias y sociales entre los grupos de poder, dejaron de ser privativas de la nobleza y de la élite, pasando al dominio de la burguesía y de la juventud. Una vez establecido como grupo en el poder, el Oriente masónico enajenó a la burgue-sía liberal, cuyos jóvenes crearon sus propias asociaciones... Ellos defendieron como principio vital la libertad e igualdad de los ciudadanos, poniendo así en marcha el concepto de democracia popular.6

6 Iris M. Zavala:”Masones, comuneros y carbonarios”, Ed.Siglo XXI, Madrid, 1971, p. 68.

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La Masonería y las ideas liberales llegaron a la Audien-cia de Quito, así como al resto de Hispanoamérica, por varios medios: a través de las rutas de comercio, por boca de ciertos revolucionarios españoles desterrados a las Indias, como Juan Bautista Picornell,7 y también a través de algunos científicos europeos que expedicionaron hacia el Nuevo Mundo, tales como Juan José D’Elhúyar, José Celestino Mutis y Alejandro de Humboldt.

En cuanto hace referencia al comercio, fue particular-mente importante la ruta mercantil entre Cartagena–Hon-da–Quito, por la cual hay evidencia de que transitaron no solo mercancías y tesoros sino también ideas y libros, gracias a la acción de comerciantes ilustrados como el quiteño Juan Pío Montúfar y Larrea, segundo Marqués de Selva Alegre, y el santafereño Antonio Nariño, quienes compartían intereses, ideas y valores, y llegaron a constituirse en corresponsales de comercio y estrechos amigos. Lo singular del caso es que es-tos dos amigos, actuando de consuno, fundaron las primeras logias masónicas en Santafé de Bogotá y Quito, en su orden, y más tarde se convirtieron en líderes de los primeros movi-mientos insurgentes de Quito y la Nueva Granada.

La logia bogotana de Nariño, llamada “El Arcano Sublime de la Filantropía”, se constituyó en los años ochen-tas, con la ayuda de ciertos notables hombres de ciencia es-pañoles enviados a Santafé de Bogotá, quienes secretamente

7 Según Alfonso Rumazo González, cuando en 1794 se inicia en La Guaira, Venezuela, la cons-piración revolucionaria de Gual y España, que busca la independencia del país, “el genio provi-sor y organizador de esta conspiración es Juan Bautista Mariano Picornell y Gomila, una sabio pedagogo reformista... muy activo en las filas de la fraternidad masónica universal”, quien había trabajado secretamente en Madrid “para sustituir la monarquía por una República demo-crática” y organizó luego en Venezuela un grupo de conspiradores independentistas, entre los cuales se hallaba Simón Rodríguez. (A. Rumazo G., Estudio introductor a la obras completas de Simón Rodríguez, Caracas, 1975, p. 45).

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pertenecían a la Masonería.8 Uno de ellos fue el mineralo-gista Juan José D’Elhúyar y otro el sabio naturalista José Ce-lestino Mutis, que fundara toda una escuela de pensamiento científico en la Nueva Granada.

Especialmente importante fue el papel de Elhúyar, quí-mico logroñés interesado en diversas ciencias, que había escu-chado «los más repetidos vítores por todas las Academias de Europa» y que llegó a Bogotá en 1784, después de haber estu-diado las minas de Alemania, Bohemia y Hungría y haber visi-tado las fábricas de cañones en Suecia y Noruega.9 Ya en Nueva Granada, a donde llegó para estudiar las minas de la provincia de Mariquita, trabajó en coordinación con otro francmasón es-pañol, el botánico José Celestino Mutis, notable divulgador del espíritu científico en Quito y Nueva Granada, y juntos inicia-ron en el ideario de la fraternidad masónica a algunos jóvenes ilustrados del virreinato, quienes finalmente integrarían la logia El Arcano Sublime de la Filantropía.10

Comentando la creación de la logia de Nariño, ha es-crito el historiador Eduardo Ruiz Martínez:

La francmasonería, vínculo de moda entre los intelectuales eu-ropeos, es una receta inglesa, con ingredientes franceses, para ex-portar la revolución. Los venerables maestros recorren el mundo

8 Hay quienes dudan de que la organización fundada por Nariño haya tenido carácter masónico. Empero, tras estudiar los detalles del caso, el destacado historiador y masón colombiano Jorge Pacheco Quintero llegó a la conclusión de que “El Arcano...” de Nariño “tenía todas las carac-terísticas de una verdadera logia francmasónica”.

9 Trasladado posteriormente a México, D’ Elhúyar llegó a ser Gran Maestre de la masonería en ese país. Ver al respecto: Manuel Núñez de Arenas, “Un problema histórico: la heterodoxia de los caballeros vascos”, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, Madrid, 1926, p. 22. También Jean Sarrailh, “La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII”, Fondo de Cultura Económica, México, 1981.

10 El historiador colombiano Jorge Pacheco Quintero considera que esta organización formada por Nariño “tenía todas las características de una verdadera logia francmasónica”.

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ayudados y protegidos por sus “hermanos”. Irreversibles causas históricas, sociológicas y económicas están señalando que la in-dependencia de las colonias americanas es una realidad a corto plazo. Los objetivos secretos de esta sociedad son, pues, los de trabajar en forma decidida por la emancipación de la colonia.11

Esa primera logia neogranadina empezó a funcionar en la casa que Nariño había adquirido en la plazuela de San Francisco. Allí estaba instalado el negocio de librería que mantenía Nariño, en el cual se compraban, vendían, inter-cambiaban y prestaban libros y papeles periódicos nuevos y usados. Y allí funcionaba también un Círculo Literario, que en realidad era una organización que servía de tapadera a la logia francmasónica, que se reunía en una habitación interior decorada adecuadamente y conocida por El Santuario.

A tales tenidas pueden entrar solo unos pocos iniciados: su cu-ñado (de Nariño) el abogado José Antonio Ricaurte y Rigueiro, custodio de los estatutos de la sociedad secreta; José María Loza-no y Manrique, hijo del marqués de San Jorge; los Azuola: José Luis, fundador del Correo Curioso, y Luis Eduardo, prócer de la independencia; el antioqueño Juan Esteban Ricaurte y Mu-ñiz, padre del héroe de San Mateo; su íntimo amigo Francisco Antonio Zea; el canónigo Francisco Tovar; el abogado, prócer y mártir boyacense José Joaquín Camacho y Lago; el también abogado Andrés José de Iriarte y Rojas, a más de los franceses Rieux y Froes, de Pedro Fermín de Vargas, del quiteño Espejo también precursores y algunos otros “ilustrados” de avanzada.12

11 Revista Credencial Historia, Bogotá - Colombia, tomo II, enero-diciembre de 1991, pp. 13-24.

12 Ibídem.

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En opinión del destacado historiador Antonio Cacua Prada, Vicepresidente de la Academia Colombiana de His-toria, «allí se conspiró, se habló de revolución, de indepen-dencia, de libertad, se estudiaron las constituciones de los Estados Unidos de América y de Francia, como también los Derechos del Hombre y del Ciudadano.»13 Precisamente fue en esta logia donde se iniciaron masones los quiteños Juan Pío Montúfar y Eugenio Espejo.14 Y fue en ese ambiente in-telectual donde Espejo concibió y redactó su famoso Discurso sobre la Escuela de la Concordia, publicado en Santafé de Bogo-tá, en 1789, en la imprenta de don Antonio Espinosa de los Monteros, con el auspicio económico de Montúfar, su amigo, paisano y hermano masón.15

En general, debió ser muy rico en resultados intelec-tuales y políticos ese contacto y convivencia entre los patrio-tas de ambos países, puesto que el aporte de cada uno de ellos resultaba importante para la constitución de esa emergente ideología nacional americana. Al decir de Cacua, «en comu-nión de ideales, ecuatorianos y neogranadinos empezaron a planear y estudiar la forma para conseguir la libertad e inde-pendencia de sus patrias.»16

En 1792, tras volver a su país natal, Espejo y Montúfar se abocaron a la tarea de constituir efectivamente la Escuela de

13 Antonio Cacua Prada, “Antonio Nariño y Eugenio Espejo, dos adelantados de la libertad”, Ediciones del Archivo Histórico del Guayas, Guayaquil, 2000, p. 83.

14 Espejo llegó a Santafé de Bogotá en 1789, exiliado por orden del presidente Juan José de Villa-lengua, y permaneció en la capital virreinal hasta 1792, en que pudo regresar a Quito.

15 Años más tarde, este “Discurso un tomo en octavo y rústica dirigido a la sociedad patriótica de Quito”, apareció en la lista de bienes embargados a Don Antonio Nariño el 31 de agosto de 1794. (Guillermo Hernández Alba, “Proceso de Nariño”, Colección Presidencia de la Repúbli-ca, Administración Turbay Ayala, t.I, vol. IV, Imprenta Nacional, Bogotá, 1980, pág. 192.)

16 Antonio Cacua Prada, “Historia de la Educación en Colombia”, Academia Colombiana de Historia, Bogotá, 1996, p. 66. 23

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la Concordia, concebida como una sociedad secreta, destinada al cultivo del pensamiento libre y la fraternidad masónica. Contaron para ello con la colaboración de otros dos masones quiteños, iniciados en el Oriente de Francia: Miguel de Gijón y León, Conde de Casa Gijón,17 y su sobrino Joaquín Sán-chez de Orellana, Marqués de Villa Orellana.18 Según seña-la Jorge Carrera Andrade, esa organización «llegaría a contar con veintidós miembros y veintiséis socios correspondientes y formaría, en 1789, el núcleo de la Sociedad Económica de Amigos del País. Naturalmente, el sagaz y activo conde (Gi-jón) fue el primer Presidente de la revolucionaria “Escuela...”, taller, logia y almáciga de los futuros próceres y mártires de la emancipación de la colonia».19 Eugenio Espejo —intelectual brillante, pero de escasos recursos económicos y de modesta extracción social— fue designado Secretario de la entidad.

17 Manuel Gijón y León, primer conde de Casa Gijón, se inició masón en Francia, junto con su amigo limeño Pablo de Olavide; fue perseguido en España por la Inquisición, por lo que huyó a Francia, donde recibió la visita de su sobrino Jacinto Sánchez de Orellana, marqués de Villa Orellana, a quien introdujo a su vez en la masonería; tras regresar a América, en 1786, Gijón fue nuevamente perseguido por el Santo Oficio, por lo que emprendió huída a Europa, falleciendo trágicamente durante el viaje.

Pensador liberal, empresario de éxito y francmasón, fue afamado en Europa por la modernidad de sus ideas económicas y su carácter emprendedor. Gijón era amigo de Diderot y de los enciclopedistas franceses y mantenía una antigua y estrecha fraternidad con el ilustrado limeño Pablo de Olavide, uno de los grandes reformadores liberales que colaboraran con Carlos III y Carlos IV en sus esfuerzos por modernizar y desarrollar económicamente a España. Sus “actividades económicas y filantrópicas” le habían valido a Gijón, en 1776, ser admitido en la “Sociedad Económica de Amigos del País” de Madrid, donde se convirtió prontamente en “uno de los socios más activos, como demuestran las varias e importantes memorias comunica-das a la Sociedad o leídas en Junta pública”. (Marcelín Defourneaux: “Un ‘Ilustrado’ Quiteño, Don Manuel Gijón y León, Primer Conde de Casa Gijón” (1717-1794)”, en Anuario de Estu-dios Americanos, Nº XXIV, eds. de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1967).

18 Sánchez fue introducido en la masonería por su tío Miguel Gijón, durante su estadía común en Francia, en 1780. Más tarde sería uno de los más radicales dirigentes de la primera guerra de independencia, como líder del bando “sanchista”, opuesto al más moderado bando de los Montúfares, llamado “montufarista”.

19 Jorge Carrera Andrade: “La tierra siempre verde”, Ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1977, p. 254.

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Mas el esfuerzo no quedó ahí. Siguiendo el modelo de las sociedades patrióticas europeas, esos iniciales masones quiteños buscaron constituir una organización pública, en la que pudieran participar otros individuos no iniciados en la Masonería, para promover las ideas de progreso social. Na-ció así la Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito, que juntó a patricios quiteños y altos funcionarios coloniales; fue su Presidente al mismo que lo era de la Audiencia, el gene-ral Luis Muñoz de Guzmán, su Vicepresidente el progresista obispo José Pérez Calama y su Secretario el sabio doctor Es-pejo, quien quedó también encargado de la redacción y pu-blicación del primer periódico quiteño, llamado Primicias de la Cultura de Quito.

Pese a su vida efímera, que no rebasó los siete prime-ros números, Primicias marcó un importante hito en la histo-ria social y política de nuestra patria y señaló al pensamiento y la cultura quiteños las rutas conducentes a la independencia nacional. Precisamente en las páginas del primer número de Primicias Espejo dejó sentadas esas pautas y perspectivas pa-trióticas, al afirmar:

Vamos en derechura a nuestro objeto, que es insinuar que no puede llamarse adulta en la literatura, ni menos sabia a una nación, mientras con universalidad no atienda ni abra-ce sus verdaderos intereses; no conozca y admita los medios de encontrar la verdad; no examine y adopte los caminos de llegar a su grandeza; no mire, en fin, con celo, y se entregue apasionadamente, al incremento y felicidad de sí misma, esto es del Estado y la sociedad.

La extinción temprana de la Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito, por falta de la real aprobación para

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sus estatutos, fue seguida de la prisión y muerte del revolucio-nario doctor Espejo y del enjuiciamiento de Gijón por la In-quisición limeña, lo que provocó la fuga de este hacia Europa por las selvas del Amazonas y finalmente su muerte en la ruta de tránsito.20 Todo ello contribuyó para el ocaso de la Escuela de la Concordia, pero no impidió que Juan Pío Montúfar or-ganizase en Quito, hacia los últimos años de aquel siglo, una logia masónica nombrada Ley Natural, que tenía igualmente fines patrióticos. Formaron filas en ella el Barón de Caronde-let,21 Presidente de la Audiencia entre 1797 y 1806, así como una pléyade de patricios quiteños: Joaquín Sánchez de Ore-llana, Marqués de Villa Orellana y rector de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás, José Mejía, notable botánico22 y cuñado del difunto doctor Espejo, José Javier Ascásubi, José y Manuel Matheu, Víctor Félix de San Miguel y José y Andrés Fernández Salvador. A ellos se agregaron dos intelectuales americanos avecindados en la ciudad y afamados por su inte-ligencia y patriotismo: el neogranadino Juan de Dios Morales y el altoperuano Manuel Rodríguez de Quiroga.

20 Al regresar en 1786 a su país natal, cargado de modernas maquinarias, expresamente dise-ñadas para el desarrollo de una eficiente empresa de minería aurífera, Gijón intentaba poner en práctica sus modernas concepciones económico-sociales y contribuir a la recuperación de la alicaída economía quiteña, aprovechando el régimen de “libre comercio” decretado por la corona española. Mas, enfrentado a las reticencias y trabas burocráticas del sistema colonial y al oscurantismo ideológico sostenido por la iglesia, se empeñó paralelamente en difundir entre sus coterráneos las más avanzadas ideas sociales, políticas y económicas que circulaban enton-ces en Europa y que, tres años más tarde, servirían de sustento ideológico a la gran revolución burguesa de Francia.

21 Carondelet fue, en 1772, uno de los fundadores de la primera logia masónica que hubo en España, siendo entonces capitán del cuerpo de Guardias Valones del rey de España. Esta logia fue creada por mediación de “La Discrète Imperiale” de Alost, dependiente del Gran Maestre Provincial de los Países Bajos. (José Ferrer Benimelli, “Evolución histórica de la masonería española”, Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 28)

22 No solo fue botánico, sino gran orador, abogado, diputado en las Cortes de Cádiz (nota del editor)

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Era un selecto grupo de intelectuales y aristócratas criollos, imbuidos del espíritu de la Ilustración y muchos de ellos graduados en la joven Universidad Real y Pública de Santo Tomás de Aquino. Dos de ellos, José Mejía y José Ma-theu, viajaron a España en 1805, con auspicio del Presiden-te Carondelet, a continuar sus estudios, y allá se integraron posteriormente a la logia Integridad Nº 7 de Cádiz, donde fueron introducidos por el general Francisco Javier Castaños, cuñado de Carondelet y masón de alto grado.23 Años después de su llegada a España, estos dos personajes fueron designa-dos diputados a las Cortes de Cádiz, donde brillaron con luz propia y se relacionaron con los líderes del liberalismo espa-ñol e hispanoamericano. Los demás continuaron en Quito y colaboraron con el progresista gobierno de Carondelet en la búsqueda de soluciones para los problemas del país quiteño, que iban desde el desaseo urbano hasta la falta de una ruta de salida al mar, que facilitara la exportación de productos andinos y orientales.

Durante el gobierno de Carondelet, la logia Ley Na-tural se convirtió en una verdadera academia del pensamien-to patriótico, donde la elite intelectual del centro quiteño, estimulada por la crisis y la sobreexplotación colonial, logró desarrollar una avanzada conciencia sobre el destino histórico de su país. Múltiples relaciones y memoriales enviados a la corona, a propósito de plantear soluciones para la crisis eco-nómica de Quito, muestran que esta elite regional conocía mejor que nadie sus propios problemas y buscaba soluciones

23 Castaños y Aragoní, Francisco Javier (Duque de Bailén)(1756-1852): General que venció a las tropas napoleónicas en la batalla de Bailén (1809). Miembro de las Cortes de Cádiz. Presidió al finalizar la guerra de la Independencia el Consejo de Estado y las Cortes. (Rafael y Myosotis, “Célebres masones españoles”), www.blasco.ibanez.usa.com (http://usuarios.lycos.es/canteiro/id30.htm)

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que iban más allá de los límites fijados por la dependencia colonial. Era general, por ejemplo, el reclamo de una política proteccionista para las manufacturas supervivientes a la crisis o la aspiración de que ciertas instituciones o dependencias administrativas locales tuviesen mayor autonomía frente a sus superiores de la capital virreinal. Y esas preocupaciones esti-mularon al Presidente Carondelet a solicitar al gobierno de Madrid que la Audiencia de Quito fuera elevada al nivel de Capitanía General –como Cuba, Guatemala o Chile– para li-berarla de la dependencia que tenía respecto de los virreinatos de Nueva Granada y el Perú.

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EL PRIMER GRITO DE INDEPENDENCIA AMERICANA

La muerte del Barón de Carondelet, ocurrida el 10 de agosto de 1807, en la hacienda de Juan Pío Montúfar, puso fin a ese excepcional periodo administrativo, cuyas acciones parecían más propias de un gobierno criollo que de un go-bierno colonial. Y a eso se sumó la invasión napoleónica a España (1808), que produjo un cortocircuito en la adminis-tración colonial, al punto que inicialmente muchos funcio-narios no sabían si obedecer al nuevo gobierno de Madrid, presidido por José Bonaparte, o a la defenestrada monarquía borbónica. En el caso de Quito, estalló además una disputa por la sucesión gubernativa, entre el tribunal de la Audiencia y el jefe militar de mayor graduación, coronel Nieto. Los co-laboradores del difunto presidente apoyaron a la Audiencia, pero finalmente fue Nieto quien impuso su autoridad y buscó perseguir a aquellos, por considerarlos sus enemigos.

En esa circunstancia, mientras las ciudades y regiones de la península se declaraban fieles al defenestrado Fernando VII, que se hallaba prisionero de Napoleón, y formaban Jun-tas Soberanas de Gobierno para garantizar la independencia española frente al imperialismo francés, los masones quiteños radicalizaron sus ideas y optaron por impulsar un proyecto de emancipación a través de la actividad conspirativa de su logia.

Desde luego, no todos ellos tenían ideas similares res-pecto del horizonte futuro al que deseaban llevar a su país. El

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sector aristocrático, presidido por el marqués de Selva Alegre y apoyado por la nobleza y el alto clero, aspiraba a la eman-cipación de España, pero manteniendo la estructura social colonial y un orden político propio del sistema monárquico; incluso se cree que el marqués aspiraba a convertirse él mismo en monarca de un reino quiteño independiente. Por su parte, el bando radical, liderado por intelectuales y curas radicales, quería la independencia como paso previo a la instauración de una República, asentada en la soberanía popular; en este bando se inscribían el abogado antioqueño Juan de Dios Mo-rales, el abogado altoperuano Manuel Rodríguez de Quiroga, el cura quiteño José Riofrío y el cura chileno Camilo Enrí-quez, quien había llegado a Quito en calidad de desterrado político. Existían, pues, al menos dos proyectos distintos de futuro, aunque todos compartían el ideal común de la eman-cipación del país quiteño.

Juan de Dios Morales aprovechó un viaje que hiciera a Guayaquil, acompañando a la baronesa viuda de Caron-delet y su familia (quienes iban en busca de embarcarse para España) para esconderse de la persecución del coronel Nieto en la hacienda Naranjito, de Vicente Rocafuerte, a quien fue recomendado por la baronesa. Rememorando aquel suceso en sus Cartas a la Nación, publicadas en 1843, Rocafuerte precisaría datos muy valiosos sobre la acción masónica y pa-triótica de Morales:

En ese tiempo, Morales y yo discutimos largamente la cuestión de la independencia de la América; convinimos en que había llegado la época que esperáramos para formar y extender la opi-nión de independencia, por medio de sociedades secretas; de ex-tenderlas al Perú y a la Nueva Granada, para apoyarnos en tan poderosos auxiliares. El quiso todo lo contrario, y que en el acto

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mismo se diese el grito de independencia. En efecto, se puso en comunicación con el Marqués de Selva Alegre, el comandante Salinas, el doctor Riofrío y otros patriotas de Quito. Salió del Naranjito para la capital por la vía de Riobamba y logró reali-zar su proyecto en la noche del 9 de agosto de 1809.

El 10 de agosto de 1809 amaneció instalada la primera Junta Gubernativa que se erigió en Quito, y la presidió el Marqués de Selva Alegre. Como él tenía íntima amistad con mi tío, el coronel (Jacinto) Bejarano, que mandaba un cuerpo de milicias muy respetable, le expidió un propio, anunciándole la revolución que se había efectuado en Quito, y suplicándole apoyase el movimiento en toda la provincia de Guayaquil, que se apoderase del gobernador de la plaza, e hiciese reco-nocer la autoridad de la nueva Junta. El doctor Morales me escribió con el mismo objeto, y haciéndome igual recomenda-ción. El gobernador de Guayaquil, don Bartolomé Cucalón, supo inmediatamente la revolución de Quito (...) Corría la voz de que el coronel Bejarano y su sobrino estaban de acuer-do con los insurgentes de la capital. El gobernador (...), se presentó en nuestra casa, la rodeó de soldados, (...) nos dejó presos a mi tío y a mí en nuestros aposentos, con centinelas a la vista, dando así principio a un sumario de conspiración, y del que nada resultó por falta de pruebas.24

Mas la transformación de agosto de 1809 no fue, como lo sugiere Rocafuerte, un acto precipitado bajo la inspi-ración de Juan de Dios Morales. Por el contrario, todo mues-tra que fue el resultado final de una larga reflexión política y una meditada operación. Y toda vez que los masones quiteños controlaban el ejército miliciano existente en el país, de cuyos

24 Vicente Rocafuerte, “Cartas a la Nación”, Lima, 1844.

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batallones eran jefes u oficiales, el camino escogido para tal propósito fue un golpe de Estado, encaminado a apresar a los mandones peninsulares e instaurar en Quito una Junta Soberana de Gobierno, al modo de las existentes en Espa-ña. Como paso preliminar hacia la ansiada emancipación, su meta inicial fue lograr una forma de autogobierno dentro de la misma soberanía española, pero liberándose de los funcio-narios chapetones.

Contaron para ello con la colaboración de varias mu-jeres ilustradas, entre las que destacaban Manuela Cañizares, Mariana Matheu y Josefa Tinajero, quienes desde tiempo atrás habían organizado un grupo de reflexión patriótica bajo el liderazgo de Manuela Espejo, hermana del Precursor y es-posa de José Mejía. Luego, siguiendo el modelo de la Ilustra-ción europea, Manuela Cañizares había abierto en su casa una tertulia intelectual a la que asistían regularmente los quiteños ilustrados. Todo parece indicar que las damas de aquel círculo no solo participaron en la conspiración patriótica de 1809, sino que lo hicieron en calidad de miembros de pleno dere-cho de la logia Ley Natural.

Fue así que el 10 de agosto de 1809, en el segundo aniversario de la muerte del barón de Carondelet, estalla-ba en Quito el denominado Primer grito de la independencia americana y se constituía una Junta Soberana, presidida por el marqués de Selva Alegre, Venerable Maestro (Presidente) de la logia Escuela de la Concordia, más tarde conocida como Ley Natural. La junta estaba integrada, entre otros, por dos destacados miembros de esa logia: los doctores Juan de Dios Morales, como secretario del Interior, y Manuel Rodríguez de Quiroga, como secretario de Gracia y Justicia. Otros miembros de esa fraternidad masónica integraban también

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el senado revolucionario: José Javier Ascásubi era su presi-dente, mientras que José Fernández Salvador y Víctor Félix de San Miguel actuaban como senadores.

En verdad, el hecho fue más un golpe de Estado que una revolución y tuvo un carácter eminentemente patriótico, sin asomo alguno de cambio social. Por el contrario, se mos-tró más bien como un movimiento conservador, en el que la aristocracia criolla y la Iglesia se habían coaligado para garan-tizar el orden social existente y la defensa de la religión, y en el que el sector liberal aparecía ideológicamente marginado. Por las mismas características de su gestación, el movimiento de agosto fue inicialmente una acción exclusiva de la elite quiteña y no incluyó movilización popular alguna; esta solo llegaría más tarde, cuando la Junta Soberana, urgida de res-paldo social y preocupada por las amenazas exteriores, ejerci-tara cierta apertura populista y convocase la participación de los dirigentes barriales de Quito.

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LOS MASONES QUITEÑOSEN LAS CORTES ESPAÑOLAS

Mientras esto sucedía en Quito, el pueblo español ejercitaba una heroica resistencia contra las fuerzas de ocu-pación francesas y las Juntas Soberanas de la península ins-tituían una Junta Suprema, a la que otorgaron poderes pro-pios de una regencia. Esta se instaló en el puerto de Cádiz, que se hallaba protegido por tropas nacionales, y pronta-mente convocó a las Cortes Generales del reino, con el fin de aprobar la primera Constitución española y reivindicar la soberanía nacional.

Las Cortes de Cádiz (1811-13) fueron un escenario privilegiado para la difusión del pensamiento liberal–masó-nico, tanto español como hispanoamericano, puesto que una amplia mayoría de diputados de ambos continentes partici-paba en las logias francmasónicas y había abrevado en ellas el ideario liberal. Así, en la Logia Integridad Nº 7 de aquel puer-to compartían trabajos e intercambiaban ideas los diputados españoles y americanos, destacando entre estos últimos los diputados provenientes de la Audiencia de Quito: José Mejía Lequerica, Juan José Matheu y Herrera –conde de Puñonros-tro– y José Joaquín Olmedo.25

25 Mejía testificó en 1810 el matrimonio de Matheu con María Felipa Carondelet, junto con el general Francisco Javier Castaños, tío de la novia. (Eric Beerman: “XV Barón de Carondelet, Gobernador de la Luisiana y la Florida”, en Hidalguía, Madrid, 1978, pp.12-13).

Rocafuerte se inició masón en París, en 1805, en la misma logia a la que pertene-cían Simón Bolívar, Carlos Montúfar, Fernando Toro Rodríguez y otros jóvenes liberales

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El avanzado pensamiento político de los masones qui-teños quedó evidenciado, entre otras manifestaciones, en los dos famosos Discursos sobre las Mitas que pronunciara en esas Cortes el doctor Olmedo, diputado por Guayaquil. Dijo en el segundo de ellos, pronunciado el 21 de octubre de 1812:

La plaga de la mita cundió en América desde los principios del descubrimiento. Se premió entonces a los descubridores, pacifi-cadores, pobladores, y a su posteridad, dándoles muchos indios en servidumbre, que es lo que se conoce con el nombre de mita. De allí nacieron los males, los abusos que debían esperarse de los hombres, y de hombres avaros, cuando las mismas leyes les permiten lo que detesta el derecho natural. (...)

La humanidad, la justicia, la política reclaman un remedio pronto y eficaz; y este remedio no es otro que la absoluta abo-lición de las mitas. Lo reclama la humanidad, presentándonos millares de indios privados de todo humano socorro, haciendo largas y horribles peregrinaciones, sufriendo trabajos intolera-bles, y expirando de fatiga y de miseria, mientras sus numerosas familias, privadas de sus tierras y de sus cultivadores, perecen sin consuelo de hambre y de frío. (...) Lo reclama la justicia, presentándonos millares de hombres libres encorvados bajo la más cruel e ignominiosa servidumbre, privados de sus misera-bles posesiones, y sin más crímenes que la avaricia ajena y man-sedumbre, condenados a los horrorosos trabajos de las minas... Lo reclama la política. No se crea que (...) hablo del arte que

hispanoamericanos, y su iniciación ocurrió por la misma época en que Simón Bolívar fue elevado en ese taller al grado de Caballero Compañero.

Olmedo se inició en la Logia Integridad Nº 7 de Cádiz, en 1812, en su época de dipu-tado a las Cortes Constitucionales de Cádiz, siendo guiado en ello por Mejía y Matheu. Pero luego se afilió paralelamente a la logia lautarina “Caballeros Racionales”, por entonces radicada en Cádiz.

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aconseja hacer algunos sacrificios para evitar males mayores. No, señor, yo aquí entiendo por política la ciencia que, fun-dándose en los principios del derecho de todas las naciones y en la conveniencia pública, solo atiende a promover y fomentar el bien y la prosperidad de los Estados. Y esta política (...) es la que reclama por la abolición de las mitas, porque han sido y son la causa principal de la despoblación de las Américas. (...) Porque la mita es un monstruo que anualmente devora millares de víctimas humanas.26

Pero el representante quiteño que más brilló en las Cortes de Cádiz fue sin duda José Mejía Lequerica, posesio-nado como diputado suplente por Santa Fe, al mismo tiempo que su amigo Juan José Matheu y Herrera, Conde de Puñon-rostro. Habiendo llegado a España en tiempos de la invasión francesa, trabajó para la Junta Central de Madrid y luego tomó las armas en defensa de España, junto con su amigo Matheu; tras la capitulación de Madrid, huyó de la capital y con grandes dificultades llegó a Sevilla y finalmente a Cádiz, donde se hallaban reunidas las Cortes, que habían asumido la representación de la soberanía nacional.

Respecto a la actuación de Mejía en aquel famoso congreso constituyente, ha escrito Alfredo Flores y Caamaño:

Su obra en el parlamento fue fecunda, y por lo mismo, de difícil resumen. (...) Aplaudió la supresión de los tributos; defendió a los indios contra los repartimientos, proponiendo se les diesen tierras realengas (...) Como un experto jurisconsulto y hombre de variado saber, intervino en los debates de la Ley Suprema, en las controversias de ley sobre Audiencias y Juzgados, en las

26 El texto completo de ambos discursos en “José Joaquín Olmedo. Poesía. Prosa”, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Ed. Cajica, Quito-Puebla, 1960.

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de Códigos Civil y Penal y en las de otras tantas (...) Se opuso a que en las causas civiles se aprisionara; mantuvo (antes de que lo consignara la Constitución) que nadie debía ser apresado sin orden escrita del juez respectivo, y que fueran tratados como reos de lesa patria los alcaides que en las cárceles tuvieran reos sin este requisito (...) Abogando por la mayor sencillez en la adminis-tración de Justicia, condenaba al mismo tiempo los tormentos y apremios contra los arrestados para arrancarles declaraciones (...) De la misma manera, siguiendo este orden de ideas civilizadoras y humanas, pensaba que la sustanciación de los juicios crimina-les debía durar solo cuatro meses y que debían ser destituidos los magistrados culpables de su demora. (...) Combatió igualmente, como contrarios a la riqueza pública, los señoríos jurisdiccionales (...) Opinó que a los 23 y 21 años, respectivamente, pudieran casarse sin previo consentimiento el hombre y la mujer.27

Empero, donde su talento e ilustración alcanzaron ni-veles insospechados fue en la defensa de principios políticos sustanciales, propios del más acendrado liberalismo. Discípu-lo de Rousseau, sostuvo abiertamente la teoría del contrato social al argumentar sobre el origen del poder, negando abso-lutamente el argumento del derecho divino de los reyes:

(...) Siendo todos (los hombres) iguales, (...) las respectivas ne-cesidades e insuficientes recursos de cada uno les inspiraron a muchos la idea de reunirse y de oponer a sus comunes enemigos y males la conjunta fuerza e industria de todos, conviniéndose para reconcentrarlas y darles actividad y energía, en depositar en una o pocas personas el saludable ejercicio del poder y derechos populares, conforme a los pactos y reglas que voluntariamente

27 Alfredo Flores Caamaño, “Mejía en Cádiz. Precursor y combatiente de la libertad”, Ediciones de la Comisión Nacional de Conmemoraciones Cívicas, Quito, 1993, tomo 2, pp. 48–52.

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establecieron. Sacrificaron, pues, las gentes, una pequeña parte de su libertad para conservar tranquilos el resto; y prestando obe-diencia a unos jefes cuya subsistencia y respetos aseguraban, les impusieron la obligación de dirigirlas al bien común y de velar y sacrificarse por ellas. Tal es el origen de la sociedad. En la tierra y entre los escarmentados hombres nació: jamás ha llovido Reyes el cielo, y es propio de los oscuros aborrecidos tiranos, de esas negras y ensangrentadas aves de rapiña, el volar a esconderse entre las pardas nubes, buscando sacrílegamente en el Trono del Altísimo los rayos desoladores del despotismo (...)28

Seguidor de Locke y Montesquieu, argumentó que «la división de Poderes no tiene otro objeto que sostener la liber-tad individual y precaver que su reunión (de los poderes) sirva para que perjudique al ciudadano».29

Liberal consecuente, alabó y defendió por todos los medios la idea de la Igualdad, a la que apreciaba como la base indispensable de la justicia. Dijo respecto de ella:

Hablo de aquel sublime principio que la Política y la Justi-cia proclaman a porfía: ‘Delante de la ley, todos somos iguales’. Cuando al grande le aguarda la misma pena que al chico, pocos serán injustos; pero si se ha de rescatar el castigo con el dinero; si las virtudes de los abuelos han de ser la salvaguardia de los delitos de sus nietos, entonces las leyes, frágil hechura de una tímida y venal parcialidad, se parecerán a las telas de araña, en que solo se enredan los insectillos débiles y que rompen sin resistencia los más nocivos animales.

Pero no bastan que sean imparciales las leyes si no se aplican imparcialmente. ¿Y qué imparcialidad puede haber en su

28 Ibíd., p. 200.

29 Ibíd., p. 196.

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aplicación (...) si se envuelven los juicios en un impenetrable misterio, y si para cada reo se ha de erigir un tribunal o juez peculiar? Así es que examinado el origen de tantas iniquidades, le hallaremos reducido a dos fuentes inagotables de impunidad: la tenebrosa formación de los autos y la multitud de juzgados.30

Empero, donde su elocuencia alcanzó grados de subli-midad fue en sus reiterados alegatos en defensa de América, para la que pidió repetidamente una cabal igualdad de dere-chos y de representación legislativa. Mejía partía del concepto de que la mayoría de los males administrativos y agitaciones políticas que sufría la América española eran producto del despotismo de los gobernantes enviados a las Indias y del mis-mo espíritu colonial que animaba a los poderes de la penínsu-la. En última instancia, reclamaba para los reinos americanos un estatuto de provincias ultramarinas de España en vez del injusto y odioso de colonias. Así lo expresó en la sesión del 18 de enero de 1811, en reclamo por la no admisión de un pedido de los diputados americanos, tendiente a lograr para América una representación legislativa igual que para España:

¿Se podrá decir que hombres iguales no tengan iguales derechos? (...) Que sea este el momento en que deba igualarse la América con la Europa, esta es la cuestión. Señor, los males extraordi-narios exigen extraordinarios sacrificios. Fije V. M. la vista en aquellas provincias más grandes que toda la Península: ellas han dicho solamente que en tratándolas conforme a los principios de justicia, se tranquilizarán; es decir, rigiendo la unión igual, se acabó la revolución. (...) Pero, considerar a las Américas como colonias que no existen para sí, sino solo para la Metrópoli, como lo vocea un periódico, y esto después que se han prestado a tantos

30 Ibíd., p. 224.

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y tales sacrificios, y entre las luces del siglo XOX, ¡ah! ¡esto prueba el arraigo de la ignorancia y del despotismo! (...) Ya que somos hermanos para los sacrificios, seámoslo para todo; sean iguales en representación los americanos, y esto se declare hoy mismo.31

Toda esa destacada labor pública de Mejía le valió convertirse en líder del denominado “partido americano” y se complementaba con su trabajo masónico, en el que nues-tro precursor compartía esfuerzos junto a algunos de los más avanzados políticos españoles y latinoamericanos. Antonio Alcalá Galiano, destacado escritor y político español, que también era diputado a las Cortes, encontró a Mejía Leque-rica en la logia “Integridad” de Cádiz, cuando ingresó a ella, en octubre de 1813.32

Rocafuerte, por su parte, no participó en los trabajos de las Cortes de Cádiz, pero sí en los de las Cortes Consti-tucionales de 1813–1814, en donde tuvo ocasión de renovar y ampliar sus antiguos contactos francmasónicos. Como he-mos señalado en otro ensayo de este libro, él se había ini-ciado masón en París, el año de 1805, en la Muy Respetable Logia St. Alexandrie de Escocia, de la que ya formaban parte Simón Bolívar, Carlos Montúfar, Fernando Toro Rodríguez

31 Ibíd., pp. 211–215.

32 “Casi mediado octubre, di la vela de Cádiz. Asolaba entonces a la ciudad de nuevo la fiebre amarilla. En los dos días anteriores al de mi partida... di un paso de importancia para mi vida futura. Este fue el de iniciarme en cierta famosa y antigua sociedad secreta. (...) En mi reci-bimiento y posterior inmediata elevación, sin pasar entre lo primero y lo segundo arriba de veinticuatro horas, encontré entre los hermanos concurrentes algunos de nota, o que llegaron a tenerla, y otros de escaso concepto entonces y que tampoco después vinieron a adquirirle muy grande. Entre los primeros estaba el diputado Mejía, de quien ya he hablado alguna vez, conocido mío aún de trato, aunque nunca había sido el nuestro estrecho ni frecuente, cuyo más íntimo conocimiento no pude aprovechar en otra época por haber él fallecido de la epidemia muy pocos días después de este que voy hablando...” (“Memorias de D. Antonio Alcalá Galia-no. Publicadas por su hijo”; prólogo y edición de D. Jorge Campos. “Memorias y recuerdos”. Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, t. 134, p. 285.)

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y otros brillantes jóvenes hispanoamericanos. Cuando él re-gresó a Europa, muchos sucesos habían transcurrido en His-panoamérica; entre otros, Bolívar se hallaba luchando ya por la independencia de Venezuela; Montúfar había aprovechado su condición de Enviado Regio para iniciar la segunda guerra quiteña de independencia, siendo derrotado por los realistas; en Chile se había instaurado un gobierno independiente y el masón José Miguel Carrera había asumido el mando supremo desde el 15 de noviembre de 1811, respaldado por los jóvenes patriotas y el pueblo en general.

En ese marco de acontecimientos, el joven diputado guayaquileño se integró a las Cortes Constitucionales espa-ñolas y tomó contacto directo con el riquísimo ideario del liberalismo español, que desde tiempo atrás había venido desarrollando las más audaces y avanzadas teorías políticas y sociales, e influyendo positivamente en la reforma del Estado monárquico. A más de asimilar ese ideario renovador, se ligó políticamente con los otros diputados americanos de voca-ción emancipadora y compartió con ellos los trabajos logiales en los que se elaboraron planes concretos para la independen-cia de la América española, que era vista como patria común de todos los hijos del continente. Y luego, cuando Fernando VII reasumió el trono español (tras la derrota de Napoleón) y rompió la Constitución de 1812, proclamándose monarca absoluto, Rocafuerte se negó a ir al besamanos de aquel ene-migo de las libertades públicas y más bien fue a visitar a los diputados liberales apresados por este, todo lo cual le valió la inmediata persecución de la policía monárquica. Huyó a Francia y luego de un largo periplo por ese país y España, lo-gró regresar a Guayaquil ayudado por la Masonería francesa.

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LOS MASONES EN LA PRIMERAGUERRA DE INDEPENDENCIA

Para cuando se produjo la insurgencia de 1809, el país quiteño se hallaba constituido por cuatro sociedades re-gionales con características culturales particulares, en las que prevalecían distintas formas de propiedad y estructura social, existía una diversa producción y, por ende, se daban unas también distintas formas de articulación a los mercados exte-riores. Ellas eran las siguientes: la de la sierra central, cuya ca-pital política —Quito— lo era también de toda la audiencia; la de la sierra sur, cuya capital era Cuenca; la de la sierra norte, con capital en Pasto; y la de la Costa, con capital en el puerto de Guayaquil. Cada una de estas sociedades regionales estaba presidida por una élite local, integrada por grandes familias o clanes, estrechamente vinculados por lazos de parentesco sanguíneo o social. Y cada una de esas élites constituía un po-deroso grupo de poder, que controlaba los recursos y medios productivos fundamentales de su área de influencia. Adicio-nalmente, por favoritismo político o a través del sistema de remate de cargos, controlaban los espacios locales y regionales del poder colonial: corregimientos, cabildos, funciones ecle-siásticas, cargos administrativos y judiciales.

Explicado esto, cabe precisar que la insurgencia de 1809 fue un movimiento político exclusivo de la sociedad regional del centro, pero que no consultó la voluntad ni ob-tuvo el respaldo de las demás sociedades regionales del país

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quiteño. Así se explica que estas no solamente se hayan resis-tido a las propuestas políticas que les hiciera la Junta Sobe-rana de Quito, a través de mensajeros, sino que prontamen-te se hayan colocado en el bando realista y hayan colaborado activamente en la posterior represión del movimiento qui-teño. Así se explican también las dos expediciones militares que Quito emprendió contra Pasto y una tercera que envió contra Cuenca, reductos del más acendrado fidelismo a la corona española.

