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La abadía de Northanger Jane Austen Obra reproducida sin responsabilidad editorial

austen la abadía de northanger

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La abadía deNorthanger

Jane Austen

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Nadie que hubiera conocido a CatherineMorland en su infancia habría imaginado queel destino le reservaba un papel de heroína denovela. Ni su posición social ni el carácter desus padres, ni siquiera la personalidad de laniña, favorecían tal suposición. Mr. Morlandera un hombre de vida ordenada, clérigo ydueño de una pequeña fortuna que, unida a losdos excelentes beneficios que en virtud de suprofesión usufructuaba, le daban para vivirholgadamente. Su nombre era Richard; jamáspudo jactarse de ser bien parecido y no se mos-tró en su vida partidario de tener sujetas a sushijas. La madre de Catherine era una mujer debuen sentido, carácter afable y una salud a todaprueba. Fruto del matrimonio nacieron, enprimer lugar, tres hijos varones; luego, Catheri-ne, y lejos de fallecer la madre al advenimientode ésta, dejándola huérfana, como habría co-rrespondido tratándose de la protagonista deuna novela, Mrs. Morland siguió disfrutando

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de una salud excelente, lo que le permitió a sudebido tiempo dar a luz seis hijos más.

Los Morland siempre fueron considera-dos una familia admirable, ninguno de cuyosmiembros tenía defecto físico alguno; sin em-bargo, todos carecían del don de la belleza, enparticular, y durante los primeros años de suvida, Catherine, que además de ser excesiva-mente delgada, tenía el cutis pálido, el cabellolacio y facciones inexpresivas. Tampoco mostróla niña un desarrollo mental superlativo. Legustaban más los juegos de chico que los dechica, prefiriendo el críquet no sólo a las muñe-cas, sino a otras diversiones propias de la in-fancia, como cuidar un lirón o un canario y re-gar las flores. Catherine no mostró de pequeñaafición por la horticultura, y si alguna vez seentretenía cogiendo flores, lo hacía por satisfa-cer su gusto a las travesuras, ya que solía cogerprecisamente aquellas que le estaba prohibidotocar. Esto en cuanto a las tendencias de Cat-herine; de sus habilidades sólo puedo decir que

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jamás aprendió nada que no se le enseñara yque muchas veces se mostró desaplicada y enocasiones torpe. A su madre le llevó tres mesesde esfuerzo continuado el enseñarle a recitar laPetición de un mendigo, e incluso su hermanaSally lo aprendió antes que ella. Y no es quefuera corta de entendimiento —la fábula de Laliebre y sus amigos se la aprendió con tanta rapi-dez como pudieran haberlo hecho otras niñas—, pero en lo que a estudios se refería, se empe-ñaba en seguir los impulsos de su capricho.Desde muy pequeña mostró afición a jugar conlas teclas de una vieja espineta, y Mrs. Morland,creyendo ver en ello una prueba de afición mu-sical, le puso maestro.

Catherine estudió la espineta durante unaño, pero como en ese tiempo no se logró másque despertar en ella una aversión inconfundi-ble por la música, su madre, deseosa siemprede evitar contrariedades a su hija, decidió des-pedir al maestro. Tampoco se caracterizó Cat-herine por sus dotes para el dibujo, lo cual era

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extraño, ya que siempre que encontraba untrozo de papel se entretenía en reproducir, a sumanera, casas, árboles, gallinas y pollos. Supadre la enseñó todo lo que supo de aritmética;su madre, la caligrafía y algunas nociones defrancés.

En dichos conocimientos demostró Cat-herine la misma falta de interés que en todoslos demás que sus padres desearon inculcarle.Sin embargo, y a pesar de su pereza, la niña noera mala ni tenía un carácter ingrato; tampocoera terca ni amiga de reñir con sus hermanos,mostrándose muy rara vez tiránica con los máspequeños. Por lo demás, hay que reconocer queera ruidosa y hasta, si cabe, un poco salvaje;odiaba el aseo excesivo y que se ejerciese cual-quier control sobre ella, y amaba sobre todas lascosas rodar por la pendiente suave y cubiertade musgo que había por detrás de la casa.

Tal era Catherine Morland a los diez añosde edad. Al llegar a los quince comenzó a mejo-rar exteriormente; se rizaba el cabello y suspi-

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raba de anhelo esperando el día en que se lapermitiera asistir a los bailes. Se le embelleció elcutis, sus facciones se hicieron más finas, laexpresión de sus ojos más animada y su figuraadquirió mayor prestancia. Su inclinación aldesorden se convirtió en afición a la frivolidad,y, lentamente, su desaliño dio paso a la elegan-cia. Hasta tal punto se hizo evidente el cambioque en ella se operaba que en más de una oca-sión sus padres se permitieron hacer observa-ciones acerca de la mejoría que en el porte y elaspecto exterior de su hija se advertía. «Cat-herine está mucho más guapa que antes», decí-an de vez en cuando, y estas palabras colmabande alegría a la chica, pues para la mujer quehasta los quince años ha pasado por fea, el sercasi guapa es tanto como para la siempre bellaser profunda y sinceramente admirada.

Mrs. Morland era una madre ejemplar, ycomo tal deseaba que sus hijas fueran lo quedebieran ser, pero estaba tan ocupada en dar aluz y criar y cuidar a sus hijos más pequeños,

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que el tiempo que podía dedicar a los mayoresera más bien escaso. Ello explica el que Cat-herine, de cuya educación no se preocuparonseriamente sus padres, prefiriese a los catorceaños jugar por el campo y montar a caballoantes que leer libros instructivos. En cambio,siempre tenía a mano aquellos que tratabanúnica y exclusivamente de asuntos ligeros ycuyo objeto no era otro que servir de pasatiem-po. Felizmente para ella, a partir de los quinceaños empezó a aficionarse a lecturas serias,que, al tiempo que ilustraban su inteligencia, leprocuraban citas literarias tan oportunas comoútiles para quien estaba destinada a una vidade vicisitudes y peripecias.

De las obras de Pope aprendió a censurar alos que

llevan puesto siempre el disfraz de la pena.De las de Gray, que

Más de una flor nace y florece sin ser vista,perfumando pródigamente el aire del desierto.

De las de Thompson, que

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...Es grato el deber de enseñar a brotar lasideas nuevas.

De las de Shakespeare adquirió prolija e in-teresante información, y entre otras cosas la deque

Pequeñeces ligeras como el aireson para el celoso confirmación plena,pruebas tan irrefutables como las Sagradas

Escrituras.Y que

El pobre insecto que pisamossiente al morir un dolor tan intensocomo el que pueda experimentar un gigante.

Finalmente, se enteró de que la joven ena-morada se asemeja a

La imagen de la Paciencia que desde un mo-numento sonríe al Dolor.

La educación de Catherine se había perfec-cionado, como se ve, de manera notable. Y sibien jamás llegó a escribir un soneto ni a entu-siasmar a un auditorio con una composiciónoriginal, nunca dejó de leer los trabajos litera-

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rios y poéticos de sus amigas ni de aplaudir conentusiasmo y sin demostrar fatiga las pruebasdel talento musical de sus íntimas. En lo quemenos logró imponerse Catherine fue en eldibujo; ni siquiera consiguió aprender a mane-jar el lápiz, ni siquiera para plasmar en el papelel perfil de su amado. A decir verdad, en esteterreno no alcanzó tanta perfección como suporvenir heroico-romántico exigía. Claro que,por el momento, y no teniendo amado a quienretratar, no se daba cuenta de que carecía deesa habilidad. Porque Catherine había cumpli-do diecisiete años sin que hombre algunohubiera logrado despertar su corazón del letar-go infantil ni inspirado una sola pasión, ni exci-tado la admiración más pasajera y moderada.Todo lo cual era muy extraño. Sin embargo,cualquier cosa, por incomprensible que nosparezca, tiene explicación si se indagan las cau-sas que la originan, y la ausencia de amor en lavida de Catherine hasta los diecisiete años secomprenderá fácilmente si se considera que

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ninguna de las familias que conocía había traí-do al mundo un niño de origen desconocido;detalle importantísimo tratándose de la historiade una heroína. Tampoco vivía ningún aristó-crata en la comarca, ni quiso la casualidad queMr. Morland fuese nombrado tutor de un huér-fano, ni que el mayor hacendado de los alrede-dores tuviese hijos varones.

No obstante, cuando una joven nace paraser protagonista de una historia de amor nopuede oponerse a su destino la perversidadacumulada de unas cuantas familias . En elmomento oportuno siempre surge algo queimpulsa al héroe indispensable a cruzarse en sucamino, y en el caso de Catherine un tal Mr.Allen, dueño de la propiedad más importantede Fullerton, el pueblo a que pertenecía la fami-lia Morland, quien fue el instrumento elegidopara tan alto fin. A dicho caballero le habíansido rentadas las aguas de Bath, y su esposa,una dama muy corpulenta pero de carácterexcelente, comprendiendo sin duda que cuando

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una señorita de pueblo no tropieza con aventu-ra alguna allí donde vive, debe salir a buscarlasen otro lugar, invitó a Catherine a que losacompañase. Accedieron gustosos a tal peticiónMr. y Mrs. Morland, y la vida para Catherine setrocó desde aquel momento en una esperanzabella y atrayente.

A lo explicado en las páginas anterioresrespecto a las dotes personales y mentales deCatherine en el momento de lanzarse a los peli-gros que, como todo el mundo sabe, rodean alos balnearios, debe añadirse que la niña eraafectuosa y alegre, que carecía de vanidad yafectación, que sus modales eran sencillos, suconversación amena, su porte distinguido, yque todo ello compensaba la falta de los cono-cimientos que, al fin y al cabo, tampoco poseenotros cerebros femeninos a la edad de diecisieteaños.

A medida que se acercaba la hora de par-tir rumbo a Bath, Mrs. Morland debería habersemostrado profundamente afligida, debería

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haber presentido mil incidentes calamitosos y,con lágrimas en los ojos, pronunciar palabrasde amonestación y consejo. Visiones de noblescuya única finalidad en la vida fuera la de em-baucar a doncellas inocentes y huir con ellas alugares misteriosos y desconocidos, deberían,asimismo, haber poblado su mente. Pero Mrs.Morland era tan sencilla, se hallaba tan lejos desospechar cuáles podrían ser, cuáles eran, se-gún aseguraban las novelas, las maldades deque se mostraban capaces los aristócratas de sutiempo, y los peligros que rodeaban a las jóve-nes que por primera vez se lanzaban al mundo,que no se preocupó prácticamente de la suerteque pudiera correr su hija, hasta el punto delimitar a dos las advertencias que al partir ledirigió, y que fueron las siguientes: que seabrigase la garganta al salir por las noches yque llevase apuntados en un cuadernito losgastos que hiciera durante su ausencia.|

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Al llegar tales momentos, correspondía aSally, o Sarah —¿qué señorita que se respetellega a los dieciséis años sin cambiar su nombrede pila?—, el puesto de confidente íntima de suhermana. Sin embargo, tampoco ella se mostróa la altura de las circunstancias, exigiendo aCatherine que le prometiese que escribiría amenudo transmitiendo cuantos detalles de suvida en Bath pudieran resultar interesantes. Lafamilia Morland mostró, en lo relativo a tanimportante viaje, una compostura inexplicabley más en consonancia con los acontecimientosde un vivir diario y monótono, y sentimientosplebeyos, que con las tiernas emociones que laprimera separación de una heroína del seno delhogar suelen y deben inspirar. Mr. Morland,por su parte, en lugar de entregar a su hija unbillete de banco de cien libras esterlinas, advir-tiéndole que contaba a partir de ese momentocon un crédito ilimitado abierto a su nombre,confió a la joven e inexperta muchacha diez

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guineas y le prometió darle alguna cosita mássi tenía necesidad urgente de ello.

Con elementos tan poco favorables parala formación de una novela, emprendió Cat-herine su primer viaje. Este tuvo lugar sin in-conveniente alguno; los viajeros no se vieronsorprendidos por salteadores ni tempestades;ni siquiera consiguieron encontrarse con el an-siado héroe. Lo único que por espacio de brevesmomentos logró interrumpir su tranquilidadfue la suposición de que Mrs. Allen había olvi-dado sus chinelas en la posada, temor que, fi-nalmente, resultó infundado.

Finalmente llegaron a Bath. Catherine nocabía en sí de gozo; dirigía a todos lados la mi-rada, deseosa de disfrutar de las bellezas queencontraban a su paso por los alrededores de lapoblación y por las calles amplias y simétricasde ésta. Había ido a Bath para ser feliz, y ya loera.

A poco de llegar se instalaron en una có-moda posada de Pulteney Street.

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Antes de proseguir conviene tener al co-rriente a los lectores del modo de ser de Mrs.Allen, con el objeto de que aprecien hasta quépunto influyó en el transcurso de esta historia ysi entrañará el carácter de dicha señora capaci-dad para labrar la desgracia de Catherine; enuna palabra: si será capaz de interpretar el pa-pel de villana de la novela, que es el que le co-rrespondería, bien haciendo a su protegida víc-tima de un egoísmo y una envidia despiadados,bien con denodada perfidia interceptando suscartas, difamándola o echándola de su casa.

Mrs. Allen pertenecía a la categoría demujeres cuyo trato nos obliga a preguntarnoscómo se las arreglaron para encontrar la perso-na dispuesta a contraer matrimonio con ellas.Para empezar diremos que carecía tanto debelleza como de talento y simpatía personal.Mr. Allen no tuvo más base en que fundar suelección que la que pudiera ofrecerle cierta dis-tinción de porte, una frivolidad sosegada y uncarácter bastante tranquilo. Nadie, en cambio,

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más indicada que su esposa para presentar auna joven en sociedad, ya que a la buena seño-ra le encantaba tanto salir y divertirse como acualquier muchacha ávida de emociones. Supasión eran los trapos. Vestir bien era uno delos mayores placeres de Mrs. Allen, y tan tras-cendental que en aquella ocasión hubieron deemplearse tres o cuatro días en buscar lo másnuevo, lo más elegante, lo que estuviera más enarmonía con los últimos mandatos de la moda,antes de que la amable y excelente esposa deMr. Allen se mostrase dispuesta a presentarseante el mundo distinguido de Bath. Catherineinvirtió su tiempo y su dinero adquiriendo al-gunos adornos con que embellecer su indu-mento; y una vez que todo estuvo dispuesto,esperó con ansiedad la noche de su presenta-ción en los salones del gran casino del balnea-rio. Una vez llegada ésta, un peluquero expertoonduló el cabello de la muchacha, recogiéndo-selo en artístico peinado. Tras vestirse ponien-do exquisita atención en los detalles tanto Mrs.

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Allen como su doncella reconocieron que Cat-herine estaba verdaderamente atractiva. Ani-mada por tan autorizadas opiniones, la mucha-cha se despreocupó por completo, ya que lebastaba la idea de pasar inadvertida, pues no secreía lo bastante bonita para provocar admira-ción. Mrs. Allen invirtió tanto tiempo en vestir-se que cuando al fin llegaron al baile los salonesya se encontraban atestados. Apenas pusieronpie en el edificio, Mr. Allen desapareció en di-rección a la sala de juego, dejando que las da-mas se las arreglasen como pudieran para en-contrar asiento. Cuidando más de su traje quede su protegida, Mrs. Allen se abrió paso entrelos caballeros, que, en grupo compacto, obs-truían el acceso al salón; y Catherine, temiendoquedar rezagada, pasó su brazo por el de suacompañante, asiéndola con tal fuerza que nolograron separarlas el flujo y reflujo de las per-sonas que pasaban por su lado. Una vez dentrodel salón, sin embargo, las señoras se encontra-ron con que, lejos de resultarles más fácil el

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adelantar, aumentaban la bulla y las apreturas.A fuerza de empujar llegaron al extremo másapartado de la estancia. Allí no sólo no encon-traron donde sentarse, sino ni siquiera ver lasparejas que, con gran dificultad, bailaban en elcentro. Al fin, y tras poner a prueba todo suingenio, lograron colocarse en una especie depasillo, detrás de la última fila de bancos, don-de había menos aglomeración de gente. Desdeesa posición, Miss Morland pudo disfrutar dela vista del salón y comprender cuan graveshabían sido los peligros que habían corridopara llegar allí. Era un baile verdaderamentemagnífico, y por primera vez aquella nocheCatherine tuvo la impresión de encontrarse enuna fiesta.

Le habría gustado bailar, pero por des-gracia no habían hallado hasta el momento niuna sola persona conocida. Contrariada a causade ello, Mrs. Allen trató de manifestar su pesarpor tan desdichado contratiempo, repitiendocada dos o tres minutos, y con su acostumbrada

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tranquilidad, las mismas palabras: «¡Cuánto meagradaría verte bailar, hija mía! ¡Cuánto megustaría encontrarte una pareja...!»

Catherine agradeció los buenos deseos desu amiga dos y hasta tres veces, pero al fin secansó ante la repetición de frases tan ineficacesy dejó hablar a Mrs. Allen sin molestarse enresponder. Ninguna de las dos logró disfrutarpor mucho tiempo del puesto que tan laborio-samente habían conquistado. Al cabo de unosminutos parecieron sentir simultáneamente eldeseo de tomar un refresco, y Mrs. Allen y suprotegida se vieron obligadas a seguir el mo-vimiento iniciado en dirección al comedor.Catherine comenzaba a experimentar ciertodesencanto; le molestaba enormemente el verseempujada y aprisionada por personas descono-cidas, y ni siquiera le era posible aliviar el tediode su cautiverio cambiando con sus compañe-ros la más insignificante palabra.

Cuando al fin llegaron al comedor, des-cubrieron contrariadas que no sólo no podían

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formar parte de grupo alguno, sino que nohabía quien les sirviera.

Mr. Allen no había vuelto a aparecer y,cansadas al fin de esperar y de buscar lugarmás apropiado, se sentaron en el extremo deuna gran mesa, en torno a la cual charlabananimadamente varias personas. Como quieraque ni Mrs. Allen ni Catherine las conocían,tuvieron que contentarse con cambiar impre-siones entre sí, congratulándose la primera,apenas se hubieron acomodado, de haber lo-grado escapar a aquellas apreturas sin graveperjuicio de su elegante vestimenta.

—Habría sido una verdadera lástima queme hubieran rasgado el vestido, ¿no te parece?Es de una muselina muy fina, y te aseguro queno he visto en el salón ninguno más bonito queéste.

—¡Qué desagradable es —exclamó Cat-herine con aire distraído— el no conocer a na-die aquí!

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—Sí, hija mía; tienes razón, es muy des-agradable —murmuró, con la serenidad decostumbre, Mrs. Allen.

—¿Qué podríamos hacer? Estos señoresnos miran como si les molestara nuestra pre-sencia en esta mesa ¿Acaso nos consideranintrusas o algo así?

—Tienes razón, es muy desagradable. Megustaría hallarme entre muchos conocidos.

—A mí con uno me bastaba; al menostendríamos con quien hablar.

—Muy cierto, hija mía; con uno solo yahabríamos formado un grupo tan animado co-mo el que más. Los Skinner vinieron aquí elaño pasado. Ojalá se les hubiese ocurridohacerlo también esta temporada.

—¿No sería mejor que nos marchásemos? Ni siquiera nos ofrecen de cenar.

—Es verdad; ¡qué cosa tan desagradable!;sin embargo, creo que lo mejor es quedarnosdonde estamos; son tan molestas esas apretu-ras... Te agradecería que me dijeras si se me ha

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estropeado el peinado. Antes me dieron talgolpe en la cabeza que no me extrañaría queestuviese descompuesto.

—No, está muy bien. Pero, querida seño-ra, ¿está usted segura de que no conoce a na-die? Entre tanta gente alguien habrá que no lesea completamente extraño.

—Te aseguro que no. ¡Ojalá estuvieraaquí un buen número de amistades y pudieseprocurarte una pareja de baile! Mira qué mujertan extraña va por allí y qué traje lleva... Vayauna antigualla; fíjate qué corta tiene la espalda.

Al cabo de un largo rato un caballero des-conocido les ofreció una taza de té.

Ambas agradecieron profundamente laatención, no sólo por la infusión misma, sinoporque ello les proporcionaba ocasión de cam-biar algunas palabras con aquel a quien debie-ron tamaña cortesía. Nadie volvió a dirigirles lapalabra y, juntas siempre, vieron acabar el bai-le, hasta el momento en que Mr. Allen se pre-sentó a buscarlas.

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—¿Qué tal, Miss Morland? —dijo éste—.¿Se ha divertido usted todo lo que esperaba?

—Mucho, sí, señor —contestó Catherine,disimulando un bostezo.

—Es una lástima que no haya podido bai-lar —dijo Mrs. Allen—. Me habría gustado en-contrarle una pareja. Precisamente acabo dedecirle que si los Skinner hubieran estado aquíeste año en lugar del pasado, o si los Parry sehubieran decidido a venir, como pensabanhacer, habría tenido con quién bailar. No hapodido ser, y lo lamento.

—Otra noche quizá consigamos que lopase mejor —dijo con tono consolador Mr.Allen.

Apenas se hubo terminado el baile co-menzó a marcharse la concurrencia, dejandolugar para que quienes quedaban pudieranmoverse con mayor comodidad y para quenuestra heroína, cuyo papel durante la nocheno había sido verdaderamente muy lucido,consiguiera ser vista y admirada. A medida que

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transcurrían los minutos y menguaba el núme-ro de asistentes, Catherine encontró nuevasocasiones de exponer sus encantos. Al fin pu-dieron verla muchos jóvenes, para quienes an-tes su presencia había pasado inadvertida. Apesar de ello, ninguno entró en éxtasis al con-templarla, ni se apresuró a interrogar acerca desu procedencia a persona alguna, ni calificó dedivina su belleza, y eso que Catherine estababastante guapa, hasta el punto que si alguno delos presentes la hubiese conocido tres años an-tes habría quedado maravillado del cambio quese observaba en su rostro.

A pesar de no haber sido objeto de la fre-nética admiración que su condición de heroínarequería, Catherine oyó decir a dos caballerosque la encontraban bonita aquellas palabrasprodujeron tal efecto en su ánimo que la hicie-ron modificar su opinión acerca de los placeresde aquella velada. Satisfecha con ellas suhumilde vanidad, Catherine sintió por sus ad-miradores una gratitud más intensa que la que

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en heroínas de mayor fuste habrían provocadolos más halagadores sonetos, y la muchacha,satisfecha de sí y del mundo en general, de laadmiración y las atenciones con que última-mente era obsequiada, se mostró con todos demuy buen talante y excelente humor.

De allí en adelante, cada día trajo consigonuevas ocupaciones y deberes, tales como lasvisitas a las tiendas, el paseo por la población,la bajada al balneario, donde pasaban las dosamigas el rato mirando a todo el mundo, perosin hablar con nadie. Mrs. Allen seguía insis-tiendo en la conveniencia de formar un círculode amistades, y lo mencionaba cada vez que sedaba cuenta de cuan grandes eran las desventa-jas de no contar entre tanta gente con un soloconocido o amigo.

Pero cierto día en que visitaban un salónen el que solían darse conciertos y bailes, quisola suerte favorecer a nuestra heroína presen-tándole, por mediación del maestro de ceremo-nias, cuya misión era buscar parejas de baile a

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las damas, a un apuesto joven llamado Tilney,de unos veinticinco años, estatura elevada, ros-tro simpático, mirada inteligente y, en conjunto,sumamente agradable. Sus modales eran los deun perfecto caballero, y Catherine no pudo pormenos de congratularse de que la suerte lehubiera deparado tan grata pareja. Cierto quemientras bailaban apenas les fue posible con-versar, pero cuando más tarde se sentaron atomar el té tuvo ocasión de convencerse de queaquel joven era tan encantador como su apa-riencia la había inducido a suponer. Tilneyhablaba con desparpajo y entusiasmo tales decuantos asuntos se le antojó tratar, que Catheri-ne sintió un interés que no acertó a disimular, yeso que muchas veces no entendía una palabrade lo que decía. Después de charlar un ratoacerca del ambiente que los rodeaba, Tilneydijo de repente:

—Le ruego que me perdone por nohaberle preguntado cuánto tiempo lleva usteden Bath, si es la prima vez que visita el balnea-

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rio y si ha estado usted en los salones de bailey en el teatro. Confieso mi negligencia y supli-co que me ayude a reparar mi falta satisfacien-do mi curiosidad al respecto. Si le parece laayudaré formulando las preguntas por ordencorrelativo.

—No necesita molestarse, caballero.—No es molestia, señorita —dijo él, y

adoptando una expresión de exagerada serie-dad, y bajando afectadamente la voz, pregun-tó—: ¿Cuánto tiempo lleva usted en Bath?

—Una semana, aproximadamente —contestó Catherine, tratando de hablar con lagravedad debida.

—¿De veras? —dijo él con tono que afec-taba sorpresa.

—¿ Por qué se sorprende, caballero ?—Es lógico que me lo pregunte, pero de-

be saber que la sorpresa no es una emociónfácil de disimular, sino tan razonable comocualquier otro sentimiento. Ahora le ruego que

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me diga si ha pasado usted alguna otra tempo-rada en este balneario.

—No señor; ninguna.—¿De veras? ¿Ha ido usted a otros salo-

nes de baile?—Sí, señor; el lunes pasado.—Y en el teatro, ¿ ha estado usted ?—Sí, señor; el martes.—¿Ha asistido a algún concierto?—Sí, el del pasado miércoles.—¿Le gusta Bath?—Bastante.—Una pregunta más y luego podemos

seguir hablando como seres racionales.Catherine apartó la vista; no sabía si

echarse a reír o no.—Ya veo cuan mala es la opinión que se

ha formado usted de mí —díjole el joven se-riamente—. Imagino lo que escribirá mañanaen su diario.

—¿Mi diario?

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—Sí. Me figuro que escribirá usted lo si-guiente: «Viernes: estuve en un salón de baile,vistiendo mi traje de muselina azul y zapatosnegros; provoqué bastante admiración, pero mevi acosada por un hombre extraño, que insistióen bailar conmigo y en molestarme con susnecedades.»

—Creo que se equivoca.—Aun así, ¿me permite que le diga qué

debería escribir?—Si lo desea...—Pues esto: «Bailé con un joven muy

agradable, que me fue presentado por Mr.King; sostuve con él una larga conversación, enel curso de la cual pude convencerme de queestaba tratando con un hombre de extraordina-rio talento. Me encantaría conocerlo más a fon-do.» Eso, señorita, es lo que quisiera que escri-biera usted.

—Podría ocurrir, sin embargo, que no tu-viese costumbre de escribir un diario.

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—También podría ocurrir que en estemomento no estuviese usted en el salón. Haycosas acerca de las cuales no es posible dudar.¿Cómo, si no escribiese un diario, iban luegosus primas y amigas a conocer sus impresionesdurante su estancia en Bath? ¿Cómo, sin laayuda de un diario, iba usted a llevar cuentadebida de las atenciones recibidas, ni a recordarel color de sus trajes y el estado de su cutis y sucabello en cada ocasión? No, mi querida amiga,no soy tan ignorante ni desconozco las costum-bres de las señoritas de la sociedad tanto comousted, por lo visto, supone. La grata costumbrede llevar un diario contribuye a la encantadorafacilidad que para escribir muestran las señorasy por la que tan justa han sido celebradas.

Todo el mundo reconoce que el arte deescribir cartas bellas es esencialmente femeni-no. Tal vez dicha facultad sea un don de la Na-turaleza, pero opino que la práctica de llevarun diario ayuda a desarrollar este talento ins-tintivo.

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—Muchas veces he dudado —dijo Cat-herine con aire pensativo— de que la mujersepa escribir mejores cartas que el hombre. Enmi opinión, no es en este terreno donde debe-mos buscar nuestra superioridad.

—Pues la experiencia me dice que el esti-lo epistolar de la mujer sería perfecto si no ado-leciera de tres defectos

—¿Cuáles?—Falta de asunto, ausencia de puntua-

ción y cierta ignorancia de las reglas gramatica-les.

—De saberlo no me habría apresurado arenunciar al cumplido. Veo que no merecemossu buena opinión en este sentido.

—No me entiende usted; lo que niego esque, con regla general, pueda imponerse la su-perioridad de un sexo, y que ambos demues-tran igual aptitud para todo aquello que estábasado en la elegancia y el buen gusto.

Al llegar a este punto, Mrs. Allen inte-rrumpió la conversación.

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—Querida Catherine —dijo—, te suplicoque me quites el alfiler con que llevo prendidaesta manga. Temo que haya sufrido un desper-fecto, y lo lamentaré, pues se trata de uno demis vestidos predilectos, a pesar de que la telano me ha costado más que nueve chelines lavara.

—Precisamente en eso estimaba yo sucorte —intervino Mr. Tilney.

—¿Entiende usted de muselinas, caballe-ro?

—Bastante; elijo siempre mis corbatines, yhasta tal punto ha sido elogiado mi gusto, queen más de una ocasión mi hermana me ha con-fiado la elección de sus vestidos. Hace unosdías le compré uno, y cuantas señoras lo hanvisto han declarado que el precio no podía sermás conveniente. Pagué la tela a cinco chelinesla vara, y se trataba nada menos que de unamuselina de la India...

Mrs. Allen se apresuró a elogiar aquel ta-lento sin igual.

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—¡Qué pocos hombres hay —dijo— queentiendan de estas cosas! Mi marido no sabedistinguir un género de otro. Usted, caballero,debe de ser de gran consuelo y utilidad para suhermana.

—Así lo espero, señora.—Y ¿podría decirme qué opinión le me-

rece el traje que lleva Miss Morland?—El tejido tiene muy buen aspecto, pero

no creo que quede bien después de lavado. Es-tas telas se deshilachan fácilmente.

—¡Qué cosas dice! —exclamó Catherineentre risas—. ¿Cómo puede usted ser tan... ibaa decir «absurdo» ?

—Coincido con usted, caballero —dijoMrs. Allen—, y así se lo hice saber a Miss Mor-land cuando se decidió a comprarlo.

—Como bien sabrá, señora, las muselinastienen mil aplicaciones y son susceptibles deinnumerables cambios. Seguramente Miss Mor-land, llegado el momento, aprovechará su trajehaciéndose con él una pañoleta o una cofia. La

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muselina no tiene desperdicio; así se lo he oídodecir a mi hermana muchas veces cuando se haexcedido en el coste de un traje o ha echado aperder algún trozo al cortarlo.

—¡Qué población tan encantadora es és-ta!, ¿verdad, caballero? Y cuántos estableci-mientos de modas se encuentran en ella. En elcampo carecemos de tiendas, y eso que en laciudad de Salisbury las hay excelentes; peroestá tan lejos de nuestro pueblo... Ocho millas...Mi marido asegura que son nueve, pero yo es-toy persuadida de que son ocho, y... es bastan-te; pues siempre que voy a dicha ciudad vuelvoa casa rendida. Aquí, en cambio, con salir a lapuerta se encuentra todo cuanto pueda desear-se.

Mr. Tilney tuvo la cortesía de fingir inte-rés en cuanto le decía Mrs. Allen, y ésta, ani-mada por se atención, le entretuvo hablando demuselinas hasta que se reanudó la danza. Cat-herine empezó a creer, al oírlos que al joven

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caballero le divertían tal vez en exceso las debi-lidades ajenas.

—¿En qué piensa usted? —le preguntóTilney mientras se dirigía con ella hacia el salónde baile—. Espero que no sea en su pareja,pues a juzgar por los movimientos de cabezaque ha hecho usted, meditar en ello no debió decomplacerla.

Catherine se ruborizó y contestó con in-genuidad

—No pensaba en nada.—Sus palabras reflejan discreción y pi-

cardía; pero yo preferiría que me dijera franca-mente que prefiere no contestar a mi pregunta.

—Está bien, no quiero decirlo.—Se lo agradezco; ahora estoy seguro de

que llegaremos a conocernos, pues su respues-ta me autoriza a bromear con usted acerca deeste punto siempre que nos veamos, y nadacomo tomarse a risa esta clase de cosas parafavorecer el desarrollo de la amistad.

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Bailaron una vez más, y al terminar lafiesta se separaron con vivos deseos, al menospor parte de ella, de que aquel conocimientomutuo prosperase. No sabemos a ciencia ciertasi mientras sorbía en la cama su acostumbradataza de vino caliente con especias Catherinepensaba en su pareja lo bastante para soñarcon él durante la noche; pero, de ocurrir así, esde esperar que el sueño fuera de corta dura-ción, un ligero sopor a lo sumo; porque si escierto, y así lo asegura un gran escritor, queninguna señorita debe enamorarse de un hom-bre sin que éste le haya declarado previamentesu amor, tampoco debe estar bien el que unajoven sueñe con un hombre antes de que éstehaya soñado con ella.

Por lo demás, hemos de añadir que Mr.Allen, sin tener en cuenta, tal vez, las cualida-des que como soñador o amador pudieranadornar a Mr. Tilney, hizo aquella misma no-che indagaciones respecto al nuevo amigo desu joven protegida, mostrándose dispuesto a

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que tal amistad prosperase, una vez que huboaveriguado que Mr. Tilney era ministro de laIglesia anglicana y miembro de una distingui-dísima familia.

Al día siguiente Catherine acudió al bal-neario más temprano que de costumbre. Estabaconvencida de que en el curso de la mañanavería a Mr. Tilney, y dispuesta a obsequiarlecon la mejor de sus sonrisas; pero no tuvo oca-sión de ello, pues Mr. Tilney no se presentó.Seguramente no quedó en Bath otra personaque no frecuentase aquellos salones. La gentesalía y entraba sin cesar; bajaban y subían porla escalinata cientos de hombres y mujeres porlos que nadie tenía interés, a los que nadie de-seaba ver; únicamente Mr. Tilney permanecíaausente.

—¡Qué delicioso sitio es Bath! —exclamóMrs. Allen cuando, después de pasear por lossalones hasta quedar exhaustas, decidieronsentarse junto al reloj grande—. ¡Qué agradablesería contar con la compañía de un conocido!

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Mrs. Allen había manifestado ese mismodeseo tantas veces, que no era de suponer quepensase seriamente en verlo satisfecho al cabode los días. Sin embargo, todos sabemos, por-que así se nos ha dicho, que «no hay que deses-perar de lograr aquello que deseamos, pues laasiduidad, si es constante, consigue el fin quese propone», y la asiduidad constante con queMrs. Allen había deseado día tras día encon-trarse con alguna de sus amistades se vio al finpremiada, como era justo que ocurriese.

Apenas llevaban ella y Catherine senta-das diez minutos cuando una señora de sumisma edad, aproximadamente, que se hallabaallí cerca, luego de fijarse en ella detenidamentele dirigió las siguientes palabras:

—Creo, señora... No sé si me equivoco;hace tanto tiempo que no tengo el gusto de ver-la... Pero ¿acaso no es usted Mrs. Allen?

Tras recibir una respuesta afirmativa, ladesconocida se presentó como Mrs. Thorpe, yal cabo de unos instantes logró Mrs. Allen re-

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conocer en ella a una antigua amiga y compa-ñera de colegio, a la que sólo había visto unavez después de que ambas se casaran. El en-cuentro produjo en ellas una alegría enorme,como era de esperar dado que hacía quinceaños que ninguna sabía nada de la otra. Se diri-gieron mutuos cumplidos acerca de la aparien-cia personal de cada una, y después de admi-rarse de lo rápidamente que había transcurridoel tiempo desde su último encuentro, de lo in-esperado de su entrevista en Bath y de lo gratoque resultaba el reanudar su antigua amistad,procedieron a interrogarse la una a la otra acer-ca de sus respectivas familias, hablando las dosa la vez y demostrando ambas mayor interés enprestar información que en recibirla. Mrs.Thorpe llevaba sobre Mrs. Allen la enorme ven-taja de ser madre de familia numerosa, lo cualle permitía hacer una prolongada disertaciónacerca del talento de sus hijos y de la belleza desus hijas, dar cuenta detallada de la estancia deJohn en la Universidad de Oxford, del porvenir

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que esperaba a Edward en casa del comercian-te Taylor y de los peligros a que se hallaba ex-puesto William, que era marino, y congratular-se de que jamás hubiesen existido jóvenes másestimados y queridos por sus respectivos jefesque aquellos tres hijos suyos.

Mrs. Allen quedaba, claro está, muy a lazaga de su amiga en tales expansiones materna-les, ya que, puesto que no tenía hijos, le eraimposible despertar la envidia de su interlocu-tora refiriendo triunfos similares a los que tantoenorgullecían a ésta; pero halló consuelo a se-mejante desaire al observar que el encaje queadornaba la esclavina de su amiga era de cali-dad muy inferior a la de la suya.

—Aquí vienen mis hijitas queridas —dijode repente Mrs. Thorpe señalando a tres gua-pas muchachas que, cogidas del brazo, se acer-caban en dirección al grupo—. Tengo verdade-ros deseos de presentárselas, y ellas tendrántambién gran placer en conocerla. La mayor, ymás alta, es Isabella. ¿Verdad que es hermosa?

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Tampoco las otras son feas; pero, a mi juicio,Isabella es la más bella de las tres.

Una vez presentadas a Mrs. Allen las se-ñoritas Thorpe, Miss Morland, cuya presenciahabía pasado inadvertida hasta el momento,fue a su vez debidamente introducida. El nom-bre de la muchacha les sonó muy familiar atodas, y tras el cambio de cortesías propio enestos casos, Isabella declaró que Catherine y suhermano James se parecían mucho.

—Es cierto —exclamó Mrs. Thorpe, con-viniendo acto seguido que la habrían tomadopor hermana de Mr. Morland donde quiera quela hubieran visto.

Catherine se mostró sorprendida, pero encuanto las señoritas Thorpe empezaron a referirla historia de la amistad que las unía con suhermano, recordó que James, primogénito de lafamilia Morland, había trabado amistad pocotiempo antes con un compañero de universidadcuyo apellido era Thorpe, y que había pasadola última semana de sus vacaciones de Navidad

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en casa de la familia de este muchacho, queresidía en las proximidades de Londres.

Una vez que todo quedó debidamenteaclarado, las señoritas de Thorpe manifestaronvivos deseos de trabar amistad con la hermanade aquel amigo suyo, etcétera, etcétera.

Catherine, por su parte, escuchó compla-cida las frases amables de sus nuevas conoci-das, correspondiendo a ellas como pudo, y enprueba de amistad Isabella la tomó del brazo yla invitó a dar una vuelta por el salón. La mu-chacha estaba encantada de ver cómo aumen-taba el número de sus amistades en Bath, y tan-to se interesó en lo que le decía Miss Thorpeque prácticamente se olvidó de su pareja de lavíspera. La amistad es el mejor bálsamo paralas heridas que produce en el alma un amormal correspondido.

La conversación giró en torno a los temashabituales de las jóvenes, como el vestido, losbailes, el cuchicheo y las chanzas. Claro queMiss Thorpe, que era cuatro años mayor que

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Catherine y disponía, por lo tanto, de otros tan-tos de experiencia más que ésta, aventajaba a suamiga en la discusión de dichos asuntos. Podía,por ejemplo, comparar los bailes de Bath conlos de Tunbridge, las modas del balneario conlas de Londres, y hasta rectificar el gusto deCatherine en lo que a indumentaria se refería,además de saber descubrir un coqueteo entrepersonas que aparentemente no hacían más quecambiar leves sonrisas.

Catherine celebró semejantes dotes de ob-servación, y el respeto que sintió por su nuevaamiga habría resultado excesivo si la llaneza detrato de Isabella y el placer que aquella amis-tad le inspiraban no hubieran hecho desapare-cer del ánimo de la muchacha los sentimientosde vago temor que siempre provocaba en ellalo desconocido, inculcándole en su lugar unatierna admiración. El creciente afecto que am-bas se profesaron no podía, desde luego, que-dar satisfecho con media docena de vueltas porlos salones, y exigió, cuando llegó el momento

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de separarse de Miss Thorpe, acompañase aCatherine hasta la puerta misma de su casa,donde se despidieron con un cariñoso apretónde manos, no sin antes prometerse que se verí-an aquella noche en el teatro y asistirían altemplo a la mañana siguiente.

Tras esto, Catherine subió rápidamentepor las escaleras y se dirigió hacia la ventanapara contemplar el paso de Miss Thorpe por laacera de enfrente, admirar su gracia y su ele-gancia y alegrarse de que el destino le hubiesedado ocasión de trabar tan interesante amistad.

Mrs. Thorpe, viuda y dueña de una esca-sa fortuna, era mujer amable y una madre in-dulgente. La mayor de sus hijas poseía unabelleza indiscutible, y las más pequeñas tampo-co habían sido desfavorecidas por la naturale-za. Sirva esta sucinta exposición para evitar amis lectores la necesidad de escuchar el prolijorelato que de sus aventuras y sufrimientoshiciera Mrs. Thorpe a Mrs. Allen; detallada-mente expuesto, llegaría a ocupar tres o cuatro

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capítulos sucesivos, dedicados, en su mayorparte, a considerar la maldad e ineficacia de lacuria en general y a una repetición de conver-saciones celebradas más de veinte años antesde la fecha en que tiene lugar nuestra historia.

A pesar de hallarse muy ocupada aquellanoche en el teatro en corresponder debidamen-te los saludos y sonrisas de Mrs. Thorpe, Cat-herine no se olvidó de recorrer con la vista unay otra vez la sala, en espera de descubrir a Mr.Tilney. Fue en vano. Mr. Tilney tenía, al pare-cer, tan poca afición al teatro como al balneario.Más afortunada creyó ser al día siguiente alcomprobar que era una mañana espléndida,pues cuando hacía buen tiempo los hogaresquedaban vacíos y todo el mundo se lanzaba ala calle para felicitarse mutuamente por la exce-lencia de la temperatura. Tan pronto comohubieron terminado los oficios eclesiásticos, losThorpe y los Allen se reunieron, y después depermanecer en los salones del balneario eltiempo suficiente para enterarse de que tanta

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aglomeración de gente resultaba insoportable yde que no había entre todas aquellas personasuna sola distinguida —detalle que, según todosobservaron, se repetía cada domingo—, se mar-charon al Crescent donde el ambiente era másrefinado. Allí, Catherine e Isabella, cogidas delbrazo, gozaron nuevamente de las delicias de laamistad. Hablaron mucho y con verdadero pla-cer; pero Catherine vio una vez más defrauda-das sus esperanzas de encontrarse con su pare-ja. En los días que siguieron lo buscó sin éxitoen las tertulias matutinas y las vespertinas, enlas salas de baile y de concierto, en los bailes deconfianza y en los de etiqueta, entre la genteque iba andando, a caballo o en coche.

Ni siquiera aparecía inscrito su nombreen los libros de registro del balneario, la ansie-dad de la muchacha aumentaba por momentos.Indudablemente, Mr. Tilney debía de habersemarchado de Bath; sin embargo, la noche delbaile nada dijo a Catherine que hiciera suponera ésta que su marcha estaba próxima.

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Con todo ello aumentó la impresión demisterio tan necesaria en la vida de los héroes,lo que provocaba en la muchacha nuevas ansiasde verlo. Por medio de la familia Thorpe nologró averiguar nada, pues sólo llevaba dosdías en Bath cuando ocurrió el feliz encuentrocon Mrs. Allen. Catherine, sin embargo, hablóde Mr. Tilney en más de una ocasión con sunueva amiga, y como quiera que Isabella siem-pre la animaba a seguir pensando en el joven, laimpresión que en el ánimo de la muchacha éstehabía producido no se debilitaba ni por un ins-tante. Desde luego, Isabella se mostró segura deque Tilney debía de ser un hombre encantador,así como que su querida Catherine habría pro-vocado en él tal admiración que no tardarían enverlo aparecer nuevamente. Mrs. Thorpehallaba muy oportuno que Tilney fuera minis-tro de la Iglesia, pues siempre había sido parti-daria de tal profesión, y al decirlo dejó escaparun profundo suspiro. Catherine hizo mal, qui-zá, en no averiguar las causas de la emoción

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que expresaba su amiga; pero Catherine noestaba lo bastante experimentada en lides deamor ni en los deberes que requiere una firmeamistad para conocer el modo de forzar la an-siada confidencia.

Mrs. Allen, mientras tanto, disfrutabaenormemente de su estancia en Bath. Al finhabía encontrado una conocida, encarnada enla persona de una antigua amiga suya, a lo quedebía sumarse la grata seguridad de que éstavestía con menos elegancia y lujo que ella.

Ya no sé pasaba el día exclamando:«¡Cuánto desearía tener trato con alguien enBath!», sino «¡Cuánto celebro haber encontradoen Bath a Mrs. Thorpe!», demostrando tanto omayor afán por fomentar la amistad entre am-bas familias que el que sentían Catherine e Isa-bella, hasta el punto de jamás quedar contentacuando algún motivo le impedía pasar la ma-yor parte del día junto a Mrs. Thorpe, ocupadaen lo que ella llamaba conversar con su amiga.En realidad, tales conversaciones no entraña-

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ban cambio alguno de opinión acerca de uno ovarios asuntos, sino que se limitaban a la acos-tumbrada relación de los méritos de sus hijospor parte de Mrs. Thorpe y a la descripción desus trajes por parte de Mrs. Allen.

El desarrollo de la amistad de Isabella yCatherine fue, por su parte, tan rápido comoespontáneos habían sido sus comienzos, pa-sando ambas jóvenes por las distintas y necesa-rias gradaciones de ternura con prisa tal que alpoco tiempo no les quedaba prueba alguna deamistad mutua que ofrecerse. Se llamaban porsu nombre de pila, paseaban cogidas del brazo,se cuidaban las colas de los vestidos en los bai-les y cuando el tiempo no favorecía sus salidasse encerraban para leer juntas alguna novela.Novela, sí. ¿Por qué no decirlo? No pienso sercomo esos escritores que censuran un hecho alque ellos mismos contribuyen con sus obras,uniéndose a sus enemigos para vituperar estegénero de literatura, cubriendo de escarnio alas heroínas que su propia imaginación fabrica

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y calificando de sosas e insípidas las páginasque sus protagonistas hojean, según ellos, condisgusto. Si las heroínas no se respetan mu-tuamente, ¿cómo esperar de otros el aprecio yla estima debidos? Por mi parte, no estoy dis-puesta a restar a las mías lo uno ni lo otro. De-jemos a quienes publican en revistas criticar asu antojo un género que no dudan en calificarde insulso, y mantengámonos unidos los nove-listas para defender lo mejor que podamosnuestros intereses.

Representamos a un grupo literario in-justa y cruelmente denigrado, aun cuando es elque mayores goces ha procurado a la Humani-dad. Por soberbia, por ignorancia o por presio-nes de la moda, resulta que el número de nues-tros detractores es casi igual al de nuestros lec-tores y mientras mil plumas se dedican a alabarel ejemplo y esfuerzo de los hombres que nohicieron más que compendiar por enésima vezla historia de Inglaterra o coleccionar en unanueva edición algunas líneas de Milton de Pope

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y de Prior, junto con un artículo del Spectatorun capítulo de Sterne, la inmensa mayoría delos escritores procura desacreditar la labor delnovelista y resta importancia a obras que noadolecen de más defecto que el poner gracia,ingenio y buen gusto. A cada momento se oyedecir: «Yo no soy aficionado a leer novelas»;bien: «Yo apenas si leo novelas»; y a lo sumo:«Esta obra, para tratarse de una novela, no estádel todo mal». Si preguntamos a una dama:«¿Qué lee usted?», y ésta llámese Cecilia, Cami-lla o Belinda, que para el caso lo mismo da, seencuentra ocupada en la lectura de una obranovelesca, nos dirá sonrojándose: «Nada... Unanovela»; hasta sentirá cierta vergüenza dehaber sido descubierta concentrada en una obraen la que, por medio de un refinado lenguaje yuna inteligencia poderosa, le es dado conocer lainfinita variedad del carácter humano y las másfelices ocurrencias de una mente avispada ydespierta. Si, en cambio, esa misma dama estu-viese en el momento de la pregunta, buscando

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distracción a su aburrimiento en un ejemplardel Spectator, responder con orgullo y se jacta-ría de estar leyendo una obra a la postre tanplagada de hechos inverosímiles y de tópicosde escaso o ningún interés, concebidos, porañadidura en un lenguaje tan grosero que sor-prende el que pudiera ser sufrido y tolerado.

La conversación que a continuación ex-ponemos se celebró en el balneario ocho o nue-ve días después de haberse conocido las dosamigas, y bastará para dar una idea de la ternu-ra de los sentimientos que unían a Isabella y aCatherine y de la delicadeza, la discreción, laoriginalidad de pensamiento y el gusto literarioque caracterizaban y explicaban afecto tan pro-fundo.

El encuentro se había acordado de ante-mano, y como Isabella llegó al menos cincominutos antes que su amiga, su primera reac-ción al ver a ésta fue:

—Querida Catherine, ¿cómo llegas tantarde? Llevo esperándote un siglo.

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—¿De veras? Lo lamento de veras, perocreí que llegaba a tiempo. Confío en que nohayas tenido que esperar mucho.

—Pues debo de llevar aquí media hora.Da igual... Sentémonos y tratemos de pasarlobien. Tengo mil cosas que contarte. Cuando mepreparaba para salir temí por un instante quelloviese, y mis motivos tenía, ya que estabamuy nublado. ¿Sabes?, he visto un sombreroprecioso en un escaparate de Milsom Street. Esmuy parecido al tuyo, sólo que las cintas no sonverdes, sino color coquelicot. Tuve que conte-nerme para no comprarlo... Querida, ¿qué hashecho esta mañana? ¿Sigues leyendo Udolfo?

—Eso es justamente lo que he estadohaciendo, llegando al episodio del velo negro.

—¿De veras? ¡Qué delicia...! Por nada delmundo consentiría en decirte lo que se ocultadetrás de ese velo, ¿no estás muerta por saber-lo?

—¿Lo dudas acaso? Pero no, no me lo di-gas; no quisiera saberlo por nada del mundo.

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Estoy convencida de que se trata de un esquele-to, quizá el de Laurentina... Te aseguro que meencanta ese libro. Desearía pasarme la vidaleyéndolo, y si no hubiera sido porque estabasesperándome, por nada del mundo habría sali-do de casa esta mañana.

—¡Querida mía..., cuánto te lo agradezco!He pensado que cuando termines el Udolfo po-dríamos leer juntas El italiano, y para cuandoterminemos con ése tengo preparada una listade diez o doce títulos del mismo género.

—¿De verdad? ¡Cuánto me alegra! ¿Cuá-les son?

—Te lo diré ahora mismo, pues llevo lostítulos escritos en mi libreta: El castillo de Wol-fenbach, Clermont, Avisos misteriosos, El nigro-mante de la Selva Negra, La campana de la medianoche, La huérfana del Rin y Misterios horribles.Creo que con estos tenemos para a tiempo.

—Sí, sí... Ya lo creo. Pero ¿estás segura deque todos ellos son de terror?

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—Segurísima. Lo sé por una amiga míaque los ha leído. Se trata de Miss Andrews, lacriatura más encantadora del mundo. Me gus-taría que la conocieras. La encontrarías adora-ble. Se está haciendo una capa de punto que esuna preciosidad. Yo la encuentro admirable, yno entiendo cómo los hombres no sienten lomismo. Yo se lo he dicho a muchos, y hasta hereñido con más de uno a causa de ello.

—¿Has reñido porque no la admiraban?—Naturalmente. No hay nada en el

mundo que sea capaz de hacer si de ayudar alas personas por quienes siento cariño se trata.Te aseguro que no soy de las que quieren amedias. Mis sentimientos siempre son profun-dos y arraigados. Así, el invierno pasado pudedecirle al capitán Hunt, en el transcurso de unbaile, que por mucho que hiciera yo no bailaríacon él si antes no reconocía que Miss Andrewsera de una belleza angelical. Los hombres creenque nosotras las mujeres somos incapaces desentir verdadera amistad las unas por las otras,

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y me he propuesto demostrarles lo contrario. Si,por ejemplo, oyese que alguien hablaba de ti entérminos poco halagüeños, saldría en tu defen-sa al instante; pero no es probable que algo se-mejante suceda, considerando que eres de esasmujeres que siempre gustan a los hombres...

—¡Ay, Isabella! ¿Cómo dices eso?—exclamó Catherine, ruborizada.

—Lo digo porque estoy convencida deello: posees toda la viveza que a Miss Andrewsle falta; porque debo confesarte que es una mu-chacha muy sosa, la pobre. Vaya, se me olvida-ba decirte que ayer, cuando acabábamos desepararnos, vi a un joven mirarte con tal insis-tencia que sin duda debía de estar enamoradode ti.

Catherine se ruborizó de nuevo y rechazóla insinuación.

—Es cierto, te lo juro —dijo Isabella—; loque ocurre es que no aceptas el hecho de queprovocas admiración, porque salvo un hombrecuyo nombre no pronunciaré... No, si no te cen-

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suro por ello —añadió con tono más formal—.Además, comprendo tus sentimientos. Cuandoel corazón se entrega por completo a una per-sona, es imposible caer bajo el hechizo de otroshombres; todo lo que no se relacione con el seramado pierde interés, de modo que ya ves quete comprendo perfectamente.

—Pero no debieras hablarme en esta for-ma de Mr. Tilney, es posible que nunca vuelvaa verlo.

—¡Qué cosas dices! Si lo creyeses así serí-as muy desdichada.

—No tanto. Admito que me ha parecidoun hombre de trato muy agradable, pero mien-tras esté en condiciones de leer el Udolfo, te ase-guro que no hay nada en el mundo capaz dehacerme desgraciada. Ese velo terrible... Queri-da Isabella, estoy convencida de que el esquele-to de Laurentina yace oculto tras de él.

—A mí lo que me extraña es que no lohubieras leído antes. ¿Acaso tu madre se opo-ne a que leas novelas?

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—De ningún modo; precisamente está le-yendo Sir Charles Grandison; pero en casa notenemos muchas ocasiones de conocer obrasnuevas.

—¿Sir Charles Grandison? Pero ¡si es unaobra odiosa! Ahora recuerdo que Miss An-drews no pudo terminar el primer tomo.

—Pues yo lo encontré bastante entreteni-do; claro que no tanto como el Udolfo.

—¿De veras? Yo creía que era aburrido...Pero hablemos de otra cosa. ¿Has pensado en eladorno que te pondrás en la cabeza esta noche?Ya sabes que los hombres se fijan mucho enesos detalles, y hasta los comentan.

—¿Y qué puede importarnos? —preguntócon ingenuidad Catherine.

—¿Importarnos? Nada, por supuesto. Yotengo por norma no hacer caso de lo que pue-dan decir. Estoy convencida de que a los hom-bres se les debe hablar con desdén y descaro,pues si no los obligamos a guardar las distan-cias debidas se vuelven muy impertinentes.

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—¿Es posible? Pues te aseguro que no mehabía dado cuenta de que fueran así. Conmigosiempre se han mostrado muy correctos.

—Calla, por Dios; se dan unos aires... Sonlos seres más pretenciosos del mundo... Pero apropósito de ellos, jamás me has dicho, y esoque he estado a punto preguntártelo muchasveces, qué clase de hombre te gusta más: el ru-bio o el moreno.

—Pues la verdad es que nunca he pensa-do en ello; ahora que me lo preguntas, te diréque prefiero a los que no son ni muy rubios nimuy morenos.

—Veo, Catherine, que no me equivocaba.La descripción que acabas de hacer responde ala que antes hiciste de Mr. Tilney: cutis moreno,ojos oscuros y pelo castaño. Mi gusto es distintodel tuyo: prefiero los ojos claros y el cutis muymoreno; pero te suplico que no traiciones estaconfianza si algún día ves que alguno respondea tal descripción.

—¿Traicionarte? ¿Qué quieres decir?

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—Nada, nada, no me preguntes más; meparece que ya he hablado demasiado. Cambie-mos de tema.

Catherine, algo asombrada, obedeció, ydespués de breves minutos de silencio se dis-puso a volver sobre lo que en ese momento másla interesaba en el mundo, el esqueleto de Lau-rentina, cuando, de repente, su amiga la inte-rrumpió diciendo:

—Por Dios, marchémonos de aquí. Haydos jóvenes insolentes que no dejan de mirarmedesde hace un rato. Veamos si en el registroaparece el nombre de algún recién llegado,pues no creo que se atrevan a seguirnos.

Se marcharon, pues, a examinar los librosde inscripción de bañistas, y mientras Isabellalos leía minuciosamente, Catherine se encargóde la delicada tarea de vigilar a la pareja dealarmantes admiradores.

—Vienen hacia aquí. ¿Será posible quesean tan impertinentes como para seguirnos?

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Avísame si ves que se dirigen hacia aquí; yo nopienso levantar la cabeza de este libro.

Después de breves instantes, Catherinepudo, con gran satisfacción por su parte, asegu-rar a su amiga que podía recobrar la perdidatranquilidad, pues los jóvenes en cuestión habí-an desaparecido.

—¿Hacia dónde han ido? —preguntó Isa-bella, volviendo rápidamente la cabeza—. Unode ellos era muy guapo.

—Se han dirigido hacia el cementerio.—Al fin se han decidido a dejarnos en

paz. ¿Te apetece ir a Edgar's a ver el sombreroque quiero comprarme?

