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Arde, bruja, arde!» es una de las

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«¡Arde, bruja, arde!» es una de lasobras más logradas de AbrahamMerritt, indiscutible maestro de lafantasía del siglo XX. Se trata de laminuciosa narración de unainvestigación médica que acabaconvirtiéndose en una historia deterror, pues lo que parecía unacadena de muertes accidentales noes sino el resultado de la siniestramaquinación de Madame Mandilip,la bruja que hace muñecasanimadas de sus víctimas. Sólo laintervención del doctor Lowell,secundado por el capo Ricori,

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frenarán sus infames designios.

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Abraham Merritt

¡Arde, bruja,arde!ePub r1.0

Titivillus 11.02.16

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Título original: Burn, Witch, Burn!Abraham Merritt, 1932Traducción: Javier Martín LalandaIlustraciones: Virgil Finlay

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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A Nancy Elinor Gross,porque a ella le gusta leer

lo que a mí me gusta escribir.

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J

INTRODUCCIÓN

Reinos olvidados, héroesesforzados.

La aventura fantástica enAbraham Merritt

unto al británico Henry RiderHaggard y al celebérrimo Edgar

Rice Burroughs, creador de Tarzán, eltambién norteamericano AbrahamMerritt es el maestro incontestable delgénero de novela de aventurasdenominado por los críticos

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anglosajones «Lost Race Novel», o sea,«novela de razas perdidas», queacontece, por lo general, en comarcasdesconocidas, habitadas, de ordinario,por razas ignoradas del hombre o bienpertenecientes a su antigüedadhistórica o mítica.

Pero si Henry Rider Haggard yEdgar Rice Burroughs son conocidosen España —aunque, a nuestro parecer,no todo lo que debieran serlo—, elprimero por algunas novelas dispersasy otras que forman parte de los ciclos«Ella» y «Allan Quatermain», y elsegundo por otras tantas de sus series«Barsoom», «Amtor» o «Tarzán»,Merritt sigue siendo el gran ignorado,

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ya que sólo dos novelas y algunoscuentos suyos han sido traducidos anuestra lengua.

«Última Thule», haciendo gala delquijotismo literario que la caracteriza,no podía desaprovechar la oportunidadde reparar la injusticia inferida a tangran novelista. Por ello, ¡Arde, bruja,arde! y su continuación: ¡Arrástrate,sombra, arrástrate!, novelas quepertenecen al estadio final de laproducción de Abraham Merritt —últimas, pero no terminales, muy alcontrario, pues son técnica, yliterariamente muy superiores a lasprimeras, que, no obstante, iránapareciendo en su totalidad en la

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presente colección y a las quevolveremos a referimos— son laplasmación de este empeño.

* * *

El 20 de enero de 1884 nacía enBeverly, en el estado de New Jersey,EE. UU., Abraham Merritt. Después deasistir a la Facultad de Derecho de laUniversidad de Pennsylvania, y verseobligado a dejar los estudios pordificultades económicas, es contratadoen 1903 como periodista en el diarioThe Philadelphia Inquirer.

Al parecer, y debido a un extraño

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asunto de connotaciones políticas delque tuvo conocimiento por sucondición de periodista, Merritt fueinvitado a tomarse un año devacaciones pagadas fuera de losEstados Unidos, lo que le vino muybien para irse a la península deYucatán y realizar arqueología decampo. Aquella estancia fomentó suafición por la aventura y las antiguasculturas y a ella se debe la inclinación«antropológica» de sus futuras obrasde ficción.

En 1905, tras su regreso alPhiladelphia Inquirer sería ascendido aredactor jefe de noche. Según SamMoskowitz, a quien seguimos en este

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breve apunte biográfico, «este contactodirecto con los aspectos más tristes yespantosos de la vida seríarápidamente compensado por una fugahacia la fantasía».

En 1912, Merritt, que había sidocorresponsal en Filadelfia delsuplemento dominical de los periódicosdel grupo Hearst, recibe una ofertapara irse a Nueva York y trabajar enThe American Weekly. No deja pasar laoportunidad y se traslada a la granciudad, permaneciendo en el semanariohasta su muerte.

Algún tiempo después, precisamenteen el número del 21 de noviembre de1917 de All-Story Weekly, aparecería

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la primera obra de ficción de Merritt:«Thru the Dragon Glass». En eñe relato,muy breve pero, quizá por ello, con unagran concentración de elementospoéticos, y cuyo título acusa recibo deuna de las obras de ficción máscélebres de Lewis Carroll, de suerteque su simbolismo de fuga de larealidad a que anteriormentealudiéramos no escapa a nadie, seencuentran ya todos los temas queserán constantes en la producción deMerritt: parajes desconocidos (de estadimensión o de otra paralela), mujeresbellísimas, monstruosidades, diosesmalvados y héroes esforzados, juntocon un tratamiento mitológico-

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trascendente y dualista de la eternalucha de la luz contra las tinieblas, delBien contra el Mal.

En este relato, Jim Herndon, alfranquear la Puerta que se abremediante la magia del Espejo delDragón, la joya que expolió delPalacio Imperial de Pekín cuandoformaba parte de los aliados querescataron a los occidentales sitiadospor los nacionalistas boxers (sí, losmalos de la película Cincuenta y cincodías en Peking), accede a un mundoirreal y onírico, que parece escapadode la pluma de Lord Dunsany, dondeencuentra a la bellísima Santhu. Perocuando decide volver con ella, ambos

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son perseguidos por el monstruo conque Rak, el Hacedor de Maravillas, eldemiurgo de aquella dimensión,protege aquel mundo. Herndon lograentrar en el Espejo del Dragón, peroatrás queda Santhu. Aunque no pormucho tiempo, pues según nos cuentael narrador, que recoge por escrito lasperipecias del aventurero, éste sedispone a entrar nuevamente en elespejo con un fusil de cazar elefantespara acabar con el monstruo.

Apenas un año después, en elnúmero de 22 de junio de 1918 de lamisma revista, All-Story Weekly,aparecería la primera entrega de TheMoon Pool, que, hasta 1934, con la

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publicación final de Creep, Shadow!inauguraría la lista de las ochonovelas escritas por Merritt, diez sitenemos en cuenta las dos incompletas,terminadas y editadas por su amigo, elilustrador fantástico Hannes Bok: TheFox Woman and the Blue Pagoda (1946)y The Black Wheel (1947).

Para dar una breve noticia de susprimeras ediciones aparecidas enrevista, así como de sus relatos —Donald A. Wollheim los recopilaría en1949, con el título de The Fox Womanand Other Stories—, he aquí subibliografía:

«Thru the Dragon Glass», relato

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(All-Story Weekly, 24 denoviembre de 1917).«The People of the Pit», relato(All-Story Weekly, 5 de enero de1918).«The Moon Pool», relato (All-Story Weekly, 22 de junio de1918).Conquest of the Moon Pool, novela(All-Story Weekly, seis episodios apartir del 15 de febrero de 1919)[en 1919, posterior refundición deesta obra con la anterior ennovela, bajo el título de The MoonPool].«Three Lines of Old French»,

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relato (All-Story Weekly, 9 deagosto de 1919).The Metal Monster, novela (ArgosyAll-Story Weekly, ocho episodios apartir del 7 de agosto de 1920).The Ship of Ishtar, novela (ArgosyAll-Story Weekly, seis episodios apartir del 8 de noviembre de1924).«The Face in the Abyss», relato(Argosy All-Story Weekly, 8 deseptiembre de 1923).The Snake Mother, novela (Argosy,siete episodios a partir del 25 deoctubre de 1930) [en 1931,posterior refundición de esta olma

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con la anterior en novela bajo eltítulo de The Face in the Abyss].«The Woman of the Wood», relato(Weird Tales, agosto de 1926).Seven Footprints to Satan, novela(Argosy All-Story, cinco episodiosa partir del 2 de julio de 1927).Dwellers in the Mirage, novela(Argosy, seis episodios a partirdel 23 de enero de 1932).Burn, Witch, Burn!, novela(Argosy, seis episodios a partirdel 22 de octubre de 1932).Creep, Shadow!, novela (Argosy,seis episodios a partir del 8 deseptiembre de 1934). [Revisada

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posteriormente con el título deCrep, Shadow, Creep!]«The Last Poet and the Robots»,relato (Fantasy Magazine, abril1934).«The Drone», relato (FantasyMagazine, septiembre de 1934).«The Challenge from Beyond»,segmento de un relato colectivoescrito por H. P. Lovecraft, C. L.Moore, Frank Belnap Long yRobert E. Howard (FantasyMagazine, septiembre de 1935).

* * *

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Después de nueve años en los quese había dedicado de lleno a suprofesión de periodista sin publicarninguna nueva obra de ficción,limitándose a retocarconcienzudamente las que ya habíaescrito, para perdición de quienes nosdedicamos a editar sus novelas, quenos vemos obligados a elegir entre susdiferentes versiones, que no seconcretan en simples diferencias deestilo, sino, en bastantes ocasiones, endesenlaces radicalmente divergentes,por no hablar de los diferentestratamientos de los personajes —valgacomo ejemplo saber que hay tres

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versiones diferentes de The Ship ofIshtar—, Abraham Merritt moría el 29de agosto de 1934 en Florida. Pero lagloria de escritor fantástico que habíaalcanzado con sus libros, sólocomparable en volumen de ventas a laconseguida por Edgar Rice Burroughsquedaría tras él, al punto de recibir elincomparable honor de que una revistade relatos fantásticos llevara sunombre: A Merritt’s Fantasy Magazine,cuyo primer número aparecería endiciembre de 1949.

* * *

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Si tuviéramos que definir aAbraham Merritt con un únicoapelativo, éste sería el de hacedor demundos fantásticos, y, precisaríamos,pero con una leve pincelada de cienciaficción. En efecto, si en The Ship ofIshtar recrea los mitos de la antiguaMesopotamia, combinándolossabiamente con el tema del viaje en eltiempo —que no precisa de la máquinade H. G. Wells, sino del poder de laensoñación, como Alian Quatermain enalgunas de sus aventuras fantásticas—,en The Moon Pool, nos presenta unainsólita civilización subterránea queguarda alguna similitud con un temaanálogo de Sydney Fowler Wright, a la

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que se accede mediante una entradasituada en una isla de Polinesia. Si enThe Dwellers on Mirage le toca el tumoa un mundo perdido en lasinmensidades de Alaska, dominado porKhalru, una monstruosidad tentaculadade allende los golfos del espacio y deltiempo, en The Face on the AbyssMerritt nos ofrece, nuevamente, unmundo subterráneo bajo los Andes, muydiferente al que encontramos en TheMetal Monster, toda una civilización demetales inteligentes perdida en AsiaCentral.

