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LA EDUCACIÓN ESTÉTICA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ÉPICA: HOMERO, J.R.R. TOLKIEN Y C.S. LEWIS Introducción general Desde el punto de vista de la creatividad artística, vivimos años de vacas flacas para el cine comercial estadounidense. Si miramos los sucesos de un modo superficial, la huelga de guionistas que paralizó Hollywood en 2007 podría dejar en segundo plano un problema mucho más patente, grave y profundo que el del mal reparto de beneficios económicos —lógico pago a los esfuerzos honestos que el que trabaja hace para ganarse el pan—, y comprensible demanda por parte del gremio de escritores. Sin embargo, hace ya muchos años que son muchedumbre los guionistas que, trabajando para productoras de cine y televisión en Norteamérica, escriben una y otra vez historias y versiones de historias que revelan una alarmante carestía de ideas, un auténtico aburrimiento estético, que ha llegado a provocar cierto hastío entre un público saturado ante formas expresivas y argumentos agotados. La autocomplacencia se ha transformado en una señal de identidad de lo que se produce en los grandes estudios. La grandeza de esos mismos estudios —antaño fábricas de sueños, como solía decirse—, se mide ahora en términos económicos, en acciones bursátiles e inversiones, y en grupos empresariales mastodónticos que sólo anhelan una cuenta de beneficios más holgada al finalizar cada ejercicio, mientras aspiran a controlar el proceso completo que conlleva la creación de una película, desde la génesis de la idea hasta la distribución y exhibición de las cintas en impersonales centros comerciales, las nuevas catedrales del siglo XXI. El arte ha devenido, final y tristemente, industria.

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CINE Y NUEVA MIRADA La Educación Estética a traves de la Literatura Epica: Homero, J.R.R.Tolkien y C.S.Lewis

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LA EDUCACIÓN ESTÉTICA A TRAVÉS DE LA LITERATURA ÉPICA:

HOMERO, J.R.R. TOLKIEN Y C.S. LEWIS

Introducción general

Desde el punto de vista de la creatividad artística, vivimos años de vacas flacas para el cine comercial estadounidense. Si miramos los sucesos de un modo superficial, la huelga de guionistas que paralizó Hollywood en 2007 podría dejar en segundo plano un problema mucho más patente, grave y profundo que el del mal reparto de beneficios económicos —lógico pago a los esfuerzos honestos que el que trabaja hace para ganarse el pan—, y comprensible demanda por parte del gremio de escritores. Sin embargo, hace ya muchos años que son muchedumbre los guionistas que, trabajando para productoras de cine y televisión en Norteamérica, escriben una y otra vez historias y versiones de historias que revelan una alarmante carestía de ideas, un auténtico aburrimiento estético, que ha llegado a provocar cierto hastío entre un público saturado ante formas expresivas y argumentos agotados.

La autocomplacencia se ha transformado en una señal de identidad de lo que se produce en los grandes estudios. La grandeza de esos mismos estudios —antaño fábricas de sueños, como solía decirse—, se mide ahora en términos económicos, en acciones bursátiles e inversiones, y en grupos empresariales mastodónticos que sólo anhelan una cuenta de beneficios más holgada al finalizar cada ejercicio, mientras aspiran a controlar el proceso completo que conlleva la creación de una película, desde la génesis de la idea hasta la distribución y exhibición de las cintas en impersonales centros comerciales, las nuevas catedrales del siglo XXI. El arte ha devenido, final y tristemente, industria.

Se ha convertido en práctica habitual en las cinco grandes,1

que se dé el visto bueno solamente a historias que, antes, han recibido la bendición de un público cada vez más holgazán y apático desde el punto de vista intelectual, que se sienta a ver cualquier cosa que le procure un rápido, aparentemente indoloro y estimulante escape de lo cotidiano. Las fórmulas se repiten una y otra vez de manera cansina, y el más difícil todavía se ha convertido en requisito indispensable para la consideración de una película dentro del grupo de las canónicas, sea cual sea el género al que pertenezca. Así, tenemos enésimas versiones de cintas de terror que tratan

1 Las cinco grandes productoras son Paramount, Universal, Metro, 20th Century Fox y Warner. Disney hace tiempo que pasó a ser una productora de segunda fila, salvada gracias al talento de los creativos de Pixar.

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exactamente sobre lo mismo, infinitesimales versiones de relatos de éxito pero, sobre todo, de rédito.2

Lo mismo sucede con las películas salidas del universo del cómic, o con lumbreras como los hermanos Wachowski o Quentin Tarantino, considerados genios en un panorama crecientemente paupérrimo en términos artísticos. Se comprueba la verdad, una vez más, del refrán viejo y sabio: «en el país de los ciegos el tuerto es rey». La tomadura de pelo se ha convertido en fábrica de dólares —y de pesadillas—, mientras toda una generación se está perdiendo un modo de ver cine verdaderamente bueno, Arte Cinematográfico con mayúsculas, por culpa de formas de concebir el séptimo arte como mero entertainment, en el sentido alienante y escapista del término. Lo irremisible del problema, en términos estéticos, humanos, es que se trata de formas pretendidamente artísticas que no son inocuas, porque desfiguran la manera de mirar el mundo, la realidad y todo lo relacionado con el espíritu en sentido amplio. El raquitismo estético acaba por deformar la mirada a fuerza de distorsionar la realidad; y viceversa.

