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Auge, Marc - Por Una Antropología de La Movilidad

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Los nómadas de los estudios etnológicos clásicos poseen sentido del lugar y del territorio, del tiempo y del retorno. Este nomadismo es por tanto diferente del que metafóricamente es utilizado para denominar la movilidad actual, «sobremoderna», cuando «sobre» designa la sobreabundancia de causas que complica el análisis de los efectos.La movilidad sobremoderna se expresa en los movimientos de población, en la comunicación general instantánea y en la circulación de los productos, las imágenes y las informaciones. Esta movilidad sobremoderna se corresponde también con un cierto número de valores (desterritorialización e individualismo) cuya imagen nos es proporcionada hoy por los deportistas de élite o los grandes artistas.La movilidad sobremoderna se corresponde además, en gran medida, con la ideología del sistema de la globalización, una ideología de la apariencia, de la evidencia y del presente que tiene capacidad de recuperar a todos los que intentan analizarla o criticarla. Aquí se pretende presentar algunos de sus aspectos al examinar unas nociones claves : frontera, urbanización, migración, viaje y utopía .

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M arc Augé

POR UNA ANTROPOLOGÍA DE LA MOVILIDAD

V?x

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POR UNA ANTROPOLOGÍADE LA MOVILIDAD

Marc Augé

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Diseño de la colección: Sylvia Sans

Primera edición: octubre de 2007, Barcelona

© Editorial Gedisa, S.A.Avda. Tibidabo, 12, 3.°08022 Barcelona (España)Tel. 93 253 09 04 Fax 93 253 09 05Correo electrónico: [email protected] http://www.gedisa.com

ISBN: 978-84-9784-235-8 Depósito legal: B. 44635-2007

Impreso por Romanyá Valls

Impreso en España Printed in Spain

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualqu ier m edio de impresión, en forma idéntica, extractada o m odif icada , en castellano o en cualquier otro idioma.

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VisiónoXSerie aniversario 30 años

Visión 3X es una serie conmemorativa de X X X años de edición continuada. De crecimiento en la elaboración de con­tenidos y su expansión a lo largo y ancho de la geografía espa­ñola y por supuesto de toda América Latina.

V3X es también mirar hacia dentro, atravesar la piel y ver los huesos de nuestras estructuras y marcas más sólidas. También es una forma de la mirada, es alzar la vista mientras nos damos la vuelta y oteamos nuestros orígenes para entenderlos. A su vez, este artilugio nos permite girar sobre nosotros mismos, levantar de nuevo los ojos y mirar el futuro a través de la pala­bra que explora y especula. Nuestro artefacto es limitado, su capacidad está dada por las huellas de su historia. Permite ver el interior pero tiene un límite en sus aumentos: treinta años hacia atrás y treinta años hacia delante, y, sin embargo, creemos since­ramente que los selectos invitados que han hecho uso de él le han sacado sus máximas potencialidades.

Gedisa, orgullosa de sí misma y de sus autores, invita a fes­tejar este 30 aniversario con todo el mundo lector que esté dis­puesto a ser sacudido por la mirada crítica que los autores de V3X nos proponen: Marc Augé, Manuel Cruz, Roger Chartier, Néstor García Canclini, Ferran Mascarell, Josep Ramoneda y George Yúdice.

Editorial Gedisa, 2007

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índice

Nota previa ............................ ........................... ..... 11

I. El concepto de frontera . . .......................... ..... 17II. La urbanización del m undo....................... ..... 25III. La distorsión de la percepción................... ..... 41IV. El escándalo del turismo ............................ .....57V. El desplazamiento de la u to p ía ................. .....73VI. Plantearse el concepto de movilidad . . . . . 85

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Nota previa

La historia de Gedisa se sitúa en el tiempo uniendo dos períodos que no coinciden exactamente con el final del siglo XX y el inicio del XXI: fue al principio de los 80 cuando en algunos países —entre ellos Francia- empe­zaron a notar los problemas originados por una falta de reflexión acerca del fenómeno migratorio. Casi en el mismo período se pudo ver cómo se sustituyó el len­guaje de la caridad internacional por arrebatos de opti­mismo en los discursos de la política de desarrollo. Fue necesario esperar hasta los años 90 para oír hablar de «net economy» y sólo a partir de entonces se empeza­ron a plantear todos los trastornos provocados por la revolución de la comunicación y a percibir, en la prác­tica, el significado de las expresiones «globalización»o «urbanización del planeta». De la misma manera, a lo largo de los años 90, las consecuencias de la guerra

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Por una antropología de la movilidad

fría dibujaron, a ojos de un extenso público, una nueva imagen del mundo que, progresivamente, iba adop­tando unos nuevos polos de desarrollo planetario. También el terrorismo internacional es anterior a los años 80, pero el auge del terrorismo religioso supone, -sobre todo con la toma del poder de Irán por parte de Khomeiny-, indiscutiblemente, el comienzo de una nueva etapa en la historia mundial que, anteriormen­te, no podía imaginarse en absoluto y que dista de estar finalizada.

Todas las contradicciones contra las que nos debati­mos ahora surgieron en el período de los 70 y los 80. Sin embargo, hoy en día somos más capaces de definir los diferentes aspectos y de tratar de relacionarlos. Mi itinerario como antropólogo resulta, desde este punto de vista, significativo: durante los años 60, poco des­pués de las Independencias, la observación etnológica seguía siendo tradicional, aunque empezara a suponer el tener en cuenta la política de modernización y de desarrollo. Este relativo optimismo, demasiado sim­ple, tuvo una escasa duración, desde el momento en que se tuvo que comprender que el mundo desarrolla­do y el conjunto de los llamados mundos «subdesarro- llados» estaban comprendidos en una misma historia,

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en una misma lógica económica y en un mismo proce­so de aceleración tecnológica, los cuales, evidentemen­te, no tenían los mismos efectos en todos los lugares y multiplicaban las contradicciones, a pesar del optimis­mo infantil de los defensores de la teoría del «fin de la historia». Sin lugar a dudas, ha llegado el momento de volver atrás, a través de todos estos cambios, para tra­tar de comprenderlos, así como de analizar esta cues­tión para intentar situarnos. ¿Adonde vamos? Es difícil dar una respuesta con seguridad, pero «situarnos» -es decir, partir de una medida de tipo espacial para ima­ginar el porvenir y el camino que deberá seguirse en el tiempo-, de ahora en adelante, no sólo será posible sino también indiscutiblemente necesario. En nuestro mundo, que se encuentra en movimiento, el antropólo­go puede participar de este esfuerzo necesario, al refle­xionar acerca de lo que, hoy en día, podría ser una nueva antropología del espacio y de la movilidad.

Parts, septiembre de 2007

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Los estudios tradicionales de etnología señalaban que los nómadas tenían sentido del lugar, del territorio y del tiempo, así como del regreso. Por tanto, esta idea de nomadismo es distinta del concepto actual, que emplea el mismo nombre, a modo de metáfora, a la hora de hablar de la movilidad «sobremoderna». La partícula sobre en este adjetivo debe ser entendida con el sentido que le confieren Freud y Althusser en la expresión «sobredeterminación», o bien en el sentido del término inglés over. Se refiere a la existencia de una superabundancia de causas, que hace que el aná­lisis de sus efectos sea complejo.

La movilidad sobremoderna se refleja en el movi­miento de la población (migraciones, turismo, movili­dad profesional), en la comunicación general instantá­nea y en la circulación de los productos, de las imáge-

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nes y deja información. Asimismo, señala la parado­ja de un mundo en el que, teóricamente, se puede hacer todo sin moverse y en el que, sin embargo, la población se desplaza.

Esta movilidad sobremoderna se debe a una serie de valores (como la desterritorialización y el indivi­dualismo) que los grandes deportistas y artistas -en­tre otros- ejemplifican. Sin embargo, existen nume­rosas excepciones: por un lado, cuenta con ejemplos de sedentarismo forzado y, por otro, de reivindicacio­nes de territorialidad. Nuestro mundo, pues, está lleno de barreras territoriales o ideológicas.

Es preciso añadir que la movilidad sobremoderna responde en gran medida a la ideología del sistema de la globalización: una ideología de la apariencia, de la evidencia y del presente, dispuesta incluso a volver a captar a todos los que tratan de analizarla o criticarla. Así pues, aquí se tratará de presentar algunos aspec­tos mediante el examen de algunos conceptos clave, como frontera, migración, viaje y utopía.

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El concepto de frontera

Si pensar en el concepto de frontera resulta útil es por­que constituye el centro de la actividad simbólica que -según las teorías de Lévi-Strauss- se ha utilizado, desde la aparición del lenguaje, para dar un significa­do al universo y un sentido al mundo, a fin de que sea posible vivir en ellos. Sin embargo, esta actividad, por su propia naturaleza, ha consistido en oponer las dife­rentes categorías -como lo masculino y lo femenino, lo caliente y lo frío, la tierra y el cielo, lo seco y lo húmedo- y, de esta manera, dividir el espacio en sec­ciones a las que se concede el carácter de símbolos.

Es evidente que en el período histórico que atrave­samos hoy en día, ya no resulta tan necesario dividir el espacio, el mundo o al ser vivo para poder llegar a comprenderlos. Asimismo, el pensamiento científico ya no se basa en oposiciones binarias, sino que se

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esfuerza en actualizar la continuidad que existe bajo la aparente discontinuidad: por ejemplo, se centra en comprender y, quizás, en reconstruir el paso de mate­ria a vida. De la misma manera, el pensamiento democrático exige la igualdad entre sexos pero, más allá de esta igualdad, lo que se pide -y a que lo que se privilegia es la idea de individuo hum ano— es identi­ficar las funciones, los roles y las definiciones. Finalmente, la historia política del planeta también parece poner en tela de juicio las fronteras tradiciona­les, puesto que, por un lado, se ha instalado un mer­cado laboral mundial y, por otro, la tecnología de la comunicación parece borrar cada día más los obstácu- los relacionados con el tiem po y el espacio.

Sin embargo, somos perfectam ente conscientes de que la apariencia que pretenden dar la universaliza­ción y la globalización esconde numerosas desigual­dades. Asimismo, presenciamos cómo resurgen las fronteras, hecho que refuta la teoría del final de la his­toria. La oposición N orte/Sur sustituye a la antigua diferenciación entre países colonizadores y países colonizados. Las grandes m etrópolis del mundo están divididas en barrios ricos y «conflictivos» y, en ellas, se concentra toda la diversidad y las desigualdades del

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Man Áu&é

mundo. Incluso llega a haber, en ciertos continentes, ciudades y barrios privados. El modo de emigración de los países pobres hacia los países ricos suele ser bastante trágico, al mismo tiempo que los países ricos erigen muros para protegerse de los inmigrantes clan­destinos. Así pues, se están trazando nuevas fronteras -o, más bien, nuevas barreras— que tanto distinguen a los países pobres de los países ricos, como diferen­cian, en el interior de los países subdesarrollados o de los países emergentes, a los sectores ricos -que forman parte de la red de globalización tecnológica- de los demás. Por otro lado, aquellos que sueñan con que la humanidad forme una única sociedad y que consi­deran que su patria es el mundo tampoco pueden ignorar el fuerte hermetismo de las comunidades, las naciones, las etnias y demás -que quieren volver a alzar las fronteras—, ni la expansión del proselitismo de ciertas religiones, que sueñan con conquistar el planeta derrumbando la totalidad de las fronteras.

