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CÁDIZ, POBLACIÓN INDÍGENA Y JUSTICIA LOCAL. TENANGO DEL VALLE, 1812-1824. 1 Claudia Guarisco El Colegio Mexiquense, A.C. Estas líneas tratan sobre la administración de justicia criminal en primera instancia a principios del siglo XIX, en un escenario compuesto por tres pueblos de indios del partido de Tenango del Valle, entonces comprendido en la Intendencia de México: Capuluac, Ocoyoacac y Calimaya. Se trataba de asentamientos rurales situados al sur de la actual ciudad de Toluca, predominantemente habitados por indios y donde el índice de analfabetismo parece haber sido alto, a juzgar por la información que los actores legales proporcionan al respecto. Los procesos que sirven de referente empírico datan de los años 1822, 23 y 24, y forman parte del acervo del Archivo Histórico Judicial del Estado de México. Se busca, en concreto, analizar la determinación de la verdad de los hechos delictivos y sus penas en el contexto de los cambios que el constitucionalismo gaditano (1812-14 y 1820-21) trajo consigo en materia de justicia, y que fueron expresamente mantenidos a lo largo el Primer Imperio mexicano. 2 Durante la Colonia, los procesos criminales fueron ventilados en el Juzgado General de Indios, donde llegaban por transferencia de los tribunales locales o planteados directamente por petición privada de los agraviados. 3 En la Nueva España, ese tribunal fue creado en 1592, gracias a la diligente labor de los virreyes Antonio de Mendoza (1535-1550) y Luis de Velasco II (1590- 1595). A lo largo de su existencia funcionó como una jurisdicción especial para asuntos indígenas, donde la autoridad máxima era el virrey. Esa institución se caracterizó por el empleo de procedimientos simplificados y por contar con su propio personal, cuyos salarios pagaban los indios a través del medio real de ministros inserto en los Reales Tributos. Básicamente se trataba

CADIZ POBLACIÓN_JUSTICIA C GUARISCO

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CÁDIZ, POBLACIÓN INDÍGENA Y JUSTICIA LOCAL.

TENANGO DEL VALLE, 1812-1824.1

Claudia Guarisco

El Colegio Mexiquense, A.C.

Estas líneas tratan sobre la administración de justicia criminal en primera instancia a principios

del siglo XIX, en un escenario compuesto por tres pueblos de indios del partido de Tenango del

Valle, entonces comprendido en la Intendencia de México: Capuluac, Ocoyoacac y Calimaya. Se

trataba de asentamientos rurales situados al sur de la actual ciudad de Toluca,

predominantemente habitados por indios y donde el índice de analfabetismo parece haber sido

alto, a juzgar por la información que los actores legales proporcionan al respecto. Los procesos

que sirven de referente empírico datan de los años 1822, 23 y 24, y forman parte del acervo del

Archivo Histórico Judicial del Estado de México. Se busca, en concreto, analizar la

determinación de la verdad de los hechos delictivos y sus penas en el contexto de los cambios

que el constitucionalismo gaditano (1812-14 y 1820-21) trajo consigo en materia de justicia, y

que fueron expresamente mantenidos a lo largo el Primer Imperio mexicano.2

Durante la Colonia, los procesos criminales fueron ventilados en el Juzgado General de

Indios, donde llegaban por transferencia de los tribunales locales o planteados directamente por

petición privada de los agraviados.

3 En la Nueva España, ese tribunal fue creado en 1592, gracias

a la diligente labor de los virreyes Antonio de Mendoza (1535-1550) y Luis de Velasco II (1590-

1595). A lo largo de su existencia funcionó como una jurisdicción especial para asuntos

indígenas, donde la autoridad máxima era el virrey. Esa institución se caracterizó por el empleo

de procedimientos simplificados y por contar con su propio personal, cuyos salarios pagaban los

indios a través del medio real de ministros inserto en los Reales Tributos. Básicamente se trataba

2

de un procurador general que actuaba como abogado defensor y de un asesor que servía de

consejero en las visitas judiciales. La importancia de este último era central, ya que los virreyes

generalmente carecían de formación jurídica.4

Los procesos criminales constaban de tres partes: sumaria, plenario y sentencia. La

sumaria fue añadida al derecho castellano a mediados del siglo XVII. Hasta entonces, y según

prescribían las Siete Partidas, aquellos consistían solamente en plenario y sentencia. La adición

significó que la carga acusativa del segundo se viera limitada por la naturaleza inquisitorial de la

primera.

5 Las sumarias podían comenzar por acusación o querella de parte, por denuncia o de

oficio. Los jueces les daban inicio con la “cabeza de proceso”, en la que informaban sobre el

hecho delictivo y primeras averiguaciones. Si habían heridas, se procedía a su reconocimiento.

Posteriormente, se recogían los testimonios de los testigos. La sumaria concluía con la confesión

del culpado. El plenario involucraba el nombramiento de curadores, la ratificación de la

confesión del reo, las declaraciones de los testigos tomadas por segunda vez o; si era necesario,

su tacha, la defensa del acusado por parte de su curador, protector o procurador, y un careo.

Finalmente, las sentencias se dictaban haciendo uso de una gran dosis discrecionalidad (arbitrio

judicial), la cual, como es sabido, ocupaba entonces un lugar legítimo en el derecho.6

Establecida la Monarquía constitucional, el Juzgado General de Indios de la Nueva

España llegó a su fin.

