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CAPÍTULO IV RELECTURA DEL SENTIDO DE LA HISTORIA Y DEL PROGRESO 4.1. La filosofía posmetafísica y el postulado del progreso En el capítulo anterior hemos reconstruido el planteamiento de la ética discursiva como intento de reivindicar a la razón en esta época postmetafísica. Desde el punto de vista de Apel y Habermas, la ética del discurso rehabilita a su vez el pensamiento utópico, puesto que tiene un potencial emancipador que puede colaborar en la reconstrucción de la historia y su sentido. 1 Como hemos apuntado en los capítulos precedentes, podemos decir que la posmodernidad tiene dos vertientes, una positiva y otra negativa; la vertiente positiva supone la caída de viejos dogmas y el cuestionamiento radical de las pretensiones excesivas de una razón autosuficiente; la posmodernidad nos sitúa en la incertidumbre y nos obliga a replantear muchas cosas: entre otras, la tarea y la especificidad de la misma reflexión filosófica y, haciendo eco del criticismo kantiano, desanimarla de su engreimiento. Por otro lado, en la vertiente negativa, encontramos un relativismo extremo, un desfondamiento de las posturas críticas, la renuncia a perspectivas universalistas; con el pretexto del fin de los metarrelatos se ha dado el silenciamiento de las propuestas utópicas, la desconfianza respecto a la propia razón y, de la mano de todo ello, la aparición de un pensamiento neoconservador que acaba sustituyendo a la ética por la estética. Apel y Habermas no eluden el desafío de la postmodernidad, y articulan una propuesta posmetafísica, que atiende los interrogantes sobre la situación del hombre y de la sociedad como problema ético en los actuales procesos en los que la humanidad se juega su futuro. 2 Apel y Habermas aparecen como representantes de un reelaborado pensamiento dialéctico de clara intención utópica, que no oculta su carácter de heredero crítico de la Ilustración, dispuesto a mantener viva esa herencia en el contexto de la época postmetafísica de la filosofía. Para desarrollar este capítulo comenzaremos con la siguiente problematización, a partir de las críticas y desafíos planteados en el segundo capítulo de este escrito: ¿tiene sentido la historia?, ¿la idea del progreso ha fracasado? Las críticas aludidas en el 1 Habermas concibe su proyecto como una filosofía materialista de la historia de intención práctica, donde recoge la herencia marxiana, que es antítesis de la concepción ‘idealista’ de la historia de Hegel. Véase: J. Habermas, Teoría y praxis, Tecnos, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 123 y ss. Cf. T. McCarthy, La teoría crítica de Jürgen Habermas, Madrid, Tecnos, 1987, especialmente el capítulo 3: «Hacia una metodología de la teoría crítica» (pp. 155-167). 2 Cf., Apel, «La situación del hombre como problema ético» en Palacios y Jarauta, Razón, ética y política. El conflicto de las sociedades modernas, Anthropos, Barcelona 1989, pp. 23-45.

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CAPÍTULO IV

RELECTURA DEL SENTIDO DE LA HISTORIA Y DEL PROGRESO

4.1. La filosofía posmetafísica y el postulado del progreso

En el capítulo anterior hemos reconstruido el planteamiento de la ética discursiva como

intento de reivindicar a la razón en esta época postmetafísica. Desde el punto de vista de

Apel y Habermas, la ética del discurso rehabilita a su vez el pensamiento utópico, puesto

que tiene un potencial emancipador que puede colaborar en la reconstrucción de la

historia y su sentido.1

Como hemos apuntado en los capítulos precedentes, podemos decir que la

posmodernidad tiene dos vertientes, una positiva y otra negativa; la vertiente positiva

supone la caída de viejos dogmas y el cuestionamiento radical de las pretensiones

excesivas de una razón autosuficiente; la posmodernidad nos sitúa en la incertidumbre y

nos obliga a replantear muchas cosas: entre otras, la tarea y la especificidad de la misma

reflexión filosófica y, haciendo eco del criticismo kantiano, desanimarla de su

engreimiento. Por otro lado, en la vertiente negativa, encontramos un relativismo

extremo, un desfondamiento de las posturas críticas, la renuncia a perspectivas

universalistas; con el pretexto del fin de los metarrelatos se ha dado el silenciamiento de

las propuestas utópicas, la desconfianza respecto a la propia razón y, de la mano de todo

ello, la aparición de un pensamiento neoconservador que acaba sustituyendo a la ética

por la estética.

Apel y Habermas no eluden el desafío de la postmodernidad, y articulan una

propuesta posmetafísica, que atiende los interrogantes sobre la situación del hombre y de

la sociedad como problema ético en los actuales procesos en los que la humanidad se

juega su futuro.2 Apel y Habermas aparecen como representantes de un reelaborado

pensamiento dialéctico de clara intención utópica, que no oculta su carácter de heredero

crítico de la Ilustración, dispuesto a mantener viva esa herencia en el contexto de la

época postmetafísica de la filosofía.

Para desarrollar este capítulo comenzaremos con la siguiente problematización, a

partir de las críticas y desafíos planteados en el segundo capítulo de este escrito: ¿tiene

sentido la historia?, ¿la idea del progreso ha fracasado? Las críticas aludidas en el 1 Habermas concibe su proyecto como una filosofía materialista de la historia de intención práctica, donde

recoge la herencia marxiana, que es antítesis de la concepción ‘idealista’ de la historia de Hegel. Véase: J.

Habermas, Teoría y praxis, Tecnos, Madrid, Tecnos, 2000, pp. 123 y ss. Cf. T. McCarthy, La teoría

crítica de Jürgen Habermas, Madrid, Tecnos, 1987, especialmente el capítulo 3: «Hacia una metodología

de la teoría crítica» (pp. 155-167). 2 Cf., Apel, «La situación del hombre como problema ético» en Palacios y Jarauta, Razón, ética y política.

El conflicto de las sociedades modernas, Anthropos, Barcelona 1989, pp. 23-45.

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segundo capítulo de este trabajo nos dicen que la historia no tiene un sentido y que la

idea de progreso como logos científico técnico se rasgó porque no desembocó en ese fin

emancipador. Por supuesto, son críticas que no debemos desoír, sin embargo conviene

preguntar: ¿es el nihilismo nuestro destino?, ¿estamos condenados a la fatalidad del

sinsentido y del azar? En todo caso, y de la mano de los planteamientos de Apel y

Habermas volvemos a plantear la cuestión: ¿la historia debería tener un sentido?

Es un hecho que la cultura occidental, a pesar de las objeciones, no puede

estancarse esperando pasmosamente la fatalidad del «destino del ser». También es obvio

que no se puede regresar a un paraíso originario y perdido. Nos encontramos sumidos en

una visión de la realidad que no puede no pensar en términos de avance, de progreso,

como si la historia efectivamente tuviera una dirección siempre hacia adelante.

Nietzsche pensó que era mejor algún sentido que ninguno, porque el ser humano no

puede soportar una existencia arrojada al azar y al caos.

Desde esta perspectiva, y como sostiene Pérez Tapias, a pesar de las críticas a

que ha sido sometido el sentido de la historia y en particular el concepto moderno de

progreso en Occidente, no puede dejarse de hablar del mismo; se reivindica por todos

lados. Lo cual indica que no puede pensarse de otra manera sino en términos de

progreso, aunque su definición se pierda en la ambigüedad y en el vacío.3 Si no

explícita, si tácitamente se piensa y actúa desde esa perspectiva, se supone e invoca esa

noción como bandera de las más diversas causas. Entonces, si no se puede prescindir de

tal idea, si no se puede pensar sin esa categoría,4 lo que procede es enfrentarse

críticamente a ella para redefinirla o en todo caso rehabilitarla. No se trata del falso

dilema que plantea G. Vattimo: «progreso sí o progreso no»,5 sino de resolver la

cuestión de qué tipo de progreso es el deseable. Así que desde nuestra perspectiva, si la

historia no tiene sentido, sostenemos la tesis de que debería tenerlo. La forma gramatical

del subjuntivo imperfecto (o copretérito) ‘debería tener’, trata de indicar justamente que

el sentido que la historia tenga debe plantearse como una posibilidad, como la

posibilidad de una obligación o de una exigencia, que en este caso es una exigencia de

carácter ético. Es indudable que no hay un sentido determinado para la historia, pero en

éste último capítulo expondremos que en la ética del discurso hay una propuesta de

sentido -hipotético o probable- que consideramos irrenunciable, precisamente por lo

ambivalente y hasta contradictorio de la condición humana. Repitámoslo, ese sentido

que se plantea es una posibilidad, es un postulado.

3 J. A. Pérez Tapias, Filosofía y crítica de la cultura, p. 273. 4 Por ejemplo, en la física existe un postulado que sostiene que el tiempo siempre ha de avanzar hacia

delante, nunca hacia atrás. Cf., J. Hospers, Introducción al análisis filosófico (2 vols.), Madrid, Alianza,

1976, (vol. 1, p. 232). 5 Cf., G. Vattimo, «El fin del sentido emancipador de la historia» en El País, (6 de diciembre de 1986).

Sobre las críticas al concepto del progreso desde la perspectiva freudiana puede verse el polémico artículo

de G. Canguilhem: «La decadencia de la idea de progreso», en Revista de la Asociación Española de

Neuropsiquiatría, vol. XIX, n. 72, (octubre-diciembre 1999), pp. 669-683.

