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C.J. TORRES - editorial531.comeditorial531.com/publicaciones/El_mundo_de_mariana.pdf · mamá con la cara llena de alegría. ¿Cómo hacía para matarlas sin trampas, sin bus - carlas,

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C.J. TORRES

EL MUNDO DE MARIANA

Bogotá, abril de 2014

Primera ediciónTítulo: El mundo de Mariana© Cristian José Torres / AutorBogotá - 2014

© E-ditorial 531 / EditorBogotá D.C. - Colombia - 2014Calle 163b N° 50 - 32Celular: 317 383 1173E-mail: [email protected]: www.editorial531.comISBN: 978-958-58383-2-1

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Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni regis-trada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

El mundo de Mariana

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Índice

Prólogo 7

Las culebras 9

La Matrona 18

El Rodadero 31

La Catedral Primada 41

La fiesta de Luciano 62

www.bautizo-virtual.com 74

El padre Paquito y ¡olé! 86

A mis hijas: Hitomi y Akemi.

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Prólogo

Como todos los niños, Mariana tiene la capaci-dad de percibir lo que sucede a su alrededor

desde un punto de vista incorrupto. Su mente aún no ha sido invadida por las ideas de otros, por los argumentos sesgados, los prejuicios y la demagogia. Mariana conserva su inocencia y eso la convierte en la mejor observadora de lo cotidiano. ¿Cuán-tas veces nos olvidamos de que lo que realmente importa es el significado de las cosas y no la forma que les damos? ¿Por qué los adultos insistimos en adornar las celebraciones como si de una compe-tición se tratara, buscando siempre el nuevo salto mortal que dejará a todos los invitados con la boca abierta? La pureza de Mariana nos enseña que bajo todas esas capas de superficialidad se encuentra siempre una idea, un concepto lo suficientemente simple y poderoso como para no necesitar ningún tipo de añadido.

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Esta reflexión, que en realidad no me pertenece a mí, sino a Cristian Torres, el artífice de la novela que tienes en tus manos, es el mensaje que extraigo de esta historia. Siempre he pensado que los bue-nos libros son aquellos que te hacen sentir, que te obligan a reflexionar y a replantearte el mundo en el que vives o el modo en que lo percibes. Tal vez El mundo de Mariana vista un inocente traje infan-til, pero, como ya he mencionado antes, bajo esa primera imagen encontramos su esencia: simple y poderosa. Lean, disfruten y piensen.

Javi Araguz Autor de “El mundo de Komori”

y “La Estrella”.

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Las culebras

Hola, me llamo Mariana, aunque de cariño casi todos me dicen Marianita. Mi perro se

llama Batman y mi gato, Robin. Tengo una mamá grande que se llama Estela y un papá pequeñito que se llama Manuel.

Me encantan los días soleados, el helado que trae varios sabores y las gafas de sol que me sirven de gancho para el pelo. También me gusta ver los muñequitos de la tele y esperar a que pase el señor con el carrito que vende panes por la tarde. ¡Me encanta!, sobre todo el ruido que hace con la cor-neta que alborota a todo el conjunto.

Como pueden ver, mi vida es normal, sin co-rrendillas, como dice mi mami; llena de chicles, bombones y chocolatinas. Pero no siempre fue así.

Todo empezó el año pasado, cuando yo tenía cinco años y estaba en primero. Estábamos apren-diendo a contar hasta cien, una tarea difícil. Mi

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papá decía que era “cuestión de método” que me aprendiera semejante cantidad de números, pero la verdad es que era cuestión de fríjoles.

Todas las tardes, Chepa —mi nana que es grandota, más que mi mamá— y yo nos poníamos a contar frijolitos en un tazón. Así hacía Chepa para no olvidarse de todos sus novios, que debieron ser muchos para que pudieran llenar un tazón.

—¡Lo que se prueba jamás se olvida, mija!— me decía. Entonces, cada vez que yo contaba un fríjol me lo metía a la boca, dejaba que se perdiera un ratico entre mis cachetes y luego lo devolvía al tazón, por eso la especialidad de Chepa era fríjoles chupados.