Ese complicado conflicto político se agudizó cuan-do el virrey Abascal, del Perú, envió fuerzas contra la Junta Soberana de Quito y organizó la represión de la insurgencia quiteña, pese a que la Audiencia de Quito no se hallaba bajo su jurisdicción sino en la del virreinato de Nueva Granada. En esa amenazante circunstancia se produjo la restitución del destituido conde Ruiz de Castilla en la Presidencia de Quito, el 24 de octubre de 1809, ocasión en la que este ofreció for-malmente el perdón y olvido para los insurgentes, diciendo:

Ofrezco bajo mi palabra de no proceder contra alguno de esta razón; y que informaré al Excelentísimo señor Virrey del Reino los motivos que a ello me obligan, pidiendo su superior aprobación, sin perjuicio de lo cual daré cuenta al Rey o a su Suprema Junta Central.33

Poco valió la palabra de honor dada por Ruiz de Cas-tilla. Apenas se sintió nuevamente dueño de la situación, el 4 de diciembre de 1809 ordenó el apresamiento de los cabeci-llas y principales agitadores revolucionarios, entre los cuales figuraban la mayoría de los hermanos masones de la logia Ley Natural, incluido su Venerable Maestro Juan Pío Montúfar

33 Oficio del presidente Ruiz de Castilla, firmado en Iñaquito, el 24 de octubre de 1809.

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y Larrea. Salvo Montúfar, Nicolás de la Peña Maldonado y unos pocos más, que lograron fugar a tiempo, fueron apre-sados los demás hermanos perseguidos y otros patriotas no masones, en un número de alrededor de sesenta. Todos ellos fueron encerrados en los calabozos del cuartel de la Real Au-diencia, bajo la custodia del Batallón de Pardos de Lima, que comandaba el coronel Manuel Arredondo.

Paralelamente, el presidente de la audiencia emitió un bando público anunciando que se había abierto causa penal contra los revolucionarios y mandando a la población «que siempre que se sepa de alguno de ellos lo denuncien pronta-mente a este gobierno, bajo la pena de muerte a los que tal no lo hiciesen».34

Por entonces, llegó a las autoridades de Quito una co-municación suscrita por el Comisionado Regio don Carlos Montúfar, anunciando su llegada y pidiendo que se suspen-diese el trámite de los juicios entablados contra los patriotas del año nueve. Montúfar había sido designado por la Junta Suprema de Cádiz para dirigir el gobierno de la Audiencia de Quito, con poderes similares a los de un virrey, mientras existiera en Madrid el gobierno espurio del José Bonaparte y se restableciese en España la legítima autoridad nacional. Adi-cionalmente cabe aclarar que tan alto delegado real era hijo del II Marqués de Selva Alegre, que se había iniciado masón en España, en la logia Sociedad de Caballeros Racionales de Cá-diz, perteneciente a la Gran Logia Hispanoamericana dirigida por Francisco de Miranda, y que poseía el tercer grado de la masonería simbólica.

34 Incluido en el “Informe del Procurador General, Síndico Personero de la Ciudad de Quito, don Ramón Núñez del Arco, acerca de los acontecimientos de la revolución de esta ciudad...”, Quito, 1813.

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Puesto que era criollo y masón de espíritu republica-no, se interesó inmediatamente por la suerte de los patriotas quiteños, a cuya cabeza se encontraban su padre, su tío Pe-dro y su hermano Javier, todos ellos miembros de la logia Ley Natural. Pero precisamente las condiciones públicas de su persona provocaron la resistencia de las autoridades colo-niales de Quito y Lima, que se valieron de todas las argucias posibles para evitar su reconocimiento oficial y su posesión en el gobierno de Quito. Y la documentación histórica revela que su llegada aceleró los planes represivos de las autoridades españolas, que astutamente remitieron al virrey de Lima el proceso contra los insurgentes, pese a que la Audiencia de Quito no se hallaba bajo la jurisdicción limeña.

La etapa inicial de esa primera revolución hispanoa-mericana de independencia culminó cuando las tropas lime-ñas de pardos masacraron a los patriotas presos, el 2 de agosto de 1810, con ocasión de un supuesto intento de liberación de estos efectuado por la población civil, hecho que según una crónica de la época, el Viaje imaginario por las provincias limí-trofes de Quito y regreso a esta capital, de Manuel José Caicedo, se conoce que fue planeado y ejecutado por agentes provoca-dores contratados por el gobierno colonial, para tener ocasión de asesinar a los detenidos.

Entre las víctimas de esa masacre figuraron varios miembros de la logia Ley Natural, entre ellos el radical y apa-sionado republicano Juan de Dios Morales, que había sido el alma de la revolución y que ya desde el terremoto de 1797 había venido denunciando la desidia e irresponsabilidad del gobierno colonial frente a las angustias de la población quite-ña; el culto y sobrio abogado Manuel Rodríguez de Quiroga; el liberal y progresista sacerdote José Luis Riofrío, que había

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agitado a las masas populares en favor de la independencia y convencido al marqués de Selva Alegre, su Venerable Maes-tro, para que aceptara la presidencia de la Junta Soberana; el coronel Juan Salinas, que años antes organizara las milicias disciplinadas de Jaén y contuviera con ellas los avances de los portugueses en el área del Marañón, y que desde agosto de 1809 organizara y dirigiera la Falange Quiteña, germen del primer ejército nacional; el inteligente y audaz colonizador Mariano Villalobos, que fuera pionero en la empresa de ex-tracción productiva de la canela de Quijos y Cumbaratza para su exportación a Europa; el progresista Juan Pablo Arenas, tío de Vicente Rocafuerte; los tenientes coroneles de milicias ur-banas Francisco Javier Ascásubi, Nicolás Aguilera y Antonio Peña, el capitán José Vinueza, el teniente Juan Larrea Guerre-ro, Manuel Cajías, Anastasio Olea y Vicente Melo. El único patriota que logró escapar fue Pedro Montúfar, hermano del Venerable Maestro de la logia quiteña.

Tras la masacre de los presos, la represión se volcó a las calles de la ciudad, donde las tropas limeñas asesinaron a ciudadanos inermes, saquearon tiendas y cometieron todo gé-nero de violencias hasta entrada la noche, cuando la ira popu-lar desató una generalizada reacción contra los soldados, que fueron atacados y perseguidos por las gentes del común, que los hicieron huir y encerrarse en sus cuarteles. Hay más: de no ser por la intervención del obispo José Cuero y Caicedo, el pueblo de Quito habría incendiado aquella noche esos cuar-teles y dado muerte a los soldados asesinos de Arredondo.35

Contra lo que pudiera creerse, la masacre no amilanó al pueblo quiteño, sino que más bien despertó su ira y sed

35 Pío Jaramillo Alvarado, “La Revolución del 10 de agosto de 1809. Apuntamientos para su estudio”, en “Estudios Históricos”, Ed. CCE, Quito, 1960, p. 18.

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de venganza. Saliendo de sus escondrijos, los revolucionarios prófugos organizaron a las gentes de los barrios de la ciudad y de pueblos cercanos y empezaron a preparar una sangrienta represalia contra las tropas limeñas, la que, de llevarse a cabo, sin duda habría producido una nueva matanza. Frente a tan grave situación, una delegación del cabildo catedralicio, inte-grada por el obispo José Cuero y Caicedo, el provisor Manuel José Caicedo y el influyente presbítero Miguel Antonio Ro-dríguez, intervino ante el presidente Ruiz de Castilla, verda-dero autor intelectual de esa sanguinaria represión, y logró que este convocase a una junta de autoridades y notables, en la que se convinieron los siguientes puntos:

1. Que en adelante hubiese perdón y olvido para todos los sucesos revolucionarios de 1809 y para sus responsables, suspendiéndose la causa penal incoada al efecto e indultán-dose a todos los conjurados que aún permanecían libres.

2. Que también hubiese perdón y olvido para los culpables del asalto a los cuarteles el 2 de agosto de 1810.

3. Que salieran prontamente de la ciudad y la provincia las tropas limeñas de Arredondo.

4. Que para garantizar la seguridad pública se levantase un nuevo cuerpo de tropas de milicias, integrado por vecinos de la ciudad.

5. Que se recibiese con los debidos honores al Comisionado Regio don Carlos Montúfar, que había anunciado su llega-da a Quito.

6. Que toda duda o problema que surgiese sobre los procesos legales existentes, debería de ser resuelto por Real Acuerdo.36

36 Id., p. 19.

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A fines de ese año llegó a Quito Carlos Montúfar, hijo del marqués de Selva Alegre, como Comisionado de la Jun-ta española de Regencia, y eso reanimó la insurgencia quite-ña. Pero su autoridad fue desconocida por las autoridades de Guayaquil y Cuenca y el virrey del Perú, quien nombró como nuevo presidente de la Audiencia al brigadier Juan Ignacio Molina y trasladó a Cuenca la capital de la audiencia.

En busca de hacer prevalecer su autoridad constitu-cional, Montúfar promovió la formación de una nueva Junta de Gobierno para la audiencia quiteña, a cuyo frente fue co-locado el antiguo presidente Ruiz de Castilla. Sin embargo, ante la resistencia mostrada por las demás sociedades regio-nales —estimuladas en ello por el Virrey del Perú— Mon-túfar se vio obligado a levantar un nuevo ejército, con el que abrió operaciones contra Guayaquil, Cuenca y Pasto. De este modo, el proceso emancipador iniciado en 1809 se radicalizó definitivamente y se convirtió en una cabal guerra de inde-pendencia nacional.

Las campañas militares de Montúfar tuvieron diverso resultado. Sus fuerzas triunfaron reiteradamente en el frente norte, donde ocuparon Pasto dos veces y tomaron el oro cho-coano guardado en las cajas reales, que sirvió para financiar la guerra. En el frente occidental, sus fuerzas avanzaron hasta Guaranda, en donde vencieron a las tropas del comandante Arredondo, que huyeron hacia la Costa; la amenaza del in-vierno impidió a las tropas quiteñas avanzar con dirección a Guayaquil. Y en el frente sur, las tropas quiteñas avanza-ron victoriosamente hacia Cuenca, que estuvieron a punto de tomar, aunque finalmente fueron minadas internamente por el conflicto político aflorado entre los bandos sanchista y montufarista, lo cual aprovechó en su beneficio el general

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español Toribio Montes, que venía con un fuerte contingente desde el Perú. Al fin, mientras los quiteños se retiraban hacia la capital casi sin combatir, los realistas avanzaron triunfantes hasta la capital, que tomaron a sangre y fuego, y luego hacia Ibarra, donde se libró el combate definitivo, el 1º de diciem-bre de 1812. En él fueron derrotados los patriotas, cuyos jefes fueron fusilados por el pacificador Juan Sámano. Entre los que lograron huir estuvo Montúfar, quien fue apresado luego y encerrado en el castillo de Bocachica, en Panamá, de donde logró fugar para integrarse al ejército de Bolívar, con el que entró en Bogotá, en diciembre de 1814; pero luego, empeña-do como estaba en liberar a su país natal, Montúfar consiguió de Bolívar el mando de una tropa expedicionaria, con la que abrió operaciones contra Pasto, donde fue derrotado; final-mente fue trasladado a Buga, donde Sámano lo hizo fusilar el 31 de julio de 1816.

Pero no podemos cerrar el capítulo de esa primera guerra de independencia sin referirnos al menos al Congreso de los pueblos libres de la Presidencia de Quito, que se reunió el 4 de diciembre de 1811 y finalmente aprobó, el 15 de febrero de 1812, la Constitución del Estado de Quito, cuyo proyecto fuera redactado por el progresista presbítero Miguel Antonio Rodríguez, un liberal «imbuido de los principios de la Revo-lución Francesa, (quien) traduce y comenta los Derechos del Hombre».37

Esa Constitución fue un texto de transacción política entre los dos bandos emancipadores que convivían al interior del movimiento insurgente quiteño, sanchistas republicanos y montufaristas monárquicos, y eso aparece reflejado en sus

37 Celiano Monge, “Lauros”, Quito, 1922.

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expresiones de liberalismo (soberanía popular, autonomía, gobierno electivo y división de poderes) y de paralelo conser-vatismo (reconocimiento de Fernando VII, consagración de la Iglesia Católica como culto oficial del Estado). Pero ello no la hace menos importante para la historia americana, pues el movimiento insurgente que le dio vida fue el punto de par-tida del proceso general de independencia hispanoamerica-na. Además, no hay que olvidar que esas contradicciones no fueron exclusivas del movimiento independista quiteño, sino que se manifestaron reiteradamente en todos los países de nuestra América y aún en las acciones de los grandes líderes de la independencia, que dubitaron entre las ideas de Repú-blica y monarquía americana.

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ORIGEN Y PROYECCIÓN DE LAS LOGIAS LAUTARINAS

Llegados a este punto cabe precisar que, en la últi-ma década del siglo XVIII, y paralelamente a la Masonería tradicional o regular, había surgido en Europa una Masone-ría revolucionaria, organizada por ciudadanos originarios de América bajo autorización del Supremo Consejo de la Maso-nería Primitiva de Francia. Sus logias, de carácter ultrasecreto, tenían como fin específico la preparación de la independen-cia hispanoamericana, por lo cual excluía generalmente de su membresía a quienes no fueran nativos del nuevo continen-te. Nació así la Logia Madre Hispanoamericana, fundada por Francisco de Miranda en París, en 1795, para promover la in-dependencia de la América española. Para facilitar sus opera-ciones, los miembros fundadores de esta Logia promovieron una reunión de todos «los hombres rebeldes de varios hispa-noamericanos, que residían en Francia, y eran conocidos por sus capacidades intelectuales y sus conexiones con los lugares de donde provenían».38 Producida esa reunión y tras analizar la situación hispanoamericana, los diputados representantes de México, Perú, Chile, Nueva Granada, La Plata, Venezuela y Cuba firmaron el 22 de diciembre de 1797 un pacto de 18 puntos, como acta constitutiva de una agrupación externa o

38 José María Antioqueño, “Actuación de la Francmasonería Primitiva en la Emancipación de América Latina y la labor progresista de Francisco de Miranda”, texto traducido del francés por S. Bradt, México, 1950.

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pública denominada Junta de diputados de villas y provincias de la América Meridional, de la cual fueron nombrados directores principales Francisco de Miranda y Pablo de Olavide.39

En 1798, la Logia Madre Hispanoamericana se trasladó a Londres y se constituyó como “Gran Logia Hispanoame-ricana”, aunque, debido a su origen, fue conocida también como Gran Reunión Americana. La organización quedó in-tegrada por tres logias operativas: Lautaro Nº 1, Caballeros Racionales Nº 2 y Unión Americana Nº 3.40 Cada una de estas tenía una misión específica: la Lautaro debía trabajar en las cuestiones referidas a la costa atlántica sudamericana, la de los Caballeros Racionales en los asuntos de la costa americana del Pacífico Sur, y la Unión Americana en las cosas propias de la Nueva España (México), América Central y las Antillas.

Luis Alberto Sánchez, afamado político e historiador peruano, nos ha aportado algunos detalles adicionales acerca de la Gran Logia Hispanoamericana:

Para el primer grado de iniciación en ella era preciso jurar tra-bajar por la independencia de América; y para el segundo, una profesión de fe democrática. El Consejo Supremo tuvo como sede la residencia de Miranda, Frafton Street 27, Fitzroy Squa-re, Londres, y fundó filiales en varias partes, entre ellas Cádiz, donde funcionaba la Logia Lautaro, de tan importante actua-ción en la campaña por la libertad del Río de la Plata, Chile y Perú. Ante Miranda juraron entregar sus vidas por los ideales

39 Miranda había sido introducido a la masonería por George Washington e iniciado masón en una logia de Virginia.

40 Según el testimonio del general peruano Rivadeneira, la logia “Caballeros Racionales” Nº 4 había sido fundada originalmente en Madrid por Pablo de Olavide, trasladándose luego a Cádiz. (“San Martín y la Masonería”, estudio de la logia simbólica “San Martín” Nº 384 de la República Argentina, compilado por Alberto Levy y publicado por la revista internacional “El Heraldo Masónico” Nº 10, de abril de 1999.)

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de la Logia Americana: Bolívar y San Martín; Moreno y Al-vear, de Buenos Aires; O’ Higgins y Carrera, de Chile; Montú-fa41r y Rocafuerte, de Ecuador; Valle, de Guatemala; Mier, de México42; Nariño, de Nueva Granada, Monteagudo, y muchos más. Fue ahí donde quedó constituido el ubicuo estado mayor espiritual de la inminente guerra por la emancipación del Nue-vo Mundo.43

Muy revelador del espíritu que inspiraba a esta Maso-nería revolucionaria es el texto del Juramento de Tercer Grado que hacían en la Gran Logia Hispanoamericana los Caballeros Racionales que ascendían al grado de Maestros Masones. Este texto, redactado personalmente por Miranda, rezaba:

Maestro aprobado por los hermanos que te rodean, (...) ¿Nos prometes, bajo tu palabra de honor, que nunca reconocerás por Gobierno legítimo de tu patria, ni por Gobierno legítimo de los demás pueblos hermanos que luchan por la Libertad, sino a aquellos que sean elegidos por la libre y espontánea voluntad de sus pueblos? ¿Nos prometes, además, que propenderás por cuantos medios estén a tu alcance, a que los pueblos se decidan por el régimen republicano, que, según los testimonios de todos nuestros hermanos de las épocas antepasadas, es el más justo y mas conveniente para la Humanidad en general, y según nues-tro sentimiento y nuestra convicción es el más adaptable para los gobiernos del Continente Americano?

En dependencia de la Gran Logia Hispanoamericana asentada en Londres, Bernardo O’Higgins fundó en Cádiz,

41 Se refiere a Carlos Montúfar, futuro “Comisionado Regio” de las Cortes españolas y finalmen-te líder de la primera guerra de independencia quiteña, que murió fusilado por los españoles.

42 Se refiere a fray Servando Teresa de Mier, notable precursor de la independencia mexicana.

43 Luis Alberto Sánchez, “Historia General de América”, Ercilla, Santiago, 1970, novena edición, p. 557.

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a fines de 1801, la logia revolucionaria Sociedad de Caballeros Racionales de Cádiz Nº 4, con el objetivo de vincular a la causa de la independencia a varios americanos que residían tempo-ralmente en ese puerto español o que ya formaban parte de la Logia gaditana Integridad Nº 7, dependiente del Grande Oriente Español. Uno de ellos fue el futuro primer Presidente de Chile independiente, José Miguel Carrera, entonces un joven militar que actuaba como ayudante del Regimiento de Milicias de Farnesio.44 Años después, al ser invadida España por los franceses, Cádiz se convirtió en refugio de la Junta Suprema de Regencia y sede de las Cortes Constitucionales, lo que permitió que esta logia reclutara para la causa de la in-dependencia americana a muchos de los diputados del Nuevo Mundo, entre ellos a José Mejía y Manuel Matheu.45 Siempre tras el objetivo supremo de la independencia, de esta logia de-rivaron otras, denominadas con el nombre genérico de lauta-rinas, que, por decisión de la Gran Logia Hispanoamericana, se establecieron en Santiago de Chile y Guayaquil.46

En los primeros años del siglo XIX, esta gran logia incrementó sus labores de propaganda en la América espa-ñola y delegados especiales fueron enviados a varios lugares

44 Previamente Carrera había sido introducido a la Logia Integridad Nº 7 de Cádiz por el general Francisco Javier Castaños, que actuó como su padrino. Más tarde luchó contra los franceses bajo las órdenes del mismo Castaños, saliendo herido de gravedad y mereciendo condecoraciones y ascensos excepcionales, tras lo cual volvió a su país y lideró la inicial lucha de independencia.

45 La condición masónica de Matheu, conde de Puñonrostro, ha sido comprobada por el testi-monio que diera el general Matías Zapiola, masón y héroe de la independencia argentina, al general e historiador Bartolomé Mitre. Zapiola reveló entonces haber pertenecido en Cádiz, junto con el conde de Puñonrostro, a la “Logia Lautaro de Caballeros Racionales”. Esta logia, creada por Francisco de Miranda, organizó y dirigió la independencia del Río de la Plata, de Chile y del Perú y contribuyó a la independencia de Guayaquil.

46 Todas estas logias se disolvieron en 1822, tras la conquista y consolidación de la independencia hispanoamericana.

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estratégicos, con la finalidad de crear nuevas logias revolucio-narias. Luego, tras la invasión napoleónica a España, Miranda se prodigó en enviar delegados a varios lugares de América Latina, para

(...) dar instrucciones precisas a sus partidarios respecto a la manera de aprovechar el descontento de los grupos monárquicos de estos lugares y formar Juntas Locales para gobernarse inde-pendientemente de España, dominada por Napoleón. Fueron nombrados el Dr. Constancio y el señor José Antepara, ambos francmasones progresistas hispanoamericanos, para ayudar a Miranda en la organización de la propaganda, en la que se recalcaba que las autoridades legítimas de la vieja monarquía habían caducado y que con el mismo derecho que se formaban “Juntas Españolas Populares” para constituir gobiernos locales, las Colonias Hispanas tenían prerrogativas soberanas para or-ganizarse en forma idéntica e independiente.47

47 Antioqueño, obra citada.

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LOS MASONES Y LA INDEPENDENCIA LATINOAMERICANA

Iniciada la lucha por la independencia, la logia Caba-lleros Racionales de Cádiz Nº 4 se trasladó a Buenos Aires, para coordinar la guerra de independencia sudamericana. Luego se trasladó a Mendoza, junto con el ejército de San Martín,48 y desde ahí coordinó la campaña libertadora de los Andes. Más tarde, tras disolverse la logia Caballeros Racionales a causa de las ambiciones de Alvear, San Martín fundó la logia Lautaro, que avanzó con su ejército y que fundó nuevas logias de igual nombre en las ciudades de su paso: Mendoza, Córdoba, Santa Fe y Santiago. Más tarde, la logia Lautaro avanzó a Lima jun-to con San Martín y el Ejército Libertador del Perú y desde ahí coadyuvó a la independencia ecuatoriana.

Mientras esto sucedía en el Sur del continente, otra logia lautarina había sido fundada en Guayaquil por José de Antepara, siguiendo las instrucciones recibidas de Francisco de Miranda y la Gran Logia Hispanoamericana. Esta nueva logia, nombrada Estrella de Guayaquil, inició sus trabajos hacia 1819

48 José de San Martín se inició masón a comienzos de 1808, en la logia simbólica “Integridad” Nº 7 de Cádiz, perteneciente al Gran Oriente Regional de Sevilla. Cinco meses después, el 6 de mayo de 1808, recibía el grado de maestro masón de manos del Venerable Maestro de esa logia, general Francisco María Solano, Marqués del Socorro, que por entonces fungía de Capitán General de Andalucía y Gobernador Civil y Militar de Cádiz. Poco después tomó contacto con la logia operativa “Caballeros Racionales de Cádiz” Nº 4, a través de la cual se vinculó con el proyecto emancipador de Miranda. (“San Martín y la Masonería”, estudio de la logia simbólica “San Martín” Nº 384 de la República Argentina, compilado por Alberto Levy y publicado por la revista internacional “El Heraldo Masónico” Nº 10, de abril de 1999, pp. 9–14).

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e integró en su seno a lo más brillante de la sociedad porteña, destacándose los nombres de Francisco María Roca, Francisco Marcos, Francisco de Paula Lavayen, Lorenzo y José de Garai-coa, José de Villamil, Vicente Espantoso49, Jacinto Bejarano y Lavayen50, Francisco y Antonio Elizalde Lamar, Rafael Jimena, Rafael Casanova y Luis Fernando Vivero.

Fue precisamente esta entidad, de carácter abierta-mente liberal y republicano, conocida por sus adeptos como La fragua de Vulcano, la que preparó la independencia del puerto quiteño. Contó para ello con la llegada oportuna de tres oficiales venezolanos, que habían pertenecido al batallón español Numancia, de guarnición en Lima: León Febres Cor-dero, Luis Urdaneta y Miguel Letamendi. Todos ellos eran masones de espíritu republicano y habían formado filas en la logia Lautaro de San Martín, asentada por entonces en Lima.

Los conspiradores se reunieron en casa de Villamil, desde el 1º de octubre de 1820, con el pretexto de bailes y reuniones sociales, disimuladas en forma de festejos por el reciente nombramiento del dueño de casa como Procurador General del Cabildo de la ciudad. Para el efecto, prepararon todos los detalles del golpe: contactaron a los jefes militares criollos e indígenas, comprometieron a funcionarios y repar-tieron tareas a cumplir. Al amanecer del 9 de octubre, el golpe

49 “El doctor Vicente Espantoso, que en 1804 ya había sido denunciado a la Inquisición, con-vertida en el mayor instrumento de represión de los portadores de ideas subversivas, por ser poseedor de libros perniciosos y vedados.” Cit. por Oswaldo Albornoz Peralta: “El pensamien-to avanzado de la emancipación. Las ideas del prócer Luis Fernando Vivero”, Biblioteca de Autores Ecuatorianos, Nº 67, Universidad de Guayaquil, 1987, pág. 147.

50 “Jacinto Bejarano y Lavayen pertenecía a la logia masónica “Gran Reunión Americana” or-ganizada por Miranda y en 1797 había suscrito en París un acta comprometiéndose a luchar por la independencia americana, en cumplimiento de lo cual, a su regreso, combinando con su trabajo de comerciante y contrabandista, emprendió en la labor de propagar los principios republicanos y de conspirador tenaz contra el yugo colonial”. Cit por Albornoz Peralta, op. cit., p. 146.

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revolucionario fue dado con el mayor éxito. Y habría sido incruento, de no ser porque un jefe militar español, el coman-dante Joaquín Magallar, ofreció resistencia y fue muerto por los rebeldes.

Muy importante fue esa experiencia guayaquileña de octubre de 1820, por la cual la ciudad portuaria y sus anejos se independizaron y eligieron democráticamente a una Junta de Gobierno Provisorio, tras lo cual el gobierno civil convocó a una diputación provincial «compuesta de los diputados ele-gidos por cada pueblo». La convocatoria mandaba «que todo juez de partido (...) convoque (...) a los que sean cabeza de fa-milia (a excepción de los esclavos), para que, en el primer día festivo, elijan sus diputados, a pluralidad de votos y que nadie sea rechazado». Igualmente precisaba el número de diputados que debía elegir cada partido y fijada el 8 de noviembre si-guiente para la instalación de la Junta legislativa.

Finalmente, esa Junta o asamblea de representantes de la provincia dictó un Reglamento Constitucional que, en lo sustancial, proclamaba que la provincia de Guayaquil era libre e independiente, pero estaba «en entera libertad para unirse a la grande asociación que le convenga de las que se han de formar en la América del Sur». Proclamaba también que la religión del país era la católica y su gobierno era electivo, consagraba la plena libertad de comercio y el respeto a las garantías ciuda-danas, e instituía un gobierno tripartito de elección popular directa y un sistema de administración municipal.

Para el ejercicio del poder ejecutivo se estableció en el primer momento una Junta de Gobierno, apoyada por una asamblea popular y presidida por el teniente coronel Grego-rio Escobedo, pero las arbitrariedades de este motivaron la reorganización de la Junta por mandato de la Asamblea de

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Representantes, que eligió para integrarla al doctor José Joa-quín Olmedo, como presidente, al coronel Rafael Jimena, como encargado de los asuntos militares y a don Francisco María Roca, como encargado de los asuntos civiles y polí-ticos. Fue nombrado secretario el doctor Francisco Marcos, todos ellos miembros de la logia Estrella de Guayaquil.

El espíritu masónico que animaba a la Junta de Go-bierno guayaquileña quedó evidenciado en las primeras medidas gubernativas que esta tomó, las que apuntaban a conquistar tanto la independencia política del país como la liberación espiritual de sus ciudadanos: abolición de la Inqui-sición; implantación del libre comercio con todas las naciones del mundo; establecimiento de escuelas públicas en Guaya-quil, Portoviejo, Daule y Santa Elena; y establecimiento efec-tivo de la libertad de imprenta.

Obviamente, ello implicaba una ruptura con el vie-jo orden social y político y una liberalización de la vida social, hasta entonces aherrojada por la represión oficial, la persecución inquisitorial y la censura eclesiástica. En el ámbito de lo práctico, la libertad de imprenta permi-tió que un vocal de la misma Junta, don Francisco María Roca, comprara una imprenta y la obsequiara a la ciudad en abril de 1821, estableciéndose con ella la Imprenta de la Ciudad. Esta estuvo ubicada en los bajos de la Casa del Cabildo y bajo la conducción del experto tipógrafo Ma-nuel Ignacio Murillo. En su prensa se publicó desde el 26 de mayo de 1821 el primer periódico porteño, llamado El Patriota de Guayaquil51, caracterizado por su espíritu libe-ral, nacionalista y tolerante.

51 Camilo Destruge, “Historia de la revolución de Octubre y campaña libertadora”.

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La independencia de Guayaquil, con la que se inicia-ba la segunda etapa emancipadora de la Presidencia de Quito, se produjo en el justo momento en que el equilibrio estraté-gico sudamericano empezaba a variar en favor de las fuerzas libertarias. En efecto, mientras en el Sur inmediato el ejér-cito expedicionario de San Martín abría operaciones contra el centro del Virreinato del Perú, en el Norte próximo había entrado en vigor el armisticio pactado entre el gobierno re-volucionario de Colombia y las fuerzas del Pacificador Pablo Morillo. Con ello, la única amenaza a la que se enfrentaba el Guayaquil independiente la constituían las fuerzas españolas acantonadas en la Sierra quiteña.52

Para enfrentar esta amenaza, el Gobierno Provisorio de Guayaquil solicitó inmediata ayuda al gobierno peruano del Protector José de San Martín —cuya flota dominaba en-tonces las aguas del Pacífico Sur— y al gobierno colombiano del Libertador Simón Bolívar, al tiempo que organizaba un pequeño ejército propio, a base de los cuerpos regulares del ejército colonial acantonados en la plaza y de los batallones de milicias disciplinadas de la provincia.

Los cuerpos regulares eran el batallón Granaderos de Reserva, integrado por 600 indígenas originarios del Cusco, y el Cuerpo de Artillería, integrado por 200 hombres, en su mayoría milicianos nativos del puerto. Entre las fuerzas mili-cianas de la provincia figuraban el Regimiento de Infantería de Milicias Disciplinadas de la Plaza de Guayaquil, constituido por el Batallón Provincial de Infantería de Blancos y el Bata-llón de Infantería de Pardos Libres, y también el Escuadrón de Dragones, una de cuyas compañías, originaria de Daule,

52 En el presente trabajo, los patronímicos “quiteño” o “quiteña” hacen referencia a las cosas o personas del país de Quito y no a las de la ciudad del mismo nombre.

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estaba de guarnición en el puerto. Los cuerpos milicianos de la provincia tenían un total de 1.039 plazas (853 hombres en la infantería y 186 hombres, con igual número de caballos, en el cuerpo de dragones), que, sumadas a las 800 de los cuerpos regulares, daban un total de 1.839 hombres sobre las armas en toda la provincia.

Entusiasmados con el fácil triunfo de su alzamiento y con la llegada de numerosos voluntarios venidos del interior, los insurgentes guayaquileños organizaron una fuerza de más de 1.600 hombres y abrieron operaciones sobre la Sierra en los primeros días de noviembre, casi al mismo tiempo que los sectores dirigentes de Cuenca proclamaban la independencia de esa ciudad, por entonces la segunda del país.

Cuestión muy expresiva es que ese ejército porteño que salió a campaña, bajo el mando del coronel Luis Urdane-ta, haya sido bautizado por los patriotas guayaquileños con el nombre de División Protectora de Quito, lo que revela el senti-do nacional que tenía su acción, encaminada no a la protec-ción de una ciudad sino del país entero.

El avance de las fuerzas independentistas de Guayaquil estimuló también la insurgencia de la elite dirigente criolla de la Sierra centro-norte: Guaranda, Machachi, Latacunga, Rio-bamba, Ambato, Alausí, Loja y Tulcán se proclamaron indepen-dientes en el breve período comprendido entre el 10 y el 19 de noviembre de 1820, aunque las derrotas sufridas por los insur-gentes cuencanos en Verdeloma (20 de octubre) y por el ejército guayaquileño en Huachi (22 de noviembre) restablecieron el poder colonialista en la Sierra y pusieron en entredicho la misma supervivencia del Guayaquil independiente. Debemos precisar que en el combate de Huachi murió combatiendo por la patria el Secretario de la Asamblea de Representantes de la Provincia

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de Guayaquil, y fundador de la logia Estrella de Guayaquil, José de Antepara.53 Un nuevo intento de las tropas insurgentes por acceder a la Sierra fue desbaratado en las cercanías de Guaranda, el 3 de enero de 1821, por las tropas y milicias realistas dirigidas por el comandante Piedra y el cura Javier Benavides; estas em-boscaron a las fuerzas patriotas y las masacraron en Tanizahua, con un saldo de 410 muertos y 120 prisioneros, entre estos últi-mos el jefe patriota, coronel José García, otro masón argentino enviado por José de San Martín, quien fue ejecutado inmedia-tamente.54 A partir de ese momento, solo el fuerte invierno cos-tanero impidió que las fuerzas del presidente y capitán general de la audiencia, general Melchor Aymerich, ocuparan la Costa y acabaran con la independencia guayaquileña.

Mientras el Gobierno Provisorio de Guayaquil se empeñaba en su intento de liberar el interior de la Audiencia de Quito, la joven República de Colombia se consolidaba al amparo del armisticio acordado con las fuerzas españolas. Mas, deseando concluir definitivamente la independencia, el Libertador reini-ció formalmente las hostilidades en abril de 1821 y dos meses después, el 24 de junio, daba con su ejército la Batalla de Ca-rabobo, que afirmó definitivamente la independencia de Ve-nezuela. Este triunfo y la reunión del Congreso Constituyente de Cúcuta sentaron las bases definitivas de la independencia y organización interna de Colombia.

53 Ver: Jaime Véliz Litardo, “La Masonería en la Historia del Ecuador”, Guayaquil, 1994, págs. 31-32.

54 Curiosamente, el coronel García era hijo de Ramón García de León y Pizarro, que fuera go-bernador español de Guayaquil, y sobrino del terrible Visitador y Presidente de la Audiencia de Quito don José García de León y Pizarro, los que se destacaran por su implacable política colonialista a fines del siglo XVIII. Ver también: César Alarcón Costta, “Diccionario Biográfico Ecuatoriano”, Ed. Raíces, Quito, 2000, p. 505.

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Tras consolidar la independencia de la Nueva Grana-da, Simón Bolívar, ratificado como Presidente de la Repúbli-ca, inició de inmediato los preparativos para la tan ansiada campaña del Sur, respaldado por un decreto del Congreso que le autorizaba a dirigir personalmente el ejército y a ejer-cer facultades omnímodas en los nuevos territorios que fue-ran liberados. Varios meses antes, respondiendo al pedido de ayuda de la Junta de Gobierno guayaquileña, Bolívar había dispuesto que un pequeño cuerpo de tropas se trasladase a Guayaquil «con auxilios a esa patriótica provincia», encargan-do reservadamente al jefe de ese cuerpo, general José Mires, que promoviese con el mayor tacto la inmediata agregación de Guayaquil a Colombia, pero sin condicionar a este objeti-vo su colaboración militar con los patriotas guayaquileños.55

La propuesta de incorporación a Colombia, plan-teada por Mires a la Junta guayaquileña, dio lugar a una respuesta evasiva de esta, en la que se reiteraba la voluntad guayaquileña de agregarse en el futuro “a cualquiera grande asociación que le convenga, de las que han de formarse en la América meridional”. No obstante, insistiendo en reca-bar mayor ayuda de Colombia y en ofrecer su decidida ayu-da a la campaña libertaria, la respuesta del gobierno guaya-quileño dejaba abierta la posibilidad de que la provincia se agregase a Colombia, al precisar que a aquella “se la puede considerar de hecho agregada a cualquier Estado con quien tenga tales relaciones”.56

55 Bolívar a Rocafuerte, 10-I-21, en Vicente Lecuna: “Simón Bolívar, Obras Completas”, Cara-cas, Ed. Lex, 1950, tomo I, p.523.

56 La respuesta de Olmedo a Mires (25-II-21) repetía textualmente la declaración del Reglamen-to Provisorio de Gobierno guayaquileño y era sustancialmente igual a la que Olmedo diera antes (XI-20) al coronel Guido, enviado de San Martín. Biblioteca Ecuatoriana Mínima, “José Joaquín Olmedo, Epistolario”, México, Ed. Cajica, 1960.p.360.

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Poco después, el 7 de mayo, arribaba a Guayaquil el general Antonio José de Sucre, con mil soldados colombianos y amplias instrucciones del Libertador para el manejo militar y político de la campaña del Sur. En esencia, ellas puntualizaban una política de varias alternativas frente al Gobierno Provisorio de Guayaquil, al que Sucre debía solicitar, en su orden: la in-corporación a Colombia, o el mando en jefe de las operaciones militares, o, en última instancia, al menos su admisión como jefe auxiliar de la campaña, retornando a Cundinamarca en caso de no ser atendido en estos requerimientos.

Sucre, argumentando el utis possidetis juris fijado por la Cédula Real de 1819 —que había colocado nuevamen-te a Guayaquil bajo la jurisdicción del Virreinato de Nueva Granada— y la delimitación territorial proclamada por la constitución de Colombia, recibió igual respuesta que Mires. Sin embargo, logró convenir con la Junta guayaquileña un acuerdo por el cual la provincia se colocaba «bajo los auspi-cios y protección de Colombia», confiaba a Bolívar «todo el poder... para que... comprenda a esta provincia en las nego-ciaciones de paz, alianza y comercio que celebre con naciones enemigas y neutrales» y otorgaba a Sucre el mando en jefe de todas las tropas, con amplias atribuciones para el manejo de la campaña.57 En síntesis, a diferencia de la efímera «República de Cuenca», que sucumbió tras el combate de Verdeloma, la pequeña República de Guayaquil siguió existiendo, pero cada vez más al amparo de Colombia.

Para mediados de 1821, Sucre contaba ya con un pequeño ejército de alrededor de dos mil hombres, con el cual abrió operaciones y obtuvo iniciales triunfos sobre las

57 Andrés Eloy de la Rosa, “Firmas del ciclo heroico”, Lima, s.e, 1938, pp. 228-231.

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fuerzas colonialistas acantonadas en la Sierra, que ascendían a un total aproximado de dos mil quinientos soldados. Los alzamientos y defecciones de una parte de las tropas locales y ciertos errores tácticos de oficiales subordinados determi-naron, finalmente, el segundo descalabro de Huachi (12 de septiembre de 1821), que significó la práctica liquidación del ejército insurgente.

Replegado nuevamente a Guayaquil, Sucre debió enfrentar un cúmulo de problemas políticos y logísticos, que amenazaban con imposibilitar la campaña del Sur y precipitar la pérdida de Guayaquil para Colombia. En-tre ellos se destacaban la presencia de un vigoroso par-tido peruanófilo, dirigido por uno de los triunviros del gobierno guayaquileño (Roca), que dificultaba al máximo los esfuerzos de guerra en que se empeñaba Sucre; la cre-ciente desconfianza entre la Junta Gubernativa del puerto y el ejército auxiliar colombiano; la amenaza de las fuerzas colonialistas de la Sierra, fortalecidas por la llegada de un nuevo y eficiente presidente para la Audiencia (Murgeón) y la tardanza de los refuerzos solicitados a Colombia y al gobierno peruano de San Martín.

Particularmente grave fue la actitud asumida por el gobierno de San Martín frente a la campaña de Sucre en te-rritorio quiteño, que no se limitó a la negación del respaldo solicitado sino que aún alcanzó ribetes de hostil oposición política, siempre en busca de frustrar la campaña colombiana e incorporar Guayaquil al Perú.58

58 En diciembre de 1821 llegó a Guayaquil el general José de Lamar, enviado por San Martín para estimular la agregación de esas provincias al Perú. Su condición de quiteño de nacimiento (pues había nacido en Cuenca) y su vinculación con influyentes familias azuayas y guayaqui-leñas, daban a Lamar gran influencia sobre el gobierno de Guayaquil y fortalecían los planes anexionistas de San Martín.

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Ayudado solo por el armisticio acordado con las fuer-zas españolas (noviembre de 1821) y por su propia habilidad política, Sucre logró sortear las graves dificultades que se le oponían y abrió nuevamente campaña contra las fuerzas es-pañolas en enero de 1822, con un ejército de apenas mil qui-nientos hombres, en su mayor parte costeños. Esta vez varió sustancialmente su plan táctico y se dirigió primero hacia la provincia de Loja, donde se le unió, poco después, una divi-sión auxiliar peruano-argentina enviada por San Martín, bajo el mando del coronel Santa Cruz. Sorteando una vez más los escollos políticos opuestos a su acción por el gobierno perua-no, Sucre logró finalmente ocupar Cuenca, el 21 de febrero de 1822, poniéndose en actitud de operar sobre la Sierra nor-te y batir definitivamente a las fuerzas colonialistas.

Para cuando inició su marcha hacia el centro de la Sierra, a comienzos de abril de 1822, Sucre ya había obtenido la incorporación de Cuenca a Colombia, lo que constituía un importante triunfo político colombiano e inclinaba definiti-vamente el equilibrio estratégico en territorio quiteño, tanto en contra de las fuerzas españolas como de las ambiciones de San Martín. Pocos días más tarde, las tropas libertadoras franqueaban la formidable barrera del nudo del Azuay y los granaderos argentinos dirigidos por Lavalle derrotaban a la brillante caballería española en las proximidades de Riobam-ba (21 de abril). Un mes después, reforzado con la llegada de nuevas tropas colombianas por la vía de Guayaquil, el ejército de Sucre vivaqueaba en las inmediaciones de la capital de la Presidencia de Quito.

Mientras Sucre efectuaba sus dos campañas en la Sie-rra quiteña, Bolívar había liberado el sur de Cundinamarca y avanzado hacia las cercanías de la provincia quiteña de Pasto,

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donde fue detenido por las fuerzas colonialistas, que, respalda-das en la formidable barrera natural del río Juanambú, resis-tieron con éxito los repetidos embates del ejército libertador. La única alternativa que le quedaba a este para conquistar la provincia de Pasto y abrirse paso hacia la Sierra central era un ataque de Sucre desde Quito. Esa fue precisamente la intención de las tropas de Sucre cuando, al amanecer del 24 de mayo, buscaron flanquear por el Pichincha a las fuerzas españolas de la capital, en busca de dirigirse al Norte, atacar Pasto, reunirse con el ejército de Bolívar y retornar al centro para consolidar la independencia de Quito y marchar luego hacia el Perú. Tratan-do de evitar el atrevido movimiento del ejército de Sucre, las fuerzas españolas del general Aymerich salieron a su encuentro y fueron derrotadas totalmente en las breñas del Pichincha, el 24 de mayo de 1822.