En el mundo «sobremoderno», en el que la veloci­dad del conocimiento, las tecnologías y el mercado se ha triplicado, cada día es mayor la distancia que sepa­ra la representación de una globalidad sin fronteras -que permitiría que los bienes, los hombres, las imá-

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genes y los mensajes circulasen sin ningún tipo de limitación— de la realidad del planeta, que se encuen­tra fragmentado, sometido a distintas divisiones, las cuales, si bien la ideología del sistema se esfuerza en negar, constituyen el centro del mismo. Por ello, se podría oponer la imagen de la ciudad mundial -o «metaciudad virtual», según la expresión de Paul Virilio— a las duras realidades de la ciudad-mundo: la primera está constituida por las vías de circulación y los medios de comunicación, los cuales encierran al planeta entre sus redes y difunden una imagen del mundo cada vez más homogénea; en la segunda, en

cambio, la población se condensa y, a veces, se produ­

cen enfrentamientos originados por las diferencias y

las desigualdades.La urbanización del mundo consiste en extender el

tejido urbano a lo largo de los ríos, así como en el inter­

minable crecimiento de las m egalopolis, que está más

acentuado en el Tercer Mundo. Este fenómeno consti­

tuye la realidad sociológica y geográfica de lo que se

conoce como universalización o globalización, infinita­

mente más compleja que la imagen de la globalidad

sin fronteras que representa, para algunos, una coarta­

da y, para otros, una quimera.

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Así pues, hoy en día sería necesario reconsiderar el concepto de frontera, esta realidad que no deja de negarse por un lado y, por el otro, de reafirmarse, aunque adoptando formas radicalizadas, consideradas como prohibidas y que conllevan la exclusión. Por tanto, para llegar a comprender las contradicciones que afectan a la historia contemporánea, la noción de frontera debe ser replanteada.

Una frontera no es una barrera, sino un paso, ya que señala, al mismo tiempo, la presencia del otro y la posibilidad de reunirse con él. Una gran cantidad de mitos señalan tanto la necesidad como los peligros que se encuentran en este tipo de zonas de paso: muchas culturas han tomado el límite y la encrucija­da como símbolos, como lugares concretos en los que se decide algo de la aventura humana, cuando uno parte en busca del otro. Hay fronteras naturales (mon­tañas, ríos, estrechos), fronteras lingüísticas y fronte­ras culturales o políticas, y lo que señalan es, en pri­mer lugar, la necesidad de aprender para comprender. Partiendo de este principio, queda claro que lo que han hecho ciertos grupos, movidos por su expansio­nismo, ha sido violar las fronteras para imponer su propia ley a otros grupos, aunque incluso este tipo de

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franqueamiento de las fronteras ha supuesto una serie de consecuencias para los que lo han cometido: Grecia, tras la derrota, civilizó Roma y contribuyó a su expansión intelectual; en África, tradicionalmente, los conquistadores adoptaban a los dioses de los pue­blos a los que habían vencido.

Las fronteras nunca llegan a borrarse, sino que vuelven a trazarse: es lo que nos enseña el avance del conocimiento científico, que desplaza, cada vez más, las fronteras de lo desconocido. Así pues, el saber científico -a diferencia de las cosmologías y las ideo­logías- nunca se concibe como absoluto, sino como un horizonte en el que se impondrán nuevas fronte­ras. Por tanto, en este sentido, la frontera responde a una dimensión temporal: es, quizás, la forma del por­venir, de la esperanza. He aquí lo que los ideólogos del mundo contemporáneo —los unos, demasiado optimistas; los otros, demasiado pesimistas y, que en cualquier caso, se exceden en su arrogancia— nunca deberían olvidar. No vivimos en un mundo concluido en el que tan sólo nos queda celebrar su perfección, pero tampoco se trata de un mundo irremediable­mente abandonado a la ley del más fuerte o del mas perturbado: vivimos en un mundo en el que, en pri-

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mer lugar, aún existe la frontera entre democracia y totalitarismo. Sin embargo, la misma idea de demo­cracia aún se encuentra inacabada, aún la tenemos que conquistar. Al igual que ocurre con la ciencia, lo que confiere su grandeza a la política de la democra­cia es que se basa en rechazar la idea de totalidad aca­bada y en fijar nuevas fronteras para que sean explo­radas y franqueadas.

Tanto en el concepto de globalización como en los planteamientos de aquellos que se apoyan en él, se encierra la idea de acabamiento del mundo y de para­lización del tiempo, que revelan una total falta de imaginación y una adherencia al presente, profunda­mente contrarias al espíritu científico y a la moral política.

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La urbanización del mundo

La urbanización del mundo es un fenómeno que los demógrafos pueden comparar con el paso a la agricultu­ra, es decir, con el paso del nomadismo y la caza al seden- tarismo. Sin embargo, resulta paradójico, ya que se trata de un fenómeno que no conlleva un nuevo modo de sedentarismo, sino nuevas formas de movilidad. Presenta dos aspectos, distintos pero complementarios:

a) El crecimiento de los grandes centros urbanos.b) La aparición de filamentos urbanos -tal y como lo

expresa el demógrafo Hervé Le Bras—, que fusionan entre sí a las ciudades situadas a lo largo de las vías de circulación, de los ríos o de las costas marítimas.

Este fenómeno traduce, en términos espaciales, lo que recibe el nombre de universalización, término que

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comprende tanto la globalización —la cual se caracte­riza por la extensión del mercado liberal y por el des­arrollo de los medios de circulación y de comunica­ción- como la planetarización —un tipo de conciencia de índole ecológica y social—. Cada día somos más conscientes de que el planeta en el que vivimos es un cuerpo físico que se encuentra en peligro, de la misma manera que conocemos las desigualdades, ya sean eco­nómicas o de cualquier otro tipo, que originan dife­rencias cada vez más insalvables entre los habitantes del mismo planeta. Por tanto, la conciencia planeta­ria puede definirse como desafortunada, en la medida en que percibe, por un lado, el modo en que el ser humano contribuye al mal estado del planeta y, por el otro, los riesgos que éste corre, tanto sociales como políticos, a causa de los conflictos relacionados con la situación de desigualdad.

El crecimiento y los filamentos urbanos producen cambios en el paisaje (cambios que también forman parte del concepto que se evoca al hablar de urbaniza­ción del mundo), aunque estemos más acostumbrados a la utilización de términos más tradicionales y a las imágenes a las que éstos iban ligados. Así pues, al hablar de urbanización del mundo nos referimos a

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dichas ideas de un modo un tanto automático, sobre todo cuando tratamos el tema de la violencia en las ciudades, los problemas de los jóvenes o la cuestión de la inmigración. En las descripciones que llevamos a cabo al tratar dichas cuestiones, la oposición ciu­dad/afueras —o, utilizando un lenguaje más geométri­co, centro/periferia— ocupa un lugar esencial. De esta manera, situamos en la «periferia» todos los proble­mas de la ciudad: pobreza, paro, deterioro del entor­no, delincuencia o violencia.

Sin embargo, las palabras nunca se emplean de un modo inocente, por lo que es necesario prestarles atención. La palabra periferia sólo puede tener sentido por estar relacionada con el «centro». Así pues, sole­mos asociar este término con las imágenes de miseria y de dificultades de las ciudades pero, comúnmente, solemos utilizar también el término plural afueras («las afueras de la ciudad»), como si quisiéramos señalar que el tejido urbano recibe este nombre en su totalidad; como si —al contrario de lo que afirmaba Pascal- todo fuera la circunferencia y el centro no se encontrara en ninguna parte.

Las periferias son zonas que rodean la ciudad, que se encuentran en oposición y enfrentadas las unas con

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las otras, en una situación de rivalidad continua y ale­jadas entre sí por una distancia tan grande como la que las separa de ese centro imaginario, en relación al cual se definen como «periferias».

Así pues, el vocabulario que se emplea al hablar de estas cuestiones no carece de importancia. El bulevar periférico de París desempeña, de alguna manera, el papel de las antiguas murallas, puesto que define el París «intra periférico», basándose en el modelo del París «intra muros». De esta manera, lo que se está definiendo es un centro que —por tratarse también de una entidad plural— se mantiene inalcanzable, aunque para los jóvenes de la periferia lo que mejor represen­taría el centro son la estación del RER (red de trenes de cercanías de París) de Chátelet Les Halles o los Campos Elíseos. Por tanto, las afueras —como térmi­no en plural- se definen por oposición a un centro imaginario, inexistente y fantasmáticamente desea­do. De la misma manera, la palabra integración -empleada, con demasiada frecuencia, como el Leitmotiv que señala que dicha «integración» es aún insuficiente— alude a un conjunto demasiado indefi­nido en el que, precisamente, es necesario integrarse, pero que, al mismo tiempo, sólo existe como una

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entidad abstracta y sólo puede definirse de un modo negativo, es decir, por lo que no es. El centro geográ­fico al que se refiere el término periferia y el conjunto sociológico que designa la palabra integración existen, principalmente, como negación -como lo que no son-, a través de las críticas que condenan y denun­cian los guetos, la marginalidad o la exclusión, así como para aquellos que se consideran excluidos y periféricos, para quienes dicho colectivo —al que no se niegan a pertenecer— y dicho centro -del que les gus­taría sentirse más cercanos— son elementos tan lejanos como inalcanzables. En resumen, se está utilizando un vocabulario antiguo para designar realidades nue­vas. El «cinturón rojo» de París designaba, hasta la década de I960, a las periferias obreras que votaban a la izquierda y que sostenían al Partido Comunista. Renault y Boulogne-Billancourt constituían el emplazamiento de una «ciudadela obrera». Asimismo, la geografía social podía definirse en tér­minos simples, demasiado simples sin lugar a dudas. Pero, sea como fuere, hoy en día ya se encuentran obsoletos.

La periferia tiene un sentido geográfico, pero tam­bién político y social: así pues, periferia no es sinóni-

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mo de afueras, ya que, en las afueras, hay barrios ele­gantes, de la misma manera que, en los antiguos cen­tros de las ciudades -como ocurre en Chicago, Marsella o París- hay barrios que podrían ser propios de la periferia. En las ciudades del Tercer Mundo, los barrios expuestos a la precariedad y a la pobreza -ya se trate de las favelas o de cualquier otro tipo- sue­len infiltrarse en el centro de la ciudad para derruir los impedimentos que, como si se tratase de acanti­lados, les impiden entrar en los barrios ricos -donde el acceso está reservado— y acaban por inundarlos, avanzando entre los monumentos de la riqueza y del poder como si de un océano de miseria se tratase. Sin embargo, este tipo de formas «periféricas» no son propias únicamente del Tercer Mundo: el problema de la vivienda y de la pobreza urbana existe incluso en el corazón de las megalopolis occidentales más impre­sionantes: así como en África o en América Latina hay barrios privilegiados, directamente conectados a las redes mundiales, también hay algunas zonas no cua­lificadas y descalificadas, en las que los individuos del Cuarto Mundo —que se encuentran en un estado de perdición cada vez mayor— se refugian de la clandes­tinidad y de la precariedad. Por tanto, lo que se pone

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Man A u^é

en tela de juicio es lo que Paul Virilio, ya en 1984, llamaba «una degradación de lo urbano» en su libro El espacio crítico. Esta degradación va ligada al paro, a la política de deslocalización de ciertas empresas y a la inestabilidad económica, social y geográfica que se deriva de la desestabilización general del entorno, ya que los sobresaltos de la ciudad y de la sociedad urba­na actuales reflejan una revolución que trata de gene­ralizarse (y, en este sentido, de «concluir la historia»), pero de la que, a diario, percibimos la desestabiliza­ción que provoca. La inestabilidad es el lado negativo de la movilidad, a la que se suele relacionar con los aspectos más dinámicos de la economía.