7 Entonces las causas criminales en primera instancia que durante dos

siglos habían sido atendidas por ese tribunal, pasaron a ser competencia de los jueces letrados.8

Estos se configuraron en piezas básicas de la administración de justicia.9 Debían dictar sentencia

en los partidos que a las diputaciones provinciales se les encargó distribuir. Las audiencias

nacionales se concibieron entonces como foros de apelación en segunda y tercera instancia.10

Ciertamente, su establecimiento no podía ser inmediato en medio de las dificultades que el

3

Imperio enfrentaba. Por esa razón los constitucionalistas dispusieron que, en Ultramar, los

subdelegados siguieran encargándose de la función de justicia en sus viejas jurisdicciones.11

A pesar de que el modelo letrado gaditano, con su énfasis en la profesionalización de los

jueces, representó una tendencia del incipiente Estado hacia la dominación del territorio se dio,

al mismo tiempo, cabida a formas alternas de justicia. Por ejemplo: aquella administrada por los

alcaldes constitucionales.

12 La Constitución Política de la Monarquía española otorgó facultades

de conciliación a estos representantes vecinales, desde el supuesto de que no había mejor juez de

paz que el que contaba con la confianza general de la cual el sufragio lo investía.13 Además, el

Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia de 1812 sancionó que, más allá de

las tareas de conciliación en causas civiles de menor cuantía (menos de 100 pesos) y criminales

sobre injurias y faltas livianas, a ser resueltas de manera oral, los alcaldes intervinieran, por

escrito, en la evacuación de las primeras diligencias en casos de heridas graves y muerte. Esto;

de oficio o a instancia de la parte afectada, y cuya sustanciación y sentencia competía a los

jueces de partido.14 Sin embargo, durante el segundo bienio constitucional esa participación se

vio recortada, por lo menos en teoría. El decreto del 11 de octubre de 1820 dispuso que los

jueces de letras prescindieran, si así lo deseaban, de los alcaldes constitucionales en las primeras

diligencias de las causas criminales.15

Hacia 1824 los jueces de partido en México seguían siendo en su mayoría subdelegados

sin formación en derecho, aunque la Diputación Provincial se había encargado de irlos

reemplazando, en algunos casos, por abogados. En 1821, por ejemplo, el licenciado José Luis

Solórzano y Guerrero fue el sucesor de don José Ignacio de la Vega, en el juzgado del partido de

Tenango del Valle. Esos jueces se ocupaban de las causas criminales entre los indios, y los

alcaldes constituciones resultaban imprescindibles en la preparación de las sumarias. Estos

últimos, además de elaborar las cabezas de proceso y de encargarse de dar fe de los delitos

4

cometidos en sus pueblos, tomaban las declaraciones de las víctimas y de los testigos, sobre las

que sus superiores ahondaban con el fin de dictar sentencia.

En la tradición judicial de Occidente, la construcción del hecho legal se realiza a través

de un proceso en el que se describen los eventos y se determinan sus causas y consecuencias.16

En lo que sigue, voy a ilustrar estas afirmaciones a través de la narración de tres casos de

heridas graves y dos de homicidio, en los que participaron los indios de Capuluac, Ocoyoacac y

Calimaya.

Consistente con aquella, los jueces de Tenango del Valle interrogaban sobre la hora, el lugar y el

cómo de los delitos presenciados, independientemente de la edad, el grupo social y el género. El

procedimiento, sin embargo, se veía dificultado por el hecho de que los testigos estaban ligados

entre sí y a las partes por relaciones de parentesco real o putativo (compadrazgo), étnicas,

políticas (representantes indígenas en los ayuntamientos constitucionales) y espaciales

(vecindad). Esas solidaridades se sobreponían a la obligación religiosa de decir la verdad sobre

lo visto que traía consigo el juramento que abría la declaración, haciendo inexpugnable lo

acontecido. Adicionalmente, y a pesar de que el fin del Juzgado General supuso la pérdida de la

condición legal de miserables entre los indios, estos siguieron siendo tratados como menores de

edad que requerían protección. En este caso: curadores ad lítem. Todos estos factores hicieron de

la formación de las sumarias una tarea difícil, impidiendo, muchas veces, finiquitar los procesos.

De ahí que los jueces de partido optaran por llevar los procedimientos de conciliación, propios

de los ámbitos extra-judicial y de la oralidad, hacia aquellos de la criminalidad y la escritura.

***

5

El primer caso se trata del homicidio de Francisco, arriero de Tianguistenco, de veintitrés años

de edad. Este murió en 1822 luego de un día de agonía a causa de una herida en el vientre que le

fue inferida con un cuchillo por el albañil Pascual González, vecino de Capuluac.17

Después de que Francisco falleciera, el alcalde de Capuluac, Lucas de Meza, envió al

juez del partido de Tenango del Valle un documento describiendo la tragedia y adjuntó el

certificado del cirujano que asistió a la víctima, el del regidor que recibió su declaración y el del

párroco que lo sepultó. Acto seguido, el juez ordenó al alcalde que formara las primeras

diligencias de la sumaria. Este procedió entonces a poner al reo en la prisión y a citar a tres

albañiles, “socios” de aquél, quienes habían estado presentes en el lugar del pleito. Se trataba de

vecinos de Capuluac, a quienes el alcalde conocía personalmente. Todos eran analfabetos y de

treinta y ocho, cincuenta y sesenta años de edad, respectivamente. Luego de haber sido “puesta

la señal de la cruz” y habiendo ofrecido “decir verdad”, cada uno de ellos presentó versiones de

los hechos idénticas a la de la víctima, salvo en un detalle: ninguno había visto cuando Francisco

fue apuñalado. Sin haber podido probar que Pascual González era, efectivamente, un asesino, el

alcalde comunicó los resultados de sus pesquisas a su superior en los siguientes términos:

El alcalde de

Tianguistenco, Victoriano González del Pliego, inmediatamente después de ser informado sobre

el hecho, dio inicio de oficio al auto cabeza de proceso con la declaración del moribundo. La

víctima contó entonces que, mientras arreaba diez burros en el puente del pueblo, uno de los

albañiles que trabajaban en la iglesia cercana al mismo se burló de él, capeando, cual torero, a

sus bestias.