Los cronistas de esa campaña, como ‘OLeary, desta-can la labor que en ella cumplieron las guerrillas campesinas quiteñas, que abastecieron y guiaron al ejército libertador con el mismo afán con el que atacaban a las fuerzas colonialistas y desorganizaban sus líneas de abastecimiento y sistemas de comunicación.

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CAPÍTULO SEGUNDO

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LA MASONERÍA EN LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO REPUBLICANO

Vistos los hechos anotados en el capítulo precedente, resulta evidente que la independencia hispanoamericana fue una causa promovida y organizada por los masones criollos, quienes se propusieron también la instauración de un siste-ma democrático–republicano de gobierno en los países recién emancipados, de acuerdo con las enseñanzas del Precursor Francisco de Miranda. Ese proyecto político de la masonería lautarina se planteó también otros objetivos adicionales, a tono con sus principios filosóficos, y ellos fueron los siguientes:

1. Eliminación de la esclavitud de los negros y la servidumbre personal de los indígenas.

2. Eliminación de títulos nobiliarios, mayorazgos y otros pri-vilegios aristocráticos, o de cualquier forma de superiori-dad social que no tuviera base en el mérito personal y el trabajo.

3. Consagración jurídica de la libertad de conciencia y de la tolerancia religiosa.

4. Abolición de los monopolios coloniales, comerciales e in-dustriales.

5. Abolición de la Inquisición y prohibición de que los cléri-gos se inmiscuyeran en política.

6. Secularización del Estado, nacionalización de los bienes de manos muertas y supresión de los privilegios eclesiásticos.

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7. Entrega de tierra en propiedad a los campesinos.8. Establecimiento de una educación pública, laica y gratuita,

para la formación moral e intelectual de los ciudadanos.En verdad, todo ese audaz y renovador ideario había

sido expuesto ya por el liberalismo español de las últimas dé-cadas del siglo XVIII o fue planteado por los diputados de las Cortes de Cádiz, siempre tras ser gestado en las logias masó-nicas. De ahí que los líderes de la independencia hispanoa-mericana, formados en ese ideario, se empeñaron en llevar adelante una amplia y profunda reforma de sus sociedades nacionales, que abarcase prácticamente todos los espacios de la vida social, desde la organización política del Estado hasta las relaciones con la Iglesia y desde los sistemas de propiedad hasta los planes y métodos educativos. Es más: a través del establecimiento de nuevas logias en los territorios liberados, promovieron la concientización de la elite político–militar de la independencia y difundieron esas ideas de progreso so-cial en los sectores más avanzados de la población. De esta manera, otros dirigentes del proceso de independencia y or-ganización republicana adhirieron a ese ideario e ingresaron directamente a la orden masónica, convirtiéndose en activos propulsores de la reforma.

En el caso de la República de Colombia, eso fue lo que ocurrió en esa primera etapa republicana con líderes ci-viles y militares de la talla de Antonio José de Sucre, Francis-co de Paula Santander, José Manuel Restrepo, Pedro Gual, José María del Castillo, Vicente Azuero, José Rafael Reven-ga, José Fernández Madrid, José de Villamil, Francisco Ma-ría Roca, Francisco de Marcos, Francisco de Paula Lavayen, Lorenzo de Garaicoa, León Febres Cordero, Luis Urdaneta,

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Miguel Letamendi, José de Antepara y José María Sáenz, entre muchos otros.

De particular importancia fue en esta parte de Amé-rica la actividad masónica de los generales Santander y Sucre. Santander fundó en enero de 1820, en Bogotá, una logia ma-sónica nombrada Libertad de Colombia, tomando para sí mis-mo el nombre masónico de Hermano Pelópidas. Tres años más tarde, el general fundaba ya la logia número 36 del Oriente Colombiano, llamada Fraternidad Bogotana Nº 1. Adicional-mente, fue promotor del periódico El Patriota, desde el que actuó en defensa de sus hermanos masones y de los principios de su orden, entablando recios debates públicos con el clérigo Francisco Margallo, editor y redactor del periódico antimasó-nico El gallo de San Pedro.59

Sucre, por su lado, se inició masón en su natal Cu-maná, en la logia Perfecta Armonía Nº 74, y luego coadyuvó al desarrollo de la Orden masónica en los diversos países libera-dos por su espada, siendo el último de ellos Bolivia, en donde levantó las columnas de la logia Hiram, de La Paz, cuyo regla-mento interno redactó de su puño y letra. En el artículo 1º de este texto, consignó el Gran Mariscal:

La Masonería en sus diversos ritos tiene por objeto el progreso de la humanidad, mediante la perfección moral, intelectual y física de los masones. Constituye una familia de hermanos. Re-chaza la fuerza y la intolerancia con la divisa “Paz y Derecho”. Respeta las leyes de cada país y acata las autoridades legítimas.60

59 Orlando Solano Bárcenas, “La logia universal. Ensayos masónicos”, Ediciones de la Universi-dad INCCA, Bogotá, 1994, p. 328.

60 Cit. por Jaime Véliz Litardo, op. cit., p. 62.

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De modo inevitable, el aparecimiento del Estado Re-publicano como una institución nueva y poderosa, de carác-ter político–militar, debía generar y generó choques con la otra gran institución histórica de Hispanoamérica, que fungía como única heredera del sistema colonial: la Iglesia. Durante tres siglos, esta había sido parte sustantiva del andamiaje de poder colonial y sus funciones traspasaban largamente el cam-po estrictamente religioso para alcanzar otros ámbitos propios de la autoridad pública: el juzgamiento de delitos, el cobro de tributos, la educación y la colonización de territorios.

En verdad, ese enorme poder empezó a ser recortado por el mismo Estado Monárquico, que, ya en la época del des-potismo ilustrado, impuso el Patronato Regio sobre la Iglesia y exigió la sumisión de esta al poder real. «Desde el siglo XVIII, por influjo de la dinastía francesa de los Borbones, los derechos patronales se llegaron a interpretar y aplicar no como un privi-legio pontificio, sino como un atributo inherente a la corona».61 Precisamente en uso de ese patronato, los reyes de la casa de Borbón expulsaron a los jesuitas de sus dominios americanos y se apropiaron de sus bienes, al tiempo que reivindicaban para el poder real algunas atribuciones que hasta entonces habían estado en manos de la Iglesia, tales como la fundación de uni-versidades y el juzgamiento y sanción de ciertos delitos penales.

Luego, al producirse la guerra de independencia, las jerarquías eclesiásticas y el alto clero optaron mayoritaria-mente por la defensa de la monarquía y del sistema colonial, aunque buena parte del bajo clero, más próximo a los secto-res populares, plegó a la causa patriótica. Ello produjo graves enfrentamientos entre los jerarcas de la Iglesia y los líderes

61 Juan A. Eguren S.I., “Bolívar frente al patronato republicano”, en Montalbán, revista de la UCAB, Nº 2, Caracas, 1973, p. 715.

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militares del bando patriota. En el caso de nuestro país, fue durísimo el enfrentamiento del general Sucre, nombrado pri-mer Intendente del Departamento de Quito, con el obispo de la capital, Leonardo Santander y Villavicencio, quien se resistió a acatar las disposiciones políticas de la autoridad re-publicana, exasperando con ello al manso y tolerante Sucre, que llegó a amenazar con tirar por la ventana a ese obispo enemigo de la independencia.62 Por su parte, Bolívar se bur-laba de las autoridades religiosas de Bogotá, que lo habían excomulgado antes de la batalla de Boyacá y que luego del triunfo lo alabaron e hicieron entrar bajo palio en la ciudad.

En gran medida, fueron esas experiencias las que determinaron la imposición del patronato estatal sobre la Iglesia, como una reivindicación de los atributos que antes tuviera el Estado español. Además, con esta medida el Es-tado republicano buscaba demostrar su soberanía absoluta y marcar su hegemonía sobre cualquier otra institución exis-tente en el país. De este modo, cuando el Obispo de Mérida, Venezuela, monseñor Lasso de la Vega, se resistió en 1824 a ciertas disposiciones del senado colombiano, el congreso de Colombia emitió la Ley del 28 de julio del mismo año, sobre derechos patronales, que rezaba:

Art. 1º: La República de Colombia debe continuar en el ejer-cicio del derecho de Patronato que los Reyes de España tuvieron en las Iglesias metropolitanas, catedrales y parroquiales de esta parte de América.

Art. 2º: Es un deber de la República de Colombia y su Gobier-no, sostener este derecho y reclamar de la Silla Apostólica que en

62 Sobre el tema, ver en este mismo libro la nota 4 del artículo “Inicios de la educación pública en el Ecuador”.

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nada se varíe ni innove, y el Poder Ejecutivo, bajo este princi-pio, celebrará con Su Santidad un Concordato que asegure para siempre irrevocablemente esta prerrogativa de la República.

En uso de sus atribuciones de patrono eclesiástico, el gobierno grancolombiano eliminó por decreto ejecutivo a las Comisarías de la Inquisición existentes en el país y prohibió la censura eclesiástica a la publicación o importación de li-bros. Más tarde, obedeciendo los mandatos del Congreso de Cúcuta, el gobierno tomó varias otras medidas de reforma eclesiástica: decretó la supresión de conventos con menos de diez religiosos; amplió el patronato estatal sobre la Iglesia; fijó en veinticinco años la edad mínima para profesar como reli-giosos; suspendió el nombramiento de prebendas eclesiásticas vacantes, en beneficio del erario nacional; liberó del pago del diezmo eclesiástico a los nuevos cultivos y plantaciones del país, y reguló el cobro de derechos eclesiásticos, en busca de eliminar abusos contra la ciudadanía.

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LOS MASONES ECUATORIANOS EN LAFORMACIÓN DEL ESTADO NACIONAL

Una vez disuelta la Gran Colombia y constituida la República del Ecuador, los masones ecuatorianos jugaron un importante papel en la conformación y afianzamiento institu-cional del Estado ecuatoriano. Baste mencionar su presencia en las diversas Convenciones Nacionales reunidas entre 1830 y 1852, en las que eminentes figuras de la Masonería ocuparon un sitial destacado, como se refleja en el siguiente cuadro:

Convención de 1835: Presidente de la Convención: José Joaquín Olmedo.Presidente de la República: Vicente Rocafuerte.

Convención de 1852: Presidente de la Convención: Pedro Moncayo.Presidente de la República: José María Urbina.

No fue nada fácil la labor política de los masones ecua-torianos en medio de esa bruma ideológica que rodeaba a la na-ciente República del Ecuador y bajo cuya sombra la transición del sistema colonial al republicano aparecía como una tarea propia de titanes, en razón del enorme peso que seguía tenien-do la estructura aristocrática–terrateniente, cuya sola presencia negaba en la práctica todos los esfuerzos de igualdad y reforma consagrados por la nueva legislación republicana.

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Y es que cada idea básica del ideario liberal y el siste-ma republicano, chocaba con poderosos intereses oligárquicos que resistían su aplicación. La idea de que todos los hombres eran iguales ante la ley chocaba con el mantenimiento de la esclavitud de los negros y la servidumbre indígena. La idea de que la soberanía republicana radicaba en el pueblo chocaba con los usos excluyentes de la aristocracia criolla, empeñada en mandar sin contrapeso alguno. La idea de que cada ciuda-dano del país debía participar en la vida política, a través del voto, era negada por el sistema de voto censitario, por el que votaban solo los propietarios y podían ser candidatos única-mente los más ricos de ellos. La idea de que la economía fiscal debía asentarse en el aporte de todos los ciudadanos según su capacidad, chocaba con la vigencia del tributo indígena y la cerrada oposición de los propietarios a pagar impuestos sobre su renta personal. La idea de que la fuerza armada del Estado debía estar constituida por un ejército ciudadano, reclutado a base de la conscripción personal, era denegada por la vieja prác-tica de reclutar solo a los pobres, mediante métodos de fuerza. La idea de que el Estado tenía como meta básica prestar servi-cios públicos a la ciudadanía era negada por el hecho de que el Estado no brindaba ni garantizaba prácticamente ningún servi-cio público, salvo quizá alguno menor en el campo educativo.

Por el contrario, bajo el peso de la vieja estructura socio–económica y el impulso retrógrado de la Iglesia post–colonial, muchos de cuyos miembros todavía añoraban la figura del rey, el Estado ecuatoriano pasó a ser manejado por la aristocracia terrateniente, la cual restableció las for-mas políticas coloniales, solo que sustituyó la autoridad despótica del monarca por un presidencialismo igualmente despótico, que en la práctica era una especie de dictadura

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constitucional. De este modo, el Estado republicano devino rápidamente una temible estructura político–militar, mon-tada para ejecutar tareas que garantizaran el viejo orden y el nuevo afianzamiento del sistema oligárquico. Y sus tareas dejaron de ser aquellas que habían sido definidas por los teóricos del pensamiento liberal (Rousseau, Locke, Montes-quieu, Jefferson, Jovellanos, Campomanes) y los líderes de la independencia (Bolívar, San Martín, Carrera, O’Higgins, Hidalgo, Morelos) y pasaron a ser esas otras que reclamaba el poder gamonalista:

1. Cobrar impuestos exclusivamente a los más pobres, y en especial a los indios, incluso adelantando o duplicando el cobro cuando lo exigían las urgencias del Estado;

2. Dividir o sacar a remate las tierras de las comunidades in-dígenas, bajo el criterio de “hacer propietarios a los indios, para estimular su libre iniciativa individual” o con el pre-texto de financiar escuelas para la educación indígena.

3. Subastar los ejidos y dehesas (tierras comunales) de las ciu-dades, para obtener fondos para los gastos públicos;

4. Reclutar a soga a los hombres pobres, para llevarlos a las guerras civiles o a los conflictos de frontera, y requisar fre-cuentemente los animales y alimentos de las gentes del pueblo, para mantener a las tropas en campaña;

5. Garantizar mano de obra para las haciendas, mediante el ar-bitrio de perseguir y apresar a los pobres sin ocupación, según los duros términos de las famosas leyes contra la vagancia;

6. Imponer a los pueblos y comunidades reiteradas obligacio-nes de trabajo personal o contribución económica para la construcción de obras públicas;

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7. Mantener los antiguos estancos coloniales (tabaco, aguar-dientes, pólvora) y crear otros nuevos (sal, papel sellado), persiguiendo activamente a los pequeños cultivadores de tabaco y caña, y a muchos pequeños comerciantes.

8. Montar un sistema de gobernadores y jefes políticos que man-tuvieran a raya toda inquietud social o manejaran la incipiente opinión pública en favor del grupo o camarilla gobernante;

9. Reprimir brutalmente toda protesta popular, levantamien-to indígena o manifestación de descontento social frente a los abusos, incumplimientos o imposiciones arbitrarias del Gobierno o sus autoridades subalternas; y,

10. Perseguir con saña a toda forma de oposición política o ideológica, apresando, confinando, desterrando, fusilando o incluso asesinando a los jefes del bando opositor o a los ideólogos de la disidencia.

Lamentablemente, ese fue el único Estado que el pueblo conoció durante los gobiernos floreanos y luego en la mayor parte de nuestro primer siglo republicano. No debe extrañarnos, pues, que las gentes del común hayan cobrado terror a los agentes de la autoridad, cuya sola presencia era casi siempre el anuncio de nuevos males o abusos de poder.

¿Cómo cambiar esos malos hábitos o abiertas perver-siones del sistema republicano? ¿Cómo romper esas camarillas gamonalistas que actuaban como dueñas de vidas y hacien-das? ¿Cómo sentar las bases para la paulatina formación de una verdadera ciudadanía, que fuera consciente de sus debe-res y derechos y pudiera contrapesar, con su presencia social y acción política, a esa estrecha telaraña formada por el poder terrateniente y el poder eclesiástico, y que hacía sombra sobre la vida de la República? ¿Cómo imponer la tolerancia a ban-

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dos políticos intransigentes, o a un clero autoritario, fanático, bastante corrompido y sumamente ignaro, que en muchos casos seguía clamando contra la independencia y a favor del regreso del sistema colonial y de la monarquía española?

Esas fueron las inquietudes que angustiaban a los maso-nes y otros hombres ilustrados del naciente Ecuador. Ellos aspira-ban a consolidar una República igualitaria, justa, democrática y tolerante, donde los viejos fanatismos inquisitoriales de los curas y el espíritu aldeano de los hacendados, fueran progresivamente sustituidos por una cultura liberal, tolerante y abierta al progreso nacional. Mirándose en el espejo de la República norteamerica-na, donde el espíritu masónico de Washington, Jefferson, Adams, Franklin y otros estadistas había estimulado una apertura mental hacia la modernidad y el progreso, buscaban erradicar esa cultura de confesonario heredada de la colonia y sustituirla por una cul-tura ciudadana, digna de una República independiente.

Y no era que esos masones del Ecuador decimonónico fueran ateos o heréticos, y anduvieran empeñados en destruir a la religión católica y a la Iglesia, como afirmaban sus enemigos conservadores y el clero fanatizado. Todo muestra que, por el contrario, eran sinceros cristianos y gentes de recta moral indivi-dual, pero que reivindicaban el derecho de los creyentes a pensar con su propia cabeza y a vincularse a Dios directamente, a través de sus propios actos y reflexiones, y no mediante el simple e irre-flexivo sometimiento a los mandatos de la clerecía. Empero, se trataba de que esos masones, políticamente liberales, tenían un alto concepto de la conciencia republicana y ponían los nuevos paradigmas de República, ciudadanía y patriotismo por encima de las ideas tradicionales de Iglesia, feligresía y fe.63

63 A comienzos del siglo XX sostendría similares conceptos republicanos el gran arzobispo–his-toriador Federico González Suárez. Con ocasión de las invasiones militares colombianas contra

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Desde luego, esa disputa al poder de la Iglesia no era re-ciente. Ya en la época colonial se había acuñado el concepto de las dos Majestades, para referirse a las paralelas autoridades del Rey y la Iglesia, y es bien conocido el hecho de que los Reyes de España desequilibraron esa autoridad al imponer la soberanía real sobre el poder eclesiástico, por medio del Patronato Re-gio. Sobre ese antecedente, al constituirse la Gran Colombia, los legisladores republicanos reivindicaron el Patronato Estatal sobre la Iglesia, que, por otra parte, reafirmaba el concepto de soberanía popular y ponía en la cúspide del poder social a las autoridades consagradas por la voluntad nacional.

Obviamente, la Iglesia católica resistió por muchos medios a la soberanía del poder republicano, que no solo la sometió a su patronato sino que además la privó del poder policial y penal de que gozaba a través de la Inquisición, le negó la capacidad de censurar previamente libros y escri-tos de todo género, y aún tomó medidas para privarle del monopolio financiero de que había gozado hasta entonces, al ser la única entidad prestamista que financiaba negocios y empresas.

El conflicto político–religioso alrededor del Patronato Estatal cubriría prácticamente todo el siglo XIX y comienzos del siglo XX. Y, en sus diversas etapas, los masones ecuatoria-nos actuarían siempre como defensores de la soberanía na-cional y el interés público, que hallaban simbolizados en esta institución jurídica. Así, como veremos más adelante, el go-bierno de Vicente Rocafuerte sostuvo con firmeza este princi-pio y se respaldó en él para sancionar los excesos políticos de

el Ecuador, organizadas por el fanático obispo de Pasto fray Ezequiel Moreno Díaz, monseñor González Suárez prohibió a sus feligreses cooperar con ellas, alertándoles que “primero estaba la Patria y después la Religión”.

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la Iglesia y para secularizar el antiguo colegio dominicano de San Fernando.

Posteriormente, durante la Convención Nacional de 1845 volvieron a plantearse varios debates alrededor de este tema, actuando como defensor de los intereses eclesiásticos el diputado y canónigo cuencano Villamagán.64 Se planteó que entre las atribuciones del Congreso debía constar la de nombrar obispos, arzobispos y dignidades. Entonces, el doc-tor Pedro Moncayo, diputado por Imbabura, manifestó:

Que los Reyes de España habían estado en posesión del derecho de Patronato, y que las Repúblicas Americanas, al declararse soberanas e independientes, sucedieron en este derecho como en todos los demás inherentes a la soberanía; que esta una atri-bución de derecho natural, que habían poseído las Repúblicas Americanas desde el principio de su emancipación política sin que hasta la presente se les hubiese disputado (...) Que al presen-tar las personas que podían obtener los empleos eclesiásticos, no hacía el Gobierno sino salir de garante de su capacidad, y que esto nada tenía de espiritual.65

64 Este sacerdote fue uno de los pretendidos inquisidores a los que reprendió el presidente Roca-fuerte en 1835.

65 “Pensamiento de Pedro Moncayo”, Enrique Ayala Mora editor, Corporación Editora Nacio-nal, Quito, 1993, p. 115.

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PRINCIPIOS MASÓNICOSE IDEOLOGÍA REPUBLICANA

Cuestión importante a precisar es que la Masonería, institución fundamentalmente educativa, le dio a la políti-ca republicana un horizonte ético y un cuerpo de principios ideológicos, superando así el ruin nivel impuesto por los apetitos oligárquicos y los intereses caudillistas, que sin esta acción masónica habrían reinado sin oposición. En una Re-pública naciente, en la que no existía realmente una opinión ciudadana, donde las mayorías estaban sometidas al doble yugo del analfabetismo y la miseria, donde lo mejor de la eli-te política fundacional había sido eliminada en las guerras de independencia y donde, en consecuencia, los únicos actores de la vida política eran las oligarquías regionales y locales, se volvió urgente iniciar la educación del pueblo soberano, para que algún día este pudiera reivindicar sus derechos y conocer debidamente sus deberes.

La pauta básica la había dado el hermano masón Si-món Bolívar, al precisar que «un pueblo ignorante es un ins-trumento ciego de su propia destrucción» y que la República debía educar al pueblo –su único soberano– con el mismo cui-dado que las monarquías educaban a los príncipes.

De ahí que la Masonería se preocupó por educar en sus templos a una nueva elite intelectual y política, que fue-ra capaz de consolidar el proyecto republicano y de llevar a la práctica sus ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad.

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Y como parte esencial de esa tarea educativa, enseñó a sus adeptos el principio de que el ejercicio del poder no es un lucro ni una prebenda, sino un servicio público que debe ser ejercido con responsabilidad. Buen ejemplo de ello fueron las admonitorias palabras con que José Joaquín Olmedo, Presi-dente de la Convención Nacional de 1835, entregó la banda presidencial a su hermano masón Vicente Rocafuerte, elegido Presidente de la República:

El poder público no es una propiedad que se adquiere, no es un fuero, no es un premio que la nación concede; es una carga honrosa y grave, es una confianza grande y terrible que lleva consigo grandes y terribles obligaciones (...)

Otras enseñanzas inculcadas por la Masonería a sus adeptos, siguiendo los preceptos de su antigua tradición edu-cativa, fueron las referidas a la tolerancia religiosa, la liber-tad de cultos y el libre pensamiento. Empeñada en promover la fraternidad entre los hombres, la orden había establecido desde hacía mucho tiempo que uno de los principales moti-vos de enfrentamientos, conflictos y guerras era la intoleran-cia religiosa, generada por la actitud egoísta y absolutista de ciertas Iglesias, que se empeñaban (y por desgracia todavía se empeñan) en imponer a los demás su particular visión del mundo. De ahí que buscara inculcar en la sociedad la vir-tud de la tolerancia, rechazando toda afirmación dogmática y todo fanatismo, promoviendo el respeto a la opinión ajena y defendiendo la libertad de expresión, todo ello con miras a establecer una cultura de paz y entendimiento y a eliminar los prejuicios de toda índole.

Fue por ello que la Masonería se enfrentó decidida-mente a una Iglesia opulenta, intolerante y fundamentalista,

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que pretendía continuar manteniendo su antigua hegemonía ideológica sobre la sociedad, así como el sistema socio–econó-mico heredado de la colonia, que la beneficiaban largamente. Precisamente en nombre de esos intereses, la Iglesia se oponía sistemáticamente a todo cambio que procurase la democrati-zación y modernización del país o que consagrase la libertad de pensamiento.

Esa Iglesia decimonónica venía de ser uno de los be-neficiarios fundamentales del sistema colonial. Sus propie-dades rústicas —obtenidas generalmente mediante coacción moral a los enfermos y moribundos— cubrían gran parte del territorio nacional, al mismo tiempo que sus capitales, de parecido origen, financiaban a muchas haciendas y negocios de la oligarquía terrateniente. También poseía un monopolio ideológico casi total, puesto que abarcaba desde el control de la educación básica hasta las orientaciones de la política. Organizada desde siglos atrás como el poder espiritual del sistema colonial, la Iglesia se veía a sí misma como el único e indispensable referente moral de los pueblos, a los que conce-bía como masas inmaduras y peligrosas, siempre expuestas a la degradación moral y a la anarquía política.

Esas ideas básicas (la intrínseca superioridad moral de la Iglesia y la peligrosidad potencial del pueblo) pueblan prácti-camente todo el discurso eclesiástico del siglo XIX republicano, que muy poco se diferencia de su similar colonial. Y ellas expli-can en gran medida esa preocupación del clero por inmiscuir-se en todos los ámbitos de la vida política republicana, donde nuevos actores sociales y políticos –tales como los caudillos mi-litares, los pensadores ilustrados o los líderes de la burguesía comercial– le disputaban la orientación y control de las masas populares. Si a esto sumamos el deseo de defender sus grandes

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intereses terrenales (bienes, rentas, diezmos, etc.), que ella creía amenazados por los poderes republicanos, se explica todavía de mejor manera esa intromisión general del clero en la política contingente, que lo llevó a buscar el control de los resortes básicos del sistema electoral y aun a estimular la participación directa de sus miembros como candidatos del conservador Partido Nacional.

La Masonería se irguió entonces como abanderada de las nuevas ideas que sustentaban el poder republicano. Frente a los viejos conceptos políticos que abanderizaba la Iglesia en los primeros tiempos republicanos (poder de origen divino, necesidad de un orden estamental, intrínseca peligrosidad de las masas), ella levantó y popularizó ideas tales como el con-trato social, la soberanía popular, la organización democrática del Estado y la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Es más, inspirándose en las ideas de Rousseau, argumentó acerca de la intrínseca bondad del pueblo y de su capacidad de autore-gulación moral, con lo cual la idea religiosa del monstruo en calma pasó a ser cotejada con el concepto liberal de pueblo soberano. Sobre tal piso conceptual, los masones ejercitaron desde la prensa, el parlamento, las instancias municipales o los foros académicos la crítica al viejo orden de ideas y reivin-dicaron el derecho de los ciudadanos al libre pensamiento, a la libertad de cultos, a la tolerancia religiosa y a la oposición civilizada frente a los abusos o excesos del poder.

Otro de los medios utilizados por ellos para lograr la educación política de las masas en los principios políticos re-publicanos fueron los catecismos políticos. Siguiendo el mo-delo de los catecismos religiosos, los autores de estos nuevos textos liberales los redactaban con un lenguaje sencillo, que fuera accesible al público, de modo que cada pregunta y res-

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puesta fuesen de fácil retención en la memoria y permitiesen su repetición y divulgación.

El primero y quizá el más importante de esos catecismos fue escrito por el líder de la independencia doctor Luis Fernando Vivero y se tituló «Lecciones de Política según los Principios del Sistema Popular Representativo adoptado por las Naciones Americanas». Su autor, que fuera diputado de Guayaquil al Congreso General de Colombia, viajó pos-teriormente a París con la finalidad expresa de publicar su obra, lo que se hizo en la imprenta de Gaultier–Laguionie, en 1827. Al regresar al país, Vivero fue designado primer rector del Colegio Seminario de Guayaquil (actual colegio Vicente Rocafuerte), institución en la cual empezó a utilizar con éxi-to su flamante catecismo republicano, en cuya introducción consignó el objeto fundamental de su obra: «Acabados de sa-lir los pueblos de un régimen que tenía por base la ignorancia, es necesario hacer todo esfuerzo para disiparla, facilitando la instrucción del mayor modo que se pueda».66

Sería muy largo detallar toda la teoría política expues-ta por Vivero en su catecismo. Empero, creemos indispensa-ble reseñar al menos algunas de sus lecciones fundamentales.

Sobre los derechos naturales del hombre:«¿Cómo prescribe la ley natural la justicia?Por medio de tres atributos físicos inherentes a la or-

ganización del hombre.¿Qué atributos son éstos?La igualdad, la libertad, la propiedad.

66 Cit. por Oswaldo Albornoz Peralta, “El pensamiento avanzado de la emancipación. Las ideas del prócer Luis Fernando Vivero”, Biblioteca de Autores Ecuatorianos, Nº 67, Universidad de Guayaquil, 1987, págs. 18-19.

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¿Por qué se considera la libertad como un atributo físico del hombre?

Porque formados los hombres en lo esencial del mis-mo modo, tienen un derecho igual a la vida y al uso de los elementos que los mantienen, y así no pueden menos que ser iguales en el orden de la naturaleza.

¿Por qué se dice que la libertad es un atributo físico del hombre?

Porque habiendo recibido todos los hombres suficientes sentidos para su conservación, y no teniendo ninguna necesidad de los de otro, son por este solo hecho naturalmente indepen-dientes y libres, y ninguna nace para estar necesariamente some-tido a otro, si tampoco tiene derecho para dominarle. (…)»

Sobre el Contrato social y la soberanía popular:»¿Qué viene a ser aquel poder que han instituido los hom-

bres para proveer a su seguridad y bienestar?Es la soberanía o supremacía de la voluntad general

sobre la de los particulares. El consentimiento del pueblo es el único que puede legitimar el ejercicio de la soberanía.»

Sobre la libertad de prensa:»¿En qué consiste la libertad de la prensa?En el ejercicio que tiene el hombre de escribir, im-

primir y publicar libremente sus pensamientos y opiniones, sin necesidad de examen, revisión y censura alguna anterior a su publicación, quedando sí responsable del abuso de tan preciosa facultad.

¿Cómo debe considerarse la libertad de la prensa con res-pecto a la moral pública?

Como el mejor medio de protegerla. Nada es más conveniente a la moral pública que la facultad de acusar los hechos que le sean contrarios; esta facultad, esta potestad cen-

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soria debe existir en cada ciudadano, porque cada ciudadano tiene interés en la preservación del orden público, y el privarle de este medio tan importante de consultar el buen orden de sus intereses sociales sería inferirle una gran injusticia.»

Sobre la libertad de cultos»¿Cuáles son las ventajas de la tolerancia religiosa?Sin ella no puede haber comunicación de luces ni co-

mercio entre los hombres. … (Y) sin la tolerancia no puede romperse el lazo impío del sacerdocio y del imperio, que ha sido causa de tantas escenas espantosas de sangre y desolación, y que sostiene el plan de esclavitud de los pueblos, trazado por los tiranos y santificado con los prestigios de la divinidad, a quien insultan sacrílegamente.»

Sobre el sistema de gobierno en América:»¿Cuál es el gobierno de los Estados americanos?El popular representativo.¿Por qué han adoptado esta forma de gobierno?Porque ninguna podía convenirles sino esta, como lo

manifiestan las siguientes razones: Los progresos de la edu-cación, (…) la actividad de las comunicaciones por mar y tierra, la libertad de la prensa, y los escritos luminosos son otros tantos medios que, estando al alcance de estos Estados, contribuyen maravillosamente a propagar las luces, y a fijar el verdadero sistema popular representativo. (…)

¿De qué medios deben valerse los gobiernos americanos para el sostenimiento del sistema representativo?

De los siguientes: 1º. La educación: (…) El gobierno español dejó la mayor parte de las poblaciones, por lo general, en un estado de abatimiento que apenas puede concebirse; y mientras ella continúe en él, no podrá establecerse sólida-mente el sistema representativo entre nosotros…

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¿Qué resulta de esto?Que los gobiernos americanos deben hacer todo es-

fuerzo para establecer una educación popular, mediante la cual todo el que nace en nuestro suelo se ilustre, conozca su propia importancia y aprecie sus derechos.

¿Deben cuidar los gobiernos de extender la educación a las mujeres?

Sí, ya porque ellas mismas constituyen una mitad de la especie humana, como por el influjo que ejercen sobre la otra mitad de ella; la mujer es la nodriza del hombre en su infancia; la que forma sus primeras impresiones, que son las más duraderas, y la poseedora de su corazón y su inseparable compañera en todo el curso de su vida; y como los mejores medios de obrar sobre el corazón humano son los de ganarle, el sexo a quien está esto especialmente reservado, no podrá menos de conseguir de él todo cuanto se necesita para formar una sociedad bien arreglada, siempre que se cuide de que él mismo sea virtuoso e ilustrado.

¿Cuáles son los demás medios conducentes al sostenimiento del sistema representativo entre nosotros?

1º. El fomento de la industria. El estado de la socie-dad es transitorio cuando no se afirma en la base eterna del trabajo y de la propiedad, o de la industria, que es lo mismo; ella extingue la mendicidad y los vicios que le son consiguien-tes; hace aplica a todas las necesidades del hombre, y es ili-mitada como el pensamiento humano; engendra el espíritu de previsión, que es el origen de una prosperidad durable; da existencia a los que no tienen más que brazos e inteligencia; es enemiga de la guerra, de la disipación y del ocio; … dará ocupación a hombres a quienes la fertilidad de nuestro sue-lo vuelve ociosos e inmorales; nos hará necesitar menos de

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las naciones extranjeras, y en fin, asegurará la independencia de cada ciudadano y le hará concebir sentimientos nobles y generosos, indispensables para el sostenimiento del sistema representativo.

¿De qué medios deben valerse los gobiernos para el fomento de la industria?

De varios, pero el principal es el establecimiento de escuelas normales de artes y oficios…

¿Cuáles son los demás medios de que tratamos?El aumento de la población: esta es una consecuencia

necesaria de todo buen gobierno (…) Los medios de que los gobiernos deben valerse para promoverlo (son):

1º. A nadie prohibirse el matrimonio.2º No debe imponerse gravamen alguno a los que lo

contraen. 3º La emigración de extranjeros.4º La apertura y composición de caminos: por este

medio se acortan las distancias; se facilita la comunicación entre los pueblos de un Estado; se uniforman las costumbres; cesan los odios provinciales (…)

5º. Mejorar la suerte de los indios, de estos hijos de la inocencia, que dan la idea de cuánto el hombre ha podido hacer contra el hombre. (…) Ninguna (nación) podrá soste-ner el sistema representativo si su gobierno no se ocupa de la suerte del indígena, para constituirle propietario, sacarle del pupilaje, de la opresión y del abatimiento en que está sumido; hacerle marchar por la senda de la cultura, por su carácter tan dulce y susceptible de toda civilización a que se quiera elevar-le; y ponerle finalmente en estado de deliberar por sí mismo en le seno de la legislatura.

6º. Finalmente, hay otros medios indispensables para

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el sostenimiento de todo gobierno liberal, en todo tiempo y en todo país, tales como el juicio de jurados, la libertad de prensa, la libertad religiosa y otros temas.»67

67 “Pensamiento Ilustrado Ecuatoriano”, Coedición Banco Central del Ecuador – Corporación Editora Nacional, Quito, 1981, págs. 473–520.

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LOS MASONES Y LA LIBERTAD DE IMPRENTA

Uno de los mecanismos que los masones ecuatorianos escogieron para ejercitar y promover el derecho ciudadano a la libre expresión de las ideas fue el uso de la imprenta, cuestión que, como ya hemos visto, provocaba urticaria en la ultraconservadora jerarquía eclesiástica.

Hasta ese momento, el país solo había tenido una im-prenta, traída en 1755 por los jesuitas y establecida primero en Ambato y luego en Quito (1760). Fue utilizada por la cu-ria, las órdenes religiosas y el gobierno colonial para difundir sermones, oraciones, pastorales, vidas de santos y alguno que otro asunto oficial o cívico. Más tarde, en esa imprenta se publicó el afamado periódico Primicias de la Cultura de Quito, editado por Eugenio Espejo.

Fue recién en abril de 1821 cuando se importó la segunda imprenta al país, por iniciativa de la Junta de Go-bierno de Guayaquil independiente (formada enteramente por miembros de la logia Estrella de Guayaquil) y en especial del vocal Francisco María Roca, que fue también el principal aportante para su compra. En esta imprenta comenzó a pu-blicarse casi de inmediato el notable periódico El Patriota de Guayaquil. El sentido que para sus adquirentes tenía la pose-sión de esta imprenta fue revelado por el triunviro Roca, al entregar la máquina al Cabildo del puerto, cuando dijo:

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Solo recomiendo a Vuestra Excelencia que tenga presente que la libertad de imprenta, protegida como debe ser en los pueblos libres, es el sostén de los derechos de todos; pero con trabas, res-tricciones y esclava, es despreciable instrumento de la tiranía.68

Similar enfoque fue el usado por el redactor jefe de aquel primer periódico porteño, en su edición inicial:

La imprenta por la primera vez ha hecho su ensayo en este bello país; y gracias a la Revolución, los guayaquileños de hoy en ade-lante tienen la libertad y el medio de publicar sus pensamientos. No nos detendremos en ponderar las ventajas de la imprenta, (...) pero sí observaremos, que los tiranos la han visto siempre con horror, y han procurado sofocarla para oprimir más fácil-mente a los pueblos. (...) Uno de los mayores bienes de la socie-dad es el poder que cada hombre tiene de manifestar libremente su opinión a sus conciudadanos, comunicándose mutuamente sus conocimientos; combatir los vicios o defectos de sus gobiernos y censurar y contener la conducta de los malvados. (...) Prepa-rado está el triunfo de la razón y la filosofía; y la humanidad quedará vengada.69

Unos meses más tarde, a comienzos de noviembre de 1821, la Junta de Gobierno guayaquileña emitió finalmen-te el Reglamento de Imprenta que debía regir en adelante. Sus mandatos fundamentales decían:

1º Todo individuo puede publicar libremente sus pensamientos sin previa censura ni aprobación, con solo el requisito de dar su firma al editor.

68 Citado por José Antonio Gómez Iturralde, “Los Periódicos Guayaquileños en la Historia. 1821–1997”, Ed. del Archivo Histórico del Guayas, Guayaquil, 1998, tomo I, p. 33.

69 Se trata de un “verdadero manifiesto liberal salido de la pluma de José Joaquín Olmedo, según unos, y según otros del ilustrado patricio doctor Luis Fernando Vivero”. José Antonio Gómez Iturralde, ibíd., pp. 40–42. (Tanto Olmedo como Vivero eran masones. N. de J. N.)

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2º El abuso de esta libertad es un crimen. La acusación compete a los interesados si ofende derechos particulares, y a todos los ciudadanos, por medio del procurador de la ciudad, si compro-mete la tranquilidad pública o la conservación de la religión o la moral. (...)

3º Todo escrito que difame a una persona podrá ser perseguido en juicio. (...)

4º Se establecerá una Junta compuesta de 8 individuos de probi-dad e ilustración, nombrada por la junta electoral ordinaria de la provincia (...) Se titulará Junta Curadora de la Libertad de Prensa.70

La tercera imprenta fue adquirida en 1826 por la Muni-cipalidad de Guayaquil, que para el efecto expuso al poder eje-cutivo de Colombia «la necesidad que había en aquella ciudad de un repuesto de bombas para apagar los frecuentes incendios, de un reloj público y de una imprenta», pidiendo que para la adquisición de tales equipos mecánicos se les otorgara un prés-tamo oficial de 16 mil pesos, «bien para pagarlos con las rentas municipales, o como una gracia concedida a Guayaquil por sus servicios a la República y por los auxilios que ha suministrado al Perú».71 El gobierno colombiano concedió el prestamo solici-tado y pasó informe al Congreso, para que este decidiera sobre la posible donación de lo entregado a Guayaquil.

Una cuarta imprenta fue traída al país por Vicente Rocafuerte en 1833 e instalada en la isla Puná, durante la Re-volución de los Chihuahuas, con el objeto de combatir política-mente al gobierno del general Flores. Y una quinta imprenta llegó al país en 1839, por cuenta del doctor Luis Fernando

70 Cit. por Gómez, ibíd., 45–46.

71 Gaceta de Colombia, Nº 235, p. 3.

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Vivero, y fue instalada también en Guayaquil; en ella se pu-blicó, a partir de junio de aquel año, el periódico mensual El Chanduy, redactado por el mismo doctor Vivero y en el que, abajo del título, se incluía una frase de Madame de Stael: «Los hombres superiores en todo género, deben ser hombres con-sagrados y aun sacrificados al bien general de la especie huma-na».72 Al decir de Camilo Destruge, este periódico «publicaba bien seleccionados artículos doctrinarios, políticos, sociales; noticias políticas del extranjero, especialmente sobre relacio-nes internacionales de otros países con el Ecuador; crónica nacional y local; y en ocasiones sostuvo polémicas interesan-tes con “La Verdad Desnuda”, periódico del señor Irisarri».73

Esas imprentas instaladas en el puerto, por iniciati-va de los masones guayaquileños, fueron el punto de partida para la conquista de la libertad de expresión en la República del Ecuador. Por medio de ellas y de los varios periódicos que salieron de sus prensas, los hombres de pensamiento libre ejercitaron sus dotes intelectuales para promover el progreso nacional, defender los derechos ciudadanos y criticar altiva-mente los errores o abusos del poder.

Luego, otras imprentas fueron instaladas en el resto del país por iniciativa de los masones, con el fin de contri-buir a la libre expresión pública de las ideas alternativas. Una de ellas fue la de la Sociedad del Quiteño Libre, expresión pública de una logia masónica del mismo nombre que exis-tía en la capital desde la época colombiana y que integraba a jóvenes profesionales, estudiantes y militares progresistas, en su mayoría procedentes de la pequeña burguesía urbana.