Capítulo IV

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Para Apel y Habermas, la historia debe tener un sentido, y ese sentido debe ser

emancipatorio, debe dirigirse hacia un progreso, y éste dependerá de las opciones

morales que asuma el ser humano. Este progreso histórico no puede ser otro que el que

señala un avance paulatino hacia mayores cotas de libertad y justicia. Este es el sentido

emancipador de la historia en virtud del cual autocomprendemos nuestra propia realidad

como tendiente a una progresiva «humanización». Esta realidad nuestra se encuentra en

tensión entre lo que es y lo que debe ser, entre la facticidad y la idealidad. Esta idea es

una herencia clara de la Ilustración. Si Apel y Habermas buscan la rehabilitación de la

razón, consecuentemente en ello está implicada la alternativa de emancipación del ser

humano y de la sociedad. Ello implica a su vez aterrizar en la facticidad la idealidad

emancipadora que se configuró en la Modernidad y consumar así ese proyecto

inconcluso.

La tesis que articula el presente escrito está íntimamente ligada a la siguiente

proposición, a saber: en la ética del discurso de Apel (y parcialmente en Habermas) se

plantea el «postulado del progreso» como piedra angular de este proyecto filosófico, con

el que se busca dar sentido a la historia; pero este postulado adquiere una connotación

ética, que sería expresión del carácter utópico de la racionalidad íntegramente humana,

la cual se despliega en el ejercicio del discurso argumentativo. En otras palabras, el

sentido de la historia que se encuentra en la propuesta reilustrada conlleva el «postulado

ético del progreso».

Ahora bien, el término «postulado», que se refiere a una premisa que se admite

como verdadera, tiene últimamente la connotación de ser un planteamiento débil o

hipotético. Estamos de acuerdo en que no es posible asumir un concepto de «progreso

necesario» como propusieron algunas filosofías de la historia en los siglos XVIII y XIX,

al menos no en el sentido fuerte de una metafísica de la historia. Por eso no tenemos

ningún problema en presentarlo como un postulado de la «razón utópica», heredera de la

visión judeocristiana de la historia, donde gobernaba la Providencia divina pero sin

violentar a la naturaleza libre del ser humano. El progreso que es deseable en la historia

no puede deberse a ningún destino inexorable, a ninguna fuerza sobrehumana, a ninguna

«ley natural», sino a la razón y voluntad humanas de quienes la protagonizan. Por tanto,

mirando hacia el futuro, como también asumiendo reconstructivamente el pasado, el

progreso sólo puede ser postulado como progreso moral.6 El postulado del progreso, sin

embargo, es necesario porque compromete u obliga a quien quiere ser moral. En tanto

postulado, puede hablarse de él como condición de posibilidad del sentido de la propia

realidad histórica de los seres humanos, un sentido teleológicamente deseado, pero

6 Cabría hacer una aclaración: el germen de la idea de progreso se encuentra en la visión de la historia que

emana del pensamiento judeocristiano, cuyo contenido es fundamentalmente moral y con vistas a un fin

trascendente. Cf., J. A. Pérez Tapias, «El aguijón apocalíptico y la Filosofía de la Historia» en Diálogo

Filosófico, no. 43 (1999), pp. 71-88; J. A. Pérez Tapias, «Cambio de paradigma en el pensar utópico»,

Diálogo Filosófico, no. 44 (1999), pp. 180-210. Véase también: P. Ricoeur, Historia y verdad, México,

Encuentro, 1990, pp. 73-81.

Capítulo IV

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solamente comprensible como teleología ética, puesto que cuenta con la libertad de los

seres humanos. Parafraseando a Aristóteles, si el ser humano no se contenta con vivir

-digamos con la mera supervivencia física- sino busca vivir bien7, tenemos allí un

referente de progreso: hemos de progresar si vamos más allá, si hemos de vivir con

dignidad.

Leibniz, en su Monadología recogiendo algunos extractos de su tratado de

Teodicea, suponía que éste es el mejor de los mundos posibles, lo cual le llevaba a

justificar la bondad de Dios y la armonía preestablecida.8 Pero dado el hecho de que éste

no es el mejor de los mundos posibles hay una exigencia en el dinamismo de la historia

de hacerlo mejor, más vivible, más humano. Esta exigencia es, por supuesto, de

naturaleza ética y racional. Ésta constituye a su vez el postulado del progreso, visto no

como desarrollo de la ciencia e imperio de la técnica, sino como manifestación de las

potencialidades humanas para hacer de éste un mundo mejor.

Apel involucra a la filosofía, en su propio estatus, en esta tarea. Mientras

Habermas considera que la teoría crítica de la sociedad, desde el interés emancipatorio,

está comprometida en esta misma tarea. Como mencionamos en el capítulo anterior,

Apel es consciente que la filosofía es impotente para la transformación del mundo, sin

embargo haciendo eco de la onceava Tesis sobre Feuerbach -y al mismo tiempo que

toma distancia de ella- asume que en tanto que impotente de realizar dicha

transformación, pude redefinirse a sí misma para poner de manifiesto sus propias

dimensiones crítica y utópica.9 En otras palabras, en tanto que la filosofía no puede

realizarse en la facticidad, puesto que su naturaleza es ser discurso argumentativo y

crítico, esa imposibilidad es su miseria y al mismo tiempo su grandeza, porque le da la

posibilidad de no resignarse ante las condiciones de este mundo y se torna promotora de

ideales utópicos, que se configuran en ideales regulativos. Esta teoría de la racionalidad

comunicativa –quizá es lo que le faltó a la teoría crítica de la sociedad de la primera

generación- no abomina de la razón, no se resigna arreflexivamente ni se autocondena al

fracaso, sino que en el propio ejercicio de la racionalidad se estimula a sí misma, lleva a

cabo tareas propias de fundamentación y busca cumplir la necesaria función de

mediación entre teoría y praxis, en aras de una auténtica emancipación de la historia y

llevar a efecto los ideales del proyecto ilustrado, aún pendientes de realizar.

4.2. Racionalidad y moralidad universales según la ética del discurso

En la actual situación global, en la que no se han resuelto los graves problemas que

afectan a la humanidad, hay que afrontar la tarea de sostener, desde la racionalidad 7 Política, I 2, 1252b 8. 8 G. Leibniz, Monadología, Barcelona, Orbis, 1983, selección de los párrafos 3-62. 9 T.F. I, p. 9ss.

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compartida por todos –la racionalidad comunicativa- una ética universalista de la

responsabilidad solidaria que oriente el empeño colectivo por alcanzar condiciones de

dignidad para todos.

La ética del discurso de Apel y Habermas asume la tarea de ofrecer una

fundamentación racional para una ética universalista en la era de la ciencia, tarea que le

ubica en la tradición humanista,10 pero que le pone en el punto de mira de multitud de

ojos que sospechan de todo intento de fundamentación.11 Activar una «hermenéutica de

la sospecha» siempre es un ejercicio necesario, pero requiere por otro lado no obstruir

los oídos para practicar una «hermenéutica de la escucha». Puede que sea eso lo que les

haya sucedido a muchos que, esgrimiendo precisamente argumentos que no dejan de

querer ser racionales, rechazan de plano toda pretensión de fundamentación, y más aún

si se trata de una fundamentación ética. Quizá ocurra que la razón débil de la

postmodernidad se haya resignado a verse vulnerable ante los fundamentalismos y sea

su propio temor lo que le impida distinguir entre «fundamentación» y

«fundamentalismo», para rechazar la primera por no caer en lo segundo, omitiendo la

denuncia de cualquier fundamentalismo como postura irracional absolutamente carente

de fundamentación. Para Apel vale justamente lo contrario: la razón que desde su

autonomía fundamente –es decir, dé razón, justifique- discursivamente sus propias

normas, criterios y principios, es lo único que resiste a los fundamentalismos. Queda

excluido todo planteamiento dogmático, y sólo hay que intentar, desde la autonomía

consciente de los propios límites, ese camino que nos lleve más allá del relativismo y del

absolutismo. La clave para una ética universalista está en lograr justificar sus

pretensiones de validez para que evite los equívocos entre intersubjetividad y

relativismo, por un lado, y entre universalismo y absolutismo, por otro.

El camino fundamentador de Apel ya lo analizamos en el capítulo anterior: es el

de la autorreflexión de la racionalidad discursiva en pos del esclarecimiento de las

condiciones de posibilidad de su propio ejercicio, partiendo del factum de la

argumentación como situación dialógicamente irrebasable que marca el nivel de

ultimidad al que puede acceder el empeño por la fundamentación. Tal fundamentación

trascendental, para superar el paradigma de la conciencia se transforma en

fundamentación trascendental-pragmática, que no «demuestra», sino que «muestra»

cuáles son los presupuestos pragmáticos desde los que ya siempre operamos, no sólo al

argumentar sobre normas -incluyendo el cuestionarlas-, sino al argumentar en general o

incluso al hablar con pretensiones de hacernos entender como mera práctica

comunicativa. En virtud de ese proceder, que se torna mayormente reflexivo en el

argumentar filosófico, Apel «muestra» los supuestos normativos en que se apoya toda

práctica discursiva. El clarificar el a priori comunicativo, cuya normatividad lingüística

10 A. Cortina, «Introducción. Karl-Otto Apel. Verdad y responsabilidad» en Apel, Teoría de la verdad y

ética del discurso, pp. 9-14. 11 T.F., II, pp. 341-413.

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necesariamente acatamos, sirve como supuesto mínimo para una normatividad de índole

moral a la que nos ajustamos si efectivamente nos queremos entender.