En medio de este panorama gris oscuro, que me resultaría fácil retratar de manera más descarnada sin faltar por ello en absoluto a la verdad, Hollywood ha sido salvado por relatos como los de John Ronald Tolkien o Clive Staples Lewis. La carestía de ideas a la que me refería ha recibido una lluvia benefactora, en forma de brillantes adaptaciones venidas de la lejana Nueva Zelanda. Tanto Peter Jackson como Andrew Adamson —director de El León, la bruja y el armario— proceden de allí y han rodado en ese lugar magnífico, auténtico escenario natural para el imaginario de estos dos autores. Más allá de esas coincidencias, el poder de la epopeya tolkieniana ha arrastrado el indudable talento de Jackson a una dimensión nueva, desplazando a menudo las consideraciones meramente comerciales y las exigencias del espectáculo visual —auténtico tic del cine de Hollywood desde los años ochenta— a un segundo plano, en beneficio muchas veces del espíritu de la historia, la contemplación y una sensibilidad profunda y matizada, como tendremos ocasión de ver.

La literatura épica y su valor educativo

Así pues, ¿qué cabe hacer en una época iletrada y analfabeta? Leer libros apasionantes. ¿Qué hacer en una era saturada de imágenes? Enseñar a mirar, enseñar a ver cine, el arte de nuestra época. La tentación en que podemos caer, a mi juicio, es pensar que la sensibilidad se educa sola. Hace ya demasiados años que nuestro 2 Los efectos especiales son la nueva panacea que convierte una película mediocre o mala, en éxito de taquilla. Hoy en día, ningún productor —y prácticamente ningún director— arriesga un solo dólar en experimentos más audaces desde una perspectiva estética, en el fondo y en la forma, que den lugar a auténticas obras de arte, perennes o duraderas. Un ejemplo de esta triste rendición es Ridley Scott.

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sistema educativo se centra prácticamente de modo exclusivo en la memoria, dejando de lado el razonamiento crítico, la formación de los sentimientos, de la sensibilidad y de la afectividad: justamente las potencias que el arte es capaz de modelar en el ser humano. En La herida luminosa, José Luis Garci puso en boca de uno de sus personajes aquellas hermosas palabras, «saber mirar es saber amar»; de manera que una de las tareas de mayor urgencia que se nos presenta como formadores, como educadores en sentido etimológico, es la de enseñar a nuestros alumnos a mirar el mundo con ojos nuevos: con la mirada inocente que aún es capaz de asombrarse y quedar encantada por el mundo. En esta renovación de la mirada se apoya, en definitiva, la recuperación de la capacidad para descubrir la belleza de la Creación y la hermosura del mensaje de Salvación, Cristo.3

“Traducir” procede del verbo latino traducere que, a su vez, guarda un misterioso y revelador parentesco con tradere, “entregar”. El que traduce puede ser, por tanto, tradens, un agente activo en la transmisión del mensaje, dando origen a la traditio, la “tradición”; o puede devenir traditor, un traidor al significado de las palabras. Traditio, “legado”, ha conservado junto a la carga semántica temible, otra más benévola y atractiva. Quiero detenerme en ella por unos instantes. Quien escribe literatura para niños y adolescentes se mueve en unas coordenadas que condicionan su trabajo, pero que también lo potencian. Cuenta con una tradición, normalmente cargada de sabiduría, que le sitúa un escalón por encima del lector joven. Debe poseer cierta sapiencia atávica, y tiene que conocer, ante todo, los resortes que mueven el alma del niño, su animus: porque su oficio consiste, principalmente, en animar a la lectura. Y por encima de todo esto, el escritor debe respetar la libertad del lector. La literatura infantil y juvenil es una oferta y, si se convierte en imposición, fracasa precisamente por su carácter obligatorio.

Niño y joven se muestran inexorables en una cosa: que se les menosprecie intelectualmente endulzando los finales y haciéndolos no ya felices, sino incoherentes o inverosímiles. En esto no hay treguas ni amnistías. Vivir es aprender, y cada paseo por los bosques narrativos —en expresión de Umberto Eco— debe constituir un avance hacia la verdad, hacia el conocimiento, la ponderación y valoración del mundo. Siguiendo el mito platónico, podemos decir que conocemos como a través de un espejo deformado. Vemos sombras, imágenes borrosas proyectadas contra el fondo de la caverna. Pero se puede afirmar —siguiendo con la analogía— que está en la mano del autor elaborar su historia con cierta suerte de

3 En la Carta a los artistas, n. 16, Juan Pablo II citaba a Dostoievski en El idiota: «la belleza salvará al mundo». Tanto aquel Papa como Benedicto XVI han insistido en que nuestro siglo será el del redescubrimiento de la belleza de Dios; o no será en absoluto. La catequesis debería pivotar alrededor de esta idea nuclear: ayudar a mirar la fe con ojos nuevos, frescura de corazón y amplitud de miras, sin mojigaterías.

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magia, de manera que el encantamiento del lenguaje ejerza su poderoso y duradero hechizo sobre el lector. Decir cosas verdaderas de forma hermosa; he aquí el desafío. Me atrevería a asegurar que en el territorio de la literatura infantil y juvenil el problema no radica en el recipiente, sino en el contenido. Podemos derribar los muros de la fortaleza si acertamos a dar con el encantamiento adecuado.

Contar verdades y vestirlas con un ropaje hermoso implica y exige respetar la unidad entre fondo y forma. Coherencia y verosimilitud. Un paso más en el reto. A menudo tratamos al niño, al joven, con el distanciamiento y el desdén propios de quienes creen vérselas con ignorantes. Lo son, por cierto y en muchas ocasiones, en cuanto a la cantidad y calidad de sus experiencias vitales. Ahora bien, ¿qué hacer en el momento actual? Para millones de niños y adolescentes la vida diaria trae consigo suficientes sinsabores y lecciones duras de encajar. ¿Qué hacer entonces? ¿Ofrecer escapismo? ¿Una huida hacia adelante? ¿No se trataría, en realidad, de un paso atrás?