Todas estas novelas, además de lasconstantes merritianas anteriormenteindicadas, presentan un mismo tema

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escatológico, el del cataclismo obatalla final, propiciados por el héroede tumo, explorador, investigador o,simplemente, aventurero, cuya entradaen escena rompe el equilibriomantenido hasta entonces,respondiendo a otra característica másamplia, propia de la gran aventura y delos mundos perdidos, donde, por logeneral, el contacto con la civilizaciónocasiona la mina de éstos.

Hay, sin embargo, tras novelas deAbraham Merritt que no transcurren encomarcas lejanas, sino en el llamadomundo civilizado. Si la primera, SevenFootprints to Satan, es meramentedetectivesca, pues se centra en una

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sociedad secreta y criminal dirigidapor una especie de Viejo de la Montañacontemporáneo, con rasgos de Fu-Manchú, Fantomas y Aleister Crowley,quien tiene su cuartel general en platoNueva York y hace gala de poderescuasi satánicos, las otras dos: Burn,Witch, Burn! (¡Arde, bruja, arde! ennuestra edición) y su continuaciónCreep, Shadow, Creep! (¡Arrástrate,sombra, arrástrate!) son fantásticas.Pero no por desarrollarse en nuestrosdías y en regiones «civilizadas» dejande participar de ese dualismo que antesapuntábamos, pues narran la lucha dehéroes —investigadores en su caso, queacaban siéndolo de lo oculto— contra

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antiguas magias. En ¡Arde, bruja, arde!contra la magia de Madame Mandilip,que le permite crear muñecos que laobedecen como autómatas después dela muerte de los seres humanos cuyaforma imitan; y en ¡Arrástrate, sombra,arrástrate! contra una oscura magia dela Antigüedad cuya sombra se extiendehasta nuestros días.

Recordemos, como nota erudita,que al escribir ¡Arde, bruja, arde!,Abraham Merritt se inspiró librementeen el relato de Fitz-James O’Brien(1828-1862), «The Wondersmith»,donde unos gitanos, que planeancometer una serie de terribles crímenesayudados por unos muñecos poseídos

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por unos espíritus demoníacosencerrados en una botella, muerenpresas de su maquinación. En unprincipio, Merritt puso a su novela eltítulo de The Dolls of Mine. Mandilip,que, como podrán comprobar, es elmismo que su protagonista y narrador,el doctor Lowell, dio a losextraordinarios acontecimientos que laconforman. Pero los responsables de larevista Argosy acabarían cambiándolopor el más comercial de ¡Arde, bruja,arde! con que ha llegado hastanosotros.

Fue tal el éxito de la novela, cuyaedición en libro aparecería en 1933,que, en 1936, Tod Browning realizaría

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una adaptación cinematográficaambientada en París, con el título deThe Devil Doll, que contaría con laactuación estelar del actor LionelBarrymore, encarnando a la satánicaprotagonista de la novela, y con la delcélebre escritor Guy Endore, a cargodel guión, ayudado por el director yactor de carácter Erich von Stroheim,quien, además, sería el consejerotécnico del rodaje.

Como veremos en la obra de ficciónde Merritt, otro de sus inequívocoslogros son sus personajes. Los de¡Arde, bruja, arde! no son unaexcepción: los médicos, Lowell, Braile,destilan una gran humanidad; Ricori,

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el gángster, es una excelente muestradel individuo que se rige por suspropias leyes, al margen de lasociedad; la enfermera Walters es lainequívoca heroína de la novela, queno podía faltar en una obra del géneroque nos ocupa, y quien, al final de laobra, por si acaso quedaba algunaduda, recibe los honores que lecorresponden en esa especie de oraciónque pronuncia Ricori; McCann, elsimpático hampón irlandés, —otraconstante en Merritt, quien sueleservirse de célticos y nórdicos enbuena parte de sus obras—, no es másque el eterno compañero del héroe, eneste caso Lowell, el sufrido héroe

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anónimo que honra a su profesión demédico.

Novela fantástica en primerapersona, pero también ocultista,psicológica y de detección, quemantiene en vilo al lector y cuyodesenlace sólo se vislumbra en lasúltimas páginas, en ¡Arde, bruja, arde!encontramos, curiosamente, como si laproducción de Merritt exigiera por símisma una simetría, el tema del espejoque ya había aparecido en su relato«Thru the Dragon Glass», claro síntomade madurez y de asunción de la propiaobra, algo que, como veremos, se harámás patente en su magistral novela¡Arrástrate, sombra, arrástrate!

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Añadamos como colofón, que lapresente edición, enriquecida conilustraciones de Virgil Finlay, sigue laedición en libro publicada en 1933 porLiverigh. Como por su prólogo ydesenlace difiere notablemente de laversión original en revista aparecidaun año antes en Argosy, hemos añadidoen apéndice el primer y último capítulode la versión en revista, peroextrayéndolos del texto aparecido en elnúmero de junio de 1942 de FamousFantastic Mysteries, el último en suversión de revista autorizado por elautor, que sigue íntegramente el deArgosy, corrigiéndolo de erratas deimprenta.

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Como podrá comprobarse, ladiferencia fundamental entre ambasversiones estriba en que la variante derevista ofrece un enfoque más racionalque la variante de libro, mucho máslarga, mágica y mitológica. Ello nos hahecho suponer que Merritt preferíaeste último final, en que Ricori, comoel lector apreciará tras una atentalectura del texto, parece hallarseposeído, aunque sólo durante uninstante, por la inquietante MadameMandilip.

Sin embargo, el hecho de que en lareedición de junio de 1942 —un añoantes de su muerte—, Merrittanteponga en la reimpresión para

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Famous Fantastic Mysteries la anteriorversión de retiña a la de libro, puedeser indicio de lo contrario, de que, conla distancia de los años, habíapreferido aquélla. Sea como fuere, afalta de una invocación nigrománticaal espíritu del autor, que,indudablemente, nos permitiría salir dedudas, el lector tendrá la oportunidad,por primera vez en la historia de lasediciones de la obra de AbrahamMerritt (aunque esperamos que no seala última), de cotejar ambas y deescoger como desenlace la que mejorse acomode a sus gustos, observandode paso, las correcciones de estilo enellas que el autor efectuó sobre la

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primera versión y que han sidoescrupulosamente respetadas ennuestra traducción.

Javier Martín Lalanda

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Nota sobreVirgil Finlay

Junto con Allen Saint-John, Frank R. Paul yHannes Rok, VirgilWarden Finlay (1914-1971) ha pasado a lahistoria de la ilustraciónfantástica como uno desus más fieles exponentes,en particular de la

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referida al mundo de lasrevistas pulpnorteamericanas. Amigopersonal de notoriosescritores de literaturafantástica, como HenryKuttner o AbrahamMerritt, de quien llegaríaa ilustrar la prácticatotalidad de su obra enlas reediciones queFamous FantasticMysteries y FantasticNovels harían de ella, sunumerosísima producción,dispersa en ilustracionesinteriores y cubiertas de

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revistas e incluso cómics,de la época, obtendría en1953 un premio Hugo.Poseedor de una técnicabasada en el empleo deltrazo y del punto, perotambién en el hábil uso delos fondos oscuros —quequizá hereda de otro granilustrador que leprecedió: Joseph ClementColl—, y que le permiteexpresar hasta el másmínimo detalle, VirgilFinlay demuestra superfecto conocimiento delos argumentos que ilustra

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y su identificación con susautores, que llega a sertotal en los de temáticafantástica y de horror,donde destaca por untoque macabro y sensual—es proverbial elerotismo que emana desus heroínas— que nadieha sido capaz deconseguir después de él,en contraste con la serenaelegancia de susilustraciones de cienciaficción.Si, en la década de lossetenta, Gerry de la Ree

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publicó una espléndidaselección de su obra enuna serie de siete álbumesque se han convertido enpreciada presa decoleccionista, la de losnoventa es testigo delnoble empeño de laeditorial Undenwood-Miller en dar a conoceren tres lujosos álbumesbuena parte del materialde ese genio de lailustración que fue VirgilFinlay.

J. M. L.

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PREFACIO

Soy médico, especialisla enneurología y en trastornos cerebrales.Mi campo preferido es lapsicopatología[1], en la que soyconsiderado un experto. Me halloestrechamente relacionado con dos delos principales hospitales de NuevaYork y he recibido muchos honores,tanto en este país como en el extranjero.Si pongo todo esto por escrito,arriesgándome a ser identificado, no espor pedantería sino porque deseomostrar que fui competente paraobservar y realizar el juicio científico

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concerniente a los singulares eventosque voy a relatar.

Digo que me arriesgo a seridentificado, porque Lowell no es miapellido. Es un seudónimo, lo mismoque los apellidos de los demáspersonajes de la narración. Las razonespara tal subterfugio se irán haciendocada vez más evidentes.

Sin embargo, tengo la profundaconvicción de que los hechos yobservaciones que en mis archivos sehallan agrupados bajo la entrada: Lasmuñecas de Mme. Mandilip deberíanser clarificados, ordenados en lasecuencia debida y dados a conocer.Obviamente, yo podría hacerlo bajo la

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forma de un informe dirigido a unacualquiera de las sociedades médicas alas que pertenezco, pero tambiénconozco, y demasiado bien, el modo enque mis colegas recibirían uncomunicado semejante, y con quésospecha, lástima o aborrecimiento memirarían en adelante, pues tantocontrarían a las aceptadas nociones decausa y efecto tales hechos yobservaciones.

Pero ahora, como ortodoxomédico[2] que soy, me pregunto si nohabrá otras causas diferentes a lascomúnmente admitidas. Fuerzas yenergías que negamos con terquedad,porque no podemos encontrar

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explicación para ellas dentro de losestrechos confines de nuestros actualesconocimientos. Energías cuya realidadse halla reconocida en el folklore y enlas tradiciones antiguas de todos lospueblos y que, para justificar nuestraignorancia, hoy etiquetamos como mito ysuperstición.