Catherine se mostró de acuerdo con lapropuesta pero no pudo por menos de expresarsu temor de que volvieran a encontrarse con losdos jóvenes.

—No te preocupes por eso. Si nos damosprisa podremos alcanzarlos y pasar de largo.Me muero de ganas de enseñarte ese sombrero.

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—Si aguardamos unos minutos no corre-remos el riesgo de cruzarnos con ellos.

—De ninguna manera; sería hacerles de-masiado favor; ya te he dicho que no me gustahalagar tanto a los hombres. Si están tan con-sentidos es porque algunas mujeres los mimanen exceso.

Catherine no encontró razón alguna queoponerse a aquellos argumentos, y para queMiss Thorpe pudiera hacer alarde de su inde-pendencia y su afán de humillar al sexo fuerte,salieron a toda prisa en busca de los dos jóve-nes.

Medio minuto más tarde llegaban las dosamigas al arco que hay enfrente del Union Pas-sage, donde súbitamente su andar se vio inte-rrumpido. Todos los que conocen Bath sabenque el cruce de Cheap Street es muy concurridodebido a que se encuentra allí la principal po-sada de la población, además de desembocar enesta última calle las carreteras de Londres y deOxford, y raro es el día en que las señoritas que

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la atraviesan en busca de pasteles, de compraso de novio no quedan largo rato detenidas enlas aceras debido al tráfico constante de coches,carros o jinetes. Isabella había experimentadomuchas veces los inconvenientes derivados deesta circunstancia, y muchas veces también sehabía lamentado de ello. La presente ocasión leproporcionó una nueva oportunidad de mani-festar su desagrado, pues en el momento enque tenía a la vista a los dos admiradores, quecruzaban la calle sorteando el lodo de las alcan-tarillas, se vio de repente detenida por un cale-sín que un cochero, por demás osado, lanzabacontra los adoquines de la acera, con evidentepeligro para sí, para el caballo y para los ocu-pantes del vehículo.

—¡Odio esos calesines! —exclamó—. Losodio con toda mi alma.

Pero aquel odio tan justificado fue de cor-ta duración, ya que al mirar de nuevo volvió aexclamar, esta vez llena de gozo:

—¡Cielos! Mr. Morland y mi hermano.

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—¡Cielos! James... —dijo casi al mismotiempo Catherine.

Al ser observadas por los dos caballeros,estos refrenaron la marcha de los caballos contal vehemencia que por poco lo tiran haciaatrás, saltando acto seguido del calesín, mien-tras el criado, que había bajado del pescante, seencargaba del vehículo.

Catherine, para quien aquel encuentro eratotalmente inesperado, recibió con grandesmuestras de cariño a su hermano, correspon-diéndola él del mismo modo. Pero las ardientesmiradas que Miss Thorpe dirigía al joven pron-to distrajeron la atención de éste de sus frater-nales deberes, obligándolo a fijarla en la bellajoven con una turbación tal que, de ser Catheri-ne tan experta en conocer los sentimientos aje-nos como lo era en apreciar los suyos, habríaadvertido que su hermano encontraba a Isabe-lla tan guapa o más de lo que ella misma pen-saba.

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John Thorpe, que hasta ese momentohabía estado ocupado en dar órdenes relativasal coche y los caballos, se unió poco después algrupo, y entonces fue Catherine objeto de loscorrespondientes elogios, mientras que Isabellahubo de contentarse con un somero saludo.

Mr. Thorpe era de mediana estatura ybastante obeso, y a su aspecto vulgar añadía elser de tan extraño proceder que no parecía sinotemer que resultase demasiado guapo si no sevestía como un lacayo y demasiado fino si notrataba a la gente con la debida cortesía. Sacóde repente el reloj y exclamó:

—¡Vaya por Dios! ¿Cuánto tiempo diráusted, Miss Morland, que hemos tardado enllegar desde Tetbury?

—¿Qué distancia hay? —preguntó Cat-herine.

Su hermano contestó que había veintitrésmillas.

—¿Veintitrés millas? —dijo Thorpe—.Veinticinco, como mínimo.

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Morland pretendió que rectificase, ba-sándose para ello en las declaraciones incontes-tables de las guías, de los dueños de posadas yde los postes del camino; pero su amigo semantuvo firme en sus trece, asegurando que éltenía pruebas más incontestables aún.

—Yo sé que son veinticinco —afirmó—por el tiempo que hemos invertido en recorrer-las. Ahora es la una y media; salimos de lascocheras de Tetbury a las once en punto, y de-safío a cualquiera a que consiga refrenar micaballo de modo que marche a menos de diezmillas por hora; echen la cuenta y verán si noson veinticinco millas.

—Habrás perdido una hora —replicóMorland—. Te repito que cuando salimos deTetbury sólo eran las diez.

—¿Las diez? ¡Estás equivocado! Precisa-mente me entretuve en contar las campanadasdel reloj. Su hermano, señorita, querrá conven-cerme de lo contrario, pero no tienen ustedesmás que fijarse en el caballo. ¿Acaso han visto

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ustedes en su vida prueba más irrefutable? —Elcriado acababa de subir al calesín y había salidoa toda velocidad—. ¿Tres horas y media pararecorrer veintitrés millas? Miren ustedes a eseanimal y díganme si lo creen posible...

—Pues la verdad es que está cubierto desudor.

—¿Cubierto de sudor? No se le habíamovido un pelo cuando llegamos a la iglesia deWalcot. Lo que digo es que se fijen ustedes enlas patas delanteras, en los lomos, en la maneraque tiene de moverse. Les aseguro que ese ca-ballo no puede andar menos de diez millas porhora. Sería preciso atarle las patas, y aun asícorrería. ¿Qué le parece a usted el calesín, MissMorland? ¿Verdad que es admirable? Lo tengohace menos de un mes. Lo mandó hacer unchico amigo mío y compañero de universidad,buena persona. Lo disfrutó unas semanas y notuvo más remedio que deshacerse de él. Dio lacasualidad que por entonces andaba yo a lacaza de un coche ligero, hasta le tenía echado el

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ojo a un cabriolé; pero al entrar en Oxford, ysobre el puente Magdalen precisamente meencontré a mi amigo, quien me dijo: «Oye,Thorpe ¿tú no querrías comprar un coche comoéste? A pesar de que es inmejorable estoy hartode él y quiero venderlo. «¡Maldición!», dije,«¿cuánto quieres?» ¿Y cuánto le parece a ustedque me pidió, Miss Morland?

—La verdad, no lo sé...—Como habrá usted visto, la suspensión

es excelente por no hablar del cajón, los guarda-fangos, los faros, y las molduras, que son deplata. Pues me pidió cincuenta guineas; yo ce-rré el trato, le entregué el dinero y me hice conel calesín.

—Lo felicito —dijo Catherine— pero laverdad es que sé tan poco de estas cosas queme resulta imposible juzgar si se trata de unprecio bajo o elevado.

—Ni lo uno ni lo otro, quizá hubiera po-dido comprarlo por menos, pero no me gusta

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regatear, y al pobre Freeman le hacía falta eldinero.

—Pues fue muy amable por su parte —dijo Catherine

—¿Qué quiere usted? Siempre hay queayudar a amigo cuando se tiene ocasión dehacerlo.

A continuación los caballeros pregunta-ron a las muchachas hacia dónde se dirigían, yal contestar éstas que a Edgar's, resolvieronacompañarlas y de paso ofrecer sus respetos aMrs. Thorpe. Isabella y James se adelantaron ytan satisfecha se encontraba ella, tanto afánponía en resultar agradable para aquel hombre,a cuyos méritos, añadía el ser amigo de suhermano y hermano de su amiga; tan puros ylibres de toda coquetería eran sus sentimientos,que cuando al llegar a Milsom Street vio denuevo a los dos jóvenes del balneario, se guar-dó de atraer la atención y no volvió la cabezaen dirección a ellos más que tres veces. JohnThorpe seguía a su hermana, escoltando al

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mismo tiempo a Catherine, a quien pretendíaentretener nuevamente con el asunto del cale-sín.

—Mucha gente —dijo— calificaría lacompra de negocio admirable, y, en efecto, dehaberlo vendido al día siguiente habría obteni-do diez guineas de ganancia. Jackson, otrocompañero de universidad, me ofreció sesentapor él. Morland estaba delante cuando me hizola proposición.

—Sí —convino Morland, que había oído asu amigo—. Pero, si mal no recuerdo, ese precioincluía al caballo.

—¿El caballo? El caballo lo habría podidovender por cien. ¿A usted le agrada pasear acoche descubierto, señorita?

—Pocas veces he tenido ocasión de hacer-lo, pero sí, me gusta mucho.

—Lo celebro, y le prometo sacarla todoslos días en el mío.

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—Gracias —dijo Catherine algo confusa,ya que no sabía si debía aceptar o no la pro-puesta.

—Mañana mismo la llevaré a LansdownHill.

—Muchas gracias, pero... el caballo estarácansado; convendría dejarle descansar...

—¿Descansar? Pero ¡si sólo ha hechoveintitrés millas hoy! No hay nada que eche aperder tanto a un caballo como el excesivo des-canso. Durante mi permanencia en Bath piensohacer trabajar al mío al menos cuatro horasdiarias.

—¿De veras? —dijo Catherine con tonograve—. En ese caso correrá cuarenta millaspor día.

—Cuarenta o cincuenta. ¿Qué más da? Ypara empezar, me comprometo desde ahora allevarla a usted a Lansdown mañana.

—¡Qué agradable proposición! —exclamóIsabella, volviéndose—. Te envidio, querida

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Catherine, porque... supongo, hermano, que notendrás sitio más que para dos personas.

—Por supuesto. Además, no he venido aBath con el objeto de pasear a mis hermanas.¡Pues sí que iba a resultarme divertido! Encambio, Morland tendrá mucho gusto enacompañarte a donde quieras.

Tales palabras provocaron un intercam-bio de cumplidos entre James y Miss Thorpe,del que Catherine no logró oír el final. La con-versación de su acompañante por otra parte, seconvirtió finalmente en comentarios breves yterminantes acerca del rostro y la figura decuantas mujeres se cruzaban en su camino.Catherine después de escucharlo unos minutossin atreverse a contrariarlo que para su mentefemenina y timorata era opinión autorizadísimaen materias de belleza, trató de girar la conver-sación hacia otros derroteros, formulando unapregunta relacionada con aquello que ocupabapor completo su imaginación.

—¿Ha leído usted Udolfo, Mr. Morland?

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—¿Udolfo? ¡Por Dios, qué disparate! Ja-más leo novelas; tengo otras cosas más impor-tantes que hacer.

Catherine, humillada y confusa, iba a dis-culparse por sus gustos en lo que a literatura serefería, cuando el joven la interrumpió dicien-do:

—Las novelas no son más que una sartade tonterías. Desde la aparición de Tom Jones nohe vuelto a encontrar nada que merezca la penade ser leído. Sólo El monje, lo demás me resultacompletamente necio.

—Pues yo creo que si leyera usted Udolfolo encontraría muy interesante...

—Seguramente no. De leer algo, sería al-guna obra de Mrs. Radcliffe, cuyos libros tienencierta naturalidad, bastante interés.

—Pero ¡si Udolfo está escrito por Mrs.Radcliffe! —exclamó Catherine titubeando unpoco por temor a ofender con sus palabras aljoven.

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—¡Es cierto! Sí, ahora lo recuerdo; tieneusted razón me había confundido con otra es-túpida obra escrita por esa mujer que tanto dioque hablar en un momento, la misma que secasó luego con un emigrante francés.

—Supongo que se referirá usted a Camila.—Sí, ése es el título precisamente. ¡Qué

idiotez! Un viejo jugando al columpio. Yo em-pecé el primer tomo, pero pronto comprendíque se trataba de una necedad absoluta, y lodejé. No esperaba otra cosa, por supuesto. Des-de el instante en que supe que la autora sehabía casado con un emigrante comprendí quenunca podría acabar su obra.

—Yo aún no la he leído.—Pues no ha perdido nada. Le aseguro

que es el asunto más idiota que se pueda ima-ginar. Con decirle que no se trata más que deun viejo que juega al columpio y aprende ellatín, está todo dicho.

Esta disertación sobre crítica literaria,acerca de cuya exactitud Catherine no podía

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juzgar, les llevó hasta la puerta misma de lacasa donde se hospedaba Miss Thorpe, y lossentimientos «imparciales» del lector de Camilahubieron de transformarse en los de un hijocariñoso y respetuoso ante Mrs. Thorpe, quehabía bajado a recibirlos en cuanto los vio lle-gar.

—Hola, madre —dijo él, dándole al mis-mo tiempo un fuerte apretón de mano—.¿Dónde has comprado ese sombrero tan es-trambótico? Pareces una bruja con él. Pero, aotra cosa: aquí tienes a Morland, que ha venidoa pasarse un par de días con nosotros, conqueya puedes empezar a buscarnos dos buenascamas por aquí cerca.

A juzgar por la alegría que reflejaba elrostro de Mrs. Thorpe, tales palabras debieronde satisfacer en gran medida sus anhelos ma-ternales. A continuación Mr. Thorpe pasó acumplimentar a sus dos hermanas más peque-ñas, mostrándoles el mismo afecto, interesán-

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dose por ellas y añadiendo luego que las encon-traba sumamente feas.

Estos modales desagradaron enormemen-te a Catherine, pero se trataba de un amigo deJames y hermano de Isabella, y sus escrúpulosquedaron luego más apaciguados ante el co-mentario de ésta, quien, al encaminarse ambasa la sombrerería, le aseguró que John la encon-traba encantadora. Dicha afirmación fue corro-borada por la actitud del propio John, quien lepidió que aceptase ir a un baile con él aquellamisma noche. Si hubiera tenida más años y másvanidad, este hecho no habría surtido el mismoefecto, pero cuando en una persona se unen lajuventud y la timidez es preciso que sea extra-ordinariamente centrada para resistir el halagode oírse llamar «la mujer más encantadora delmundo» y de verse solicitada para un baile mu-chas horas antes de celebrarse éste. Consecuen-cia de ello fue que, al verse solos los hermanosMorland, cuando, después de haber acompa-ñado un buen rato a la familia Thorpe, se mar-

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charon a casa de Mrs. Allen, James preguntó aCatherine:

—Y bien, ¿qué opinas de mi amigo Thor-pe?

Catherine, en lugar de contestar comohabría hecho de no mediar una relación deamistad y cierto estado de fascinación, respon-dió sin pensárselo dos veces:

—Me agrada mucho, parece muy amable.—Es un muchacho excelente —apuntó

James—; tal vez hable demasiado, pero eso alas mujeres os gusta. Y el resto de la familia,¿qué te ha parecido?

—Encantadores, en particular Isabella.—Me alegra oírtelo decir, porque es pre-

cisamente la clase de mujer cuya compañía teconviene frecuentar. Tiene buen sentido y natu-ralidad. Hace mucho tiempo que deseaba queos conocierais, y ella, al parecer te estima mu-cho. Me ha hablado de ti en términos muy elo-giosos, y esto, viniendo de una mujer como ella,debería enorgullecerte, querida Catherine —

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dijo James, apretando afectuosamente la manode su hermana.

—Y me enorgullece —contestó Catheri-ne—. Aprecio mucho a Isabella, y me alegro deque a ti también te agrade. Como jamás nosdijiste nada de la temporada que pasaste encasa de esa familia, no tuve modo de suponerque te habría producido tan grata impresión.

—No te escribí porque pensaba verteaquí. Confío en que os veáis a menudo mien-tras dura vuestra estancia en Bath. Isabella es,como antes te dije, una mujer muy amable, ytambién muy inteligente y sensata. Sus herma-nos al parecer la quieren mucho. En realidad,todos los que la conocen quedan encantadoscon ella, ¿verdad?

—Así es. Mr. Allen dice que es la chicamás bonita que hay en Bath esta temporada.

—No me extraña tratándose de Mr. Allen,a quien considero una autoridad en materia debelleza femenina. Por lo demás, mi queridaCatherine, me alegra comprobar que estás con-

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tenta en Bath, y no me extraña, teniendo poramiga y compañera a una chica como IsabellaThorpe; aparte que los Allen seguramente semuestran muy amables contigo.

—Sí, son muy cariñosos, y puedo asegu-rarte que nunca he estado tan contenta comoahora. Además, te agradezco enormemente quehayas venido desde tan lejos sólo por verme.

James aceptó estas palabras de gratitud,no sin disculparse ante su conciencia, y dijo contono afectuoso:

—Verdaderamente, te quiero mucho,hermanita.

Siguieron luego las lógicas preguntasacerca de la familia, además de varios asuntosíntimos, y así, hablando sin más que una brevedigresión por parte de James para alabar la be-lleza de Miss Thorpe, llegaron a PulteneyStreet, donde el joven fue recibido con grancariño por Mr. y Mrs. Allen. Acto seguido aquéllo invitó formalmente a comer y la señora lepidió que adivinase el precio y apreciase la ca-

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lidad de su nueva esclavina y del correspon-diente manguito que llevaba puesto. Una invi-tación previa a comer en Edgar's impidió a Ja-mes aceptar lo primero y lo obligó a marcharsesin cumplir apenas con lo segundo, y tras espe-cificarse de manera clara y concreta la hora enque debían reunirse ambas familias en el SalónOctogonal aquella noche, Catherine pudo dedi-carse a seguir con ansiedad siempre crecientelas vicisitudes heroicas de Udolfo, interesándo-se de modo en su lectura que no lograban dis-traer su atención asuntos tan mundanos y ma-teriales como el vestirse para comer y asistir albaile luego, ni la preocupación de Allen, ago-biada por el temor de que una modista negli-gente la dejase sin traje. De los sesenta minutosque componen una hora, Catherine no pudodedicar mas que uno al recuerdo de la felicidadque suponía el que la hubieran invitado a bai-lar.

A pesar del interés absorbente de la lectu-ra del Udolfo y de la falta de formalidad de la

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modista, el grupo de Pulteney Street llegó albalneario con puntualidad ejemplar. Dos o tresminutos antes se había presentado en él la fa-milia Thorpe, acompañada de James e Isabella;después de saludar a su amiga con su acostum-brada amabilidad, y de admirar de inmediato eltraje y el tocado de Catherine, tomó a ésta delbrazo y entró con ella en el salón de baile, bro-meando y compensando con pellizcos en lamano y sonrisas la falta de ideas que caracteri-zaba su conversación.

Pocos minutos después de llegar todos alsalón dio comienzo el baile, y James, que, mu-cho antes de que Catherine se comprometieracon John, había solicitado de Isabella el honorde la primera pieza, rogó a la muchacha que lehiciera el honor de cumplir lo prometido; peroal comprobar Miss Thorpe que John acababa demarcharse a la sala de juego en busca de unamigo, decidió esperar a que volviera su her-mano y sacase a bailar a su amiga del alma.

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—Le aseguro —dijo a James— que estoyresuelta a no levantarme de aquí hasta que nosalga a bailar su hermana; temo que de lo con-trario permanezcamos separadas el resto de lanoche.

Catherine aceptó con enorme gratitud lapropuesta de su amiga, y por espacio de unosminutos permanecieron allí los tres, hasta queIsabella, tras cuchichear brevemente con James,se volvió hacia Catherine y, mientras se levan-taba de su asiento, le dijo:

—Querida Catherine, tu hermano tienetal prisa por bailar que me veo obligada aabandonarte. No hay manera de convencerlode que esperemos. Supongo que no te molesta-rá el que te deje, ¿verdad? Además, estoy segu-ra de que John no tardará en venir a buscarte.

Aun cuando a Catherine la idea de espe-rar no le agradó del todo, era demasiado buenapara oponerse a los deseos de su amiga, y envista de que el baile empezaba, Isabella leoprimió cariñosamente el brazo y con un afec-

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tuoso «Adiós, querida», se marchó a bailar.Como las dos hermanas de Isabella tenían tam-bién pareja, Catherine quedó con la única com-pañía de las dos señoras mayores. No podíapor menos de molestarle el que Mr. Thorpe nose hubiera presentado a reclamar un baile soli-citado con tanta antelación, y, aparte esto, lemortificaba el verse privada de bailar y obliga-da por ello a representar el mismo papel queotras jóvenes que aún no habían encontradoquien se dignara acercarse a ellas. Pero es des-tino de toda heroína el verse en ocasión despre-ciada por el mundo, sufrir toda clase de difa-maciones y calumnias y aun así conservar elcorazón puro limpio de toda culpa. La fortalezaque revela en esas circunstancias es justamentelo que la dignifica y ennoblece. En tal difícilesmomentos, Catherine dio también prueba de sufortaleza de espíritu al no permitir que sus la-bios surgiese la más leve queja.

De tan humillante situación vino a salvar-la diez minutos más tarde la inesperada visión

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de Mr. Tilney, el ingrato pasó muy cerca deella; pero iba tan ocupado charlando con unaelegante y bella mujer que se apoyaba en subrazo, que no reparó en Catherine ni apreciar,por lo tanto, la sonrisa y el rubor que en el ros-tro de ella había provocado su inesperada pre-sencia. Catherine lo encontró tan distinguidocomo la primera vez que le habló, y supuso,desde luego, que aquella señora sería hermanasuya, con lo que inconscientemente desaprove-chó una nueva ocasión de mostrarse digna delnombre de heroína conservando su presenciade espíritu aun en el difícil trance de ver alamado pendiente de las palabras de otra mujer.Ni siquiera se le ocurrió transformar su senti-miento por Mr. Tilney en amor imposible su-poniéndolo casado. Dejándose guiar por susencilla imaginación, dio por sentado que nodebía de estar comprometido quien se habíadirigido a ella en forma tan distinta de comosolían hacerlo otros hombres casados que ellaconocía. De estarlo, habría mencionado alguna

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vez a su esposa, tal como había hecho respectoa su hermana. Tal convencimiento, desde lue-go, la indujo a creer que aquella dama no eraotra que Miss Tilney, evitándose con ello que,presa de gran agitación y desempeñando fiel-mente su papel, cayera desvanecida sobre elamplio seno de Mrs. Allen, en lugar de perma-necer, como hizo, erguida y en perfecto uso desus facultades, sin dar más prueba de la emo-ción que la embargaba que un ligero rubor enlas mejillas.

Mr. Tilney y su pareja se aproximaronlentamente, precedidos por una señora queresultó ser conocida de Mrs. Thorpe, y tras de-tenerse aquélla a saludar a la madre de Isabella,la pareja hizo otro tanto, momento en que Mr.Tilney saludó a Catherine con una amable son-risa. La muchacha correspondió el gesto coninfinito placer y entonces él, avanzando másaún, habló con ella y con Mrs. Allen, quien lecontestó muy cortésmente.

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—Me alegra verlo de nuevo en Bath; te-míamos que hubiera abandonado definitiva-mente el balneario.

El joven agradeció aquel cumplido y leinformó de que se había «visto obligado» a au-sentarse de Bath algunas horas después dehaber tenido el placer de conocerlas.

—Estoy segura de que no lamentará elhaber regresado, pues no hay mejor lugar queéste, y no sólo gente joven, sino para todo elmundo. Cuando mi marido se queja de queprolongamos demasiado nuestra estancia aquí,le digo que hace mal en lamentarse, pues enesta época del año el lugar donde vivimos es delo mas aburrido, y, al fin y al cabo, supone unasuerte mejor poder recobrar la salud en unapoblación donde es posible distraerse tanto.

—Sólo resta, señora, que la gratitud deverse aliviado haga que Mr. Tilney le tome afi-ción al balneario.

—Muchas gracias, caballero, y estoy se-gura de que así será. Figúrese que el invierno

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pasado un vecino nuestro, el doctor Skinner,estuvo aquí por padecer problemas de salud yregresó completamente restablecido y hasta conunos kilos de más.

—Pues imagino que su ejemplo debe ser-virles de aliciente.

—Sí, señor; pero el caso es que el doctorSkinner y su familia permanecieron aquí porespacio de tres meses, lo cual demuestra, comole digo yo a mi marido, que no debemos tenerprisa en marcharnos.

Tan grata conversación se vio interrum-pida por Mrs. Thorpe, quien les rogó que deja-sen lugar para que se sentasen junto a ellasMrs. Hughes y Miss Tilney, que habían mani-festado deseos de incorporarse al grupo. Asíhicieron, y al cabo de unos momentos de silen-cio Mr. Tilney propuso a Catherine que baila-ran.

La muchacha lamentó profundamente nopoder aceptar tan grata invitación, y de haberreparado en Mr. Thorpe, que en aquel preciso

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instante se acercaba a reclamar su baile, lehabría parecido exagerado y mortificante el quesu pareja se mostrase pesarosa de comprometi-da.

La indiferencia con que Mr. Thorpe dis-culpó su ausencia y retraso aumentaron hastatal punto el mal humor de Catherine, que éstani siquiera fingió prestar atención a lo queaquél le contaba, y que estaba relacionado,principalmente, con los caballos y perros queposeía un amigo a quien acababa de ver y deun proyectado intercambio de cachorros; todolo cual interesó tan poco a Catherine que nopodía evitar dirigir una y otra vez la miradahacia el lado del salón donde había quedadoMr. Tilney.

De la amiga entrañable con quien tantodeseaba hablar del joven no había vuelto a sa-ber nada; sin duda estaría bailando en un cua-dro distinto. Catherine y su pareja se vieronobligados a entrar en uno compuesto por per-sonas a quienes no conocían, deduciendo la

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muchacha de tanta contrariedad que el hechode tener un baile comprometido de antemanono siempre es motivo de mayor dignidad yplacer. De tan sabias reflexiones vino a sacarlaMrs. Hughes, que, tocándola en el hombro yseguida muy de cerca por Miss Tilney, le dijo:

—Perdone usted, Miss Morland, que metome esta libertad, pero no conseguimos encon-trar a Miss Thorpe, y su madre me ha dicho queusted no tendría inconveniente en permitir queesta señorita bailase en el mismo cuadro queustedes.

Mrs. Hughes no habría podido dirigir susruegos a persona alguna más dispuesta a com-placerla. Ambas muchachas fueron presenta-das, y en tanto Miss Tilney expresaba su agra-decimiento a Catherine, ésta, con la delicadezapropia de todo corazón generoso, procurabarestar importancia a su acción. Mrs. Hughes,libre ya de la obligación de ocuparse de su bellaacompañante, volvió de nuevo al lado de lasotras señoras.

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Miss Tilney poseía un rostro de faccionesagradables y una bonita figura, y si bien carecíade la arrogante belleza de Isabella, resultaba, encambio, más distinguida que ésta. Sus modaleseran refinados y su comportamiento ni excesi-vamente tímido ni afectadamente fresco, con locual resultaba alegre, bonita y atractiva comopara llamar la atención de cuantos hombres lamiraban sin necesidad de hacer vehementesdemostraciones de contrariedad o de placercada vez que se presentaba ocasión de manifes-tar cualquiera de estos sentimientos, Catherine,que se mostró sumamente interesada en la jo-ven por su parecido con Mr. Tilney y el paren-tesco que la unía a éste, trató de fomentar aquelconocimiento hablando con animación apenasencontraba algo que decir y la oportunidad dedecirlo. Puesto que ambas circunstancias no sedaban, hubieron de contentarse con una con-versación banal, limitada a mutuas preguntasacerca de su estancia en Bath, a dedicar fraseselogiosas a los monumentos de la población y a

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la belleza de los alrededores y a indagar sobrelos gustos pictóricos, musicales y ecuestres deambas.

Apenas hubo terminado la pieza, Cat-herine sintió que alguien le oprimía el brazo; sevolvió y comprobó que se trataba de la fiel Isa-bella, quien con gran regocijo exclamó:

—¡Por fin te encuentro, querida Catheri-ne! Hace hora y media que te busco. ¿Cómo seos ha ocurrido bailar en este cuadro sabiendoque yo estaba en el otro, no sabes cuánto de-seaba encontrarme cerca de ti.

—Mi querida Isabella —repuso Catheri-ne—, ¿cómo querías que me reuniese contigo sino tenía ni idea dónde estabas?

—Lo mismo le dije a tu hermano, pero noquiso hacerme caso. «Vaya usted a buscarla,Mr. Morland», le pedí, y él sin querer compla-cerme. ¿No es cierto, Mr. Morland? Pero loshombres son tan holgazanes... advierto que heestado riñéndolo todo el tiempo; ya sabes que

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en ciertos casos suelo prescindir de toda etique-ta.

—¿Ves a esa muchacha con la tiara decuentas blancas? —musitó Catherine al oído deIsabella, en un aparte—. Es la hermana de Mr.Tilney.

—¿Qué dices? ¿Es posible? A ver, dejaque la mire. ¡Qué chica tan encantadora! Jamáshe visto una mujer tan bonita. Y su conquista-dor y todopoderoso hermano, ¿dónde está?¿Ha venido al baile? Enséñamelo; me mueropor conocerlo. Mr. Morland, le prohíbo queescuche lo que hablamos; entre otras cosas,porque no se refiere a usted.

—Pero ¿a qué viene tanto secreto? ¿Quéocurre?

—Ya está. ¿Cómo era posible que no pre-tendiera usted enterarse? ¡Qué curiosos son loshombres! y luego tachan de curiosas a las muje-res... Ya le he dicho que lo que hablamos con miamiga a usted no le interesa.

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—¿Y cree acaso que semejante argumentopuede satisfacerme?

—Es el colmo... Jamás he visto cosa igual.¿Qué puede importarle a usted nuestra conver-sación? Además, como podría ocurrir que men-cionásemos su nombre, será preferible que noescuche, no sea que oiga alguna cosa que no leagrade.

Tanto duró aquella discusión insustancialque el asunto que la provocó quedó relegado alolvido, y aun cuando Catherine se alegró deello, no pudo por menos de asombrarse ante lafalta de interés que por Mr. Tilney mostró re-pentinamente Isabella. Cuando sonaron lasprimeras notas de un nuevo baile, James pre-tendió sacar a danzar de nuevo a su bella pare-ja, pero ésta, resistiéndose, exclamó:

—De ninguna manera, Mr. Morland.¡Qué cosas se le ocurren! ¿Querrás creer, queri-da Catherine, que tu hermano se empeña enbailar otra vez conmigo? Y eso a pesar dehaberle dicho que su deseo es contrario a lo que

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manda la costumbre. Si ambos no eligiéramos aotra pareja todo el mundo nos criticaría.

—Le aseguro —insistió James— que enesta clase de bailes y en salones públicos unopuede bailar con cualquiera.

—¡Qué disparate! Es usted tozudo, deverdad. Cuando un hombre se empeña en unacosa no hay quien convenza de lo contrario.Catherine, ayúdame a pedir a tu hermano, te loruego. Haz el favor de decirle, incluso a ti tesorprendería verme incurrir en semejante inco-rrección. ¿Verdad que te parecería mal?

—Pues lo cierto es que no; pero si para ties un problema, puedes cambiar de pareja.

—Ya ha oído usted a su hermana —dijoIsabella dirigiéndose a James—. Imagino quehabrá bastado para convencerlo. ¿Que no? Estábien, pero medite sobre ello y piense que noserá culpa mía si todas las viejas de Bath noscensuran. Catherine, no me abandones, te losuplico.

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Y con estas palabras Isabella se marchóacompañada de James. Como poco antes JohnThorpe había hecho lo propio, Catherine, de-seosa de ofrecer a Mr. Tilney ocasión de repetirla agradable petición que poco antes había diri-gido, se encaminó hacia donde se hallaban Mrs.Allen y Mrs. Thorpe, con la esperanza de en-contrar allí a su amigo, pero se llevó una des-ilusión.

—Hola, hijita —le dijo Mrs. Thorpe, quequería oír elogiar a su hijo—. ¿Te ha resultadoagradable la compañía de John?

—Mucho, sí, señora.—Lo celebro; es un muchacho encanta-

dor, ¿no te parece?—¿Has visto a Mr. Tilney, hija mía? —

intervino Allen.—No,... ¿Dónde está?—Hasta hace un momento estaba aquí,

pero dijo que se cansaba de mirar y que iba abailar. Supuse que había ido en busca tuya.

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—¿Dónde estará? —se preguntó en vozalta Catherine buscando por todas partes, hastaque al fin lo vio acompañado de una hermosamuchacha.

—¡Ay!, ya tiene pareja —exclamó Mrs.Allen—. ¡Qué lástima que no te haya invitado ati! —Hizo una pausa y añadió—. Es un chicoencantador, ¿verdad?

—Sí que lo es, Mrs. Allen —comentó Mrs.Thorpe.

—No lo digo porque sea su madre, peroen el mundo no existe muchacho más amable ysimpático.

Semejante afirmación habría dejado con-fusas a otras personas, pero no desconcertó aMrs. Allen, quien, tras titubear por un instante,dijo luego en voz baja a Catherine:

—Por lo visto ha creído que me refería asu hijo.

Catherine estaba desolada. Por retrasarseunos minutos había perdido la ocasión quedesde hacía tanto tiempo aguardaba. Su desen-

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gaño la impulsó a tratar con desdén a JohnThorpe cuando éste, acercándose poco después,le dijo:

—Bueno, Miss Morland, supongo que es-tará usted dispuesta a que bailemos juntos otravez.

—No, muchas gracias —contestó ella contono áspero—. Se lo agradezco mucho, peroestoy cansada y por esta noche no pienso bailarmás.

—Vaya... En ese caso nos pasearemos ynos reiremos de los demás. Cójase de mi brazoy le indicaré las personas más bromistas quehay aquí esta noche. ¿Sabe cuáles son? Se lodiré. Me refiero a mis hermanas más pequeñasy sus parejas. Hace media hora que me diviertoobservándolas.

La muchacha se excusó de nuevo y, al fin,logró que Mr. Thorpe se marchara a bromearcon sus hermanas. El resto de la velada fue paraCatherine extremadamente aburrido. Mr. Til-ney tuvo que ausentarse del grupo a la hora del

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té para acompañar a su pareja. Miss Tilney nose separó de allí, pero no tuvo ocasión de cam-biar con ella frase alguna. En cuanto a James eIsabella, se veían tan enfrascados charlando,que ésta no pudo dedicar a su amiga del almamás que una sonrisa, un apretón de mano y un«Querida Catherine».

La desdicha de Catherine pasó aquellanoche por las siguientes fases: primero, descon-tento general con cuanto la rodeaba en el salónde baile; luego, un tedio insuperable, y, final-mente, un deseo imperioso de marcharse a sucasa. Al llegar a Pulteney Street sintió hambrey, saciada ésta, deseos de acostarse. Esto últimosupuso el fin de su tristeza, pues una vez en lacama logró dormirse, para despertar, tras nue-ve horas de sueño, completamente repuesta decuerpo y de espíritu, animada, contenta y dis-puesta a llevar a cabo los planes más ambicio-sos. Su primer impulso fue proseguir su amis-tad con Miss Tilney, y para lograrlo resolvióbajar aquella misma mañana al balneario, don-

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de solían acudir todos los recién llegados, ycomo quiera que los salones de bañistas habíanresultado lugar sumamente propicio para esta-blecer relaciones, pues invitaban a charlar y apasar el rato agradablemente, así como a man-tener charlas íntimas y animadas, supuso conrazón que entre sus paredes tal vez lograse en-tablar una nueva e interesante amistad. Resuel-to el plan de acción para aquella mañana, sesentó satisfecha a almorzar y a leer al mismotiempo, decidida a no interrumpir su lecturahasta después de la una, sin que las observa-ciones de Mrs. Allen consiguieran incomodarlani distraerla en absoluto. La incapacidad men-tal de aquella excelente dama era tal, que, nopudiendo sostener una conversación por mu-cho tiempo, satisfacía sus ansias de hablarhaciendo en voz alta comentarios acerca decuanto ocurría en torno a ella, lo mismo en casaque en la calle, sirviéndole de pretexto cosastan banales como el paso de un coche o de untranseúnte conocido, la rotura de una aguja o

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una mancha hallada en su traje, sin preocupar-se jamás de que la escuchasen ni, mucho me-nos, de que se molestaran en contestar.

Al dar las doce y media, un ruido de co-ches que se detenían a la puerta de la casa lla-mó la atención de Mrs. Allen, que se asomó ala ventana, y apenas hubo informado a Cat-herine de que se habían detenido dos vehículos,ocupados, el primero, por un lacayo, y el se-gundo por Mr. Thorpe y su hermana Isabella,dicho joven, después de apearse con rapidezsorprendente y de subir de dos en dos las esca-leras, se presentó en la estancia diciendo:

—Ya estoy aquí, Miss Morland. ¿Hacemucho que espera? Nos ha sido imposible lle-gar antes pues el demonio de cochero ha tarda-do una eternidad en buscare un vehículo de-cente, y el que al fin ha encontrado tan pocoque no me extrañaría que al ocuparlo se hicierapedazos. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen? Buenbaile el anoche, ¿eh? Vamos, Miss Morland, noperdamos tiempo, que los otros tienen gran

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prisa por salir. Por lo que vi quieren acabar deuna vez con su vida y con el coche.

—Pero ¿qué está usted diciendo? —preguntó Catherine—. ¿Adónde quieren uste-des ir?

—¿Cómo que adónde queremos ir? ¿Seha olvidado usted del paseo que proyectamosayer? ¿No decidimos que hoy por la mañanasaldríamos en coche? ¡Qué cabeza la suya! Va-mos a Claverton Down.

—Sí; ahora recuerdo que hablamos deello —convino Catherine mirando a Mrs. Allencomo para pedirle opinión—. Pero yo, la ver-dad, no les esperaba...

—¿Que no nos esperaba? Pues ¡sí que lahemos hecho! En cambio, si no hubiéramosvenido, bien que nos lo habría reprochado, ¿eh?

Las súplicas silenciosas que Catherine di-rigía con la mirada a su amiga pasaban inad-vertidas para ésta. Dado que a Mrs. Allen jamásse le habría ocurrido transmitir una impresiónpor medio de una mirada, no era fácil que

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comprendiera el que otras personas empleasenpara tal fin los ojos, de modo que Catherine,pensando que el placer de dar un paseo en co-che compensaba la necesidad de demorar suencuentro con Miss Tilney, y persuadida deque no podía estar mal visto el que ella paseasea solas con John Thorpe, ya que en las mismascircunstancias lo hacían James e Isabella, sedecidió a hablar claro y pedir a Mrs. Allen quela aconsejara.

—Bueno, señora, ¿qué le parece quehaga? ¿Acepto o rechazo esta invitación?

—Haz lo que quieras, hija mía —contestóla señora con su acostumbrada y tranquila indi-ferencia.

Y Catherine, siguiendo sus consejos, salióde la habitación para cambiarse de traje. Pocosminutos después, y mientras las dos personasque quedaban en la estancia se entretenían enelogiarla, la muchacha volvió a presentarse, yMr. Thorpe, después de haber oído de labios deMrs. Allen grandes elogios del calesín y fer-

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vientes deseos de un feliz regreso, condujo a lajoven a la puerta de la calle.

—Querida mía —dijo Isabella, a quienCatherine se apresuró a saludar antes de subiral coche—. Has tardado tres horas en arreglar-te. Temí que te hubieras indispuesto. ¡Qué bailefantástico, el de anoche! Tengo mil cosas quecontarte, pero no nos entretengamos más, subeal coche, que estoy deseando partir.

Catherine complació de inmediato a suamiga, que en ese mismo instante le decía a suhermano James:

—¡Qué criatura tan encantadora! No sa-bes lo mucho que la quiero.

—No se asustará usted, señorita —le dijoMr. Thorpe al ayudarla a subir— si a mi caballole da por hacer cabriolas en el momento de par-tir. No puede decirse que sea un defecto, lohace de puro juguetón, y siempre consigo do-minarlo.

Catherine no encontró nada tranquiliza-doras las costumbres del animal, pero era de-

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masiado joven para atreverse a demostrar quesentía miedo, y subió al calesín sin pronunciarpalabra, esperando que el caballo se dejaríadominar por Mr. Thorpe, quien, después decomprobar que ella estaba perfectamente insta-lada, se sentó en el pescante, a su lado. Una vezallí, dio orden al lacayo que sujetaba la bridadel caballo, de soltar a éste, y, con gran sorpre-sa por parte de Catherine, el animal echó a an-dar con una mansedumbre admirable. Ni unacoz, ni una cabriola, nada de cuanto se le habíaanunciado, hasta tal punto era manso, que lachica se apresuró a festejar su placer por aque-lla conducta ejemplar. Mr. Thorpe le explicóque ello obedecía, única y exclusivamente, a lamaestría con que él lo guiaba y a la singulardestreza con que manejaba las riendas y la fus-ta. Catherine no pudo por menos de sorpren-derse de que estando tan seguro de sí mismoJohn le hubiera transmitido tan infundadosmotivos de alarma, pero ello no impidió el quese alegrara de hallarse en manos de tan experto

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cochero y teniendo en cuenta que a partir deese momento el caballo no alteró su conducta nimostró —y esto, considerando que por lo gene-ral era capaz de recorrer diez millas en unahora, resultaba verdaderamente asombroso—impaciencia desmesurada por llegar a su desti-no, la muchacha decidió disfrutar con todatranquilidad del aire tonificante que les ofrecíaaquella suave mañana de febrero.

El silencio que siguió al breve diálogo delos primeros momentos fue interrumpido porThorpe, quien sin preámbulos:

—El viejo Allen es rico como un judío,¿verdad?

Al principio Catherine no comprendió, yThorpe se apresuró a repetir la pregunta.

—Sí, hombre, el viejo Allen, ese con cuyaesposa está usted viviendo, es rico, ¿verdad?

—¡Ah! ¿Se refiere usted a Mr. Allen? Sí,tengo entendido que es bastante acaudalado.

—¿Y no tiene hijos?—No, ninguno.

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—Buena cosa para los que aspiren aheredarle. Tengo entendido que es su padrino,¿no es cierto?

—¿Padrino mío? No, señor.—Bueno, pero usted pasa largas tempo-

radas con ese matrimonio.—Sí, eso sí...—Pues eso es lo que yo quería decir. Pa-

rece una persona excelente, y sin duda se hadado buena vida. ¿Cómo no iba a padecer degota? ¿Sigue bebiéndose una botella de vino adiario?

—¿Una botella? No, señor. ¿Qué le hacepensar tal cosa? El señor Allen es un hombreextremadamente frugal. ¿Acaso cree usted queanoche estaba bajo los efectos del alcohol?

—No, por cierto; ustedes las mujeressiempre suponen que los hombres están bebi-dos. ¿Imagina que una botella basta parahacernos perder el equilibrio? Lo decía porquesi cada hombre bebiese una botella por día, ni

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gota más ni gota menos, no habría tantas en-fermedades y todos gozaríamos más de la vida.

—¡Qué cosas dice usted!—Le aseguro que no sólo miles de perso-

nas disfrutarían el doble que ahora, sino quesería la salvación del País; como que no se con-sume ni la centésima parte del vino que se de-biera. Este clima de nieblas continuas requierealgo que tonifique y alegre.

—Sin embargo, yo he oído decir que en launiversidad se bebe más de lo que conviene.

—¿En Oxford? En Oxford ya no se bebe.Aquí estoy yo para dar fe de ello. Apenas si hayestudiante que tome más de dos litros al día. Ysin ir más lejos, en la última reunión que di enmis habitaciones se comentó mucho que misinvitados no llegaran a beber ni tres litros cabe-za. Era la primera vez que ocurría semejantecosa y eso que las bebidas que ofrezco son exce-lentes, tal vez esa moderación se deba a que nohay en toda la universidad vinos más fuertes ni

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mejores, pero lo digo para demostrar que enOxford no se bebe tanto como usted cree.

—Lo que verdaderamente se demuestra—replicó Catherine con indignación— es quetodos ustedes beben mas de lo conveniente.Confío en que al menos James siempre hayadado ejemplo de moderación.

Tal declaración provocó una réplica tanruidosa como ininteligible, acompañada deexclamaciones que se semejaban más de lo de-bido a juramentos y que surtió más efecto queconfirmar las sospechas de Catherine acerca dela conducta de los estudiantes, al tiempo queaumentó su fe en la austeridad comparativa delhermano.

Los pensamientos de Thorpe, que volvie-ron a encauzarse por los caminos de costumbre,obligaron a la muchacha a desechar tales pre-ocupaciones y responder a las frases de elogioque Mr. Thorpe prodigaba a su baile, a su co-che, a la suspensión de éste y a cuanto prodi-giosa marcha que llevaban pudiera referirse.

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Catherine hizo todo lo posible por mostrarseinteresada en cuanto decía su interlocutor, aquien no había modo de interrumpir. El cono-cimiento que de aquellos temas poseía Thorpe,la rapidez con que se expresaba y la naturaltimidez de la muchacha impedían a ésta el de-cir lo que ya no hubiese dicho y repetido hastala saciedad su compañero. De modo, pues, quese limitó a subrayar frases de éste y a convenircon él en que no podía encontrarse en toda In-glaterra coche más bonito, caballo más rápidoni mejor cochero que aquéllos.

—¿Cree usted, Mr. Thorpe —se aventuróa preguntar Catherine una vez dilucidada ple-namente la cuestión—, que el calesín en que vami hermano es de fiar?

—¡Si es de fiar! ¡En el nombre de Dios!Pero ¿usted ha visto alguna vez cosa más ridí-cula e insegura que esa? Hace dos años quedeberían haberle cambiado las ruedas, y encuanto a lo demás, creo firmemente que basta-ría un empujón para que se deshiciese en peda-

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zos. Es el coche más endiablado y destartaladoque he visto jamás. Gracias a Dios que no va-mos nosotros en él. No subiría a ese coche niaunque me diesen cincuenta libras esterlinas.

—¡Cielo santo! —exclamó Catherine, pro-fundamente alarmada—. Es preciso volver deinmediato. Si seguimos ocurrirá una desgracia.Le suplico, Mr. Thorpe, que regresemos cuantoantes para advertir a mi hermano del peligroque corre en ese vehículo.

—¿Peligro? ¿Quién piensa en eso? Supo-niendo que el coche se hiciera pedazos, ellos nosufrirían más que un revolcón, y con el barroque hay no se harían daño. ¡Al diablo las pre-ocupaciones! Un vehículo en ese estado puededurar más de veinte años si se le trata con ciertocuidado. Yo era capaz de hacer un viaje de iday vuelta hasta York en ese coche, apostando loque se quisiera a que no se le caería un solotornillo ni ocurriría nada.

Catherine lo escuchó estupefacta sin sa-ber a cuál de las dos versiones atenerse. La

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educación recibida no había preparado su espí-ritu para mantener charlas tan vanas e insus-tanciales, ni para esa propensión a la mentiraque tantos hombres padecen. Su familia estabacompuesta de personas sinceras y de sentidocomún, poco intencionadas, salvo algún queotro retruécano por parte del padre y la repeti-ción ocasional de un proverbio por parte de lamadre, a hacer reír con cuentos y con chistes, nimucho menos a exagerar su propia importanciani a contradecirse a cada momento. Reflexionóseriamente sobre el particular y estuvo tentadade exigir a Thorpe una explicación acerca delverdadero estado del coche. Sin embargo, ladetuvo el presentimiento de que por tratarse deun hombre poco o nada acostumbrado meditarsus palabras, no sabría exponer con claridad loque en forma tan ambigua había manifestado;esto, junto a la convicción de que seguramenteno permitiría que su hermana y su amigo sevieran expuestos a un peligro, la hizo suponerque el calesín no estaba realmente en tan mal

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estado ni existía, en consecuencia, motivo dealarma. En cuanto a Mr. Thorpe, diríase quehabía relegado el asunto al más completo olvi-do, ya que de allí en adelante no volvió a hablarmás que de sí mismo de cuanto le interesaba.Habló de los caballos que había comprado aprecios inverosímiles y que luego había vendi-do por sumas increíbles; de las carreras ecues-tres, las que su agudo espíritu de discernimien-to había adivinado siempre al vencedor, de laspartidas de caza en que había cobrado más pie-zas —y eso sin tener un buen puesto— quetodos sus compañeros juntos. Relató detalla-damente cómo ciertos días su experiencia y suintuición de cazador, así como su pericia a lahora de dirigir las jaurías, habían compensadolos errores cometido por hombres expertos enla materia, y cómo su incomparable destrezacomo jinete había arrastrado a la muerte a mu-chos que se habían empeñado en imitarlo.

No obstante la falta de criterio propio deCatherine y su desconocimiento de los hombres

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en general, semejantes muestras de vanidad ypresunción hicieron nacer en ella un inesperadosentimiento de antipatía hacia Torpe. Le asus-taba un poco la idea de que pudiera resultarledesagradable el hermano de su amiga Isabella,un hombre a quien su propio hermano Jameshabía elogiado muchas veces, pero el tedio quesu compañía le producía, y que aumentó en eltranscurso de la tarde y hasta el momento deencontrarse de regreso en la casa de PulteneyStreet, la obligó a desconfiar de la imparciali-dad de Isabella y a rechazar como erróneas lasafirmaciones de James acerca del encanto per-sonal y la sugestiva conversación de Mr. Thor-pe.

Una vez ante la puerta de Mrs. Allen, Isa-bella se lamentó de, dado lo avanzado de lahora, no poder acompañar hasta arriba a suamiga del alma.

—¡Son más de las tres! —exclamó.Al parecer tal hecho se le antojaba impo-

sible, increíble, incomprensible, y no bastaban

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para convencerla de su veracidad ni la eviden-cia de su propio reloj, ni del de su hermano, nilas declaraciones de los criados; nada, en fin, decuanto se basaba en la realidad y la razón, hastaque Morland, sacando su reloj, confirmó comoverídico el hecho, apaciguando con ello todasospecha. Dudar de la palabra de Mr. Morlandle habría parecido a Isabella tan imposible, in-creíble e incomprensible como antes la hora quelos demás afirmaban que era. Después de acla-rado este punto, le quedaba por declarar quejamás dos horas y media habían transcurridocon la rapidez de aquéllas, y le pidió a su amigaque así se lo confirmara. Ni por complacer aIsabella habría mentido Catherine. Felizmente,su amiga la sacó del apuro empezando a des-pedirse sin darle tiempo a responder. Antes demarcharse definitivamente, Isabella declaró quesus pensamientos la habían tenido abstraída delmundo y de cuanto en él sucedía, y expresó congran vehemencia el disgusto que le causabasepararse de su adorada Catherine sin antes

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pasar unos minutos en su compañía para con-tarle, como era su deseo, miles de cosas. Final-mente, con sonrisas de una exquisita tristeza ymanifestaciones jocosas de pesadumbre, sedespidió y siguió camino hacia su casa. Mrs.Allen, que acababa de llegar de un grato paseo,recibió a Catherine con las siguientes palabras:«¡Hola, hija mía! ¿estás de regreso?», declara-ción cuya veracidad la muchacha no se molestóen confirmar.

—¿Te has divertido? —preguntó a conti-nuación Mrs. Allen—. ¿Te ha sentado bien to-mar el aire?

—Sí, señora, muchas gracias; ha sido undía espléndido.

—Eso decía Mrs. Thorpe, quien por ciertose mostró encantada de que hubierais salidotodos juntos.

—¿Ha estado usted con Mrs. Thorpe estamañana?

—Sí; apenas te marchaste bajé al balnea-rio y allí la encontré. Ella fue quien me dijo que

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no había encontrado ternera en el mercado estamañana. Parece ser que hay gran escasez.

—¿Ha visto usted a algún otro conocido?—Sí, por cierto; al dar una vuelta por el

Crescent, nos encontramos a Mrs. Hughes,acompañada de Mr. y Miss Tilney.

—¿De veras? ¿Y hablaron ustedes conellos?

—Ya lo creo, estuvimos paseando por lomenos media hora. Es gente muy agradable.Miss Tilney llevaba un traje de muselina her-mosísimo, y a juzgar por lo que he oído, de-duzco que suele vestir con gran elegancia. Mrs.Hughes estuvo hablándome largo y tendido deesa familia.

—¿Sí? ¿Y qué le dijo?—Apenas si hablamos de otra cosa, de

modo que imagínate.—¿Le preguntó usted de qué parte de

Gloucester procede?—Sí, pero no recuerdo qué me contestó.

Lo que es innegable es que se trata de gente

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muy respetable y acaudalada. Mrs. Tilney esuna Drummond y fue compañera de colegio deMrs. Hughes. Según parece, Drummond dotó asu hija en veinte mil libras y la dote, quinientaspara el ajuar. Mrs. Hughes vio las ropas y afir-ma que eran soberbias.

—¿Y están aún en Bath Mr. y Mrs. Tilney?—Creo que sí, pero no lo sé a ciencia cier-

ta; es decir, ahora que recuerdo, tengo idea deque ambos han fallecido. Por lo menos, la ma-dre sé que murió, porque Mrs. Hughes me dijoque un magnífico collar de perlas que Mr.Drummond le regaló a su hija pertenece ahoraa Miss Tilney, que lo heredó de su madre.

—¿Y no hay más hijos varones que el quenosotros conocemos, el que bailó conmigo lanoche pasada?

—Creo que, en efecto, es el único hijo va-rón, pero no puedo asegurarlo. De todos mo-dos, se trata de un chico muy distinguido, y,según Mrs. Hughes, será dueño de una bonitafortuna.

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Catherine no preguntó nada más; yahabía oído suficiente para estar convencida deque Mrs. Allen no sabría contarle más detallesy para lamentar que aquel paseo infortunado lahubiera privado del placer de hablar con MissTilney y con su hermano.

De haber previsto tan feliz coincidencia,no habría salido con los Morland; pero cuantopodía hacer ahora era quejarse de su mala suer-te, reflexionar acerca del placer perdido y con-vencerse cada vez más a sí misma de que elpaseo había sido un fracaso y de que Mr. Mor-land no era hombre de su agrado.

Aquella noche se reunieron en el teatrolas familias Allen, Thorpe y Morland. Isabella yCatherine ocuparon asientos próximos, y laprimera encontró, al fin, ocasión de comunicara su amiga del alma los mil incidentes que en eltiempo que llevaban sin hablar habían idoacumulándose.

—Mi querida Catherine, al fin te encuen-tro —exclamó al entrar en el palco, sentándose

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acto seguido al lado de su amiga—. Mr. Mor-land —dijo luego al hermano de Catherine, quese había situado a su otro lado—, le adviertoque no pienso dirigirle ni una palabra en todala noche. Mi querida Catherine, ¿qué ha sido deti en este tiempo? No necesito preguntarte có-mo te encuentras, porque estás encantadora.Ese peinado te favorece mucho. Bien se ve quete has propuesto atraer todas las miradas, ¿ver-dad? A mi hermano ya lo tienes medio enamo-rado, y en cuanto a Mr. Tilney..., eso es cosadecidida (por modesta que seas no podrás du-dar del cariño de un hombre que ha vuelto aBath única y exclusivamente por verte). Estoyimpaciente por conocerlo. Dice mi madre quees el joven más encantador que ha visto nunca.¿ Sabes que se lo presentaron esta mañana? Porfavor, ocúpate de que yo también lo conozca.¿Sabes si ha venido al teatro? Por Dios, mirabien. Te aseguro que no veo la hora de que melo presentes.

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—No lo veo por ningún lado —dijo Cat-herine—. Seguramente no ha venido.

—¡Qué fastidio! Presiento que no llegaréa conocerlo. Escucha, ¿qué opinas de mi traje?Yo lo encuentro muy elegante. Las mangas lashe ideado yo. ¿Sabes que empiezo a cansarmede Bath? Esta misma mañana decíamos con tuhermano que si bien resulta encantador pasaraquí unas semanas, por nada del mundo loelegiríamos como lugar de residencia perma-nente. Resulta que Mr. Morland y yo tenemoslas mismas ideas acerca del género de vida quenos gusta hacer, y ambos preferimos, ante todo,la campestre. Es verdaderamente prodigiosocómo coincidimos en nuestros gustos. Con de-cirte que coincidimos en todo. Si nos hubierasoído hablar, seguramente se te habría ocurridoalgún comentario irónico.

—De ninguna manera.—Sí, sí, te conozco muy bien; mejor que

tú misma. Habrías dicho que parecíamos naci-dos el uno para otro, o cualquier otra tontería

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por el estilo, y no sólo habrías hecho que meruborizara, sino que me sintiese preocupada.

—Me juzgas injustamente. Jamás se mehabría ocurrido semejante indiscreción. No lohabría pensado siquiera.

Isabella sonrió con expresión de incredu-lidad y durante el resto de la velada sólo hablócon James.

A la mañana siguiente Catherine conti-nuaba firme en su propósito de ver a Miss Til-ney, y estuvo intranquila hasta que llegó elmomento de marchar al balneario. Temía quesurgiera un inconveniente imprevisible. Feliz-mente, no fue así, ni siquiera se presentó unavisita inoportuna, y a la hora de costumbre sedirigió con Mr. y Mrs. Allen al balneario, dis-puesta a gozar con los pequeños incidentes y laconversación que allí ofrecían a diario.

