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Liberación de la mujer SAN PABLO

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Liberación de la mujer

SAN PABLO

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Delir Brunelli

Liberación de la mujer

SAN PABLO

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Concedo el IMPRIMATUR al Estudio de la Hermana Delir Brunelli, titulado: LIBERACIÓN DE LA MUJER: UN DESAFIO PARA LA IGLESIA Y LA VIDA RELIGIOSA DE AMERICA LATINA

Duque de Coxitis, 15 de Septiembre de 1988

Dom Mauro Morelli Primer Obispo de la Diócesis de Duque de Cttxias y san Juan de Mentí, RJ

Título original: © Conferencia dos religiosos do Brasil (CRB) Libertarán da mulher Rúa Alcindo Guanabara, 24 - 4*. andar —Cinelándia

Um desafio para a Igreja 20031 - Río de Janeiro - RJ/ Brasil 1989 e a Vida Religiosa da América Latina

Traducción Justo Pastor Builrago.

© SAN PABLO 1993 Distribución: Departamento de Divulgación Carrera 46 No. 22A-90 Calle 170 No. 23-31

FAX (9-1) 2684288 A.A. 100383 - FAX (9-1) 6711278

Santafé de Bogotá, D.C. - Colombia

ISBN: 958-607-732-2

A las hermanas y compañeras

Eunice, Ana, Claudia, Nilza, Olimpia y Lourdes,

comprometidas con la liberación de la mujer y de todos los pobres.

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Presentación

En el mismo surco del Sínodo extraordinario de los obispos que en 1985 llevó a cabo una evaluación de la vida eclesial posconciliar, la CRB quiso hacer una lec­tura del camino recorrido por la vida religiosa en estas dos últimas décadas. Han sido estos unos años intensa­mente fecundos tanto para la Iglesia como un todo, co­mo para la vida religiosa en particular.

La relativa distancia del Vaticano II permite una visión de conjunto de este pasado reciente. Desde lue­go no todo ha sido suficientemente analizado. En las entrañas de este pasado aún están germinando semillas cuyos frutos han de aparecer algún día. El futuro reve­lará con mayor claridad el significado completo de es­te período tan extraordinariamente rico. Un período en el que se ha producido un salto cualitativo en el gran proceso histórico-eclesial del que la vida religiosa ha­ce parte.

En 1986, la CRB se propuso un proyecto de estu­dios sobre "la vida religiosa en el Brasil en el Pos-Va­ticano II: retrospectiva y prospectiva". La puesta en

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práctica de dicho proyecto fue confiada a su Equipo de reflexión teológica (ERT), coordinado por el padre Ático Fassini ms, asesor de la CRB Nacional, y com­puestos por los siguientes teólogos: padre Antonio Aparecido da Silva fdp, fray Antonio Moser ofm, pa­dre Cleto Caliman sdb, fray Clodovis Boff osm, her­mana Delir Brunelli cf, padre Francisco Taborda sj, padre Enrique de Ternay sj, hermana Lina Boff smr, padre Marcio Fabri dos Anjos cssr, hermana María Carmelita de Freitas fi, padre Rogerio Ignacio de Al-meida Cunha sdb y padre Ulpiano Vásquez Moro sj.

El Equipo de Reflexión Teológica puso manos a la obra. Sin desestimar el valor de los estudios clásicos sobre los documentos del vaticano II, prefirió tomar co­mo punto de partida la vida que el filón conciliar había suscitado entre las religiosas y religiosos del Brasil. Se empeñó en descubrir allí el significado de las transfor­maciones vividas por la vida religiosa dentro de sus propios marcos y su forma de presencia en una socie­dad de empobrecidos y en una Iglesia que ha hecho una opción por los pobres. Dentro de estos parámetros es donde en el Brasil, se vienen presentando las más signi­ficativas transformaciones de la vida religiosa.

El Equipo de reflexión teológica de la CRB Na­cional quiere ahora compartir el resultado de sus re­flexiones. Y lo hace por medio de la presente colec­ción Desafíos y Perspectivas.

La CRB cordialmente agradece este su empeño y consagración.

Hermano Claudio Falquetto ftm Presidente nacional de la CRB

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Introducción

El caminar del posconcilio ha permitido a la vida religiosa redescubrir su misión profética en la Iglesia y en la sociedad. En estas últimas décadas estamos siendo testigos de un despuntar de una vida religiosa nueva, comprometida con el proceso de liberación de los em­pobrecidos de nuestro Continente. Entre estos millones de pobres se cuentan las mujeres, doblemente discrimi­nadas y oprimidas. Podemos, entonces, preguntarnos: ¿Cómo se sitúa la vida religiosa frente a este fenóme­no? ¿Qué relación se da entre la liberación de la mujer y la misión profética de la vida religiosa?

El debate sobre la liberación de la mujer es aún de­masiado reciente en la Iglesia y en la vida religiosa de América Latina y el camino recorrido es todavía corto. Incluso después de Puebla, no se percibe un avance sig­nificativo. La teología latinoamericana de la liberación se ha mostrado un poco remisa ante el tema de la mujer y la práctica eclesial sigue siendo discriminatoria. Y es que, efectivamente, la liberación de la mujer no deja de constituir un auténtico desafío, un camino que es preci-

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so abrir y recorrer, en medio de innumerables dificulta­des e incluso en medio de conflictos.

La vida religiosa, en el núcleo de su misión pro-fética, está llamada a asumir este desafío. La presente reflexión ha sido elaborada con el pensamiento puesto en esta tarea. Lo que pretende es ofrecer algunas pistas y subsidios para incentivar el debate y animar la vida religiosa en la búsqueda de caminos que puedan con­tribuir a la liberación de la mujer, tanto en la Iglesia co­mo en la sociedad. No se trata, ciertamente de un estu­dio acabado sobre el asunto, y mucho menos refleja la experiencia de las feministas latinoamericanas en su enorme riqueza y diversidad. Sabemos además que el caminar no es igual ni uniforme en los distintos países de este inmenso Continente. Dichos límites, con todo, pueden ser factores motivadores del mismo debate, brindando la oportunidad de nuevas búsquedas y de compartir otras experiencias.

El primer capítulo se refiere al feminismo en la Iglesia y en la vida religiosa de América Latina, situán­dolo en el contexto socio-eclesial más amplio y enfo­cando específicamente el período posconciliar. Se bus­ca describir el feminismo intraeclesial y los pasos que han señalado el despertar de la mujer religiosa en lo re­lativo al problema. En la conclusión se llama la aten­ción sobre un dato fundamental: la cuestión de la mujer en la Iglesia no es algo periférico, sino que constituye un problema fundamental, que exige una revisión pro­funda de toda la reflexión y la práctica eclesial.

El capítulo segundo intenta sacar las consecuen­cias de la conclusión anterior. Presenta los caminos que hay que explorar y recorrer en la reflexión teoló-

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gica y en la práctica de la Iglesia, con la mira puesta en la liberación de mujeres y hombres y la construc­ción de una Iglesia nueva, en la que puedan quedar su­peradas las actuales discriminaciones y en la que se haga posible el discipulado de personas en igualdad de condiciones.

El tercer capítulo pone en relación el feminismo con la misión profética de la vida religiosa. Muestra có­mo la vida religiosa femenina se ha movido a lo largo de la historia entre la dependencia y la libertad proféti­ca, llegando a la conclusión de que toda la vida religio­sa está llamada a asumir la tarea de la liberación de la mujer, como parte de su fundamental y amplia misión profética.

El abanico de aspectos es variado y no todos mere­cen ciertamente un mismo tratamiento. Se ha puesto especial énfasis en la parte bíblica, habida cuenta de su importancia y del enorme interés que reviste en este campo. Entre las lagunas queremos acusar la de la cuestión moral, la que fue tratada sólo dentro de otros aportes. El límite a que nos referimos se debió funda­mentalmente a la naturaleza de la cuestión, la que exi­giría un espacio mayor y una mayor profundidad de la que posibilitaba esta reflexión. Resulta evidente, por lo demás, que es por completo imposible hablar de libe­ración de la mujer, sin reconocer al mismo tiempo la urgencia de una seria revisión de la moral sexista, pre­dicada durante siglos por la Iglesia y tan profunda­mente arraigada en nuestra cultura.

Una última observación que constituye a la vez una profesión de esperanza. Sentimos que el grito de Dé-bora (Je 5, 12) resuena en muchas mujeres que van pro-

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gresivamente despertando y comprometiéndose con las luchas de los oprimidos. Incluso reconociendo que la li­beración de la mujer constituye un desafío abierto y que los caminos han de ser explorados, podemos ya contar entre nuestros sueños aquel que anuncia una Iglesia y una sociedad nuevas, en las que la utopía cris­tiana se va materializando: "Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28).

Duque de Caxias, RJ, 12 de Agosto de 1988 Aniversario de la muerte de Margarita María

Alves, la mujer que no esquivó la lucha. Delir Brunelli

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CAPITULO I

El feminismo en ¡a Iglesia y en la vida religiosa de

América Latina

Hablar de "feminismo" en la Iglesia y en la vida re­ligiosa puede todavía provocar extrañeza a muchas lec­toras y lectores. No estamos habituados a esta clase de lenguaje marcado por connotaciones negativas. Para al­gunos, "feminismo" es sinónimo de rebeldía, desacato, libertad irresponsable, en tanto que para otros suena a algo de tipo burgués e individualista, sin compromiso ni relación ninguna con la liberación de los oprimidos. Podemos entender estas posiciones si tenemos presente el momento histórico en que surgió el feminismo, el es­pacio en el que inicialmente se desarrolló, las banderas de lucha de muchos grupos y la reacción de la Iglesia y de los sectores conservadores de la sociedad. Pero, hoy por hoy, ya tales actitudes no tienen ninguna justifica­ción. Vivimos un nuevo contexto socio-eclesial y el fe­minismo también ha hecho avances. Por esto, es impor­tante tener presente dicha evolución, aunque sea en una forma sintética, para situarnos en el momento actual y poder así hablar con toda libertad del "feminismo en la Iglesia y en la vida religiosa".

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1. El Feminismo intraeclesial

Para muchísimas mujeres y hombres de nuestro tiempo, la liberación de la mujer constituye un asunto del todo nuevo. Sin embargo, perfectamente podemos decir que se trata de una cuestión "actual" desde hace casi dos siglos.

En todas las épocas de la historia encontramos mujeres que ofrecen resistencia y se empeñan en la lu­cha contra la milenaria discriminación fundada en el sexo. A partir del siglo XIX esta lucha toma las carac­terísticas de un movimiento amplio que va progresiva­mente abarcando todas las esferas de la vida humano-social y comienza entonces a conocerse como "movi­miento feminista"1. Comienza a desarrollarse primero en Inglaterra y en Francia, y después en Alemania y en los Estados Unidos. Va luego llegando a los demás paí­ses en la medida en que van siendo alcanzados por la revolución industrial y por toda la gama de transforma­ciones socio-político-culturales de los últimos siglos. Podemos identificar dos grandes períodos en la evolu­ción del movimiento feminista. El primero llega hasta mediados de nuestro siglo y comprende el esfuerzo de las mujeres por conquistar espacios e intervención acti­va en el mundo de los hombres. Se busca entonces "la emancipación de la mujer" en tres planos que determi­nan caminos históricos diversos de luchas y conquistas:

1. La obra de John Stuart Mili —La sujeción de la mujer— publicada en 1869 es considerada como el primer manifiesto del feminismo. Cf Pro mundivita, 56 (1975) p 3.

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en el plano de los derechos civiles y del acceso a la cul­tura; en el plano del acceso a la vida de la producción y del trabajo; y en el ámbito sexual y de la vida familia^.

Esta primera fase de los movimientos feministas culmina con la Declaración universal de los derechos humanos, votada por las Naciones Unidas en 1948, complementada con la Declaración de 1967 sobre la discriminación de la mujer.

La segunda fase, aún en período de gestación en muchos países, se caracteriza por la critica a la socie­dad androcéntrica, junto con la aspiración a una socie­dad nueva, que permita la participación corresponsable y el establecimiento de relaciones de reciprocidad entre hombres y mujeres. Tal sociedad no podrá ser bajo nin­gún aspecto una sociedad "de mujeres", sino una socie­dad sin discriminados ni oprimidos3.

Al principio, la Iglesia católica condenó el feminis­mo dentro del conjunto de los "errores modernos". Para Godts, escritor de principios de este siglo, se trata del error moderno "más peligroso" después del socialis­mo4. El hecho de que la "emancipación de la mujer" fuera defendida por fuerzas laicistas, anticlericales, y después socialistas, contribuyó a que la Iglesia tuviera

2. Campanini, Giorgio. La cuestión femenina hoy. En: Noticeial XVI/2(feb 1979) p 8.

3. Cf El feminismo, las mujeres y el futuro de la Iglesia. En: Pro mundi vita 56 (1975) p 5.

4. Cf Godts, F. X. El feminismo condenado por los principios de teología y de filosofía. Roulers, De Meester, 1903. Citado en: Pro mundi v/ío 56 (1975) p 3, nota 5.

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particular dificultad en descubrir y percibir la verdad cristiana presente en el feminismo.

A pesar de estas dificultades, el debate penetra en el interior de la Iglesia y va ganando espacio. En 1908 se publican las conferencias del padre Sertillanges so­bre "Feminismo y cristianismo", que encuentran am­plia resonancia5. En 1911 surge en Inglaterra la "Alian­za Internacional Juana de Arco", que tiene como objeti­vo el garantizar la igualdad entre hombres y mujeres en todos los campos y que fue por mucho tiempo, el único movimiento feminista católico. El lema que las asocia­das adoptaron como forma de reconocimiento se hizo famoso: "Orad a Dios y él os escuchará''^.

A mediados de nuestro siglo, junto con las llama­das "Teologías de lo genitivo", aparece también la "Teología de la mujer". Sin embargo, esta teología es elaborada por hombres y tiene un carácter sectorial. Se trata de teólogos que reflexionan acerca de la mujer y no mujeres que hacen teología. Las grandes cuestiones teológicas siguen siendo pensadas y expresadas a partir de las tradicionales categorías androcéntricas.

Durante este mismo período las más importantes iglesias protestantes aprueban la ordenación de muje­res y el asunto comienza a ser discutido también en el seno de la Iglesia católica. "No estamos dispuestas a callar más", dice un grupo de mujeres liderado por Ger-

5. Cf Sertillanges, A. D. Feminismo y cristianismo. París: Gabalda, 1903. Citado en: Pro mundi vita 56 (1975) p 3.

6. Cf Gibellini, Rosino. Feminismo y teología. En: Revista de teología moral 14 (1984) p 473.

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trud Heinzelmann, en el libro-manifiesto dirigido a los padres conciliares, en 1965. Unos años después, Mary Daly da a la publicación "La Iglesia y el segundo se­xo", obra pionera en el campo católico y primera res­puesta articulada a Simone de Beauvoir7.

Esta primera fase del feminismo intraeclesial se caracteriza por denunciar vigorosamente la estructura patriarcal y sexista de la sociedad y de la Iglesia y por reivindicar para la mujer los mismos derechos y el mis­mo espacio en una sociedad y una Iglesia de hombres. En el ámbito eclesial, se quiere la participación de la mujer en las decisiones y en la gestión de la Iglesia, proponiendo como camino indispensable la admisión en el ministerio ordenado.

En los veinte últimos años, también los movimien­tos feministas católicos han ido evolucionando hacia el llamado "segundo feminismo", el cual no se limita a la denuncia del androcentrismo socio-eclesial y a la rei­vindicación del espacio para la mujer. Sus propuestas son más radicales y de más amplio alcance. Este femi­nismo propugna por un modelo nuevo de sociedad y de Iglesia, fundado en los principios de igualdad, justicia y fraternidad^- No se trata ya de la "promoción" o "eman-

7. Ibid. pp 474-476.

8. El lenguaje que usamos muchas veces es traicionero. Para respal­dar la relación entre hermanos y hermanas, empleamos la palabra "frater­nidad" que en su raíz es masculina. Muchas feministas en un caso como éste, dirían "sororidad", pretendiendo acuñar así un término nuevo. Otro camino consistiría en sustituirlo por otra palabra o expresión femenina. En algunos pasajes de esta reflexión procedimos así. En otras ocasiones se prefirió usar el lenguaje común, para no hacer pesada la lectura. De todos modos, conviene que se haga consciente esta dificultad.

2. Liberación de la mujer 17

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cipación" de la mujer con la mira de alcanzar el "esta­tus" masculino visto como patrón y modelo, sino de una liberación tanto para las mujeres como para los hombres, y de una transformación de las mismas es­tructuras eclesiales y sociales de cuño androcéntrico.

En este período surge la teología feminista, elabo­rada por mujeres que reflexionan sobre su propia ex­periencia humano-cristiana y tematizan dicha práctica. No es ya una teología sectorial como la teología de la mujer, puesto que tiene el alcance y la dimensión de la teología misma. Su preocupación abarca toda la vida de la fe y en consecuencia, enfrenta todas las cuestiones teológicas importantes, en una perspectiva feminista.

La teología feminista adopta la estructura de las teologías de la liberación. Se comprende y se articula ella misma como acto segundo, como reflexión que presupone el compromiso liberador, es decir, el enrola­miento concreto y práctico en los movimientos y luchas de liberación de la mujer. Elizabeth Fiorenza la llama "teología crítica de la liberación" para subrayar su fun­ción crítica en relación con la cultura y la praxis domi­nantes, tanto en la Iglesia como en la sociedad, al mis­mo tiempo con su empeño práctico, con la militancia en los movimientos de liberación?1.

9. Cf Editorial. En: Concilium/202 (1985/6) pp4-7; Gibellini, Rosino. Art cit. pp 476-479.

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1.1. La emergencia de la cuestión en la Iglesia latinoamericana

Hace más bien poco tiempo afloró, en el seno de la Iglesia de América Latina, la cuestión de la mujer y de las luchas por su liberación. Hasta mediados de este si­glo, las reivindicaciones feministas eran simplemente ignoradas o rehusadas por la Iglesia, como apéndices de los movimientos modernista o liberal. En el Brasil, por ejemplo, la Iglesia se mantuvo muy cerca de los ideales positivistas y en contra de los liberales que defendían la igualdad de derechos y la independencia para la mujer. Durante mucho tiempo la Iglesia era la representante definida del pensamiento conservador, haciéndose de­fensora enconada de la estructura patriarcal de la fami­lia, de la sociedad y de la propia Iglesia, alegando para ellos las tradicionales diferencias de naturaleza entre el hombre y la mujer10.

Sólo en las últimas décadas, la cuestión de la mujer ha venido ganando legitimidad y ha comenzado a ser debatida al interior de la Iglesia latinoamericana. Varios factores han contribuido a este despertar. Merecen men­ción destacada los movimientos socio-políticos de libe­ración y la organización de las mujeres en diversos sec­tores de la sociedad: la nueva conciencia eclesial y la participación activa de las mujeres en la Iglesia; los cambios en la posición oficial de la Iglesia con relación a la mujer, a partir de Pío XII, pero ante todo con Juan

10. Cf Azzi, Riolando. La participación de la mujer en la vida de la Iglesia en el Brasil. En: La mujer pobre en la historia de la Iglesia lati­noamericana. Ed. San Pablo, 1984, p 99.

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XXIII (Pacem in terris) y con el Vaticano II (Gaudium et spes).

Este despertar, no obstante, ha sido sumamente lento. Medellín habla de "la frustración de las legítimas aspiraciones de nuestro pueblo", entre las cuales están las aspiraciones de la mujer que "reivindica su igualdad de derecho y de hecho con el hombre" (Justicia 1). Con todo, no va más allá. Es preciso deducir de ello que la cuestión no había aún emergido en los medios ecle-siales latinoamericanos o, por lo menos, todavía no ha­bía aflorado con el vigor necesario para que fuera asi­milado oficialmente. El gran paso de Medellín es el re­conocimiento de la situación de injusticia y opresión en que viven las naciones del continente. En esta atmósfe­ra de descubrimiento y opción de la Iglesia latinoameri­cana es donde en los años siguientes se va a asumir y a incorporar la cuestión de la mujer y de su lucha liber­taria.

A mediados de la década de los setenta, con oca­sión del Año internacional de la mujer, se inicia en nuestra Iglesia una reflexión más sistemática y com­prensiva sobre la mujer, partiendo de nuestra realidad y teniendo en cuenta los diversos movimientos femi­nistas ya existentes en la sociedad e incluso en el inte­rior de la Iglesia, en otros países.

Vale la pena recordar que en este momento la Iglesia está embebida en el tema de la evangelización (el Sínodo de 1974 y la Evangelii nuntiandi en 1975), circunstancia que ha de dar una tónica especial a la re­flexión sobre la mujer en la Iglesia.

Puebla recoge algunos aspectos de esta discusión. Denuncia la marginación de la mujer "como conse-

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cuencia de los atavismos culturales" y reconoce su casi total ausencia en la vida política, económica y cultural (834). En la Iglesia, dice Puebla, no se ha dado una su­ficiente valoración de la mujer y, en el nivel de las ini­ciativas pastorales, su participación es todavía escasa (839). Admite igualmente la legitimidad de la organi­zación de las mujeres para "exigir el respeto de sus de­rechos" (836) y ve como algo positivo "la aparición de organizaciones femeninas que trabajan por lograr la promoción y la incorporación de la mujer en todos los ámbitos (840). Como principios, Puebla sostiene la igualdad y la dignidad de la mujer a partir de la teolo­gía de la creación y defiende su participación en la mi­sión de la Iglesia, como discípula de Cristo, a ejemplo de tantas mujeres de la Biblia —ante todo de María— que tuvieron una presencia sensible en la vida de su pueblo y en la tarea de la evangelización (841-844). Fi­nalmente, convoca a la Iglesia a contribuir a la libera­ción de la mujer (849).

En estos últimos años, el debate se ha ido prologan­do con la aparición de muchos grupos, movimientos y organizaciones feministas, también en el interior de la Iglesia. Sin pretender desconocer las diversas posi­ciones y formas de lucha, podemos decir que este fe­minismo latinoamericano ya tiene un rostro característi­co. Veamos sus rasgos más sobresalientes.

1.2. Rasgos del feminismo latinoamericano

Con ocasión de Puebla fue creada por el CIDAL (Coordinación de Iniciativas para el Desarrollo de

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América Latina) la organización "Mujeres para el diá­logo", la que tenía el propósito de "hacer que la voz de las mujeres se hiciera escuchar en el seno de la Iglesia" y "desarrollar una teología feminista en el contexto latinoamericano"". Dentro de esta perspecti­va tuvo lugar el Congreso de Tepeyac en México, en octubre de 1979, contando con participantes de diver­sos países de América Latina, católicos y protestantes. Otro importante encuentro se efectuó en San José de Costa Rica, en marzo de 1981, como una parte del proyecto de estudio sobre "Comunidad de mujeres y hombres en la Iglesia", iniciado en 1978, por la Co­misión de fe y orden del Consejo mundial de igle­sias12. Vale la pena destacar también el encuentro de mujeres de diversas iglesias latinoamericanas y cari­beñas, que se llevó a cabo en Buenos Aires en octubre de 1985, con el objeto de compartir la reflexión teo­lógica desde la óptica de la mujer13, lo mismo que los dos encuentros nacionales sobre la "Producción teoló­gica femenina en las iglesias cristianas, realizados en el Brasil, en 1985 y 1986, con el propósito de reflexio­nar sobre la cuestión de la mujer y sobre diversos as­pectos de la teología y de la pastoral desde la perspec­tiva de la mujer'4. Los resultados de estos seminarios

11. Cf Luyxkx, Marc. La situación de ¡as mujeres en la Iglesia católi­ca. Pro mundi vita 83 (ocl/nov/dic 1980) p 30.

12. Cf Comunidad de mujeres y hombres en la Iglesia. Sebila. Costa Rica, 1981.

13. Cf Teología feminista en América Latina. En: REB/46 (marzo 1986).

14. Cf Tepedino, Ana María. La mujer: aquella que comienza a igno­rar su lugar. En: Perspectiva teológica 43 (sep/dic 1985) pp 375-379; Bingemer, María Clara Lucchetti... Y la mujer rompió el silencio. En: Perspectiva teológica 46 (sep/dic 1986) pp 371 -381.

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y encuentros van poniendo en evidencia algunas ca­racterísticas importantes y comunes al movimiento fe­minista en el interior de la Iglesia latinoamericana.

l.Enla línea de la lucha de los pobres por la liberación

Aunque no falten los grupos feministas que se inspiran en principios conservadores o liberales, sin referencia alguna a la lucha política contra la opresión socio-económica y cultural de las masas populares, el feminismo emergente en los sectores más activos apunta en la dirección adoptada por la Iglesia en el continente: la liberación de los pobres.

Esto aparece claramente en los temas debatidos en el congreso y en los encuentros que hemos mencionado anteriormente. En la relación final del Congreso de Te­peyac se puso de presente el hecho de que las partici­pantes tenían algo fundamental en común: el contacto cercano y práctico con los procesos populares de libera­ción '5. En Buenos Aires, en el momento de hablar so­bre la riqueza de la experiencia y la reflexión comparti­das, las participantes apuntan esta conclusión: "Todo es­to lo hemos vivido a partir de nuestro compromiso con el pobre, en la militancia por la liberación común"'6. Los encuentros que tuvieron lugar en el Brasil también

15. Mujer latinoamericana, Iglesia y teología. Publicación de "Mujeres para el diálogo", México, 1981.

16. Encuentro latinoamericano de teología en la óptica de la mujer. En: REB/46 marzo 1986) p 168.

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se orientan en la misma línea, al reunir a mujeres católi­cas y protestantes, teólogas y pastoralistas, interesadas en la cuestión de la mujer y comprometidas con la libe­ración de los pobres.

También en este sentido, el Boletín Pro mundi vi­ta, al presentar los cambios y transformaciones ocurri­dos en el feminismo intraeclesial, en los años siguien­tes al Año internacional de la mujer, reconoce que "la lucha política contra la opresión socio-económica es el punto de partida casi obligatorio para una teología fe­minista" entre las mujeres del tercer mundo17. En efec­to, en la misma propuesta liberadora de Jesús en favor de los pobres y marginados es donde la mujer latinoa­mericana, creyente y doblemente oprimida —por ser pobre y por ser mujer— encuentra la razón fundamen­tal para sus luchas y reivindicaciones feministas.

2. ¡unto con otras mujeres cristianas

El feminismo intraeclesial latinoamericano nació con carácter ecuménico. Estas características aparece en todos los encuentros antes mencionados. La refle­xión feminista está siendo orientada por la experiencia de las CEBs y los grupos populares, ámbitos en los que las mujeres cristianas de diversas iglesias se en­cuentran en la misma fe y en un idéntico compromiso. El compartir lo común y lo diferente que hay en nues­tras iglesias está abriendo pistas y fortaleciendo el ca­minar de muchas mujeres teólogas, pastoralistas y par­ticipantes de innumerables grupos de Iglesia.

17. Luyxkx, Marc. Art cit. p 41.

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3. En pro de una Iglesia y una sociedad nuevas

La situación social en que se va gestando el femi­nismo en la Iglesia de América Latina favorece su vin­culación con el llamado "segundo feminismo", si bien, ciertamente en él no están ausentes algunos rasgos del primero, tanto en la reflexión como en la práctica de las mujeres en nuestra Iglesia.

Este segundo feminismo que aboga no sólo por la liberación de la mujer, sino por una transformación ra­dical de nuestra sociedad, ha venido siendo acogido en América Latina, dentro de nuestro contexto social y del caminar de la Iglesia. Y este hecho le aporta un elemen­to nuevo, que no siempre está presente en el feminismo del mundo desarrollado: la conciencia de que la cons­trucción de la nueva sociedad de mujeres y hombres li­berados de las cadenas milenarias del sexismo no se podrá producir sin la liberación de los pobres. Esta con­dición es fundamental para que se dé una sociedad igualitaria y fraterna, sin discriminaciones económicas, políticas o culturales, incluida la discriminación por ra­zón del sexo. La Iglesia nueva, a más de ser una comu­nidad de mujeres y hombres por igual discípulos de Je­sucristo, ha de ser una Iglesia de pobres y comprometi­da con la evangelización de los pobres. Una Iglesia que supere al mismo tiempo el sexismo, el clericalismo, lo mismo que el elitismo económico-cultural. Una Iglesia ministerial toda ella, en la que las funciones y servicios nacen de la respuesta a los dones del Espíritu, con mi­ras a la atención de las necesidades comunitarias y a las exigencias de la misión, en la que no se producen cer­cenamientos, discriminaciones o monopolios de ningu­na índole.

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4. En la óptica de la mujer pobre

El propósito que anima esta corriente no es el po­ner a la mujer en el centro de las atenciones, ni el re­flexionar sobre las múltiples faces y aspectos de su vi­da, ni de buscar las raíces de la opresión que pesa so­bre ella. Todo esto es necesario, sin duda, pero insufi­ciente. Entre nosotros se siente la preocupación no sólo de reflexionar sobre la mujer, sino de releer la vida y el mundo desde la óptica de la mujer. En todo y cualquier asunto tiene cabida y validez la pregunta fundamental: ¿Que podrá decir la mujer acerca de esto? ¿Cuál es su experiencia y cuál su propuesta en lo referente a las cuestiones sociales, políticas, económicas, culturales y religiosas?