Un saber, una ciencia,inconmensurablemente antiguo. Nacidoantes de la historia, pero que jamásmurió ni se perdió del todo. Un sabersecreto, pero siempre con sus sacerdotesy sacerdotisas que guardaban su llamaoscura, transmitiéndola de siglo ensiglo. La llama oscura del conocimientoprohibido que ardía en Egipto incluso

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antes de que fueran levantadas laspirámides; y en los templos ahoraderruidos bajo las arenas del Gobi;conocida por los hijos de Ad a quienesAlá, así dicen los árabes, convirtió enpiedra por sus brujerías diez mil añosantes de que Abraham recorriera lascalles de la Ur de los caldeos; conocidaen China y conocida por los lamastibetanos, los chamanes buriatos de lasestepas y también por el brujo de losMares del Sur.

La llama oscura del saber maléficoque oscureció las sombras de losmelancólicos menhires de Stonehenge;alimentada más tarde por las manos delos legionarios romanos; guardada

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celosamente, nadie sabe por qué, en laEuropa medieval y aún ardiente, aúnviva, aún poderosa.

Pero basta de preámbulos.Comenzaré por el momento en que elsaber oscuro, si es que lo era, arrojó suprimera sombra sobre mí.

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CAPÍTULO 1

La muerte desconocida

í al reloj dar la una mientras subía lospeldaños del hospital. De ordinario, mehubiera encontrado en la cama,durmiendo, pero aquél era un caso en elque estaba muy interesado, y Braile, miayudante, me había informado porteléfono de ciertos acontecimientos quedeseaba observar. Era una noche deprimeros de noviembre. Me detuve un

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instante en lo alto de los peldaños paracontemplar el brillo de las estrellas. Y,mientras lo hacía, un automóvil llegó ala entrada del hospital.

Mientras seguía inmóvil,preguntándome qué significado tenía quealguien llegase a aquella hora, unhombre se deslizó del vehículo. Mirócon perspicacia a uno y otro lado de lacalle desierta y, entonces, abriócompletamente la puerta. Salió otrohombre. Ambos se inclinaron, como sibuscaran algo, a tientas, en su interior.Se enderezaron y, entonces, vi quehabían pasado sus brazos alrededor delos hombros de un tercero. Dieron unospasos hacia delante, no sosteniendo a

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este tercer hombre sino llevándolo. Lacabeza le colgaba sobre el pecho y sucuerpo se balanceaba, desmadejado.

Un cuarto hombre salió delautomóvil.

Le reconocí. Era Julian Ricori, unnotorio cabecilla de los bajos fondos,uno de los productos mejor acabados dela época de la Ley Seca[3]. Ya me lohabían señalado con el dedo variasveces. Pero aunque no lo hubieranhecho, me hubiese bastado con losperiódicos para que sus rasgos y sufigura me fueran familiares. Alto ydelgado, con su cabello blanco veteadode plata, siempre inmaculadamentevestido, antes parecía un hombre de

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clase acomodada que el promotor deltipo de actividades de que le acusaban.

Yo me había quedado en la sombra,sin hacerme notar. Di unos pasos y salíde ella. Instantáneamente, los dos quellevaban al hombre se detuvieron, tanrápidos como perros de caza. Las manosque tenían libres se hundieron en losbolsillos de sus abrigos. Había amenazaen aquel movimiento.

—Soy el doctor Lowell —dije,apresuradamente—. Trabajo para elhostal. Vengan conmigo.

No me contestaron. Ni su mirada seapartó de mí; ni tampoco se movieron.Ricori se adelantó unos pasos. Tambiénllevaba las manos metidas en los

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bolsillos. Me miró de arriba abajo yasintió, mirando a los otros; sentí que latensión disminuía.

—Le conozco, doctor —dijoamablemente, en un inglés extrañamentepreciso—. Pero no sabe la suerte que hatenido. Si me permite que le dé unconsejo, no es bueno moverse tandeprisa cuando se le acerca a uno genteque no conoce, y de noche, al menos enesta ciudad.

—Pero —dije— yo sí le conozco austed, señor Ricori.

—Entonces —sonrió ligeramente—,su juicio fue doblemente errado. Y miconsejo doblemente pertinente.

Hubo un espantoso momento de

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silencio. Él lo rompió.—Y siendo quien soy, me sentiré

mucho mejor dentro que fuera.Abrí las puertas. Los dos hombres

pasaron a través de ellas con su carga, ydespués de ellos Ricori y yo. Una vezdentro, di rienda suelta a mis instintosprofesionales y me acerqué al hombreque llevaban aquellos dos. Ellosecharon una rápida mirada a Ricori.Asintió. Yo levanté la cabeza delhombre.

Me recorrió un ligeroestremecimiento. El hombre tenía losojos muy abiertos. No estaba ni muertoni inconsciente. Pero sobre su rostro seencontraba la más extraordinaria

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expresión de terror que jamás habíavisto en toda mi larga experiencia concasos de cordura, de locura y de los queno son ni lo uno ni lo otro. No era miedosin más. También había un horror igualde estremecedor. Los ojos, azules y conla pupila dilatada, eran como puntos deexclamación sobre las emocionesimpresas en aquel rostro. Mirabanfijamente hacia mí, a través de mí y másallá de mí. Y todo ello sin dejar demirar hacia dentro de ellos como si lavisión de pesadilla que estabancontemplando —cualquiera que fuese—se encontrase, al mismo tiempo, dentro yenfrente de ellos.

—¡Exactamente! —Ricori me había

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estado observando estrechamente—.Exactamente, doctor Lowell, ¿qué hapodido ver mi amigo, o qué le hanpodido mostrar, que le ha puesto en talestado? Estoy muy ansioso por saberlo.No me importaría gastar lo que fuerapara saberlo. Deseo que se cure, sí, peroseré franco con usted, doctor Lowell.Daría hasta el último centavo para tenerla certeza de que quienes le hicieronesto a él no me lo harán a mí, que no medejarán como a él, que no me harán verlo que él está viendo, que no me haránsentir lo que él está sintiendo.

Al poco rato de llamarlos, losenfermeros llegaron. Cogieron alpaciente y lo depositaron en una camilla.

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Para entonces, el médico residente habíaaparecido. Ricori rozó uno de miscodos.

—Sé mucho de usted, doctor Lovell—dijo—. Me gustaría que se ocupaseenteramente de este caso.

Mostré incertidumbre.—¿No podría dejar todo lo demás?

—prosiguió, con insistencia—.¿Dedicarle todo su tiempo? Consultarcon quien quisiera sin reparar en gastos.

—Un momento, señor Ricori —leinterrumpí—. Tengo pacientes que nopuedo dejar a un lado. Le dedicaré todoel tiempo de que pueda disponer, lomismo que mi ayudante, el doctorBraile. Su amigo estará aquí bajo la

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completa observación de personas quetienen toda mi confianza. ¿Siguequeriendo que, bajo esas condiciones,me encargue del caso?

Asintió, aunque pude ver que noestaba completamente satisfecho. Llevéal paciente hasta una habitación privada,aislada de las demás, y realicé lasnecesarias formalidades burocráticas.Ricori registró al hombre con el nombrede Thomas Peters, y añadió que como noconocía a sus parientes se autodeclarabasu amigo más cercano, asumiendo todala responsabilidad; y esgrimiendo unfajo de billetes eligió de él uno de mildólares, que entregó en caja para«gastos preliminares».

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Pregunté a Ricori si deseaba asistira mi reconocimiento. Dijo que sí. Hablócon sus dos hombres y éstos tomaronposiciones a ambos lados de las puertasdel hospital de guardia. Ricori y yofuimos a la habitación asignada alpaciente. Los enfermeros le habíandesnudado y yacía sobre la camaajustable, cubierto por una sábana.Braile, a quien había llamado, estabainclinado sobre Peters, con una evidenteconcentración en el rostro yevidentemente perplejo. Vi consatisfacción que la enfermera Walters,una joven inusualmente capaz yconcienzuda, había sido asignada alcaso. Braile alzó su mirada hacia mí, y

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dijo:—Obviamente, alguna drogan.—Pudiera ser —respondí—. Pero si

lo es entonces es una droga con la quejamás me había encontrado antes. Miresus ojos.

Cerré los párpados de Peters. Encuanto hube apartado mis dedos,comenzaron a abrirse lentamente, hastaque, de nuevo, quedaron muy abiertos.Intenté cerrarlos en varias ocasiones.Siempre se abrían: el terror, el horrorque había en ellos no disminuyó.

Comencé mi reconocimiento. Todoel cuerpo estaba distendido, músculos yarticulaciones. Se me ocurrió el símil deque estaba tan fláccido como un muñeco.

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Era como si todos los nervios motoreshubieran dejado de funcionar. Pero nadahabía de los familiares síntomas de laparálisis. Ni el cuerpo respondía aningún estímulo sensorial, aunque yoexcitase los nervios más sensibles. Laúnica reacción que pude conseguir fueuna leve contracción de las pupilasdilatadas bajo una luz más fuertes.

Hoskins, el patólogo, llegó paratomar muestras de sangre. Cuandoconsiguió lo que buscaba, volvíminuciosamente a aquel cuerpo. Nopude encontrar un simple pinchazo,herida, contusión o rozadura. Peters eravelludo. Con el permiso de Ricori,dispuse que le afeitaran: pecho,

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hombros, piernas, incluso la cabeza. Noencontré nada que indicara que lehubieran suministrado una droga con unahipodérmica. Le vacié el estómago yobtuve muestras de los órganosexcretores, incluyendo la piel. Examinélas mucosas de la nariz y de la garganta:parecían sanas y normales; sin embargo,tomé unas muestras de ellas. La tensiónsanguínea era baja, la temperaturalevemente más baja de lo normal; peroaquello quizá no significaba nada. Lesuministré una inyección de adrenalina.No hubo, en absoluto, ninguna reacción.Aquello sí podía significar mucho.

«Pobre diablo —dije para mí—.Cueste lo que cueste, voy a intentar

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acabar con esa pesadilla».Le administré una dosis mínima de

morfina. Para lo que sirvió, lo mismohubiera dado que fuese agua. Luego leadministré todo a lo que me atreví. Susojos siguieron abiertos, y el terror y elhorror no disminuyó. Y el pulso y larespiración siguieron como antes.

Ricori había observado todasaquellas operaciones con intensointerés. Aquella vez yo había hecho todolo que podía, y así se lo dije.

—No puedo hacer más —comenté—hasta que reciba los resultados de losanálisis. Francamente, estoydesorientado. No conozco ningunaenfermedad ni ninguna droga que puedan

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producir estos efectos.—Pero el doctor Braile —dijo él—

mencionó una droga.—Sólo era una sugerencia —Braile

salió al paso rápidamente—. Al igualque el doctor Lowell no conozconinguna droga capaz de causar talessíntomas.

Ricori miró al rostro de Peters y seestremeció.