“No habiendo resultado de las declaraciones de estos cría alguna que

deberse evacuar por no haber otros testigos que depongan […], no

6

obstante las diligencias hechas por este juzgado en seguimiento del auto

por mí prevenido, se da cuenta por esta, con esta sumaria, al juez letrado

del partido para su sacada, dirigiéndose al mismo al reo Pascual

González con la custodia necesaria. Y por este auto así lo proveo y firmo

con los testigos de asistencia.”

Después de recibir la documentación, el juez letrado ordenó se “proced[ier]a todo lo que

h[ubier]a lugar por derecho.” El expediente, sin embargo, termina en ese preciso momento. No

contiene la confesión del reo con la cual, según la normativa entonces vigente, debía terminar la

sumaria.18 Tampoco contiene sentencia alguna ni el plenario que había de precederla. Ese vacío

probablemente se debió no sólo al obstáculo impuesto por las solidaridades vecinales que

hicieron que los testigos “no vieran” a Pascual González atacando con una navaja a Francisco, a

pesar de su proximidad. También se debió a que el reo formaba parte de la compañía local del

ejército nacional acuartelada, precisamente, en Capuluac. Como miembro del cuerpo nacional, el

asesino tenía acceso al fuero militar, lo cual lo situaba fuera de la jurisdicción de los jueces de

partido y municipio.19

Tampoco existe sentencia para el segundo caso de homicidio aquí analizado. A diferencia

del anterior, donde la víctima era un outsider, que no contaba con alianzas familiares y

espaciales en el lugar en el que sufrió la herida que le costó la vida, en este expediente de 1824

emergen parientes y vecinos clamando venganza por la muerte de uno de los suyos. Además, en

lo referente a los reos, se despliegan solidaridades étnicas y políticas que, a más de la condición

de incapacidad relativa de la población indígena, hicieron doblemente difícil la determinación de

los hechos, tanto para el alcalde constitucional como para el juez del partido. Ese año, Tomás

Antonio, casado con María Rufina, y Juan, casado con Bernardina María; naturales, analfabetos

7

y vecinos todos de Capuluac, se dirigieron al juez letrado de Tenango del Valle para solicitarle la

decapitación de quienes consideraban habían asesinado a su parienta María Hilaria; natural y

vecina del mismo pueblo. Desde su punto de vista, los responsables eran Tomás y Dominga

Terrazas, también indios residentes en ese asentamiento. Las partes fundamentaban la acusación

en el rumor de que, tiempo atrás, y “como e[ra] público y notorio”, Tomás había matado

impunemente a su suegra. El juez ordenó entonces al alcalde de Capuluac que diera inicio a las

primeras diligencias de la sumaria.

En la cabeza de proceso que el alcalde don Pablo Albino Izquierdo envió al juzgado del

partido afirmaba que tuvo noticia del asesinato al día siguiente de ocurrido, gracias a la

información que le suministró uno de los regidores del ayuntamiento: el natural Tomás Antonio.

Inmediatamente, y conforme a lo que el alcalde llamaba la “vindicta pública”, procedió a hacerse

presente en el paraje donde se hallaba el cadáver, constatando que el deceso había sido causado

por heridas realizadas con un cuchillo. Después de ello, dispuso su entierro y citó a los testigos

para, previo juramento, tomarles sus declaraciones. Estos fueron: Doña Ana Alarcón, analfabeta,

vecina del lugar, y en cuya casa había estado depositada María Hilaria hasta formar estado de

matrimonio; Polito, hermano de la difunta y de trece años de edad, así como los presuntos

asesinos Dominga y Tomás Terrazas. Doña Ana Alarcón sostuvo que el día de la tragedia los

Terrazas se presentaron en su casa con el fin de hablar con María Hilaria, pero que ella no dio

licencia. Ante la negativa, optaron por rodear el edificio e introducirse en el corral, donde

lograron conversar brevemente con la difunta y, al parecer, pagarle dos reales que le debían.

Polito añadió que ese día, después de la oración de la tarde, llevó a María Hilaria a casa de los

Terrazas, porque, según le había dicho su hermana, pasaría la noche con ellos. Tomás Terrazas

afirmó que no se acordaba de nada, pues ese día había bebido mucho y su esposa; Dominga,

acusó al vinatero José Cristóbal de asesino y al sombrerero Salvador de ser su cómplice. Ambos

8

eran naturales y vecinos de Capuluac. Según Dominga Terrazas, el día de la tragedia ella, su

marido y la víctima fueron a tomar pulque a la puerta de la vinatería de José Cristóbal y, de

regreso a su morada, “le pareció” ver al pulquero embozado en una sábana parda, quien “asió a

María Hilaria de los pulmones” y se la llevó. Sin embargo, no supo decir cuándo, cómo ni dónde

se había llevado a cabo el crimen.

Tras haber oído las acusaciones de Dominga Terrazas, el alcalde mandó aprender al

vinatero y al sombrerero, confrontándolos con aquella. Además, volvió a escuchar los

testimonios de los testigos. El desarrollo de ese plenario, sin embargo, no lo ayudó a ir más lejos

en la determinación de la verdad, por lo que envió a los acusados a la cárcel de la cabecera del

partido junto con el expediente respectivo, al que dio inicio de la siguiente manera:

“En el susodicho pueblo, a 14 de agosto de este año, yo: el mismo juez,

en atención a no haberse podido averiguar […] quién ha sido el

[responsable] de la muerte acaecida en María Hilaria […] [hago envío de

estas diligencias] para que de […] [ellas] se pueda sacar […] el

verdadero delincuente. Y por este auto así lo mandé y firmé con los de mi

asistencia. Doy fe, Pablo Albino Izquierdo, alcalde.”

En la “purificación de la verdad” llevada a cabo por el juez del partido, tampoco fue posible

determinar con exactitud la responsabilidad de los inculpados en el deceso de María Hilaria.