Al inicio de la reflexión se da siempre una sospe­cha, surgida de la conciencia de que la actual concep­ción y organización del mundo, en sus múltiples as­pectos, está marcada por la dominación masculina y por la milenaria discriminación de la mujer. Tal sos­pecha va a desencadenar un proceso de búsqueda y re­flexión, de confrontación con la vida y de opciones prácticas en favor de la liberación de la mujer y en pro de una sociedad sin discriminaciones.

Con todo, no basta con que sea "en la óptica de la mujer". Para nosotros, en América Latina, es funda­mental que todo proceso se dé en la "óptica de la mu­jer pobre". El documento final del encuentro de Costa Rica explica la necesidad de una opción de clase en el feminismo latinoamericano: "Partimos del hecho de que en nuestra sociedad no podemos hablar de la mu­jer en términos genéricos por cuanto las mujeres hacen

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parte de las diferentes clases sociales y, en consecuen­cia, entran en conflicto no sólo con las estructuras mas-culinizantes de la sociedad, sino que también se ponen en conflicto con mujeres y hombres de otras clases". Ante ésto, las participantes en el encuentro dejan bien en claro que el enfoque de su discusión es la óptica de la mujer pobre"18. Lo que significa que las cuestiones serán tratadas, no según la visión de las mujeres de las clases dominantes, sino a partir de la experiencia de las mujeres de los sectores empobrecidos de nuestra so­ciedad. Lo que la mujer indígena o negra, agricultora u operaría, doméstica o prostituta tiene que decir acerca de la educación, la salud, la tierra, el sexo, la religión, el trabajo, es lo que aquí realmente interesa. ¿En qué consiste su experiencia de opresión y resistencia y cuál es su propuesta de lucha liberadora?

La Biblia, la teología, la práctica eclesial serán entonces releídas justamente en la perspectiva de la mujer pobre. Lo que aquí está presente es la preocu­pación por hacer oír, en la sociedad y en la Iglesia, la voz de la mujer de las clases populares, proyectando luces sobre su experiencia y promoviendo o fortale­ciendo su compromiso en la lucha mayor por la libe­ración de todos los oprimidos.

18. Cf Comunidad de mujeres y hombres en la Iglesia. Op. cit., p 14.

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2. El despertar de la mujer religiosa en América Latina

En América Latina se viene dando un crecimiento del número de religiosas que toman parte en estudios, encuentros, grupos o movimientos con rasgos feminis­tas. Tal crecimiento puede considerarse como fruto del propio caminar socio-eclesial con relación a la mujer, pero puede también verse como resultado de toda la fermentación del proceso de la década de los sesenta, al interior de la vida religiosa.

En 1972, la CLAR publicó un importante estudio titulado La mujer religiosa, hoy, en América Lati-«íji9, producto de casi dos años de trabajo de centena­res de hermanas de todo el continente. El texto fue ob­jeto de estudio e instrumento de trabajo para muchos grupos de religiosas.

Durante este mismo período, particularmente con motivo del Año internacional de la mujer (1975), las conferencias de religiosos(as) de varios países promo­vieron encuentros y seminarios y publicaron reflexio­nes y estudios sobre la mujer religiosa en la sociedad y en la Iglesia20. En los años siguientes, la movili­zación en dirección a los pobres concentró lo mejor de los esfuerzos de la vida religiosa femenina, por lo que el avance en la cuestión específica de la mujer fue es-

19. CRB n 6. Colección CLAR n 13, Río de Janeiro, 1972.

20. Cf Convergencia n 77 a 88 (enero a diciembre 1975), CRB, Río de Janeiro; Testimonio n 30 y 31/32, Conferre, Santiago de Chile, 1975; Vinculum n 125, Bogotá, 1975; CLAR, vol 75/76 (marzo de 1975) n 3; Signo del reino de Dios n 29 abril 1975.

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caso. Hoy por hoy, no obstante, esta cuestión va ga­nando fuerza y amplitud y se va viendo enriquecida con la participación en el conjunto de los movimientos populares y por la propia inserción en el mundo de los pobres. En los encuentros de religiosas se ha vuelto común el debate sobre la cuestión de la mujer —aun cuando no haya sido puesto en primer plano.

Este despertar de la mujer religiosa revela que es­tamos entrando en una nueva etapa en el caminar pos­conciliar de la vida religiosa femenina. Los próximos años serán decisivos para la maduración y consolida­ción de este nuevo paso. Aquí reside por ello la impor­tancia de hacer una memoria crítica de los pasos que ya han sido dados, con el ánimo de comprender este momento y proyectar luces para el futuro.

Seguimos en esta memoria el esquema de análisis bien conocido entre nosotros y que distingue dos mo­mentos principales en la evolución de la vida religiosa latinoamericana, en el posconcilio: una primera fase modernizante, cuando la vida religiosa de nuestro con­tinente, bajo el impulso del Vaticano II, procura inser­tarse en la Iglesia local y en la sociedad moderna; una segunda fase latinoamericana, momento en el que la vida religiosa toma conciencia de la situación de mise­ria y opresión de nuestro pueblo e, incentivada por Medellín y Puebla, va asumiendo la opción por los pobres materializada proféticamente en la inserción en los medios populares21. En lo relativo a la cuestión de

21. Puede encontrarse una síntesis de este caminar en Brunelli, Delir. Profetas del reino. CRB, Río de Janeiro, 1986, pp 20-45.

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la mujer, la primera fase está marcada por el primer feminismo, en tanto que la segunda fase va adoptando los rasgos del segundo feminismo enriquecido con características latinoamericanas22.

2.1. El encuentro con la modernidad y las señales del primer feminismo

Hay una tendencia a juzgar muy severamente la fa­se modernizante de la vida religiosa latinoamericana. Da la impresión de que no tuviéramos derecho de pen­sar en nosotras mismas y de asumir actitudes y valores de la sociedad burguesa sin darnos cuenta del drama de millones de empobrecidos que claman por justicia y li­beración. Con todo, tal severidad no puede encubrir lo que hubo de búsqueda en este período y los caminos que se fueron abriendo hacia nuevos y crecientes pasos.

En lo tocante a la mujer, la fase modernizante de la vida religiosa hizo posibles varias conquistas. Algu­nos importantes valores, promovidos y defendidos en la sociedad, fueron descubiertos también por las her­manas e incorporados en forma definitiva en su vida y misión. Entre ellos, el reconocimiento de la dignidad y los derechos de toda persona, la libertad, la participa­ción corresponsable, la amistad. Si hoy tales valores pueden redimensionarse a partir de la experiencia al lado de los pobres, es por el hecho de que ya hacen parte del patrimonio adquirido.

22. Para esta parte, fuera de la bibliografía citada, se utilizaron 15 tes­timonios de hermanas que tuvieron un papel destacado en el caminar de la vida religiosa en sus congregaciones o a escala intercongregacional. Agradecemos su colaboración.

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En este período podemos distinguir dos momen­tos: el descubrimiento de la propia identidad como persona y como mujer, y la búsqueda del espacio pro­pio en la Iglesia y en la sociedad moderna. Son pasos o momentos simultáneos que se entrecruzan y que apuntan en una misma dirección: los derechos de la re­ligiosa como persona, como mujer y como Iglesia.

2.1.1. La humanización de la vida religiosa y la afirmación de la feminidad

El primer paso en el despertar de la conciencia de las religiosas a su condición de mujeres se produce al comienzo de la renovación suscitada por el Concilio, juntamente con el proceso de humanización de la vida religiosa. Durante mucho tiempo, en la vida consagra­da, la condición humana y femenina de las hermanas fue desconocida o encubierta. Las condiciones cultura­les y socio-eclesiales del momento conciliar permitie­ron a las religiosas el descubrirse como "gente" y como "mujeres". El reconocimiento del valor de la persona humana y la conciencia de la feminidad no constituían más que un solo movimiento. ¿Pero, cómo se fue pro­duciendo esto? Miremos algunos aspectos, tomando co­mo referencia los votos, la clausura y los hábitos. Al re­leer estos aspectos en la óptica de la liberación de la mujer no podemos pretender ignorar toda la mística que reflejaba, en el pasado, esta concepción de la vida reli­giosa. No tenemos la pretensión de negar al pasado su valor específico, sino descubrir el sentido de las trans­formaciones que en los últimos años se han dado en la vida religiosa femenina.

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1. Obediencia

El voto de obediencia establecía relaciones asimétri­cas entre las religiosas y entre ellas y la autoridad ecle­siástica. En la comunidad se conservaba el modelo de la familia patriarcal y la superiora hacía las veces de jefe de familia. A ella competían el discernimiento, la de­cisión y el mando. Superioras y hermanas debían sumi­sión a las autoridades eclesiásticas, confesores y orienta­dores, representantes de la autoridad divina. En nombre de la obediencia, no raras veces, se sacrificaba la perso­na a las estructuras y los dones y aptitudes de cada una encontraban muy pocas oportunidades de cultivo y rea­lización. El espacio de libertad y la responsabilidad de la hermana estaban delimitados por la superiora y/o por el confesor, de tal manera que la obediencia dispensaba de cualquier error. Quien obedecía siempre acertaba. Todo esto mantenía a la mujer religiosa en una situa­ción de dependencia infantil, incapaz de decidir por sí misma y de asumir responsabilidades de algún alcance fuera del recinto del convento, en la Iglesia o en la so­ciedad.

La toma de conciencia del valor de la persona hu­mana y de los derechos y posibilidades que de allí emanan también para la mujer, provocó una serie de reacciones y cambios en las comunidades femeninas. Puso el énfasis en el cultivo de relaciones fraternas de la comunidad religiosa. Con este propósito, se busca­ron mecanismos de superación de las diferencias, de participación igualitaria, de distribución del poder, me­dios que favorecieran la libertad y la responsabilidad. Se fueron volviendo comunes los equipos de trabajo, la

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rotación de las diversas tareas y el discernimiento co­munitario. El título "superiora" en muchas congrega­ciones fue sustituido por el de "coordinadora", "ani­madora" y semejantes —hecho mucho menos sentido en la vida religiosa masculina—. En muchas comu­nidades locales fue abolida la misma figura de la supe­riora, pasando a la comunidad lo que anteriormente constituía el elenco de sus funciones. Se percibió igual­mente la necesidad de romper con la dependencia con relación a los confesores y orientadores, dispensándoles de su tutela y orientación, o buscando un nuevo tipo de relación basado en la amistad y la ayuda mutua.

Asimismo, el descubrimiento del valor de la per­sona y del derecho de participación activa y responsa­ble hizo posible el compromiso de todas las hermanas en el proceso de renovación de sus congregaciones. El reconocimiento de los dones personales y de la capaci­dad para desempeñar tareas antes reservadas a los hom­bres, llegó a que ¡as religiosas asumieran la conducción y orientación de cursos, retiros y entrenamientos, o a que participaran en equipos mixtos conformados en orden a actividades de este tipo. Las constituciones de la congregación, elaboradas anteriormente a partir de la concepción masculina de la vida religiosa y, en no raras ocasiones escritas por hombres, fueron reelaboradas por las religiosas, con estilo y contenido propios.

2. Pobreza

El voto de pobreza generaba también relaciones de dependencia y favorecía la inmadurez de la mujer reli­giosa. El modelo vigente era igualmente el de la fami-

3. Liberación de la mujer

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lia patriarcal. A la superiora competía el proveer lo necesario para sus hermanas y decidir sobre el uso conveniente del dinero. En lo relativo a la administra­ción de los bienes, sin embargo, también las superio-ras dependían en buena parte de las autoridades ecle­siásticas, ya sea por legislación canónica, ya por sen­tirse incapaces de administrar, o, en otro caso, por ser tenidas por ineptas para el efecto. Los diversos traba­jos realizados por las hermanas —por lo general en las obras de la congregación— tenían para cada una de ellas carácter gratuito (aun cuando el colegio, hospital o pensionado cobraran a sus alumnos, pacientes o huéspedes). Esto ponía a las hermanas por completo al margen de la sociedad y las hacía ajenas a la gran ba­talla de la mayoría de la población por la conquista del pan de cada día.

El proceso de humanización de la vida religiosa y la toma de conciencia de los derechos de la mujer se dejaron sentir también en los cambios ocurridos en re­lación con el voto de pobreza. Ejercer un trabajo remu­nerado o disponer de dinero y aprender a usarlo, fueron experiencias que ayudaron a la mujer religiosa a con­quistar libertad, autonomía y responsabilidad. Las co­munidades reivindicaron su derecho a opinar sobre la administración de los bienes y sobre el estilo de vida que era consecuente con la pobreza. Las congrega­ciones tuvieron entonces la preocupación de capacitar hermanas en el área contable y de administración.

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3. Castidad

No obstante toda la mística que envolvía la vivencia del celibato consagrado, el voto se veía normalmente bajo el prisma de la renuncia al matrimonio, del despre­cio del cuerpo y de la represión de los sentimientos, par­ticularmente del sentimiento de la amistad. Esta visión negativa pesaba mucho más sobre la mujer que sobre el hombre. Identificada con su cuerpo, la mujer personifi­caba la sensualidad, la tentación y el pecado. El voto de castidad generaba un cierto sentimiento de culpa, el que favorecía la negación del ser mujer, en beneficio de la perfección. La exaltación de la virginidad y el celibato sobre el matrimonio contribuía a mantener la ideología de sumisión de la mujer, dentro y fuera del matrimonio. En esta línea, parecía prácticamente imposible el poder pensar y ver a la mujer como compañera del hombre y promover relaciones igualitarias entre hombres y mu­jeres23. La represión de los sentimientos, especialmente el de la amistad, adquiría rasgos propios en la vida reli­giosa femenina. La mujer no podía confiar en su razón y en su voluntad —prerrogativas masculinas— por lo que necesitaba de la protección y de la vigilancia externas para sus sentimientos y emociones, desde la clausura hasta toda una serie de prescripciones relativas a la amistad, a la relación intra y extracomunitarias, en par­ticular con los hombres. Una nueva comprensión del voto de castidad ha venido dando a la vida religiosa fe­menina un rejuvenecimiento, haciéndola más alegre y ágil. El ser mujer es ahora sentido como un valor y co-

23 Cf Rosado Nunes, María José. Vida religiosa en medios popula­res. Petrópolis: Vozes, 1985, p 45.

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mo un don que ha de ser cultivado y puesto al servicio, y no como algo que deba reprimirse, ocultarse o negar­se. El descubrimiento de la otra y del otro y la valoriza­ción de la relación interpersonal fundado ante todo en la amistad, abrieron nuevos espacios y posibilidades de maduración para la mujer religiosa. Se intentó probar que el afecto, el sentimiento y las manifestaciones de amor son algo positivo y legítimo y que la mujer es tam­bién perfectamente capaz de asumir su vida con libertad y responsabilidad, sin estar continuamente necesitada de protección.

El compartir intercongregacional, impulsado y es­timulado por las conferencias de religiosos (as) fue aco­gido con mayor entusiasmo y vivido más intensamente por las mujeres que por los hombres. La vida religiosa femenina se vio enriquecida con la experiencia de los grupos de estudio y reflexión, con los encuentros y re­tiros, y con los incontables equipos que fueron surgien­do para dinamizar la vida religiosa. En vez de las viejas rivalidades entre las congregaciones, fueron brotando lazos de amistad que desempeñaron y desempeñan to­davía un papel relevante en el caminar de la vida reli­giosa femenina.

4. Clausura

La clausura representó, para la mujer religiosa, la institucionalización de la inferioridad de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia. La obligación de la clausura fue surgiendo poco a poco, se unlversalizó en 1298 con Bonifacio VIII y fue confirmada por el concilio de Trento. En 1566, Pío V reafirma que toda profesión

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religiosa femenina exige la clausura. Las comunidades que no observan esta exigencia tienen prohibición de recibir nuevos miembros24. Incluso después de que León XIII, en 1900 abolió la obligatoriedad universal de la clausura para la mujer religiosa, en el Derecho Canónico quedaron multitud de cláusulas que restrin­gían la movilidad de las mujeres.

La clausura se inscribe ciertamente en el contexto de una vida religiosa concebida como "estado de per­fección" y "fuga del mundo", y fue adoptada también por los hombres. Con todo, únicamente para las muje­res fue impuesta como forma única de vida religiosa. Y ello se explica porque la necesidad y la legitimidad de la reclusión en un claustro brotaba mucho más de la visión que entonces se tenía de la mujer que de la con­cepción contemporánea de vida religiosa. El "sexo dé­bil" necesitaba protección y vigilancia para poder pro­gresar en la vida de perfección y para no convertirse en ocasión de tentación para el hombre. El apostolado externo no era compatible con esta fragilidad. Lo que encontramos en la bula de condenación de las Damas inglesas, instituto fundado por Mary Ward a comien­zos del siglo XVII, para la educación de las niñas re­fleja excelentemente esta visión.

En ella se dice: "Preséntase contra las Damas la acusación... de haber fundado casas... menospreciando la obligación de la clausura bajo pretexto de salvar al­mas, y dedicándose a otras obras que de ninguna ma-

24. Cf Brennan, Margare!. Clausura: la institucionalización de la indivisibilidad de las mujeres en las comunidades eclesiásticas. En Concilium 202 (1985/6) pp 44-50.

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ñera se compadecen con la fragilidad de su sexo, con la modestia femenina y con la pureza virginal; de asu­mir, finalmente tareas que hombres bastante más ex­perimentados en el conocimiento de la Sagrada Es­critura difícilmente se hubieran atrevido a emprender y no sin mucho cuidado"25.

En los últimos siglos, las congregaciones apostóli­cas no vivían ya la clausura con el rigor impuesto a las órdenes anteriores.

Mas las prescripciones existentes también para estas congregaciones daban a entender que la visión eclesial sobre la mujer no había cambiado. El cambio comienza a sentirse sólo a partir de la segunda mitad de nuestro siglo y de manera muy lenta. En lo tocante a la clausura, el cambio se produjo más por la apertura de la Iglesia a las necesidades apostólicas que por el reconocimiento de la dignidad y de los derechos de la mujer. Para la religiosa, sin embargo, lo que estaba en juego no era únicamente el apostolado, sino su propia libertad. En el período posconciliar, las hermanas ejer­cieron con entusiasmo el derecho de ir y venir y la po­sibilidad de acoger en sus casas amigas y amigos. Al hacerlo así, han podido descubrir mejor y experimen­tar su dignidad humana y femenina. Se sintieron "gen­te" como tantas personas, y mujeres, como todas sus compañeras26.

25. Citado por Brennan, Margaret. Art Cit. p 49. 26. No se pretende aquí discutir el valor de la clausura que todavía

hoy existe en los conventos y monasterios de vida contemplativa, lo que exigiría un estudio más profundo.

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5. Hábitos

El hábito religioso, adoptado como signo de con­sagración y testimonio de pobreza, acabó por conver­tirse en negación de la feminidad. Además de incorpo­rar elementos masculinos, se tenía la preocupación de confeccionarlo de tal manera que pudiera esconder las formas naturales del cuerpo de la mujer. Precisamente por esto, los cambios en el vestido no constituyeron un hecho secundario y periférico en la renovación de la vi­da religiosa femenina, como podría parecer a primera vista. Usar ropas comunes o simplificar el hábito, ha­ciéndolo más femenino, no fue simplemente una res­puesta a las tendencias secularizantes de la vida reli­giosa en el período posconciliar. O una exigencia del apostolado, sino un medio y un camino privilegiado pa­ra que la hermana pudiera experimentar y afirmar su identidad de mujer, su libertad e individualidad.

Las conquistas de este primer paso no estuvieron exentas de conflictos. Las comunidades femeninas en­frentaron muchas dificultades en su propio interior, provenientes ante todo, de la resistencia a lo nuevo. Basta pensar en las tensiones relacionadas con el cam­bio del hábito, la organización de la vida fraterna, la relación con los amigos.

No faltaron tampoco las ambigüedades y las actitu­des de seudoliberación en la vivencia de los votos, de la vida comunitaria y del mismo apostolado. Para mujeres acostumbradas a la sumisión, al silencio y a la depen­dencia, no era cosa fácil el asumir la propia vida, en una libertad corresponsable, sin caer en el individualis­mo, en la búsqueda de compensaciones y en la indepen-

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dencia egoísta. Tales dificultades, a pesar de todo, fueron siendo superadas en el proceso mismo de madu­ración personal y comunitario de las religiosas.

2.1.2. La búsqueda de espacio en la Iglesia y en la sociedad

Durante mucho tiempo, la vida religiosa femenina se mantuvo al margen de la sociedad y de la Iglesia. La concepción misma de vida religiosa como "estado de perfección" que proponía la "fuga del mundo" y con­centraba la vida comunitaria, espiritual y apostólica en el mismo espacio físico —el colegio, el hospital, el asi­lo, etc. — favorecía este distanciamiento. La renova­ción desencadenada por el Vaticano II constituyó el despertar de la vida religiosa femenina a su misión en la Iglesia y en el mundo.

¿Cómo se presenta en este despertar la cuestión de la mujer?

La inserción en la Iglesia local y en la sociedad es­tuvo motivada explícitamente, por la conciencia mi­sionera. En este momento, no se enarbola aún la bande­ra feminista. Pero al analizar los caminos que se en­contraron para responder a la interpelación de la mi­sión, se puede percibir que la cuestión de la mujer está presente y le confiere características especiales a su ca­minar. Es bueno destacar la inserción en la pastoral de la Iglesia local, la profesionalización, la moderniza­ción de la vida religiosa y la capacitación apostólico-profesional. Lo mismo que en el paso anterior, también este nuevo momento está marcado por el primer femi-

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nismo: la búsqueda de espacio y afirmación en una r Iglesia y una sociedad de cuño patriarcal, en nombre de la adaptación a los tiempos modernos —igualmente válida para hombres y mujeres— y de la responsabili­dad apostólica común. Todavía no se llega al cuestiona-miento de este modelo de Iglesia y de sociedad, ni a buscar las raíces del androcentrismo cultural que legiti­ma sus estructuras.

1. Inserción en la pastoral

Es visible el gran esfuerzo de la participación no sólo en la ejecución de tareas pastorales, sino también en las etapas del planeamiento. Se desea además des­cubrir el "lugar" y el "papel específico" de la mujer re­ligiosa en la Iglesia. En el primer caso se acentúa la igualdad, mientras que en el segundo se pone de relieve la diferencia.

a) Iguales derechos: la mujer religiosa tiene los mismos derechos y deberes de los hombres en la obra de la evangelización. Se invoca el estatuto cristiano del bautismo y la naturaleza apostólica de la vida reli­giosa como tal. Las hermanas van asumiendo, en la práctica, en la Iglesia local, todo tipo de tareas, mu­chas de ellas antes reservadas a los sacerdotes. Desa­fortunadamente, en muchas ocasiones el argumento más fuerte no es de orden teológico-pastoral, sino fun­cional y coyuntural, o sea la escasez de sacerdotes. A pesar de ello, es preciso admitir que el espacio abierto vino al encuentro de una real aspiración de muchas hermanas y fue bien acogido en la vida religiosa feme­nina. Se habló asimismo del ministerio ordenado para

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las mujeres, si bien entre nosotras esta reivindicación nunca ha sido muy vigorosa.

b) Papel específico: la inserción de la religiosa en la pastoral suscitó interrogantes: ¿Cuál debía ser el pa­pel de la mujer religiosa en la Iglesia? La cuestión fue ampliamente discutida en los años del posconcilio. Se trató de indagar en la Biblia, y recurriendo a la ayuda que proporcionan las ciencias humanas, aquello que sería "lo propio" de la mujer. Parecía que ello fuera in­dispensable para poder reconstruir la identidad femeni­na amenazada por tal multitud de cambios. Esta bús­queda constituyó todo un estímulo a la mujer religiosa, por más que ciertamente no se fue muy lejos. Luego se vio claramente la imposibilidad de una nueva demarca­ción de papeles, como acontecía hasta ese momento. Lo cual sugería la conveniencia y la necesidad de ex­plorar otros caminos e iluminar otros ángulos de la cuestión. Realmente, la urgencia pastoral era mayor y terminó por justificar la práctica sin que la reflexión hubiera podido profundizar más.

2. Profesionalización

El fenómeno de la profesionalización27, típica­mente femenino, tuvo motivaciones apostólicas, pero también personales y económicas: la realización de aspiraciones humanas, el desarrollo y cultivo de los dones personales, lo mismo que la manutención de

27. No incluimos, en la profesionalización, los intentos de inserción en el medio obrero, ya con una mayor conciencia crítica sobre la sociedad moderna y sobre el mundo del trabajo asalariado.

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comunidades religiosas que no dependían ya de obras tradicionales. La inserción en el mundo del trabajo especializado abrió nuevos espacios de relación inter­personal y grupal y representó, para muchas hermanas, la inserción efectiva en la sociedad moderna, la con­quista de seguridad, independencia y libertad.

3. Modernización de la vida religiosa

El espacio en la sociedad se fue conquistando tam­bién a través de la modernización de obras tradicionales y del propio estado de vida religiosa. Colegios, hospi­tales y obras similares que en sus orígenes habían sido sencillos y con destino al servicio de los pobres, se fue­ron modernizando y elitizando, convirtiéndose en cana­les de diálogo de la vida religiosa con la sociedad bur­guesa, secularizada. En el estilo de vida se fueron asu­miendo valores liberales propios de las mujeres de cla­se media que buscan su emancipación. Esto aparece en los principios que alegan las hermanas, en su posición frente a los conflictos sociales, en los ambientes que frecuentan, en las amistades que cultivan, en su manera de vestir, en la administración de los bienes.

4. Capacitación profesional y teológico-pastoral

Los estudios especiales no eran comunes en la vi­da religiosa femenina. Las cosas se aprendían en la práctica, aun cuando se tratara de enfermería o del ma­gisterio. Esta situación venía legitimada y respaldada por la mentalidad social que preveía para la niña, por mucho, los estudios elementales, y por la mística de la

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humildad que circulaba en la vida religiosa. En lo to­cante a la Iglesia, no se exigía más que el conocimien­to del catecismo y de las normas del Derecho Canóni­co, transcritas en las constituciones del instituto. Por más que en algunas congregaciones femeninas, dedi­cadas a la educación de la élite, el nivel de cultura de las hermanas fuese alto, la imagen dominante era la de la "hermanita humilde", sin mayor instrucción, consa­grada a la oración y la caridad.

Con la inserción en la Iglesia y en la sociedad mo­derna, la capacitación profesional y pastoral se impo­ne como una exigencia. El título de "hermana" no es ya suficiente para enfrentar los nuevos compromisos pastorales y para el trabajo profesional dentro y fuera de las obras de la congregación. Se hace necesaria la competencia, y ésta se adquiere por medio del estudio, del entrenamiento, de la especialización.

Otro dato importante es que los estudios no se li­mitan ya a las áreas tradicionales para la vida religiosa femenina —catequesis, educación, enfermería, servicio social— sino que comienzan a abrirse caminos en la teología, en el derecho, en la sociología, en la adminis­tración, en las ciencias contables y en otras áreas no comunes para la mujer religiosa hasta ese momento.

La conquista del espacio en la sociedad moderna y en la Iglesia no estuvo exenta de dificultades y con­flictos, algunos de ellos directamente ligados a la cuestión de la mujer, y todavía hoy presentes.

En la sociedad moderna, la mujer religiosa tuvo que enfrentarse con los mismos obstáculos que tienen que encarar las demás mujeres —desconfianza en su compe-

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tencia, discriminación salarial, liberalismo sexual en favor del hombre— e inclusive el secularismo de la clase burguesa que puso en duda los valores y convic­ciones de la vida religiosa.

En el ámbito de la Iglesia, el espacio abierto por la mujer religiosa no logró modificar la idea generalizada de su inferioridad, de su incapacidad para reflexionar, tomar decisiones y asumir tareas de mayor importancia. La conciencia de la igual dignidad de todos los cristia­nos y de la responsabilidad común en la tarea de la evan-gelización no se materializó en mecanismos y estructuras capaces de eliminar el carácter de suplencia en la acción pastoral ejercida por las religiosas. La escasez de sacer­dotes siguió constituyendo la mayor motivación para recurrir al trabajo abnegado de las hermanas en las parro­quias y en las diócesis.

Reducida a ser una reserva pastoral supletoria, la vida religiosa femenina pierde su fuerza profética para cuestionar la estructura clerical y sexista de la Iglesia. En la actualidad, en la medida en que las hermanas van tomando conciencia de esta situación, aumentan y cre­cen los conflictos con el clero. Tales conflictos son po­sitivos por cuanto hacen obligante una reflexión más seria sobre el asunto, haciendo posible la aparición de nuevas prácticas.