Una vez que hubo terminado de tomarlas aguas, Mr. Allen no tardó en unirse a ungrupo de caballeros aficionados a charlar depolítica y a discutir las noticias publicadas en

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los diarios, mientras las señoras se distraíanpaseando y tomando nota de los rostros nuevosque iban apareciendo y de los trajes y sombre-ros que lucían las mujeres que pasaban por sulado. El elemento femenino de la familia Thor-pe, acompañado del joven Morland, no tardóen llegar, y acto seguido Catherine pudo ocu-par su sitio de costumbre, junto a su entrañableamiga. James, acompañante siempre fiel, secolocó al otro lado de la bella joven, y separán-dose los tres del grupo comenzaron a pasear.Catherine, sin embargo, no tardó en poner enduda las ventajas de una situación que la confi-naba a la compañía de su hermano y su amiga,que, por otra parte, no le hacían ni caso. La jo-ven pareja no dejaba de discutir acerca de cual-quier asunto divertido o sentimental, pero envoz tan baja y acompañando sus comentariosde carcajadas tan ruidosas, que resultaba impo-sible seguir el hilo de la conversación auncuando solicitaron repetidas veces la opinión

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de la muchacha, quien, por ignorar de quéhablaban, no podía responder nada al respecto.

Al fin Catherine logró separarse de Isabe-lla con la excusa de ir a saludar a Miss Tilney,que en aquel momento entraba en el salónacompañada de Mrs. Hughes, y recordando lamala suerte del día anterior, se armó de valor yse apresuró a cambiar frases de afecto con lasrecién llegadas. Miss Tilney se mostró muyafable y cortés, y se dedicó a hablar con ellamientras las familias amigas permanecieron enel balneario. En ese tiempo cruzaron entre am-bas las mismas frases que mil veces antes sehabrían pronunciado bajo aquel mismo techo,pero en esta ocasión, y por tratarse de ellas, conuna sinceridad y una sencillez nada frecuentes.

—¡Qué bien baila su hermano! —exclamóen cierto momento Catherine, con una ingenui-dad que sorprendió y divirtió a su nueva ami-ga.

—¿Quién, Henry? —contestó Miss Til-ney—. Sí, baila muy bien.

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—Sin duda la otra noche debió de pare-cerle algo extraño que yo le dijese que estabacomprometida, cuando en realidad no estabatomando parte en el baile. Pero le había prome-tido la primera pieza a Mr. Thorpe.

Miss Tilney asintió con una sonrisa.—No tiene usted idea —prosiguió Cat-

herine, tras un breve silencio— de lo muchoque me sorprendió el ver aquí a su hermano.Yo creía que se había marchado de Bath.

—Cuando Henry tuvo el gusto de verla austed no tenía intención de permanecer aquímás que un par de días, el tiempo necesariopara buscar habitaciones.

—No se me ocurrió que así fuera, y, claro,como dejamos de verlo, supusimos que sehabía marchado definitivamente. La señoritacon quien bailó el lunes es Miss Smith, ¿ver-dad?

—Sí, es una conocida de Mrs. Hughes.—Sin duda se alegró mucho de poder bai-

lar. ¿La encuentra usted bonita?

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—Regular.—Y su hermano, ¿nunca baja a tomar las

aguas?—Alguna vez, pero hoy ha salido a caba-

llo con mi padre.En ese instante se unió a las jóvenes Mrs.

Hughes, que preguntó a Miss Tilney si deseabamarcharse.

—Confío en que no pase mucho tiempoantes de que vuelva a verla —dijo Catherine—.¿Piensa usted ir al cotillón mañana?

—Sí, creo que sí...—Lo celebro, porque nosotras también

asistiremos.Tras despedirse, ambas se separaron, por

parte de Miss Tilney con una impresión bastan-te acertada de los sentimientos que abrigabaCatherine, quien por su parte confiaba en nohaberlos revelado.

Llegó a su casa completamente feliz.Aquella mañana sus deseos se habían vistocumplidos, y la noche siguiente, colmada de

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promesas, se le antojaba ya como un bien parael porvenir. Desde aquel momento no tuvo máspreocupación que el traje y el peinado que luci-ría, en ocasión tan trascendente. Esta actitud,por cierto, merece ser justificada. El indumentoes siempre un distintivo de frivolidad, y mu-chas veces la excesiva solicitud que despiertadestruye el fin que persigue. Catherine no loignoraba pocos meses antes, y con ocasión delas Navidades su tía abuela la había aconsejadoal respecto. No obstante, el miércoles por lanoche tardó diez minutos en dormirse pensan-do si se decidiría por el traje de muselina mo-teada o el bordado, y de no haber mediado tanescaso tiempo, es de suponer que habría acaba-do por decidir que se compraría uno nuevo.Grave y común error del que, a falta de su tíaabuela, la habría sacado alguna persona delsexo contrario: un hermano, por ejemplo. Úni-camente un hombre es capaz de comprender laindiferencia que siente el hombre ante el modode vestir de las mujeres. ¡Cuan mortificadas se

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verían muchas damas si de repente se percata-ran de lo poco que supone la indumentaria fe-menina, por costosa que sea, para el corazóndel varón; si se dieran cuenta de la ignoranciade este acerca de los distintos tejidos, y la indi-ferencia que le merecen lo mismo la muselinamoteada que la estampada o la transparente!

Todo lo que consigue la mujer al intentarlucir más elegante es satisfacer su propia vani-dad, nunca aumentar la admiración de loshombres ni la buena disposición de otras muje-res. Para los primeros basta el orden y el buengusto; en tanto que las segundas prefieren lapobreza de indumentaria y la falta de propie-dad de la misma. Pero la tranquilidad de Cat-herine no se vio turbada por tales y tan gravesreflexiones.

Llegada la noche del jueves, se presentóen el salón con el ánimo embargado por senti-mientos muy distintos de los que había expe-rimentado el lunes anterior. En aquella ocasiónel compromiso de bailar con Mr. Torpe le pro-

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ducía cierta exaltación; ahora, en cambio, todossus esfuerzos se dirigían a evitar un encuentrocon éste. Temía verse una vez más comprome-tida para bailar, pues aun cuando trataba deconvencerse de que Mr. Tilney tal vez no semostrase dispuesto a solicitarle por tercera vezque bailase con él, en realidad lo esperaba ysoñaba con ello. No habrá seguramente jovenalguna que no simpatice con mi heroína en laspresentes circunstancias, pues pocas serán lasque algún día no se vieron en situación pareci-da a la suya. Todas las mujeres se han visto ohan creído verse en peligro de ser perseguidaspor un hombre cuando deseaban las atencionesde otro. Tan pronto como se hubieron unido ala familia Thorpe Catherine empezó a sufrir. SiMr. Thorpe hacía ademán de acercársele, trata-ba de ocultarse o se hacía la distraída, si él lehablaba, ella fingía no oírlo. Pero acabó el coti-llón y empezó el baile, y la familia Tilney se-guía sin presentarse.

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—No te preocupes, mi querida Catherine—la tranquilizaba en voz baja Isabella—, si bai-lo nuevamente con tu hermano. Sé que no escorrecto, y así se lo he dicho, pero no logroconvencerlo. Lo mejor será que tú y John bailéisen el mismo cuadro que nosotros, así pasaréinadvertida. No te demores, John acaba demarcharse, pero volverá enseguida.

Catherine no tuvo tiempo ni ánimos paracontestar. Se marchó la pareja y ella, al ver queMr. Thorpe se encontraba cerca, y temerosa deverse obligada a bailar con él, fijó la mirada enel abanico que sostenía en las manos. De pron-to, precisamente cuando se reprochaba a símisma la insensatez que suponía encontrar a lafamilia Tilney en medio de tanta gente, advirtióque Mr. Tilney le hablaba, solicitando el honorde sacarla a bailar. Con los ojos brillando por laemoción la muchacha accedió de inmediato alrequerimiento de su amigo, y con el corazónpalpitante lo acompañó al cuadro que se prepa-raba para la siguiente danza. No existía, o al

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menos eso creía ella, mayor felicidad que elhaber escapado, y por casualidad ciertamente, alas atenciones de John Thorpe y verse en cam-bio solicitada por Mr. Tilney, quien, al parecer,había venido adrede a buscarla.

Apenas se hubieron colocado en el lugarque entre los danzantes les correspondía, JohnThorpe reclamó la atención de Catherine, colo-cándose detrás de ella.

—¿Qué significa esto, Miss Morland? Creíque iba usted a bailar conmigo.

—No sé qué le hizo creerlo, cuando ni si-quiera me invitó.

—Pues ¡sí que es buena contestación! Lepedí que bailase conmigo en el momento enque usted entraba en el salón, y cuando iba arepetírselo me encontré con que se había mar-chado. Esto es una farsa indigna. Vine al baileúnica y exclusivamente por disfrutar de sucompañía, y hasta, si no recuerdo mal, la com-prometí para este baile el lunes pasado. Sí, aho-ra recuerdo que hablamos de ello en el vestíbu-

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lo, mientras esperaba usted que trajeran suabrigo. Después que yo les hubiese anunciado atodas mis amistades que iba a bailar con la chi-ca más bonita del salón se presenta usted a bai-lar con otro. Me ha puesto en ridículo y ahoraseré el hazmerreír de todos.

—No lo creo, nadie me reconocerá en ladescripción que ha hecho usted de mí.

—¿Cómo que no? Si no la conocieran me-recerían que se los echase de aquí a patadas poridiotas. ¿Quién es ese chico con quien va a bai-lar?

Catherine satisfizo su curiosidad.—¿Tilney? —repitió él—. No lo conozco...

¿Tiene buena figura? ¿Sabe usted si le gustaríacomprar un caballo? Tengo un amigo, SamFletcher, que quiere vender un animal extraor-dinario, y sólo pide por él cuarenta guineas.Estuve en un tris de comprarlo, porque tengopor máxima que siempre que se presente laocasión de comprar un caballo bueno debeaprovechársela; pero éste no me conviene por-

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que no es de caza. Si lo fuera daba lo que pideny más. En este momento tengo tres, los mejoresque pueda usted encontrar. Con decirle que nolos vendería ni aunque me diesen por ellosochocientas guineas... Fletcher y yo hemos de-cidido alquilar una casa en Leicestershire parala próxima temporada. No hay cosa más incó-moda que salir de cacería cuando se vive enuna posada.

Esta fue la última frase con que JohnThorpe consiguió aburrir a Catherine, puespocos momentos después se dejó seducir por lairresistible tentación de seguir unas damas quepasaban cerca. Una vez que se hubo marchado,Mr. Tilney se acercó a Catherine.

—Si ese caballero no se hubiera marchado—dijo—habría acabado por perder completa-mente la paciencia No puedo tolerar que sereclame de ese modo la atención de mi pareja.En el momento de decidirnos a bailar juntoscontraemos la obligación de sernos mutuamen-te agradables por determinado espacio de

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tiempo, en el transcurso del cual debemos de-dicarnos el uno al otro todas las amabilidadesque seamos capaces de imaginar. Si alguna per-sona de fuera llama la atención de uno de noso-tros, perjudicará los derechos del otro. Para mí,el baile es equiparable al matrimonio. En amboscasos, la fidelidad y la complacencia son debe-res fundamentales y los hombres que no quie-ren bailar o casarse no tiene por qué dirigirse ala esposa o a la pareja del vecino.

—Pues a mí me parece que son cosasmuy distintas.

—¿Que? ¿Considera usted imposible elcompararlas?

—Naturalmente. Los que se casan nopueden separarse jamás; hasta deben vivir jun-tos bajo un mismo techo. Los que bailan, encambio, no tienen más obligación que estar eluno frente al otro en un salón por espacio demedia hora.

—Según esa definición, hay que recono-cer que no existe gran parecido entre ambas

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instituciones, pero quizá consiga presentarle miteoría bajo un aspecto más convincente. Imagi-no que no tendrá usted inconveniente en reco-nocer que tanto en el baile como en el matri-monio corresponde al hombre el derecho a ele-gir, y a la mujer únicamente el de negarse; queen ambos casos el hombre y la mujer contraenun compromiso para bien mutuo y que una vezhecho esto los contratantes se pertenecen hastaque no quede disuelto el contrato. Además, esdeber de los dos procurar que por ningún mo-tivo su compañero lamente el haber contraídodicha obligación, y que interesa por igual a am-bos no distraer su imaginación con el recuerdode perfecciones ajenas ni con la creencia de quehabría sido mejor elegir a otra pareja. Supongoque estará usted conforme con todo esto.

—Tal y como usted lo expone, desde lue-go. Sin embargo, mantengo que ambas cosasson distintas y que yo jamás podría considerar-las iguales ni creer que conllevaran idénticosdeberes.

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—Claro que existe una diferencia de bas-tante peso. En el matrimonio, por ejemplo, seentiende que el marido debe sostener a su mu-jer, en tanto que ésta tiene la obligación de cui-dar y hacer grato el hogar. El hombre debe su-ministrar los alimentos; la mujer, las sonrisas;en cambio, en el baile los deberes están cam-biados: es el hombre quien debe ser amable ycomplaciente, en tanto que la mujer provee elabanico y la esencia de lavanda. Evidentemen-te, tal era la diferencia que le impedía a ustedestablecer una comparación.

—No, no; le aseguro que jamás pensé ental cosa.

—Pues entonces debo confesar que no lacomprendo, por otra parte, opino que su insis-tencia en negar la semejanza de dichas relacio-nes es algo alarmante, pues en ella puede infe-rirse que sus nociones acerca de los deberes queimplica el baile no son tan estrictas como puededesear su pareja. ¿Acaso, después de lo que meha dicho no tengo motivos para temer que si al

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caballero que antes le habló se le ocurriese vol-ver, o si otro cualquiera le dirigiese la palabra,se creería usted en el derecho de conversar conellos el tiempo que se le antojara?

—Mr. Thorpe es amigo de mi hermano,de modo si me hablara no tendría más remedioque contestarle; pero en cuanto a los demás, nodebe de haber en el salón más de tres hombresa quienes pueda decirse que conozco.

—¿Y ésa es toda la seguridad que meofrece?

—Le aseguro que no tendría usted otramejor. Si conozco a nadie, con nadie podríahablar; aparte el que «no quiero» hacerlo.

—Ahora me ha ofrecido usted una segu-ridad que me da valor para proseguir. Dígame,¿encuentra usted bailar tan agradable como laprimera vez que se lo pregunté?

—Sí, ya lo creo, o quizá aún más.—¿Más aún? Vaya con cuidado, no sea

que se le olvide aburrirse en el momento que esde rigor hacerlo, preciso sentir hastío del bal-

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neario a las seis semanas justas de haber llega-do a él.

—Pues no creo que me ocurra eso ni aunprolongando seis meses más mi estancia aquí.

—Bath, comparado con Londres, tienepoca variedad al menos así lo declara la gentetodos los años. Personas de todas clases le ase-gurarán a usted, una y otra vez, Bath es un lu-gar encantador, pero que acaba por cansar, loque no impide que quienes lo aseguran vengantodos los inviernos, que prolonguen hasta diezlas seis semanas de rigor y que se marchen, alfin, por no poder costear por más tiempo supermanencia aquí.

—Los demás dirán lo que quieran, es po-sible que quienes tienen por costumbre ir aLondres no encuentren grandes alicientes enBath; pero para quien, como yo, vive en unpueblo, esto no puede por menos de parecermuy distraído. Aquí se disfruta de una varie-dad de diversiones y circunstancias que allí nose encuentran.

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—¿Debo entender entonces que no le gus-ta la vida en el campo?

—Sí que me gusta; siempre he vivido enel campo y he sido feliz en él; pero es indudableque la vida en un pueblo resulta más monótonaque en un balneario. En casa todos los días pa-recen iguales.

—Sí, pero en el campo el tiempo se em-plea mejor que aquí.

—¿Lo cree usted?—Sí. ¿Usted no?—No creo que haya gran diferencia.—En Bath no se hace más que tratar de

pasar el rato.—Eso mismo hago yo en casa, sólo que

allí no lo consigo. Por ejemplo: aquí, como encasa, salgo de paseo; con la diferencia que aquíme encuentro con las calles atestadas de gente,y en el pueblo, si quiero hablar con alguien, notengo más remedio que visitar a Mrs. Allen.

Tal respuesta hizo reír a Mr. Tilney.

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—¿No le queda más remedio que visitar aMr. Allen? —repitió—. ¡Qué cuadro tan tristeme está pintando y cuánta pobreza intelectualencierra! Menos mal que cuando se vea ustednuevamente en la misma situación tendrá algode qué hablar, podrá recordar la temporadaque pasó en Bath y todo lo que hizo aquí.

—¡Ya lo creo! De ahora en adelante no mefaltarán cosas de que hablar con Mrs. Allen ylos demás. Realmente, creo que cuando regresea casa no tendré otro tema de conversación; megusta tanto esto... Si estuvieran aquí mi padre ymi madre y mis otros hermanos sería comple-tamente feliz. La llegada de James (mi hermanomayor) me ha encantado, y más aún despuésde saber que es íntimo amigo de la familiaThorpe, nuestros únicos conocidos aquí. ¿Cómoserá posible que alguien su canse de Bath?

—Evidentemente, a quienes les ocurre talcosa les falta la frescura de sentimientos queusted posee. Para las personas que frecuentanel balneario, los padres y las madres, los her-

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manos y los amigos íntimos, han perdido todointerés. Además, no son capaces de gozar comousted de las representaciones teatrales y demásdiversiones.

Las exigencias del baile pusieron fin porel momento a aquella conversación. En el trans-curso de la danza, en ocasión de hallarse Cat-herine separada de su pareja observó la mucha-cha que entre quienes se entretenían con con-templar el baile había un caballero que la mira-ba insistentemente. Se trataba de un hombreapuesto y de aire autoritario, para el que habíapasado la juventud, pero no el vigor de la vida.Luego observó que, sin dejar de mirarla, se di-rigía a Mr. Tilney, que estaba en ese momento acorta distancia de él, y con actitud de gran fa-miliaridad le decía unas palabras al oído. Azo-rada por aquella forma de mirar, y temerosa deque el motivo fuese algún defecto en su aspectoo su atuendo, Catherine volvió cabeza en otradirección. Cuando, terminada la pieza, seaproximó de nuevo a Mr. Tilney, este le dijo:

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—Veo que ha adivinado usted lo queacaba de preguntarme. Y ya que ese caballeroconoce su nombre, me parece lógico que ustedtambién conozca el suyo. Es el general Tilney,mi padre...

Catherine no supo contestar más que conuna exclamación, que bastó, sin embargo, pararevelar cuanto debía y convenía. Una exclama-ción que no sólo expresaba atención a las pala-bras de su pareja, sino confianza absoluta en laveracidad de éstas. Luego, su mirada siguió coninterés y admiración al general, que se alejabaabriéndose paso entre los bailarines.

¡Qué guapos son todos los miembros deesta familia!, pensó para sí.

Al hablar en el transcurso de la noche conMiss Tilney, a Catherine se le presentó unanueva ocasión de sentirse dichosa. Desde sullegada a Bath no había paseado por el campo,y habiéndole hablado a Miss Tilney, para quieneran familiares los alrededores de la ciudad, dela belleza de éstos, la muchacha sintió el deseo

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de conocerlos. Sin embargo, expresó su temorde no encontrar quien se prestase a acompañar-la, y entonces Miss Tilney, secundada por suhermano, propuso que salieran juntos de paseomás adelante.

—¡Cuánto me gustaría! —exclamó Cat-herine—. Pero no lo dejemos para más adelan-te. ¿Por qué no salir mañana mismo?

Todos se mostraron conformes y decidie-ron realizar el paseo a la mañana siguiente,siempre y cuando —agregó Miss Tilney— nolloviese.

Los hermanos quedaron en pasar a bus-car a Catherine por la casa de Pulteney Street alas doce. Antes de separarse, le recordaron a sunueva amiga, Miss Morland:

—A las doce... No lo olvide.De su amiga Isabella, aquella cuya fideli-

dad y méritos venía apreciando hacía quincedías, apenas si se acordó la muchacha en todala noche, y aun cuando deseaba participarle susfelices nuevas, accedió con admirable sumisión

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al deseo de Mr. Allen de marcharse temprano,metiéndose en la silla de manos que debía con-ducirla hasta su casa con el corazón henchidode felicidad.

La mañana siguiente amaneció nublada ydesapacible; el sol, tras algunos intentos porsalir, desapareció detrás de las nubes, peroCatherine dedujo de ello un buen augurio. Enaquella época del año las mañanas soleadas casisiempre se convertían en días lluviosos; encambio, un amanecer nublado era, por lo gene-ral, pronóstico de un buen día. Solicitó a Mr.Allen que le confirmase sus teorías, pero puestoque éste no conocía el clima de Bath ni tenía amano un barómetro, se negó a aventurar pro-nóstico alguno dada la delicadeza del asunto.Catherine recurrió entonces a Mrs. Allen, quienfue más rotunda en su respuesta.

—Si desaparecen las nubes y sale el sol —dijo—, es seguro que hará un buen día.

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A las once, unas gotas de lluvia que salpi-caron el cristal de la ventana preocuparon a lamuchacha.

—¡ Ay, me parece que va a llover! —exclamó desconsolada.

—Ya me lo figuraba yo —contestó Mrs.Allen.

—Me he quedado sin paseo —dijo Cat-herine—, a menos que escampe antes de lasdoce.

—Puede que sí, hija mía... Pero quedarátodo tan enlodado...

—Eso no importa, a mí no me molesta ellodo.

—Es verdad —dijo con tranquilidad suamiga— a ti no te molesta el lodo.

—Llueve cada vez más —observó trasuna pausa Catherine, junto a la ventana.

—Es cierto, y si sigue lloviendo las callesse pondrán perdidas.

—Ya he visto tres paraguas abiertos.¡Cómo odio los paraguas!

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—Sí, son muy molestos. Yo prefiero cogeruna silla de manos.

—Yo estaba segura de que sería un díahermoso...

—Eso prometía. Si sigue lloviendo bajarápoca gente a tomar las aguas. Espero que si miesposo decide salir se ponga el abrigo. Pero esmuy capaz de no hacerlo. No soporta las pren-das gruesas, y no lo comprendo, pues son tanacogedoras...

La lluvia seguía cayendo. Cada cinco mi-nutos Catherine miraba al reloj, pensando quesi en el transcurso de otros cinco no cesaba dellover sus ilusiones se vería desvanecidas. Die-ron las doce y aún llovía.

—No podrás salir, hija mía —dijo Mrs.Allen.

—No quiero perder las esperanzas, almenos hasta las doce y cuarto. Esta es precisa-mente la hora del día en que suele cambiar eltiempo, y ya parece que aclara un poco. ¿Lasdoce y veinte? Pues lo dejo. ¡Quién pudiera

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contar con un tiempo tan hermoso como el quese describe en Udolfo, o con el que hizo en Tos-cana y en el sur de Francia la noche en que mu-rió el pobre Saint-Aubin...! ¡Qué deliciosa tem-peratura aquélla!

A las doce y media, cuando el estado deltiempo ya no ocupaba por entero la atención deCatherine, comenzó de repente a aclarar. Unrayo de sol sorprendió a la muchacha, quien alcomprobar que, en efecto, las nubes empezabana dispersarse, volvió de inmediato a la ventanadispuesta a aplaudir tan feliz aparición. Diezminutos después podía darse por seguro que latarde sería hermosa, con lo cual quedó justifi-cada la opinión de Mrs. Allen, quien no habíadejado de sostener que tarde o temprano acla-raría. Más difícil era adivinar si Catherine debíaesperar a sus amigos o si Miss Tilney conside-raría que había llovido demasiado para aventu-rarse a salir.

Como quiera que las calles estaban exce-sivamente sucias, Mrs. Allen no se atrevió a

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acompañar a su marido al balneario, y apenasse hubo marchado éste, Catherine, que lo siguiócon la vista hasta que dobló la esquina, observóque llegaban dos coches, ocupados por lasmismas personas cuya presencia en la casa tan-to le había sorprendido dos días antes.

—¿Isabella, mi hermano y Mr. Thorpe...?Deben de venir a buscarme. Pues no piensoacompañarlos, quiero estar aquí por si se pre-senta Miss Tilney.

Mrs. Allen se mostró conforme con la de-cisión de la muchacha, pero John Thorpe notardó en aparecer, precedido de grandes voces,pues desde las escaleras empezó a decir a MissMorland que era preciso que se diera prisa.

—Póngase el sombrero de inmediato —decía, y al abrir la puerta añadió— No haytiempo que perder; vamos a Bristol. ¿Cómo estáusted, Mrs. Allen?

—¿A Bristol? Pero ¿no está eso muy lejos?Además, hoy no puedo acompañarles; estoy

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comprometida, espero a unos amigos de unmomento a otro.

Las razones de Catherine fueron vehe-mentemente contestadas por Thorpe, quiensolicitó en su favor el apoyo de Mrs. Allen. Alcabo de pocos minutos Isabella y James lo se-cundaron.

—Querida Catherine —exclamó aqué-lla—, ¿verdad que es un plan perfecto? El paseoserá delicioso. La idea se nos ocurrió a tu her-mano y a mí, mientras desayunábamos. Debe-ríamos haber salido hace dos horas, pero nosdetuvo esa lluvia detestable. Aun así, no impor-ta que nos retrasemos, pues estas noches hayluna. Me entusiasma la idea de respirar airepuro y disfrutar un poco de tranquilidad.¡Cuánto más agradable es esto que pasarse eldía en un salón! Tenemos que llegar a Clifton atiempo de comer, y después, si queda tiempo,seguir hasta Kingsweston.

—Dudo que podamos hacer todo eso —intervino Morland.

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—Vamos, muchacho, no seas agorero —exclamó Thorpe—. Podemos hacer eso y más.Llegaríamos a Kingsweston y al castillo deBlaize, y hasta donde se nos antojase, si no sa-liera ahora tu hermana con que no puede deacompañarnos.

—¿El castillo de Blaize? —preguntó Cat-herine—. ¿Y qué es eso?

—El castillo más hermoso que hay en In-glaterra. Vale la pena hacer las cincuenta millassólo por verlo...

—Pero ¿es un castillo de verdad? ¿Uncastillo antiguo?

—El más antiguo de cuantos existen en elreino.

—Pero ¿igual a esos que describen los li-bros?

—Exactamente igual.—¿De veras? ¿Y tiene torres y galerías?—Por docenas.—¡Ah!, pues entonces sí me gustaría visi-

tarlo; pero hoy no... hoy no puede ser.

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—¿Que no puedes venir? ¿Por qué?—No puedo ir... —Catherine inclinó la

cabeza—, porque espero a Miss Tilney y a suhermano para dar un paseo. Quedaron en re-cogerme a las doce, pero a causa de la lluvia nose presentaron. Ahora que el tiempo ha mejo-rado supongo que no tardarán.

—Pues no creo que lo hagan —dijo Thor-pe—. Los he visto en Broad Street. ¿Él no sueleconducir un faetón tirado por caballos colorcastaño?

—No lo sé...—Pero yo sí. ¿Acaso no se refiere usted al

joven con quien bailó anoche?—Sí.—Pues ése es el que he visto. Iba en di-

rección a la carretera de Lansdown, acompaña-do de una muchacha muy elegante.

—Pero ¿lo ha visto usted de veras?—Se lo juro. Le reconocí enseguida; y por

cierto que guiaba unos animales magníficos.

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—Pues es muy extraño. Tal vez hayancreído que había demasiado lodo para salir apie.

—Y con razón, pues jamás he visto tantofango. Le aseguro que le sería más fácil a ustedvolar que andar. Como ha llovido tanto duran-te el invierno, le llega a uno el lodo hasta lostobillos.

Isabella corroboró aquella opinión.—Sí, querida Catherine; no te imaginas la

cantidad de barro que hay. Vamos, es precisoque nos acompañes; ¿serías capaz de negarte?

—Me encantaría conocer el castillo, pero¿podremos verlo todo? ¿Nos dejarán recorrertodas las estancias?

—Sí, sí; hasta el último rincón.—Pero ¿y si Mr. y Miss Tilney sólo hubie-

ran salido a dar una vuelta, y una vez que loscaminos estuviesen más secos vinieran a bus-carme?

—En cuanto a eso, puede usted estartranquila, porque precisamente oí que Mr. Til-

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ney le decía a un conocido que pasaba a caballoque pensaban llegarse hasta las rocas de Wick.

—En ese caso, iré con ustedes. ¿Le pareceusted bien, Mrs. Allen?

—Como quieras, muchacha.—Sí, señora, convénzala de que venga —

dijeron todos a coro.A Mrs. Allen no le era posible permane-

cer indiferente.—¿Y si fueras, hija mía? —le propuso.Dos minutos más tarde todos salían de la

casa.Al subir Catherine al coche se sintió asal-

tada graves dudas. Si por una parte lamentabala pérdida de una diversión segura, por otratenía la esperanza de disfrutar de un sentimien-to parecido en cuanto a la forma si no en cuantoal fondo. Comprendía, además, que los Tilneyhabían hecho mal faltando a su compromiso sinsiquiera avisarle. Sólo había transcurrido unahora desde la indicada para el paseo, y a pesarde lo que se decía del lodo, todo indicaba que a

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pesar de ello habían salido sin dificultad nin-guna. Le resultaba muy dolorosa la conductade sus nuevos amigos; en cambio, la idea devisitar un castillo semejante, según se afirmaba,al descrito en el Udolfo, casi compensaba el pla-cer perdido.

Sin hablar apenas, el grupo bajó por Pul-teney Street y Lauraplace, dedicado Thorpe aanimar a su cat con palabras y alguna que otraexclamación, mientras la muchacha se entrega-ba a una meditación en la que alternaban temastan variados como promesas incumplidas, fae-tón y colgaduras, el comportamiento de losTilney y puertas secretas. Al pasar por delantede los edificios una pregunta de Thorpe distrajoa Catherine de sus pensamientos.

—¿Quién es esa señorita que la miró a us-ted tan insistentemente al pasar junto a noso-tros?

—¿Quién? ¿Dónde?—En la acera de la derecha.

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Catherine volvió la cabeza a tiempo dever a Tilney, que, apoyada en el brazo de suhermano, iba por la calle con paso lento. Am-bos también repararon ella.

—¡Deténgase! ¡Deténgase, Mr. Thorpe! —exclamó la muchacha con impaciencia—. EsMiss Tilney. Se lo aseguro... ¿Por qué me dijousted que se habían marchado de paseo? De-téngase de inmediato y déjeme saludarle.

Su ruego fue inútil. Sin hacer el menor ca-so de lo que oía, Thorpe fustigó el caballo, obli-gándolo a trotar deprisa. Los Tilney doblaronuna esquina y momentos después el calesínrodaba por la plaza del Mercado.

—¡Por favor, deténgase, Mr. Thorpe, se losuplico! —insistió Catherine—. No puedo, noquiero seguir; es preciso que hable con MissTilney...

Pero Mr. Thorpe contestó con una carca-jada, fustigó al caballo y siguió adelante. Cat-herine, a pesar de su indignación, y ante la evi-dencia de que era imposible bajar del coche, no

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tuvo más remedio que resignarse, sin escati-mar, no obstante, reproches.

—¿Por qué me ha engañado usted, Mr.Thorpe? ¿Por qué aseguró que había visto a misamigos por la carretera de Lansdown? Daríacuanto tengo en el mundo por que nada de estohubiera sucedido. ¿Qué dirán de mí? Les pare-cerá extraño y hasta de mala educación el quehayamos pasado de largo sin detenernos a sa-ludarlos. No sabe usted lo disgustada que es-toy... Ya no podré disfrutar del paseo. Preferiríamil veces bajarme y correr en su busca a seguircon usted. ¿Por qué me dijo que los había vistoen un faetón?

Thorpe se defendió con habilidad. Decla-ró que jamás había visto dos hombres tan pare-cidos, y hasta se negó a reconocer que el jovenque acababan de ver fuese Tilney.

El paseo, aun después de agotada la con-versación, no podía resultar agradable. Cat-herine se mostró menos complaciente que en laúltima excursión, respondió con desconcertante

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laconismo a las observaciones de su compañeroy no se preocupó de disimular su tedio. Sólo lequedaba el consuelo de visitar el castillo deBlaize, y con gusto habría prescindido de laalegría que aquellos viejos muros pudieranproporcionarle, del placer de recorrer los gran-des salones, llenos de reliquias de un esplendorpasado, antes que verse privada del proyectadopaseo con sus amigos o exponerse a que éstosinterpretaran mal su conducta.

Mientras iba sumida en tales pensamien-tos, el viaje se desarrollaba sin percance alguno.Se encontraban cerca de Kenysham cuando unaviso de Morland, que venía detrás de ellos,obligó a Thorpe a detener la marcha. Se acerca-ron los rezagados y Morland dijo a su amigo:

—Será mejor que volvamos, Thorpe. Tuhermana y yo opinamos que es demasiado tar-de para continuar, figúrate que hemos tardadouna hora justa en llegar desde Pulteney Street,hemos cubierto siete millas, y aún nos restanocho. No es posible. Hemos salido demasiado

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tarde. Creo que haríamos bien en regresar ydejar la excursión para otro día.

—A mí lo mismo me da —dijo Thorpecon bastante mal humor, y volviéndose haciaCatherine, añadió— si su hermano no guiaraun caballo tan... maldito podríamos haber lle-gado a Clifton en una hora, pero por culpa deese... maldito jaco. Morland es un tonto por notener su propio caballo y su propio calesín.

—No es ningún tonto —replicó Catheri-ne, indignada—. Lo que ocurre es que no pue-de sufragar esos gastos

—¿Y por qué no puede?—Porque no tiene bastante dinero.—¿Y de quién es la culpa?—De nadie, que yo sepa.Thorpe, entonces, con la incoherencia y la

agresividad propias de él, empezó a decir quela avaricia era un vicio repugnante y que si lagente que tiene el riñón bien cubierto no sufra-gaba ciertos gastos, no sabía él como iba a po-der hacerlo, y otras cosas que Catherine ni se

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esforzó siquiera en oír. Ante la imposibilidadde lograr el consuelo que a cambio de otra des-ilusión se prometía, la muchacha se mostrómenos dispuesta a intentar ser amable conThorpe, y durante el trayecto de regreso nocambiaron más de veinte palabras.

Al llegar a la casa el lacayo informó aCatherine que una señora, acompañada de uncaballero, había llegado a buscarla pocos minu-tos después de que ella se hubiese marchado,que al enterarse de que había salido con Mr.Thorpe habían preguntado si no había dejadoalgún recado para ellos, y al responder él quenada podía decirles al respecto, se habían idono sin antes entregarle sus tarjetas. Pensandoen aquellas desoladoras noticias subió Catheri-ne a su habitación. En lo alto de la escalera seencontró con Mr. Allen, que al saber las causasque habían motivado su repentino regreso, ledijo:

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—Celebro que Mr. Morland haya mos-trado tan buen sentido. El plan no podía sermás absurdo y descabellado.

Pasaron la velada todos juntos en casa delos Thorpe. Catherine no disimulaba su pre-ocupación y tristeza. Isabella, en cambio, semostraba muy satisfecha, diríase que el haberhecho una apuesta con Morland la compensabade las diversiones que en la posada de Cliftonhabría podido encontrar. Habló también coninsistencia de la satisfacción que sentía al faltaraquella noche a los salones del balneario.

—¡Qué lástima me inspiran los infelicesque han ido al baile! —exclamó—. Y ¡cuántocelebro no hallarme entre ellos! ¿Estarán muyconcurridos los salones? El baile aún no debede haber empezado, pero por nada del mundoasistiría a él. ¡Es tan delicioso pasar una veladaen familia! Además, no creo que resulte muyanimado. Sé que los Mitchell no tenían inten-ción de ir. Os aseguro que me inspiran verda-dera lástima los que se han tomado la molestia

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de bajar. En cambio, usted, Mr. Morland, estádeseando ir, ¿verdad? Sí, sí; estoy segura deello, y le suplico que no se prive por nosotros.Nos arreglaríamos perfectamente sin su pre-sencia, se lo aseguro. Los hombres se empeñanen creer que son indispensables, y están muyequivocados.

Catherine estuvo tentada de acusar a Isa-bella de falta de ternura y de consideraciónpara con ella, pues, a juzgar por lo que se veía,su desconsuelo no le preocupa en absoluto.

—No estés tan aburrida, querida —le dijoal fin en voz baja—. Me parte el alma verte así,después de todo, los únicos responsables de loocurrido son los Tilney. ¿Por qué no fueronmás puntuales? Es cierto que los caminos esta-ban cubiertos de lodo, pero ¿qué importabaeso?. A John y a mí excusa tan nimia no habríabastado para disuadirnos. Sabes que no meimporta sufrir molestias cuando de complacer auna amiga se trata. Es mi manera de ser, y lomismo le ocurre a John, que tiene sentimientos

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muy profundos. ¡Cielos, qué magníficas cartastienes! Reyes, ¿eh? ¡Qué feliz me haces! Y esque yo soy así, prefiero mil veces que los tengastú a ser yo la favorecida.

Es hora de que despidamos por brevetiempo a la heroína enviándola al lecho del in-somnio que, como le corresponde, a apoyar lacabeza sobre una almohada erizada de espinasy empapada de lágrimas, y... ya puede tenersepor muy afortunada si, dada su condición, lo-gra en los próximos tres meses conciliar el sue-ño una noche siquiera.

—¿Cree usted, Mrs. Allen —preguntó a lamañana siguiente Catherine—, que estaría bienque yo visitase hoy a Miss Tilney? No podréestar tranquila mientras no le haya explicado loocurrido.

—Desde luego, puedes intentarlo, hijamía, pero creo que deberías ponerte un vestidoblanco para visitarla. Es el color preferido deMiss Tilney.

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Catherine aceptó gustosa el consejo de suamiga y, debidamente ataviada, se dirigió haciael balneario hecha un manojo de nervios, puesaun cuando creía que los Tilney se hospedabanen Milsom Street, no estaba segura de las señas,y las indicaciones siempre dudosas de Mrs.Allen aumentaban su confusión. Una vez in-formada de la dirección de sus amigos, partiórumbo a su destino con paso rápido y el cora-zón palpitante. Deseosa de explicar su conduc-ta y obtener cuanto antes el perdón de sus ami-gos, pero haciéndose la distraída por el jardínde la iglesia, próximo al cual se encontraban enaquel momento su querida Isabella y la simpá-tica familia de ésta.

Llegó sin dificultad a la casa de MilsomStreet, miró el número, llamó a la puerta y pre-guntó por Miss Tilney. El hombre que abriódijo que no sabía si la señorita se hallaba encasa, pero que iría a comprobarlo. Catherine ledio entonces su tarjeta y le rogó que anunciarasu presencia. A los pocos minutos volvió el

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criado, con una mirada que no confirmaba suspalabras, que Miss Tilney había salido. Cat-herine se quedó avergonzada, pues tenía lacerteza de que su nueva amiga no había queri-do recibirla, molesta, sin duda, por el incidentedel día anterior. Al pasar por delante de lasventanas del salón de la casa de los Tilney, mi-ró, creyendo ver a alguien detrás de los crista-les, pero no había nadie. Al final de la calle sevolvió de nuevo y entonces vio a Miss Tilney,no en la ventana, sino en la puerta misma de lacasa. La acompañaba un caballero, que Cat-herine supuso debía de ser su padre, y juntos sedirigieron hacia Edgar's. Profundamente humi-llada, la muchacha siguió su camino. Lamenta-ba el haberse expuesto a semejante descortesía,pero el recuerdo de su ignorancia de las leyessociales la obligó a recapacitar. Al fin y al caboella no sabía cómo estaría clasificada su con-ducta en el código de política mundana, cuanimperdonable resultaría su acción ni a qué ri-gores la expondría ésta, deprimida se sentía,

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que hasta pensó en no asistir al teatro aquellanoche, pero desechó rápidamente esa idea enprimer lugar, porque no tenía una excusa seriaque disculpara su ausencia, y en segundo por-que se presentaba una obra que deseaba ver.De modo, que todos fueron al teatro, como decostumbre, al entrar Catherine advirtió que noasistía a la función ningún miembro de la fami-lia Tilney. Era evidente contaba ésta, entre susmuchas perfecciones, la de poder prescindir deuna diversión que —según testimonio de Isabe-lla— mal podía satisfacer a quien tenía costum-bre de admirar las magníficas representacionesde los teatros de Londres.

La obra no defraudó a Catherine, quiensiguió con tanto interés los cuatro primerosactos que nadie había adivinado cuan preocu-pada estaba. Al empezar el quinto acto, sin em-bargo, la aparición de Henry y de su padre enel palco de enfrente suscitó de nuevo en suánimo ideas turbadoras. Ya no logró distraerlacuanto ocurría en el escenario, ni provocaron su

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risa los chistes de la obra. La mitad, por lo me-nos, de sus miradas se dirigían al otro palco, ydurante dos escenas consecutivas no apartó losojos de Henry, que no se dignó dar muestras deque hubiera reparado en ella. No parecía indi-ferente para el teatro quien de manera tan insis-tente fijaba su atención en la escena. Al fin, eljoven volvió la mirada hacia Catherine y la sa-ludó, pero ¡qué saludo!, sin una sonrisa, apar-tando la vista casi de inmediato... La ansiedadde Catherine aumentó. De buena gana habríapasado al palco donde se encontraba Henrypara pedirle una explicación. Se vio dominadapor sentimientos más humanos que heroicos.Lejos de molestarle aquella condena injusta desu conducta, en vez de sentir rencor hacia elhombre que de manera tan arbitraria e infun-dada dudaba de ella, en lugar de exigirle unaexplicación y hacerle comprender su error, bienevitando el hablarle, bien coqueteando conotro, Catherine aceptó el peso de la culpa o la

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apariencia de ésta y no deseó sino que llegara laocasión de disculparse.

Terminó la obra, cayó el telón y HenryTilney desapareció de su asiento. El generalpermaneció, sin embargo, en el palco, y la mu-chacha se preguntó si aquél tendría intenciónde pasar a saludarla.

Así fue, efectivamente; algunos momen-tos después vieron a Mr. Tilney abrirse pasoentre la gente en dirección a ellas. Saludó pri-mero con gran ceremonia a Mrs. Allen, y lamuchacha, sin poder contenerse, exclamó:

—¡Ah, Mr. Tilney! Estaba deseandohablar con usted para pedirle que me perdona-se por mi conducta. ¿Qué habrá pensado ustedde mí? Pero no fue mía la culpa, ¿verdad, Mrs.Allen? ¿Verdad que me dijeron que Mr. Tilneyy su hermana habían salido en un faetón? ¿Quéotra cosa podía yo hacer? Pero le aseguro quehabría preferido salir con ustedes. ¿Verdad quesí, Mrs. Allen?

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—Ten cuidado, hija mía, que me arrugasel traje —contestó Mrs. Allen.

Felizmente, las excusas de Catherine, aunprivadas de la confirmación de su amiga, logra-ron cierto efecto. Henry esbozó una sonrisacordial y con un tono que sólo conservaba cier-ta fingida reserva, contestó:

—Nosotros agradecimos mucho sus de-seos de que la pasáramos bien. Así por lo me-nos interpretamos el interés con que volvió lacabeza para mirarnos.

—Está usted en un error. Lejos de desear-les un feliz paseo, lo que hice fue suplicar a Mr.Thorpe que detuviera el coche. Se lo roguéapenas me di cuenta de que eran ustedes.¿Verdad, señora, que...? Cierto que usted noestaba con nosotros; pero así lo hice, se lo ase-guro, si Mr. Thorpe hubiese accedido a misruegos, me habría bajado de inmediato del ca-lesín para correr en busca de ustedes.

No creo que exista en el mundo ningúnhombre capaz de mostrarse insensible a tal

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afirmación. Henry Tilney no desperdició laocasión. Con una sonrisa mas cariñosa aún, dijocuanto era preciso para explicar el sentimientoque el aparente olvido de Catherine había pro-ducido en su hermana y la fe y la confianza quea él le merecían las explicaciones. Pero la mu-chacha no quedó satisfecha.

—No diga usted que su hermana no estáenfadada —exclamó—, porque me consta quelo está. De otro modo no se habría negado arecibirme esta mañana. La vi salir de la casa unmomento después de haber estado yo. Me dolióprofundamente, aunque no me molestó; pero,tal vez ignore usted que fui a verlos esta maña-na.

—Yo no estaba en casa, pero Eleanor merefirió lo ocurrido y me expresó sus grandesdeseos de verla para disculpar su aparente des-cortesía. Quizá yo logre hacerlo por ella. Fue mipadre quien, deseoso de salir a dar una vuelta,y contando con poco tiempo para ello, dio laorden de que no se dejase pasar a nadie. Eso es

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todo, se lo aseguro. Mi hermana quedó preocu-padísima, y, como le digo, desea ofrecerle susexcusas.

Aun cuando aquellas palabras tranquili-zaron algo a Catherine, ésta aún experimentabauna inquietud que trató de disipar con una in-genua pregunta que sorprendió a Mr. Tilney:

—¿Por qué es usted menos generoso quesu hermana? Si tanta confianza mostró ella enmí, suponiendo, desde luego, que se trataba deun mal entendido, ¿por qué usted se molestó?

—¿Molestarme yo?—Sí, sí; cuando entró usted en el palco,

todo su aspecto revelaba disgusto.—¿Disgusto? ¿Acaso tengo derecho a

disgustarme con usted?—Pues, a juzgar por la expresión de su

rostro, nadie habría pensado lo contrario.Henry contestó rogándole que le dejara

sitio a su lado, donde permaneció un rato char-lando y mostrándose tan agradable, que el me-ro anuncio de que debía marcharse provocó en

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Catherine un sentimiento de tristeza. Antes desepararse, sin embargo, convinieron en realizarcuanto antes el proyectado paseo, y más allá dela pena que sentía por tener que separarse desu amigo, Catherine se consideró aquella nochela criatura más feliz de la tierra. Mientras am-bos hablaban observó con gran sorpresa queJohn Thorpe, que era por lo general el hombremás inquieto del mundo, hablaba detenida-mente con el general Tilney, y su sorpresa au-mentó al observar que ella era el objeto de laatención y la conversación de los dos caballe-ros. ¿Qué estaría diciendo? Temió que tal vez algeneral le disgustase su aspecto. Además, in-terpretaba como una prueba de antipatía el quedicho señor hubiera preferido negarle la entra-da en su casa antes que retrasar él su paseo.

—¿Dónde ha conocido Mr. Thorpe a supadre, el general? —preguntó con ansiedad aMr. Tilney señalando a los dos hombres.

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Henry no lo sabía, pero agregó que supadre, como todos los militares, tenía numero-sas relaciones.

Una vez que hubo terminado el espectá-culo, Thorpe se acercó y se ofreció a acompañara las señoras, hizo objeto de grandes atencionesa Catherine y, mientras esperaban en el vestí-bulo la llegada de los coches, se anticipó a lapregunta que el corazón y los labios de Cat-herine deseaban formular, diciendo:

—¿Me ha visto hablando con el generalTilney? Es un viejo simpatiquísimo, fuerte,activo; parece más joven que su hijo. Lo estimomucho. Nunca he visto alguien más bueno ycaballeroso.

—Pero ¿de qué lo conoce usted?—¿Que de qué lo conozco? Son pocas las

personas de Bath con quien yo no me trate. Loconocí en Bedford, volví a encontrarlo aquí, enel salón de billar. Por cierto que, a pesar de seruno de nuestros mejores jugadores de billar ydel miedo que en un principio me inspiraba su

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juego, gané la partida que disfrutamos. Jugá-bamos a cinco por cuatro en contra de mí, y sino llego a hacer la carambola más limpia quejamás he conseguido (dándole a su bola, comocomprenderá, pero es imposible explicarlo sinuna mesa), no gano. Se trata de una personaexcelente, y muy rico. Me gustaría que me invi-tase a comer pues debe de tener un cocineromagnífico. Y ahora que me acuerdo, ¿de qué leparece que hemos estado hablando? Pues deusted, sí, de usted, y el general dice que ustedes la mujer más bonita que hay en Bath.

—¡Qué tontería! ¿A qué viene ahora eso?—¿Sabe usted qué le contesté? —dijo él, y

añadió voz baja— Le dije: tiene usted razón, migeneral.

Al llegar a ese punto, Catherine, a quienagradaba menos la admiración de Thorpe quela del general Tilney, se apresuró a seguir a Mr.Allen.

Thorpe, a pesar de los reiterados pedidosde la muchacha para que se retirara, no la

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abandonó hasta que estuvo instalada en el co-che, prodigándole mientras tanto los más deli-cados halagos.

A Catherine le resultaba enormementegrato que el general, lejos de sentir antipatíapor ella, la admirase tan cordialmente, y coninfinita complacencia pensó que por lo vistotodos los miembros de la familia Tilney estabande acuerdo con respecto a ella. La velada habíaresultado infinitamente mejor de lo esperado.

Conocidos son del lector los hechos ocu-rridos el lunes, martes, miércoles, jueves, vier-nes y sábado de aquella trascendental semana.Uno por uno hemos ido analizando los temo-res, mortificaciones y alegrías experimentadospor Catherine en el transcurso de aquellos sen-sacionales días, no faltándonos para completaréste más que descubrir los hechos que tuvieronlugar el domingo.

La tarde de dicho día, y mientras pasea-ban todos por Crescent, surgió de nuevo el te-ma de la excursión a Clifton, suspendida una

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vez, como sabemos. Ya en una charla previaIsabella y James habían decidido que el paseose llevase a cabo al día siguiente por la mañana,muy temprano, para volver a una hora razona-ble. El domingo por la tarde, en que, comohemos dicho, las familias se hallaban reunidas,Isabella y James expusieron sus planes a John,quien los aprobó. Sólo faltaba la conformidadde Catherine, alejada en aquellos momentos delgrupo por haberse detenido a saludar a MissTilney. Grande fue la sorpresa de todos cuandoal regresar la muchacha y conocer la noticia,lejos de recibirla con alegría anunció con expre-sión grave su propósito de declinar la invita-ción, ya que se había comprometido con MissTilney.

En vano protestaron los Thorpe insistien-do en que era preciso ir a Clifton el día señala-do y asegurando que no estaban dispuestos aprescindir de ella. Catherine se mostró apena-da, pero ni por un instante dispuesta a ceder.

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—No insistas, Isabella —dijo—. Le he da-do mi palabra a Miss Tilney y por lo tanto nopuedo acompañaros.

Volvieron los otros a la carga armadoscon los mismos argumentos y negándose aaceptar su negativa.

—Pues dile a Miss Tilney —insistieron—que tenías un compromiso previo y puede queposponga el paseo para el martes, por ejemplo.

—No es fácil, ni quiero hacerlo. Además,ese compromiso previo no existe.

Isabella continuó suplicando, rogando,instando a su amiga de la manera más afectuo-sa, empleando para ello las palabras más cari-ñosas. ¿Cómo era posible que su queridísima,su dulcísima amiga, se negara a complacer aquien tanto la quería? Ella sabía que su adoradaCatherine, dueña de un corazón bondadoso yde un carácter encantador, no sabría negarse aldeseo de quienes tanto la apreciaban. Pero todofue inútil. Persuadida de que su actitud eracorrecta, Catherine no se dejaba convencer.

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Isabella cambió entonces de táctica. Reprochó ala muchacha el que prefiriese a Miss Tilney, a laque, evidentemente, y a pesar de conocerlahacía tan poco tiempo, profesaba mayor cariñoque a sus otras amistades. Finalmente, la acusóde indiferencia y frialdad para con ella.

—No puedo evitar sentir celos cuandoveo que me abandonas por unos extraños. ¡Amí, que tanto te quiero! Ya sabes que una vezque entrego mi cariño a una persona no haypoder humano que logre hacérmela olvidar.Soy así; tengo sentimientos más profundos quenadie, y tan arraigados que ponen en peligro latranquilidad de mi espíritu. No imaginas cuán-to me duele ver mi amistad desdeñada en favorde unos forasteros, que eso, y no otra cosa, sonlos Tilney.

A Catherine el reproche le pareció taninmerecido como cruel. ¿Era justo que unaamiga sacara a relucir de ese modo sus senti-mientos y secretos más íntimos? Isabella se es-taba comportando de manera egoísta y poco

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generosa; por lo visto, nada le preocupaba másque su propia satisfacción. Tales pensamientosno la impulsaron, sin embargo, a hablar, ymientras ella permanecía en silencio, Isabella,llevándose el pañuelo a los ojos, hacía ademánde enjugarse las lágrimas, hasta que Morland,conmovido por aquellas muestras de pesar, dijoa su hermana:

—Vamos, Catherine, creo que debes ce-der. El gusto de complacer a tu amiga bien valeun pequeño sacrificio. Opino que harás mal ennegarte a nuestros deseos.

Era la primera vez que John se oponía asu proceder, y, debido a esto, Catherine propu-so un arreglo. Si ellos demoraban su plan hastael martes, lo cual podía hacerse fácilmente, yaque sólo de ellos dependía, ella los acompaña-ría y todos quedarían satisfechos. Pero sus ami-gos se negaron en redondo a alterar sus planes,alegando, en defensa de su proyecto, que paraentonces Thorpe tal vez se hubiese marchado.Catherine respondió que en ese caso lo lamen-

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taría mucho, pero que no tenía nada mejor queproponer. Siguió a sus palabras un breve silen-cio, interrumpido al fin por Isabella, quien, convoz que denotaba un resentimiento profundo,dijo:

—Bueno, pues no hay que pensar más enello. Si Catherine no puede acompañarnos, yotampoco iré. No quiero ser la única mujer en laexcursión. Por nada del mundo pienso expo-nerme a faltar con ello a las convenciones socia-les.

—Es preciso que vengas, Catherine —exclamó James.

—Pero ¿por qué no va una de tus herma-nas con Mr. Thorpe? Estoy segura que cual-quiera de ellas aceptaría con gusto la invitación.

—Gracias —dijo Thorpe—. Pero yo no hevenido a Bath para pasear a mis hermanitas yque la gente me tome por un imbécil. Nada, siusted se niega, pues yo también, ¡qué diablos!si voy, es por llevarla a usted.

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—Esa galantería no me causa el más leveplacer —replicó Catherine, pero Thorpe sehabía alejado tan rápidamente que no la oyó.

Siguieron paseando juntos los tres y la si-tuación se hizo cada vez más desagradable parala pobre muchacha. Tan pronto se negaban susacompañantes a dirigirle la palabra como seempeñaban en abrumarla con súplicas y repro-ches, y aun cuando Isabella la llevaba, comosiempre, cogida del brazo, era evidente queentre ellas no reinaba la paz. Catherine se sentíaunas veces molesta, otras enternecida, siemprepreocupada y al mismo tiempo firme en su de-terminación.

—No sabía que fueras tan terca, Catheri-ne —dijo James—. Antes no costaba tanto tra-bajo convencerte. Siempre fuiste la más dulce ycariñosa de todos nosotros.

—Pues ahora no creo serlo menos —contestó la muchacha, dolorida—: es verdadque no puedo complaceros, pero mi concienciame advierte que hago lo correcto.

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—No parece —replicó Isabella en voz ba-ja— que la lucha que sostienes con tus senti-mientos sea muy enconada.

Catherine se sintió embargada por unprofundo pesar, retiró el brazo, e Isabella no seopuso. Transcurrieron así diez minutos, al cabode los cuales vieron llegar a Thorpe con expre-sión más animada.

—Ya lo he arreglado —dijo—. Podemoshacer nuestra excursión mañana sin el más leveremordimiento de conciencia. He hablado conMiss Tilney y le he presentado todo género deexcusas.

—No es posible... —exclamó Catherine.—Le aseguro que sí. Acabo de dejarla. Le

he explicado que iba en nombre de usted a de-cirle que, puesto que se había comprometidopreviamente a ir con nosotros a Clifton maña-na, no podía tener el gusto de salir a pasear conella hasta el martes. Respondió que no habíainconveniente y que para ella era lo mismo undía que otro. De manera que quedan allanadas

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las dificultades. Ha sido una buena idea, ¿ver-dad?

Isabella sonrió y James recobró su buenhumor.

—¡Una idea magnífica! —exclamó la pri-mera—. Ahora, mi adorada Catherine, olvide-mos nuestro disgusto. Te perdono, y no hayque pensar más que en pasarlo muy bien.

—Esto no puede ser —dijo Catherine—.No puedo permitirlo. Iré a ver a Miss Tilney yle explicaré...

Isabella, al oírla, retuvo una de sus ma-nos; Thorpe, la otra, y los tres empezaron a re-prenderla. El mismo James se mostró indigna-do. Después que todo hubiese sido arreglado yde que la propia Miss Tilney hubiera dicho quelo mismo daba pasear el martes, era ridículo,absurdo, seguir oponiéndose.

—No me importa —insistió Catherine—.Mr. Thorpe no tenía derecho a inventar seme-jante disculpa. Si a mí me hubiera parecido biendemorar mi paseo con Miss Tilney, se lo hubie-

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ra propuesto personalmente. Esto es una grose-ría imperdonable. Además, ¿quién me aseguraque Mr. Thorpe no se ha equivocado una vezmás? Por su causa el viernes pasado quedé malante los Tilney. Mr. Thorpe, tenga la bondad desoltarme, y tú también, Isabella.

Thorpe insistió en que sería inútil tratarde alcanzar a los Tilney, pues giraban en BrockStreet cuando él les habló, y seguramente yahabrían llegado a su casa.