Se puede hablar así de una ética del discurso que «necesariamente» seguimos

puesto que actuamos desde ella siempre que pretendemos hablar con sentido, y sobre

todo si se entra en el discurso argumentativo, con la voluntariedad que ello supone. Tal

normatividad no la podemos abandonar, a no ser que no nos importe caer en posiciones

dogmáticas, intransigentes e intolerantes, pero si fuera éste el caso, implícitamente la

estamos reconociendo aunque no la aceptemos. El corazón de dicha normatividad lo fija

Apel en el reconocimiento mutuo de los hablantes como interlocutores válidos -este es el

a priori de la comunidad real de comunicación- y desde ahí se ofrece la norma ética que,

procedimentalmente, es fundamento para asegurar la validez de cualquier otra norma.12

Tal norma implícita es el criterio que obliga a buscar el acuerdo o consenso a través del

discurso en torno a las normas que se discutan y dialoguen, de modo que se tengan en

cuenta los intereses de todos los afectados y las consecuencias que previsiblemente se

sigan para cada uno como efecto de su explicitación y aplicación. Ella señala un deber

incondicionado –reformulación del imperativo categórico kantiano- desde los

parámetros de la intersubjetividad dialógica, superando el «solipsismo metódico» que lo

estigmatizaba.

Según Apel, lo que debe hacerse, tratándose ya de normas explícitas, es, pues, lo

acordado en determinadas condiciones, habida cuenta de que la norma fundamental no

identifica ‘deber’ con ‘consenso’, sino con la «búsqueda del consenso» -ni tampoco

‘verdad’ con ‘consenso’, sino que se le concede al consenso el valor de principio

criteriológico para la aproximación a la verdad-.13 Tal imperativo de la búsqueda del

consenso no excluye el disenso: en primer lugar porque implícita o explícitamente se

está de acuerdo en que se disiente, y en segundo lugar porque se cuenta con los disensos

realmente existentes, no pretendiéndose superar más que aquéllos que tienen que ver con

las cuestiones relativas a la verdad y la justicia -en ningún caso se trata de eliminar

arbitrariamente el disenso, y tanto es así que va implícito en el imperativo de la

búsqueda del consenso el rechazo explícito de toda imposición autoritaria-; y en tercer

lugar, exige disentir siempre que las condiciones dadas sean contrarias a los

requerimientos del reconocimiento recíproco o que los consensos fácticos no respondan

al principio de universalizabilidad de los intereses, el cual debe regir el logro de los

acuerdos para que sean conformes al principio de intersubjetividad -transubjetivo- que la

norma fundamental supone y hace valer como punto de arranque de la exigencia moral

discursivamente fundamentada.

12 T.F., II, pp. 380-381. 13 Cf. J. A. Pérez Tapias, «Alcance y límites de nuestros acuerdos. Verdad y sentido desde el pluralismo

cultural» en J. A. Nicolás y J. M. Frápolli, Verdad y experiencia, Comares, Granada 1998.

Capítulo IV

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En ese contexto, el postulado del progreso moral es el punto de confluencia de

los planteamientos de la ética del discurso (explícitamente en Apel y tácitamente en

Habermas) y puede ser la clave para interpretar esta propuesta filosófica.

4.3. Una relectura del concepto de utopía

Como revisamos en el primer capítulo, la idea de progreso es uno de los elementos

característicos de la filosofía de la historia nacida en el seno de la Ilustración. Sin

embargo fue convertida en mito y centro de gravedad de diferentes construcciones

ideológicas, lo que muestra la defectibilidad, ambigüedad y límites de la razón ilustrada.

Si parte de su éxito se debió a la secularización -por la razón autónoma- de la

providencia como motor de ‘la Historia’, en tanto historia salutis, los límites y

ambigüedades se hacen patentes al presentarse como «utopía escatologizada», como

promesa de salvación, que ha estado presente en las concepciones metafísicas de la

historia y que han entendido esta última como un proceso metafísicamente necesario. A

este respecto nos recuerda Pérez Tapias que la raíz de los excesos del pensamiento

utópico es la idea de que hay una solución total a los problemas de la humanidad. Y esta

idea alimenta el gran mito del progreso en el que se ha mantenido la cultura occidental.14

Revisemos ahora el carácter utópico del postulado del progreso moral que se halla en la

ética del discurso de Apel (y parcialmente en Habermas), partiendo de un ejercicio de

conceptualización en el que nos apoyamos en P. Ricoeur, para reivindicar ese carácter

utópico.

a) Conceptualización de la utopía

El libro de Tomás Moro «De optimo reipublicae statu deque nova insula Utopia» (1516)

inaugura un género literario que desde su origen portará una alta carga valorativa y

crítica. El texto utópico tiene como referencia no la realidad sino una alternativa de ella

presente en el contenido del texto mismo.

Los estudios acerca de la significación de la utopía, una vez surgida como

vocablo, oscilan desde los que interpretan la utopía como género narrativo, hasta los que

analizan la utopía como una forma de saber social e histórico. En el primer caso la

narración utópica tiene una estructura en la que se juega con la ficción de un lugar mejor

e ideal al ser humano, que por su perfección es preferentemente un no lugar (ou-topía).15

14 J. A. Pérez Tapias, «Cambio de paradigma en el pensar utópico», pp. 187-188. 15 Fue en el Renacimiento cuando empezó propiamente una tradición utópica que se inicia precisamente

con la Utopía de Tomás Moro (1478-1535). Así, destacan obras como La ciudad del sol (1602), de Tomás

Campanella (1568-1639), Elogio de la locura (1511), de Erasmo de Rotterdam (1467-1536) o la Nueva

Atlántida (1627), de Francis Bacón (1561-1626), (ejemplo de una primera utopía científica y precedente

Capítulo IV

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En el segundo caso tenemos a la utopía relacionada con el sentido del vocablo

como campo conceptual del saber y del conocimiento social, y vinculada con ciertos

elementos epistemológicos de veracidad. Se tiene a la utopía como la forma de

fenómeno ideal desde el cual el conocimiento social puede distinguir los sentidos

universales del movimiento social, determinando las condiciones de posibilidad de la

utopía desde diferentes perspectivas. Se busca un espacio de identidad conceptual y el

contenido específico de la utopía se sitúa en su dimensión de futuro, en el sentido

relacional de lo posible y lo real como categorías de la realidad, y en el sentido de

actividad y proyecto (eu-topía).16

El término utopía (al margen de su uso como topónimo por parte de Moro para

designar su isla y comunidad ideal) expresa todo modelo que sirve como horizonte aún

no alcanzado, pero al que se tiende, y actúa como guía de las acciones pertinentes para

conseguirlo. En los umbrales de la sociedad moderna surge un pensamiento adjetivado

utópico que adquiere especificidad y persigue legitimidad en el espacio de la

representación social como proceso de producción espiritual. La utopía aparece como un

proyecto, programa, sistema de ideas acerca de determinado ordenamiento de la vida

social, llevada en algunos casos hasta el detalle, donde se planea el espacio, la

comunicación, los roles y lugares de los grupos sociales, las instituciones, etc. En todos

los casos se busca lograr la plenitud, la felicidad desde el seguimiento de este

ordenamiento que siempre tiene un dispositivo integrador, ya sea la distribución con

equidad en la comunidad de bienes, la superación de las desigualdades sociales en la

formación de las personas como ciudadanos plenos y la racionalización de la vida por el

desempeño amplio del conocimiento de las ciencias y la tecnología. Dejó así de ser

imagen ideal de una sociedad distinta, como «no-lugar» para convertirse en proyecto de

acción. La representación ideal de una sociedad imposible e irreal podía ser posible y

real, puesto que por el hecho de que sea ou-topos, , no significa que deba ser ou-cronos,

ya que aparece como un modelo y, por tanto, la utopía se concibe para que pueda

realizarse en un tiempo futuro.

b) Las críticas del marxismo clásico a la utopía como ideología

En 1882, F. Engels hace la célebre distinción entre socialismo utópico y socialismo

científico17, manteniendo por supuesto una actitud crítica y de reserva ante el primero y

considerando a Marx y a sí mismo como promotores del segundo. El llamado de estos

de las novelas de ciencia ficción). También pueden incluirse con cierta reserva en este grupo:

Cristianopolis (1619), de Johann Valentin Andreae (1586-1654); Commonwealth o The Law of the

freedom (1652), de Gerrard Winstanley (1609-1676) u Oceana (1656) de James Harrington (1611-1677). 16 Cf., Karl Manheim, Ideología y Utopía. Introducción a la sociología del conocimiento (1929). México:

F.C.E., 1983; Paul Ricoeur, Ideología y Utopía. México: Gedisa, 1991. 17 F. Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, en Marx y Engels, Obras Escogidas, tomo 3,

Moscú: Editorial Progreso, 1973, pp. 126ss.

Capítulo IV

154

autores estaba en situar el análisis en el terreo de la realidad, identificando en ella las

nuevas relaciones de producción contenidas ya, más o menos desarrolladas y los medios

necesarios, los cuales han de ser descubiertos en los hechos materiales. La censura que

el marxismo hace al utopismo es que no tiene en cuenta las condiciones materiales

presentes que contienen en potencias las transformaciones futuras hacia una sociedad

radicalmente distinta18. Critican a los utópicos porque reflejaban una falta total de

conocimiento de las condiciones objetivas de su sociedad y de su desarrollo histórico.

Dado que los utopistas llevan a cabo una inversión de la realidad para los

clásicos del marxismo la utopía será considerada como ideología19. Allí se considera que

el socialismo utópico pertenece a la esfera de las ideologías. El marxismo tiende a

reducir las utopías a una subclase de ideologías al aplicarles el mismo análisis que aplica

a las ideologías. La ideología y la utopía son meros “ecos”, “reflejos”.