Comíamos fríjoles casi todos los días, porque después de aprender a contar hasta cien, la profe Margarita nos puso a contar ¡hasta doscientos! De sólo pensarlo se me enredaba la moña. Pero Che-pa, mi principal aliada del conteo, estaba avisada y a las tres de la tarde, después de El manantial del amor, la novela que Chepa no se perdía por nada, empezábamos con el conteo.

A mí, Marianita la más Bonita, no me asustan los desafíos, ni los de matemáticas ni los de mis amigos. Larry es mi mejor amigo, aunque no ha-blábamos mucho, por tanto conteo y porque él no estaba contento conmigo desde el accidente con su ojo. Le dije que me perdonara, pero Larry no me entendía, yo quería que él volviera a tener su ojo,

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pero mi mamá lo guardó y nunca tenía tiempo para cosérselo; yo lo habría intentado, pero no sé hacer una cirugía de peluche de semejante tamaño.

Por eso, desde hace días, Larry no me hablaba. Me la pasaba intentando que me pusiera atención, pero él se quedaba tieso, mirando lejos con el ojo que le quedaba, con su cara gordita, su panza llena de esponjas y su lazo rojo en el cuello, haciéndose el muy digno. A ese paso, mi única amiga iba a ser Samanta Súper Estrella; qué pereza, ella sólo habla de moda, vestidos bonitos y carros rosados.

Samanta tiene una melena tan larga que le llega a la cintura y unos ojos azules que alumbran de noche. Yo no quiero que mis greñas crezcan tanto, porque si me fastidia la minitrenza que Chepa me hace, imagínense con una coleta tan grande, no alcanzaría a avanzar tres pasos, cuando Luciano ya me tendría en sus garras.

¡Uh, no!, yo no necesito el pelo tan largo. Saman-ta podrá tener el pelo hasta la cintura, piernas largas y hasta jacuzzi, pero yo tengo mis colitas de Piolín y mis cachetes grandototes, que cada vez que alguien los ve no hace sino estrujarlos y decirme: “¿Quién es la niña más bonita? Dime, pechocha, dime, quién”. Obvio, soy yo. Entonces se me ocurrió una idea: iba a cobrar por cada vez que me los amasaran, y así tendría para pagarle la cirugía a Larry.

Ah, ¿no les he contado? Mi casa estaba rodea-da de culebras. Sí, culebras, como la que sale en

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el video Historias de la Biblia que me compró mi mamá. Había muchas culebras y todos los días eran más, como cuando Chepa hace crispetas: no hay nada y de pronto aparece un pocotón en la olla. La casa estaba llena de culebras y eso me asustaba porque creo que yo no les caía bien. Menos mal no me tropecé con ninguna; pero siempre estaba aler-ta, en cualquier momento podrían aparecer: ¡en el sofá!, ¡en el mesón de la sala!, ¡en la alacena!

Desde que supe que las culebras vivían en mi casa, empecé a rezar todas las noches, para que papito Dios oyera mis súplicas y no dejara que las culebras me cogieran desprevenida. ¿Han visto alguna vez una culebra? Yo no, pero en la clase de Biología aprendí que son venenosas; que muerden con unos colmillos que parecen abrelatas; y que lamen la piel con su lengua que parece una brochita partida por la mitad, y si pasa eso, te duermes y te vas al cielo.

Yo no me iba a dejar de las culebras. Usaba do-ble par de medias (me hubiera gustado que fuera triple, pero sería un abuso con Chepa) para que, si las culebras se enredaban en mis pies, no pudieran morderme. Puse trampas por toda la casa, no había una esquina de mi fortaleza que no estuviera arma-da. ¡Esas culebras feas no tenían escapatoria!

Todas las noches rociaba alrededor de mi cama desinfectante limpiapisos marca ¡Brilla Ya!, que es lo más parecido al veneno que pude encontrar en

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las gavetas de la cocina, para que las culebras no me atacaran cuando estuviera dormida.