Contamos con elementos a nuestro favor a la hora de planificar el ataque. Desde un punto de vista epistemológico, el niño y el joven albergan, por el hecho de ser humanos, una profunda aspiración a la verdad.4 Esa verdad que buscamos puede ser literaria, racional y también espiritual. Lo que estos lectores no pasan por alto son las historias donde triunfan la mentira, la injusticia o la falta de lógica interna. Si es cierto que leemos para saber que no estamos solos, el niño y el joven actuales pueden sentirse, de modo paradójico en medio de un mundo interconectado por la omnipresente red global, absolutamente solos y aislados. Como remedio para evitar esa soledad propongo, en primer lugar, la revitalización del concepto de tradición. Durante siglos, generaciones de personas han aprendido el arte de la vida de boca de los sabios. Y los sabios solían ser los ancianos o, al menos, las personas mayores, pues la edad suele traer cierta ponderación por vía de experiencia.

En cambio, la experiencia vital del niño aparece mediatizada por sustitutivos de la verdad, creados de forma artificial: la televisión, los juegos de ordenador y consola, la realidad virtual —una auténtica contradictio in terminis—. Estas manifestaciones de una pretendida modernidad desvirtúan la capacidad natural del intelecto infantil y su innata tendencia al saber, a la veritas. Ante situaciones cuya solución excede sus capacidades, corremos el riesgo de estar preparando a nuestros jóvenes para acometer la gran evasión: la búsqueda de mundos alternativos, fáciles, sin riesgos, donde —cuando las cosas se ponen feas— todo se puede arreglar apretando la tecla de next player.4 «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad», JUAN PABLO II, carta encíclica Fides et Ratio (1998), n. 1.

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Si algo caracteriza al lector infantil y juvenil es su capacidad de asombro, la predisposición a la maravilla, a quedar deslumbrado por lo que le rodea:

«En nada es el niño tan verdaderamente infantil, en nada muestra más cuidadosamente el tipo más sano de sencillez, que en el hecho de que ve todas las cosas, aun las cosas complicadas, con un placer sencillo (…). Al niño el árbol y el farol le son tan naturales y tan artificiales como a cualquiera; o, mejor aun, ninguna de las dos cosas es para él natural; las dos son sobrenaturales, porque ambas son espléndidas e inexplicables para él».5

Pensemos durante un momento en los primeros habitantes de la tierra. Sus ojos maravillados van descubriendo las estrellas, el sucederse del día y la noche; y, con el curso de los astros, el cambio de las estaciones, el paso de los días y de los años. Contemplan el verde de la hierba, los tonos malvas del atardecer; y el salto ágil del caballo o el vuelo dominante y regio del águila. Con el tiempo, aprenden a valorar la fidelidad del amigo, el amor y la compasión. Emplean palabras precisas para designar lo que ven y sienten. Nace la poesía. Allá donde van, llevan consigo su lenguaje, con el que nombran y dominan. Los siglos pasan, cargando de significados cada palabra. Los hombres van y vuelven, luchan y creen vencerse unos a otros. El lenguaje sirve también para mentir, para odiar y hasta para traicionar (tradere) al amigo.

Pero, al mismo tiempo, esos hombres entregan a sus hijos el saber de los años, el que han aprendido en la brega y el esfuerzo cotidianos —la traditio—. Al final del día, reunidos junto al fuego o bajo la luz plateada de las estrellas, los niños preguntan. Quieren saber. Y de labios de los mayores escuchan la voz irresistible de la experiencia, la sombra del pasado, en ocasiones teñida de odio, venganza y menosprecios ancestrales. Pero el niño aún no sabe de cálculos y traiciones. Escucha las historias que le son entregadas como un tesoro preciado y precioso.

No he hecho sino delinear un mundo que bien puede ser el nuestro. Los lectores de hoy, como los oyentes de ayer, son público ávido de maravillas. Durante mucho tiempo el niño no es capaz de distinguir entre Dios y su propio padre, ni entre la princesa más hermosa y su madre; o entre el miedo al dragón y el temor ante las tormentas. Todo cuanto le rodea es igualmente cierto y fantástico. El chaval lee para saber, y quiere saber para poder actuar. Pronto le tocará a él pasar al primer plano de su propia vida; ¿qué hacer entonces? Si antes me refería al niño como sujeto epistemológico, es

5 G.K. CHESTERTON, Herejes, en Obras completas, vol. I, Plaza & Janés, Barcelona 1952, p. 392.

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decir, como alguien con capacidad para el aprendizaje y asimilación de la verdad, ¿dónde encontrar esa verdad, sea ésta literaria o de otro tipo?

La creación de mundos ficticios ofrece la ventaja de servir como un espejo del mundo reconocible para el niño por métodos experimentales. Con el reflejo se hace posible el distanciamiento. Y con él, la cualidad única del libro: la posibilidad de ser cerrado, de interrumpir la lectura y, entonces, reflexionar. Aplicando lo que ha leído a la propia vida, el niño va tejiendo el «mapa de su mundo personal», en expresión de Julián Marías. Compara lo que vive con lo que, a través del libro, es capaz de re-vivir. Aprende. Ordena sus ideas y jerarquiza sus criterios morales. Educa sus sentimientos y su capacidad de servir y entregarse a los demás. Experimenta el gozo del premio merecido o la pena ante la incomprensión y el desprecio: «la alegría, lo mismo que la tristeza, son [en el País de Fantasía] afiladas como espadas».6 Su inteligencia emocional desarrolla una capacidad, también innata, para sentir una profunda empatía con los demás.7

Desde muy temprano, los niños comienzan a preguntar. Todo es nuevo, de modo que todo debe tener respuesta, una razón de ser. Quienes le rodean suministran al niño información continuamente: padres y familia, profesores, amigos, medios de comunicación, tebeos, vallas publicitarias, etcétera. Paulatinamente, comienzan los desvaríos, en forma de capricho, o bien como consecuencia del descubrimiento personal, a través de la búsqueda de nuevas emociones. Leer es muy aburrido, suelen decir. Si al menos hubiese dibujos… Y, además, no hay tiempo. El poco que resta hay que distribuirlo entre los deberes de toda índole, de manera que no queda espacio para la reflexión ni para la conversación (del latín conuertere, “volverse hacia los demás”). La tertulia ha sido desterrada de las casas por el mueble que entroniza en nuestras salas de estar a la televisión y el home cinema.