Por lo que se refiere a la ideología, Marx y Engels consideran que su función es

producir una imagen invertida de la realidad, como deformaciones por inversión que

derivan en una falsa conciencia. La crítica de la ideología deriva de la idea de que la

filosofía invirtió la sucesión verdadera de las cosas, invirtió el orden genético real, de

manera que lo que corresponde hacer es poner de nuevo las cosas en su orden real.

La connotación negativa de la ideología es fundamental, porque la ideología, se

manifiesta como el medio general por el cual se oscurece el proceso de la vida real. La

principal oposición en Marx es, primeramente, una oposición entre realidad e ideología

y, entre ciencia e ideología, posteriormente. La impugnación contra la ideología procede

pues de una especie de realismo de la vida, un realismo de la vida práctica en el que la

praxis es el concepto alternativo de la ideología. La materialidad de la praxis será

anterior a la idealidad de las ideas. La tarea del materialismo dialéctico es invertir la

inversión de la utopía y de la ideología a través de la praxis.

Como se puede ver, el marxismo clásico tiende a desaparecer la distinción entre

utopía e ideología. Y los dos criterios diferentes para definir la ideología son: la

oposición entre ideología y praxis, en la medida en que lo que se opone a la praxis es

ficción o imaginación. Lo irreal abarca tanto ideología como utopía. El segundo criterio

es la oposición entre ideología y ciencia de modo que lo no científico comprende tanto la

18 Así lo representa la siguiente cita de uno de los representantes del socialismo utópico: «Están cercanos

los tiempos en que desaparecerá el maldito sistema del Viejo Mundo, la ignorancia, la pobreza, la

opresión, la crueldad, el crimen y la miseria. ¡Hombres de todas las naciones y de todos los colores de la

piel, alégrense con nosotros sobre este gran acontecimiento que sucederá muy pronto! Se creará un mundo

donde a partir de la segunda generación no habrá ignorancia, ni pobreza, ni limosnas, donde enfermedades

y miseria ya no tendrán lugar, donde la guerra no existirá y donde la religión, el amor y el dinero ya no

separarán a los hombre y ya no crearán contradicciones en parte alguna de la humanidad». Robert Owen,

Libro del Nuevo Mundo Moral, en Precursores del socialismo, México: Grijalbo, 1970. 19 La utopía es ideología más aún si recoge los ideales de la burguesía, a saber: igualdad, fraternidad y

libertad, tal y como lo expresan en La ideología alemana. Cf. Marx y Engels, La ideología alemana, en

Marx y Engels, Obras Escogidas, tomo 1, 1973, pp. 20ss.

Capítulo IV

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ideología como la utopía. (Ambos conceptos son entendidos como inversión de la

realidad).

Tratar de restablecer esta distinción va, si no contra el marxismo en general, por

lo menos contra el marxismo ortodoxo.

c) Acotaciones sobre utopía e ideología

Paul Ricoeur, en su obra de 1985, Ideología y Utopía, coincide en el análisis

previamente hecho por Karl Mannheim,20 en torno al cual la ideología y la utopía tienen

un rasgo común y un rasgo diferencial.21 El rasgo común es lo que él llama

incongruencia, una especia de desviación o escisión. Es difícil decir de qué es una

desviación la incongruencia; podríamos tal vez decir que es una desviación respecto del

estado de la acción y la realidad dentro de las cuales aquélla se produce.

El rasgo diferencial de ideología y utopía consiste en el hecho de que la utopía

trasciende situaciones, en tanto que la ideología no las trasciende. El segundo aspecto

del carácter trascendente de la utopía es el de que una utopía puede esencialmente

realizarse. Esto es significativo porque va en contra del prejuicio de que una utopía es un

mero sueño. Nos dice Ricoeur que para Mannheim, la conditio sine qua non de una

utopía es que ella subvierta un orden dado. De manera que una utopía está siempre en el

proceso de realizarse. En cambio, la ideología no tiene el problema de realizarse porque

es legitimación del orden existente. Si hay incongruencia entre la ideología y la realidad,

ello se debe a que la realidad cambia, mientras que la ideología presenta cierta inercia.

La inercia de la ideología crea la discrepancia. El rasgo diferencial de ideología y utopía

se manifiesta de dos maneras, que son corolarios de criterio común de la incongruencia.

Primero, las ideologías tienen que ver con grupos dominantes, reconfortan el yo

colectivo de esos grupos dominantes. En cambio, las utopías suelen estar sustentadas por

grupos que se hallan en vías de ascenso y, por lo tanto, están generalmente sustentadas

por los estratos inferiores de la sociedad. Segundo, las ideologías se dirigen más hacia el

pasado y así se ven aquejadas por la condición de lo anticuado, en tanto que las utopías

se dirigen más al futuro.

Ahora bien, Ricoeur sostiene que ambos términos proceden de la imaginación

social, una imaginación cultural que opera de manera constructiva y de manera

destructiva como confirmación y como rechazo de la situación presente. Para este autor,

la importancia del concepto de ideología radica en que nos permite reconocer la

estructura simbólica de la vida social. Si la vida social no tiene una estructura simbólica,

no hay manera de comprender cómo vivimos, cómo hacemos cosas y proyectamos esas

actividades en ideas, no hay manera de comprender cómo la realidad pueda llegar a ser

20 Karl Mannheim, Ideología y Utopía (1929). 21 P. Ricoeur, Ideología y Utopía, p. 291.

Capítulo IV

156

una idea ni como la vida real pueda producir ilusiones. Esta estructura simbólica puede

pervertirse precisamente a causa de intereses de clase, etc., pero si no hubiera una

función simbólica operando ya en la clase más primitiva de acción, no podríamos

comprender cómo la realidad produce sombras de este tipo. A diferencia del marxismo

ortodoxo, para Ricoeur ésta es una función de la ideología más radical que la función de

deformar, de disimular. La función deformadora sólo comprende una pequeña superficie

de la imaginación social, del mismo modo que las alucinaciones o ilusiones constituyen

solamente una parte de nuestra actividad imaginativa en general.22

Ricoeur nos plantea las siguientes interrogantes: ¿No podemos decir entonces

que la imaginación misma –por obra de su función utópica- tiene un papel constitutivo

en cuanto a ayudarnos a repensar la naturaleza de nuestra vida social? ¿No representa la

fantasía de otra sociedad posible exteriorizada en “ningún lugar” uno de los más

formidables repudios de lo que es? De hecho la utopía introduce variaciones

imaginativas en cuestiones tales como la sociedad, el poder, el gobierno, la familia, la

religión. En la utopía trabaja este tipo de neutralización que constituye la imaginación

entendida como ficción. El concepto de “ningún lugar” pone a distancia el sistema

cultural; vemos nuestro sistema cultural desde fuera gracias precisamente a ese “ningún

lugar”. La utopía, tomada en su nivel radical como la función del “ningún lugar” en la

constitución de la acción social o simbólica, se contrapone al concepto de ideología

denunciado por Marx y Engels.

d) El fin de la utopía

En el libro de Lewis Mumford, The Story of Utopias23, el autor intenta mostrar que hay

por lo menos dos familias de utopías que resultan muy difíciles de relacionar entre sí;

son las que él llama utopías de evasión y utopías de reconstrucción. Para Ricoeur es

posible que la ideología y la utopía se hagan patológicas en un mismo punto, es decir, en

el sentido de que la patología de la ideología es disimulo en tanto que la patología de la

utopía es evasión. El “ningún lugar” de la utopía puede llegar a ser un pretexto de

evasión, una manera de escapar a las contradicciones y ambigüedades de la realidad

presente. Esta posibilidad de evasión que ofrece la utopía se apoya en el hecho de que no

existe ningún punto de conexión entre el “aquí” de la realidad social y el “otro lugar” de

la utopía. Esta disyunción permite que la utopía evite cualquier obligación de afrontar

las reales dificultades de una sociedad dada. Todas las tendencias regresivas en los

pensadores utópicos –como por ejemplo la nostalgia por el pasado, la nostalgia de algún

paraíso perdido–, que se hicieron objeto de las frecuentes críticas del marxismo clásico

22 P. Ricoeur, Ideología y Utopía, p. 48. 23 L. Mumford, The Story of Uopias, New York: Boni and Liveright, 1922.

Capítulo IV

157

proceden de esta inicial desviación del “ningún lugar” respecto del aquí y del ahora.24

Estos rasgos patológicos justificaron desde el siglo XIX las críticas a la utopía que

inducían a pensar en su inminente fracaso.

Pero por otro lado, nos dice Ricoeur que Mannheim veía cercano el fin de la

utopía en la medida en que la incongruencia se iba disipando con el decurso de la

historia: «El proceso histórico mismo nos muestra un gradual descenso y una creciente

aproximación a la vida real de una utopía que en un tiempo trascendía completamente la

historia. Es como si la distancia utópica se viera progresivamente reducida».25 De

acuerdo con esto, en teoría, ese proceso social mostraría una tendencia de la utopía como

positiva y saludable, puesto que expresa un intento de abordar más estrechamente la

realidad social; se trata de un progresivo “dominio de las condiciones concretas de

existencia”.26 Sin embargo, Mannheim ve la victoria de “cierta actitud práctica y

positiva”, en la medida en que la incongruencia antes referida se va eliminando. Pero se

trata de una vacua victoria de la congruencia, esto es: «la gente se ha adaptado a la

realidad y por haberse adaptado a ella no tiene ilusiones; pero con la pérdida de las

ilusiones los hombres también pierden todo sentido de la dirección». Mannheim ve aquí

todas las enfermedades de la sociedad moderna; ya no existe el impulso para trazar

cuadros generales. De ese modo señala el punto en que cesa el paralelismo entre

ideología y utopía.27

Pero como plantea Ricoeur, ¿es verdadera esta visión del mundo sin utopías?