Las oía arrastrarse, se movían debajo de las cor-tinas, dentro de los armarios. No me gustaba. “O ellas se van o yo me voy”, pensaba. Esta casa se volvió más pequeñita desde que llegaron y todavía estoy segura de que no hay campo para las dos.

No me van a creer, pero no pude atrapar nin-guna culebra, no funcionaron ni las figuritas con forma de ratón que puse en las trampas, ni las carnadas de minisalchichas que dejé arriba de los armarios. Ninguna cayó, ¡ninguna!

Yo seguía oyendo a mi papá hablar de ellas todo el tiempo. Cuando se levantaba, cuando me daba el beso de los buenos días, cuando desayunaba, cuando almorzaba sus acostumbradas costillitas de res en salsa bechamel, cuando hablaba por teléfono con mi mamá, cuando leía el periódico, cuando tomaba tinto y sobre todo cuando llegaba a la casa después de trabajar.

Una noche mi papá otra vez cantó victoria: —¡Hoy maté otra culebra, mija!—, le dijo a mi

mamá con la cara llena de alegría.¿Cómo hacía para matarlas sin trampas, sin bus-

carlas, sin cazarlas, sin ¡Brilla Ya!? ¿Cómo las en-contraba sin figuritas con cara de ratón y desde su oficina? Busqué por toda la casa alguna cámara de vigilancia como las que hay en mi colegio para que

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me ayudara a entender el embrollo en el que me tenía mi papá, pero no encontré nada.

Como había tantas culebras, Larry y Samanta Súper Estrella estaban muy asustados. Yo no, por-que soy Marianita, la más bonita y la más valiente de este cuarto, así que les voy a contar lo que hice para quitarle el miedo a mis amigos.

Yo estaba con Chepa en el parque, y ella me retó, como siempre:

—¡A ver, Marianita, a que no sabes lo que dice en ese letrero.

—Sí sé. Dice Tooo-rre dos.—Muy bien, no es tan bobita la cachaquita. —Ay, Chepa, tú siempre me pones a leer todo

porque tú no sabes.—¡Niña, yo sí sé!—¿Ah, sí? ¿Entonces qué dice ahí, en esas letras

chiquitas?—Es una carta para los papás, cosas aburridas.—Chepa no sabe leer, no sabe, no sabe— le dije

para provocarla. Y para demostrarme que sí sabía, Chepa me leyó toda la carta.

Era perfecta para calmar a Larry y sobre todo a Samanta Súper Estrella, que era la que más miedo le tenía a las culebras. Bueno, ni tan perfecta, tuve que hacerle unos cambios.

No les voy a contar cómo hice para conseguir la carta, es un secreto entre Chepa y yo, lo que

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importa es que les dejé este mensaje pegado en la puerta de mi cuarto. Decía así:

Señor (es) y señoritaCopropietarios Conj. Res. Las Palmas Larry y

Samanta Súper EstrellaEstimados señores:Por medio de la presente, le informamoso que dada

la inminente ola de inseguridad invasión de culebras a la que hemos sido sometidos, la administración su pro-pietaria ha decidido instalar una serie de cámaras de trampas por todo el lugar con el fin de brindarles un mejor y nuevo servicio de vigilancia, todo esto para comodidad y bienestar suyo y de su familia.

Notifíquese, publíquese y cúmplase. Atte,Admón Marianita, la más bonita

Jejeje, al final, le puse mi toque personal.

En la noche le pedí perdón a Diosito y especial-mente a Admón por coger algo que no era mío, pero era cuestión de vida o muerte.

Parece que sí me escuchó, porque al otro día mi papá acabó con todas las culebras. No se quitaba la sonrisa de la cara y decía que no cabía en el cuerpo, por lo chiquito, debe ser; pero ese es su cuerpo y no hay más, pequeñito y todo, es el único que hay.