Con la capacitación pastoral de las hermanas fue surgiendo un nuevo problema. Su participación en di­versos grupos, su frecuentación de cursos, encuentros y seminarios les favorece una preparación y la consi­guiente agilidad pastoral, lo que no siempre se da en los sacerdotes que prefieren no raras veces seguir apoyán-

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dose en su curso de teología. Los conflictos generados por este desfase terminan casi siempre, revistiendo con­notaciones discriminatorias. Resulta difícil admitir que la hermana esté en mejores condiciones para responder a los desafíos pastorales de una comunidad, parroquia y hasta una diócesis.

La forma como se vio desde el principio lo relativo a la subsistencia de las hermanas que se dedican a la pastoral, refleja igualmente una mentalidad y una prác­tica sexistas en la Iglesia. No se ve como algo anormal que la hermana trabaje gratuitamente o que reciba un salario inferior a lo que sería simplemente justo o inclu­so necesario para su manutención y el sustento de la comunidad a que pertenece. No pocas veces, algunos obispos o sacerdotes piden a las superioras que envíen a su diócesis o parroquia hermanas ya jubiladas con el propósito de hurtarse a la obligación de remunerar su trabajo.

2.2. El encuentro con los pobres y los signos de un nuevo feminismo

La inserción en los medios populares y el compro­miso político con la liberación de los pobres están ha­ciendo aparecer un nuevo tipo de religiosa, con aspira­ciones y prácticas distintas de las asumidas por las hermanas de estilo tradicional o moderno. ¿Cómo vi­ven y comprenden estas hermanas la cuestión de la mujer?

No podríamos afirmar de buenas a primeras que las religiosas que viven en medios populares sean fe-

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ministas, en el sentido de que defienden y propugnan por la liberación de la mujer en una forma consciente y organizada. Ciertamente, en los últimos años, es vi­sible un despertar muy grande a la cuestión de la mu­jer y se multiplican los grupos populares de mujeres, grupos y experiencias que cuentan con la participación y el apoyo de las hermanas. Esto no obstante, no faltan quienes se manifiestan abiertamente en contra del fe­minismo, por no conocer más que el feminismo de ti­po burgués, el que por supuesto no se compadece con las luchas populares.

En su investigación sobre las religiosas en los me­dios populares, María José Rosado Nunes, explica: "En relación con los movimientos feministas, en gene­ral, las religiosas no participan en ellos y se muestran muy reticentes en lo tocante con su significado real en la lucha por la liberación de las mujeres. Juzgan limi­tadas las cuestiones de la mujer sin tener en cuenta el proceso global de transformación. E incluso, que la lucha que libran se dirige contra el hombre, por lo cual es generadora de una actitud igualmente dominadora, que no consistiría en algo distinto de la sustitución del hombre por la mujer"28.

En la práctica, sin embargo, estas religiosas asumen la lucha por la liberación de la mujer, pero la entienden en el contexto de la liberación de los pobres. La solidari­dad con otras mujeres y la formación de grupos y movi­mientos no se producen a partir de asuntos específica­mente feministas —por más que estos también estén pre­sentes— sino en torno de la lucha más amplia por una

28. Vida religiosa en medios populares. Op. cit., p 264.

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sociedad justa y fraterna, en donde sean superadas todas las discriminaciones, incluyendo aquellas que se fundan en el sexo. María José hace esta observación: "Aunque reconozcan que la dominación de la mujer contiene ele­mentos específicos, la consideran como una de las di­mensiones de una totalidad mayor. Por lo cual su prácti­ca entre las mujeres se desenvuelve en esta perspectiva, es decir, poniendo siempre en referencia la lucha espe­cífica de las mujeres con la lucha más amplia por la transformación de las estructuras de dominación capita­lista" 29.

Esta práctica de las religiosas insertas en los me­dios populares se enmarca en las características del se­gundo feminismo, el que propone cambios radicales en la sociedad, con la mira de que hombres y mujeres puedan vivir como compañeros, promoviendo relacio­nes simétricas, fundadas en la igualdad de derechos y de responsabilidades. No obstante, parece necesario que las prácticas populares de liberación sean también reflexionadas a partir de la óptica de la mujer y de su discriminación por razón del sexo. Si bien es cierto que la liberación de la mujer no puede enfrentarse co­mo una lucha aislada, sino que tiene que producirse en el contexto de una liberación más vasta, es igualmente indudable que la liberación socio-económica perfecta­mente puede adelantarse dentro de moldes patriarca­les, sin que se supere la discriminación de la mujer.

La conclusión que María José propone es impor­tante: "Algunas resistencias y reticencias para plantear y abordar la temática de la mujer tratan de justificarse

29. Ibid. p 266.

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en la consideración de que lo que realmente interesa es la lucha del pueblo, es decir, las determinaciones de clase. Tal postura, sin embargo, perfectamente puede encubrir una trampa. La superación político-económi­ca del capitalismo se ubica a un nivel ideológico-cul-tural. Las actuales experiencias de construcción de las sociedades socialistas replantean este problema. Algu­nos elementos culturales fuertemente introyectados, como el de la dominación masculina, no pueden alte­rarse o modificarse sino en un largo proceso de reedu­cación de hombres y mujeres. Dicho proceso no puede diferirse para un momento posterior a la superación de las contradicciones fundamentales. El proceso ha de instaurarse en el momento mismo en que comienza a gestarse el proyecto de una nueva sociedad. Aunque se establezcan prioridades, el esfuerzo y empeño en la formación de mujeres y hombres capaces de convivir en relaciones de efectiva igualdad tiene que darse en el propio interior de la lucha de transformación de la so­ciedad"30.

En relación con la sociedad, es importante men­cionar también otro aspecto del feminismo de las reli­giosas. Las hermanas de los medios populares —aún sin enarbolar ninguna bandera feminista— van rom­piendo con los papeles que tradicionalmente la socie­dad reservaba a las mujeres, eri especial a la mujer re­ligiosa. Su compromiso político en los movimientos y organizaciones populares y su participación en el pro­ceso productivo como operarías o trabajadoras rurales desbordan los límites impuestos por la sociedad a la

30. Ibid. p 269.

4. Liberación de la mujer

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actuación e intervención de las mujeres consagradas. Y este hecho provoca el debate en torno a las discri­minaciones implícitas en la actual distribución de los papeles en la sociedad y abre nuevas posibilidades, no sólo para la mujer religiosa sino para las mujeres en general.

En relación con la Iglesia, las religiosas de los me­dios populares tampoco desarrollan un feminismo ex­plícito, aunque en ellas se da efectivamente una prácti­ca feminista. Su trabajo se orienta a la aparición y conformación de una Iglesia nueva y no simplemente a conquistar un espacio en la comunidad eclesial, tal como está construida y conformada actualmente. En este sentido, la actuación de las hermanas en las CEBs reviste una gran importancia. Al actuar y participar en el nivel de la formación de líderes, en la animación y formación de las comunidades y, en particular, en la pastoral social, ellas encuentran condiciones y posibi­lidades efectivas de contribuir en la creación y conso­lidación de estructuras participativas que favorezcan relaciones igualitarias entre todos los miembros de la comunidad, incluidos los sacerdotes. Esta práctica en las bases permite la ampliación de los espacios de par­ticipación de las mujeres y —en general de todos los laicos— también en los órganos de decisión a escala diocesana y regional.

A pesar de todo, los cambios referidos no se pro­ducen por razón del reconocimiento de la igualdad hombre-mujer en la Iglesia, sino por causa de la iden­tificación en el compromiso concreto con la liberación de los pobres. Siguen existiendo, por tanto, los límites de la estructura clerical y masculina de la Iglesia, los

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que se dejan sentir con mayor o menor fuerza según las personas que en determinado momento y lugar en­carnan tales estructuras. Surge entonces la pregunta: ¿Bastará la unión en torno de una causa común y ma­yor, que no es otra que la liberación de los pobres? ¿Hasta qué punto este compromiso será capaz de ge­nerar relaciones igualitarias con fuerza suficiente co­mo para cuestionar las seculares estructuras androcén-tricas y clericales en la Iglesia?31.

Cuando se miran las CEBs, en donde la participa­ción de la mujer es masiva y decisiva, tanto en la base como en los órganos intermediarios de planeación y decisión, aparece mucho más claramente la discrimi­nación que sufre en la Iglesia. ¿Cuál es el fundamento de los límites que se le imponen en el conjunto de la comunidad eclesial?

Es preciso plantear y debatir esta cuestión. En las CEBs va gestándose una Iglesia nueva, conforme al ideal propuesto por el Nuevo Testamento. Mas, la Iglesia no podrá ser nueva mientras perduren las ac­tuales discriminaciones, tanto en las estructuras como en el discurso y la práctica evangelizadoras. Se hace entonces indispensable, al mismo tiempo que la prácti­ca de las CEBs en torno del compromiso mayor con la liberación de los pobres, la reflexión sobre la cuestión específica de la mujer y las exploración de nuevos ca­minos que hagan posible su liberación.

31. Cf Ibid. pp 246-250.

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3. La cuestión de la mujer en la Iglesia

Una de las características más señaladas de la Igle­sia de nuestro siglo es el crecimiento de la conciencia en relación con las diversas discriminaciones que pesan sobre personas, grupos y pueblos enteros. Tales discri­minaciones son juzgadas como contrarias al plan de Dios. El Vaticano II afirma: "... cualquier forma de dis­criminación en lo relativo a los derechos fundamentales de la persona, sea de índole social o cultural, o esté ba­sada en el sexo, la raza, el color, la condición social, la lengua o la religión, ha de ser superada y erradicada co­mo contraria al plan de Dios. Y tenemos efectivamente que lamentar que los dichos derechos fundamentales de la persona no estén todavía garantizados en todas par­tes" (GS 29).

Claro que no podemos desconocer o negar el em­peño demostrado por toda la Iglesia en superar tales discriminaciones, tanto en la sociedad como en el seno de la comunidad eclesial.

Con referencia a la mujer, no obstante, podemos plantear dos cuestiones. En primer término, no resulta difícil descubrir que la práctica eclesial no es todavía coherente ni coincide con los principios que se defien­den; en segundo lugar, comprobamos que el debate mismo de la cuestión de la mujer en la Iglesia no ha si­do aún asumido oficialmente con la seriedad exigida por la importancia que posee el asunto. La discrimina­ción de la mujer se presenta en la Iglesia en una forma muy peculiar, que no permite el que sea tratada en el conjunto de las discriminaciones. Sólo un debate am­plio y específico podrá proyectar luces sobre los pro-

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blemas que se proponen. La ausencia de este debate, a su vez, impide que se pueda descubrir todo el alcance de la cuestión para la propia vida de la Iglesia.

La consideración de estos dos puntos se hace nece­saria, ya que ellos determinan la perspectiva y el en­foque con que serán abordados luego los caminos de li­beración que han de recorrerse.

3.1. La distancia entre la teoría y la práctica

Los documentos de la Iglesia de los años recientes subrayan la dignidad de la mujer, su igualdad de dere­chos con el hombre y su común responsabilidad en la misión evangelizadora. Esta posición actual de la Igle­sia, debida a la influencia de la mentalidad del mundo moderno, de los descubrimientos de las ciencias y de los cuestionamientos de los movimientos feministas, reconoce su origen en las Escrituras, particularmente en el Nuevo Testamento. El cristianismo incuba las semi­llas de una liberación total y plena de la mujer. En Cris­to se encuentra superada toda y cualquier discrimina­ción (Ga 3, 28) y el discipulado de los iguales se vuelve posible.

En la práctica, con todo, se dice que la Iglesia cató­lica sigue siendo el mayor reducto patriarcal del mundo de hoy. Se le acusa de ser "una organización sexista, imbuida de exclusivismo masculino, desesperadamente ciega ante la violencia que se ejerce contra las mujeres y en buena medida responsable de la esclavitud en que son mantenidas, aún hoy, tantas mujeres"32.

32. Pro mundi vita 56 (1975) p 11.

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En realidad, a pesar de un discurso que aboga y propende por la creciente responsabilidad de la mujer en la Iglesia, su ausencia es casi completa en los órga­nos e instancias de planeación y decisión, y se insiste en discutir los problemas que se refieren directamente a la mujer sin que las interesadas tomen parte adecuada y suficiente en tales debates. El lenguaje eclesial teológi-co-Iitúrgico y misionero sigue impregnado de una sim-bología discriminatoria, que confirma y legitima la práctica sexista. Surge, entonces la pregunta: ¿Por qué la Iglesia no logró traducir en la práctica el mensaje li­berador del evangelio con relación a la mujer? "Aque­lla que llevó a sus hijos a aceptar el martirio como testi­monio de su fe, no fue capaz de aplicar el evangelio aboliendo toda discriminación fundada en el sexo, sea en las propias estructuras o en la sociedad civil sobre la que ejerció una decisiva influencia hasta comienzos del mundo moderno"33.

Las causas de esta actitud pueden buscarse en el antifeminismo del mundo judío y greco-romano y en la absolutización, por parte de la Iglesia, de una civiliza­ción patriarcal, haciendo imposible de esta manera la apertura del mensaje evangélico con relación a la mujer o incluso proyectando sobre la palabra las sombras de interpretaciones antifeministas. Esto puede ayudarnos a comprender la posición de la Iglesia a lo largo de los si­glos, pero de ninguna manera justifica que todavía hoy se mantenga la discriminación de la mujer, a pesar de la evolución de los estudios bíblicos y de las ciencias, y frente al grito profético de mujeres y hombres que de­nuncian la infidelidad de la Iglesia al evangelio de la

33. Azevedo, Marcelo de Carvalho. La mujer religiosa en la Iglesia. En: religiosos: vocación y misión. CRB, Río de Janeiro, 1982, p 109.

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igualdad fraterna. Porque los principios generales no son suficientes. Es preciso que se traduzcan en la práctica.

3. 2. lina cuestión teológica de base

La toma de conciencia acerca de la discriminación de la mujer en la Iglesia y la comprobación de su ausencia en las instancias de decisión y planeación, suscitaron estu­dios y debates en los años posconciliares, en especial con ocasión del Año internacional de la mujer. Muchos de estos estudios se orientaron en el sentido de descubrir "el lugar" y "el pape!" de la mujer en la Iglesia. Partien­do de la Biblia y de las ciencias humanas se pretendió mostrar que la mujer no es inferior al hombre, sino que, por el contrario, ella está dotada de igual dignidad y ca­pacidad; que su bautismo la integra plenamente en la Iglesia, por lo que goza de todos los derechos y deberes inherentes al cristiano, incluida la responsabilidad en la misión eclesial. Esto no obstante, no se llegó a la necesi­dad de una profunda revisión en la Iglesia, en su organi­zación, teología, liturgia y acción pastoral que permitiera la materialización de tales principios. Simplemente se llega a definir "el lugar" y "el papel" de la mujer en la misma Iglesia que la discrimina.

En esta línea se sitúa la reflexión en torno a la po­sibilidad o imposibilidad de que la mujer participe en esta o aquella instancia, en este o aquel ministerio, aun en el ministerio ordenado. En esta misma perspectiva se pone de relieve la riqueza de cualidades y capacida­des que posee la mujer y que deben ser aprovechadas en beneficio de la Iglesia y de su misión.

La búsqueda del papel específico de la mujer en la Iglesia sigue siendo hoy una preocupación. En medio

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de la evolución de los últimos años, parece necesario reencontrar este "valor propio" con el propósito de re­construir la identidad femenina amenazada por tantos cambios. Los documentos oficiales sugieren la necesi­dad de esta definición, al expresar que las mujeres de­ben asumir "conforme a su índole propia, el papel que les corresponde" (GS 60), o que deben asumir "la parte de responsabilidad y de participación en la vida comu­nitaria de la sociedad y de la Iglesia que les pertenece" (Justicia en el mundo, 42).

Resulta ciertamente curioso el que nunca se haya visto la necesidad de decir que el hombre asume "a su modo", "conforme a su propia índole" sus responsabi­lidades en la Iglesia o en la sociedad. Al expresarse en la forma en que lo hace, cuando se refiere a la mujer, la Iglesia admite que el patrón sigue siendo el masculino. El hombre se encuentra en su "habitat" natural; la mujer, en cambio, debe ser allí admitida en un "espacio peculiar". El camino del "papel específico es traicio­nero". Sugiere la promoción de la mujer, pero en reali­dad, cierra de antemano el espacio de una igualdad real. Con esto no se pretende afirmar que sería suficiente que la mujer hiciera lo mismo que hace el hombre y en la misma forma en que él lo realiza. Lo que se quiere es llamar la atención sobre algo más profundo. Invocar derechos iguales para el hombre y la mujer, significa reconocer la necesidad de una reestructuración de la Iglesia y de la sociedad, en la que la presencia y la ac­tuación de la mujer y del hombre sean reconsideradas en conjunto, sin discriminación de ninguna especie.

Elizabeth S. Fiorenza, historiadora y exegeta, gran estudiosa de la cuestión feminista, se refiere al esfuerzo que actualmente se adelanta en la reflexión en torno a la

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exclusión y marginación de la mujer, no a partir del "so­corrido enfoque del 'papel de las mujeres en la Iglesia', como si el problema lo constituyeran las mujeres y no la institucionalización masculinizada de la Iglesia", sino reorientando el debate hacia el análisis de esta experien­cia como una "cuestión teológica fundamental"34. Lo anterior quiere decir que no basta ceder espacio a la mujer en la Iglesia de los hombres —aún cuando fuera la mitad del espacio total— sino que la demanda supone una revisión profunda de toda la organización y la vida de la misma Iglesia. ¿Cómo sería una Iglesia sin dis­criminaciones, que pusiera efectivamente en práctica el principio evangélico de la igualdad fundamental de todos los seguidores de Cristo y de la responsabilidad común en la misión de evangelizar? Como se puede ver, la cuestión va mucho más allá del hecho de encontrar el espacio propio de la mujer en la Iglesia. Dentro de esta perspectiva, lo que se busca es desvelar, analizar y de­nunciar todas las formas y manifestaciones del patriar-calismo en la Iglesia, con su respectiva legitimación teológico-cultural. Se busca, asimismo, "recuperar y re­construir al mismo tiempo todos aquellos símbolos teológicos y todas las expresiones que reflejan las expe­riencias liberadoras de fe de la Iglesia como comunidad fraternal e igualitaria de discípulos, y las experiencias del pueblo de Dios de las mujeres" 35. Tal esfuerzo, en América Latina, se inserta en el contexto de la libe­ración de los pobres y es en esta perspectiva en donde se van descubriendo los caminos de liberación de la mujer.

34. Fiorenza, Elisabeth Schüssler. Editorial. En: Concilium 202 (1985/6) p 5. 35. Ibid.

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CAPITULO II

Caminos de liberación

El problema de la mujer en la Iglesia es bastante más serio de lo que puede parecer a primera vista. Ya hemos dicho que no es una cuestión periférica, sino que constituye un problema teológico fundamental. Los caminos de liberación que presentamos en este capítulo parten de esta convicción. Ciertamente no agotan todos los elementos importantes o indispensables para la libe­ración de la mujer, pero plantean de hecho puntos fun­damentales que deben ser debatidos y profundizados.

Esta reflexión pretende mostrar no únicamente la importancia de cada uno de los enunciados, sino que intenta dejar en claro que tomar en serio la cuestión de la mujer significa nada menos que emprender un ca­mino de revisión de toda la teología y la praxis de la Iglesia. Nos parece que no estaría de más afirmar que se trata de un nuevo "viraje" tan amplio y profundo co­mo la revolución provocada por el descubrimiento de los pobres, que ha hecho surgir la teología de la libe­ración.

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1. La relectura bíblica en la óptica de la mujer

Está fuera de discusión el interés de la mujer pobre por la lectura, reflexión y estudio de la Biblia. En ra­zón de su fe y de su sensibilidad de oprimida, ella en­trevé el potencial liberador de la palabra de Dios y busca, en esta palabra, luz y fuerza para sus luchas. Es este interés precisamente el responsable del considera­ble número de estudios y encuentros en esta área bíbli­ca, con miras a la liberación de la mujer.

Los estudios siempre brotan de una necesidad. Las mujeres pobres empiezan a leer la Biblia junto con to­do el pueblo, en sus comunidades de fe y vida. A poco andar, sin embargo, comienzan a darse cuenta de que hay una diferencia entre el leer la Biblia a partir de los pobres y leerla a partir de las mujeres pobres. En el pri­mer caso, muy pronto se encuentra con un Dios defen­sor de los oprimidos. En cambio, en la otra lectura no aparece siempre claro que Dios esté de parte de la mu­jer, como defensor de su dignidad y libertad.

¿Qué hacen entonces las comunidades populares al sentir que la Biblia discrimina a la mujer? Unas ve­ces simplemente comprueban el hecho y se sienten decepcionadas. En otras ocaciones hacen esfuerzos por "salvar" la Biblia con auténticos "malabarismos" para suavizar su contenido opresor. En otras oportuni­dades, simplifican el problema diciendo que en aquel tiempo las cosas eran así pero que hoy ya son diferen­tes. Siendo Dios liberador de los pobres, de ninguna manera puede querer la opresión de la mujer pobre.

Lo anterior pone de manifiesto la necesidad de a-vanzar en el estudio y la profundización de la Biblia,

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con la mira puesta en la cuestión específica de la mu­jer. En este momento resulta bien importante la ayuda de los biblistas —mujeres y hombres— que proporcio­nen y garanticen a las mujeres y a las comunidades po­pulares las herramientas hermenéuticas adecuadas36.

¿Qué será lo realmente importante para la lectura de la Biblia en la óptica de la mujer latinoamericana, pobre y oprimida? Presentamos a continuación algu­nos puntos que pueden ayudarnos en esta búsqueda y reflexión.

2.1. Cómo aproximarnos a la Biblia

La Biblia es un libro complejo. Para que ella pue­da proyectar luz sobre la realidad que nos rodea y so­bre nuestra vida, en las dimensiones que queremos, es indispensable saber aproximarnos a ella. Porque, si la Biblia se lee de manera inapropiada, no podrá respon­der las preguntas que le hacemos, o nos responderá también inadecuadamente.

Para lograr una lectura de la Biblia en la perspecti­va de la mujer latinoamericana es absolutamente nece­sario saber tomar distancia y aproximarse al texto, acercándonos a él en la óptica del pobre y con una cla­ra conciencia feminista3?. Es igualmente importante ser conscientes de los condicionamientos socio-cultu­rales del mundo bíblico en relación con el problema

36. Cf Tamez, Elsa. Mujer y Biblia. Estudio presentado en el encuen­tro de mujeres del Tercer Mundo, realizado en México, en noviembre de 1985. Texto fotocopiado.

37. CÍIbid. pp9-13.

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de la mujer, lo mismo que poseer una correcta noción sobre la autoridad bíblica. Veamos brevemente cada uno de estos puntos.

1.1.1. Distancia y aproximación

Para hacer la lectura de un texto es indispensable "tomar distancia", especialmente si tal texto no es muy familiar. "Tomar distancia" significa intentar leer y oír aquella palabra como si fuera la primera vez, reparan­do en los detalles —incluso los que parecen lógicos y comunes— admirándonos y sorprendiéndonos de que las cosas sean así y no de otra manera. Es importante dejar aflorar las preguntas motivadas por la presencia o ausencia de este o aquel elemento. Esto exige un es­fuerzo consciente y supone que el texto se lee y relee muchas veces.

Para que este proceso de lectura sea fructuoso, debe absorber la atención de quien lo efectúa. Enton­ces el distanciamiento se convierte en aproximación y la palabra se torna viva, algo novedosamente familiar, pero desde luego con una familiaridad distinta de la que tenía antes. El dolor y la alegría, la opresión y la lucha, la esperanza y la fiesta dejan de ser algo del pa­sado que nos ayuda a deducir actitudes para el pre­sente, sino que son experiencia viva en este momento. Este ejercicio de distanciamiento-aproximación nos ayudará a encontrar claves liberadoras de lectura, no sólo en lo relativo a la discriminación de la mujer, sino en todo lo relacionado con las situaciones de opresión.

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1.1. 2. La óptica del empobrecido

Si pretendemos encontrar en la Biblia la luz nece­saria para la liberación de la mujer nos es fundamental leerla desde la óptica de los pobres, en su suelo vital. Los pobres constituyen un lugar hermenéutico privile­giado, dado que el misterio del reino —fundamento de toda liberación, y por ende, también de la de la mu­jer— les ha sido revelado a ellos (Mt 11, 25). "La lec­tura feminista, dice Elsa Tamez, debe pasar por el mundo de los pobres. Esto garantizará una clave libera­dora amplia e iluminará el rostro de los otros pobres, la mujer, el indígena, el negro y ofrecerá pistas para estos enfoques específicos"38. Esta clave de lectura, legiti­mada por la certeza de que Dios es el liberador de los pobres nos permitirá el no ver como normativos aque­llos textos que admiten o propician la discriminación de la mujer por razón de sus sexo. La propia Biblia, en sus eventos salvíficos fundantes —tales como el Éxodo y la práctica de Jesucristo— es quien nos proporciona esta clave hermenéutica.

1.1. 3. La conciencia feminista

La lectura de la Biblia en la óptica del empobreci­do es condición indispensable para la liberación de la mujer, pero no es suficiente. Tenemos que acercarnos a la palabra con ojos de mujer.

Esta experiencia es muy reciente en América La­tina y ni siquiera nosotras las mujeres estamos acos-

38. Ibidp 11.

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tumbradas a este tipo de lectura. Por esto, ella no sur­ge espontáneamente, sino que demanda esfuerzo, bús­queda, entrenamiento. Pero por sobre todo exige una clara conciencia feminista, es decir, la conciencia de que la mujer es discriminada y oprimida y la identifi­cación con su lucha por la justicia y la igualdad.

La conciencia feminista hará más amplia la lectura en la óptica del empobrecido, trayendo a la luz aspec­tos que de otra manera pasarían desapercibidos. Esto es válido no sólo para los textos que se refieren a la mujer, sino en general para todos los textos bíblicos.

De igual forma, la óptica feminista y la propia ex­periencia de opresión de las mujeres añaden nuevas "sospechas ideológicas" no sólo sobre el texto bíblico, por ser fruto de una cultura patriarcal, sino también so­bre las interpretaciones hechas hasta hoy y sobre las mismas herramientas bíblicas, tales como diccionarios y concordancias. ¿Hasta qué punto todo este instrumen­tal es alcanzado por el androcentrismo sexista de la cul­tura y de las estructuras de ayer y de hoy?

La lectura de la Biblia en la óptica de la mujer pro­ducirá realmente una nueva contribución para toda la comunidad cristiana. En este momento no podemos aún prever todo su alcance, por más que podamos sa­borear una nueva encarnación de la palabra con frutos liberadores.

1.1. 4. Condicionamientos del contexto socio-cultural

No podemos pedirle a la Biblia lo que ella no pue­de dar. Los hechos que la Biblia refiere se desenvuel-

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ven en un ambiente patriarcal y llevan sus rasgos. Quienes narran los hechos son hombres imbuidos de la mentalidad del contexto socio-cultural en que vi­ven, y hablan desde su experiencia. Es cierto que en ella aparecen también elementos liberadores para la mujer, pero con todo, son escasos y están esparcidos en medio de un conjunto de textos que nada tienen de feministas. No es posible encontrar en la Biblia la conciencia que hoy poseemos sobre la opresión de la mujer y sobre la legitimidad de su lucha libertaria. Por lo cual, hay que evitar el riesgo de hacer una lectura forzada de los textos, con el propósito de encontrar a toda costa la respuesta a objetivos preestablecidos, o movidos por el ánimo de "salvar a la Biblia" de las acusaciones de las mismas feministas39.

Lo anterior no significa abandonar el empeño de una relectura bíblica en la óptica feminista, pero sí quiere decir que este trabajo debe ser humilde y serio, fundado sobre la certeza de que el Espíritu no ha agota­do en la Biblia su acción liberadora, sino que sigue actuando hoy, haciendo brotar y florecer aquello que en la Escritura se encuentra apenas en estado germinal. Los "signos de los tiempos" son también auténtica pa­labra de Dios (GS 11) y las aspiraciones de las mujeres por la liberación constituyen un genuino "signo de los tiempos" (Puebla 847) que debe ser leído e interpretado por nosotros.

39. Cf Cavalcanti, Teresa María. El profetismo de las mujeres en el Antiguo Testamento. Perspectiva de actualización. En: REBIA6 (marzo 1986) p 39.

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1.1. 5. La autoridad bíblica

Otro aspecto importante para una lectura de la Bi­blia desde la perspectiva de la mujer es la compren­sión correcta de la autoridad de las Escrituras.

Nuestras comunidades han aprendido que la Biblia es palabra de Dios, toda inspirada y libre de errores. Si no hacemos las necesarias distinciones en lo relativo al concepto de autoridad bíblica, se nos hace sumamente difícil entender un texto en donde la mujer sea discrimi­nada en nombre del mismo Dios. Estamos todavía poco habituados a trasponer la letra o la interpretación co­mún, y muchísimo menos tenemos el valor de contestar la Biblia. Y esto ocurre porque su autoridad normativa es sencillamente aplicada a todos los textos, sin distin­guir nítidamente el mensaje revelado de su ropaje cul­tural y sin tener presente la jerarquía de las verdades.