¿No somos testigos de una renovación de las utopías a causa del fracaso de esa actitud

práctica y positiva? Ricoeur considera nada menos verdadero que la afirmación de

Mannheim de que nos hallamos en un mundo que ya no está en el proceso de hacerse.28

24 También podemos considerar en las utopías de construcción un doble sentido; uno negativo como algo

fantasioso, ajeno a la realidad y meramente desiderativo; y otro positivo como la idea de un modo de ser

justo y digno de la sociedad y del individuo, que interpela en su propuesta constantemente a la realidad

existente. Cfr., Pérez Tapias, Filosofía y crítica de la cultura, Trotta, Madrid 1995, p. 97. También «El

“aguijón apocalíptico” y la filosofía de la historia», pp. 71-88 y «Cambio de paradigma en el pensar

utópico», pp. 180-210. 25 P. Ricoeur, Ideología y Utopía, p. 299. 26 «La general disminución de la intensidad utópica se da aun en otra importante dirección, esto es, cada

utopía, en la medida en que se ha formado en un estadio avanzado de desarrollo, manifiesta mayor

aproximación al proceso histórico-social. En este sentido, las ideas liberales, las socialistas y las

conservadoras son sólo diferentes fases, y, a decir verdad, formas contrarias del proceso que

continuamente se aparta del quiliasmo y se aproxima más estrechamente a los hechos que acontecen en

este mundo». Citado por Ricoeur, Ideología y Utopía, p. 299. 27 «La completa eliminación en nuestro mundo de elementos que trascienden la realidad nos llevaría a una

actitud “positiva y práctica” (Sachlichkeit) que en última instancia significaría la decadencia de la

voluntad humana. Aquí reside la más importante diferencia de estos dos tipos de trascendencia de la

realidad: mientras la decadencia de la ideología representa una crisis sólo para ciertos estratos y la

objetividad que deriva de desenmascarar las ideologías siempre toma la forma de una autoclarificación

para la sociedad en general, la desaparición completa del elemento utópico de la acción y del pensamiento

humanos significaría que la naturaleza humana y el desarrollo humano tomarían un carácter enteramente

nuevo». Citado por Ricoeur, Ideología y Utopía, p. 300. 28 Ricoeur, Ideología y Utopía, p. 301.

Capítulo IV

158

Según este Ricoeur, si llamamos ideología a la falsa conciencia de nuestra situación real,

tal vez podemos imaginar una sociedad sin ideología, pero no podemos imaginar una

sociedad sin utopía porque ella sería una sociedad sin metas: «Con el abandono de las

utopías, el hombre perdería su voluntad de dar forma a la historia y, por lo tanto, su

capacidad de comprenderla».

e) Nuevas posibilidades para la Utopía

Si la utopía es necesaria como imagen movilizadora, como horizonte orientador de la

praxis, como instancia crítica respecto a la realidad vigente, como “perspectiva para la

prospectiva” o como subversión del orden establecido, es necesario que haya claridad

acerca de lo que se deba transformar y en qué dirección puede hacerlo.29 La utopía abre

la realidad y desde lo imposible muestra sus posibilidades. Pero ésta reclama una praxis

movilizada por un interés emancipatorio, de firme intención ética y que cuya práctica de

libertad se apoye en la consideración, y el consiguiente respeto, de los seres humanos

como sujetos.

De aquí nos planteamos las siguientes cuestiones: ¿Cómo ha de ser un

pensamiento utópico capaz de desplegar sus potencialidades emancipatorias en la doble

vertiente de crítica y propuesta? ¿Es posible una utopía no ideológica, no patológica, es

decir, liberada de mitificaciones y que, por consiguiente, permita hablar de sentido

emancipador de la historia sin ninguna hipoteca metafísico-determinista?30

En principio diremos que ha de ser una utopía autolimitada, consciente de sus

límites tanto como de su necesidad y su fuerza. Es una utopía modesta, en cuanto que no

cuenta con garantía alguna respecto a la consecución de las metas utópicas, que en todo

caso constituyen un fin a perseguir desde las opciones morales de los individuos social y

políticamente mediadas. Sin embargo capaz de mantenerse coherentemente fiel a la

intención ética que la anima, la que subyace al interés emancipatorio y al interés “por

ser” (más plenamente humanos) que activan la mirada crítica que capta la distancia entre

el mundo como es y cómo debe ser el mundo, y el empeño por “aproximar” lo primero a

lo segundo. Una utopía que responda a la interrelación individuo-sociedad propia de la

29 Cf. F. J. Hinkelammert, Crítica de la razón utópica, San José de Costa Rica: REI, 1984, p. 261. 30 Aunque este trabajo no se desarrollará la alternativa utópica ricoeuriana, podemos resumirla en los

siguientes puntos: 1) desde la antropología de la labilidad, reconociendo la desproporción radical del

hombre, en virtud de la cual está “capacitado para el bien”, pero “inclinado al mal” como perversión

secundaria de la capacidad primaria; 2) desde una filosofía de la historia como hipótesis de trabajo –así es

fructífera la concepción marxista-, no erigida, por tanto, en saber total sobre una presunta historia

universal; y 3) desde una ontología resquebrajada” consciente de su precariedad y de la necesidad de

mediación hermenéutica, contrapuesta a toda “ontología triunfante” que dé respaldo tanto al ingenuo

optimismo histórico como antropológico. Sobre estas bases se levanta el concepto de utopía de Ricoeur,

que cabe considerar como concepto limitado de utopía: una utopía consciente de sus límites tanto de su

necesidad y su fuerza. No obstante, esta propuesta converge con la de la ética del discurso que

desarrollaremos adelante. Cf. Pérez Tapias, «Utopía y Escatología en Paul Ricoeur», en T. Calvo y R.

Ávila, Paul Ricoeur. Los caminos de la interpretación, Barcelona: Anthropos, 1991, pp. 425-436.

Capítulo IV

159

compleja realidad humana con sus dos dimensiones de utopía sociopolítica y utopía

individual, duplicidad que no choca, sino todo lo contrario, con la consideración de la

humanidad de todo individuo como fin, pues desde ahí reciben su sentido de

transformaciones económicas, sociales y políticas para lograr unas condiciones de vida

que permitan a todo individuo vivir con dignidad y no ver frustradas de raíz sus

posibilidades de autorrealización. La utopía así concebida implica un ideal, un “ideal de

humanidad” desde el que es posible dar a la praxis un enfoque humanizante, con el

doble objetivo de afirmar a la humanidad como totalidad y al individuo como

singularidad.

Ese ideal utópico es principio regulativo para la praxis. Como Ricoeur subraya

con énfasis, el fin que señala es un imperativo moral, objeto de opción moral. El sentido

emancipador de la historia no es el que ésta tiene, sino el sentido potencial que debe

tener. De acuerdo con esto, la ética del discurso y el postulado ético del progreso pueden

presentarse como propuesta utópica en esta época posmetafísica (y posthistórica).

4.4. El postulado ético del progreso como utopía

La tensión entre facticidad e idealidad –entre ser y deber ser- que la reflexión ética saca

a flote, tensión en que se desenvuelve la moralidad, es la que desde la normatividad que

entraña el discurso remite al a priori de la comunidad de comunicación como lo

condicionante y posibilitante de todo hablar que pretende el entendimiento mutuo, y que

presupone por tanto un consenso básico, en el que ya siempre estamos, acerca del

sentido y de las reglas que rigen la praxis comunicativa y que hacen viables sus

pretensiones. Ese a priori es el que se despliega en el a priori de la comunidad real de

comunicación a la que fácticamente pertenecen los interlocutores y en el a priori de la

comunidad ideal de comunicación, siempre anticipada contra fácticamente en el

despliegue de la misma pretensión de una comunicación exitosa. Hablamos para

entendernos, y argumentamos, si lo hacemos en serio, desde los «acuerdos» que

constituyen el consenso básico siempre ya presupuesto en el punto de partida para llegar

a un acuerdo sobre algo -en el discurso ético, a un acuerdo sobre la corrección de una

norma y su consiguiente obligatoriedad moral-.

Ahora bien, con tal despliegue de la comunidad de comunicación en su condición

de a priori, el postulado del progreso se muestra como algo que no es secundario en la

ética de la comunicación. Por el contrario, el postulado se presenta como algo central de

la misma, hasta tal punto que se revela como la fuente de sentido de la praxis moral

conforme a las exigencias que plantea la ética discursiva. Tanto es así que, para Apel, la

norma ética fundamental se prolonga en el imperativo igualmente incondicionado de

colaborar en lo posible a la aproximación de la comunidad real a la ideal (al ideal de

Capítulo IV

160

comunicación que la acción comunicativa lleva consigo latente como principio

regulativo y, en cuanto tal, también como télos), al acortamiento de la distancia entre lo

condicionado y lo condicionante, tomando en cuenta que el ideal se está anticipando

«contra-fácticamente» en la realidad de manera constante y que de lo que se trata es de

conducir la facticidad de esa realidad hacia su idealidad -cabría decir que al incrementar

el grado de realización efectiva del ideal en la facticidad, se vería menguado, nunca

eliminado, el carácter contra-fáctico que reviste la necesaria anticipación del ideal en la

realidad fáctica de la praxis comunicativa-. En este punto sostiene Apel:

Considero que el aspecto fundamental de nuestro a priori radica más bien en caracterizar

el principio de una dialéctica (más acá) del idealismo y el materialismo. Ciertamente,

quien argumenta presupone ya siempre simultáneamente dos cosas: en primer lugar, una

comunidad real de comunicación, de la que se ha convertido en miembro mediante un

proceso de socialización y, en segundo lugar, una comunidad ideal de comunicación que,

por principio, estaría en condiciones de comprender adecuadamente el sentido de sus

argumentos y de enjuiciar definitivamente su verdad. Sin embargo, lo curioso y dialéctico

de la situación consiste en que quien argumenta presupone, en cierto modo, la comunidad

ideal en la real, como posibilidad real de la sociedad real, aunque sabe que la comunidad

real -incluido él mismo- está muy lejos de identificarse con la ideal (en la mayor parte de

los casos). Pero la argumentación, en virtud de su estructura trascendental, no tiene otra

opción que la de hacer frente a esta situación desesperada y desesperanzada.31

Explicitado el sentido dialéctico de la contradicción que encierra el presupuesto

pragmático-trascendental de la comunidad de comunicación -entre comunidad real y

comunidad ideal-, continúa Apel subrayando que cualquier hablante, o incluso el que

piensa solo, en diálogo interno:

…debe también suponer que él mismo y sus interlocutores pertenecen a la comunidad real

de comunicación, configurada histórico-socialmente y, a la vez, que poseen competencia,

en el sentido de la comunidad ideal. Evidentemente, no se trata de una «contradicción» en

el sentido metafórico de la lógica formal, sino en el sentido literal de la dialéctica de la

historia, todavía no resuelta; una contradicción que, como dice Hegel, debemos mantener.