Por todo lo dicho, planteo, entre otras muchas, estas preguntas: ¿qué leen nuestros hijos, nuestros alumnos? ¿Cuánto tiempo dedican a deformar sus inteligencias recibiendo mensajes que no son capaces de interpretar o criticar, a través de la televisión, Internet o el teléfono móvil? ¿Qué tipo de hombres o mujeres queremos que lleguen a ser? Aunque parezca lo contrario, todos estos interrogantes son más sencillos de responder con una adecuada dieta de lecturas. Casi todo está en los libros. Lo que no está ahí, estará en el libro de la vida, y ellos lo aprenderán a través del ejemplo que vean a su alrededor. El desafío que señalaba para los hijos lo es, antes incluso y mucho más profundamente, para 6 J.R.R. TOLKIEN, Sobre los cuentos de hadas, en Árbol y hoja, Minotauro, Barcelona 1994, p. 13.7 Aristóteles habla en la Política (1253a) del hombre como politikón zôion, como un ser para la vida en común.

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nosotros padres o profesores. El enemigo está en casa, pero no podemos convertirnos en un cómplice caballo de Troya. El niño actúa por imitación durante más tiempo del que pensamos. Construye sus modelos de conducta apoyándose en los que tiene más cerca, en su entorno más querido. ¿Dónde han quedado las tertulias familiares? ¿Dónde los juegos al aire libre, «el teatro, la canción y los juegos de corro, en los que el niño es agente y receptor?».8

Se trata, ante todo, de que el niño sea protagonista cuanto antes de su aprendizaje, porque lo que estamos intentando —lo que queremos— es que aprenda a actuar con libertad. Es decir, que sea capaz de tomar decisiones por sí mismo, evaluando las causas y consecuencias de sus acciones y opciones, por cuenta propia y con responsabilidad personal. Aprender a leer es, así, aprender a pensar. Y, como camino a la sabiduría y la excelencia, saber leer es empezar a saber ser libre.

La solución perdida a la que apuntamos no es unívoca. Como en el mito griego, Pandora acertó a cerrar la vasija cuando aún quedaba dentro la esperanza, a pesar de haber liberado todos los males en el mundo. La esperanza nunca se pierde —nunca se debería perder—, y su existencia apunta a una multiplicidad de remedios posibles. Éstos dependen de muchos factores, entre los que destaca el papel secundario que, en este periodo de formación de la persona, tiene todo lo que no pertenece al círculo inmediato de la familia.9

El presente trabajo se justifica desde la óptica del estudioso de la literatura épica y del cine. ¿Qué he visto, a qué me he tenido que enfrentar bajo la reluciente etiqueta de “literatura para chavales”? Debo decir que, con frecuencia, a monstruos y dragones. Pero no precisamente de los buenos. He visto historias de brujos y oscuros monjes, de iniciados y rituales esotéricos, de pesadillas y terror. Añadamos a todo eso un punto de morbo, unas cucharadas gore y tintes sanguinolentos, una medida de pornografía seudo-literaria y sexo dosificados, y tendremos delineados los contornos de bastante de la basura que llena los escaparates de librerías y catálogos editoriales presuntamente para todos los públicos, en ocasiones bajo la etiqueta de lo que se ha dado en llamar ciencia-ficción o fantasía.

Esta realidad, por lo demás alarmante —porque indica que se lee poco y malo, también en lo que respecta a la calidad literaria—, invita a una reflexión más profunda. Quiero hablar del concepto de niño, incluyendo también al adolescente hasta, digamos, los veinte años como núcleo de cuanto he dicho y quiero decir en estas

8 J. CERVERA, Teoría de la literatura infantil, Mensajero, Bilbao 1992, p. 12.9 Este hecho da que pensar en el momento de evaluar, por ejemplo, el papel que desempeñan la televisión, los DVD y los juegos de ordenador en la vida de los niños, especialmente de los varones, y el que podrían jugar bien orientados y administrados en tiempo y contenidos.

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páginas.10 Así pues, llamo en mi defensa al estrado a una voz autorizada —y no precisamente por ser un autor cuyas obras más importantes pudiesen ser consideradas como literatura para niños—, la de John Ronald Reuel Tolkien:

«¿Hay algún nexo esencial entre los niños y los cuentos de hadas? ¿Hay algún comentario que hacer, caso de que algún adulto llegue a leerlos? Caso de que los lea como tales cuentos, no si los estudia como curiosidades (…). [Pensar que lo hay] es un error; en el mejor de los casos un error de sentimiento equivocado y en el que, por lo tanto, muy a menudo incurren quienes, por la razón personal que sea (la puerilidad, por ejemplo) tienden a considerar a los niños como un tipo especial de criatura, casi como una raza aparte, más que como miembros normales, si bien inmaduros, de una determinada familia y de la familia humana en general».11

El mundo adulto y desencantado ha enviado los cuentos, castigados, al cuarto de los niños, al desván de los sentimientos frustrados. Sin embargo, ¿no es verdad que con frecuencia nos hemos sorprendido a nosotros mismos releyendo los libros que colorearon nuestro pasado y dieron relieve a nuestra infancia? Como señala Juan Cervera:

«Más tarde retornará la simpatía por su niñez y por las lecturas que la acompañaron. A menudo esta vuelta no será a su infancia real, ni a sus libros como eran, sino a una recreación idealizada sobre los datos selectivamente embellecidos por el recuerdo».12

¿Tendrán nuestros niños un terreno conquistado para siempre, un lugar al que volver, y donde recordar? No estoy hablando del Peter Pan edulcorado por Walt Disney, que ejemplifica una deformación, porque los niños están hechos para crecer. Voy más allá. Pienso en la paradoja de tildar los cuentos de hadas de cosas de niños, una especie de menú ligero, de fácil digestión que, llegada una determinada edad, debe dejar paso a la literatura seria. Con todo, miremos a nuestro alrededor: colas sin fin aguardando para ver ese cuento de hadas de otra galaxia que fue la primera trilogía de Star Wars. Pero también tendencias nuevas en las grandes productoras. Pixar da una vuelta de tuerca más con cada nueva película, desde Toy Story a Ratatouille. Steven Spielberg y Dreamworks se dieron cuenta hace tiempo, y se inspiraron en un “héroe ecuménico”,

10 Soy consciente de las limitaciones de una abstracción de horquilla tan amplia, aun cuando hoy en día la adolescencia llega a menudo mucho más allá de los veinte años.11 J.R.R. TOLKIEN, op. cit., p. 45s. Las cursivas son de Tolkien.12 J. CERVERA, op. cit., p. 28.

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Moisés, para producir una película que en todo estaba destinada a los adultos.13

¿Existe una tendencia semejante en literatura? Pienso que no.14

Estamos perdiendo terreno frente a los medios audiovisuales, como ya se ha indicado. Hay un vacío porque se sigue menospreciando la capacidad intelectual del receptor. Estamos asistiendo a un empobrecimiento del lenguaje, progresivo y creciente a medida que se devalúa el vehículo básico de comunicación, que es la palabra. Se lee poco, se empobrece el vocabulario, se escribe peor, despreciando la caligrafía y cometiendo atropellos contra una ortografía cambiante pero bien determinada. Hay quien piensa que la solución a este problema —y se trata de una voz solemne— es matar acentos, jotas y haches. Yo, sin embargo, debo decir que no veo qué solución podría aportar una política de tierra quemada.

Considero, eso sí, que la dovela que sostiene este arco es la recuperación de la palabra como entidad sonora y semántica; y, con ella, la poesía, el canto en las aulas y el teatro leído, la adquisición progresiva de una estrecha familiaridad con la música de los sonidos:

«Los contactos del niño con la literatura infantil así concebida son múltiples y variados. La realización de estas actividades a menudo insiste en el ejercicio de destrezas distintas del oír, entender, hablar y leer. El placer de leer va precedido por el placer de oír y de jugar. Cantar, danzar, representar, suponen vivencias específicas y concretas, a menudo colectivas, de la literatura, motivadas por la palabra, pero diferentes de ella. La interdisciplinariedad irrumpe de modo que puede provocar fácilmente el gusto por la poesía y por el teatro, y aboca a una serie de hallazgos e intuiciones».15

La lectura, decíamos, es una actividad gratificante y, para que se desarrolle con éxito hasta alcanzar la madurez, debe ser voluntaria. Con el tiempo se convierte en enfermedad incurable, pero «cualquier orientación para la lectura debe estar marcada por la confianza en el niño y por el deseo de su desarrollo personal

13 El niño, quizá hasta los trece años, se queda en lo deslumbrante del despliegue técnico y visual. Apenas atisba el drama y la riqueza interior de los personajes. Sin embargo, es necesario que pase por esa etapa para poder alcanzar la comprensión profunda y misericordiosa del modo en que el corazón humano entiende y siente el mundo, a sí mismo y a los demás.14 A excepción de los libros de Joanne K. Rowling sobre Harry Potter, y poco más.15 J. CERVERA, op. cit., p. 21. La introducción de este valioso estudio marca las pautas del planteamiento audaz de Juan Cervera en todo lo referente a la participación de los niños en su aprendizaje por medio del uso lúdico de la palabra. La recuperación del lenguaje es medio para la adquisición de destrezas intelectuales y sensitivas hacia la belleza y la literatura y, en especial, para una valoración positiva y activa de la poesía.

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autónomo».16 Hay que confiar en su libertad, que es en definitiva lo que queremos ayudar a hacer madurar.

Ediciones Siruela ha llevado a cabo una tarea muy encomiable de recopilación y edición de cuentos de diferentes tradiciones. Juventud, a través de su colección de grandes biografías, Alfaguara (Michael Ende, Lewis Carroll), Martínez Roca (Lloyd Alexander), Destino (Clive Staples Lewis), Anaya o SM, son otros tantos impulsores de este campo aún por trillar. Existe demanda por el libro como tal. No hacen falta CD’s interactivos —salvada su indudable utilidad—, porque el libro es pura interacción, interpela a la imaginación, a la voluntad, a los sentimientos. Lancemos, pues, la contraofensiva. El lector juvenil es fácilmente vencible en su propio terreno. Llevemos la lucha a las fronteras de la literatura infantil y juvenil, y más allá. Que sean ellos mismos quienes transformen el terreno baldío de su personalidad en ciernes, en su personal jardín de Fantasía.