Tal concepto de autoridad bíblica tiene que ser re­visado si queremos alcanzar la libertad necesaria para poder releer la Biblia desde una óptica feminista.

El Vaticano II afirma que los libros bíblicos ense­ñan fielmente y sin errores la verdad que Dios ha que­rido revelar con miras a nuestra salvación (DV 11). En la cuestión de la mujer, ¿qué es lo que dice respecto de la salvación? ¿Qué es lo realmente normativo? ¿Qué autoridad poseen los textos que propician la discrimi­nación de la mujer?

Hay en la Biblia algunos principios fundamentales que condensan las diversas fases de la revelación de Dios "para nuestra salvación". Tales principios pueden ser reconocidos e identificados por su profunda cohe-

5. Liberación de la mujer

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rencia con el mensaje evangélico y la práctica libera­dora de Jesús, con la predicación apostólica en su con­junto y con la vida de las comunidades primitivas, co­mo también con lo esencial de la revelación salvífica del Antiguo Testamento.

Uno de los principios aludidos es el de la igualdad creacional del hombre y de la mujer, atestiguada en el primer relato de la creación: "Creó pues, Dios al ser humano a imagen suya, macho y hembra los creó" (Gn 1, 27). Otro principio fundamental es la fórmula bau­tismal presentada por Pablo en Ga 3, 26-28: "Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús". El bautismo permite superar la triple dis­criminación, corriente en la época del Nuevo Testa­mento, expresada en la oración del judío: "Bendito sea el Señor que no me hizo nacer pagano; bendito sea el Señor que no me hizo nacer esclavo; bendito sea el Se­ñor que no me dejó nacer mujer"4".

A la luz de estos principios fundamentales podre­mos descubrir el ropaje cultural que envuelve los tex­tos que discriminan a la mujer y que ponen en cues­tión su autoridad dentro del conjunto del mensaje bí­blico.

40. El sabio griego daba gracias por haber nacido humano y no ani­mal; hombre y no mujer; griego y no bárbaro (ignórame). Cf Fiorenza, E. S. El papel de la mujer en el movimiento cristiano primitivo. En: Conci-lium l l i (1976/1) p l O .

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1.2. La práctica liberadora de Jesús como punto de partida

La práctica liberadora de Jesús constituye el punto de partida de una relectura bíblica en la perspectiva de la mujer pobre, como también de una teología feminista. A la luz de dicha práctica, materializada en gestos, acti­tudes y palabras, podemos comprender e interpretar los textos de la Escritura y toda la tradición y la práctica de la Iglesia.

Jesús no elaboró ninguna doctrina sobre la mujer, como tampoco lo hizo con los pobres. Tampoco discu­tió abiertamente su realidad de marginación. Su prácti­ca, no obstante, revela la novedad de su propuesta en relación con la mujer. Para poder descubrir esta nove­dad, es preciso recordar la situación de la mujer en el mundo judaico, en la época del Nuevo Testamento y observar las reacciones y la práctica de Jesús41.

1. 2.1. La mujer en el judaismo del tiempo de Jesús

La situación de la mujer sufrió variaciones a lo lar­go del Antiguo Testamento. Por más que el judaismo

41. Cf Boff, Leonardo. El rostro materno de Dios. Pelrópolis: Vozes, 1979, pp 76-79; Raming, Ida. De la libertad del evangelio a la Iglesia estratifi­cada de hombres. En: Concilium 154 (1984/4) pp 6-10; Moreira, Vilma. La mujer en la teología; reflexión bíblico-teológica. En: Mujer latinoamericana. Iglesia y teología. Op. cit., pp 150-153; Rohner, Teodoro. Jesús y las mujeres. Subsidios pastorales n 9, CÑBB regional nordeste 1, Fortaleza, 1986; Boff. Leonardo. Eclesiogénesis. Petrópolis: Vozes, 1977, pp 85-88; Correa Pinto, María da Conceicao. La mujer y el anuncio del reino. En: Vida Pastoral 135 (Jul/Agos 1987) p 22.

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haya tenido una acusada impronta patriarcal en toda su historia, en tiempos antiguos permitió una signifi­cativa presencia de la mujer en la vida del pueblo. En­contramos así mujeres sabias, profetisas, heroínas e inclusive líderes políticas. El Antiguo Testamento nos ofrece las figuras de Sara, Raquel, Rebeca, Ana, Dé-bora, Myriam, Rut, Ester o Judit.

El antifeminismo experimenta un crecimiento en tiempos de la monarquía, particularmente en la época postexílica. El Eclesiástico llega a decir que la peor mal­dad es la de la mujer (25, 19) y que la malicia del hom­bre es preferible a la bondad de la mujer (42, 14). Y jus­tifica estas afirmaciones, diciendo: "Por la mujer fue el comienzo del pecado, por causa de ella morimos todos" (25, 24).

En tiempos de Jesús, el patriarcalismo sexista se acentúa en todos los aspectos. La mujer ha sido exclui­da de la vida socio-política e incluso religiosa. Lo mis­mo que los esclavos y los niños, ella no participa acti­vamente ni en la sinagoga ni en el templo, no tiene de­recho de ser instruida en la Ley, no participa en la fiesta de la Pascua y no puede servir de testigo. La legislación matrimonial es más rigurosa para la mujer y su actua­ción no rebasa los estrechos límites del hogar. Ella no puede oír ni seguir a un rabino y ni siquiera su marido le dirige la palabra en público.

Tres motivos principales se presentan como justi­ficación de tal discriminación:

1) La mujer no recibe la circuncisión y, por ende, no forma parte oficial del pueblo. Para ella no hay ningún rito de iniciación. De allí proviene la expresión

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"sin contar las mujeres y los niños", que se encuentra en Ex 12, 37 y que Mateo repite dos veces (14, 21 y 15,38).

2) La mujer personifica a Eva, a quien se conside­ra responsable del pecado de la humanidad, y es frágil y seductora.

3) Su condición biológica de mujer la hace impura y la aparta de la vida social y religiosa del pueblo. Pe­riódicamente debe someterse a estrictos preceptos de purificación.

2.2. 2. Actitudes, gestos y palabras de Jesús

La actitud de Jesús en relación con las mujeres es sorprendente.

No vacila nunca en superar costumbres y en rom­per tabúes, hasta el punto de escandalizar a sus dis­cípulos y oyentes. Miremos algunos aspectos de esta actitud liberadora.

1) Las mujeres son destinatarias del reino

Jesús predica el reino de Dios para los pobres. En­tre ellos se cuentan las mujeres oprimidas y margina­das por una sociedad androcéntrica y sexista. Lo mis­mo que ocurre con los pobres, nunca Jesús dirige una palabra ofensiva o de reproche a las mujeres, pero en cambio las defiende y anima. En las parábolas siempre son mencionadas en una forma positiva (Mt 13, 13; 25, 1-13; Le 15, 8-10; 18, 1-8).

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La liberación de la mujer constituye uno de los más expresivos signos del reino. Podemos ver esto en la curación de la mujer encorvada, curación hecha en día sábado (Le 13, 10-17). Esta mujer estaba "presa" desde hacía dieciocho años y Jesús la libera de las ca­denas que la oprimían, suscitando con ello la ira de los jefes de la sinagoga.

2) Jesús defiende la dignidad de la mujer contra leyes y costumbres opresoras

De acuerdo con la ley mosaica la mujer era con­siderada como propiedad del marido (Ex 20, 17) y só­lo él podía pedir el divorcio. La mujer no tenía ningún derecho de exigir la fidelidad de su marido. Jesús cier­tamente no manifiesta que el hombre y la mujer ten­gan iguales derechos en el matrimonio, pero su crítica con relación al divorcio y la defensa que hace de la in­disolubilidad del matrimonio favorecen claramente a la mujer (Mt 19, 3-12; Me 10, 2-12). En la misma for­ma, Jesús defiende a la adúltera en contra de una ley sexista que condenaba únicamente el adulterio feme­nino (Jn 8,2-11).

Aun contraviniendo las costumbres de su tiempo, Jesús conversa en público con una mujer —que es además, una hereje— provocando a sus discípulos un doble escándalo (Jn 4, 27). Se deja tocar por mujeres tenidas por impuras: en el caso de la pecadora (Le 7, 36-50), elogia el amor de la mujer contra las críticas de Simón el fariseo; en el caso de la hemorroísa, Jesús hace que se vuelva un hecho público, como una denuncia de la marginación a que era condenada la mujer por sus condiciones biológicas (Me 5, 25-34).

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3) Para Jesús, el papel de la mujer no se reduce a la maternidad y los oficios domésticos

Cuando alguien del pueblo elogia a su madre, re­cordando su maternidad física, Jesús replica diciendo que son más felices los que oyen la palabra y la ponen en práctica (Le 11, 27s). La maternidad es, indudable­mente, algo muy importante, pero la fe activa es supe­rior. Por otra parte, Jesús no excluye para las mujeres la posibilidad de elegir el celibato por causa del reino (Mt 19, 12).

De la misma manera, la vida activa de una mujer no se agota en los afanes domésticos y, ni siquiera estos se ponen en el primer plano. Jesús acepta el servicio de las mujeres (Me 14, 41) y la hospitalidad de Marta (Le 10, 38-40), pero aprueba y juzga más importante la actitud de María, quien deja de lado los oficios domésticos por hacer algo que estaba prohibido para las mujeres de la época: sentarse a los pies de un maestro a escuchar su palabra.

4) Jesús acoge a las mujeres como diaconisas, discípulas, amigas y testigos

Ningún rabino instruía a mujeres ni las admitía en su compañía. Jesús, por el contrario, permite que las mujeres lo sigan como diaconisas y discípulas (Le 8, 13; 23, 49; Mt 25, 55s; Me 15, 40), reconociéndoles el derecho de ser instruidas en los misterios del reino (Jn 4, 1-30; 11, 25-27; Le 10, 39-42). Pero, él no sólo acepta su servicio, sino que les muestra afecto. Entre sus grandes amigos están dos mujeres, Marta y María (Jn 11, 5).

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En un ambiente en el que el testimonio de las mu­jeres no era tenido para nada en cuenta, Jesús las elige para ser las primeras testigos del hecho central de nues­tra fe: la resurrección. No se aparece primero a los do­ce, sino a la Magdalena o a un grupo de mujeres (Mt 28, 1-10; Me 16, 9-11; Jn 20, 1-18). Para los apóstoles debió resultar muy difícil aceptar este hecho. La tradi­ción oficial intenta incluso desconocerlo (Le 24, 34; ICo 15,5-7).

1. 3. La recuperación de elementos liberadores y la comprensión de las ambigüedades

La práctica de Jesús nos deja la certeza plena de que Dios quiere la liberación de los pobres, mediante la erradicación de todas las discriminaciones, inclu­yendo aquellas que tienen su base en el sexo. Desde esta conciencia es posible releer la Biblia y rescatar los elementos liberadores que quedaron atrapados en el contexto cultural, tanto del Antiguo como del Nue­vo Testamento, y que fueron ignorados o aún más ahogados por los estudios bíblicos posteriores. En esta forma se pueden también analizar y comprender las ambigüedades que aparecen en la Escritura. Es esta otra tarea importante en la relectura bíblica desde la perspectiva de la mujer.

1. 3.1. Antiguo Testamento

La revelación de Dios no desborda milagrosamen­te los límites socio-culturales de Israel, sino que se va

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produciendo dentro del posible histórico. Yavé se muestra como un Dios liberador que quiere formar un pueblo de hermanos, una sociedad justa y fraterna, sin pobres ni marginados. Esta propuesta es comprensiva y abarca las diversas formas de opresión y discrimi­nación. Pero Israel no logra descubrir ni comprender todo el alcance de una tal propuesta. En lo referente a la liberación de la mujer, fue muy poco lo que el pueblo del Antiguo Testamento pudo captar y, mucho menos, poner en práctica. Pero aun así, partiendo de nuestras actuales condiciones históricas y a la luz del Nuevo Testamento, podemos encontrar, también en los escritos de la antigua alianza, elementos impor­tantes para la liberación de la mujer.

1) La liberación de los oprimidos

El elemento liberador fundamental, en el Antiguo Testamento, es la clara y aguda conciencia de que nuestro Dios reprueba y condena toda y cualquier for­ma de opresión y se pone de parte de los oprimidos para que sean liberados de sus prisiones. La importan­cia de este elemento radica en el hecho de que él nos ayuda a situar la liberación de la mujer en el contexto de la liberación de los pobres y motiva un caminar juntos.

2) Profetisas, líderes del pueblo y mujeres anónimas

El Antiguo Testamento hace también mención de la presencia y actuación de muchas mujeres en calidad de profetisas y líderes del pueblo. La recuperación de

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este aspecto de la memoria del pueblo es de gran ayu­da en el camino de liberación de la mujer. No se pre­tende con ello exaltar a unas pocas mujeres, absol­viendo de paso a la Biblia de su patriarcalismo, sino que lo que se intenta es percibir, a través de mujeres, tales como Débora, Jael, Ana, Rut o Judit, la posibili­dad de abrir caminos en una situación adversa, desde la óptica de la mujer, empleando para ello la creativi­dad y las armas de que disponen los oprimidos42.

Otras mujeres, menos famosas y hasta anónimas, se van convirtiendo en figuras simbólicas en la lucha actual de las mujeres. Así, por ejemplo, las parteras de Egipto que mienten al Faraón para defender la vida (Ex 1, 15-21); la esclava Agar, maltratada por Sara y favorecida con una teofanía en el desierto (Gn 16); la concubina de Belén y las mujeres de Jabes y Silo, víc­timas inocentes en un juego de venganzas (Je 19-21).

3) Relectura de los relatos de la creación y de la caída original

La relectura de los capítulos 1 al 3 del Génesis reviste una enorme importancia en la empresa de libe­ración de la mujer. Una correcta visión de estos textos permitirá el comprender ambigüedades presentes ya en el Antiguo Testamento, reforzadas en las cartas pauli­nas y cristalizadas en la tradición eclesial y que se fun­dan en una interpretación antifeminista de los relatos de la creación y del pecado4^.

42. Cf Cavalcanti, Teresa María. Art cit. 43. Este aspecto será retomado luego, en la cuestión antropológica.

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1. 3. 2. Nuevo Testamento

¿La práctica liberadora de Jesús, en relación con la mujer, fue realmente comprendida por las comunidades primitivas? En lo que es fundamental, podemos respon­der afirmativamente. Pero sabemos también que el am­biente del Nuevo Testamento sigue siendo patriarcal y sexista, por más que tengamos presente la situación más liberal del mundo greco-romano. Por esta razón, la se­milla sembrada por Jesús no brotó con toda su fuerza li­beradora. Pero aun así, encontramos elementos precio­sos en las primeras comunidades cristianas. Y su impor­tancia se hace mayor si pensamos que esta práctica se desarrolla en un ambiente adverso, con el peligro de ha­cer aún más difícil la conversión de los judíos. Dos pun­tos nos parecen fundamentales y de gran alcance: la admisión de las mujeres como miembros integrantes del nuevo pueblo de Dios y su presencia activa en las co­munidades cristianas. Tomando esta base como punto de partida se hace posible ía relectura y la comprensión de algunos textos ambiguos que aparecen sobre todo en las cartas paulinas.

1) El bautismo conferido a las mujeres

Desde los comienzos, la comunidad cristiana está conformada por hombres y mujeres. En un claro con­traste con la práctica judía, el rito de iniciación —el bautismo— se confiere por igual a las mujeres y no se percibe ninguna polémica en este sentido44.

44. Cf Launrentin. Rene. Jesús y las mujeres: una revolución ignora­da. En: Concilium 154 (1980/4) pp 81-83.

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El día de pentecostés las mujeres están presentes y reciben el don del Espíritu, juntamente con los após­toles y con otros hermanos (Hch 1, 13s; 2, 1-14). Forman parte de la "muchedumbre de los fíeles" que acoge la palabra y va constituyendo las comunidades cristianas. Lucas se empeña en mencionar explícita­mente que la Iglesia iba creciendo por la adhesión a la fe y por el bautismo de un gran número de "hombres y mujeres" (Hch 5, 14; 8, 12; 17, lis). La propuesta evangélica fue realmente comprendida. Puesto que las mujeres fueron acogidas por Jesús en la asamblea del reino, por ningún motivo podrían quedar excluidas del nuevo pueblo de Dios que surge de dicha práctica, como signo e instrumento del reino. El rito cristiano no tiene ninguna connotación sexual —común en los ritos de iniciación— pero supera intencionalmente esta discriminación, como nos lo dirá Pablo: entre los bautizados, ya no existe hombre ni mujer (Ga 3, 28).

2) Presencia y actuación de la mujer en las comunidades primitivas

El bautismo otorga a las mujeres el derecho y el deber de participar activamente en la comunidad ecle-sial. En diversos lugares el Nuevo Testamento confir­ma y legitima su participación. Encontramos así mujeres profetisas, misioneras, animadoras de Iglesias domésticas, diaconisas y hasta una apóstol45.

45. Cf Fiorenza, E. S. El papel de la mujer en el movimiento cristiano primitivo. Art cit., pp 9-15; Fabris, Rinaldo y Gozzini, Vilma. La mujer en la Iglesia primitiva. Ed. San Pablo, 1986. pp 37-70. Lemaire, Ardre. Los minis­terios en la iglesia. Ed. San Pablo. 1977, p 4ls.

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El liderazgo de los apóstoles es el de mayor impor­tancia en la Iglesia naciente. En primer lugar, aparece el colegio de los doce; enseguida, otros misioneros incor­porados al grupo apostólico, como Pablo y Bernabé (ICo 9, ls; Hch 14, 4). Este ministerio no les es negado a las mujeres. En la Carta a los romanos, Pablo envía saludos a Junia, a quien llama "apóstol eximia", com­pañera de prisión y su predecesora en la fe (16, 7). Cier­tamente se trata de una mujer con un papel importante en la comunidad46. Si tomamos en cuenta los criterios establecidos a propósito de la elección de Matías (Hch 1, 21 s) y la reivindicación que hace Pablo de su título de apóstol (ICo 9, 1; Ga 1, lis), advertimos que otras mujeres, quizás con mayor razón que Junia, pueden ser contadas en el grupo apostólico: algunas mujeres que acompañaron a Jesús desde Galilea hasta su muerte, fueron testigos de su resurrección y luego fueron envia­das en misión por el propio Resucitado (Mt 28, 9s; Le 24, 1-11).

La profecía constituye un ministerio reconocido en la Iglesia primitiva, puesto en la lista de Pablo en se­gundo lugar, inmediatamente después de los Apóstoles (ICo 12, 28). Lucas, al poner de relieve el cumpli­miento de la promesa mesiánica mediante el envío del Espíritu Santo sobre hombres y mujeres (Hch 2, 17), nos da también la noticia de que en Cesárea había cua­tro profetisas, hijas del evangelista Felipe (Hch 21,

46. La extrañeza por el hecho de que Pablo incluya a una mujer entre los apóstoles llevó a algunos estudiosos a pensar que "Junia" fuera una abreviación del nombre masculino "Juniano". Sin embargo, algunos textos antiguos disipan esta duda. Cf Fabris, R. y Gozzini, V. Op. cit., p 61, nota 4.

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8s). El propio Pablo menciona el ejercicio de la profe­cía por parte de algunas mujeres de la comunidad de Corinto(lCo 11,5).

Igualmente en los Hechos de los apóstoles y en las cartas paulinas, hallamos referencias a varias mujeres misioneras y animadoras de Iglesias domésticas.

Una de ellas es Priscila, líder cristiana desterrada de Roma por el Edicto de Claudio, en compañía de Aquila, su marido. Esta pareja se encontró con Pablo en Corinto y lo acompañó hasta Efeso (Hch 18, ls). En Efeso, Priscila y Aquila animan una comunidad local (ICo 16, 19) y son los responsables de instruir a Apolo, que no estaba muy firme en el evangelio (Hch 18, 24-26). Ellos son "colaboradores" de Pablo en Cristo Jesús. Es la mis­ma calificación que Pablo da a Timoteo (Rm 16, 21; lTs 3, 2), a Tito (2Co 8, 23) y a Urbano (Rm 16, 9) y constituye una alusión a la actividad misionera, designa el compromiso de anunciar el evangelio.

En la lista de saludos contenida en la Carta a los romanos encontramos a cuatro mujeres que "trabaja­ron" y "se fatigaron" en el Señor: María, Trifena, Tri-fosa y Pérsides (Rm 16, 6. 12). Pablo emplea estos tér­minos con el objeto de señalar el empeño misionero y pastoral en una comunidad. El mismo "se fatigó" (Ga 4, 11; Flp 2, 16) y trabajó más que todos los apóstoles (ICo 15, 10) y suplica a las comunidades que tengan mucha consideración con quienes "se fatigan" en ellas (lTs 5, 12). Las mencionadas mujeres, por consiguien­te, desempeñaron una actividad misional y son líderes reconocidas por sus comunidades.

Los Hechos de los apóstoles mencionan también a otras dos animadoras de Iglesias domésticas: María,

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madre de Juan Marcos, y Lidia. Cuando Pedro es libe­rado de la prisión, se dirige a casa de María, en donde la Iglesia está reunida en oración. En ausencia de San­tiago, todo indica que es la misma María quien preside la oración comunitaria, ya que no se hace mención de ningún otro dirigente (Hch 12, 12-17).

Lidia se reúne en un grupo de oración, a orillas del río en Filipos. Acoge el mensaje anunciado por Pablo y lo hospeda en su casa (Hch 16, 11-15). Al salir de la prisión, Pablo y Silas van a casa de Lidia, en donde tienen la oportunidad de visitar y exhortar a los herma­nos que se reúnen allí (Hch 16, 40).

En la Iglesia primitiva encontramos también muje­res diaconisas, pero no sólo en los primeros momentos de la comunidad, cuando tal ministerio es todavía muy impreciso, sino también cuando ya el término ha co­brado un sentido técnico e indica un ministerio oficial­mente reconocido.

Febe es diaconisa de la Iglesia de Cencrea (Rm 16, ls). El verbo empleado para caracterizar el trabajo de Febe, traducido generalmente como "ayudar" o "favore­cer", aparece en otros lugares indicando la tarea de pre­sidir o gobernar (lTm 3, 4; 5, 17). En consecuencia, Febe desempeña en la comunidad un papel de orientación, ser­vicio y asistencia, propio de los responsables locales.

A Tabita no se la llama diaconisa, pero cumple esta función con las viudas de Jope (Hch 9, 36-42). En este punto no se hace referencia a la animación de una comu­nidad, sino al servicio de los pobres, como una institu­ción de los siete (Hch 6, 1-6).

Las cartas pastorales, no obstante sus visibles res­tricciones en relación con la mujer, mencionan tam-

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bien a las diaconisas, como ministerio oficialmente instituido (lTm 3, 11).

3) Las ambigüedades paulinas

En realidad, no todo es favorable a la mujer en el Nuevo Testamento. Su participación en la familia y en la Iglesia tiene sus límites, los que a veces pretenden justificarse con argumentos que adoptan el aire de principios teológicos. En los evangelios, lo que apa­rece con mayor relieve es la ausencia de la mujer en el grupo de los doce. En las cartas paulinas, fuera de los códigos familiares que exigen a la mujer estar sujeta al marido (ICo 7; Col 3, 18-21; Ef 5, 22-23; Tt 2, 3-5), encontramos tres pasajes que limitan y restringen su actuación en la Iglesia y aparentemente contradicen lo que hemos visto antes (ICo 11, 2-16; 14, 34-36; lTm 2, 11-15).

¿Cómo interpretar estas ambigüedades?

No pretendemos de ninguna manera hacer un aná­lisis detallado de la cuestión, pero tampoco podemos caer en el extremo de querer ignorarla. A lo largo de muchos siglos estos textos paulinos junto con la ausen­cia de la mujer en el grupo de los doce han influido po­derosamente en algunos aspectos de la doctrina cristia­na y han servido como fuente de inspiración de normas y prácticas eclesiales antifeministas47.

47. Para un estudio más completo, ver: Fabris, R. y Gozzini, V. Op. ci/.,pp 91-171.

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En cuanto se refiere a los evangelios, no podemos menos de admitir el hecho de que Jesús no llamó a ninguna mujer a integrar el grupo de los doce. No obs­tante, es preciso entender este hecho dentro del contex­to evangélico y del significado especial de este grupo. Jesús vivió y llevó a cabo su práctica liberadora en el marco de lo posible histórico. Por el mismo motivo, no llamó al colegio apostólico ni a gentiles ni a esclavos, a pesar de haber desconocido y abolido tales discrimina­ciones. Pero además, los doce tienen un carácter simbó­lico y constituyen un signo escatológico del nuevo Is­rael, en paralelo con las doce tribus de la antigua alian­za. En este sentido, únicamente podía estar conformado por judíos hombres48.

Pero, en realidad, son las cartas paulinas las que ofrecen las mayores dificultades. No ha faltado quien haya acusado a Pablo de misógino —alguien adverso a las mujeres— y de haber simplemente ignorado la prác­tica liberadora de Jesús. Parece injusto, con todo, con­dicionar la lectura de Pablo a algunos textos que dis­criminan a la mujer. Hemos visto cómo el apóstol pro­clama la igualdad fundamental de todo cristiano, en vir­tud del bautismo, y cómo registra la presencia y la ac­tuación de muchas mujeres en las comunidades primiti­vas, en abierto contraste con los usos y costumbres del mundo judaico. A pesar de todo, la solución del proble­ma no puede consistir en eliminar el aspecto incómodo de la cuestión, pretendiendo absolver así a Pablo de la acusación de antifeminista. Hay que buscar y explorar otros caminos.

48. Cf Boff, Leonardo. Eclesiogénesis. Op. cit., pp 90s; Comunidad de mujeres en la Iglesia. Op. cit., pp 64s.

6. Liberación de la mujer

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Las cartas paulinas tienen que leerse en su conjun­to y dentro de su contexto socio-cultural. Tampoco podemos olvidar que el género epistolar admite dife­rentes niveles en el mismo escrito. En Pablo encontra­mos principios doctrinales, fórmulas de fe, textos li­túrgicos, normas disciplinarias, exhortaciones. Tales textos no poseen todos un idéntico valor normativo, ni pueden erigirse, indistintamente, en principios univer­sales49.

Hechas estas observaciones, entremos en un rápi­do análisis de los textos en cuestiónso.

El velo de las mujeres (ICo 11, 2-16). El primer texto alude al velo que las mujeres deben usar en las asambleas. En el intento de defender su causa, Pablo emplea cuatro argumentos: cristológico (v 3), bíblico (v 7-9), de sentido común (v 13-15) y de la tradición (v 16). Dichos argumentos tienen la impronta de la teología, la exégesis, la antropología y la filosofía de la época, y constituyen una argumentación que fácil­mente podemos comprender y contestar. El mismo Pa­blo apela a la tradición al percibir la inconsistencia y fragilidad de los otros argumentos.

Pero, por sobre todo, lo más importante es la inten­ción que mueve a Pablo. ¿Qué es lo que pretende al obligar al uso del velo en las asambleas? Pablo se pro­pone defender la dignidad de la mujer que ora y profeti­za, a partir del concepto cristiano de libertad. Abolir el uso del velo en ese momento equivale a ratificar ideas poco evangélicas con respecto a la libertad, que circula-

49. Cf Fabris, R. y Gozzini, V. Op. cit., pp 9-14. 50. Cf Fabris, R. y Gozzini, V Op. cit., pp 91-118.

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ban en la Iglesia de Corinto y ofrecer pretextos para confundir la asamblea cristiana con las reuniones paga­nas, en las que, su pretexto de libertad, se explotaba a la mujer. Los cabellos sueltos y descubiertos se habían convertido en símbolo de liviandad y prostitución.

Pablo no pone en duda el papel de la mujer. Ella puede y debe orar y profetizar, pero ha de hacerlo con el derecho que le confiere la liberación en Cristo, y no a partir de una libertad que puede resultar equívoca.

El silencio en las asambleas (ICo 14, 34-36). El segundo texto prescribe que las mujeres guarden silen­cio en las asambleas. Esto parece estar en contradicción con ICo 11, 5, en donde se admite y reconoce la parti­cipación de la mujer en la oración y la profecía. Por ello, algunos estudiosos ven la posibilidad de una glosa o interpolación ulterior. Pero esta hipótesis no es fácil­mente verificable, como se quisiera. ¿En qué quedamos entonces? ¿Modificó Pablo su percepción y su actitud ante la mujer? ¿O será que en la misma carta hace refe­rencia a dos situaciones distintas?

También ahora, lo que ante todo interesa es la in­tención de Pablo y no tanto las normas disciplinares que establece o su argumentación. Y tal intención se desprende de todo el contexto (14, 26-40).

En la Iglesia de Corinto, el entusiasmo carismático viene provocando alguna confusión en las asambleas, acarreando perjuicios a la Iglesia. Pablo interviene con el ánimo de que los carismas apunten a su objetivo; la edificación de la comunidad.

