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Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales Asignatura: Comunicación y Lenguaje LENGUA Y LITERATURA 5 Bimestre: III (mayo - junio) V CURSO BACHILLERATO Trabajo asignado para la fecha: lunes 18 de mayo MUCHA ATENCIÓN: este día trabajaremos el Proyecto de lectura Estrategias para leer cuentos hispanoamericanos, es una selección del autor Carlos Augusto Velásquez Rodríguez. >> Para cada alumno aparece con su nombre el cuento que debe analizar, trabajar completas las actividades que se indican. * No se recibirá para calificar si el alumno trabaja un cuento que no le corresponde PRESTAR MUCHA ATENCIÓN Y TRABAJAR EL ASIGNADO PARA CADA UNO. INSTRUCCIONES GENERALES 1.Iniciar a trabajar con puntualidad a las 8:00 para entregar antes de las 15:00. Después de esa hora se revisa, pero no se califica. 2.Preparar y organizar el material necesario; asegurar el espacio de trabajo para evitar interrupciones. 3. Leer con mucha atención las instrucciones de cada parte de esta guía antes de trabajar. 4.Todas las actividades se realizan de forma manuscrita, limpieza, con buen trazo de letra de manera que se pueda leer y calificar. 5. Anotar nombre y sección en esta página para que su trabajo pueda identificarse al momento de calificar. 6.Al terminar se debe escanear o tomar fotografías de cada página y enviar en una sola publicación a la página en Facebook : Alumnos de Famore. Importante cuidar la calidad y orden de colocación de las imágenes, así como etiquetar a nombre de la profesora. 7.Los alumnos que reciben tutoría virtual disponen de una hora más para entregar. 8.Puede consultar otras fuentes de información en Internet, en https://dle.rae.es

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Nombre del docente: Silvia Verónica Obregón Morales

Asignatura: Comunicación y Lenguaje LENGUA Y LITERATURA 5

Bimestre: III (mayo - junio) V CURSO BACHILLERATO

Trabajo asignado para la fecha: lunes 18 de mayo

MUCHA ATENCIÓN: este día trabajaremos el Proyecto de lectura Estrategias para leer cuentos hispanoamericanos, es una selección del autor Carlos Augusto Velásquez Rodríguez. >> Para cada alumno aparece con su nombre el cuento que debeanalizar, trabajar completas las actividades que se indican. * No se recibirá para calificar si el alumno trabaja un cuento que no le corresponde PRESTAR MUCHA ATENCIÓN Y TRABAJAR EL ASIGNADO PARA CADA UNO.

INSTRUCCIONES GENERALES

1. Iniciar a trabajar con puntualidad a las 8:00 para entregar antes de las 15:00. Después de esa hora se revisa, pero no se califica.

2. Preparar y organizar el material necesario; asegurar el espacio de trabajo para evitar interrupciones.

3. Leer con mucha atención las instrucciones de cada parte de esta guía antes de trabajar. 4. Todas las actividades se realizan de forma manuscrita, limpieza, con buen trazo de

letra de manera que se pueda leer y calificar. 5. Anotar nombre y sección en esta página para que su trabajo pueda identificarse al

momento de calificar. 6. Al terminar se debe escanear o tomar fotografías de cada página y enviar en una sola

publicación a la página en Facebook : Alumnos de Famore. Importante cuidar la calidad y orden de colocación de las imágenes, así como etiquetar a nombre de la profesora.

7. Los alumnos que reciben tutoría virtual disponen de una hora más para entregar. 8. Puede consultar otras fuentes de información en Internet, en https://dle.rae.es 9. Todos los trabajos deben archivarse de manera física.

VALORACIÓN GENERAL:

Se resta 5 puntos por no anotar los datos del alumno.

Se restan 5 puntos por faltas de ortografía.

Se restan 5 puntos por manchones, tachones o falta de limpieza.

Se restan 5 puntos por falta calidad de orden al enviar las imágenes.

VALORACIÓN GENERAL:

Se resta 5 puntos por no anotar los datos del alumno.

Se restan 5 puntos por faltas de ortografía.

Se restan 5 puntos por incumplimiento de los aspectos de formato.

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TEXTO No 1TITULO: El rapto del sol.AUTOR: Baldomero Lilo

Nombre del alumno: ADRIANA LÓPEZ SECCIÓN: B

El rapto del sol Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. 

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:

-¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!

El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, más ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:

-¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

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-Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:

-¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la Tierra? Y el monarca contestó:

-Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.

Calló Raa, y el rey dijo:

-¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

-No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.

-Hoy mismo lo tendrás -dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

-Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh, excelso príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:

-Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión. Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: -¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.

En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:

-¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia, y su sabiduría, necedad!

Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:

-El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!

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Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:

-Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío -y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó-: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.

La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, más el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:

-¡Oh, rey, has prometido...! Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

-¡Arrancadle, vivo, el corazón!

 

Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:

-Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.

Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío, ni la sed ni el hambre le molestaba en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.

Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetus, los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:

-¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!

Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.

En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la Tierra.

Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre del palacio. El alcázar

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estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza.

Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora:

-¿De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones sin otro refugio que tu corazón. Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor. Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.

 

Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.

 

De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; más, estaban tan yertas, tan heladas, había tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual, si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrazó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.

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ACTIVIDADES1. Describa dos versiones del sueño que tuvo el rey.

TAL COMO LO SOÑÓ INTERPRETACIÓN DEL MAGO

2. Describa cuatro adjetivos calificativos que expresen defectos del rey. Complete la oración indicando cómo se manifiesta dicho defecto. a. El Rey era _______________________________________________________________________ porque _____________________________ _________________________________________________________________________________________________________________________

a. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

_______________________________________________________________________________________

b. El Rey era _______________________________________________________________________ porqueue

_____________________________ ________________________________

_________________________________________________________________________________________

c. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

__________________________________________

________________________________________________________________________________________________

_________________________

d. El Rey era _______________________________________________________________________ porqueue

_____________________________ ____________________________________

_______________________________________________________________________________________

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3. Explique cómo volvió a brillar el Sol para toda la humanidad. Luego, explique lo que ello simboliza.

Cómo volvió a brillar

Simbolismo

4. Enumere la causa para cada una de las siguientes consecuencias. Causa Consecuencia

Se apagó la luz y la humanidad fue condenada a vivir en la oscuridad.

Causa ConsecuenciaEl so volvió a brillar para toda la humanidad.

5. Explique el significado simbólico del título del cuento, en tres niveles de interpretación. a. A nivel de la humanidad, significa:

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b. En el ámbito de Guatemala, significa:

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c. A nivel personal, significa:

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6. Imagine que el cuento simboliza algo que pasa en el interior de cada persona; piense como si ocurriera en su propio ser.

a. Explique qué actitudes propias simbolizan las acciones del rey y cuando se evidencian.

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b. Indique los elementos de su personalidad que simbolizan la interpretación del mago más joven y en qué momentos de su vida se evidencian.

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c. Describa los momentos de su vida en que se manifieste la oscuridad que vivió el rey cuando regresó a su palacio con el sol cautivo.

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d. Analice los valores personales que pone en práctica, cuando en su vida, actúa similar a los hombres del cuento,

que se toman de la mano para que el sol vuelva a alumbrarlos.

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7. Investigue el significado de los cinco defectos que se critican en el cuento. A la par, indique cómo se manifiestan dichos vicios en la historia.

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Defectos Cómo se manifiestanEgoísmo

Fanático

Ignorancia

Vileza

Odio

TEXTO No 2 Nombre del alumno: ADRIÁN MENOCAL

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TITULO: UN PACTO CON EL DIABLOAUTOR: JUAN JOSÉ ARREOLA

SECCIÓN : A

UN PACTO CON EL DIABLOJuan José ArreolaAunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?

-El diablo.

-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.

-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.

-Entonces el diablo…

-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:

-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

-Siendo así…

-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?

-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.

-¿Y si Daniel se arrepiente?…

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces…

-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.

-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.

-¿Qué dice usted?

-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.

-Por ejemplo… -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

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A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.

-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

-Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?

-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

-¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.

-Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:

-Usted, ¿es muy pobre?

-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?

-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.

-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.

-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra…

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina…

-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida…

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo…

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el

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diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que…

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

“Daría cualquier cosa porque nada te faltara.” Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:

-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:

-¿Qué condición?

-Me gustaría ver el final de la película -contesté.

-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

-¿Me da usted su palabra?

-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:

-Tu alma vale más que todo eso, Daniel…

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Pareces agitado.

-No, nada, es que…

-¿No te ha gustado la película?

-Sí, pero…

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Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:

-¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:

-Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

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UN PACTO CON EL DIABLO

Juan José Arreola

ACTIVIDADES:-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?

-El diablo.

-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.

-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.

-Entonces el diablo…

-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

-Siendo así…

-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?

-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.

-¿Y si Daniel se arrepiente?…

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces…

-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.

-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.

-¿Qué dice usted?

-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.

-Por ejemplo… -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.

-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

-Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?

-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

-¿Su alma?

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

-Usted, ¿es pobre?

-Usted, ¿es muy pobre?

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-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?

-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.

-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.

-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra…

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina…

-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida…

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo…

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que…

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

-¿Qué condición?

-Me gustaría ver el final de la película -contesté.

-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

-¿Me da usted su palabra?

-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

-Tu alma vale más que todo eso, Daniel…

El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

-Pareces agitado.

-No, nada, es que…

-¿No te ha gustado la película?

-Sí, pero…

-¿Es posible que te hayas dormido?

-Es verdad, me he dormido.

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

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Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

1. Explique por qué era tan importante para el protagonista “hacer feliz a su esposa”.

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2. ¿Qué pasa en la película que hace reflexionar al protagonista?

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3. Describa la personalidad del protagonista, no omita ningún aspecto.

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4. ¿Por qué, al final, Paulina traza una cruz con ceniza?

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5. Resuma el cuento en cinco oraciones. Ninguna debe pasar de 12 palabras y en cada una se debe observar el siguiente orden: Sujeto + verbo + complemento. La primera frase servirá de ejemplo.

a. El protagonista llegó al cine cuando la película había empezado.

b. ____________________________________________________________________________________________

c. ____________________________________________________________________________________________

d. ____________________________________________________________________________________________

e. ____________________________________________________________________________________________

6. Lea detenidamente el cuento y determine lo que ocurre: ¿se duerme el protagonista o en realidad tiene la entrevista con el diablo? Fundamente su respuesta con base en fragmentos concretos que localice a lo largo del cuento.

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7. Con base en la escena final de la película, imagine y describa lo que le pasó a Daniel Brown para salvarse del pacto.

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8. Imagine que el protagonista aceptó el trato. Complete el cuadro con la información.

Consecuencias del pacto.

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¿Qué hizo el protagonista durante los siete años?

¿Qué pasó al final del pacto?

9. Invente dos posibles finales. Uno de terror y otro triste. Escriba como mínimo la cantidad de líneas que aparecen en cada final.

FINAL DE TERROR

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FINAL TRISTE

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10. Investigue acerca de las características literarias que posee un cuento. > Puede consultar las guías trabajadas a partir del 18 de marzo, ya trabajamos sobre las características del cuento.

a. Primera característica: ________________________________________________________________

_________________________________________________________________

Se cumple así: ________________________________________________________________

________________________________________________________________

b. Segunda característica: ________________________________________________________________ Se cumple así: ________________________________________________________________ Segunda característica:

________________________________________________________________ _________________________________________________________________

Se cumple así: ________________________________________________________________

c. Tercera característica: __________________________________________________________________

________________________________________________________________

c. Tercera característica: ________________________________________________________________

_________________________________________________________________

Se cumple así: ________________________________________________________________

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TEXTO No 3TITULO: EL ALMOHADÓN DE PLUMASAUTOR: Horacio Quiroga

Nombre del alumno: ANDRÉ OROZCO SECCIÓN : B

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EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseada menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su

marido.         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír

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el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,

desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama,

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y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y

sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma

.