Philippe Vasset es un geógrafo francés que locali­zó, en algunas ciudades y sus periferias, ciertas zonas que el Instituto Geográfico Nacional había marcado como suelo rústico, y se dispuso a explorarlas. Esto le llevó a recorrer eriales, zonas vacías y zonas destinadas a futuras construcciones pero que, en aquel momen­to, estaban habitadas de un modo incivilizado. Estos espacios, abandonados pero sin recuerdos y a la espe­ra, sin proyecto conocido, reflejan la universalización del vacío, la cual ha dejado su marca por todas partes: son, al igual que todos los terrenos cuya función aún

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está por definir y todas las zonas de chabolas, l0s lugares en los que reina la sombra de la universaliza­ción, cuya gloria, por otro lado, se manifiesta en los edificios y en las sedes de las empresas, en los salones VIP de los aeropuertos y de los hoteles de lujo. De alguna manera, constituyen la forma desnuda del «no-lugar», puesto que se trata de espacios en los que no se puede establecer ningún tipo de relación social y en los que nada indica un pasado en común y que además -a diferencia de lo que sucede en los no-luga- res en los que se erige el triunfo de la modernidad- no están caracterizados por la comunicación, ni por la circulación, ni por el consumo. Vasset finaliza su obra Un libro blanco (Fayard, 2007) con esta conclusión:

«Todas las megalopolis coinciden en los márgenes y en las zonas de suelo rústico, que son las vanguardias

de esta transformación; los puntos a través de los que París, Lagos y Río anuncian la llegada de dicha trans­

formación, como agua que aún estuviera contenida en

la esclusa».

Así pues, lo que finalmente se pone en tela de jui­

cio -tal y como demuestran las diferencias que pue­den observarse en el espacio urbano, las diferenciacio­

nes que dividen el tejido social y las disfunciones que

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Marc huzé

se dan en la ciudad— es el cambio en la escala de la actividad humana y la descentralización de los luga­res en los que se lleva a cabo. Hoy en día, ya no se pueden analizar las ciudades más importantes sin tener en cuenta los equipamientos tecnológicos que las conectan a la red mundial de comunicación y de circulación, de las que dependen. Los proyectos urba­nísticos se conciben cada vez más en relación con la necesidad de volver a definir las relaciones entre el interior y el exterior; es decir, que la nueva actividad urbanística también se encarga de las relaciones que se establecen con otras zonas. La red de autopistas que encuadra, rodea y, a veces, atraviesa las ciudades se traza de modo que facilite el acceso al aeropuerto y que permita que la circulación, incluso en el interior de la zona urbana y en el sentido longitudinal, pueda ser fluida. Además, suele estar reforzado por una red ferroviaria que responde a los mismos objetivos. En una ciudad como París, la red del RER (red de trenes de cercanías) —que debe garantizar que el servicio de comunicaciones sea satisfactorio en la totalidad de la gran región parisina- ha sabido cumplir con esta misión de unir el «centro» con la «periferia». Por otro lado, el metro parisino -creado a principios del

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siglo XX y cuyo recorrido se ha ido extendiendo, a lo largo del siglo, más allá de las puertas de París- ha realizado una función notable y ahora contribuye, en lo referente al número de pasajeros —que ha aumenta­do de un modo extraordinario—, al recorrido del RER. En 1998, la línea 14 del metro, la Météor -la última que se ha construido—, moderna, automática y sin conductor, se creó, entre otros servicios, como alter­nativa para una parte de los pasajeros del RER A. Aquellos que toman la línea Météor viven, en un 70%, en las afueras. Y así, de manera significativa, la línea 1 del metro -la primera en ser construida, la más anti­gua y que, inicialmente, unía Porte de Vincennes con Porte Maillot- se prolongó hasta la Defensa en 1992, contribuyendo, de esta manera, a reducir el número de pasajeros del RER A. En el futuro, esta línea tam­bién será automatizada. La zona de París-La Defensa, que recibe este nombre aunque abarque tres munici­pios situados fuera de la ciudad, es el centro de nego­cio de mayor importancia en toda Europa: en él se encuentran las empresas más relevantes, instaladas en una serie de edificios, de los que los más recientes fue­ron construidos, siguiendo el modelo de sus homolo­gas americanas, por arquitectos que gozaban de

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renombre a nivel mundial. El punto que se escogió para la edificación del arco de la Defensa corresponde a la prolongación del eje histórico que pasa por el Louvre, la Concordia y L’Etoile: de esta manera, rei­vindica la historia de Francia y de París. Asimismo, el centro económico de París estará, de ahora en adelan­te, «extramuros», aunque conserve el nombre de París. Así pues, la ciudad cambia su escala, y el metro, su función: la ciudad se descentraliza y el metro se incorpora a otras redes de transporte.

De esta manera, la organización de los transportes urbanos revela una doble tensión y una doble dificul­tad: por un lado, la gran metrópolis únicamente merece recibir este nombre si pertenece a las distintas redes mundiales que adoptan el tipo de vida económi­ca, artística, cultural y científica que se da en la tota­lidad del planeta; por ello, la vida que se desarrolla en ella se valorará en función del flujo que entre y salga de la ciudad. Así pues, las transformaciones por las que ésta atraviesa están destinadas a asegurar este tipo de circulación y a dar una imagen acogedora y presti­giosa, una imagen fundamentalmente concebida para el exterior, para atraer el capital, las inversiones y los turistas. Sin embargo, por otro lado, desde un punto

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de vista geográfico, la ciudad se alarga y se disloca: los «centros históricos», habilitados para seducir tanto a los visitantes que vienen desde lejos como a los telespectadores, sólo están habitados por una élite internacional. A su vez, la densidad de la población de las afueras es cada vez mayor y aparecen ciudades satélite. A veces, como ocurre en Brasilia, la reparti­ción del terreno se puede apreciar con total claridad, ya que se puede diferenciar la ciudad inicial -donde se encuentran las oficinas y donde residen las clases superiores-, las ciudades satélite —en las que vive la clase media— y la zona de las chabolas y de instalacio­nes de tipo precario, situada entre las otras dos y pro­gresivamente ocupada por las clases pobres.

La urbanización, pues, pone de manifiesto todas las contradicciones del sistema de la globalización, cuyo ideal acerca de la circulación de bienes, ideas, mensa­jes y humanos está sometido, como bien se sabe, a relaciones determinadas por el grado de poder que se dan en el ámbito mundial. Paul Virilio analiza esta cuestión en ha bomba informática, obra en la que demuestra que, para el Pentágono, lo global corres­ponde a lo que se halla en el interior del sistema mun­dial de la economía y de la comunicación y, lo local,

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Man Aim

lo que no forma parte de dicho sistema. Por tanto, se trata de un sistema ideal que se asimila a lo que Fukuyama da el nombre de «acabamiento de la histo­ria», período que se caracteriza por combinar la democracia representativa y el mercado liberal. Sin embargo, como observó Derrida en Espectros de Marx, no podemos saber con seguridad si lo que Fukuyama entendía por «acabamiento de la historia» era un aca­bamiento total o una simple tendencia a ello. La urba­nización del mundo, en términos de descripción etno­gráfica, evoca diferentes fenómenos posibles: la exten­sión de las megalopolis, algunos arquitectos de renombre acaparando todos los proyectos arquitectó­nicos del planeta de manera exclusiva, la transforma­ción acelerada y espectacular del paisaje urbano de ciertos continentes (y en países como China o los Emiratos Árabes Unidos), pero también distintos tipos de desplazamiento de la población (por ejemplo, los «desplazados» de Colombia, que se ven obligados a abandonar sus tierras en el campo y a instalarse en la periferia de los grandes espacios urbanos), la apari­ción de grandes campos de alojamiento en zonas como África, el abandono del campo, la creación de espacios urbanos ex nihilo en China, el aumento de la

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Por una antropología de la movilidad

población inmigrante, que conlleva la migración de los países pobres a los países ricos y que supondría una situación de tensión en las periferias que acabaría dando lugar a la formación de gu etos...

Partiendo de estas hipótesis, la urbanización res­ponde a dos aspectos contradictorios, pero indisocia- bles, como las dos caras de una misma moneda: por un lado, el mundo constituye una ciudad (la metaciu- dad virtual a la que se refiere Virilio), una inmensa ciudad en la que sólo trabajan los mismos arquitectos y en la que existen, de forma única, algunas empresas

económicas y financieras, los mismos productos... Por otro lado, esta gran ciudad constituye un mundo

que reúne todas las contradicciones y conflictos del

planeta, las consecuencias de un distanciamiento cada

vez mayor entre los más ricos y los más pobres, el

Tercer y el Cuarto Mundos y las diversidades como,

por ejemplo, las de tipo étnico o religioso. Esta dife­renciación entre la población supone la aparición de

desigualdades cada vez más acentuadas que se reflejan

en la organización del espacio, como ocurre, desde El

Cairo hasta Caracas, con una serie de barrios privados

en los que sólo se puede penetrar si se da a conocer la

identidad o en algunas ciudades de Estados Unidos,

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concebidas para la tranquilidad de algunos poseedo­res de grandes fortunas que ya se han retirado del mundo empresarial. Por tanto, la metaciudad virtual supone, por un lado, la uniformidad y, por el otro, la desigualdad. Asimismo, la ciudad-mundo y la ciudad mundial parecen estrechamente ligadas la una a la otra, aunque de manera contradictoria: la ciudad mundial representa el ideal y la ideología del sistema de la globalización, mientras que en la ciudad-mundo se manifiestan las contradicciones -o, dicho de otro modo, las tensiones históricas- que ha engendrado este sistema. Asimismo, la unión de la ciudad-mundo y de la ciudad-mundial provoca la aparición de las zonas vacías y porosas que trata Philippe Vasset, que no son sino el lado oculto de la universalización o, al menos, el lado que ni podemos, ni queremos, ni sabe­mos ver.