Dios no es un Dios que introduce el desorden sino el Dios que quiere la paz. Por ello, todo debe hacerse

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decorosa y ordenadamente (v 33 y 40): los que hablan en lenguas sólo deben hacerlo cuando haya quién in­terprete y, aun así, únicamente dos o tres, uno cada vez; que los profetas hablen ordenadamente, dos o tres y se­pan callar para que otro hable (v 29-32); que las muje­res permanezcan en silencio en las asambleas, sean su­misas y hagan sus preguntas en casa a sus mandos (v 34s).

Los argumentos son diferentes. En lo que atañe a las mujeres, el apóstol apela a la costumbre de la Igle­sia (v 37), a la sumisión mandada por la Ley (v 34) y a razones de conveniencia (v 35). El argumento más fuerte es el primero. La comunidad de Corinto no pue­de pretender una innovación completa, sin tener en cuenta a las demás comunidades cristianas (v 36). Sin embargo, ello no equivale a renunciar a los dones del Espíritu. Lo importante es que todo se haga en paz y en orden.

Pablo responde a una situación bien concreta y particular. Por lo cual no resulta legítimo derivar de este texto una norma universal sobre el derecho a la palabra, tal como se ha hecho por muchos siglos. En realidad fue una equivocación limitar la participación de la mujer en la Iglesia, invocando para ello la autori­dad paulina.

El derecho de enseñar (lTm 2, 11-15). El tercer texto se encuentra en las pastorales y ordena a las mujeres el silencio y la sumisión, negándoles el dere­cho de enseñar.

Lo mismo que sucede con el texto anterior, tam­bién ahora nos encontramos ante una prescripción dis­ciplinar, que ha de ser entendida en su contexto.

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Algunas tendencias viven amenazando el buen orden en la Iglesia. Los falsos maestros despiertan y alimentan el entusiasmo de muchas mujeres que co­mienzan a propagar las nuevas doctrinas (2Tm 3, 1-7). No faltan entre ellos los que desprecian y hasta pro­hiben el matrimonio en nombre de una ascesis que nada tiene de cristiana (lTm 4, 3). En medio de esta situa­ción, el autor se ve en la necesidad de defender el orden familiar y eclesial y lo hace dentro de los esquemas cul­turales y sociológicos de su época.

Reafirma la autoridad del hombre y propone a la mujer el ideal de vida, consagrado ya por la tradición: esposa sumisa y madre abnegada. El silencio y la pro­hibición de enseñar están al servicio del objetivo que se quiere alcanzar. Ellos permiten resaltar el ideal de la maternidad y protegen a la mujer de la amenaza que re­presentan los falsos doctores y ayuda a restablecer el orden en la familia y en la Iglesia.

Los textos anteriores significaron por mucho tiem­po un condicionamiento fuerte para la presencia y la actuación de la mujer en la Iglesia y en toda la antro­pología cristiana. Hoy por hoy es más fácil el descu­brir lo relativo de su autoridad y la necesidad de some­terlos a los principios contenidos en otros textos, como Ga 3, 28 y ICo 11, lis, mucho más coherentes con el núcleo medular de la fe cristiana.

2. Una antropología liberadora

La praxis, la teología, la liturgia y la organización misma de la Iglesia en relación con la mujer cargan to-

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davía con el lastre de una milenaria antropología se­xista patriarcal. En la base de esta antropología se en­cuentran la teología de la naturaleza inferior de la mujer y los dualismos que privilegian lo masculino. Por ello, una antropología liberadora tiene que reafirmar la igual­dad creacional hombre-mujer y desenmascarar estos dualismos, echando así los cimientos de una compren­sión nueva del ser humano, en su doble manifestación masculina y femenina.

2.1. Igualdad creacional

La discriminación de la mujer fundada en una na­turaleza inferior está presente en el cristianismo desde los primeros siglos, proveniente del pensamiento grie­go y confirmada por una exégesis antifeminista de los relatos de la creación.

La filosofía griega define al ser humano como un "ser racional". Esta racionalidad, que hace al ser hu­mano imagen de Dios, predomina en el hombre; en la mujer, en cambio se hace presente más acentuadamen­te lo irracional, lo emotivo, lo intuitivo. Por lo cual, la mujer se distancia de la imagen divina. Agustín dice: "Corresponde al orden natural, entre los humanos, que las mujeres estén sometidas a los hombres y los hijos a sus padres; pues es una razón de justicia que la razón más débil se someta a la más fuerte". Y santo Tomás afirma: "La mujer por naturaleza está sometida al hombre, ya que el hombre por naturaleza, posee un mayor discernimiento racional"51. Graciano, en sus

51. Citado por Boff, Leonardo. El rostro materno de Dios. Op. cit., p 14.

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decretos (mediados del siglo XII), retoma a Agustín y añade: "... pues la mujer no fue hecha a imagen de Dios" 52.

En los últimos siglos, la exaltación de la racionali­dad, erigida en el gran ideal que había que alcanzar en toda su pureza, hizo aún más sólida la muralla de la discriminación sexista, enalteciendo el factor que se tenía como específico masculino y despreciando las cualidades que se estimaban como femeninas.

Esta visión secular de una supuesta naturaleza inferior de la mujer se apoya en una lectura distorsio­nada de los relatos bíblicos de la creación y de la caída original. Se hace necesario por ello proceder a una nueva lectura de dichos textos, para recuperar su ver­dadero sentido53.

La Biblia nos ofrece dos narraciones de la creación del ser humano. El primero (Gn 1, 26-30) pertenece a la tradición sacerdotal y fue escrito alrededor de los siglos VI-V aC. El segundo (Gn 2, 18-25) es más antiguo, remontándose al siglo X-IX aC y forma parte de la tradición yavista, lo mismo que el relato del pecado ori­ginal (Gn 3).

El relato yavista de la creación. Este relato fue em­pleado por el judaismo tardío lo mismo que por la tra­dición cristiana, para fundamentar la inferioridad de la mujer. Tomada del hombre y creada después de él, la

52. Citado por Brennan, Margare!. Art cit., p 48. 53. Cf Moreira. Vilma. La mujer en la teología. Art cit., pp 144-149;

Merode de Croy, Marie. El papel de la mujer en el Antiguo Testamento. En: Concilium 154 (1980/4) Op. cit., pp 76-78; Boff, Leonardo. El rostro materno de Dios. Op. cit., p 87s.

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mujer no refleja de la misma manera la imagen de Dios. El propio Nuevo Testamento evoca dos veces este texto para legitimar la sumisión de la mujer (ICo 11,8-10; lTm2, 11-13).

Los estudios recientes muestran que tal interpre­tación ignora la profunda intención del autor bíblico y distorsiona el verdadero sentido del texto.

En Gn 2, Dios crea a la mujer como compañera del hombre, alguien "igual a él" (v 18). "Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" —dice el hombre (v 23)—. El nombre "Ishsha" (mujer, femeni­no de "Ish" (hombre), insinúa la misma igualdad fun­damental.

También en Gn 2, el autor tiene la preocupación de explicar la atracción existente entre el hombre y la mujer, como fundamento del matrimonio. Lo mismo que al principio, el hombre y la mujer vuelven a ser "una sola carne" (v 21s. 24). En el debate sobre el ma­trimonio, Jesús retoma este texto, justamente para de­fender a la mujer contra la discriminación del legalis-mo judaico.

El relato de la caída original. Esta narración fue también aducida como justificación del antifeminis­mo, al hacer recaer sobre la mujer la culpa del pecado. Tal interpretación se encuentra en escritos del Antiguo Testamento (Si 25, 24), retomada por el Nuevo Tes­tamento (lTm 2, 14) y repetida a menudo en la tradi­ción eclesial. A la mujer se le vio como el sexo débil, mañosa y seductora, permanente tentación para el hombre.

Hoy sabemos claramente que dicha interpretación no corresponde al texto bíblico. El autor de Gn 3 par-

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te de una situación de hecho: la dominación del hom­bre sobre la mujer, los dolores del parto, la dureza y la fatiga del trabajo para ganar el pan de cada día y la misma muerte. Y entonces se empeña en demostrar que una situación así no obedeció al plan de Dios, no pertenece al orden de la creación, sino que se inscribe en el orden del pecado. Y de tal realidad hombre y mujer hacen parte con igual grado de responsabilidad. Precisamente por esto, Dios no acepta las disculpas que ambos presentan.

El relato sacerdotal. La igualdad hombre-mujer en el orden de la creación se afirma con claridad en la na­rración de Gn 1. En abierto contraste con el espíritu antifeminista de su tiempo, el autor proclama sin ro­deos: "Dios creó a Adán (el ser humano) a su imagen;... hombre y mujer los creó" (v 27). En Gn 5, ls encon­tramos la misma afirmación: "Cuando Dios creó a Adán, lo hizo a su imagen. Los creó hombre y mujer". Uno y otra son bendecidos por Dios y destinados a cre­cer y dominar la tierra.

La afirmación de la igualdad creacional constituye una denuncia no sólo de la discriminación fundada en el sexo, sino de toda y de cualquier discriminación, y por tanto, también de la que se funda en !a raza o en las condiciones sociales y económicas. Todo ser humano es imagen de Dios y está llamado a la comunión y al ejercicio de su señorío sobre el universo. La domi­nación de los unos sobre los otros, la explotación del más débil por el más fuerte y todo tipo de marginación están en contradicción con el orden creacional, al negar a una porción de la humanidad sus derechos como seres humanos.

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Para la mujer pobre esto reviste una gran impor­tancia. En ella, la imagen divina está doblemente des­figurada: por la opresión que sufre por su condición de mujer y por la pobreza injusta e inhumana de que es víctima. En consecuencia, su liberación no depende únicamente del reconocimiento de la igualdad hom­bre-mujer, sino que exige además que se le reconozca su derecho a disfrutar de los bienes de la creación y de las condiciones suficientes para responder —junto con sus compañeras y compañeros— a su vocación de imagen de Dios.

2. 2. Visión unitaria del ser humano

La visión dualista del ser humano, propia de la cultura griega y que fue asumida por la tradición cris­tiana, contribuyó significativamente a la opresión de la mujer. Tres formas del dualismo consagran la infe­rioridad de la mujer respecto del hombre, al reservar a éste el privilegio de ser la verdadera imagen de Dios: cuerpo y alma, cielo y tierra, eficacia y gratuidad54.

Cuerpo y alma. El dualismo cuerpo-alma, tan pro­fundamente introyectado en nuestra cultura occidental es responsable en gran medida de la discriminación que de la mujer ha hecho la antropología clásica. Esta afirma que el ser humano es imagen de Dios por su alma, por sus cualidades espirituales. En tal caso, úni­camente lo masculino es plenamente imagen de Dios, dado que sólo en él se despliegan de manera predomi­nante las cualidades espirituales. Únicamente lo mas-

54. Bingemer, María Clara Lucchetti. La Trinidad a partir de la pers­pectiva de la mujer. En: REB146 (marzo 1986), pp 74-78.

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culino es teo-morfo. También la mujer es imagen de Dios por razón de su alma, pero dado que en ella pre­domina el elemento corporal, su condición es de infe­rioridad. Para poder crecer en el orden de la gracia, la mujer tiene que dejar de ser mujer, debe "hacerse hombre" 55.

Cielo y tierra. El dualismo cielo-tierra, referido a los principios de la paternidad y la maternidad, con­tribuyó también positivamente a la consideración infe­rior de la mujer. En la historia de las religiones, el ser divino aparece siempre mediado por las figuras pater­nas o maternas. La primera se orienta hacia el cielo, la infinitud, la trascendencia; la segunda se torna hacia la tierra, la vida, la generación, los misterios de la muer­te. Tanto en la tradición judía como en la cristiana, se identifica a Dios con el principio paterno, celeste. No se pone de relieve en Dios el principio femenino, tal como lo hacen otras religiones y culturas. En esta con­cepción, sólo el hombre participa directamente de la divinidad, únicamente él es imagen de Dios. Para que la mujer pueda aproximarse a Dios, ha de dejar de ser mujer, identificada como está con el principio materno y terreno. En la "Vida de Melania" se cuenta que esta mujer, promotora del ascetismo comunitario en Pales­tina y fundadora de monasterios femeninos y masculi­nos, va a visitar a los eremitas del desierto de Nitria y allí "los santos padres la reciben como a un hombre", pues "ella había rebasado la barrera de su sexo y había logrado una mentalidad viril o, más aún, celeste"56.

55. Cf Vogt, Karl. "Hacerse varón": aspecto de una antropología cristiana primitiva. En: Concilium 202 (1985/6), pp 78-90.

56. Citado por Vogt, Karl. Art cit., p 87.

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Ser tenida por un hombre constituye para la mujer toda una gloria. Así san Jerónimo escribe: "Cuando ella se decide a servir más a Cristo que al mundo, deja en­tonces de ser mujer y debe ser considerada hombre". San Ambrosio, por su parte: "Aquella que no cree es mujer y se le ha designar por el nombre de su sexo, a tiempo que la que cree va en camino de la perfecta mas-culinidad"57.

Eficacia y gratuidad. El tercer dualismo —eficacia-gratuidad— es propio de nuestro tiempo. La sociedad moderna, activa y pragmática, reconoce valor única­mente a la acción transformadora, a la productividad, a la organización y al mando —atributos todos conside­rados propios del hombre. No se le da el mismo valor a la gratuidad, la contemplación, la espontaneidad y la percepción intuitiva —cualidades que se tienen como femeninas. A esta sociedad le importa conservar y re­forzar aún más la imagen patriarcal de Dios, la que también privilegia la dimensión de eficacia. Dios es fuerte, poderoso, creador, señor, juez. La mujer, infe­rior en la sociedad, tampoco alcanza a ser imagen de este Dios.

Los dichos dualismos afectan muy especialmente a la mujer pobre. Por el hecho de ser pobre, ella es mu­cho menos "racional" que las demás mujeres. Por más que en su medio pueda mostrar que es muy inteligente, ejerciendo en él un liderazgo mucho mayor que el de los propios hombres, ella no despliega el tipo de racio-

57. PL. 26. 567 y 15. 1844. Citados por Swidler, Arlene. La imagen de la mujer en una religión vuelta hacia el Padre. En: Concilium 163 (1981/3), p 89.

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nalidad que la cultura dominante considera superior. La mujer pobre no posee diplomas, no participa en la in­vestigación científica y en los grandes proyectos de transformación del mundo, no produce obras de arte famosas. Su lucha por la supervivencia la vuelve esen­cialmente "terrenal". Su fe y su cultura están referidas al pan de cada día, a la defensa de la vida.

En el marco de esta visión dualista, es enorme la distancia entre el ideal de perfección humana y la con­dición de la mujer pobre.

Más que las otras mujeres, ella es cuerpo, tierra, gratuidad. ¿Cómo se podría ver en esta mujer la ima­gen de un Dios espíritu, sabio, poderoso, fuerte, celes­tial?

La liberación de la mujer demanda la superación de estos dualismos. Es esta una de las mayores tareas de la antropología actual.

Una tarea ciertamente difícil, dado que las mani­festaciones de dicho dualismo penetran todos los as­pectos de nuestra cultura occidental.

En un primer término, es importante afirmar la igualdad creacional del hombre y la mujer, con todas sus consecuencias. Como ya dijimos, la inferioridad de la mujer no pertenece al orden de la creación. Es un dato cultural, que, desde la perspectiva bíblica, se ins­cribe en el orden del pecado que distorsionó el proyec­to divino.

Es igualmente importante construir una visión uni­taria y positiva del ser humano. La actual concepción de la persona busca responder a este objetivo, al rom-

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per los esquemas dualistas en favor de una concepción del ser humano, en el que se integran muchas dimen­siones —corporales, sociales, espirituales—, todas ellas igualmente importantes.

En tercer lugar, hay necesidad de revisar nuestra imagen de Dios, marcadamente masculina. Con todo, no se trata de descubrir en Dios atributos que conside­ramos femeninos, para construir una imagen "feme­nina" de Dios. De lo que se trata es de buscar una com­prensión de Dios a partir de la conciencia de que él se revela no sólo en el hombre ni únicamente en la mujer, sino en el hombre y en la mujer, en cuanto seres abier­tos y ordenados el uno al otro, distintos y recíprocos.

Una antropología liberadora, en la óptica de la mu­jer pobre, tiene que significar también una denuncia del interés que tienen las clases dominantes en conservar los dualismos que privilegian lo masculino, que se limi­tan a abrir algunos espacios a la "promoción" de un grupo de mujeres, capaces de alcanzar la "perfección" de los hombres, sin exigir, por consiguiente, transfor­maciones radicales en la sociedad.

2.3. La reciprocidad hombre-mujer

Muy frecuentemente se entiende la relación hom­bre-mujer en términos de complementariedad. Siendo diferentes por naturaleza, ambos se completan confor­mando la unidad prevista en el orden de la creación. Si bien es cierto que esta visión puede valorizar a la mu­jer, en realidad no es capaz de arrancarla de su condi­ción de inferioridad.

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El principio de complementariedad supone que hay cualidades y funciones "específicas" de la mujer y del hombre, conforme al propio orden natural. Se in­siste en que la mujer tiene su especificidad en las fun­ciones de la maternidad y que su liberación tiene que respetar tal diferencia. Se reprueba un feminismo que suprima las diferencias, puesto que esto impidiría el diálogo y la complementariedad. Se ha de promover una igualdad que respete la especificidad de las fun­ciones 58.

Esta forma de entender a la mujer sigue siendo dis­criminatoria, no sólo porque deja en la penumbra otras dimensiones humano-espirituales igualmente impor­tantes, sino ante todo porque no supera los dualismos y la concepción de una naturaleza inferior. ¿En qué re­sidirá lo específico del hombre? Podría suponerse que sean las funciones de la racionalidad: el pensar, decidir, transformar el mundo con su inteligencia. En tanto que la maternidad, por muy hermosa que sea, hace referen­cia al cuerpo y al sexo y no alcanza a vencer el pre­juicio de inferioridad en relación con la razón.

El mito de la maternidad forma parte de los este­reotipos clásicos y sirve a los intereses de una socie­dad capitalista y patriarcal.

El hombre, racional y objetivo, hecho para el tra­bajo, asume la responsabilidad financiera de la familia y la conducción de la sociedad. Retiene el poder eco­nómico y de decisión. La mujer, intuitiva y amorosa, destinada al hogar, debe asumir los quehaceres domés-

58. Cf Luyxkx, Marc. Arl cil., p 7.

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ticos, la educación de los hijos y el bienestar del mari­do. En esta forma, se niega a la mujer el derecho de participar en la orientación de la historia; entre tanto, se la tiene como una importante reserva de mano de obra útil en el momento de necesidad.

La exaltación de la maternidad como vocación específica de la mujer favorece también la posibilidad de verse reducida a un objeto sexual, toda vez que per­mite comprender a la mujer a partir de su cuerpo y su sexo, quedando en esta forma al servicio de los intere­ses de una sociedad consumista.

No es nada difícil sospechar cómo también aquí la mujer pobre resulta siendo la más oprimida. Su pobre­za la hace todavía más vulnerable para ser reducida a objeto sexual y mano de obra barata. Ella no está en condiciones de realizar adecuadamente el ideal de es­posa y madre, que se propone para la mujer. Pero esto no tiene ninguna importancia para quienes se benefi­cian con el mito de la maternidad. Es suficiente con que la mujer reconozca que ésta es su función primor­dial y se muestre dispuesta entonces para el trabajo productivo, sin exigir derechos iguales a los del hom­bre en la sociedad.

La antropología actual va abriendo otros caminos, más liberadores para comprender la relación hombre-mujer. En primer lugar, recalca que las cualidades que han sido tenidas como masculinas o femeninas, son propias del ser humano y pertenecen en consecuencia a hombres y mujeres. La mujer es también racional y objetiva, así como el hombre posee igualmente sensi­bilidad e intuición. Si quisiéramos emplear el mismo

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lenguaje dualista, bien podríamos decir que hombre y mujer son en la misma medida cuerpo y espíritu, tierra y cielo, gratuidad y eficacia. Maternidad y paternidad son igualmente sublimes y acarrean la misma respon­sabilidad.

Gustavo Gutiérrez, al referirse a las cualidades que se tienen por típicamente femeninas, afirma: "Valores tales como la ternura son valores humanos globales. Yo, personalmente, en mi condición de hombre, no querría renunciar a la ternura. No creo que sea propie­dad exclusiva de la mujer. Y me parece muy grave el que los hombres, a causa de su mentalidad, sean enemi­gos de hablar de estas cosas por considerarlas cosa de mujeres y, por tanto, algo inferior. Creo que si se valo­riza a la mujer y ella sabe vivir la ternura, podrá liberar a muchos hombres de su renuencia a reconocer que ellos también viven y deben vivir el mismo valor" 59.

En esta perspectiva, la pregunta por "lo específico" del hombre y de la mujer, que sustenta la teoría de la complementariedad, va perdiendo significación. El ser humano no es acabado ni incompleto, sino que se va haciendo, se va moldeando bajo el influjo de múltiples factores. El irse haciendo mujer consiste en un proceso que se efectúa en la confrontación con el hombre y con el ambiente socio-cultural. En el pasado, muchos ele­mentos de orden cultural fueron entendidos y asumidos como naturales, legitimando y consagrando así una situación de hecho. Hoy por hoy ya no es fácil aden­trarse en este camino y decir qué es efectivamente "na-

59. Tamez, Elsa. Teólogos de la liberación hablan sobre la mujer. Entrevistas. Costa Rica: Editorial DEI, 1986. p 57.

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tural" en la persona humana, sea hombre o mujer. Enrique E. Fabri comenta: "La diferencia entre el varón y la mujer está inscrita en sus respectivas funciones y en sus siquismos diferentes. Pero, ¿quién podría decir qué parte corresponde a la cultura y cuál a la natu­raleza?... La naturaleza humana, masculina o femenina, va siendo reflexionada no como algo totalmente hecho, sino como una pista que va indicando la ruta que más conviene seguir. Hoy en día, muchos biólogos, sicólo­gos, sociólogos, sexólogos y filósofos están de acuerdo. Sólo haciendo abstracción de todos los comportamien­tos modelados por las civilizaciones, podría determi­narse la esencia fundamental de la virilidad y de la feminidad. Una vez logrado esto, nos encontraríamos con la sorpresa de que quedaría bien poco de lo que aún hoy se tienen como características 'innatas' del varón o de la mujer"60.

Por lo anterior, parece más adecuado no hablar de "complementariedad" sino de "reciprocidad". Hombre y mujer están ordenados el uno al otro de tal manera que sólo pueden ser entendidos en esta relación recíproca. No son seres incompletos que se complementan mutua­mente, sino seres abiertos el uno al otro, al mismo tiem­po semejantes y diferentes, ordenados al diálogo y a la comunión. El relato yavista de la creación deja entrever esta realidad. El hombre reconoce que la mujer es hueso de sus huesos y carne de su carne. Al tiempo, el uno es para el otro y en esta unión es donde se construye la unidad (Gn 2, 23s). Esta reciprocidad se expresa tam­bién en el Cantar de los Cantares: "Mi amado es para mí

60. Citado en: Pro mundi Vita 56 (1975), p 20, nota 56.

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y yo soy para mi amado" (2, 16). Y lo mismo acontece en Pablo: "Ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor" (ICo 11, 11) 61.

Entender la relación hombre-mujer en términos de reciprocidad impide el pensar en una liberación única­mente como "promoción de la mujer" —para poder ocu­par un espacio en el mundo de los hombres— o como "emancipación" —destinada a trastornar las actuales reglas del juego. La liberación de la mujer es liberación también para el hombre, deshumanizado por el sexismo y por el poder patriarcal.

Además de esto, la reciprocidad hombre-mujer se inscribe en el contexto mayor de una relación social igualitaria y fraterna, en donde el diálogo y la comu­nión entre hombres y mujeres no esté pervertido y co­rroído por relaciones injustas y opresoras en otros dife­rentes niveles de la vida humana.

3. Revisión simbólica y litúrgica

Desde el principio, la fe cristiana fue vivida en el marco de una cultura androcéntrica y patriarcal, y se expresó y tematizó en símbolos e imágenes congruen­tes con dicha cultura. De aquí nace la necesidad de so­meter a una juiciosa revisión de tales símbolos e imáge­nes, en la perspectiva de la mujer, en una forma no dis­criminatoria. Tal revisión es bien compleja. Los puntos de apoyo de que disponemos no son muchos, ni en la Escritura ni en la tradición. La misma cultura moderna sigue mostrándose desfavorable para esta empresa, y

61. Cf Boff, Leonardo. El rostro materno de Dios. Op. cit., pp 45s y 88.

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esto hace bien difícil no sólo la distinción entre el con­tenido de la fe y el ropaje cultural, sino también la aceptación de una propuesta distinta. Para ello habría que rehuir lo que se tiene por "normal" en nuestra so­ciedad y nuestra Iglesia androcéntrica, lo cual no deja de provocar un cierto malestar entre los hombres e in­cluso entre muchas mujeres.

Con todo, la discusión ha comenzado a entablarse y se tienen ya pistas o, por lo menos señales que indi­can la dirección en que se pueden abrir caminos de li­beración para la mujer, partiendo de nuestra fe y de nuestra vivencia eclesial.

3.1. El problema del lenguaje

El lenguaje constituye un punto fundamental de soporte y expresión de la cultura. El lenguaje masculi­no que ordinariamente empleamos no surgió por casua­lidad, como tampoco es indiferente en la comunica­ción entre hombres y mujeres. El refleja el androcen-trismo presente en nuestra cultura y se convierte en una forma de dominación. Retrata y, al mismo tiempo, con­serva y propicia la superioridad del hombre sobre la. mujer, poniendo al hombre en el centro de todo el uni­verso cultural, haciendo de lo masculino el patrón de comprensión del ser humano y de las realidades que lo envuelven. "Esconde" doblemente a la mujer pobre por su carácter androcéntrico y por reflejar la óptica de los hombres de las clases dominantes62.

62. Es interesante advertir que muchas veces, ni aun entre los de su clase se incluye la mujer pobre. Encontramos, a menudo, en la enumeración de los grupos oprimidos —pobres, indios, negros, trabajadores, etc.—- el aña­dido y "mujeres". Este hecho deja ver cómo en la realidad, el lenguaje mas­culino no incluye a la mujer.

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De ordinario no caemos en cuenta de nuestro len­guaje masculino y de su poder de dominación y alie­nación. El tipo de cultura en que hemos nacido y cre­cemos hace que tengamos como "natural" también aquello que ha sido forjado e impuesto. Hombre y mu­jer van construyendo su identidad a partir de una con­cepción androcéntrica del mundo, del ser humano, de Dios y de la Iglesia. Y esto hace muy difícil adoptar una actitud crítica. El androcentrismo cultural es tan sumamente fuerte que parece ridículo levantar sospe­chas o adoptar un lenguaje diferente. Dos hechos pueden servirnos para ilustrar lo dicho.

Gustavo Gutiérrez confiesa que sus amigos se rieron de él al leer la primera frase introductoria de su libro Teología de la liberación, plasmada en estos tér­minos: "Este trabajo intenta una reflexión a partir del evangelio y de las experiencias de hombres y mujeres comprometidos con el proceso de liberación en este subcontinente de opresión y despojo que es América Latina". ¿Por qué había que incluir la palabra "muje­res" si diciendo "hombres" ya se habla de todo el gé­nero humano?63.

¿Y qué decir del empleo de un lenguaje femenino que implicase también a los hombres? María Rodrí­guez León cuenta: "Si algo me llamó la atención cuan­do en el paraninfo de la Universidad Interamericana de Puerto Rico, en 1982 oí por primera vez al brasi­leño Paulo Freiré, fue cuando al hablar de la mujer estaba incluyendo también al hombre. La primera

63. Cf Tamez, Elsa. Teólogos de la liberación hablan sobre la mujer. Op. cit., p 52s; Gutiérrez, Gustavo. Teología de la liberación. Vozes, 1975, p 9.

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reacción del público fue de risa, mas, en realidad no se trataba simplemente de un recurso para hacer reír; al­go más profundo estaba implicado en la expresión"64.

En la teología y en la liturgia, el lenguaje que usamos para referirnos a Dios, al ser humano y al mis­terio de la salvación, refleja nuestra comprensión de tales realidades. Allí reside precisamente la necesidad de revisar el lenguaje teológico, desde la óptica de la mujer, con base en el principio de la igualdad creacio-nal y en la propuesta neotestamentaria de superación y eliminación de todas las discriminaciones. Esto va mu­cho más allá del simple hecho de designar en femenino lo que hasta ahora expresamos en masculino. No basta decir: "Dios Madre" en lugar de "Dios Padre" o "Mujer nueva" en vez de "Hombre nuevo". Lo que se propone es una nueva comprensión de la realidad en cuestión, de tal manera que su expresión lingüística deje de ser discriminatoria.

3.2. La imagen de Dios

El problema de la imagen de Dios es de importan­cia capital en la revisión teológica a partir de la mujer. Este punto ha merecido ya atención por parte de teólo­gas y teólogos feministas y sus estudios proporcionan ya elementos para un debate bastante amplio65.