Esto, a pesar de los intentos por obtener la confesión de los acusados y la verificación a la que

sus afirmaciones fueron sometidas. La esposa de José Cristóbal testificó que el día del asesinato

el acusado no había abandonado la vinatería. Lo mismo dijo su suegro: Jacinto Hipólito,

añadiendo, además, que no por ser padre político del reo alteraba la verdad. En lo que respecta al

9

sombrero; su padre; Francisco Valeriano, testificó a su favor, afirmando que el día del asesinato

habían estado juntos todo el tiempo, primero trabajando, luego en casa de un pariente y, más

tarde, en la suya propia. En virtud de tales coartadas, los reos fueron puestos en libertad después

de que cada uno de ellos presentara un ocurso solicitándola. Además, dos regidores analfabetos,

naturales y vecinos de Capuluac presentaron las respectivas escrituras de fianza.20

El tercer expediente trata sobre las heridas graves que en 1823 el comerciante Bonifacio

León, al parecer mestizo, vecino de Lerma y de veinte años de edad, ocasionó al natural Andrés

Asencio, de treinta años y de la vecindad de Ocoyoacac, en el pueblo de este último. El proceso,

en este caso, también quedó inconcluso, a pesar de que hubo una testigo ocular de los hechos que

los denunció ante el alcalde.

Al mismo

tiempo, el juez de partido dispuso que, por su calidad, ambos debían “… nombrar sus curadores

ad lítem para que, aceptando los cargos, jur[ara]n y se les disce[rnier]a en forma, procediendo,

después a tomárseles sus confesiones con los cargos que de la expresada result[as]en”. El caso,

sin embargo, concluye con la sola enunciación de todo aquello.

21

Luego de terminar con la declaración de Andrés Asencio, el alcalde ordenó al facultativo

que diera fe de la gravedad de sus heridas. Además, dejó constancia escrita de que había sido

atacado con un “instrumento de dos filos” que, inclusive, dibujó. Concluida y remitida la cabeza

En su declaración, el herido sostuvo que al salir de casa de María

Antonia vio que “uno de Lerma” buscaba pleito a José María “Colorado”. Sin embargo, no llegó

a producirse enfrentamiento alguno, ya que la propia María Antonia; su comadre, lo “jaló” hacia

su casa. Entonces “el de Lerma” se dirigió hacia Andrés Asencio y lo atacó sin motivo. También

dijo que estuvieron presentes en el acto su esposa; Toribia Trinidad; los mencionados José María

“Colorado” y su cuñada María Antonia, Salvador Felipe y su esposa Margarita Martina, así

como Martina Dolores. Todos eran naturales, analfabetos, mayores de veinticinco años y vecinos

de Ocoyoacac, aunque residían en diferentes barrios.

10

de proceso al juez del partido junto con los reos, el alcalde procedió a tomar declaración a los

testigos mencionados por la víctima. Todos ellos suscribieron su historia, añadiendo solamente

detalles que sugieren que los hechos se llevaron a cabo mientras se celebraba el próximo enlace

de Tomasa Flores; viuda que vivía “de hospicio” en casa de María Antonia. Asimismo, que

Bonifacio León actuó acompañado de su compadre Pascual Barrera, quien persiguió con su

caballo a los invitados y robó una lía de cuero. También que, después de terminado “el baile”,

doña Tomasa Flores salió a encaminar a unos parientes hacia su pueblo. En el preciso momento

que los invitados advertían su ausencia llegaron León y Barrera, siendo acusados en medio de

gritos de haberla raptado. Finalmente, Tomasa Flores sugirió que si bien ese no había sido

precisamente el caso, “el hechor t[enía] desde días pasados odio con ella, amenazándola de

muerte”. Así justificaba el comportamiento de sus allegados.

Luego de “evacuadas en la sumaria cuantas citas resultaron en ellas”, el alcalde

constitucional de Ocoyoacac envió al juez del partido nueve fojas útiles para la “secuela” de la

causa criminal de oficio seguido a Bonifacio León y Pascual Barrera. En sus confesiones, los

acusados no negaron la herida que el primero había causado a Andrés Asencio, pero afirmaron

que fue en defensa propia. El día de tragedia, habían llegado a casa de María Antonia,

preguntando por unos conocidos de Lerma. En ese momento, se sorprendieron de ver a un grupo

de naturales que los llenaban de acusaciones que no entendían y que se aproximaban hacia ellos

en actitud amenazante. Fue entonces cuando León sacó un cuchillo e hirió a Andrés Asencio.

Poco después apareció una comadre suya, que le dijo: “… compadre, compadrito, venga usted

para acá en casa, déjelos que hablen estos indios…”, alejándose conjuntamente con Pascual

Barrera sin “meter[se] con alma viviente ya ni tratando […] de fugar[se] para ninguna parte,

siendo al contrario, pues allí [se] estuvi[eron] […] y no quisi[eron] ir[se].” Finalmente, León y

11

Barrera afirmaron que nada sabían del rapto y que las lías se las había vendido José Ayala,

vecino de Lerma.

Después de haber oído a los reos, el juez del partido mandó nombrar a los curadores de

los mismos, en razón de ser ambos menores de veintiún años de edad. También ordenó que se

ratificaran en sus confesiones. Sin embargo, el expediente no da cuenta de esas partes del

proceso, lo cual indica que se trató de otro caso no finiquitado. Probablemente el juez del partido

consideró que los motivos por los cuales se suscitó el altercado eran lo suficientemente

imaginarios como para rebajar la responsabilidad de los reos y sumársela a la víctima. En

realidad no habían sido raptos ni robos los que arrancaron la ira de los naturales de Ocoyoacac,

sino la presencia de elementos ajenos a sus espacios de residencia, parentela y grupo étnico que,

repentinamente, irrumpían en la privacidad de su celebración.