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Llegó tan temprano que Chepa, se asustó: —¡Miércoles!, si las costillas no están listas, ape-

nas estoy dándoles en la olla de presión.Ummm, costillas, ¡riquísimas! Pero lo más rico

de todo es que mi papá mató todas las culebras, no quedó ninguna.

—¡¿Ninguna, mijo?!— le preguntó mi mamá, que no creía mucho en los poderes mataculebras combativos de mi papá.

—¡Ninguna!Luego me cargó, me estampó un beso que me

revolvió el amor y me dio vueltas por toda la sala. Al parecer a mi papito le había llegado un amigo desde el cielo, me dijo que se llamaba Contrato y que se lo mandó el mismísimo Dios. Claro, con la ayuda de Contrato, pudo poner más trampillas, trampas, ratoneras, cartón, ¡Brilla Ya! y todo lo de-más, para derrotar a las culebras.

Uh, qué descanso. Aunque durara poquito, por-que al día siguiente me di cuenta de lo caprichosa que podía ser la vida. Ya no eran las culebras sino Admón la que le daba dolores de cabeza a mi papá. Imagínense que le pidió, como dice él, “un jurgo” de plata por poner unas cámaras de video por todo el conjunto. Mi papi gritó, pataleó y salió con los otros papás a pelear con ella.

—Qué más da, ya están puestas— gritó Admón. Qué pena, ni Samanta me hace esas pataletas.

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¿Cómo ven mi vida?, recién cumplidos los cinco años, y ya iba en un triciclo sin frenos. A mi corta edad había tenido que hacer muchísimos conteos salivados; convencer a mi mamá para que me de-volviera el ojo de Larry; tratar de entender por qué Samanta Súper Estrella es así; quitarme la pena con Admón; vigilar que no volvieran las culebras; y, sobre todo, estar triste por mi negocio de amasar cachetes, que todavía no tenía su primer cliente. Una pena en verdad, una pena.

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La Matrona

Estaba muy contenta por haberle ganado la ba-talla a las culebras. Fueron semanas difíciles,

de mucho “tira y jala”, como dice mi mami, pero valió la pena, porque desde que no hay culebras vivimos en paz, bueno ni tan en paz que digamos, porque desde que volvimos de la Costa en la casa no se hablaba de otra cosa que no fuera mi bautizo, sí mi bautizo, así como lo oyen, lo que debía ser cosa de unas horitas, se convirtió en el pan nuestro de cada día, como decimos en el colegio cuando nos ponen a rezar.

Y cómo olvidarlo, si cada vez que me sentaba me dolía la colita por cuenta de los pinchazos que me hizo doña Alicia, una costurera toda chévere que vive aquí en el barrio y que está más ciega que Larry. Los dos están como un libro que le gusta a mi papá: Ensayando con ceguera, o algo así.

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Con la señora Alicia me volví famosa y sinver-güenza, de tantas veces que me tocó medirme el vestido blanco de encajes rosados delante de todo el mundo. Tuve que mostrarle mis cucos de repo-llito a todo el que estuviera por allá cada vez que me cambiaba para probarme el vestido.

Pero bueno, como se que deben estar más perdi-dos que la mamá del Chavo, les voy a contar como empezó todo este lío de mi bautizo. Todo comen-zó en las vacaciones de Semana Santa. Como mi mami trabaja en un colegio estaba en vacaciones, igual que yo, y mi papá, como no tiene quien lo mande, también se dio vacaciones, entonces mis papás agarraron el carro que teníamos antes y arrancamos pa’ un pueblito cerca de Santa Marta. Hicimos el viaje más largo de mi vida para visitar a la abuelita, o sea la mamá de mi mamá.

Después de dos días de viaje, de sólo ver puras lomas, carretera, árboles y pasto llegamos a la Cos-ta, y por primera vez en mi vida vi a mi mamá y a mi papá en pantaloneta en la calle. Y es que nos fuimos preparados: me acuerdo que mi mami me-tió en mi maleta bronceador, gafas de sol, vestido de baño, sandalias y mis herramientas: mi pala y mi baldecito, todas las cosas que no puedo usar en Bogotá, sino donde vive mi abuelita.