72 Camilo Destruge …

73 Camilo Destruge, “Historia de la Prensa de Guayaquil”, Corporación Editora Nacional, 1982, tomo I, págs. 144-145.

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Su inspirador y líder era un viejo coronel de origen inglés, veterano de las guerras de independencia, que se había nacio-nalizado ecuatoriano: Francisco Hall.74 Hombre de gran cul-tura, de ideas modernas y progresistas, Hall era un verdadero librepensador y un discípulo cabal de las ideas del filósofo masón inglés Jeremías Bentham. Bajo su conducción, la logia El Quiteño Libre se había constituido en un círculo avanza-do de reflexión filosófica y política, en el que se debatían las grandes cuestiones de la humanidad así como los más impor-tantes problemas de la nación. Sus discípulos en ese círculo eran algunos de los más prometedores jóvenes del Ecuador: los generales José María Sáenz y Manuel Matheu, héroes de la independencia, el joven doctor Pedro Moncayo Esparza, José Miguel Murgueitio, Ignacio Zaldumbide, los hermanos Ma-nuel y Roberto Ascásubi, Vicente Saénz, Manuel Ontaneda, el comandante Pablo Herrera y muchos otros.

Un miembro destacado de esa sociedad, Pedro Mon-cayo Esparza, legó a la historia ecuatoriana un testimonio cir-cunstanciado del nacimiento de esa logia, que por su impor-tancia citamos extensamente:

En vista de tantas calamidades, los hombres ilustrados comenza-ban a ocuparse de la cosa pública. El General Sucre había dicho que en el Ecuador no había espíritu público: era la verdad, pero principiaba a formarse a la vista de los atentados arbitrarios del Gobierno (de Flores). Los jóvenes habían organizado algunas sociedades en las que se hablaba de la cosa pública como en un Congreso. (...) Allí se familiarizaban con la lectura de Plutarco, Cicerón y Tácito, el más eminente de los historiadores.

74 Hall llegó al país con el batallón “Albión”, para luchar en la guerra de independencia, y parti-cipó en los combates de Yahuachi, Huachi y Pichincha.

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Los acontecimientos se encargaron de justificar el celo y la exaltación de estos jóvenes. El 12 de agosto se sublevó el ba-tallón Girardot que llevaba entonces el nombre siniestro de Flores. (...) Flores, en lugar de corregirse, cometía nuevos errores a cada paso; sabía que en los salones se censuraba su conducta haciéndolo responsable de las desgracias del país. Se ofendía mucho de esta crítica porque era presuntuoso e intolerante en grado supremo.

Las noticias de las provincias eran alarmantes. Se sabía que los agentes de Flores eran verdaderos pachás de la Persia. El Coronel España, en Ibarra, gobernaba a la española, sin respeto a la ley ni a las garantías individuales. Otro tan-to hacía Uzcátegui en Riobamba, flagelando a los artesanos honrados y laboriosos que se resistían a trabajar gratis para el opresor. En Cuenca había una colonia corrompida a cuya cabeza estaba el General Guerra, notable por sus escándalos y su inmoralidad corruptora. En Loja, el Coronel Wright, recibía a las personas notables de esa provincia en la postura en que recibió el Duque de Vendome al Cardenal Alberoni. En Guayaquil, el General Febres Cordero, que era la segun-da persona de Flores, cometía todo género de arbitrarieda-des. Carácter duro, cruel, enemigo del pueblo ecuatoriano, se complacía en hacerle sentir el peso de su odio y menosprecio.

Ese estado de cosas necesitaba un remedio. Todos los hombres honrados y pensadores comprendían la necesidad de combatir los errores y abusos del Gobierno; y al efecto, se reunían los ciu-dadanos en sociedades secretas para encontrar los medios más conducentes al establecimiento de un régimen justo, legal y hon-rado. La sociedad de los estudiantes de Derecho Público resol-vió pedir consejos al Coronel Hall y nombró una comisión con

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ese objeto. Los comisionados fueron a buscarle a la ermita que ocupaba fuera de la ciudad. Modesto y sobrio, vivía como un filósofo, y realmente lo era. (...) Era un liberal inglés en toda la extensión de la palabra. Muy versado en la literatura inglesa y apasionado de ella, creía que la Inglaterra erala cuna de la libertad del mundo (...) Tal era el hombre que iba a craer el Partido Nacional y a dirigir la oposición en sus primeros ensa-yos contra la arbitrariedad y el despotismo. (...)

Siguiendo las instrucciones del Coronel Hall, los jóvenes se dirigieron a los más distinguidos personajes de ese tiempo, para comunicarles el proyecto que tenían de levantar la opi-nión nacional para contener los desmanes del General Flores. Todos aceptaron con entusiasmo ese pensamiento, y quedó, desde ese momento, establecida la sociedad que debía llamar al pueblo a la defensa de sus derechos. La primera reunión tuvo lugar en casa del General Matheu, con más de sesenta personas, todas llenas de entusiasmo y patriotismo. Se nom-bró de Presidente al General Sáenz y de Secretario a José Miguel Mugueitio. Se acordó fundar un periódico dándole el nombre de El Quiteño Libre. El Coronel Hall se comprome-tió a redactarlo y se nombró editor responsable a Moncayo. El primer número apareció el 12 de Mayo de 1833. Su apa-rición causó grande impresión en el pueblo y todos los buenos patriotas se apresuraron a suscribirse. (...)

(Pedro Fermín Cevallos) ha dicho que en la sociedad de El Quiteño Libre se hablaba de revolución y de guerra contra Flores. Es una aseveración enteramente infundada. Jamás ni Rocafuerte, ni Sáenz, ni ninguno de los hombres eminentes que la componían, habló de oposición armada. Su objeto era más elevado, noble y grandioso. Se trataba de fundar el periodismo

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libre e independiente y asegurar la libertad de imprenta que en todas partes ha producido los mejores resultados; crear el espíri-tu público para conservar y sostener los beneficios del régimen representativo (...)

El nuevo periódico oposicionista caló hondamente en la sociedad capitalina, tanto por sus orientaciones filosóficas y políticas, encaminadas a crear una opinión pública liberal, como por las denuncias que hacía de los abusos y actos de co-rrupción de Flores, con miras a defender el erario nacional. Y eso se tradujo prontamente en un respaldo político al órgano y sus redactores, que quedó plenamente demostrado cuando el periódico candidatizó para senador por Pichincha al com-bativo Vicente Rocafuerte, recién llegado al país e integrado prontamente a la logia El Quiteño Libre. Rocafuerte ganó có-modamente la elección y se convirtió en líder de la oposición legislativa a Flores y el bando floreano. Denunció los abusos y excesos del gobierno, así como los del militarismo extranjero y el clero retardatario que lo sustentaban.

Obviamente, esa irrupción del pensamiento libre no podía ser aceptada sin resistencia por los sectores tradiciona-listas y oscurantistas, que buscaron ocasión para intentar el silenciamiento de la prensa y el aplastamiento de la libertad de imprenta. Ello trajo como consecuencia una sucesión de acontecimientos terribles y trágicos, que marcaron a fuego la historia del naciente Ecuador republicano. El primero fue que un grupo de clérigos que fungían de diputados (Marcos, Peñafiel y Beltrán) propusieron el 14 de septiembre, a poco de haberse instalado el Congreso Nacional, el otorgamiento de facultades extraordinarias al presidente Flores, para que pudiera aplastar impunemente a la oposición política. La mo-ción fue aprobada en veinte minutos, sin permitir siquiera

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que los legisladores oposicionistas argumentaran contra ella, y pese a las protestas de algunos amigos del gobierno, como el diputado Carrión, obispo de Bótrei, y del Consejero de Estado Pablo Merino.

Ante tamaña barbaridad, que atentaba contra la liber-tad y el honor de la República, Vicente Rocafuerte presentó dos días más tarde la renuncia escrita a su curul. Esa renuncia era también una demoledora denuncia contra Flores y su ré-gimen, que expresaba:

Creo que es mi deber presentarme al Congreso como Diputa-do por la provincia de Pichincha, y protestar solemnemente contra los atentados últimamente cometidos por un malva-do Ministerio. Sí, malvado repito, y paso a la prueba. ¿De quiénes se compone el actual Gabinete? De un vil García del Río, de uno de esos fenómenos de iniquidad que brotan las revoluciones y que la opinión pública de los habitantes de Lima, designa como el ladrón del empréstito del Perú (...) De un godo hipócrita, de un esclavo de Fernando VII, que se ha convertido en verdugo de la libertad ecuatoriana.75 Y de un letrado públicamente tachado de venal, siempre vendido al Poder triunfante, y que aún está salpicado con la sangre que hizo derramar de los ínclitos patriotas.76 ¿Qué confianza puede inspirar, que bienes puede proporcionar al Ecuador este caótico triunvirato de perversidad, de hipocresía y de vi-leza? (...) Apoyados en la fuerza brutal de las armas (...) y en la inmoralidad de un Congreso corrompido, compuesto en su mayoría de clérigos aspirantes, de empleados serviles, y de

75 Se refería al general Antonio Martínez Pallares, español que actuaba como Ministro de Guerra.

76 Se refería al doctor Víctor Félix de San Miguel, que entonces fungía de Ministro de Gobierno y que una veintena de años atrás actuara como fiscal en el juicio criminal seguido por el poder colonial contra los primeros revolucionarios quiteños.

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monopolistas interesados en la continuación del agiotage y los estancos, han desplegado las banderas del más insolente des-potismo militar, y con insultantes amenazas han derrocado la Constitución y destruído todas las garantías sociales. (...)

¿Por qué dar el escándalo de conceder facultades extraordinarias cuando menos se necesitan, y cuando comienzan las sesiones del Congreso? La razón es muy sencilla: porque los grandes malva-dos no se paran en medios, por inicuos que sean, para satisfacer su rencor, su ambición y su avaricia; porque los Ministros se han propuesto extinguir la libertad de imprenta; porque solo respi-ran venganza contra los valientes escritores que, escudados con el artículo 64, título 8º de la Constitución, han hecho circular verdades, que siéndoles imposible contestar victoriosamente, les es más fácil rebatirlas con cárceles, destierros y crueles persecu-ciones; porque ellos pretenden obstruir los medios de averiguar la verdad; quieren rodear de obscuridad todos los actos de su tortuosa administración; intentan apagar todo espíritu de repu-blicanismo; y trabajan, en fin, en remover todos los obstáculos que se opongan a la ejecución de sus planes de ambición, y fu-turas empresas de lucrativo agiotage. Tal es mi opinión (...) que expongo con toda la franqueza que conviene a un verdadero representante del glorioso pueblo reconocido por el primogénito de la Independencia.

Incapaz de ser traidor a mis juramentos, y viendo la impo-sibilidad de llenar las esperanzas de mis comitentes, mi con-ciencia y mi patriotismo me imponen el deber de separarme de un Congreso que ha perdido toda su fuerza moral, con la intempestiva concesión de facultades extraordinarias, y que ha cooperado al triunfo de la tiranía militar, sobre la ruina de la Constitución y las leyes.

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Apenas otorgadas las facultades extraordinarias al Po-der Ejecutivo, e incluso antes de que Rocafuerte presentara su renuncia, los esbirros del régimen habían empezado ya su labor de persecución policial a la oposición intelectual, por lo que el presidente de la sociedad “El Quiteño Libre” propuso a sus socios “suspender las reuniones hasta que pasara la tempes-tad, y que, para evitar que se adormeciese la opinión pública, se trasladasen los escritores al otro lado del Carchi para continuar sus publicaciones. Aceptada esa indicación, la sociedad se disol-vió y dispersó”.77 Pero los tentáculos del régimen eran largos y lograron apresar a varios miembros de la logia quiteña, que de inmediato fueron conducidos a Guayaquil para ser des-terrados fuera del país; entre ellos estaban Pedro Moncayo, Roberto Ascásubi, el comandante Muñoz, el coronel Machuca y el doctor Landa. Diez días más tarde, el 18 de septiembre, fue apresado y desterrado por la vía de Cuenca a Naranjal el diputado Rocafuerte. Empero, al llegar los desterrados a Gua-yaquil sucedió lo inesperado: el 12 de octubre, un grupo de jefes militares se sublevó contra Flores y puso en libertad a los presos políticos quiteños; luego rescató a Rocafuerte y convocó a una Junta Popular, que lo proclamó Jefe Supremo del país (20 de octubre). Así, de modo inesperado, el caudillo liberal dejó de ser un prisionero político para convertirse en líder de una revolución contra el régimen floreano.

Mientras esto ocurría en Guayaquil, el gobierno de Flores preparaba y ejecutaba en Quito un crimen pavoroso. Enterado de que los restantes miembros de la logia “El Qui-teño Libre” intentaban tomarse los cuarteles en complicidad con gentes de tropa, montó una trampa sangrienta contra

77 Pedro Moncayo, “El Ecuador de 1825 a 1875”, Ed. Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1979, t. I, p. 121.

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aquellos, con el fin de masacrarlos. Luego Flores salió de Qui-to hacia Guayaquil, al frente de las tropas que iban a enfren-tarse con los revolucionarios del puerto, pero dejando a sus Ministros la conducción de la sanguinaria tarea preparada. Al fin, cuando los ingenuos revolucionarios fueron por la noche hacia el cuartel, para reunirse con la tropa, que creían ami-ga, y proclamar su revolución, fueron recibidos a tiros, per-seguidos y masacrados por las calles de la ciudad. Murieron Hall, Echanique, Albán, Conde, Camino y varios hombres del pueblo que los apoyaban. Para aterrorizar todavía más al pueblo quiteño, los asesinos colgaron el cadáver desnudo del coronel Hall en la plaza de San Francisco.

Por su parte, la revolución guayaquileña continuó adelante sin tropiezos, hasta que Flores logró tomar la pla-za con sus tropas el 24 de noviembre. Los revolucionarios se concentraron entonces en la poderosa fragata “Colombia” y con ella controlaron el acceso al puerto y decretaron el blo-queo de Guayaquil. Eso dio lugar a un statu quo de varios meses, en el que Flores y sus tropas se vieron encerrados en Guayaquil por la crudeza del invierno, mientras que los re-volucionarios mantenían un estrecho bloqueo de la ciudad. En el intervalo, Rocafuerte fue a Lima, en su calidad de Jefe Supremo del Guayas, en busca de ayuda de sus amigos del comercio y de una intervención mediadora del gobierno del Perú, que no llegó a producirse. Tras regresar al golfo de Gua-yaquil, en abril, reanudó las operaciones militares, pero en un descuido fue apresado por un grupo de soldados de Flores que se hallaban en contubernio con el jefe militar del bando revolucionario, coronel Pedro Mena.

Entre tanto ocurrían estos sucesos en la Costa, un grupo de emigrados de “El Quiteño Libre” penetró en el país

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desde la sierra colombiana, armados y bajo la conducción militar del general José María Sáenz. Aunque llegaron hasta Pesillo, formaban una tropa pequeña e inexperta, que fue fá-cilmente derrotada por los genízaros de Flores, que asesinaron a los rendidos, comenzando por el general Sáenz e Ignacio Zaldumbide, ambos patriotas notables y el primero de ellos un héroe de la independencia.

En síntesis, el país ardía de indignación contra la tira-nía floreana y por todas partes se alzaba un sordo murmullo contra la dominación militar extranjera. Todo eso, unido al hecho de que los revolucionarios guayaquileños habían ex-pulsado a Mena de sus filas, seguían controlando la fragata Colombia y se negaban a rendir sus armas pese a la prisión de su líder, motivó a que Flores escuchara el consejo de sus amigos porteños, en el sentido de llegar a un acuerdo político con Rocafuerte, su prisionero y líder regional de la Costa, para alternarse en el mando del país. Rocafuerte, por su parte, fue presionado por su clase social, la burguesía guayaquileña, para que entrara en acuerdos con Flores y así pudiera levan-tarse el ya largo y ruinoso bloqueo del puerto, que tenía al comercio de Guayaquil al borde de la extinción.

Finalmente, los dos enemigos firmaron el acuerdo de marras. Por él, Rocafuerte fue reconocido como Jefe Superior del Guayas, hasta que Flores terminara su mandato presiden-cial. Luego de ello, Rocafuerte debería asumir la Jefatura Su-prema del país, se convocaría a una Asamblea Constituyen-te que legalizara su mando y Flores quedaría como Jefe del Ejército. Finalmente, al término del mandato de Rocafuerte, Flores reasumiría el poder.

Nadie quedó satisfecho del todo con el pacto Flo-res-Rocafuerte. Los revolucionarios chiguaguas —militares

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de baja graduación, pequeños campesinos montubios, inte-lectuales radicalizados— se rebelaron contra su líder, Vicente Rocafuerte, y manifestaron su intención de seguir luchando contra el despotismo floreano. Por su parte, los terratenientes conservadores de la Sierra Norte levantaron el pendón nacio-nalista, convocaron a una Convención Política, nombraron Jefe Supremo a José Félix Valdivieso y declararon la guerra a la alianza Flores-Rocafuerte, contando con el respaldo de los antiguos chiguaguas. Los ejércitos de ambos bandos se enfrentaron finalmente en los llanos de Miñarica, el 18 de enero de 1835, triunfando los aliados, que no dieron cuartel a los vencidos. Más de mil cadáveres quedaron en el campo de batalla. Los derrotados convencionales proclamaron entonces la extinción del Ecuador y su incorporación a la Nueva Gra-nada, lo cual demuestra cuan débil era entonces el sentido de nacionalidad.

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VICENTE ROCAFUERTEY LA SOBERANÍA REPUBLICANA

Una nueva Constituyente se reunió en Ambato, en 1835. Estaba integrada por una mayoría de diputados del bando terrateniente, que por lo mismo eran adictos a Flores. En ella, el Jefe Supremo Rocafuerte fue nombrado Presiden-te Constitucional y el general Flores se hizo designar Jefe Vitalicio del Ejército, para cuidar del cumplimiento cabal del resto de lo acordado. Y fue precisamente ante este foro, donde se congregaban los representantes del poder econó-mico y social del país, que Rocafuerte tuvo la valentía de denunciar el carácter de la República oligárquica fundada cinco años antes, diciendo:

¿Existe entre nosotros esa pura moral de la que nace el es-píritu público? Es duro decirlo, pero es preciso confesar que nó. ¿Estamos a nivel de las luces del siglo? Nó. ¿Hay comodi-dad, desahogo o instrucción en la masa del pueblo? Nó. Lue-go faltan los fundamentos en que debe apoyarse el edificio democrático (...) La Constitución del año 30 (...) presenta raras anomalías. Al lado de las declaraciones de soberanía del pueblo, de la creación de un cuerpo legislativo, de la distribución de los poderes, de la libertad de imprenta, y otras semejantes, que son puramente democráticas, están la intolerancia de otros cultos fuera del romano, el reconoci-miento de fueros privilegiados, el pupilaje de los indígenas, y el statu quo de los establecimientos eclesiásticos y monacales,

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que han consagrado nuestras leyes coloniales. ¿Puede existir la democracia en medio de tales contradicciones...? 78

Ya instalado en el mando de la República, Rocafuerte hizo un gobierno duro, pero honesto y civilizador, siguiendo el viejo modelo del despotismo ilustrado. Estaba convencido de que en el país no había opinión ciudadana y de que esta debía ser creada por medio de la educación pública, para que la nación pudiera liberarse algún día de la herencia feudal proveniente de la colonia. Y también creía que el país requería de un período de paz creadora, que le permitiera restañar las heridas dejadas por las guerras y conflictos civiles, y ensayar algunos pasos decisivos hacia el progreso.

Con tales convicciones, persiguió y fusiló sin juicio a todo revolucionario, pero también desarrolló una obra for-midable para cambiar y modernizar el país. Su primer interés fue fomentar la educación nacional y contó para ello con la activa colaboración de otro destacado masón: el doctor José Fernández Salvador.

Una simple enumeración de sus principales acciones nos permite apreciar que su labor fue sin duda ambiciosa: Res-tableció las escuelas lancasterianas creadas en la época colom-biana; creó escuelas y colegios para niñas, para lo cual reorgani-zó el antiguo Beaterio para mujeres descarriadas, trajo de Chile a un gran pedagogo, el Sr. Weelwright, y creó una Escuela de Obstetricia para mujeres; secularizó y dió apoyo oficial al an-tiguo Colegio de San Fernando, arruinado por el mal manejo de los frailes dominicos; creó un Instituto Agrario, con el fin

78 “Mensaje del Jefe Supremo del Ecuador a la Convención Nacional reunida en Ambato. 1835”, en “Recopilación de Mensajes dirigidos por los Presidentes y Vicepresidentes de la República, Jefes Supremos y Gobiernos Provisorios a las Convenciones y Congresos Nacionales”, Alejan-dro Noboa (compilador), Imprenta de A. Noboa, Guayaquil, 1900, pp. 229–230.

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de tecnificar la producción agropecuaria del país; estableció un Colegio Militar, en busca de profesionalizar a la milicia y elevar de este modo su compromiso con la nación, disminuyendo su ignorancia y su fidelidad al caudillismo; restableció la Escuela Náutica creada en la época colombiana, con el fin de tecnificar a la marina mercante y de guerra; creó un anfiteatro anatómi-co, útil a los estudios científicos de la Medicina; modernizó la Biblioteca Nacional; fundó el primer Museo de Bellas Artes y creó en la Universidad Central una cátedra de pintura, para dar continuidad a la tradición pictórica quiteña.

Obviamente, todo esto constituía una suerte de re-volución cultural, que afectaba a la modorra colonial super-viviente y al monopolio ideológico de la Iglesia, y por eso se ganó la resistencia de la clerecía y el beaterío, que le hicieron guerra subterránea y también pública, acusándole de preten-der acabar con la educación cristiana para corromper a la ju-ventud y beneficiar a los herejes.

Otra preocupación fundamental del presidente Roca-fuerte fue la de arreglar la deuda interna del Estado, hasta en-tonces manejada torpe y corruptamente por las autoridades, con el único objetivo de beneficiar a los agiotistas privados y en especial a la Iglesia y las órdenes religiosas, que encabeza-ban la labor usuraria. Por otra parte, también buscó aliviar las pesadas deudas que gravaban a las haciendas y empresas pro-ductivas, mediante el mecanismo de asumir el Estado el pago de los intereses correspondientes. Claro está, todas estas ac-ciones debilitaban el poder que los agiotistas y el clero tenían sobre la hacienda pública y privada, y fortalecían la presencia reguladora del Estado nacional, por lo cual fueron resistidas por los usureros, que inclusive montaron conspiraciones en contra del gobierno de la República.

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En fin, entre otras muchas iniciativas de progreso, Rocafuerte buscó reconstruir el camino de Malbucho —que trazara el siglo anterior el sabio Maldonado y finalmente construyera el presidente Carondelet— «con el objeto de dar salida a los frutos del interior del país»; ensayó la su-presión general del tributo de indios y buscó disminuir los aranceles aduaneros para estimular el comercio, aunque el contrabando era tan poderoso que los mismos comerciantes se opusieron a tal proyecto; y buscó aliviar la situación de los pobres e indigentes reedificando el Hospital de Caridad y mejorando el Hospicio.

Esa resistencia combinada del poder terrateniente y de la Iglesia a la afirmación del naciente Estado republicano, fue denuncia-da con toda frontalidad y energía por el presidente Rocafuerte en su revelador mensaje al Congreso ordinario de 1837, que por su importancia citamos en extenso. Dijo entonces:

Como verdadero ecuatoriano se encoge de pena mi corazón al verme en el congojoso apuro de confesar, que estamos muy atrasados en la carrera de la civilización, y que tenéis, Señores, mucho que trabajar, para vencer las resistencias que se oponen a nuestra marcha social, y para llegar al punto de satisfacer las necesidades, que exige el siglo ilustrado en que vivimos.

La razón del pueblo es la seguridad del orden; pero si esta ra-zón, lejos de ser cultivada, está oscurecida por la superstición, entorpecida por una especie de esclavitud feudal, y paralizada por hábitos arraigados de inercia y abatimiento, es lo mismo que si no existiera...

Los gobiernos son para las naciones y no las naciones para los gobiernos; por no haber atendido suficientemente a este principio, nuestras instituciones no están en consonancia con

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nuestras costumbres coloniales; con los restos de una aristo-cracia que funda su mérito en antiguos pergaminos; con los intereses de un clero que no carece de miembros educados en las máximas de la Inquisición; con la ausencia de la justicia, que se pierde en el laberinto de nuestra confusa legislación, compuesta de leyes góticas, españolas, colombianas y ecuato-rianas; con la carencia de estudios formales en los diversos ramos científicos, de donde resulta una escasez notable de lu-ces y una falta irreparable de patriotas ilustrados en toda la extensión de la República.

En medio de tantos obstáculos ¿cómo puede la civilización se-guir un curso majestuoso? De esta nueva lucha entre las opinio-nes monárquicas y las republicanas, se ha formado una nueva combinación política, peculiar a estos climas, y es una oligar-quía dominadora, algo parecida a la aristocracia de Venecia, que ha reemplazado la tiranía española, y que cubierta con el manto de la libertad se interesa en tener a la mayoría del pueblo sujeta a la gleba; proclama la igualdad, y continúa la desigual contribución de indígenas; se jacta de dar libre curso a la indus-tria, y la encadena con monopolios; se manifiesta admiradora del sistema liberal, y lo contraría, esforzándose en perpetuar los anteriores abusos políticos, religiosos, forenses y comerciales. Nuestras leyes son muy liberales en el papel, y en la práctica, muy contrarias a sus principios y a nuestras acciones.

En esta contradicción notoria entre las palabras y los hechos; en este caos, en el que fermentan todas las pasiones y se combaten los intereses y preocupaciones de una generación colonial, que está tocando los umbrales de la muerte, con otra nueva, que está sa-liendo del torbellino revolucionario, que es inexperta, entusiasta por las nuevas teorías, henchida de arrogancia y de ambiciosas

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inspiraciones, se nos presenta la libertad como una fugitiva ima-gen de fantasmagoría rodeada de las tristes víctimas de nuestros furores civiles, de los puñales de la anarquía y de los sangrientos trofeos de la victoria. ¡Cuántas desgracias hubiéramos evitado, si hubiésemos sido más cautos en constituírnos!

Durante el gobierno de Rocafuerte se produjo otro choque frontal entre la Masonería y la Iglesia, con motivo de un acto de tipo inquisitorial que la curia cuencana efectuara en abril de 1835, contra el periódico El Ecuatoriano del Gua-yas, a causa de este haber publicado y comentado favorable-mente el artículo 12 del decreto de convocatoria a la Asamblea Constituyente de aquel año, que prohibía fueran electores o diputados «los eclesiásticos con jurisdicción y los párrocos». El caso fue que el presbítero Mariano Vintimilla, vicario ca-pitular del obispado de Cuenca, al que pertenecía Guayaquil, acusó al diario y a sus redactores de «atacar abiertamente la inmunidad eclesiástica y los dogmas de nuestra Santa Fe», por lo que pasó los escritos a un tribunal de censura eclesiástica, que los condenó con razones como estas:

(El) artículo que excluye a los curas de la representación nacio-nal, dice:

1º.- “El derecho de adorar a Dios, según el dictamen de con-ciencia”.- Esta proposición es opuesta a la unidad de la religión revelada, y tiende directamente a la tolerancia teológica.

2º.- “La religión está siempre separada del gobierno en los países bien organizados”.- Esta sabe a herejía, es errónea y cismática e injuriosa a los gobiernos católicos.

3º.- El clero debe estar separadamente del Estado”.- Proposición subversiva e injuriosa a las potestades civil y eclesiástica.

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A partir de tales consideraciones, el vicario Vintimilla expidió «excomunión mayor contra todos los que lean, oigan leer y retengan en su poder los impresos titulados El Ecuato-riano del Guayas», mandando que tal edicto se publicara y fijara en las puertas de iglesias y casas parroquiales del distrito. En esencia, se trataba de pulsar los límites de la tolerancia gubernamental para con los usos y abusos del poder eclesiás-tico. Pero con lo que no contaban el Vicario de Cuenca y sus seguidores fue con la fulminante reacción del Jefe Supremo del país, doctor Vicente Rocafuerte, quien promulgó una re-solución que decía:

Considerando: 1º.- Que por la ley del 28 de agosto de 1821 se extinguió para siempre el Tribunal de la Inquisición llamado también del Santo Oficio.- (...) 3º.- Que por ley del 22 de julio de 1824, que declaró que la República quedaba en ejercicio del Patronato (...) se previene que por la potestad civil se dicten to-das aquellas disposiciones que crea convenientes para mantener en su vigor la disciplina exterior de la Iglesia, (...) prohibiendo que no se cumplan, ni tengan efecto alguno las bulas y breves o cualesquiera otras órdenes que sean contrarias a la sobera-nía y prerrogativas de la nación, designando las penas en que incurran los que no las observen y cumplan.- (...) 5º.- Que el Encargado del Poder Ejecutivo debe velar en que de parte de los prelados y cabildos eclesiásticos (...) no se haga usurpación del patronato, soberanía y prerrogativas de la República, de-biendo por medio de providencias gubernativas remediar los abusos en que incurran cuando intenten usurpar la jurisdicción civil (...) 7º.- Que, a más de las faltas en que ha incurrido el Vicario de Cuenca, ha infringido también atrozmente le ley del 14 de septiembre de 1821, sobre extensión de la libertad de imprenta (...) 8º.- Que, existiendo bastantemente garantizado

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entre nosotros, el derecho que tienen los ciudadanos de impri-mir y publicar libremente sus pensamientos y opiniones, sin que ninguna autoridad, ni civil ni eclesiástica, pueda de manera alguna coartar esta libertad. (Etc)

Por estas consideraciones, su excelencia el Jefe Supremo, en cumplimiento de su deber, ha tenido a bien disponer: Que se obligue, en el día, al vicario capitular del Azuay, a que sus-penda la arbitraria y escandalosa censura que ha fulminado y que, por cuanto con semejante procedimiento se ha hecho acreedor al más severo castigo, se le remueva inmediatamente de su destino y se le obligue a salir del país, por convenir así al servicio público, en el perentorio término de ocho días (...) Que, así mismo, se haga entender a los presbíteros Andrés Vi-llamagán, Julián Antonio Alvarez, José Mejía, Evaristo Nie-to, Manuel Cortázar y Vicente Solano, quienes, a manera de inquisidores, han abierto dictamen sobre este particular, se abstengan en adelante de excederse a cometer un hecho tan atentatorio a las libertades públicas (...)79

La vigorosa actitud de Rocafuerte reivindicó la au-toridad soberana del Estado, ratificó la vigencia de las li-bertades ciudadanas y refrenó por un tiempo la vocación absolutista e intolerante de una parte del clero ecuatoria-no, que pretendía seguir actuando en la República con los mismos procedimientos inquisitoriales de la época colo-nial. Pero quedó sembrada la semilla de un enfrentamiento ideológico entre la prensa liberal de Guayaquil, alimenta-da ideológicamente por la Masonería, y el clero ultracon-servador de Cuenca, enfrentamiento que continuaría en los años posteriores.

79 Ibíd, p. 132-134

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En su último mensaje al Congreso Nacional, el 15 de enero de 1839, Rocafuerte informó sobre los avances de su proyecto de colonización de las tierras orientales con co-lonos ingleses y alemanes, pero destacó que «el buen éxito de los primeros ensayos de colonización dependerá de la firmeza que manifieste el Gobierno (...) para combatir la ignorancia y las preocupaciones que hoy existen en materia de religión». Agregó a continuación:

La tolerancia de cultos es el dogma de las sociedades modernas y los pueblos de América que se niegan a adoptarla, pueden resignarse a perpetuar la inmoralidad y la miseria en que están sumidos. (...) El tiempo irá descubriendo que la libertad polí-tica no puede existir sin la religiosa, que el buen orden social exige que haya inteligencia y armonía entre la política y la re-ligión. El deber que impone la Constitución a los gobernantes, de proteger la seguridad, la propìedad, la libertad y la igualdad envuelve implícitamente la obligación de conceder a los ciuda-danos el ejercicio de cualquier culto público, y por consiguiente, el de establecer la tolerancia religiosa. Ella está igualmente in-troducida por el Derecho de Gentes. (...)

Yo bien sé que los hombres ilusos y poco versados en materia de colonización, de Gobierno y de ciencias morales, califican la libertad de cultos de herejía, de impiedad, de ataque di-recto al cristianismo y de crimen horrendo contra la Religión; empero, la elevación de mi posición social exige este nuevo esfuerzo de patriotismo en favor del principio de tolerancia, del que estoy convencido depende, en gran parte, la futura prosperidad de la República.

Por desgracia para el país, el Congreso Nacional es-taba dominado por clérigos y terratenientes fanáticos e hizo

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caso omiso de esta inteligente propuesta de Rocafuerte, que, de haber sido aceptada, le habría ahorrado a la República ma-les tan grandes como nuevas guerras civiles y frecuentes per-secuciones político–religiosas. Obviamente, ni la estructura social del país ni su nivel civilizatorio estaban preparados para dar un paso tan grande hacia la modernidad y la democracia. Al contrario, el conflicto religioso siguió alimentando los de-bates ideológicos, agriando las relaciones entre el Estado y la Iglesia y enervando el espíritu de los ecuatorianos.

Otro episodio de ese conflicto estalló a fines de 1839, cuando salió a luz el periódico “La Balanza”, dirigido por el combativo publicista guatemalteco Juan José de Irisarri, quien contó con la colaboración de otros periodistas liberales. Pronto el periódico enfiló sus baterías contra el clero cuenca-no, que una vez terminado el gobierno de Rocafuerte había vuelto a intervenir abiertamente en política, abanderizando la causa conservadora y usando un lenguaje violento contra quienes consideraba sus enemigos. Con brillante y corrosivo estilo, Irisarri defendió los principios liberales y condenó la política clerical, con expresiones como esta:

El ministerio sacerdotal es el ministerio de la verdad, de la jus-ticia, de la buena fe, de la fraternidad; no el del engaño, de la calumnia y de la seducción. El púlpito es la cátedra de la moral y del Evangelio; el confesonario, la fuente en que va el pecador a lavarse las manchas de sus culpas; y es, ciertamente, el mayor de los escándalos, que se haya convertido el púlpito en tribuna de un partido supersticioso y fanático; y el confesonario, en una secreta oficina de votaciones populares, para hacer que los hombres timoratos den sus votos a favor de los intereses del predicador y del ministro de la penitencia (...)

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El contendor de Irisarri fue fray Vicente Solano, quien, a través del Semanario Eclesiástico, criticó la libertad de prensa, la soberanía nacional y el Patronato Estatal, y defen-dió tenazmente ideas ya sobrepasadas por la historia.

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CAPÍTULO TERCERO

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LOS MASONES ECUATORIANOS ANTE LA CUESTIÓN SOCIAL

Durante esa primera mitad del siglo XIX, los masones ecuatorianos no se preocuparon únicamente de defender las libertades ciudadanas más generales, como las de pensamien-to, imprenta y sufragio. Se interesaron también en promover la conquista de ciertas libertades esenciales, que habían sido conculcadas por el sistema colonial y que lo seguían estando bajo el régimen oligárquico republicano: nos referimos a la libertad personal, que era negada en absoluto a los esclavos negros y parcialmente a los indígenas, sometidos a la servi-dumbre en las haciendas de la oligarquía.

Es verdad que los grandes libertadores de América —como Bolívar, San Martín, Artigas, Hidalgo y Morelos— se habían proclamado en contra de la esclavitud de los negros y algunos de ellos sobre la servidumbre de los indios, pero no es menos cierto que, tras la etapa heroica de la independen-cia, se habían impuesto en toda Hispanoamérica gobiernos oligárquicos que se empeñaron en mantener el statu quo colo-nial, preservando la servidumbre indígena en todo su vigor y reduciendo el proyecto de manumisión de los esclavos a una simple “libertad de vientres”, por la que se otorgaba libertad a los hijos futuros de los esclavos, pero manteniendo a sus padres bajo la esclavitud.

Tras la disolución de la Gran Colombia, fueron los masones quienes continuaron con la defensa del original

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ideario de libertad personal, argumentando que no habría República verdadera si no se eliminaban esas bárbaras ins-tituciones coloniales. Sirva como ejemplo lo ocurrido con la manumisión de los esclavos en la Nueva Granada, que fue suscrita por tres masones: el Presidente de la República, general José Hilario López, el Presidente del Senado, Juan Nepomuceno Azuero y el Presidente de la Cámara de Re-presentantes José Caicedo Rojas, o lo ocurrido con la ma-numisión en el Ecuador, suscrita también por dos masones: el Jefe Supremo de la República, general José María Urbina y el Ministro General del Gobierno, general José Villamil.80

Urbina fue el típico caudillo militar del siglo XIX. Aun-que provenía de origen modesto (era hijo ilegítimo de un an-tiguo oficial de rentas de la colonia), se convirtió en uno de los beneficiarios del mecanismo de ascenso social creado por la milicia republicana, lo cual le permitió emparentar por ma-trimonio con la burguesía guayaquileña. Había sido edecán de Flores y aprendido de este las mañas de la política, aunque más tarde se distanció de su antiguo jefe y se convirtió en un apa-sionado nacionalista, llegando luego a ser uno de los líderes de la Revolución Marcista (1845). Era hombre de ideas liberales y amigo del pueblo, pero también un caudillo ansioso de mando y elevación política, que creía poco en el poder civil y más en la función bonapartista del ejército. Ese fue el gobernante que decretó la manumisión de los esclavos el 25 de julio de 1851, esto es, siete días después de asumir el poder por un golpe de Estado y proclamarse Jefe Supremo de la Nación.

Con todo lo que tuvo de nobilísima y reivindicatoria de los derechos del hombre, la manumisión ecuatoriana no

80 El Decreto Supremo de manumisión de los esclavos fue dictado por el general Urbina el 21 de julio de 1851.

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fue tajante y radical, precisamente porque tenía como límite ideológico el respeto a la propiedad privada, que los liberales consideraban un principio inviolable. De ahí que, buscando respetar ese principio y al mismo tiempo evitar una probable reacción insurreccional de los terratenientes, el régimen urbi-nista esquivó afectar los intereses de los propietarios mediante el arbitrio de destinar una partida presupuestaria del Estado (la del ramo de pólvora) a la compra progresiva de la liber-tad individual de los esclavos. Una novedad interesante fue la participación de la sociedad civil en la acción liberadora, que se buscó mediante la creación de una Junta Protectora de la Li-bertad de Esclavos en cada provincia, la que debía estar integra-da por el gobernador, dos concejeros municipales y «cuatro ciudadanos de conocidos sentimientos filantrópicos» elegidos por el Concejo Municipal; esta junta tenía como tareas pro-pias las de levantar padrones detallados de los esclavos exis-tentes en cada provincia, con indicación de edad, propietario y lugar de residencia; proceder a la manumisión progresiva de éstos y anunciarla por la prensa, y proponer al gobierno «todos los medios que le sugiera su celo por la vindicta de la humanidad ultrajada en la esclavitud del hombre, a fin de que cuanto antes se verifique la total extinción de la esclavitud en la República».81

Explicando las motivaciones y alcances de su medida, el general Urbina manifestó a la Convención Nacional de 1852:

La institución bárbara de la esclavitud del hombre, incompa-tible con el sentimiento humano del siglo, y con los principios liberales proclamados por la revolución de 1845, se ha con-servado en nuestro país como uno de los legados vergonzosos

81 Decreto de manumisión, artículo 5, numeral 4.

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del sistema colonial, sin embargo de que tiene contra ella una mayoría ilustrada que demanda urgentemente su abolición. El Gobierno de Julio, consecuente con estos principios y sensible a la suerte desgraciada de un considerable número de ecuato-rianos que gimen aún en la esclavitud, quiso dar una prueba de sus miras filantrópicas adjudicando nuevos fondos a los de manumisión. (...) A beneficio de esta medida, el gobierno tiene la satisfacción de haber manumitido, durante el corto espacio de su administración, un notable número de esclavos, acto que ha tenido lugar en aquellos días destinados a solemnizar digna-mente los aniversarios de los triunfos y glorias de la República.82

Al contestar a este mensaje, el Presidente de la Con-vención Nacional, doctor Pedro Moncayo, felicitó a Urbina por ese «decreto humanitario con que habéis honrado a vues-tra Patria, procurando (...) extirpar cuanto antes los restos, y aún los vestigios de la opresión colonial (...) pero sin perder de vista el respeto sagrado a la propiedad particular, para no invadirla violentamente».83

Salta a la vista que, al efectuar una manumisión no radical y no expropiatoria, Urbina se ajustó a los principios e intereses de la burguesía liberal, que buscaba moderni-zar a la sociedad ecuatoriana pero sin afectar a la sacrosanta propiedad privada ni provocar recelos en las clases propie-tarias. Sin embargo, no es menos cierto que la manumi-sión en sí misma constituía un acto de ruptura con el orden post–colonial, que se sentía agredido por esa iniciativa del militarismo nacional encumbrado al poder y que recelaba

82 Mensaje del Jefe Supremo de la República a la Convención Nacional de 1852, reunida en Guayaquil. En “Mensajes. República del Ecuador”, Imprenta Nacional, Quito, 1859, pp. 18–19.

83 Ibídem, p. 143.

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de cualquier acción política que fracturara, de hecho o de derecho, el orden social existente. Así se entiende la resisten-cia de los propietarios esclavistas a la aplicación del decreto de manumisión, que se expresó de varias maneras: oculta-miento de esclavos para que no figuraran en los padrones de liberación; exportación de esclavos a países vecinos y falsas ventas de libertad otorgadas por los propietarios, a cambio de que los esclavos se comprometiesen a seguir trabajando a su servicio hasta el pago total de la deuda, que se fijaba en un largo plazo.84

Urbina y sus colaboradores más inmediatos (los mi-nistros José Villamil y Francisco Marcos; el Gobernador del Guayas, general Francisco Robles, y los Oficiales Mayores José Letamendi y Francisco de Paula Icaza) persiguieron acti-vamente a esas trampas, decretando la inmediata y gratuita li-beración de todos los esclavos ocultados, exportados fuera del país o supuestamente beneficiados por aquellas falsas ventas de libertad, así como imponiendo fuertes sanciones económicas a los amos tramposos.85

Esa actitud de firmeza mostrada por los hombres del gobierno hizo que grandes sectores de la clase terrateniente pasaran del recelo a la indignación, actitud que se agudizó todavía más cuando Urbina reclutó para el ejército a muchos de los esclavos manumitidos o por manumitir, que de este este modo se convirtieron en la tropa más fiel al urbinismo y, por lo tanto, en un ariete político–militar enfilado contra los enemigos de este. Eso provocó también la suspicacia de la burguesía liberal costeña, que hubiera preferido que esos

84 Ver al respecto: Alejandro Guerra Cáceres, “Esclavos manumitidos durante el gobierno del general José María Urbina”, Archivo Histórico del Guayas, Guayaquil, 1997.