—Los seguiré —dijo Catherine—; esténdonde estén, hablaré con ellos. Es inútil queintentéis detenerme; si con razonamientos nohabéis conseguido obligarme a lo que no creoque debo hacer, con engaños lo conseguiréisaun menos.

Catherine logró soltarse de Isabella y deThorpe y se alejó a toda prisa. El segundo pre-tendió seguirla, pero James lo detuvo.

—Déjala, déjala que vaya. Se lo ha pro-puesto, y es más terca que un...

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Thorpe no quiso terminar la frase, que noencerraba una galantería precisamente.

Catherine, presa de intensa agitación, sealejó con rapidez. Temía verse perseguida, perono por ello pensaba desistir de su empeño. Alandar reflexionaba en cuanto había ocurrido.Le resultaba doloroso contrariar a sus amigos, ymuy particularmente a su hermano, pero no searrepentía de su conducta. Aparte del placerque pudiese suponer para ella el paseo en cues-tión, consideraba una muestra tanto de infor-malidad como de incorrección el faltar por se-gunda vez a un compromiso retractándose deuna promesa hecha cinco minutos antes. Ellano se había opuesto al deseo de los otros sólopor egoísmo, pues la excursión que le ofrecíany la seguridad de visitar el castillo de Blaizeeran por demás atractivos, pero si les contraria-ba era, sobre todo, porque deseaba contentar alos Tilney y quería quedar bien con ellos. Talesrazonamientos no bastaban, sin embargo, paradevolverle la tranquilidad perdida. Era eviden-

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te que sus ansias no quedarían satisfechas hastaque no le explicase la situación a Miss Tilney, yuna vez hubo cruzado Crescent aceleró aúnmás el paso, hasta que por fin se halló en elextremo alto de Milsom Street. Tanta prisa sehabía dado que, a pesar de la ventaja que losTilney le llevaban, éstos entraban precisamenteen su casa cuando los vio. Antes de que el cria-do cerrase la puerta, la muchacha estaba delan-te de ella y con el pretexto de que necesitabahablar con Miss Tilney, entró en la casa. Prece-diendo al criado subió por las escaleras, abrióuna puerta y penetró en un salón en el que sehallaba el general Tilney acompañado de sushijos. La explicación ofrecida por Catherine, yque, dado su estado de nerviosismo, resultóbastante incomprensible, fue como sigue:

—He venido corriendo... Ha sido unaequivocación. Le dije, desde luego, que no iríacon ellos y estoy aquí para explicárselo a uste-des. Poco me importaba lo que pudieran pensarde mí, y no iba a dejarme detener por el criado.

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El asunto, si no completamente aclaradopor las frases de Catherine, dejó, por lo menos,de ser un enigma gracias a las mutuas explica-ciones que a continuación siguieron. En efecto,Thorpe había dado el recado, y Miss Tilney notuvo inconvenientes en reconocer que la su-puesta incorrección de Catherine la había sor-prendido bastante. Lo que no logró saber lamuchacha, aun cuando dirigió sus explicacio-nes a ambos hermanos por igual, fue que aque-lla aparente informalidad suya había impresio-nado a Mr. Tilney en la misma medida que a suhermana. Pero por amargas que fuesen las re-flexiones expresadas por uno y otro antes de lallegada de Catherine, la presencia de ésta y susaclaraciones limaron todas las asperezas yafianzaron enormemente la nueva amistad.

Una vez resuelta aquella cuestión, MissTilney presentó a Catherine a su padre, quien larecibió con tal afabilidad y cortesía que la mu-chacha no pudo por menos de recordar las pa-labras de Thorpe y pensar en su voluble amigo.

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El general extremó sus atenciones al punto dereprochar al criado el haber descuidado susdeberes obligando a Catherine a abrir por símisma la puerta. Claro que al hacerlo ignorabaque la muchacha no había dado al pobre hom-bre la oportunidad de anunciarla. La interven-ción de Miss Morland y el modo por demásgeneroso en que salió en defensa de Williamevitaron que éste perdiera, con la estimación desus amos, su puesto de trabajo.

Después de permanecer con los Tilney uncuarto de hora, Catherine se levantó para mar-charse, pero el general la sorprendió con el rue-go, expuesto en nombre de su hija, de que leshiciera el honor de pasar el resto del día conellos. Catherine se mostró profundamenteagradecida, pero manifestó que, muy a su pe-sar, se veía obligada a declinar tan amable invi-tación, pues Mr. y Mrs. Allen la esperaban acomer. El general reconoció que los señoresAllen tenían más derecho que ellos a disfrutarde su encantadora presencia, pero esperaban

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que en otra oportunidad, y previa autorizaciónde tan excelentes amigos, tuviera el placer dever en su casa a la muchacha.

Catherine le aseguró que Mr. y Mrs. Allentendrían tanto gusto en complacerlo como ellamisma. El general la acompañó luego hasta lapuerta principal, colmándola mientras tanto defrases de elogio. Hizo especial hincapié en lagracia de su andar, asegurando que igualaba ala cadencia y el ritmo de su baile. Finalmente sedespidió, después de obsequiarla con uno delos saludos más ceremoniosos que Catherinehabía visto jamás.

Encantada la muchacha por el resultadode su entrevista, se dirigió nuevamente haciaPulteney Street, procurando andar con la graciaque le atribuía el general y de la que ella no sehabía apercibido hasta ese momento. Llegó a lacasa sin encontrarse con ninguna de las perso-nas que tan insolentes se habían mostradoaquella mañana, pero no bien vio asegurada suvictoria sobre éstas, empezó a dudar de que su

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proceder hubiese sido acertado. Pensó que unsacrificio es siempre un acto de nobleza y que,accediendo a los deseos de su hermano y de suamiga, se habría evitado de disgustar al prime-ro, enfadar a la segunda y destrozar, quizá, lafelicidad de los dos. Para tranquilizar su con-ciencia y cerciorarse de la corrección de su con-ducta solicitó consejo a Mr. Allen, a quien refi-rió detalladamente el plan que para el día si-guiente habían proyectado su hermano y Mr. yMiss Thorpe.

—¿Y piensas acompañarlos? —preguntóMr. Allen.

—No, señor; me negué porque momentosantes le había prometido a Miss Tilney que sal-dría con ella. ¿Cree usted que hice mal?

—Al contrario, celebro que lo hayas evi-tado. A mí no me parece bien eso de que jóve-nes de distinto sexo se presenten solos en co-ches descubiertos o en posadas y otros lugarespúblicos. Más aún: me extraña que Mrs. Thorpehaya dado su consentimiento. No creo que a

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tus padres les agradara que hicieras esas cosas.—Luego, dirigiéndose a su mujer, añadió—¿No opinas como yo? ¿No te parece mal estaclase de diversiones?

—Sí, sí, no me gustan nada. El calesín esun medio de transporte muy incómodo. Ade-más, no hay traje que se conserve limpio conellos. Se mancha una lo mismo al subir y al ba-jar, y el viento descompone el peinado. Sí, medesagradan mucho los coches descubiertos.

—Ya lo sabemos; pero no es eso precisa-mente lo que se discute. ¿A ti no te parece ex-traño el que una señorita se pasee en calesíncon un joven a quien no lo une relación algunade parentesco?

—Sí, por supuesto; a mí no me gustan es-tas cosas.

—Entonces, querida señora, ¿por qué nome lo advirtió antes? —preguntó Catherine—.Si yo hubiera creído que estaba mal pasear encoche con Mr. Thorpe no lo habría hecho. Ima-

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ginaba que usted no me permitiría hacer nadaque no estuviese bien.

—Y no lo habría permitido, hija mía. Yase lo dije a tu madre antes de partir hacia aquí.Pero tampoco hay que ser extremadamenteseveros. Tu propia madre dice que los jóvenessiempre se salen con la suya. Recordarás quecuando llegamos aquí te advertí que hacías malen comprarte aquella muselina floreada; sinembargo, no me hiciste caso. A los jóvenes nose os puede llevar siempre la contraria.

—Es que ahora se trataba de algo más se-rio, y no creo que hubiera sido difícil conven-cerme.

—Bueno, hasta aquí, lo ocurrido no tieneimportancia —dijo Mr. Allen—, pero sí consi-dero mi deber aconsejarte que en el futuro nosalgas con Mr. Thorpe.

—Eso precisamente iba yo a decirle —intervino su esposa.

Catherine, una vez tranquilizada por loque a ella interesaba, empezó a preocuparse

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por Isabella, apresurándose a preguntar a Mr.Allen si creía que debería escribir una carta a suamiga señalándole los inconvenientes que en-trañaban aquellas excursiones, de los que segu-ramente ella no tenía idea y a los que posible-mente volviera al exponerse si, como pensaba,llevaba a cabo el proyectado paseo al día si-guiente. Mr. Allen la disuadió de ello.

—Más vale que lo dejes correr, hija mía —le aconsejó— Isabella tiene edad suficiente parasaber esas cosas, y además, está aquí su madrepara advertírselo. No cabe duda que Mrs.Thorpe es excesivamente tolerante; sin embar-go, creo que no deberías intervenir en tan deli-cado asunto. Si Isabella y tu hermano estánempeñados en salir juntos, lo harán, y al tratarde evitarlo no conseguirás más que indisponer-te con ellos.

Catherine obedeció, lamentando, por unaparte, que Isabella hiciera lo que no estaba bienvisto, y satisfecha, por otra, de estar haciendo lo

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correcto, evitando así el peligro de tan gravefalta.

Se alegraba de no tomar parte en la expe-dición hasta Clifton, porque así evitaba tanto elque los Tilney la juzgaran mal por faltar a supromesa, como el incurrir en una indiscreciónsocial. Estaba claro que ir a Clifton habría sido,al tiempo que una descortesía, una falta de de-coro.

La mañana siguiente amaneció hermosa,y Catherine temió ser nuevamente objeto de unataque por parte de sus adversarios. A pesardel valor que la infundía contar con el apoyo deMr. Allen, temía verse enzarzada otra vez enuna lucha en la que resultaba dolorosa hasta lamisma victoria. De modo, pues, que grande fuesu regocijo cuando comprobó que nadie inten-taba convencerla nuevamente. Los Tilney llega-ron a buscarla a la hora convenida, y comoquiera que ninguna dificultad, ningún inciden-te imprevisto ni llamada impertinente malogrósus planes, nuestra heroína consiguió cumplir

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sus compromisos, aun cuando los había con-traído con el héroe en persona, desmintiendocon ello la proverbial infortuna de las protago-nistas novelescas.

Se decidió que el paseo se hiciera en di-rección a Beechen Cliff, hermosa colina cuyaespléndida vegetación se admira desde Bath.

—Esto me recuerda el sur de Francia —dijo Catherine.

—¿Ha estado usted en el extranjero? —lepreguntó Henry, un poco sorprendido.

—No, pero he leído, y esto se parece alpaís que recorrieron Emily y su padre en Losmisterios de Udolfo. Imagino que usted no debeleer novelas...

—¿Por qué no?—Porque no es un género que suela

agradar a las personas inteligentes. Los caballe-ros, sobre todo, gustan de lecturas más serias.

—Pues considero que aquella persona,caballero o señora, que no sabe apreciar el valorde una buena novela es completamente necia.

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He leído todas las obras de Mrs. Radcliffe, ymuchas de ellas me han proporcionado verda-dero placer. Cuando empecé Los misterios deUdolfo no pude dejar el libro hasta terminarlo.Recuerdo que lo leí en dos días, y con los pelosde punta todo el tiempo.

—Sí —intervino Miss Tilney—, y recuer-do que después que me prometieras que meleerías ese libro en voz alta, me ausenté paraescribir una carta y al volver me encontré conque habías desaparecido con él, de modo queno me quedó más remedio para saber el desen-lace que esperar a que terminaras de leerlo.

—Gracias, Eleanor, por dar fe de lo quedigo. Ya ve usted, Miss Morland, cuan injustasson esas suposiciones. Mi interés por continuarcon la lectura del Udolfo fue tan grande que nome permitió esperar a que mi hermana estuvie-se de regreso y me indujo a faltar a mi promesanegándome a entregar un libro que, como us-ted habrá podido apreciar, no me pertenecía.Todo esto es, sin embargo, un motivo de orgu-

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llo, ya que, por lo visto, no hace sino aumentarla estima que usted pueda profesarme.

—Me alegro de ello, entre otras razonesporque me evita el tener que avergonzarme deleerlo yo también; pero, la verdad, siempre creíque los jóvenes tenían por costumbre despre-ciar las novelas.

—No me explico entonces por qué lasleen tanto como puedan hacerlo las señoras.

—De mí puedo asegurarle que he leídocientos de ellas. No crea que me supera en elconocimiento de Julias y Eloísas. Si entráramosa fondo en la cuestión y comenzáramos unainvestigación acerca de lo que uno y otrohemos leído, seguramente quedaba usted tan ala zaga como... ¿qué le diría yo?, como dejóEmily al pobre Velancourt cuando marchó aItalia con su tía. Considere que le llevo muchosaños de ventaja; yo ya estudiaba en Oxfordcuando usted, apenas una niñita dócil y buena,empezaba a hacer labores en su casa.

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—Temo que en lo de buena se equivocausted, pero hablando en serio, ¿cree de verasque Udolfo es el libro más bonito del mundo?

—¿El más bonito? Eso depende de la en-cuadernación.

—Henry —intervino Miss Tilney—, eresun impertinente. No le haga usted caso, MissMorland, por lo visto mi hermano pretendehacer con usted lo que conmigo. Siempre quehablo tiene algún comentario que hacer sobrelas palabras que empleo. Por lo visto no le hagustado el uso que ha hecho usted de la palabra«bonito», y si no se apresura a emplear otracorremos el peligro de vernos envueltas en citasde Johnson y de Blair todo el paseo.

—Le aseguro —dijo Catherine— que lohice sin pensar; pero si el libro es bonito, ¿porqué no he de decirlo?

—Tiene usted razón —contestó Henry—también el día es bonito, y el paseo bonito, yustedes son dos chicas bonitas. Se trata, en fin,de una palabra muy bonita que puede aplicarse

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a todo. Originalmente se la empleó para expre-sar que una cosa era agraciada de cierta pro-porción y belleza, pero hoy puede ser empleadacomo término único de alabanza.

—Siendo así, no deberíamos emplearlamás que refiriéndonos a ti, que eres más bonitoque sabio —dijo Eleanor—. Vamos, Miss Mor-land, dejémoslo meditar acerca de nuestrasfaltas de léxico y dediquémonos a enaltecer aUdolfo en la forma que más nos agrade. Se trata,sin duda, de un libro interesantísimo y de ungénero de literatura que, por lo visto, es muyde su gusto.

—Si he de ser franca, le diré que lo prefie-ro a todos los demás.

—¿De veras?—Sí. También me gustan la poesía, las

obras dramáticas y, en ocasiones, las narracio-nes de viajes, pero, en cambio, no siento interésalguno por las obras esencialmente históricas.¿Y usted?

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—Pues yo encuentro muy interesante to-do lo relacionado con la historia.

—Quisiera poder decir lo mismo; pero sialguna vez leo obras históricas es por obliga-ción. No encuentro en ellas nada de interés, yacaba por aburrirme la relación de los eternosdisgustos entre los papas y los reyes, las gue-rras y las epidemias y otros males de que estánllenas sus páginas. Los hombres me resultancasi siempre estúpidos, y de las mujeres apenassi se hace mención alguna. Francamente: meaburre todo ello, al tiempo que me extraña,porque en la historia debe de haber muchascosas que son pura invención. Los dichos de loshéroes y sus hazañas no deben de ser verdad,sino imaginados, y lo que me interesa precisa-mente en otros libros es lo irreal.

—Por lo visto —dijo Miss Tilney—, loshistoriadores no son afortunados en sus des-cripciones. Muestran imaginación, pero no con-siguen despertar interés; claro que eso en lo quea usted se refiere, porque a mí la historia me

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interesa enormemente. Acepto lo real con lofalso cuando el conjunto es bello. Si los hechosfundamentales son ciertos, y para comprobar-los están otras obras históricas, creo que bienpueden merecernos el mismo crédito que loque ocurre en nuestros tiempos y sabemos porreferencia de otras personas o por propia expe-riencia. En cuanto a esas pequeñas cosas queembellecen el relato, deben ser consideradascomo meros elementos de belleza, y nada más.Cuando un párrafo está bien escrito es un pla-cer leerlo, sea de quien sea y proceda de dondeproceda, quizá con mayor placer siendo suverdadero autor Mr. Hume o el doctor Robert-son y no Caractus, Agrícola o Alfredo el Gran-de.

—Veo que, en efecto, le gusta a usted lahistoria... —dijo Catherine—. Lo mismo le ocu-rre a Mr. Allen y a mi padre. A dos de mishermanos tampoco les desagrada. Es extrañoque entre la poca gente que integra mi círculode conocidos tenga este género tantos adictos.

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En el futuro no volverán a inspirarme lástimalos historiadores. Antes me preocupaba muchola idea de que esos escritores se vieran obliga-dos a llenar tomos y más tomos de asuntos queno interesaban a nadie y que a mi juicio no ser-vían más que para atormentar a los niños, yaun cuando comprendía que tales obras erannecesarias, me extrañaba que hubiera quientuviese el valor de escribirlas.

—Nadie que en los países civilizados co-nozca la naturaleza humana —intervino Hen-ry— puede negar que, en efecto, esos librosconstituyen un tormento para los niños; sinembargo, debemos reconocer que nuestros his-toriadores tienen otro fin en la vida, y que tantolos métodos que emplean como el estilo queadoptan los autoriza a atormentar también a laspersonas mayores. Observará usted que em-pleo la palabra «atormentar» en el sentido de«instruir», que es indudablemente el que ustedpretende darle, suponiendo que puedan seradmitidos como sinónimos.

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—Por lo visto cree usted que hago mal encalificar de tormento lo que es instrucción, perosi estuviese usted tan acostumbrado como yo aver luchar a los niños, primero para aprender adeletrear, y más tarde a escribir, si supiera us-ted lo torpes que son a veces y lo cansada queestá mi pobre madre después de pasarse la ma-ñana enseñándoles, reconocería que hay oca-siones en que las palabras «atormentar» e «ins-truir» pueden parecernos de significado simi-lar.

—Es muy probable; pero los historiadoresno son responsables de las dificultades querodean a la enseñanza de las primeras letras, yusted, que por lo que veo no es amiga ni defen-sora de una intensa aplicación, reconocerá, sinembargo, que merece la pena verse atormenta-do durante dos o tres años a cambio de poderleer el tiempo de vida que nos resta. Considereque, si nadie supiera leer, Mrs. Radcliffe habríaescrito en vano o no habría escrito nada, quizá.

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Catherine asintió, y a continuación sehizo un elogio entusiasta de dicha autora. Así,los Tilney hallaron muy pronto otro motivo deconversación en el que la muchacha se vio pri-vada de tomar parte.

Los hermanos contemplaban el paisajecon el interés de quienes están acostumbrados adibujar, discutiendo acerca del atractivo pictó-rico de aquellos parajes, dando a cada pasonuevas pruebas de su gusto artístico. Catherineno podía tomar parte en la conversación pues,además de no saber dibujar ni pintar, carecía deaficiones en este sentido y, aun cuando escu-chaba atentamente lo que decían sus amigos,las frases que éstos empleaban le resultabanpoco menos que incomprensibles. Lo poco queentendió sólo le sirvió para sentirse más confu-sa, pues contradecía por completo sus ideasacerca del asunto, demostrando, por ejemplo,que las mejores vistas no se obtenían desde loalto de una montaña y que un cielo despejadono era prueba de un día hermoso. Catherine se

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avergonzó sin razón de su ignorancia, pues nohay nada como ésta para que las personas seatraigan mutuamente. El estar bien informadonos impide alimentar la vanidad ajena, lo cualel buen sentido aconseja evitar. La mujer, sobretodo si tiene la desgracia de poseer algunosconocimientos, hará bien en ocultarlos siempreque le sea posible. Una autora y hermana míaen las letras ha descrito de manera prodigiosalas ventajas que tiene para la mujer el ser bellay tonta a un tiempo, de modo, pues, que sóloresta añadir, en disculpa de los hombres, que sipara la mayoría de éstos la imbecilidad femeni-na constituye un encanto adicional, hay algu-nos tan bien informados y razonables de por síque no desean para la mujer nada mejor que laignorancia. Catherine, sin embargo, desconocíasu valor, ignoraba que una joven bella, dueñade un corazón afectuoso y de una mente hueca,se halla en las mejores condiciones posibles, ano ser que las circunstancias le sean contrarias,para atraer a un joven de talento. En la ocasión

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que nos ocupa, la muchacha confesó y lamentósu falta de conocimientos, y declaró que debuen grado daría cuanto poseía en el mundopor saber dibujar, lo cual le valió una conferen-cia acerca del arte, tan clara y terminante, queal poco tiempo encontraba bello todo cuantoHenry consideraba admirable, escuchándolotan atentamente que él quedó encantado delexcelente gusto y el talento natural de aquellamuchacha, y convencido de que él había con-tribuido a su desarrollo. Le habló de primeros ysegundos planos, de perspectiva, de sombra yde luz, y su discípula aprovechó tan bien lalección, que para cuando llegaron a lo alto delmonte, Catherine, apoyando la opinión de sumaestro, rechazó la totalidad de la ciudad deBath como indigna de formar parte de un bellopaisaje. Encantado con aquellos progresos, perotemeroso de cansarla con un exceso de saber,Henry trató de cambiar de tema, y así pasó ahablar de árboles en general, de bosques, deterrenos improductivos, de los patrimonios

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reales, de los gobiernos, y, finalmente, de polí-tica, hasta llegar al punto suspensivo de uncompleto silencio. La pausa que siguió a aque-lla disquisición acerca del estado de la naciónfue interrumpida por Catherine, quien, contono solemne y un tanto asustada, exclamó:

—He oído decir que en Londres ocurrirádentro de poco algo muy terrible.

—¿Es cierto? ¿De qué naturaleza? —preguntó algo preocupada Miss Tilney, a quieniba dirigido el comentario.

—No lo sé, ni tampoco el nombre del au-tor. Lo único que me han dicho es que jamás sehabrá visto nada tan espantoso.

—¡Santo cielo...! Y ¿quién se lo ha dicho?—Una íntima amiga mía lo sabe por una

carta que ayer mismo recibió de Londres. Creoque se trata de algo horroroso. Supongo quehabrá asesinatos y otras calamidades por elestilo.

—Habla usted con una tranquilidad pas-mosa. Espero que esté exagerando usted y que

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el gobierno se apresure a tomar las medidasnecesarias para impedir que nada de eso ocu-rra.

—El gobierno... —dijo Henry conteniendola risa—, ni quiere ni se atreve a intervenir enesos asuntos. Los asesinatos se llevarán a caboy al gobierno le tendrá absolutamente sin cui-dado.

Su hermana y Catherine lo miraron estu-pefactas, y él, sonriendo abiertamente, añadió:

—Bien, creo que lo mejor será que me ex-plique, así daré pruebas de la nobleza de mialma y de la clarividencia de mi mente. No ten-go paciencia con esos hombres que se prestan arebajarse al nivel de la comprensión femenina.Creo que la mujer no tiene agudeza, vigor nisano juicio; que carece de percepción, discer-nimiento, pasión, genio y fantasía.

—No le haga caso, Miss Morland, y pón-game al corriente de esos terribles disturbios.

—¿Disturbios? ¿Qué disturbios?

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—Mi querida Eleanor, los disturbios es-tán en tu propio cerebro. Aquí no hay más queuna confusión horrorosa. Miss Morland se refe-ría sencillamente a una publicación nueva queestá en vísperas de salir a la luz y que consta detres tomos de doscientas setenta y seis páginascada uno, cuya cubierta adornará un dibujorepresentando dos tumbas y una linterna.¿Comprendes ahora? En cuanto a usted, MissMorland, habrá advertido que mi poco perspi-caz hermana no ha entendido la brillante expli-cación que usted le hizo, y en lugar de suponer,como habría hecho una criatura racional, quelos horrores a que usted se refería estaban rela-cionados con una biblioteca circulante, los atri-buyó a disturbios políticos, y de inmediatoimaginó las calles de Londres invadidas por elpopulacho, miles de hombres aprestándose a lalucha, el Banco Nacional en poder de los rebel-des; la Torre, amenazada; un destacamento delos Dragones (esperanza y apoyo de nuestranación), llamado con urgencia, y el valiente

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capitán Frederick Tilney a la cabeza de sushombres. Ve también que en el momento delataque dicho oficial cae de su caballo malheridopor un ladrillo que le han arrojado desde unbalcón. Perdónela; los temores que engendró sucariño de hermana aumentaron su debilidadnatural, pues le aseguro que no suele mostrarsetan tonta como ahora.

Catherine se puso muy seria.—Bueno, Henry —dijo Miss Tilney—, ya

que has conseguido que nosotras nos entenda-mos, trata de que Miss Morland te comprenda ati; de lo contrario, creerá que eres el mayor im-pertinente que existe, no sólo para con tu her-mana, sino para con las mujeres en general.Debes tener en cuenta que esta señorita no estáacostumbrada a tus bromas.

—Estaré encantado de hacer que se acos-tumbre a mi manera de ser.

—Sin duda, pero antes conviene que bus-ques una solución para ahora mismo.

—Y ¿qué debo hacer?

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—No hace falta que te lo diga. Discúlpatey asegúrale que tienes el más alto concepto dela inteligencia femenina.

—Miss Morland —dijo Henry—, tengoun concepto elevadísimo de la inteligencia detodas las mujeres del mundo, y en particular deaquellas con quienes casualmente hablo.

—Eso no es suficiente. Sé más formal.—Miss Morland, nadie estima la inteli-

gencia de la mujer tanto como yo. Hasta talpunto llega, en mi opinión, la prodigalidad dela naturaleza para con ellas en este terreno, queno necesitan usar más que la mitad de los do-nes que han recibido de parte de ella.

—No hay manera de obligarlo a ser másformal, Miss Morland —lo interrumpió MissTilney—. Por lo visto está decidido a no hablaren serio, pero le aseguro que, a pesar de cuantoha dicho, es incapaz de pensar injustamente dela mujer en general, ni mucho menos de decirnada que pudiera mortificarme.

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A Catherine no le costó trabajo creer queHenry era, en efecto, incapaz de hacer y pensarnada que fuese incorrecto. ¿Qué importaba quesus maneras aparentaran lo que su pensamien-to no admitía? Aparte de que la muchacha es-taba dispuesta a admirar tanto aquello que leagradaba como lo que no atinaba a compren-der. Así pues, el paseo resultó delicioso, y elfinal de éste igualmente encantador. Amboshermanos acompañaron a Catherine a su casa,y una vez allí, Miss Tilney solicitó respetuosa-mente de Mrs. Allen permiso para que Catheri-ne les concediese el honor de comer con ellos aldía siguiente. Mrs. Allen no opuso ningún re-paro, y en cuanto a la muchacha, si algún es-fuerzo hubo de hacer, fue por disimular la ale-gría que esta invitación producía en ella. Lamañana había transcurrido de manera tan gratay divertida que quedó borrado de su mente elrecuerdo de otros cariños. En todo el paseo nose acordó de Isabella ni de James. Una vez quelos Tilney se hubieron marchado, Catherine

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quiso dedicar a aquéllos un poco de atención,pero con escaso éxito, pues Mrs. Allen, que nosabía nada de ellos, no pudo informarla al res-pecto. Al cabo de un rato, sin embargo, y enocasión de salir Catherine en busca de una cin-ta, de la que tenía necesidad urgente, topó enBond Street con la segunda de las hermanasThorpe, quien se dirigía a Edgar's entre doschicas encantadoras, íntimas amigas suyas des-de aquella mañana. Por dicha señorita supoque se había llevado a cabo la expedición deClifton.

—Salieron esta mañana a las ocho —le in-formó—. Y debo admitir que no los envidio.Creo que hicimos bien en no acompañarlos. Noconcibo nada más aburrido que ir a Clifton enesta época del año en que no hay un alma. Belleocupaba un coche con su hermano, Miss Mor-land, y John otro con María.

Catherine expresó su satisfacción de queel asunto se hubiera arreglado a gusto de todos.

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—Sí —contestó Anne—. María estaba de-cidida a ir. Creía que se trataba de algo verda-deramente divertido. No admiro su gusto, ypor mi parte estaba dispuesta a negarme aacompañarlos, aun cuando todos se hubieranempeñado en convencerme de lo contrario.

Catherine no quedó muy convencida dela sinceridad de aquellas declaraciones y nopudo por menos que decir:

—Pues a mí me parece una lástima queno fuera usted también y que no haya disfruta-do con los otros...

—Gracias; pero le aseguro que ese viajeme era por completo indiferente. Es más: noquería ir por nada del mundo. De ello precisa-mente estaba hablando con Sofía y Emily cuan-do la encontramos.

A pesar de tales afirmaciones, Catherineno se rectificó, y celebró que Anne contara condos amigas como Emily y Sofia, en quienesdescargar sus penas y desengaños; y sin más,despidiéndose de las tres, regresó a su casa,

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satisfecha de que el paseo no se hubiese sus-pendido por su negativa a ir, y esperando quehubiera resultado lo bastante entretenido paraque James e Isabella, olvidando su oposición, laperdonaran generosamente y no le guardaranel menor rencor.

Al siguiente día, una carta de Miss Thor-pe, respirando ternura y paz, y requiriendo lapresencia de su amiga para un asunto de im-portancia urgente, hizo que Catherine marcha-ra muy de mañana a la casa de su entrañableamiga. Los dos retoños de la familia Thorpe seencontraban en el salón, y tras salir Anne enbusca de Isabella, aprovechó esta ausencia Cat-herine para preguntar a María detalles sobre laexcursión del día anterior. María no deseabahablar de otra cosa, y Miss Morland no tardó ensaber que ésta jamás había participado en ex-cursión más interesante. El elogio del viaje deldía anterior ocupó los primeros cinco minutosde aquella conversación, siendo dedicadosotros cinco en informar a Catherine de que los

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excursionistas se habían dirigido, en primerlugar, al hotel York, donde habían tomado unplato de exquisita sopa y encargado la comida,para dirigirse luego al balneario donde habíanprobado las aguas e invertido algunas monedasen pequeños recuerdos, tras lo cual fueron a lapastelería en busca de helados. Después siguie-ron camino hacia el hotel, donde comieron atoda prisa para regresar antes de que se hicierade noche, lo cual no consiguieron, ya que seretrasaron y, además, les falló la luna. Habíallovido bastante, por lo que el caballo que guia-ba Mr. Morland estaba tan cansado que habíaresultado dificilísimo obligarle a andar.

Catherine escuchó el relato con sinceraalegría y satisfacción. Al parecer, no se habíapensado siquiera en visitar el castillo de Blaize,único aliciente que para ella habría tenido laexcursión.

María puso fin a sus palabras con unatierna efusión para con su hermana Anne,

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quien, según ella, se había molestado profun-damente al verse excluida de la partida.

—No me lo perdonará jamás —dijo—; deeso puedo estar segura; pero no hubo modo deevitarlo. John quiso que fuera yo y se negó enredondo a llevarla a ella, porque dice que tienelos tobillos exageradamente gruesos. Ya sé queno recobrará su buen humor en lo que resta delmes, pero estoy decidida a no perder la sereni-dad.

En aquel momento entró Isabella en lahabitación, y con tal expresión de alegría y pasotan decidido, que captó por completo la aten-ción de su amiga. María fue invitada sin cere-monia alguna a abandonar el salón, y no biense hubo marchado, Miss Thorpe, abrazando aCatherine, exclamó:

—Sí, mi querida Catherine, es cierto. Note engañó tu percepción. ¡Qué ojos tan píca-ros...! Todo lo ven...

Una mirada de profundo asombro fue laúnica réplica que pudo ofrecer Catherine.

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—Mi querida, mi dulce amiga —continuóla otra—. Serénate, te lo ruego; yo estoy muyagitada, como podrás suponer, pero es precisotener juicio. Sentémonos aquí y charlemos. ¿Demodo que lo supusiste en cuanto recibiste micarta? ¡Ah, pícara! Querida Catherine, tú, queeres la única persona que conoce a fondo missentimientos, puedes juzgar cuan feliz me sien-to. Tu hermano es el más encantador de loshombres, y yo sólo deseo llegar a ser digna deél, pero ¿qué dirán tus padres? Cielos, cuandopienso en ello siento un temor que...

Catherine, que en un principio no acerta-ba a comprender de qué se trataba, cayó repen-tinamente en la cuenta, y, sonrojándose a causade la emoción, exclamó:

—Cielos, mi querida Isabella, ¿significaque te has enamorado de James ?

Tal suposición, sin embargo, no abarcabatodos los hechos. Poco a poco su amiga le fuedando a entender que durante el paseo del díaanterior aquel afecto que se la acusaba de haber

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sorprendido en sus miradas y gestos habíaprovocado la confesión de un recíproco amor.El corazón de Miss Thorpe pertenecía por ente-ro a James. Catherine jamás había escuchadouna revelación que la emocionase tanto. ¿No-vios su hermano y su amiga? Dada su inexpe-riencia, aquel hecho se le antojaba de una im-portancia trascendental. Le resultó imposibleexpresar la intensidad de su emoción, pero lasinceridad de ésta contentó a su amiga. Ambasse felicitaron mutuamente por el nuevo y fra-ternal parentesco que habría de unirlas, acom-pañando los deseos de felicidad con cálidosabrazos y con lágrimas de alegría.

El regocijo de Catherine, siendo muygrande, no era comparable al de Isabella, cuyasexpresiones de ternura resultaban hasta ciertopunto abrumadoras.

—Serás para mí más que mis propiashermanas, Catherine —dijo la feliz muchacha—. Presiento que voy a querer a la familia de miquerido Morland más que a la mía.

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Catherine no se creía capaz de llegar a tanalto grado de amistad.

—Tu parecido con tu querido hermanohizo que me sintiese atraída por ti desde elprimer momento —prosiguió Isabella—. Peroasí me ocurre siempre. El primer impulso, laprimera impresión, son invariablemente decisi-vas. El primer día que Morland fue a casa, lasNavidades pasadas, le entregué mi corazónnada más verlo. Recuerdo que yo llevaba pues-to un vestido amarillo y el cabello recogido endos trenzas, y cuando entré en el salón y Johnme lo presentó, pensé que jamás había visto aun hombre más guapo ni más de mi agrado.

Al oír aquello, Catherine no pudo pormenos de reconocer la virtud y poder soberanodel amor, pues aun cuando admiraba a su her-mano y lo quería mucho, nunca lo había tenidopor guapo.

—Recuerdo también que aquella nochetomó con nosotros el té Miss Andrews, quelucía un vestido de tafetán, y estaba tan bonita

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que no pude conciliar el sueño en toda la no-che, tal era mi temor de que tu hermano sehubiese enamorado de ella. ¡Ay, Catherine que-rida! ¡Cuántas noches de insomnio y desvelo hesufrido a causa de tu hermano...! ¡Así me hequedado de escuálida! Pero no quiero apenartecon la relación de mis sufrimientos ni de mispreocupaciones, de los que imagino que ya tehabrás dado cuenta. Yo manifestaba sin querermi preferencia a cada momento; declaraba porejemplo que consideraba admirables a loshombres de carrera eclesiástica, y de ese modocreía darte ocasión de averiguar un secreto que,por otra parte, sabía que guardarías escrupulo-samente.

Catherine reconoció para sí que, en efec-to, le habría sido imposible divulgar aquel se-creto, pero no se atrevió ; a discutir el asunto nia contradecir a su amiga, más que nada porquele avergonzaba su propia ignorancia. Pensó queal fin y al cabo era preferible pasar a los ojos deIsabella por mujer de extraordinaria perspicacia

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y bondad. Acto seguido, Catherine se enteró deque su hermano preparaba con toda urgenciaun viaje a Fullerton con el objeto de informarde sus planes a sus padres y obtener el consen-timiento de éstos para la boda. Esto producíacierta agitación en el ánimo de Isabella. Cat-herine trató de convencerla de lo que ella mis-ma estaba firmemente persuadida; a saber: quesus padres no se opondrían a la voluntad y losdeseos de su hijo.

—No es posible encontrar padres másbondadosos ni que deseen tanto la felicidad desus hijos —dijo— yo no tengo la menor dudade que James obtendrá su consentimiento ape-nas lo solicite.

—Eso mismo asegura él —observó Isabe-lla—. Sin embargo, tengo miedo. Mi fortuna estan escasa, que estoy segura de que no se aven-drán a que se case conmigo un hombre quehabría podido elegir a quien hubiese querido.

Catherine tuvo que reconocer de nuevoque la fuerza del amor era omnipotente.

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—Te aseguro, Isabella, que eres demasia-do modesta y que el monto de tu fortuna noinfluirá para nada.

—Para ti, que eres tan generosa de cora-zón, claro que no —la interrumpió Isabella—.Pero no todo el mundo es tan desinteresado.Por lo que a mí respecta, sólo quisiera ser due-ña de millones para elegir, como ahora hago, atu hermano para esposo.

Esta interesante declaración, valoradatanto por su significado como por la novedadde la idea que la inspiraba, agradó mucho aCatherine, quien recordó al respecto la actitudde algunas heroínas de novelas. Pensó tambiénque jamás había visto a su amiga tan bella co-mo en el momento de pronunciar aquellashermosas palabras.

—Estoy segura de que no se negarán adar su consentimiento —repitió la muchachauna y otra vez—, y convencida de que te encon-trarán encantadora.

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—Por lo que a mí respecta —repuso Isa-bella—, sólo sé decirte que me basta la rentamás insignificante del mundo. Cuando se quie-re de verdad, la pobreza misma es bienestar.Detesto todo lo que sea elegancia y pretensión.Por nada del mundo quisiera vivir en Londres;prefiero, en cambio, una casita en un puebloretirado... Las hay hermosas cerca de Rich-mond...

—¿Richmond? —exclamó Catherine—.¿No sería mejor que os instalarais cerca de no-sotros, en algún lugar próximo a Fullerton?

—Desde luego, nada me entristecería tan-to como estar lejos de vosotros, sobre todo de ti.Pero esto es hablar a tontas y a locas; no quieropensar en nada mientras no conozcamos la res-puesta de tus padres. Morland dice que si es-cribe esta noche a Salisbury, mañana mismopodrá estar al corriente de aquélla. Mañana... Séque me faltará valor para abrir la carta. ¡Ah,tantas emociones acabarán por causarme lamuerte!

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A esta declaración siguió una pausa, ycuando Isabella volvió a hablar fue para tratardel traje de novia.

Puso fin a aquella disquisición la presen-cia del joven y ardiente enamorado, que desea-ba despedirse antes de partir para Wiltshire.Catherine habría querido felicitar a su herma-no, pero no supo expresar su alegría más quecon la mirada, y aun así fue ésta tan elocuenteque no tuvo dificultad alguna en comprendersus sentimientos, impaciente por asegurar lapronta realización de su dicha, Mr. Morlandtrató de acelerar la despedida, y lo habría con-seguido antes si no lo hubiera retenido con susrecomendaciones la bella enamorada, cuyasansias por verlo partir la obligaron a llamarlopor dos veces con el objeto de aconsejarle quese diera prisa.

—No, Morland, no; es preciso que temarches. Considera lo lejos que tienes que ir.No quiero que te entretengas. No pierdas más

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tiempo, por favor. Vamos, márchate de unavez...

Las dos amigas, más unidas que nuncapor aquellas circunstancias, pasaron reunidas elresto del día haciendo, como buenas hermanas,planes para el porvenir. Participaron de la con-versación Mrs. Thorpe y su hijo, quienes al pa-recer sólo esperaban el consentimiento de Mr.Morland para considerar como el acontecimien-to más feliz del mundo el noviazgo de su hija yhermana. Sus miradas significativas y sus fra-ses misteriosas colmaron la curiosidad de lasdos hermanas más pequeñas, excluidas, por elmomento, de aquellos conciliábulos. Tan extra-ña reserva, cuya finalidad Catherine no atinabaa comprender, habría herido los bondadosossentimientos de ésta y la habría impulsado adar una explicación de los hechos a Anne y aMaría, si éstas no se hubieran apresurado atranquilizar su conciencia tomando el asuntotan a broma y haciendo tal alarde de sagacidad,que al fin sospechó que debían de estar más al

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corriente de lo que parecía. La velada transcu-rrió en medio de la misma ingeniosa lucha,procurando los unos mantener su actitud deexagerado misterio y aparentando las otrassaber más de lo que se suponía.

A la mañana siguiente Catherine hubo deacudir nuevamente a casa de su amiga y ayu-darla a distraerse durante las horas que aúnfaltaban para la llegada del correo. Sin duda setrataba de una ayuda bien necesaria, pues amedida que se acercaba el momento decisivoIsabella se mostraba cada vez más nerviosa eincluso abatida, hasta tal punto de que paracuando llegó la ansiada carta se hallaba en unestado de verdadera postración y desconsuelo.Felizmente para todos, la lectura de la misivadisipó cualquier duda.

«No he tenido la menor dificultad —decíael amado en las tres primeras líneas— en obte-ner el consentimiento de mis bondadosos pa-dres, quienes me han prometido que haráncuanto esté a su alcance para lograr mi dicha.»

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Una expresión de suprema alegría inun-dó el rostro de Isabella, la preocupación queembargaba su ánimo desapareció, sus expre-siones de júbilo casi superaron los límites de loconvencional y, sin titubear, se declaró la mujermás feliz del mundo.

Mrs. Thorpe, con los ojos arrasados en lá-grimas, abrazó a su hija, a su hijo, a Catherine,y de buena gana habría seguido abrazando atodos los habitantes de Bath. Su maternal cora-zón estaba pletórico de ternura y, ávida de ma-nifestar su alegría, la mujer se dirigió sin cesar asu «querido John» y a su «querida María», pro-clamando la estima que su hija mayor la mere-cía el hecho de llamarla «su querida, queridaIsabella». Tampoco quedó a la zaga de sus de-mostraciones de júbilo John, quien manifestóque su buen amigo Mr. Morland era uno de losmejores hombres que podían encontrarse, en-tre otras frases laudatorias.

La carta portadora de aquella extrema fe-licidad era breve: se limitaba a anunciar el éxito

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obtenido y dejaba para una próxima ocasión elrelato detallado de los hechos. Pero bastó paradevolver la tranquilidad a la novia feliz, ya quela promesa de Morland era lo bastante formalpara asegurar su dicha. Al honor del muchachoquedaba confiada la tramitación de cuanto amedios de vida se refería, pues al espíritu gene-roso y desinteresado de Isabella no le estabapermitido descender a cuestiones de interés,tales como si las rentas del nuevo matrimoniodebían asegurarse mediante un traspaso detierras o un capital acumulado. Le bastaba consaber que contaba con lo necesario para esta-blecerse decorosamente, en cuanto al resto, suimaginación bastaría para proveer de dicha yprosperidad. ¡Cómo la envidiarían todas susamistades de Fullerton y sus antiguos conoci-dos de Pulteney Street cuando la vieran, comoya se veía ella en sueños, con un coche a su dis-posición, un nuevo apellido en sus tarjetas yuna brillante colección de sortijas en los dedos!

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Después de que la carta fuese leída, John,que sólo esperaba la llegada de ésta para mar-char a Londres, se dispuso a partir.

—Miss Morland —dijo a Catherine alhallarla sola en el salón— vengo a despedirmede usted.

La muchacha le deseó un feliz viaje, peroél, aparentando no oírla, se dirigió hacia la ven-tana tarareando y completamente abstraído.

—Me parece que se retrasará usted —dijoCatherine.

Thorpe no contestó, luego, volviéndosede repente, exclamó:

—Bonito proyecto éste de la boda. ¿A us-ted qué le parece? ¿Verdad que es una idea queno está del todo mal?

—A mí me parece muy bien.—¿De veras? Bueno, por lo menos es us-

ted sincera y partidaria del matrimonio. Yasabe lo que dice el refrán: «Una boda trae otra.»¿Asistirá usted a la de mi hermana?

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—Sí; le he prometido a Isabella que esta-ría con ella ese día, si nada me lo impide, porsupuesto.

—Entonces ya lo sabe usted... —Thorpeparecía inquieto y desazonado—. Si lo deseapodemos demostrar la verdad de ese refrán.

—Me parece que no lo veo posible. Pero...le repito que le deseo un feliz viaje, y me mar-cho, porque estoy invitada a comer en casa deMiss Tilney y es tarde.

—No tengo prisa. ¿Quién sabe cuándovolveremos a vernos? Por más que pienso estarde regreso dentro de quince días, y... ¡qué lar-gos me van a parecer!

—Entonces, ¿por qué se ausenta usteddurante tanto tiempo? —preguntó Catherine,en vista de que él esperaba que dijese algo.

—Mil gracias; se ha mostrado usted ama-ble y bondadosa, y no lo olvidaré. Por supues-to, no hay mujer en el mundo tan bondadosacomo usted. Su bondad no es sólo... bondad

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sino todas las virtudes juntas... Jamás he cono-cido a nadie como usted, se lo aseguro.

—¡Qué cosas dice! Hay muchas como yo,y mejores aún. Buenos días...

—Pero óigame antes, Miss Morland. ¿Mepermite que vaya a Fullerton a ofrecerle misrespetos?

—¿Y por qué no? Mis padres estarán en-cantados de verlo.

—Y usted..., señorita, ¿lamentará verme?—De ninguna manera. Son pocas las per-

sonas a quienes no me agrada ver. Además, lavida en el campo resulta más animada cuandose tienen visitas.

—Eso mismo pienso yo. Me basta con queme dejen estar allí donde me encuentre a gusto,en compañía de aquellos a quienes aprecio. ¡Yal diablo lo demás...! Celebro infinitamente queusted piense igual que yo, aun cuando ya mefiguraba que sus gustos y los míos eran muyparecidos.

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—Tal vez, pero yo no me había dadocuenta de ello. Sin embargo, debo advertirleque en ocasiones no sé qué me agrada o des-agrada.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo él—,pero es porque no suelo preocuparme de cosasque no me importan. Lo único que quiero escasarme con una chica que me guste y vivir conella en una casa cómoda. El que tenga mayor omenor fortuna no me interesa. Yo dispongo deuna renta segura y no me hace falta que mi mu-jer sea rica.

—Yo opino como usted. Con que uno delos dos cuente con medios de subsistencia, bas-ta. Casarse por dinero me parece un acto des-preciable y pecaminoso. Ahora, si me perdona,tengo que dejarlo. Nos alegrará mucho verlo austed por Fullerton cuando tenga ocasión de irpor allí.

Tras pronunciar aquellas palabras, Cat-herine se marchó. No había poder humano nifrase amable capaz de retenerla, pues la espe-

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raba un interesante almuerzo y ardía en deseosde comunicar las noticias referidas a su herma-no y a Isabella. Menos aún podía distraerla desu cita en casa de los Tilney la conversación deun hombre como Thorpe, quien, no obstante,quedó convencido de que su supuesta declara-ción de amor había sido todo un éxito.

La emoción que la nueva del noviazgohabía producido en Catherine le hizo creer queMr. y Mrs. Allen. quedarían igualmente sor-prendidos, y se llevó una gran desilusión alcomprobar que estos buenos amigos se limita-ban a decir que venían esperándolo desde lallegada de James a Bath, y que deseaban la ma-yor de las dichas a la enamorada pareja. Mr.Allen dedicó además un breve comentario a labelleza, y su mujer otro a la buena suerte de lanovia, y eso fue todo. Desilusionada Catherineante semejante insensibilidad, la consoló untanto la agitación que en el ánimo de Mrs. Allenprodujo la noticia de la marcha de James paraFullerton, no por la causa que motivaba su via-

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je, sino porque le habría gustado ver al mucha-cho antes de su partida y rogarle que saludara aMr. y Mrs. Morland de su parte e hiciera pre-sente a los Skinner su recuerdo y simpatía.

Catherine tenía tantas esperanzas deposi-tadas en su visita a los Tilney, que tuvo unadesilusión no sólo lógica, sino inevitable. Apesar de que el general la recibió muy cortés-mente, de que Eleanor se mostró sumamenteatenta con ella, de que Henry estuvo en casatodo él tiempo que ella permaneció en ésta y enel transcurso de aquellas horas no se presentóningún extraño, la muchacha no pudo por me-nos de reconocer, al volver a Pulteney Street,que no había disfrutado todo lo que esperaba.Su amistad con Miss Tilney, lejos de acrecentar-se, parecía haberse enfriado. En cuanto a laconversación de Henry, éste se mostró menosamable que otras veces. Hasta tal punto estofue así, que no obstante la afabilidad del gene-ral y sus frases galantes la muchacha celebrómarcharse de la casa. Lo ocurrido era, en ver-

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dad, muy extraño. Al general Tilney, hombreencantador por su trato y digno padre de Hen-ry, no cabía atribuir la evidente tristeza de loshermanos y la falta desanimación de Catherine.Quiso atribuir la muchacha lo primero a la ca-sualidad, y lo segundo a su propia estupidez,pero conocedora Isabella de todos los detallesde aquella visita, interpretó lo sucedido de ma-nera muy distinta.

—Es orgullo —dijo—. Nada más que or-gullo y soberbia. Ya me parecía a mí que esafamilia se daba muchos aires, y ahora no mecabe la menor duda. Jamás he visto comporta-miento más insolente que el de Miss Tilneypara contigo. ¿A quién se le ocurre dejar dehacer los honores debidos a un invitado?¿Dónde se ha visto tratar a este con superiori-dad y no dirigirle apenas la palabra?

—No, Isabella, no me has comprendido;Miss Tilney no se ha comportado tan mal comosupones, ni me ha tratado con aires de superio-ridad, ni ha cesado de atenderme.

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—No trates de defenderla. ¿Y el herma-no...? ¡Después de fingir tanto afecto hacia ti...!La verdad es que no acaba una de comprendera la gente. ¿Dices que apenas te miró ?

—No he dicho eso, pero admito que noestaba tan animado como otras veces.

—¡Qué vileza! Para mí no existe nadamás despreciable que la inconstancia. Te supli-co, querida Catherine, que no vuelvas a pensaren un hombre tan indigno de tu amor.

—¿Indigno? Pero ¡si creo que no piensaen mí siquiera!

—Eso es precisamente lo que estoy di-ciendo, que no piensa en ti. ¡Qué volubilidad!¡Cuan diferente de tu hermano y el mío! Porquecreo firmemente que John tiene un corazónmuy constante.

—En cuanto al general Tilney, dudo quenadie pudiera comportarse con mayor delica-deza y finura. Al parecer, no deseaba más quedistraerme y hacer que me sintiese cómoda.

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—Del general no digo nada. Ni siquieraconsidero que sea orgulloso. Parece todo uncaballero. John lo tiene en gran estima, y yasabes que John...

—Bueno, ya veremos cómo se comportanesta noche en el baile.

—¿Quieres que vaya?—¿No pensabas ir? Creí que estaba deci-

dido que iríamos todos juntos.—Desde luego; si tú lo quieres, iré, pero

no pretendas que me muestre contenta. Mi co-razón se halla a más de cuarenta millas de dis-tancia. Tampoco exijas de mí que baile. Sé queCharles Hodges me perseguirá a muerte paraque lo haga, pero ya sabré librarme. Apuestocualquier cosa a que sospecha el motivo que melo impide, y eso es precisamente lo que quieroevitar. Procuraré no darle ocasión de hablar deello.

La opinión que Isabella se había formadode los Tilney no influyó en el ánimo de Cat-herine, quien estaba persuadida de que Henry

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y su hermana habían estado, si no alegres, aten-tos para con ella, y que el orgullo no anidaba ensu corazón. Aquella noche vio recompensadasu confianza. Eleanor la saludó con igual corte-sía y Henry la colmó de atenciones, tal comohiciera otras veces. Miss Tilney trató de colo-carse a su lado y Henry la invitó a bailar.

Tras haber oído el día anterior, en la casade Milsom Street, que el general Tilney espera-ba de un momento a otro la llegada de su pri-mogénito, capitán del ejército, Catherine supu-so, y con razón, que un joven muy distinguidoa quien no había visto antes, y que acompañabaa Eleanor, era la persona en cuestión. Lo con-templó con ingenua admiración; hasta pensóque habría tal vez quien le considerase másapuesto que su hermano, si bien para su gustono era así. El capitán parecía más orgulloso ymenos simpático que Henry, además de ser susmodales muy inferiores a los de éste, declarán-dose incluso ante Miss Morland enemigo del

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baile, y hasta el punto de burlarse de quienes,como su hermano, lo encontraban entretenido.

Tras estas declaraciones, fácil es suponerque el efecto que al capitán produjo en nuestraheroína no era de índole peligrosa ni anunciode futura animosidad entre los hermanos. Co-mo tampoco era creíble que en el porvenir seconvirtiera en instigador de los villanos a cuyocargo debería estar el rapto en silla de posta dela incauta y tímida doncella, epílogo inevitablede toda novela digna de estima. Catherine, aje-na a cuanto el destino pudiera fraguar para ella,gozó enormemente con la conversación deHenry, a quien encontraba cada vez más irre-sistible.

Al finalizar el primer baile el capitán seacercó a ellos y, con gran disgusto de Catheri-ne, se llevó a su hermano. Ambos se marcharonhablando en voz baja, y cuando en un principiola muchacha no se alarmó ni supuso que el ca-pitán trataba de separarlos para siempre, co-municando a su hermano alguna malévola sos-

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pecha, no dejó de preocuparle profundamenteaquella repentina desaparición de su pareja. Suintranquilidad duró cinco minutos, pero a ellale pareció que había pasado un cuarto de horacuando los hermanos volvieron y Henry le pre-guntó si creía que Miss Thorpe tendría incon-veniente en bailar con el capitán. Catherinerespondió sin titubear que Isabella no pensababailar con nadie. Al enterarse de tan cruel deci-sión, el capitán se alejó a toda prisa de allí.

—A su hermano no puede importarle —dijo ella— porque antes le oí decir que odiabael baile. Lo que ha ocurrido, sin duda, es que havisto a Isabella sentada y ha supuesto que erapor falta de pareja; pero se ha equivocado, por-que ella me aseguró que nada en el mundo lainduciría a bailar.

Henry sonrió y dijo:—¡Qué fácil debe de ser para usted el

comprender los motivos que rigen los actos delos demás!

—¿Por qué?

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—Porque usted nunca se pregunta quéhabrá influido en una persona para que hagadeterminada cosa ni qué pudo inducirla a hacertal otra. Sentimientos, edad, situación y cos-tumbres aparte, usted se limita a preguntarse así misma qué haría en tales circunstancias, quéla induciría a obrar de tal o cual manera...

—No le comprendo.—¿No? Entonces hablamos idiomas muy

distintos porque yo la comprendo a usted per-fectamente.

—¿A quién? ¿A mí? Es posible. Aunque aveces tengo la impresión de no ser lo bastanteexplícita.

—¡Bravo! Excelente manera de criticar ellenguaje moderno.

—Sin embargo, creo que debería ustedexplicarse.

—¿Lo cree usted de veras? ¿Lo desea sin-ceramente? Por lo visto no se ha dado cuentade las consecuencias que pudieran derivarse detal explicación. Es casi seguro que usted se sen-

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tirá intimidada y los dos nos llevaremos unserio disgusto.

—Le aseguro que no ocurrirá ni lo uno nilo otro. Yo, por lo menos, no lo temo.

—Pues entonces le diré que su empeño enatribuir a buenos sentimientos de mi hermanosu deseo de bailar con Miss Thorpe me ha con-vencido de que nadie en el mundo tiene mejo-res sentimientos que usted.

Catherine se ruborizó y lo negó. Sin em-bargo, había en las palabras de Henry algo quecompensaba el azoramiento de la muchacha, yese algo llegó a preocuparla de tal modo que nopudo hablar con él ni prestar atención a lo quedecía, hasta que la voz de Isabella, sacándola desu ensimismamiento, la obligó a levantar lacabeza, para descubrir que su amiga se dispo-nía tranquilamente a bailar con el antes desai-rado capitán.

Miss Thorpe, que por el momento no sa-bía cómo explicar aquella conducta tan extra-ordinaria como inesperada, se limitó a encoger-

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se de hombros y esbozar una sonrisa, pero aCatherine no la satisfizo tal explicación, y así selo confesó a su pareja.

—No entiendo cómo ha podido hacer es-to —dijo—. Isabella estaba decidida a no bailar.

—¿Acaso nunca la ha visto cambiar deopinión?

—¡Ah! Pero... ¿y su hermano? ¿Cómo hapodido pensar en invitarla después de lo que ledijo a usted de parte mía?

—¡Eso no me sorprende! Usted podrá or-denar que me asombre de la conducta de suamiga y yo estar dispuesto a complacerla, peroen lo que a mi hermano se refiere, debo recono-cer que se ha comportado tal y como yo espe-raba. Todos estamos persuadidos de la bellezade Miss Thorpe; en cuanto a la firmeza de sucarácter, sin embargo, sólo usted puede res-ponder.

—Se burla usted de mí, pero le aseguroque Isabella suele ser muy tenaz.