Mi abuelita se llamaba Graciela, y digo que “se llamaba”, porque desde que se murió mi abueli-to, le cambiaron el nombre a Matrona. En su casa

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todo el mundo se la pasa diciéndole: “diga Ma-trona”, “cómo no, Matrona”, “ya parieron las va-cas, Matrona”, “ya se recogió el plátano, Matrona” “¿Nos deja ver el partido, Matrona?”. Matrona, para aquí, Matrona para allá.

Entonces, mi abuelita se llama Matrona y la casa en la que nos quedamos se llama Hacienda Laura Isabel. Qué raro que una casa tenga nombre, pero me gusta; mi casa se llama como un número, el 201. Laura Isabel es un nombre que le pondría a una nueva amiga de Larry o de Samanta Súper Estrella, no a una casa.

Laura Isabel tiene una terraza grandota, más grande que los campos de béisbol de mi colegio, y una reja negra con varillas como las de las banderas de Colombia y Bogotá. También hay unos árboles tan grandes, que me toca levantar la cabeza para ver de dónde le salen esos mangos tan ricos que siempre me da mi abuelita.

En la entrada se veían un par de mecedoras. Me encantan esas sillas, son como columpios pegados al suelo, así que no tengo que escuchar a mi mamá diciendo “Mariana, ¡cuidado que te me vas a caer!”.

Nos recibió un señor morenito más sinvergüen-za que yo, porque venía sin camiseta, con unos shorts de overol todos rotos y comiéndose un mango grandotote que me hizo agua la boca.

—¿A la ode’, doña?— le dijo a mi mamá, y si-guió chupando el mango.

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—Gracias, venimos a ver a la señora Graciela. No sé cómo me acuerdo de eso, si me la pasé

mirando esa pepa ‘e mango. Se veía tan rica que mi boquita estaba hecha un charco. Hasta se me ocu-rrió un plan perfecto para que ese mango llegara a mis manos, pero no, debía mantener compostura, como dice mi papá, y aunque no entiendo bien qué es eso, me imagino que tiene que ver con no robar mangos ni hacer berrinches.

—¿A quién?— preguntó el morenito con cara de confundido—. Aquí, que yo sepa, no vive nin-guna Graciela.

Mi mamá le dijo que ella era Estela, la hija de Graciela, la dueña de la casa con nombre de gente. Fue tanta la insistencia de mi mami, que el more-nito sacó un radio que tenía envuelto en una toalla y llamó a la casa principal. Sólo pude escuchar el grito que pegó mi abuela:

—¡Niñoooo, esa es mi hija!—¡Ay!, Matrona, como la doña me mentó a la

señora Graciela, y yo no sabía que usted se llamaba así. Yo pensé que usted se llamaba Laura Isabel.

—Ahí estas pintao tú, negro. Déjalos pasar, ¡ca-ramba! que ellos vienen de la nevera y deben venir derretidos.

Ahí aprendí que yo vivía en una nevera, y mi abuelita no se equivocaba porque en mi casa a ve-ces siento que se me congela hasta el alma.

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El morenito se terminó de chupar la pepa e’ mango, se limpió las manos con la misma toalla de la que había sacado el radio y abrió la reja grando-ta. Claro, él no le dijo “grandota”, dijo lo mismo, pero en costeñol:

—Esta cipote e’ reja es que pesa.Entonces aprendí otra palabra, que usé cuando

la profe Margarita preguntó quién hacía la cartele-ra del día del idioma, que mínimo debía medir dos metros, y yo contesté:

—Cipote e’ cartelera, profesora.Nadie aguantó la risa y hasta la profe me sacu-

dió el cabello y me dijo:—Ay, tan bella mi costeñita. Pero de verdad, era cipote e´ cartelera y yo no la

iba a hacer.El morenito nos llevó hasta la casa. En la puerta

estaba mi abuelita con los brazos abiertos, sé que era ella porque mi mamá me dijo:

—Corre a abrazar a la abuelita.Yo corrí, aunque no sabía si era ella, pero ¡ajá!,

como dicen los costeños, me lo dijo mi mamá, y hay que hacerle caso.