ACTIVIDADES:

1. Subraye la opción que explique por qué Alicia no volvió a levantarse. Luego indique por qué no son válidas las otras opciones.

a. La trompa del animal la mantenía clavada en la almohada. b. Había perdido tanta sangre que estaba muy débil. c. El doctor le prohibió terminantemente moverse de la cama.

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La opción no es correcta porque: _____________________________________________________

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La opción no es correcta porque: _____________________________________________________

_____________________________________________________________________________________2. ¿Cómo era el ambiente físico donde vivía Alicia?

¿ QueQué relación tuvo este con su estado de ánimo?

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3. Escriba el nombre de tres personajes. Anote abajo tes acciones realizadas por cada uno.

Personaje:

Personaje:

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ACCIONES

Personaje:

4. Localice los tres momentos claves del cuento. Para cada momento redacte una breve síntesis en donde explique lo que ocurrió.

a. Inicio

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b. Nudo

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c. Desenlace

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5. A lo largo del cuento, el autor utiliza algunos datos difíciles de creer o poco lógicos. Seleccione uno de ellos y argumente por qué le parecieron así.

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6. Escriba una síntesis del cuento:

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7. ¿Qué errores cometieron el médico y Jordán con relación a la enfermedad de Alicia?

a. El médico:

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b. Jordán:

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8. En el último párrafo, el autor describe al horroroso bicho que se encontraba dentro del almohadón.

Investigue si es posible que existan dichos parásitos. Anote sus principales características y hábitat normal.

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Averigüe si lo que ocurre en el cuento podría pasar en la realidad. Explique el proceso real que podría seguir un caso similar.

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Investigue acerca del colmoyote: cómo se incuba en la piel y los efectos que produce. Con la información obtenida, intente un final distinto para este cuento. En su desenlace, al final se descubre que Alicia murió como consecuencia de la acción del colmoyote.

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TEXTO No 4TITULO: EMMA ZUNZAUTOR: Jorge Luis Borges

Nombre del alumno: ALEJANDRA PÉREZ SECCIÓN : A

Emma Zunz[Cuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una

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ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y

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procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el

fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a

primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas

querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier

había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de

Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía

saber que se dirigía a la hija del muerto.

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Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya

estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era

lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.

Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había

empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los

antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó

(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges

de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco

del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era

Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma,

desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni

siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un

vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un

sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto

su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica

rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,

fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su

nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la

menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y

nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún,

un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se

acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día,

por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.

Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a

Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar

por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho

memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.

Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la

victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del

retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla

visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal

es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil

una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de

Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde

fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y

desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,

inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres.

Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por

otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la

condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un

vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un

pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el

pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los

forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó

Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó

(no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo

pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el

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vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo

fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había

dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una

impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.

El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el

cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en

la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que

no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había

contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó

en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a

concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la

fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un

gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año

anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su

verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy

religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y

devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un

pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz

baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado

muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la

intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser

castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no

ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje

padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder

en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones

de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor.

Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado

del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los

estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca

de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra

vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios

obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi

padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo

nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del

cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha

ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga…

Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero

era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que

había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El Aleph, 1949

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ACTIVIDADES

1. Quien narra la historia asegura que el señor Loewenthal era menos apto para ganar el dinero que para conservarlo ¿Qué quiere decir con esa frase?

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2. Aunque el cuento transcurre en dos días ( desde que Emma reciba la carta hasta que mata al señor Loewenthal), los hechos se remontan mucho tiempo atrás. Calcule el tiempo que abarcan los sucesos del cuento. Explique y detalle su cálculo.

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3. ¿Por qué se dice al principio, cuando Emma recibe la carta, que ella ya quería que llegara el día siguiente?

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4. Analice detalladamente lo que ocurre en el cuento y conteste si era necesario que Emma se dejara ultrajar por un desconocido para ejecutar su venganza.

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5. En este cuento, Jorge Luis Borges hace una crítica a la ambición, el interés desmedido y la injusticia. Lea detenidamente el cuento e indique en qué momentos esa crítica se hace evidente.

Ambición: _____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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Interés por el dinero: _________________________________________________________________________________________________________________________________

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Injusticia: ____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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6. Para vengar a su padre, Emma cometió un delito.

a. Investigue el nombre del delito, de acuerdo con las leyes guatemaltecas. Indique qué castigo podría recibir si es vencida en un juicio.

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b. De acuerdo con la trama del cuento, juzgue si fue justo lo que hizo Emma. Aporte argumentos a favor y en contra. Luego, haga un balance moral.

A favor:

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En contra:

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Balance:

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7. Emma quería que la justicia divina triunfara sobre la humana. Defina cómo se evidencian ambas justicias en el cuento y luego explique por qué Emma pensaba que iba a triunfar una sobre la otra.

Justicia humana Justicia Divina

Triunfo

8. De acuerdo con lo que se informa en el cuento, imagine las fechorías que hizo el señor Loewenthal al padre de Emma y que motivara el odio de esta. Describa por escrito:

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98. Investigue acerca de la literatura de Jorge Luis Borges: corriente literaria a la pe pertenecen sus cuentos, estilo literario, ideología. Con la información obtenida, analice y explique cómo se manifiesta en este cuento cada aspecto.

a. Corriente literaria:

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b. Estilo literario:

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c. Ideología:

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TEXTO No 5TITULO: UN PACTO CON EL DIABLOAUTOR: JUAN JOSÉ ARREOLA

Nombre del alumno: ANDRÉS SÁNCHEZ SECCIÓN : B

UN PACTO CON EL DIABLOJuan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:

-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?

-El diablo.

-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.

-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.

-Entonces el diablo…

-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.

Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:

-Ya llegarás al séptimo año, ya.

Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:

-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?

El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:

-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?

-Siendo así…

-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos:

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?

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-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.

-¿Y si Daniel se arrepiente?…

Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:

-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces…

-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.

-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.

-¿Qué dice usted?

-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.

-Por ejemplo… -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.

-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.

A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.

-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.

-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.

-Usted, ¿cumpliría?

No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.

Hice un esfuerzo y dije:

-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.

-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?

-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.

-¿Su alma?

Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo:

-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.

No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.

Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.

-Usted, ¿es pobre?

Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:

-Usted, ¿es muy pobre?

-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.

-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?

-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.

-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.

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-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.

-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra…

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina…

-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida…

Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña:

-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo…

Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta:

-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.

Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma:

-Aquí, en la cartera, llevo un documento que…

Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?

Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.

“Daría cualquier cosa porque nada te faltara.” Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí:

-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:

-¿Qué condición?

-Me gustaría ver el final de la película -contesté.

-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.

La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:

-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.

-¿Me da usted su palabra?

-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.

En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó:

¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?

La mujer respondió lentamente:

-Tu alma vale más que todo eso, Daniel…

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El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.

Echándome los brazos al cuello, me dijo:

-Pareces agitado.

-No, nada, es que…

-¿No te ha gustado la película?

-Sí, pero…

Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:

-¿Es posible que te hayas dormido?

Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:

-Es verdad, me he dormido.

Y luego, en son de disculpa, añadí:

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.

Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rió mucho.

Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

UN PACTO CON EL DIABLO

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.-¿Siete nomás?-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?-El diablo.-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido.-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.-Entonces el diablo…-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.-Ya llegarás al séptimo año, ya.-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?-Siendo así…-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.

-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto?-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo.-¿Y si Daniel se arrepiente?…-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces…-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato.-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta.-¿Qué dice usted?-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme.-Por ejemplo… -y mi vecino hizo una pausa llena de interés.-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir.-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.-Usted, ¿cumpliría?No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada!

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Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa.-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.-¿Su alma?-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.-Usted, ¿es pobre?-Usted, ¿es muy pobre?-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece?-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes.-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta.-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra…

-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina…-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida…-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo…-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes.-Aquí, en la cartera, llevo un documento que…Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma?Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja.-Trato hecho. Sólo pongo una condición.

-¿Qué condición?-Me gustaría ver el final de la película -contesté.-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya.-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.

-Necesito ver el final de la película. Después firmaré.-¿Me da usted su palabra?-Sí.

Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos.En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había

operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.

Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.

-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos?-Tu alma vale más que todo eso, Daniel…El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de

esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.

Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.

Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.

Paulina me esperaba.-Pareces agitado.-No, nada, es que…-¿No te ha gustado la película?

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-Sí, pero…-¿Es posible que te hayas dormido?-Es verdad, me he dormido.

-Tuve un sueño, y voy a contártelo.Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se

rió mucho.ACTIVIDADES:

1. Explique por qué era tan importante para el protagonista “hacer feliz a su esposa”.

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2. ¿Qué pasa en la película que hace reflexionar al protagonista?

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3. Describa la personalidad del protagonista, no omita ningún aspecto.

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4. ¿Por qué, al final, Paulina traza una cruz con ceniza?

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5. Resuma el cuento en cinco oraciones. Ninguna debe pasar de 12 palabras y en cada una se debe observar el siguiente orden: Sujeto + verbo + complemento. La primera frase servirá de ejemplo.

a. El protagonista llegó al cine cuando la película había empezado.

b. ____________________________________________________________________________________________

c. ____________________________________________________________________________________________

d. ____________________________________________________________________________________________

e. ____________________________________________________________________________________________

1. Explique por qué era tan importante para el protagonista “hacer feliz a su esposa”.

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2. ¿Qué pasa en la película que hace reflexionar al protagonista?

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3. Describa la personalidad del protagonista, no omita ningún aspecto.

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4. ¿Por qué, al final, Paulina traza una cruz con ceniza?

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5. Resuma el cuento en cinco oraciones. Ninguna debe pasar de 12 palabras y en cada una se debe observar el siguiente orden: Sujeto + verbo + complemento. La primera frase servirá de ejemplo.

a. El protagonista llegó al cine cuando la película había empezado.

b. ____________________________________________________________________________________________

c. ____________________________________________________________________________________________

d. ____________________________________________________________________________________________

e. ____________________________________________________________________________________________

6. Lea detenidamente el cuento y determine lo que ocurre: ¿se duerme el protagonista o en realidad tiene la entrevista con el diablo? Fundamente su respuesta con base en fragmentos concretos que localice a lo largo del cuento.

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7. Con base en la escena final de la película, imagine y describa lo que le pasó a Daniel Brown para salvarse del pacto.

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8. Imagine que el protagonista aceptó el trato. Complete el cuadro con la información.

Consecuencias del pacto.

¿Qué hizo el

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protagonista durante los siete años?

¿Qué pasó al final del pacto?

9. Invente dos posibles finales. Uno de terror y otro triste. Escriba como mínimo la cantidad de líneas que aparecen en cada final.

FINAL DE TERROR

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FINAL TRISTE

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10. Investigue acerca de las características literarias que posee un cuento.