El cuarto caso, aunque muy semejante al anterior, tiene la particularidad de que contiene

sentencia y le precede un procedimiento de conciliación.22 El 24 de marzo de 1823, “año tercero

de la independencia, ante […] José de Ayala, alcalde de es[]e ayuntamiento constitucional de

[Calimaya], a horas que serían las cinco de la mañana, en la casa de [su] morada compareció

José Dionisio Cruz alias Calixto, diciendo que a su hijo político, José María Doroteo, ambos de

es[]a vecindad, le había herido gravemente en la casa de vinatería de Luis Albarrán, y para

averiguar la verdad de es[]e hecho y castigar sus reos y cómplices mand[ó] abrir es[]e auto

cabeza de proceso para que a su tenor [fuera]n examinados los testigos que pu[diera]n ser

habidos…” El alcalde, juntamente con el facultativo Don Rafael Cevallos, fueron a casa de José

María Doroteo con el fin de reconocer sus heridas y tomar su declaración. Se le recibió

juramento que hizo “en forma y conforme a derecho por Dios nuestro señor y la señal de la Santa

Cruz, so cuyo cargo prometió decir verdad en lo que supiere y fuere interrogado y siéndolo por

su nombre, edad, estado, oficio, vecindad, quién lo hirió, adónde, a qué hora, con qué

12

instrumento y por qué causa…”, dijo llamarse como ya se mencionó, que era carpintero, de

treinta años de edad, “ciudadano” de la vecindad y, además, analfabeto. También expresó que

Lorenzo Serrano, vecino y comerciante del mismo pueblo -probablemente mestizo- lo había

herido después de que llegara a beber algo de pulque en compañía de su compadre, el albañil

Felipe Morales, e Ignacio Jardón, residentes también en Calimaya e igualmente analfabetos. De

acuerdo con José María Doroteo, el conflicto estalló cuando Morales impidió que Jardón jugara

albures con Serrano. La prohibición irritó tanto a este último que, junto con sus tres compañeros

de juego, dio inicio a una retahíla de insultos y burlas ante las cuales su opositor reaccionó

amenazándolo con darle de balazos aunque, en realidad, careciera de armas. A los intercambios

de palabras siguieron los empellones y persecuciones de los que resultó apuñalado, cuando

trataba de defender a su compadre. Terminada la declaración y habiéndosela leído el alcalde,

José María Doroteo no sólo se afirmó y ratificó en todo lo que había dicho, sino que agregó que

“… para que Dios le perdon[ara] sus pecados [él] le[s] perdona[ba] a sus enemigos…”

Posteriormente, el alcalde tomó las declaraciones de Ignacio Jardón y Felipe Morales.

Estas coincidieron con la de José María Doroteo en lo esencial, añadiendo solamente algunos

detalles. Acto seguido dio orden verbal al alguacil mayor del ayuntamiento, don José Gervasio

López, para que aprendiera a Serrano y sus cómplices y los enviara ante el “subdelegado letrado

de la jurisdicción residente en la cabecera de Tenango…”, para mayor seguridad y por no haber

cárcel en el pueblo. También dispuso que, junto con los detenidos, se le hicieran llegar al

magistrado las diligencias realizadas, a las que anexó el certificado del cirujano. Al llegar al

pueblo, Serrano logró liberarse de sus custodios, tomando asilo en la iglesia parroquial. A

solicitud del subdelegado, el doctor don Francisco de Paula Alonso y Ruiz, cura y juez

eclesiástico del partido de Tenango del Valle, conforme “a lo dispuesto por cédula general de 15

de marzo de 1787, publicada por bando de 6 de setiembre de 1795 y por edicto del 25 de octubre

13

del mismo año, le hi[zo] la protesta necesaria.” Habiendo jurado por “Dios nuestro señor y la

señal de la Santa Cruz […] guardar a dicho Serrano sin permitírsele cause daño ni que se le

ofenda con pena de vida o miembros […] se le dio la libertad de extracción de dicho reo…” De

regreso en el juzgado del partido, el licenciado José Luis Solórzano y Guerrero dispuso que se

tomasen las declaraciones preparatorias de los implicados en el atentado contra José María

Doroteo; es decir, Lorenzo Serrano y sus cómplices: los tejedores Antonio Millán y José María

Rojas, y el jornalero Andrés Pío Quinto. Los dos últimos eran analfabetos, todos vivían en

Calimaya y ninguno negó los hechos. Adjudicada la verdad de los mismos, el subdelegado

procedió a dictar sentencia, basándose en el perdón que la víctima había otorgado a sus

victimarios y que el alcalde de ese pueblo había obtenido con anterioridad. La sentencia dictada

por el licenciado Solórzano consistió en doce pesos y tres reales que el padre del acusado entregó

al herido.

Finalmente, el quinto caso, aunque no implica directamente a la población indígena de

Tenango del Valle como víctimas o victimarios, en cambio, da cuenta de la recurrencia en el uso

de la conciliación en la administración de justicia en primera instancia y en casos criminales

durante el período que nos ocupa. En 1823, Mateo Rojas, presuntamente mestizo, le cortó el

rostro a Vicente Cruz, al parecer español, en la vinatería del pueblo de Calimaya, que era, al

mismo tiempo, casa del alcalde constitucional, don Vicente Ayala. El ataque se realizó en

venganza de los golpes que recibió el indio Tiburcio por haber insultado al alcalde, según la

confesión del propio acusado. En esta ocasión, el juez letrado, tras concluir las sumarias, notificó

al agresor y el agredido sobre la necesidad de guardar la paz y la armonía y olvidar todo lo

sucedido. Además, Vicente Cruz consintió en que el reo fuera puesto en libertad, a condición de

que pagara las costas y curaciones.23

***

14

A modo de conclusión, creo que los ejemplos acabados de ver no solamente demuestran que,

mientras estuvieron vigentes las instituciones gaditanas en la Nueva España, la conciliación fue

una manera de reparar el tejido social que los atentados contra la vida habían erosionado, en

medio de las dificultades que las solidaridades locales imponían a la adjudicación de verdad.