—Niña, estás bien grande, gordita y bonita. Tienes los cachetes como un ramito e’ rosas.

Yo ya sabía todas esas cosas, pero nunca me canso de oírlas, después de todo soy una mujercita. Mi abuelita me cargó, me abrazó, me recogió sobre su pecho y me dio vueltas en el aire. Mi mamá

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también la abrazó y mi papá no pudo, pobrecito, estaba tan cargado que no se sabía dónde se acababan las maletas y comenzaba mi papá.

—Pasen —nos dijo mi abuelita— no se queden ahí fuera. Entren pa’ que cojan abanico.

Yo pensé que había que recoger los abanicos de algún lado, pero lo que mi abuelita quería era que nos sentáramos frente al ventilador y nos refres-cáramos. ¡Más palabras en costeñol!: ventilador es abanico y cogerlos es refrescarnos.

Mi abuelita tiene el cabello como una mota de lana blanca y le encanta usar chanclas. No llevaba ni cinco minutos a su lado y ya estaba encariñada con ella. Todo me gustaba, bueno, no todo, por eso le pregunté:

—Oye abuelita, ¿y tú por qué siendo tan boni-ta, vives en esta casa tan feíta?

—¡Mariana! —me regañó mi mamá, ¡hasta me abrió los ojos! En cambio mi abuelita soltó la car-cajada.

—Sí, mamita, ¿por qué no le ayudamos a la abuelita a conseguir una casa de cemento con no-sotros en Bogotá?

—Ja ja ja —se reía mi abuelita—. Mija linda, yo pa’ la nevera no cojo ni porque me regalen el pala-cio del Presidente. Déjame aquí, que aquí estamos sabroso yo y mi poco e’ gente.

Bueno, yo lo intenté, pero después mi mami me contó que era al contrario, que era mi abuelita la

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que nos ayudaba a pagar nuestra casa. ¡Tan bonita mi abuelita!, ella pagándonos una casa de cemento como la del cuento de Los tres cerditos, y ella sigue viviendo en una de ramas. Eso no aguanta ni un soplido del lobo, no lo aguanta. Pero bueno, así ella está sabrosa y no le quita lo hermosa.

Mi mamá, mi papi y yo nos hicimos en una pol-trona bien acolchonadita en la mitad de la sala, el morenito se fue por otro abanico, porque el que estaba en la sala no alcanzaba “pa’ refrescar tanto cachaco junto”, como dijo mi abuela.

—Ajá, Estelita, ¿y qué tal el trabajo?, mija.—Bien, corriendo de un lado al otro.Quedé más confundida que antes. Si mi mami

trabajaba con un señor de un colegio, que le pedía notas a la media noche todo el tiempo, entonces ¿por qué se la pasaba corriendo?, si en los colegios no se puede correr, y menos en los pasillos. Me lo dijo la profe Margarita: “Vea, Mariana, en los pasillos no se puede correr. Lo dice ese letrero: Pro-hi-bi-do correr”.

Cuando le tocó el turno a mi papá, pensé que iba a sacar pecho sobre trabajo de súper héroe, el trabajo más valiente del mundo: matar culebras, pero no dijo nada de eso, comenzó a hablar de no sé qué centro comercial que iba a construir, de Contrato y de una tal Licitación perdida o algo así y un pocotón de cosas que no son ni la mitad de divertidas que acabar con las culebras.

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Cuando llegó mi turno de hablar, ya tenía mi discurso preparado, le iba a contar a mi abuelita sobre mis amigos, Larry y Samanta Súper Estrella, y sobre Chepa y sus costillitas en salsa bechamel, pero no tuve tiempo de empezar a hablar cuando mi abuelita me preguntó:

—¿Ajá, mi vida, ¿y ya hiciste la primera comu-nión?