85 Ibid.

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libertos pasaran a integrar la peonada de sus plantaciones y no las filas de esos batallones de tauras, que afianzaban el poder personal de Urbina y daban mayor autonomía de gestión a la pequeña burguesía liberal apoderada del gobierno.

Veamos ahora el modo en que los masones ecuatorianos en-frentaron la cuestión indígena. Para comenzar, es necesario precisar que los pueblos nativos no obtuvieron ninguna me-jora con el tránsito de la Colonia a la República y que, por el contrario, su situación social inclusive se agravó en algunos aspectos, en razón de que el antiguo colonialismo externo, ejercido por España y los chapetones, fue sustituido por un todavía más duro colonialismo interno, ejercido por la Repú-blica Oligárquica y los terratenientes criollos.

¿En qué consistía eso que llamamos “colonialismo in-terno”? En síntesis, era un sistema de dominación socio–ét-nica, que consagraba la superioridad social y política de los blancos criollos, descendientes de España, así como la depen-dencia legal, la marginación cultural y la explotación econó-mica de los sectores subalternos de la sociedad ecuatoriana (indios, negros, mestizos), que eran precisamente los antiguos grupos victimizados por la conquista y la imposición colonial europea. Expresiones de esa realidad eran la falta de libertad personal de los negros y la minusvalía legal de los indios, que, del mismo modo que en la época colonial, requerían de un tutor colectivo, denominado protector de naturales, para reali-zar cualquier trámite legal ante las autoridades de la nación. Si esa institución era cuestionable en la teoría, por imponer una tutoría oficial a personas adultas y legalmente libres, lo era todavía más en la práctica, pues los protectores eran bu-rócratas mantenidos con aportes obligatorios de los pobres

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indios, generalmente mostraban negligencia en la defensa de sus tutelados y, en muchas ocasiones, actuaban más bien como agentes del sistema terrateniente en sus operaciones de despojo de tierras a las comunidades indígenas; así se explica en buena medida el hecho de que, a partir de la independen-cia, las haciendas hayan crecido y las tierras de comunidad se hayan reducido paralelamente.

La protecturía de indígenas era, pues, una institución colonial superviviente, cuyo peso gravitaba sobre la población indígena, y hacia ella se enfiló la acción social del presidente Urbina, tras haber instituido la manumisión de los esclavos. En efecto, mediante mensaje especial a la legislatura de 1854, el Jefe de Estado solicitó y obtuvo de la legislatura la supre-sión de estas protecturías, argumentando que «tanto las leyes como las costumbres que engendró y produjo la conquista, colocaron y mantienen aún a la raza indígena en una condi-ción que tiene todos los caracteres de la más oprobiosa escla-vitud” y que los protectores “lejos de ser los defensores de los indios, se (habían) convertido en sus más duros opresores».86

Pese a lo dicho, el aspecto más grave del colonialis-mo interno lo constituía la servidumbre de los indios, que los políticos liberales del siglo pasado equiparaban con una verdadera esclavitud. En ese sentido se expresó Urbina, en el mensaje antes citado, pero también lo hizo por entonces el Senado de la República, que recomendó a Urbina que «tan luego como se complete la indemnización a los propietarios de esclavos, se destinen sus fondos (de la Ley de Manumi-sión), y aún otros más para manumitir a los indígenas de la esclavitud en que gimen, que es, sin duda, más triste, más

86 Mensaje del Presidente de la República pidiendo la supresión de las protecturías de indígenas”, en “Mensajes...”, cit., p.p. 195–197.

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oprobiosa que la que han padecido los (negros) que van a obtener su completa libertad (...)». 87

Esta servidumbre se asentaba básicamente en los siste-mas de endeudamiento impuestos a los indígenas por los ha-cendados, bajo el pretexto de financiar el pago de su tributo personal. De ahí la resistencia que los terratenientes quiteños mostraron a las leyes colombianas que suprimían el tributo de indios, dictadas por el gobierno del vicepresidente Santander, y su empeño por la reimplantación de este impuesto, que ellos mostraban como la única forma de estimular el trabajo de los indígenas, a los que acusaban de ser naturalmente indolentes y ociosos. El tributo fue finalmente reimplantado por Simón Bolívar en octubre de 1829, a petición de la Junta de Distrito del Sur, integrada por los grandes propietarios quiteños, y en atención a que era «la renta más pingüe, y sin la cual no podía sostenerse la administración pública».88

En esencia, se trataba de definir si el erario público de-bía sostenerse sobre el tributo personal de los más pobres (los indios) o sobre el impuesto a la renta personal de los más ricos (los propietarios). De ahí que los gobernantes liberales como Santander, Rocafuerte o Robles, buscaran eliminar el tributo indígena para liberar a los indios de su principal carga social, pero sustituyéndolo por un impuesto a la renta personal de los hacendados y propietarios en general.

Rocafuerte dictó tal medida mientras fungía como Jefe Superior del Guayas, y por lo mismo estuvo limitada

87 Contestación de la Cámara del Senado al mensaje presidencial de 1853; Quito, septiembre 26 de 1853; en “Mensajes...”. cit., p. 156.

88 José Manuel Restrepo, “Historia de la Revolución de Colombia”, Ed. Bedout, Medellín, 1969, t. VI, p. 208. Ver al respecto la nota 57 del artículo “El Ecuador en Colombia”, en este mismo libro.

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a la jurisdicción de esta provincia, al igual que la supresión de las doctrinas parroquiales, a través de las cuales los curas explotaban inmisericordemente a los indios a pretexto de enseñarles la religión de Cristo. Como cabía esperar, ello produjo la resistencia de los terratenientes y de la clerecía, que veían amenazados sus arcaicos intereses económicos y que no vacilaron en conspirar contra el gobierno supremo del Ecuador. En respuesta a esa conspiración, el Jefe de Es-tado denunció ante la Convención Nacional de 1835, reu-nida en Ambato, a los beneficiarios de la estructura colonial superviviente. Dijo entonces:

¿Qué es lo que se observa entre nosotros? Una población variada en castas y colores, la mayor parte de élla está sujeta al tributo, gime bajo un vergonzoso feudalismo aún más funesto que el de Rusia, se entrega a todos los vicios del hombre embrutecido por la ignorancia y la superstición. (...) ¿Cómo sacaremos de la nulidad a esta interesante y dócil población, escasa, heterogénea y digna de más feliz suerte? ¿Cómo lograremos mejorar su triste condición, y conducirla por el sendero de la civilización al tem-plo de la libertad? Tal es el difícil problema que toca resolver a la sabiduría de los dignos representantes de la Nación.89

También el diputado José Joaquín Olmedo, Presiden-te de esa Convención, propuso en ella extender a todos los indígenas del país el beneficio de la supresión de tributos, pero la mayoría de diputados, formada por propietarios te-rratenientes, negó tal pedido y en su reemplazo dictó algunas medidas paliativas. Olmedo lamentó tal situación en su dis-curso de clausura, expresando:

89 “Mensaje del Jefe Supremo del Ecuador a la Convención Nacional reunida en Ambato. 1835”, en “Recopilación ...”, cit., p. 230.

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Entre tan importantes objetos, no podía olvidar la Convención aquel que, reclamado, como los otros por la justicia, excitaba particularmente su natural sensibilidad. Hablo de la ley sobre nuestros hermanos los indígenas, cuya condición es más mise-rable que la esclavitud doméstica. En su favor y protección la Convención ha hecho cuanto ha podido, y siente un profundo dolor de no haber podido más. Pero se consuela habiendo pro-curado aliviarlos con leyes tan humanas como lo permiten las circunstancias. 90

Durante su mandato presidencial, Rocafuerte volvería una y otra vez sobre el tema, denunciando reiteradamente la miserable situación en que se hallaban los indígenas (por cau-sa de la esclavitud feudal que sufrían en las haciendas de una oligarquía dominadora) y exigiendo la supresión de la llamada contribución personal de indígenas. Pero la oligarquía terrate-niente y la clerecía, cuyos líderes constituían la elite política del naciente Estado, hizo oídos sordos a los llamados de re-forma hechos por el ilustrado presidente, que se vio en el caso de denunciarlas una vez más en su mensaje de despedida del poder, en enero de 1839, en el que expresó:

Desde el principio del año 37 al día, nada ha adelantado el pueblo en su condición moral. Los mismos vicios que entonces existían, y son consecuencia del antiguo sistema colonial, con-tinúan oponiendo una vigorosa resistencia a los progresos de las luces y a la marcha de la civilización. (...) Mientras la Religión se reduzca a prácticas exteriores, y no penetre en los corazones (...); mientras (los hombres) vivan entregados a la avaricia, al robo, a los odios, venganzas, vicios y mezquinas pasiones, y sin embargo aquieten sus conciencias con llevar un escapulario,

90 Olmedo, op. cit., pp. 403-4.

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andar en romerías o comprar una bula de composición, poco o nada hay que esperar en favor de la verdadera ilustración.

Este mágico poder de nuestra época corre también la mala suer-te de malograrse por el influjo de la mayoría de los ricos pro-pietarios y de nuestros hombres públicos. Ellos son en general obscurantistas por educación, por usos y hábitos arraigados, por carencia de conocimientos útiles, por falta de libros modernos y de comunicaciones con el resto del mundo. Ellos tienden al retroceso de las ideas y cubren la retaguardia del siglo. Ocu-pados únicamente en el aumento de sus caudales, (...) siempre combinan su avaricia con sus preocupaciones, que el prisma del egoísmo (...) eleva al grado de las teorías sublimes (...).

Quien decretó finalmente la supresión del tributo de indios, en 1859, fue otro presidente proveniente de la peque-ña burguesía liberal, el general Francisco Robles, un masón que llamó a colaborar en su gobierno a otros importantes ma-sones ecuatorianos.

Previamente es necesario indicar que Robles había lle-gado al poder por gestión del general Urbina, que era su amigo y compañero de armas, y en dura competencia con otro candi-dato liberal, escogido por la burguesía guayaquileña: el doctor Francisco Xavier Aguirre Abad, también masón y concuñado de Urbina. De ahí que su elección trajera aparejada una ruptu-ra en el bando liberal, entre un sector que aparecía moderado y civilista, y otro que se mostraba radical y abiertamente mili-tarista. Según ha juzgado Pío Jaramillo Alvarado, ese militaris-mo nacional era una pesada herencia del militarismo floreano y apuntaba a la consolidación de «una oligarquía militar para detentar indefinidamente el poder o la influencia.» 91

91 Pío Jaramillo Alvarado, “Caudillos y dictadores”, en “Estudios históricos”, Ed. Casa de la

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La medida tomada por Robles provocó la furibunda reacción de los terratenientes, que, con apoyo del clero, se lanzaron a la guerra civil y prefirieron constituir gobiernos regionales, jugando a la desmembración del país, antes que tolerar dicha reforma social, que perjudicaba a sus intereses económicos y a su dominio personal sobre la población in-dígena.92 Y es que esta medida vino a sumarse a otras audaces iniciativas gubernamentales, con las que Robles pretendió so-lucionar de una sola jugada dos grandes problemas del país: arreglar el pago de la deuda externa y promover la ocupación efectiva del territorio amazónico. Para ello, negoció con los acreedores británicos un convenio (Icaza-Pritchett) encami-nado a poblar con colonos ingleses grandes zonas selváticas de la Costa y el Oriente. La jugada era audaz y tenía loables fines, pero causó una agresiva reacción del Perú, que invadió mili-tarmente al Ecuador en 1859, contando con la colaboración de dos de los caudillos regionales que combatían a Robles: Gabriel García Moreno, líder de la oligarquía terratenien-te quiteña, y Guillermo Franco, un militarote que se había proclamado Jefe Supremo de Guayaquil, aunque sin ideas ni proyecto político alguno y por la pura ambición del mando. En aquel momento, aprovechando la crisis del poder central hicieron eclosión las tendencias federalistas del Sur (Cuenca y Loja), que tuvieron su más acabada expresión en la proclama-ción del Estado Federal Lojano, presidido por el terrateniente ilustrado Manuel Carrión Pinzano. Así, una conjunción de fuerzas internas y externas, estuvieron a punto de causar la extinción del Ecuador como país independiente.

Cultura Ecuatoriana, Quito, 1960, p. 88.

92 Un tratamiento mayor del tema puede hallarse en el artículo “La Transición Cultural del siglo XIX”.

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CAPÍTULO CUARTO

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LOS MASONES Y LA DEFENSADE LAS LIBERTADES CIUDADANAS

Cuando el país logró ser nuevamente reunificado bajo el liderazgo de Gabriel García Moreno (primero aliado y luego enemigo del mariscal Ramón Castilla, Presidente del Perú), se implantó un Estado Oligárquico todavía más sombrío que el anterior. En efecto, la Iglesia y la aristocracia terrateniente se aliaron para instituir en el Ecuador una suerte de teocracia medieval, presidida por un tirano ilustrado pero implacable y cruel. En el ámbito de las libertades ciudadanas, fue sin duda la época más sombría de la República.

En lo interior, a la par que se efectuaban importantes obras públicas, se estimulaba el progreso material del país, se reducían los gastos militares y se moralizaba la administra-ción, se conculcaron de hecho y de derecho las libertades pú-blicas que con tanto esfuerzo habían sido conquistadas des-de la independencia. Por mandato constitucional, la Iglesia Católica fue reconocida como religión oficial del Estado con exclusión de cualquiera otra. La educación pública fue entrega-da enteramente a las comunidades religiosas, en su mayoría traídas expresamente con ese fin. Jugosas rentas nacionales fueron entregadas al clero. El ejército fue puesto bajo el con-trol ideológico de capellanes castrenses, que tenían tanta au-toridad como los jefes militares y aun podían ordenar castigos contra oficiales o soldados que no asistieran cumplidamente a los servicios religiosos. En fin, como culminación de ese pro-ceso de degradación republicana, el Ecuador fue consagrado

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oficialmente al Corazón de Jesús, lo que no impidió que, en ciertas ocasiones, el tirano ofendiera, apresara o desterrara a obispos y sacerdotes que de algún modo no se hubieran ple-gado a sus designios o caprichos.

Otro atentado contra la libertad fue la supresión de los fondos destinados a la manumisión de los esclavos, ac-ción gubernamental que más tarde fue complementada por un decreto garciano del 26 de diciembre de 1872, que supri-mió los impuestos destinados a financiar la manumisión de quienes aún continuaban sometidos al yugo de la esclavitud. Finalmente, el Congreso Nacional de 1875, integrado en su totalidad por clérigos y miembros de la clase terrateniente, ratificó la medida tomada por el tirano, con el argumento de que dichos impuestos eran vejatorios y dispendiosos.93

Cosa similar ocurrió en el campo de las relaciones in-ternacionales, donde los intereses de la nación fueron en bue-na medida relegados en beneficio de los intereses de la Igle-sia Católica. A través de un Concordato con la Santa Sede, el Estado ecuatoriano renunció al Patronato sobre la Iglesia —que la Santa Sede había reconocido de hecho desde déca-das anteriores— y su misma autoridad fue sometida al poder eclesiástico y a la autoridad de los pontífices romanos, lo que equivalía a una virtual renuncia de su soberanía. Por otra par-te, García Moreno, siguiendo los pasos de Flores, creyó hallar en un sometimiento neocolonial la fórmula para garantizar la paz y el orden internos que ansiaba la oligarquía. Expresión de ese modo de pensar fueron sus cartas al Ministro francés Tri-nité, solicitando un protectorado para el Ecuador, y también su vergonzoso apoyo a la intervención francesa en México,

93 Cit. por Alejandro Guerra Cáceres, op. cit., pp. 11-12.

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tan criticada y combatida por los demás gobiernos latinoa-mericanos. En esa misma línea política cabe inscribir la inicial resistencia del Ecuador a incorporarse a la guerra defensiva contra España, con motivo de la agresión ibérica al Perú por las islas Chinchas. Y finalmente cabe mencionar su desmesu-rada reacción contra el movimiento de unificación italiana conducido por el glorioso masón Giusseppe Garibaldi, a con-secuencia de haber privado al Papa de sus enormes posesiones feudales, que impedían la integración de Italia. Entonces, el régimen garciano acusó a Víctor Manuel de Saboya, Rey de Italia, de haber cometido «un odioso y sacrílego atentado con la inícua invasión de Roma»,94 y, posteriormente, emitió un decreto legislativo asignando una renta nacional permanente al Papa, «para contribuir al sostenimiento del gobierno uni-versal de la iglesia (...) ahora que hallándose el Padre Santo despojado, por inicua usurpación, de sus dominios y rentas, ningún gobierno católico cuida de cumplirlo (...)». 95

En ese crucial momento de la historia nacional, cuan-do se había impuesto en el Ecuador el imperio del fanatismo y se ejercitaba impunemente la violación de las libertades pú-blicas, los masones salieron en defensa de los intereses na-cionales y de los derechos ciudadanos. Uno de ellos fue el doctor Pedro Carbo,96 quien, actuando en representación del Concejo Municipal de Guayaquil, denunció ante la opinión pública los absurdos, vicios y atentados jurídicos que conlle-

94 Nota del Ministro de RR. EE. del Ecuador al Ministro de RR. EE. de Italia; Quito, a 15 de enero de 1871. El documento en: Jorge Villacrés Moscoso, “Historia Diplomática de la Repú-blica del Ecuador”, 3er. tomo, Universidad de Guayaquil, 1972, p. 162–163.

95 El decreto fue aprobado el 3 de octubre de 1873. Su texto en: ibíd., p. 479.

96 Este destacado masón había sido Vicepresidente de la Convención Nacional de 1850, reunida en Quito, y era para entonces uno de los más prestigiosos dirigentes del liberalismo ecuatoria-no..

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vaba el Concordato firmado con la Santa Sede, instrumento que contenía disposiciones contrarias a la soberanía nacional, atentatorias contra la Constitución del Estado y peligrosas para la libertad y dignidad humanas. Denunció también que tal convenio había sido suscrito, canjeado y ratificado por la sola voluntad del gobernante y sin la correspondiente autori-zación o aprobación del Congreso Nacional. Tal denuncia fue publicada en la Gaceta Municipal 97 y empezó a circular en el país y fuera de él, causando el consiguiente escándalo, preci-samente por lo acertado, preciso y patriótico de la denuncia.

Obviamente, el documento del Presidente del Con-cejo Municipal de Guayaquil causó la irritada reacción de la Iglesia y el Gobierno conservador. Varios obispos y clérigos replicaron atacando por todos los medios al autor, con ánimo de descalificar sus opiniones, y aún llegaron a prohibir su lec-tura, ante lo cual Carbo publicó un folleto ampliatorio de su denuncia, bajo el título de «La República y la Iglesia. Defensa de la exposición del Concejo Cantonal de Guayaquil sobre la inconstitucionalidad del Concordato celebrado entre el Presi-dente del Ecuador y la Santa Sede».

Veamos ahora cuáles eran esas disposiciones del Con-cordato que afectaban a la soberanía nacional y a las liberta-des públicas:

Por el artículo 1º se consagraba a la Religión Católica Apostólica Romana como la única de la República, se le garanti-zaban «todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar se-gún la ley de Dios» y se establecía que «jamás podrá ser permitido ningún otro culto disidente, ni sociedad alguna condenada por la Iglesia», en una obvia referencia a la Orden Masónica.

97 Ver al respecto: José Antonio Gómez, “Los periódicos guayaquileños en la historia”, Guaya-quil, 1998, t. I, p. 310.

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Por el artículo 3º se disponía que «la instrucción de la juventud en las universidades, colegios, facultades, escue-las públicas y privadas» fuese en todo aspecto conforme a la doctrina católica. Para ello se daba a los obispos «el exclusivo derecho de designar los textos para la enseñanza (religiosa y moral)» y se otorgaba a los prelados el derecho de «censurar y prohibir (...) los libros de cualquier naturaleza que sean, que ofendan al dogma, la disciplina de la Iglesia y la moral, de-biendo vigilar también el Gobierno y adoptar medidas opor-tunas para que dichas publicaciones no se propaguen (...)».

Por el artículo 4º se entregaba a los Tribunales Ecle-siásticos la jurisdicción para juzgar asuntos eclesiásticos, de fe y sobre los sacramentos «comprendidas las causas matri-moniales». Por el artículo 11º el Gobierno se comprometía a conservar los diezmos como tributo eclesiástico y a cuidar de que la Iglesia y los curas se beneficiasen de él. Por el artículo 19º se le garantizaban a la Iglesia la conservación, adquisición y disfrute de propiedades (bienes de manos muertas). Y por el artículo 24º se revocaban todas las leyes, decretos o dis-posiciones oficiales que afectaran en algo a los términos del Concordato, que pasaba a considerarse para siempre como ley del Estado.

Como puede apreciarse, tales disposiciones eran en su mayoría abiertamente inconstitucionales y todas ellas afecta-ban los intereses de la Nación, del fisco y de los ciudadanos, cuyas libertades de conciencia, de expresión y de asociación resultaban gravemente vulneradas.

Como la denuncia de Carbo y la municipalidad de Guayaquil fuera elevada al Congreso Nacional para su cono-cimiento, en 1863, García Moreno sometió el Concordato al conocimiento del cuerpo legislativo varios meses después

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de estarlo aplicando en la práctica. Hizo más: amenazó con re-nunciar si no se ratificaba ese írrito convenio y coaccionó mo-ralmente a los legisladores para alcanzar tal fin. Al fin, el dócil Congreso aprobó el tratado de marras con algunas modifica-ciones absolutamente secundarias, que no alteraban su esencia.

De todos modos, quedó clara para la conciencia na-cional e internacional la abierta violación que el régimen gar-ciano había hecho de la Constitución y leyes del Ecuador. Entonces, en vez de rectificar lo actuado y reformar el Con-cordato para ponerlo a tono con la Carta Magna, el déspota y sus aúlicos buscaron reformar la Carta Magna para ponerla a tono con los sombríos términos del Concordato. Eso fue precisamente lo que ocurrió en 1869, cuando García More-no, tras haberse proclamado dictador (con ayuda del Nuncio Apostólico, monseñor Tavani, que se dice coordinó el derro-camiento del Presidente Javier Espinoza98), convocó a una nueva Convención Nacional, que dictó la tristemente famosa Carta Negra, llamada así por su siniestro contenido, conculca-torio de las libertades ciudadanas.

En ella se impuso como primer requisito de ciudadanía el ser católico (art. 10). Igualmente, se estableció como causal de suspensión de los derechos de ciudadanía el hecho de «per-tenecer a las sociedades prohibidas por la Iglesia» (art. 11), lo cual implicaba poner fuera de ley a la Masonería y a cualquier otra organización filosófica, política o religiosa que desagrada-ra al clero o al poder. Del mismo modo, se garantizó «la libre expresión del pensamiento», pero colocando esta supuesta ga-rantía bajo la sombra de limitaciones y amenazas: «con tal que se respete la religión, la moral y la decencia; pero el que abusare

98 Ver: Oswaldo Albornoz Peralta, “Historia de la acción clerical en el Ecuador”, Editorial Espejo, Quito, 1963, p. 118.

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de este derecho será castigado según las leyes (...)» (art. 102). Cosa igual sucedió con el derecho de asociación pacífica, que se concedía, pero con la condición de que los asociados «res-peten la religión, la moral y el orden público» (art. 109), es decir, fijando como límite unos valores intangibles, que por lo mismo eran indefinidos y podían dar lugar a interpretaciones sesgadas y antojadizas por parte de la autoridad o de la Iglesia. Por fin, en una expresa renuncia a la soberanía de la nación, en ese mismo artículo 109 se estableció la siguiente norma consti-tucional: «Los institutos católicos establecidos en la República no serán extinguidos ni disueltos sino de acuerdo con la Santa Sede», con lo cual el Estado ecuatoriano subordinó sus potesta-des implícitas a la voluntad de un poder extranjero.

Dos años después de aprobada la Carta Negra, fue promulgado un nuevo Código Penal, en el que se incluían disposiciones y penas como estas:

Art. 161: “La tentativa para abolir o variar en el Ecuador la Religión Católica Apostólica Romana (...) pena de muerte.”.

Art. 162: “El que celebre actos públicos de un culto que no sea el de la religión católica (...) uno a tres años de reclusión e igual tiempo de extrañamiento (destierro) concluída la primera condena”.

Art. 163: “El que inculcare públicamente la inobservancia de los preceptos religiosos (...) (o) el que habiendo propalado doc-trinas o máximas contrarias al dogma católico, persistiese en publicarlas después de haber sido condenadas por la autoridad eclesiástica (...) tres a seis años de reclusión. El reincidente en estos delitos (...) tres a seis años de extrañamiento”.

Art. 165: “El que hollare o profanare las imágenes o vasos sa-grados (...) cuatro a ocho años de penitenciaría”.

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Art. 169: “Los que por medio de violencia, desorden o escánda-lo impidieren o estorbaren el ejercicio del culto público (...) seis meses a tres años de prisión”.

Art. 170: “Los que desempeñaren mando o presidencia o hu-bieren recibidos grados en una sociedad secreta de las que están prohibidas por la Iglesia (léase logias masónicas N. del A.), y los que prestaren para ellas las casas que poseen, administran o habilitan (...) uno a tres años de prisión y el doble tiempo de extrañamiento. (...) Los demás afiliados (...) seis meses”.99

Ese era el sombrío marco jurídico–constitucional im-puesto por la tiranía garciana en su renombrada República del Corazón de Jesús y por el cual muchos ecuatorianos fue-ron apresados, desterrados, torturados o fusilados, en algunos casos sin fórmula de juicio, por el solo delito de expresar li-bremente sus opiniones o de resistirse a las imposiciones ideo-lógicas del régimen.

A la sombra de esa tiranía institucionalizada y utili-zando en forma totalitaria su condición de religión oficial del Estado, la Iglesia católica ecuatoriana intervino abiertamente en la política nacional, para beneficiar sus intereses institu-cionales y ayudar políticamente al denominado Partido Gar-ciano. Quizá el abuso más generalizado fue la imposición de que los ciudadanos, para participar en las elecciones, debieran comprobar su condición de católicos practicantes mediante la presentación de un certificado del cura de su parroquia, lo que implicaba una abierta coerción contra toda forma de disidencia ideológica.

99 Citado por Albornoz, pp. 119–120.

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JUAN MONTALVO Y EL PENSAMIENTO DEMOCRÁTICO

Entonces, cuando el país temblaba de pavor ante los desafueros de la tiranía, la Masonería y los masones alzaron su voz en defensa de las libertades ciudadanas. La voz más alta fue sin duda la de Juan Montalvo, el genial escritor de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, quien se enfrentó virilmente al tirano y condenó sus abusos de poder por medio de formidables obras de denuncia, como Las Catilinarias.

Pero Montalvo no se quedó en la retórica de denun-cia y caricaturización de la dictadura garciana. Parte esencial de su obra estuvo enfocada a promover la formación moral de la juventud, orientándola a la búsqueda de la verdad, a la conquista de un horizonte espiritual laico y a un cabal com-promiso con los problemas de la sociedad. Como parte de esa tarea pedagógica, El Cosmopolita buscó estimular el espíritu crítico y rebelde de la juventud, y en particular de los es-tudiantes universitarios, que para entonces figuraban ya a la cabeza de la creciente resistencia social a la tiranía garciana. Expresiva de ello es aquella famosa frase montalvina que los estudiantes ecuatorianos repiten hasta hoy en sus arengas y discursos: Desgraciado el país donde la juventud es humilde con el tirano, donde los estudiantes no hacen temblar al mundo.

Embebida de la prédica libertaria de Montalvo, la ju-ventud universitaria empezó a rebelarse contra la tiranía y a debatir abiertamente acerca de la situación del país. La res-puesta de la dictadura fue inmediata: decretó la clausura de

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la Universidad Central del Ecuador —de la que el mismo García Moreno había sido rector— en busca de su definitiva extinción. El decreto de clausura rezaba:

La Universidad de esta Capital no solamente ha hecho deplorar los funestos efectos de una enseñanza imperfecta, sino que ha llegado a ser un foco de perversión de las más sanas doctrinas.

En lugar de la extinta y afamada casa de estudios, Gar-cía Moreno instituyó la Escuela Politécnica Nacional, concebida como un centro educativo del que se desterrarían las humanida-des para cultivar exclusivamente las ciencias exactas y naturales, todo ello bajo el tutelaje ideológico de la Iglesia. Para cimentar la nueva casa de estudios fueron traídos sabios católicos euro-peos, que dieron notable impulso al desarrollo de la ciencia y la tecnología en el país, y que hicieron de la Politécnica un referen-te académico fundamental, que se mantiene hasta nuestros días; pero todo ese gran logro educativo no oculta el acto de violencia política y ruindad espiritual con que García Moreno clausuró la más antigua y prestigiosa institución de estudios superiores del país, con ánimo de suprimir un espacio académico abierto al pensamiento libre y a la tolerancia ideológica.

El asesinato del tirano en 1875, ejecutada por una os-cura conspiración, en la que aparecieron mezclados jóvenes idealistas liberales y sombríos personajes de la derecha, puso fin a su período de gobierno, pero no terminó con el “régi-men terrorista” que habían montado la oligarquía conserva-dora y la Iglesia católica. De ahí que los masones debieran empeñarse en las dos décadas siguientes en una dura lucha por la recuperación de las libertades públicas.

Tras el breve gobierno del liberal–católico Antonio Bo-rrero, que se mostró tolerante con la oposición y respetuoso de

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los derechos ciudadanos, pero que se negó a revisar la nefasta Carta Negra, advino una breve guerra civil y se instauró la Je-fatura Suprema del general Ignacio de Veintemilla, que ascen-dió al poder con la imagen de liberal y convocó a la Asamblea Constituyente de 1878. Esa convención fue presidida por el general José María Urbina y tuvo una fuerte presencia libe-ral–masónica, aunque la mayoría de diputados siguió siendo de la clase terrateniente e impuso la declaratoria de que la religión de la República era «la católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquiera otra». Pese a ello, la acción polí-tica de los liberales logró que en la nueva Carta Fundamental se restablecieran a plenitud los derechos ciudadanos, se fija-ran medidas para garantizar el efectivo cumplimiento de las garantías constitucionales y aún se llegara a proclamar que «la Nación ecuatoriana reconoc(ía) a los derechos del hombre como la base y el objeto de las instituciones sociales».100

Convertido ya en Presidente Constitucional de la República, Veintemilla designó como sus colaboradores a algunos masones eminentes, como Pedro Carbo y José Ma-ría Urbina, que impulsaron un gobierno de paz y tolerancia política, pese a la radical oposición que le hacían la Iglesia y los terratenientes conservadores. Por desgracia, Veintemilla se inclinó más tarde hacia la derecha, entró en tratativas con la Iglesia y terminó convirtiéndose en dictador y liderando un gobierno autoritario. Para entonces, se había enajenado ya la opinión del sector más radical del liberalismo, que criticaba abiertamente los errores del caudillo y del círculo militarista que lo apoyaba.

100 Artículo constitucional 16.

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En esa circunstancia se produjo en el Ecuador un fe-nómeno político del mayor interés, que fue la gestación de una tendencia liberal–radical al interior del tradicional parti-do liberal. Esa gestación fue provocada por diversas motiva-ciones. En el plano político, por la emergencia de una nueva generación de políticos liberales, que se hallaba influenciada profundamente por la prédica ideológica de Montalvo y, por lo mismo, anteponía los principios éticos a cualquier arre-glo político o acomodo burocrático; así, esta nueva genera-ción liberal, en la que destacaban personajes de formación masónica como Eloy Alfaro, Marcos Alfaro, Nicolás Infante Díaz, Luis Vargas Torres y Miguel Valverde, cobró creciente distancia frente a la anterior generación (la que lideraban José María Urbina y Pedro Carbo), que se había envejecido en la lucha contra los conservadores y había terminado por asimi-lar algunos vicios propios del pragmatismo político. En el plano social, esa irrupción generacional revelaba también la incon-formidad de la pequeña burguesía liberal de las provincias de la Costa frente a los manejos políticos de la gran burguesía del puerto de Guayaquil, que en toda circunstancia buscaba garantizar sus intereses de clase mediante componendas polí-ticas con la oligarquía conservadora de la Sierra.

La Iglesia, por su parte, siguió participando activa-mente en la política nacional y manteniendo una actitud de absoluta intransigencia e intolerancia ideológica. Y se llegó a dar el caso de que el tristemente célebre obispo de Manabí, Pedro Schumacher, decretara excomunión contra el doctor Felicísimo López, como una represalia contra este afamado médico y masón101, que había derrotado en las urnas al can-

101 Felicisimo López sostuvo que el no era masón, pero que tenía en muy alto grado de aprecio y admiración a los miembros de la Orden. Nota del Editor.

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didato promovido por el irascible prelado; mas el asunto se convirtió en escándalo nacional cuando el Senado de la Re-pública, dominado por clérigos y legisladores conservadores, despojó a López de su condición de senador, argumentando que su condición de excomulgado le había privado de sus de-rechos de ciudadanía.102 Fue precisamente por estas actitudes totalitarias que los liberales del siglo pasado bautizaron a los conservadores con el calificativo de terroristas.

102 Una notable excepción fue la actitud del presbítero Federico González Suárez, futuro Arzobis-po de Quito, quien se retiró de la sesión para no ser cómplice de tamaño despropósito.

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EL PENSAMIENTO CLERICAL

Frente a tan avanzado pensamiento masónico, que planteaba una renovación total de las ideas políticas, sociales y religiosas en uso, el sector más tradicionalista de la Iglesia reaccionó atacando de modo creciente a la Masonería, a la que identificaba como el núcleo irradiador de las ideas libe-rales y de los proyectos republicanos de reforma social. Preci-samente ahí radicaba el meollo de la animosidad eclesiástica contra la Masonería, a la que se acusaba, desde las más altas instancias religiosas, de ser quien proveía al liberalismo de su impulso y dirección y quien aportaba las ideas políticas que el liberalismo buscaba aplicar.

Sirva como ejemplo la encíclica Humanus emitida por el papa Pío IX a fines del siglo XIX, en la que se excitaba a los prelados —en especial a los de la América Latina— a combatir los principios liberales sobre los que se hallaban asentadas las mismas Repúblicas del continente: soberanía popular, gobier-no electivo, igualdad de derechos entre los ciudadanos, etc., los cuales debían ser mostrados como un producto perverso (veneno que circula en las venas de la sociedad, decía la encí-clica) de «una sociedad esparcida en gran número de lugares y vigorosamente organizada, la sociedad de los francmasones».

En obediente acatamiento de ella, el Obispo de Ma-nabí, Pedro Schumacher, un antiguo oficial del ejército pru-siano, redactó un catecismo político destinado a ser usado por

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la Iglesia Católica ecuatoriana como «texto de enseñanza mo-ral para la juventud de ambos sexos». 103 Esta obra fue publica-da por primera vez en Quito, en la penúltima década del siglo XIX, por la Imprenta del Clero, y fue reeditada luego varias veces. En su prólogo exponía el combativo obispo que había redactado su obra «a fin de señalar los errores que propaga el liberalismo asociado con la secta masónica, y ofreciendo argu-mentos y razones para confundir y rechazarlos». A continua-ción, enfilaba su ataque contra la Orden Masónica, diciendo:

Se ha levantado una secta atrevida y astuta que con el nom-bre de ‘liberal’ pretende negar y atacar la soberanía de Dios, y proclama la del hombre en su lugar; una secta que, negando los derechos de Dios sobre el hombre, quiere colocar las so-ciedades humanas sobre una base nueva que llaman ‘Moral libre, Moral independiente’.

Esta secta tiene su código propio, formado por los artículos que formuló la revolución francesa con el título de “Derechos del hombre”. Código impío y ateo, cuya perversidad se halla como condensada en la pretensión de que el hombre y la humana voluntad sean la fuente única de todos los derechos.

Para los pueblos cristianos había existido el principio funda-mental de toda justicia y moral, de que Dios, como Legisla-dor Supremo, es la norma de todas las leyes humanas. Contra ese supremo dominio de Dios se alza la secta liberal y pro-testa, sosteniendo que la ley no es otra cosa que la expresión solemne de la voluntad de los pueblos. Según esta doctrina nueva, será ley lo que el hombre mande, sea esto conforme o no con la voluntad de Dios.

103 Pedro Schumacher, Obispo de Manabí: “La Sociedad Civil Cristiana según la doctri-na de la Iglesia Romana”, Imprenta del Clero, Quito, segunda edición, 1890.

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No es extraño que los pretendidos “Derechos del hombre”, apo-yados en tan impío fundamento, hayan atribuido al hombre el derecho de manifestar y enseñar de viva voz o por la imprenta, todos los errores y todas las impiedades, sin tomar en cuenta la autoridad de Dios y de su Iglesia.

En cuanto a los principios políticos fundamentales promovidos por la Orden Masónica, la Iglesia los combatió abiertamente a través de encíclicas, cartas pastorales, cate-cismos políticos y otras publicaciones, además de la prédica regular de sus sacerdotes. Así, en la Encíclica del papa León XIII sobre la Masonería se acusaba a esta organización de ser la promotora de las «perniciosas» ideas políticas liberales y republicanas:

Tratan los francmasones –decía la encíclica– y todos sus esfuerzos tienden a ese objeto, tratan de destruir de raíz toda la disciplina religiosa y social que ha nacido de las instituciones cristianas, y de sustituirlas con otra nueva, adaptada a sus ideas, y cuyos principios y leyes fundamentales están sacadas del naturalismo. (…)

(En cuanto a) los dogmas de la ciencia política, véase cuales son en este punto las tesis de los naturalistas: los hombres son iguales en derechos; todos, y en todos conceptos, son de igual condición. Siendo todos libres por naturaleza, ninguno de ellos tiene derecho de mandar a sus semejantes, y es hacer violencia a los hombres querer someterlos a cualquiera autoridad, a menos que tal autoridad no proceda de ellos mismos. Todo poder está en el pueblo libre; los que ejercen el mando solo le tienen por mandato o concesión del pueblo, y eso de modo que, si cambia la voluntad popular, hay que despojar de su autoridad a los jefes del Estado, aun a despecho de ellos.

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Los hechos que acabamos de resumir —concluía el pontífi-ce— arrojan luz suficiente sobre la constitución íntima de los francmasones, y muestran con claridad por qué vías se encami-nan a su fin. Sus dogmas principales están en tan completo y manifiesto desacuerdo con la razón, que no se puede imaginar cosa más perversa. (…) Los perniciosos errores que acabamos de recordar amenazan a los Estados con los más espantosos peligros. Suprimid, en efecto, el temor de Dios y el respeto que a sus leyes se debe; dejad caer en descrédito la autoridad de los príncipes; dada libre curso y aliento a la manía de las revoluciones; soltad la rienda a las pasiones populares; romped todo freno, salvo el de los castigos, y llegaréis por la fuerza de las cosas a un cata-clismo universal y a la ruina de todas las instituciones: tal es, ciertamente, el fin averiguado, explícito, a que enderezan sus esfuerzos muchas asociaciones comunistas y socialistas, y la secta de los francmasones (…).104

La sola lectura de estos párrafos muestra la reacciona-ria ideología que inspiraba a este jefe de la Iglesia, cuyo pen-samiento estaba tan anclado en el pasado que le horrorizaba la sola idea de la igualdad entre los hombres y no distinguía si-quiera entre príncipes y gobernantes republicanos. Así, pues, no es de extrañar que la Iglesia ecuatoriana y latinoamericana, inspirada por tan oscurantistas posiciones, resistiera por todos los medios la consolidación definitiva del Estado Nacional y combatiera durante todo el siglo XIX las ideas básicas del sistema republicano. Con ello, coadyuvó al mantenimiento de las taras sociales heredadas de la colonia (esclavitud, feu-dalismo agrario, servidumbre indígena, ignorancia popular),

104 Cit. por Schumacher, op. cit., págs. 94 a 102.

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impidió la plena aplicación de vida democrática y fue cómpli-ce del atraso social y material del Ecuador. No de otro modo puede interpretarse el hecho de que este país andino figurara en el siglo XIX como uno de los más atrasados del continente, mientras su Iglesia destacaba como el más rico propietario terrateniente del país.

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CAPÍTULO QUINTO

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LOS MASONES Y LA CONSOLIDACIÓN DEL PROYECTO NACIONAL

Tras el derrocamiento de Veintemilla, al igual de lo que ocurrió tras la muerte de Gabriel García Moreno, cada uno de los bandos político-sociales existentes en el Ecuador debió definir nuevamente su visión y proyecto de país.

La tarea no era fácil, porque no se partía de cero, sino que cada clase o grupo social tenía sobre sí el peso de unos inte-reses pre-existentes en la realidad o predeterminados en la teo-ría. Además, para entonces había ya una creciente convicción sobre la viabilidad del país, pese a que el miedo a las guerras civiles y el mal ejemplo de la intervención francesa en México todavía tentaban a algunos conservadores, que fungían como herederos de la mentalidad garciana, a pensar en la idea de un ensayo neocolonial, bajo la batuta de un príncipe extranjero.

Obviamente, los proyectos de país imaginados por cada bando político–social eran diversos. Los liberales —mezcla heterogénea de burguesía comercial, pequeña burgue-sía intelectual y terratenientes marginales de la Costa— soña-ban en general con un país moderno, abierto al libre tránsito de gentes, ideas y mercancías, y los más radicales querían un país también más justo, sin esclavos ni trabajadores concier-tos, y un Estado laico, con prensa libre y educación pública gratuita. Los conservadores —grandes hacendados, profesio-nales de buena familia, militares de línea, curas, artesanos y campesinos serranos— querían sobre todo un país estable y

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pacífico, donde prevalecieran la paz y el orden al viejo estilo y donde la Iglesia presidiera la vida social y cultural; en síntesis, soñaban con una República aristocrática, en la que hubiera ciertas libertades, pero donde cada clase y grupo étnico ocu-para su lugar tradicional. Había también una minoría de con-servadores cultos y relativamente progresistas, que deseaban una razonable modernización del país, pero conservando al catolicismo y a la tradición hispano–americana como ejes de referencia moral y cultural.