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I llLa distorsión de la percepción

Las nuevas formas de urbanización han conllevado que se multipliquen los aspectos ocultos o, dicho de otro modo, ha manipulado la percepción de los ciuda­danos. Vivimos en un mundo en el que la imagen se encarga de sancionar o favorecer a la realidad de lo real. Así pues, la coexistencia de la ciudad mundial y de la ciudad-mundo supone, en primer lugar, que se mez­clen las imágenes, como sucede cuando la unión de ambas realidades da lugar a zonas de vacío, totalmente inaceptables —extensiones destinadas a la industria pero que no son más que eriales, terrenos cuya función está aún por definir y que, por el momento, se siguen encontrando vacíos o están ocupados ilegalmente- que, sin embargo, lindan con las instalaciones desti­nadas a la universalización de la ciudad: autopistas, vías férreas o aeropuertos. Este fenómeno, que asocia

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ambas realidades, puede detectarse en la aparición de nuevos términos que, sin ser sinónimos, se contami­nan entre sí; el significado del uno influye en el del otro y originan nuevos miedos y conflictos en poten­cia. Si examinamos algunos de estos términos vere­mos que tienen un punto en común, y es que conce­den la mayor importancia al lenguaje espacial: de esta manera, crean una metáfora que, inevitablemente, engloba a todos los análisis y descripciones que se lle­ven a cabo.

El primer término es exclusión, por el que, lógica­mente, se sobrentiende que hay un interior y un exte­rior; una escisión y una frontera. Dicha escisión y dicha frontera son de índole física cuando se trata de los con­troles que se llevan a cabo en las fronteras nacionales, como respuesta a la presión que ejercen los inmigran­tes de los países pobres, los cuales, al tratar de acceder a las regiones ricas del mundo, llegan a arriesgar su vida. Asimismo, existen otras fronteras y escisiones, de tipo sociológico, en lo que se refiere a aquellos que, aun viviendo en los países ricos, no gozan de esta riqueza -o, si lo hacen, es en cantidades mínimas—, sector social en el que se encuentra una parte de los que huyeron de las zonas más pobres del mundo.

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Clandestinos y sin papeles son palabras o expresiones que designan las circunstancias particulares en las que viven ciertas categorías de inmigrantes. Su exis­tencia, al contrario de lo que dan a entender estos tér­minos, se conoce de manera oficial; sin embargo, no está reconocida: si los clandestinos se diferencian de los otros inmigrantes es, en primer lugar, porque se les deniega la existencia. No obstante, este tipo de defi­ciencia en lo referente a la identidad se da entre todos los inmigrantes: ser un inmigrante «oficial» no garantiza completamente no caer en la clandestini­dad: tanto los visados de turista como los permisos de residencia son limitados; asimismo, las leyes concer­nientes a la inmigración pueden cambiar en función de la coyuntura política o económica.

En Francia, los jóvenes que son «fruto de la inmi­gración» son, generalmente, franceses, aunque buena parte de ellos pertenece a la segunda categoría de excluidos, los excluidos por razones sociológicas, como son una enseñanza defectuosa o el paro. Este aspecto crea una contradicción entre los principios que se rei­vindican y la realidad social: la mayoría de estos jóve­nes son franceses que, aunque hijos de inmigrantes, nacieron en Francia y, por tanto, a los 18 años son ciu-

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dadanos de pleno derecho. Asimismo, entre los 17 años y medio y los 19 pueden rechazar la nacionali­dad francesa o, de la misma manera, pedirla de modo anticipado entre los 13 y los 16 años, con el consen­timiento de sus padres, o entre los 16 y los 18, sin dicho consentimiento. Patrick Weil, en su libro Francia y sus extranjeros, hace mención de la cifras del Ministerio de Justicia, que indican que una gran mayoría la adquiere de manera voluntaria antes de los 18 y que sólo una pequeña mayoría la rechaza. En este aspecto, el «modelo social» francés cumple correcta­mente su función.

Sin embargo, la mayoría de los franceses que son «hijos de la inmigración» pertenecen geográficamen­te a los barrios «desfavorecidos», lo que da a entender que los pobres, tanto en la ciudad como en sus «afue­ras», están reunidos, formando una masa, un grupo y, para algunos, una posible amenaza. En Francia, el sig­nificado de la expresión núcleo urbano contiene estos aspectos y parece condensar el fracaso del urbanismo llevado a cabo por la política económica y el sistema escolar.

A esta situación se une el examen de ciertos fenó­menos antiguos como la delincuencia a pequeña esca­

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la y el tráfico de diferentes tipos (lo que, en el siglo XIX, se atribuía a las llamadas «clases peligrosas») y que hoy en día refleja la palabra marginalidad (térmi­no de índole espacial que designa, por defecto, un lugar central, un centro de referencia). Este término también supone un riesgo de contaminación verbal, puesto que en el «margen» de los pueblos se sitúan las periferias y las afueras.

Así pues, es importante medir las palabras que se emplean -teniendo en cuenta su significado- al tratar el tema de los conflictos y las crisis urbanas, como ocurrió con los incidentes que marcaron lo que en Francia recibió el nombre de «crisis de las periferias». Algunas observaciones sobre el tema pueden ayudar­nos a definir el fenómeno y a tratar de comprender qué aspectos fueron propios de Francia y cuáles fueron más generales.

1. El incendiar coches los fines de semana es una acti­vidad que se da de modo habitual, desde hace algunos años, entre algunas pandillas de jóvenes de ciertos barrios de las afueras. También desde hace años, el número de este tipo de incidentes aumenta en ciertas ocasiones y en ciertos lugares (por ejemplo, en las afue-

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ras de Estrasburgo el día de Año Nuevo). Durante la «crisis de las afueras», el movimiento aumentó de manera considerable, pero no se trataba de algo nuevo.

2. También es cierto que en este tipo de movi­mientos interviene en gran medida, una vez tras otra, la rivalidad entre los diferentes barrios y las distintas periferias; incluso entre aquellas que no mantienen ningún tipo de contacto, pero que se ven en la televi­sión y se comparan a través de la pantalla. La compe - titividad referente a la violencia y, sobre todo, lo espectacular de su actuación se asimila a lo que Erwing Goffman llamaba la acción en su libro acerca de los ritos de interacción.

3. Querer figurar en la pantalla es, de alguna manera, querer alcanzar el centro; ese centro descen­trado y múltiple que puede encontrarse en cada hogar a través de la televisión y las imágenes que presenta a diario, en las que muestra un centro ideal en el que se encuentran los personajes famosos de la sociedad de consumo, ya sean políticos, deportistas o artistas, o estén relacionados con los medios de comunicación. Durante la crisis de las periferias, la dimensión tele­visiva también estuvo presente: las proezas de los «sublevados» salían por la televisión.

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4. Sin embargo, los acontecimientos que tuvieron lugar en este período no se pueden simplificar a un juego en el que se competía por los roles o por obte­ner las miradas, ya que, si se trató de acontecimientos graves, fue, precisamente, porque reflejaban el senti­miento de exclusión de una parte de la juventud, aun­que la forma que tomó fue la de una protesta sin un contenido ideológico en concreto.

5. No se deben confundir estos estallidos de vio­lencia -y los incendios que supusieron- con otro tipo de fenómenos violentos, ya que se sitúan a otra escala y con otras perspectivas. Dicho de otro modo, no creo que haya que relacionarlas con la acción proselitista de la parte política del islam. Llegado el momento, dichos movimientos proselitistas podrían llegar a explotarlas, por ejemplo, como una contribución al restablecimiento del orden pero, en todo caso, no son la causa que los desencadenan, ya que utilizan otros medios de presión e intervención.

6. Los jóvenes, al revelajs^ no están luchando por una petición subversiva: simplemente, quieren partici­par de la revuelta, consumir como los demás. El hecho de que incendien escuelas u otros lugares públicos no tiene más significado «revolucionario» que incendiar

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el coche de los vecinos del barrio: lo que quieren es, principalmente, ser visibles, existir de un modo visi­ble.

7. Los jóvenes «nacidos de la inmigración» proce­den de orígenes completamente diversos. Sólo en lo que se refiere a África, lógicamente, ya existen grandes diferencias entre el Magreb y el África negra, así como otras diferencias considerables en el interior de estas dos zonas: por ejemplo, no todas las familias que pro­vienen del África negra son musulmanas. En la mayo­ría de los casos, los jóvenes cuyas familias son de pro­cedencia africana tienen pocos o ningún contacto con el país de origen de sus padres o sus abuelos. En estas condiciones, su «cultura», en el sentido antropológico del término, consiste, más bien, en la que ellos mis­mos elaboran y que adaptan a distintos tipos de expre­sión (me refiero al rap), los cuales han alcanzado un gran éxito en la producción artística contemporánea.

8. Al emplear el término multiculturalismo se corre un gran riesgo de estar utilizando una palabra equi­vocada, puesto que el contenido conceptual inherente al vocablo cultura es débil. La razón es que los inmi­grantes no eran ni los que mejor informados estaban ni, por tanto, los mejores representantes de la cultura

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tradicional de sus países de origen: dentro de la población había grandes desigualdades respecto al dominio que cada individuo poseía de los conoci­mientos de las culturas tradicionales (incluso en este aspecto hay individuos más cultos que otros) y, en lo que se refiere a las nuevas generaciones, no se trata de un aspecto que les concierna. En cuanto a la religión, especialmente el islam, se manifiesta de una forma muy contemporánea y muy proselitista que ya nada tiene que ver con la transmisión de una herencia cul­tural. Así pues, el lenguaje de la tradición y de los orí­genes no es el más indicado para analizar las periferias y las ciudades actuales.

A lo largo del siglo X X se ha descubierto la rique­za de las culturas llamadas «orales» o «sin escritura». Los etnólogos demostraron que dichas culturas pudie­ron desarrollar modos de conocimiento y de adapta­ción al medio de una gran sutileza. Parte de la proble­mática de nuestra época viene dada porque, a causa de la colonización, la globalización, el éxodo rural, las guerras, las hambrunas y la inmigración, una gran cantidad de individuos ha sido desposeída de su saber tradicional, aunque sin tener la posibilidad de acceder a las formas modernas de conocimiento. Se apeloto-

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nan en los barrios de chabolas y en los suburbios de las ciudades del Tercer Mundo, en los campos de refu­giados o, cuando han tenido la suerte de poder emi­grar, en los barrios pobres de los países desarrollados. También puede darse el caso de que las primeras de estas situaciones den lugar a la última que se ha cita­do y, de esta manera, muchos de los inmigrantes que llegan a Europa ya se encontraban, cuando vivían en su país de origen, en un estado literal de «desculturi- zación».

Las consecuencias de esta situación son graves: por un lado, impide que una gran parte de la población forme parte del movimiento que favorece el progreso en ciertos sectores de su país de origen y, asimismo, los condena, en el país al que han emigrado, al paro o a la realización de las tareas peor pagadas y con menor estabilidad laboral. Por otro lado, genera un distan- ciamiento entre las diferentes generaciones: la figura simbólica que representan los padres de cara a sus hijos se debilita cuando éstos los perciben como per­sonas completamente extrañas al mundo de la comu­nicación y el consumo que tanto les fascina. Esto sucede especialmente en los países en los que los hijos de la segunda generación de inmigrantes asisten a la

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escuela y viven una experiencia radicalmente opuesta a la de sus padres, incluso en los casos en que atravie­san por dificultades escolares.