De Homero a los Inklings: el cuento como vestidura de la sabiduría

De todo lo dicho se desprende el valor sapiencial que han tenido, al menos hasta la irrupción de la televisión en Occidente, los cuentos y las tradiciones folclóricas.17 En la tradición literaria inglesa, el concepto de fairy tale —literalmente, cuento de hadas— goza de una reputación que, como sucede en otras tradiciones, no ha podido escapar a la mirada displicente, peyorativa y burlona con que la modernidad se ha acercado a casi todo lo relacionado con el folclore. Folklore, término inglés que podría ser traducido, lato sensu, como sabiduría popular, ese acerbo de conocimientos enraizados en la experiencia y la tradición inveterada de siglos, es palabra sospechosa en determinados mentideros, y no goza de buena fama entre cierta crítica literaria. Hace casi una centuria que Chesterton se lamentaba de que las canciones y cuentos que narraban las abuelas hubieran sido arrinconados en el desván, como cosas inservibles, inútiles una vez pasada esa necesaria pero molesta edad que llamamos infancia. En Sobre los cuentos de hadas, Tolkien se expresaba de modo análogo. Y ambos, en su constructivo lamento, criticaron la soberbia del entendimiento humano, incapaz tantas veces de atisbar la profunda y atávica sabiduría que se manifiesta, generación tras generación, en las narraciones populares, acrisolada muestra de las cosas que no cambian, de la perenne validez de la verdad.

La Ilustración, recogiendo con indudable ceguera el testigo del empirismo, nos ha dejado esa triste herencia que consiste en mirar 16 Ibídem, p. 23.17 Utilizo folclore —del inglés folklore, «saber del pueblo»— en su sentido literal: el conjunto de tradiciones populares acrisoladas por el paso del tiempo, y que configuran el modo de ser propio de un grupo humano.

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por encima del hombro todo aquello que dejamos atrás —cronológicamente atrás— a medida que nos hacemos viejos. La fatuidad de una razón que fue entronizada como la nueva diosa a la que ofrecer sacrificios —empezando por la víctima más a mano, el sentido común, a menudo la más razonable de las razones—, convirtió en criterio de verdad tan sólo aquello que fuese demostrable por métodos empíricos. Todo lo que caía fuera de esa prueba de limpieza de sangre, por decirlo de algún modo, era automáticamente tildado de superchería, de entelequia sospechosa de mantener a la humanidad lejos del paraíso terrenal al que, de manera incontenible, se llegaría de la mano del progreso y la ciencia. En efecto, cada ideología tiene sus propias inquisiciones, que muestran sus propias y terribles frustraciones.

Este proceso histórico y sus condicionantes filosóficos e ideológicos, que ahora podemos mirar con cierta condescendencia, como quien contempla los juegos bruscos y hasta cierto punto inconscientes de los adolescentes, podrían ser incluso objeto de sarcasmo, si no fuera por el triste legado que la Historia ha tenido que soportar en el pasado siglo. Desde el Titanic a la crisis de los misiles, desde la Gran Guerra a la catástrofe humana en las Torres Gemelas, la constatación trágicamente renovada de una humanidad que confía sólo en el poder de la técnica debería haber dejado cierto poso de sapiencia en nosotros. Pero la razón es orgullosa. Tiende a conseguir sus propios fines de modo autónomo, y no aprende de sus traspiés aun cuando —paradójicamente— el método científico está basado, precisamente, en la corrección de los errores en cada experimento, tomando como referencia el fracaso de la prueba inmediatamente anterior. Así somos.

Tal perspectiva histórica y antropológica no está de más en este apartado sobre la relación entre Homero, Tolkien y Lewis como autores pertenecientes a una misma tradición literaria, y cultivadores del mito, de la epopeya, del cuento. Las hadas, como dejó escrito Tolkien, no son elementos necesarios del decorado. Es más, para él era mejor que no estuvieran en la vecindad si lo que se pretendía era construir un relato verdaderamente atractivo, creíble, humano. Los cuentos, para estos autores, han sido, son y serán medios privilegiados para acceder a la verdad profunda del mundo y del ser humano. Leer tales relatos es medio para crecer en sabiduría. No es el único, pero sí importante. El lugar destacado que ocupan los cuentos en el menú de que disponemos para aprender a vivir en este mundo, se corresponde con la necesidad de preservar la mirada inocente de los años iniciales.

Saber mirar, como decíamos al principio, se traduce habitualmente en saber amar, y lo que los cuentos ayudan a prevenir es la aparición de esa torpe y engreída miopía que impide contemplar la realidad, y asombrarse. Porque el asombro es —debería ser— la actitud adecuada, justa, del hombre ante el mundo.

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Cuando nos acostumbramos al milagro, el milagro desaparece de nuestra vista, del horizonte de la esperanza. Y, así, la vida se convierte en rutina ramplona y aburrida, en mero espejismo. Sólo una mirada renacida, hecha nueva desde la raíz, hace a la persona capaz de acceder a la verdad del mundo; a una verdad que es, en sentido literal, sobrenatural. Naturalmente sobrenatural.

Ésa es la mirada que encontramos en Homero. Lo que hizo el autor de la Ilíada y la Odisea fue recoger la tradición poética oral, los cantos de los rapsodas, que servían de vehículo para la sabiduría de su época y que articulaban la creencia ancestral de su pueblo —su manera particular de mirar y ver el mundo—, para construir una historia; es decir, un relato mítico que diera cuenta de la razón de ser del pueblo que habitaba la Hélade. De ahí la presencia intrínseca de los dioses en el mundo, y de la trabazón indestructible entre la divinidad y los hombres en los poemas épicos homéricos. En ellos la textura misma de la vida es a la vez divina y humana, heroica y mezquina.18

Tolkien recoge el testigo de Homero en lo que se refiere a la revitalización de un género tan antiguo como la epopeya. La épica es una forma literaria tremendamente actual y adecuada a la hora de convertir un relato en algo semejante a la Historia, ya que ésta, la leyenda y el mito están hechos, en última instancia, de la misma sustancia: la verdad.19 La verosimilitud, en manos de Tolkien, se logra a través de la coherencia lingüística, de la capacidad de los idiomas inventados para provocar auténtica credibilidad literaria. El autor lo llamaba «creencia secundaria», para salvar la insuficiente explicación que Coleridge había dado de los relatos como argumentos capaces de provocar «la voluntaria suspensión de la incredulidad». En la Tierra Media el lector es capaz de “creer” mientras está dentro de ese mundo, puesto que se le ofrecen los suficientes engarces con el modo en que la vida humana acontece, como para que se sienta atrapado por el relato y preste su asentimiento intelectual, emocional y afectivo a la narración.