También complementan la tesis ampliamente aceptada en la historiografía mexicanista, según la

cual los alcaldes constitucionales se encargaron de la función judicial en primera instancia, tanto

en lo civil como en lo penal, en lugar de los jueces de letras. Esa es la afirmación, por ejemplo,

de Linda Arnold. Su trabajo, no obstante, se circunscribe a la Ciudad de México.24

La importancia de los subdelegados, si bien decreció en los aspectos gubernativos y de

policía durante la crisis monárquica, se incrementó, por el contrario, en materia judicial, después

de que el Juzgado General de Indios dejara de funcionar. Desde entonces debieron ocuparse de

los criminales nativos de sus jurisdicciones, además de aquellos españoles y mestizos.

Asimismo, ahí donde los jueces de partido tuvieron éxito en la emisión de sus sentencias, el

hecho dependió de la cabida que dieron a los procedimientos de conciliación propios del ámbito

extra-judicial y de la cooperación desplegada por los alcaldes constitucionales. En los casos aquí

analizados, estos fueron, probablemente, mestizos o españoles que el voto indígena había llevado

a esas posiciones. Aun cuando en ocasiones tuvieron un protagonismo incluso mayor que el de

los jueces de partido, no hay indicios de que se sintieran llamados a asumir sus posiciones.

En los

pueblos de indios, jueces letrados y, sobre todo, subdelegados, conjuntamente con alcaldes

constitucionales, fueron los encargados de llevar a cabo esas funciones entre 1812 y 1824.

25 Eso

es lo que muestran las conductas del alcalde de Capuluac en 1824, Pablo Albino Izquierdo, y de

José de Ayala; alcalde de Calimaya, en 1823. Cómo obtuvieron las destrezas necesarias para

contribuir, legítimamente, en la reparación del daño es algo que todavía queda por elucidar. Aquí

solamente es posible plantear la hipótesis de que fueron los subdelegados y jueces de letras los

15

encargados de inculcar entre los alcaldes constitucionales una vieja cultura oral de la

conciliación adaptada a las nuevas situaciones criminales y a los procesos escritos. Es probable,

también, que los mismos alcaldes hubieran sido, en el pasado, subdelegados o tenientes de

subdelegados, familiarizados con ella. En el valle de México, por ejemplo, ese fue el caso del

español de Cádiz Ezequiel Lizarza, quien ocupó en 1820 la alcaldía del ayuntamiento

constitucional de Tacuba. Contribuyó a que accediera legítimamente a esa posición la “recta”

justicia que había impartido en el pasado.26

A mediados de 1812, y antes de que se cumpliera el primer quinquenio de Lizarza como

subdelegado de Tacuba, los vecinos de la jurisdicción solicitaron su permanencia en el oficio por

otros cinco años. Estos fueron, en primer lugar, los gobernadores y repúblicas de indios a los

que, luego, se unieron párrocos, labradores y comerciantes tanto mestizos como españoles.

27 Más

tarde, en 1814, los alcaldes y regidores de los ayuntamientos constitucionales formados por los

naturales del partido siguieron apoyando su permanencia en la subdelegación. Los de Xilotzingo;

pueblo del curato de Tlanepantla, por ejemplo, sostenían que la justa conducta del subdelegado

“... concilia[ba] el afecto, la ternura y la gratitud de los que se ve[ían] gobernados por tan

apreciables caudillos y cuando lo p[erdían], entregados a la pena y al dolor, llora[ban]

inconsolablemente la falta de un juez recto, la de un padre benéfico y desea[ban] por instantes la

restitución de tan benemérito jefe, como que echa[ban] de menos las dulzuras de su padre al

modo que un hijo ausente suspira en el seno de su casa.”28

Experiencias como las de Tacuba, Capuluac y Calimaya ilustran en buena medida el

gobierno representativo de la justicia; categoría que Carlos Garriga ha acuñado para dar cuenta

de la realidad municipal modelada por las instituciones gaditanas en la Nueva España. Estas, en

esencia, introducían “… una novedosa lógica representativa en el tradicional gobierno de la

justicia”.

29 Novedad, sobre todo, en el sentido de que indios y no indios ejercieron una

16

ciudadanía que, en lugar de integrarlos, los articulaba dentro de una misma dinámica de

participación en el gobierno. Falta determinar, todavía, si el término aplica no solamente en

aquellos ayuntamientos establecidos sobre vecindades indígenas, donde españoles y mestizos

alfabetos y poseedores de una cultura judicial de la conciliación adquirida en los juzgados de

partido asumieron los roles de alcaldes. Algo diferente debe haber sucedido ahí donde los oficios

de ayuntamiento quedaron en manos de indios que no sabían leer ni escribir, cuyos saberes en

materia de justicia se habían circunscrito hasta entonces, fundamentalmente, al ámbito policíaco.

Aún así, es posible avanzar la tesis según la cual los alcaldes constitucionales de lo que, tras la

caída del Imperio de Iturbide, sería el Estado de México pasaron a ocupar esas posiciones

desprovistos de la vigorosa tradición contenciosa y gubernativa de los viejos alcaldes ordinarios

de la Península. Eso es lo que habría hecho posible que, del otro lado del Atlántico, las funciones

de los juzgados de letras recayeran masivamente en las nuevas instancias de autogobierno

local.30

***

17

1 Texto publicado en el libro Los indígenas en la Independencia y en la Revolución mexicana,

coordinado por Alicia Mayer y Miguel León Portilla. México, Instituto de Investigaciones

Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Nacional de Antropología e

Historia y Fideicomiso Teixidor, 2010, 584 p.