Hoy en día se habla mucho de cultura y de identi­dad, pero se trata de dos términos que conllevan una serie de problemas cuando se combinan las conse­cuencias de la desculturización y del analfabetismo. Sin saber dominar la lectura ni la escritura, los niños de hoy en día no pueden llegar a comprender de dónde vienen, dónde viven ni quiénes son. Por ello, están expuestos a toda clase de peligros, a la invasión de las imágenes de los medios de comunicación y a la corrupción de los mensajes de los ideólogos, a todas las corrientes, modos de alienación y de captación de cualquier movimiento.

Esta situación resulta aún más preocupante cuando se tiene en cuenta que, incluso en los países más des­arrollados del mundo, el analfabetismo y la ignoran­cia afectan a gran parte de la población, tal y como demuestran diversas encuestas que se realizaron en los Estados Unidos, como la que llevó a cabo la National Science Foundation, que reveló que la mitad de los norteamericanos no sabía que la Tierra da la vuelta al Sol en un año. Seguramente, si se realizase en Europa,

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las cifras no serían muy distintas, y lo peor es que reflejan la indiferencia de los poderes públicos con relación al atentado contra los fundamentos del ideal democrático que supone esta realidad.

9. En todos los campos y desde cualquier punto de vista, se debe desconfiar del modo imprudente con el que se emplean estos términos actuales y, aún más, cuando se utilizan deliberadamente, puesto que lo que hacen es crear la realidad que pretenden designar o describir. Así pues, una de las tareas principales de la educación nacional debería ser la de acabar con las barreras de la sociedad que impiden la instrucción de los individuos. Gracias al sistema democrático (en el que la educación es uno de los pilares principales) debería permitirse que cualquier individuo, indepen­dientemente de sus orígenes y su sexo, perteneciera a la República, la cual se define como «una e indivisi­ble» ... aunque aún deba convertirse en un lugar acce­sible para todos.

En la década de 1970 los barrios obreros de Francia aún representaban el resultado de una política de modernización de la situación de la vivienda que ase­guraba la obtención de unas condiciones de igualdad

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en la clase obrera: en este periodo se aprobó una polí­tica de carácter familiar -que permitía que las familias de los inmigrantes con permiso de residencia fueran a vivir a Francia— con el objetivo de estabilizar la situa­ción de los llamados «trabajadores inmigrantes», al facilitar que sus familias pudieran vivir en Francia y, asimismo, que se «integrasen» en la categoría de obre­ros franceses. Sin embargo, la situación de paro que se inició a finales de la década de 1970 cambió el orden de las cosas y afectó, en primer lugar, a los trabajado­res inmigrantes no capacitados. El miedo al paro alcanzó a la clase obrera, por lo que, en el interior de los barrios obreros, la mayoría de los inmigrantes representaron el «polo negativo» -al que se refirió el antropólogo Gérard Althabe— que dio lugar a la apa­rición de una nueva forma de racismo originada por el miedo de ser incluido en dicho polo.

Hay aún otra clase de inmigrantes: los llamados «clandestinos», es decir, los que trabajan sin estar declarados y que representan todos los peligros de la deslocalización (aunque, para los empresarios -si no todos, algunos—, supongan todo tipo de ventajas). Así pues, para los trabajadores clandestinos, el paro tan sólo está a un paso. De esta manera vemos que la mez-

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cia de las diferentes categorías se da con mayor fre­cuencia a medida que cada uno de los diferentes estra­tos de la población va resultando más extraño para los demás, a pesar de que coincidan en los grandes cen­tros comerciales o los transportes públicos de las megalopolis occidentales.

A estas observaciones deben añadirse algunos ele­mentos importantes que aumentan las consecuencias y contribuyen a distorsionar la percepción: son, entre

otros, la demografía, las rupturas generacionales, el contraste entre campo y ciudad —que, a pesar de la urbanización, aún supone una importante diferencia

en el imaginario francés y en el de otros países (por

ejemplo, se relaciona la violencia con la ciudad y sus

periferias)-, el terrorismo internacional y el incre­

mento del islamismo extrem ista (se ha hallado en

Afganistán y en Irak a algunos franceses procedentes

de las periferias, como M oussaoui, y se ha descubier­

to que algunos terroristas se camuflaban en ciertos

barrios tranquilos situados a las afueras de Londres).

Tras el paisaje del nuevo urbanismo, como si fuera un

decorado de fondo, se perfilan algunos espectros, pero

también ciertas amenazas reales.En este contexto, apelar al respeto o al diálogo

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entre culturas no resulta en absoluto adecuado, ya que, de hecho, no concierne ni al movimiento extre­mista ni a las nuevas generaciones de orígenes diver­sos que han creado o participado en la creación de cul­turas urbanas, carentes de cualquier tipo de referencia a una tradición anterior.

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IV El escándalo del turismo

En El tiempo en ruinas intenté demostrar que el espec­táculo de las ruinas nos ofrecía una visión del tiempo, pero no de la historia propiamente dicha. Y así es, puesto que las ruinas de las distintas épocas se acu­mulan y dan lugar a lo que hoy en día llamamos rui­nas o campos de ruinas. Los constructores, por lo gene­ral, casi siempre han edificado, uno tras otro, sobre las ruinas de sus ancestros y, en el momento en que han dejado de construir, la naturaleza ha vuelto a ejercer sus derechos, la vegetación se ha apoderado de las pie­dras y las ha modelado, originando excéntricas estruc­turas, como las que podemos ver en Camboya, Méxicoo Guatemala. En dichos lugares, el bosque, tras haber sufrido una tala total de sus árboles, se ha retirado, vencido, a otro lugar. Pero lo que aquí se descubre es un paisaje inédito, en el que ninguno de nuestros

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antepasados ha podido vivir ni ha podido ver. Es un paisaje que ha emergido de la noche de los tiempos, pero que sólo ha podido existir, en su forma actual, para nosotros. En este sentido, es una visión del tiem­po «puro».

Este espectáculo suscita la curiosidad y la fascina­ción, por lo que no resulta sorprendente que las ruinas constituyan uno de los destinos predilectos del turis­mo de masas. Durante el pasado siglo, la alta burgue­sía, los poetas y los pensadores contaban con el privi­legio de poder visitar las ruinas (generalmente, se tra­taba de las de la antigüedad grecolatina) para meditar acerca del paso del tiempo y de la fragilidad del desti­no humano e, inmediatamente, sentían que el espec­táculo de las ruinas les hablaba más de la humanidad que de la historia. Aquellos en los que el sentimiento de superioridad era mayor, como Chateaubriand, halla­ban en ello una ocasión de ver reflejado, en las civiliza­ciones que habían desaparecido, lo efímero de su pro­pia existencia. De alguna manera, iban más allá de la historia, la trascendían para meditar sobre el hombre en general, sobre el hombre genérico, con el que, durante un instante a lo largo de su meditación, creían sentirse identificados.

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Hoy en día, esta experiencia se ha «democratiza­do», en el sentido de que está al alcance de la clase media de los países más desarrollados. Pero el hecho de que esta experiencia sea posible para un mayor número de personas se suma al balance de una reali­dad que favorece la ubicuidad y lo instantáneo y en la que ya no queda lugar para el largo viaje hacia las rui­nas de las civilizaciones perdidas, ni para vagar por el pensamiento. En los programas que ofrecen las agen­cias de viajes, los países parecen estar en línea recta, uno tras otro, por lo que resulta completamente posi­ble visitarlos. Así pues, los futuros turistas dudan entre las cataratas del Niágara, la Acrópolis, la isla de Pascua o Angkor. Así es como todas las posibilidades de desplazarse en el espacio y el tiempo se reúnen en una especie de museo de imágenes en el que, si bien todo es evidente, nada es más necesario.

Los paisajes (incluidas las ruinas) se han convertido en un producto más y se amontonan, unos sobre otros, en los catálogos o en las pantallas de las agen­cias de viajes. Por otra parte, esta acumulación va ligada a la que he empleado para tratar de definir las ruinas, aunque no concierne al mismo tipo de tempo­ralidad. De hecho, el tiempo que queda reflejado en

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las ruinas no informa acerca de la historia, pero hace alusión a ella; su encanto se debe, quizás, al hecho de que lo incierto de esta referencia se asimilaba a un recuerdo que pondría en contacto a cada individuo consigo mismo y con las regiones desconocidas en las que la memoria se pierde. En cuanto al trabajo exhaustivo que las agencias de viajes aparentan reali­zar, el sentimiento general es, por el contrario, el de una lista desordenada, en la que lo que se impone ya no es el lento trabajo del tiempo, sino la tiranía de un espacio planetario que ha sido recorrido de punta a punta y de cuyos lugares se ha hecho una simple enu­meración. Más que las ruinas, lo que representarían las agencias de viajes son terrenos destinados a la construcción, pero carentes de cualquier proyecto y de toda idea de exploración espacial o temporal: da lo mismo lo que se construya en ellos, lo importante es que se haga enseguida. La idea de viaje sí que refleja­ría las ruinas, pero unas ruinas que, lejos de evocar un tiempo en estado «puro», estarían conectadas con la historia contemporánea, en la que ya no se cree en el tiempo. Hoy en día es imposible que existan las rui­nas, ya que lo que muera no dejará huella alguna, sino grabaciones, imágenes o imitaciones.

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En este punto, se podría trazar una comparación entre el turista y el etnólogo: ambos pertenecen a la parte del mundo más favorecida, en la que es posible organizar viajes de placer o con el objetivo de estudiar el entorno de un país extranjero. El que todos los hombres pudieran ser turistas o etnólogos no resulta­ría un hecho chocante si el desplazamiento de unos no fuera un lujo, mientras que el de otros es producto del destino o de la fatalidad. Tampoco supondría ningún tipo de escándalo si todos los hombres, sin diferencia alguna, pudieran ejercer como sus propios espectado­res. Pero éste es el escándalo que supone la etnología, puesto que, por ejemplo, hay etnólogos japoneses en África, pero no etnólogos africanos en Japón. Sin embargo, el tipo de etnólogo al que aquí me refiero, en el futuro, visitará cada vez menos los países exóti­cos, puesto que el exotismo está desapareciendo y por­que, después de todo, tampoco constituye -sin lugar a dudas- el objeto del estudio de la etnología. Ésta le sobrevivirá; ya le sobrevive.

En cuanto a los turistas, nunca han sido tantos, ya que nos encontramos en la época del turismo en masa. En pocas palabras, se podría decir que la clase media y superior de los países ricos realiza viajes cada vez más

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alejados de sus fronteras. Por su parte, los países del sur ven en el turismo una fuente de ingresos puesto que favorecen su desarrollo, aunque los beneficiarios directos del turismo en estas zonas suelan ser ciertas organizaciones e individuos de los países desarrolla­dos. Desde este punto de vista, nuestra época se carac­teriza por un contraste tan sorprendente como terri­ble, ya que los turistas suelen visitar los países de los que los inmigrantes se ven obligados a irse, en condi­ciones difíciles y, a veces, llegando a arriesgar su vida. Estos dos movimientos en sentido contrario son uno de los posibles símbolos de la globalización liberal, de la que ya sabemos que no se facilitan de la misma manera todas las formas de circulación.