La sabiduría que transmiten las historias de Tolkien es profunda, y sus raíces antropológicas y estéticas son profundamente católicas —más allá de simbologías un poco forzadas—, al ser un reflejo de la belleza, del bien, de la unidad y de la verdad sobre el ser humano. La presencia de una aventura que toma la forma de una búsqueda, de una misión, ayuda al lector a identificarse con la carga patética de la historia. La catarsis se hace, así, progresiva a medida que avanza la peripecia de los héroes —que son personajes ordinarios—, hasta alcanzar un desenlace agridulce, característica 18 Como tendremos ocasión de ver, es éste el primer elemento que ha quedado fuera en la adaptación de la Ilíada a la gran pantalla. Tal carencia convierte el guión de Wolfgang Petersen para Troya en una película difícilmente creíble, por resultar inverosímil desde una perspectiva antropológica.19 Cfr J.R.R. TOLKIEN, Sobre los cuentos de hadas, op. cit., p. 42.

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de una mirada realista sobre el mundo. El mito, en Tolkien, actúa como espejo de la vida; un espejo donde recuperarse, por medio de la evasión lícita que procura el Arte, de los trabajos y las penas de la vida, hasta alcanzar el consuelo que procura este tipo de literatura: el consuelo del final feliz más allá de toda esperanza. Los cuentos de Tolkien son un reflejo del final feliz con que concluye —y renace— la epopeya de Cristo.

En el caso de Clive Staples Lewis, los relatos que salieron de su pluma nacieron a partir de imágenes que, puestas en movimiento, exigían la elaboración de un contexto argumental que las dotase de coherencia. Podríamos decir que la imaginación de Lewis es cinética, frente a la de Tolkien, que podríamos caracterizar como lingüística. Así sucedió, por ejemplo, con el inicio de Las Crónicas de Narnia, donde la imagen de un fauno cargado con regalos y caminando por un bosque nevado, fue el detonante de un relato cosmológico sobre un mundo cuya existencia corría paralela a la del nuestro. Un punto de partida semejante al que se encuentra en los relatos de Joanne K. Rowling sobre Harry Potter.

Tanto Lewis como Tolkien, amigos íntimos en Oxford durante casi cuarenta años, fueron autores que dedicaron su labor creativa a la elaboración de mundos posibles a partir de criterios estéticos que otorgaban a la imaginación una legitimidad que nadie le había discutido en la Antigüedad, pero que cayó en desgracia a partir de los prolegómenos de la Ilustración. Ni siquiera el esfuerzo hecho por los románticos para revitalizar la licitud de esa potencia interior del hombre, libró de la consideración peyorativa de escapismo a los cuentos, el folclore y los relatos épicos. Sin embargo, Tolkien y Lewis han mostrado la falacia que se esconde tras un modo de ver el mundo como objeto de conocimiento exclusivamente empírico, positivo, experimental, y al ser humano como agente de ese conocimiento en términos exclusivamente inmanentes. Los relatos muestran que, como criterio de verdad antropológica, la mitología es más válida que el método científico-positivo; y que lo permanente, que no puede ser medido ni cuantificado, no pierde por eso un ápice de su verdad, ni de su vinculación con la Verdad.

Literatura y cine: un matrimonio muy conveniente en la era visual. La educación de la mirada a través de la literatura y el cine: la Belleza como sello de lo divino

Al referirme al inicio de estás páginas a la evidente crisis de ideas en el cine comercial estadounidense, anoté que las grandes historias de la literatura han sacado a Hollywood de un grave atolladero. Sin embargo, este maridaje no es nuevo. Desde los años de oro del cine norteamericano, los escritores cinematográficos han echado mano de obras literarias —normalmente novelas— para elaborar sus guiones. Muchos de aquellos guionistas eran ellos

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mismos escritores —Dashiell Hammet, D.H. Lawrence, John Steinbeck, Arthur Miller o Tennessee Williams—, y su talento convirtió en obras maestras, incluso, historias que eran mediocres desde el punto de vista literario, o relatos breves que eran transformados en películas de larga duración.

Este matrimonio tradicional entre literatura y cine sigue vigente. Pero en estos años de analfabetismo iletrado, hace tiempo que la imagen ha sustituido a la palabra escrita a la hora de configurar las mentes y las conductas. La imagen posee una inmediatez que no tiene el texto, y habitualmente no exige la labor de ponderada reflexión que permite y procura el libro. De ahí la necesidad de orientar al adolescente desde niño, y de enseñarle a ver cine; de educar su mirada, como ya dijimos. El maridaje se ha convertido en matrimonio no ya de conveniencia, sino de necesidad. Si afrontamos esa tarea de manera activa y atractiva, conseguiremos lo que ya se ha constatado cuando las historias son adecuadas al público: que muchos espectadores recorran el camino de vuelta desde la pantalla al texto literario. Así ha sucedido con Tolkien y Lewis, pero también con Michael Ende y, más recientemente, con J.K. Rowling y las aventuras de Harry Potter.