—Ahora —dije— debo hacerlealgunas preguntas. ¿Ha tenido estehombre alguna enfermedad? Si así fue,¿estuvo bajo tratamiento médico?Aunque actualmente no estuvieraenfermo, ¿habló de cualquier malestar uobservó algo inusual en su manera de

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comportarse?—No, a todas sus preguntas —

contestó—. Durante la última semanaPeters estuvo en estrecho contactoconmigo. Y en absoluto se sintióenfermo. Esta noche estuvimoscharlando en mis aposentos, y, ya tarde,tomamos una cena ligera. Estaba enplena forma. De repente, en mitad de unapalabra se detuvo, volvió a medias lacabeza, como para escuchar y, después,se deslizó de su sillón hasta el suelo.Cuando me incline sobre él ya estabacomo usted ahora puede verle.Inmediatamente, le traje hasta aquí.

—Bien —dije—, al menos, eso nosda la hora exacta de la crisis. No tiene

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sentido que se quede, señor Ricori, amenos que lo deseo.

Estudió sus manos durante unosinstantes, sacando brillo a sus uñas, muycuidadas por la manicuras.

— Doctor Lowell —dijo, finalmente—, si este hombre muere sin que ustedhaya descubierto qué lo mató, yo lepagaré sus acostumbrados honorarios, yal hospital los que le correspondan, ynada más. Si él muere y usted lodescubre después de su muerte,entregaré cien mil dólares a cualquierfundación de caridad que ustedmencione. Pero si lo descubre antes deque muera y le devuelve la salud yo leentregaré a usted la misma suma.

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Ambos nos miramos fijamente, ycuando el significado de tan notableoferta se abrió camino en mí me resultóimposible refrenar mi ira.

—Ricori —dije—, usted y yovivimos en mundos diferentes, por esole contestaré de un modo educado,aunque me resulte difícil. Haré todo loque se encuentre en mi poder paradescubrir qué le ocurre a su amigo ycurarlo. Haría lo mismo si usted y élfueran pobres. Me interesa sólo como unproblema que me desafía como médico.Pero no estoy interesado en usted en lomás mínimo. Ni en su dinero. Ni en suoferta. Considérela definitivamenterechazada. ¿Ha comprendido lo que le

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he dicho?No mostró ningún resentimiento.—De un modo tan claro que más que

nunca deseo que usted se encargueexclusivamente de él —dijo.

—Muy bien. Ahora dígame, ¿cómopodría ponerme en contacto con usted sinecesitara que viniese rápidamente?

—Con su permiso —contestó—, megustaría tener, bueno, representantes enesta habitación todo el tiempo. Habrádos de ellos. Si usted me necesita,dígaselo a ellos y en seguida estaré aquí.

Sonreí al oír aquello, pero él no.—Me ha recordado —dijo— que

vivimos en mundos diferentes. Ustedtoma sus precauciones para estar a salvo

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en su mundo y yo ordeno mi vida paraminimizar los peligros de la mía. Ni porun momento tendría la presunción deaconsejarle a usted cómo sortear lospeligros de su laboratorio, doctorLowell. Yo tengo mi versión de esospeligros. Bene[4], me protejo contraellos lo mejor que puedo.

Era una petición de lo más irregular,desde luego. Pero en aquel momentodescubrí que estaba a punto de sentiraprecio por Ricori, y comprendíclaramente su punto de vista. Él se diocuenta y aprovechó la ventaja.

—Mis hombres no le molestarán —dijo—. De ningún modo interferirán conusted. Si lo que sospecho llega a ser

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cierto serán una excelente protecciónpara usted, lo mismo que para susayudantes. Pero ellos, y quienes losreleven, habrán de permanecer día ynoche en la habitación. Si sacan a Petersde la habitación tendrán queacompañarlo no importa a donde lolleven.

—Puedo arreglarlo —dije. Después,a petición suya, envié un enfermero a laentrada. Volvió con uno de los hombresque Ricori había dejado de guardia.Ricori le dijo algo al oído y él se fue.Casi al instante, otros dos hombresllegaron. Mientras tanto, yo habíaexplicado la peculiar situación alresidente y al administrador, y obtenido

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el necesario permiso para su estancia.Ambos hombres estaban bien

vestidos, eran educados, con los labiossingularmente tensos y la alerta en susfríos ojos. Uno de ellos echó una miradaa Peters.

—¡Cristo! —murmuró.La habitación estaba en una esquina,

y tenía dos ventanas: una daba al paseo,la otra a una calle lateral. En las paredesno había ninguna otra salida excepto lapuerta que daba al pasillo; la sala debaño incorporada era interior y no teníaventanas. Ricori y los dos hombresinspeccionaron minuciosamente lahabitación, manteniéndose apartados,según pude observar, de las ventanas.

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Entonces me preguntaron si la habitaciónpodía quedar a oscuras. Asentí, conmucha curiosidad. Apagada la luz, lostres se dirigieron hacia las ventanas, lasabrieron y observaron, con muchodetenimiento, la caída de seis pisos quehabía hasta las dos calles. Por el ladodel paseo sólo había un espacio vacío alotro lado del parque. Enfrente se veíauna iglesia.

—Debéis vigilar este lado —oí quedecía Ricori, apuntando a la iglesia—.Ya puede dar nuevamente la luz, doctor—se dirigió hacia la puerta, después sevolvió—. Tengo muchos enemigos,doctor Lowell. Peters era mi manoderecha. Si quien le hirió fue uno de mis

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enemigos, su intención era debilitarme.O quizá lo hizo porque no tuvo laoportunidad de herirme a mí. Miro aPeters y, por primera vez en mi vida, yoRicori tengo miedo. No deseo ser elsiguiente. No deseo ¡ver el Infierno!

¡Refunfuñé al oír aquello!, pues élhabía formulado con palabras lo que yohabía estado sintiendo, sin ser capaz deexpresarlo.

Se dirigió hacia la puerta paraabrirla. Dudó.

—Otra cosa más. Si alguien llamasepreguntando por el estado de Peters,deje que uno de estos hombres, o dequienes los releven, conteste. Si alguienacudiera personalmente a preguntar, deje

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que suba, pero si fueran más, sólo lespermitirá subir uno en uno. Si aparecieraalguien afirmando que es de la familia,deje que mis hombres vayan a suencuentro y se informen.

Estrechó mi mano y abrió la puertade la habitación. Otra pareja de sussecuaces de aspecto eficiente leesperaba en el umbral. Se colocaron unodelante y el otro detrás. Cuando se ibavi cómo se persignaba vigorosamente.

Cerré la puerta y regresé a lahabitación. Miré a Peters…

Si yo hubiera sido un hombrereligioso, también me hubierapersignado. La expresión del rostro dePeters había cambiado. El terror y el

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horror se habían ido. Aún parecía mirara través de mí y dentro de sí, pero conun algo de perversa expectación, tanperversa que, involuntariamente, echéuna mirada por encima de mi hombropara ver la repelente cosa que podríaestar reptando hacia mí.

No había nada. Uno de los pistolerosde Ricori se sentó en el rincón de laventana, en la sombra, vigilando elparapeto del tejado de la iglesia deenfrente; el otro se sentó, imperturbable,ante la puerta.

Braile y la enfermera Waltersestaban al otro lado de la cama. Sus ojospermanecían fijos, con horriblefascinación, sobre el rostro de Peters. Y

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entonces vi a Braile volver la cabeza yrecorrer con la mirada la habitacióncomo yo…

De repente, los ojos de Petersparecieron focalizarse, tomar concienciade toda la habitación. Relampaguearoncon un júbilo impío. Aquel júbilo no erademencial sino diabólico. Era el de lamirada de un demonio durante largotiempo exiliado de su bien amadoinfierno, al que, súbitamente, se leordenaba que volviera.

Mas ¿no sería el júbilo de algúndiablo arrojado de su infierno para quehiciera su voluntad sobre quien pudiera?

Sé perfectamente cuán fantásticas, detodo punto cuán anticientíficas son estas

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comparaciones. Pero no puedo describirde otra manera aquel extraño cambio.

Entonces, de improviso, como elcierre del obturador de una cámara,aquella expresión desapareció y elterror y el horror de antes volvieron. Diun involuntario suspiro de alivio, pues,precisamente, era como si sintiera quealguna presencia maligna se habíaretirado. La enfermera estabatemblando. Braile preguntó, con vozdesmayada:

—¿Qué tal otra inyección?—No —dije—. Quiero que usted

vigile el progreso de esto, sea lo quefuere, sin drogas. Me vuelvo allaboratorio. Vigílelo de cerca hasta que

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regresen.Volví al laboratorio. Hoskins levantó

su mirada hacia mí.—Nada anormal, hasta ahora. Una

salud notable, diría yo. Por supuesto quesólo se trata de los resultados de laspruebas más simples.

Asentí. Tenía la desagradablesensación de que las demás pruebastampoco mostrarían nada. Y yo meencontraba más afectado de lo que meatrevía a confesar por aquellasalternancias de expectativa y júbiloinfernales en el rostro y los ojos dePeters. Todo aquel caso me turbaba, meproducía esa sensación de pesadilla enque uno se encuentra ante una puerta que

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debe abrir, ya que es de importanciavital, pero no puede, porque no sólo notiene la llave, sino que no encuentra elagujero de la cerradura. Habíadescubierto que concentrarme mientrastrabajaba con el microscopio mepermitía pensar con mayor tranquilidaden los problemas. Por eso tomé algunasmuestras de la sangre de Peters ycomencé a estudiarlas, sin esperanza deencontrar nada sino sólo para ejercitarotra parte de mi cerebro.

Estaba con la cuarta placa cuando,de repente, fui consciente de que lo queestaba viendo era increíble. Cuandohabía movido accidentalmente la placa,un glóbulo blanco se había deslizado

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hasta el campo de visión. Sólo un simpleglóbulo blanco… ¡pero en su interiorhabía un ápice de fosforescencia quereblandecía como una diminuta lámpara!

En principio pensé que se trataba dealgún efecto de la luz, pero ningunamodificación de la iluminación alteróaquella fosforescencia. Me froté losojos y miré de nuevo. Llamé a Hoskins.

—Dígame si ve algo peculiar ahí.Miró por el microscopio. Se

sobresaltó, después ajustó la luz comoyo había hecho.

—¿Qué ve, Hoskins?Sin dejar de mirar a través de la

lente, dijo:—Un leucocito, en cuyo interior hay

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un cúmulo de fosforescencia. Suresplandor no disminuye cuando doytoda la iluminación, ni aumenta cuandola disminuyo. En todo, excepto en elcúmulo ingerido, el glóbulo parecenormal.