—¿Qué cosa? ¿Primera qué?—Ay, niña, pero cómo así que no sabes qué es la

primera comunión. Estela, ¿por qué Marianita no ha hecho la primera comunión todavía?

Mi mamá se puso blanca y miró a mi papá de reojo, se mordió los labios y le salió una risita, se quedó muda y después de tomar impulso contestó:

—¡Ay, mamá!, Mariana sólo tiene cinco años y, además, todavía no la hemos bautizado.

—¡¿Qué, qué?! A mí me va a dar algo. ¿Cómo así que una nieta mía ni siquiera está bautizada?

No les miento, parecía como si el mundo se hu-biera quedado quieto: los ventiladores se frenaron; al morenito se le cayó el abanico, la pobre señora que traía una bandeja llenita de limonadas frías terminó en el piso y, lo peor de todo, ¡mi abuelita se desmayó de la pura impresión! y otros dos mo-renitos llegaron a echarle aire con las tapas de las ollas. Mejor dicho, fue un caos peor que el de las culebras.

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Mi mamá corrió hasta donde mi abuela. Pidió que le trajeran algo para que mi abuelita lo oliera, no había nada cerca, entonces mi mamá cogió un frasco de perfume de mi papi y se lo puso a oler a mi abuelita.

—Si esto no huele bien, por lo menos que sirva para hacer reaccionar a mi mamá —dijo mientras le ponía el frasquito en la nariz.

Poco a poco, mi abuelita se recuperó del sopon-cio. Los morenitos ayudaron a recoger el ventilador, la bandeja los vasos rotos y hasta a Juana, la señora que todavía estaba en el suelo, para que se aliviara del totazo. Desde ese día, empezó uno de los pesares más complicados de la humanidad: mi bautizo.

Mi abuela mandó a uno de los morenitos hasta Aracataca, el pueblo, a buscar al Padre Remberto. Que lo buscara por todos lados. Que cogiera la moto. Que si el padre Remberto ponía problema, pues que se fuera olvidando de los arreglos de iglesia. Que si era necesario se fuera hasta la mismísima Santa Marta, pero que no se le ocurriera devolverse sin un cura. Y el morenito salió soplao’, como dice mi abuelita.

—¡Ninguna nieta mía va a pasar una Semana Santa más sin haber recibido el bendito sacramen-to del bautismo y la comunión!

Les juro que me emocioné de oír así a mi abue-lita. Cuando yo sea viejita quiero ser como ella: enérgica, mandona, toda una matrona.

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—Mamá, cálmate. Tú siempre exagerando las cosas. La niña no se puede bautizar porque los pa-drinos están en Bogotá y tengo pensado hacerlo en junio, que me dan vacaciones.

Mi abuela no aceptó la idea, le dijo que si el problema eran los padrinos, ella los mandaba a buscar a Bogotá; y que si ellos no querían venir, pues Juana y Pachito, el del abanico, me servirían de padrinos.

—¡Nos vamos ya mismo a la plaza a comprarle a la niña el vestido del bautizo!

Eso sí que me alegró, porque no hay cosa que me guste más que estrenar ropa, ni siquiera las costillas en salsa bechamel. En cambio, mi mamá abrió los ojos, como diciendo “¿acaso te volviste loca?”, mi papá veía desde la poltrona la discusión de las señoras, luego me dijo que fuéramos a coger aire, mientras mi mamá y mi abuela se desahoga-ban del bautizo.

Cuando salimos, mi papi me contó que mi abuelo era un hombre flaquito, de bigote y cabello negro, que era de Bogotá y muy buena persona, igualito a mi mamá. Me contó que mi abuelo un día se aburrió de aguantar frío y de andar todo el día enchaquetado, entonces se fue a vivir a Araca-taca.

Mi papá me dijo que en ese pueblo nació un señor que también perdió el nombre, como mi abuelita, porque antes se llamaba Gabriel y aho-

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ra todos le dicen Nobel, Nobel para aquí, Nobel para allá. Es muy feo perder el nombre, yo por eso siempre seré Marianita la más bonita.