Sólo podemos esperar la disolución de esta contradicción en la realización histórica de la

comunidad ideal de comunicación en la real, tal como exige una «dialéctica entre Hegel y

Marx»; en realidad, debemos postular moralmente esta disolución histórica de la

contradicción.32

31 T.F., II, pp. 407-408. 32 T.F., II, p. 409. A modo de aclaración, conviene indicar que no contamos con el texto alemán en el que

puede confrontarse si se traduce «contradicción» a partir del término «Gegensatz», que tiene un sentido

más de oposición de contrarios, de tensión entre opuestos, de contrastación, o de «Widersprechend», en el

que se indica antagonismo y exclusión radical de las proposiciones. De ser este último el caso, carecería

de sentido superar esa «contradicción».

Capítulo IV

161

Se deja ver la mediación kantiana que se interpone en la «dialéctica entre Hegel y

Marx» para reorientarla éticamente en la praxis comunicativa y así clarificar los

principios normativos. De aquí, la conclusión no se hace esperar:

A partir de esta exigencia (implícita) contenida en toda argumentación filosófica, pueden

deducirse, a mi juicio, dos principios regulativos fundamentales para la estrategia moral

del obrar humano a largo plazo. En primer lugar, con cada acción y omisión debemos

tratar de asegurar la supervivencia del género humano como comunidad real de

comunicación; en segundo lugar, debemos intentar realizar la comunidad ideal de

comunicación en la real. El primer objetivo constituye la condición necesaria del segundo,

y el segundo confiere al primero su sentido; el sentido que ya está anticipado en cada

argumento.33

Como vemos, el postulado de la realización de la comunidad ideal de

comunicación en la real, que en el contexto contemporánea puede tornarse en exigencia

moral, lo podemos interpretarse como el postulado moral del progreso, puesto que

supone la aceptación tácita o explícita de que en el diálogo nos dirigimos a un acuerdo

deseado. Y este acuerdo trasciende el nivel personal para aplicarse en el nivel social y

cultural. Con todo y la contradicción implícita en este postulado, y con su más real

imposibilidad de realización, dicho postulado, en tanto que no tiene éxito garantizado de

culminación intrahistórica, y menos de finalidad transhistórica, se eleva a la categoría de

ideal regulativo, de criterio moral normativo, que se anticipa contrafácticamente y que

exige u obliga a realizar. En ese sentido, la comunidad ideal de comunicación es la meta

que entraña una utopía que no promete la salvación del hombre, que no ofrece una

promesa escatológica, que no pasa por alto la finitud del hombre y la contingencia de su

historia.34 Tal es la concepción que corresponde a la idea apeliana del progreso, deudora

de las aportaciones de la Ilustración.35

Para la ética del discurso de Apel es fundamental postular el progreso, como

progreso ético «necesario» -en tanto exigencia moral- como condición para recomponer

el sentido de la historia humana. Con todo y las críticas aludidas en el segundo capítulo,

es posible sostener que efectivamente se ha dado progreso en la historia, de manera que

se puede hablar de logros «humanizadores» irreversibles, los cuales permiten

valoraciones críticas y denuncias de aquello que se presente como irracional e inhumano

(v.gr. el reconocimiento universal de los derechos humanos), ante lo cual no podemos

permanecer indiferentes.

El importantísimo lugar que el postulado del progreso ocupa en la ética del

discurso pone de manifiesto su intención utópica. Es radicalmente utópica en cuanto que 33 T.F., II, p. 409. 34 Cf., J. A. Pérez Tapias, Filosofía y crítica de la cultura, pp. 103-110; y J. A. Pérez Tapias, «El agujón

apocalíptico y la filosofía de la historia », p. 83. 35 Cf., K.-O. Apel, «¿Vuelta a la normalidad?», en Apel, Cortina, De Zan y Michelini (eds.), Ética

comunicativa y democracia, Barcelona, Crítica, 1991, p. 104.

Capítulo IV

162

desde la meta para la historia mundana que supone la comunidad ideal de comunicación

-que opera como criterio de medición del deber ser y como ideal regulativo para las

realizaciones fácticas- permite cuestionar la realidad sociopolítica vigente, el ser, en la

medida en que esta realidad esté al margen de condiciones efectivas de libertad y

justicia. Es también utópica, porque en la tensión entre ser y deber ser, entre facticidad e

idealidad, se plantea como imperativo avanzar en la línea de un modo de ser que encarne

la comunidad ideal, como una sociedad radicalmente democrática, esto es, dialogante y

comprometida con el consenso.

Pérez Tapias insiste en rehabilitar a la utopía, justamente en la época de su crisis,

pero manteniendo una actitud crítica respecto a sus excesos y defectos, y la propuesta de

Apel es vista como una alternativa viable.36 El postulado ético del progreso de la ética

del discurso, en cuanto pensamiento de intención utópica, tiene un pequeño matiz: si la

ética discursiva conlleva una abierta intención utópica, esto no quiere decir que la

comunidad ideal de comunicación sea una utopía sino que es una exigencia ética. Apel

reconoce que, debido a dicha intención, la ética del discurso hace aflorar, por una parte,

la «estructura utópica del hombre» como algo inherente a su condición moral, y obliga a

plantear, por otra, la necesidad de una «crítica de la razón utópica».37

Apel inicia esa crítica, aunque sin llegar del todo a una redefinición crítica del

mismo concepto de utopía. Distingue entre «utopía necesaria» (no metafísica sino

éticamente hablando) y «utopía peligrosa», siendo ésta última la que deriva hacia la

«utopía totalitaria de planificación y orden», que es la que con razón encuentra bajo la

mira de los críticos de las ideologías. Este concepto de «utopía peligrosa» puede estar

apoyada tanto en un optimismo histórico, metafísico y escatológico, en cuanto que

prometen la felicidad plena y la necesaria salvación del ser humano, como en un

pesimismo antropológico –de corte luterano-, en el que para recomponer la naturaleza

humana y la historia de la humanidad, corrompidas por el pecado original se impone

arbitraria y totalitariamente «la planificación y el orden».

Apel presenta en positivo una utopía como un modo de vida alternativo y

formal.38 En la idea de la comunidad ideal de comunicación no hay nada que señale en

concreto una forma de vida; sólo es ideal regulativo que opera en los procesos dialógicos

argumentativos y para orientar la praxis efectiva, promoviendo la búsqueda de ese

consenso a través del cual han de concertar los afectados lo relativo a la forma de vida 36 J. A. Pérez Tapias, «Cambio de paradigma en el pensar utópico», pp. 181 y 201. 37 Cf. K.-O. Apel, «¿Es la ética de la comunidad ideal de comunicación una utopía?», en Apel, Estudios

éticos, Alfa, Barcelona, 1986, pp. 196 ss. Véase también: F. J. Hinkelammert, Crítica de la razón utópica,

San José de Costa Rica, DEI, 1984. 38 Pérez Tapias nos da cuenta de la afirmación apeliana «yo no creo en la utopía», en el sentido en que la

utopía escatologizada se apoya en el mito futurista de su «plena factibilidad», (El País, 22 de septiembre

1989); dicha afirmación no entra en contradicción con la interpretación de su propuesta como de corte

utópico, del que puede decirse que es un pensamiento utópico crítico. Cf., J. A. Pérez Tapias, «Más allá de

la facticidad, más acá de la idealidad» en D. Blanco Fernández, J. A. Pérez Tapias, L. Sáez Rueda (eds.),

Discurso y realidad. En debate con K.-O. Apel, Trotta, Madrid 1994, pp. 207-227, especialmente p. 217.

Capítulo IV

163

que deseen. No se trata, pues, de un modelo utópico, ni siquiera ficcional -1984 de

Orwell, Un mundo feliz de Huxley o Nosotros de Zamjatin-, y no arrastra los rasgos

patológicos de las utopías del pasado, es decir, no conlleva el escatologismo portado por

las visiones de la historia acuñadas en los moldes del teleologismo metafísico,

incurablemente agobiado por residuos míticos que luego se ven reciclados en nuevas

mitificaciones39.