64. La discriminación de la mujer en la Iglesia católica. En: la Mujer pobre en la historia de la Iglesia Latinoamericana. Op. cit., p 30.

65. Cf Bingemer. María Clara Lucchetti. La Trinidad a partir de la perspectiva de la mujer. Art cit., pp 73-99; Boff, Leonardo. El rostro materno de Dios. Op. cit., pp 73-117; Haughton, Rosemary. ¿Es Dios mas­culino?^: Concilium 163 (1981/3).

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Los caminos de acceso al tema son diversos. El punto de partida radica en la comprobación de que la imagen que poseemos de Dios ha sido plasmada en una cultura androcéntrica, en un mundo antifeminista. Y de allí nace la sospecha: ¿Será realmente así? En realidad, ¿Dios es padre? ¿Qué es lo que pretendemos afirmar cuando decimos que Dios es señor, rey, poderoso, juez? ¿Hasta dónde podemos llegar con nuestra profesión de fe en un Dios liberador? ¿Podríamos pensar y expresar de distinta manera nuestra fe en Dios? ¿Nos autorizará la revelación a releer la imagen de Dios en la óptica de la mujer?

Una de las vías para proceder a la relectura de la imagen de Dios consiste en mostrar que Dios se revela también en el feminismo. Leonardo Boff evoca el prin­cipio teológico que dice: "Toda perfección pura refleja a Dios, tiene su más profunda raíz en Dios y puede ser atribuida a Dios". Y a renglón seguido muestra que masculino y femenino son perfecciones de primer orden y, por ende, son igualmente vehículo de comuni­cación de Dios. ¿Acaso no es precisamente esto lo que quiere comunicarnos Gn 1, 27? ¿No se dice allí que la mujer es "imagen de Dios"?66. Podemos concluir entonces que viendo a la mujer entendemos quién es Dios, percibimos uno de sus rostros.

Si el feminismo histórico puede revelarnos a Dios, hemos de admitir que lo femenino existe en Dios, de la misma manera que en él se da lo masculino junto con todas las demás perfecciones67. Si partimos de la

66. Cf Boff, Leonardo. El rostro materno de Dios p lOls. 67. Cílbid. p94.

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comprensión propia de la cultura en que fue escrita la Biblia y si releemos los textos en la óptica de la mujer, descubrimos que la Escritura emplea imágenes feme­ninas para hablar de Dios, atribuyéndole asimismo características que son consideradas como femeninas. Veamos algunos aspectos más significativos68.

El Antiguo Testamento habla frecuentemente de la misericordia de Dios. El término que emplea para ello es rahamim, que proviene de la raíz rehem y significa "entrañas maternales". El amor misericordioso de Dios se presenta como un amor de madre que protege y salva, consuela y perdona. Yavé sufre dolores de parto por su pueblo (Is 42, 14) y lo consuela como hace la madre con su hijo (Is 66, 13); sus entrañas se conmue­ven y su ternura se desborda por el hijo querido que ha sido arrasado y que ha tenido que derramar muchas lá­grimas (Jr 31, 20); enseña a su hijo a caminar y lo toma en sus brazos (Os 11, 3); en su aflicción, Israel se pre­gunta si Dios se ha olvidado de apiadarse de su pueblo, si se han cerrado sus entrañas y ya no siente compasión de él (Sal 77, 10; Is 63, 15). Y ruega suplicante: "Ven­gan presto a nuestro encuentro tus ternuras, ('raha­mim') pues estamos abatidos del todo" (Sal 79, 8).

También en el Nuevo Testamento, Jesús emplea imágenes femeninas para hablar sobre el amor miseri­cordioso de Dios. El es como una mujer que barre cui­dadosamente su casa buscando la dracma perdida. Y cuando la encuentra llama a sus amigas y vecinas para que se alegren con ella (Le 15, 8-10).

68. Cf sobre todo Bingemer, María Clara Lucchetti. La Trinidad a partir de la perspectiva de la mujer. Art cit., p 79.

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Otro término aplicado a Dios en el Antiguo Testa­mento es ruah, que significa "viento", "espíritu", "soplo vital" y es una expresión femenina. La ruah de Dios está presente en la creación como la gran Madre gene­radora del universo (Gn 1, 2). Es la ruah quien sustenta la vida y renueva la faz de la tierra (Sal 104, 29s). Con su fuerza anima e impulsa a los jueces (Je 3, 10; 11, 29), a los reyes (IS 16, 13) y a los profetas (Ne 9, 30; Is 61, 1; Ez 2, 1; 3, 24; 11, 5). La misma ruah de Dios está sobre el siervo de Yavé (Is 42, 1) y es prometida al Mesías (Is 11, 2). Actúa sobre todo el pueblo (Is 44, 3; 63, 9-14; Ez 36, 26s; J 3, ls) y su presencia es capaz de hacer reverdecer el desierto estéril (Is 32, 15) y de rea­nimar los huesos resecos (Ez 37, 1-14).

También en el Nuevo Testamento se presenta al Espíritu Santo con rasgos femeninos (el término usado "pneuma" es neutro). Como una madre, él nos enseña a exclamar "¡Abba! ¡Padre!" (Rm 8, 15) y viene en auxilio de nuestra debilidad intercediendo por noso­tros y enseñándonos lo que hemos de pedir a Dios (Rm 8, 26s).

El Espíritu Santo fue llamado "Madre de la Igle­sia" y configurado como mujer en la tradición cristiana antigua. Afrahat, uno de los padres siríacos (+345) se expresa así: "Hasta el momento en que toma mujer, el hombre ama y honra a Dios, su Padre, y al Espíritu Santo, su Madre, y no tiene ningún otro amor". Maka-rios, otro padre siríaco, es todavía más explícito: "El Espíritu Santo es nuestra madre porque él, el Paráclito, el consolador, está siempre dispuesto a consolarnos como hace una madre con su hijo, y porque los cre-

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yentes son renacidos del Espíritu y son, por tanto, los hijos de una misteriosa madre, el Espíritu" 69.

Un tercer término femenino usado en la Escritura con referencia a Dios es sabiduría ("Sofía" en griego y "Hochmach" en hebreo). La sabiduría está presente en la creación del mundo y sabe lo que agrada a Dios (Pr 8, 27-31; Sb 9, 9). Es una madre protectora (Si 14, 26s), compañera y guía del pueblo a todo lo largo de su historia (Sb lOss). Salomón se enamora de su her­mosura y quiere tomarla por esposa (Sb 8, 2).

En la tradición cristiana, las imágenes femeninas de Dios se van volviendo cada vez más escasas, hasta desaparecer casi por completo. Quedan apenas algunos testimonios esparcidos aquí y allá. Con todo, estos no dejan de revelar una conciencia latente en medio de una cultura completamente adversa, a la espera del momento oportuno para emerger con toda su fuerza y vitalidad. De entre estos escasos testimo­nios queremos destacar dos: el uno de un padre de la Iglesia y el otro de un concilio.

Clemente de Alejandría, al referirse a la mater­nidad divina de María, se expresa así: "Dios es amor y es por el amor por lo que nosotros lo buscamos. En su inefable majestad él es nuestro Padre, pero en su amor se ha abierto a nosotros y se ha hecho madre nuestra. Efectivamente, en su amor el Padre se hizo mujer y el Hijo que de él brotó es la mejor prueba de ello" 70.

69. Citados por Bingemer, María Clara Lucchetti. Art cit., p 92. 70. PG 9 641-644. Citado por Boff, Leonardo. El rostro materno de

Dios. Op. cit., p 98.

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El XI concilio de Toledo (675) habla también de Dios como una madre que engendra en sus entrañas al Hijo: "...debemos creer que el Hijo no procede de la nada ni de otra substancia, sino que fue engendrado y nacido del seno materno del Padre (del útero del Padre), es decir, de su propia substancia"?i.

Al revelar los rasgos femeninos de Dios hallados en la Biblia, María Clara Lucchetti no oculta su entusias­mo por haber descubierto este camino que abre nuevas posibilidades "de una teología trinitaria a partir de lo femenino". Dice la autora: "Si bien es cierto —y tene­mos que admitirlo— que tanto en la Escritura como en la teología podemos percibir un fuerte predominio del elemento masculino en la caracterización de Dios, no es menos cierto que en la propia Escritura pueden encon­trarse —ciertamente en una escala mucho menor— ras­gos del rostro femenino y maternal de Dios. Estos ves­tigios, notas cortas y dispersas, que lograron milagrosa­mente romper el sólido y monolítico bloqueo patriarcal, son como puntas de un 'iceberg' que dejan sentir, con el solo hecho de aparecer, todo el inmenso y sumergido residuo del que forman parte. Si tan valioso es lo que logró aflorar a la superficie, ¿cuánto no lo será lo que ha quedado en las profundidades?"72.

El descubrimiento de lo femenino en Dios viene a. complementar los descubrimientos actuales del Dios de Jesucristo, un Dios liberador, lleno de compasión y misericordia, defensor invencible de la vida, vuelto preferentemente hacia los débiles, los pequeños y los

71. Citado por Bingemer, María Clara Lucchetti. Art cit.. p 95. 72. IbitL. p 77s.

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indefensos. Son descubrimientos que rompen aquella imagen patriarcal de un Dios Señor, juez y rey, que a todo lo largo de la tradición eclesial ha servido a los intereses de los dominadores, tanto en la Iglesia como en la sociedad. Y al tiempo, valorizan a la mujer como genuina imagen de Dios.

No obstante, esta búsqueda del rostro femenino de Dios, para ser liberadora, ha de estar acompañada de una relectura de lo femenino mismo. La Biblia, tanto como la tradición, no podían hablar de lo femenino en Dios, sino usando las imágenes características de la cultura de cada época. Pero, en la actualidad, no nos podemos detener en tales imágenes, como si en ellas residiera el núcleo de la revelación. El propio des­cubrimiento de un Dios-Madre, lleno de ternura, pa­ciencia y misericordia, podría reforzar el mito de la mujer ideal, dejando entonces de ser liberador.

La búsqueda de lo femenino en Dios tiene que sig­nificar una ayuda para la superación del sexismo androcéntrico y no puede bajo ningún título conver­tirse en una trampa para legitimar cualquier tipo de discriminación. Por ello, no son las imágenes el ele­mento que se ha de acentuar, sino su contenido, lo que dichas imágenes proclaman: el mismo Dios que con­dena la opresión basada en el poder económico, en la condición social y en la raza, eligiendo un pueblo des­preciado y asumiendo la defensa de los pobres, dando a conocer su rostro femenino condena el sexismo que oprime y margina a la mujer.

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3.3. La imagen de Jesucristo

La imagen que poseemos de Jesucristo es doble­mente masculina: por ser hombre y por ser Dios. Visto a partir de su divinidad, él participa de la imagen pa­triarcal de Dios, tejida por el judaismo, pero también por la tradición cristiana. En cuanto hombre, Jesu­cristo ha sido entendido por la tradición en el marco de la óptica antifeminista propia de nuestra cultura, de tal manera que quedaron en la penumbra muchos as­pectos de su auténtica imagen, contenida en los evan­gelios, y su práctica liberadora en relación con la mu­jer no ha sido muy bien percibida.

Los títulos que se han dado a Jesús —rey, sacer­dote, maestro, señor, juez— han contribuido a con­sagrar su imagen patriarcal. Se han subrayado tanto que queda la impresión de que ellos agotan todo cuanto pudiera decirse de él.

No nos es posible negar que el Verbo asumió los rasgos de un hombre y, como tal fue reconocido. Pero tenemos que preguntarnos: ¿Cuál fue su actitud frente al patriarcalismo de su época? Hemos visto ya la prácti­ca liberadora de Jesús en relación con la mujer. Una práctica revolucionaria que no encontró en aquel mo­mento condiciones históricas para producir todas sus consecuencias. Podríamos aún considerar otros aspec­tos. Uno de ellos es el uso que Jesús hace de imágenes femeninas para referirse a sí mismo. Se compara con una gallina que protege a sus pollitos recogiéndolos bajo sus alas. Anselmo de Cantuaria, al referirse a este texto, llama a Jesús Madre: "Y tú, Jesús, buen Señor, ¿no eres acaso mi madre? O no será madre aquél que

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como una gallina reúne sus pollitos bajo sus alas? Real­mente, ¡Señor, tú eres mi madre!"73.

En otras oportunidades Jesús emplea el lenguaje que el Antiguo Testamento atribuía a la Sabiduría: "Venid a mí todos los que estáis cansados... " (Mt 11, 28; cf Si 24, 19(26)); "El que viene a mí nunca más tendrá hambre y el que cree en mí ya no sentirá más sed" (Jn 6, 35;cf Si 24, 19-22(26-30); Pr 9, 5). El Nuevo Testamento reafirma que Jesús es la Sabiduría de Dios (ICo 1, 24-30), el pri­mogénito de todas las creaturas y el artífice de la creación (Col 1, 15-17; cf Pr 8, 22-31), el resplandor de la gloria de Dios y la expresión de su ser (Hb 1, 3; cf Sb 7, 25s).

El hecho de que Jesús haya sido hombre no significa ningún principio de discriminación para la mujer. No obstante, este hecho es invocado por la Iglesia, incluso en nuestros días, como uno de los argumentos para negar a la mujer el acceso al ministerio ordenado. En una re­ciente declaración romana se dice: "Toda la economía sacramental está, de hecho, basada en signos naturales, en símbolos impresos en la sicología humana... La misma semejanza natural se requiere tanto para las per­sonas como para las cosas: cuando se trata de expresar sacramentalmente el papel de Cristo de la eucaristía, no se daría esta 'semejanza natural' que debe existir entre Cristo y su ministro, en el caso de que el papel de Cristo fue desempeñado por una persona o sexo masculino. En tal situación, sería difícil ver en el ministro la imagen de Cristo. Puesto que Cristo fue y sigue siendo una persona de sexo masculino"?"*.

73. PL. 158. 40-41. Citado por Boff, Leonardo. El rosiro materno de Dios. Op. cit., p 99.

74. Declaración sobre la cuestión de la admisión de la mujer en el sacer­docio ministerial. En: Sedoc vol 9 (76-77), fas, 99, col 880.

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Pero lo más importante es descubrir la manera en que Jesús asume, en su propia vida, valores y actitudes que denuncian, contradicen y condenan todas las dis­criminaciones. Los actuales estudios bíblicos y cris-tológicos van haciendo posible el descubrir al Jesu­cristo del reino, de la gracia y de la vida, el Jesucristo liberador de los pobres, el siervo de Yavé herido y hu­millado. Desde esta nueva imagen de Cristo se hace posible entender mejor su propuesta de liberación tam­bién para la mujer.

No es de ninguna manera algo gratuito el que la mujer pobre latinoamericana encuentre dificultades para entender a Jesucristo como el Señor de la gloria, o el gran Rey. Prefiere por eso dar culto al Nazareno o al Jesús crucificado, al Señor de los pasos, al buen Jesús, aquél que es fuerte justamente porque ha experimenta­do el sufrimiento hasta la saciedad y cuyo corazón re­bosa de misericordia y ternura. Una intuición, en efec­to, de que la liberación no es obra de un poder patriar­cal dominador.

3. 4. La imagen de la Iglesia

La práctica eclesial fue elaborando, a lo largo de la historia, una imagen de la Iglesia esencialmente mas­culina. Aún hoy, luego de la eclesiología del Vaticano II, Medellín y Puebla, después de la experiencia vi­viente de las CEBs, lo ordinario es que todavía se piense y se mire a la Iglesia a partir de sus represen­tantes oficiales que son hombres todos. Si a nivel local es ahora posible decir "Iglesia" y tener en mente las

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comunidades, incluido el gran número de mujeres que en ellas participan activamente, resulta muy difícil ha­blar de la Iglesia en sentido universal sin identificarla con el papa, los obispos o la Curia romana.

La concepción de la Iglesia como una sociedad per­fecta ayudó a la formación de esta imagen, por el hecho de estar inspirada en una sociedad marcada por un fuerte androcentrismo y estructurada en forma patriar­cal. La sociedad, a su vez, aprobó y auspició este mo­delo de Iglesia, legitimador de su práctica. Aún hoy, en América Latina interesa a las clases dominantes que la Iglesia conserve su imagen tradicional. Tal imagen es ardorosamente defendida por quienes detentan el poder y consecuentemente reprueban los cambios eclesiales que favorecen a los que han sido discriminados, viendo en las CEBs una traición a la auténtica Iglesia.

El entender a la Iglesia como esposa de Cristo con­tribuyó también a formar una mentalidad antifeminista. Tal imagen tiene su origen en la simbólica nupcial apli­cada en el Antiguo Testamento a la relación de Dios con su pueblo y retomada en el Nuevo, referida a Cristo y a la Iglesia. La caracterización del parejo humano como "esposa" pone en desventaja a la mujer, ya que el parejo divino —Dios y Jesucristo— es invariablemente fiel, mientras la pareja humana —pueblo e Iglesia— es susceptible de infidelidad. Lo anterior refuerza la moral sexista que únicamente censura y condena la infideli­dad de la mujer, reservando para ella en exclusiva la denominación discriminante de "prostituta".

La eclesiología conciliar y posconciliar ha con­tribuido a la superación de la imagen clerical y sexista

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de la Iglesia. En primer lugar, se pone el acento en la Iglesia como pueblo de Dios, formado por hombres y mujeres, adultos, jóvenes y niños, sin distinción. Un pueblo regio y sacerdotal por entero (1P 2, 9), forma­do ante todo por los pobres (ICo 1, 26-29). El bau­tismo, sello de pertenencia al pueblo, confiere a todos los que lo reciben igual dignidad y responsabilidad.

El bautismo nos hace miembros del cuerpo de Cristo: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo" (ICo 12, 13). Si bien en este texto Pablo apenas menciona a "judíos y griegos, esclavos y libres", cuando en Ga 3, 28 se refiere también al bautismo, agrega "hombres y mu­jeres". En su condición de cuerpo de Cristo, la Iglesia se realiza en la diversidad de carismas, servicios y ministe­rios, todos ellos orientados a la misión de la evange-lización. En este cuerpo no cabe la omisión ni margi-nación de ninguno de sus miembros (ICo 12, 14-30).

La Iglesia es asimismo la comunidad del Espíritu, profética y liberadora, fiel a su vocación original y con­tinuamente abierta a los signos de los tiempos. Hom­bres y mujeres son templos vivos de este mismo Espí­ritu (ICo 3, 16) y reciben por igual sus dones y caris-mas como gracia y no en razón de ningún tipo de privi­legio discriminante (ICo 12,4-11).

A pesar de todo, no basta una buena teología para modificar la imagen de la Iglesia. La reflexión teológi­ca puede y debe avanzar en relación con la práctica de la fe, buscando siempre una creciente fidelidad al evangelio. Pero, cuando se trata de cambios que impli­can la conversión de la mentalidad y la modificación

H. Liberación de la mujer

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ilc estructuras, una vez pasado el impulso del momen­to profético, si la práctica continúa como anteriormen­te, la teología tenderá a justificarla. La práctica misma puede ejercer sobre la teología una función domesti-cadora.

Sentimos que el momento profético del Vaticano II y del posconcilio, en cuanto tiene que ver con la Igle­sia, va perdiendo gradualmente su vigor. Y los cambios prácticos en cuanto se refiere a la mujer se han quedado mucho más acá de la nueva conciencia eclesial que fue surgiendo en aquel momento. Por lo cual sería de espe­rarse que el creciente despertar de las mujeres sea senti­do como un nuevo grito profético, capaz de llevar a la Iglesia a los cambios que parecen urgentes.

3.5. La figura de Marta

La figura de María ayudó en un doble sentido a mantener la opresión de la mujer. Por una parte, se exaltó en María todo un elenco de virtudes considera­das como esencialmente femeninas —la humildad, la modestia, la sumisión, el silencio, la aceptación pasi­va— desvalorizándola como persona y legitimando la opresión de la mujer. Por otra parte, María fue de tal manera exaltada e idealizada que se volvió ahistórica e inalcanzable^.

La figura de María se fue construyendo a lo largo de la historia, desbordando sus fundamentos bíblicos, causando perjuicios a toda la comunidad cristiana, en

75. Cf Moreira, Vilma. La mujer en la teología. Art cil., p 155.

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especial a la mujer. Un ejemplo de lo sucedido a María lo tenemos en lo que se hizo con la imagen de Nuestra Señora de Aparecida. El rico manto con que se la cubrió escondió en gran parte, la imagen original, negra y pobre, como tantas "Zidas" (Aparecidas) de nuestro pueblo. Lo mismo ocurrió en la historia con la propia María. "Glorificada por el pueblo y por la Iglesia como madre de Dios, se la revistió de un manto de gloria. ¡Un regalo de la fe del pueblo! Pero el dicho manto de glo­ria acabó por esconder en muy buena medida el gran parecido que ella tiene con nosotros. Hizo de ella una persona diferente y la gente prácticamente se olvidó de que ella fue y sigue siendo una pobre y sencilla niña del pueblo" 76.

La mariología actual ha dado significativos pasos en el sentido de "liberar" a María de los numerosos "mantos" que fueron encubriendo y hasta desvirtuando su imagen real, para hacerla emerger en todo su valor de mujer, y liberar a todas las imágenes de María que desvalorizan a las mujeres y legitiman su opresión.

La fuente privilegiada de la mariología es la Escri­tura. No es mucho ciertamente lo que la Biblia dice de María, pero es allí donde debemos buscar su auténtico perfil.

En América Latina, la óptica de esta nueva Mario­logía es la de la mujer pobre que va despertando de su condición marginal y va buscando caminos de libera­ción. Si se mira a María en esta óptica se descubre toda su grandeza.

76. Mesters, Carlos. María, la Madre de Jesús. Petrópolis: Vozes, 1979, p 19.

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Anteriormente se nos presentaba a María como la Virgen del fíat, aquella que siempre dice "sí". Hoy por hoy se pone el más fuerte acento sobre la mujer del "Magníficat", profética y liberadora77. María Clara L. Bingemer llama particularmente la atención sobre este cambio, titulando así un artículo sobre el Magníficat: "María —la que supo decir no". Y expli­ca: "El título de este artículo puede sorprenderé inclu­so molestar a un buen número de personas. Presentar a María —la dulce y delicada virgen de Nazaret, la hu­milde esclava del Señor— como alguien que realiza actos de rebeldía y dice no, suena quizás como algo insólito y paradójico. ¿Acaso María no ha sido presen­tada siempre por la piedad y por las catequesis tradi­cionales precisamente como aquella que siempre dice SI? ¿La Virgen del fíat, la Señora del amén, acaso no fue presentada siempre a los cristianos en general —y a las mujeres en particular— como modelo de la obe­diencia y de la perfecta concordia?"78.

María, la esclava del Señor, es aquella mujer que asume en su vida el proyecto liberador de Dios y se le­vanta proféticamente para decir ' W a todo lo que con­traría este plan. Desde esta perspectiva, su fíat es releí­do y gana dimensiones de un compromiso activo. Va entonces surgiendo una nueva figura de María, muy di-

77. Cf Boff. Leonardo. El rostro materno de Dios. Op. cit.. pp 196-211: Gebara, Ivone y Bingemer, María Clara L. María, Madre de Jesús y Madre de los Pobres. Petrópolis: Vozes. 1987, pp 189-197; Moreira, Vilnia. La mujer en la teología. Art cit.. 158-160; Caresia, Ilario. María, mujer profética. En: Convergencia 192 (mayo 1986), pp 211-224.

78. En; Gran Señal 4 (mayo 1986), p 245.

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ferente de la consagrada por la tradición de los últimos siglos. No se exalta tanto a la Madre de Dios, la siem­pre Virgen, la Inmaculada o la Señora de la gloria. Sin negar de ningún modo estas verdades, se descubre y canta a María de la liberación, la compañera de lucha, la madre del pueblo oprimido, la María de nuestro sue­lo, aquella mujer que recorre con nosotros los caminos de la vida79.

Los evangelios nos dicen que María es pobre, una mujer del pueblo (Le 2, 7. 22-24), de la despreciada ciudad de Nazaret (Le 1, 27; Jn 1, 46). Su cántico (Le 1, 46-55) nos revela que María forma parte de los "anawim", los pobres de Yavé, que buscan al Señor y su justicia (So 2, 3; 3, 11-13). Es mujer de fe, que es­cucha, reflexiona y decide, aún sin comprender todo lo que sucede o lo que se le revela (Le 1, 45; 1, 29; 2, 50). Atenta a Dios y atenta a los clamores del pueblo, lleva a cabo en su vida la fidelidad del profeta. Reconoce el conflicto histórico y adopta una posición definida ante el mismo, en favor de los destituidos del poder. Es mu­jer fuerte, no porque domine o subyugue, sino porque vive en comunión con la pasión de su pueblo y de su hijo, ofreciendo resistencia a las fuerzas opresoras. Sin dejar de ser madre, es ante todo discípula, mujer dili­gente y activa a quien se elogia por saber oír la Palabra y ponerla en obra (Le II, 28).

Mirándola a partir de este cántico, María se sitúa en la línea de las grandes mujeres del Antiguo Testa­mento que participan activamente en el caminar de su

79. Cf Cavalcanti, Tereza María. El culto a María - tradición y reno­vación. En: Gran señal 4 (mayo 1986), p 274.

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pueblo y celebran en sus himnos y oraciones el po­der liberador de Dios. Es el caso de María (Ex 15, 20-21), Débora (Je 5), Ana (1S 2, 1-10) y Judit (Jdt 13, 17-18).

En esta forma María se va convirtiendo en una fuerza de liberación para la mujer. Pablo VI, en la Ma-rialis cultus dice que la mujer contemporánea puede encontrar en María un modelo que responde a sus anhe­los. Esta mujer "contemplará con íntima alegría a la Virgen Santísima quien, elegida para el diálogo con Dios, da su consentimiento activo y responsable (LG 56)...; ha de descubrir que la elección del estado virgi­nal por parte de María, que en el designio de Dios la disponía para el misterio de la encarnación, no fue en forma alguna un cerrarse a cualesquiera de los valores del estado matrimonial, sino todo lo contrario, una op­ción valiente, hecha para consagrarse por entero al amor de Dios. Comprobará, con gran sorpresa, que Ma­ría de Nazaret, a pesar de abandonarse por completo a la voluntad del Señor, lejos de ser una mujer pasiva­mente sumisa o poseída de una religión alienante, fue una mujer que no vaciló en afirmar que Dios es venga­dor de los humildes y de los oprimidos y que derriba de sus tronos a los poderosos del mundo (cf Le 1, 51-53); y reconocerá en María a la 'primera entre los humildes y los pobres del Señor' (LG 55), una mujer fuerte que conoció de cerca la pobreza y el sufrimiento, la huida y el destierro (cf Mt 2, 13-23)...; y no podrá parecerle María como una celosa madre volcada egoístamente hacia su propio Hijo divino, sino como aquella mujer que con su acción, favoreció la fe de la comunidad a-postólica en Cristo (cf Jn 2, 1-12) y cuya función ma-

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ternal se dilató, llegando a asumir en el Calvario di­mensiones universales" 80.

La relectura de la imagen tradicional de María po­see una gran importancia para el diálogo ecuménico. La teología feminista es ecuménica y el feminismo en la Iglesia de América Latina, adoptó desde sus comienzos esta característica. Y es precisamente en el compromiso común con la liberación de las mujeres y de todos los pobres donde el diálogo ecuménico se va haciendo rea­lidad también en lo que respecta a la figura de María.

3. 6. La liturgia

El problema de la mujer en la liturgia puede verse bajo un doble aspecto: su presencia y participación en las acciones litúrgicas de la Iglesia, como sujeto activo, y su presencia en los propios textos de las celebraciones (leccionarios, oraciones, himnos, etc.).

En el primer aspecto, es indiscutible la presencia activa de la mujer, particularmente en las CEBs. La mujer ha contribuido de manera muy especial en pro­piciar que las celebraciones sean una expresión de la fe y de la vida concreta del pueblo. Las religiosas ocupan un lugar destacado en este ministerio. Es muy común el juicio popular de que las celebraciones presididas por las hermanas —"la misa de la hermana"— son más vivas y animadas que las presididas por el sacerdote.

El Concilio dice que la liturgia es el punto cumbre de la acción de la Iglesia (SC 10), la acción sagrada más

80. El culto a la Virgen María. Doc. Pontificios n 186. Petrópolis: Vozes, 1974, n 37.

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excelente y eficaz que ella puede llevar a cabo (SC 7). En el curso de la historia, la liturgia se fue convirtiendo en expresión privilegiada del poder clerical y patriarcal en la Iglesia. Son innegables, ciertamente, y no se pueden ignorar los pasos dados, en las últimas dé­cadas, en el sentido de favorecer una participación acti­va y responsable de la mujer, junto con los demás lai­cos, en las acciones litúrgicas de la Iglesia. Con todo, tenemos que reconocer que tal participación es todavía bastante limitada. El titular del espacio litúrgico sigue siendo el ministro ordenado, que pertenece exclusiva­mente al sexo masculino. En la mayoría de los casos, actúa con criterio de suplencia, no pudiendo presidir las funciones litúrgicas con pleno derecho, en su calidad de cristiana y de miembro vivo de la Iglesia. No obstante que el ministerio de la palabra se abrió a los laicos, hombres y mujeres (Can 760) el ministerio permanente del lector sigue estando reservado a los laicos hombres (Can 230). A pesar de todo, no basta con que la mujer participe activamente en la liturgia. Es muy importante verificar si los textos litúrgicos promueven o dificultan su liberación. No nos es posible aquí ofrecer resultados concretos de análisis de esta índole. Simplemente planteamos algunas cuestiones que podrían despertar el interés por el problema y estimular nuevas investiga­ciones en este campo.