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—Es lo máximo que puede decirse de unapersona, porque el que es tenaz siempre sueledegenerar en terco. El cambiar de opinión atiempo es prueba de buen juicio, y sin que estosea alabar a mi hermano, creo que Miss Thorpeha elegido la mejor ocasión posible para de-mostrar la flexibilidad de su criterio.

Hasta después de terminar el baile no en-contraron las dos amigas ocasión de cambiarimpresiones.

—No me extraña tu asombro —le dijoIsabella a Catherine tomándola del brazo—. Teaseguro que estoy rendida. ¡Qué hombre máspesado! Y el caso es que hasta resultaría diver-tido si una no tuviese otras cosas en que pensar.Te aseguro que habría dado lo que no tengopor que me dejase tranquila.

—¿Por qué no se lo dijiste?—Porque habría llamado la atención so-

bre mí, y ya sabes lo mucho que me desagrada.Me negué cortésmente cuanto pude, pero élinsistió con tanta obstinación en que bailase. Le

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rogué que me excusara, que buscase otra pare-ja, pero no hubo manera. Hasta aseguró quedespués de haber pensado en mí le resultabaimposible bailar con cualquier otra, y no por-que tuviese deseos de bailar, sino porque que-ría... estar conmigo. ¿Has oído tontería seme-jante? Yo le contesté que no podía haber elegi-do peor manera de convencerme, que nada memolesta más que las frases de cumplido, y al finme convencí de que no tendría un momento desosiego hasta que no accediera a su ruego. Te-mí, además, que Mrs. Hughes, que nos habíapresentado, tomase a mal mi negativa, y que tuhermano, pobrecito mío, se preocupara al saberque había pasado la noche entera sentada en unrincón. ¡Cuánto me alegro que haya terminadoel baile! Tanta tontería agobia, y luego, como estan distinguido, todo el mundo nos miraba.

—Sí; realmente es muy apuesto.—¿Apuesto? Quizá lo crean algunas. Pero

no es mi tipo. No me gustan los hombres tanrubicundos ni de ojos tan oscuros. Sin embargo,

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no se puede decir que sea feo. ¡Lástima que seatan pretencioso! Varias veces he tenido quellamarle la atención en la forma que suelohacerlo cuando de tales casos se trata.

En su siguiente encuentro las amigas tu-vieron asuntos más interesantes de los que dis-cutir. Había llegado la segunda carta de JamesMorland, en la que éste explicaba detallada-mente cuáles eran las intenciones de su padrepara con el joven matrimonio. Mr. Morlanddestinaba a su hijo un curato, del cual él era elbeneficiado, que reportaba unas cuatrocientaslibras al año, y del que James podía tomar po-sesión apenas contara con la edad necesaria y laaseguraba una herencia de igual valor para eldía en que faltaran sus padres. En la carta, Ja-mes se mostraba debidamente agradecido, yadvertía que, si bien retrasar la boda dos o tresaños resultaba algo molesto, tener que hacerlono le sorprendía ni mortificaba.

Catherine, cuyos conocimientos acerca delas rentas de que disfrutaba su padre eran bas-

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tante imperfectos, y que en todo solía dejarseguiar por la opinión de su hermano, también semostró satisfecha de la solución dada al asuntoy felicitó de todo corazón a Isabella.

—Sí, está muy bien, muy bien —dijo Isa-bella con expresión grave.

—Mr. Morland ha sido muy generoso —dijo Mrs. Thorpe mirando con ansiedad a suhija—. Ojalá yo estuviera en condiciones dehacer otro tanto. No se puede, exigir más, yseguramente que con el tiempo os ayudará másaún, pues parece una persona muy bondadosa.Cuatrocientas libras tal vez sea poco para em-pezar, pero tus necesidades, mi querida Isabe-lla, son escasas; tú misma no te das cuenta de lomodesta que eres.

—Y no deseo tener más por lo que a mí serefiere, pero encuentro insoportable la meraidea de perjudicar a mi querido Morland obli-gándolo a limitarse a una renta que apenas cu-brirá nuestros gastos elementales. Por mí ya lo

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he dicho, no me preocupa; sabes muy bien queno suelo pensar en mí misma.

—Lo sé, hija de mi alma, lo sé, y el afectoque todos te profesan es el premio que merecetu abnegación. Jamás ha habido niña más esti-mada y querida que tú, y no dudo que una vezque Mr. Morland te conozca... no preocupemosa nuestra querida Catherine hablando de estascosas. Mr. Morland se ha mostrado enorme-mente generoso. Todos me habían aseguradoque era una persona excelente, y no tenemos,hija mía, razón para suponer que se negaría adaros mayor renta si contara con una fortunamayor. Estoy convencida de que se trata de unhombre bueno y dadivoso.

—Sabes que mi opinión acerca de Mr.Morland es excelente, pero todos tenemosnuestras debilidades, y a todos agrada hacer delo suyo lo que les place.

Catherine no pudo por menos de lamen-tar aquellas insinuaciones.

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—Estoy convencida —dijo— de que mipadre cumplirá con su palabra de hacer cuantopueda en este asunto.

—Eso no lo duda nadie, querida Catheri-ne replicó Isabella, que había caído en la cuentadel disgusto de su amiga. Además, me conoceslo suficiente para saber que yo me contentaríacon una renta inferior a la que se me ofrece. Nome entristece la falta de dinero, lo sabes. Odiola riqueza, y si a cambio de no gastar arriba decincuenta libras al año nos permitiera celebrarnuestra boda ahora mismo, me consideraríacompletamente feliz. ¡Ah, mi amiga querida!,tú, y únicamente tú, eres capaz de compren-derme... Lo único terrible para mí, lo único queme desconsuela, es pensar que han de transcu-rrir dos años y medio para que tu hermanopueda entrar en posesión de ese curato.

—Sí, hija mía —intervino Mrs. Thorpe—,te comprendemos perfectamente. No sabes di-simular, y es natural que lamentes esa circuns-tancia. Tu noble justa contrariedad hará que

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aumente la estima que te profesan cuantos teconocen.

Las causas que provocaron el disgusto deCatherine fueron desapareciendo lentamente.La muchacha trató de convencerse de que elretraso de su boda era el único motivo del malhumor y la tristeza de Isabella, y cuando en unsiguiente encuentro volvió a hallarla tan con-tenta y amable como de costumbre, procuróolvidar sus anteriores sospechas. Pocos díasdespués James regresó a Bath, donde fue reci-bido con halagadoras muestras de interés ycariño.

Los Allen llevaban seis semanas en Bath,y, con gran pesar por parte de Catherine, em-pezaban a preguntarse si no convendría darpor terminada su permanencia en el balneario.La muchacha no lograba imaginar mayor de-sastre que una interrupción de su amistad conlos Tilney. Así, mientras el asunto de la marchaquedaba pendiente, creyó en grave peligro sufelicidad, que sin embargo quedó a salvo cuan-

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do los Allen decidieron prorrogar la temporadaquince días más. Y no es que a Catherine lepreocupase lo que pudiera resolverse en esetiempo; le bastaba con saber que aún podríadisfrutar de vez en cuando de la presencia y laconversación de Henry Tilney. De vez en cuan-do, y desde que las relaciones de James le habí-an revelado la finalidad que puede tener unamor, había llegado al extremo de deleitarsecon la consideración de cierta secreta esperan-za, pero, en definitiva, se contentaba con ver almuchacho unos días más, por pocos que fue-sen. Asegurada su felicidad durante dichotiempo, no le interesaba lo que más tarde pu-diese ocurrir. La mañana del día en que Mr. yMrs. Allen decidieron posponer la marcha hizouna visita a Miss Tilney para comunicarle lagrata nueva, pero estaba escrito que en estaocasión su paciencia sería puesta a prueba.Apenas hubo acabado de manifestar la satisfac-ción que le producía aquella decisión de Mr.Allen, se enteró, con enorme sorpresa, de que la

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familia Tilney pensaba marcharse al finalizar lasemana. ¡Qué disgusto se llevó! La incertidum-bre que antes había sufrido no era nada compa-rada con el presente desencanto. El rostro deCatherine se ensombreció, y con voz de sincerapreocupación repitió las palabras de la señoritaTilney:

—¿Al finalizar esta semana?—Sí. Rara vez hemos conseguido que mi

padre consintiera en tomar las aguas lo que ami juicio es el tiempo prudencial. Por si esto nofuera bastante, resulta que un amigo a quienesperaba encontrar aquí ha suspendido su via-je, y como se encuentra bastante bien de salud,está impaciente por volver a casa.

—¡Cuánto lo lamento! —exclamó Cat-herine, desconsolada—. De haberlo sabido an-tes...

—Yo deseaba —prosiguió, un tanto azo-rada, Miss Tilney— rogarle que fuera tan ama-ble y me proporcionara el inmenso placer de...

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La entrada del general puso fin a una so-licitud que Catherine creía estaba relacionadacon un natural deseo de comunicarse con ellapor carta. Después de saludarla con su cortesíahabitual, Mr. Tilney se volvió hacia su hija ydijo:

—¿Puedo felicitarte, mi querida Eleanor,por haber convencido a tu bella amiga?

—Estaba a punto de pedírselo cuando túentraste.

—Prosigue entonces con tu petición. —Sevolvió hacia Catherine y añadió—: Mi hija,Miss Morland, ha estado alimentando una ilu-sión excesivamente pretenciosa quizá. Es posi-ble que le haya dicho a usted que nos marcha-mos de Bath el próximo sábado por la noche.Mi administrador me ha informado por cartaque mi presencia en casa es indispensable, ycomo quiera que mis amigos el marqués deLongtown y el general Courtenay no puedenencontrarse conmigo aquí como habíamos pla-neado, he decidido marcharme del balneario.

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Puedo asegurarle que, si usted se decidiera acomplacernos, saldríamos de Bath sin experi-mentar el menor pesar, y es por ello que le pidoque nos acompañe a Gloucestershire. Casi meavergüenza proponérselo, y estoy convencidode que si alguien me oyese interpretaría mispalabras como una presunción de la que úni-camente su bondad lograría absolverme. Sumodestia es tan grande... Pero ¿qué digo?, noquiero ofenderla con mis alabanzas. Si aceptaseusted honrarnos con su visita nos considerare-mos muy dichosos. Verdad es que no podemosofrecerle nada comparable con las diversionesde este balneario, ni tentarla con ofrecimientosde un vivir espléndido; nuestras costumbres,como habrá apreciado, son extremadamentesencillas; sin embargo, haríamos cuanto estu-viese en nuestra mano para que su estancia enla abadía de Northanger le resultara lo másgrata posible.

¡La abadía de Northanger! Tan emocio-nantes palabras llenaron de gozo a Catherine.

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Su emoción era tal que a duras penas logró ex-presar su agradecimiento. ¡Recibir una invita-ción tan halagüeña! ¡Verse solicitada con tantainsistencia! La propuesta del general significabala tranquilidad, la satisfacción, la alegría delpresente y la esperanza del porvenir. Con entu-siasmo desbordante y advirtiendo, por supues-to, que antes de dar una respuesta definitivadebería pedir permiso a sus padres, Catherineaceptó encantada participar en aquel deliciosoplan.

—Escribiré enseguida a casa —dijo—, y simis padres no se oponen, como imagino será elcaso...

El general se mostró tan esperanzado co-mo ella, sobre todo después de haber visto aMr. y Mrs. Allen, de cuya casa regresaba enaquel momento, y de haber obtenido su bene-plácito.

—Ya que estos amables señores consien-ten en separarse de usted —observó—, creo

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que tenemos derecho a esperar que el resto delmundo se muestre igualmente resignado.

Miss Tilney secundó con gran dulzura lainvitación de su padre, y sólo quedaba, pues,aguardar a que llegase la autorización proce-dente de Fullerton.

Los acontecimientos de aquella mañanahabían hecho pasar a Catherine por todas lasgradaciones de la incertidumbre, la certeza y ladesilusión; pero desde aquel momento reinó ensu alma la dicha, y con el corazón desbocadoante el mero recuerdo de Henry se dirigió atoda prisa hacia su casa para escribir a sus pa-dres solicitando de ellos el necesario permiso.No tenía motivos para temer una respuestanegativa. Mr. y Mrs. Morland no podían dudarde la excelencia de una amistad formada bajolos auspicios de Mr. y Mrs. Allen, y a vuelta decorreo recibió, en efecto, autorización paraaceptarla invitación de la familia Tilney y pasarcon ellos una temporada en el condado deGloucestershire. Aun cuando esperaba una

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contestación satisfactoria, la aceptación de suspadres la colmó de alegría y la convenció deque no había en el mundo persona más afortu-nada que ella. En efecto, todo parecía cooperara su dicha. A la bondad de Mr. y Mrs. Allendebía, en primer lugar, su felicidad, y por lodemás era evidente que todos sus sentimientossuscitaban una correspondencia tan halagüeñacomo satisfactoria.

El afecto que Isabella sentía hacia ella sefortalecería aún más con el proyectado enlace.Los Tilney, a quienes tanto empeño tenía enagradar, le manifestaban una simpatía que su-peraba todas sus esperanzas. Al cabo de pocosdías sería huésped de honor en casa de dichosamigos, conviviendo por espacio de algunassemanas con la persona cuya presencia másfeliz la hacía, y bajo el techo, nada menos, deuna vieja abadía. No había en el mundo cosaque, después de Henry Tilney, le inspirara ma-yor interés que los edificios antiguos; de hecho,ambas pasiones se fundían ahora en una sola,

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ya que sus sueños de amor iban unidos a pala-cios, castillos y abadías. Durante semanas habíasentido ardientes deseos de ver y explorar mu-rallas y torreones, pero jamás se habría atrevidoa suponer que la suerte la llevaría a permaneceren tales lugares en apenas unas horas. ¿Quiénhubiese creído que, habiendo en Northangertantas casas, parques, hoteles y fincas y unasola abadía, le cupiese la fortuna de habitar estaúltima?

Sólo le restaba esperar que perduraría enella la influencia de alguna leyenda tradicionalo el recuerdo de alguna monja víctima de undestino trágico y fatal.

Le parecía inconcebible que sus amigosconcedieran tan poca importancia a la posesiónde aquel maravilloso hogar; sin duda, esto sedebía a la fuerza de la costumbre, pues era evi-dente que el honor heredado no producía enellos un orgullo especial.

Catherine hacía a Miss Tilney numerosaspreguntas acerca del edificio que pronto cono-

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cería, pero sus pensamientos se sucedían tandeprisa que, satisfecha su curiosidad, seguía sinenterarse de que en tiempos de la Reforma laabadía de Northanger había sido un conventoque, al ser disuelta la comunidad, había caídoen manos de un antepasado de los Tilney; queuna parte de la antigua construcción servía devivienda a sus actuales poseedores y otra sehallaba en estado ruinoso, y, finalmente, que eledificio estaba enclavado en un valle y rodeadode bosques de robles que le protegían de losvientos del norte y del este.

Catherine se sentía tan feliz que apenas sise dio cuenta de que llevaba varios días sin vera su amiga Isabella más que unos pocos minu-tos cada vez. Pensaba en ello una mañanamientras paseaba con Mrs. Allen por el balnea-rio sin saber de qué hablar, y apenas hubo for-mulado mentalmente el deseo de encontrarsecon su amiga, ésta apareció y le propuso sen-tarse en un banco cercano a charlar.

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—Éste es mi banco favorito —le explicóIsabella, ubicándose de manera tal que domi-naba la entrada del establecimiento—. ¡Está tanapartado!

Catherine, al observar la insistencia conque su amiga dirigía miradas a dichas puertas,y recordando que en más de una ocasión Isabe-lla había elogiado su perspicacia, quiso aprove-char la oportunidad que se le presentaba paradar muestras de ésta y, con aire alegre y pica-resco dijo:

—No te preocupes, Isabella. James notardará en llegar.

—Vamos, querida Catherine —replicó suamiga—, ¿crees que soy tan tonta como parainsistir en tenerlo a mi lado a todas horas? Seríaabsurdo que no pudiésemos separarnos ni porun instante, y pretenderlo, el mayor de los ridí-culos. Pero cambiemos de tema; sé que vas apasar una temporada en la abadía de Northan-ger. ¡No sabes cuánto me alegro por ti! Tengoentendido que es una de las residencias más

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bellas de Inglaterra, y confío en que me la des-cribirás detalladamente.

—Trataré de complacerte, por supuesto.Pero ¿qué miras? ¿A quién esperas? ¿Van avenir tus hermanas?

—No espero a nadie; pero en algo he defijar los ojos, y tú conoces de sobra la costumbreque tengo de contemplar precisamente lo quemenos me interesa cuando mis pensamientos sehallan lejos de aquello que me rodea. No debede existir en el mundo persona más distraídaque yo. Según Tilney, a las personas inteligen-tes siempre nos ocurre lo mismo.

—Pero yo creí que tenías algo muy espe-cial que contarme.

—¡Lo olvidaba! Ahí tienes la prueba de loque acabo de decirte. Vaya cabeza la mía...Acabó de recibir una carta de John; ya puedesimaginarte lo que me dice en ella.

—No, no me lo imagino.

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—Querida Catherine, no te hagas la ino-cente. ¿De qué quieres que me hable sino de ti?¿Acaso ignoras que te ama con locura?

—¿A mí?—Debes ser menos modesta y más since-

ra, Catherine... Por mi parte, no estoy dispuestaa andar con rodeos. El niño más inocente sehabría dado cuenta de las pretensiones de mihermano, y media hora antes de marcharse deBath tú lo animaste, según me aseguraba quesiguiera cortejándote. Dice que te declaró suamor a medias y que lo escuchaste con sumacomplacencia; me ruega que interceda ante tien su favor, diciéndote, en su nombre, todaclase de gentilezas. Como ves, es inútil que fin-jas tanta inocencia.

Catherine procuró negar, con la mayorseriedad, cuanto acababa de decir su amiga;declaró que no tenía ni idea de que John estu-viera enamorado de ella y negó que aceptase talsituación, siquiera de manera tácita.

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—En cuanto a las atenciones que, segúntú, me dedicó tu hermano, repito que no meapercibí de ellas, pues si mal no recuerdo selimitaron a una invitación a bailar el día de sullegada, y creo que debes de haberte equivoca-do en eso de que John me declaró su amor. Si lohubiera hecho, ¿cómo es posible que no mehubiese enterado? No hubo entre nosotros con-versación alguna que pudiese interpretarse enese sentido. Y en cuanto a la media hora antesde marcharse... ¿ves cómo se trata de una equi-vocación? Ni siquiera lo vi el día que abandonóBath.

—Me parece, Catherine, que quien seequivoca eres tú. ¿No recuerdas que pasaste lamañana en casa? Precisamente fue el día querecibimos el consentimiento de tu padre, y, simal no recuerdo, antes de marcharte permane-ciste sola con John en el salón.

—¿Es posible? En fin, si tú lo dices... Perote aseguro que no lo recuerdo. Tengo, sí, ciertaidea de haber estado en tu casa y de haberle

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visto, pero de haberme quedado sola con él...De todos modos, no merece la pena que discu-tamos por ello, ya que mi actitud te habrá con-vencido de que ni pretendo, ni espero, ni se meha ocurrido nunca inspirar en John tales senti-mientos. Lamento el que esté convencido de locontrario, pero la culpa no es mía. Te ruego selo digas así cuanto antes y le pidas perdón enmi nombre. No sé cómo expresar... Lo que de-seo es que le expliques cómo han sido en reali-dad las cosas, y que lo hagas de la forma másapropiada. No quisiera hablar irrespetuosa-mente de un hermano tuyo, Isabella, pero sabesperfectamente a quien yo elegiría.

Isabella permaneció en silencio.—Te ruego, querida amiga —prosiguió

Catherine—, que no te enfades conmigo. Nocreo que tu hermano me ame muy profunda-mente, y ya sabes que entre tú y yo existe ya uncariño de hermanas.

—Sí, sí —dijo Isabella ruborizada—. Perohay más de un camino para llegar a serlo. Per-

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dona, no sé ni lo que digo. Lo importante aquí,querida Catherine, es tu decisión de rechazar alpobre John, ¿no es cierto?

—Lo que no puedo es corresponder a sucariño ni, por lo tanto, animarlo a que siga cor-tejándome.

—En ese caso no quiero molestarte más.John me suplicó que te hablase de ello y por esolo he hecho; pero confieso que en cuanto leí lacarta comprendí que se trataba de un asuntoabsurdo, inoportuno e improcedente, porque,¿de qué ibais a vivir si hubierais decidido con-traer matrimonio? Claro que los dos tenéis al-guna cosita, pero hoy en día no se mantieneuna familia con poco dinero, y, digan lo quedigan los novelistas, nadie se arregla sin lo mí-nimamente necesario. Me asombra que Johnhaya pensado en ello; sin duda no ha recibidomi última carta.

—De manera que me absuelves de todaintención de perjudicarlo, ¿verdad? ¿Estás con-vencida de que yo no he pretendido engañar a

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tu hermano ni he sospechado hasta este mo-mento sus sentimientos?

—En cuanto a eso —dijo Isabella entre ri-sas—, no pretendo analizar tus pensamientos nitus intenciones. Al fin y al cabo, tú eres la únicaque puede saberlo. Cierto que, a veces, de uncoqueteo inocente se derivan consecuencias quemás tarde no nos conviene aceptar, pero imagi-narás que no es mi intención juzgarte con seve-ridad. Esas cosas nacen de la juventud, y hayque disculparlas. Lo que se quiere un día serechaza al siguiente; cambian las circunstan-cias, y con ellas la opinión.

—Pero ¡si yo no he variado de opiniónrespecto a tu hermano! ¡Si siempre he pensadolo mismo! Te refieres a cambios que no hanocurrido.

—Mi querida Catherine —prosiguió Isa-bella, sin escuchar siquiera a su amiga—, nopretendo obligarte a que establezcas una rela-ción afectiva sin antes estar segura de lo quehaces. No estaría justificado el que yo tratara de

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que sacrificases tu felicidad por complacer a mihermano, eso sin mencionar que John proba-blemente sería más feliz con otra mujer. Losjóvenes casi nunca saben lo que quieren, y so-bre todo, son muy dados a cambiar de opinióny de gusto. Al fin y al cabo, ¿por qué ha de pre-ocuparme más la felicidad de un hermano quela de una amiga? Tú, que me conoces, sabesque llevo mi concepto de la amistad más lejosque la generalidad de la gente; pero en todocaso, querida Catherine, ten cuidado y no pre-cipites los acontecimientos. Si así haces, créeme,llegará el día en que te arrepentirás. Tilney diceque en cuestiones de amor la gente suele enga-ñarse con facilidad, y creo que tiene razón. Mi-ra, ahí viene el capitán precisamente. Pero no tepreocupes, lo más seguro es que pase sin ver-nos.

Catherine levantó la vista y a poca distan-cia vio, en efecto, al hermano de Henry. Isabellafijó la mirada en él con tan tenaz insistencia queacabó por llamar su atención. El capitán se

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acercó a ella y de inmediato se sentó a su lado.Las primeras palabras que dirigió a Isabellasorprendieron a Catherine, quien, aun cuandoél hablaba en voz baja, logró escuchar lo si-guiente:

—Como siempre vigilada, ¿eh? Cuandono es por delegación, lo es personalmente...

—¡Qué tontería! —replicó Isabella, tam-bién a media voz—. ¿Por qué insinúa tales co-sas? Si yo tuviera confianza en usted..., con loindependiente que soy de espíritu ..

—Me conformaría con que lo fuese de co-razón.

—¿De corazón? ¿Acaso a ustedes loshombres les importan esas nimiedades? Ni si-quiera creo que tengan...

—Puede que no tengamos corazón, perotenemos ojos, y éstos nos bastan para atormen-tarnos.

—¿De veras? Lo lamento, y lamento tam-bién que yo resulte tan poco grata para los su-yos. Si le parece, miraré hacia otro lado. —Se

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volvió y añadió—: ¿Está usted satisfecho? Su-pongo que de este modo sus ojos ya no sufri-rán.

—Jamás tanto como ahora, que disfrutande la visión de ese perfil encantador. Sufren porexceso y escasez a un tiempo.

Aquella conversación anonadó a Catheri-ne, quien, consternada ante la tranquilidad deIsabella y celosa de la dignidad de su hermano,se levantó y, con la excusa de que deseaba bus-car a Mr. Allen, propuso a su amiga que laacompañase. Isabella no se mostró dispuesta acomplacerla. Estaba cansada y, según decía, lemolestaba exhibirse paseando por la sala.Además, si se marchaba de allí corría el riesgode no ver a sus hermanas. De modo, pues, quelo que mejor era que su adorada Catherine dis-culpase tal pereza y volviera a ocupar su asien-to. Catherine, sin embargo, sabía mantenersefirme cuando el caso lo requería, y al acercarseen ese momento a ellas Mrs. Allen para propo-ner a la muchacha que regresaran a la casa, se

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apresuró a salir del salón, dejando solos al capi-tán y a Isabella. Se sentía profundamente pre-ocupada. Era evidente que el capitán estabaenamorándose de Isabella y que ésta lo anima-ba por todos los medios a su alcance. Al mismotiempo, dudaba de que la joven, cuyo cariñopor James estaba por demás demostrado, ac-tuara de aquel modo con la intención de hacerdaño, ya que había dado pruebas más que sufi-cientes de su sinceridad y de la pureza de susintenciones. No obstante, Isabella había habla-do y se había comportado de una forma muydistinta de la acostumbrada en ella. Catherinehabría preferido que su futura cuñada se mos-trara menos interesada, que no se hubiese ale-grado tan abiertamente de ver llegar al capitán.Era extraño que no advirtiese la intensa admi-ración que inspiraba en éste. Catherine sintiódeseos de hacérselo comprender, para que asíevitase el disgusto que aquella conducta, untanto ligera, pudiera acarrear a sus dos admi-radores. El cariño de John Thorpe hacia ella no

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podía, en modo alguno, compensar la pena quele causaba la informalidad de Isabella. Ella, porsupuesto, se hallaba tan lejos de creer en aquelnuevo afecto como de desearlo. Por lo demás,las aseveraciones del joven respecto a su propiadeclaración de amor y a la supuesta compla-cencia de Catherine convencieron nuevamentea ésta de que el error de aquél era por demásnotorio. Tampoco halagaba su vanidad la afir-mación de Isabella sobre el particular, y le sor-prendía más que nada el que James hubieracreído que merecía la pena figurarse que estabaprendado de ella. En cuanto a las atenciones deque, según Isabella, había sido objeto por partede John, Catherine no recordaba una siquiera.Finalmente, decidió que las palabras de suamiga debían ser fruto de un momento de pre-cipitación, y que por el momento más valía nopreocuparse del asunto.

Transcurrieron algunos días, y Catherine,aun cuando no quería sospechar de su amiga,la vigiló tan atentamente que al fin se conven-

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ció de que Isabella había cambiado por comple-to. Al observarla en su casa o en la de Mr. yMrs. Allen, rodeada de sus amigos más ínti-mos, tal cambio pasaba prácticamente inadver-tido, limitándose a cierta lánguida indiferenciao a distracciones que, en honor a la verdad, nohacían sino aumentar su encanto y despertarun interés aún más profundo en ella. Sin em-bargo, cuando se presentaba en público y com-partía casi por igual sus atenciones y sonrisasentre James y el capitán, el cambio que en ellase operaba resultaba más obvio. Catherine noacertaba a comprender la conducta de su amigani qué fin perseguía con ella. Tal vez Isabella nose diera cuenta del dolor que su actitud provo-caba en uno de aquellos dos hombres; peroCatherine, que lo advertía claramente, no podíapor menos de condenar tal falta de reflexión ydecoro. James se mostraba hondamente pre-ocupado, y si ello no causaba el menor pesar ala mujer de quien estaba enamorado, a su her-mana, en cambio, le producía temor y un desa-

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sosiego intenso. Tampoco dejaba de lamentarCatherine la anómala situación del capitán,pues si bien éste, por su manera de ser, no leresultaba simpático, bastaba el apellido queostentaba para asegurarle su respeto, y sufríapor anticipado pensando en la desilusión quese llevaría el pobre muchacho. A pesar de laconversación que Catherine había oído en elbalneario, la actitud del capitán resultaba tanincompatible con un pleno conocimiento delasunto, que parecía lógico que ignorase queIsabella y James estaban prometidos. Estabaclaro que aquél consideraba a Morland, sim-plemente, como un rival cuya fuerza, si algomás sospechaba, aumentaba su propio temor.Catherine habría deseado hacer a su amiga unaadvertencia amistosa y recordarle los deberespropios de su situación, pero ni la ocasión lefue propicia, ni Miss Thorpe pareció compren-der las alusiones e indirectas que sobre el parti-cular le lanzara su amiga. En tal estado de áni-mo, a la muchacha le servía de consuelo el re-

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cuerdo de la inminente partida de la familiaTilney hacia Gloucestershire. La ausencia delcapitán Tilney devolvería la paz a todos loscorazones, menos al suyo. Pero por lo visto elcapitán no tenía la menor intención de dejar elcampo libre a su rival, ni pensaba recluirse enNorthanger ni marcharse de Bath. CuandoCatherine supo esto decidió hablar con HenryTilney del asunto que tanto le preocupaba. Asílo hizo, en efecto, exponiéndole al mismo tiem-po el pesar que le causaba la preferencia delcapitán por Miss Thorpe y su deseo de queHenry hiciera saber a su hermano que Isabellase había comprometido a contraer matrimoniocon James.

—Mi hermano lo sabe —contestó lacóni-camente Henry.

—¿Que lo sabe? ¿Y aun así insiste en supropósito?

Henry no respondió y trató de cambiar detema, pero Catherine no se arredró.

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—¿Por qué no lo convence usted de quese marche? Mientras más tiempo se quede, peorserá. Le suplico que le diga a su hermano quese vaya, en su bien y en el de todos. La ausenciale devolverá la tranquilidad; en cambio, si per-manece aquí será cada vez más desgraciado.

Henry se limitó a sonreír y a decir:—No creo que mi hermano pretenda tal

cosa.—Entonces le dirá usted que se marche,

¿verdad?—No está en mi poder el convencerlo, y

perdóneme si le digo que ni siquiera puedointentarlo. Ya le he dicho que Miss Thorpe estáprometida, pero él insiste, y considero que tienederecho a hacerlo.

—No es posible —exclamó Catherine—.No es posible que mantenga su conducta sa-biendo el dolor que causa a mi hermano. Jamesno me ha dicho nada, pero estoy segura de queestá sufriendo.

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—¿Y está usted completamente segura deque mi hermano es culpable de ello?

—Completamente.—Veamos. ¿Qué es lo que causa ese do-

lor, las atenciones de mi hermano para conMiss Thorpe o el agrado con que ella las recibe?

—¿Acaso no es lo mismo?—No. Y creo que Mr. Morland opinaría

que existe una gran diferencia. A ningún hom-bre le molesta que la mujer amada despierteadmiración en otros hombres; pero la mujer sípuede convertir esa admiración en un tormen-to.

Catherine se sonrojó por su amiga y dijo:—La conducta de Isabella no es correcta,

pero no creo que su intención sea la de hacersufrir a mi hermano, de quien está profunda-mente enamorada desde que se conocieron.Puso tal empeño en relacionarse con él queapunto estuvo de contraer unas fiebres mien-tras aguardaba a que sus padres dieran su con-sentimiento. Usted lo sabe.

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—Comprendo, comprendo; está enamo-rada de James, pero quiere coquetear con Fre-derick.

—No, coquetear, no... La mujer que estáenamorada de un hombre no puede coquetearcon otro.

—Lo que ocurrirá es que ni podrá quererni coquetear con tanto desparpajo como si sededicara a ambas cosas por separado. Empieceusted por admitir que será preciso que sus dosenamorados cedan algo.

Después de una breve pausa, Catherinedijo:

—Entonces su opinión es que Isabella noestá muy enamorada de mi hermano.

—No puedo emitir ningún juicio con res-pecto de esa señorita.

—Pero ¿qué pretende su hermano el capi-tán? Si sabe que ella ya está comprometida,¿qué quiere conseguir?

—Es usted un poco preguntona.

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—Pues sólo pregunto aquello que necesi-to saber.

—Lo que hace falta es que yo pueda con-testar a sus preguntas.

—Creo que puede, porque, ¿quién másque usted conoce a fondo el corazón de suhermano?

—Le aseguro que en esta ocasión sólo mees posible adivinar algo de lo que pretende esoque llama usted corazón.

—¿Y es?—Es... Pero ya que de adivinar se trata,

adivinémoslo todo. Es triste dejarse guiar pormeras conjeturas. El asunto es el siguiente: mihermano es un chico muy animoso y quizá unpoco atolondrado. Conoce a Miss Thorpe desdehace una semana y desde ese tiempo sabe queestá en relaciones.

—Bien —dijo Catherine después de re-flexionar por un instante—. En ese caso, tal vezlogre usted deducir de todo ello cuáles son lasintenciones de su hermano; yo confieso que

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sigo sin comprenderlas. Por otra parte, ¿quépiensa su padre de todo este asunto? ¿Nomuestra deseos de que el capitán se marche? Sisu padre se lo ordenase, tendría que hacerlo.

—Querida Miss Morland, ¿no le pareceque la preocupación que siente por su hermanola lleva demasiado lejos? ¿No estará ustedequivocada? ¿Cree usted que el propio Jamesagradecería, tanto para sí como para MissThorpe, el empeño que pone usted en demos-trar que el afecto de su prometida o, por lo me-nos, su buena conducta, depende de la ausenciadel capitán Tilney? ¿Acaso no lo ama Isabellamás que cuando no tiene quien la distraiga?¿Acaso no sabe serle fiel sí su corazón se verequerido de amor por otro hombre? Ni Mr.Morland puede pensar tal cosa ni querría queusted lo pensara. Yo no puedo decirle que no sepreocupe, porque ya lo está, pero sí le aconsejoque piense en esto lo menos posible. Usted nopuede dudar del amor que se profesan su her-mano y su amiga, de modo pues que no tiene

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derecho a creer que existen entre ellos des-acuerdos ni celos fundados. Usted jamás com-prendería el modo en que ellos se entienden.Saben hasta dónde pueden llegar y seguramen-te no se molestarán el uno al otro más de lo queambos consideren por conveniente. —Al obser-var que ella seguía pensativa, Henry añadió—:Aun cuando Frederick no se marcha de Bath elmismo día que nosotros, por fuerza su estanciano podrá prolongarse demasiado; quizá unosdías solamente, pues su licencia a punto está deexpirar y no le quedará más remedio que vol-ver a su regimiento. Y en ese caso, ¿qué creeusted que quedará de su amistad con Isabella?Durante quince días en el cuartel se beberá a lasalud de Isabella Thorpe, y ésta y James se re-irán a costa del pobre Tilney durante un mes.

Catherine no pudo resistirse por mástiempo a las tentativas de consuelo que le ofre-cía Henry, cuyas últimas palabras fueron unbálsamo para su aflicción. Al fin y al cabo, ellatenía menos experiencia que él, de modo que,

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tras acusarse de haber exagerado la cuestión, sehizo el firme propósito de no volver a tomartan seriamente aquel asunto.

Esta resolución se vio fortalecida por laactitud de Isabella cuando ambas amigas seencontraron para despedirse. La familia Thorpese reunió en Pulteney Street la víspera de lamarcha de Catherine, y los novios se mostrarontan satisfechos que ésta no pudo por menos detranquilizarse. James hizo gala de un excelentehumor e Isabella se mostró encantadoramenteamable y sosegada. Al parecer, no sentía másdeseo que el de convencer de su afecto y ternu-ra a su querida amiga, cosa perfectamente com-prensible, y si bien encontró ocasión de contra-decir rotundamente a su prometido, negándoseluego a darle la mano, Catherine, que no habíaolvidado los consejos de Henry, lo atribuyó aque su afecto era tan intenso como discreto.

Por lo demás, fácilmente se podrá imagi-nar cuáles serían las promesas, los abrazos y las

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lágrimas que entre ambas amigas se cruzaron alllegar el momento de decirse adiós.

Mr. y Mrs. Allen lamentaron el verse pri-vados de la compañía de Catherine, cuyo exce-lente humor y su alegría hacían de ella unacompañera inapreciable, y cuya promoción nohabía hecho sino aumentar el goce del matri-monio. Pero conocedores de la felicidad queproporcionaba a la muchacha la invitación quela hiciera Miss Tilney, procuraron no lamentarexcesivamente su ausencia. Por lo demás, tam-poco tenían tiempo de echarla de menos, yaque habían decidido que en una semana semarcharían del balneario. Mr. Allen acompañóa Catherine a Milsom Street, donde había dealmorzar, y no la dejó hasta verla sentada entresus nuevos amigos. A Catherine le parecía tanincreíble el encontrarse en medio de aquellafamilia, tenía tanto miedo a pasar por alto al-guna regla de la etiqueta, que por espacio deunos minutos sintió deseos de regresar a la casade Pulteney Street.

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La amabilidad de Miss Tilney y las sonri-sas de Henry ayudaron a disipar aquellos te-mores. Sin embargo, no recobró por entero latranquilidad, ni lograron los cumplidos y aten-ciones del general devolverle su acostumbradaserenidad. Bien al contrario, se le antojó que deestar menos atendida se habría hallado más asu gusto. El empeño que ponía el general enhacerla sentir cómoda, los incesantes requeri-mientos de éste para que comiera, y el temorque manifestó de que tal vez lo que allí hubierano fuera de su agrado —Catherine jamás habíavisto una mesa más abundantemente servida—,le impedían olvidar por un momento siquierasu calidad de huésped. Se sentía inmerecedorade aquellas muestras de aprecio y no sabía có-mo corresponder a ellas. Contribuyó a inquie-tarla aún más la impaciencia que provocó en elgeneral la tardanza de su hijo mayor, y mástarde, al presentarse éste, la pereza de que dabamuestras, pues acababa de levantarse.

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La severidad con que el general reaccionóante este hecho le pareció tan desproporciona-da, que aumentó su confusión el saber que ellaera causa y motivo principal de semejante re-primenda, pues la demora de Frederick fueconsiderada por su padre como una falta derespeto inadmisible hacia la invitada. Tal supo-sición colocaba a la muchacha en una posiciónsumamente desagradable, y a pesar de la pocasimpatía que sentía hacia el capitán, no pudoevitar compadecerse de él.

Frederick escuchó a su padre en silencio,sin intentar siquiera defenderse, lo cual confir-mó los temores de Catherine de que el motivode aquella tardanza era una noche de insomnioprovocada por Isabella. Nunca antes se habíaencontrado ella en compañía del capitán, y porun instante deseó aprovechar la ocasión paraformarse una opinión de su carácter y su modode ser, pero mientras el general permaneció enla estancia, Frederick no abrió los labios, y tanimpresionado estaba, por lo visto, que en toda

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la mañana sólo se dirigió a Eleanor para decirleen voz baja:

—Qué contento voy a estar cuando oshayáis marchado todos.

La lógica conmoción ocasionada por lamarcha resultaba sumamente desagradable enaquella casa. Ocurrieron varios contratiempos:bajaban todavía los baúles cuando dieron lasdiez, y el general había mandado que para esahora los coches ya debían estar abandonandoMilsom Street. El abrigo del buen señor fue aparar por equivocación al coche en que ésteviajaría con su hijo. El asiento central de la sillade posta no había sido extendido, a pesar deque eran tres las personas que debían ocuparla,y el vehículo se hallaba tan cargado de paque-tes que no había en él lugar para instalar cómo-damente a Miss Morland. Tal disgusto se llevóel general por este motivo, que el bolso de Cat-herine, junto con otros objetos, casi sale dispa-rado rumbo al centro de la calle. No obstanteeste retraso, llegó el momento de cerrar la por-

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tezuela del coche, dentro del cual quedaron lastres mujeres. Emprendieron el viaje los cuatrohermosos caballos que tiraban de la silla deposta con la parsimonia y sobriedad que co-rresponde a animales de su categoría al comen-zar un trayecto de más de treinta millas, queera la distancia que separaba a Bath de Nort-hanger y sería recorrida en dos etapas. Desde elmomento en que abandonaron la casa, Catheri-ne comenzó a recuperar su acostumbrado buenhumor. En compañía de Miss Tilney se hallabasiempre a gusto, y esto, unido a que los parajespor los que iban eran nuevos para ella, a quepronto conocería la abadía, y a que la seguía uncoche ocupado por Henry, le permitieron aban-donar Bath sin experimentar el menor senti-miento de pesar. Ni siquiera llegó a contar losmojones que marcaban las distancias. Se detu-vieron en la posada Petty France, donde lo úni-co que se podía hacer era comer sin hambre ypasearse sin tener qué ver. Se aburrió de talforma la muchacha, que perdió para ella toda

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importancia el hecho de que viajaba en un ele-gante carruaje con postillones de librea, tiradopor estupendos caballos. Si las personas queformaban la partida hubieran sido de tratoagradable y ameno, aquella espera no habríaresultado molesta, pero el general Tilney, auncuando era un hombre encantador, actuaba,por lo visto, de freno sobre sus hijos, hasta elpunto de que en su presencia nadie se atrevía ahablar. El tono de ira e impaciencia con quehablaba a sus sirvientes atemorizaron a Cat-herine, a quien aquellas dos horas de descansose le antojaron cuatro. Finalmente se ordenóreemprender la marcha, y Catherine se vio gra-tamente sorprendida cuando el general le pro-puso que hiciera el resto del trayecto en el lugarque él ocupaba en el coche de su hijo. Dio comopretexto que con un día tan hermoso conveníaque contemplara bien el paisaje.

El recuerdo de lo que acerca de la com-pañía de jóvenes en coches abiertos opinara encierta ocasión Mr. Allen hizo que Catherine se

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sonrojara y a punto estuviera de declinar laoferta, pero tras reflexionar que debía someter-se a los deseos del general Tilney ya que éstejamás propondría nada que fuese improceden-te, aceptó, y pocos minutos más tarde la felizmuchacha se vio instalada junto a Henry. Ense-guida se convenció de que no podía haber en elmundo vehículo más agradable y bonito queaquél, superior en todo a la magnífica silla deposta, cuya pesadez había sido causa de que sedetuvieran en la posada. Los caballos del cochehabrían recorrido en poco tiempo el caminoque faltaba si el general no hubiera ordenadoque la silla fuese adelante. Claro que aquellamaravillosa rapidez no se debía únicamente alos caballos. Contribuía también a ello, y demodo notable, la forma de guiar de Henry,quien no necesitaba azuzar con la voz a losanimales, ni echar maldiciones, ni hacer alardede su habilidad como otro caballero cuyas do-tes como cochero la muchacha conocía muy

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bien. Además, a Henry le sentaba muy bien elsombrero, así como el resto del atuendo.

Después de haber bailado con él, viajar asu lado en aquel coche era la mayor felicidaddel mundo. Eso sin contar las alabanzas que ledirigía continuamente. Henry no sabía cómoagradecer el que la muchacha se hubiera deci-dido a otorgarles el placer de una visita a laabadía, y así se lo dijo en nombre de Eleanor.Por lo visto, considerábalo como una prueba desincera amistad, y en explicación de tan exage-rada gratitud, añadió que la situación de suhermana era bastante desagradable, ya que nosólo carecía de la compañía de amigas, sino depersona alguna con quien hablar cuando, comomuy a menudo ocurría, la ausencia de su padrela obligaba a una completa soledad.

—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Acaso us-ted no se queda con ella?

—Yo no vivo en Northanger, sino enWoodston, a veinte millas de distancia de laabadía, y en ella paso largas temporadas.

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—¡Cuánto debe de lamentarlo!—Sí..., siento dejar a Eleanor.—No sólo por eso; aparte del cariño que

por ella sienta, tendrá usted apego a la abadía.Después de haber vivido en un lugar tan mag-nífico, hacerlo en un curato común y corrientedebe de ser poco grato.

—Por lo visto, se ha formado usted unaidea muy agradable de la abadía —dijo Henrycon una sonrisa.

—Es cierto. Pero ¿acaso no se trata de unode esos lugares maravillosos que nos describenlos libros?

—En ese caso, deberá usted prepararsepara soportar los horrores que, según las nove-las, suelen rodear a esta clase de edificios. ¿Tie-ne usted un corazón fuerte, y nervios capacesde resistir el temor que suelen producir laspuertas secretas, los tapices ocultadores... ?

—Creo que sí; de todos modos, seremosmuchos en la casa, por lo qué no creo que hayamotivo para sentir miedo. Además, no se trata

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de un lugar que, tras permanecer largo tiempoabandonado, fuera ocupado repentinamentepor una familia, como ha ocurrido en determi-nados casos.

—Eso, desde luego. No nos veremos obli-gados a cruzarnos con almas en pena. Peroimagínese que por la noche está usted pasean-do, lo cual no tiene nada de particular y sulámpara está a punto de apagarse, regresará asu habitación. Al pasar por la primera cámara,sin embargo, atraerá su atención un arcón anti-guo, de ébano y oro, cuya presencia antes nohabía advertido. Impulsada por un irresistiblepresentimiento se acercará usted, lo abrirá yexaminará, sin descubrir, por el momento, nadade importancia, a excepción de un puñado dediamantes. Al fin dará con un muelle secreto,que le revelará un departamento interior, en elque hallará un rollo de papel que contendrávarias hojas manuscritas. Con él en la mano,regresará a su habitación, y apenas habrá aca-bado de descifrar las palabras («¡Oh tú, sea

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quien fueres, en cuyas manos acierten a caer lasmemorias de la desgraciada Matilda...!») cuan-do su lámpara se apagará repentinamente, su-miéndola en la más completa oscuridad.

—Cállese usted... pero, no, siga; ¿y des-pués?

A Henry le hizo tanta gracia el interésque su historia había despertado en la mucha-cha, que no pudo continuar. Dada la actitud deCatherine le resultaba imposible asumir el tonosolemne que requería el caso, y hubo de rogarlaque tratase de imaginar el contenido de lasmemorias de Matilda. Catherine, un poco aver-gonzada de su vehemencia, trató de asegurarlea su amigo que había seguido con atención surelato, pero sin suponer por un instante quetales cosas fueran a ocurrirle.

—Además —dijo—, estoy segura de queMiss Tilney no me hará dormir en semejantehabitación. No tengo miedo, créame.

A medida que se acercaba el final del via-je, y con él la dicha de contemplar la abadía, la

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impaciencia de Catherine, que la conversaciónde Henry había contenido, aumentó considera-blemente. Tras cada recodo del camino espera-ba encontrarse, entre árboles milenarios, anteuna enorme construcción de piedra con venta-nales góticos iluminados por los rayos del solponiente. Pero como quiera que la vieja abadíaestaba enclavada en terreno muy bajo, resultóque llegaron a las verjas de la propiedad sinhaber visto una chimenea siquiera.

Catherine no pudo por menos de asom-brarse de la entrada que poseía la propiedad.Eso de pasar entre las puertas de moderna can-cela y recorrer sin dificultad alguna la granavenida cubierta de arena se le antojó suma-mente extraño y fuera de lugar. Sin embargo,no tuvo tiempo para detenerse en semejantesconsideraciones. Un chaparrón inesperado leimpidió ver alrededor y la obligó a preocuparsede la suerte de su sombrero de paja nuevo.Pronto se encontró con que llegaba al abrigoque ofrecían los muros de la abadía; allí, Henry

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la ayudó a bajar del coche, y en el vestíbulo larecibieron su amiga y el general, de modo queno tuvo ocasión de alimentar el más leve temorrelativo al futuro ni experimentar el influjo mis-terioso que hechos y escenas del pasado pudie-ran haber legado al antiguo edificio. La brisa,en lugar de hacer llegar hasta ella ecos de la vozde un moribundo, se había entretenido cu-briéndola de gotas de lluvia. Tuvo que sacudir-se el abrigo antes de pasar a un salón contiguoy reparar en el lugar donde se hallaba.

¿Era una abadía? Sí, no cabía duda, a pe-sar de que nada de cuanto la rodeaba contri-buía a alimentar tal suposición. El mobiliario dela estancia era moderno y de gusto exquisito.La chimenea, que debería haber estado ador-nada con tallas antiguas, era de mármol, y so-bre ella descansaban piezas de porcelana ingle-sa. Las ventanas, qué, según le había dicho elgeneral, conservaban su forma gótica, tambiénla desilusionaron. Si bien eran de forma ojival,el cristal era tan claro, tan nuevo, dejaba entrar

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tanta luz, que su visión no podía por menos dedesencantar a quien, como Catherine, esperabaencontrarse con unas aberturas diminutas convidrios empañados por el polvo y las telarañas.

El general advirtió la preocupación de lamuchacha, y empezó por ello a disculpar loexiguo de la habitación y lo sencillo de losmuebles, alegando que estaba destinada al usodiario, y asegurándole que las otras habitacio-nes eran más dignas de admirar. Empezaba adescribir la ornamentación dorada de una deellas, cuando, al echar un vistazo al reloj, sedetuvo para exclamar, asombrado, que eran lascinco menos veinte. Aquellas palabras surtieronun efecto inmediato. Miss Tilney condujo aCatherine a sus aposentos y se apresuró tanto ahacerlo que no dejó lugar a dudas de que en laabadía debía imperar la puntualidad más es-tricta.

Las dos amigas pasaron de nuevo por elespacioso vestíbulo, ascendieron por la anchaescalera de roble, que después de varios tre-

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chos, interrumpidos por otros tantos descansos,las condujo hacia una gran galería a los ladosde la cual había varias puertas y ventanas. Cat-herine supuso que estas últimas debían de dara un gran patio central. Eleanor la hizo entrarentonces en una habitación cercana y, sin pre-guntarle siquiera si la encontraba de su agrado,la dejó, suplicándole que no se entretuviera encambiarse de ropa.

Catherine advirtió de inmediato queaquella habitación era completamente distintade la que Henry le había descrito. No era de untamaño exagerado y no contenía tapices ni ter-ciopelos. Las paredes estaban empapeladas; elsuelo, cubierto con una alfombra; las ventanaseran tan bellas y estaban tan limpias como lasde la sala de abajo. Los muebles, sin ser com-pletamente modernos, eran cómodos y de buengusto, y el aspecto general resultaba alegre yconfortable. Una vez satisfecha su curiosidadsobre este punto, Catherine decidió que no seentretendría en hacer un examen más minucio-

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so por miedo a disgustar al general con su tar-danza. Se quitó a toda prisa el traje de viaje, yse disponía a deshacer un paquete de ropas quehabía traído consigo, cuando observó de prontoun arcón enorme colocado en el ángulo de lahabitación formado por la chimenea. La vistade aquel mueble la estremeció, y, olvidándosede cuanto la rodeaba, lo contempló inmóvil ydijo en voz baja para sí:

—Qué extraño es esto. Yo no esperabaencontrar un arcón en esta habitación. ¿Quécontendrá? ¿Para qué lo habrán colocado ahí,medio oculto, como si pretendieran que pasaseinadvertido? Debo examinarlo, pero... a la luzdel día. Si espero hasta la noche mi bujía podríaapagarse y entonces...

Avanzó y examinó el cofre más de cerca.Era de cedro, con incrustaciones de otra made-ra más oscura y sostenido sobre unos pedesta-les finamente tallados. La cerradura era de pla-ta deslustrada por los años. En los extremos seobservaban restos de asas del mismo metal,

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rotas, quizá, por un manejo excesivamente vio-lento. En el centro de la tapa había una ciframisteriosa, también de plata. Catherine se in-clinó para examinarla más de cerca, pero noconsiguió descubrir su significado ni saber si laúltima letra era una T. Pero ¿cómo en aquellacasa iban a tener muebles adornados con inicia-les que no correspondían al apellido de la fami-lia? Y en caso de ser esto efectivamente así,¿por qué misteriosa sucesión de hechos habíallegado a poder de ésta?

Catherine se sintió dominada por un irre-sistible sentimiento de curiosidad. Con manostemblorosas asió la cerradura para satisfacer sudeseo de ver el contenido del cofre. Con grandificultad, pues se resistía a su esfuerzo, logrólevantar un poco la tapadera, pero en ese mo-mento la sorprendió una llamada a la puerta.Asustada, dejó caer la tapa. La persona inopor-tuna era la doncella de Miss Tilney, a quien éstaenviaba para saber si podía ser útil a Miss Mor-land. Catherine la despidió de inmediato, pero

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la presencia de la criada la había hecho volver ala realidad, y, desechando sus deseos de seguirexplorando el misterioso arcón, comenzó a ves-tirse sin pérdida de tiempo. A pesar de susbuenas intenciones, no lo hizo todo lo rápidoque hubiera sido de desear, debido a que noacertaba a apartar la mirada ni los pensamien-tos del objeto de su curiosidad; y aun cuandono se atrevió a perder más tiempo en examinar-lo, le faltó fuerza de voluntad para alejarse deél. Al cabo de unos instantes, sin embargo, pen-só que bien podía permitirse hacer un nuevo ydesesperado intento, tras el cual, si invisibles ysobrenaturales cerraduras no la retenían, latapa quedaría finalmente abierta. Animada poreste pensamiento, intentó una vez más abrir elcofre, y sus esperanzas no se vieron defrauda-das. Ante los ojos asombrados de la muchachaquedó al descubierto una colcha de tela blanca,cuidadosamente doblada, que ocupaba todo unlado del enorme cofre.

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Catherine estaba contemplándola, cuandose presentó Miss Tilney, preocupada por la tar-danza de su amiga. A la vergüenza que supo-nía el haber alimentado una absurda suposi-ción, Catherine hubo de añadir la de verse sor-prendida en semejante acto de indiscreción.

—Es un arcón interesante, ¿verdad? —preguntó Eleanor, mientras la muchacha, trascerrarlo a toda prisa, se dirigía hacia el espejo—. Ignoramos cuántas generaciones lleva aquí. Nisiquiera sabemos por qué fue colocado en estahabitación, de la que no he querido que lo sa-quen por si algún día lo necesitamos paraguardar sombreros y capas. Pero en ese rincónno le estorba a nadie.

Tan azorada estaba Catherine y tan ocu-pada en abrocharse el cinturón del traje mien-tras ideaba alguna excusa, que no pudo contes-tar a su amiga. Miss Tilney volvió a insistir conamabilidad en lo tardío de la hora, y mediominuto más tarde ambas bajaban corriendo porlas escaleras, presas de un temor no del todo

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infundado, pues al llegar al salón encontraronal general, quien, reloj en mano, esperaba elmomento de que entrasen para hacer sonar lacampanilla y dar a continuación la orden deque la comida fuese servida «de inmediato». Elénfasis con que pronunció estas palabras hizotemblar a Catherine e inspiró en ella un senti-miento de profunda compasión por los hijosdel irascible señor y de odio hacia todos loscofres antiguos del mundo. Poco a poco fuerecobrando su ecuanimidad el general, y al finhasta riñó a su hija por haber metido tantasprisas a su bella amiga, que había llegado a lamesa sin aliento. Al fin y al cabo, no era necesa-rio apresurarse tanto. Aquellas palabras, sinembargo, no consolaron a Catherine de haberprovocado la reprimenda que había sufridoEleanor ni la falta de sentido que la había im-pulsado a perder tan tontamente el tiempo. Noobstante, una vez que se hubieron sentado to-dos a la mesa, las sonrisas del general y el ape-tito de éste devolvieron la tranquilidad a la

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muchacha. El comedor era una habitación es-paciosa, amueblada con un gusto y un lujo quelos ojos inexpertos de Catherine apenas logra-ban apreciar. A pesar de ello, absorbieron suatención tanto las dimensiones de la estanciacomo el número de sirvientes que en ella había,y lo expresó con tono de admiración. El gene-ral, profundamente satisfecho, admitió que, enefecto, era una habitación bastante grande, yluego reconoció que, aun cuando tales cuestio-nes no le interesaban tanto como a la mayoríade la gente, consideraba que un comedor espa-cioso era algo indispensable en la vida, aña-diendo a continuación que ella seguramenteestaría acostumbrada a mejor y más lujosasestancias en casa de Mr. Allen.

—Pues no —respondió Catherine con to-no firme—. El comedor de Mr. Allen debe deser la mitad de éste. —Hizo una pausa y agre-gó—: La verdad es que nunca he visto uno másgrande, se lo aseguro.

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Sus palabras produjeron un efecto exce-lente en el ánimo del general, que se apresuró adeclarar que usaba aquellas habitaciones por-que habría sido una tontería tenerlas cerradas,pero que a su juicio resultaban más cómodaslas estancias algo más pequeñas, como las de lacasa de Mr. Allen.

La velada transcurrió sin incidentes des-agradables y el ambiente se animaba cada vezque por algún motivo el general abandonaba elcomedor. La presencia del dueño de la casabastaba para que Catherine recordase las fati-gas del viaje, pero aun así predominaba en suespíritu un sentimiento de intensa dicha que nolograba oscurecer el recuerdo de Bath y susamigos.