Dicho de otro modo, en el plano político los liberales querían democracia, progreso acelerado y apertura al mun-do, y los conservadores ansiaban orden, progreso moderado y afianzamiento de la tradición cultural interna; a su vez, en el plano económico, los liberales, que eran mayoritariamente comerciantes del puerto, querían libre comercio, para impor-tar y exportar lo que fuere, mientras que los conservadores, que eran productores agrícolas, industriales o artesanales, an-siaban proteccionismo para la producción nacional y el mer-cado interno. Eran dos sueños diversos sobre un mismo país y no tenían que ser necesariamente irreconciliables, como lo demostraron el breve ensayo de liberalismo católico de Borrero, la lucha común de liberales y conservadores contra la dictadu-ra de Veintemilla y la tolerancia política del Progresismo en sus buenos tiempos, los de Flores Jijón.

Pero había un tercer elemento que distorsionaba todo ensayo de aproximación política y tolerancia ideológica entre liberales y conservadores: la jerarquía eclesiástica. Ella estaba constituida, en parte, por gentes originarias de la vieja aris-tocracia terrateniente, que se habían formado en una escuela de absolutismo ideológico e intolerancia religiosa, y que en general eran bastante ignorantes, como lo demuestran sus

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obras escritas, piezas oratorias y cartas pastorales, llenas de lugares comunes, retórica insustancial y amenazas implícitas, textos en general vacíos de conceptos y argumentos lógicos. Quizá la causa de esta falta de luces entre el clero ecuatoria-no haya sido la temprana frustración del ensayo de crear una Ilustración Católica, que emprendiera a fines del siglo XVIII el sabio y progresista obispo José Pérez Calama, quien final-mente renunció al obispado y abandonó el país, agobiado por la corrupción e ignorancia del clero quiteño.

Para las últimas décadas del siglo XIX, la otra parte de la jerarquía religiosa estaba integrada por curas extran-jeros, provenientes de la Europa católica y formados en la reaccionaria escuela de las dos Majestades, que enseñaba leal-tad al Rey y sumisión al Papa. Hay más, ninguno de estos últimos provenía de un país republicano ni había vivido en una sociedad democrática y, por lo mismo, concebían al re-publicanismo como una herencia perversa de los protestan-tes norteamericanos y los herejes franceses, a los cuales se sumarían luego los masones italianos de Garibaldi y Víctor Manuel de Saboya, quienes privaron al Papa de sus domi-nios terrenales con el fin de unificar a Italia. Así, pues, no debe extrañarnos que entre esos reaccionarios curas y obis-pos extranjeros hubiera monárquicos trasnochados, como el jesuita Le Gohuir, autor de un texto de Historia del Ecuador en el que se abominaba de la independencia de América, o el terrible obispo de Portoviejo, don Pedro Schumacher, quien, al finalizar el siglo XIX, todavía vociferaba contra los principios republicanos, los Derechos del Hombre y, en ge-neral, contra toda idea democrática.105

105 Pedro Schumacher, “La Sociedad Civil Cristiana según la doctrina de la Iglesia Romana”, Im-prenta del Clero, Quito, 1890, 2a. ed., pp. IV-V.

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Pero el espíritu reaccionario no solo anidaba entre los curas y prelados extranjeros, sino igualmente entre los religio-sos ecuatorianos, algunos de los cuales no trepidaban en cla-mar contra la democracia y a favor del despotismo. Se destacó entre ellos el sacerdote cuencano Julio María Matovelle, un nostálgico del garcianismo, quien escribió hacia 1880:

La libertad nos fastidia, el despotismo nos hace falta: quien quiera implantar entre nosotros un sistema verdaderamente republicano, será la burla de todos; será considerado como un idiota, como un gobernante débil y apocado. Si nos dan la li-bertad, la arrojamos al fango del libertinaje: nuestras tradi-ciones, nuestros hábitos, nuestra poca cultura, nuestra falta de carácter, todo reclama la vara del despotismo.106

Atados históricamente a tan oscuro y pesado lastre clerical, los conservadores ilustrados no pudieron desplegar las alas de su vuelo intelectual y formular un viable pro-yecto nacional, que les permitiera un acercamiento con los liberales, con miras a empujar juntos el progreso del país. Los que lo intentaron, partiendo de la aceptación plena de los principios políticos republicanos, debieron enfrentar la oposición de la clerecía y los conservadores ultramontanos (como les ocurrió a Juan León Mera, Antonio Flores Jijón y Luis Cordero), o tuvieron que refrenar su vuelo intelectual y dedicarse al rescate de la cultura popular (Juan León Mera y Luis Cordero), vista como alternativa al cosmopolitismo que proponían los liberales.

Fue precisamente Juan León Mera quien dio el primer paso hacia la legitimación del pensamiento conservador, al proponer en 1883 a los directivos de su triunfante partido

106 Julio María Matovelle, “El Catolicismo y la Libertad”, s. f.

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un programa moderado y nacionalista, al mismo tiempo que acuñaba la denominación conceptual de católico-republicano para signar al gobierno conservador de Caamaño. Obviamen-te, con ello provocó la reacción de los ultramontanos de su partido y por esta causa «mereció grandes censuras», al decir de Julio Tobar Donoso.107

Precisamente un libro póstumo de este notable políti-co conservador contemporáneo, recientemente publicado,108 ayuda a hacer luz sobre ese conflicto ideológico–político que desgarró internamente a los conservadores de fines del siglo XIX. Ahí se incluyen unas reveladoras cartas cruzadas entre Antonio Flores Jijón —entonces Presidente de la Repúbli-ca— y Juan León Mera, directivo del partido azul, en las que el primero defendía su reforma al diezmo eclesiástico, acep-tada incluso por la Santa Sede, pero acremente atacada por la derecha ultramontana. Escribía en 1888 el presidente Flores:

Si el golpe de mi proclama ha sido contra los conservadores, la culpa la tienen ellos, que ponen trabas a las reformas conve-nientes sugeridas por el espíritu de progreso de nuestros tiempos y en especial los ultra–conservadores que quieren retrogradar al país a la Edad Media y aun algo más y hasta desobedecen las órdenes del Papa y las insinuaciones de una opinión pú-blica juiciosa. No crea Ud. que acuso al partido conservador en general, partido que cuenta con hombres honorabilísimos y patriotas, sino solo a ciertos miembros demasiado exclusivistas e intransigentes que exageran sus principios y provocan reacciones sangrientas como la historia lo atestigua.109

107 Julio Tobar Donoso, “La Legislación Liberal y la Iglesia Católica en el Ecuador”, Imprenta Producción Gráfica, Quito, 2001, p. 56.

108 Julio Tobar Donoso, op. cit.

109 Id, p. 57.

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En otra carta, del 2 de febrero de 1889, Flores propo-nía a Mera la formación de un tercer partido, ubicado entre el conservador y el liberal, para trabajar por el país, decía él, y para conjurar peligros revolucionarios, agrego yo. Argumen-taba para ello que «las distancias entre las agrupaciones (eran) tan mínimas que bien (podían) constituir una sola agrupa-ción con un mismo programa». 110

Menos de tres meses después, el 26 de mayo del mis-mo año, el presidente Flores insistía en sus ideas y reclamaba el apoyo político de los conservadores moderados para su cau-sa de reconciliación política:

Estoy de acuerdo con Ud., —manifestaba— en que convendría juntar y organizar todas las fuerzas morales y de acción que pueden concurrir a la defensa de la buena causa y a la defen-sa del orden católico–constitucional, porque no hallo nada de heterodoxo en sintetizar en esta frase la civilización cristiana con las instituciones y gobierno de la sociedad civil. (...) Toca a los partidos divergentes aunar sus esfuerzos en ese sentido y ro-dear al Gobierno, en vez de menoscabar su prestigio y extraviar el criterio religioso del pueblo. (...) No me parece insensatez o irreligión ser conservador progresista, como lo son en Europa los distinguidos miembros de este partido, como Silvela, Cánovas del Castillo, y otros muchos, sin que nadie se haya avanzado a calificarlos de enemigos del Catolicismo.111

En esa coyuntura se empantanó el proyecto nacional de los conservadores progresistas o católicos republicanos. La clerecía y los terratenientes fanáticos los cercaron políticamente y clausuraron el espacio que requerían para su vuelo intelectual.

110 Ibídem.

111 Id., p. 57–58.

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Poco más tarde, estas mismas fuerzas, bajo el comando de Ca-milo Ponce y Ortiz, iniciaron la operación de acoso y derribo del gobierno progresista de Luis Cordero, facilitando así el esta-llido de la Revolución Liberal.

Parecido conflicto existía en el campo liberal, donde los antiguos liberales de orden enfrentaban ahora el reto de los jóvenes radicales, verdaderos liberales de desorden, que critica-ban la vocación acomodaticia y las apetencias burocráticas de los primeros. Esos jóvenes radicales habían crecido teniendo a Juan Montalvo y su combate a las tiranías como el principal ejemplo de acción política, y, precisamente a causa de su for-mación moral e ideológica, no estaban dispuestos a confor-marse con cambios en la estructura política, sino que incluso pretendían efectuar cambios en la estructura social.

Cabe precisar aquí que la fuente principal de forma-ción ideológica de esos radicales ecuatorianos había sido el espíritu nacional–revolucionario del liberalismo latinoameri-cano de aquel tiempo, al que se hallaba íntimamente ligada la masonería de América Latina, que, a causa de la particular historia del subcontinente, había ido asumiendo una crecien-te autonomía de gestión y una particular identidad política. En efecto, tras la independencia nacional habían ocurrido varios fenómenos negativos, que alertaron a la masonería la-tinoamericana sobre la necesidad de actuar autónomamente y asumir un espíritu nacional–latinoamericano. Esos fenóme-nos fueron:

1. La intervención de agentes masónicos norteamericanos (An-derson, Poinsett) en la promoción de las guerras civiles de Colombia (contra Bolívar) y México (guerras entre yorkinos y escoceses), que minaron internamente a esos países;

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2. La participación de algunos destacados masones europeos, con Maximiliano de Habsburgo a la cabeza, en la interven-ción francesa en México, destinada a recolonizar ese país. La agresión fue finalmente derrotada por las fuerzas patrióticas liberales dirigidas por el presidente Benito Juárez, masón na-cionalista, quien se vio en el caso de crear un rito indepen-diente (Rito Nacional Mexicano) para proteger a la maso-nería mexicana de la dominación extranjera, y, finalmente, ordenó el fusilamiento de Maximiliano y los masones mexi-canos serviles que habían apoyado la agresión extranjera.

3. La formación de la Gran Logia de Chile, que se produ-jo en 1862 a consecuencia de la intervención dictatorial del emperador francés Napoleón III en el Gran Oriente de Francia, mediante la errada decisión de nombrar al profano Pierre Magnan, Mariscal de Francia, en calidad de Gran Maestro del GOF, mediante decreto de enero de 1862. Ello hizo que las cuatro logias chilenas dependientes del GOF desconocieran esa autoridad espúrea y decidieran consti-tuir un poder masónico nacional, de carácter independien-te, que fue fundado el 24 de mayo de 1862 y tuvo como primer Gran Maestro a don Juan de Dios Arlegui.

4. Las acciones filibusteras de William Walker en América Cen-tral, tendientes a la reconquista colonial de esos países y a la reimplantación de la esclavitud Esas acciones, que estaban res-paldadas por la masonería sudista de los EE. UU., causaron una justificada alarma entre los sectores patrióticos de América Latina, que veían avanzar contra ellos la avalancha expansio-nista yanqui. Algunos pensadores nacionalistas y eminentes masones, como el chileno Francisco Bilbao, llamaron a la uni-dad latinoamericana para enfrentar a Walker y sus secuaces.

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Todo ello trajo como resultado el desarrollo de una masonería latinoamericana crecientemente autónoma de los grandes poderes internacionales (la Gran Logia Unida de In-glaterra, el Gran Oriente de Francia y las Grandes Logias de EE. UU.), y cada vez más comprometida con los intereses nacionales de sus respectivos países. Adicionalmente, los ma-sones latinoamericanos, alarmados por la expansión neo-co-lonialista europea y norteamericana, empezaron a vincularse mutuamente y a respaldar los proyectos de unidad latinoa-mericana promovidos por el liberalismo más avanzado. Entre esos proyectos podemos mencionar los siguientes:

1 El del eminente pensador, sociólogo y político argentino Juan Bautista Alberdi, protegido de Garibaldi y de Mazzini y miembro de la logia Joven Italia, quien publicitó en 1844 su “Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Con-greso General Americano”, en la que planteó la posibilidad de recomponer la unidad latinoamericana, mediante la for-mación de una alianza supraestatal y la unión comercial de los países hispanoamericanos.

2 El del notable publicista, magistrado y masón chileno José Victorino Lastarria, quien planteó hacia 1865 la necesidad de que América Latina se emancipase culturalmente de Eu-ropa y se lanzase a recuperar su plena identidad e integri-dad, diciendo: «la emancipación del espíritu es el gran fin de la revolución hispanoamericana».112

3 El del formidable escritor, sociólogo y pensador chileno Fran-cisco Bilbao, quien revolucionó la cultura y el pensamien-to político chilenos, fundando con Lastarria, Andrés Bello,

112 Ricaurte Soler: “Idea y cuestión nacional latinoamericanas”, Siglo XXI Editores, Mé-xico, 1980, p. 174.

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Emilio Recabarren y otros masones chilenos de avanzada la “Sociedad Igualdad”, que se convirtió en una organización político–revolucionaria, que planteaba la reforma social a la par que la integración latinoamericana para resistir la expan-sión yanqui.

4 El del eminente masón y liberal neogranadino José María Samper, quien propuso en 1859 la confederación de los países de la antigua Gran Colombia, urgidos de unidad y progreso, a la vez que amenazados por la expansión de los bárbaros del Norte.

5 El del político demo-liberal y francmasón venezolano An-tonio Leocadio Guzmán, ferviente animador de la forma-ción de una Confederación Andina (de Bolivia a Venezue-la) y, más tarde, activo promotor de la reconstitución de la Gran Colombia mediante un pacto federal de Ecuador, Nueva Granada y Venezuela. Fue uno de los convocantes de la Convención Constituyente de los Estados Unidos de Colombia (1863), en la que se aprobó la Constitución de Río Negro, que dispuso que el poder ejecutivo del gobierno de Bogotá «propendiera en sus negociaciones y convenios a que las dos mencionadas secciones hermanas (Venezue-la y Ecuador) concurran con los actuales Estados Unidos de Colombia a la expresada reinstalación de la integridad nacional». Estos planes de reunificación grancolombiana alarmaron al conservador gobierno ecuatoriano de García Moreno y a su protector, el emperador francés Napoleón «el pequeño», al punto que este último expresó al gobierno de Colombia que Francia «no consentiría que la República del Ecuador formase parte de la unión colombiana».113 Ello fue

113 Soler, cit., p. 181.

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inmediatamente denunciado por el gobierno colombiano a la opinión pública internacional, para demostrar las preten-siones colonialistas de Europa.

Si bien esos proyectos de integración latinoamericana fracasaron finalmente, por la oposición cerrada de las fuerzas conservadoras de la región, ello no impidió que las nuevas ge-neraciones de liberales latinoamericanos asumieran el ideario democrático, igualitario, integracionista y anticolonialista de esos precursores, y tampoco que incluyeran en sus proyectos revolucionarios la búsqueda de la unidad política de los países latinoamericanos.

Todo ello terminó por gestar una nueva ideología, que nacía de la matriz liberal pero iba más allá de los viejos postulados librecambistas, orientándose hacia la búsqueda de reformas sociales internas (reforma agraria, nacionalización de bienes eclesiásticos, educación laica y gratuita) y hacia un política nacionalista, que inclusive contemplaba medidas proteccionistas para la producción nacional, cosa que hasta entonces solo habían planteado los conservadores y que, ob-viamente, horrorizaba a los comerciantes liberales de la vieja escuela, abanderados del libre comercio. A esas diferencias teóricas se sumaban otras absolutamente prácticas, tales como la tolerancia hacia los gobiernos conservadores e inclusive la eventual participación en ellos, asuntos que atraían a muchos liberales de viejo cuño, cansados de conflictos y deseosos de cuotas de poder, pero que los radicales rechazaban de plano, precisamente porque ello significaba la consolidación defini-tiva del poder oligárquico, mediante la inclusión en el sistema de los sectores de la burguesía comercial.

En el caso ecuatoriano, la creciente separación entre li-berales y radicales obedecía también a los diferentes orígenes

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socio–regionales de unos y otros: los liberales eran en su mayo-ría comerciantes burgueses de Guayaquil o gentes vinculadas con el comercio porteño, mientras que los radicales provenían de las capas medias y, en su mayoría, eran originarios de pro-vincias marginales al sistema político tradicional, asentado en el eje Quito–Guayaquil–Cuenca.

Ese sordo enfrentamiento entre liberales y radicales se mostró abiertamente durante la “Campaña de Regeneración” contra Veintemilla, para la cual los liberales de Guayaquil pro-clamaron Jefe Supremo a Pedro Carbo, mientras los radicales organizaban un gobierno insurgente en Manabí, con Eloy Alfa-ro a la cabeza. Es más, Alfaro disponía de un ejército revolucio-nario, que luego jugó un papel clave en la toma de Guayaquil y el aplastamiento de la dictadura, junto con las fuerzas conserva-doras de los Restauradores de la Sierra. Eso hizo que los radicales negociaran directamente con los conservadores, en nombre de la familia liberal, acerca del futuro gobierno del país, llegándose al acuerdo de que este debía ser nombrado por elecciones uni-versales, tras realizarse una nueva Convención Nacional. Pero la derecha engañó a los liberales en su conjunto y aprovechó su mayoría en la Convención para nombrar como nuevo presi-dente a un oscuro hombrecillo, que tenía como únicos referen-tes ser el más rico propietario cacaotero de la Costa y estar em-parentado por matrimonio con la familia del difunto general Juan José Flores. Más tarde, Alfaro comentaría amargamente el asunto: «Gané la campaña como un general y luego me condu-je políticamente como un recluta».

La exitosa jugarreta de los conservadores produjo una acrecentada desconfianza de los radicales. Por ello, durante el gobierno de Caamaño, mientras los viejos liberales juga-ban a aliarse con el “progresismo” o limitaban su oposición

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a la labor parlamentaria y la crítica impresa, el radicalismo se lanzó a la lucha armada contra el régimen terrateniente.

Dirigidos por audaces y valerosos líderes, como Eloy Alfaro y Luis Vargas Torres, organizaron sucesivas campañas guerrilleras e incursiones armadas contra el poder conservador, siendo derrotados en cada una de ellas. En 1884, tras la frus-trada campaña del Sur, fue vencido y capturado Luis Vargas Torres, que se había constituido ya en un verdadero símbolo del romanticismo revolucionario. Sometido a un Consejo de Guerra en Cuenca, Vargas Torres hizo de su juicio una tribu-na para denunciar los abusos y crímenes del gobierno y para difundir sus ideas de transformación. Al fin, temeroso de se-mejante enemigo, el gobierno de Caamaño buscó silenciarlo definitivamente y le impuso pena de muerte. Pero el revolu-cionario hizo de su ejecución un acto político final: se negó a ser vendado y enfrentó de pie al pelotón de fusilamiento. Los sombríos curas de Cuenca contribuyeron a politizar ese hecho, al negar sepultura al cuerpo del difunto, que ordenaron fuera arrojado en un basurero.

La muerte de Vargas Torres salpicó de sangre al go-bierno conservador y minó su legitimidad moral, a la vez que dio al radicalismo una bandera de combate. Los liberales, mientras tanto, seguían aferrándose al juego electoral, con-vencidos de que podían capitalizar políticamente el despresti-gio del régimen conservador–progresista. Y esa actitud liberal se acrecentó cuando el nuevo gobierno de Antonio Flores dio una vuelta de timón a la política oficial, estableciendo un pe-ríodo de tolerancia política y respeto a las garantías constitu-cionales. Un texto revelador de esa política de los liberales es una carta del gran jurista Luis Felipe Borja a su coideario Juan Benigno Vela, escrita en enero de 1889, en la que decía:

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Déjenos don Antonio dos años de sufragio y de libertad de im-prenta, y el Partido Liberal subirá al Poder. Procedamos, pues, con mesura, calma, extrema moderación cuando escribamos contra Flores. Juzgo que por ahora los derechos esenciales son el sufragio y la libertad de imprenta; mientras nos lo garantice don Antonio, tolerémosle otras fallas con paciencia.114

Es sobre este mar de fondo, preñado de conflictos in-ter–partidarios, que debe interpretarse el movimiento de las fuerzas políticas durante el desenlace de 1895 y el estallido de la Revolución Liberal. Porque solo así puede entenderse la participación de prominentes dirigentes del bando con-servador–terrateniente de la Sierra, como Camilo Ponce y Rafael María Arízaga, en los cabildeos políticos del liberalis-mo guayaquileño efectuados en los primeros días de junio de 1895. En ellos, ante el avance incontenible de la revolución popular liderada por los radicales, las oligarquías regionales trataron de cocinar al apuro un gobierno de concertación na-cional presidido por un liberal tradicional, que debía ser el gran hacendado cacaotero Darío Morla. El único error de los cabildantes fue no haber contado con la opinión de las masas populares, quienes, tras tomarse el agro montubio, se toma-ron las calles del puerto e impusieron la jefatura suprema de Eloy Alfaro.

114 Luis Felipe Borja a Juan Benigno Vela, Quito, enero de 1889. Cit. por Julio Tobar Donoso, “La legislación liberal y la Iglesia católica en el Ecuador”, Quito, 2001, p. 59.

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LOS MASONES Y LA REVOLUCIÓN LIBERAL

El radicalismo llegó al poder con su propia visión del país y su particular proyecto nacional, pero era consciente de que una transformación revolucionaria requería del respaldo de todas las fuerzas progresistas y democráticas, so pena de aislarse y debilitarse hasta el fracaso. Alfaro, más que nadie, fue consciente de la necesidad de construir un bloque histórico, en el que se juntaran los radicales con los liberales sinceros de la vieja escuela. Fue así que promovió la formación de un hí-brido al que llamó Partido Liberal Radical, en cuyo interior las fuerzas neo–conservadoras del viejo liberalismo terminaron por atemperar el ímpetu transformador de los radicales.

Eso puede notarse con la sola lectura del Programa de la Reforma Liberal, que se anunció el 3 de septiembre de 1895, cuyos objetivos patrióticos podían ser suscritos inclusive por cualquier conservador honorable: Regenera-ción de la República. Paz en el exterior. Orden, honradez y reorganización en régimen interno. Fomento al comercio y las industrias, desarrollo de las artes, protección a las cien-cias. Mejora y aumento de la instrucción pública. Arreglo y fiscalización de las finanzas del Estado. Mesura y equidad en el reparto presupuestario. Régimen de responsabilidad para los funcionarios públicos. Respeto a las garantías cons-titucionales. Fomento de la inmigración. Respeto para la religión nacional y consideración para las ajenas creencias.

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Impulso a la agricultura. Multiplicación de las vías de co-municación inter-regionales. Construcción de ferrocarriles. Perfeccionamiento de las instituciones militares.115

Muy distinto era el programa político del radicalismo, que apuntaba a una profunda reforma del Estado y la socie-dad. Y si bien no hubo un documento oficial del programa radical, sus objetivos quedaron bastante bien explicitados en varios textos políticos, que distintos grupos radicales aproba-ron y publicaron por entonces.

Uno de ellos fue el Decálogo Liberal publicado en el periódico El Pichincha, bajo el seudónimo Somatén,116 que proclamaba como objetivos de la revolución los siguientes:

- Decreto de manos muertas. - Supresión de conventos. - Supresión de monasterios. - Enseñanza laica y obligatoria. - Libertad de los Indios. - Abolición del Concordato. - Secularización eclesiástica. - Expulsión del clero extranjero. - Ejército fuerte y bien remunerado. - Ferrocarriles al Pacífico. Similares principios planteaba en su programa político

la Sociedad Liberal Radical del Chimborazo, expresión pública de un núcleo masónico liderado por el general Julio Román e integrado, entre otros, por Angel Alberto Mancheno, Octavio

115 Editorial del Registro Oficial, 3 de septiembre de 1895.

116 Cit. por Elías Muñoz Vicuña, “La guerra civil ecuatoriana de 1895”, Imprenta de la Universi- dad de Guayaquil, 1976.

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Mancheno, Daniel Zambrano, Pacífico Gallegos, Luis R. Ga-llegos, Enrique Albornoz, Javier Dávalos L., Javier Dávalos P., José Ricardo Dávalos, R. Zambrano, Víctor T. Chiriboga, J. A. Chiriboga, Emilio Baquero, Francisco Cobos, Pedro Román, José María Román, Luis F. Granizo y Rosendo Uquillas. Esa Sociedad publicitó abiertamente sus principios y los defendió ardorosamente frente los ataques del obispo de Riobamba, Ar-senio Andrade. Precisamente en la réplica pública que hicieran a una pastoral del obispo, algunos miembros de ese núcleo radical afirmaron:

El consorcio sacrílego entre la Iglesia y el Estado es lo que no-sotros combatimos... Solo los clérigos especuladores o ignorantes pueden estar en contra de los que hacemos esfuerzos para acabar con la ingerencia del Gobierno en los negocios religiosos, y la de la Iglesia en los negocios políticos.117

Obviamente, el ambicioso proyecto radical afectaba muchos intereses ya establecidos, pues no solo se orientaba a destruir políticamente al régimen clerical-conservador sino que también se enfilaba contra el sistema terrateniente en su conjunto, afectando por igual a los bienes de la Iglesia y de los hacendados, independientemente de su filiación política. De ahí que el proyecto revolucionario hallara resistencias inclu-sive al interior de las filas progresistas, donde lo resistían los liberales de la vieja escuela, que, cuando más, aspiraban a una moderada reforma política.

Tras el triunfo revolucionario, la confrontación en-tre liberales y radicales se trasladó al nivel parlamentario y alimentó una cada vez más dura oposición ideológica. Así,

117 Javier Dávalos L. y otros, carta pública a los redactores de “La Tribuna”, Riobamba, abril 9 de 1904. Imprenta Municipal.

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por ejemplo, en la Convención Nacional de 1896–1897, el bando radical buscó consagrar constitucionalmente el prin-cipio de la libertad de cultos, mientras que el bando liberal, apoyado por la derecha conservadora, defendió el reconoci-miento del catolicismo como religión oficial del Estado. El re-sultado final fue la aprobación de un texto transaccional, que decía: «La Religión de la República es la católica, apostólica, romana, con exclusión de todo culto contrario a la moral. Los Poderes Públicos están obligados a protegerla y hacerla respetar». La máxima conquista de los radicales fue que en el artículo 13, como parte de las garantías constitucionales, se hiciera constar que: «El Estado respeta las creencias religiosas de los habitantes del Ecuador y hará respetar las manifesta-ciones de aquéllas. Las creencias religiosas no obstan para el ejercicio de los derechos políticos y civiles», y que en el artícu-lo 37 se prohibiera la inmigración de comunidades religiosas extranjeras y se dispusiera que «ningún eclesiástico que no fuere ecuatoriano de nacimiento, (podría) ejercer prelacía ni servir beneficio en la Iglesia ecuatoriana, ni administrar bie-nes de los institutos monásticos existentes en la República».

Los logros importantes del radicalismo en ese primer período consistieron en la supresión definitiva del diezmo, ese perjudicial impuesto que los indios pagaban para sostener al clero, y en una reforma al Código Penal que capacitó al poder público para refrenar las incitaciones subversivas que se hacían desde los púlpitos, otorgándole poder para calificar y censurar previamente los sermones eclesiásticos.

Finalmente, esa Asamblea Constituyente terminó por ser un calculado frenazo del radicalismo a su ímpetu revo-lucionario, con el fin de aplacar la reacción conservadora y conciliar con el ritmo lento que exigían los líderes del viejo

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liberalismo. En síntesis, se quiso lograr ambos objetivos deli-mitando jurídicamente los alcances de la revolución, lo que en la práctica fue un error político notable, puesto que no se consiguió calmar la subversión clerical-terrateniente, pero si se refrenó la marcha de la revolución, en un momento en que la realidad del país imponía primero la liquidación total del viejo régimen, mediante audaces medidas de reforma social y política, antes de proceder a una institucionalización del nuevo Estado liberal.

De todos modos, durante el primer gobierno de Eloy Alfaro se sentaron algunas bases para la modernización y de-sarrollo del Ecuador, hasta entonces uno de los países más atrasados de América Latina. Se buscó democratizar y mejo-rar la educación popular, mediante el establecimiento de la enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria, en aplicación de la nueva Ley de Instrucción Pública (29-V-97). Luego se crearon el Instituto Nacional Mejía, de Quito; las escuelas normales de Quito y Guayaquil, para la formación de los nuevos maestros laicos, y la Casa de Artes y Oficios, en Mana-bí. Hubo también preocupación por profesionalizar al nuevo ejército surgido de la revolución, para asegurar la defensa na-cional; con tales miras se fundaron en Quito el Colegio Mi-litar, para la formación de oficiales; la Academia de Guerra, para su posterior perfeccionamiento, y también la Escuela de Clases y los Cursos Militares de Aplicación, para la formación técnica de la tropa. Además, se establecieron en la capital una Maternidad pública y una primera planta telefónica.

En cuanto a las relaciones con la Iglesia, se abrieron negociaciones con el Vaticano para reformar el Concordato garciano. Tras una difícil negociación con el enviado ponti-ficio, el gobierno alfarista, deseoso de paz, hizo concesiones

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muy criticadas por el bando radical, aunque finalmente pro-mulgó la Ley de Patronato, por la que el Estado -siguiendo las huellas de la monarquía española- se declaraba patrono de la Iglesia y se reservaba el derecho de aprobar los nombra-mientos de prelados y de supervigilar la administración de los bienes eclesiásticos.

Un hecho significativo fue la suspensión de pagos de la deuda externa, que Alfaro decretó para cortar los abusos de los prestamistas y obligarlos a una renegociación que favore-ciera los intereses nacionales.

Igualmente fue importante la política internacional alfarista. Preocupado por la terrible represión militar desatada por el colonialismo español contra los independentistas cu-banos, el gobierno ecuatoriano interpuso sus buenos oficios ante la monarquía española, abogando por la independencia de Cuba. Y frente al expansionismo peruano y la emergencia amenazante del imperialismo moderno, promovió la recons-titución de la Gran Colombia de Bolívar, mediante negocia-ciones con los gobiernos de Venezuela y Colombia. Sin em-bargo, su mayor iniciativa en este campo fue la propuesta de reunir un Congreso Internacional Americano, que analizara y reglamentara la aplicación de la Doctrina Monroe, usada por los Estados Unidos como un pretexto para intervenir unila-teralmente en los asuntos internos de los demás países ameri-canos. Naturalmente, esa iniciativa alfarista no fue del agrado de la diplomacia norteamericana, que desenvolvió varias ac-ciones para impedir la reunión de ese cónclave continental.

En los años posteriores, el cada vez mayor enfrenta-miento entre los radicales y los viejos liberales se expresó en la afloración de dos bandos en el campo revolucionario, el alfarista y el placista, liderados por los dos principales jefes

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militares del proceso: el general Eloy Alfaro y el general Leo-nidas Plaza Gutiérrez.

En medio de esa definición de posiciones, el bando liberal–placista buscó una aproximación con los conservado-res, a los que halagó por medio de concesiones y beneficios personales. Un agudo observador extranjero que se había ra-dicado por un tiempo en el Ecuador, el periodista William McKenzie, describió así esa situación, para sus lectores nor-teamericanos: «El general Plaza es un hombre muy hábil. El ha logrado hacer liberales a los conservadores y conservadores a los liberales». 118

Por su parte, el radicalismo avanzó hacia un proyecto político rayano en la moderna social–democracia, que con-templaba entre otros puntos los siguientes: la nacionalización de toda la propiedad agraria en beneficio del pueblo, comen-zando por la expropiación de las tierras sin cultivo; la coope-rativización de la producción agrícola; la igualdad de dere-chos para la mujer, y la búsqueda de mecanismos propicios para hacer efectiva la igualdad de oportunidades para todos los seres humanos.

Revelador de ese notable avance conceptual y político del radicalismo fue el segundo programa de la Sociedad Radi-cal del Chimborazo, formulado en 1904, que planteaba estos principios:

1º Ratificar su programa anterior.2º Reconocer y hacer práctico el derecho de todos los ecuato-

rianos a los beneficios de la tierra.3º.- Nivelar, en relación a la equidad, las preeminencias de

unos que perjudican a la igualdad de todos.

118 Cit. por Jorge Núñez, “La Revolución Alfarista de 1895”, CDS, Quito, 1995.

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4º Reconocer la majestad humana como una sola y en cada individuo la majestad completa.

5º Destruir el egoísmo con la unidad del hombre.6º Impedir toda esclavitud que amengüe la dignidad.7º Los sexos son iguales y aptos para la vida y para el trabajo.8º La desgracia que emane por edad, por caso fortuito y por

fenómeno materno la remediará el Municipio.9º El desarrollo de la inteligencia da la competencia política.10º En guerra justa ha conquistado el liberalismo su exalta-

ción y debe mantenerla aun por medio de la guerra. 11º La ley no puede restringir la libertad de reunión y de

asociación.12º Reivindicar los intereses sociales para la amplitud inmen-

sa de las necesidades.13º Si el sufragio es una verdad, aceptarlo; si es una mentira,

desecharlo.14º El municipio autónomo es moralizador del Estado.15º La prostitución y el juego son males morales. El Estado

no debe mancharse con las rentas que ellos producen.16º Instrucción primaria laica y obligatoria y a cargo única-

mente del Estado.17º Toda necesidad de la niñez para su instrucción, subven-

cionada largamente con las rentas del Estado.18º En el presupuesto nacional, el primer capítulo, la Instruc-

ción Pública.19º Hacer del Estado la propiedad agraria, en beneficio de

todos los asociados.

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20º Mientras lo anterior se consiga, reglamento a la utilidad agraria y obligación de cultivo.

21º Protección a las industrias, que serán controladas por el gobierno, facilitando la utilidad equitativa y no la ganan-cia usurera.

22º El crédito público es el único que tiene derecho a la emi-sión (monetaria), y los bancos a sus transacciones bursá-tiles, vigiladas por el Estado.

23º La religión es propiedad del fuero interno. Las religiones son libres.

24º El Estado vigila las religiones y las sujeta en sus manifes-taciones externas.

25º La Sociedad desconoce como un coeficiente de progreso a los tercios petrificados por el dogma o desmoralizados por el lucro.

26º Recaudación completa de los bienes de manos muertas.27º Impedir a todo punto el motín en el pueblo y prepararlo

para la revolución científica.28º Las relaciones entre los Estados deben estar concordantes

con el respeto humano.29º Reconocer la ciencia como única fuerza del progreso.30º Atacar el gobierno de los hábiles y procurar el gobierno

de los sabios.Esa tajante diferenciación de posiciones ideológicas

entre los bandos liberal–placista y radical–alfarista fue el pre-ludio de enfrentamientos futuros cada vez más graves, que se concretaron en varios sucesos: primero, la Segunda Alfarada (1906), por la que el Viejo Luchador retomó el mando del

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país y completó su proyecto de reformas políticas119; luego, el derrocamiento de Alfaro por los seguidores de Emilio Estrada (1911); más tarde, la breve y sangrienta guerra civil inter–li-beral (diciembre de 1911–enero de 1912), y finalmente el asesinato y arrastre de los jefes radicales ejecutado por una conspiración placista–conservadora (28 de enero de 1912).

119 Cabe precisar que el líder de la Sociedad Radical del Chimborazo, general Julio Román, par-ticipó activamente en ese levantamiento político–militar y luego, en calidad de Ministro de Instrucción Pública, tuvo a su cargo la implantación del sistema de “educación pública, laica y gratuita”.

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ELOY ALFARO Y LA MASONERIA REVOLUCIONARIA

Si vemos a la revolución del 95 en perspectiva conti-nental, nos hallaremos con que esta formó parte de un esfuerzo coordinado de varios líderes radicales latinoamericanos, todos ellos unidos por la fraternidad masónica, para transformar sus países y establecer en ellos regímenes laicos, democráticos, nacio-nalistas y cabalmente republicanos. Y quizá la mayor expresión de ese esfuerzo común fue el intento de crear una Internacional revolucionaria, que tuvo sus mayores gestores en los ecuatorianos Marcos y Eloy Alfaro y el nicaragüense José Santos Zelaya. Ese esfuerzo se concretó finalmente en el famoso Pacto de Amapala, suscrito en 1894 por los presidentes Zelaya, de Nicaragua, Bo-nilla, de Honduras, y Gutiérrez, de El Salvador, junto el ecuato-riano Eloy Alfaro, los colombianos Rafael Uribe Uribe y Juan de Dios Uribe, y el venezolano Joaquín Crespo, pacto al que luego se unieron el peruano Nicolás de Piérola, el panameño Belisario Porras y los cubanos José Martí y Antonio Maceo.

Por ese pacto, liberales revolucionarios de varias na-cionalidades se comprometieron a prestarse ayuda mutua en los campos militar, político y financiero, con miras a con-quistar un abanico de objetivos que incluían: la independen-cia de Cuba y Puerto Rico, la aplicación de la reforma liberal en los países centroamericanos y andinos, y la reconstitución de la Gran Colombia, como punto de partida para un nuevo proyecto de unidad latinoamericana.

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Una simple revisión de la cronología política de esos años muestra la seriedad con que los firmantes tomaron su compromiso y el modo coordinado con que ejecutaron sus acciones. Crespo tomó el poder en Venezuela en 1892, en-trando en Caracas de modo triunfal, el 6 de octubre de ese año. Zelaya tomó el poder en Nicaragua en julio de 1893, derrocando al conservador Roberto Sacasa. Bonilla depuso del poder al conservador Domingo Vásquez en Honduras y asumió el mando en 1893. Piérola logró coordinar a las mon-toneras peruanas desde 1893 y alcanzó el gobierno tras una guerra civil de dos años, en la que sus montoneros derrotaron al ejército regular. Los liberales colombianos se alzaron en ar-mas en enero de 1895 contra el gobierno conservador, que les había cerrado las puertas de las participación electoral, y capitularon tras una breve campaña se sesenta días. Por su parte, los liberales cubanos se lanzaron en febrero de 1895 a una nueva campaña por la independencia de su país. Alfaro, llamado por el pueblo ecuatoriano, asumió la Jefatura Supre-ma del país en junio de 1895 y entró triunfalmente en Quito el 4 de septiembre de ese mismo año, tras derrotar a las fuer-zas conservadoras en una breve, pero durísima guerra civil. Y los liberales colombianos tomaron nuevamente las armas en octubre de 1899 e iniciaron la llamada Guerra de los Mil Días, ganada finalmente por los conservadores.

A más de la coordinación de sus cronogramas de ac-ción, la fraternidad masónica que unía a todos estos revolu-cionarios liberales se expresó también en formas directas de colaboración político-militar, en las que Eloy Alfaro destacó notoriamente, tanto a través de sus iniciativas políticas como de sus giras continentales. En efecto, cabe precisar que el Pacto de Amapala tuvo como antecedentes las conversaciones

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mantenidas en Lima por Alfaro con el líder peruano Nicolás de Piérola (1887) y con el caudillo venezolano Joaquín Cres-po (1889), donde se trató la idea de formar en el futuro una Confederaciòn de Estados Sudamericanos, que contrapesara la influencia continental de los Estados Unidos, y donde tam-bién se fijaron algunas líneas maestras para la consecución de ese objetivo, comenzando por la formación de una alianza revolucionaria latinoamericana.

Luego, tras el triunfo de Crespo en Venezuela, Alfaro realizaría su primera gira política continental, que lo llevó pri-mero a Valparaíso y Santiago de Chile, donde coordinó accio-nes con sus hermanos y coidearios del Partido Radical; luego a Buenos Aires, donde hizo lo propio con Mitre y los radicales argentinos; posteriormente a Montevideo, más tarde a Río de Janeiro y finalmente a Caracas, a donde llegó en busca de reajustar con el gobernante venezolano sus planes políticos comunes. Hecho esto y contando con el apoyo financiero de Crespo, Alfaro emprendería de inmediato su segunda gira de agitador revolucionario, que lo llevaría de Venezuela a Esta-dos Unidos, luego a México -donde el dictador Porfirio Díaz todavía se reclamaba liberal- y finalmente a Nicaragua, país en el que fue acogido fraternalmente por el presidente José Santos Zelaya y donde el ecuatoriano conoció a un joven y brillante masón nicaragüense llamado Rubén Darío.

Esa exitosa gira de coordinación fue seguida de otra trascendental acción política alfarista, que fue la mediación que el caudillo ecuatoriano hizo entre Guatemala, Honduras y El Salvador, para evitar el conflicto armado que se cernía sobre esos países. En la culminación de su esfuerzo, Alfaro promovió la celebración de un Congreso Centroamericano de Plenipotenciarios, que se reunió en 1890, en Acajutla (El

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Salvador) y donde fueron aprobadas las bases de un acuerdo de paz, aunque fracasó el proyecto de reconstituir la Repúbli-ca Centroamericana. Resulta obvio que esa influencia política de Alfaro estaba determinada tanto por su capacidad personal como por su condición masónica, que, en este caso, traía apa-rejado el hecho de que Alfaro se había iniciado masón en una logia de Costa Rica y guardaba muy estrecha fraternidad con dirigentes políticos de ese país y toda América Central.

Tras ello, inmediatamente retomó su acción de agita-dor revolucionario, viajando a Estados Unidos, Costa Rica y Panamá. En Nueva York tomó contactos con cubanos emi-grados y proveedores de armas y luego se dirigió a San José de Costa Rica, para coordinar acciones con el gobierno liberal tico que presidía José Joaquín Rodríguez. En esta ciudad efec-tuó tratativas fraternales con los revolucionarios cubanos José Martí y Antonio Maceo, masones como él. Posteriormente pasó a Panamá, para concretar planes político-militares con los liberales panameños que lideraba Belisario Porras.

La acción de esa internacional revolucionaria no se redujo a conversaciones y planes políticos. Pasando de las pa-labras a los hechos, el presidente venezolano Joaquín Crespo entregó fondos para promover las acciones revolucionarias. Lo propio lo hizo el gobernante nicaragüense José Santos Ze-laya, quien entregó para la causa recursos financieros, armas y un barco, el Momotombo, que quedó en manos de Alfaro. Hubo también otras contribuciones para la causa común, de las que se conoce poco o casi nada, en razón del secreto con que se manejaron. Y no faltaron contribuciones específicas para tal o cual proceso nacional, tales como el aporte personal de mil pesos que Antonio Maceo hizo a Alfaro para la revolu-ción liberal ecuatoriana.