Al comparar al etnólogo con el turista, trato de mostrar a grandes rasgos, y por contraste, la origina­lidad de la postura del etnólogo, aunque sin llegar a reducir al turista a la caricatura que se suele hacer de él con tanta facilidad ya que, si bien suele ser suscep­tible de ser caricaturizado, como individuo no se reduce, sin lugar a dudas, a la imagen que da de sí mismo.

El aspecto en el que el etnólogo tradicional (y con ello me refiero al que viaja para estudiar la sociedades

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que considera exóticas) coincide con el turista actual es el hecho de ir a otro lugar, de alejarse de sus raíces. Sin embargo, lo que de entrada diferencia al etnólogo del turista —y siempre lo hará- son dos características: que viaja solo y que permanece en el lugar durante un largo período de tiempo. Por supuesto, viaja con la intención de trasladarse cerca de aquellos con los que va a convivir y a los que va a estudiar, lo cual podría constituir la principal diferencia con el turista. No obstante, tampoco se puede negar que ciertos turistas posean también la curiosidad, el deseo de observar y de aprender aunque, sin duda alguna, es un caso que se da muy rara vez y tan sólo entre una minoría. Lo que verdaderamente diferencia al etnólogo es más bien el método que emplea: la observación sistemáti­ca, de manera solitaria y prolongada.

Profundizando todavía más, aún existe otra dife­rencia más entre ambos que es, al mismo tiempo, más radical y sutil.

El turista, en las formas más recientes y lujosas de turismo, exige tanto su comodidad física como su tranquilidad psicológica, aun cuando tiene el espíritu de un viajero al que también le gustaría definirse como aventurero. Es un consumidor de exotismo, de

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arena, de mar, de sol y de paisajes (por no hablar de otros eventuales tipos de consumo) pero, aunque se encuentre en otro lugar, siempre seguirá estando en su país, ya que todo le conduce a ello: sus compañe­ros, los comentarios que intercambian, la comodidad que se le ofrece, la naturaleza estereotipada de las cadenas hoteleras, las películas que graba para ver más tarde, a la vuelta, y la brevedad de su estancia o de su travesía en barco. En última instancia, se queda en casa o cerca de su casa y se las arregla para reducir a los demás a una simple imagen: sólo necesita encen­der la televisión o visitar un parque temático.

El etnólogo, por su parte, vive una experiencia totalmente distinta: para él, el perder el contacto con sus raíces no se limita a buscar un paisaje, sino que llega a poner a prueba su propia identidad con las demás o, en otras palabras, viaja fuera de sí mismo. Por otro lado, siempre se mantiene en un punto de vista externo a aquellos que se dispone a observar (ya sea un pueblo, algunas familias, el barrio de una ciu­dad o una empresa), puesto que siempre debe, en pri­mer lugar, justificar y explicar su presencia, negociar su estatus de otro, de extranjero. Asimismo, debe ser consciente del papel que se le atribuye y que le hacen

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desempeñar: en este sentido, sólo podrá empezar a comprender a los demás una vez haya reconocido el lugar que le asignan, puesto que, a diferencia del turista, no tiene el estatus extraterritorial que el nom­bre de su club de vacaciones o de su cadena hotelera le confieren. De esta manera, se enfrenta a una doble exterioridad: necesariamente externo al grupo que observa, trata de acercarse a él intelectualmente, abs­trayéndose todo lo que puede de sí mismo. Así pues, ejerce lo que Lévi-Strauss llamaba «la capacidad del sujeto para objetivarse indefinidamente» y, así, de alguna manera, no se sitúa entre lo cultural y lo psi­cológico, postura que marca, de alguna manera, el final de su viaje o, más bien, la penúltima etapa del mismo, ya que la última consiste en escribir sobre el viaje.

Sin embargo, incluso en este punto la diferencia entre ambas posturas es más pequeña y sutil de lo que puede parecer, al menos en el ámbito psicológico. A veces, el turista, aunque casi siempre de manera invo­luntaria, también se encuentra en situaciones psicoló­gicamente incómodas: basta con pensar en el síndro­me de Stendhal (el malestar provocado por una abusi­va visita cotidiana a las obras de arte italianas) o en los

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trastornos psicológicos que suelen padecer los turistas occidentales que visitan un país como la India y que se ven obligados a la repatriación por motivos sanita­rios. Evidentemente, el turista no redacta un estudio acerca de la población que ha conocido pero, a veces, sus fotos, sus películas y sus postales constituyen, en su conjunto, una especie de obra o, por lo menos, un balance de su experiencia. Por supuesto, me refiero a las experiencias turísticas cuya intensidad es poco habitual, puesto que la media de los turistas está ale­jada de esta incomodidad psicológica y de este interés por crear un testimonio de su viajes: para muchos, éste se simplifica a algunas fotos un tanto narcisistas.

Para terminar, es necesario añadir que el etnólogo, al final de su primer viaje, elabora un modelo de refle­xión que le servirá para las siguientes experiencias (el terreno de la primera experiencia nunca se olvida) y que orientará sus futuros estudios, ya conciernan al primer terreno visitado o a otro completamente dis­tinto. En cualquier caso, es una especie de viaje inter­no que continúa, aunque pase por una observación minuciosa de las diferencias y los aspectos en común similares, de los contrastes y las similitudes. Llegado a este punto, el etnólogo se convierte en antropólogo,

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ya que amplía su reflexión, pero siempre dentro de un recorrido. Esta situación, por tanto, está muy lejos del turista que se limita a ir sumando a su lista los viajes que ha realizado, como si no fueran más que una serie de trofeos de caza, y que, cada año, ve acer­carse el período vacacional con el mismo entusiasmo que el año anterior. La reflexión antropológica, en cambio, es cada vez más profunda y puede llegar a satisfacerse realizando desplazamientos cortos: es el caso de algunos de mis colegas que, al principio, han trabajado en un lugar lejano y que, más tarde, han rea­lizado estudios en una zona más cercana a su lugar de origen, no por cansancio o porque no tuvieran la posi­bilidad de viajar, sino porque se dieron cuenta de que éste era, realmente, el tema de sus investigaciones inte­lectuales.

Por supuesto, al antropólogo también le puede gustar irse y viajar pero, entonces, forzosamente, no es su parte de etnólogo la que le induce a actuar, ya que el etnólogo, como tal, es hogareño, puesto que sabe que persigue a una irrealidad: la de un conocimiento imposible. ¿Podemos llegar a conocernos a nosotros mismos? ¿Tiene sentido esta pregunta? ¿Conocemos a los demás? ¿Realmente podremos llegar a conocer a

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aquellos a los que queremos o que nos rodean? El etnólogo cedió un día a la tentación de creer que lle­garía a conocer a ciertas personas, a algunas personas, a una etnia, a una cultura. Y algo ha aprendido de ellos, ya que los conoce un poco mejor que al princi­pio, aunque continúa sin saber cuál es exactamente la fiabilidad de este conocimiento, lo que dice de él, de los demás y de la relación recíproca que mantienen. Un día se da cuenta de que se ha pasado la vida haciéndose las mismas preguntas y de que ningún otro desplazamiento en el espacio podrá aportarle una respuesta más clara; llega a la conclusión de que no es un explorador. Ya sólo le queda establecer un balance de las conclusiones que ha podido establecer pero, al contrario que el viajero nostálgico, las aplica al futu­ro: a aquellos que realizarán otros viajes y que, de un modo u otro, las proseguirán, las modificarán y pro­longarán su propio recorrido.

La primera parte de Tristes trópicos lleva por título «El fin de los viajes»: todo el mundo recuerda la afir­mación entre desengañada e irritada con la que se ini­cia: «Odio a los viajeros y a los exploradores». Esta frase, provocadora, continúa con la enumeración de las mil situaciones penosas y las dificultades que marcan

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la estancia en el territorio (podemos encontrar una versión aún más negra en el diario de Malinowski) y con la de los viajeros profesionales de la década de 1950 que proyectaron sus fotos en la sala Pleyel de París, al tiempo que contaban banalidades. Sin embargo, Lévi-Strauss escribió Tristes trópicos: como Michel Leiris, Georges Balandier u otros, se sabe un escritor que pertenece a un género particular, que relata los hechos, describe las situaciones, analiza los comportamientos e informa de una experiencia en la que participa al mismo nivel que aquellos a los que observa. Éstos no constituyen una simple especie ani­mal, sino que son hombres como él, cuya presencia les supone un problema —puesto que actuaría como lo que en el dominio químico lleva el nombre de reacti­vo- y acabaría trastornando el medio, aunque este trastorno puede resultar instructivo. Cuando el etnó­logo se va, ni él, ni aquellos con los que ha convivido son los mismos de antes, puesto que el trabajo del etnó­logo no consiste en una simple observación, sino que tiene una dimensión experimental. No se limita a observar la historia, sino que actúa en ella, aunque sólo sea al defenderse. Por otro lado, le interesa darse cuenta del cambio que él supone en el terreno en cuestión: la

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presencia del etnólogo siempre influye en el medio observado, aunque sólo sea por tratarse de un individuo, solo, que reflexiona sobre la cultura de los demás, la cual, precisamente, es completamente natural para aquellos y aquellas que están sumidos en ella. Éste es el centro de la experiencia que vive el etnólogo, pero no podrá tratar de transmitirla hasta que la haya descrito y escrito. Por ello, el proceso de redacción constituye el final del viaje, su objetivo y su acabamiento. El etnólo­go se encuentra siempre de viaje, aunque trabaje en las afueras de una ciudad de su país, en la medida que es un viajero de lo interno, que viaja entre dos estados aními­cos, entre dos maneras de pensar, entre el futuro texto y el texto ya redactado, entre un antes y un después.

Al contrario que el turista moderno, que es un con­sumidor que se cree viajero, el etnólogo es un seden­tario que se ve obligado a viajar: el turista espera que vuelvan las vacaciones para irse, mientras que el etnó­logo sabe que su estancia, por larga que resulte a veces, sólo tendrá sentido a la vuelta, momento en el que tratará de transmitirla. Si hay un punto común que comparten es, quizás, el encanto inherente al hecho de conocer nuevos paisajes e individuos, aun­que este encanto procede de una doble ilusión: la de

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guardar fidelidad a la realidad y la de recomenzar el viaje, el cual, al repetirse, no es sino una especie de expresión metafórica.

En este punto, estamos alcanzando nuestro objeti­vo, puesto que el objeto de observación del etnólogo, así como de su reflexión de antropólogo, que acos­tumbra a comparar y a aunar el aquí y el allí, lo mismo y lo otro, es el viaje en sí. Para el etnólogo todo supone un objeto de observación, incluidas las emo­ciones que siente o el turista con el que se encuentra cerca de su «terreno» y que, quizás, experimenta emo­ciones análogas. Esto constituye un privilegio y una responsabilidad que sólo le incumben a él y que no comparte con nadie. En este sentido, esté donde esté, no dejará de viajar y de mantener la misma distancia frente a los demás que frente a sí mismo. Y esto es lo que le hace más moderno, lo que aporta a su capacidad de observación una eficacia especial para descifrar el mundo actual. Su manera de existir, diferente a la habitual y con un sistema de referencia distinto, quizás haga que, a él, el mundo de hoy le resulte más familiar que a los demás, si, como ya hemos visto, en el mundo actual los conceptos de centro, periferias o fronteras están en crisis.