—Lo cual —dije— es de todo puntoimposibles.

—De todo punto —convinoconmigo, levantándose—. Y, sinembargo, ¡ahí está!

Transferí la placa almicromanipulador, esperando aislar elglóbulo, y lo toqué con la punta de laaguja del manipulador. En el instante delcontado, el glóbulo pareció arder. Fuecomo si el cúmulo de fosforescencia se

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aplanase, y algo como un relámpago enminiatura recorrió la porción visible dela placa.

Y eso fue todo… la fosforescenciahabía desaparecido…

Preparamos y examinamos placa trasplaca. En otras dos ocasionesencontramos un minúsculo cúmulobrillante, y en cada una de ellas tuvimosel mismo resultado, el glóbulo queexplotaba, el extraño destello de leveluminosidad, después nada.

Sonó el teléfono del laboratorio.Hoskins lo cogió.

—Es Braile. Quiere que vaya…rápidamente.

—Siga investigando, Hoskins —

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dije, y me apresuré a ir a la habitaciónde Peters. Al entrar, vi a la enfermeraWalters, con el rostro tan blanco comola tiza, los ojos cerrados, de pie, dandola espalda a la cama. Braile estabainclinado sobre el paciente, con elestetoscopio puesto sobre su corazón.Miré a Peters y me quedé clavado en elsitio, como si algo parecido a un pánicoirracional me atenazase el corazón.Sobre su rostro se encontraba laexpresión de malvada expectación, perointensificada. Mientras le miraba, seconvirtió en alegría diabólica y ésta,también, se hizo más intensa. El rostrose mantuvo así durante pocos segundos.De nuevo volvió la expectación y

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después, pisándole los talones, el júbiloimpío. Ambas expresiones se alternaronrápidamente. Titilaban sobre el rostro dePeters como… como el parpadeo de lasdiminutas luces en el interior de losglóbulos de su sangren.

Braile habló a través de unos labioscrispados.

—¡Su corazón se detuvo hace tresminutos! Debiera estar muerto y, sinembargo, escuche.

El cuerpo de Peters se tensionó yquedó rígido. De sus labios brotó unsonido el de una risa sofocada; sordo y,sin embargo, singularmente penetrante,inhumano, la risotada obscena de undiablo. El pistolero de la ventana se

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puso en pie de un salto, volcando la sillacon estrépito. La risa se estranguló ymurió, y el cuerpo de Peters yaciódesmadejado. Oí abrirse la puerta y lavoz de Ricori:

—¿Qué tal va, doctor Lowell? No hepodido dormirme… —miró el rostro dePeters—: ¡Madre de Cristo! —le oísusurrar. Y cayó de rodillas.

Le veía vagamente, porque no podíaapartar mis ojos del rostro de Peters.Era el rostro de un demonio desocarrona sonrisa de triunfo —del quehabía sido borrada toda humanidad—, elrostro de un demonio salidodirectamente del infierno de algún pintormedieval demente. Los ojos azules, ya

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absolutamente malignos, miraban aRicori.

Mientras yo miraba, las manosmuertas se movieron; lentamente, losbrazos se doblaron desde el codo, losdedos se contrajeron como garras; elcuerpo muerto comenzó a removersebajo las mantas…

En aquel momento, el hechizo de lapesadilla me abandonó; pues porprimera vez durante horas, pisaba unterreno que conocía. Era el rigor mortis,la rigidez de la muerte, pero queprogresaba con mayor rapidez yprocedía a una velocidad que meresultaba desconocida.

Me adelanté y bajé los párpados de

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aquellos feroces ojos. Cubrí elespantoso rostro.

Miré a Ricori. Todavía seguía derodillas, persignándose y rezando. Y,arrodillada a su lado, con un brazorodeándole los hombros, estaba laenfermera Walters. También ella rezaba.

En algún lugar, un reloj dio lascinco.

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CAPÍTULO 2

El cuestionario

e ofrecí a acompañar a Ricori a su casay, para mi gran sorpresa, aceptó conalacridad. El hombre estabapenosamente conmovido. Fuimos ensilencio, con los pistoleros de labios entensión alertas. El rostro de Petersseguía flotando ante mí.

Administré a Ricori un fuertesedante y le dejé durmiendo, guardado

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por sus hombres. Antes le había dichoque tenía intención de realizar unaautopsia completa.

Regresé al hospital en su automóvil.Me encontré con que el cuerpo de Petershabía sido llevado al depósito decadáveres. El rigor mortis, me dijoBraile, se había manifestadocompletamente en menos de una hora, untiempo sorprendentemente corto. Hicelos arreglos necesarios para la autopsiay llevé a Braile a mi casa para pellizcaralgunas horas de sueño. Es difícilexpresar con palabras la impresióndesagradablemente peculiar que mehabía producido todo lo ocurrido. Sólopuedo decir que agradecía tanto la

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compañía de Braile como él la mía.Cuando desperté, la opresión de

pesadilla aún persistía, aunque menosintensa. Eran cerca de las dos cuandocomenzamos la autopsia. Aparté lasábana del cuerpo de Peters conevidente vacilación. Miré fijamente a surostro y me sorprendió. Toda sumalignidad diabólica habíadesaparecido. Estaba sereno,reposado… el rostro de un hombre queha muerto en paz, sin agonía de cuerpo ode alma: alcé su mano, estaba floja, todosu cuerpo estaba fláccido, el rigor habíadesaparecido.

Fue entonces, o eso creo, cuandotuve por primera vez la convicción

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absoluta de que estaba tratando con unfactor letal totalmente nuevo, o al menosdesconocido, ya fuera debido a causasmicrobianas o no. Lo acostumbrado esque el rigor se manifieste entre lasdieciséis y las veinticuatro horas,dependiendo de la condición delpaciente antes de la muerte, de latemperatura y de una docena de otrosfactores más. Normalmente, no debedesaparecer hasta un momentocomprendido entre las cuarenta y ocho ysetenta y dos horas. Por lo general, unaaparición rápida de la rigidez implica sudesaparición también rápida, yviceversa. Los diabéticos se ponenrígidos antes que los demás. Una súbita

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lesión cerebral, como la producida porun tiro, produce una mayor rapidez. Enel caso que me ocupaba, el rigor habíacomenzado instantáneamente con lamuerte, completando su ciclo en untiempo sorprendentemente corto demenos de cinco horas… pues elenfermero que había examinado elcadáver a eso de las diez había pensadoque la rigidez aún no era visible. Eraevidente que había sido vista y no vista.

Los resultados de la autopsia podíanresumirse en dos frases. Primera: Nohabía ninguna forma de saber por quéPeters no seguía vivo. Y segunda:¡Estaba muerto!

Más tarde, cuando Hoskins hizo su

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informe, ambas aserciones, tanterriblemente contrapuestas, siguieronsiendo ciertas. No había ninguna razónpara que Peters estuviera muerto. Perolo estaba. Si las enigmáticas luces quehabíamos observado tenían algo que vercon su muerte, no habían dejado ningúnindicio de ello. Sus órganos eranperfectos, y todo lo demás estaba comocabía esperar; de hecho, él era unespécimen extraordinariamente sano.Después que yo me fuera, ni siquieraHoskins había podido capturar máscorpúsculos luminosos.

Aquella noche redacté una brevecarta donde describía brevemente lossíntomas observados en el caso Peters,

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sin hacer hincapié en sus cambios deexpresión y refiriéndome con muchaprecaución a «muecas inusuales» y«mirada de intenso miedo». Braile y yosacamos de ella muchas copias queenviamos por correo a todos losmédicos del Gran Nueva York. Yomismo realicé personalmente unadiscreta investigación entre loshospitales, en busca de los mismosefectos. En la carta preguntaba si losmédicos habían tratado a pacientes consíntomas similares, y, en casoafirmativo, rogaba que dieran detalles,nombres, direcciones, ocupaciones ycualquier otra indicación interesante,bajo el sello, por supuesto, del secreto

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profesional. Yo me ufanaba de que mireputación era tal que ninguno dequienes recibieran los cuestionariospensaría que aquella encuesta estabainspirada por una curiosidad ociosa oque encubriera una motivación que seapartara lo más mínimo de la éticas.

Como respuesta, recibí siete cartas yla visita personal de quien había escritouna de ellas. Todas las cartas, exceptouna, me daban, en diferentes grados deconservadurismo médico, la informaciónque había pedido. Después de leerlas,fue un hecho incontestable que, en elintervalo de seis meses, siete personasde características y clases socialestotalmente diferentes habían muerto de

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la misma manera que Peters.Cronológicamente, los casos se

ordenaban de la siguiente manera:

25 de mayo: Ruth Bailey, solterona;cincuenta años; moderadamente rica;de buena posición y mejor reputación;caritativa y muy amiga de los niños.

20 de junio: Patrick Mcllraine,albañil; mujer y dos niños.

1 de agosto: Anita Green, niña deonce años; padres en condicionesprecarias y de buena educación

15 de agosto: Steve Standish,acróbata; treinta años; mujer y tresniños.

30 de agosto: John J. Marshall,

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banquero; sesenta años; internado enel cuidado de la infancia

10 de septiembre: Phineas Dimott;treinta y cinco; trapecista; mujer y unniño pequeño.

12 de octubre: Hortense Damley;cara de treinta; sin ocupación.

Sus direcciones, excepto dos,estaban profusamente repartidas portoda la ciudad.

Cada una de las cartas hacíareferencia a la súbita llegada del rigormortis y a su rápida desaparición.También daban el tiempo de la muerte,aproximadamente cinco horas despuésde la primera crisis. Cinco de ellas se

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referían a las cambiantes expresionesfaciales que tanto me habían turbado; apesar de las reservas empleadas, yocomprendía el estupor de quienes lashabían descrito.

«Los ojos del paciente siguenabiertos —relataba el médicoencargado de la solterona Bailey—.Miran fijamente, pero sin dar ningunaindicación de que reconozcan lo queles rodea, ni de que consigan focalizarningún punto, ni de que vean losobjetos que hay ante ellos. Suexpresión era de intenso terror, que secambió cerca de la hora de la muertepor otras, peculiarmentedesagradables de observar. La última

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se intensificó después de la muerte.Rigor mortis completo desapareció alas cinco horas».