La noche presagiaba tormenta. El viento,que durante la tarde había ido adquiriendomayor fuerza, soplaba con violencia. Además,llovía intensamente. Al cruzar Catherine el ves-tíbulo quedó aterrada ante la furia con que latormenta azotaba el viejo edificio, y por prime-

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ra vez desde su llegada experimentó la sensa-ción de hallarse entre los muros de una vetustaabadía. Sí, aquellos eran los sonidos caracterís-ticos; poco a poco fueron trayendo a su memo-ria el recuerdo de ciertas terribles escenas queal amparo de parecidas tormentas se habíandesarrollado en otros lugares similares. Se ale-gró de que su presencia en tan histórica moradase diese en circunstancias que no entrañabanpeligro. Por fortuna, ella no tenía nada que te-mer de asesinos nocturnos ni de galanes borra-chos.

Henry, por supuesto, prosiguió con aque-lla historia inverosímil y absurda. En una casaamueblada y cuidada con tanto esmero no erafácil encontrar algo que explorar o que temer.De modo que la muchacha podía retirarse adescansar con la misma tranquilidad que siestuviese en su propia casa.

Catherine se dirigió a su dormitorio, en elque entró con ánimo sereno, sobre todo porqueel de Miss Tilney se encontraba a tan sólo un

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par de pasos. La visión de unos leños que ardí-an en la chimenea ayudó también a reconfortarsu corazón.

—¡Cuánto más grato es —dijo en voz altapara sí— encontrarse el fuego encendido queverse obligada a esperar muerta de frío, como atantas chicas les ha ocurrido, a que venga aocuparse de ello alguna vieja y compasiva sir-vienta. Me encanta que Northanger sea tal co-mo es. Si llega a parecerse a otras abadías, enuna noche como ésta habría necesitado haceracopio de todo mi valor. Por suerte, nada tengoque temer.

Luego contempló la habitación con dete-nimiento. Las cortinas se movieron levemente.Sin duda las agitaba el viento que se colaba porlas rendijas. Deseosa de cerciorarse de que asíera, Catherine se adelantó tarareando una can-ción. Miró detrás del cortinaje y no descubriónada que pudiera asustarla. Colocó una manosobre el postigo y comprobó la violencia delviento. Al volverse, después de terminada su

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inspección, su mirada tropezó con el arcón.Desechando todo pensamiento que la indujeseal temor, se preparó para dormir.

Emplearé en ello todo el tiempo preciso,se dijo. No quiero darme prisa; me da igual serla última persona que permanece levantada enla casa... Además, no echaré más leña a la chi-menea, no sea que lo interpreten: como quedeseo tener luz después de meterme en la ca-ma.

El fuego se apagó casi enseguida, y Cat-herine, después de invertir cerca de una horaen sus preparativos, se dispuso a acostarse. Almirar alrededor por última vez le llamó la aten-ción una especie de arcón de tono muy oscuroy forma antigua en el que no había reparadoantes, acudieron en tropel a su mente las pala-bras de Henry, su descripción del arcón deébano, cuya presencia no había de advertir enun principio, y aun cuando ello no tenía nadade particular ni podía significar cosa alguna deimportancia, no dejaba de ser una coincidencia

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bastante extraña. Cogió su bujía y examinóaquella caja detenidamente. No estaba hecha deébano, ni tenía incrustaciones de oro, pero eracasi negra y despedía reflejos dorados. Catheri-ne observó que la cerradura tenía puesta la lla-ve, y sintió deseos de abrirla, no tanto por creerque hallaría algo de interés como por hacercoincidir todo aquello con las palabras de Hen-ry. Estaba convencida de que no conseguiríadormir hasta que averiguase qué contenía, y alfin, tras dejar con cuidado la bujía sobre unasilla, cogió con mano trémula la llave y trató dehacerla girar. La cerradura se resistió. Buscóentonces por otro lado y encontró un cerrojoque logró descorrer fácilmente. Tampoco asílogró abrir las tapas. Se detuvo por un instante,maravillada. El viento rugía dentro de la chi-menea y la lluvia azotaba con furia los cristalesde la habitación. Todo cooperaba para hacermás extraño su hallazgo y más terrible su situa-ción. Era inútil que pensara en acostarse, puesle resultaría imposible conciliar el sueño sin

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antes descubrir el misterio de aquel arcón quese encontraba tan cerca de su lecho. Intentó unavez más hacer girar la llave, y después de unúltimo esfuerzo, las tapas cedieron de repente.Catherine experimentó la satisfacción que pro-duce toda victoria, y después de abrir por com-pleto las dos tapas, la segunda de las cualesestaba sujeta por pestillos no menos misteriososque la cerradura. Descubrió entonces una hileradoble de pequeños cajones colocada entre otrode mayor tamaño, y en el centro una puertadiminuta y herméticamente cerrada, tras la cualse ocultaba, probablemente, un hueco tan im-portante como misterioso.

Catherine sintió que se le aceleraba elpulso, pero la serenidad no la abandonó ni porun instante. Rojas las mejillas y fija la mirada,sacó uno de los cajones. Estaba vacío. Con me-nos temor y más curiosidad abrió otro, luegootro más, y así todos, encontrándolos igual-mente vacíos. Buena conocedora, por sus lectu-ras, del arte de ocultar un tesoro, pensó de in-

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mediato en la posibilidad de que los cajonestuvieran un doble fondo, y volvió a examinar-los cuidadosamente. Todo fue en vano. No lequedaba por registrar más que el hueco delcentro, y aun cuando no podía estar desanima-da puesto que ni por un segundo creyó que talvez encontrase algo en el arcón, decidió quesería absurdo no seguir intentándolo. Tardóbastante en abrir la portezuela que cerraba elhueco, pero al fin lo consiguió. Esta vez no fueen vano. Al instante descubrió, en lo más pro-fundo de aquel hueco, un rollo de papel que,sin duda, alguien había procurado ocultar. Esimposible describir los sentimientos que em-bargaron de pronto a Catherine; baste decir quese puso blanca como el papel y las piernas em-pezaron a temblarle.

Cogió con ademán nervioso el preciosomanuscrito —pues tal era, según comprobóenseguida—, y al tiempo que se percataba de laextraordinaria semejanza de aquella situacióncon la que describía Henry, decidió no descan-

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sar sin antes haber examinado detenidamenteel contenido del misterioso rollo.

La poca luz que despedía su bujía laalarmó; sin embargo, comprobó que por elmomento no había peligro de que se apagara.Era probable incluso que aún durase variashoras, y con el objeto de obtener una luz másclara y facilitar así la lectura de una caligrafíaque, por lo antigua, bien podía resultar casiilegible, intentó despabilar la vela. Por desgra-cia, al hacerlo la apagó involuntariamente. Cat-herine quedó paralizada de terror. La oscuri-dad era completa. La habitación quedó sumidaen la más siniestra negrura. Una fuerte sacudi-da del viento aumentó el pánico de Catherine,haciéndola temblar de pies a cabeza.. En lapausa que siguió, sus oídos percibieron el ru-mor de pasos que se alejaban y el ruido de unapuerta al cerrarse. No era posible resistir pormás tiempo aquella tensión. Brotó a chorros elsudor de la frente de la muchacha; sus manosdejaron caer el manuscrito; a tientas buscó la

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cama, se metió en ella y trató de evocar, siquie-ra someramente, el desarrollo de aquellos acon-tecimientos, no sin antes taparse la cabeza conla manta. Estaba convencida de que después delo ocurrido no lograría conciliar el sueño. ¿Có-mo hacerlo cuando aún era presa de una extra-ña agitación y una curiosidad incontenible?Además, la tormenta iba en aumento. Catherinejamás había temido los elementos, pero en esaocasión parecía que el viento, en su ulular, traíaun mensaje terrible y misterioso. ¿Cómo expli-carse la presencia de un manuscrito hallado enforma tan extraordinaria, y qué, además, coin-cidía de modo tan prodigioso con la descrip-ción hecha por Henry unas horas antes? ¿Quépodría contener aquel rollo de papel? ¿A qué serefería? ¿Cómo habría permanecido oculto tan-to tiempo? Y ¡cuan extraño resultaba que fueseella la llamada a descubrirlo! Hasta que no es-tuviese al corriente de su contenido no podríarecuperar la calma. Estaba decidida a examinar-lo a la luz del alba. ¡Lástima que aún tuviese

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que esperar tantas horas! Catherine se estreme-ció de impaciencia, dio vueltas en el lecho yenvidió a todos los que aquella noche podíandormir plácidamente. Siguió rugiendo el ven-daval, y a sus oídos atentos llegaron sonidosmás terribles que los que éste producía. Hastalas colgaduras de su cama parecían moverse.También se le antojó a la muchacha que alguiensacudía el pomo de su puerta como si intentaseentrar. De la galería llegaban lúgubres murmu-llos, y más de una vez se le heló la sangre en lasvenas al percibir una voz doliente y lejana. Pa-saron las horas, una tras otra, y la pobre Cat-herine oyó los relojes de la casa dar las tres an-tes de que la tormenta amainase y ella lograrael deseado descanso.

El ruido que a la mañana siguiente hizo ladoncella al abrir los postigos fue lo primero queobligó a Catherine a volver a la realidad. Abriólos ojos, sorprendida de haber podido cerrarlosdespués de lo ocurrido la noche anterior, ycomprobó con satisfacción que la tormenta

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había cesado y que en su habitación todo respi-raba sosiego y normalidad.

Con el sentido recobró la facultad de pen-sar, y acto seguido volvió a su mente el recuer-do del manuscrito, aguzando de tal modo sucuriosidad, que en cuanto la doncella se hubomarchado, Catherine saltó de la cama y recogióa toda prisa las hojas que se habían desprendi-do del rollo de papel al caer éste al suelo; luegovolvió a acostarse, deseosa de disfrutar cómo-damente de la lectura de aquellas misteriosascuartillas. Observó con satisfacción que el ma-nuscrito que tenía entre las manos no era tanextenso como los que solían describirse en lasnovelas, pues el rollo estaba compuesto deunos cuantos pliegos más pequeños de lo quehabía creído en un principio.

Con curiosidad creciente leyó la primerahoja, y se estremeció al caer en la cuenta de loque en ella había. ¿Sería posible? ¿No le enga-ñaban los sentidos? Aquel papel sólo conteníaun inventario de ropas de casa escrito en carac-

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teres burdos, pero modernos. Si de su vistapodía fiarse, aquello no era más que la facturade una lavandera. Cogió otra hoja, y en ellaencontró una relación prácticamente idénticade prendas íntimas. Las hojas tercera, cuarta yquinta dieron igual resultado. En cada una deellas se hacía una relación de camisas, medias,corbatines y chalecos. En otras dos estabanapuntados los gastos de escaso interés: cartas,polvos para el cabello y pasta blanca para lim-piar. En una hoja grande, con la que estabanenvueltas las demás, se leía: «Por poner unacataplasma a la yegua alazana...», se trataba dela factura de un veterinario. Tal era la colecciónde papeles —abandonados, como cabía supo-ner, por alguna criada negligente— que tantaalarma había despertado en el ánimo de Cat-herine, privándola del sueño durante horas. Lamuchacha, como es lógico, se sintió profunda-mente humillada. ¿Acaso había sido incapaz deaprender algo más de su anterior aventura conel cofre? Éste, colocado a poca distancia de la

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cama, se le antojó de pronto un reproche, unaacusación. Comprendió cuan absurdas habíansido aquellas fantásticas suposiciones suyas.¿Cómo era posible que un manuscrito escritohacía varias generaciones permaneciera ocultoen una habitación tan moderna como aquélla, yque fuera ella la única persona llamada a abrirun arcón cuya llave estaba a disposición detodo el mundo? ¿Cómo se había dejado enga-ñar de aquella manera? Dios no quisiera quellegase a oídos de Henry Tilney la noticia de suinsensata aventura. Sin embargo, él también eraresponsable, al menos en parte, de lo ocurrido.Si el arca no hubiese sido parecida a la queHenry se había referido en su relato, ella nohubiese sentido tanta curiosidad. Catherine seconsoló con estas reflexiones, y a continuación,deseosa de perder de vista las pruebas de sudesvarío —aquellos detestables y odiosos pape-les que habían caído esparcidos sobre su ca-ma—, se levantó, dobló las hojas cuidadosa-mente, como las había encontrado, volvió a

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colocarlas en el arcón, pensando, mientras lohacía, que nunca más volvería a mirarlos, paraque no le hicieran recordar cuan necia habíasido.

Lo que Catherine no atinaba a compren-der, y el hecho no dejaba de ser bastante extra-ño, era el trabajo inaudito que le había costadoabrir una cerradura que luego funcionaba conla mayor facilidad. Pensó por un instante queaquel hecho debía de entrañar algún misterio,hasta que cayó en la cuenta de que tal vez ella,en su atolondramiento, hubiese hecho girar lallave en sentido contrario. Avergonzada, aban-donó tan pronto como pudo la habitación quetan desagradables recuerdos despertaba en ellay se dirigió a toda prisa hacia la sala, donde,según le había advertido la noche anterior MissTilney, solía reunirse para desayunar toda lafamilia. En ella se encontró con Henry, cuyaspicarescas alusiones al expresar su deseo deque la tormenta no la hubiese molestado, y susreferencias al carácter y antigüedad del edificio,

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hicieron que se sintiera profundamente pre-ocupada. No quería en modo alguno que nadiesospechase siquiera sus temores; pero como pornaturaleza era incapaz de mentir, confesó queel rugir del viento la había mantenido despiertadurante algunas horas.

—Y, sin embargo —añadió, para cambiarde tema—, hace una mañana hermosa. Lastormentas, como el insomnio, no tienen impor-tancia una vez que pasan. ¡Qué hermosos jacin-tos! Es una flor que me gusta desde hace muypoco...

—¿Y cómo ha aprendido a gustar de ella,por casualidad o por convencimiento?

—Me enseñó su hermana. ¿Cómo? No losé. Mrs. Allen procuró durante años inculcarmela afición por esos bulbos, y no lo consiguió.Las flores siempre me han sido indiferentes,pero el otro día, cuando las vi en Milsom Street,cambié de opinión.

—¿Y ahora le gustan? Pues tanto mejor;así tendrá un nuevo motivo de placer. Además,

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está muy bien que a las mujeres les gusten lasflores, porque no existe mejor aliciente parasalir a tomar el aire y hacer un poco de ejerci-cio. Y aun cuando el cuidado de los jacintos esrelativamente sencillo, ¿quién sabe si, una vezdominada por la pasión hacia las flores, llegaráusted a interesarse por las rosas?

—Pero ¡si a mí no me hacen falta pretex-tos para salir! Cuando hace buen tiempo, pasolargos ratos fuera de la casa. Mi madre a me-nudo me reprocha el que me ausente durantetantas horas.

—De todas maneras, me satisface el quehaya usted aprendido a amar los jacintos. Esmuy importante adquirir el hábito del amor, yen toda joven la facilidad de aprender es unagrata virtud. ¿Tiene mi hermana buena disposi-ción para la enseñanza?

La entrada del general, cuyos cumplidosdemostraban que estaba de buen humor, evitóque Catherine tuviese que contestar a Henry, sibien la alusión que acerca de la evidente predi-

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lección de los dos jóvenes por madrugar hizopoco después el padre del muchacho, volvió apreocuparle.

Catherine no pudo por menos de expre-sar su admiración por la elegante vajilla, elegi-da, según parecía, por el general, quien se mos-tró encantado de que la aprobase y declaró que,en efecto, no estaba del todo mal, y que la habíaadquirido con la intención de proteger la indus-tria de su país. Por lo demás, y dado su indul-gente paladar, opinaba que el mismo aroma ysabor tenía el té vertido de una tetera de loza deStaffordshire como de una bella porcelana deDresde o de Sévres.

Aquella vajilla ya era vieja; la había com-prado hacía dos años, y desde entonces la pro-ducción nacional había mejorado notablemente.Hacía poco había visto en la capital algunasmuestras tan logradas que, de no ser un hom-bre desprovisto de toda vanidad, se habría vis-to forzado a adquirirlas. Esperaba, sin embargo,que pronto tuviese ocasión de comprar un nue-

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vo servicio, destinado a otra persona... Catheri-ne fue, quizá, la única de los allí reunidos queno comprendió el significado de aquellas pala-bras.

Poco después del desayuno Henry saliórumbo a Woodston, donde sus negocios le re-tendrían tres o cuatro días. Reunióse en el ves-tíbulo la familia para verle montar a caballo, yal regresar al comedor Catherine se dirigióhacia la ventana con el objeto de obtener unaúltima visión de su amigo.

—Ésta es una dura prueba para su her-mano —dijo el general a Eleanor—. ¡Qué tristese le va a antojar hoy Woodston!

—¿Es bonita la casa que tiene allí? —preguntó Catherine.

—¿Qué dirías tú, Eleanor? Anda, díseloya que vosotras las mujeres conocéis mejor elgusto femenino, no sólo respecto a casas, sinotambién en lo que a hombres se refiere. Creoque, hablando de modo imparcial, Woodstonestá admirablemente situada, pues mira hacia

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el sureste. La propiedad posee también unahuerta, cuyos muros mandé alzar yo hace diezaños. Es una prebenda de familia, Miss Mor-land, y como los terrenos contiguos me perte-necen he tenido buen cuidado de aprovecharladebidamente. Aun suponiendo que Henry nocontara más que con ese curato para vivir, noestaría nada mal. Tal vez parezca extraño que,no teniendo yo más que dos hijos menores porquienes mirar, me haya empeñado en que elchico siguiese una carrera, y es cierto que haymomentos en que todos quisiéramos verlo librede las preocupaciones propias de su profesión;pero aun cuando usted quizá no acepte mi pun-to de vista, creo, Miss Morland, y su padre serátambién de mi opinión, que todo hombre debetrabajar en alguna cosa. El dinero en sí no tieneimportancia ni finalidad algunas; lo importantees emplear dignamente el tiempo. El mismoFrederick, mi hijo mayor, heredero de una delas propiedades más importantes de la comar-ca, ha seguido una carrera.

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El efecto imponente de aquellas palabrasinfluyó poderosamente en el ánimo de Catheri-ne, que guardó silencio.

La noche anterior se había hablado de en-señarle a Miss Morland la abadía, y esa mismamañana el general se ofreció a hacerlo. Catheri-ne, aun cuando hubiera preferido la compañíade Eleanor, no pudo por menos de aceptar unaproposición que en cualquier circunstancia re-sultaría muy interesante. Llevaba dieciochohoras en la abadía y no había logrado ver másque un reducido número de habitaciones. Cerróla caja de labores, que acababa de sacar, concierta precipitación, y se mostró dispuesta aseguir al general cuando éste lo dispusiese.

—Y una vez que hayamos recorrido la ca-sa —le dijo el anciano con tono cortés—, tendrémucho gusto en enseñarles el jardín y los plan-tíos.

Catherine le agradeció tanta amabilidadcon una elegante reverencia.

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—Tal vez prefiera usted ver éstos primero—añadió el general—. Hace buen tiempo y laépoca del año nos garantiza que seguirá así.¿Qué prefiere, entonces? Estoy a sus órdenes.¿Qué crees que sería más del gusto de tu bellaamiga, Eleanor? Pero..., sí, me parece que lo headivinado. Leo en los ojos de Miss Morland undeseo, bien juicioso por cierto, de aprovechar eltiempo. ¿Cómo podría ser de otro modo? Laabadía siempre está en disposición de ser visi-tada. No así el jardín. Obedezco sus órdenes sindemora. Corro en busca de mi sombrero y enun instante estaré listo para acompañarlas.

El general salió de la estancia y Catherine,con expresión de profunda preocupación, em-pezó a manifestar sus deseos de evitar al gene-ral una salida quizá contraria a sus deseos, y ala que le impulsaba única y exclusivamente elafán de complacerla. Pero Miss Tilney, algoavergonzada, la detuvo.

—Creo —dijo— que será mejor aprove-char una mañana tan hermosa y no preocupar-

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nos por mi padre. Él tiene por costumbre pa-sear a estas horas todos los días.

Catherine no sabía cómo interpretar estaspalabras. ¿Por qué motivo se mostraba tan con-fusa Miss Tilney? ¿Habría algún inconvenientepor parte del general en acompañarla a ver laabadía? La propuesta había partido de él. ¿Noera extraño que tuviera por costumbre salir aaquellas horas? Ni el padre de Catherine ni Mr.Allen solían pasear tan temprano. Realmente, lasituación resultaba un poco incómoda. Ella es-taba impaciente por conocer la casa; en cambio,los jardines no le inspiraban gran curiosidad.¡Si al menos hubiese estado con ellas Henry!Sola no sabría apreciar la belleza del lugar. Ta-les fueron sus pensamientos, que se cuidó deno expresar, antes de salir, silenciosa y descon-tenta, a ponerse la capa.

Le llamaron mucho la atención las gran-des dimensiones de la abadía vista desde fuera.El enorme edificio comprendía un gran patiocentral, y dos de sus alas, ricamente ornamen-

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tadas al estilo gótico, se proyectaban haciaafuera, invitando a todos a admirarlas. Un gru-po de árboles añosos y frondosas plantas ocul-taban el resto de la casa. Los espesos montesque protegían la parte trasera del edificio seerguían bellos aun en aquella época en que lanaturaleza suele mostrarse desnuda de ropaje.Catherine jamás había visto nada comparable aaquello, y le causó tal impresión que, sin podercontenerse, prorrumpió en exclamaciones deadmiración y asombro. El general la escuchóagradecido, como si hasta aquel momento nohubiera descubierto toda la belleza de Nort-hanger.

Se imponía a continuación visitar la huer-ta, y a ella se dirigieron cruzando el parque.

La extensión de aquellos terrenos dejóatónita a Catherine. Resultaba más del doble delo que medían juntas las de Mr. Allen y su pa-dre, incluyendo el huerto y el terreno que cir-cundaba la iglesia. Los muros que rodeaban laabadía eran inacabables en longitud y en nú-

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mero. Amparado por ellos había un númeroincontable de invernaderos, y en el recinto for-mado por ellos trabajaban hombres suficientespara formar una parroquia. El general se sintióhalagado por las miradas de sorpresa de Cat-herine, quien a través de ellas expresaba la pro-funda admiración que le suscitaban aquellosjardines sin igual. El general declaró entoncesque aun cuando él no sentía ambición ni pre-ocupación por tales cosas, debía reconocer quesu propiedad no tenía rival en el reino.

—Si de algo me enorgullezco —agregó—,es de poseer un hermoso jardín. Aun cuandono soy exigente en lo que a comidas se refiere,me gusta tener buena fruta y aun cuando yo nohubiera encontrado en ello un placer especial,el deseo de halagar a mis hijos y mis vecinoshabría bastado para que lo ambicionase. Admi-to que un jardín como éste da lugar a innume-rables disgustos, pues a pesar de todo el esme-ro que se ponga en cultivarlo, no siempre seobtienen los frutos deseados. Mr. Allen trope-

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zará, sin duda alguna, con los mismos inconve-nientes.

—No, señor; nada de eso. Mr. Allen nosiente interés alguno en su jardín y rara vez lovisita.

El general, con una sonrisa de triunfal sa-tisfacción, declaró que él preferiría hacer lomismo, ya que no conseguía entrar en el suyosin experimentar un disgusto, pues sus aspira-ciones jamás se veían colmadas.

—¿Cómo son los invernaderos de Mr.Allen? —preguntó el general.

—Sólo tiene uno, y pequeño. En él Mrs.Allen guarda las plantas durante el invierno;para caldearlo emplean de vez en cuando unaestufa.

—¡Qué hombre tan feliz! —exclamó elgeneral.

Después de acompañar a Catherine a ca-da uno de los varios departamentos y de hacer-la admirar todos los pozos hasta quedar la mu-chacha rendida de tanto ver y admirar, dejó el

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anciano que su hija y la amiga de ésta aprove-charan la proximidad de un postigo para darpor terminada su visita a los invernaderos, y,con el pretexto de examinar unas reformashechas recientemente en la casa del té, propusovisitarla, siempre que Miss Morland no estuvie-ra cansada.

—Pero ¿por dónde vas, Eleanor? ¿Por quéescoges ese camino tan frío y húmedo? MissMorland se va a mojar. Lo mejor es que nosdirijamos hacia el parque.

—Éste es mi camino favorito —dijo Elea-nor—, pero es cierto que tal vez esté húmedo.

El camino en cuestión atravesaba, dandorodeos, una espesa plantación de pinos escoce-ses, y Catherine, atraída por el aspecto miste-rioso y lóbrego de aquel lugar, no pudo, a pesarde la desaprobación mostrada por el general,evitar el dar unos pasos en la dirección quedeseaba. Mr. Tilney, apercibido del deseo de lamuchacha, y después de requerirle nuevamen-te, pero en vano, que no expusiera su salud, se

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abstuvo cortésmente de oponerse a su volun-tad, excusándose, sin embargo, de acompañar-las.

—El sol aún no es lo bastante fuerte paramí —dijo—. Elegiré otro camino y luego volve-remos a encontrarnos.

El general se marchó y Catherine quedóasombrada al darse cuenta del alivio que pro-porcionaba a su ánimo aquella breve separa-ción. La sorpresa y compensación experimen-tadas eran, felizmente, inferiores a la satisfac-ción que el hecho le producía, y, animada ycontenta, empezó a hablar a su amiga de la gra-ta melancolía que le inspiraba aquel lugar.

—Sí, yo siento lo mismo —dijo Miss Til-ney, y dejó escapar un suspiro—. A mi madrele encantaba pasear por este lugar.

Era la primera vez que Catherine oía quese mencionase a Mrs. Tilney, y su rostro reflejóel interés que el recuerdo de aquella mujer pro-vocaba en su alma. Atenta y silenciosa esperó aque su amiga reanudase la conversación.

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—Yo la acompañaba a menudo en sus pa-seos —prosiguió Eleanor— pero entonces estelugar no me gustaba tanto como ahora. Másbien puede decirse que me sorprendía que fue-se el rincón preferido de mi madre. Hoy es surecuerdo lo que me induce a tenerle tal apego.

Catherine pensó que el mismo sentimien-to debería despertar en el general, y sin embar-go éste se había negado a pasear por allí.

Al cabo de unos segundos, en vista deque Miss Tilney permanecía en silencio, dijo:

—Su muerte debió ser una pena terriblepara usted.

—Una pena enorme, que el paso de losaños sólo consigue aumentar —contestó en vozbaja su amiga—. Yo no contaba más que treceaños cuando ocurrió; y si bien sentí su pérdida,la edad que tenía no me permitió darme cuentade lo que ello suponía.

Eleanor se detuvo. Un momento despuésañadió con gran firmeza:

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—Como usted sabe, no tengo hermanas, yaun cuando Henry y Frederick son muy cariño-sos conmigo, y el primero, felizmente, pasalargas temporadas aquí en la abadía, es inevita-ble que, a veces, tanta soledad me resulte into-lerable.

—Es natural que eche usted de menos asu hermano.

—Una madre nunca me dejaría sola; unamadre habría sido una amiga constante; su in-fluencia habría tenido una fuerza superior atodo cuanto me rodea.

—Imagino que debía de ser una mujerencantadora. ¿Hay algún retrato suyo en laabadía? ¿Por qué mostraba tanta predilecciónpor este lugar? ¿Era de temperamento melancó-lico acaso? —preguntó Catherine precipitada-mente.

La primera pregunta recibió una contes-tación afirmativa; las otras, en cambio, no obtu-vieron respuesta, pero ello no sirvió más quepara aumentar el interés que la difunta señora

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inspiraba en Catherine. Desde luego, ésta supu-so que la esposa del general habría debido deser muy desgraciada en su matrimonio. Mr.Tilney no parecía que se hubiera comportadocomo un marido cariñoso. El que no sintieseafecto alguno por el lugar predilecto de su es-posa indicaba desamor hacia ella. Además, apesar de su bello porte, había en su rostro indi-cios de que su conducta para con su mujer nohabía sido la adecuada.

—Supongo —dijo Catherine sonrojándoseante su propia astucia— que el retrato de sumadre estará en las habitaciones del general.

—No. Pintaron uno con intención de co-locarlo en el salón, pero mi padre no quedósatisfecho con el trabajo, y por espacio de algúntiempo estuvo guardado. Después de la muertede mi madre, yo quise conservarlo y lo mandécolocar en mi alcoba, donde tendré el gusto deenseñárselo. El parecido está bastante logrado.

Catherine quiso ver en aquellas palabrasotra prueba de despego por parte del general.

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Tener en tan poca estima un retrato de su di-funta esposa demostraba que no la quería nihabía sido bueno con ella. La muchacha ya notrató de ocultar ante sí misma los sentimientosque la actitud de Mr. Tilney habían provocadosiempre en su espíritu, y que las atenciones deaquél no habían logrado disipar. Lo que antesno había sido sino antipatía y miedo se trocó enprofunda aversión. Sí, aversión. Le resultabaodiosa su crueldad para con aquella mujer en-cantadora. Muchas veces había encontrado ensus libros caracteres iguales a aquél; caracteresque Mr. Allen tachaba de exagerados y cuyarealidad quedaba demostrada en aquel ejemploincontestable.

Acababa de resolver este punto cuando elfinal del camino las condujo nuevamente a lapresencia de Mr. Tilney, por lo que la mucha-cha, a pesar de su indignación, se vio obligadaa pasear junto a él, a escucharlo y hasta a co-rresponder a sus sonrisas. Sin embargo, como apartir de aquel momento no pudo hallar placer

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en los objetos que la rodeaban, empezó a cami-nar con tal lentitud que, apercibido de ello elgeneral, y preocupado por su salud —actitudque parecía un reproche a los sentimientos quehacia él experimentaba Catherine—, se empeñóen que ambas jóvenes regresaran a la casa, conla promesa de seguirlas un cuarto de hora mástarde.

De modo pues que se separaron nueva-mente, no sin que antes Eleanor recibiera de supadre la orden de no mostrar a su amiga laabadía hasta que él no estuviese de vuelta.

Catherine no pudo por menos de asom-brarse ante el empeño que ponía Mr. Tilney endemorar el placer que con tanto anhelo espera-ba.

Transcurrió una hora antes de que el ge-neral regresase a la casa, tiempo que Catherineempleó en consideraciones poco halagüeñaspara Mr. Tilney. La muchacha había decididoque aquellas ausencias prolongadas, aquellospaseos solitarios, revelaban una conciencia in-

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tranquila, dominada por el remordimiento. Alfin apareció el dueño de la abadía; fueran o nolóbregos sus anteriores pensamientos, lo ciertoes que al aproximarse a las jóvenes logró esbo-zar una sonrisa. Miss Tilney, que comprendía,al menos en parte, la curiosidad que sentía suamiga por conocer la casa, no tardó en sacar arelucir nuevamente este asunto, y su padre, quecontra lo que temía y expresaba Catherine, notenía excusa que oponer a tal deseo, se mostródispuesto a complacerlas, no sin antes ordenarque a su regreso les fuese servido un refresco.

Se pusieron todos en marcha, asumiendoel general un aire de importancia y una expre-sión de solemnidad que no podían por menosde llamar la atención y afirmar las dudas deuna tan suspicaz y asidua lectora de novelascomo Catherine. Atravesó Mr. Tilney, seguidode las dos amigas, el vestíbulo, primero, y lue-go el salón de diario, para llegar por la antecá-mara a una habitación realmente soberbia, tan-

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to por su tamaño como por la calidad de losmuebles que albergaba.

Se trataba del salón principal, que la fami-lia sólo utilizaba cuando recibía visitas de lamayor importancia. Catherine, cuyos ojos ape-nas si acertaban a discernir la calidad y el colordel raso con que estaban tapizados los muebles,manifestó su admiración y declaró que aquelloera «hermoso, encantador». Pero las alabanzasde verdadero valor y significación surgieron delos labios del propio general. En aquel momen-to la muchacha no podía apreciar el coste y laelegancia de muebles que debían de remontarseal siglo XV, por lo menos. Una vez que el gene-ral hubo satisfecho su deseo de examinar unopor uno todos los objetos que había en la habi-tación, pasaron a la biblioteca, una estancia desimilar magnificencia que la anterior, en la quehabían sido reunidos volúmenes cuya posesiónbien podría enorgullecer al hombre de caráctermás humilde. Catherine escuchó, admiró y sesorprendió tanto o más que en las ocasiones

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anteriores. Recogió las enseñanzas que pudo deaquel verdadero depósito de sabiduría, reco-rriendo con la vista los títulos de los volúme-nes, y se mostró dispuesta a proseguir su visita;pero las habitaciones no podían sucederse a lamedida de su deseo. A pesar de ser muy gran-de la abadía, resultaba que ya lo conocía prácti-camente todo. Cuando se enteró de que la coci-na y las seis o siete habitaciones que acababa dever comprendían tres lados del patio central,creyó que trataban de engañarla y que habíanevitado mostrarle otras estancias, quizá secre-tas. Se consoló en parte cuando supo que pararegresar a las habitaciones que usaba la familiaera preciso atravesar otras que aún no habíavisto, las cuales se comunicaban, por medio depasillos, con el otro extremo del patio.

Se mostró muy interesada también al oírque el trozo de galería que cruzaron antes dellegar al salón de billar y a las habitaciones par-ticulares del general, que se comunicaban entresí, fue en un tiempo claustro del convento, y

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que en ella había todavía restos de las celdasocupadas en tiempos por los frailes. La últimahabitación que atravesaron era la pieza desti-nada a Henry, y en ella hallaron ropas, libros yarreos de caza que pertenecían a aquél.

A pesar de que la muchacha ya conocía elcomedor, el general se empeñó en demostrarcon medidas exactas la inusitada longitud delos muros. Luego pasaron todos a la cocina, quecomunicaba con la estancia anterior, y que re-sultó ser una verdadera cocina de convento, deparedes macizas, ennegrecidas por el humo desiglos, provista de los necesarios adelantos mo-dernos.

El genio reformador del general se habíapreocupado de instalar cuanto pudiera facilitarla labor de las cocineras. Si en algo había falla-do la inventiva de otros, él logró suplir con lasuya toda escasez, consiguiendo, a fuerza decuidar los detalles, un conjunto perfecto.

El dinero invertido en aquel rincón deledificio habría bastado para que en otros tiem-

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pos se le hubiera calificado de generoso bien-hechor del convento. En los muros de la cocinaacababa la parte antigua de la abadía, pues laotra ala del cuadrángulo había sido derruida,por hallarse en estado ruinoso, por el padre delgeneral, y éste había vuelto a construirlo.

Todo cuanto de venerable contenía laabadía terminaba allí. Lo demás no sólo eramoderno, sino que demostraba serlo; y comoquiera que había sido destinada a dependenciasy cocheras únicamente, no se había creído nece-sario mantener en ella la uniformidad arquitec-tónica que ofrecía el resto. Catherine habríainsultado de buena gana a quien había hechodesaparecer el trozo que sin duda había sido demayor belleza y carácter, para lograr condicio-nes más ventajosas desde el punto de vista dela economía doméstica, y habría prescindido, siel general se lo hubiese permitido, de visitarlugares tan poco interesantes. Pero Mr. Tilneyestaba tan orgulloso de la disposición y el or-den de sus dependencias, y convencido hasta

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tal punto de que a una joven de la mentalidadde Miss Morland no podía por menos de agra-darle el que se facilitara la labor de personas deinferior posición, que no hubo manera de evitaruna visita a aquellas dependencias. Catherinese mostró francamente admirada del númerode instalaciones que en ellas había y de su con-veniencia. Lo que en Fullerton se considerabadespensa y fregadero, era allí una serie de es-tancias, debidamente distribuidas y de grancomodidad. Tanto como la cantidad de habita-ciones, le llamó la atención el número de cria-dos que iban apareciendo. Por dondequiera quepasaban topaban con una doncella o con algúnlacayo que huía para no ser visto sin librea. ¿Yaquello era una abadía? ¡Cuan lejos estabaaquel lujo de modernidad doméstica de cuantohabía leído acerca de las abadías y castillos an-tiguos, en los que, aun siendo mayores queNorthanger, nunca se sabía que hubiera más dedos criadas para hacer la limpieza! Mrs. Allensiempre se había asombrado de que dos pares

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de manos fuesen capaces de tanto trabajo, ycuando Catherine comprobó lo que en Nort-hanger se tenía por servicio indispensable, em-pezó a sentir el mismo asombro.

Volvieron al vestíbulo con el objeto desubir por la escalera principal y admirar la be-lleza de la madera, ricamente tallada, que laornamentaba. Cuando llegaron a lo alto, se en-caminaron en la dirección opuesta a la galeríadonde se encontraba el dormitorio de Catheri-ne, para entrar poco después en una habitaciónque servía para los mismos fines pero cuyotamaño era el doble de aquélla. A continuaciónle fueron mostradas tres grandes alcobas consus correspondientes tocadores, todos ellosadornados de cuanto el dinero y el buen gustopueden proveer.

Los muebles, adquiridos cinco años antes,eran de extrema elegancia, pero carecían delcarácter antiguo que Catherine tanto admiraba.Cuando examinaban la última pieza, y a tiempode enumerar los distinguidos personajes que en

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distintas épocas habían ocupado aquellas es-tancias, el general, volviéndose hacia Catherine,declaró con una sonrisa que deseaba ferviente-mente que sus «amigos los Fullerton» fuesenlos primeros en hacer uso de ellas. La mucha-cha agradeció aquel inesperado cumplido ylamentó no poder sentir estima y consideraciónpor un hombre que tan bien dispuesto se mos-traba para con ella y toda su familia. Al final dela galería había unas puertas de doble hoja queMiss Tilney, adelantándose, abrió y traspuso,con la evidente intención de hacer lo mismocon la primera puerta que había a mano iz-quierda de la segunda galería, pero en ese ins-tante el general la llamó con tono perentorio y,según interpretó Catherine, con bastante malhumor, y le preguntó adonde iba y si creía queaún quedaba allí algo por examinar.

—Miss Morland —añadió— ya ha vistocuanto vale la pena ver, y me parece que eshora de que ofrezcas a tu amiga un refresco,

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después de obligarla a tan prolongado y duroejercicio.

Miss Tilney se volvió de inmediato y laspuertas se cerraron ante la desilusionada Cat-herine, que tuvo tiempo de vislumbrar un pasi-llo estrecho, varias puertas y algo que se le an-tojó una escalera de caracol, todo lo cual des-pertó nuevamente su curiosidad, induciéndolaa pensar, mientras regresaba por la galería, quehabría preferido conocer aquella parte miste-riosa de la casa antes que las habitaciones ele-gantes que con tanto detenimiento le habíanenseñado. Por otra parte, el empeño que poníael general en impedir que las visitase no hacíasino avivar aún más su interés. Catherine pensóque decididamente allí debía de haber algo quese trataba de ocultar. Si bien admitía que suimaginación la había engañado antes, en estaocasión estaba segura de que no era así. Unafrase de Miss Tilney dirigida a su padre cuandobajaban por las escaleras le ofreció la clave de loque aquel «algo» podría ser:

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—Pensaba enseñarle la habitación en quemurió mi madre...

Aquellas palabras bastaron para que Cat-herine hiciera toda clase de conjeturas. No teníanada de particular que el general huyese de lavisión de los objetos que sin duda conteníaaquella habitación, en la cual, seguramente, nohabría vuelto a entrar desde que en ella su es-posa se liberó por fin de todo sufrimiento ysumió la conciencia de él en el más terrible delos remordimientos.

Al encontrarse nuevamente a solas conEleanor, Catherine trató de manifestar su deseode conocer no sólo aquella habitación, sino elala de la casa donde se encontraba. Su amiga leprometió que intentaría complacerla tan prontocomo se presentara la ocasión, y la muchachacreyó entender por aquellas palabras que erapreciso esperar a que el general se ausentarapor unas horas.

—Supongo que la conservarán tal y comoella la tenía —dijo Catherine.

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—Sí, exactamente igual.—¿Cuánto tiempo hace que murió su

madre?—Nueve años.Catherine sabía que nueve años no era

poco tiempo, comparado con lo que por lo ge-neral se tardaba en arreglar la habitación ocu-pada por una esposa traicionada y difunta.

—Imagino que estaría usted con ella has-ta el final.

—No —dijo Miss Tilney, y soltó un suspi-ro—. Desgraciadamente, me hallaba lejos decasa. Su enfermedad fue repentina y de cortaduración, y antes de que yo llegase todo habíaterminado.

Catherine quedó de piedra ante lo quesugerían aquellas palabras. ¿Sería posible queel padre de Henry...?

Y, sin embargo, ¿cuántos ejemplos nohabía para justificar las más terribles sospe-chas? Cuando aquella noche volvió a ver algeneral, cuando lo contempló mientras ella y

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Eleanor hacían labor, pasearse lentamente porespacio de una hora, pensativa la mirada yfruncido el entrecejo, la muchacha no pudo pormenos de reconocer que sus sospechas no erandescabelladas. Aquella actitud era digna de unMontoni. Revelaba la tétrica influencia del re-mordimiento en un espíritu no del todo indife-rente al evocar escenas que suscitaban una do-lorosa culpabilidad. ¡Desgraciado señor...! Laansiedad que en el ánimo de la muchacha pro-ducían aquellas ideas la obligó a levantar losojos con tal insistencia hacia el general, queacabó por llamar la atención de Miss Tilney.

—Mi padre —le dijo ésta en voz baja—suele pasear así por la habitación. Su silenciono tiene nada de extraño.

Tanto peor, pensó Catherine.Aquel ejercicio tan inusual, unido a la ex-

traña afición de pasear por las mañanas, indi-caban algo tan anormal como inquietante.

Después de una velada cuya monotonía yaparente duración pusieron de manifiesto la

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importancia y significación de la presencia deHenry, Catherine celebró verse relevada de supuesto de observación por una mirada que elgeneral lanzó a su hija cuando creía que nadielo veía, y que llevó a Eleanor a tirar apresura-damente del cordón de la campanilla. Acudiópoco después el mayordomo; pero al pretenderencender la bujía de su amo, éste se lo impidió,diciendo que no pensaba retirarse aún.

—Tengo unos textos que leer antes deacostarme —dijo dirigiéndose a Catherine— yes posible que muchas horas después de queusted se haya entregado al sueño yo siga ocu-pado en interés de la nación. Mientras mis ojostrabajan para el bien de mi prójimo, los suyosse preparan, descansando, para emprendernuevas conquistas.

Pero ni la referencia a los textos ni elmagnífico cumplido de que la hizo objeto lo-graron convencer a Catherine de que era el tra-bajo lo que prolongaba la vigilia del generalaquella noche. No era creíble que un estúpido

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panfleto lo obligara a velar después de que to-dos en la casa se hubieran acostado. Sin dudaexistía otro motivo más serio... Quizá la obliga-ción de hacer algo que no podía llevarse a cabomás que cuando la familia dormía para quenadie se enterara. De pronto, Catherine conci-bió la idea de que Mrs. Tilney aún vivía. Sí,vivía, y por motivos desconocidos la manteníanencerrada. Sin duda, las manos crueles de sumarido debían de llevarle cada noche el susten-to necesario para prolongar su existencia. Apesar de lo espantoso de aquella suposición, ala muchacha se le antojaba más aceptable que lade una muerte prematura. Por lo menos admi-tía la esperanza y la posibilidad de una libera-ción. Aquella repentina y supuesta enfermedaden ausencia de los hijos de la infortunada mujerquizá hubiese facilitado el cautiverio de ésta.En cuanto a la causa y el origen, quedaban poraveriguar. Tal vez el motivo fuesen los celos, oun sentimiento de deliberada crueldad.

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Mientras al desvestirse Catherine re-flexionaba en estas ideas, se le ocurrió de re-pente que tal vez aquella misma mañanahubiese pasado junto al lugar en que se hallabarecluida la pobre señora. Quizá por un instantese halló a corta distancia de la celda donde lan-guidecía secuestrada. ¿Qué otro lugar de laabadía podía ser más adecuado que aquél parallevar a cabo tan nefasto proyecto? Recordó lasmisteriosas puertas que había visto en el pasi-llo; el general no había querido explicar su fina-lidad. ¿Quién sabía adonde conducían? Se leocurrió también, en apoyo de la posibilidad desemejante conjetura, que la galería donde esta-ban situadas las habitaciones de la desgraciadaMrs. Tilney debía de estar —si la memoria deCatherine no andaba descaminada— encimaprecisamente de las viejas celdas, y si la escale-ra que había junto a dichas habitaciones se co-municaba de algún modo secreto con las cel-das, era evidente que esto habría favorecido losbárbaros planes de aquel hombre sin concien-

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cia. Por aquella misma escalera tal vez hubiesesido conducida la víctima en un estado de pre-meditada insensibilidad.

Catherine se asustaba a veces de su pro-pia osadía, en tanto que otras deseaba estarequivocada en sus suposiciones; pero las apa-riencias favorecían de tal manera sus conjetu-ras, que le era imposible desecharlas por ab-surdas e infundadas.

Como quiera que el ala donde suponíaque estaba encerrada Mrs. Tilney se hallabaenfrente mismo de la galería, junto a su propiahabitación, pensó que si ella extremaba su vigi-lancia quizá consiguiese ver por entre las rendi-jas de las ventanas algún rayo de luz de la lám-para que seguramente llevaría el general cuan-do visitaba a su esposa en su prisión. Animadapor tal idea, Catherine salió por dos veces de sucuarto y se asomó a la ventana de la galería. Novio nada. Las ventanas permanecían a oscuras.Evidentemente aún era temprano. Varios soni-dos apagados le hicieron suponer que la servi-

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dumbre aún permanecía levantada. Pensó quehasta la medianoche sería inútil asomarse, peroen cuanto diera esa hora y todo estuviera ensilencio, ella, si la extrema oscuridad no le cau-saba temor, ocuparía nuevamente aquel puestode observación. Sin embargo, cuando en el relojsonó la medianoche, Catherine llevaba mediahora dormida...

Al día siguiente no se presentó la ocasiónde realizar la proyectada visita a aquellas mis-teriosas habitaciones. Era domingo, y las horasque dejaban libres los oficios religiosos fueronempleadas, a requerimiento del general, bienpara pasear y hacer ejercicio fuera de la casa,bien para comer fiambres dentro de ella. Noobstante la profunda curiosidad que Catherinesentía, su valor no llegaba al extremo de ins-peccionar tan tétricos lugares después de co-mer, a la luz tenue del atardecer, ni a los máspotentes, pero también más traicioneros, rayosde una lámpara. Aquel día no hubo, pues, deta-lle alguno de interés que señalar, aparte de la

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contemplación del elegante monumento eleva-do en la iglesia parroquial a la memoria de Mrs.Tilney, situado precisamente enfrente del bancoque la familia ocupaba durante los oficios. Cat-herine no podía apartar la mirada de la lápidaen que había sido grabado un extenso y lauda-torio epitafio en honor de la pobre mujer. Lalectura de las virtudes atribuidas a la difuntapor el esposo, que, de una forma u otra, habíacontribuido a su destrucción, afectó a la mu-chacha hasta el punto de hacerla derramar lá-grimas.

Tal vez no debiera parecer extraño que elgeneral, después de erigir aquel monumento,encontrase natural tenerlo ante sí continuamen-te, pero Catherine encontró sencillamenteasombroso que el padre de su amiga tuviera laosadía de mantener su actitud autoritaria, suacostumbrada altivez, frente a tal recuerdo.Cierto que podían aducirse, en explicación deeste hecho, muchos casos de seres endurecidospor la iniquidad. Catherine recordaba haber

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leído acerca de más de una docena de crimina-les que habían perseverado en el vicio y habíanpasado, de crimen en crimen, asesinando aquien se les antojaba, sin sentir el menor re-mordimiento, hasta que una muerte violenta ouna reclusión religiosa ponía fin a su demencialy desenfrenada carrera. Por lo demás, la visióndel monumento no podía, en modo alguno,disipar las dudas que sobre la pretendidamuerte de Mrs. Tilney sustentaba. Como tam-poco habría podido afectarla el que se la hubie-se hecho bajar al mausoleo familiar donde sesuponía que descansaban las cenizas de lamuerta. Catherine había leído demasiado parano estar enterada de la facilidad con que unafigura de cera puede ser introducida en un fére-tro y la apariencia de realidad que puede ofre-cer un entierro simulado.

La mañana siguiente se presentó másprometedora. El paseo matutino del general,tan inoportuno desde cierto punto de vista,favorecía, sin embargo, los planes de Catherine,

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quien una vez que se hubo cerciorado de laausencia del dueño de la casa, propuso a MissTilney la realización de su proyectada visita alresto del edificio. Eleanor se mostró dispuesta acomplacerla, y tras recordarle su amiga queademás le había hecho otro ofrecimiento, sedispuso a enseñarle, en primer lugar, el retratode su madre que guardaba en la alcoba. El cua-dro representaba a una mujer bellísima, de ros-tro sereno y pensativo, y justificó en parte lacuriosidad y la expectación de Catherine. Ésta,sin embargo, se sintió algo defraudada, pueshabía dado por seguro que las facciones y elaspecto general de la difunta serían iguales alos de Henry o a los de Eleanor. Todos los retra-tos que había visto descritos en las novelas se-ñalaban una notable semejanza entre las ma-dres y los hijos.

Una vez hecho el retrato, el mismo rostroseguía repitiéndose de generación en genera-ción. En éste, en cambio, no había posibilidadde encontrar parecido alguno con el resto de la

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familia. A pesar dé ello, Catherine contempló elcuadro con profunda emoción y no se habríamarchado de allí de no atraerle otro interés másabsorbente que aquél.

La agitación que experimentó al entrar enla galería fue demasiado intensa para que pu-diese hablar con naturalidad. De modo, pues,que se contentó con mirar fijamente a su amiga.El rostro de Eleanor revelaba tristeza y enterezaa la vez, lo cual demostraba que estaba acos-tumbrada a contemplar los tristes objetos encuya busca iban. Una vez más traspuso MissTilney la puerta fatal, una vez más asieron susmanos aquel imponente tirador. Catherine,conteniendo la respiración, se volvió para ce-rrar la puerta, cuando por el extremo opuestode la galería vio aparecer la temida figura delgeneral. Casi al mismo tiempo resonó en la ga-lería la voz estentórea de éste: «Eleanor.» Fue laprimera señal que la hija tenía de la súbita pre-sencia de su padre, y el terror de Catherineaumentó. El primer impulso instintivo de ésta

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fue ocultarse, pero era absurdo suponer que elanciano no la había visto. Así, cuando su ami-ga, lanzándole una mirada de disculpa, seapresuró a ir al encuentro de su padre, Catheri-ne echó a correr hacia su cuarto, y una vez en élse preguntó si llegaría a encontrar el valor sufi-ciente para salir de allí. Presa de una terribleagitación, permaneció encerrada cerca de unahora. Pensó con profunda conmiseración en suamiga, segura de que de un momento a otrorecibiría un furioso aviso del general obligán-dola a comparecer ante él. El aviso no llegó, sinembargo, y al cabo de la hora, tras advertir queun coche se aproximaba a la casa, resolvió bajary presentarse ante Mr. Tilney, al amparo dequienquiera que hubiese llegado. El saloncitodonde habían almorzado estaba lleno de gente,y el general se apresuró a presentar a Catherinea sus amistades como amiga de su hija, disimu-lando de modo tan perfecto su supuesto enojo,que la muchacha se sintió libre por el momentode todo peligro. Eleanor, con una presencia de

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espíritu que revelaba lo mucho que le preocu-paba el buen nombre de su padre, aprovechó laprimera ocasión para disculpar la interrupciónde que habían sido objeto, diciéndole:

—Mi padre me llamó porque quería queescribiese una carta.

Catherine deseó profundamente que supresencia en la galería hubiese pasado inadver-tida para el general, o que éste quisiera, poralgún oculto motivo, que ella lo pensase. Con laconfianza puesta en ello, encontró valor parapermanecer en la habitación después de que lasvisitas se hubiesen marchado, y no ocurrió na-da que la hiciera arrepentirse de ello. Pensandoen los acontecimientos de aquella mañana, de-cidió hacer el próximo intento de reconocimien-to y observación completamente sola. Seríamejor, en todos los sentidos, que Eleanor nosupiese nada del asunto. No sería digno de unabuena amiga exponer a la hija del general alpeligro de una segunda sorpresa u obligarla avisitar una estancia que le producía un profun-

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do pesar. La furia de Mr. Tilney no podía, al finy al cabo, afectarla a ella de la misma maneraque a Miss Tilney. Pensó, además, que seríamejor y más cómodo llevar a cabo su inspec-ción sin testigos, ya que le resultaba imposibleexplicarle a Eleanor cuáles eran las sospechasque abrigaba. Miss Tilney ignoraba, por lo vis-to, la existencia de éstas, y Catherine no podíabuscar delante de ella las pruebas de la culpabi-lidad del general, que si hasta entonces habíanpermanecido ocultas, no tardarían en salir a laluz. Quizá tales pruebas condenatorias consis-tieran en fragmentos de un diario, último con-fidente de las impresiones de la desdichadavíctima.

Catherine ya conocía el camino que con-ducía a las habitaciones de Mrs. Tilney, y comoquiera que deseaba visitarlas antes de que Hen-ry regresase al día siguiente, no había tiempoque perder. El sol brillaba esplendoroso. Ella sesentía llena de valor; bastaría con que se retira-

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se, con la excusa de cambiarse de ropa, mediahora antes que de costumbre.

Así lo hizo, y al fin se encontró sola en lagalería antes de que hubieran terminado de darla hora los relojes de la casa. No había tiempoque perder. A toda prisa, sin hacer ruido nidetenerse para mirar o respirar siquiera, se en-contró ante la puerta que buscaba. La cerraduracedió sin hacer, por fortuna, ningún sonidoalarmante. De puntillas entró en la habitación,pero pasaron algunos minutos antes de quelograra proseguir su examen. Algo la obligó adetenerse, fija la mirada. Vio un aposentogrande, una hermosa cama, cuidadosamentedispuesta, una estufa Bath, armarios de caoba ysillas hermosamente pintadas sobre las quecaían los rayos del sol poniente, que se filtrabapor las dos ventanas. Catherine había supuestoque al entrar en aquel lugar experimentaría unaintensa emoción, y así era, en efecto. La sorpre-sa primero, luego la duda, embargaron su espí-ritu. A estas sensaciones siguió una punzada de

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sentido común que provocó en su ánimo unamargo sentimiento de vergüenza. No se habíaequivocado respecto a la situación de aquellaestancia, pero se había equivocado de medio amedio en lo que de él había supuesto y las pa-labras de Miss Tilney la habían inducido a ima-ginar... Aquella habitación, a la que había atri-buido una fecha de construcción tan remota yun significado tan espantoso, era un dormitoriomoderno y pertenecía al ala del edificio que elpadre del general había mandado reedificar.Dentro había dos puertas, las cuales, sin duda,conducían al tocador y al cuarto de vestir, peroCatherine no sintió deseos de abrirlas. ¿Acasoguardaban el velo que por última vez habíallevado Mrs. Tilney, el libro cuyas páginashabía leído antes de que llegase el final, mudostestigos de lo que nadie se atrevía a revelar?

No, ciertamente. Fueran cuales fueren suscrímenes, el general era demasiado astuto parapermitirse el menor descuido que pudiera dela-tarlo. Catherine estaba cansada de explorar y

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todo cuanto deseaba era hallarse a salvo en suhabitación y ocultar a los ojos del mundo quehabía cometido un error. A punto estaba deretirarse con la misma cautela con que habíaentrado, cuando un ruido de pasos la obligó adetenerse, temblorosa. Pensó que sería suma-mente desagradable dejarse sorprender poralguien, aunque fuese un criado, en aquel lu-gar, y si ese alguien era el general —que solíapresentarse en los momentos más inoportu-nos— mucho peor. Aguzó el oído; el ruidohabía cesado, y Catherine abandonó a toda pri-sa la habitación cerrando la puerta tras de sí. Enaquel momento oyó que en el piso de abajo seabría una puerta y que alguien subía rápida-mente por las escaleras. Se sintió sin fuerzaspara moverse. Con un sentimiento de temorincontrolable fijó la vista en la escalera, y pocosminuto después apareció en ella Henry.

—¡Mr. Tilney! —exclamó ella con tono deasombro.

Él la miró sorprendido.

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—¡Por Dios Santo! —prosiguió Catherine,sin atender a lo que su amigo pretendía decir-le—. ¿ Cómo ha llegado usted hasta aquí? ¿Porqué ha subido por esas escaleras?

—¿Que por qué he subido por esas esca-leras? —replicó Henry, cada vez más azorado—. Pues porque es el camino más corto para lle-gar a mi habitación desde las cocheras. Ade-más, ¿por qué no había de hacerlo?

Catherine se serenó y, ruborizándose, nosupo qué contestar.

Henry la miraba fijamente, a la espera deencontrar en el rostro de la muchacha la expli-cación que sus labios no sabían formular.

Catherine se encaminó hacia la galería.—Y... ¿me permite que le pregunté qué

hacía usted aquí? —continuó Henry—. Tanextraño es elegir este pasillo para ir desde elcomedor a sus habitaciones como pueda serlosubir por esa escalera para pasar desde la cua-dra a mis aposentos.

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—Vengo —explicó Catherine bajando losojos— de echar un vistazo al dormitorio de sumadre.

—¡El dormitorio de mi madre! Pero ¿hayalgo de extraordinario que ver en él?