> Puede consultar las guías trabajadas a partir del 18 de marzo, ya trabajamos sobre las características del cuento.

a. Primera característica: ________________________________________________________________ _________________________________________________________________

Se cumple así: ________________________________________________________________ b. Segunda característica: ________________________________________________________________

_________________________________________________________________Se cumple así: ________________________________________________________________ _______________________________________________________________

Se cumple así: _______________________________________________________________________

________________________________________________________________b. Segunda característica: ________________________________________________________________

Se cumple así: ______________________________________________________________________

c. Tercera característica: ________________________________________________________________ _________________________________________________________________

Se cumple así: ________________________________________________________________ ________________________________________________________________

Se cumple así: _______________________________________________________________________

TEXTO No 6TITULO: EL ALMOHADÓN DE PLUMASAUTOR: Horacio Quiroga

Nombre del alumno: BAYRON DUQUE SECCIÓN : B

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseada menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban

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eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola, temblando.         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

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         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

ACTIVIDADES:

1. Subraye la opción que explique por qué Alicia no volvió a levantarse. Luego indique por qué no son válidas las otras opciones.

a. La trompa del animal la mantenía clavada en la almohada. b. Había perdido tanta sangre que estaba muy débil. c. El doctor le prohibió terminantemente moverse de la cama.

La opción no es correcta porque: _____________________________________________________

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La opción no es correcta porque: _____________________________________________________

_____________________________________________________________________________________2. ¿Cómo era el ambiente físico donde vivía Alicia?

¿ Qué relación tuvo este con su estado de ánimo?

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3. Escriba el nombre de tres personajes. Anote abajo tes acciones realizadas por cada uno.

ACC

IONE

S Personaje:

Personaje:

Personaje:

4. Localice los tres momentos claves del cuento. Para cada momento redacte una breve síntesis en donde explique lo que ocurrió.

a. Inicio

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b. Nudo

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c. Desenlace

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5. A lo largo del cuento, el autor utiliza algunos datos difíciles de creer o poco lógicos. Seleccione uno de ellos y argumente por qué le parecieron así.

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6. Escriba una síntesis del cuento:

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7. ¿Qué errores cometieron el médico y Jordán con relación a la enfermedad de Alicia?

a. El médico:

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b. Jordán:

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8. En el último párrafo, el autor describe al horroroso bicho que se encontraba dentro del almohadón.

Investigue si es posible que existan dichos parásitos. Anote sus principales características y hábitat normal.

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Averigüe si lo que ocurre en el cuento podría pasar en la realidad. Explique el proceso real que podría seguir un caso similar.

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Investigue acerca del colmoyote: cómo se incuba en la piel y los efectos que produce. Con la información obtenida, intente un final distinto para este cuento. En su desenlace, al final se descubre que Alicia murió como consecuencia de la acción del colmoyote.

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TEXTO No 7TITULO: Emma Zunz.AUTOR: Jorge Luis Borges.

Nombre del alumno: DIEGO RECINOS SECCIÓN : B

Emma Zunz

[Cuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges

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El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán

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y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

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Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el

fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a

primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas

querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y

había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía

saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya

estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era

lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.

Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había

empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los

antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó

(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges

de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco

del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era

Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma,

desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni

siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un

vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un

sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto

su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica

rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,

fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su

nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la

menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y

nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún,

un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se

acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día,

por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.

Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a

Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar

por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho

memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.

Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la

victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del

retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla

visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal

es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil

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una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de

Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde

fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y

desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,

inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres.

Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por

otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la

condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un

vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un

pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el

pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los

forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó

Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó

(no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo

pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba

español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la

justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había

dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una

impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.

El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el

cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en

la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que

no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había

contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó

en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a

concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la

fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un

gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año

anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su

verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy

religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y

devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un

pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz

baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado

muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la

intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser

castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no

ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje

padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder

en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones

de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor.

Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado

del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los

estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca

de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas

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palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y

una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la

acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó,

porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del

cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha

ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga…

Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero

era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que

había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El Aleph, 1949

ACTIVIDADES

1. Quien narra la historia asegura que el señor Loewenthal era menos apto para ganar el dinero que para conservarlo ¿Qué quiere decir con esa frase?

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2. Aunque el cuento transcurre en dos días ( desde que Emma reciba la carta hasta que mata al señor Loewenthal), los hechos se remontan mucho tiempo atrás. Calcule el tiempo que abarcan los sucesos del cuento. Explique y detalle su cálculo.

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3. ¿Por qué se dice al principio, cuando Emma recibe la carta, que ella ya quería que llegara el día siguiente?

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4. Analice detalladamente lo que ocurre en el cuento y conteste si era necesario que Emma se dejara ultrajar por un desconocido para ejecutar su venganza.

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5. En este cuento, Jorge Luis Borges hace una crítica a la ambición, el interés desmedido y la injusticia. Lea detenidamente el cuento e indique en qué momentos esa crítica se hace evidente.

Ambición: _____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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Interés por el dinero: _________________________________________________________________________________________________________________________________

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Injusticia: ____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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6. Para vengar a su padre, Emma cometió un delito.

a. Investigue el nombre del delito, de acuerdo con las leyes guatemaltecas. Indique qué castigo podría recibir si es vencida en un juicio.

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b. De acuerdo con la trama del cuento, juzgue si fue justo lo que hizo Emma. Aporte argumentos a favor y en contra. Luego, haga un balance moral.

A favor:

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En contra:

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Balance:

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7. Emma quería que la justicia divina triunfara sobre la humana. Defina cómo se evidencian ambas justicias en el cuento y luego explique por qué Emma pensaba que iba a triunfar una sobre la otra.

Justicia humana Justicia Divina

Triunfo

8. De acuerdo con lo que se informa en el cuento, imagine las fechorías que hizo el señor Loewenthal al padre de Emma y que motivara el odio de esta. Describa por escrito:

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98. Investigue acerca de la literatura de Jorge Luis Borges: corriente literaria a la pe pertenecen sus cuentos, estilo literario, ideología. Con la información obtenida, analice y explique cómo se manifiesta en este cuento cada aspecto.

a. Corriente literaria:

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b. Estilo literario:

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c. Ideología:

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TEXTO No 8TITULO: El rapto del Sol. AUTOR: Baldomero Lilo.

Nombre del alumno: ESEBAN LIANG SECCIÓN : B

El rapto del sol Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. 

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:

-¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!

El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, más ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:

-¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos

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de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

-Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:

-¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la Tierra? Y el monarca contestó:

-Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.

Calló Raa, y el rey dijo:

-¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

-No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.

-Hoy mismo lo tendrás -dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la

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consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

-Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh, excelso príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:

-Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión. Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: -¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.

En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:

-¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia, y su sabiduría, necedad!

Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:

-El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!

Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:

-Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío -y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó-: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.

La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, más el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:

-¡Oh, rey, has prometido...! Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

-¡Arrancadle, vivo, el corazón!

 

Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:

-Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la

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red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.

Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío, ni la sed ni el hambre le molestaba en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.

Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetus, los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:

-¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!

Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.

En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la Tierra.

Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre del palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza.

Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucenenlutado túmulo luce en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora:

-¿De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones sin otro refugio que tu corazón. Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor. Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como

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medroso fantasma de la agonía del Universo.

 

Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.

 

De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; más, estaban tan yertas, tan heladas, había tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrazó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.

ACTIVIDADES1. Describa dos versiones del sueño que tuvo el rey.

TAL COMO LO SOÑÓ INTERPRETACIÓN DEL MAGO

2. Describa cuatro adjetivos calificativos que expresen defectos del rey. Complete la oración indicando cómo se manifiesta dicho defecto.

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a. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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b. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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c. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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d. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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a. El Rey era _______________________________________________________________________ porque _____________________________ _________________________________________________________________________________________________________________________

b. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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c. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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d. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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3. Explique cómo volvió a brillar el Sol para toda la humanidad. Luego, explique lo que ello simboliza.

Cómo volvió a brillar

Simbolismo

4. Enumere la causa para cada una de las siguientes consecuencias. Causa Consecuencia

Se apagó la luz y la humanidad fue condenada a vivir en la oscuridad.

Causa ConsecuenciaEl so volvió a brillar para toda la humanidad.

5. Explique el significado simbólico del título del cuento, en tres niveles de interpretación.

a. A nivel de la humanidad, significa:

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b. En el ámbito de Guatemala, significa:

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c. A nivel personal, significa:

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6. Imagine que el cuento simboliza algo que pasa en el interior de cada persona; piense como si ocurriera en su propio ser.

a. Explique qué actitudes propias simbolizan las acciones del rey y cuando se evidencian.

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b. Indique los elementos de su personalidad que simbolizan la interpretación del mago más joven y en qué momentos de su vida se evidencian.

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c. Describa los momentos de su vida en que se manifieste la oscuridad que vivió el rey cuando regresó a su palacio con el sol cautivo.

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d. Analice los valores personales que pone en práctica, cuando en su vida, actúa similar a los hombres del cuento, que se toman de la mano para que el sol vuelva a alumbrarlos.

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7. Investigue el significado de los cinco defectos que se critican en el cuento.

Defectos Cómo se manifiestanEgoísmo

Fanático

Ignorancia

Vileza

Odio

TEXTO No 9TITULO: ¡Diles que no me maten!AUTOR: Juan Rulfo

Nombre del alumno: ISABEL AGUILAR SECCIÓN : B

¡Diles que no me maten!

[Cuento - Texto completo.]

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Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:-No.Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.Y él contestó:-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.“Y me mató un novillo.

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“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

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Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.-Mi coronel, aquí está el hombre.Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:-¿Cuál hombre? -preguntaron.-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

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“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.En seguida la voz de allá adentro dijo:-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.-No.Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de

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cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.“Y me mató un novillo.“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los

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caminos.Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo, la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.-Mi coronel, aquí está el hombre.-¿Cuál hombre? -preguntaron.-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

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-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.FIN

ACTIVIDADES

1. Describa brevemente a los personajes indicados.

a. Juvencio Nava

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b. Guadalupe Terreros

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c. Justino

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d. El Coronel

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2. Desde el principio, el narrador deja una pista para determinar quién mandó a apresar a Juvencio por venganza. Transcriba el fragmento donde se localiza esa pista y explique por qué lo es.

Transcripción

Explicación

3. Explique con quién habla Justiniano en el último párrafo.

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4. Aunque el cuento no se explica, ¿por qué la mujer abandonó a Juvencio?

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5. A continuación se le presenta cuatro oraciones. Usted debe redactar otras cuatro, intercaladas, de manera que, al leer las ocho oraciones, se tenga un resumen del cuento.

a. Lupe Terreros impide el paso del ganado de Juvencio.

b. _____________________________________________________________________________

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c. Lupe vuelve a cerrarlo.

d. _____________________________________________________________________________

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e. Juvencio mata a Lupe.

f. _____________________________________________________________________________

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g. Un coronel, hijo de Lupe lo manda apresar y a fusilar.

h. _____________________________________________________________________________

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5. En los recuerdos de Juvencio queda un vacío entre el momento en que Lupe le mata su ganado y el momento en que Juvencio mata a Lupe. Con base en lo datos que luego aparta el coronel, reconstruya la historia como si usted hubiera sido testigo presencial.

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6. ¿Cree que el fusilamiento de Juvencio fue justo o injusto? Argumente su respuesta:

Argumentos a favor:

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Argumentos en contra:

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Balance:

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7. Imagine que, en verdad, Juvencio no mató a Lupe Terreros, aunque todas las circunstancias lo inculpen. Imagine lo que hubiera sucedido. Escriba como si usted fuera el propio Juvencio.

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TEXTO No 10TITULO: Emma Zunz.AUTOR: Jorge Luis Borges.