Una primera comprobación que no exige investi­gación alguna es el uso exclusivo del lenguaje masculi­no en la liturgia. Vale aquí lo ya dicho antes sobre el lenguaje androcéntrico cuando se hace referencia a Dios y a la realidad de la salvación. Y esto no consti­tuye algo periférico o accidental, sino "un acto de do-

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minación", que se hace tanto más grave al verse legiti­mado por lo divino. "Mientras que el lenguaje andro­céntrico y las estructuras intelectuales hacen de la do­minación patriarcal algo evidente, que pertenece a la esfera del 'sentir común', el lenguaje masculino referi­do a Dios en la liturgia y en la teología proclama una tal dominación como si fuera 'ordenada por Dios'"81.

Una clara conciencia de la necesidad de revisar el androcentrismo del lenguaje litúrgico quedó reciente­mente puesta de manifiesto (1982) por el Episcopado de Nueva Zelandia, el que dirigió una solicitud —res­pondida afirmativamente— a la Congregación romana, pidiendo autorización para suprimir la palabra "hom­bres" en la oración eucarística, en el momento aquel en donde se dice: "... la sangre que ha de ser derramada por vosotros y por todos los hombres...". Desde luego, no basta suprimir o añadir palabras, pero una actitud como ésta puede significar el comienzo de una transfor­mación que deberá ir mucho más lejos.

Con relación al leccionario, sería interesante ob­servar, por ejemplo, si las mujeres aparecen en los tex­tos seleccionados para los domingos y fiestas, y el uso que se da a dichos pasajes. Por la relación que se da entre las lecturas y con el salmo responsorial puede descubrirse lo que en ellos se enfatiza y lo que se juz­ga como secundario. Un caso típico es la relación que ordinariamente se establece entre el relato de la crea­ción de Gn 2, el Salmo 128 (127) y Me 10, 1-16. El énfasis, indudablemente está en el matrimonio. La

81. Fiorenza, E. S. Rompiendo el silencio: la mujer se hace visible en: Concilium 202 (1985/6), p 20s.

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creación de la mujer está orientada hacia el hogar, en calidad de esposa y madre82.

En la Biblia hay textos que desprecian a la mujer o que reflejan más claramente la dominación a que está sujeta. ¿Se presentan tales textos en la liturgia? ¿Cómo se manejan ios textos que aún siendo favorables a la mujer, fueron distorsionadamente interpretados, como por ejemplo, el episodio de Marta y María? ¿Qué es lo que en ellos se subraya? ¿Los textos del Antiguo Tes­tamento que tienen una gran importancia para la libe­ración de la mujer, como los que se refieren a Débora, María, Judit y el cántico de Ana son seleccionados para las lecturas dominicales? ¿En lo tocante con el Nuevo Testamento, la aparición de Jesús resucitado a las mu­jeres, que ocupa un puesto capital en los evangelios, viene indicada para los domingos de pascua o aparece únicamente en semana? Al mirar detenidamente dónde comienza y dónde termina la lectura, o, por otro lado cómo se proponen los cortes para la lectura más breve, podremos descubrir mejor si la referencia a la mujer que aparece en dicho texto se tiene como central o peri­férica.

En lo relativo a las oraciones, fuera del empleo de un lenguaje y de una simbólogía masculina, podemos también tratar de observar cuál es la imagen de mujer que dejan traslucir. Un buen ejemplo de esto serían las oraciones de bendición. Janet Walton examinó el rito de bendición de una abadesa o de una madre, estable­ciendo la comparación con el rito de bendición de un abad o de un padre. Y señala así las diferencias: "... la

82. Cf 279 domingo del tiempo ordinario año B.

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abadesa, al igual que el abad, recibe en primer término una instrucción. Se la amonesta a la obediencia a la Iglesia y al papa, a la enseñanza de sus hermanas por su continua dedicación a la vida monástica y por el buen ejemplo. Pero, al contrario de lo que acontece con el abad, nadie le pide que haga las veces de Cristo, que guíe a los demás en el camino del espíritu, que enseñe la sana doctrina, que tenga solicitud por el bien espiri­tual de las personas confiadas a sus cuidados, que sea un buen administrador de los bienes, un buen pastor, o que ore sin cesar por el pueblo de Dios". Al final de la bendición se suplica que Dios "fortalezca" al nuevo abad y que "ampare" a la nueva abadesa83.

En la oración de bendición para una mamá y un papá, se percibe igualmente que a la mujer se la consi­dera más débil y que su misión está en el hogar. Se pide a Dios que la mire con "ternura", que la "conforte" y le dé "alegría". En tanto que la imagen del papá es bien distinta. Se pide que el Señor haga más profundo su amor por la familia a fin de que pueda "guiar" a los hijos en el seguimiento de Cristo, por medio del "traba­jo", el ejemplo y la "oración"84. Si pensamos específi­camente en la mujer pobre, podríamos incluso pregun­tar si las oraciones litúrgicas expresan su alabanza, su ofrenda y su plegaria a Dios. En la mayoría de los ca­sos, tenemos que reconocer que la liturgia emplea un lenguaje muy distante de la vida cotidiana y poco inteli­gible para los pobres. Un ejemplo concreto lo encon-

83. Bendición eclesiástica y feminista: las mujeres como objetos y sujetos del poder de bendición. En: Concilium 198 (1985/2), p 75.

84. Ibid., p 76s.

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creación de la mujer está orientada hacia el hogar, en calidad de esposa y madre82.

En la Biblia hay textos que desprecian a la mujer o que reflejan más claramente la dominación a que está sujeta. ¿Se presentan tales textos en la liturgia? ¿Cómo se manejan los textos que aún siendo favorables a la mujer, fueron distorsionadamente interpretados, como por ejemplo, el episodio de Marta y María? ¿Qué es lo que en ellos se subraya? ¿Los textos del Antiguo Tes­tamento que tienen una gran importancia para la libe­ración de la mujer, como los que se refieren a Débora, María, Judit y el cántico de Ana son seleccionados para las lecturas dominicales? ¿En lo tocante con el Nuevo Testamento, la aparición de Jesús resucitado a las mu­jeres, que ocupa un puesto capital en los evangelios, viene indicada para los domingos de pascua o aparece únicamente en semana? Al mirar detenidamente dónde comienza y dónde termina la lectura, o, por otro lado cómo se proponen los cortes para la lectura más breve, podremos descubrir mejor si la referencia a la mujer que aparece en dicho texto se tiene como central o peri­férica.

En lo relativo a las oraciones, fuera del empleo de un lenguaje y de una simbóiogía masculina, podemos también tratar de observar cuál es la imagen de mujer que dejan traslucir. Un buen ejemplo de esto serían las oraciones de bendición. Janet Walton examinó el rito de bendición de una abadesa o de una madre, estable­ciendo la comparación con el rito de bendición de un abad o de un padre. Y señala así las diferencias: "... la

82. Cf 279 domingo del tiempo ordinario año B.

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abadesa, al igual que el abad, recibe en primer término una instrucción. Se la amonesta a la obediencia a la Iglesia y al papa, a la enseñanza de sus hermanas por su continua dedicación a la vida monástica y por el buen ejemplo. Pero, al contrario de lo que acontece con el abad, nadie le pide que haga las veces de Cristo, que guíe a los demás en el camino del espíritu, que enseñe la sana doctrina, que tenga solicitud por el bien espiri­tual de las personas confiadas a sus cuidados, que sea un buen administrador de los bienes, un buen pastor, o que ore sin cesar por el pueblo de Dios". Al final de la bendición se suplica que Dios "fortalezca" al nuevo abad y que "ampare" a la nueva abadesa83.

En la oración de bendición para una mamá y un papá, se percibe igualmente que a la mujer se la consi­dera más débil y que su misión está en el hogar. Se pide a Dios que la mire con "ternura", que la "conforte" y le dé "alegría". En tanto que la imagen del papá es bien distinta. Se pide que el Señor haga más profundo su amor por la familia a fin de que pueda "guiar" a los hijos en el seguimiento de Cristo, por medio del "traba­jo", el ejemplo y la "oración"84. Si pensamos específi­camente en la mujer pobre, podríamos incluso pregun­tar si las oraciones litúrgicas expresan su alabanza, su ofrenda y su plegaria a Dios. En la mayoría de los ca­sos, tenemos que reconocer que la liturgia emplea un lenguaje muy distante de la vida cotidiana y poco inteli­gible para los pobres. Un ejemplo concreto lo encon-

83. Bendición eclesiástica y feminista: las mujeres como objetos y sujetos del poder de bendición. En: Concilium 198 (1985/2), p 75.

84. Ibid., p 76s.

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tramos en la Liturgia de las horas. A pesar de todo lo que se ha animado a que sea la oración del pueblo de Dios y no únicamente de unos pocos iniciados, hay una gran dificultad para que pueda ser empleada por los pobres, tanto como por las religiosas provenientes de medios populares. Esta dificultad no se refiere princi­palmente a los Salmos —bastante usados hoy por el pueblo-, sino a todo el conjunto de himnos, antífonas, lecturas, preces, responsorios y oraciones. Su lenguaje y su contenido no reflejan ni expresan la vida de un pueblo que clama por justicia e igualdad, que busca, a la luz de la Escritura, caminos de liberación y que cele­bra comunitariamente su caminar de fe, su esperanza, sus luchas y sufrimientos.

La conquista de un mayor espacio en las celebra­ciones litúrgicas y la revisión de los textos que se em­plean en dichas celebraciones son fundamentales para la liberación de la mujer, dada la importancia de la li­turgia en la vida de la Iglesia. Sólo en esta forma la liturgia podrá ser, también para la mujer, la expresión privilegiada de la fe y la fuente de donde brota toda la fuerza para su vida cristiana (SC 10).

4. Una comunidad de iguales y servidores

La Iglesia se define como la comunidad de los seguidores de Jesucristo. En esta comunidad sólo hay hermanos. En ella no hay más padres, fuera del Padre que está en los cielos y no hay otros maestros fuera del único, Jesucristo. Entre los hermanos, ninguno es mayor y ninguno puede adoptar el aire de quien recla-

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ma ser servido, pues todos son servidores, a ejemplo del propio Jesús. Las diferencias provenientes de fun­ciones o ministerios no pueden convertirse en pretex­tos de discriminación. Antes y por encima de cualquier diferencia está el bautismo, que confiere a todos igual dignidad y responsabilidad en la misión de evangelizar.

El camino de la liberación de la mujer tiene que significar una contribución para la Iglesia, a fin de que supere las discriminaciones que todavía subsisten en su seno, en pro de una comunidad de hermanos y servidores.

4.1. La Iglesia como signo del reino e instrumento de liberación

La encarnación del mensaje evangélico en el seno de la comunidad eclesial es una exigencia indiscutible. La Iglesia tiene que ser un signo vivo del reino que anuncia. Como instrumento de liberación ella misma está llamada a hacerse camino, a romper con todo aque­llo que signifique o represente opresión y antirreino.

En el caso particular de la mujer, por más que la Iglesia "se enorgullezca" de haber proclamado su dig­nidad y de "haber hecho brillar a lo largo de los siglos, en la diversidad de caracteres, su igualdad fundamen­tal con el hombre"85, sabemos positivamente que su práctica sigue siendo discriminatoria. Su afirmación

85. Cf Pablo VI. Mensaje a las mujeres. Concilio Vaticano II, vol II. Petrópolis: Vozes, 1986. p 511.

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de la igual dignidad, responsabilidad y derechos para todos los miembros de la Iglesia no ha adquirido cate­gorías jurídicas ni se ha plasmado en estructuras equi­valentes.

El Sínodo de 1971 quiso dar un paso adelante y sacar las consecuencias prácticas de la afirmación de Gaudium et spes, de que toda y cualquier discrimi­nación es contraria al plan de Dios (29). Con tal inten­ción propuso un texto que reza: "Insistimos igual­mente en que las mujeres tengan una parte de respon­sabilidad y participación iguales a las de los hombres en la vida social y en la Iglesia". Pero los padres sino­dales no tuvieron el coraje suficiente, y el texto apro­bado quedó redactado así: "Insistimos igualmente en que las mujeres tengan su parte de responsabilidad y participación en la vida comunitaria de la sociedad y también de la Iglesia" 86.

La Iglesia de América Latina ha venido asumien­do cada vez más su papel de instrumento de liberación de los oprimidos. En la medida en que se produce es­to, se convierte en blanco de los cuestionamientos de los mismos oprimidos, quienes quieren ver concreti-zado, dentro de la Iglesia su anuncio liberador. En esta forma, los pobres preguntan por la pobreza de la Igle­sia y exigen que se despoje y renuncie al poder domi­nador; los negros cuestionan las diversas formas de racismo vigentes en la comunidad eclesial; los indios piden a la Iglesia que reflexione sobre el significado de aquello de "hablar el lenguaje de todos los pue-

86. Citado por Agudelo. María. El compromiso de la Iglesia en la emancipación de la mujer. En: Concilium 154 (1980/4), p 125.

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blos". Por su parte, las mujeres también quieren ver confirmado, en la práctica eclesial el mensaje de libe­ración que la misma Iglesia les presenta. Así es como la Iglesia evangeliza y es evangelizada.

4. 2. Clericalización de la Iglesia y exclusión de la mujer: un mismo proceso

La Iglesia primitiva logró poner en práctica, en buena parte, el mensaje liberador de Jesús relacionado con la mujer. No obstante, todo el peso de la tradición judía y de la cultura greco-romana, la mujer tomaba parte activa en la comunidad eclesial y en la obra de la evangelización, ejerciendo ministerios oficialmente re­conocidos, como vimos antes.

Todavía en el siglo II se tiene noticia de mujeres diaconisas (en Oriente hasta el siglo IV). Desde enton­ces, junto con la cristalización del ministerio pastoral en la triple jerarquía, desaparece la mujer de los cua­dros oficiales de la Iglesia. Siguiendo el ejemplo del poder civil, la Iglesia se encierra en el clero constituido exclusivamente por hombres. Las dos clases de la Igle­sia —clero y laicos (fieles)— se van diferenciando cada vez más nítidamente y con sus papeles propios bien de­finidos. En 1906, Pío X nos recuerda la tradición secu­lar: "La Iglesia es, en su esencia, una sociedad desi­gual, o sea, comprende dos categorías de personas, los pastores y el rebaño, quienes ocupan un cargo en los diversos niveles jerárquicos y la muchedumbre de los fieles. Y dichas categorías son tan diferentes entre sí que únicamente en el cuerpo pastoral residen el derecho

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y la autoridad necesarios para promover y dirigir a to­dos los miembros hacia el cumplimiento de su fin social. En lo referente a la muchedumbre, no posee otro derecho distinto de dejarse conducir y, como un dócil rebaño, seguir a sus pastores" 87.

Este modelo de Iglesia es patriarcal y sexista. El cle­ro hace las veces del padre de familia, por lo que sus miembros reciben el nombre de "padres". Junto con la paternidad espiritual, reivindicada por Pablo (ICo 4, 14s; Ga 4, 19; lTs 2, 11; Flm 10) asumen también el poder, alejándose así de la propuesta evangélica de un servicio fraterno sin "padres", "maestros" ni "guías" (Mt 23, 8-11; Le 22, 25-27). Los fieles, por su condi­ción de "hijos" deben obediencia a sus "padres". Lo mismo que en la familia patriarcal, únicamente a los hi­jos hombres se les reconoce el derecho de participar del poder de decidir y gobernar —cuando fueren escogidos y ordenados para hacerlo. La mujer tendrá que quedar para siempre entre los fieles. A pesar de todos los argu­mentos invocados para justificar esta situación, pre­valece sin duda alguna la influencia de viva de una cul­tura fuertemente discriminatoria que la Iglesia no fue capaz de exorcizar con el mensaje evangélico.

4. 3. La ordenación de la mujer en una comunidad ministerial

Si bien en América Latina, la reivindicación del acceso al ministerio ordenado no constituye una bande-

87. Encíclica Vehementer.

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ra de lucha tal como se da en países de Europa y Esta­dos Unidos, tampoco puede negarse que la ordenación de mujeres aparece como el "nudo gordiano" de la re­sistencia institucional a la participación activa y respon­sable de la mujer en la Iglesia88. En efecto, a lo que se aspira es a algo mucho más que la ordenación, pero con todo es necesario que también este aspecto sea discuti­do con la libertad de quien se deja guiar por el Espíritu. Mas esto aún no se da. La comisión mixta, creada en 1973 con el objeto de estudiar "la misión de la mujer en la Iglesia y en la sociedad" no fue autorizada a plantear la cuestión en el Sínodo de 1974. Un memorando de la Santa Sede, remitido a la comisión, fijó claramente los límites del estudio: "Desde el comienzo de la investiga­ción, se ha de excluir la posibilidad de la sagrada orde­nación para la mujer"89.

Aun reconociendo la necesidad de un serio debate sobre el asunto y refutando todos los argumentos clási­cos que fundamentan la exclusión de la mujer del mi­nisterio ordenado90, se pregunta por la oportunidad y la conveniencia de que la mujer asuma este ministerio en la forma en que se presenta hoy en la Iglesia. La mayo­ría de las feministas latinoamericanas tienen claridad sobre el hecho de que éste no es el mejor camino. En los Estados Unidos actualmente se tiene también con­ciencia de que la ordenación de la mujer se sitúa en un contexto más amplio, como una parte dentro de un con­junto de cambios que alcanzan a la Iglesia en profundi-

88. Cf Agudelo, María. Art cil., p 127.

89. Citado por Boff, Leonardo. Eclesíogénesis. Op. cit., p 85.

90. Cflbid.pp 88-97.

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dad. Las feministas norteamericanas manifiestan que han llegado a la conclusión "de que 'la cuestión de la mujer' que se plantea a la Iglesia no se reduce al pro­blema de ordenar mujeres, sino que es algo que deman­da y supone todo un cambio de modelo intelectual, el que exige un paso de una cosmovisión y una teología androcéntricas a una concepción feminista del mundo, de la vida humana y de la religión cristiana"9i.

Sin embargo, hay un hecho que no podemos igno­rar, minimizar o escamotear. La ordenación es el ele­mento que determina el "hasta dónde" para la mujer en la Iglesia. Cada vez que nos referimos a la partici­pación de la mujer en la comunidad eclesial, termina­mos remachando en la cuestión del ministerio ordena­do, exclusivamente masculino.

En este punto, podemos concluir que el camino consiste en romper esta barrera, o podremos desviar la atención hacia un problema eclesial más amplio: la or­denación no sólo marca el límite para la mujer, sino que funciona como una línea divisoria que distingue en la Iglesia clero y laicado, reservando al clero el poder de decisión y juicio, la presidencia litúrgica y la res­ponsabilidad efectiva en la misión. La pregunta que surge entonces no se sitúa en la línea de la legitimidad del ministerio ordenado, sino en su comprensión y en el monopolio de funciones que se le atribuyen. Y aparece en tal situación la necesidad de una revisión eclesioló-gica que redimensione el ministerio ordenado, de tal manera que toda la comunidad eclesial recupere y rea­suma su misión.

91. Fiorenza, E. S. Rompiendo el silencio: la mujer se hace visible. Arl cit., p 15.

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La eclesiología del Vaticano II nos brinda el punto de partida: la teología bautismal, la pertenencia integral y plena de todo cristiano al pueblo de Dios. Tomar en serio la teología del bautismo implica simultáneamente superar la antigua "jerarcología", lo mismo que la nue­va teología del laicado y del ministerio ordenado. En la primera, únicamente se enfatizaba uno de los dos polos de la división existente en la Iglesia; en la segunda, am­bos polos se ponen de relieve, pero subsiste la división al igual que el monopolio de las principales funciones por parte del clero.

En la teología del bautismo o de la vida cristiana, y en una eclesiología de comunión y servicio es donde se encontrarán los caminos de liberación y de plena parti­cipación de la mujer en la comunidad eclesial. Los mi­nisterios —los ordenados y los que no lo son— no mar­can aquí líneas divisorias, sino que son simplementente expresiones diferentes de la única diaconía eclesial y factores de comunión.

Las CEBs no se expresan en términos de clero y laicos, y la práctica que en ellas se vive supera en buena medida, tal diferencia. En ella se resalta la comunidad ministerial y el sacerdote es uno de sus miembros. Con todo, en ¡a realidad el problema subsiste en un doble nivel: en la apertura a la gran comunidad eclesial y en las propias CEBs. En la primera situación, la Iglesia clerical es quien da su reconocimiento a las CEBs como Iglesia y realiza la articulación-comunión con la Iglesia particular y con la Iglesia universal. En el segundo ni­vel, el problema clerical es todavía más serio en las CEBs que en cualquier otro tipo de comunidad. Pre­cisamente por la ausencia del sacerdote las CEBs que-

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dan privadas de la eucaristía por mucho tiempo. Este hecho es visto como algo "normal" por las comuni­dades, pero no por ello deja de ser grave y de constituir un problema para toda la Iglesia.

En la mayoría de los casos, tampoco las CEBs se plantean aún la cuestión específica de la mujer en la Iglesia y en la sociedad. La mujer participa allí en la vida eclesial, en la acción evangelizadora y en los mo­vimientos populares lo mismo que sus hermanos y compañeros hombres. Su lucha por la vida y su parti­cipación en las luchas liberadoras se dan codo a codo con sus compañeros. Pero es de mayor importancia que se dé una toma de conciencia de la opresión específica de la mujer. La mujer pobre tiene que plantearse el desafío de participar en la construcción de una sociedad y una Iglesia, en las que queden abolidas y erradicadas todas las discriminaciones, incluidas las que se basan en el sexo.

4. 4. La mujer y la teología

La participación de la mujer en la reflexión teológi­ca, tanto a nivel académico como popular, ha ganado aprecio y valor en los años recientes en América Latina. Pero este despertar es todavía tímido, si tene­mos presentes la enorme tarea que hay por delante. Es preciso hacer frente a la mentalidad común en la Iglesia de que la teología está reservada a los sacerdotes y que sólo a ellos compete la tarea de la enseñanza, la re­flexión y la elaboración de los datos de la fe. Para la mujer, está abierto el amplio campo de la pastoral, del trabajo directo en las comunidades y en las instancias

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intermediarias de planeación y organización. Esta men­talidad es de ordinario compartida por las propias muje­res. A menudo se encuentran pastoralistas que tienen dificultades para comprender el trabajo de teólogas, tra­bajo que juzgan innecesario o teórico, alegando que la transformación es práctica y vivencial. En realidad, no basta con asumir el ministerio de la teología. Es preciso que ello se haga desde el compromiso liberador y desde la óptica de la mujer. Sin embargo, no se puede plan­tear la alternativa: "O teología o pastoral", ya que si no está ordenada, orientada y vinculada a la praxis, la teo­logía sería estéril, pero a su vez, sin desenmascarar la legitimación que la teología androcéntrica concede a la práctica pastoral sexista, y sin poner presupuestos libe­radores, la práctica pastoral tenderá a mantener la si­tuación de hecho.

El objetivo a que se apunta es la construcción de una teología desde la perspectiva feminista, que haga consciente el androcentrismo de la Biblia y la tradición y presente los contenidos de la fe de manera tal que aparezca nítidamente el mensaje liberador de la palabra de Dios, para hombres y mujeres, con predilección para los pobres. En esta misma teología de la liberación es donde se va a poner de presente la opresión de la mujer. La experiencia de una teología feminista en América Latina es todavía limitada, pero se pueden ya delinear algunos rasgos de su fisonomía. Ivone Gebara men­ciona tres:

— El punto de partida nace de la vida, de la expe­riencia. Se rechaza el lenguaje abstracto y se pretende descubrir la realidad viva que se esconde tras los an­tiguos conceptos.

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— Se busca una fidelidad creativa a la tradición. El pasado ciertamente sirve como luz para iluminar el pre­sente, pero no se puede repetir, puesto que el presente es nuevo y la fe se vive en este hoy de la existencia.

— Se percibe una visión más unitaria de la vida, como el lugar de la opresión y de la liberación, de la gracia y de la desgracia. Una visión que admite lo dife­rente, y por ellos mismo, rehuye las certezas dogmáti­cas y excluyentes92.

La teología de la liberación tiene el gran mérito de haber redescubierto el discurso teológico como una re­flexión sobre la praxis de la fe. La presencia de la mu­jer ha venido ayudando a llevar al nivel de la reflexión teológica la experiencia comunitaria de la fe. La teóloga se vuelve una persona que recoge y ordena las múl­tiples experiencias reunidas en el diario vivir de la co­munidad. "Es un 'modo nuevo' de expresar algo, luego de que ha sido oído, vivido y sentido muchas veces y de diferentes maneras, en tal forma que las personas pue­dan reconocer al escuchar su explicación y se sientan invitadas a reflexionar con mayor profundidad las pre­guntas que la vida les propone. Son sus propios proble­mas los que se reflexionan, se discuten o se esclarecen, de tal manera que la reflexión propuesta compromete más, toca más profundamente las preguntas y dudas que se presentan en la vida de miles de personas"93.

92. Cf La mujer hace teología: un ensayo para la reflexión. En: «£B/46 (1986), pp 11-13.

93. Ibid., p 12.

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Capítulo III

feminismo y misión profética de la vida religiosa

En los últimos años se ha hablado muchísimo sobre el profetismo de la vida religiosa. Esta carac­terística, esencial para el proyecto religioso, ha ganado fuerza en América Latina con el descubrimiento de la gran opresión que sufren las mayorías pobres de nues­tro Continente, y a partir del compromiso con la causa de la justicia y de la liberación.

La toma de conciencia de la discriminación de la mujer viene a plantear nuevos problemas y desafíos a la misión profética de la vida religiosa. Los destinata­rios de esta misión siguen siendo los pobres, pero vis­tos en el prisma de la opresión que posee característi­cas bien específicas y supone estrategias adecuadas de liberación.

Además de esto, la discriminación de la mujer se presenta de muchas maneras, también dentro de la vida religiosa. El empeño por superar esta discrimi­nación no es algo facultativo para las mujeres y hom­bres consagrados, sino una condición indispensable para poder alcanzar la fraternidad, es decir, para cum-

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plir una dimensión que es esencial en el proyecto evangélico de la vida religiosa.

Este capítulo completa la reflexión inicial sobre el despertar de la mujer religiosa en América Latina. Se subraya aquí el compromiso profético de toda la vida religiosa con relación a la liberación de la mujer, lo mismo que con relación a la misma vida religiosa fe­menina. Las referencias históricas, aun siendo rápidas y someras, nos ayudan a comprender la situación ac­tual y señalan caminos capaces de hacer germinar las semillas ahogadas a lo largo de los siglos, por estruc­turas y prácticas antifeministas.

1. Profecía y dependencia de la vida religiosa femenina: referencias históricas

La vida religiosa surge en la Iglesia como un grito profético, una invitación a la conversión en el segui­miento de Jesucristo, dentro de las exigencias y desafíos de cada tiempo y lugar. En el curso de su historia, este rasgo característico aparece en formas diversas. Recu­rriendo a una metáfora geográfica, podemos hablar de tres grandes fases proféticas de la vida religiosa: la fase del desierto, la de la periferia y la de la frontera^. Ac­tualmente, en la vida religiosa latinoamericana compro­bamos igualmente esta triple manifestación profética 95.

94. Cf Codina, Víctor y Zevallos, Noé. Vida Religiosa: historia v teología. Petrópolis: Vozes. 1987. pp 25-56.

95. Cf Sobrino J. La vida religiosa en el tercer mundo. En: Resurrección de la verdadera Iglesia. Sao Paulo: Ed Loyola, 1982. p 320; Brunelli, Delir. Profe­tas del reino. Op. cit., pp 74-76 y 87-100.

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Lo dicho ahora con relación a la vida religiosa en general, ¿vale en la misma medida, para la vida reli­giosa masculina y femenina? ¿Cómo encarnan en el curso de la historia la libertad y el dinamismo del espíritu de profecía?

1.1. Presencia profética de la mujer religiosa en el desierto, en la periferia y en la frontera

El impulso profético que determinó el nacimiento de la vida religiosa masculina y su evolución en su pri­mer momento —la fase del desierto— impulsó igual­mente la aparición de la vida religiosa femenina. Mu­chas mujeres, movidas por el Espíritu, se sienten en li­bertad para abrazar el ideal ascético y monástico, como radicalidad evangélica y anuncio de nuevos tiempos. Entre ellas no faltan las grandes líderes fundadoras de monasterios tanto femeninos como masculinos. Una de ellas, es Melania, viuda de elevada posición en el Impe­rio romano, principal organizadora del ascetismo comu­nitario en Palestina (siglo IV); otra es Brígida, la más señalada figura entre los primeros religiosos irlandeses (siglo V)96.