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El desplazamiento de la utopía

La humanidad ha necesitado su tiempo para descubrir que la Tierra era redonda pero, a partir del momento en que este hecho fue oficialmente reconocido, pudo plantearse el dar la vuelta al mundo. Sin embargo, «la vuelta al mundo» es algo mucho más antiguo: si se acepta la hipótesis de que el único origen de la huma­nidad se encontraba en África, los hombres ya habrían comenzado a dar la vuelta al mundo y a poblarlo mucho antes de que pudieran siquiera imaginar que era redondo. Por otro lado, se trata de una historia corta si se la compara con la revolución copernicana y con los progresos que se han llevado a cabo en astro­nomía a lo largo de cinco siglos.

La realidad de este mundo que podemos recorrer se actualiza con el tema de la globalización y de la uni­versalización, aunque el tema en sí ya muestre la plas-

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deidad del falso concepto de «mundo», que puede corresponder tanto a la idea de totalidad acabada como a la de pluralidad irreductible (el mundo está hecho de mundos). Hoy en día, esta tensión entre lo unitario y la pluralidad es más evidente que nunca. Por el término globalización se entiende, como ya hemos visto, dos fenómenos distintos: por un lado, la globalización referente a la unidad del mercado eco­nómico y de las redes tecnológicas de comunicación y, por el otro, la planetarización o conciencia planetaria, que constituye una forma de conciencia desafortuna­da, puesto que da constancia de la situación crítica de la ecología del planeta y de las desigualdades sociales de todo tipo que dividen a la humanidad.

Hoy en día se trata de expresar esta tensión entre lo unitario y lo plural y de resolverla por medio de la oposición global/local, pero lo único que se obtiene mediante esta expresión es reproducirla o amplificar­la. Así pues, o bien se concibe lo local a imagen de lo global y como una expresión del sistema económico y tecnológico, o bien se concibe como una excepción, como algo accidental o como una consecuencia de un distanciamiento del sistema que rige el conjunto, por lo que debe ser llamado y conducido de nuevo al

ti

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orden. Los análisis que propone Paul Virilio acerca de la visión estratégica del Pentágono recobran todo su sentido en este punto, ya que, de hecho, corresponden a la visión global de un sistema mundial o, más bien, de un mundo sistematizado, de momento controlado, en materia política, económica y tecnológica, por los Estados Unidos, aunque también otras potencias aspiren a dirigirlo.

Y así es, ya que en el interior mismo del sistema aparecen otros candidatos que pretenden volver a definir el mundo y a hacerse con el control, aun cuan­do aparentan oponerse al sistema. Estos candidatos se definen a sí mismos como pertenecientes a los «mun­dos», mundos que se definen en un primer momento como particulares y como una parte única del plane­ta, pero que, posiblemente, aspiren a la unidad o a la hegemonía. Por ello se habla del mundo musulmán o del mudo árabe como si se estuviera tratando del fra­caso del mundo comunista.

Así pues, el término mundo, debido a su ambiva­lencia (ya que designa a la vez la totalidad y la dife­rencia), refleja algo de nuestra actualidad, la cual aúna la realidad de la globalización (es decir, las dos formas que adopta la universalización), las extremas

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diferencias con las que nuestras antiguas ideas (cla­ses, ideologías, alienación) recobran sentido y un sis­tema de símbolos cuya crisis se mantiene, aunque las tecnologías de comunicación (Internet, las imágenes de vídeo y la televisión) traten de disimularlo. El personaje de Verne Phileas Fogg podría, de vivir hoy en día, dar la vuelta al mundo en mucho menos de ochenta días, sin que cambiase el decorado (ya que se alojaría en las mismas cadenas de hoteles, de una punta a la otra del mundo), siguiendo las mismas series de televisión, viendo y escuchando en directo {live) las noticias de su país a través de la BBC News y manteniéndose permanentemente en contacto con sus amigos, ya fuera por teléfono o por Internet. Podría atravesar, aun sin verlos, los mundos más diversos y más perturbados por la historia, puesto que la uniformización de los espacios de consumo turístico es, desde este punto de vista, la consecuen­cia directa de la aceleración del tiempo.

Así pues, partiendo de estas condiciones, ¿cómo imaginar la ciudad del mañana?

Es cosa conocida que, hoy en día, ya no es posible imaginar una ciudad que no esté conectada con la red de las otras ciudades. Se puede decir que la «metaciu-

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Marc Amé

dad» a la que Paul Virilio se refiere es esta misma red. El espacio urbano, formado por el mundo-ciudad y la ciudad-mundo, los filamentos urbanos, las vías de circulación y los medios de comunicación, resulta hoy en día un espacio complejo, enmarañado, un conjun­to de rupturas en un fondo de continuidad, un espa­cio en extensión en el que las fronteras se desplazan. ¿Cómo imaginarse la ciudad sin imaginarse el mundo?

La ciudad siempre ha tenido una existencia tem­poral que aumentaba el valor de su existencia espa­cial y le confería su relieve. Cuando pensamos en las grandes metrópolis de hoy en día se nos vienen diver­sas imágenes a la cabeza, sobre todo las de las series americanas o las de algunas películas hollywoodienses en las que se multiplican los planos aéreos y los pla­nos de conjunto (de vistas, luces o transparencias) que nos transmiten un sentimiento de estupefacción ante el imponente esplendor del presente. Sin embar­go, durante mucho tiempo, la ciudad ha sido una esperanza y un proyecto, un lugar que significaba, para muchos, la posibilidad de un porvenir y, al mismo tiempo, un espacio en construcción perma­nente. Aún hoy se pueden encontrar en el cine diver-

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sas señales de esta dimensión prospectiva: en el cine, tanto en el caso de Murnau como en los westerns, la ciudad suele ser concebida y presentada como un lugar que aún está por descubrirse. En cuanto a la ciudad-recuerdo, a la que recordamos o que despier­ta la memoria, sufre las más distintas variaciones y resulta esencial, como sabemos por experiencia, en la relación afectiva que los ciudadanos mantienen con el lugar en el que viven. Sin embargo, la ciudad- recuerdo también responde a unas características his­tóricas y políticas: por un lado, cuenta con centros históricos y monumentos; por el otro, con los itine­rarios de la memoria individual y el vagar por las calles: esta mezcla hace de la ciudad un arquetipo de lugar, en el que se mezclan los puntos de referencia colectivos y las marcas individuales, la historia y la memoria.

Así pues, la ciudad es una figura espacial del tiem­po en la que se aúnan presente, pasado y futuro. Es, a veces, la causa de la estupefacción y, otras, el del recuerdo o la espera, aunque, como siempre hemos sabido, en materia de ciudad y de urbanismo, la espe­ra^ el recuerdo concernían a la colectividad, al indi­viduo y a las relaciones que los unen. El proceso de

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construcción por el que pasan las ciudades de los wes­terns es paralelo al nacimiento de una nación: es, por tanto, una ciudad política. Este pleonasmo dice lo esencial de la ciudad: desde que nace, es la forma polí­tica del provenir. Asimismo, la ciudad de los westerns es aquella en la que, tal y como muestran los innume­rables planos de la película, no dejan de llegar indivi­duos de diversa índole que la descubren para conocer la aventura, que no es sino otra forma de porvenir. Este tema se aplica al espacio cuando el aspecto que se considera como principal es el viaje o los espacios que rodean a la ciudad y la anuncian. Si pensamos en un poeta como Jacques Réda veremos que siempre pare­ce buscar el presentimiento de la ciudad en los solares de la periferia.

Desde este punto de vista, la ciudad es a la vez ujja ilusión y una alusión, de la misma manera que ocurre con la arquitectura, que edifica los monumentos más representativos de la ciudad.

Hoy en día coexisten o se mezclan dos realidades urbanas: los centros colosales en los que se pone de manifiesto la arquitectura contemporánea (cuyo pro­totipo es la prestigiosa arquitectura de las ciudades americanas; las ciudades «verticales» que sedujeron a

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Céline y fascinaron a Léger) y lo urbano sin ciudad que coloniza el mundo, es decir, la presencia ilimita­da, pero también la ausencia infinita. En la película de Wim Wenders Lisbon Story, el protagonista viaja de Alemania a Portugal sin salir nunca de la red de auto­pistas -que se extiende de un lado a otro de Europa-, atravesando un paisaje fantasmal que va-riaba depen­diendo da la hora del día o de la noche; un paisaje urbano al final del cual descubriría la ciudad que lleva el nombre de Lisboa o, más concretamente, los solares de sus periferias.

Lo que se pone en tela de juicio, en el total de los ' trastornos que tienen lugar en la actualidad, es el

cambio en la utopía. Aunque, desde un punto de vista histórico, ambos movimientos se superpongan, se puede decir que la migración mundial sustituye al éxodo rural hacia las ciudades y que la oposición Norte/Sur ha ocupado el lugar de la oposición ciu­dad/campo. Sin embargo, el resultado de este nuevo tipo de migración es la megalopolis de carácter glo­bal, que aspira a representar la utopía de la economía liberal, incluso en el caso de un régimen político que no sea liberal. La megalopolis donde reina la gran arquitectura de las empresas y de los monumentos

— HO —

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resume la cultura histórica, geográfica y cultural del mundo. Sin embargo, la paradoja de la época actual es que la ciudad, al desarrollarse, parece desaparecer: sentimos que hemos perdido la ciudad, cuando es ella la que sigue estando...

El ideal de la ciudad griega, según el helenista Jean- Pierre Vernant, aunaba el espacio privado -prote­gido por Hestia, diosa del hogar- con el espacio público, protegido desde el umbral de la puerta por Hermes, dios del umbral, de los límites, de las encrucijadas, de los mercaderes y de los encuentros. Hoy en día, lo público se introduce en lo privado o, en otras palabras, Hermes ha ocupado el lugar de Hestia: podría simbolizar tanto la televisión -que es, sin embargo, el nueve) centro de la vivienda- como el ordenador o el ̂teléfono móvil. Esta sustitución se debe a lo que el filósofo Jean-Luc Nancy llamó «cri­sis de la «comunidad». Sin lugar a dudas, se podría hablar acerca de este «descentramiento»: al descen- tramiento del mundo se unen (con la aparición de las nuevas megalopolis y de los nuevos polos de referen­cia), en efecto, el descentramiento de la ciudad (enfo­cada hacia lo exterior), el descentramiento de la vivienda (donde el ordenador y la televisión ocupan

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el lugar del hogar) y el descentramiento del mismo individuo (originado por el conjunto de instrumentos de comunicación de los que dispone —auriculares, telé­fonos móviles- y que le mantienen en permanente relación con el exterior y, por así decirlo, fuera de sí mismo).