Adecuando a las edades el contenido y la forma de los mensajes literarios, será más fácil la tarea de acompañar a los chavales en su labor personal de descubrimiento de formas estéticas adecuadas a su gusto y edad, y de variada aplicabilidad a sus diversas personalidades. Difícilmente leerán a Shakespeare, Cervantes o García Márquez si, antes, no han pasado por las lógicas etapas de maduración intelectual y estética que son jalones obvios en la evolución de cualquier persona. En este sentido, sería adecuado —o, cuando menos, interesante— incorporar al plan de trabajo de la asignatura de Religión estos contenidos, o incluso trabajar en ellos junto al profesor de Lengua y al de Filosofía, de manera que el alumno perciba la íntima conexión de los saberes y la continuidad entre las materias que ha de aprender.

En este sentido, ofrezco a continuación un ejemplo de lo que ha sido mi trabajo con alumnos de entre diez y diecisiete años a partir de El León, la bruja y el armario, de C.S. Lewis.

Además del estudio comparativo entre el relato evangélico de la Pasión de Cristo y la muerte y resurrección de Aslan, sería muy interesante para los alumnos realizar, en colaboración con el profesor de Filosofía, un análisis comparado del cuento con el Timeo y la República de Platón, en especial el Libro VII de este último. C.S. Lewis poseía una profundísima preparación filosófica, que había iniciado en sus años formativos junto a William Kirkpatrick, su tutor. Era, además, especialista en los clásicos, que formaban el eje en torno al que se articulaba el completo plan de estudios en Oxford. En su área de conocimiento, la literatura y el estudio filológico de los

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idiomas, los clásicos eran la clave para el pleno entendimiento de la tarea del escritor, por cuanto Platón y Aristóteles habían reflexionado sobre las relaciones entre la metafísica y la estética, alumbrando obras que configurarían durante más de quince siglos los modos de entender y elaborar los mitos, las historias y las obras de teatro.

En esos dos diálogos platónicos se pone de relieve la convicción de que el mundo que llamamos real no es sino una sombra del auténtico, que resulta invisible —pero no imperceptible— para nosotros. El conocido como “mito de la caverna” puede servir de ayuda a los alumnos para entender de qué modo lo que se ha venido llamando “magia”, respondía en parte a la noción que Lewis tenía en mente al explicar las relaciones entre la alegoría y la realidad, y la interacción entre los elementos simbólicos y sus correlatos en el mundo material, y el de los conceptos. De hecho, la metáfora que empleaba Lewis para designar este mundo, sus nostalgias y tristezas como «tierras de penumbra», como un lugar de sombras que reflejan de manera pálida la auténtica realidad, es una noción de honda raigambre platónica.

Dado que este curso se enmarca en el intento de mejorar nuestra tarea docente, cabría plantearse de qué modo aprovechar el indudable atractivo de autores como Lewis y Tolkien para los alumnos, muchos de ellos lectores asiduos de la literatura de aquellos dos inklings o, como mínimo, potenciales espectadores de las películas que recientemente se han estrenado a partir de sus obras más conocidas. Por esta razón, quizá otra actividad a proponer fuese la investigación en las fuentes de inspiración y los antecedentes literarios de Narnia. Entre otros, se pueden señalar la mitología del ámbito celta, la grecorromana y los mitos nórdicos del ámbito anglo-germánico; la “materia de Bretaña”; los elementos del folclore inglés presentes en los cuentos; el romanticismo cristiano de las obras de George MacDonald; y la influencia de los cuentos y la literatura de la época victoriana, en especial de William Morris, Andrew Lang, E. Nesbit o Beatrix Potter, y analizar el modo en que todos esos elementos perviven en Narnia.

Otra de las actividades, interesantes e indudablemente más atractivas dada la calidad de la adaptación, podría ser el análisis comparado del texto escrito con la versión cinematográfica de El León, la bruja y el armario que produjo Disney junto a Walden Media, y que se estrenó en diciembre de 2005. El trabajo se podría realizar en grupos, con el apoyo de una sesión general final de cine-fórum. Entre los puntos de reflexión que se pueden señalar a los alumnos como guía, cabría destacar éstos:

1. ¿De qué modo se plasma en imágenes la maduración progresiva de Peter, no sólo como responsable de los ejércitos de Aslan, sino como hermano mayor y futuro rey, Peter el

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Magnífico, y que el merecimiento de tal título queda sellado no por sus hazañas, sino porque llega a ser capaz de perdonar?

2. ¿Por qué se presta tanta atención a la batalla en la película, frente al modo casi lacónico en que se narra en el cuento?

3. ¿Qué otros detalles diferencian el cuento del relato fílmico? Coméntese cuáles son las principales diferencias entre el libro y la película desde el punto de vista de la importancia narrativa; es decir, a qué elementos dedica más atención Andrew Adamson, el realizador, y cuáles de ellos no son tratados así por Lewis. Por ejemplo, se puede analizar la reacción de Aslan tras la confesión de Edmund, y por medio de qué recursos cinematográficos se refleja ese perdón en la película (plano general, silencios, plano-contraplano de los otros tres hermanos y del resto de tropas leales a Aslan, etcétera).

Una última serie de preguntas sobre el sentido global del cuento, podría ayudar a los alumnos a reflexionar sobre el significado de Narnia como escenario mítico. Entre otras, podríamos señalar éstas:

1. Aunque la respuesta parezca evidente, ¿por qué llama Lewis a los cuatro hermanos “hijos de Adán” e “hijas de Eva”? ¿Qué sentido tiene que reciban ese apelativo en un mundo como Narnia?

2. ¿Qué relación tiene esa denominación con la alegoría y con el mito en cuanto que vehículos para una más profunda sabiduría del mundo real?

3. De acuerdo con Lewis, ¿por qué un cuento sirve para educar la razón y los sentimientos?

4. ¿Qué aprenden cada uno de los cuatro hermanos en Narnia, y en casa del profesor Kirke?

5. ¿Qué diferencias existen entre mito y alegoría?6. ¿Cuáles son los principales temas antropológicos que Lewis

aborda en El León, la bruja y el armario?