El médico que cuidaba a Mcllraine,el albañil, no tenía nada que decirrespecto a los fenómenos ante mortem,pero dedicaba bailantes líneas a laexpresión del rostro de su paciente trasla muerte:

«No tenía —declaraba— nada encomún con la contracción muscularllamada “máscara de Hipócrates”, ni,en modo alguno, con los ojos abiertos yla boca torada familiarmenteconocidos como “la mueca de lamuerte”. Tras el óbito no habíasugerencia de agonía, más bien lo

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contrario. Diría que aquella expresiónera de una malicia inusual».

El informe del médico que habíaatendido a Standish, el acróbata, erasuperficial, pero mencionaba que«después de que, aparentemente, elpaciente hubiera muerto, unos sonidossingularmente desagradablesemanaron de su boca». Yo me preguntési serían parecidos a las maquinacionesdemoníacas que había oído a Peters; siasí fue, no me extrañaba la reticenciacon que mi corresponsal las habíarecibido.

Conocía al médico que habíaatendido al banquero…, dogmático,pomposo, el perfecto médico para

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millonarios.«No hay misterio en la causa de la

muerte —escribía—. Evidentemente,fue una trombosis, un coágulo enalguna parte del cerebro. En modoalguno concedo importancia a lasmuecas del rostro ni al elementotemporal en su relación con el rigor.Como bien sabe, mi querido Lowell —añadía, condescendiente—, hay unaxioma en medicina forense que diceque uno no puede probar nadamediante el rigor mortis».

Me hubiera gustado responderle quecuando no se sabe diagnosticar, unatrombosis es tan útil como cualquier otracosa para ocultar la ignorancia del

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médico; pero ello no hubiera afectado asu autocomplacencia.

El informe Dimott era de lo máscorriente, sin comentarios respecto amuecas o sonidos.

Pero el médico que había atendido ala pequeña Anita no había sido tanreticente.

«La niña —escribía— había sidomuy bonita. No parecía sufrir dolor;pero al comienzo de la enfermedad mesentí estremecido por el terror tanintenso de que daba muestras lo fijo desu mirada. Era como una pesadilladespierta pues, indiscutiblemente, ellaestuvo consciente hasta la muerte. Lamorfina, en dosis casi letal, no produjo

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cambios en este síntoma, ni tampocopareció tener efecto alguno sobre elcorazón o la respiración. Más tarde elterror desapareció, dando paso a otrasemociones que no me atrevo a describiren este informe, pero que le participaréen persona si así lo desea. El aspectode la niña tras la muerte erapeculiarmente inquietante, pero,nuevamente, preferiría hablar de elloantes que escribirlo».

Había un postscriptum garabateadocon prisa; podía verle dudando y,después, rendirse a la necesidad deliberar su alma, escribiendo deprisaaquel post scriptum y enviando la cartaantes de volver a reconsiderarla.

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«He dicho que la niña estuvoconsciente hasta la muerte. ¡Lo que meobsesiona en mi convicción de que ellaestuvo consciente después de la muertefísica! Permítame que se lo cuente».

Asentí con satisfacción. No me habíaatrevido a indicar aquella observaciónen mi cuestionario. Y si había sidocierta en los demás casos, comoentonces supuse que debió de serlo,todos los médicos, salvo el que habíaatendido a Standish, fueron partícipes demi conservadurismo o de mi timidez.Llamé inmediatamente al médico de lapequeña Anita. Estaba tremendamenteafectado. En todos los detalles, su casopresentaba paralelismos con el de

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Peters. No dejaba de repetir una y otravez:

—La niña era tan dulce y buenacomo un ángel ¡y se transformó en undiablo!

Prometí tenerle al tanto de cualquierdescubrimiento que pudiera hacer, ypoco después de nuestra conversaciónfui visitado por el joven médico quehabía atendido a Hortense Darnley. Eldoctor Y…, como le llamaré, no teníanada que añadir al aspecto médico de loque ya conocía, pero su charla mesugirió la primera forma práctica deacercarse al problema.

Su consulta, dijo, estaba en eledificio de apartamentos donde había

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vivido Hortense Darnley. Estabatrabajando, ya tarde, cuando, a eso delas diez, la doncella de aquella mujer,una joven de color, le avisó que fuera asu apartamento. Había encontrado a lapaciente echada en la cama e,instantáneamente, se había sentidoimpresionado por la expresión de terroren su rostro y la extraordinaria laxitudde su cuerpo. La describió como rubia yde ojos azules… «como una muñeca».

Un hombre estaba en el apartamento.En un principio evitó dar su nombre, aldecir que sólo era un amigo. Lo primeroque pensó el doctor Y… fue que la mujerhabía sido sujeto de alguna violencia,pero el examen no reveló contusiones ni

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ninguna herida. El «amigo» contó queestaban cenando cuando «la señoritaDarnley se había derrumbado en elpiso, como si se le hubieran ablandadotodos los huesos, y ya no pudimossacar nada más de ella». La doncella loconfirmó. Sobre la mesa había una cenaa medio consumir, y tanto el hombrecomo la sirvienta declararon queHortense se hallaba con el mejor de losánimos. No había habido discusiónalguna. A regañadientes, el «amigo»admitió que la crisis se había producidotres horas antes y que ellos habíanintentado «llevarla a buen fin» por símismos, recurriendo sólo a él cuandolas expresiones alternantes a las que ya

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me refiriera en el caso de Peterscomenzaron a aparecer sobre su rostro.

Cuando la crisis progresó, ladoncella se puso histérica de miedo yhuyó. El hombre era de una madera másrecia y se quedó hasta el final. Se habíasentido muy conmovido, tanto como eldoctor Y…, por los fenómenospostmortem. Al oír al médico declararque el caso debía pasar al juez, perdiósu reticencia y se identificóespontáneamente como James Martin,declarándose vivamente deseoso de unaautopsia completa. Había sidototalmente franco en cuanto a susrazones. La señorita Darnley había sidosu amante y él «ya había tenido

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bastantes problemas para que lecolgasen su muerte».

La autopsia fue muy concienzuda.Ninguna traza de enfermedad o deveneno fue encontrada. Aparte de unleve problema con las válvulas delcorazón, Hortense Darnley había estadoperfectamente de salud. El dictamen fue«muerte por insuficiencia cardíaca».Pero el doctor Y… estaba totalmenteconvencido de que el corazón no teníanada que ver en todo aquello.

Desde luego, era de todo puntoobvio que Hortense Darnley habíamuerto por la misma causa o agente quetodos los demás. Pero, para mí, el hechomás sobresaliente era que su

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apartamento se había encontrado a untiro de piedra de la dirección que Ricorihabía asignado a Peters. Además, Martinera de su mismo mundo, si lasimpresiones del doctor T… erancorrectas. Podía pensarse en unaconexión entre ambos casos que faltabaen los demás. Decidí llamar a Ricoripara exponer ante él todas mis cartas yutilizar su ayuda, si ello era posible.

Mi investigación había durado cercade dos semanas. Durante aquel tiempohabía llegado a conocer bastante bien aRicori. Por un lado, él me interesabainmensamente como un producto de lascondiciones de hoy día; por otro, mecaía bien, a pesar de su reputación.

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Curiosamente, era muy leído, y poseíaen alto grado una inteligencia totalmenteamoral, sutil y supersticiosa. En losantiguos tiempos, posiblemente habríasido capitán de condotieros, dispuesto aalquilar su astucia y su espada. Mepreguntaba cuáles podrían ser susantecedentes. Me había hecho muchasvisitas desde la muerte de Peters y,sencillamente, la simpatía era mutua. Enestas visitas era escoltado por el hombrede labios en tensión que había estadovigilando por la ventana del hospital.Según pude enterarme, se llamabaMcCann. Era el guardaespaldas de másconfianza de Ricori, al parecer,totalmente adicto a su jefe de cabellos

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blancos, También era un personajeinteresante y yo le merecía confianza.Era un sureño que hablaba arrastrandolas palabras y que, por lo que contaba,había sido «cuidador de vacas al otrolado de Arizona baña que se habíahecho demasiado popular en lafrontera».

—Usted me gusta, Doc[5] —dijo—.Estoy seguro de que le sirve de ayuda aljefe. Aparta su cabeza de los negocios.Y cuando vengo pa’ca, puedo tener lasmanos fuera de los bolsillos. Si en algúnmomento alguien se mete con su rebaño,dígamelo. Pediré un día libro.

Después añadió, como porcasualidad, que «a una distancia de

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cien pies podía hacer un círculo de seisagujeros alrededor de una moneda deveinticinco centavos».

No supe si lo decía en broma o enserio. De cualquier modo, Ricori jamásiba a ningún sitio sin él; y el que dejaraa McCann al cuidado de Peters mostrabalo mucho que debía de apreciarlo.

Me puse en contacto con Ricori y lepedí que fuera a cenar aquella noche,con Braile y conmigo, a mi casa. Llegó alas siete, y dijo a su chófer que lerecogiera a las diez. Nos sentamos a lamesa, con McCann, como de costumbre,de guardia en la antecámara, quien debíade hacer estremecerse, estaba seguro, amis dos enfermeras de noche —tenía una

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pequeña clínica privada adosada—, alcomportarse con ellas como un pistolerode película.

Terminada la cena, despedí almayordomo y entré en materia. Le habléa Ricori de mi cuestionario, y le hicenotar que gracias a él había exhumadosiete casos similares al de Peters.

—Puede quitarse de la cabezacualquier idea de que la muerte dePeters estaba relacionada con usted,Ricori —dije—. Con una posibleexcepción, ninguna de las siete personasimplicadas pertenecen a lo que ustedhubiera llamado «su mundo». Y si estaúnica excepción afectase a la esfera desus actividades, ello no alteraría la

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absoluta certeza de que usted no estáimplicado de ninguna manera. ¿Haconocido o ha oído hablar de una mujerllamada Hortense Darnley?

Negó con la cabeza.—Vivía —dije— prácticamente

enfrente de la dirección de Peters queusted me dio.

—Pero Peters no vivía en esadirección —sonrió, como pidiendodisculpas—. Ya lo ve. Entonces no leconocía a usted tan bien como ahora.

Eso, lo confieso, hizo que mesobresaltara.

—Bueno —proseguí—. ¿Conoce aun hombre llamado Martin?

—Sí —dijo—. Le conozco. De

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hecho conozco a varios Martin. ¿Podríadescribirme aquél a quien se refiere odecirme su nombre, si lo conoce?

—James —repliqué.Nuevamente sacudió la cabeza,

mientras fruncía el entrecejo.—McCann puede conocerle —dijo,

por último—. ¿Quiere llamarle, doctorLowell?