—No, nada. Yo creí que usted no regre-saba hasta mañana...

—Cuando me marché así lo creía, perohace tres horas me encontré con que no teníanada que me detuviera. Está usted pálida. Mu-cho me temo que mi aparición la ha alarmado.Sin duda usted no sabía... que esto comunicabacon las dependencias.

—No, no lo sabía. Ha elegido un díahermoso para regresar.

—Sí, mucho; pero ¿cómo la deja Eleanorrecorrer sola las habitaciones de la casa?

—No, no, ella me la mostró el sábado pa-sado; nos restaba visitar esas habitaciones, pe-ro... su padre de usted estaba con nosotras.

—¿Y se opuso? —preguntó Henry mi-rándola fijamente, y sin esperar respuesta, aña-

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dió—: ¿Ha examinado usted todas las habita-ciones de ese pasillo?

—No... Sólo pretendía ver... Pero... debede ser muy tarde, ¿verdad? Es preciso que vayaa vestirme.

—No son más que las cuatro y cuarto —dijo él enseñando su reloj—, y no está usted enBath. Aquí no necesita prepararse para ir alteatro o al casino. En Northanger puede ustedarreglarse en media hora.

Catherine no podía negar que así era, yhubo de resignarse a detener su marcha, auncuando el miedo a que Henry insistiera en suspreguntas despertó por primera vez en su almadeseos de separarse de su lado. Juntos echarona andar por la galería.

—¿Ha recibido usted alguna carta deBath desde mi partida? —inquirió el joven.

—No, y la verdad es que me sorprende.¡Isabella me prometió fielmente que lo haría deinmediato!

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—¿Que se lo prometió fielmente? ¿Y quéentiende usted por una promesa fiel? Confiesoque no lo entiendo. He oído hablar de un hechorealizado con fidelidad, pero ¿una promesa?¿Fidelidad en el prometer? De todos modos nomerece la pena que lo averigüemos, ya que talpromesa no ha hecho más que desilusionarla austed y apenarla. ¿Le ha gustado la habitaciónde mi madre? Amplia y alegre, y el tocadorbien dispuesto. Para mi gusto, es el mejor apo-sento de la casa, y me sorprende un poco el queEleanor no lo aproveche para su uso. Supongoque ella la enviaría a usted a que lo viera.

—No...—¿Ha venido usted por iniciativa propia,

entonces?Catherine no respondió, y después de un

breve silencio, durante el cual Henry la observóatentamente, él añadió:

—Como en esas habitaciones no hay nadacapaz de despertar su curiosidad, supongo quela visita ha obedecido a un sentimiento de res-

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peto provocado por el carácter de mi madre, yque, descrito por Eleanor, seguramente haráhonor a su memoria. No creo que el mundohaya conocido jamás una mujer más virtuosa,pero no siempre la virtud logra despertar tanprofundo interés como el que al parecer hadespertado en usted. Los méritos sencillos ypuramente domésticos de una persona a la quejamás se ha visto no suelen crear ternura tanferviente y venerable como la que evidente-mente la ha animado a usted a hacer lo que hahecho. Está claro que Eleanor le ha hablado austed mucho de... ella.

—Sí, mucho. Es decir..., mucho no, perolo que dijo me resultó sumamente interesante.Su muerte repentina —estas palabras fueronpronunciadas muy lentamente y con titubeos—, la ausencia de usted..., de todos en aquellosmomentos. El hecho de que su padre, segúncreí deducir, no la amaba mucho...

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—Y de tales circunstancias —contestó élmirándola a los ojos— usted ha inferido que talvez hubiese existido alguna... negligencia.

Catherine sacudió instintivamente la ca-beza.

—O quizá algo más imperdonable aún.La muchacha levantó los ojos hacia Hen-

ry y lo miró como jamás había mirado a nadie.—La enfermedad de mi madre —

prosiguió él— fue, en efecto, repentina. El malque provocó su fin, una fiebre biliosa motivadapor una causa orgánica, hacía tiempo que habíahecho presa en ella. Al tercer día, y tan prontocomo se la pudo convencer de la necesidad deponerse en manos de un médico, fue asistidapor uno respetabilísimo, digno de nuestra con-fianza. Al advertir éste la gravedad de mi ma-dre, llamó a consulta para el día siguiente aotros dos doctores, y los tres estuvieron aten-diéndola sin separarse de su lado por espaciode veinticuatro horas. A los cinco días de decla-rarse el mal, falleció. Durante el progreso de la

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enfermedad, Frederick y yo, que estábamos enla casa, la vimos repetidas veces y fuimos testi-gos de la solicitud y atención de que fue objetopor parte de quienes la rodeaban y querían y delas comodidades que su posición social le per-mitía. La pobre Eleanor estaba ausente, y tanlejos que no tuvo tiempo de ver a su madre másque en el ataúd.

—Pero ¿y su padre? —preguntó Catheri-ne—. ¿Se mostró afligido?

—Por espacio de un tiempo, mucho. Seha equivocado usted al suponer que no amabaa mi madre. Le profesaba todo el cariño de queera capaz su corazón... No todos, bien lo sabeusted, tenemos la misma ternura de sentimien-tos, y no he de negar que durante su vida ellatuvo mucho que sufrir y soportar, pero, auncuando el carácter de mi padre fue en muchasocasiones causa de sufrimiento para ella, jamásla ofendió ni molestó a sabiendas. La admirabasinceramente, y si bien es cierto que el dolor

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que le produjo su muerte no fue permanente,tampoco puede negarse que ese dolor existiera.

—Lo celebro —dijo Catherine—. Habríasido terrible que...

—Pero por lo que deduzco, usted habíasupuesto algo tan extraño y horrendo que ape-nas si encuentro palabras para expresarlo...Querida Miss Morland, considere la naturalezade las sospechas que ha estado abrigando...¿Sobre qué hechos se fundan? Piense en quépaís y en qué tiempo vivimos. Tenga presenteque somos ingleses y cristianos. Recapaciteacerca de lo que ocurre en torno a nosotros. ¿Esacaso la educación que recibimos una prepara-ción para cometer atrocidades? ¿Lo permitennuestras leyes? ¿Podrían ser perpetradas y nodescubrirse en un país como éste, en el que estan general el intercambio social y literario, enel que todos estamos rodeados por espías vo-luntarios y donde los periódicos sacan todos losacontecimientos a la luz? Querida Miss Mor-land, ¿qué ideas ha estado usted alimentando?

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Habían llegado al final de la galería, yCatherine, confusa y con los ojos llenos de lá-grimas, echó a correr hacia su habitación.

Las ilusiones románticas de Catherinequedaron destruidas después de aquel inciden-te. Las breves palabras de Henry le habíanabierto los ojos, haciéndole comprender lo ab-surdo de sus suposiciones. Se sentía profunda-mente humillada. Lloró amargamente. No sólohabía perdido su propia estima, sino la de Hen-ry. Su locura, que ahora se le antojaba criminal,había quedado descubierta. Su amigo segura-mente la despreciaría. ¿Acaso podría perdonarla libertad que en su imaginación se había to-mado con el buen nombre de su padre? ¿Olvi-daría alguna vez su curiosidad absurda y sustemores? Sintió un odio inexplicable contra símisma. Henry le había mostrado, o al menosasí le había parecido a ella, cierto afecto antesde lo ocurrido aquella mañana fatal, pero ahoraya... Catherine se dedicó por espacio de mediahora a atormentarse de todas las maneras posi-

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bles, y a las cinco bajó, con el corazón deshecho,al comedor, donde apenas logró contestar a laspreguntas que acerca de su salud le formulóEleanor. Henry se presentó poco después, y laúnica diferencia que la muchacha observó en suconducta fue que se mostró más pródigo enatenciones para con ella. Jamás se había encon-trado tan necesitada de consuelo, y felizmenteHenry se había dado cuenta de ello.

Transcurrió la velada sin que aquellatranquilizadora cortesía variara en absoluto, yal fin Catherine logró disfrutar de cierta mode-rada felicidad. Por supuesto, no podía olvidarlo pasado, pero comenzó a sentir esperanzas deque, puesto que aparte de Henry nadie se habíaenterado de lo ocurrido, él tal vez se decidiera aproseguir con sus muestras de amistad y apre-cio.

Sus pensamientos se hallaban embarga-dos por el recuerdo de lo que a impulsos de uninfundado temor había sentido y pensado.Quizá cuando lograra serenarse su espíritu

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comprendiese que todo ello era resultado deuna ilusión creada por ella misma y fomentadapor circunstancias en sí insignificantes perocuya imaginación, predispuesta al miedo, habíaexagerado. Su mente había utilizado cuanto larodeaba para infundir las sensaciones de temorque deseaba experimentar aun antes de entraren la abadía.

¿Acaso ella misma no se había preparadouna sensacional entrada en Northanger? Mu-cho antes de salir de Bath se había dejado do-minar por su afición a lo romántico, a lo invero-símil. En una palabra, todo lo ocurrido podíaatribuirse a la influencia que en su espírituhabían ejercido ciertas lecturas románticas, delas que tanto gustaba. Por encantadores quefueran los libros de Mrs. Radcliffe y las obrasde sus imitadores, justo era reconocer que enellos no se encontraban caracteres, tanto dehombres como de mujeres, como los que abun-daban en las regiones del centro de Inglaterra.Tal vez fueran fiel reflejo de la vida en los Al-

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pes y los Pirineos, con todos sus vicios y sumisterio; quizá revelaran exactamente loshorrores que, según en tales obras se demostra-ba, fructificaban en Italia, en Suiza y en el surde Francia. Catherine no se atrevía a dudar dela veracidad de la autora más allá de lo que a supropio país se refería, y si la hubieran apurado,ni siquiera habría salvado a las regiones másapartadas de éste. Pero en el centro de Inglate-rra no cabía suponer que, dadas las costumbresdel país y de la época, no estuviera garantizadala vida de una esposa aun cuando su marido nola amase. Allí no se toleraba el asesinato, ni loscriados eran esclavos, ni podía uno procurarsede un boticario cualquiera el veneno necesariopara matar a alguien, ni siquiera daban facili-dades para obtener una sencilla adormideracomo el ruibarbo. En los Alpes y los Pirineosquizá no existieran caracteres que fuesen elfruto de la mezcla de tendencias. Los que no seconservaban puros como los mismísimos ánge-les tal vez pudiesen desarrollar inclinaciones

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verdaderamente satánicas. Pero en Inglaterrano sucedía nada de eso. Entre los ingleses, opor lo menos así lo creía Catherine, se observa-ba una combinación, a veces bastante desigual,de bien y de mal. Apoyándose en tales convic-ciones, se dijo que no le sorprendería si al cabode un tiempo el carácter de Henry y EleanorTilney daba muestras de alguna imperfección,y así acabó por persuadirse de que no debíapreocuparle el haber adivinado algunos defec-tos en la personalidad del general, pues si bienquedaba libre de las injuriosas sospechas queella siempre se avergonzaría de haber abrigadohacia él, no era un hombre que, estudiado condetenimiento, pudiera considerarse ejemplo decaballerosa amabilidad.

Una vez serena en lo que a estos puntosse refería, y firmemente resuelta a juzgar yobrar de allí en adelante con tino y prudencia,Catherine pudo perdonarse a sí misma por suspasadas faltas y dedicarse a ser completamentefeliz. Por otra parte, la mano indulgente del

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tiempo la ayudó en gran medida, llevándolagradualmente a nuevas evoluciones en el trans-curso de otro día. La actitud de Henry fue enextremo beneficiosa, pues con generosidad ynobleza sorprendentes se abstuvo de aludir acuanto había ocurrido, y mucho antes de lo queella hubiera supuesto posible, recuperó unatranquilidad absoluta que le permitió gozarnuevamente de la grata conversación de suamigo. Bien pronto las preocupaciones de lavida diaria sustituyeron a las ansias de aventu-ra. Aumentaron también sus deseos de tenernoticias de Isabella. Se sintió impaciente porsaber qué ocurría en Bath, si los salones estabanconcurridos y, sobre todo, si seguían las rela-ciones de Miss Thorpe con su hermano. Cat-herine no tenía otro medio de información quela propia Isabella, pues James le había adverti-do que no la escribiría hasta regresar a Oxford,y Mrs. Allen le había ofrecido hacerlo despuésde volver a Fullerton. Isabella, en cambio, habíaprometido repetidas veces escribirle, y su ami-

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ga era tan escrupulosa, por lo general, en cum-plir con sus promesas, que aquel silencio nopodía por menos de resultar extraño. Por espa-cio de nueve mañanas consecutivas Catherinese asombró ante la repetición de un desengañoque cada día parecía más severo. A la décimamañana, y en el momento de entrar en el co-medor, lo primero que observó fue una cartaque Henry se apresuró a entregarle. Ella le diolas gracias con tanto entusiasmo y gratitud co-mo si hubiese sido él quien la había escrito.

—Es de James —dijo Catherine mientrasla abría. La carta procedía de Oxford y su con-tenido era el siguiente:

Querida Catherine:Aun cuando sólo Dios sabe el

trabajo que en estos días me cuesta es-cribir, creo que es mi deber advertirteque entre Miss Thorpe y yo todo haterminado. Ayer me separé de ella, salíde Bath y estoy decidido a no volver a

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verla más. No quiero entrar en detalles,que sólo servirían para apenarte. Antesde que transcurra mucho tiempo sabrás,por otros, a quién puedes responsabili-zar de lo ocurrido, de cuanto me sucede,y no dudo que entonces comprenderásque tu hermano no ha sido culpable deotro delito que el de creer que su amorera correspondido. Gracias al cielo, mehe desengañado a tiempo. Pero el golpees terrible. Después de haber obtenido elconsentimiento de mi padre... Pero noquiero hablar más de ello. Esa mujer halabrado mi desgracia... No me prives detus noticias, mi querida Catherine. Mi«única» amiga en cuyo cariño solamen-te puedo confiar ya. Espero que tu es-tancia en Northanger habrá terminadoantes de que el capitán Tilney notifiqueoficialmente sus relaciones, pues tu si-tuación en tal caso sería muy desagra-dable. El pobre Thorpe está en Londres.Temo verlo. Sufrirá mucho a causa de

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lo ocurrido. Le he escrito, así como a mipadre. Lo que más me duele es la do-blez, la falsedad de que ella ha dadopruebas hasta el último momento. Measeguró que me quería y se rió de mistemores. Siento vergüenza de haber sidotan débil, pero eran tantas las razonesque me inducían a creer que me que-ría... Hoy mismo no acierto a compren-der, por qué hizo lo que hizo. Para ase-gurar el cariño de Tilney no era precisojugar con el mío. Nos separamos al finpor mutuo consentimiento. Ojalá nun-ca la hubiese conocido. Para mí, jamáshabrá otra mujer como ella. Cuídate ydesconfía, mi querida Catherine, dequien pretenda robarte el corazón.

Tuyo siempre...

La muchacha no llevaba leídas más detres líneas de aquella carta cuando su rostrodemudado y las exclamaciones de asombro ypesar que dejó escapar revelaron a quienes la

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rodeaban que estaba tomando conocimiento dealguna noticia desagradable. Henry, que noapartaba los ojos de ella, advirtió que el final dela lectura le producía una impresión aún mástriste. La aparición del general, sin embargo,impidió al joven demostrar su preocupación.Todos se disponían, pues, a almorzar, pero aCatherine le resultaba completamente imposi-ble probar bocado. Tenía los ojos arrasados enlágrimas. Tan pronto dejaba la carta sobre sufalda como la escondía en su bolsillo. Realmen-te, no se daba cuenta de lo que hacía. Afortu-nadamente, el general estaba tan ocupado to-mando su cacao y leyendo el periódico que notenía tiempo de observarla; pero para los doshermanos no podía pasar inadvertida aquellaintensa inquietud. Tan pronto como Catherinese atrevió a levantarse de la mesa, corrió haciasu cuarto, pero las doncellas estaban arreglán-dolo, por lo que no tuvo más remedio que bajarde nuevo. Entró, buscando soledad, en el salóny halló en él a Henry y Eleanor, que se habían

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refugiado allí para charlar a solas de ella preci-samente. Al verlos, Catherine retrocedió, excu-sándose, pero los dos hermanos la obligaroncon cariñosa insistencia a que volviera y se reti-raron, después de que Eleanor le expresara sudeseo de ayudarla y consolarla.

Tras entregarse plenamente por espaciode media hora a reflexionar sobre los motivosde su aflicción, Catherine se sintió lo bastanteanimada para ver nuevamente a sus amigos.No sabía si confiarles los motivos de su pre-ocupación, y decidió, al fin, que si le hacíanalguna pregunta les dejaría entrever, por mediode una leve indirecta, lo ocurrido, pero nadamás. Exponer la conducta de una amiga comoIsabella a personas cuyo hermano había me-diado en el desagradable asunto se le antojópor demás desagradable. Pensó que tal vezfuera más prudente evitar toda explicación.Henry y Eleanor estaban solos en el comedorcuando Catherine entró, y ambos la miraronatentamente mientras se sentaba a la mesa.

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Después de un breve silencio, Eleanor pregun-tó:

—Espero que no haya recibido malas no-ticias de Fullerton. ¿Algún miembro de su fami-lia está enfermo?

—No —contestó Catherine, y dejó esca-par un suspiro—. Todos están bien. La carta mela ha enviado mi hermano desde Oxford.

Por espacio de unos minutos nadie pro-nunció palabra. Luego la muchacha, con vozvelada por la emoción, agregó:

—Creo que en mi vida volveré a desearrecibir más cartas.

—Lo lamento —dijo Henry al tiempo quecerraba el libro que acababa de abrir—. Si yohubiese sospechado que esa carta podía conte-ner alguna noticia desagradable para usted nose la habría entregado de tan buen grado.

—Contenía algo peor de lo que usted ytodos podrían imaginar. El pobre James es muydesgraciado. Pronto conocerán ustedes el moti-vo.

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—De todos modos, será un consuelo paraél saber que tiene una hermana tan bondadosay que se preocupa tanto por él —dijo Henry.

—Debo hacerles una petición —solicitópoco después Catherine, evidentemente turba-da—. Les ruego que me avisen si su hermanopiensa venir, para que yo pueda irme antes desu llegada.

—¿Se refiere usted a Frederick?—Sí... Sentiría profundamente tener que

marcharme, pero ha ocurrido algo que me im-posibilitaría permanecer siquiera un momentobajo el mismo techo que el capitán Tilney.

Eleanor, cada vez más sorprendida, sus-pendió su labor para mirar a su amiga; en cam-bio, Henry empezó desde aquel momento asospechar la verdad, y de sus labios escaparonunas palabras entre las que se destacó el nom-bre de Miss Thorpe.

—¡Qué perspicaz es usted! —exclamóCatherine—. ¿Será posible que haya adivina-do...? Y, sin embargo, cuando hablamos de ello

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en Bath estaba usted muy lejos de pensar queesto terminaría tal y como lo ha hecho. Ahorame explico por qué Isabella no me escribía. Harechazado a mi hermano y piensa casarse con elcapitán. ¿Será posible tanta falsedad, tanta in-constancia y tan inexplicable maldad?

—Espero que, por lo que a Frederick res-pecta, no sean exactas las noticias que usted harecibido. Sentiría que hubiera sido responsabledel desengaño que sufre Mr. Morland. Por lodemás, no creo probable que llegue a contraermatrimonio con Miss Thorpe. En este punto,por lo menos, no debe usted de estar bien ente-rada. Lamento lo ocurrido por Mr. Morland;siento que una persona tan allegada a ustedtenga que pasar por semejante trance, pero loque más me sorprendería en este asunto es queFrederick se casara con esa señorita.

—Pues, a pesar de todo, es cierto. Lea us-ted la carta de James y lo comprobará. Pero, no,espere... —Catherine se sonrojó al recordar lo

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que su hermano le decía en la última línea desu carta.

—Si no le molesta, lo mejor sería que us-ted misma nos leyese los párrafos que se refie-ren a mi hermano.

—No, no; léala usted —insistió Catherine,cuyos pensamientos estaban cada vez más cla-ros y se sonrojaba sólo de pensar que momen-tos antes se había sonrojado—. Es que Jamesquiere aconsejarme...

Henry cogió la misiva con gesto de satis-facción y, después de leerla atentamente, se ladevolvió, diciendo:

—Tiene usted razón. Y créame que meapena. Claro que Frederick no será el primerhombre que muestre al elegir esposa menossentido común de lo que su familia desearía.Por mi parte, no envidio su situación, tanto encalidad de hijo como de marido.

Miss Tilney, a instancias de Catherine, le-yó luego la carta y, tras expresar la preocupa-ción y la sorpresa que su lectura le producían,

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se dispuso a interrogar a su familia acerca de lafortuna y las relaciones de familia de MissThorpe.

—Su madre es bastante buena persona —respondió Catherine.

—¿Cuál es la profesión de su padre?—Según tengo entendido, era abogado.

Viven en Pulteney.—¿Se trata de una familia rica?—No lo creo. Isabella, por lo menos, no

tiene nada; pero eso, tratándose de una familiacomo la de ustedes, no tiene importancia. ¡Elgeneral es tan generoso...! El otro día me asegu-raba que por lo único que apreciaba el dineroera porque con él podía lograr la felicidad desus hijos.

Los hermanos se miraron por un instante.—Pero ¿cree usted que sería asegurar la

felicidad de Frederick permitir que contrajesematrimonio con esa chica? —preguntó a conti-nuación Eleanor.

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—Por lo que vemos, se trata de una mujersin principios. De otro modo, no se habríacomportado como lo ha hecho. ¡Qué extrañaobsesión la de Frederick! ¡Comprometerse conuna chica que quebranta un compromiso ad-quirido voluntariamente con otro hombre!¿Verdad que es inconcebible, Henry? ¡Frede-rick, que siempre se mostró tan ducho en asun-tos de amor! ¿Acaso creía que no había en elmundo mujer más digna de su cariño?

—Realmente, las circunstancias que ro-dean este asunto no le hacen gran favor y con-trastan con ciertas declaraciones suyas. Confie-so que no lo entiendo. Por otra parte, tengo lasuficiente confianza en la prudencia de MissThorpe para considerarla capaz de poner fin asus relaciones con un caballero sin antes haber-se asegurado el cariño de otro. Me parece queFrederick no tiene remedio. No hay salvaciónposible para él. Y tú, Eleanor, prepárate a reci-bir a una cuñada de tu gusto. Una cuñada sin-cera, candida, inocente, de afectos profundos y

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a la par sencillos, libre de pretensiones y dedisimulo.

—¿Crees que sería de mi agrado una cu-ñada tal y como me la describes? —repusoEleanor con una sonrisa.

—Quizá con la familia de ustedes no secomporte como con la nuestra —dijo Catheri-ne—. Tal vez casándose con el hombre de sugusto sepa ser constante.

—Precisamente es lo que temo —observóHenry—. Preveo que en el caso de mi hermanoserá de una constancia que sólo las atencionesde un barón o de otro noble cualquiera podríanmalograr. En bien de Frederick estoy tentadode comprar el periódico de Bath y ver si hayalgún posible rival entre los recién llegados.

—¿Opina usted entonces que ella se dejallevar de la ambición?

—Hay indicios de que así es —respondióella—. No puedo olvidar, por ejemplo, que Isa-bella no supo disimular su contrariedad cuan-do se enteró de lo que mi padre estaba dispues-

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to a hacer por ella y por mi hermano. Por lovisto, esperaba mucho más. Jamás me he lleva-do un desengaño mayor con persona alguna.

—Entre la infinita variedad de hombres ymujeres que ha conocido usted y ha tenido oca-sión de estudiar, ¿verdad?

—El desengaño que he sufrido y la pér-dida de esta amistad son muy dolorosos paramí. En cuanto al pobre James, me temo quenunca consiga sobreponerse del todo.

—Verdaderamente, su hermano es dignode nuestra compasión, pero no debemos olvi-darnos de que usted padece tanto como él. Sinduda cree que al perder la amistad de Isabellapierde también la mitad de su propio ser; sienteen su corazón un vacío que nada podrá llenar.La sociedad debe de antojársele extremada-mente aburrida. Imagino que por nada delmundo iría usted a un baile en estos momentos.Desconfía de volver a encontrar una amiga conla que hablar sin reservas y cuyo aprecio y con-

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sejos pudieran, en un momento dado, servirlede apoyo. Siente usted todo esto, ¿verdad?

—No —respondió Catherine tras unabreve reflexión—. No siento nada de eso. ¿Creeusted que debería sentirlo? A decir verdad, auncuando me apena la idea de que ya no podrésentir cariño por Isabella, ni saber de ella, nivolver, quizá, a verla, no estoy tan afligida co-mo creía.

—Ahora, y en toda ocasión, siente ustedaquello que más favorece al carácter humano.Tales sentimientos deberían ser analizados a finde conocerlos mejor.

Catherine halló tanto consuelo en estaconversación, que no pudo lamentar el habersedejado arrastrar, sin saber cómo, a hablar de lascircunstancias que habían provocado su pesar.

Desde aquel momento los tres amigosvolvieron a hablar con frecuencia del mismoasunto, y Catherine pudo observar, no sin cier-to asombro, que en la opinión de los dos her-manos la falta de posición y de fortuna de Isa-

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bella dificultaría, sin duda alguna, que la bodadel capitán se llevase a cabo. Este hecho la obli-gó a reflexionar, no sin cierta alarma, acerca desu propia situación, puesto que ambos herma-nos consideraban que la modesta posición deMiss Thorpe sería, independientemente deotras consideraciones de carácter moral, motivode oposición por parte del general. Al fin y alcabo, ella era tan insignificante y se hallaba tandesprovista de fortuna como Isabella, y si elheredero de la casa Tilney no contaba con bie-nes suficientes para contraer matrimonio conuna mujer sin dote, ¿cómo esperar que su her-mano menor pudiera hacerlo? Las penosas re-flexiones que en el ánimo de Catherine sugirie-ron aquellos pensamientos desaparecían cuan-do recordaba la evidente parcialidad, que des-de el primer momento el general había mostra-do hacia ella. La animaba también el recuerdode sus generosas manifestaciones cada vez quehablaban de asuntos de dinero, y finalmentellegó a creer que tal vez los hijos estuvieran

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equivocados. Sin embargo, parecían tan firme-mente persuadidos de que el capitán no tendríavalor para solicitar personalmente el consenti-miento de su padre, que acabaron por conven-cer a Catherine de que Frederick nunca habíaestado tan lejos de presentarse en Northangercomo en aquellos momentos, y que en conse-cuencia no era necesario que ella se marchase.Al mismo tiempo, y puesto que no había moti-vo para suponer que el capitán Tilney, al hablarcon su padre de la posible boda presentara aIsabella tal y como en realidad era, la muchachapensó que sería conveniente que Henry le anti-cipase al general una idea exacta del modo deser de la novia, de modo que éste pudiera for-marse una opinión imparcial y fundar su opo-sición en motivos que no fueran la desigualdadde posición social de los jóvenes. Catherine asíse lo propuso a Henry, quien no se mostró tanentusiasmado con la idea como habría sido deesperar.

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—No —dijo—. Mi padre no necesita quese le ayude a tomar decisiones, y no convieneprevenirle contra un acto de locura sobre elcual Frederick es el único que debe dar explica-ciones.

—Pero no lo dirá todo.—Con la cuarta parte bastará.Pasaron uno o dos días sin noticias del

capitán Tilney. Sus hermanos no sabían a quéatenerse. A veces pensaban que aquel silencioera resultado natural de las supuestas relacio-nes; otras, les parecía incompatible con la exis-tencia de las mismas. El general, por su parte,aun mostrándose cada mañana más ofendidopor el hecho de que su hijo no escribiese, noestaba realmente preocupado ni expresaba otrodeseo que el de que Catherine disfrutara de suestancia en Northanger. Repetidas veces mani-festó su temor de que la monotonía de aquellavida acabara por aburrir a la muchacha. Se la-mentó de que no se hallaran allí sus vecinas, lasFraser; habló de dar una comida, y hasta llegó a

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calcular el número de gente joven y aficionadaal baile que habría en la localidad.

Pero era tan mala la época del año, sin ca-za, sin vecinos... Al fin, decidió sorprender a suhijo y le anunció que en la primera ocasión enque éste se hallara en Woodston se presentaríantodos a verlo y a comer en su compañía. Henrycontestó que se sentiría muy honrado y dicho-so, y Catherine se mostró encantada.

—¿Y cuándo crees que podré tener el gus-to de recibiros, papá? Debo estar en Woodstonel lunes, para asistir a una junta parroquial, ypermaneceré allí dos o tres días.

—Bien, bien... Ya procuraremos verte unode esos días. No hay necesidad de fijar fecha, nies preciso que te molestes en hacer preparati-vos. Nos contentaremos con lo que tengas en lacasa. Estoy seguro de que Eleanor y su amigasabrán disculpar las deficiencias propias en unamesa de soltero. Veamos... El lunes estarás muyocupado; mejor será no ir ese día. El martes soyyo quien tiene cosas que hacer. Por la mañana

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vendrá el inspector de Brockham, y no puedodejar de asistir al club, porque todos saben quehemos regresado y mi ausencia podría interpre-tarse mal y causar verdadero disgusto. Yo, MissMorland, tengo por costumbre no ofender anadie, siempre que pueda evitarlo. En esta oca-sión se trata de un grupo de excelentes amigosa quienes regalo un gamo de Northanger dosveces al año, y como con ellos cuando las cir-cunstancias me lo permiten. El martes, pues, noes posible ir a Woodston, pero el miércoles talvez... Llegaremos temprano, así podrá ustedechar un vistazo a todo. El viaje dura poco me-nos de tres horas, dos horas y cuarenta y cincominutos, para ser exacto, de modo que habráque partir a las diez en punto. Quedamos, pues,en que el miércoles, a eso de la una menos cuar-to, nos tendrás allí.

La idea de asistir a un baile no habría en-tusiasmado tanto a Catherine como aquellabreve excursión. Tenía grandes deseos de cono-cer Woodston, y su corazón palpitaba de ale-

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gría cuando, una hora más tarde, Henry, vesti-do ya para marcharse, entró en la habitacióndonde se hallaban las dos amigas.

—Vengo con ánimo moralizador, señori-tas —dijo—. Quiero demostrarles que todo pla-cer tiene un precio y que muchas veces loscompramos en condiciones desventajosas, en-tregando una moneda de positiva felicidad acambio de una letra que no siempre es aceptadamás tarde. Prueba de ello es lo que me ocurrepara lograr la satisfacción, por demás proble-mática, de verlas el miércoles próximo enWoodston, y digo problemática porque eltiempo, o cualquier otra causa, podría desbara-tar nuestros planes. Por lo demás, me veo obli-gado a marcharme de aquí dos días antes de loque pensaba.

—¿Marcharse? —preguntó Catherine contono de desilusión—. ¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Cómo puede ustedhacerme semejante pregunta? Pues porque notengo tiempo que perder en volver loca a mi

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vieja ama de llaves para que les prepare a uste-des una comida digna de quienes han de co-merla.

—Pero ¿habla usted en serio?—En serio y apenado, porque, la verdad,

preferiría quedarme.—¿Y por qué se preocupa usted, después

de lo que dijo el general? ¿Acaso no le manifes-tó claramente que no se molestara, que nosarreglaríamos con lo que hubiera en la casa?

Henry se limitó a sonreír.—Por lo que a mí y a su hermana respecta

—prosiguió Catherine—, creo completamenteinnecesario que se vaya. Usted lo sabe muybien. En cuanto al general, ¿acaso no le dijo queno era necesario que se tomase molestias? Yaun cuando no lo hubiera dicho, creo que quiencomo él puede tiene a su disposición una mesatan excelente en toda época del año, no sentirácomer medianamente por una vez.

—¡Ojalá sus razonamientos bastaran paraconvencerme! ¡Adiós! Como mañana es do-

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mingo no regresaré hasta después de verlas enWoodston.

Salió Henry, y como a Catherine le resul-taba más fácil dudar de su propio criterio quedel de él, pronto quedó convencida, a pesar delo desagradable que le resultaba el que sehubiese marchado, de que el muchacho obrabajustificadamente. Sin embargo, no pudo apartarde su mente la inexplicable conducta del gene-ral. Sin más ayuda que su propia observaciónhabía descubierto que el padre de sus amigosera muy exigente en cuanto a sus comidas serefería, pero lo que no acertaba a comprenderera el empeño que ponía en decir una cosa ysentir lo contrario. ¿Cómo era posible entendera quien se comportaba de ese modo? Eviden-temente, Henry era el único capaz de adivinarlos motivos que impulsaban a su padre a obrarcomo lo hacía.

Todas las reflexiones la conducían almismo triste convencimiento. Desde el sábadohasta el miércoles tendrían que arreglarse sin

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ver a Henry, y eso no era lo peor, sino que lacarta del capitán Tilney podía llegar durante suausencia. Además, cabía el temor de que elmiércoles hiciera mal tiempo. Tanto el pasadocomo el presente y el porvenir se le antojaronigualmente lúgubres a la muchacha. Su herma-no era desgraciado; ella sufría por la pérdida dela amistad de Isabella, y Eleanor por la ausenciade Henry. Necesitaba de algo que la distrajera.Sentía tedio del bosque, del jardín, del plantío ydel orden perfecto que en ellos reinaba. Lamisma abadía no le producía ya más efecto queuna casa cualquiera. La única emoción que po-día provocar en ella cuanto la rodeaba era elrecuerdo, doloroso por cierto, de las insensatassuposiciones que la habían llevado a compor-tarse de manera tan vergonzosa. ¡Qué revolu-ción se había operado en sus gustos! Con lomucho que había deseado vivir en una abadía,y ahora encontraba mayor placer en la idea dehabitar una rectoría confortable como la de Fu-llerton, sólo que mejor aún. Fullerton adolecía

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de ciertos defectos que seguramente no tendríaWoodston. Si al menos el miércoles llegarapronto... Y llegó a su debida hora y con untiempo hermoso. Catherine era completamentefeliz.

A las diez en punto, y en un coche tiradopor cuatro caballos, salieron de la abadía, y,después de un agradable paseo de veinte millasaproximadamente, llegaron a Woodston, unpueblo grande, populoso y bastante bien situa-do. Catherine no se atrevía a expresar su admi-ración por aquel lugar delante del general, queno cesaba de disculpar lo vulgar del paisaje y lapequeñez del pueblo. La muchacha, en cambio,pensaba que era el lugar más bello que habíavisto en su vida. Con profundo placer observólas casas y las tiendas por delante de las quepasaban. Al otro extremo del pueblo, y un pocoalejada de éste, se hallaba la rectoría, un edificiosólido y de construcción moderna cuya impor-tancia aumentaba un segmento semicircular deavenida separada del camino por un portillo de

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madera pintado de verde. En la puerta de lacasa hallaron a Henry, acompañado de un ca-chorro de Terranova y dos o tres terriers, com-pañeros de su soledad y tan dispuestos comosu amo a darles la bienvenida.

La imaginación de Catherine se hallabademasiado ocupada al entrar en la casa parapoder expresar sus sentimientos con palabras,hasta tal punto que no reparó en el aspecto dela habitación en que se hallaban hasta que elgeneral no le pidió su opinión sobre ella. En-tonces sí bastó una sola mirada para convencer-la de que jamás había visto estancia alguna tanconfortable como aquélla. Sin embargo, no seatrevió a expresarse con absoluta franqueza, yla frialdad de su respuesta desconcertó al padrede Henry.

—Ya sabemos que no es una gran casa —dijo—. No admite comparación con Fullerton nicon Northanger. Al fin y al cabo, debemos con-siderarla como lo que es: una rectoría pequeña,pero decente y habitable. No es inferior a la

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mayor parte de estas viviendas. ¿Qué digo infe-rior? Creo que habrá pocas rectorías rurales quela superen. Desde luego, podrían introducirsemejoras. No pretendo sugerir otra cosa. Másaún, estaría dispuesto a realizar cualquier obraque fuera razonable; por ejemplo, colocar unaventana, y eso que no hay cosa que deteste másque una ventana colocada, como si dijéramos, ala fuerza...

Catherine no había seguido con suficienteatención el discurso del general para compren-der su significado, ni sentirse aludida por él, ycomo quiera que Henry se apresuró a introdu-cir nuevos temas de conversación, y su criadoentró al poco tiempo con una bandeja de refres-cos, acabó el general por recobrar su habitualcomplacencia antes de que la muchacha perdie-ra la serenidad por completo.

La estancia sujeta a discusión era de untamaño bastante considerable; bien dispuesta yperfectamente amueblada, hacía las veces decomedor. Al abandonarla para dar un paseo

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por el jardín hubieron de pasar primero poruna habitación utilizada por el amo de la casa,en la que aquel día reinaba, por casualidad, unorden perfecto, y luego por otra que en su díaharía las veces de salón, y con cuyo aspecto, apesar de no estar amueblada aún, a Catherinele pareció adecuado para satisfacer al propiogeneral. Tratábase de una estancia de admira-bles proporciones, cuyas ventanas bajaban has-ta el mismo sucio y permitían disfrutar de lahermosa vista de unos campos floridos. Con lasencillez que la caracterizaba, la muchacha pre-guntó:

—¿Por qué no arregla usted esta habita-ción, señor Tilney? ¡Qué lástima que no estéamueblada! Es la habitación más bonita que hevisto jamás... La más bonita del mundo.

—Yo espero —dijo el general con unasonrisa de satisfacción— que antes de muchoestará arreglada. Sólo esperamos ponerla bajola acertada dirección de una dama.

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—Si yo viviese en esta casa, ésta sería mihabitación favorita. Miren qué preciosa casitase ve allá entre aquellos árboles. Parecen... Sí,son manzanos... ¡Qué belleza!

—¿De veras le agrada? —le preguntó elgeneral—. No se hable más. —Se volvió haciasu hijo y agregó—: Henry, darás a Robinson laorden de que esa casa quede tal como está.

Aquella muestra de amabilidad sorpren-dió nuevamente a Catherine, que guardó silen-cio. En vano le rogó el general que expusiera suopinión en lo referente al papel y los cortinajesque convenían a aquella habitación. No le fueposible obtener una sola palabra. Contribuye-ron, por fin, a restablecer la tranquilidad deánimo de la muchacha, disipando el recuerdode las embarazosas preguntas de su viejo ami-go, la fresca brisa que corría en el jardín y lavista de un rincón de éste, sobre el cual habíacomenzado a actuar hacía año y medio el genioorganizador de Henry. Catherine pensó que

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jamás había visto lugar de recreo más bello queaquél, en torno a un prado desnudo de árboles.

Un breve paseo por el campo y a travésdel pueblo, seguido de una visita a las cocheraspara examinar las obras que estaban llevándosea cabo en ellas, y un rato de alegre expansión yjugueteo con los cachorros, que apenas podíansostenerse aún sobre las patas, entretuvieron eltiempo hasta las cuatro de la tarde. Catherine seasombró al saber la hora. A las cuatro debíancomer, y a las seis, emprender el regreso. Nun-ca había visto transcurrir un día con mayorrapidez...

Ya sentados a la mesa, la muchacha ob-servó, sorprendida, que la inesperada abun-dancia de platos no provocaba comentario al-guno por parte del general. Lejos de ser así, elbuen señor no dejaba de mirar hacia los trin-cheros, como en espera de encontrar algunafuente de fiambres. Sus hijos, por el contrario,advirtieron que el padre comía con más apetitodel acostumbrado en mesas que no fueran la

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suya, sorprendiéndoles también, y en mayorgrado, la escasa importancia que concedió alhecho de quedar convertida la manteca, porimperdonable descuido de la servidumbre, enun líquido repugnante y aceitoso. A las seis enpunto, y una vez que hubo terminado el gene-ral su café, subieron nuevamente al coche.

Los halagos y comentarios risueños conque en el transcurso de aquel día se vio obse-quiada Catherine la convencieron de cuáleseran las pretensiones del general. Si hubierapodido tener la misma seguridad en cuanto alos deseos de Henry, habría abandonadoWoodston sin dudar de que le esperaba unporvenir risueño y feliz.

A la mañana siguiente el cartero trajo pa-ra Catherine una inesperada misiva de Isabella,que rezaba así:

Bath. Abril.Mi queridísima Catherine:

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Con la mayor alegría recibí tusdos cariñosas cartas, y me disculpo porno haberlas contestado antes. Estoyrealmente avergonzada de mi pereza ala hora de escribir, pero la vida en estadetestable población no deja tiempo pa-ra nada. Desde que te marchaste, casitodos los días he tenido en la mano lapluma para comunicarte mis noticias,pero alguna ocupación de escaso interésimpidió siempre que cumpliera mi pro-pósito. Te ruego que me escribas nue-vamente y que dirijas tu carta a mi ca-sa. Gracias a Dios, mañana abandona-remos este odioso lugar. Desde tu par-tida no he disfrutado nada en él; cuan-tas personas me interesaban, ya no es-tán aquí. Creo, sin embargo, que si teviera no sentiría ciertas ausencias. Yasabes que eres la amiga que más quiero.

Estoy bastante preocupada por loque a tu hermano se refiere; figúrateque desde que marchó a Oxford no he

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tenido noticias suyas, y ello me hacetemer que haya surgido entre nosotrosalgún malentendido. Tal vez tu inter-vención pueda solucionar este asunto.James es el único hombre a quien hequerido, y necesito que lo convenzas deello. Las modas primaverales han llega-do ya, y los nuevos sombreros me pare-cen sencillamente ridículos. No quisierahablarte de la familia de la que ahoraeres huésped porque me resisto a incu-rrir en una falta de generosidad ohacerte pensar mal de personas a quie-nes estimas. Sólo deseo advertirte queson muy pocos los amigos de quienespodemos fiarnos y que los hombres sue-len cambiar de opinión de un día parael siguiente. Tengo la satisfacción demanifestarte que cierto joven, por el quesiento la más profunda aversión, ha te-nido la feliz ocurrencia de ausentarse deBath.

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Por mis palabras adivinarás queme refiero al capitán Tilney, quien, co-mo recordarás, se mostraba dispuesto,al marcharte tú, a seguirme e importu-narme con sus atenciones.

Su insistencia creció con el tiem-po, hasta el punto que se convirtió enmi sombra. Otras chicas tal vez sehubieran dejado engañar, pero yo co-nozco la volubilidad del sexo. El capi-tán se marchó hace dos días para unirsea su regimiento y confío en no verlonunca más. Nunca he conocido hombretan pretencioso como él, y desagradablepor añadidura. Los dos últimos días desu estancia en Bath no se apartó ni porun instante del lado de Charlotte Da-vis. Y yo, lamentando tal demostraciónde mal gusto, no le hice caso alguno. Laúltima vez que le encontré fue en la ca-lle y me vi obligada a entrar en unatienda para evitar que me hablase. Noquise mirarlo siquiera. Después lo vi

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entrar en el balneario, pero por nada delmundo habría consentido en seguirlo.¡Qué distinto de tu hermano! Te supli-co me des noticias de éste. Su conductame tiene realmente preocupada. ¡Semostró tan cambiado cuando nos sepa-ramos! Algo que ignoro, quizá una levedolencia, quizá un catarro, lo tenía co-mo entristecido. Yo le escribiría si nohubiera extraviado sus señas y si, comoantes te decía, no temiese que hubierainterpretado equivocadamente mi acti-tud. Te ruego que le expliques todo loocurrido de manera que le satisfaga, ysi aun después de hacerlo abriga algunaduda, unas líneas suyas o una visita aPulteney Street, la próxima vez que seencuentre en la población, bastarán,imagino, para convencerlo. Hace muchoque no voy a los salones ni al teatro,salvo anoche, que me asomé, por brevesinstantes, con la familia Hodge, obliga-da por las chanzas de estos amigos y

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por el temor de que mi retraimiento seinterpretara como una concesión a laausencia de Tilney. Nos sentamos juntoa los Mitchell, que se mostraron muysorprendidos de verme.

No me extraña su perfidia, yhubo un tiempo en que les costaba tra-bajo saludarme. Ahora extreman lasexpresiones de su amistad, pero no soytan tonta como para dejarme engañar.Además de tener, como sabes, bastanteamor propio, Anne Mitchell llevaba unturbante parecido al que estrené para elconcierto, pero no logró el mismo éxitoque yo. Para que un tocado como ésesiente bien, hace falta un rostro como elmío; por lo menos así me lo aseguróTilney, quien añadió que yo era objetode todas las miradas. Cierto que sus pa-labras no pueden influir en modo algu-no en mi ánimo. Ahora visto siempre decolor violeta. Sé que estoy horrorosa,pero es el color predilecto de tu herma-

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no, y lo demás poco importa. No te de-mores, mi querida y dulce Catherine, enescribirnos a él y a mí, que soy, ahora ysiempre...

Ni a persona tan confiada como Catheri-ne era capaz de engañar tamaña sarta de pala-bras artificiosas. Las contradicciones y falseda-des que de la carta se desprendían fueron ad-vertidas por la muchacha, que se sintió aver-gonzada, no sólo por lo que a Isabella concer-nía, sino por aquel que hubiera podido enamo-rarse de ella. Encontraba tan repugnantes susfrases de afecto como inadmisibles sus discul-pas e impertinentes sus pretensiones. ¿Escribir-le a James? Jamás. Por ella, Isabella jamás vol-vería a tener noticias de su hermano.

Al regresar Henry a Woodston, Catherinele hizo saber, así como a Miss Tilney, que elcapitán había escapado al peligro que lo ame-nazaba, y tras felicitarlos por ello, pasó a leer-les, presa de profunda indignación, algunos

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pasajes de la carta. Una vez que hubo termina-do la lectura, exclamó:

—Para mí, Isabella y la amistad que nosunía son agua pasada. Debe de creer que soyidiota, pues de lo contrario no se habría atrevi-do a escribirme estas cosas; pero no lo lamento,ya que me ha servido para conocer más a fondosu carácter. Ahora veo claramente cuáles eransus intenciones. Es una coqueta incorregible,pero su estratagema no le ha servido conmigo.Estoy segura de que jamás ha sentido verdade-ro cariño por James ni por mí, y lo único quedeploro es haberla tratado.

—Dentro de poco le parecerá imposible elhaberla conocido —dijo Henry.

—Sólo hay una cosa que no acabo decomprender. Ahora veo que Isabella alimentódesde un principio ciertas pretensiones respec-to al capitán, pero... ¿y éste? ¿Qué motivos pu-dieron impulsarlo a cortejarla con tal insistenciay a llevarla a romper sus relaciones con mihermano si pensaba desistir de su propósito?

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—No es difícil suponer cuáles fueron losmotivos que indujeron a mi hermano a obrarcomo lo hizo. Frederick es tanto o más vanido-so que Miss Thorpe, y si no ha sufrido hastaahora serios disgustos es gracias a su enterezade carácter. De todos modos, ya que los efectosde su conducta no lo justifican ante sus ojos,más vale que no tratemos de indagar las causasque la provocaron.

—Entonces ¿no cree usted que sintió ca-riño por Isabella?

—Estoy convencido de que ni por un ins-tante pensó en ella seriamente.

—¿Lo hizo movido únicamente por undeseo de molestar, de hacer daño?

Henry asintió lentamente.—Pues entonces confieso que su conducta

me resulta doblemente antipática —dijo Cat-herine—. Sí; a pesar de que con ella resultamosfavorecidos todos, no puedo disculparlo. Me-nos mal que el daño que ha causado no es irre-parable. Pero supongamos que Isabella hubiera

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sido capaz de sentir verdadero amor por él,supongamos que se hallara verdaderamenteinteresada...

—Es que suponer a Isabella capaz de sen-tir afectos profundos es suponer que se trata deuna criatura distinta a la que en realidad es, encuyo caso su conducta habría merecido otrosresultados.

—Es natural que usted defienda a suhermano.

—Si usted hiciera lo propio con el suyono le preocuparía el desengaño que pueda su-frir Miss Thorpe. Lo que ocurre es que tieneusted la mente obstruida por un sentimientoinnato de justicia y de integridad que impideque la dominen los naturales impulsos de sucariño fraternal y un lógico deseo de venganza.

Tales cumplidos acabaron de disipar losamargos pensamientos que embargaban elánimo de Catherine. Le resultaba difícil culpara Frederick mientras Henry se mostraba tan

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amable con ella, y decidió no contestar la cartade Isabella ni volver a pensar en su contenido.

Pocos días más tarde el general se vioobligado a marchar a Londres. Su ausencia du-raría una semana aproximadamente, pero apesar de ello salió de Northanger lamentándosede que una urgente necesidad lo privase de lagrata compañía de Miss Morland y recomen-dando a sus hijos que procuraran por todos losmedios cuidarla y distraerla. La marcha de Mr.Tilney hizo pensar por primera vez a Catherineque en ciertas ocasiones una pérdida puederesultar una ganancia. Desde el momento enque quedaron solos los tres amigos se conside-raron felices: podían entretenerse en lo que pre-firiesen, reír sin tapujos, comer con tranquili-dad y en absoluta confianza, pasear por dondey cuando les apeteciese. En una palabra: podíandisponer libremente de su tiempo, sus placeresy hasta de sus fatigas y cansancio. Tales hechoshicieron ver a la muchacha cuan absorbente ycompleta era la influencia que sobre todos ellos

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ejercía el general y lo mucho que les conveníaquedar libres de ella por un tiempo.

Tanta confianza y bienestar la llevaron asentir cada día mayor cariño por el lugar aquély por las personas que la rodeaban, hasta elpunto de que le hubiera parecido perfectamen-te dichoso cada minuto de cada uno de los díasque transcurrían veloces si el temor de verseobligada a alejarse en breve plazo de Northan-ger no hubiesen mermado en parte su felicidad.Desgraciadamente, iba a cumplirse la cuartasemana de su permanencia en aquella casa.Antes de que regresara el general habría trans-currido ya, y prolongar por más tiempo la es-tancia podía interpretarse como un abuso deconfianza. La idea era dolorosa, en verdad, ypara librarse cuanto antes de tal preocupación,Catherine resolvió hablar de ello con Eleanor,proponiendo la marcha, y deduciendo luego dela actitud y contestación de su amiga la deci-sión que convenía adoptar. Convencida de quesi lo demoraba mucho tiempo le resultaría más

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difícil tratar la cuestión, aprovechó la primeraocasión que tuvo de hablar a solas con Eleanorpara plantear el asunto, anunciando su decisiónde regresar a su casa. Eleanor se mostró sor-prendida e inquieta; contestó que había espera-do que la visita se prolongara mucho más; has-ta se había permitido creer —sin duda porquetal era su deseo— que la estancia de Catherineen Northanger habría de ser muy larga, y aña-dió que si Mr. y Mrs. Morland supieran el pla-cer que a todos proporcionaba la presencia dela muchacha en aquella casa, seguramente ten-drían la generosidad de permitirle que demora-se la vuelta.

Catherine se apresuró a rectificar:—No es eso. Si yo me encuentro bien, mis

padres no tienen prisa alguna...—Entonces, si me permites insistir —dijo

Eleanor, tuteándola— ¿por qué quieres mar-charte?

—Porque ya llevo mucho tiempo en estacasa, y...

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—¡Ah! Entonces, si es que los días se tehacen muy largos, no insistiré.

—De ningún modo... No es eso... Sabesque encantada me quedaría otro mes.

En aquel mismo instante quedó decididoque no se marcharía, y, al desaparecer uno delos motivos del malestar de Catherine, se alivióconsiderablemente el peso de su otra preocupa-ción. La bondad y la solicitud mostradas porEleanor al rogarle que permaneciera más tiem-po entre ellos, y la satisfacción que mostróHenry al saber que había resuelto quedarse,sirvieron para que Catherine supiese lo muchoque la apreciaban. Ello contribuyó a borrar desu ánimo todo pesar que no fuera esa leve yperenne inquietud que todos los humanos pro-curamos sostener y alimentar como elementoindispensable de nuestra existencia. Catherinellegó a creer en ocasiones que Henry la quería,y en todo momento que la hermana y el padredel joven verían con gusto el que formase partede la familia. Tales suposiciones acabaron por

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convertir sus otras inquietudes en pequeñas einsignificantes molestias del espíritu.

A Henry no le fue posible obedecer lasinstrucciones de su padre, quedándose enNorthanger y atendiendo a las señoras todo eltiempo que duró la ausencia del general, puesun compromiso adquirido previamente lo obli-gó a marchar a Woodston el sábado y perma-necer allí un par de noches. El viaje del mucha-cho en aquella ocasión no revistió, sin embargo,tanta importancia como la vez anterior. Men-guó, sí, la alegría de las muchachas, pero nodestrozó su tranquilidad, y tan a gusto sehallaban ambas ocupadas en las mismas labo-res y disfrutando de los encantos de una amis-tad que se hacía cada vez más íntima, que lanoche de la marcha de Henry no abandonaronel comedor hasta después de dar las once, horainaudita de acostarse dadas las costumbres quese observaban en la abadía. Acababan de llegaral pie de la escalera cuando, a juzgar por lo quepermitían oír los sólidos muros del edificio,

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advirtieron que un coche se detenía a la puerta,y acto seguido el sonido de la campanilla con-firmó sus sospechas. Una vez repuestas de laprimera sorpresa, a Eleanor se le ocurrió quedebía tratarse de su hermano mayor, que solíapresentarse inesperadamente, y segura de queasí era, salió a recibirlo, en tanto Catherine se-guía en dirección a su cuarto, resignándose a laidea de reanudar su relación con el capitán Til-ney y pensando que, por desagradable que fue-ra la impresión que la conducta de éste le habíaproducido, las circunstancias en que lo veríaharían menos doloroso aquel encuentro. Era deesperar que el capitán no nombrara a MissThorpe, cosa muy probable dado que debía desentirse avergonzado del papel que en todoaquel asunto había representado. Después detodo, y mientras se evitara hablar de lo ocurri-do en Bath, ella debía mostrarse amable con él.

Pasó bastante tiempo en estas considera-ciones. Por lo visto, Eleanor estaba tan encanta-da de ver a su hermano y de cambiar impresio-

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nes con él que había transcurrido cerca de me-dia hora desde su llegada a la casa y la joven nollevaba trazas de subir en busca de su amiga.

En aquel momento, Catherine, creyendooír ruido de pasos en la galería, se detuvo aescuchar; pero todo permanecía en silencio.Apenas hubo acabado de convencerse de quese trataba de un error, un sonido próximo a supuerta la sobresaltó. Pareció que alguien llama-ba, y un instante más tarde un movimiento delpomo demostró que alguna mano se apoyabaen éste. Catherine tembló ante la idea de quealguien intentase entrar en su habitación, perodecidida a no dejarse llevar una vez más por lasalarmantes suposiciones de su exaltada imagi-nación, se adelantó y abrió la puerta. Eleanor, ysólo Eleanor, se hallaba detrás de ésta. Catheri-ne, sin embargo, disfrutó muy breves instantesde la tranquilidad que la visión de su amiga leprodujo. Eleanor estaba pálida y sus modalesrevelaban una profunda agitación. A pesar desu evidente intención de entrar en el dormito-

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rio, parecía que le costase trabajo moverse y,una vez dentro, explicarse. Catherine supusoque tal actitud obedecía a una preocupaciónoriginada por el capitán Tilney, trató de expre-sar silenciosamente su interés, obligando a suamiga a sentarse, frotándole las sienes con aguade lavanda y manifestándole tierna solicitud.

—Mi querida Catherine, tú no puedes...,no debes... —balbuceó Eleanor. Tras una brevepausa, añadió—: Yo estoy bien, y tu bondad medestroza el corazón... No puedo soportarla...Me veo obligada a desempeñar una misión...

—¿Una misión?—¿Cómo haré para decírtelo? ¿Cómo

haré...?Una idea terrible asaltó a Catherine, que

volviéndose hacia su amiga, exclamó:—¿Es quizá un recado de Woodston?—No, no se trata de eso —repuso Elea-

nor, mirando compasivamente a su amiga—. Elrecado que debo darte no procede de Woods-

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ton, sino de aquí mismo. Es mi padre en perso-na quien me ha hablado.

Eleanor entornó los ojos. El inesperadoregreso del general bastaba para deprimir aCatherine, y por espacio de unos segundos nosupuso que le quedaba algo peor que oír.

—Eres demasiado bondadosa para que elpapel que me veo forzada a representar te hagapensar mal de mí —prosiguió Eleanor—. Nosabes lo mucho que lamento cumplir con lo quese me ha pedido. Después de que, con tantaalegría y agradecimiento por mi parte, hubié-semos convenido que te quedarías entre noso-tros muchas semanas más, me veo obligada amanifestarte que no nos es posible aceptar talprueba de bondad y que la felicidad que tucompañía nos proporcionaba se ve trocada en...pero no, mis palabras no bastarían a explicar...Mi querida Catherine, es preciso separarnos. Mipadre ha recordado un compromiso que nosobliga a todos a partir de aquí el lunes próximo.Vamos a pasar quince días en la casa de lord

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Longtown, cerca de Hereford. Las disculpas ylas explicaciones resultan igualmente inútiles.Por mi parte, no me atrevo a ofrecerte ni lo unoni lo otro.