En el período de las Ordenes Mendicantes, cuando la vida religiosa encontró su expresión en la periferia social y eclesial, tampoco está ausente el testimonio de la vida religiosa femenina. Clara de Asís (siglo XIII) se convierte en líder de las mujeres que optan por "vivir según el evangelio", en la pobreza más radical, como ejercicio práctico de la crítica profética del sistema feu­dal y la opulencia de la Iglesia de entonces.

96. Cf Cada, Lawrence y otros. Buscando un futuro para la vida religiosa, Sao Paulo: Ed. San Pablo, 1985. p 28s y 32.

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En este período se consolida la tendencia, ya muy común, de enclaustrar a la mujer religiosa. La clausura es fruto y expresión de la concepción social y eclesial de la inferioridad de la mujer y de la necesidad de preser­var y proteger al "sexo débil" para darle una oportu­nidad de alcanzar las vías de la perfección. En 1298, Bonifacio VIII impone la clausura a todas las religiosas sin excepción, negando así de manera oficial a la mujer el derecho de participar, activamente, en la vida y la misión de la Iglesia. La vida religiosa femenina se hace cada vez más dependiente de las autoridades eclesiásti­cas, de la vida religiosa masculina y de las convenien­cias sociales, perdiendo entonces su fuerza profética.

Muchas mujeres, sin embargo, ansiosas de una vida consagrada apostólica, encontraron una salida en la Or­denes Terceras que florecen rápidamente y se convier­ten en un camino privilegiado de renovación para toda la vida cristiana. Dichas mujeres, como Isabel de Hun­gría, Rosa de Viterbo y Angela de Foligno (siglo XIII), desafían a los grandes y poderosos de su tiempo y fas­cinan a los pequeños y humildes por su dedicación a los pobres y los enfermos, en una sociedad que los des­precia y los margina.

El Espíritu Santo, que "sopla donde quiere", siguió siempre impulsando a las mujeres a la fidelidad evan­gélica. Durante los siglos XVI y XVII, cuando surge una vida religiosa nueva, situada en las fronteras que la modernidad va abriendo para la Iglesia, la vida reli­giosa femenina renace con vigor y originalidad. Para responder a los desafíos de la evangelización, nacen congregaciones que intentan, en una u otra forma y con mayor o menor éxito, rehuir la ley de la clausura. Era

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esta una difícil tarea que sólo mujeres muy valerosas podían atreverse a enfrentar. Algunas figuras de este período merecen especial mención.

La primera de ellas es Angela de Merici, fundadora de la Congregación de las Ursulinas (1530), la que posee un estilo bien diferente de la vida religiosa cono­cida hasta entonces. Ella y sus compañeras siguen viviendo en sus propias casas, no usan hábito, no tienen clausura, no hacen votos, y se dedican a una intensa actividad apostólica, enseñando el catecismo a los ni­ños, predicando en lugares públicos y sirviendo a los pobres y los enfermos a domicilio.

Otra mujer profética de este período es Mary Ward, fundadora del Instituto de la Bienaventurada Virgen María, para la educación de las niñas (1609). Esta con­gregación, que obedece las reglas de la Compañía de Jesús y depende directamente del Papa, es disuelta algunos años después, acusada de despreciar las leyes de la clausura y realizar tareas inapropiadas para la mujer. Mary es encarcelada como hereje y cismática. Rehabilitada algunos siglos más tarde por Pío X, esta mujer se sitúa, de hecho, entre las profetisas que se an­ticiparon a su propia época, abriendo nuevos caminos para toda la vida religiosa femenina.

También Juana Francisca de Chantal dirige un ins­tituto apostólico que en su origen no contempla la clau­sura. Con Francisco de Sales funda la Congregación de la Visitación (1610), destinada al servicio de los enfer­mos y los pobres.

Tenemos también a Luisa de Marillac, fundadora de las Hijas de la Caridad (1634) en compañía de Vi­cente de Paúl. Como garantía de libertad en lo relativo

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a la clausura y para el apostolado en medio de los pobres, se establece desde el comienzo que las Hijas de la Caridad no son jurídicamente religiosas, no emiten votos perpetuos y se orientan por una regla bastante flexible97.

Tales iniciativas, bastante revolucionarias, van perdiendo su originalidad y empuje en la medida en que ceden a las presiones eclesiásticas, que las obligan a adoptar el estilo clásico de vida religiosa femenina. Dentro de la fuerte estructura clerical y patriarcal de la Iglesia, no es posible admitir en aquel momento la presencia de mujeres independientes que comparten con los hombres la responsabilidad de la misión apos­tólica.

En el siglo XVI, la fuerza del Espíritu se hace sen­tir también en la vida religiosa de clausura, por medio de otra mujer profética, Teresa de Avila (+1582), la "Hija de la Iglesia", promotora de la reforma del Carmelo y quien enfrentó valerosamente el control eclesiástico y la inquisición española, para acatar fiel­mente "la voz" que resonó en ella como un mandato de Dios 98.

1. 2. Prosperidad y dependencia en los últimos siglos

A fines del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, la vida religiosa sufrió grandes cambios. Por

97. Cf Codina, V. y Zevallos, N. Op. cil., pp 52-54; Cada, L. Op. cil., pp 55-58; Brennan. M. Art cil.. p 49.

98. Cf Collins, Mary. Hijas de la Iglesia: Las cuatro Teresas. En: Concilium 202 (1985/6), p 30.

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una parte, se convierte en un obstáculo para el triunfo de los ideales de una sociedad liberal y laica, siendo en muchos lugares perseguida, expulsada y suprimida. Pe­ro, por otra parte, esta misma vida religiosa se deja do­mesticar, al tomar el camino de la asistencia a los po­bres y la enseñanza como utilidad social, al servicio de un sistema que progresivamente se va tornando más opresor e injusto.

En el siglo XIX, la vida religiosa recibe un nuevo empuje. Este surge de la restauración de las órdenes an­tiguas y de la aparición de muchas congregaciones apostólicas. Es de hecho un período menos profético que los anteriores, pero no menos importante en lo to­cante con la consolidación del carácter apostólico de la vida religiosa femenina. No obstante que la ley de la clausura conserva todo su vigor, surgen muchas con­gregaciones con votos simples y sin clausura, que se consagran al servicio de la infancia abandonada, a la educación en las escuelas, al cuidado de los enfermos en los hospitales y a las misiones extranjeras.

Estas congregaciones logran imponerse como for­mas auténticas de vida religiosa y obtienen de León XIII su reconocimiento oficial, sin las antiguas exi­gencias de la clausura. No logran, sin embargo, su in­dependencia como vida religiosa femenina. La mayo­ría de las nuevas congregaciones femeninas son fun­dadas por hombres o dependen directamente de una congregación masculina.

La estabilidad y el florecimiento alcanzados en el siglo XIX se proyectan en la primera mitad del siglo XX, debilitando aún más el profetismo de la vida reli-

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giosa femenina. Las grandes instituciones cumplen el papel de verdaderos conventos, en donde las hermanas ejercen "su apostolado" lejos "del mundo", por lo ge­neral ajenas a lo que acontece en la Iglesia y en la so­ciedad. Poco quedó de aquel espíritu profético y libe­rador que animó las fundaciones del siglo XVI. Esta situación va a modificarse a partir de los años sesenta, con el concilio Vaticano II.

1.3. Dependencia y signos de libertad en la vida religiosa femenina latinoamericana

Hasta el siglo XIX, América Latina sólo conoció la vida religiosa femenina enclaustrada. Este tipo de vida, tanto en la América española como portuguesa, maní-fiesta la inferioridad de la mujer en relación con el hombre, como también la inferioridad de la mujer po­bre, negra e indígena en relación con sus compañeras blancas y ricas.

La opción por el convento no pertenecía, por lo ge­neral, a la joven, sino a su padre o a la cabeza masculi­na de la familia. Se consideraba a la mujer incapaz de decidir sobre su propio destino. Para ella, las leyes ci­viles y eclesiásticas prescribían la obediencia.

De igual forma, la vida religiosa de clausura auspi­ciaba la discriminación de la mujer pobre, negra e indí­gena. "Al ser reconocido oficialmente como un estado de vida 'más perfecto', la vida religiosa no podría reu­nir indiscriminadamente a mujeres de orígenes sociales diferentes, sin entrar en contradicción con el principio de la supuesta superioridad de la nobleza blanca. Está

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prohibido, por consiguiente, el acceso de mujeres po­bres, en especial negras, al mismo 'estado de perfec­ción' que se ofrecía a las hidalgas blancas. Por ello, el derecho de ser recibidas en la profesión, en los conven­tos coloniales, estaba reservado exclusivamente a las mujeres blancas de familias ricas y 'distinguidas'. In­cluso, las blancas, procedentes de familias pobres, sal­vo raras excepciones, sólo encontraban lugar en la con­dición de siervas. La exigencia de dotes y rentas deter­minadas para ingresar en el convento se encargaba de mantener viva esta diferencia"99.

Por más que pueda parecemos un poco paradójico, el claustro a veces se presentaba como una perspectiva más alentadora para la mujer que el mismo matrimo­nio. La vida conventual significaba la liberación de la dominación masculina directa, la posibilidad de adop­tar un proyecto personal de vida y realizar actividades de ordinario negadas a la mujer, como por ejemplo, la administración de bienes, la organización interna de la institución y la instrucción de otras muchachas. Los conventos también hacían posible una relación bas­tante más libre con otras mujeres, e incluso con hom­bres que frecuentaban los locutorios y tomaban parte en las fiestas y recepciones que promovían los con­ventos. Juana Inés de la Cruz, en México, y Juana de Maldonado y Paz, en Guatemala, son ejemplos de mujeres que lograron hacer del claustro un espacio de libertad y tuvieron proyección social como intelec-

99. Azzi, Riolando y Rezende, María Valeria. La vida religiosa feme­nina en el Brasil colonial. En: La vida religiosa en el Brasil. Sao Paulo: Ed. San Pablo, 1983. p 45. cf Codina, V. y Zevallos, N. Op. cit.,p9i.

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tuales, en una sociedad en la que el pensar era privile­gio de los hombres i oo.

Al margen de esta vida religiosa oficial, América Latina conoció otra forma de vida religiosa, de estilo penitencial o carismático-mesiánico, que daba un ma­yor espacio de libertad y de acción a la mujer pobre. Son las beatas, penitentes y peregrinas, dedicadas a los rezos, a la asistencia de los pobres, la educación de las niñas y la predicación, y que vivían y actuaban indivi­dualmente o en grupos, solitarias o al lado de ermitaños y predicadores populares iQ|.

No obstante lo dicho, no podríamos afirmar que la vida religiosa femenina haya brillado como un signo profético liberador, si se tienen en cuenta las injusticias que crecen permanentemente en el continente y, particu­larmente en lo relativo a la discriminación de la mujer.

A lo largo del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, muchas congregaciones europeas envían her­manas a América Latina. También aquí se fundan algu­nos institutos. Su estilo es apostólico, pero conservan el cuño asistencial y se mantiene la inferioridad y la de­pendencia características de la concepción que se tiene de la mujer, vigentes en la Iglesia y en la sociedad.

Dicha dependencia y las estructuras mismas de la vida religiosa femenina mantienen a las religiosas aje­nas a los movimientos feministas que van apareciendo y a toda la fermentación ya existente en la sociedad, en

100. Cí Azzi, Riolando y Rezende, María Valeria. Art cit., p 48; Codina. V. y Zevallos, N. Op. cit., p 91.

101. Cf Azzi, R. Y Rezende, M. V. Art cit., pp 59-60.

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relación con los derechos de la mujer. Por su parte, los movimientos feministas no se preocupan por suscitar el debate de la cuestión específica de la mujer religiosa. Sólo en las últimas décadas la religiosa latinoamericana va despertando a su condición femenina y a la opresión que pesa sobre la mujer de nuestro continente, particu­larmente sobre la mujer pobre. Sin embargo, el proceso anteriormente descrito pide todavía ser consolidado. El desafío es grande, pero precisamente por ello aquí se abre un nuevo espacio para el profetismo de la mujer religiosa y de toda la vida consagrada latinoamericana.

2. La liberación de la mujer como desafío profético para la vida religiosa de América Latina

La misión profética se cumple en el anuncio y en la denuncia, con las palabras y con el testimonio de vida. Estas dimensiones han de estar presentes en lo referente a la liberación de la mujer. Podemos hablar de un "de­safío", por cuanto ellos nos obliga a salir de "lo común" y de lo "normal" para buscar caminos nuevos, en de­fensa de una causa que encuentra muchas barreras en la sociedad, en la Iglesia e incluso en la propia vida reli­giosa. Consideramos este desafío en tres aspectos: con relación a la mujer pobre, con relación a la Iglesia, con relación a la propia vida religiosa.

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2. 2. El compromiso con la liberación de la mujer pobre

El rasgo sobresaliente del profetismo de la vida re­ligiosa latinoamericana es su compromiso con la libe­ración de los pobres. Hay una conciencia clara de que el testimonio profético, en nuestra realidad, pasa por los caminos de la lucha en favor de la justicia y de la li­beración de los oprimidos. Este profetismo nace de una situación que interpela y desafía la conciencia de los religiosos y de la religiosas, como una provocación del Espíritu dirigida a las personas que sienten como voca­ción el estar atentas a las señales de Dios.

¿Quiénes son los pobres por los cuales la vida reli­giosa hace su opción? Todos conocemos muy bien la enumeración que hace Puebla. Son muchos los "ros­tros" de pobres que reflejan el rostro sufriente de Cristo (Puebla 32-33). La mitad de estos pobres son mujeres, doblemente oprimidas y marginadas (1135, nota 331). Son rostros "bien concretos", conocidos por todos no­sotros:

— rostros de mujeres negras, herederas de la pa­sión de un pueblo arrancado de su tierra y esclavizado en una patria ajena, discriminadas en la escuela, en el trabajo y en la propia vida religiosa, explotadas sexual-mente y atropelladas en su cultura;

— rostros de mujeres indígenas, remanentes de una colonización genocida, que viven muchas veces en condiciones inhumanas, o condenadas a presenciar la muerte de su pueblo;

— rostros de mujeres descendientes de inmigran­tes, explotadas en su trabajo, traicionadas en su espe-

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ranza de encontrar en nuevas tierras el pan para sus hijos, subyugadas por una cultura que las llama "rei­nas" pero que las hace esclavas;

— rostros de obreras sometidas a injustas relacio­nes de trabajo y a reglamentos humillantes, tenidas co­mo mano de obra de reserva, al servicio de los vaivenes del mercado de trabajo capitalista;

— rostros de campesinas, estimadas como inferio­res por el hecho de trabajar la tierra, discriminadas por las leyes de la previsión social, sanitarias y sindicales, desfavorecidas por una mentalidad que las condena a la dependencia y prevé únicamente para los hombres los beneficios de la cultura;

— rostros de trabajadoras a destajo, explotadas como mano de obra barata y siempre disponible, some­tidas a trabajos en condiciones inhumanas, privadas de la protección de la leyes de previsión social y de defen­sa del trabajador;

— rostros de amas de casa, esclavas de un trabajo que les quita el día entero y que ni siquiera es conside­rado como trabajo, condenadas a mantener y a realizar la figura de la mujer ideal como madre y esposa dedica­da;

— rostros de empleadas domésticas, discriminadas por razón de su trabajo y mal remuneradas, oprimidas por las propias mujeres, sus patronas y explotadas sexual-mente como objetos;

— rostros de prostitutas, heridas en su dignidad, miradas únicamente como objeto sexual, víctimas de una sociedad machista y perversa que primero pro-

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mueve la prostitución, para absolver luego a los hom­bres, condenando a las mujeres a una discriminación humillante.

Estas mujeres claman por justicia, libertad, respeto a su dignidad y a sus derechos. Gritan por la abolición de una discriminación que contradice el proyecto crea-cional y redentor de Dios. Podríamos repetir refiriéndo­lo a la mujer lo que dice Puebla para todos los pobres. Hace algunos años, su clamor ha podido ser sordo, si­lencioso. "Ahora es claro, creciente, impetuoso, y en al­gunos casos, amenazador" (89).

La vida religiosa está llamada a escuchar este cla­mor que es la voz del Espíritu. La denuncia de la opre­sión que sufre la mujer y el compromiso con su libe­ración hacen parte de la misión profética del religioso y de la religiosa en nuestro continente. El ignorar esta in­terpelación del Espíritu equivaldría a ser infieles a la vocación de profetas del reino.

La liberación de la mujer no es algo que pueda de­jarse para más tarde, su pretexto de otras urgencias del proceso liberador, como tampoco se producirá automá­ticamente con la liberación de los pobres. La discrimi­nación fundada en el sexo debe ser considerada en su especificidad, integrada y articulada, es cierto, en el conjunto de las demás opresiones y discriminaciones. Este aspecto que ya hemos abordado, merece ser desta­cado. El cambio de estructuras sexistas y patriarcales y la reeducación de hombres y mujeres con miras a una relación de reciprocidad, son aspectos fundamentales en la construcción de una sociedad justa, igualitaria y fraterna. Bajo ningún aspecto pueden quedar relegados

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a un segundo plano, o simplemente ser desconocidos, puesto que entonces se comprometería la propia libe­ración.

La vida religiosa, aun habiendo admitido e incluso promovido la inferioridad y la dependencia de la mujer en el curso de los siglos, por el hecho de ser un carisma profético ha conservado siempre en su núcleo la semilla evangélica de la liberación. Esta semilla, que en mu­chas ocasiones ha logrado quebrar las resistencias so-cio-eclesiales para poder florecer, encuentra hoy un te­rreno muchos más propio para producir sus frutos. Fru­tos que serán abundantes y duraderos en la medida de nuestra lucha y de nuestro compromiso.

2.2. La misión profética en relación con la Iglesia

El problema de la mujer en la Iglesia debe ser tra­tado en su especificidad, sin desligarlo, claro está, de todo el contexto socio-cultural. Todo lo dicho antes permite ver la importancia de este asunto y señala pis­tas para una acción liberadora. Lo que aquí intentamos es poner de presente que la misión profética de la vida religiosa implica también la tarea de la liberación de la mujer en el seno de la comunidad eclesial.

La vida religiosa tiene que ser para la Iglesia "me­moria" de su vocación evangelizadora, en sus diversos aspectos. Uno de estos es, precisamente el anuncio de la superación en Cristo de todas las discriminaciones. Y este anuncio ha de plasmarse en palabras, pero se tiene que expresar igualmente en la vida y en la acción de la comunidad eclesial y en las estructuras mismas de la

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Iglesia. La vida religiosa está llamada a denunciar el escaso empeño de la Iglesia en lo referente a la libe­ración de la mujer y, muy especialmente a la distancia que media entre el discurso liberador y su práctica, to­davía fuertemente marcada por el sexismo patriarcal. Está también llamada a comprometerse, junto con los demás cristianos, en la edificación de una comunidad eclesial de iguales y servidores, que sea de verdad un signo liberador para toda la sociedad.

La significativa participación de los religiosos lati­noamericanos en la pastoral les brinda un espacio para trabajar en la base este problema y, contribuir de mane­ra sensible, en la reeducación de hombres y mujeres con miras a un tipo de relación que erradique toda y cualquier discriminación. Basta que pensemos en el amplio campo de la catequesis, de la liturgia, de las pastorales específicas y en su actuación en los movi­mientos populares. Es bueno asimismo recordar el campo de la formación de líderes y de los sacerdotes. En todos estos ámbitos, es importante no sólo la con-cientización en vistas de un compromiso ulterior, sino el ensayo concreto de nuevas prácticas.

La vida religiosa femenina, dado su carácter no je­rárquico, goza de una mayor libertad para ejercer, en el seno de la Iglesia, su misión profética. Aparte de esto, la misma experiencia ayudará a la mujer religiosa a descubrir las múltiples caras de la opresión que sufre la mujer, denunciándolas, a fin de que toda la Iglesia tome conciencia de ellas y busque la liberación. El estudio serio y concienzudo de la cuestión permitirá proceder con seguridad y libertad, arrancando de raíz prácticas seculares que se apoyan únicamente en razones de or­den cultural y de conveniencia.

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2. 3. La liberación de la vida religiosa femenina

La vida religiosa brotó y se desenvolvió dentro de moldes masculinos, aunque las mujeres, a lo largo de la historia, hayan sido hasta dos o tres veces más nu­merosas que los hombres.

Esto se debe, sobre todo, a la configuración mas­culina de la Iglesia, que ejerció un fuerte influjo sobre la vida religiosa, impidiendo a las mujeres tener un proyecto de vida independiente y original. Las excep­ciones fueron pocas. Fuera de esto, muchos institutos femeninos fueron promovidos por un hombre —sacer­dote, obispo, religioso— o bajo su influencia y orien­tación. Las constituciones y reglamentos, casi siempre, han sido elaborados con la asesoría de hombres, se han inspirado en la legislación de las congregaciones mas­culinas o sencillamente han copiado y repetido aquella legislación, a la que han hecho adaptaciones mínimas. En la orientación espiritual de las hermanas y en los cursos, retiros y estudios, la presencia masculina ha si­do siempre muy fuerte, o aun exclusiva. Dicha presen­cia se ha hecho sentir lo mismo en la administración de los bienes y en la conformación de lo cotidiano, como en los trajes, en la organización de la comunidad y en las prácticas espirituales y ascéticas102.

Por todo ello, todavía en nuestros días, los estu­diosos de la vida religiosa no tienen en cuenta la vida religiosa femenina.

102. Cf Azevedo, Marcello de Carvalho. Religiosos: vocación y mi­sión. Op. cil., p 112s.

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Para ello, dan esta explicación: "... su preponderan­cia numérica no ha sido obstáculo para que los grupos masculinos asumieran siempre todas las funciones estructurantes, incluso lo que tiene que ver con las reli­giosas. En efecto, los institutos femeninos constituyen una red relacional que funciona en forma paralela con los institutos masculinos, pero su conformación, orga­nizaciones y reformas seguirán siempre la cadencia que les imprimían los institutos masculinos '°3.

Es verdad que en los años recientes hubo modifica­ciones significativas en la vida religiosa de nuestro continente. El proceso de renovación fue asumido cada vez más, por las propias religiosas, y se fueron abrien­do nuevos caminos en una forma bastante independien­te y original. Esto no obstante, ¿podremos afirmar que la vida religiosa femenina construye, libremente, su historia?

La inserción en los medios populares apunta a esta posibilidad. En la medida en que las hermanas van tomando conciencia de que pueden y deben asumir, con libertad, independencia y creatividad, su proyecto de vida, van abriendo camino hacia una vida religiosa me­nos dependiente del modelo masculino.

No se puede olvidar, sin embargo, que el marco teórico de la inserción de los medios populares y la propia espiritualidad que le da soporte y la sustenta de­penden de la teología de la liberación , una teología, sin duda alguna encarnada en nuestra realidad, pero que

103. Hostie, R. Vida y muerte de los instituios religiosos. Citado por Rosado Nunes, María José. Vida religiosa en medios populares. Op. cit., p260.

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hasta ahora no se ha hecho cargo, en la medida necesa­ria y suficiente por lo menos, del problema de la libe­ración de la mujer. ¿Hasta qué punto esto crea condi­cionamientos a la vida religiosa inserta, reduce y limita sus oportunidades de una liberación real?

Para nuestra generación, ciertamente siguen vivos el desafío y la tarea de romper con la secular dependen­cia de la vida religiosa femenina. Y esto requiere senti­do crítico, libertad evangélica y valor profético.

La dependencia se oculta detrás de múltiples caras, penetra la teología, la espiritualidad, la legislación ca­nónica, incluso las costumbres, y está de tal manera introyectada en nosotros que sólo un agudo sentido crí­tico podrá percibirla en profundidad y desenmascararla en sus raíces.

Fuera de esto, el modo masculino de concebir y vi­vir el proyecto religioso posee buenos fundamentos teo-lógico-espirituales y se requiere una gran libertad evan­gélica para cuestionar lo que hay de sexismo en tales fundamentos.

Finalmente, se necesita coraje profético para ser ca­paces de romper con lo viejo y asumir lo nuevo, ha­ciendo camino con los propios pasos y haciendo frente a las resistencias de una Iglesia y de una sociedad acos­tumbrada al androcentrismo tradicional.

Nada de esto es indiferente a la vida religiosa. Su vocación de memoria y signo para el pueblo de Dios exige que ella sea la primera en discernir los signos de los tiempos, que sepa interpretarlos a la luz del evange­lio y que los traduzca, en su propia vida, como nuevas interpelaciones de Dios.

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Conclusión

Al término de este estudio, podemos habernos hecho ya una idea del largo camino que es preciso recorrer para alcanzar la liberación de la mujer. Ha quedado bas­tante claro que no se trata de conquistar un espacio en una Iglesia y en una sociedad de nombres, ni de valo­rizar a la mujer a partir de la clásica y sexista distribu­ción de papeles. Lo que se pretende es una auténtica "revolución" cultural y también teológico-eclesial, que implica indudablemente la liberación de los hombres.

En América Latina sólo estamos iniciando este ca­mino. Tenemos, sin embargo, un dato a nuestro favor: el crecimiento de la conciencia socio-eclesial respecto de la opresión que pesa sobre millones de empobrecidos en nuestro continente, y el fortalecimiento de las luchas de liberación. Esto va creando un clima favorable y va abriendo espacio a fin de que las personas y los grupos tomen conciencia también de la opresión sufrida por la mujer y se comprometan con su liberación. Todo ello nos lleva a creer en la posibilidad de pasos más ágiles y rápidos en los años venideros.

La vida religiosa está invitada a participar activa­mente en este caminar, mediante la adopción de la libe-

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ración de la mujer como parte integrante de su misión profética.

En el curso de esta reflexión han sido mencionados muchos caminos que pueden y deben ser recorridos. Más, el problema es: ¿Cómo entrar prácticamente en es­ta lucha? La experiencia de muchas compañeras sugie­ren algunos pasos bien concretos:

— vencer tabúes y prejuicios en relación con el fe­minismo y mirar como algo positivo la organización y la lucha de las mujeres;

— interesarse por la cuestión, estudiar el asunto, buscar la fundamentación adecuada;

— agudizar el sentido crítico, plantear sospechas;

— unirse con otras mujeres, compartiendo comunes luchas;

— trabajar el tema de la liberación de la mujer en las bases, en los diversos grupos, en las comunidades;

— abrir el debate en todos los sectores en donde actuamos (catequesis, liturgia, educación, movimientos populares, área de la salud, etc. ), penetrando en los diferentes aspectos de la opresión de la mujer;

— participar en grupos feministas, que estén en relación con el proceso de liberación de los oprimidos;

— ensayar nuevas prácticas en la vida religiosa, en la Iglesia y en la sociedad.

Como en todo camino de liberación, también aquí resulta importante asegurar nuestros pasos en la esperan­za, sin permitir que las dificultades nos desalienten en la lucha. En los signos de liberación, podemos ya "ver lo invisible" y saborear la fraternidad, que todavía es pro­mesa y utopía.

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La lectura

Leer es siempre posibilidad de romper con al­gunos vicios crónicos y beneficiarse de una formación más sólida.

El leer amplía y refina la capacidad de ver lo es­condido para comunicarle el resplandor de una observación inédita.

El leer ilumina y calienta, desvaneciendo aquella ocasional languidez intelectual de un cli­ma de otoño o de un período crepuscular.

El leer tiende un puente que une, asegura la trave­sía y ayuda a transformar palabras y pla­nes en algo más confiable. La ausencia de la lectura desarticula el discurso y crea un lenguaje indeterminado y unidimensional.

No tiene sentido el miedo a las ideas, puesto que es innegable que la lectura mejora funda­mentalmente al ser humano. La calidad de vida —profana y religiosa— es básica­mente un problema de cultura, es decir, un conjunto de conocimientos y valores que no son objeto de información especí­fica. Y la lectura es el medio privilegiado para lograr este fin.

Padre Marcos de Lima, sdb

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índice

Presentación

Introducción

Capítulo I El feminismo en la Iglesia y en la vida religiosa de América Latina

1. El feminismo intra-eclesial

2. El despertar de la mujer religiosa en América Latina

3. La cuestión de la mujer en la Iglesia

Capitulo 11 Caminos de liberación

1. La relectura bíblica en la óptica de la mujer

2. Una antropología liberadora

3. Revisión simbólica y litúrgica

4. Una comunidad de iguales y servidores

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Capitulo III Feminismo y visión profética de la vida religiosa 135

1. Profecía y dependencia de la vida religiosa femenina: referencias históricas 136

2. La liberación de la mujer como desafío profético para la vida religiosa de América Latina 145

Conclusión 155

TALLER SAN PABLO SANTAFE DE BOGOTÁ, D. C.

IMPRESO EN COLOMBIA — PR1NTED 1N COLOMBIA