Nombre del alumno: JAVIER CHÁVEZ SECCIÓN : A

Emma Zunz[Cuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi

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patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja;

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cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó

(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, nisiquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo

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irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir,

ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios

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de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca

de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El Aleph, 1949

ACTIVIDADES

1. Quien narra la historia asegura que el señor Loewenthal era menos apto para ganar el dinero que para conservarlo ¿Qué quiere decir con esa frase?

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2. Aunque el cuento transcurre en dos días ( desde que Emma reciba la carta hasta que mata al señor Loewenthal), los hechos se remontan mucho tiempo atrás. Calcule el tiempo que abarcan los sucesos del cuento. Explique y detalle su cálculo.

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3. ¿Por qué se dice al principio, cuando Emma recibe la carta, que ella ya quería que llegara el día siguiente?

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4. Analice detalladamente lo que ocurre en el cuento y conteste si era necesario que Emma se dejara ultrajar por un desconocido para ejecutar su venganza.

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5. En este cuento, Jorge Luis Borges hace una crítica a la ambición, el interés desmedido y la injusticia. Lea detenidamente el cuento e indique en qué momentos esa crítica se hace evidente.

Ambición: _____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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Interés por el dinero: __________________________________________________________________________________________________

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Injusticia: ____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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6. Para vengar a su padre, Emma cometió un delito.

a. Investigue el nombre del delito, de acuerdo con las leyes guatemaltecas. Indique qué castigo podría recibir si es vencida en un juicio.

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b. De acuerdo con la trama del cuento, juzgue si fue justo lo que hizo Emma. Aporte argumentos a favor y en contra. Luego, haga un balance moral.

A favor:

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En contra:

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Balance:

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7. Emma quería que la justicia divina triunfara sobre la humana. Defina cómo se evidencian ambas justicias en el cuento y luego explique por qué Emma pensaba que iba a triunfar una sobre la otra.

Justicia humana Justicia Divina

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Triunfo

8. De acuerdo con lo que se informa en el cuento, imagine las fechorías que hizo el señor Loewenthal al padre de Emma y que motivara el odio de esta. Describa por escrito:

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98. Investigue acerca de la literatura de Jorge Luis Borges: corriente literaria a la pe pertenecen sus cuentos, estilo literario, ideología. Con la información obtenida, analice y explique cómo se manifiesta en este cuento cada aspecto.

a. Corriente literaria:

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b. Estilo literario:

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c. Ideología:

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TEXTO No 11TITULO: EL ALMOHADÓN DE PLUMASAUTOR: Horacio Quiroga

Nombre del alumno: JEBER BARAHONA SECCIÓN : A

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.

Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseada menos severidad en ese rígido cielo de amor, más

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expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve

rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo

abandono hubiera sensibilizado su resonancia.         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la

casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se

arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado.

De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente

todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello,

sin moverse ni decir una palabra.         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció

desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... . Si mañana se

despierta como hoy, llámeme enseguida.         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de

marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida.

Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.

Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de

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horror.         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!

         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la

mano de su marido, acariciándola, temblando.         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la

alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de

uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su

enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al

despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía

mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se

arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media

voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la

cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,

miró un rato extrañada el almohadón.         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que

parecen de sangre.         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían

manchitas oscuras.         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil

observación.         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a

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aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas

superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,

chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado

a Alicia.         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir

en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

ACTIVIDADES:

SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente

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inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola, temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa.

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En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

1. Subraye la opción que explique por qué Alicia no volvió a levantarse. Luego indique por qué no son válidas las otras opciones.

a. La trompa del animal la mantenía clavada en la almohada. b. Había perdido tanta sangre que estaba muy débil. c. El doctor le prohibió terminantemente moverse de la cama.

La opción no es correcta porque: _____________________________________________________

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La opción no es correcta porque: _____________________________________________________

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2. ¿Cómo era el ambiente físico donde vivía Alicia? ¿ QueQué relación tuvo este con su estado de ánimo?

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3. Escriba el nombre de tres personajes. Anote abajo tes acciones realizadas por cada uno.

ACC

IONE

S Personaje:

Personaje:

Personaje:

4. Localice los tres momentos claves del cuento. Para cada momento redacte una breve síntesis en donde explique lo que ocurrió.

a. Inicio

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b. Nudo

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c. Desenlace

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5. A lo largo del cuento, el autor utiliza algunos datos difíciles de creer o poco lógicos. Seleccione uno de ellos y argumente por qué le parecieron así.

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6. Escriba una síntesis del cuento:

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7. ¿Qué errores cometieron el médico y Jordán con relación a la enfermedad de Alicia?

a. El médico:

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b. Jordán:

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8. En el último párrafo, el autor describe al horroroso bicho que se encontraba dentro del almohadón.

Investigue si es posible que existan dichos parásitos. Anote sus principales características y hábitat normal.

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Averigüe si lo que ocurre en el cuento podría pasar en la realidad. Explique el proceso real que podría seguir un caso similar.

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Investigue acerca del colmoyote: cómo se incuba en la piel y los efectos que produce. Con la información obtenida, intente un final distinto para este cuento. En su desenlace, al final se descubre que Alicia murió como consecuencia de la acción del colmoyote.

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TEXTO No 12TITULO: ¡Diles que no me maten!AUTOR: Juan Rulfo

Nombre del alumno: NAHOMI RODRIGUEZ SECCIÓN : B

¡Diles que no me maten!

[Cuento - Texto completo.]Juan Rulfo

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¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba

sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la

Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

“Y me mató un novillo.“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque

ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

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“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los

madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le

pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo, la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía

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los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

¿Cuál hombre? -preguntaron.El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el

que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

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ACTIVIDADES:

1. Describa brevemente a los personajes indicados.

a. Juvencio Nava

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b. Guadalupe Terreros

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c. Justino

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d. El Coronel

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2. Desde el principio, el narrador deja una pista para determinar quién mandó a apresar a Juvencio por venganza. Transcriba el fragmento donde se localiza esa pista y explique por qué lo es.

Transcripción

Explicación

3. Explique con quién habla Justiniano en el último párrafo.

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4. Aunque el cuento no se explica, ¿por qué la mujer abandonó a Juvencio?

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5. A continuación se le presenta cuatro oraciones. Usted debe redactar otras cuatro, intercaladas, de manera que, al leer las ocho oraciones, se tenga un resumen del cuento.

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a. Lupe Terreros impide el paso del ganado de Juvencio.

b. _____________________________________________________________________________

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c. Lupe vuelve a cerrarlo.

d. _____________________________________________________________________________

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e. Juvencio mata a Lupe.

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g. Un coronel, hijo de Lupe lo manda apresar y a fusilar.

h. _____________________________________________________________________________

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5. En los recuerdos de Juvencio queda un vacío entre el momento en que Lupe le mata su ganado y el momento en que Juvencio mata a Lupe. Con base en lo datos que luego aparta el coronel, reconstruya la historia como si usted hubiera sido testigo presencial.

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6. ¿Cree que el fusilamiento de Juvencio fue justo o injusto? Argumente su respuesta:

Argumentos a favor:

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Argumentos en contra:

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Balance:

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7. Imagine que, en verdad, Juvencio no mató a Lupe Terreros, aunque todas las circunstancias lo inculpen. Imagine lo que hubiera sucedido. Escriba como si usted fuera el propio Juvencio.

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TEXTO No 13TITULO: Emma Zunz.AUTOR: Jorge Luis Borges.

Nombre del alumno: PABLO DE PAZ SECCIÓN : B

Emma Zunz[Cuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá

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rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en

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el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había

padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de

Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya

estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era

lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría

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sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún

modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los

antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó

(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco

del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era

Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma,

desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni

siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un

vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un

sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto

su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,

fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su

nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo

irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría

diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa

de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó

el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día,

por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.

Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a

Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar

por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho

memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.

Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la

victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del

retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla

visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal

es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba,

cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por

Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio

multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,

inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por

otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la

condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un

vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un

pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el

pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los

forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó

Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo

pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba

español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la

justicia.

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Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había

dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una

impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.

El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el

cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió,

conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había

contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó

en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a

concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la

fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un

gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss,

que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos

apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que

lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos

ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un

pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz

baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al

miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de

Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no

ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje

padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder

en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones

de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor.

Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces.

El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca

de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra

vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios

obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi

padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo

nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del

cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha

ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga…

Abusó de mí, lo maté…

FIN

El Aleph, 1949

ACTIVIDADES

1. Quien narra la historia asegura que el señor Loewenthal era menos apto para ganar el dinero que para conservarlo ¿Qué quiere decir con esa frase?

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2. Aunque el cuento transcurre en dos días ( desde que Emma reciba la carta hasta que mata al señor Loewenthal), los hechos se remontan mucho tiempo atrás. Calcule el tiempo que abarcan los sucesos del cuento. Explique y detalle su cálculo.

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3. ¿Por qué se dice al principio, cuando Emma recibe la carta, que ella ya quería que llegara el día siguiente?

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4. Analice detalladamente lo que ocurre en el cuento y conteste si era necesario que Emma se dejara ultrajar por un desconocido para ejecutar su venganza.

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5. En este cuento, Jorge Luis Borges hace una crítica a la ambición, el interés desmedido y la injusticia. Lea detenidamente el cuento e indique en qué momentos esa crítica se hace evidente.

Ambición: _____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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Interés por el dinero: _________________________________________________________________________________________________________________________________

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Injusticia: ____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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6. Para vengar a su padre, Emma cometió un delito.

a. Investigue el nombre del delito, de acuerdo con las leyes guatemaltecas. Indique qué castigo podría recibir si es vencida en un juicio.

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b. De acuerdo con la trama del cuento, juzgue si fue justo lo que hizo Emma. Aporte argumentos a favor y en contra. Luego, haga un balance moral.

A favor:

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En contra:

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Balance:

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7. Emma quería que la justicia divina triunfara sobre la humana. Defina cómo se evidencian ambas justicias en el cuento y luego explique por qué Emma pensaba que iba a triunfar una sobre la otra.

Justicia humana Justicia Divina

Triunfo

8. De acuerdo con lo que se informa en el cuento, imagine las fechorías que hizo el señor Loewenthal al padre de Emma y que motivara el odio de esta. Describa por escrito:

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89. Investigue acerca de la literatura de Jorge Luis Borges: corriente literaria a la pe pertenecen sus cuentos, estilo literario, ideología. Con la información obtenida, analice y explique cómo se manifiesta en este cuento cada aspecto.

a. Corriente literaria:

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b. Estilo literario:

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c. Ideología:

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TEXTO No 14TITULO: Tres cuentos fantásticos. AUTOR: Julio Cortázar

Nombre del alumno: RENÉ ORELLANA SECCIÓN : A

EL HIJO DEL VAMPIRO

Probablemente todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo, pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito. El rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte aparente —en el año 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa cara, eran los ojos. ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo. Duggu Van caminaba sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. y también un césped propicio, o una cariátide.Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.Que los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese, su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos cuerpos, con el hambre. Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de defensa. y el falso sueño del desmayo hubo de entregarla, blanca luz en la noche, al amante.Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era menos noble que el acto simple.En el castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad

emocionante. Lady Vanda estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte (sic). La hipótesis de una pesadilla demasiado erista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y, además, cuando transcurrió un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que estaba encinta.Puertas cerradas con yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. una simple asociación, de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua. Inflexible su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla amarilla de la yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. una tarde oyó Miss wilkinson gritar a su señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso, decía:• Es como su padre, como su padre. Duggu Van, a punto de morir la muerte de los vampiros (cosa que lo aterraba con razones comprensibles), tenía aún la débil esperanza de que su hijo, poseedor acaso de sus mismas cualidades de sagacidad y destreza, se ingeniara para traerle algún día a su madre.Lady Vanda estaba día a día más blanca, más aérea. Los médicos maldecían, los tónicos cejaban. y ella, repitiendo siempre:• Es como su padre, como su padre.