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Los participantes del Pacto de Amapala habían acor-dado previamente que esos recursos serían usados en el país donde más próximo estuviera un estallido revolucionario. Y como el estallido se dio primero en Colombia, el barco, las armas y los recursos acopiados fueron canalizados hacia ese país, donde los liberales se habían lanzado a una guerra revo-lucionaria con más voluntad que recursos y sin contar con el armamento indispensable para una larga campaña, al punto que no pudieron proveer de armas de fuego a grandes contin-gentes de voluntarios que se enrolaron para la lucha.

Para entonces, las fuerzas conservadoras del área coor-dinaban también sus acciones contrarrevolucionarias, en es-pecial los gobiernos de Bogotá y Quito, que mantenían una estrecha colaboración mutua; estos gobiernos también cruza-ban información con el gobierno español, cuyos agentes vi-gilaban estrechamente a los revolucionarios cubanos y a sus colaboradores en los diversos países. Fue así que Eloy Alfaro, identificado ya como el jefe de esa internacional revoluciona-ria, fue expulsado de la provincia de Panamá por el gobierno colombiano de Rafael Núñez, a petición del gobierno ecuato-riano de Antonio Flores Jijón.

Nuestro personaje pasó entonces a Costa Rica y desde ahí emprendió una nueva gira política que lo llevó a Nueva York, a San Francisco de California, a México, a El Salva-dor y finalmente a Nicaragua. Aquí lo esperaba un honroso decreto de la Asamblea Nacional nicaragüense, por el cual «en atención a sus altos merecimientos personales» y a «los grandes servicios prestados por él a la causa de la democracia en América Latina» se le otorgaba el grado de General de Di-visión del Ejército de la República. Ese decreto tenía fecha del 12 de enero de 1895. Cinco meses después, Alfaro recibía

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desde Guayaquil el aviso de que había sido proclamado Jefe Supremo de la República del Ecuador, por lo que regresó de inmediato a su país.

Una vez en el poder, Alfaro se empeñó en cumplir con las obligaciones que le imponía el Pacto de Amapala, par-ticularmente respecto de la guerra cubana de independencia y la revolución liberal colombiana (Guerra de los Mil Días). En cuanto al primer caso, es conocido su frustrado intento de enviar tropas ecuatorianas a pelear por la independencia de Cuba, así como sus gestiones políticas ante el gobierno espa-ñol. También es conocido su apoyo a la lucha de los liberales colombianos, que en buena medida era una continuación de los apoyos mutuos que en el pasado se habían brindado los liberales de Ecuador y Colombia.

El apoyo de Alfaro a la revolución colombiana no solo se justificó en los ideales comunes y la fraternidad masónica, sino también en la activa colaboración que el gobierno con-servador de Colombia, presidido por Miguel Antonio Caro, brindó a los derrotados conservadores ecuatorianos, ampa-rándolos en territorio colombiano, brindándoles apoyo eco-nómico y financiero, y entregándoles una franja fronteriza, para que desde ahí incursionaran frecuentemente contra el Ecuador. Alfaro, por su parte, dio protección territorial y en-tregó apoyo económico, armas y equipos a los revolucionarios colombianos, con miras a que estos lograran abrir un corredor en el frente sur para abastecer por ahí a sus tropas del Cauca. Cabe precisar que igual cosa hicieron entonces los gobiernos liberales venezolanos de Joaquín Crespo y Cipriano Castro, quienes proveyeron de armas, recursos y apoyo logístico a los liberales colombianos del departamento de Santander. Y tampoco faltó el sostenido apoyo del gobierno nicaragüense

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de Zelaya, que ayudó, conjuntamente con el gobierno ecua-toriano de Alfaro, a la fuerza liberal colombiana de Belisario Porras que incursionó en Panamá desde Centroamérica, con ánimo de abrir un nuevo frente de guerra contra el gobierno de Bogotá.

Por desgracia, los liberales colombianos no lograron vencer a las fuerzas de contención que los conservadores ha-bían colocado en la frontera sur, con lo cual perdieron la po-sibilidad de beneficiarse en mayor medida del apoyo alfarista. Y tras ello se instaló en el Ecuador el gobierno de Leonidas Plaza Gutiérrez, que continuó la reforma liberal en el interior pero negó todo apoyo a la revolución colombiana, obtenien-do a cambio que el gobierno de Bogotá refrenara al obispo de Pasto y su guerra santa contra el alfarismo, y retirara el apoyo militar a los conservadores ecuatorianos emigrados; años más tarde, por el Tratado Peralta-Uribe (1910) Colombia se com-prometió a la internación de los frailes capuchinos refugiados en Pasto, que seguían en actitud agresiva.

En general, los liberales colombianos sufrieron sucesi-vos reveses estratégicos: perdieron tempranamente el control del río Magdalena, perdieron más tarde el control del litoral Pacífico y finalmente no pudieron mantener el corredor de tránsito con Venezuela, con lo cual sus fuerzas quedaron ais-ladas, no pudieron recibir armas ni pertrechos del exterior y fueron finalmente derrotadas por los ejércitos del gobierno conservador. Ello frustró definitivamente los planes alfaristas de unión grancolombiana y confederación sudamericana, y constituyó un fuerte golpe para esa internacional liberal, que también fue duramente golpeada por la muerte de Martí, la intervención norteamericana en Cuba y la frustración de la independencia antillana. Más tarde, esa confederación revo-

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lucionaria fue definitivamente desmantelada por nuevos su-cesos de orden local, tales como la derrota y fracaso de los ra-dicales ecuatorianos en la guerra civil de 1912, el agotamiento del pierolismo y el ascenso de los civilistas peruanos (1904), y las nuevas crisis políticas que estallaron en América Central. Sin embargo, el golpe de muerte se lo propinó la emergencia del imperialismo, cuyas tenazas se apretaron contra toda resis-tencia nacional o proyecto autonómico surgido por esos años en América Latina, como lo prueban la agresión militar an-glo-ítalo-alemana a la Venezuela de Cipriano Castro, en 1902, exigiendo el pago de la deuda externa, o el desmembramiento de Panamá de la integridad colombiana, ejecutado por los EE.UU. para construir el canal interoceánico, o las sucesivas agresiones norteamericanas a los países del área del Caribe y especialmente a Nicaragua, invadida reiteradamente por la marinería yanqui.

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CAPÍTULO SEXTO

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LOS MASONES Y LA CULTURA NACIONAL

No puede haber Estado Nacional sin Cultura Na-cional. Así lo entendieron tempranamente los masones ecuatorianos, quienes, desde Eugenio Espejo en adelante, se empeñaron en la promoción, rescate y difusión de la cul-tura popular, a la par que se empeñaban en la vinculación de su país con las grandes corrientes culturales del mundo. Buen ejemplo de ello lo dio el presidente Vicente Rocafuer-te, al crear el primer Museo de Bellas Artes en la Universi-dad Central, destinado a la recuperación y exhibición de las obras de los grandes pintores de la Escuela Quiteña, obras que reposaban en los conventos o en casas privadas y no es-taban al acceso del público; también instituyó una cátedra de pintura, adscrita al museo, con ánimo de aprovechar y desarrollar la tradicional habilidad de los quiteños para las artes plásticas; paralelamente, arregló y mejoró la Bibliote-ca Nacional, proveyéndola de nuevos fondos bibliográficos y de recursos para atender al público. Cosa igual podría decirse del régimen alfarista y su preocupación por crear las Casas de Artes y Oficios —en algunas provincias— y la Escuela de Bellas Artes, en Quito; por restablecer el Con-servatorio Nacional de Música (el que fundara García Mo-reno se había extinguido a los pocos años), y por becar a jóvenes artistas y creadores, para que estudiaran en las más reputadas academias extranjeras, etc.

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Pero más allá de la labor cultural de los gobiernos libe-rales, cabe destacar la preocupación personal de los masones por desarrollar una cultura nacional a partir de las propias tradiciones creativas del país. Manifestación destacada de ello fue la creación de la Escuela Democrática de Arte Miguel de Santiago, el 31 de enero de 1852, entidad que contó con 92 socios fundadores y tuvo una clara inspiración masónica. Aprovechando el clima de tolerancia ideológica impuesto por el urbinismo, esta institución educativa no formal tenía como finalidad explícita la de mejorar la formación técnico–acadé-mica de los artistas, aunque en realidad su acción apuntaba más lejos y buscaba combatir el viejo espíritu colonial super-viviente y apuntalar al nuevo espíritu liberal–republicano. De ahí que su plan de estudios incluyera asuntos aparentemente tan desconectados entre sí como «cultivar el arte del dibujo, la Constitución de la República y los principales elementos de Derecho Público».

Uno de los principales animadores de esta Escue-la fue su vicepresidente, el pintor, caricaturista, pianista y compositor Juan Agustín Guerrero, quien fuera alumno de don Simón Rodríguez, el maestro del Libertador, y se con-virtiera más tarde en un adalid de las ideas más avanzadas de su tiempo. Otro fue el periodista y literato Miguel Riofrío, un masón de elevado pensamiento político y alta cultura. Y entre los alumnos de ese centro destacaron un grupo de jó-venes y audaces creadores: Joaquín Pinto, Juan Manosalvas, Luis Cadena y otros, que llevaron a feliz culminación aquel esfuerzo de renovación artística y acabaron por nacionalizar el arte ecuatoriano, vinculándolo a las realidades naturales y sociales del país. Fue así que el arte pictórico ecuatoriano se iluminó con la luz ecuatorial y se pobló con los vivos colores

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de la naturaleza tropandina, al mismo tiempo que rescataba la presencia del pueblo y las expresiones de la vida indígena, sin dejar por ello de ejercitar la crítica a las antiguas lacras del sistema colonial, tales como la Inquisición.

Además de educar a sus discípulos en los principios de la democracia republicana, la tolerancia ideológica y la defen-sa de los intereses nacionales, esta Escuela buscó desarrollar los elementos más importantes del arte heroico de inicios de la República, con el que se había iniciado la ruptura intelec-tual y estética con la cultura colonial.

Ese arte heroico había sido la primera experiencia de nacionalización del arte ecuatoriano. Bajo los estímulos y exigencias de la nueva realidad política creada por la in-dependencia, en el lugar donde ayer no más se exhibían las imágenes de Jesucristo o de los santos, pasaron a colgarse los retratos de los héroes y prohombres del país, provocando con ello dos fenómenos ideológicos paralelos: en primer lugar, la aparición de un culto oficial a los héroes de la Patria, vistos como símbolos de identidad nacional y ejemplo moral a se-guir por las nuevas generaciones, y luego, como consecuencia de esto, la iniciación de un proceso de secularización artística, que llevó a muchos pintores y escultores a especializarse en la elaboración de retratos, bustos, monumentos y medallas de héroes y grandes personajes históricos. Buen ejemplo de ello fueron Antonio Salas y su hijo Rafael, Luis Cadena, José Mi-guel Vélez y Juan Pablo Sanz. Ciertamente, durante el resto del siglo XIX siguieron haciéndose, por encargo, obras artís-ticas de temática religiosa, pero el horizonte cultural del país estaba dominado cada vez más por esa nueva corriente de arte republicano (estimulada y fomentada por la masonería), cu-yas características básicas eran: la sustitución del santo (sím-

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bolo mayor del arte colonial) por el héroe (símbolo mayor del naciente arte republicano); la utilización de mayores forma-tos en las obras artísticas, particularmente en los retratos de los héroes; la creciente representación de escenas políticas y militares, hasta entonces casi inexistentes en el arte quiteño; la profusa reproducción de los nuevos símbolos nacionales en las obras de arte producidas en el periodo, y, la creciente importancia de la prensa y del arte gráfico: ilustraciones, gra-bados, etc.

Como se puede apreciar, el fenómeno de cambio iba más allá de la temática y apuntaba a una renovación ideoló-gica del arte y los artistas. Hasta entonces, el arte había esta-do bajo la motivación, tutela y financiamiento de la Iglesia y sus entidades adicionales (órdenes y hermandades religiosas, feligresía). Pero desde entonces encontró nuevos motivos de inspiración, nuevos poderes tutelares y nueva clientela artís-tica, alrededor de las acciones y entidades republicanas. Eso permitió que el arte y los artistas pudieran liberarse de la tute-la eclesiástica y de la estética religiosa de inspiración europea, para asumir una ideología más abierta y propicia a su creación intelectual y ensayar la búsqueda de una estética diversa, in-novadora y propia.

Posteriormente, el mismo impulso nacionalista inicia-do con el arte heroico llevó a la búsqueda de una temática naturalista, centrada en el paisaje, las costumbres sociales y los tipos humanos del pueblo. Y fue precisamente la Escuela Democrática de Miguel de Santiago quien inauguró esa nueva etapa de la pintura ecuatoriana, signada por la emergencia del arte naturalista, que reflejaba en el campo estético la creciente nacionalización cultural que se daba en el país, así como una paralela influencia del romanticismo europeo, fenómenos que,

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sueltos o combinados, imponían un paralelo abandono de las ideas y tradiciones coloniales que supervivían en el mundo del arte. Y tan notable fue la influencia de esta corriente artística en la cultura nacional, que en diversos momentos se incorpo-raron a ella algunos intelectuales liberales y conservadores, que compartían un sentimiento nacional y una vocación republi-cana; entre otros, son los casos de Juan León Mera, Luis Alfre-do Martínez y Honorato Vásquez. Sin embargo, las pinturas de estos aficionados (volcanes, escenas campesinas), en general de pequeño formato, no alcanzaban el vuelo imaginativo, el nivel estético ni el tamaño de las obras de los pintores natura-listas de la Escuela Democrática, en las cuales se produjo una revelación de la naturaleza y el paisaje ecuatorianos, antes solo insinuados o utilizados como escenario de fondo, así como el descubrimiento de la figura humana, hasta entonces encubier-ta por abundantes ropajes.

Más tarde, a caballo entre los siglos XIX y XX, surgiría una tercera etapa en el arte republicano del Ecuador, que fue la del arte romántico, marcado en lo político por el triunfo de la Revolución Liberal y en lo ideológico por la influencia humanística y patriótica de la masonería. Eso se expresó ins-titucionalmente en la creación de la Escuela de Bellas Artes (1904), a la que se vincularon los grandes pintores quiteños del XIX (Salas, Pinto, Manosalvas) y un pequeño grupo de progresistas profesores extranjeros (Paúl Bar, Olgiesser), que fortalecieron el aspecto técnico de la formación artística y re-novaron los conceptos estéticos, bajo las nuevas tendencias y orientaciones artísticas universales: modernismo, impre-sionismo, expresionismo, realismo, etc. Tal lo ocurrido con Pedro León, Camilo Egas (en su primer momento), Víctor Mideros y Sergio Guarderas, entre otros.

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Históricamente, esa tercera etapa terminó por con-vertirse en una transición entre el arte naturalista y la escue-la de realismo social, iniciada en las primeras décadas del siglo XX, de modo paralelo a la literatura realista y con las mismas motivaciones que esta. Así, se produjo un abando-no creciente del romanticismo y una franca aproximación a los problemas sociales del país y a las expresiones de la cultura popular. Especial importancia tuvo la exaltación del trabajo, en sus diferentes formas y expresiones, y de los ti-pos humanos de las diferentes regiones ecuatorianas, lo cual aproximó a la pintura hacia un horizonte antropológico; complementariamente, el arte fue utilizado como un medio de denuncia de las más brutales expresiones del sistema de dominación. Además, la técnica de pintura mural, irradia-da hacia el continente por los muralistas mexicanos, sirvió para elaborar grandes frescos sobre la historia nacional o la vida social. En fin, no podemos dejar de mencionar que esa nueva escuela realista, con la que culminó la nacionalización del arte pictórico ecuatoriano, contó con la participación de algunos artistas afiliados a la masonería, como nuestro recordado hermano Carlos Rodríguez Torres.

Pasemos ahora a hablar del campo de las letras, que fue otro ámbito de confrontación ideológica entre la sociedad post-colonial y la emergente sociedad republicana.

Tras la independencia, nuestro país, donde antes reinaba la literatura religiosa (oratorias, catecismos, misales y otros), el ambiente se pobló rápidamente de proclamas, anuncios y bandos militares, que anticiparon la llegada de una literatura cívica, primero, y de una literatura de combate, después.

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Hasta entonces, las apacibles ciudades del Ecuador no habían conocido prensa alguna, salvo el legendario periódico Primicias de la Cultura de Quito, publicado por Espejo a fines del siglo XVIII y de efímera existencia. De pronto empezaron a recibir la prensa grancolombiana, principalmente el perió-dico oficial Gaceta de Colombia, que se publicaba regularmen-te y en el que aparecían las leyes, decretos y proclamas de los líderes de la independencia, así como artículos de opinión y variadas noticias nacionales e internacionales. Y ese contacto con la prensa informaba a los ciudadanos lectores sobre la marcha de las armas y el gobierno de la República, al tiempo que les demostraba también el poder implícito del nuevo sis-tema político.

Labor trascendental cumplió también la prensa repu-blicana del país quiteño, particularmente la de Guayaquil, donde se fundaron desde 1821 varios notables papeles perió-dicos, como El Patriota de Guayaquil, El Republicano del Sur, El Chispero, La Aurora, La Miscelánea del Guayas, El Colombiano del Guayas, El Garrote, El Ruiseñor, El Atleta de Guayaquil, El Atleta de la Libertad, El Colombiano y varios otros.120

Desde entonces, la prensa pasaría a convertirse en un elemento fundamental de la política republicana, en un me-dio de orientación de la opinión ciudadana, que encontraba en ella una información muchas veces alternativa a la del po-der, y en un eficiente espacio de difusión de la literatura de combate. No debe extrañarnos, pues, que los antiguos poderes ideológicos, con la Iglesia a la cabeza, se resintieran de la labor periodística y trataran de controlarla y amordazarla mediante presiones, amenazas y sanciones tales como la excomunión de

120 Ver al respecto la minuciosa obra de José Antonio Gómez “Los periódicos guayaqui-leños en la historia”, Archivo Histórico del Guayas, 1998, 3 tomos.

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redactores, editores y lectores. Tampoco debe extrañarnos que las dictaduras y la Iglesia, buscaran reiteradamente reimplan-tar la censura de prensa, para contrarrestar críticas y acallar opiniones contrarias. En fin, ese carácter libérrimo de la ma-yoría de la prensa republicana le ganó el derecho a convertirse en un espacio privilegiado del debate político, de la difusión literaria y de la intercomunicación social.

Junto con la prensa, floreció también en la nacien-te República la creación literaria y particularmente la poesía épica, destinada a exaltar las glorias de la Patria y los triun-fos de sus campeones. Se destacó en esta tarea, en el ámbito americano, el gran prócer y hombre de letras José Joaquín de Olmedo, quien plasmó en La victoria de Junín. Canto a Bolívar un modelo a seguir por toda Hispanoamérica.

En las décadas siguientes concluyó el tránsito de la literatura religiosa a la literatura cívica, que, a su vez, dio paso a la literatura de combate y a la literatura romántica, signadas por el enfrentamiento ideológico entre liberales y conservadores. Dos grandes escritores ambateños marca-ron el desarrollo de cada una de estas tendencias, en abier-ta confrontación ideológica: Juan Montalvo y Juan León Mera. Aguerrido, revolucionario y cosmopolita, Montalvo fue a la vez un gran esteta del idioma y un gran insulta-dor, que se atrevió —exitosamente— a completar la obra de Cervantes y también a desafiar a los grandes tiranos y dictadores de su patria. Calmo, romántico y nacionalista, Mera fue un enamorado de la cultura nacional-popular y al mismo tiempo un activo político, que buscó estimular la evolución del partido conservador y de la Iglesia hacia un pleno republicanismo, por medio de la corriente política denominada progresismo.

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Menos conocida es la obra de Miguel Riofrío, un vi-brante periodista, literato y político liberal, que desde la época de la Revolución Marcista hizo activa presencia en la confron-tación ideológica entre liberales y conservadores. Más tarde fue diputado por Loja y en tal calidad respaldó activamente a los gobiernos liberales de Urbina y Robles, siendo nombra-do por este último Encargado de Negocios del Ecuador en Bogotá (1857). Todo ello le valió la persecución del gobierno de García Moreno, lo que llevó a radicarse en Lima, donde laboró como periodista y profesor. Escritor elegante y culto, escribió la primera novela ecuatoriana, La Emancipada, en la cual, pese a su corte romántico, el autor esbozó ya algunos perfiles de la futura novela realista. Esta obra empezó a publi-carse en Lima, en 1884, en forma de fascículos.

Desde la segunda mitad del siglo XIX, la literatura ro-mántica derivó crecientemente hacia el realismo, reflejando en sus páginas los problemas sociales del país, tales como los conflictos del feudalismo, las migraciones de la Sierra hacia la Costa, la lucha del colono y plantador con la selva tropical, etc. Un paradigma de la literatura realista fue la novela del escritor liberal Luis Alfredo Martínez A la Costa, que mar-có un giro significativo en la literatura ecuatoriana, al que se unieron otros escritores del período liberal.

Unas tres décadas después, sobre ese antecedente se levantaría la gran literatura realista de la Generación del Trein-ta, que revolucionó el mundo de las letras ecuatorianas y las hizo conocer en el ámbito latinoamericano y universal. Fue, a la vez, un producto histórico de la Revolución Liberal del 95, (que nacionalizó la educación y abrió los horizontes para la cultura nacional, pero también fue una indispensable ne-gación del corrupto régimen plutocrático impuesto por los

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liberales de orden. Tras la obra pionera de Fernando Chávez, irrumpió en las letras nacionales el Grupo de Guayaquil, for-mado por Joaquín Gallegos Lara, José de la Cuadra, Deme-trio Aguilera Malta, Alfredo Pareja Diezcanseco y Enrique Gil Gilbert, quienes reflejaron en sus obras la brutal realidad social del campo montubio y de las ciudades costeras. Poco después afloraron nuevos escritores realistas en la región se-rrana, quienes denunciaron la brutal explotación que pesaba sobre el indio, recrearon las realidades sociales y mitos de su región, ensayaron la primera literatura urbana e incluso bus-caron penetrar en los mundos interiores del hombre ecua-toriano: Jorge Icaza, Angel F. Rojas, Pablo Palacio, Alfonso Cuesta y Cuesta y otros. Cerrando ese grupo generacional estaría el notable escritor Pedro Jorge Vera, cuya obra literaria se iniciaría en el realismo pero evolucionaría hasta empatar con la literatura contemporánea.

Con el movimiento realista, iniciado en los años trein-ta, la literatura ecuatoriana alcanzó su madurez nacional, y para la masonería es un timbre de orgullo que en ese esfuerzo de nacionalización cultural hayan participado eminentes ma-sones, encabezados por el afamado José de la Cuadra, quizá el más esencial representante de ese movimiento literario.

Ahora hablemos de la música, que fuera otro campo de mani-festación de la labor progresista de la masonería en ese primer siglo republicano. Al igual que las otras manifestaciones del arte y la cultura, la música se hallaba, a la hora de la inde-pendencia, en un lamentable estado de atraso, reduciéndose a una rutinaria interpretación de obras antiguas durante los servicios religiosos. De pronto, con la independencia llegaron las primeras manifestaciones de música militar, en forma de

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marchas, fanfarrias y toques de clarín. Luego, las bandas mi-litares fueron incorporando aires nacionales a su repertorio y se convirtieron en el primer medio de difusión de la música local, gracias a las retretas públicas que interpretaban en par-ques y plazas del país.

Gabriel García Moreno fundó el 28 de febrero de 1870 el primer Conservatorio Nacional, que por desgracia duró poco, pero dejó un ansia de mayor conocimiento. Bajo la di-rección pedagógica del maestro Antonio Neumane (notable masón francés) y de un grupo de importantes músicos na-cionales (Juan Agustín Guerrero, Miguel Pérez, José Manuel Valdivieso, Felipe Vizcaíno, Manuel Jurado, Manuel Jiménez, etc.), ahí se formaron los primeros músicos de escuela que tuvo el Ecuador, quienes además fueron los adelantados del nacionalismo musical ecuatoriano: Aparicio Córdoba y Car-los Amable Ortiz.

Entre tanto, en Guayaquil empezaba a desarrollarse, bajo el influjo de la Orden Masónica, el sistema de educación popular creado por la Sociedad Filantrópica del Guayas, que incluía escuelas de educación básica y cursos de formación artesanal. Hay que precisar, como necesario antecedente, que en 1843 se había instituido en el puerto la logia Centro Filan-trópico, fundada por los próceres de la independencia genera-les José de Villamil y Francisco de Paula Lavayen, el doctor Juan Bautista Destruge —médico francés que fuera Cirujano Mayor del Ejército Libertador de Colombia—, el prestigio-so médico doctor José Mascote, el doctor Manuel de Jesús Bravo, Bartolomé y Nicolás Fuentes Robles. Empeñada en poseer un carácter operativo, esta logia organizó la primera Escuela de Artes y Oficios del país, que se inauguró en el puerto

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el 21 de noviembre en 1849.121 Al decir del ex–Presidente de la República Alfredo Baquerizo Moreno:

(...) fue una obra de fe y de amor, por esto lo es hoy, también, de cultura y de humanidad. Ideas como las de esta fundación, son a manera de semillas arrojadas por el espíritu de los hombres al tiempo y al espacio. Tal vez aquel grupo de ciudadanos que con-cibió la idea y la realizó luego, no llegó a entrever que el tiempo, que da vida a cuanto debe prosperar y que mata y elimina al fin lo inútil y lo nocivo, y la constancia y la fe, magas prodigiosas, harían de aquella obra, nacida al calor de un sentimiento de abnegación y de filantropía, la más poderosa, la más benéfica y la más independiente de nuestras instituciones de enseñanza.122

Este sistema de educación popular de la Filantrópica poseía también una importante Escuela de Música (llamada, con modestia, Clase de Música), dirigida por destacados profe-sionales italianos y ecuatorianos, la que formó a un gran núme-ro de jóvenes en el conocimiento técnico de la música y el amor a la Patria, contribuyendo de este modo a una laicización y na-cionalización de la cultura musical ecuatoriana, hasta entonces dirigida y aprovechada por la Iglesia. Ahí se formaron, entre otros, los notables maestros músicos Antonio Clotario Cabe-zas (1850–1919), Vicente Blacio (n. 1862), Claro José Blacio (1870–1959), Luis Manuel Gálvez y Machado (n. 1871), An-tonio de Jesús Hidalgo Navarro (h. 1873–1936) y José Hidal-go Navarro (n. 1876), Juan Bautista Luces (1876–1943), José Casimiro Arellano (1880–1970) y Federico M. Borja, que ini-ciaron el movimiento musical nacionalista en el puerto y su

121 Cit. por Fichte Felds, “Proceso Histórico de la Masonería en el Ecuador”, Guayaquil, s. f., p. 2. También por Jaime Véliz Litardo, op. cit., págs. 71-72.

122 Cit. por Felds, op. ct., ibíd.

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zona de influencia. Posteriormente se integrarían a ese núcleo musical de Guayaquil algunos otros graduados de la Filantró-pica: José Heleodoro Cárdenas, Eloy Carrera, Andrés Comba, Víctor Manuel Durán, Mercedes Gazkell, Alfonso Murillo, Eduardo Osa, Teobaldo Solines y J. M. Velásquez.

Un hecho a destacar es que todos esos músicos estu-vieron influidos ideológicamente por la Orden Masónica, que había alcanzado un notable desarrollo a partir de 1882, año en que se fundó en Guayaquil la logia Luz del Guayas. A ello siguió, en 1901, la creación de la afamada logia Sucre de Gua-yaquil y poco después, en 1903, la inauguración del nuevo templo de la histórica logia Filantropía del Guayas; finalmente, en 1906, ocurrió la reinstalación de la logia Ley Natural de Quito, continuadora de la histórica logia fundada por los pa-triotas de 1809, y ese mismo año se produjo la fundación de las nuevas logias Cadena Fraternal y Templo de la Amistad, en el puerto. A ello hay que agregar la presencia en Quito, desde años atrás, de la logia Luz del Pichincha, dependiente del Gran Oriente Español, a la que pertenecían, entre otros, los ilus-tres dirigentes liberales-radicales Dr. José Peralta, coronel José Cornelio Valencia, Luciano Coral, Federico Ensminger, gene-ral Flavio E. Alfaro, Manuel Armando Diez, Pedro J. Cuesta, Antonio Rosanía, Benigno Vizcaíno, Daniel Pintado, Carlos Alberto Flores, Juan José Aguirre, Luces Ortiz, Francisco M. López, Manuel Almeida, Emilio Bello y Harry Compton.

En este punto es indispensable hacer una precisión: menos la Luz del Pichincha, todas esas logias mencionadas pertenecían administrativamente a la jurisdicción de la Gran Logia del Perú, que las había otorgado patente constitutiva, y este hecho fue utilizado reiteradamente por la derecha con-servadora para acusar a los masones ecuatorianos, y en general

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a los liberales del país, de estar al servicio del Perú y de servir a los intereses del denominado enemigo del Sur. Ignoraban los acusadores que la rectitud de la formación masónica impide a los francmasones traicionar a su Patria e incluso ser infie-les a las obligaciones de su profesión u oficio, y que en las constituciones y estatutos de toda logia del mundo consta explícitamente la obligación de honrar a su país y respetar a las autoridades legítimas del Estado. Por suerte, esa absur-da e infame acusación fue desmentida por los hechos de la historia y particularmente por la actitud patriótica del ge-neral Eloy Alfaro, que en 1910 se puso al frente del ejército nacional y marchó a la frontera sur, logrando frenar con su actitud decidida la agresión que por entonces preparaba el militarismo peruano.123

Volviendo al tema central, es útil indicar que buena parte de esa generación musical perteneció efectivamente a las logias del puerto, como lo revelan los títulos o dedicato-rias de muchas de sus obras.124 Y esto explica también que casi todos ellos hayan formado filas en el liberalismo radical y que algunos (José Casimiro Arellano, Federico M. Borja, Claro José Blacio y Juan Bautista Luces) inclusive hayan to-mado las armas para combatir en la Revolución Alfarista, gesta a la que todos los compositores radicales dedicaron numerosas obras musicales.125

123 Más tarde se independizó del todo la masonería ecuatoriana, mediante la creación de la “Gran Logia del Rito Escocés” en Guayaquil, en 1918, la que se convertiría luego en la “Gran Logia del Ecuador”, fundada el 17 de junio de 1921.

124 Citamos unas pocas: “Himno de la Sociedad Filantrópica del Guayas”, de Antonio C. Cabezas; “A la madre logia Sucre”, de Claro J. Blacio; “Logia Sucre”, de Andrés Comba, y “Mariscal Sucre”, de Teobaldo Solines.

125 Entre ellas mencionamos: “Himno al Partido Liberal Ecuatoriano”, de José Casimiro Arellano; “Himno Patriótico”, de José A. Rodríguez; “Himno alfarista”, de Segundo Cueva Celi. Tam-bién los pasodobles “Defensores de la honra nacional”, de Mercedes Gazkell; “Ferrocarril”, de

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En general, podemos afirmar que la revolución alcanzó con su onda expansiva al campo de la creación e interpreta-ción musical. Bajo su influjo, muchos compositores derivaron desde la música religiosa hacia las de tipo marcial, romántico y popular, favorecidos por la existencia de nuevos espacios de trabajo, especialmente en el ejército y la educación pública. Por otra parte, la multiplicación de las bandas militares y munici-pales coadyuvó al florecimiento de la música nacional–popular, siendo los directores e instructores de banda algunos de sus más entusiastas cultores. En fin, ello trajo consigo la difusión de la costumbre republicana de las retretas, lo que a su vez ayudó a popularizar las nuevas creaciones de la música nacional. A este respecto, anotó un testigo de la época y notable estudioso de la música popular ecuatoriana, el doctor Carlos A. Rolando:

A fines del siglo pasado y en los primeros del presente, era una costumbre de las Bandas del Ejército salir jueves y domingos y días festivos, a las 8 p. m., a las plazas públicas, y daban la “re-treta”, que consistía en ejecutar escogidas piezas selectas; después de este ritual tocaban dos o tres piezas populares y se retiraban al Cuartel, al compás de marchas o pasodobles. La multitud, que acudía a deleitarse con estas retretas, al oír una pieza nueva, entonaba o silbaba de inmediato, dando a conocer y propagan-do en esta forma lo que agradaba al público.126

Claro J. Blacio; “Eloy Alfaro”, de José Casimiro Arellano; “Patria”, de Oscar Ignacio Alvarado; “El Grito del Pueblo”, de Antonio C. Cabezas; “El 5 de Junio”, de Federico M. Borja; “Armas a discreción”, “Muertos que viven” y “Paso de Vencedores”, de Juan B. Luces. Igualmente las marchas militares “Marcha triunfal”, de José H. Cárdenas; “La batalla nacional”, de Víctor Manuel Durán; “Los hijos de Vulcano”, de Andrés Comba; “Guardia ecuatoriana”, de Teo-baldo Solines; “Triunfo liberal”, de Federico M. Borja; “Al Oriente, paso de vencedores”, de Juan Bautista Luces. Además los valses “Presidente Alfaro”, de Luis Manuel Gálvez; “Libertad y Patria”, de Vicente Blacio; “Montecristi”, de Claro J. Blacio; “Chile y Ecuador” y “Alfaro en Lima”, de Antonio Cabezas, y “El radical”, de autor no identificado.

126 Carlos A. Rolando, “La música en el Ecuador”, en ‘Boletín del Centro de Investigaciones

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Un fenómeno de sumo interés fue el nuevo nacionalis-mo impulsado por la revolución, en el que se entremezclaban el amor a lo ecuatoriano junto con el amor y admiración por lo latinoamericano. Ello vino a enriquecer la cultura del país con los aportes culturales de la Patria Grande. En el ámbito de la música, este fenómeno determinó que el rescate de los viejos ritmos y melodías del país (sanjuanitos, yaravíes, dan-zantes, yumbos) se produjera a la par que se nacionalizaban en el Ecuador otros ritmos latinoamericanos, que el pueblo empezó a sentir como propios: pasillos, valses, habaneras, ga-lopas y chilenas.

En ese marco histórico, también se produjo una flo-rescencia de la música marcial, expresada en las numerosas marchas militares de la revolución y, más tarde, en los también numerosos himnos, marchas y pasodobles marciales com-puestos con motivo de las nuevas tensiones limítrofes con el Perú (1910). Todo ello vino a dar a nuestra música un acrecen-tado entusiasmo nacionalista, que continuó siendo cultivado por las siguientes generaciones de compositores ecuatorianos, quienes, a partir de las bases académicas y artísticas sentadas por el liberalismo, consolidaron un formidable movimiento de nacionalismo musical.

Históricas’, tomo XI, Guayaquil, 1958, p. 197. Agregamos, como nota ilustrativa, el soneto que escribiera en 1923 el poeta Julio Gu-

tiérrez Garcés, de la Logia “Luz del Guayas” Nº 1, en homenaje al doctor Rolando, entonces Venerable Maestro de la Logia “Cinco de Junio” Nº 2, de Guayaquil:

Tú no duermes, espíritu sereno,/ al pie de las columnas seculares,/ que guardan en el Templo los altares/ que dan la Paz al batallar terreno.

Tu numen grande y de vigores pleno/ azota los escollos cual los mares,/ cuando arroja los monstruos tumulares/ por lanzar otro mundo de su seno.

Escucha... Es el rumor de las legiones.../ Son tus hermanos. Oye sus canciones,/ en las que el alma del progreso late.

Eres, pues, atalaya del futuro/ y con rayos de luz de un sueño puro/ haz, Maestro, tu espada de combate.

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En fin, nos es honroso precisar que en todo ello estu-vieron inmersos, en calidad de grandes animadores del pro-ceso musical nacionalista, los masones ecuatorianos, quienes se preocuparon también por difundir la música ecuatoriana al interior y exterior del país, utilizando los más modernos medios técnicos de la época. Se destacó en esto el afamado director artístico, compositor y empresario José Domingo Fe-raud Guzmán, quien hacia 1910 empezó a producir artesa-nalmente los primeros rollos de pianola hechos en el país, en 1916 fundó el aún existente Almacén de Música J. D. Feraud Guzmán y en 1930 promovió la formación del Dúo Ecua-dor (integrado por Enrique Ibáñez Mora y Nicasio Safadi), al que llevó a Estados Unidos para grabar una cuarentena de composiciones de música popular ecuatoriana, entre ellas el hermoso pasillo Guayaquil de mis amores.

Para terminar este capítulo, resulta necesario destacar el aporte que los masones y sus discípulos espirituales, los libe-rales, hicieron a la naciente historiografía nacional, tenien-do como único antecedente cierto la obra precursora del padre Juan de Velasco.

El manejo de la historia había sido cuestión de in-terés oficial durante el periodo colonial. Si las “crónicas de conquista” buscaron dejar constancia de la colonización de nuevos territorios para la corona de Castilla, las descripciones histórico-geográficas mostraron el deseo español de conocer me-jor el mundo americano y evaluar los recursos de su imperio colonial. Complementariamente, la “crónica religiosa” estuvo orientada a demostrar la labor evangelizadora de las diferentes órdenes religiosas entre los indios infieles y la hagiografía co-lonial buscó exaltar y difundir la vida y milagros de los santos,

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beatos y siervos de Dios, para afianzar la conquista espiritual de los indios, negros y mestizos.

De ahí que el país independiente tuviera necesidad de construir una historiografía propia y distinta, mediante un proceso que incluyó el trastrocamiento de los personajes simbólicos de la historia, como efecto inmediato e inevitable de la guerra. Es que las guerras marcan a fuego la conciencia colectiva de los pueblos y recrean notablemente el imaginario colectivo. La muerte violenta e inesperada de seres queridos o próximos provoca un sentimiento de solidaridad colectiva, que lleva a cada persona a reconocerse parte de una gran fa-milia social: patria, nación, región o partido. Fue así como la larga y dura guerra de independencia generó héroes y mártires que, como inevitable consecuencia ideológica, sustituyeron a los santos en el nuevo altar patriótico. A su vez, bajo el influjo de la ideología liberal, hubo una reorientación en la percepción histórica y en los estudios sobre el pasado, donde la novedosa crónica político-militar prácticamente desterró a la crónica religiosa y la hagiografía.127 Por todo ello, una vez concluida la lucha y asentado el poder republicano, cada país, ciudad o núcleo intelectual buscaría escribir su crónica heroi-ca, lo cual era estimulado por la elite criolla, que de este modo buscaba justificar su presencia en el poder.

En el caso de la Gran Colombia y los países nacidos de ella, una obra que sirvió de modelo a muchas otras fue la Historia de la Revolución de Colombia, del doctor José Manuel Restrepo, quien a sus dotes de historiador y geógrafo unía su condición de Ministro del Interior y promotor de la educa-ción pública. Ya en el campo estrictamente ecuatoriano, obras

127 Hagiografía: ciencia que estudia las vidas de los santos.

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de significación histórica fueron la Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la Provincia de Guayaquil, escrita por el general José de Villamil; los Recuerdos de la Revolución de Qui-to, de Agustín Salazar y Lozano, y la Historia de la Revolución de Octubre y campaña libertadora, de Camilo Destruge. Y es bueno precisar que Restrepo, Villamil y Destruge fueron emi-nentes masones, como lo fue también Francisco Xavier Aguirre Abad, cuya obra Bosquejo histórico de la República del Ecuador, marcó el inicio de la historiografía republicana del Ecuador.

En efecto, en ella se ensayó por primera vez el esbozo de una historia general del país en la época independiente, aunque su estudio alcanza cronológicamente solo hasta me-diados del siglo XIX. Obra elaborada sobre grandes principios éticos liberales, se asienta en conocimientos y documentos de primera mano, pues su autor fue uno de los prohombres de la política ecuatoriana de las primeras décadas; empero, aunque el autor trata de alejarse de toda motivación personal, esta obra refleja en buena medida la visión que Guayaquil tenía en aquella época sobre la sociedad ecuatoriana.

Otro adelantado de la historiografía ecuatoriana fue el doctor Pedro Moncayo Esparza, uno de los grandes luchado-res liberales de la inicial República, que fuera miembro de la Logia El Quiteño Libre, anduviera frecuentemente desterrado por las tiranías oligárquicas y fuera escogido reiteradamen-te por el pueblo para que lo representase como diputado y senador. Moncayo publica en el tercio final del siglo XIX su formidable estudio El Ecuador de 1825 a 1875, que constituye toda una visión alternativa a la historia oficial y especialmente a la crónica conservadora. Escrita desde los grandes principios éticos, aunque también al calor de la pasión política, consti-tuye sin duda un referente obligado para estudiar el primer

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medio siglo republicano y para analizar el carácter de su his-toriografía.

Con similar orientación ideológica que la de Monca-yo se gestó la obra historiográfica de Roberto Andrade, cuyos mayores logros son su extensa y rica Historia del Ecuador, que cubre el siglo XIX, y su libro Montalvo y García Moreno, en donde ensaya el símil moral, político e histórico entre el gran tirano conservador y el gran rebelde liberal. Masón y libre-pensador, seguidor de la prédica ideológica de Juan Montalvo y luchador apasionado de la causa liberal, Andrade figuró, muy joven aún, entre los conspiradores que llevaron a cabo el ajusticiamiento de Gabriel García Moreno. Prófugo y per-seguido por las autoridades conservadoras, vivió su exilio en varios países latinoamericanos, donde se dedicó al estudio de la historia, a la vez que al combate ideológico contra el con-servatismo ecuatoriano. Más tarde continuó esa tarea desde su celda del Panóptico (construido por García Moreno), con-tando para su labor historiográfica con la invalorable ayuda de su hermano, el general Julio Andrade, entonces Ministro Plenipotenciario acreditado ante el gobierno de Colombia, quien le consiguió valiosos documentos del archivo de José Manuel Restrepo y halló para él los originales del expediente de juzgamiento de los próceres quiteños de 1809 y 1810.

El mayor demérito que se le ha atribuido a su obra es la pasión con que se halla escrita, a lo cual Andrade respondió en su momento:

No se nos llame apasionados; sabido es que se desvanece la pa-sión, cuando lentamente observa uno un suceso... Que en el escritor haya pasión no es vituperable: lo es cuando la pasión arrastra a la injusticia.