En síntesis, la cuestión es que el pensamiento postmetafísico de Apel, desde la

pragmática trascendental y en consonancia con la dialéctica abierta que propugna,

defiende un teleologismo estrictamente ético, y contiene todos los elementos para que su

intención utópica dé paso a un planteamiento nítidamente no-escatologizante. En esa

dirección encontramos su idea de la comunidad ideal de comunicación como ideal

regulativo y, desde tal condición, como meta que es fin que de ninguna manera implica

un final garantizado o previsto; encontramos su concepción del proceso histórico

éticamente orientado como posible proceso de «aproximación asintótica» de la

comunidad real a la ideal, la cual en ningún caso va a cerrar la brecha entre la facticidad

y la idealidad y encontramos, asimismo, la clara concepción de un progreso postulado

desde la condición finita del hombre, mortal e intramundana, que no sólo supone un a

priori de la idealidad, sino, más radicalmente si cabe, un a priori de la facticidad, que

señalan las raíces más hondas de las que emerge la situación existencial del hombre.

Si recordamos lo planteado en el primer capítulo, el concepto de progreso, es

entendido como ilimitado, según la condición de indefinida perfectibilidad del ser

humano: el ser humano es finito y limitado pero indefinidamente perfectible, como lo

demuestran las propias capacidades humanas. Sin embargo no puede recibir una

perfección infinita e ilimitada, que le sobrepase en su finitud, habría una desproporción.

Aunque el progreso humano sea ilimitado o infinito no puede rebasar los límites de la

finitud humana; esto indica que su enorme perfectibilidad tiene un límite preciso, su

propio ser finito. Así, el progreso al que el hombre pueda orientarse, no obstante su

carácter de ilimitado, se topa con el límite humano. Su culminación perfectiva ha de ser

siempre finita.40

Por otro lado, el avance progresivo que el ser humano puede alcanzar necesita un

punto de referencia y criterio de medición, el cual en Apel lo constituye la comunidad

ideal de comunicación. Esta meta ideal, normativa, sirve de término al movimiento

perfectivo. Este término es el objeto que ha de llenar su perfectibilidad, el ideal

regulativo que atrae u orienta hacia sí las aspiraciones y actividades humanas. Este

criterio o punto de referencia es principio generador de movimiento hacia su realización.

El postulado del progreso ético es el ideal regulativo de los acuerdos humanos

39 Cf. J. A. Pérez Tapias, «Mito, ideología y utopía. Posibilidad y necesidad de una utopía no mitificada»,

en Gazeta de Antropología, no. 6 (1988), pp. 27-40. 40 Cf. K.-O. Apel, «¿Es la muerte una condición de posibilidad del significado? (¿Existencialismo,

platonismo o pragmática trascendental del lenguaje?)»: Estudios Filosóficos 41 (1992), pp. 199-213.

Capítulo IV

164

encaminados a la configuración de la comunidad ideal de comunicación, en virtud de la

condición social de la naturaleza humana.

Como toda idea del progreso debe necesariamente tener un «a donde», como

meta, con todo y el inmanentismo que propugnó la Ilustración, su concepto de progreso

no logró visualizar el fin o la meta del proceso de perfeccionamiento, por lo cual se

quedaron atrapados en un movimiento progresivo que comienza y avanza sin meta ni

finalidad. Para la ética del discurso si hay un «a donde». La meta que propone no es

realizable definitivamente; no podremos esperar el fin de la historia o la plenitud de los

tiempos. No podremos esperar la realización definitiva de todas las promesas del

progreso. Ello implicaría regresar nuevamente a su escatologización, a la dogmatización

de la historia y a la idea de una ley metafísica –el progreso- que la dirige necesariamente

a su fin.

Para la ética del discurso, el progreso puesto en la comunidad ideal de

comunicación es deseable -en comparación con otras posibilidades, como el solipsismo

metódico, el individualismo, la insolidaridad-, apela constantemente a la voluntad

humana y a la responsabilidad solidaria, y en ese sentido es un ideal regulativo con una

alta exigencia ética que se haya en la «estructura utópica» del ser humano. La exigencia

ética del postulado del progreso orienta hacia sí la praxis tendente a realizar la idealidad

en la facticidad, acortando en ese sentido la distancia entre ellas.

Pero, como hemos dicho, la facticidad nunca encarnará plenamente la idealidad.

Lo cual da cuenta del desgarramiento de la condición humana. Esta rasgadura entre

idealidad y facticidad requiere la mediación entre una y otra. Es ahí, en ese «espacio» de

mediación que requiere la estructura del ser humano, donde tiene sus raíces el postulado

del progreso. Por ello, siempre aparecerá como tarea pendiente el esfuerzo por

aproximar la facticidad de la realidad humana a su idealidad, la cual se proyecta desde la

condición de a priori a ideal regulativo orientador de la praxis solidaria, a la que obliga

imperativamente y confiere sentido el mismo postulado del progreso, que se muestra

como el núcleo de la ética del discurso.

El postulado ético del progreso se apoya en un pensamiento no escatologizante,

que sostiene la comunidad ideal de comunicación como ideal regulativo para la praxis y

que además se ve mediado con la realidad por la exigencia ética de la responsabilidad

solidaria, en la que nos hagamos cargo de las consecuencias de nuestras acciones41.

En consonancia con todo lo anterior, la concepción apeliana del ideal de

comunidad de comunicación no tiene nada de escatológica, no ofrece la redención, por

más que en su condición de utópica sea heredera de determinadas concepciones

escatológicas de la tradición judeocristiana, pero esta herencia le llega mediada por la

41 K.-O. Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, p. 148.

Capítulo IV

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tradición filosófica y es asumida desde un planteamiento crítico-hermenéutico que la

depura de residuos míticos.42

La interpretación ética de la noción del progreso, desde la perspectiva de la ética

del discurso, puede bien tenerse como una interpretación utópica no escatológica, en la

medida en que la utopía se entiende como ideal regulativo que, desde la mediación

facticidad-idealidad orienta la praxis, además se torna cargada de exigencia moral, y

sirve como instancia crítica para la evaluación ética de esa misma praxis y, en general,

para reorientar y reconstruir la concepción de la historia.

Redefinida así la categoría del progreso, a partir del a priori de la «comunidad

ideal de comunicación», permite reivindicar el sentido emancipador de la historia,

también vista como exigencia moral de los sujetos racionales y dotados de capacidad

lingüística, comprometidos con el consenso y el acuerdo intersubjetivo. Basta recordar

que Apel sitúa como punto de partida de su vía de fundamentación última de la ética el

reconocimiento recíproco del otro como persona -exigencia de reconocimiento que es la

norma moral implícita en la normatividad del discurso que supone el reconocimiento de

los demás como interlocutores válidos.

4.4. Límites y alcances del postulado ético del progreso de Apel

El postulado del progreso permite y exige afirmar que el sentido emancipador de

la historia ha de prolongarse hacia adelante. Para aquí y ahora, la ética del discurso

comporta la exigencia de aproximar la comunidad real de comunicación a la ideal, y eso

significa el esfuerzo por instaurar las condiciones de libertad y justicia que posibiliten

una vida digna para todos, es decir, unas relaciones sociopolíticas regidas por el respeto

incondicional a la dignidad de todos y el consiguiente reconocimiento a la autonomía de

cada individuo. La ética del discurso propone avanzar hacia esa meta, que no es sólo

formal sino también material, pues lo que se propone es un procedimentalismo que

también está comprometido con ciertos valores, que le dan contenido material a dicha

ética: libertad, justicia, autonomía, igualdad, responsabilidad, solidaridad. Encaminarse

hacia ella es algo que requiere como condición indispensable el concurso de la praxis

política de los individuos, movilizada por el interés emancipatorio que éticamente se

plasma en la personal opción moral a favor de un ideal humano de emancipación. El

ideal emancipatorio universalista no es «neutro», lo que en términos del relato del «buen

samaritano», que responde a la pregunta « ¿quién es mi prójimo?», supone la opción por

hacer justicia a favor de los otros, los más necesitados, los «sin voz» y por buscar una

efectiva libertad para todos. Esto implica establecer condiciones de simetría (igualdad) 42 J. A. Pérez Tapias, en «Más allá de la facticidad, más acá de la idealidad», (pp. 213 y 219) no comparte

el juicio y la acusación de «escatologismo» que se hace recaer sobre Apel. Véase, J. Muguerza, Desde la

perplejidad, pp. 136 ss.

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que se requieren como exigencias para un diálogo o discurso a la búsqueda de un

acuerdo que realmente sea tal.43

Desde lo anteriormente expuesto, hay que resaltar dos cosas. En primer lugar,

que la emancipación sobre la cual se condensa la utopía que supone el principio

regulativo de la comunidad ideal de comunicación, es un fin ético-político o moral-

social, pero a su vez recibe una sobrecarga de sentido si se repara en que, respecto de los

individuos concretos, la emancipación, como praxis liberadora de trabas

deshumanizantes, está dirigida también a la autorrealización de cada uno de ellos,

instaurando el marco sociopolítico adecuado para hacerla posible. Como sostiene Pérez

Tapias: «Trabajemos por la emancipación de todos, para que cada cual pueda tender

efectivamente a su autorrealización»44. La autorrealización personal, en cuanto logro de

la «excelencia» de la propia «humanidad», puede tomarse como equivalente del

concepto de felicidad, siempre y cuando no salga del terreno de la ética. Y todavía más:

tal autorrealización, como «humanidad lograda», no es indiferente a la posibilidad y

viabilidad del proceso emancipatorio mismo, ya que éste depende de la buena voluntad,

mediada políticamente, de los individuos.