Miss wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada de las crueldades. Cuando los médicos se enteraron hablose de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendo la cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.• Es como su padre —dijo—. Como su padre.El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No sólo ocupaba la cavidad que la naturaleza le concediera, sino que invadía el resto del

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cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.

Y cuando vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la medianoche del trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.Miss wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba segura de que con ello no ganaría nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.• Es absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta—y nadie puede interpolarse entre su esencia y mi cariño.Hablaba del hijo; Miss wilkinson se calmó.

Los médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos tenían un miedo atroz. Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y tendió los brazos hacia la puerta abierta. Duggu Van entró en el salón, pasó ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo. Los dos, mirándose como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él, contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar al recién nacido, y Miss wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos y preguntando, preguntando, preguntando».

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y

debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

“LOS LIMPIADORES DE ESTRELLAS”

Se formó una Sociedad con el nombre de LOS LIMPIADORES DE ESTRELLAS. Era suficiente llamar al teléfono 50-4765 para que de inmediato salieran las brigadas de limpieza, provistas de todos los implementos necesarios y muñidas de órdenes efectivas que se apresuraban a llevar a la práctica; tal era, al menos, el lenguaje que empleaba la propaganda de la Sociedad.

En esta forma, bien pronto las estrellas del cielo readquirieron el brillo que el tiempo, los estudios históricos y el humo de los aviones habían empañado. fue posible iniciar una más legítima clasificación de magnitudes, aunque

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se comprobó con sorpresa y alegría que todas las estrellas, después de sometidas al proceso de limpieza, pertenecían a las tres primeras.

Lo que se había tomado antes por insignificancia -¿quién se preocupa de una estrella al parecer situada a cientos de años-luz?- resultó ser fuego constreñido, a la espera de recobrar su legítima fosforescencia.

Por cierto, la tarea no era fácil. En los primeros tiempos, sobre todo, el teléfono 50-4765 llamaba continuamente y los directores de la empresa no sabían cómo multiplicar las brigadas y trazarles itinerarios complicados que, partiendo de la Alfa de determinada constelación, llegasen hasta la Kapa en el mismo turno de trabajo, a fin de que un número considerable de estrellas asociadas quedaran simultáneamente limpias.

Cuando por la noche una constelación refulgía de manera novedosa, el teléfono era asediado por miríadas estelares incapaces de contener su envidia, dispuestas a todo con tal de equipararse a las ya atendidas por la Sociedad. Fue necesario acudir a subterfugios diversos, tales como recubrir las estrellas ya lavadas con películas diáfanas que sólo al cabo de un tiempo se disolvían revelando su brillo deslumbrador; o bien aprovechar la época de densas nubes, cuando los astros perdían contacto con la Tierra y les resultaba imposible llamar a la Sociedad en demanda de limpieza.

El directorio compró toda idea ingeniosa destinada a mejorar el servicios y abolir envidias entre constelaciones y nebulosas. Estas últimas, que sólo podían acogerse a las ventajas de un cepillado enérgico y un baño de vapor que les quitara las concreciones de la materia, rotaban con melancolía, celosas de las estrellas llegadas ya a su forma esbelta. El directorio de la Sociedad las conformó, sin embargo, con unos prospectos elegantemente impresos donde se especificaba: “El cepillado de las nebulosas permite a éstas ofrecer a los ojos del universo la gracia constante de una línea en perpetua mutación, tal como la anhelan poetas y pintores. Toda cosa ya definida equivale al renunciamiento de las otras múltiples formas en que se complace la voluntad divina”. A su vez las estrellas no pudieron evitar la congoja que este prospecto les producía, y fue necesario que la Sociedad ofreciera compensatoriamente un abono secular en el que varias limpiezas resultaban gratuitas.

Los estudios astronómicos sufrieron tal crisis que las precarias y provisorias bases de la ciencia precipitaron su estrepitosa bancarrota. Inmensas bibliotecas fueron arrojadas al fuego, y por un tiempo los hombres pudieron dormir en paz sin pensar en la falta de combustible, alarmante ya en aquella época terrestre. Los nombres de Copérnico, Martín Gil, Galileo, Gaviola y James Jeans fueron borrados de panteones y academias; en su lugar se perfilaron con letras capitales e imperecederas los de aquellos que fundaran la Sociedad.

La Poesía sufrió también un quebranto perceptible; himnos al sol, ahora en descrédito, fueron burlonamente desterrados de las antologías; poemas donde se mencionaba a Betelgeuse, Casiopea y Alfa del Centauro, cayeron en estruendoso olvido. Una literatura capital, la de la Luna, pasó a la nada como barrida por escobas gigantescas; ¿quién recordó desde entonces a Laforgue, Jules Verne, Hokusai, Lugones y Beethoven? El Hombre de la Luna puso su haz en el suelo y se sentó a llorar sobre el Mar de los Humores, largamente.

Por desdicha las consecuencias de tamaña transformación sideral no habían sido previstas en el seno de la Sociedad. (¿O lo habían sido y, arrastrado su directorio por el afán de lucro, fingió ignorar el terrible porvenir que aguardaba al universo?).

El plan de trabajo encarado por la empresa se dividía en tres etapas que fueron sucesivamente llevadas a efecto. Ante todo, atender los pedidos espontáneos mediante el teléfono 50-4765. Segundo, enardecer las coqueterías en base a una efectiva propaganda. Tercero, limpiar de buen o mal grado aquellas estrellas indiferentes o modestas. Esto último, acogido por un clamor en el que alternaban las protestas con las voces de aliento, fue realizado en forma implacable por la Sociedad, ansiosa de que ninguna estrella quedara sin los beneficios de la organización.

Durante un tiempo determinado se enviaron las brigadas junto con tropas de asalto y máquinas de sitio hacia aquellas zonas hostiles del cielo. Una tras otra, las constelaciones recobraron su brillo; el teléfono de la Sociedad se cubrió de silencio, pero las brigadas, movidas por un impulso ciego, proseguían su labor incesante. Hasta que solo quedó una estrella por limpiar. Antes de emitir la orden final, el directorio de la Sociedad subió en pleno a las terrazas del rascacielos -denominación justísima- y contempló su obra con orgullo.

Todos los hombres de la Tierra comulgaban en ese instante solemne. Ciertamente, jamás se había visto un cielo semejante. Cada estrella era un sol de indescriptible luminosidad. Ya no se hacían preguntas como en los viejos tiempos: “¿Te parece que es anaranjada, rojiza o amarilla?” Ahora los colores se manifestaban en toda su pureza, las estrellas dobles alternaban sus rayos en matices únicos, y tanto la Luna como el Sol aparecían confundidos en la muchedumbre de estrellas, invisibles, derrotados, deshechos por la triunfal tarea de los limpiadores. Y sólo quedaba un astro por limpiar. Era Nausicaa, una estrella que muy pocos sabios conocían, perdida allá en su falsa vigésima magnitud.

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Cuando la brigada cumpliera su labor, el cielo estaría absolutamente limpio. La Sociedad habría triunfado. La Sociedad descendería a los recintos del tiempo, segura de la inmoralidad. La orden fue emitida. Desde sus telescopios, los directores y los pueblos contemplaban con emoción la estrella casi invisible. Un instante, y también ella se agregaría al concierto luminoso de sus compañeras. Y el cielo sería perfecto, para siempre...

Un clamoreo horrible, como el de vidrios raspando un ojo, se enderezó de golpe el aire abriéndose en una especie de tremendo Igdrasil inesperado. El directorio de la Sociedad yacía por el suelo, apretándose los párpados con las manos crispadas, y en todo el mundo rodaban las gentes contra la tierra, abriéndose camino hacia los sótanos, hacia la tiniebla, cegándose entre ellos con uñas y con espadas para no ver, para no ver, para no ver...

La tarea había concluido, la estrella estaba limpia. pero su luz, incorporándose a la luz de las restantes estrellas acogidas a los beneficios de la Sociedad, sobrepasaba ya las posibilidades de la sombra. La noche quedó instantáneamente abolida. Todo fue blanco, el espacio blanco, el vacío blanco, los cielos como un lecho que muestra las sábanas, y no hubo más que una blancura total, suma de todas las estrellas limpias...

Antes de morir, uno de los directores de la Sociedad alcanzó a separar un poco los dedos y mirar por entre ellos: vio el cielo enteramente blanco y las estrellas, todas las estrellas, formando puntos negros. Estaban las constelaciones y las nebulosas: las constelaciones puntos negros; y las nebulosas, nubes de tormenta. Y después el cielo, enteramente blanco.

En noviembre de 1942, el doctor Fernando H. Dawson (del Observatorio astronómico de la Universidad de La Plata) anunció clamorosamente haber descubierto una “nova” ubicada a 8 h. 9,5 de ascensión recta y 35º 12´ de declinación austral, “siendo la estrella más brillante en la región entre Sirio, Canopus y el horizonte”. (La Prensa, 10 de noviembre, pág. 10.) ¡Angélicas criaturas! La verdad es que se trataba del primer ensayo -naturalmente secreto- de la Sociedad.

ACTIVIDADES

1. En cada uno de los cuentos, distinga un hecho real (que de verdad pueda suceder) y uno fantástico ( que solo puede ocurrir en una obra literaria)

El hijo del vampiro

Real Imaginario

Continuidad de los parques

Real Imaginario

Los limpiadores de estrellas

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Real Imaginario

2. De acuerdo con los datos que aporta el narrador, explique si Lady Vanda fue complaciente o no con el vampiro y con tener un hijo de este.

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3. ¿Qué relación tiene el título “Continuidad de los parques” con lo que ocurre en esta historia?

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4. En el cuento “Los limpiadores de estrellas” se lee: “Pero su luz (...) sobrepasa ya las posibilidades de la sombra”. Explique el significado de la frase y su relación con el final del cuento.

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5. Resume en un párrafo de tres a cinco oraciones cada una de las historias de Julio Cortázar:

a. El hijo del vampiro.

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b. Continuidad de los parques.

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c. Los limpiadores de estrellas.

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8. Dibuje con ilustraciones elaboradas por usted la escena indicada para cada cuadro. Detalle de los personajes: actitud física, expresión emocional. Espacio, ambiente, clima y entorno que se describe en cada historia. Elementos, objetos, vestuario que acompaña a cada personaje.

a. El momento en que Lady Vanda se transforma en su hijo.

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b. El momento en el que el amante penetra en la sala en donde el esposo está leyendo esa misma escena.

c. El momento en el que una brigada de la Sociedad está terminando de limpiar una estrella.

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9. Investigue tres características de la literatura fantástica de Julio Cortázar. Explique en qué consiste cada una de ellas y ejemplifíquela con uno de los cuentos que acaba de leer.

El hijo del vampiro.Características Explicación

Continuidad de los parques. Características Explicación

Los limpiadores de estrellasCaracterísticas Explicación

TEXTO No 15TITULO: Día domingo.AUTOR: Mario Vargas Llosa.