Mientras me contaba eso, llegamos a la entrada de la finca.

—¿Qué dice aquí, Marianita?—Laaau-ra I-sa-bbbel. Es el nombre de la casa,

papi. Oye, ¿por qué se llama así?—Laura Isabel era tu bisabuela, la mamá de tu

abuelita Graciela. ¿Quieres que te cuente más co-sas de esta finca?

—Sí, dale, ¡cuéntame!—Tu abuelita siempre vivió en este pueblito,

que tiene nombre de santo.—¿Cómo se llama?—Sampués. Cuando tu abuelito llegó de Bo-

gotá, lo primero que hizo fue buscar dónde vivir y consiguió esta finca: llena de palmas, flores y frutas colgando de los árboles. Le pareció tan bonita que le dieron ganas de quedarse a vivir para siempre. Aquí era donde vivía tu abuelita con su familia hasta que doña Laura Isabel decidió vendérsela a la primera persona que se apareciera.

—¿O sea mi abuelito?—Exacto. Pero cuando se mudaron, tu abuelita

se quedó encerrada en una de las habitaciones de la casa principal.

—¿Se quedo encerrada? ¿Y por qué no llamo a mi bisabuela Laura al celular?

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Ja ja ja, mi vida linda, en esa época no había ce-lulares, si acaso, telégrafos, pero esa es otra historia.

—¿Y entonces cómo hizo mi abuelita para salir de ahí? Yo me hubiera muerto del susto.

—Bueno, pues sucedió que tu abuelo, que ape-nas llevaba un par de días viviendo aquí, oyó que hacían mucho ruido en una de las puertas, así que decidió ir a investigar y ¡oh, sorpresa!

—¿Qué pasó, papi? ¡Dime!—¿Tú qué crees?—Pues que mi abuelita lo vio, y le regaló una

tanda de puños: ¡ping! ¡pang! ¡ping! pang!—Sí, pobre. Pero entiéndela, ella no lo conocía.

De todas formas tú abuelito la calmó, y le expli-có quién era él y qué hacía en la casa. Después comenzaron a hablar, ella toda costeña y él más cachaco que el ajiaco. Tu abuelo le dijo que se que-dara en la casa a esperar que su familia volviera por ella. Él le regalaba mangos y ella le hacía jugo de mango, se hicieron novios, y cuando tus bisabue-los se devolvieron por doña Graciela, ella ya tenía en su barriguita a tu mami y estaba enamoradísima de tu abuelo.

—¡Ah!, ¡qué romántico!Mis abuelitos vivieron en esta casa desde esos

días, mi abuelita Graciela lo acompañó hasta el final de sus días en la Tierra, porque ahora mi abuelito consiguió finca en el cielo.

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Yo le pregunté a mi papito que si mi mamá y mi abuelita se habían peleado por mi culpa, y él sólo supo decir:

—Tranquila, mi amor, ellas no están peleando por ti sino por tu bautizo, discuten por algo que ni siquiera se creó para eso —y me sobó la cabeza.

—¿Para qué fue creado entonces?, papi.Él me contestó que el bautizo era para acercarnos

a Papito Dios, para mostrarle nuestro amor al Di-vino Niño, para agradecer a Jesusito por todos los días de vida; y no para pelear. La tarde nos cogió a mi papi y a mí recordando tiempos mejores, recos-tados en la cerca de madera. Entramos a la casa y qué sorpresa nos llevamos: mi mamá, con agenda y teléfono en mano, estaba llamando a media Bogotá.

—Mi mamá le va a celebrar el bautizo a la nena en El Rodadero, ¡imagínate! —le dijo a mi papá, tapando la bocina del teléfono.

—Sí, me lo imagino.

Esperamos que haya disfrutado esta muestra de El mundo de Mariana del escritor colombiano C.J. Torres. Lo invitamos a que comparta y

difunda esta muestra, logrando así que la lectura sea una forma de entretenimiento masivo.

Igualmente, si quiere conocer la obra completa haga click aquí.