Llamé al mayordomo y le envié abuscar a McCann.

—McCann —preguntó Ricori—,¿conoces a una mujer llamada HortenseDarnley?

—Claro —contentó McCann—. Unamuñeca rubia. Es la chica de Butch[6]

Martin. La sacó del Vanities[7].

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—¿La conocía Peters? —pregunté.—¡Síi! —dijo McCann—. Seguro

que sí. Ella conocía a Mollie —ya sabe,jefe—, la hermana pequeña de Peters.Mollie abandonó el Follies hace tresaños, y él conoció a Hortie[8] en casa deMollie. Hortic y él estaban «chiflados»por la pequeña de Mollie. Así me locontó él. Pero Tom jamás tonteó conella, si eso es lo que usted quería saber.

Miré agudamente a Ricori, puesrecordaba con claridad que él me habíadicho que Peters no tenía parientesvivos. No pareció desconcertarse ni lomás mínimo.

—¿Dónde está ahora Martin,McCann? —pregunté.

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—Canadá arriba, por lo último queoí de él —contestó McCann—. ¿Quiereque lo busque?

—Te lo diré más tarde —dijoRicori, y McCann regresó a laantecámara.

—¿Martin es uno de sus amigos, ode sus enemigos? —pregunté.

—Ni lo uno ni lo otro —respondió.Permanecí en silencio durante unos

instantes, dándole vueltas en mi mente ala sorprendente información de McCann.La relación que yo había establecidovagamente entre la supuesta proximidadde los lugares donde vivían Peters y lamujer acababa de romperse. PeroMcCann acababa de colocar una

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conexión más importante. HortenseDarnley había muerto el 12 de octubre;Peters, el 10 de noviembre. ¿Cuándohabía visto Peters a la mujer por últimavez? Si la misteriosa enfermedad fueracausada por algún organismodesconocido, nadie, desde luego, podríadecir la duración de su período deincubación. ¿Habría sido Peterscontaminado por ella?

—Ricori —dije—, en el transcursode esta noche he podido comprobarcómo en dos ocasiones usted me mintióa propósito de Peters. Voy a olvidarlo,porque no creo que lo repita. Y voy aconfiar en usted, hasta el punto deromper el secreto profesional. Lea estas

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cartas.Le pasé las contestaciones al

cuestionario. Las leyó en silencio.Cuando hubo acabado le repetí todo loque el doctor Y… me había contado delcaso Darnley. Le hablé detalladamentede las autopsias, incluyendo losminúsculos cúmulos de luminosidad dela sangre de Peters.

Al oír aquello su rostro se quedóblanco. Se persignó.

—La strega[9]! —murmuró—. ¡Labruja! ¡El fuego de la bruja!

—¡No diga tonterías, hombre! —dije—. ¡Olvide sus malditas supersticiones!Necesito que me ayuden.

—¡Usted es un científico ignorante!

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Hay algunas cosas, doctor Lowell… —comenzó a decir; después recobró elcontrol de sí mismo—. ¿Qué quiere quehaga?

—Primero —dije—, revisemosestos ocho casos, analicémoslos. Braile,¿ha llegado usted a alguna conclusión?

—Sí —contestó Braile—. ¡Creo quelos ocho fueron asesinados!

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CAPÍTULO 3

La muerte y la enfermeraWalters

ue Braile hubiera expresado en voz altael pensamiento que se agazapaba tras mipropia mente —y sin un asomo depruebas que lo apoyasen, o eso meparecía— me irritó.

—Usted es más agudo que yo,Sherlock Holmes —dije, sarcástico. Élenrojeció, y no dejó de repetir,

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obstinadamente:—Fueron asesinados.—La strega! —murmuró Ricori. Le

miré de reojo.—No se ande por las ramas, Braile.

¿Qué pruebas tiene?—Hacía al menos dos horas que

usted había dejado a Peters; yo estuvecon él, prácticamente, del principio alfin. Mientras le observaba, tenía lasensación de que todo el problemaradicaba en la mente. Que no eran sucuerpo, sus nervios, su cerebro los quese negaban a funcionar, sino su voluntad.Pero tampoco era eso. Digamos que suvoluntad había dejado de interesarse enlas funciones del cuerpo ¡que estaba

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empeñada en matarlo!—Lo que usted está esbozando en

este momento no es un asesinato, sino unsuicidio. Bueno, está bien pensado.

He visto a gente morir porque habíanperdido la voluntad de vivir.

—No me refiero a eso —meinterrumpió—. Eso es algo pasivo. No,eso era activo.

—¡Gran Dios, Braile! —mi asombrono era fingido—. No irá a sugerirmeahora que todos los ocho han dejadoesta vida porque lo deseaban. ¡Si uno deellos sólo era una niña de once años!

—Yo no he dicho eso —replicó—.Lo que sentí fue que quien actuaba noera, básicamente, la propia voluntad de

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Peters, sino otra voluntad que habíaagarrado a la suya, que se habíaenroscado a su alrededor, que se habíafiltrado en ella. La voluntad de alguien ala que él no podía, o no quería, residirseal menos al final.

—La maledetta strega[10]! —murmuró nuevamente Ricori.

Reprimí mi irritación y me senté areflexionar; después de todo, sentíamucho respeto hacia Braile. Erademasiado honesto, demasiado digno deconfianza para tratar sin miramientoscualquier idea que pudiese darnos.

—¿Tiene alguna idea de cómopudieron realizarse esos asesinatos, sies que lo fueron? —pregunté con

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educación.—Ni la más mínima —dijo Braile.—Consideremos la teoría del

asesinato. Ricori, usted tiene másexperiencia que yo en estas lides, asíque escuche atentamente y olvídese desu bruja —dije, con bastante rudeza—.En cualquier asesinato hay tres factoresesenciales: método, oportunidad ymotivo. Tomémoslos en este orden.Primero: el método.

»Hay tres maneras de matar a unapersona mediante veneno o infección: através de la nariz, y aquí se incluyen losgases, a través de la boca y a través dela piel. Hay otras dos o tresposibilidades. El padre de Hamlet, por

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ejemplo, fue envenenado, como hemosleído, a través del oído, aunque siemprehe tenido mis dudas al respecto. Yocreo, prosiguiendo con la hipótesis delasesinato, que podemos excluir todas lasvías de acceso excepto la boca, la nariz,la piel. Por otra parte, al torrentesanguíneo se puede acceder tantomediante absorción como porpenetración. De cualquier modo, ¿habíaalguna evidencia, en la piel, en lasmucosas de las vías respiratorias, en lagarganta, en las vísceras, en elestómago, en la sangre, en los nervios,en el cerebro, o algo parecido?

—Bien sabe que no —contentó.—Perfectamente. Entonces, excepto

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por el problemático corpúsculoluminoso, no disponemos de ningunaprueba del método utilizado. Porconsiguiente, en el factor uno no tenemosnada absolutamente esencial en apoyode la teoría del asesinato. Pasemos, portanto, al factor dos: la oportunidad.

»Tenemos una dama de dudosareputación, un pistolero, una respetablesolterona, un albañil, una estudiante deonce años, un banquero, un acróbata y untrapecista. Como pueden ver, imposiblecontar con un grupo más heterogéneo.Por lo que podemos decir, ninguno deellos, excepto, posiblemente, loshombres de circo, además de Peters y laDarnley, tenían nada en común. ¿Cómo

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alguien, que hubiera tenido laoportunidad de establecer la suficienteamistad con el pistolero Peters paramatarlo, hubiese tenido la mismaoportunidad para entablar una relaciónanáloga con Ruth Bailey, la solterona deposición elevada? ¿Cómo alguien, queha encontrado el modo de entrar encontado con el banquero Marshallpodría relacionarse, análogamente, conel acróbata Standish? Y asísucesivamente. ¿Captan la dificultad? Eladministrar lo que fuese que causara lasmuertes, si es que fueron asesinatos, nopuede haber sido obra de la casualidad.Ello implica cierto grado de intimidad.¿Están de acuerdo?

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—En parte —concedió.—Si todos hubieran vivido en un

mismo entorno, podríamos asumir que,normalmente, se hubiesen encontradodentro del alcance del hipotéticoasesino. Pero no fue así.

—Perdóneme, doctor Lowell —interrumpió Ricori—, pero suponga quetuvieron algún interés común que lossituó dentro de ese alcancen.

—¿Qué posible interés comúnhubiera podido tener un grupo tanheterogéneo?

—Uno indicado a las claras en esosinformes y en lo que McCann nos hacontado.

—¿A qué se refiere, Ricori?

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—A los bebés —contestó—. O, porlo menos, a los niños.

Braile asintió con la cabeza:—Ya me había dado cuenta.—Fíjense en los informes —seguía

Ricori—. La señorita Bailey es descritacomo «caritativa y muy amiga de losniños». Sus caridades se concretaban,presumiblemente, en ayudarlos.Marshall, el banquero, estaba«interesado en el cuidado de lainfancia». El albañil, el acróbata y eltrapecista tenían niños. Anita era unaniña. Peters y la Darnley estaban, porutilizar la expresión de McCann,«chiflados» por un bebé.

—Pero —objeté—, si se trata de

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asesinatos, son imputables a una solamano. Está fuera de toda posibilidad quelos ocho en bloque estuvieraninteresados en el mismo bebé, el mismoniño o el mismo grupo de niños.

—Muy cierto —dijo Braile—. Perotodos podían haber estado interesadosen una cosa especial, peculiar, que aellos les pareció beneficiosa o quesupusieron que encantaría al niño oniños a los que cada uno de ellosquerían. Y ese peculiar artículo sólopodía encontrarse en un lugar. Sipudiéramos encontrar de qué se trata,entonces, ciertamente, ese lugarmerecería una investigadora.

—Desde luego —dije yo— que

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valdría la pena echarle un vistazo. Perome parece que esa motivación comúnpodría funcionar en ambos sentidos. Losdomicilios de los fallecidos podríanhaber tenido en común algún interéspara alguien. El asesino, por ejemplo,podría ser un técnico de radio. O unfontanero. O un cobrador. O unelectricista, etcétera, etcétera.

Braile encogió un hombro. Ricori nocontestó; se hundió en sus pensamientos,como si no me hubiera oído.