Nombre del alumno: ROBERTO GÁLVEZ SECCIÓN : A

TEXTO No 16TITULO:AUTOR:

Nombre del alumno: RORIGO CARRILLO SECCIÓN : A

Día domingoMario Vargas Llosa

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Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras como te odio! Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de caballeras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego". Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo". Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.

-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.

-Mira, Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.

-Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel-. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.

-Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió-: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.

Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.

-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente.

-No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada.

-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel- Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?

-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.

Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Metanos había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.

-No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.

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-No puedo, de veras -dijo Flora-.Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.

Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado.

Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante mirando el horizonte. Levantando la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.

Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto.

Se echó de bruces en la cama: en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha -"Te quiero, Flora", dijo él en voz alta- y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil: estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacia Flora.

Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la verá decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada".

La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grúa; allí vaciló. Sintió frío: había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.

-Hola -les dijo, acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?

-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?

-Hace siglos que no venías -dijo Francisco.

-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?

Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.

-¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento.

Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos" y bebió.

-Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus!

-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo-. ¿ O no ?.

-Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita, nada más.

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Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba "La niña Popof", de Pérez Prado.

-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?

-Eso es un secreto.

-Entre los pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-.¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?

-Qué te importa -dijo Miguel.

-Muchísimo -dijo Tobías-. Tengo que saber con quién andas para saber quién eres.

-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-.Una a cero.

-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-.¿Ustedes no?

-Yo ya sé -dijo Tobías.

-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes-.Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?

-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.

-Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-.¿Nadie va a pedir una cerveza?

El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta: -I haven't money, darling -dijo.

-Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.

-Cuncho, bájate media docena de Cristales -dijo Miguel.

Hubo gritos de júbilo, exclamaciones. -Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.

-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri.

Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.

-Lo hacía porque yo estaba ahí -afirmó el Escolar-. Quería lucirse.

-Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia.

-Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?

-¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.

-Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese cómo le ha dejado el asiento.

El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: “agarren a ese desgraciado".

-¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.

-No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.

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-Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.

-Me voy -dijo-. Ya nos vemos.

-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos.

-Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.

-Anda vete nomás, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita.

-Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés.

-No -exclamó Miguel-. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.

-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte.

-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías.

-Me voy -dijo Rubén.

-Lo que pasa es que estás borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.

-¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén-. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.

-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?

-Con mucho gusto -dijo Rubén-. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?

-No. En este momento -Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos- : Pajarracos, estoy haciendo un desafío.

-Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido.

-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.

Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.

-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.

-Otras tres por cabeza.

Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.

-Me hago pis -dijo-. Voy al baño.

Los pajarracos rieron.

-¿Te rindes? -preguntó Rubén.

-Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres, que traigan más.

En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.

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-Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.

"Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué".

-Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.

-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.

-Salud -repetía Rubén.

-Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus oídos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza; la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.

-¿Te rindes, mocoso?

Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.

-Los pajarracos no pelean nunca -dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.

El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.

-Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo.

Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.

-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza.

-No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.

-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?

-Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés.

-Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé unas clases?

-Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.

-Este no es campeón de nada -dijo Miguel, con dificultad-. Es pura pose.

-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?

-No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.

-Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?

-Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.

-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén, que ni siquiera sabes correr olas.

-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.

-Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel, que es una madre.

-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.

-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.

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-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.

-Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.

-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo.

-Eres pura pose -dijo Miguel.

El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos además de rencorosos, se volvieron arrogantes.

-Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.

-Pura pose -dijo Miguel.

-Si ganas -dijo Rubén-, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.

-¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?

-Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.

-Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-.¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?

-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.

-Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.

-Ha aceptado -dijo Rubén-. Vamos.

-Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo - dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.

-Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale.

-Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.

-Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, nomás.

Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grúa había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

-¿Ya se te pasó? -dijo el Escolar.

-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien. En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.

-Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo. Tobías las imitó, aflautando la voz: -Hola, Rubén, príncipe.

La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca: por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.

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-Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.

Corrían contra el viento y la delgada bruma que subía desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.

-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío.

Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas.

-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.

-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído?

Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa.

-¡Rubén! -gritó el Escolar-. ¿Estás loco? ¡Regresa!

Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió. En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras, plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.

-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos?

Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.

-Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al mediodía estará despejado. Así podremos controlarlos.

-Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos.

-Me parece bien -dijo Rubén-.¿ Y a ti?

-También -dijo Miguel.

Cuando estuvieron desnudos. Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó: tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera. Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y

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muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha líquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando, disimuladamente, con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.

Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.

-¿Vamos?

-Vamos.

A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas, sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón ( a la que había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.

Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle "por qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscuro, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó "fijo que eso me ha debilitado". Al instante pareció que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto

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le diré me ganaste, pero regresemos". Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.

-Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-. Me parece que estamos nadando de costado a la playa.

Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.

-Ya no se ve la playa -dijo Rubén.

-Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel-. Hay mucha neblina.

-No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Mira. Ya se ve la espuma.

En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una ola de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.

-Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.

-Sí. Hemos nadado rápido.

-Nunca había visto tanta neblina. -¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.

-¿Yo? Estás loco. Sigamos.

-Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho "bueno sigamos".

Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no MARIO VARGAS LLOSA avanzaba, tenía la pierna derecha seminmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó "¡Rubén!" Este seguía nadando. "¡Rubén, Rubén!" Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce límites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!".

Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.

-Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.

Flotaba hacia Rubén, y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó, pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar, pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta

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alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame, Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.

-Hermanito -susurró Miguel -, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.

Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.

-Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.

Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!".

Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podría pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también.

-¿Estás mejor?

-Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.

Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de pie en la galería de las mujeres, mirándolos.

-Oye -dijo Rubén.

-Sí.

-No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.

-¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.

Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.

-Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.

-Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?

Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:

-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que, si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.

Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.

-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.

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Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.

ACTIVIDADES1. Flora estaba ante dos opciones: Rubén o Miguel. ¡Qué significaba para ella cada uno de los pretendientes?

a. Rubén __________________________________________________________________________________________________________________________

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b. Miguel __________________________________________________________________________________________________________________________

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2. Explique qué es un “desafío” para loa “pajarracos”.

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3. Describa el carácter de cada uno de los “pajarracos”.

a. Melanés __________________________________________________________________________________________________________________________

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b. Miguel __________________________________________________________________________________________________________________________

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c. Rubén __________________________________________________________________________________________________________________________

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d. El escolar __________________________________________________________________________________________________________________________

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4. El panorama de Miguel, en cuanto a ser aceptado o no por Flora, fue cambiando conforme avanza el cuento. Describa estos cambios. Al principio:

Luego,

Al final,

5. Investigue en algún manual de natación o entreviste a un entrenador en este deporte. Luego, indique qué errores y aciertos cometió Miguel durante la competencia con Rubén.

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6. De acuerdo con las costumbres de los adolescentes descritas en el cuento, redacte una escena en la que se muestre cómo trataría a Miguel en el colegio, tanto hombres como mujeres.

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7. Miguel provocó que Rubén se emborrachara para evitar que este fuera a la cita con Flora. Luego , se valió de su triunfo en natación para que su contrincante abandonara su intención de conquistarla. Argumente, ¿es legítimo lo que hizo Miguel?

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8. Flora oculta a Miguel que se verá con Rubén. Aunque no lo acepta, tampoco lo rechaza del todo. ¿Cree usted que es una actitud normal o común entre las adolescentes? ¿Es la actitud correcta?

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9. Con base a lo que ocurre esa tarde, imagine y redacte una carta escrita por Melanés y dirigida a Flora En ella, le aclara las trampas de que se valió Miguel para conquistarla. Cuide todos los aspectos formales de una carta.

TEXTO No 16TITULO: ¡Diles que no me maten!AUTOR: Juan Rulfo.

Nombre del alumno: RORIGO CARRILLO SECCIÓN : A

¡Diles que no me maten!

[Cuento - Texto completo.]Juan Rulfo

¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba

sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

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Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

“Y me mató un novillo.“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque

ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del

exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los

madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar

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era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece

chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo, la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

¿Cuál hombre? -preguntaron.El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

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Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos

modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

ACTIVIDADES:

1. Describa brevemente a los personajes indicados.

a. Juvencio Nava

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b. Guadalupe Terreros

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c. Justino

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d. El Coronel

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2. Desde el principio, el narrador deja una pista para determinar quién mandó a apresar a Juvencio por venganza. Transcriba el fragmento donde se localiza esa pista y explique por qué lo es.

Transcripción

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Explicación

3. Explique con quién habla Justiniano en el último párrafo.

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4. Aunque el cuento no se explica, ¿por qué la mujer abandonó a Juvencio?

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5. A continuación se le presenta cuatro oraciones. Usted debe redactar otras cuatro, intercaladas, de manera que, al leer las ocho oraciones, se tenga un resumen del cuento.

a. Lupe Terreros impide el paso del ganado de Juvencio.

b. _____________________________________________________________________________

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c. Lupe vuelve a cerrarlo.

d. _____________________________________________________________________________

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e. Juvencio mata a Lupe.

f. _____________________________________________________________________________

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g. Un coronel, hijo de Lupe lo manda apresar y a fusilar.

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h. _____________________________________________________________________________

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5. En los recuerdos de Juvencio queda un vacío entre el momento en que Lupe le mata su ganado y el momento en que Juvencio mata a Lupe. Con base en lo datos que luego aparta el coronel, reconstruya la historia como si usted hubiera sido testigo presencial.

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6. ¿Cree que el fusilamiento de Juvencio fue justo o injusto? Argumente su respuesta:

Argumentos a favor:

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Argumentos en contra:

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Balance:

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7. Imagine que, en verdad, Juvencio no mató a Lupe Terreros, aunque todas las circunstancias lo inculpen. Imagine lo que hubiera sucedido. Escriba como si usted fuera el propio Juvencio.

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TEXTO No 17TITULO: Emma Zunz.AUTOR: Jorge Luis Borges.

Nombre del alumno: SARAÍ ORELLANA SECCIÓN : A

Emma Zunz[Cuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar

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por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

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Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

FIN

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el

fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la

letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de

Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía

saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya

estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era

lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto.

Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había

empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los

antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó

(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco

del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era

Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma,

desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni

siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un

vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un

sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto

su plan. Procuró que ese día, que le pareció

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interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,

fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su

nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo

irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría

diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa

de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó

el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día,

por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos.

Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a

Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar

por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho

memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado.

Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la

victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del

retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla

visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal

es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba,

cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por

Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio

multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró,

inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por

otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la

condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un

vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un

pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el

pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los

forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó

Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo

pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba

español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la

justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había

dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una

impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.

El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el

cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió,

conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había

contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó

en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a

concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la

fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un

gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss,

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que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos

apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que

lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos

ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un

pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz

baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al

miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de

Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no

ocurrieron así.

Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje

padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder

en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones

de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor.

Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de

agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces.

El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca

de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra

vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios

obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi

padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo

nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del

cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha

ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga…

Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero

era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que

había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

El Aleph, 1949

ACTIVIDADES

1. Quien narra la historia asegura que el señor Loewenthal era menos apto para ganar el dinero que para conservarlo ¿Qué quiere decir con esa frase?

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2. Aunque el cuento transcurre en dos días ( desde que Emma reciba la carta hasta que mata al señor Loewenthal), los hechos se remontan mucho tiempo atrás. Calcule el tiempo que abarcan los sucesos del cuento. Explique y detalle su cálculo.

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3. ¿Por qué se dice al principio, cuando Emma recibe la carta, que ella ya quería que llegara el día siguiente?