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Son muy importantes sus conceptos sobre la historio-grafía y los historiadores ecuatorianos del siglo XIX, consig-nados en su “Montalvo y García Moreno”:

En el Ecuador no se ha escrito historia: varios han escrito acer-ca de historia, según el modo de decir del Conde de Segur. Y los que de esta manera han obrado, como ningún culto han rendido a la verdad, poco han trabajado en provecho de las generaciones venideras. El pueblo no ha modificado todavía una sola de sus malas costumbres en razón de que lo malo de sus antecesores no ha sido descrito como cosa que debe evitarse y lo bueno como cosa que debe imitarse, y por lo mismo ha permanecido en actitud de ser víctima de cualquier ruin gober-nante. La culpa tenéis vosotros, serviles aduladores de nuestros malvados tiranuelos. Hasta el día de hoy no ha sido el Ecuador sino patrimonio de tales o cuales familias y personas, a pesar de sus constituciones y leyes, hacienda de terratenientes vanos, cuya influencia ha sido obedecida por los historiadores, como lo es la del cachicán por el peón.

Pedro Fermín Cevallos es probablemente el mejor ejemplo de otro modo de hacer historia que fue usual en nuestro siglo XIX: un grato ejercicio literario para la recupe-ración de la memoria social, sin la motivación de la pasión política, pero también sin una rigurosa metodología de in-vestigación. Como él mismo reconociera en sus Advertencias, frente a las críticas que le hiciera Miguel Riofrío, sus primeros ensayos historiográficos, tales como el Cuadro sinóptico de la República del Ecuador, eran más bien literatura de prensa, es-crita, según sus propia palabras, «sin examen, por informes de los primeros a quienes consultaba, y con aquella ligereza con que se escriben los (artículos) destinados para los periódicos

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(...)» Posteriormente, afinó su trabajo historiográfico, espe-cialmente en el ámbito de la historia republicana, investigan-do paralelamente con unos pocos documentos y con muchos personajes vivos que habían sido actores o testigos del devenir político nacional. Así construyó su mayor obra, el Resumen de la Historia del Ecuador desde su origen hasta 1845, que es un resumen de la obra de Velasco en cuanto a la primera historia, tiene grandes vacíos respecto de la historia colonial, pero es importante en el análisis historiográfico de la inicial vida re-publicana, que el autor conoció más directamente.

La obra fue editada en Lima con muchas dificultades y nunca se publicó el último tomo de Documentos, que cons-tituía su apoyatura científica, pero finalmente tuvo una gran acogida pública, precisamente por tratarse del primer estudio historiográfico escrito al margen de la pasión política. Mas la suya no es una historia sin ideas ni principios. Por el contra-rio, refleja el pensamiento republicano, liberal y democrático de su autor (que fuera diputado liberal por Pichincha y minis-tro de Estado del gobierno de Urbina, antes de ser ministro juez de la Corte Suprema y primer presidente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua), así como sus juicios objetivos y equilibrados sobre situaciones y personajes, cualidades que motivaron a que Remigio Crespo Toral escribiera: «Cevallos poseyó como pocos la absoluta objetividad de la historia; la escribió con la severidad de un notario, con la helada sinceri-dad de la filosofía».

Dentro de las limitaciones técnicas descritas, la obra de Cevallos fue importante para el desarrollo de la conciencia his-tórica del país, al punto que incluso motivó a González Suárez a escribir su propia obra. «Deseoso de que nuestra nación ecua-toriana poseyera una historia completa, me consagré a llenar

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los vacíos que encontré en el Resumen escrito por el señor doc-tor Pedro Fermín Cevallos», consignó el arzobispo–historiador.

Y para cerrar este breve acápite sobre la historiografía del primer siglo republicano mencionemos a otro importante autor de la historiografía nacional: don Eloy Alfaro. Sin haber sido el estudio de la historia una de sus tareas fundamen-tales, es indudable que el asunto le interesó y que inclusive se concentró en investigar ciertos temas de la historia nacio-nal, cuando halló algún remanso de paz en su agitada vida de conspirador y combatiente. Tal lo ocurrido en Lima, durante su estancia entre 1886 y 1890, cuando Alfaro se concentró en estudiar, en la Biblioteca Nacional del Perú, toda la docu-mentación e información que pudiera existir sobre el período final de la Gran Colombia, el asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho y los primeros siglos de vida republicana del Ecua-dor, apoyado por la generosa disposición del notable escritor Ricardo Palma, que por entonces fungía de director de esa en-tidad. Los resultados de ese esfuerzo investigativo sirvieron de sustento para que Alfaro elaborase su obra Cuestión histórica. Al asesinato del Mariscal Sucre, que luego fue entregada en ma-nuscritos al joven escritor liberal Nicolás Augusto González, también exiliado en Lima, para que los pusiera en castellano, es decir, para que mejorase su estilo literario.128 Cosa similar puede decirse del libro La Dinastía Mastuerzo, preparado por Alfaro y redactado M. R. A. Delgado, en el que se analiza el sistema dinástico creado por la familia Flores en la política ecuatoriana del siglo XIX.

128 La obra fue publicada en Lima, como de autoría de González y en forma de folletos, en 1887, 1888 y 1895, y se reeditó después algunas veces, siempre por cuenta de Alfaro, hasta que González, bajo el influjo de la familia Flores Jijón, renegó de su autoría, lo que llevó a Alfaro a reivindicar la obra como suya en 1909.

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Empero, fuera de estas obras de carácter singular, lo cierto es que Alfaro escribió por sí mismo varias obras de ca-rácter histórico, cuya importancia está dada tanto por el valor intrínseco de esas obras como por la condición de su autor, protagonista clave de los hechos reseñados.

Es sabido que Alfaro nunca pretendió ser un escritor. Ávido lector de buenos autores, tenía un elevado concepto del oficio literario y, más aún, del oficio historiográfico, pero no por eso renunció a escribir su propia versión de los hechos históricos en que participó, para informar a la opinión pú-blica y vindicar la verdad, frecuentemente distorsionada por opiniones interesadas o pasiones políticas subalternas. Tuvo, sí, buen cuidado de solicitar la ayuda de otros para pulir sus textos, pese a que éstos se hallaban correctamente redactados y eran de buena factura estilística. Como anotara su compa-ñero de luchas y hermano masón José Peralta:

(Alfaro) escribía con soltura y propiedad, y tenía un sentido tan aguzado de la corrección gramatical, que cuando algún borra-dor oficial no le gustaba, le daba vueltas y revueltas hasta de-jarlo en cristiano con la ayuda de secretarios y copistas versados, que nunca faltaron en su Gobierno.

Esta versión de Peralta, que pudiera considerarse inte-resada, ha sido sin embargo corroborada por uno de los ma-yores detractores de Alfaro, el historiador conservador Wilfri-do Loor, quien escribiera sobre el Viejo Luchador:

En cambio de (su) deficiencia en la instrucción, tenía gran sentido práctico e inteligencia adquirida en los viajes y en el ambiente mercantil de su pueblo... La lectura de ciertas obras y el ambiente de la época le habían llevado a una concepción estoica de la vida y a manejar la pluma con relativa facilidad

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en cartas o comunicaciones confidenciales. Sin enredarse en teo-rías, acertaba enseguida con la solución de problemas difíciles en momentos en que personas mucho más instruidas que él, estaban a ciegas y no sabían que rumbo tomar.129

Las obras de testimonio histórico escritas directamen-te por Alfaro fueron publicadas generalmente en forma de folletines —recurso muy propio de los revolucionarios lati-noamericanos de aquel tiempo— y aparecieron en diversos lugares de América Latina (Lima, San Salvador, Panamá) donde Alfaro se hallaba temporalmente, dentro de su trashu-mante vida de conspirador y revolucionario de tiempo com-pleto. Esas obras son las siguientes:

La Campaña de Esmeraldas, relato histórico–militar es-crito en 1882, en que describe la acción militar emprendida aquel año por los radicales contra el régimen dictatorial –y supuestamente “liberal”– de Veintemilla.

Deuda Gordiana, recuento histórico y análisis político de la deuda externa ecuatoriana, con especial énfasis en los actos de corrupción sucedidos en el manejo del crédito de la República. Como muchos escritos de Alfaro, este trabajo fue escrito en el destierro, casi sin medios de apoyo intelectual, en algunos momentos de remanso en la lucha revolucionaria; apareció publicado en dos folletos, el primero escrito y edita-do en Panamá, y el segundo escrito en Costa Rica y publicado en Nicaragua, en 1892. La especial importancia de este docu-mento radica en el hecho de que fue el antecedente para una de las más patrióticas medidas que tomó el Viejo Luchador, ya como Jefe de Estado: la suspensión del pago de esa deuda, decretada en 1895.

129 Wilfrido Loor, “Eloy Alfaro”, 3 tomos, Quito, 1947, t. I, p. 19.

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La Regeneración y la Restauración, sobre los dos para-lelos esfuerzos políticos emprendidos por radicales y conser-vadores para derrocar a la dictadura supuestamente liberal de Veintemilla, así como sobre la habilidosa forma en que los úl-timos se apoderaron luego del poder, excluyendo del mismo a los radicales dirigidos por Alfaro.

Narraciones históricas, en donde Alfaro relata las circunstancias y sucesos más importantes que siguieron al triunfo revolucionario de 1895 y particularmente los refe-ridos a su primer gobierno y a la sucesión presidencial, que llevó al gobierno al general Leonidas Plaza Gutiérrez. La obra viene acompañada de una serie de cartas dirigidas por Alfaro a sus amigos y colaboradores políticos, y que tratan acerca de los temas referidos en ella. Fue publicada en Nue-va York, un año después del asesinato de don Eloy, por su hijo Olmedo Alfaro, en busca de reivindicar la memoria histórica de su padre.

Historia del Ferrocarril de Guayaquil a Quito, es un libro de relato histórico a la vez que una vindicación moral de los personajes que, además del mismo autor, ejecutaron esa gigantesca obra de integración nacional. Fue publicada también póstumamente, en junio de 1935, por la Editorial Nariz del Diablo de la Empresa de Ferrocarriles del Estado.

Y, hallamos adecuado terminar este recuento sobre la labor historiográfica de Alfaro, citando, precisamente, una re-flexión suya sobre la historia:

Hay un tribunal llamado a decidir todo lo que se relaciona con la conducta y los actos de un hombre público: es el tri-bunal de la opinión sensata. Hay un juez que emite inape-lable concepto sobre los que han tenido a su cargo empresas

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de honor y de responsabilidad: ese juez es la historia. Una y otra determinarán la verdad, sustrayéndose a la funesta influencia de pasiones bastardas.

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CAPÍTULO SÉPTIMO

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LA MASONERÍA TRAS EL ECLIPSEDEL RADICALISMO ALFARISTA

Para el sector más avanzado de la masonería ecuato-riana, el asesinato de los Alfaros y el eclipse del radicalismo significó un duro golpe. Las logias más progresistas abatieron sus columnas y sus miembros se ocultaron de las persecucio-nes de la policía placista, en busca de sobrevivir a la debacle. Entre tanto, los sectores más tradicionales levantaron cabeza y se empeñaron en reorientar la labor de la Orden hacia un modelo de acción más parecido al de la masonería inglesa o norteamericana, centrada en labores de ayuda mutua y bene-ficencia pública; ello implicaba, en general, una renuncia a todo compromiso de transformación social y una adopción de formas legales de acción política, básicamente a través de la gestión parlamentaria.

Vistas las cosas desde la distancia de un siglo, pare-ciera ser que la burguesía ecuatoriana, una vez conquistado el poder, renunció a toda idea de reforma social y se confor-mó con la buena marcha de sus negocios, tarea en la que fue acolitada por el sector masónico más conservador. Empero, no podemos dejar de observar que los sectores medios vin-culados al radicalismo, especialmente fuertes en ciertas pro-vincias, continuaron abogando por el juzgamiento de los crí-menes políticos contra los radicales y por una reforma social que solucionara los viejos y nuevos problemas de la sociedad ecuatoriana: el concertaje de indios, la prisión por deudas, la

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marginalidad de las provincias pobres, los abusos contra los trabajadores, las relaciones entre el capital y el trabajo, etc. Y es evidente que, detrás de esas acciones, se hallaba, una vez más, el sector progresista de la masonería ecuatoriana, que no había renunciado a luchar por la conquista de una sociedad libre, igualitaria y fraterna.

De este modo, mientras la burguesía guayaquileña y el bando placista imponían al país el reinado de ese gru-po social que el literato e historiador guayaquileño Alfredo Pareja Diezcanseco calificara como la bancocracia liberal, algunos radicales supervivientes iniciaban en Esmeraldas la denominada Revolución Conchista, liderada por el coronel y doctor Carlos Concha, un reputado masón. La nueva revolu-ción duró tres años y tuvo el objetivo declarado de «vengar la muerte de los Alfaros».

En el campo de la economía, el país vivió durante esos años un notable auge agroexportador. Gracias a las crecientes exportaciones de la pepa de oro, se amasaron enormes fortunas por parte de las familias del Gran Cacao guayaquileño, cuya red social abarcaba la gran propiedad agrícola, los negocios de exportación, la banca y el comercio importador.

Beneficiados con una riqueza que parecía no tener fin, los más poderosos cacaoteros (Aspiazu, Seminario, Du-rán–Ballén, Puga, Caamaño–Stagg) montaron empresas in-ternacionales con sede en Europa, destinadas al manejo de sus negocios en el exterior. En algunos casos se trasladaron a vivir con sus familias en ese continente, donde derrochaban dinero a manos llenas. Los Puga tenían sus empresas de comercio en Alemania, pero residían en París, donde mantenían una gran mansión, al igual que los Seminario, con los que estaban

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emparentados.130 Como ha reseñado Manuel Chiriboga en su libro sobre el tema:

Desde 1880 hasta 1920 Antonio Puga recuerda por lo menos 20 viajes entre Guayaquil y París. ... El jefe de familia, Anto-nio Puga, iba y venía entre el Ecuador y París. De los veinte y dos nietos de don Pedro Aspiazu, ocho habían nacido en París, y otros tres, habiendo nacido en Guayaquil, se radicaron de-finitivamente en Francia... De los seis hermanos Durán Ba-llén, cuatro se casaron con extranjeros: dos franceses, un sueco y un uruguayo. Los seis hijos de don Miguel Enrique Seminario habían fijado su residencia de la siguiente manera: Ezequiel (nacido en París) en París, Manuel (nacido en París) en Gua-yaquil, Ernesto en la hacienda, Miguel en Guayaquil, Isaac en la hacienda y Carlos (nacido en París) en la hacienda.131

Similares son las informaciones aportadas por los es-tudios de Lois Crawford de Roberts:

Buenaventura Burgos atendía personalmente sus haciendas y su familia visitaba el Ecuador como él lo hacía con Francia. Era conocido por reservar toda la cubierta (del barco) cuando su mujer y sus hijos viajaban, a fin de que “ellos lo puedan hacer con comodidad”. Los Guzmán eran exportadores y los seis her-manos siguieron un sistema de rotación. Dos estaban siempre en Francia y cuatro en Guayaquil. Los Seminario siguieron una práctica similar. ... La familia Puga había arrendado una gran mansión en el Sena... (que) funcionaba como una casa abierta

130 De esa alianza matrimonial entre ambas familias, producida en el siglo XIX, nacieron Ernesto, Enrique y Eduardo Seminario Puga, que se educaron en París y volvieron a radicarse en Gua-yaquil. Más tarde, ya en el siglo XX, emparentarían los Aspiazu y los Seminario, dando lugar al nacimiento de los Aspiazu–Seminario (Jaime, Fernando).

131 Manuel Chiriboga, “Jornaleros y gran-propietarios en 135 años de exportación cacaotera (1790–1925)”, Ediciones del Consejo Provincial de Pichincha, Quito, 1980, p. 212.

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para todos los latinoamericanos... Para los Puga era un hábito de entretenimiento... Tres carruajes con finos caballos servían al hogar y a los invitados, llevando a los jóvenes diariamente al hipódromo y a la abuela al almacén Bon Marché. Allí ella se sentaba en un gran ritual, mientras los empleados corrían a diferentes partes del almacén para atenderla.132

El costo de ese placentero ocio oligárquico lo pagaban con su esfuerzo los cientos de miles de trabajadores atados a las haciendas del litoral por un sistema de endeudamiento perpetuo. Trabajadores que ganaban un sucre diario si eran adultos o cuarenta centavos si eran niños mayores de diez años, y que recibían su salario en monedas de la propia ha-cienda, que no valían nada fuera de ella y que solo servían para comprar en las “tiendas de raya” de la misma plantación, donde todo era más caro. Trabajadores que vivían en las peo-res condiciones de insalubridad y que morían regularmente de disentería o paludismo. Trabajadores que laboraban de sol a sol, bajo el látigo de terribles capataces, y que por cualquier falta menor eran condenados al cepo y por una falta mayor llegaban a ser arrojados a una lagartera.

Esos lujos del Gran Cacao también los pagaba el país, pues el fruto de su riqueza natural y esfuerzo productivo no contribuía a financiar su propio desarrollo, sino que se gas-taba en importaciones suntuarias, destinadas al consumo de las familias oligárquicas radicadas en el país, o iba a parar en el exterior, donde en buena medida se esfumaba entre huma-radas de tabaco, burbujas de champán y risas de cabaret. En

132 “El Ecuador en la época cacaotera”, Ed. Universitaria, 1980, pp. 70-71.

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cuanto a esa fuga de capitales, el gran economista guayaqui-leño Víctor Emilio Estrada afirmó que entre 1900 y 1913 salieron del país, para financiar la dolce vita de los grandes ca-caoteros y sus familias, 19 millones 600 mil sucres, cantidad que fue superior a todo el servicio de la deuda externa del país en ese período.133 Algunos de esos propietarios ausentistas se embarcaron en Europa en las más locas aventuras financieras, tales como comprar bonos rusos para la guerra de Crimea, invertir en acciones del ferrocarril Express Oriente, etc. Diga-mos, a modo de ejemplo, que la compañía Seminario Fréres, constituida en Francia, quebró luego de una desastrosa inver-sión especulativa con bonos para la guerra de los Balcanes.134

Al interior del Ecuador, esa plutocracia reinaba sin oposición posible. Los Gran Cacao detentaban el poder eco-nómico, el poder político y el poder cultural. De su seno sa-lían los Presidentes de la República, los ministros de Estado, o los senadores, diputados y gobernadores de las provincias de Guayas, Los Ríos y El Oro. Y cuando no gobernaban por sí mismos, lo hacían a través de sus parientes, socios o amigos.

Encabezando la plutocracia porteña estaba una institu-ción simbólica del poder del dinero: el Banco Comercial y Agrí-cola, de Guayaquil, cuyo gerente era don Francisco Urbina Jado, hijo del ex-presidente José María Urbina. Era el banco mayor de la oligarquía agroexportadora y figuraba como el más importante de los cuatro bancos de emisión existentes en el país, es decir, de los que se hallaban autorizados para emitir billetes con respaldo de oro físico, en una proporción de dos a uno.

133 Víctor Emilio Estrada, “Balance Económico”, 1924, p. 60.

134 Lois Johnson Weinman, “Ecuador and Cacao: Domestic Responses to the Boom–Collapse Monoexport Cycle”, tesis doctoral, Universidad de California, Los Angeles, 1970.

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Su gran poder se había iniciado en 1910, cuando el gobierno debió recurrir a un empréstito de este banco para financiar la movilización militar hacia la frontera sur, durante el cuasi conflicto con el Perú. Luego, tras la muerte de los Alfaros, la influencia de este banco llegó a ser incontrastable en la política ecuatoriana, al punto que su gerente, Francis-co Urbina Jado, ponía presidentes y nombraba ministros de Estados en asocio con el general Plaza, quien controlaba el ejército y representaba a la oligarquía serrana. Como un socio menor de esa alianza figuraba la emergente burguesía agro-in-dustrial de la Costa, representada por el coronel Enrique Val-dez Concha, jefe de Estado Mayor del Ejército y propietario del ingenio Valdez.

La única dificultad que por entonces encontró la plu-tocracia para gobernar en paz fue la mencionada revolución de Concha, que junto con el gobierno buscó eliminar a cualquier costo. En la práctica, solo lograron encerrarla en los límites provinciales de Esmeraldas, pues no pudieron aplastarla mi-litarmente dada la eficiencia de las tácticas guerrilleras usadas por los conchistas. Por el contrario, los revolucionarios causa-ron terribles pérdidas a los cuerpos militares gubernamenta-les, que en ciertos combates fueron totalmente exterminados.

El gobierno de Plaza se vio obligado entonces a recu-rrir por nuevos empréstitos a la floreciente banca guayaquile-ña, concretamente al todopoderoso banco de los agroexpor-tadores: el Banco Comercial y Agrícola. Con este apoyo, más los reclutamientos de hombres hechos por los ingenios azuca-reros de la región de Yaguachi, se pudo armar otra expedición militar a Esmeraldas, esta vez bajo el mando del coronel En-rique Valdez Concha, sobrino del líder revolucionario esme-raldeño. Previamente Valdez fue homenajeado por los socios

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del Club de la Unión —el cenáculo de la oligarquía porteña» y despedido en Guayaquil como un héroe, bajo la convicción de que «a Carlos Concha solo podía vencerlo otro Concha». Mas las tropas oficiales, formadas por pobres trabajadores za-freros y cacaoteros, reclutados a la fuerza, terminaron siendo masacradas una vez más por los guerrilleros, esta vez en la playa de Camarones, en donde un oficial montonero degolló a Valdez, diciéndole: «te envío al infierno, donde no tendrás un tío Concha que te proteja», en clara alusión a la orden de protección impartida por su jefe.

Nuevos empréstitos, negociados en condiciones muy favorables para la banca oligárquica, permitieron levantar tra-bajosamente un tercer ejército para la campaña de Esmeral-das. Fue entonces que se produjo un suceso confuso, por el que un pequeño pelotón de soldados nacionales logró ingre-sar al puerto de Esmeraldas, apresar a Concha —gravemen-te enfermo de cáncer— y llevarlo hacia Guayaquil y luego a Quito, donde el prisionero negoció un armisticio y lanzó una proclama de rendición ya durante el gobierno de Alfredo Baquerizo Moreno.

La campaña de Esmeraldas significó un terrible des-angre para el país, en razón del elevado número de bajas que causó. Pero en cambio resultó ser un fabuloso negocio finan-ciero para la nueva oligarquía en el poder, la cual descubrió que, si no podía ganar prontamente la guerra, en cambio podía sacarle un gran provecho económico, otorgando prestamos al gobierno para sostener esa campaña militar, los que eran fi-nanciados mediante grandes emisiones de papel moneda sin respaldo, hechas con el conocimiento de las autoridades. Esas emisiones se habían iniciado años atrás y eran superiores al monto de los prestamos efectuados al gobierno, pero a partir

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de 1913 se convirtieron en un planificado sistema de estafa al país por parte de este banco y provocaron una tremenda inflación. De este modo, el sucre, que en 1898 equivalía a un dólar, en 1911 se cotizaba a dos por un dólar y en 1914 a 2,12 por dólar. Comentando esta situación, escribió Alfredo Pareja Diezcanseco:

Crecía la deuda del Estado, crecían sus gastos bélicos, aumen-taba su presupuesto, continuaba el Banco Comercial y Agrícola lanzando billetes a la circulación, peligraba nuestra moneda, subían los precios y el país creyó encontrarse al borde de la ban-carrota. Esta situación produjo otra: la influencia política del banco acreedor del Estado. Y un juego de intereses, ejercido por los grandes poderes de la burguesía financiera, especialmente de la Costa.135

La verdad sea dicha, no toda la banca guayaquileña actuaba de igual modo que el Comercial y Agrícola. El Banco del Ecuador (banco de los importadores), que también era acreedor del Estado, se preocupó más bien de ejecutar una acción anti-crisis, recogiendo parte de sus billetes para pro-vocar una contracción del circulante y, por ende, una baja de la inflación. Fue así que la circulación de billetes de este banco bajó de 3’838.947 sucres, en 1913, a 1’544.380 sucres en 1917, mientras que la correspondiente al Banco Comer-cial y Agrícola subió en igual período de 4’321.173 sucres a 13’337.000 sucres.136

Regía entonces la libre convertibilidad y los bancos estaban obligados por ley a cambiar por moneda de oro el

135 Alfredo Pareja Diezcanseco, “Ecuador. La República, de 1830 a nuestros días”, Editorial Uni-versitaria, Quito, 1979, p. 325.

136 Luis Alberto Carbo, “Historia Monetaria y Cambiaria del Ecuador”, Edcs. del Banco Central del Ecuador, Quito, 1978, p. 90.

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papel moneda que habían emitido, en caso de que alguien lo exigiera así. Incluso los billetes de banco traían una leyenda que rezaba, por ejemplo: «El Banco Comercial y Agrícola pa-gará al portador la cantidad de cinco sucres oro».137 Pero tres de los cuatro bancos emisores de papel moneda no estaban en condiciones de canjear sus billetes por oro físico, como lo muestra el siguiente cuadro,138 elaborado con información cortada al 31 de diciembre de 1914:

----------------------------------------------------------------------------Banco Oro en bóveda Billetes circulación-------------------------------------------------------------------------------------------Banco del Ecuador 2.479.943 2.438.835Banco Comercial y Agr. 1.178.633 6.217.598Banco del Pichincha 1.010.322 1.848.753Banco del Azuay 203.235 391.921 ----------------------------------------------------------------------------

En aquella circunstancia, ante la galopante inflación desatada en el país, los tenedores de papel moneda empeza-ron a exigir a los bancos privados que este fuera cambiado por oro. A ello se agregaron los efectos de la Primera Guerra Mundial, puesto que muchos países europeos suspendieron de hecho y de derecho sus pagos en oro, lo que amenazaba con vaciar las reservas metálicas de los países dependientes.

137 El Ecuador había abandonado en 1898 el sistema de respaldo bimetálico de su moneda, basado tanto en el oro como en la plata, y asumido el régimen monometálico de Patrón Oro, que dejaba únicamente a este metal como respaldo físico de su sistema monetario.

138 Fuente: Luis Alberto Carbo, “Historia Monetaria y Cambiaria del Ecuador”, pp. 80-81.

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Acosados por el fantasma que ellos mismos habían creado, y por las amenazas económicas que venían del ex-terior, los bancos desencajados pidieron auxilio al gobierno, su gobierno, quien acudió en socorro de sus amigos y salvó a ciertos bancos técnicamente quebrados mediante la emisión de la célebre “Ley Moratoria”, de 30 de agosto de 1914, que los exoneró de la obligación de canjear el papel moneda por oro metálico. De este modo, se encubrió y legalizó oficial-mente la estafa hecha al país por la bancocracia y se garantizó la continuación del fraude.

Citamos otra vez a Pareja Diezcanseco, en razón de su idoneidad para juzgar el asunto:

Como quiera que haya sido, la inconvertibilidad ayudó al Ban-co Comercial y Agrícola, puesto que, de haberse producido el pánico, no hubiera podido canjear sus billetes emitidos por oro. La situación general del país no era tan mala, sin embargo. Pruébalo el hecho de que el Banco del Ecuador no se acogió a la facultad de la moratoria, sino que continuó canjeando sus billetes por metal, por lo que su moneda papel tuvo premio.139

Obviamente, ello produjo la reacción de los banqueros pícaros, que acusaron al gerente del Banco del Ecuador, don Eduardo M. Arosemena, de provocar la quiebra de los demás bancos con su política de canje monetario. Pero Arosemena, empeñado en un saneamiento de la economía nacional...

(...) enunció y sostuvo el principio económico de que su insti-tución bancaria debería disminuir su circulación de billetes en vista del creciente aumento en la circulación de los billetes del Banco Comercial y Agrícola, a fin de que el total de todos los billetes en circulación no aumentara demasiado, ya que era este

139 Pareja, op. cit., p. 327.

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total el que influye más directamente en la situación económica del país.140

Urbina Jado movió cielos y tierra para frenar el canje que efectuaba Arosemena, al que en la prensa le acusaba de violar la Ley Moratoria y de propiciar la depreciación de los billetes de los otros bancos. El caso llegó inclusive al Con-greso Nacional, donde la Comisión de Hacienda del Senado preparó un proyecto de ley para sancionar con multas el tipo de canje que efectuaba el Banco del Ecuador. Por suerte, una mayoría de senadores votó en contra de ese proyecto, argu-mentando, como lo hizo el senador Villagómez, que:

(...) la Ley Moratoria no prohíbe a los bancos que cambien sus billetes por oro, sino que únicamente los autoriza a no cambiar-los por oro. (...) Todos los bancos, menos el Del Ecuador, han hecho uso de esa permisión, de esa facultad, del derecho que les concedió la ley; pero aquel banco ha renunciado a tal derecho y ha abierto sus depósitos de oro para darlos por sus títulos de crédito. (...) Y la renuncia jamás pudo ni debió ser prohibida, pues habría sido convertir a los billetes con fianza en billetes de circulación forzosa.141

Vistas las cosas en perspectiva histórica, la Ley Mora-toria no solo consagró un perjuicio ya consumado contra el público, sino que tuvo una nocividad adicional: no contem-pló ninguna medida de control para frenar los desafueros de la banca, con lo cual dejó abierta la puerta para la reiteración de éstos, pese a que en su artículo 4 decía: «Prohíbese a los Bancos hagan nuevas emisiones mientras dure la suspensión del cambio. El Poder Ejecutivo vigilará, de la manera más

140 Carbo, op. cit., 76.

141 Cit. por Carbo, pp. 74-75.

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eficaz, el cumplimiento de esta disposición». En la práctica, las emisiones sin respaldo crecieron en los años siguientes, bajo el amparo del mismo gobierno encargado de vigilarlas, que era también el principal beneficiario de los créditos de la banca privada. De este modo, el maridaje entre el Estado Oligárquico y la Banca Oligárquica terminó por consolidarse definitivamente, pues la suerte de ambos actores estaba vin-culada estrechamente.

Un notable historiador guayaquileño, Francisco Huerta Rendón, escribió a propósito de esto:

Nadie podía negar el peligro de las emisiones (irredimible mo-neda) o la obligada interferencia de Francisco Urbina Jado en la política del país, pero no había duda de que Urbina Jado controlaba eso perfectamente, aun cuando esto ha sido silencia-do por ciertos escritores regionales.142

Siempre en honor a la verdad, hay que precisar que la gran estafa de las emisiones sin respaldo no fue el único moti-vo de la dura crisis económica de los años veinte, pero sí uno de los fundamentales, junto a la grave caída de las exporta-ciones cacaoteras —por efecto de la primera guerra mundial, que nos privó del mercado europeo— y una paralela ruina de la producción de cacao, a consecuencia de un descuidado ma-nejo de cultivos, que propició la aparición de plagas fungosas en las plantaciones de la Costa.

Coincidentemente, se dio el caso de que las potencias europeas habían sembrado cacao en sus colonias africanas y la producción de estas plantaciones había empezado a llegar al mercado del Viejo Mundo. En fin, se sumaron otros fenó-menos, tales como que la sobredemanda de cacao provocada

142 Francisco Huerta Rendón, “Historia del Ecuador”, Guayaquil, 1967, p. 293.

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al inicio de la guerra mundial decreció al comenzar la llamada “guerra de trincheras”, y que la misma conmoción de la gue-rra provocó cambios en los hábitos de consumo masivo en Europa, declinando el uso de chocolate. Todo ello contribu-yó, en suma, a la caída de nuestras exportaciones cacaoteras y a la aceleración de la crisis económica.

En el plano político y social, la Ley Moratoria fue un hito im-portante de nuestra historia, pues marcó la indiscutida hege-monía alcanzada por la nueva oligarquía financiera de Guaya-quil, a la que el país bautizó acertadamente como bancocracia.

Como hemos dicho antes, luego del triunfo de la Re-volución Liberal esa bancocracia había ido controlando pau-latinamente, a través del crédito, los mecanismos económicos fundamentales del Ecuador: agricultura de plantación, comer-cio exterior y agro-industria. A partir de 1914–1915, pasó a monopolizar también el sistema político y el Banco Comercial y Agrícola se convirtió en el gran elector de candidatos a la Presidencia de la República y a las curules parlamentarias, a los que el gobierno, por su parte, garantizaba el triunfo electoral a través del consabido método del fraude. Así fueron electos los presidentes Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), uno de los propietarios del Banco del Ecuador; José Luis Tamayo (1920-1924), abogado del Banco Comercial y Agrícola, y Gonzalo Córdova (1924-1925), representante común del todopoderoso banco de Urbina Jado y del grupo oligárquico del general Pla-za. Todos ellos contaron con el respaldo de sumisas mayorías legislativas, que capitaneaba el senador Enrique Baquerizo Mo-reno, uno de los jefes de la bancocracia.

El único gobierno de significación en este período fue el de Alfredo Baquerizo Moreno, un destacado intelectual y

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masón, que desarrolló una gestión de reconciliación nacional muy bien recibida por el país. Mediante un arreglo político logró terminar con la guerra de Esmeraldas. De otro lado, puso fin a la política anticlerical y logró la colaboración de los conservadores en el campo de las relaciones exteriores. También enfrentó el problema del concertaje, tan mal mane-jado por los gobiernos revolucionarios. Influido por el pen-samiento sociológico de Agustín Cueva Sáenz y presionado por la prensa progresista, Baquerizo sancionó en 1918 la ley de abolición del concertaje, iniciativa del diputado Francisco Pérez Borja aprobada por el Congreso en octubre de 1917. La esencia de esa ley radicaba en la supresión de la prisión por deudas y del arraigo personal.

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LA MASONERIA Y LOS CONFLICTOS SOCIO-POLÍTICOS DE COMIENZOS

DEL SIGLO XX

La Orden Masónica, que fuera tan perseguida por los gobiernos conservadores, conoció un significativo repunte a partir de la Revolución Alfarista. Hasta entonces, su acción prácticamente había estado reducida al puerto de Guayaquil, en donde una conjunción de desarrollo económico, moder-nidad social y tradición republicana había permitido desde el siglo XIX la existencia de logias masónicas. También contri-buía a ello la presencia de un gran número de extranjeros con mentalidad liberal, que estaban radicados en el puerto o eran visitantes frecuentes del mismo, quienes en algunos casos po-seían altos grados masónicos obtenidos en el exterior.

Hacia los últimos años del gobierno de Baquerizo Moreno se precipitó desde el horizonte exterior el negro nu-barrón de la crisis. A partir de 1917 se produjo un drástico descenso en los volúmenes de exportación cacaotera. Y a la baja de los volúmenes de exportación cacaotera se sumó la caída de precios provocada en la bolsa de Nueva York por la gran deflación de la postguerra; así, en apenas once meses, se redujeron los ingresos del Ecuador por exportación de cacao a una quinta parte.143

Durante el gobierno de José Luis Tamayo —un masón de línea conservadora— el régimen plutocrático alcanzó los

143 Patricio Martínez y Jorge Núñez, “Historia de la República del Ecuador”, Ed. Brasiliense, Sao Paulo, Brasil, 1990.

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más altos niveles de corrupción y antipopularidad. La inflación causada por las emisiones sin respaldo, al socaire de la Ley Mo-ratoria, llegó a niveles escandalosos. La producción exportable no lograba recuperarse y el sucre se depreció tanto que llegó a cotizarse a cinco por dólar, lo que equivalía a una devaluación del ciento cincuenta por ciento con relación a su cotización de 1911. El pueblo, víctima principal de la política expoliadora de la bancocracia, sufría el embate conjunto de la inflación, la desocupación y el hambre, por lo que empezó a protestar masi-vamente y a organizarse para la defensa de sus derechos.

A comienzos de noviembre de 1922 comenzaron en Guayaquil las agitaciones laborales, dirigidas por la Confede-ración Obrera del Guayas, organización que tenía como sín-dicos a los jóvenes abogados radicales José Vicente Trujillo y Carlos Puig Vilazar, y como asesores a Fausto Navarro Allen-de, Secundino Sáenz de Tejada y Pablo Hanníbal Vela Egüez, todos ellos miembros de la Gran Logia del Ecuador.144 Poco después, el movimiento convocó a una gran huelga de traba-jadores, que paralizó al puerto. Las masas populares tomaron rápidamente el control de la ciudad, con apoyo de sectores burgueses antimonopólicos, y sus organismos dirigentes em-pezaron a actuar como un poder paralelo al del Estado. Mas la plutocracia no estaba dispuesta a permitir que continuara tal situación, que era un reto a su autoridad y devaluaba aún más su imagen política, así que usó las tropas del ejército y la policía para masacrar a los huelguistas (15 de noviembre). Luego, los cadáveres de los cientos de huelguistas asesinados fueron echados al río, se dice que abriéndoles el vientre para evitar que reflotaran.

144 Navarro Allende era entonces el Venerable Maestro de la RLS Logia “Luz de América” Nº 5, de Guayaquil.

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Tras ese bautismo de sangre de la clase trabajadora ecuatoriana, el régimen plutocrático desataría una represión general contra toda protesta social. Los masones radicales se-rían apresados y algunos de ellos (José Vicente Trujillo, Carlos Puig Vilazar, José Abel Castillo) expulsados fuera del país. Al año siguiente, las tropas masacrarían a los campesinos huel-guistas de la hacienda Leyto, en la provincia del Tungurahua.

En septiembre de 1924 accedió a la presidencia otro masón de línea conservadora, el doctor Gonzalo S. Córdova, quien compitiera antes con Tamayo como candidato popular de oposición, pero que terminaría siendo candidato de con-senso de Urbina Jado y el general Plaza, luego de prometer plena cooperación con la bancocracia.145

Durante su breve gobierno, la descomposición del ré-gimen liberal llegó a su clímax. El dirigente conservador Ja-cinto Jijón y Caamaño, candidato presidencial derrotado, se alzó en armas en la provincia de Imbabura, protestando con-tra el fraude electoral; si bien su movimiento fue aplastado militarmente, contribuyó a deslegitimar a la bancocracia en el poder. De otra parte, una seria enfermedad afectó al Presiden-te Córdova y lo obligó a encargar el mando al Presidente del Senado, su hermano masón Alberto Guerrero Martínez. En esas circunstancias, se desató un crudo invierno, que arrasó con puentes ferroviarios e incomunicó al país, casi al mismo tiempo que se producía una crisis de gabinete, a causa de la controvertida adquisición por el Estado de las acciones de la compañía del ferrocarril Guayaquil–Quito.

Pero el escándalo mayor seguía siendo la emisión de dine-ro sin respaldo, ejecutada por la banca oligárquica en asocio con

145 Oscar Efrén Reyes, “Breve Historia General del Ecuador”, t. II, pp. 254–261.

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el gobierno oligárquico. En los años que siguieron a la promulga-ción de la tristemente célebre Ley Moratoria, el Banco Comercial y Agrícola había emitido una cantidad aproximada a los ocho y medio millones de sucres, que equivalía al 34 por ciento de todo el circulante que existía en el país, lo cual agravó todavía más la in-flación. Para mediados de 1925, el monto total de papel moneda emitido por este banco alcanzaba los 25 millones 790 mil sucres, aunque legalmente no podía haber sido mayor a 7 millones 432 mil sucres, que era el doble de su reserva en oro. Pero en honor a la verdad hay que decir que la deuda del gobierno para con el Banco Comercial y Agrícola era, para ese mismo momento, de casi 27 millones de sucres, es decir, mayor a la emisión de dinero sin respaldo hecha por ese banco.

¿Qué había sucedido? ¿Cómo se explica que la estre-cha vinculación entre el Banco Comercial y Agrícola y los go-biernos puestos por él mismo, hayan terminado por producir semejante situación de endeudamiento interno? ¿Quién pa-gaba, en última instancia, esa gigantesca emisión inorgánica de dinero? ¿Cuáles fueron las víctimas de esa enorme estafa?

Las explicaciones, por demás obvias, son las siguientes: 1) El maridaje entre bancocracia y poder político fue

creciendo durante el período 1912–1925, hasta convertirse en total y absoluto, al punto de vincular para siempre el des-tino de ambos cónyuges.

2) Francisco Urbina Jado, utilizando su enorme po-der, marginó crecientemente a los demás bancos privados de los negocios con el gobierno y del ejercicio del poder político, hasta que convirtió de hecho al BCA en un Banco del Estado, con todos los privilegios y riesgos que ello conllevaba.

3) Esa gigantesca emisión inorgánica de dinero la pagó en última instancia el pueblo ecuatoriano, que, con salarios

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cada vez más míseros, debió comprar mercancías importadas cada vez más caras, y pagar impuestos cada vez más altos por servicios públicos cada vez más deteriorados.

4) Al final, cuando el BCA cayó víctima de sus propias ambiciones y manipulaciones, y fue ordenada su liquidación por un nuevo régimen político, también se unieron a las víc-timas los pequeños accionistas de la entidad, que perdieron la totalidad de sus aportes. (¡Cualquier parecido con la realidad actual no tiene nada de coincidencia!)

La circunstancia por la que atravesaba el país no podía ser más trágica: una economía carcomida por la inflación y arruinada por la imprevisión y el derroche de una oligarquía rapaz; un siste-ma político manejado por hombres de paja de la bancocracia; un ejército desmoralizado por la desastrosa campaña de Esmeraldas y manchado con la masacre de trabajadores de 1922, y, bajo el peso de todo ello, un pueblo sumido en la miseria y la desesperación, que se hallaba próximo a un estallido revolucionario.

Al fin, la parte no contaminada del ejército decidió concluir con tal situación: la noche del 9 de julio de 1925, una Liga de Militares Jóvenes, organizada y dirigida por ma-sones de mentalidad progresista, comunicaba al presidente Córdova su destitución, al tiempo que otras comisiones mi-litares apresaban al poderoso gerente del Banco Comercial y Agrícola, Francisco Urbina Jado, y al general Leonidas Pla-za Gutiérrez, cabezas visibles del régimen plutocrático. A la cabeza de esos militares jóvenes estaba un oficial de mayor edad: el teniente coronel y Q:. H:. Luis Telmo Paz y Miño. Se iniciaba así la denominada Revolución Juliana, experimento militar nacionalista que puso fin al régimen de la bancocracia y dio inicio a un proceso de modernización y fortalecimiento del Estado ecuatoriano.

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Este libro se terminó de imprimir en Editorial Pedagógica Freire, en Agosto de 2020,

bajo el sello editorial de la Gran Logia Equinoccial del Ecuador,en la Gran Maestría de Eduardo Granja Maya,

siendo director editorial Gabriel Cisneros Abedrabbo, con un tiraje de 1.000 ejemplares

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