2 En 1822 Lucas de Meza, alcalde constitucional de Capuluac, pueblo del partido de Tenango del

Valle, acató la orden del juez letrado y procedió a poner en prisión a un reo por homicidio. Al

hacerlo ofreció como justificación de sus actos el “artículo 8, capítulo 3 del decreto de las Cortes

españolas generales y extraordinarias del Reino sobre arreglo de tribunales y sus atribuciones, su

fecha en Cádiz a 9 de octubre del año de 1812, cuyas resoluciones est[aba]n [entonces]

mandadas observar en es[]e imperio independiente.” Archivo Histórico del Poder Judicial del

Estado de México, región judicial de Toluca, distrito judicial de Tenango del Valle, juzgado de

primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja núm. 5, expediente núm. 9, páginas sin

numerar.

3 Woodrow Borah, El Juzgado General de Indios en la Nueva España. México, Fondo de

Cultura Económica, 1996, 118, 225.

4 Ibídem, 107, 118, 131. 5 Charles R. Cutter, The Legal Culture of Northern New Spain, 1700-1800. Albuquerque, New

Mexico Press, 2001, 107-109.

6 Ibídem, 113-115, 125-118, 130.

7 La abolición formal fue, según W. Borah, en 1820. Borah, El Juzgado General, 131.

18

8 Fernando Martínez Pérez, Entre confianza y responsabilidad. La justicia del primer

constitucionalismo español (1810-1823). Madrid, Centro de Estudios Políticos y

Constitucionales, 1999, 425, 434-436.

9 Ibídem, 472.

10 Arts. I, III, XVIII y XX, cap. II, De los jueces letrados de partido; art. XIII, 1ª, cap. I, De las

Audiencias, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812, Reglamento de las audiencias y juzgados de

primera instancia. Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y

Extraordinarias desde 24 de mayo de 1812 hasta 24 de febrero de 1813, tomo III. Cádiz,

Imprenta Nacional, 1813.

11 Art. I, cap. IV, De la administración de justicia en primera instancia hasta que se formen los

partidos, Colección de los decretos y órdenes…

12 Martínez Pérez, Entre confianza, 422.

13 Ibídem, 492

14 Ibídem, 435-436. Art. XVII, cap. II, De los jueces letrados de partido, art. VIII, cap. III, De los

alcaldes constitucionales de los ayuntamientos, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812,

Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia, Colección de los decretos y

órdenes…

15 Martínez Pérez, Entre confianza, 464-465.

16 Clifford Geertz, Local Knowledge. Further Essays in Interpretive Anthropology. New York,

Basic Books Publishers, 1983, 175.

17 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito

judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja

núm. 5, expediente núm. 5, páginas sin numerar.

19

18 Art. XVI, cap. II, De los jueces letrados de partido, Decreto CCI, de 9 de octubre de 1812,

Reglamento de las audiencias y juzgados de primera instancia, Colección de los decretos y

órdenes…

19 Art. X, cap. II, Ibídem. Las instituciones gaditanas abolieron los juzgados privativos, a

excepción de los eclesiásticos y militares.

20 Capuluac parece responder al modelo “mixto” de ayuntamiento constitucional. Este, junto con

el “indígena” fueron, en general, las dos formas que, en la Nueva España, adoptaron los órganos

de gestión local durante la vigencia de las instituciones gaditanas. En el primer caso, los no

indios tendieron a ocupar las alcaldías y los indios; las regidurías. En el segundo, los oficios

quedaron totalmente en manos de los naturales. El ayuntamiento mixto resultó del encuentro

entre las nuevas instituciones de participación y una cultura política indígena afín, en lo que a

sistema electoral se refiere, y que, además, sancionaba la cooperación entre indios y no indios en

asuntos de interés común. Eso hizo posible la participación conjunta de los diferentes

componentes sociales en los mismos procesos electorales –corporativos y clientelares– de los

cuales resultaron españoles y mestizos en las alcaldías e indios en las regidurías. Asimismo, la

población nativa contó con un poderoso estímulo para sumarse a la tarea de reorganización del

espacio político local: el mantenimiento del ser colectivo. Este valor se hallaba estrechamente

vinculado a las tierras del común. El producto de estas servía para la realización de las fiestas a

través de las cuales se conmemoraba la identidad de los conquistados. En la medida que la

Constitución depositó la responsabilidad del manejo de esas tierras en los ayuntamientos

constitucionales, los indios estuvieron dispuestos a ceder sus votos a los españoles y mestizos

que deseaban ocupar las posiciones de alcaldes. En reciprocidad, los aspirantes no indios a esos

oficios convinieron en tolerar las viejas autonomías territoriales de sus repúblicas. Estas últimas,

20

aunque formalmente abolidas, siguieron no sólo vigentes sino articuladas a los nuevos órganos

de gestión local a través de sus regidores y en representación de los pueblos sobre los cuales

ejercían su jurisdicción. Para una exposición más detallada del tema véase: Claudia Guarisco,

Los indios del valle de México y la construcción de una nueva sociabilidad política, 1770-1835.

México, El Colegio Mexiquense, A.C., 2003.

21 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito

judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja

núm. 5, expediente núm. 15, páginas sin numerar.

22 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito

judicial de Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, años 1821-1825, caja

núm. 5, expediente núm. 22, páginas sin numerar.

23 Archivo Histórico del Poder Judicial del Estado de México, región judicial de Toluca, distrito

judicial Tenango del Valle, juzgado de primera instancia, ramo penal, Años 1821-1825, caja

núm. 5, expediente núm. 18, páginas sin numerar.

24 Linda Arnold, “La Audiencia de México durante la fase gaditana, 1812-1815 y 1820-1821”, en

Memoria del II congreso de historia del derecho mexicano. México, Universidad Nacional

Autónoma de México, 1981, 361-375.