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4. Analice detalladamente lo que ocurre en el cuento y conteste si era necesario que Emma se dejara ultrajar por un desconocido para ejecutar su venganza.

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5. En este cuento, Jorge Luis Borges hace una crítica a la ambición, el interés desmedido y la injusticia. Lea detenidamente el cuento e indique en qué momentos esa crítica se hace evidente.

Ambición: _____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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Interés por el dinero: _________________________________________________________________________________________________________________________________

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Injusticia: ____________________________________________________________________________________________________________________________________________

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6. Para vengar a su padre, Emma cometió un delito.

a. Investigue el nombre del delito, de acuerdo con las leyes guatemaltecas. Indique qué castigo podría recibir si es vencida en un juicio.

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b. De acuerdo con la trama del cuento, juzgue si fue justo lo que hizo Emma. Aporte argumentos a favor y en contra. Luego, haga un balance moral.

A favor:

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En contra:

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Balance:

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7. Emma quería que la justicia divina triunfara sobre la humana. Defina cómo se evidencian ambas justicias en el cuento y luego explique por qué Emma pensaba que iba a triunfar una sobre la otra.

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Justicia humana Justicia Divina

Triunfo

8. De acuerdo con lo que se informa en el cuento, imagine las fechorías que hizo el señor Loewenthal al padre de Emma y que motivara el odio de esta. Describa por escrito:

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8. Investigue acerca de la literatura de Jorge Luis Borges: corriente literaria a la pe pertenecen sus cuentos, estilo literario, ideología. Con la información obtenida, analice y explique cómo se manifiesta en este cuento cada aspecto.

a. Corriente literaria:

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b. Estilo literario:

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c. Ideología:

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TEXTO No 18TITULO: El joven que subió al cielo. AUTOR: José María Arguedas.

Nombre del alumno: SEBASTIÁN CABRERA SECCIÓN : A

El joven que subió al cielo[Cuento - Texto completo.]

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José María Arguedas

Había una vez un matrimonio que tenía un solo hijo. El hombre sembró la más hermosa papa en una tierra que estaba lejos de la casa que habitaban. En esas tierras la papa crecía lozana. Sólo él poseía esa excelsa clase de semilla. Empero, todas las noches, los ladrones arrancaban las matas de este sembrado, y robaban los hermosos frutos. Entonces el padre y la madre llamaron a su joven hijo, y le dijeron:

-No es posible que, teniendo un hijo joven y fuerte como tú, los ladrones se lleven todas nuestras papas. Anda a vigilar nuestro campo. Duerme junto a la chácara y ataja a los ladrones.

El joven marchó a cuidar el sembrado.

Y pasaron tres noches. La primera, el joven la pasó despierto, mirando las papas, sin dormir. Sólo al rayar la aurora le venció el sueño, y se quedó dormido. Fue en ese instante en que los ladrones entraron a la chácara, y escarbaron las papas. En vista de su fracaso, el mozo tuvo que ir a la casa de sus padres a contarles lo sucedido. Al oír el relato sus padres le contestaron:

-Por esta vez te perdonamos. Vuelve y vigila mejor.

Regresó el joven. Estuvo vigilando el sembrado con los ojos bien abiertos. Y justo, a la medianoche, pestañeó un instante. En ese instante los ladrones ingresaron al campo. Despertó el mozo y vigiló hasta la mañana. No vio ningún ladrón. Pero al amanecer tuvo que ir a la casa de sus padres a darles cuenta del nuevo robo. Y les dijo:

-A pesar de que estuve vigilante toda la noche, los ladrones me burlaron tan sólo en el instante en que a la medianoche cerré los ojos.

Al oír este relato los padres le contestaron:

-¡Ajá! ¿Quién ha de creer que robaron cuando tú estabas mirando? Habrás ido a buscar mujeres, te habrás ido a divertir.

Diciendo esto lo apalearon y le insultaron largo rato. Así, muy aporreado, al día siguiente, lo enviaron nuevamente a la chacra.

-Ahora comprenderás cómo queremos que vigiles -le dijeron.

El joven volvió a la tarea. Desde el instante en que llegó a la orilla del sembrado estuvo mirando el campo, inmóvil y atento. Esa noche la luna era brillante. Hasta la alborada estuvo contemplando los contornos del papal; así, mientras veía, le temblaron los ojos, y se adormiló unos instantes. En esa ráfaga de sueño que tuvo, mientras pestañeaba el mozo, una multitud de hermosísimas jóvenes, princesas y niñas blancas poblaron el sembrado. Sus rostros eran como flores, sus cabelleras brillaban como el oro; eran mujeres vestidas de plata. Todas juntas, muy de prisa, se dedicaron a escarbar las papas. Tomando la apariencia de princesas eran estrellas, que bajaron del altísimo cielo.

El joven despertó entonces, y al contemplar la chácara exclamó:

-¡Oh! ¿De qué manera podría yo apoderarme de bellísimas niñas? ¿Y, cómo es posible que siendo tan hermosas y radiantes puedan dedicarse a tan bajo menester?

Pero, mientras esto decía, su corazón casi estallaba de amor. Y pensó para sí.

-¿No podría, por ventura, reservar para mí siquiera una parejita de esas beldades?

Y saltó a todo vuelo sobre las hermosas ladronas. Sólo en el último instante, y a duras penas, pudo apresar a una de ellas. Las demás se elevaron al cielo, como luces que se mueren.

Y a la estrella que pudo apresar le dijo, enojado:

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-¿Con que erais vosotras las que robabais los sembrados de mi padre? -Diciéndole esto la llevó a la choza. Y no le dijo más acerca del robo. Pero luego agregó:

-¡Quédate conmigo; serás mi esposa!

La joven no aceptó. Estaba llena de temor y rogó al muchacho:

-¡Suéltame, suéltame! ¡Ten piedad! Mira que mis hermanos le avisarán a mis padres. Yo te devolveré todas las papas que te hemos robado. No me obligues a vivir en la tierra.

El mozo no dio oídos a los ruegos de la hermosa niña. La retuvo en sus manos. Pero decidió no volver a la casa de sus padres. Se quedó con la estrella en la choza que había junto al sembrado.

Entre tanto, los padres pensaban: “Le habrán vuelto a robar las papas a ese inútil; no puede haber otros motivos para que no se presente aquí.”

Y como tardaba, la madre decidió llevarle comida al campo, y averiguar de él. Desde la choza, el muchacho y la niña atisbaban el camino. En cuanto vieron a la madre, la joven dijo al mozo:

-De ninguna manera puedes mostrarme, ni a tu padre ni a tu madre.

Entonces el joven corrió a dar alcance a su madre, y le gritó desde lejos:

-¡No, mamá; no te acerques más! ¡Espérame atrás, atrás!

Y recibiendo la comida en aquel lugar, tras la choza, llevó los alimentos a la princesa. La madre se volvió apenas hubo entregado el fiambre. Cuando llegó a su casa, contó a su esposo:

-Así es como nuestro hijo ha aprisionado a una ladrona de papas que bajó de los cielos. Es así como la cuida en la choza. Y con ella dice que se casará. No permite que nadie se aproxime a su choza.

Entre tanto el joven pretendía engañar a la doncella. Y le decía:

-Ahora que es de noche, vamos a mi casa.

Pero la princesa insistía:

-De ninguna manera deben verme tus padres, ni puedo encontrarme con ellos.

Sin embargo, el mozo la engañó, diciéndole:

-Otra es mi casa.

Y durante la noche la llevó por el camino.

De este modo, y sin que ella quisiera, la hizo entrar al hogar de sus mayores y la mostró a sus padres. Los padres recibieron asombrados a esa criatura, de tal manera luminosa y bella que la palabra no es capaz de describirla. La cuidaron y criaron, teniéndola muy bien amada. Sin embargo, no la dejaban salir. Y nadie la conoció ni vio.

Y ya hacía mucho tiempo que la princesa vivía con los padres del joven. Llegó a estar encinta y dio a luz. Mas la criatura murió, sin saberse por qué, misteriosamente.

La ropa luminosa de la joven la guardaban encerrada. A ella la vestían de ropas comunes; y así la criaban.

Cierto día, el joven fue a trabajar lejos de la casa; y mientras estaba fuera, la niña pudo salir, haciendo como que sólo iba por ahí cerca. Y se volvió a los cielos.

El mozo llega a su casa. Pregunta por su mujer. No la encuentra. Y como ve que ella ha desaparecido, suelta el llanto.

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Cuentan que vagó por los montes, llorando con locura, sonámbulo, enajenado, caminando por todas partes. Y en una de las cimas solitarias a donde llegó se encontró con un cóndor divino. Entonces el cóndor le dijo:

-Joven, ¿por qué causa lloras de esta suerte?

Y el mozo le contó su vida.

-He aquí, señor, que era mía la mujer más hermosa. Ahora no sé por qué caminos ha partido. Estoy extraviado. Temo que haya huido a los cielos de donde vino.

Y cuando dijo esto, el cóndor le respondió:

-No llores, joven. Es cierto; ella ha vuelto al alto cielo. Pero, si quisieras y es tanta tu desventura, yo te cargaré hasta ese mundo. Sólo te pido que me traigas dos llamas. Una para devorarla aquí, la otra para el camino.

-Muy bien, señor –contestó el mozo-. Yo te traeré las dos llamas que me pides. Te ruego esperarme en este mismo sitio.

E inmediatamente se dirigió a su casa en busca de las llamas. Luego que llegó, dijo a sus padres:

-Padre mío, madre mía: voy en busca de mi esposa. He encontrado a quien puede llevarme hasta el lugar donde ella se encuentra. Sólo pide dos llamas en pago de tan gran favor; y voy a llevárselas ahora mismo.

Y cargó las dos llamas para el cóndor. El cóndor devoró inmediatamente una, hasta el hueso de los huesos, arrancando las carnes con su propio pico. A la otra la hizo degollar con el joven, para comerla en el camino. E hizo que el mozo se echara la res degollada en las espaldas; luego le ordenó que subiera sobre una roca; cargó al joven, y le hizo esta advertencia:

-Has de cerrar y apretar los párpados; por ninguna causa abrirás los ojos. Y cada vez que yo te diga: “¡Carne!”, me pondrás en el pico un trozo de la llama.

Luego el cóndor levantó el vuelo.

El hombre obedeció y no abrió los ojos en ningún instante; tenía los párpados cerrados y duros. “¡Carne!”, pedía el Mallku, y luego el mozo cortaba grandes trozos de llama y le metía en el pico. Pero en lo más raudo del viaje, se acabó el fiambre. Antes de alzar vuelo, el cóndor le había advertido al joven: “Si cuando diga ¡Carne! no me pones carne en el pico, donde quiera que estemos, te soltaré”. Ante ese temor, el joven empezó a cortarse trozos de su pantorrilla. Cada vez que el cóndor le pedía carne, le servía las raciones de su propia carne. Así, a costa de su sangre, consiguió que el cóndor le hiciera llegar hasta el cielo. Y se cuenta que tardaron tres años en elevarse a tan gran altura.

Cuando llegaron, el cóndor descansó un rato; luego volvió a cargar al joven y voló hasta la orilla de un mar lejano. Allí le dijo al mozo:

-Ahora, mi querido, báñate en este mar.

El joven se bañó en seguida. Y también el cóndor se bañó.