Desde este punto de vista, la ciudad constituye una total ilusión: como utopía realizada que es, no existe en ninguna parte. Sin embargo, los términos propios de esta ilusión (transparencia, luz, circulación) hacen alusión a lo que quizás pudiera existir algún día (un mundo unificado y plural que resulte transparente a sí mismo, que hoy en día no existe ni puede ser con­cebido, aunque su hipótesis dé un sentido -aunque quizás ilusorio— al sentido de nuestra historia). De esta manera, lo que se está perfilando ante nuestros ojos, con la urbanización del mundo, parece ser el desplazamiento de la utopía, la aparición de un mundo del presentimiento a nivel de todo el globo terráqueo, de todo el planeta, al igual que la ciudad, que fue el motivo de presentimientos y de proyectos. En este sentido, la historia está empezando o reempe- zando, aunque en otra escala. No obstante, como ya se sabe, nunca se ha asemejado a un río largo y tranqui-

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Marc A ugp'

lo y, además, el ser concientes del final de este perío­do, por excitante que pueda resultar, traspasa los limites de la imaginación humana y puede llegar a adelantarla e, incluso, a aterrorizarla.

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VI Plantearse

el concepto de movilidad

A pesar de la realidad del mundo-ciudad, en gran parte de Europa aún somos prisioneros de una con­cepción establecida e inmóvil de la utopía. Antes ya se ha mencionado que las grandes quimeras de la arquitectura urbana de la década de I960 formaban parte del mito de una ciudad radiante, es decir, del supuesto deseo de convivir, en el mismo lugar, sin necesidad de desplazarse. En esa década, y sobre todo después del 68, se favorecía a una residencia de tipo íntimo en la que uno se sintiera en su casa. La ciudad radiante de Le Corbusier, de 1952, correspondía al ideal de un modo de vida sedentario, en el que todos los bienes se encontraban al alcance de la mano. Se trata de un modelo que se pudo encontrar en Europa durante los años siguientes y del que podemos tener una idea con, por ejemplo, algunas panorámicas de las

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afueras de Roma de ha Dolce Vita de Fellini (I960). Así pues, el ideal de la época era el de una felicidad basada en sí misma, aunque, paradojas de la historia, durante la década de 1970, como consecuencia de la política de tipo familiar que se adoptó en Francia -que permitía que los familiares de los inmigrantes vivieran en el país—, quien ocupó los lugares idealiza­dos como un símbolo de vivir en casa y entre sí fue la gente procedente del extranjero.

La aparición del paro a gran escala, al final de la década de 1970, agravó, como ya se ha visto, esta con­tradicción.

Uno de los problemas de los barrios en los que vive hoy en día la mayoría de los inmigrantes o descen­dientes de inmigrantes es que cuando se cerraron los comercios, cuyos consumidores eran esta población inmigrante, entre la que se encontraban también sus propietarios -es decir, que vivían de ellos y, al mismo tiempo, les permitían vivir—, dejaron en el lugar una especie de contradicción espacial. La de 1970 era aún la época en la que el ideal —que aún se mantenía- podía resumirse en la fórmula «trabajar en el país». Sin embargo, paradójicamente, este ideal de arraiga­miento se proponía -o imponía— a la parte de la

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población cuyos orígenes eran, precisamente, exterio­res, en un momento en el que aquellos para los que dicho ideal debería haber estado destinado y deberían haber sido sus principales beneficiarios, ya no se reco­nocían como tales. El esfuerzo que se necesitaba para mejorar la relación, por un lado, entre los inmigran­tes y los que no lo eran y, por el otro, entre los inmi­grantes y sus hijos, no se llevó a cabo o se realizó de una manera insuficiente. Obligar a los extranjeros a vivir en un lugar determinado originó la segregación entre los inmigrantes y los que no lo eran, así como una doble escisión: el tiempo, por un lado, fue distan­ciando cada vez más a las distintas generaciones; el espacio, por el otro, supuso otra escisión, en la que se distinguió a los «jóvenes descendientes de la inmigra­ción», convertidos en los jóvenes de las periferias.

El ejemplo francés tiene su historia concreta, pero de él pueden sacarse algunas lecciones que lo trascienden.

Plantearse el concepto de movilidad significa ana­lizarla a diferentes escalas para tratar de comprender las contradicciones que perjudican a nuestra historia, las cuales están siempre relacionadas con la movili­dad. Los Estados Unidos favorecen la creación de un mercado común americano y, sin embargo, alzan un

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muro en la frontera con México. Europa parece estar por fin tomando conciencia de que la integración en los países de acogida sólo tiene sentido si, al mismo

tiempo, se proporciona una ayuda a los países de los que proceden los inmigrantes. Volver a definir la política de migración empieza a ser urgente, en un momento en el que la evolución del contexto global (auge del integrismo, terrorismo, resurgimiento de las ideologías) revela el carácter aproximativo de los distintos «modelos de integración».

Asimismo, plantearse el concepto de movilidad es volver a plantearse el concepto de tiempo: cuando la ideología occidental trató el tema del final de los grandes discursos y del final de la historia, ya llegaba tarde respecto al acontecimiento, puesto que hablaba de una época, sin darse cuenta de que ya hacía tiem­po que nos encontrábamos en un nuevo período. Así pues, trataba los nuevos tiempos con palabras anti­guas y medios obsoletos. Hoy en día, los políticos hablan de un mundo multipolar, pero deberían reco­nocer que los «nuevos polos» dependen de la expe­riencia histórica original, la cual, en la actualidad, no se puede clasificar, simplemente, con la etiqueta «fin de la historia». El acuerdo unánime no existe ni en la

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democracia representativa ni en el mercado liberal; es decir, que el tema del fin de la historia se presenta, desde ahora, como otro «gran discurso». Por otro lado, los «grandes discursos», en general, tienen una vida dura: los fundamentalistas más agresivos (para empezar, las diferentes formas del islam que, actual­mente, Occidente etiqueta como «islamismo») con­llevan, como su nombre indica, una reinterpretación del pasado, aunque también se presentan con una forma proselitista que, de manera evidente, implica una visión de futuro. A decir verdad, se trata de for­mas híbridas que escapan, en gran medida, a las cate­gorías elaboradas por Lyotard, puesto que proyectan en el futuro el modelo de un pasado fantasma: ante todo, representan un esfuerzo desesperado por escapar a la categoría del tiempo y, en este sentido, constitu­yen una de las expresiones más caricaturales de la cri­sis de la conciencia contemporánea y de su incapaci­dad de dominar el tiempo.

Concebir la movilidad en el espacio pero ser inca­paz de concebirla en el tiempo es, finalmente, la característica que define al pensamiento contemporá­neo, atrapado en una aceleración que lo sorprende y lo paraliza. Sin embargo, por esta misma razón, su debi-

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lidad la traiciona en el espacio: ante la aparición de un mundo humano que es consciente de ocupar todo el planeta en su extensión, todo ocurre como si, ante la necesidad de organizado, nos situásem os a una cierta

distancia con respecto a él, refugiándonos tras las

antiguas divisiones espaciales (fronteras, culturas,

identidades), las cuales, hasta el momento, han sido

siempre el fermento activo que ha originado los

enfrentamientos y la violencia. Ante los progresos de

la ciencia y el cambio de escala que im plica el progre­

so de las ciencias físicas y de las ciencias de la vida,

todo ocurre como si, poseída por un vértigo pascalia-

no, una parte de la hum anidad se asustase de las con­

quistas llevadas a cabo en su nom bre y se refugiase en

las antiguas cosmologías. Sin em bargo, a nuestro

pesar, nosotros avanzamos (en la m edida en que este

«nosotros» existe y se refiere a la parte genérica de la

humanidad que todos los seres hum anos comparten)

y un día nos será com pletam ente necesario tomar con­

ciencia de que el valor político y el espíritu científico

están hechos de la m ism a pasta.

En la historia ha habido algunos momentos, aun­

que raros, en los que la utopía o, al menos, una parte

de la utopía, parece realizarse. É ste fue el caso de

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Francia en 1936, cuando se crearon las vacaciones pagadas, lo cual permitió a muchos franceses descu­brir algunos paisajes de su país. Pero no hay que con­formarse con las palabras: sin cesar, mencionamos la globalización y su ideal de movilidad, pero son nume­rosos los franceses —sobre todo, los más jóvenes— que no siempre se van de vacaciones. Así pues, la movili­dad en el espacio sigue siendo un ideal inaccesible para muchos, al mismo tiempo en que constituye la primera condición para una educación real y una aprehensión concreta de la vida social. En cuanto a la movilidad en el tiempo, tiene, a primera vista, dos dimensiones muy distintas, pero estrechamente com­plementarias: por lado, aprender a desplazarse en el tiempo -es decir, aprender historia— es educar a la mirada para analizar el presente, darle unas herra­mientas, volverla menos ingenua o menos crédula, volverla libre. Por el otro, escapar, en la medida de lo posible, a las barreras de la época en la que se vive es el modo más auténtico de libertad. Por tanto, una vez más, la educación es la mejor garantía de que se cum­plan estos objetivos. En toda verdadera democracia, la movilidad de la mente debería ser el ideal absolu­to, la obligación principal. Cuando la lógica económi-

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ca habla de la movilidad, es para definir un ideal téc­nico de productividad; sin embargo, la práctica democrática debería inspirar el sentido contrario: ase­gurar la movilidad de los cuerpos y de las mentes desde la más temprana edad y durante el mayor perí­odo de tiempo podría suponer, además, la prosperidad material.

Necesitamos la utopía, no para soñar con realizar­la, sino para tender hacia ella y obtener, así, los medios de reinventar lo cotidiano. La educación debe, en primer lugar, enseñar a todo el mundo a mover las barreras del tiempo, para salir del eterno presente, fijado por la espiral de imágenes, así como a mover las barreras del espacio, es decir, a moverse en el espacio, a ir al lugar para poder ver más de cerca y a no ali­mentarse exclusivamente de imágenes y de mensajes. Hay que aprender a salir de uno mismo, del propio entorno, a comprender que es la exigencia de lo uni­versal la que convierte a las culturas en relativas y no al revés. Hay que salir del hábito que tienen las cul­turas al referirlo todo a sí mismas y promover el éxito del individuo transcultural; aquel que, al interesarse por todas las culturas del mundo, no se aliena en nin­gun a de ellas. Ha llegado el momento para una nueva

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movilidad planetaria y una nueva utopía de la educa­ción. Pero nos encontramos tan sólo al comienzo de esta nueva historia, que será larga y, como siempre, dolorosa.

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Visión^X

Los nómadas de los estudios etnológicos clásicos poseen sentido del lugar y del territorio, del tiempo y del retorno. Este nomadismo es por tanto diferente del que metafórica­mente es utilizado para denominar la movilidad actual, «sobremoderna», cuando «sobre» designa la sobreabundan­cia de causas que complica el análisis de los efectos.

La movilidad sobremoderna se expresa en los movimientos de población, en la comunicación general instantánea y en la circulación de los productos, las imágenes y las informa­ciones.

Esta movilidad sobremoderna se corresponde también con un cierto número de valores (desterritorialización e indivi­dualismo) cuya imagen nos es proporcionada hoy por los deportistas de élite o los grandes artistas.

La movilidad sobremoderna se corresponde además, en gran medida, con la ideología del sistema de la globalización, una ideología de la apariencia, de la evidencia y del presente que tiene capacidad de recuperar a todos los que intentan analizarla o criticarla. Aquí se pretende presentar algunos de sus aspectos al examinar unas nociones claves: frontera, urbanización, migración, viaje y utopía.

1977\30 aniversario

2007

gedisaW editorial

ISBN: 978-84-9784-235-8

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