—Mi querida Eleanor —dijo Catherinetratando de disimular sus sentimientos—. No tesientas tan apenada, te lo ruego. Un compromi-so previo deshace todos los que posteriormentese contraen. Lamento mucho tener que mar-charme de modo tan repentino, pero te aseguroque vuestra decisión no me molesta. Volveré avisitarte en otra ocasión, o quizá tú podríaspasar una temporada en mi casa. ¿Quieres ve-nir a Fullerton cuando regreséis de casa de eseseñor?

—Me será imposible, Catherine.—Bien, cuando puedas entonces.Eleanor no replicó, y la muchacha, domi-

nada por otros sentimientos, añadió:—¿El lunes? ¡Tan pronto! Bien, segura-

mente tendré tiempo para despedirme, puespodemos salir todos juntos; por mí no te pre-

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ocupes, Eleanor, me conviene perfectamentesalir el lunes. No importa que mis padres no losepan. El general permitirá, sin duda alguna,que un criado me acompañe la mitad del tra-yecto, hasta cerca de Salisbury; una vez allí,estoy a nueve millas de casa.

—¡Ay, Catherine!, si así se hubiera dis-puesto mi situación sería menos intolerable.Brindándote tan elementales atenciones nohabríamos hecho más que corresponder a tuafecto. Pero... ¿Cómo decirte que está decididoque salgas de aquí mañana mismo, sin dartesiquiera ocasión de elegir la hora de partida?Mañana a las siete vendrá a recogerte un coche,y ninguno de nuestros criados te acompañara.

Catherine, atónita y sobresaltada, no hallópalabras para contestar.

—Al principio me resistí a creerlo —prosiguió su amiga—. Te aseguro que por pro-fundos que sean el disgusto y el resentimientoque puedas experimentar en estos momentosno superarán a los que yo... Pero, no, no puedo

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expresar lo que siento. ¡Si al menos estuviese encondiciones de sugerir algo que atenuara...!¡Dios mío!, ¿qué dirán tus padres? ¡Echarte asíde la casa, sin ofrecerte las consideraciones aque obliga la más elemental cortesía! ¡Y estodespués de haberte separado de tus buenosamigos los Allen, de haberte traído tan lejos detu casa! ¡Querida Catherine! Al ser portadorade semejante noticia me siento cómplice de laofensa que ésta entraña; sin embargo, esperoque sepas perdonarme, tú, que has permaneci-do en nuestra casa el tiempo suficiente paradarte cuenta de que yo gozo de fina autoridadpuramente nominal y que no tengo influenciaalguna.

—¿Acaso he ofendido en algo al gene-ral?.—preguntó Catherine con voz temblorosa.

—Por desgracia para mis sentimientos dehija, todo cuanto puedo decirte es que no hasdado motivo alguno que justifique esta deci-sión. En efecto, jamás he visto a mi padre másdisgustado. Su carácter es difícil de por sí, pero

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algo ha debido de ocurrir para que se haya en-fadado tanto. Algún desengaño, algún disgustoal que quizá ha concedido exagerada importan-cia, pero ajenos completamente a ti. ¿Cómo esposible que te trate así?

A duras penas, y sólo por tranquilizar asu amiga, Catherine logró decir:

—Lo único que puedo asegurarte es quesiento mucho haber molestado a Mr. Tilney.Nada más lejos de mi ánimo y mi deseo... Perono te preocupes, querida Eleanor. Los com-promisos deben respetarse siempre. Lo únicoque lamento es no haber tenido tiempo paraavisar a mis padres. Pero ahora eso importapoco.

—Espero, sinceramente, que este hechono tenga trascendencia por lo que a tu seguri-dad durante el viaje se refiere; pero en cuanto alo demás... ¡En lo que afecta a tu comodidad, alas apariencias, a tu familia, al mundo, importay mucho! Si tus amigos los Allen se hallaranaún en Bath te sería relativamente fácil reunirte

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con ellos. Bastarían unas cuantas horas. Pero untrayecto de setenta millas en silla de posta ysola, a tu edad...

—El viaje no es nada; te ruego que nopienses en ello. Y ya que hemos de separarnos,lo mismo da unas horas más que menos. Estarédispuesta a las siete. Ten la bondad de decirque me llamen a tiempo.

Eleanor comprendió que su amiga desea-ba hallarse a solas, y juzgando que era mejorpara ambas evitar que se prolongara tan penosaentrevista, salió de la habitación, diciendo:

—Mañana por la mañana nos veremos.En efecto, Catherine necesitaba desaho-

garse. Su orgullo natural y el afecto que sentíahacia Eleanor la habían obligado a reprimir laslágrimas en presencia de ésta, pero en cuanto sehalló a solas se echó a llorar amargamente.¡Arrojada de la casa y en aquella forma, sin unmotivo que justificara ni una disculpa que ate-nuase la descortesía, más aún, la insolencia quesuponía semejante medida! ¡Y Henry ausente,

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sin poder despedirse de ella! Aquel hecho deja-ba en suspenso por tiempo indefinido todas susesperanzas respecto a él. Y todo por el caprichode un hombre tan correcto, tan bien educado enapariencia y hasta entonces tan afectuoso comoel general Tilney... La decisión de éste resultabatan incomprensible como ofensiva. La alarma-ban y preocupaban por igual las causas y lasconsecuencias que de aquel acto pudieran deri-varse. La forma en que se la obligaba a partirera de una descortesía sin igual. Se la expulsabaliteralmente, sin permitirle siquiera decidir lahora y la manera de hacer el viaje, eligiendoentre todos los días probables el más próximo yla hora más cercana, como si se tratara de obli-garla a marchar antes de que el general estuvie-ra levantado, para evitar a éste la molestia deuna despedida. ¿Qué podía haber en todoaquello más que un decidido propósito deofenderla? Era indudable que, por algún moti-vo, había ofendido o disgustado al general.Eleanor había hecho lo posible por evitarle tan

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penosa suposición, pero Catherine se resistía acreer que un contratiempo cualquiera pudieraprovocar tal explosión de ira, ni mucho menosdirigir ésta contra un persona completamenteajena al disgusto.

Lentamente transcurrió la noche, sin quela muchacha lograra conciliar el sueño. Una vezmás fue escenario de su intranquilidad y desa-sosiego aquella habitación en que recién llega-da la habían atormentado los locos desvaríos desu imaginación. Y, sin embargo, ¡cuan distintoera el origen de su presente inquietud! ¡Cuantristemente superior al otro en realidad y ensustancia! Su preocupación de aquella noche sebasaba en un hecho, sus temores en una proba-bilidad, y tan obsesionada se hallaba conside-rando el triste desenlace de su estancia en laabadía que la soledad en que se encontraba nologró inspirarle el menor temor. Ni la oscuri-dad de su aposento, ni la antigüedad del edifi-cio, ni el fuerte viento que reinaba y producíarepentinos y siniestros ruidos en la casa ocasio-

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naron a Catherine, desvelada y absorta, el me-nor asomo de curiosidad ni de temor.

Poco después de las seis, Eleanor entró enla habitación, afanosa por atender a su amiga ypor asistirla en lo que fuera posible, pero seencontró con que Catherine estaba casi vestiday su equipaje dispuesto. Al ver a Eleanor, a lamuchacha se le ocurrió que tal vez fuese porta-dora de algún mensaje conciliador por parte delgeneral ¿Qué más natural que, una vez pasadoel primer impulso de indignación, se hubieraarrepentido de su incorrecto proceder? Faltaba,sin embargo, que después de lo ocurrido ellaconsintiera en admitir excusa alguna.

Por desgracia, no vio puestas a prueba sudignidad y su clemencia. Eleanor no era porta-dora de ningún mensaje. Poco hablaron lasamigas al encontrarse de nuevo. Luego, sin-tiendo que era más prudente guardar silenciose contentaron, mientras permanecieron en lahabitación, con cruzar unas breves frases. Cat-herine no tardó en acabar de vestirse, y Elea-

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nor, con menos habilidad que buen deseo, seocupó de llenar y cerrar el baúl. Una vez quetodo estuvo listo, salieron de la estancia, no sinque antes Catherine, quedándose un poco re-zagada, lanzara una mirada de despedida sobrecada uno de los objetos que la habitación con-tenía, siguiendo luego a su amiga al comedor,donde había sido dispuesto el desayuno. Lamuchacha hizo esfuerzos por comer algo, nosólo para evitar el que le insistieran, sino poranimar a su amiga; pero como no tenía apetito,no logró más que tomar unos pocos bocados. Elcontraste de aquel desayuno con el del día an-terior aumentaba su pena y su inapetencia.Hacía veinticuatro horas tan sólo que se habíanreunido todos en aquella habitación para des-ayunar, y, sin embargo, ¡cuan distintas eran lascircunstancias! ¡Con qué tranquilo interés, conqué felicidad, había contemplado entonces elpresente, sin que le preocupara del porvenirmás que el temor de separarse de Henry porunos días! Feliz, felicísimo desayuno aquel en

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que Henry, sentado a su lado, la había atendidocon esmero. Aquellas reflexiones no se vieroninterrumpidas por palabra alguna de su amiga,tan ensimismada en sus pensamientos comoella misma, hasta que el anuncio del coche lasobligó a volver a la realidad. Al ver el vehículoCatherine se ruborizó, como si se diera másexacta cuenta de la descortesía con que se latrataba, y ello amortiguaba todo sentir que nofuese resentimiento por tal ofensa. Al fin, Elea-nor se vio obligada a hablar.

—Escríbeme, querida Catherine —exclamó—. Envíame noticias tuyas lo antesposible. No tendré un momento de tranquili-dad hasta que no sepa que te hallas sana y sal-va en tu casa. Te suplico que me escribas si-quiera una carta. No me niegues la satisfacciónde saber que has llegado a Fullerton y has en-contrado bien a tu familia. Con eso me conten-taré. Dirígeme la carta a nombre de Alice y acasa de lord Longtown.

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—¡No puede ser, Eleanor! Si no te autori-zan a recibir carta mía, mejor será que no teescriba, no temas nada. Sé que llegaré a casabien.

—Tus palabras no me extrañan y no quie-ro importunarte. Confía en lo que sientes en tucorazón mientras te halles lejos de mí.

Estas palabras, acompañadas de una ex-presión de pesar, acabaron en un instante conla soberbia de Catherine, que dijo a su amiga:

—¡Sí, Eleanor, te escribiré!A Miss Tilney aún le quedaba otra pena

que resolver. Se le había ocurrido que debido ala larga ausencia de su casa, a Catherine tal vezse le habría acabado el dinero y, por lo tanto, nocontaría con lo suficiente para sufragar los in-evitables gastos del viaje. Al comunicar contacto exquisito a su amiga sus temores, segui-dos de cariñosos ofrecimientos, con lo que lamuchacha, que no se había preocupado enton-ces de tan importante asunto, confirmó que nollevaba dinero suficiente para llegar a su casa.

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Tanto asustó a ambas la idea de las penalidadesque por tal motivo hubiera podido sufrir queapenas volvieron a hablarse durante el tiempoque aún permanecieron juntas. No tardaron enadvertirles que esperaba el coche, y Catherine,tras ponerse de pie, sustituyó con un prolonga-do y cariñoso abrazo las palabras de despedida.Al llegar al vestíbulo, sin embargo, no quisoabandonar la casa sin hacer mención de unapersona cuyo nombre ninguna de las dos sehabía atrevido a pronunciar hasta entonces. Sedetuvo por un instante y con labios tembloro-sos dedicó un cariñoso recuerdo al amigo au-sente. Aquel intento dio al traste con el frenopuesto hasta entonces a sus sentimientos. Ocul-tando como pudo el rostro en su pañuelo, cruzórápidamente el vestíbulo y subió al coche, queun momento más tarde se alejaba velozmentede la abadía.

Catherine estaba demasiado apenada pa-ra sentir miedo.

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El viaje en sí no encerraba temores paraella, y lo emprendió sin preocuparse de la sole-dad en que se veía forzada a recorrer tan largotrayecto. Echándose sobre los cojines del coche,prorrumpió en amargas lágrimas, y no levantóla cabeza hasta después de que el coche hubieserecorrido varias millas.

El trecho más elevado del prado habíadesaparecido casi de la vista cuando la mucha-cha volvió la mirada en dirección a Northanger.Como quiera que aquella carretera era la mis-ma que diez días antes había recorrido alegre yconfiada al ir y volver de Woodston, sufrió te-rriblemente al reconocer los objetos que en es-tado de ánimo tan diferente había contempladoentonces. Cada milla que la aproximaba aWoodston aumentaba su sufrir, y cuando, acinco millas de distancia de dicho pueblo do-blaron un recodo del camino, pensó en Henry,tan cerca de ella en aquellos momentos y taninconsciente de lo que ocurría, lo cual no hizosino incrementar su pesar y su desconsuelo.

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El día que había pasado en Woodstonhabía sido uno de los más felices de su vida.Allí el general se había expresado en términostales que Catherine había acabado por conven-cerse de que deseaba que contrajese matrimo-nio con su hijo. Diez días hacía desde que lasatenciones del padre de Henry la habían ale-grado aun cuando la hubiesen llenado de con-fusión. Y ahora, sin saber por qué, se la humi-llaba profundamente. ¿Qué había hecho o quéhabía dejado de hacer para sufrir los efectos deun cambio tan radical? La única culpa de quepodía acusársela era de tal índole que resultabadel todo imposible que el interesado se hubiesedado cuenta. Únicamente Henry y su propiaconciencia conocían las vanas y terribles sospe-chas que contra el general ella había alimenta-do, y ninguno de los dos podía haber reveladoel secreto. Estaba convencida de que Henry eraincapaz de traicionarla adrede. Cierto era que sipor alguna extraña casualidad Mr. Tilney sehubiese enterado de la verdad, si hubieran lle-

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gado a su conocimiento las figuraciones sinfundamento y las injuriosas suposiciones que lamuchacha había abrigado, la indignación mani-festada por aquél habría estado justificada.

Era lógico y comprensible que se expulsa-ra de la casa a quien había calificado de asesinoa su dueño, pero esta disculpa de la conductade Mr. Tilney resultaba tan insoportable paraCatherine, que prefirió creer que el general loignoraba todo.

Por grande que fuese su preocupaciónacerca de este asunto, no era, sin embargo, laque por el momento más embargaba su espíri-tu. Otro pensamiento, otro pesar más íntimo laobsesionaba cada vez más. ¿Qué pensaría, sen-tiría y haría Henry al llegar a Northanger al díasiguiente y enterarse de su marcha? Esta pre-gunta, sobreponiéndose a todo lo demás, laperseguía sin cesar, ya irritando, ya suavizandosu sentir, sugiriéndole unas veces temor de queel joven se resignara tranquilamente a lo ocu-rrido y otras dulce confianza en su pesar y su

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resentimiento. Al general seguramente no lehablaría de ello, pero a Eleanor, ¿qué le diría aEleanor de ella?

En ese constante trasiego de dudas e in-terrogantes acerca de un asunto del que sumente apenas lograba desprenderse momentá-neamente, transcurrieron las horas. El viajeresultaba menos fatigoso de lo que había temi-do. La misma apremiante intranquilidad de suspensamientos que le había impedido, una vezpasado el pueblo de Woodston, fijarse en lo quela rodeaba, sirvió para evitar que se diera cuen-ta del progreso que hacían. La preservó tam-bién de sentir tedio la preocupación que le ins-piraba aquel regreso tan inopinado; mermabael placer que debería haber sentido ante la ideade regresar, después de tan larga ausencia, jun-to a los seres que más quería. Pero ¿qué podríadecir que no resultara humillante para ella ydoloroso para su familia, que no aumentase supena y no provocara el resentimiento de lossuyos, incluyendo en un mismo reproche a cul-

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pables y a inocentes? Jamás sabría dar justorelieve a los méritos de Eleanor y de Henry. Sussentimientos para con ambos eran demasiadoprofundos para expresarlos fácilmente, y seríatan injusto como triste que su familia guardaserencor a los hermanos por algo de lo que sólo elgeneral era responsable.

Tales sentimientos la impulsaban a temer,en lugar de desear, la vista de la torre de laiglesia que le indicaría que se hallaba a veintemillas de su casa.

Al salir de Northanger sabía que la pri-mera parada era Salisbury, pero como descono-cía el, trayecto se vio obligada a preguntar a lospostillones los nombres de cuantos lugares de-jaban atrás.

Por fortuna, fue un viaje sin incidentes.Su juventud, su generosidad y su cortesía leprocuraron tantas atenciones como pudieranecesitar una viajera de su condición, y comoquiera que no se perdió más tiempo que el pre-ciso para cambiar de tiro, once horas después

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de haber emprendido el viaje entraba Catherinesana y salva por las puertas de su casa.

Cuando una heroína de novela vuelve, altérmino de una jornada, a su pueblo natal, ro-deada de la aureola de una reputación recupe-rada, de la dignidad de un título de condesa,seguida de una larga comitiva de nobles pa-rientes, cada uno de los cuales ocupa su respec-tivo faetón, y acompañada de tres doncellasque la siguen en una silla de posta, puede lapluma del narrador detenerse con placer en ladescripción de tan grato acontecimiento. Unfinal tan esplendoroso confiere honor y méritoa todos los interesados, incluido el autor delrelato. Pero mi asunto es bien distinto. Miheroína regresa al hogar humillada y solitaria,y el desánimo que esto provoca en mí me impi-de extenderme en una descripción detallada desu regreso. No hay ilusión ni sentimiento queresistan la visión de una heroína dentro de unasilla de posta de alquiler. A toda prisa, pues,haré que Catherine entre en el pueblo, pase

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entre los grupos de curiosos domingueros ydescienda del modesto vehículo que hasta supuerta la conduce.

Pero ni el pesar con que la muchacha seacerca a su hogar, ni la humillación que expe-rimenta la biógrafa al relatarlo, impiden que losseres queridos a cuyos brazos se dirigía aquéllasintieran verdadera alegría.

Como quiera que la vista de una silla deposta era cosa poco corriente en Fullerton, acu-dió toda la familia a las ventanas de la casa pa-ra presenciar el paso de la que Catherine ocu-paba, alegrándose todos los rostros al ver que elvehículo se detenía ante la cancela. Aparte delos dos últimos vástagos de la familia Morland,un niño y una niña, de seis y cuatro años res-pectivamente, que creían hallar un nuevo her-mano o hermana en cuantos coches veían, to-dos sintieron intenso placer ante la inesperadadetención del vehículo. Felices se consideraronlos ojos que primero vieron a Catherine. Feliz lavoz que anunció el hecho a los demás.

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El padre y la madre de la muchacha, sushermanos, Sarah, George y Harriet, echaron acorrer hacia la puerta para recibir a la viajera,con tan afectuosa ansiedad que ello bastó paradespertar los más nobles sentimientos de Cat-herine, que sintió gracias a los abrazos de unosy de otros tranquilidad y consuelo. Ante tantasmuestras de cariño se sentía casi feliz, y hastase olvidó por un instante de sus preocupacio-nes. Por otra parte, su familia, encantada deverla, no mostró en un principio excesiva curio-sidad por conocer la causa de su inesperadoregreso, hasta el punto de que se hallaban todossentados en torno a la mesa, dispuesta a todaprisa por Mrs. Morland para servir un refrige-rio a la pobre viajera, cuyo aire de cansanciohabía llamado su atención, antes de que Cat-herine se viera bombardeada por preguntasque exigían una pronta y clara respuesta.

De mala gana y con grandes titubeosofreció lo que por pura cortesía hacia sus oyen-tes podría denominarse una explicación, pero

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de la que, en realidad, no era posible desentra-ñar los motivos concretos de su presencia en elhogar.

No padecía la familia de Catherine esaexagerada forma de susceptibilidad que lleva aalgunas personas a considerarse ofendidas porla más leve descortesía, olvido o reparo; sinembargo, cuando tras atar no muchos cabosquedó plenamente claro el motivo del regresode Catherine, todos convinieron en que se tra-taba de un insulto imposible de justificar o per-donar, al menos en principio.

No dejaban de comprender Mr. y Mrs.Morland, sin detenerse a un minucioso examende los peligros que rodeaban un viaje de talíndole, que las condiciones en que se había ve-rificado el regreso de su hija habrían podidoacarrear a ésta serias molestias, y que al obli-garla a salir de aquella forma de su casa, el ge-neral Tilney había faltado a los deberes queimpone la hospitalidad, y que su conducta eramás de extrañar en quien, como él, no ignoraba

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los deberes de un caballero. En cuanto a lascausas que pudieron motivar su conducta yconvertir en mala voluntad la exagerada estimaque por la muchacha sentía, los padres de éstano acertaban a descifrarlas, y después de re-flexionar por unos instantes convinieron queaquello era muy extraño y que el general debíade ser un hombre incomprensible, dando asípor satisfechas su indignación y su sorpresa.

En cuanto a Sarah, continuó saboreandolas mieles de aquel incomprensible misteriohasta que, harta de sus comentarios, le dijo sumadre:

—Hija mía, te preocupas sin necesidad.Esto obedece a causas que no merece la penatratar de averiguar, créeme.

—Yo me explico —respondió la niña—que el general, una vez que se acordó del com-promiso contraído, deseara que Catherine semarchara, pero ¿por qué no proceder con corte-sía?

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—Yo lo lamento por sus amigos —dijoMrs. Morland—. Para ellos sí ha debido ser uncontratiempo. En cuanto a lo demás, con queCatherine haya llegado a casa sin novedad medoy por satisfecha. Por fortuna, nuestro bienes-tar no depende de Mr. Tilney...

Catherine suspiró y su filosófica madrecontinuó:

—Celebro no haber sabido antes la formaen que estabas realizando el viaje, pero ya queéste ha concluido felizmente, no creo que eldaño que se nos ha hecho sea tan grande. Con-viene que de vez en cuando los jóvenes se veanobligados a pensar por sí mismos y a obrar conlibertad. Tú, mi querida Catherine, que siemprehas sido una criatura atolondrada, te habrásvisto en figurillas para atender a lo que implicaun viaje de esta naturaleza, con tanto cambio detiro y tanto ir y venir de unos y de otros. ¡Con-que no te hayas dejado algo olvidado en el ma-letero...!

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Catherine hubiera querido demostrar suconformidad con aquellas esperanzas materna-les e interesarse en su enmienda, pero se sentíamuy deprimida, y como quiera que todo cuantodeseaba era encontrarse a solas, accedió congusto al deseo manifestado por su madre deque se retirase a descansar lo antes posible. Lospadres de Catherine, que no atribuían el sem-blante y la agitación de su hija más que a lahumillación sufrida y al cansancio del viaje, sesepararon de ella seguros de que el sueño re-mediaría sus males, y aun cuando al día si-guiente la muchacha no daba muestras de en-contrarse mejor, siguieron sin sospechar la exis-tencia de un daño más profundo. Ni por casua-lidad pensaron en achacarlo a asuntos del cora-zón, y esto, tratándose de los padres de unajoven de diecisiete años, recién llegada de suprimera ausencia del hogar, no deja de ser bas-tante extraño.

Tan pronto como hubo terminado dedesayunar, Catherine se dispuso a cumplir la

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promesa que había hecho a Miss Tilney, cuyaconfianza en los efectos que el tiempo y la dis-tancia habían de operar en el ánimo de su ami-ga estaba plenamente justificada. En efecto:Catherine ya se hallaba dispuesta, no sólo areprocharse la frialdad con que se había sepa-rado de Eleanor, sino a creer que no habíaapreciado bastante los méritos y la bondad deésta, ni sentido la debida conmiseración por loque debido a ella había tenido que soportar. Laintensidad de sus sentimientos no sirvió, sinembargo, para estimular su pluma. Nunca ensu vida había encontrado tan difícil escribir uncarta como ahora. Desde luego, no era nadafácil imaginar siquiera una misiva que hicierajusticia a su situación y a lo que sentía, que ex-presara gratitud, pero no pesar servil, que fueraprudente sin ser fría, y sincera sin mostrar re-sentimiento. Una carta, en fin, cuya lectura noapenase a Eleanor y de la que no necesitarasonrojarse ella si por casualidad caía en manosde Henry. Después de reflexionar largamente,

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decidió ser muy breve; era el único modo de noincurrir en falta alguna. Tras meter en un sobreel dinero que Eleanor le había facilitado, lo di-rigió a su amiga acompañado de una concisanota en la que expresaba todo su agradecimien-to y le deseaba lo mejor.

—Pues de verdad que ha sido ésta unaextraña amistad —dijo Mrs. Morland una vezque su hija hubo terminado la carta—. Apenasiniciada y ya interrumpida. Siento que hayasido así, porque, según me informó Mrs. Allen,se trataba de personas muy amables. Tampocohas tenido suerte con tu amiga Isabella. ¡PobreJames! Pero, en fin, hay que vivir para apren-der. Es de esperar que las amistades que consi-gas en el porvenir resulten más merecedoras detu confianza que éstas.

Catherine, ruborizada, contestó:—Nadie tiene mayor derecho a mi con-

fianza que Eleanor.—En ese caso, hija mía, más tarde o más

temprano volveréis a encontraros, y hasta en-

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tonces no te preocupes. Es casi seguro que en elcurso de los próximos diez años el azar querráunir de nuevo vuestros destinos, y entonces,¡cuan grato os será reanudar vuestro trato!

No tuvieron gran éxito, a decir verdad,los esfuerzos de Mrs. Morland para consolar asu hija. La idea de no volver a ver a Eleanor yHenry Tilney hasta después de transcurridosdiez años sólo consiguió inculcar en la mucha-cha un temor aún mayor. ¡Podían ocurrir tantascosas en ese tiempo! Ella jamás olvidaría aHenry, ni podría dejar de quererle con la mis-ma ternura que entonces sentía; pero él... Laolvidaría quizá, y en ese caso, encontrarse denuevo... A la muchacha se le llenaron los ojosde lágrimas al imaginarse una tan triste reno-vación de su amistad, y al observar Mrs. Mor-land que sus buenos propósitos no producían elefecto deseado propuso, como nuevo medio dedistracción, una visita a casa de Mrs. Allen.

Las viviendas de ambas familias distabansólo un cuarto de milla la una de la otra, y en el

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trayecto la madre de Catherine manifestó suopinión acerca del desengaño amoroso sufridopor su hijo James.

—Lo hemos sentido por él —dijo—, pero,por lo demás, no nos preocupa el que hayanterminado esas relaciones. Al fin y al cabo, nopodía satisfacernos ver a nuestro hijo compro-metido a casarse con una chica completamentedesconocida, sin fortuna alguna, acerca de cuyocarácter nos hemos visto obligados a formar unconcepto bien pobre. La ruptura le parecerá aJames muy dolorosa en un principio, pero conel tiempo se le pasará, y el desengaño que le haproducido esta primera elección lo llevará a sermás prudente de aquí en adelante.

Tan somera cuenta del asunto favoreció aCatherine, pues de tal modo se había apodera-do de su mente la consideración del cambiooperado en ella desde la última vez que habíarecorrido aquel camino, que una frase más desu madre habría bastado para turbar su aparen-te serenidad, impidiéndole contestar acertada-

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mente a las observaciones de la buena señora.No habían transcurrido aún tres meses desdeque la última vez, animada por las más risue-ñas esperanzas, había recorrido aquel camino.Su corazón se hallaba entonces inundado dealegría, despreocupado e independiente, ansio-so de saborear placeres aún desconocidos ylibre de toda culpa. Así era ella antes, pero aho-ra... estaba completamente cambiada.

Catherine fue recibida por los Allen conla bondad que su inesperada aparición, unidaal sincero afecto que le profesaban, podía de-sear. Grande fue la sorpresa manifestada porestos buenos amigos al verla, y mas grande sudisgusto al conocer la forma en que había sidotratada. Y eso que Mrs. Morland no exageró loshechos ni trató, como hubieran procuradootros, de despertar la indignación del matrimo-nio contra la familia Tilney.

—Catherine nos sorprendió ayer por latarde —dijo—. Hizo el viaje en silla de posta ycompletamente sola. Además, hasta el sábado

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por la noche ignoraba que debía salir de Nort-hanger. El general Tilney, movido por no sa-bemos qué extraño impulso, se cansó de repen-te de tenerla allí y la arrojó, o poco menos, de lacasa. Su conducta ha sido bastante descortés, yno podemos por menos de creer que debe detratarse de un hombre bastante extraño. Porotra parte, celebramos tener a Catherine unavez más entre nosotros y estamos satisfechos dever que no es un criatura tímida e incapaz demanejarse por sí sola, sino que sabe, cuandollega la ocasión, resolver las dificultades que sepresentan.

Mr. Allen se expresó acerca del asuntocon la indignación que el caso y su buena amis-tad exigían, y su esposa, que estuvo de acuerdocon sus razonamientos, no titubeó en utilizarlospor su cuenta. El asombro del marido, sus con-jeturas y explicaciones eran repetidas por lamujer, quien se limitó a añadir una observa-ción, «realmente, no tengo paciencia con el ge-neral», con la que llenaba las pausas interme-

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dias. Aun después de salir de la habitación Mr.Allen, repitió ella por dos veces la frase «notengo paciencia con el general», sin que pare-ciese, por cierto, más indignada que antes. Aúnpronunció la frase un par de veces, antes dedecir de repente:

—¿Sabes que antes de salir de Bath con-seguí que me zurcieran aquel rasgón que sufriómi encaje de Mechlin? El remiendo está hechode manera tan primorosa que apenas si se ad-vierte. Cualquier día de estos te lo enseñaré.Bath es, después de todo, un lugar muy agra-dable. Te aseguro, Catherine, que sentí mar-charme. La estancia allí de Mrs. Thorpe fuemuy conveniente para todos. ¿Verdad, Cat-herine? Recordarás que al principio tú y yoestábamos desoladas.

—Sí; pero no duró mucho tiempo nuestrasoledad —contestó la muchacha, animada porel recuerdo de lo que por vez primera habíadado vida y valor espiritual a su existencia.

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—Es cierto. Y desde el momento en queencontramos a Mrs. Thorpe puede decirse queno nos faltó nada. Oye, querida, ¿no encuentrasque estos guantes de seda son de excelente ca-lidad? Recordarás que me los puse por primeravez el día que fuimos al balneario, y desde en-tonces casi no me los he sacado. ¿Recuerdasaquella noche?

—¿Que si la recuerdo? Perfectamente...—Fue muy agradable, ¿verdad? Mr. Til-

ney tomó con nosotras el té, y ya entoncescomprendí que su amistad sería muy ventajosapara nosotras. ¡Era un hombre tan agradable!Tengo idea de que bailaste con él, pero no estoycompletamente segura. Lo que sí recuerdo esque aquella noche yo llevaba mi traje predilec-to.

Catherine se sintió incapaz de contestar, ydespués de iniciarse otros temas, Mrs. Allenvolvió a insistir:

—Realmente, no tengo paciencia con elgeneral. Un hombre que parecía tan amable...

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No creo, Mrs. Morland, que en todo el mundopueda encontrarse un hombre más educado.Las habitaciones que ocupaban fueron alquila-das al día siguiente de que se marchase con sufamilia. Claro, no podía ser de otro modo tra-tándose de Milsom Street.

Camino nuevamente de la casa, Mrs.Morland trató nuevamente de animar a su hijadiciéndole la bendición que suponía tener unosamigos tan formales y bienintencionados comolos Allen, tras lo cual añadió que la descortesíay la negligencia manifestadas por unos merosconocidos como los Tilney no deberían preocu-par a quien, como ella, conservaba el afecto desus amistades de tantos años. Tales manifesta-ciones se basaban, sin duda, en el sentido co-mún, pero como quiera que existen momentosy situaciones en que el sentido común tienepoco ascendiente sobre la razón humana, lossentimientos de Catherine fueron rebatiendouna a una todas las consideraciones expuestaspor su madre. La felicidad de la muchacha de-

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pendía de la actitud que de allí en adelanteadoptaran sus nuevas amistades, y en tantoMrs. Morland procuraba confirmar sus teoríascon justas y bien fundadas razones, Catherine,dando rienda suelta a su imaginación, imagi-naba a Henry ya de regreso a Northanger, ente-rado de la ausencia de su amiga y, quizá, em-prendiendo con el resto de la familia el viaje aHereford.

Catherine era de gustos sedentarios, yaun cuando nunca había sido muy hacendosa,su madre no podía por menos de reconocer queestos defectos se habían agravado considera-blemente durante la ausencia. Desde su regresola muchacha no acertaba a estarse quieta unsolo instante ni a ocuparse de quehacer algunopor más de diez minutos. Recorría el jardín y lahuerta una y otra vez, como si el movimientofuese la única manifestación de su voluntad,hasta el punto de preferir pasear por la casa apermanecer tranquila en la sala. Este cambio sehacía más evidente aún en lo que a su estado de

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ánimo se refería. Su intranquilidad y su perezapodían interpretarse como una manifestacióncaricaturizada de su propio ser; pero aquel si-lencio, aquella tristeza, eran el reverso de lo queantes había sido. Por espacio de dos días, Mrs.Morland no hizo comentario alguno sobre ello,pero al observar que tres noches sucesivas dedescanso no lograban devolver a Catherine suhabitual alegría, ni aumentar su actividad, nidespertar su gusto por las labores de la aguja,se vio obligada a amonestarla suavemente, di-ciendo:

—Mucho me temo, querida hija, que co-rres peligro de convertirte en una señora ele-gante. No sé cuándo vería el pobre Richardterminadas sus corbatas si no contara con másamigas que tú. Piensas demasiado en Bath, ydebes tener en cuenta que hay un tiempo paracada cosa. Los bailes y las diversiones tienen elsuyo, y lo mismo el trabajo. Has disfrutado unabuena temporada de lo primero y es hora deque trates de ocuparte en algo serio.

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Catherine buscó enseguida su labor, ase-gurando, con aire desconsolado, que no pensa-ba en Bath.

—Entonces estás preocupada por la con-ducta del general Tilney, y haces mal, porquees muy posible que jamás vuelvas a verle. Nodebemos angustiarnos por semejantes peque-ñeces. —Luego, a continuación de un brevesilencio, añadió—: Yo espero, mi querida Cat-herine, que las grandezas de Northanger no tehabrán convertido en una persona descontentacon tu vida. Todos debemos procurar estar sa-tisfechos allí donde nos encontremos, y másaún en nuestro propio hogar, que es donde mástiempo estamos obligados a permanecer. Nome gustó oírte hablar con tanto entusiasmomientras desayunábamos del pan francés queos daban en Northanger.

—Pero ¡si para mí el pan no tiene impor-tancia! Lo mismo me da comer una cosa queotra.

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—En uno de los libros que tengo arribahay un estudio muy interesante acerca del te-ma. En él se habla precisamente de esos seres aquienes amistades de posición económica máselevada que la suya incapacitaron para adap-tarse a sus circunstancias familiares. Se titula Elespejo, si mal no recuerdo. Lo buscaré para quelo leas. Seguramente encontrarás en él consejosde provecho.

Catherine no contestó y, deseosa de en-mendar su reciente conducta, se aplicó a la la-bor; pero a los pocos minutos recayó, sin darseella misma cuenta, en el mismo estado de áni-mo que deseaba combatir. Sintió pereza y lan-guidez, y la irritación que su cansancio le pro-ducía la obligó a dar más vueltas en la silla quepuntadas en su trabajo. Se apercibió de elloMrs. Morland, y convencida de que las miradasabstraídas y la expresión de descontento de suhija obedecían al estado de ánimo a que antesaludiera, salió precipitadamente de la habita-ción en busca del libro con que se proponía

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combatir tan terrible mal. Transcurrieron variosminutos antes de que lograra encontrar lo quedeseaba, y habiéndola detenido otros aconte-cimientos familiares, resultó que hasta pasadoun buen cuarto de hora no le fue posible bajarde nuevo, armada, eso sí, de la obra que tanprácticos resultados debía lograr. Habiéndolaprivado sus quehaceres en el piso superior deoír ruido alguno fuera de sus habitaciones, ig-noraba que durante su ausencia había llegado ala casa una visita, y al entrar en el salón encon-tróse cara a cara con un joven completamentedesconocido. El recién llegado se levantó respe-tuosamente de su asiento, mientras Catherine,turbada, le presentaba a su madre:

—Mr. Tilney...Henry, con el azoramiento propio de un

carácter sensible, comenzó por disculpar supresencia y reconociendo que, después de loocurrido, no tenía derecho a esperar un cordialrecibimiento en Fullerton, excusando su intru-sión con el deseo de saber si Miss Morland

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había tenido un viaje satisfactorio. El joven nose dirigía, por fortuna, a un corazón rencoroso.Mrs. Morland, lejos de culpar a Henry y a suhermana de la descortesía del general, sentíapor ellos una marcada simpatía, y atraída por elrespetuoso proceder del muchacho, contestó asu saludo con natural y sincera benevolencia,agradeciendo el interés que mostraba por suhija, asegurándole que su casa siempre estabaabierta para los amigos de sus hijos y rogándoleque no se refiriera para nada al pasado. Henryse apresuró a obedecer dicho ruego, pues auncuando la inesperada bondad de la madre deCatherine lo relevaba de toda preocupación eneste aspecto, por el momento no encontrabapalabras adecuadas con que expresarse. Silen-cioso, ocupó nuevamente su asiento y se limitóa contestar con cortesía a las observaciones deMrs. Morland acerca del tiempo y el estado delos caminos. Mientras tanto, la inquieta, ansiosay, con todo, feliz Catherine, los contemplabamuda de satisfacción, revelando con la anima-

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ción de su rostro que aquella visita bastaba porsí sola para devolverle su perdida tranquilidad.Contenta y satisfecha de aquel cambio, Mrs.Morland dejó para otra ocasión el primer tomode El espejo, destinado para la curación de suhija.

Deseosa luego de recabar el auxilio deMr. Morland, no sólo para alentar, sino paradar conversación a Henry, cuya turbacióncomprendía y lamentaba, la madre de Catheri-ne envió a uno de los niños en busca de su ma-rido. Desgraciadamente, éste se hallaba fuerade casa, y la excelente señora se encontró, des-pués de un cuarto de hora, con que no se leocurría nada que decir al visitante. Tras unosminutos de silencio, Henry, volviéndose haciaCatherine por primera vez desde que entraraMrs. Morland en el salón, preguntó con vivointerés si Mr. y Mrs. Allen se hallaban de regre-so en Fullerton, y tras lograr desentrañar de lasfrases entrecortadas de la muchacha la respues-ta afirmativa, que una palabra habría bastado

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para expresar, se mostró decidido a presentar adichos señores sus respetos. Luego, un pocoturbado, rogó a Catherine le indicase el caminode la casa.

—Desde esta ventana puede usted verla,caballero —intervino Sarah, que no recibió máscontestación que un ceremonioso saludo porparte del joven y una señal de reconvención porparte de su madre.

Mrs. Morland, creyendo probable quetras la intención de saludar a tan excelentesvecinos se ocultara un deseo de explicar a Cat-herine la conducta de su padre —explicaciónque Henry habría encontrado más fácil ofrecera solas a la muchacha—, trataba de arreglar lascosas de modo que su hija pudiera acompañaral joven. Así fue, en efecto. Apenas iniciado elpaseo quedó demostrado que Mrs. Morlandhabía acertado con los motivos que animaban aHenry a tener una entrevista a solas con suamiga. No sólo necesitaba disculpar la conduc-ta de su padre, sino la suya propia, acertada-

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mente hizo esto último de forma que paracuando llegaron a la propiedad de los Allen,Catherine hubiera recibido una consoladora ygrata justificación. Henry hizo que se sintiesesegura de la sinceridad de su amor y solicitó laentrega del corazón que ya le pertenecía porcompleto; cosa que por otra parte, no ignorabael muchacho, hasta el punto de que aun sin-tiendo por Catherine un afecto profundo, com-placiéndole las excelencias de su carácter y de-leitándole su compañía, preciso es confesar quesu cariño hacia ella partía en primer lugar, deun sentimiento de gratitud. En otras palabras:que la certeza de la parcialidad que por él mos-traba la muchacha fue lo primero que motivó elinterés de Henry. Es ésta una circunstancia po-co corriente y algo denigrante para una heroí-na, y si en la vida real puede considerarse comoextraño tal procedimiento, estaré en condicio-nes de atribuirme los honores de la invención.

Una corta visita a Mrs. Allen, en la queHenry se expresó con una absoluta falta de sen-

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tido, y Catherine, entregada a la consideraciónde su inefable dicha, apenas despegó los labios,permitió a la joven pareja reanudar al pocotiempo su estático téte-a-téte. Antes de que ésteterminara supo con certeza la muchacha hastaqué punto estaba sancionada la declaración deHenry por la autoridad paterna del general. Leexplicó él cómo a su regreso de Woodston, dosdías antes, se había encontrado con su padre enun lugar próximo a la abadía, y cómo éste lehabía informado de la marcha de Miss Mor-land, advirtiéndole al mismo tiempo que leprohibía volver a pensar en ella.

Éste era el único permiso, a cuyo amparosolicitaba el honor de su mano. Catherine nopudo por menos de alegrarse de que el joven,afianzando antes su situación mediante unasolemne y comprometedora promesa, le hubie-ra evitado la necesidad de rechazar su amor alenterarse de la oposición del general. A medidaque Henry iba adornando de prolijos detallessu relato y explicando las causas que habían

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motivado la conducta de su padre, los senti-mientos de pesar de la muchacha fueron con-virtiéndose en triunfal satisfacción. El generalno encontraba nada de qué acusarla, ni imputa-ción que hacerle. Su ira se fundaba única y ex-clusivamente en haber sido ella objeto incons-ciente de un engaño que su orgullo le impedíaperdonar y que habría debido avergonzarse desentir. El pecado de Catherine consistía en sermenos rica de lo que el general había supuesto.Impulsado por una equivocada apreciación delos derechos y bienes de la muchacha, el padrede Henry había perseguido la amistad de éstaen Bath, solicitando su presencia en Northangery decidido que, con el tiempo, llegara a ser suhija política. Al descubrir su error, no hallómedio mejor de exteriorizar su resentimiento ysu desdén que echarla de su casa.

John Thorpe había sido causa directa delengaño sufrido por Mr. Tilney. Al observar unanoche en el teatro de Bath que su hijo dedicabauna atención preferente a Miss Morland, había

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preguntado a Thorpe si conocía a la muchacha.John, encantado de hablar con un hombre detanta importancia, se había mostrado muy co-municativo, y como quiera que se hallaba enespera de que Morland formalizara sus relacio-nes con Isabella, y estaba, además, resuelto acasarse con la propia Catherine, se dejó arras-trar por la vanidad propia de él e hizo de lafamilia Morland una descripción tan exageradacomo falsa. Aseguró que los padres de la mu-chacha poseían una fortuna superior a la que supropia avaricia le impulsaba a creer y desear.La vanidad del joven era tal, que no admitíauna relación directa o indirecta con personaalguna que no gozara de prestigio y categoríasocial, atribuyéndole ambas cosas cuando asíconvenía a su interés y a su amistad. La posi-ción de Morland, por ejemplo, exagerada en unprincipio por su amigo, iba haciéndose máslucida a medida que se afianzaba su situacióncomo novio de Isabella. Con duplicar, en obse-quio de tan solemne momento, la fortuna que

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poseía Mr. Morland, triplicar la suya propia,dejar entrever la seguridad de una herenciaprocedente de un pariente acaudalado y deste-rrar del mundo de la realidad a la mitad de lospequeños Morland, logró convencer al generalde que la familia de John gozaba de una posi-ción envidiable. Adornó el caso de Catherine —objeto de la curiosidad de Mr. Tilney y de suspropias y especuladoras aspiraciones— de de-talles más gratos aún, asegurando que a la dotede diez o quince mil libras que debía recibir desu padre podía añadirse la propiedad de Mr. yMrs. Allen. La amistad que dichos señores ma-nifestaban hacia la muchacha habíale sugeridola idea de una probable herencia, y ello bastópara que hablara de Catherine como presuntaheredera de la propiedad de Fullerton.

El general, que ni por un instante dudóde la autenticidad de aquellos informes, habíaobrado de acuerdo con ellos. El interés que porla familia Morland manifestaba Thorpe, y queaumentaba la inminente unión matrimonial de

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Isabella, y sus propias intenciones respecto deCatherine —circunstancias de las que hablabacon igual seguridad y franqueza—, le parecie-ron al general garantía suficiente de las mani-festaciones hechas por John, a las que pudoañadir otras pruebas convincentes, tales comola falta de hijos y la indudable posición de losAllen, y el cariño e interés que por Miss Mor-land éstos demostraban. De lo último pudocerciorarse por sí solo Mr. Tilney una vez enta-blada relación de amistad con los Allen, y suresolución no se hizo esperar. Tras adivinar porla expresión de su hijo la simpatía que a ésteinspiraba Miss Morland, y animado por losinformes de Mr. Thorpe, decidió casi instantá-neamente hacer lo posible para desbaratar lasjactanciosas pretensiones de John y destruir susesperanzas. Por supuesto, los hijos del generalpermanecían tan ajenos a la trama que éste fra-guaba como la propia Catherine. Henry y Elea-nor, que no veían en la muchacha nada capazde despertar el interés de su padre, se asombra-

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ron ante la precipitación, constancia y extensiónde las atenciones que éste le dirigía, y si bienciertas indirectas con que acompañó la ordendada a su hijo de asegurarse el cariño de la chi-ca hicieron comprender a Henry que el ancianodeseaba que se realizara aquella boda, no cono-ció los motivos que lo habían impulsado a pre-cipitar los acontecimientos hasta después de suentrevista con su padre en Northanger. Mr.Tilney se había enterado de la falsedad de sussuposiciones por la misma persona que le habíaproporcionado los primeros datos, John Thor-pe, a quien encontró en la capital, y que, influi-do por sentimientos contrarios a los que leanimaban en Bath, irritado por la indiferenciade Catherine y, más aún, por el fracaso de susgestiones para reconciliar a Morland y a Isabe-lla; convencido de que dicho asunto no se arre-glaría jamás, y desdeñando una amistad quepara nada le servía ya, se había apresurado acontradecir cuanto había manifestado al gene-ral respecto de la familia Morland, reconocien-

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do que se había equivocado en lo que a las cir-cunstancias y carácter de ésta se refería. Hizocreer al padre de Henry que James lo habíaengañado en cuanto a la verdadera posición deque disfrutaba su padre, y cuya falsedad de-mostraban unas transacciones llevadas a caboen las últimas semanas. Sólo así se explicaba elque, después de haberse mostrado dispuesto afavorecer una unión entre ambas familias conlos más generosos ofrecimientos, Mr. Morlandse hubiera visto obligado, formalizadas ya lasrelaciones, a confesar que no le era posible ofre-cer a los jóvenes novios el más insignificanteapoyo y protección. El narrador astuto adornósu relato con nuevas revelaciones, asegurandoque se trataba de una familia muy necesitada,el número de cuyos hijos pasaba de lo usual ycorriente; que no disfrutaba del respeto y con-sideración del vecindario y, al fin, que, comohabía podido comprobar personalmente, lleva-ba un tren de vida que no justificaban los me-dios económicos con que contaba, por lo que

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procuraba mejorar su situación relacionándosecon personas acaudaladas. En definitiva, le dijoque se trataba de gente irresponsable, jactancio-sa e intransigente.

El general, aterrorizado, le había pedidoentonces informes de la vida y el carácter de losAllen, y también a propósito de este matrimo-nio modificó Thorpe su primera declaración.Mr. y Mrs. Allen conocían demasiado a losMorland por haber sido vecinos durante largotiempo. Por lo demás, Thorpe aseguró que co-nocía al joven destinado a heredar los bienes delos supuestos protectores de Catherine. No fuepreciso nada más. Furioso con todos menosconsigo mismo, Mr. Tilney había regresado aldía siguiente a la abadía para poner en prácticael plan que ya conocemos.

Dejo a la sagacidad de mis lectores el adi-vinar lo que de todo esto pudo referir Henry aCatherine aquella tarde y el determinar los de-talles que respecto a este asunto le fueron co-municados por su padre, los que dedujo por

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intuición propia y los que reveló James mástarde en una carta. Yo los he reunido en unasola narración para mayor comodidad de mislectores; éstos, si lo desean, podrán luego sepa-rarlos a su antojo. Bástenos por el momentosaber que Catherine quedó convencida de queal sospechar al general capaz de haber asesina-do o secuestrado a su mujer no había interpre-tado erróneamente su carácter ni exagerado sucrueldad.

Henry, por otra parte, sufrió al revelar es-tas cosas de su padre tanto como al enterarse deellas. Se avergonzaba de tener que exponersemejantes ruindades. Además, la conversaciónsostenida en Northanger con el general habíasido extremadamente violenta. Tanto o másque la descortesía de que había sido víctimaCatherine y las pretensiones interesadas de supadre le indignaba el papel que se le tenía re-servado. Henry no trató de disimular su dis-gusto, y el general, acostumbrado a imponer suvoluntad a toda la familia, se molestó ante una

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oposición que, además, estaba afianzada en larazón y en los dictados de la conciencia. Su iraen tales circunstancias disgustaba, sin intimi-dar, a Henry, a quien un profundo sentido de lajusticia reafirmó en su propósito. El joven seconsideraba comprometido con Miss Morland,no sólo por los lazos del afecto, sino por losmandatos del honor, y, convencido de que lepertenecía el corazón que en un principio se lehabía ordenado conquistar, se mostró decididoa guardar fidelidad a Catherine y a cumplir conella como debía, sin que lograra hacerle desistirde su proyecto ni influir en sus resoluciones laretractación de un consentimiento tácito ni losdecretos de un injustificable enojo.

Henry luego se había negado rotunda-mente a acompañar a su padre a Herfordshire,tras lo cual anunció su decisión de ofrecer suporvenir a la muchacha. La actitud de su hijohabía encolerizado más aún al general, que seseparó de ambos sin más explicación.

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Henry, presa de la agitación que es desuponer, había regresado a Woodston, paradesde allí emprender, a la tarde siguiente, viajea Fullerton.

Cuando Mr. y Mrs. Morland supieronque Henry solicitaba la mano de Catherine sellevaron una sorpresa considerable. Ningunode los dos había sospechado la existencia detales amores, pero como, al fin y al cabo, nadapodía parecerles más natural que el que su hijainspirase tal sentimiento, no tardaron en consi-derar el hecho con la feliz complacencia quemerecía y no opusieron la menor objeción. Losdistinguidos modales del joven y su buen sen-tido eran recomendación suficiente, para ellos,y como nada malo sabían de él, no se creían enla obligación de suponer que no fuera una bue-na persona. Por lo demás, opinaban que no eranecesario verificar el carácter de quien suplíacon su buena voluntad la falta de experiencia.

—Catherine será un ama de casa algo in-experta y alocada —observó Mrs. Morland,

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consolándose luego al recordar que no hay me-jor maestro que la práctica.

No existía, en suma, más que un obstácu-lo, sin cuya resolución, sin embargo, no estabandispuestos a autorizar aquellas relaciones. Eranpersonas de carácter comedido, pero de princi-pios inalterables, y mientras el padre de Henrysiguiera prohibiendo terminantemente losamores de su hijo, ellos no podían dar su con-formidad ni su consentimiento. No eran lo bas-tante exigentes para pretender que el general seadelantara a solicitar aquella alianza, ni siquie-ra que de corazón la desease, pero sí considera-ban indispensable una autorización convencio-nal, que una vez lograda, como era de esperar,se vería en el acto apoyada por su sincera apro-bación. El «consentimiento» era lo único quepretendían, ya que en cuanto a «dinero», ni loexigían, ni lo deseaban. La carta matrimonial desus padres aseguraba, al fin y al cabo, el porve-nir de Henry, y la fortuna que por el momentodisfrutaba bastaba para procurar a Catherine la

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independencia y la comodidad necesarias. In-dudablemente, aquella boda era por demásventajosa para la muchacha.

La decisión de Mr. y Mrs. Morland nopodía sorprender a los enamorados. Lo lamen-taban, pero no podían oponerse a ello, y se se-pararon con la esperanza de que, al cabo depoco tiempo, se operara en el ánimo del generalun cambio que les permitiera gozar plenamentede su privilegiado amor. Henry se reintegró alo que ya consideraba como su único hogar,dispuesto a ocuparse en el embellecimiento dela casa que algún día esperaba ofrecer a suamada, en tanto que Catherine se dedicaba allorar su ausencia. No es cosa que nos importeaveriguar si los tormentos de aquella separa-ción se vieron amortiguados por una corres-pondencia clandestina. Tampoco pretendieronsaberlo Mr. y Mrs. Morland, a cuya bondad sedebió que no les fuese exigida a los noviospromesa alguna en ese sentido y que siempre

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que Catherine recibía alguna carta se hicieranlos distraídos.

Tampoco es de suponer que la inquietud,lógica dado tal estado de cosas, que sufrieronpor entonces Henry, Catherine y cuantas per-sonas los querían, se hiciese extensiva a mislectores; en todo caso, la delatora brevedad delas páginas que restan es prueba de que nosacercamos a un dichoso y risueño final. Sóloresta conocer la manera en que se desarrollóesta historia y se llegó a la celebración de laboda, y cuáles fueron las circunstancias que alfin influyeron sobre el ánimo del general. Elprimer hecho que favoreció el feliz desenlacede esta novela fue el matrimonio de Eleanorcon un hombre de fortuna y sólida posición.Dicho acto, que se efectuó en el transcurso delverano, provocó en el general un estado per-manente de buen humor, que su hija aprovechópara obtener de él, no sólo que perdonase aHenry, sino que lo autorizase a, según palabras

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de su propio padre, «hacer el idiota» si así lodeseaba.

El hecho de casarse Eleanor y de verseapartada por un matrimonio de los males que asu permanencia en Northanger acompañabansatisfará a todos los conocidos y amigos de tanbella joven. A mí me produjo sincera alegría.No conozco a persona alguna más merecedorade felicidad ni mejor preparada a ello debido asu largo sufrir, que Miss Tilney, cuya preferen-cia por su prometido no era de fecha reciente.Los separó por largo tiempo la modesta posi-ción del enamorado, pero tras heredar éste,inesperadamente, título y fortuna, quedaronallanadas las dificultades que a la dicha de am-bos se oponían.

Ni en los días en que más aprovechó sucompañía, su abnegación y su paciencia quisotanto a su hija el general como en el momentoen que por primera vez pudo saludarla por sunuevo título. El marido de Eleanor era, por to-dos los conceptos, digno del cariño de la joven,

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pues independientemente de su nobleza, sufortuna y su afecto, gozaba de la simpatía detodos aquellos que lo conocían. Era, según cri-terio general, «el chico más encantador delmundo», y no necesito extenderme más, por-que seguramente ninguna lectora que al leeresto no haya evocado la imagen del «chico másencantador del mundo». En lo que a éste enparticular se refiere, sólo añadiré —y sé perfec-tamente que las reglas de la composición pro-híben la introducción de caracteres que no tie-nen relación con la fábula— que el caballero encuestión fue el mismo cuyo negligente criadoolvidó ciertas facturas tras una prolongada es-tancia en Northanger, y que fueron, con eltiempo, la causa de que mi heroína se vieralanzada a una de sus más serias aventuras.

Sirvió de apoyo a la petición que a favorde su hermano hicieron los vizcondes al gene-ral una nueva rectificación del estado económi-co de Mr. y Mrs. Morland.

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Ésta sirvió para demostrar que tan equi-vocado había estado Mr. Tilney al juzgar cuan-tiosa la fortuna de la familia de Catherine comoal creerla luego completamente nula. Pese a lodicho por Thorpe, los Morland no andaban tanescasos de bienes que no les fuera posible dotara su hija en tres mil libras esterlinas. Tan satis-factoria resolución de sus recientes temorescontribuyó a dulcificar el cambio de opiniónmanifestado por el general, a quien, además, leprodujo un efecto excelente la noticia de que lapropiedad de Fullerton, que era exclusivamentede Mr. Allen, se hallaba abierta a todo génerode avariciosa especulación.

Animado por todo esto, el general, pocodespués de la boda de Eleanor, se decidió arecibir a Henry nuevamente en Northanger y aenviarle luego a casa de su prometida con unmensaje de autorización a la boda. El consenti-miento iba dirigido a Mr. Morland en unascuartillas llenas de frases corteses y triviales.Poco tiempo después se celebró la ceremonia

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que en ellas se autorizaba. Se unieron en ma-trimonio Henry y Catherine, sonaron las cam-panas y todos los presentes se alegraron. Si seconsidera que todo esto ocurría antes de cum-plirse doce meses desde el día en que por vezprimera se conocieron los cónyuges, hay quereconocer que, a pesar de los retrasos que hubode sufrir la boda a causa de la cruel conductadel general, ésta no perjudicó gravemente a losnovios. Al fin y al cabo, no es cosa tan terribleempezar a ser completamente feliz a la edad deveintiséis y dieciocho años, respectivamente, ypuesto que estoy convencida de que la tiraníadel general, lejos de dañar aquella felicidad, lapromovió, permitiendo que Henry y Catherinelograran un más perfecto conocimiento mutuoal mismo tiempo que un mayor desarrollo delafecto que los unía, dejo al criterio de quien porello se interese decidir si la tendencia de estaobra es recomendar la tiranía paterna o recom-pensar la desobediencia filial.