Por consiguiente, la autorrealización no puede ser indiferente para la reflexión

ética, y no debe serlo ni siquiera en el caso en que se considere que la dimensión

normativa de la ética tiene que ver con lo que atañe a la emancipación solamente; no hay

que pasar por alto que la autorrealización personal es objeto de juicios evaluativos

respecto de los cuales también cabe plantearse la validez de sus criterios. La pertinencia

ética de la autorrealización personal se concentra, pues, sobre aquellos aspectos de la

misma que responden a exigencias necesarias para poder hablar de «logro» en el propio

desarrollo humano, de manera que se trate de dimensiones reconocibles intersubjetiva e

interculturalmente, que sean evaluables, por consiguiente, con criterios

universalizables45.

Por otro lado, si ciertamente hay que postular el sentido emancipador de la

historia, con la conciencia de que depende de la opción moral de los individuos, a su vez

en camino de una autorrealización que no puede ser sino solidaria, no hay que perder de

vista que el sentido de la historia no agota la «cuestión del sentido»: el ser humano

muere, y la muerte cuestiona todo sentido, incluido el de la historia como progreso

pensado de la única forma en que cabe hacerlo racionalmente, esto es, como 43 Sobre este punto pueden verse las críticas a la ética del discurso en E. Dussel (comp.), Debate en torno

a la ética del discurso de Apel: Diálogo Filosófico Norte-Sur desde América Latina, México, Siglo XXI,

1994. 44 J. A. Pérez Tapias, «Más allá de la facticidad, más acá de la idealidad», p. 223; también Pérez Tapias,

«El agujón apocalíptico y la filosofía de la historia», pp. 86-87. 45 Hacia esa dirección parece haber evolucionado Apel, distanciándose de Habermas –más centrado en el

análisis social-, al proponer «una relación de complementariedad entre la filosofía moral deontológica de

la justicia y la ética de la vida buena», manteniendo la prioridad de la primera. Véase K.-O. Apel, «Las

aspiraciones del comunitarismo anglo-americano desde el punto de vista de la ética discursiva», en Blanco

Fernández, Pérez Tapias, Sáez Rueda (eds.), Discurso y realidad, pp. 15-33.

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teleologismo ético. Eso quiere decir que en su vida concreta, en lo que respecta a su

sentido, y conscientes de la muerte como posibilidad más real, los seres humanos no

pueden esperar a que haya condiciones sociopolíticas de plena u óptima emancipación,

de manera que habrá que pensar la autorrealización incluso en medio de condiciones de

opresión, lo que no cabe más que realzando su dimensión solidaria, desplegada en el

esfuerzo, compromiso y sacrificios voluntariamente asumidos por la emancipación de

todos.

Así, pues, si la autorrealización pasa por la emancipación, a través de las

condiciones que ésta posibilita y por el empeño en un proyecto humano -universalista-

de emancipación, también la emancipación necesita de la autorrealización de los

individuos, o de individuos en tensión hacia la autorrealización: si ellos no asumen

personalmente las autoexigencias para una autorrealización solidaria, si no hacen suya

su propia autorrealización como tarea vital que ineludiblemente les incumbe, y que sólo

cada uno de ellos puede emprender como cauce para afirmar existencialmente el sentido

de la vida a pesar de y contra la muerte, entonces el ideal emancipatorio se ve inutilizado

y bloqueado. La ética del discurso no puede ser indiferente a la respuesta que se dé a la

crucial problemática que para cada ser humano comporta su existencia, respuesta que

será más «humanizante» en la medida en que afronte el inerradicable «peso de lo

trágico» de la existencia humana. Apel no desarrolla esta cuestión, pero es obligado

detenerse y añadir que esto no es indiferente o ajeno para la misma consistencia del

postulado del progreso.

Y es que la autorrealización humana viene a ser como la dimensión personal de

la utopía antropológica, mientras que la emancipación es su dimensión social. Por ello se

trata de reincorporar al sentido emancipador de la historia la dimensión individual de tal

modo que profundice y complemente la ética del discurso, y se vaya más allá de la

problemática de su fundamentación.46

Desde el marco señalado, ampliado en la dirección propuesta, se puede recoger

otra cuestión, también tocada por la ética del discurso, pero no resuelta de modo

satisfactorio, a saber, la de la «buena voluntad», que igualmente se presupone para entrar

con seriedad en el discurso argumentativo en torno a normas y a la justificación de sus

pretensiones de validez. Es aquí donde encontramos que Apel deja el hueco necesario

para un «resto decisionista» inerradicable:

46 Apel sostiene que la ética del discurso tiene dos partes, saber: la parte A: que tiene por objeto

fundamentar racionalmente el principio ético; y la parte B, que se refiere a la responsabilidad para exigir

su cumplimiento. Sin embargo cuando Apel plantea la parte B, sigue pensando en términos del

procedimiento de aplicación de normas, esto es, sigue sin salir de la tarea de fundamentación. Véase:

Apel, «La ética del discurso como ética de la responsabilidad…», en Teoría de la verdad y ética del

discurso, pp. 163-184.

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…surge todavía un problema moral extremadamente delicado, que se formula en la

cuestión siguiente: ¿en qué situaciones y en virtud de qué criterios puede un participante

en la comunicación reivindicar para sí mismo la conciencia emancipada y, de este modo,

considerarse autorizado para actuar como terapeuta social? Esta decisión… no puede

arrebatársele a nadie, tampoco bajo el supuesto de nuestros principios regulativos…, [la

decisión] encierra un compromiso arriesgado que no pueden respaldar ni el saber

filosófico ni el científico.47

La praxis moral requiere «buena voluntad», y eso, como bien dice Apel, no es

problema de fundamentación, sino de motivación. Se trata de algo ético-

antropológicamente relevante, en relación a lo cual también puede plantearse la

componente «estructural-existenciaria», por decirlo en términos heideggerianos, de un

cuasitrascendental «interés por ser» que se puede entender como dimensión

cuasiapriórica análoga al interés emancipatorio, pero ahora planteada respecto de la

propia autorrealización. Tal interés sería el a priori antropológico-existencial de la

«buena voluntad», desde el cual podría avanzarse en la superación del antagonismo

deber-felicidad, que acaba viéndose como falso dilema desde el momento en que el

deber se muestra vinculado también al propio «(auto-)interés por ser». Es por aquí por

donde podría darse a su vez mayor cabida y mejor tratamiento a lo que la ética del

discurso alude sobre el carácter motivador y movilizador de determinadas experiencias

de sentido, como las que pueden expresarse a través de la religión o la poesía.48

Si la emancipación reclama contar con la autorrealización que ella misma ha de

posibilitar, si lo «bueno» que para la ética discursiva es importante que acontezca

reclama la «buena voluntad» que la misma razón discursiva ha de esclarecer, igualmente

la esperanza reclama la misma memoria que ha de preservar. Se puede complementar la

propuesta de Apel, en un trayecto que implica, para decirlo con W. Benjamin, «volver la

vista atrás», para que el recuerdo de las víctimas de la historia nos evite recaer en la

mitología del progreso.49

El postulado del progreso no puede hacer olvidar, sino todo lo contrario, que la

praxis moral que alienta y demanda es la praxis que ha de asumir el hombre para su

«humanización» (emancipadora y autorrealizativa) desde lo que es su situación

existencial a la vez «desesperada y esperanzada», como el mismo Apel nos recuerda.50

El postulado del progreso no es garantía para ningún optimismo racionalista, puesto que

la esperanza en la que empíricamente se apoya y que ética y antropológicamente

tematiza no puede ser otra que esa «esperanza paradójica» a la que sólo puede

47 T.F., II, p. 412. Véase también de K.-O. Apel, Estudios éticos, p. 158, y Apel, «¿Límites de la ética

discursiva?», en A. Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Salamanca, Sígueme, 1988,

p. 234. 48 Cf., L. Sáez Rueda, «Apriori de la facticidad y apriori de la idealización. Opacidad y transparencia», en

Blanco Fernández, Pérez Tapias, Sáez Rueda (eds.), Discurso y realidad, pp. 251-270. 49 Cf. M. R. Mate, Mística y política, Estella, Verbo Divino, 1990; y del mismo autor, La razón de los

vencidos, Anthropos, Barcelona, 1991. 50 T.F., II, p. 408.

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corresponder un «optimismo trágico».51 Tal es el optimismo propio de una utopía que

tiene un soporte crítico-hermenéutico que le recuerda que la tradición emancipadora

gracias a la cual podemos seguir hablando de progreso y postulándolo es una tradición

cargada de sufrimiento y, por lo mismo, de anhelo de justicia. El postulado del progreso

que nos proyecta esperanzados hacia adelante no es el postulado de ningún utopismo

futurista, sino el postulado de una utopía cuyo «aún-no realizado» es compromiso para

un aquí y ahora que no pierde de vista que la «chispa de la esperanza» viene de atrás y

que buena parte de su fuerza movilizadora se la debe, como Benjamin nos hizo ver, a la

«imagen de los antepasados oprimidos»52. La utopía no escatológica, no mitificada, de

una ética dialógica de la responsabilidad solidaria, no debe dejar de repetirse una y otra

vez que: «sólo por aquéllos sin esperanza nos es dada la esperanza»53.

51 La expresión «esperanza paradójica» viene de E. Fromm (La revolución de la esperanza, México, FCE,

1970, pp. 21-30). El «optimismo trágico», Ricoeur hace esta formulación (Cf., J. A. Pérez Tapias, «Utopía

y escatología en P. Ricoeur», pp. 425-436. 52 La «concepción trágica del progreso» de Benjamín puede confrontarse en: Tesis XII y XIII, pp. 186-187. 53 «Nur um der Hoffnungslosen willen ist uns die Hoffnung gegeben»: Son las célebres palabras de

Benjamin con las que H. Marcuse concluye El hombre unidimensional (México, Joaquín Mortiz, 1992, p.

272).