25 Tampoco las actas de la diputación provincial de Nueva España y, más tarde de México,

relativas a áreas distintas de las que aquí se trata comunican la idea de que los alcaldes se

consideraran autorizados para asumir las funciones de los jueces de partido. Lo que aquellas

reportan actas son, fundamentalmente, problemas entre alcaldes y subdelegados relacionados con

la invasión de funciones causada por el desconocimiento de la ley y se circunscriben,

básicamente, a las cabeceras de partido donde coexistían, precisamente, jueces y alcaldes.

21

También tienen que ver con los ingresos de los subdelegados quienes, una vez abolidos los

Reales Tributos, quedaron desprovistos de ellos. En la sesión 40 del 7 de diciembre de 1821,

primero de la Independencia del Imperio, los diputados provinciales de México discutieron sobre

un escrito enviado por varios jueces de letras foráneos (también llamados subdelegados o jueces

de letras). En él se quejaban sobre los desórdenes en que estaban incurriendo los ayuntamientos

y sus alcaldes constitucionales, mezclándose en asuntos que no les competían y desobedeciendo

a sus jueces. También pedían que se les pagaran sus sueldos. En respuesta, los diputados

recomendaron que usaran “de su derecho como les conv[inier]a y de su autoridad en lo que

h[ubier]a lugar con arreglo a las leyes; que en cuanto a sueldos esper[ara]n la resolución general

del expediente de contribuciones y bienes de comunidad, de que est[aban] tratando con

actividad, con cuyo resultado se consultar[ría] oportunamente a la Soberana Junta Gubernativa

para que se dign[ara] resolver decisivamente lo que estim[ara] de justicia, y en cuanto a los

demás puntos de discordia entre ayuntamientos y subdelegados que se presenta[ba]n por mayor y

sin justificación particular (bien la que ofrec[ía]n los suplicantes) atendiendo a que esos daños

p[odía]n remediarse por medio de una orden circular, se acordó también que con arreglo al

artículo 19, del capítulo 1, de la Instrucción para el gobierno económico político de las

provincias, se p[usier]a oficio a los alcaldes primeros constitucionales de los ayuntamientos

cabezas de partido para que la circul[ara]n a los demás de su territorio y [fu]e[r]a para que de

orden expresa de es[]a superioridad se abst[uviera]n en delante de toda etiqueta, rivalidad o

cualquier otro motivo de disputa y competencia con los subdelegados, con quienes deb[ía]n

guardar la más perfecta armonía, limitándose los ayuntamientos a sus facultades político

económicas y dejando expeditas la de administración de justicia civil y criminal a los jueces de

primera instancia, [fu]e[r]an o no letrados, respetándolos y haciendo que el pueblo los respet[ara]

22

como en quienes resid[ía] la autoridad judicial, digna de la primera atención y acatamiento; bien

entendidos de que cualquier individuo que perturbare (lo que no se espera[ba]) las atribuciones

del otro, además del desagrado que causar[ía] a es[]a diputación y aún a la soberanía del Imperio,

se har[ía] merecedor de que se tom[as]en contra él muy serias providencias, y en atención a que

una de las causas de las desavenencias de los subdelegados y de los ayuntamientos prov[enía],

según ha[bía] hecho ver la experiencia, de la ignorancia en que est[aba]n éstos de sus propias y

de las ajenas obligaciones, por no tener ejemplares de la Constitución, del Arreglo de tribunales

y de la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias, se les prev[endría]

que, ante todas cosas, procur[ase]n tener tales documentos impresos, que los enseñ[are]n e

ilustr[ase]n, ocurriendo por ellos a su costa a las oficinas o imprentas de es[]a corte, donde se

expend[ía]n, y el oficio se comunicar[ía] a los jueces suplicantes para su inteligencia,

insertándose a mayor abundamiento en los periódicos de es[]a corte”. La Diputación provincial

de México, Actas de sesiones 1821-1823. Estudio introductorio Cecilia Noriega Elío. México,

Instituto Mora, El Colegio Mexiquense, A.C., El Colegio de Michoacán, A.C., 2007, tomo II, 88.

Énfasis añadido. Similarmente, El ayuntamiento de Cadereyta propuso reemplazar al

subdelegado de letras antes del término de su quinquenio en 1821. Sin embargo, los diputados de

la Nueva España contestaron que eso no era posible, “sin calificar antes la ineptitud del que

actualmente ejerce este cargo en aquella villa…” Además, corrigieron el equívoco de sus

miembros, quienes suponían que el subdelegado estaba a cargo del ayuntamiento. Los diputados

les hicieron ver que no correspondía “… a los jueces de letras la dirección de los ayuntamientos,

sino sólo el conocimiento de las causas civiles y criminales en primera instancia…” Sesión núm.

70, 17 de marzo de 1821, La Diputación provincial de Nueva España. Actas de sesiones, 1820-

23

1821. Prólogo, estudio introductorio y sumario Carlos Herrejón Peredo. México, Instituto Mora,

El Colegio Mexiquense, A.C., El Colegio de Michoacán, A.C., 2007, tomo I, 278.

26 Solicitud de Ezequiel Lizarza, sobre el cargo de subdelegado de Tacuba, ¿1816? Archivo

General de la Nación, México (AGN), Subdelegados, v. 25, exp. 43, f. 182.

27 Expediente sobre la subdelegación de Tacuba, 1814. AGN, Subdelegados, v. 25, exp. 23, f. 98.

28 Ibídem, f. 107v.

29 Carlos Garriga, “Justicia y política entre Nueva España y México: de gobierno de la justicia a

gobierno representativo”. El Colegio de Michoacán, A.C., en prensa.

30 Martínez Pérez, Entre confianza, 431.