Ambos habían llegado al cielo, sucios negros de barba; viejos. Pero cuando salieron del baño estaban hermosamente rejuvenecidos. Entonces le dijo el cóndor:

-En la otra orilla de este lago, frente a nosotros, hay un gran santuario. Allí se ha de celebrar una ceremonia. Anda, y espera en la puerta de ese hermoso templo. A la ceremonia han de asistir las jóvenes del cielo; son una multitud, y todas tienen el mismo rostro que tu esposa. Cuando ellas estén desfilando junto a ti, no has de dirigirle la palabra a ninguna, porque la que es tuya vendrá la última, y te dará un empujón. Entonces la asirás y por ningún motivo la soltarás.

El joven obedeció al cóndor. Llegó a la puerta del gran recinto, y esperó de pie. Y llegaron una infinidad de jóvenes de idéntico rostro. Entraban, entraban; una tras de otra. Todas miraban impasibles al hombre. Él no

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podía reconocer entre tantas a la que era su mujer. Y cuando estaban ingresando las últimas, de pronto, una de ellas le dio un empujón con el brazo; y también entró al gran templo.

Era el resplandeciente templo del Sol y de la Luna, padre y madre de todas las estrellas y de todos los luceros. Allí, en ese templo, se reunían los seres celestiales; allí venían los luceros para adorar el Sol, día a día. Cantaban melodiosamente para el Sol; cual jóvenes blancas, las estrellas; como innumerables princesas, los luceros.

Cuando terminó la ceremonia, las jóvenes empezaron a salir. El mozo seguía esperando en la puerta. Ellas volvieron a mirarle con igual indiferencia que antes. Y nuevamente le era imposible distinguir entre todas a la que era su esposa. Y como en la primera vez, de pronto, una de las princesas le dio un empujón con el brazo, y luego pretendió huir; pero él entonces la pudo aprisionar. Y no la soltó.

Ella lo guío a su casa diciéndole:

-¿A qué has venido hasta aquí? Yo iba a volver donde ti, de todos modos.

Cuando llegaron a la casa, el mozo tenía el cuerpo frío a causa del hambre. Viéndolo así, ella le dijo:

-Toma este poco de quinua y cocínalo.

Le dio una cuchara escasa de quinua. Entre tanto el joven lo observaba todo, y vio de qué lugar ella sacaba la quinua. Y cuando vio los pocos granos de quinua que tenía en las manos, dijo para sí: “¡La miseria que me ha dado! ¿Cómo es posible que esto aplaque mi hambre de todo un año?” Y la joven le dijo:

-Es necesario que vaya un instante donde mis padres. No debes mostrarte ante ellos. Mientras vuelvo, haz una sopa con la quinua que te he dado.

Apenas salió ella, el joven se puso de pie, se dirigió al depósito y trajo una buena porción de quinua y la echó a la olla. De pronto, la sopa rebosó, hirviente, y se desbordó a chorros. Él comió todo lo que pudo, se hartó hasta donde ya no era posible más, y enterró el resto. Pero aún de debajo de la tierra la quinua empezó a brotar. Y cuando estaba en ese trance, volvió la princesa, y le dijo:

-¡No es de esta manera como se debe comer nuestra quinua! ¿Por qué aumentaste la ración que te dejé?

Y se dedicó a ayudar al mozo a esconder la quinua rebosada para que los padres de ella no lo descubrieran. Entre tanto le advirtió:

-No deben verte mis padres. Sólo puedo tenerte escondido.

Y así fue. Él vivía escondido; y la hermosa estrella le llevaba alimentos a su refugio.

Durante un año vivió de esta suerte el mozo con su esposa. Y apenas cumplido el año, ella se olvidó de llevarle alimentos. Un día salió, diciéndole: “Ha llegado la hora en que debes irte”; y no volvió a aparecer más en la casa. Lo abandonó.

Entonces, con el rostro lleno de lágrimas, el joven se dirigió nuevamente a la orilla del mar del cielo. Cuando llegó allí, vio que desde la lejanía surgía el cóndor. El joven corrió para darle alcance. El cóndor voló hasta posarse junto a él; y así observó que el Mallku Divino había envejecido. El cóndor a su vez vio que el mozo estaba avejentado y marchito. Cuando se encontraron, ambos gritaron al mismo tiempo:

-¿Qué ha sido de ti?

El joven volvió a contarle su vida, y se quejó:

-Así, Señor, de este modo triste, mi mujer me ha abandonado. Se ha ido para siempre.

El cóndor lamentó la suerte del mozo.

-¿Cómo es posible que haya procedido de este modo? ¡Pobre amigo! -le dijo. Y acercándose más, le acarició con sus alas, dulcemente.

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Como en el primer encuentro, le rogó el joven:

-Señor, préstame tus alas. Vuélveme a tierra a casa de mis padres.

Y el cóndor le respondió:

-Bien. Te llevaré. Pero antes nos bañaremos en este mar.

Y ambos se bañaron; y rejuvenecieron. Y saliendo del agua, el cóndor le dijo:

-Tendrás que volverme a dar dos llamas por mi trabajo de cargarte nuevamente.

-Señor, cuando esté en mi casa te entregaré las dos llamas.

El Cóndor aceptó; se echó al joven sobre sus alas y emprendió el vuelo. Durante tres años estuvieron volando hacia la tierra. Y cuando llegaron, el mozo cumplió y entregó al cóndor dos llamas.

El mozo entró a su casa y encontró a sus padres muy viejos, muy viejos, cubiertos de lágrimas y de pena. El cóndor dijo a los ancianos:

-He aquí que les devuelvo a vuestro hijo, sano y salvo. Ahora debéis criarlo cariñosamente.

El joven dijo a sus padres:

-Padre mío, madre mía: ahora ya no es posible que pueda amar a ninguna otra mujer. Ya no es posible encontrar una mujer como la que fue mía. Así, solo, viviré, hasta que venga la muerte.

Y los ancianos le contestaron:

-Está bien. Como tú quiera, hijo mío, solo te criaremos, si no es tu voluntad tomar otra esposa.

Y de este modo vivió, con una gran agonía en el corazón.

-He aquí este corazón que amó tanto a una mujer. He vagado sufriendo todos los dolores. Y he de entregarme ahora al llanto.

FIN

ACTIVIDADES1. A lo largo del cuento, aparecen cuatro palabras de uso común en Perú, pero desconocidas en Guatemala. Averigüe su significado y anote un sinónimo o palabra de significado parecido – equivalente en Guatemala.

a. b.

c. d.

2. Anote el nombre de cuatro personajes del cuento. Para cada uno de ellos, escriba un adjetivo calificativo que lo describa y un verbo que exprese la acción más importante realizada en el cuento.

Personaje Adjetivo Verbo

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1.

2.

3.

4.

3. Calcule cuánto tiempo ocurrieron los hechos narrados. Subraye, a lo largo del cuento, fragmentos que le permitan demostrar su afirmación. Con esta información compete la siguiente tabla:* Importante anotar una explicación completa que argumente la afirmación.a. Desde cuando empieza el cuento hasta cuando la estrella escapa de casa del joven transcurren ________________________(días, mese, años), porque _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________ _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________ _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________b. Desde cuando escapa la bella mujer del joven hasta cuando se vuelven a encontrar, transcurren ________________________(días, mese, años), porque _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________ _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________ _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________c. Desde cuando se vuelven a encontrar hasta cuando termina el cuento, transcurren ________________________(días, mese, años), porque _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________ _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________ _______________________________________________________________________________________________________________________________________________________

4. Dibuje la escena que más haya llamado su atención. Lea con detenimiento todos los detalles del lugar y de los personajes. Utilice colores para lograr un dibujo significativo y detallista respecto de:> El espacio, ambiente, clima en el que se desarrolla la escena.

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> Características y acciones de los personajes. > Elementos en la escena que acompañan a los personajes: objetos, vestuario,

5. Subraye ocho oraciones a lo largo del cuento de manera que, al unirlas, pueda tener un resumen. Cópielas en las líneas siguientes. Cerciórese de que, con solo leerlas sea posible tener una idea clara de lo que ocurre.

a. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

b. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

c. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

d. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

e. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

f. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

g. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

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h. _________________________________________________________________________

_______________________________________________________________________________

6. Investigue en qué consisten los siguientes subgéneros literarios: cuento, leyenda, mito, fábula. Con ayuda de los datos obtenidos, completar las siguientes oraciones.

a. Esta historia presenta algunas características de un cuento porque:

_________________________________________________________________________

_________________________________________________________________________

_________________________________________________________________________

b. Este cuento presenta algunas características de una leyenda porque:

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_________________________________________________________________________

_________________________________________________________________________

c. Este cuento presenta algunas características de un mito porque:

_________________________________________________________________________

_________________________________________________________________________

_________________________________________________________________________

d. Este cuento presenta algunas características de fábula porque:

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_________________________________________________________________________

_________________________________________________________________________

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TEXTO No 19TITULO: El rapto del sol.AUTOR: Baldomero Lilo.

Nombre del alumno: SAMUEL BROL SECCIÓN : B

El rapto del sol Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia. 

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:

-¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!

El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, más ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:

-¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras

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preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

-Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:

-¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la Tierra? Y el monarca contestó:

-Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.

Calló Raa, y el rey dijo:

-¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

-No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.

-Hoy mismo lo tendrás -dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

-Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh, excelso príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:

-Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión. Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: -¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.

En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:

-¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia, y su

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sabiduría, necedad!

Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:

-El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!

Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:

-Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío -y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó-: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.

La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, más el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:

-¡Oh, rey, has prometido...! Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

-¡Arrancadle, vivo, el corazón!

 

Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:

-Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.

Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío, ni la sed ni el hambre le molestaba en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.

Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetus, los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:

-¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!

Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.

En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del

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abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la Tierra.

Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre del palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza.

Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora:

-¿De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones sin otro refugio que tu corazón. Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor. Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.

 

Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.

 

De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; más, estaban tan yertas, tan heladas, había tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un

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mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrazó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.

ACTIVIDADES1. Describa dos versiones del sueño que tuvo el rey.

TAL COMO LO SOÑÓ INTERPRETACIÓN DEL MAGO

2. Describa cuatro adjetivos calificativos que expresen defectos del rey. Complete la oración indicando cómo se manifiesta dicho defecto. a. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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b. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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c. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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d. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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b. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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c. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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d. El Rey era _______________________________________________________________________ porque

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3. Explique cómo volvió a brillar el Sol para toda la humanidad. Luego, explique lo que ello simboliza. Cómo volvió a brillar

Simbolismo

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4. Enumere la causa para cada una de las siguientes consecuencias. Causa Consecuencia

Se apagó la luz y la humanidad fue condenada a vivir en la oscuridad.

Causa ConsecuenciaEl so volvió a brillar para toda la humanidad.

5. Explique el significado simbólico del título del cuento, en tres niveles de interpretación.

a. A nivel de la humanidad, significa:

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b. En el ámbito de Guatemala, significa:

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c. A nivel personal, significa:

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6. Imagine que el cuento simboliza algo que pasa en el interior de cada persona; piense como si ocurriera en su propio ser.

a. Explique qué actitudes propias simbolizan las acciones del rey y cuando se evidencian.

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b. Indique los elementos de su personalidad que simbolizan la interpretación del mago más joven y en qué momentos de su vida se evidencian.

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c. Describa los momentos de su vida en que se manifieste la oscuridad que vivió el rey cuando regresó a su palacio con el sol cautivo.

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d. Analice los valores personales que pone en práctica, cuando en su vida, actúa similar a los hombres del cuento,

que se toman de la mano para que el sol vuelva a alumbrarlos.

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7. Investigue el significado de los cinco defectos que se critican en el cuento.

Defectos Cómo se manifiestanEgoísmo

Fanático

Ignorancia

Vileza

Odio

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