—Por favor, Ricori, atienda —dije—. Aquí es hasta donde hemos llegado:método del asesinato, si es que lo es,desconocido. Oportunidad de matar:tendremos que encontrar alguna persona

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cuya actividad, profesión o similares notenga interés específico para cada unode los ocho, y a la que ellos visitaran oque ella les visitara a ellos; digamos quesu actividad tenga que ver, de algúnmodo posible, con bebés o niñosmayores. Y ahora el móvil. ¿Venganza,lucro, amor, odio, celos, necesidad deprotegerse? Ninguno de éstos pareceencajar, pues de nuevo nos encontramoscon la barrera de las diferentesposiciones sociales.

—¿Qué hay de la satisfacción deldeseo de matar? ¿No llamaría a eso unmóvil? —preguntó Braile de un modoextraño. Ricori, medio levantado de susillón, se le quedó mirando con

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curiosidad; después volvió a dejarsecaer hacia atrás, pero yo observé queestaba alerta.

—Me encontraba a punto de discutirla posibilidad de un maníaco homicida—dije, un tanto picajoso.

—Eso no es exactamente a lo que merefiero. ¿Recuerda los versos deLongfellow:

Al aire, una flecha disparé,En tierra cayó, dónde no sé[11]?

»Jamás he podido aceptar la idea deque estos versos inspirados se refirieranal envío de una flota a algún puerto

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desconocido y a su regreso con uncargamento inesperado de marfil ypavos reales, monos y piedraspreciosas. Hay algunas personas que nopueden estar cerca de una ventana, en loalto de un edificio que da a una callefrecuentada, o en lo alto de unrascacielos, sin poder evitar el deseo dearrojar algo. Sienten un escalofrío alpreguntarse quién o qué recibirá elimpacto. Es la sensación de poder. Escasi como ser Dios y soltar lapestilencia sobre el justo y el injusto almismo tiempo. Longfellow debió de seruno de ésos. En su corazón, queríalanzar una flecha de veras y después darvueltas en su imaginación pensando si se

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habría hundido en el ojo de alguien, otraspasado un corazón, o, simplemente,si no habría acertado a nadie, acabandopor clavarse de refilón en un perrocallejero. Lleven esto un poco máslejos. Den a cada uno de esos individuosel poder y la oportunidad de lanzar lamuerte al azar, muerte de la que se tienela seguridad de que su causa no podráser detectada. Él se sentará en suoscuridad, a salvo, un dios de la muerte.Sin especial animadversión contranadie, de un modo quizá impersonal, irálanzando sus flechas al aire, como elarquero de Longfellow, por el placer dehacerlo.

—¿Y usted no llamaría a una

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persona como ésa un maníaco homicida?—pregunté, desabridamente.

—No necesariamente. Simplemente,una persona libre de las inhibiciones encontra de matar. Fuera o no conscientede que lo que hacía era equivocado.Todos llegamos a este mundo con unasentencia de muerte, sin conocer elmomento y el modo de su ejecución.Bueno, pues este asesino podríaconsiderarse a sí mismo tan naturalcomo la propia muerte. Nadie que creaque los asuntos terrenales se hallan enmanos de un dios omnisciente ytodopoderoso pensará en Dios bajo lostérminos de un homicida maníaco. Sinembargo, desencadena guerras,

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pestilencias, miseria, enfermedades,diluvios, terremotos, tanto contra loscreyentes como contra los descreídos. Siusted cree que las cosas están en lasmanos de lo que vagamente es llamadoHado ¿diría que el Hado es un maníacohomicida?

—Su hipotético arquero —dije—suelta una flecha singularmentedesagradable, Braile. Además, ladiscusión se está haciendo demasiadometafísica para un simple científicocomo yo. Ricori, no puedo dejar esteasunto a la Policía. Me escucharían coneducación y después de que me hubieraido se reirían a mandíbula batiente. Sicuento todo lo que pasa por mi mente a

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las autoridades científicas, deplorarán ladecadencia de un intelecto hastaentonces honrado. Y por supuesto que noquiero llamar a ninguna agencia dedetectives privados para que prosiga lasinvestigaciones.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó.

—Usted posee recursos inusuales —contesté—. Quiero que examine todoslos movimientos de Peters y de HortenseDarnley en los dos últimos meses.Quiero que en la medida de lo posiblehaga lo mismo con los demás —dudé—.Quiero que encuentre ese sitio adonde,debido a su amor por los niños, cadauno de esos infortunados fue arrastrado.

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Pues aunque la razón me diga que ustedy Braile no tienen la más mínimaevidencia real en qué basar sussospechas, debo admitir a regañadientesque tengo la corazonada de que puedaser cierta.

—Está progresando, doctor Lowell—dijo Ricori, muy serio—. Le predigoque no pasará mucho antes de queadmita a regañadientes la posibilidad demi bruja.

—Ya me siento lo suficientementehumillado —repliqué— por micredulidad de ahora, para negar inclusoeso.

Ricori rió y comenzó a copiarpersonalmente los datos esenciales de

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los informes. Dieron las diez. McCannvino para avisar que el automóvil estabaesperando, y nos fuimos a acompañar aRicori hasta la puerta. El pistolero yahabía salido y bajaba los escalonescuando me vino un pensamiento.

—¿Por dónde comenzará, Ricori?—Por la hermana de Peters.—¿Sabe que Peters ha muerto?—No —contentó, con renuencia—.

Supone que está fuera. Con muchafrecuencia él está fuera durante bastantetiempo, y por razones que ella conoce nopuede llamarla personalmente. En esasocasiones yo la mantengo informada. Yla razón por la que no le hablé de lamuerte de Peters fue porque ella le

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quería mucho y hubiera sufrido aún más,y dentro de un mes, quizá, espera tenerotro niño.

—No debe saber que la Darnley hamuerto, supongo.

—Lo ignoro. Quizá sí. AunqueMcCann, evidentemente, no lo sabe.

—Bien —dije—. No veo cómopodrá conseguir que no se entere de lamuerte de Peters. Pero eso es cosa deusted.

—Exactamente —contestó, y siguióa McCann al coche.

Braile y yo apenas habíamosregresado a mi biblioteca cuando sonóel teléfono. Braile lo cogió. Le oímaldecir, y vi que la mano con que cogía

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el micrófono le temblaba. Dijo:—Iremos en seguidas.Colgó lentamente el micrófono y

después se volvió hacia mí con el rostrodescompuesto.

—¡La enfermera Walters lo hacogido!

Sentí un estremecimiento. Como yahabía dicho, Walters era una enfermeraperfecta, y además era una jovenextremadamente bondadosa y atractiva.Un tipo céltico[12] puro —cabellonegroazulado, ojos azules con unaspestañas sorprendentemente largas, pielblanca como la leche—, sí,singularmente atractiva. Tras unosmomentos de silencio, dije:

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—Bien, Braile, eso acaba con surazonamiento tan finamente hilado.También con su teoría del asesinato.Desde la Darnley a Peters y a Walters.Ahora no hay duda de que estamostratando con alguna enfermedadinfecciosa.

—¿Usted lo cree? —preguntó,ceñudo—. No estoy preparado paraadmitirlo. Sucede que sé que Waltersgasta la mayor parte de su dinero en unasobrinita inválida que vive con ella, unaniña de ocho años. El hilo conductor deRicori de un interés en común tambiénafecta a su caso.

—Sin embargo —dije, igual deceñudo—, tengo la intención de

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comprobar que han sido tomadas todaslas precauciones contra una enfermedadinfecciosa.

Para cuando ya nos habíamos puertolos sombreros y los abrigos, miautomóvil nos aguardaba. El hospitalestaba tan sólo a dos manzanas, pero yono quería perder ni un momento. Ordenéque la enfermera Walters fuese llevada auna habitación aislada que utilizamospara observar las enfermedadessospechosas de contagio. Al examinarlaencontré la misma laxitud que habíaobservado en el caso de Peters. Pero, adiferencia de él, observé que sus ojos ysu rostro mostraban poco terror. Habíahorror y un gran desagrado. Nada de

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pánico. Me dio la misma impresión deque estaba mirando al mismo tiempo,dentro y fuera de sí. Mientras laexaminaba detenidamente, vi encenderseen sus ojos un relámpago dereconocimiento y, al mismo tiempo, unaviso. Miré a Braile, quien asintió;también lo había visto.

Examiné su cuerpo pulgada apulgada. No había en él ninguna marca,excepto una mancha rosácea en elempeine del pie derecho. Un examenmás de cerca me hizo pensar que hubierapodido tratarse de alguna heridasuperficial, como un arañazo, una ligeraquemadura o una escaldadura. Si asíhabía sido, estaba completamente

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curada; la piel había sanado.En todo lo demás, su caso

presentaba paralelismos con el de Petersy los restantes. Ella se había desmayado,según me dijo la enfermera, de repente,mientras se vestía para volver a su casa.Mi examen fue interrumpido por unaexclamación de Braile. Me volví haciala cama y vi que la mano de Walters selevantaba lentamente, temblando comopor efecto de alguna terrorífica fuerza devoluntad. El dedo índice intentabaapuntar a algo. Seguí su dirección hastala mancha que había descubierto en supie. Y entonces vi que sus ojos,uniéndose a aquel tremendo esfuerzo,también miraban hacia ella.

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La tensión fue demasiado grande; lamano se desplomó y los ojos volvierona ser pozos de horror. Pero era evidenteque ella había intentado transmitirnosalgún mensaje, algo que tenía que vercon la herida que había sanado.

Pregunté a la enfermera si Waltershabía hecho algún comentario a alguienrespecto a la herida en uno de sus pies.Replicó que a ella no le había dichonada, y que ninguna de las otrasenfermeras tenía noticia alguna. Laenfermera Robbins, sin embargo,compartía su apartamento con Harriet yDiana. Le pregunté quién era Diana, yella me dijo que así se llamaba lasobrinita de Walters. Como me enteré

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que aquélla era la noche libre deRobbins, le di instrucciones de que semantuviera en contado conmigo desdeque llegara a su apartamento.

Para entonces, Hoskins ya habíarecogido las muestras para los análisisde sangre. Le indiqué que se concentraraen los frotis del microscopio y que mecomunicara inmediatamente si descubríaalguno de los corpúsculos luminosos.Bartano, un eminente experto enenfermedades tropicales, se encontrabacasualmente en el hospital, al igual queSomers, un especialista del cerebro conquien tenía mucha confianza. Los llamépara que estuvieran presentes en elreconocimiento, sin decir nada de los

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anteriores casos. Mientras estabanexaminando a Walters, Hoskins llamópara informar que había aislado uno delos corpúsculos. Pedí a ambos quefueran a ver a Hoskins y que me dieransu opinión respecto a lo que iba aenseñarles. Regresaron poco después,un tanto molestos y perplejos. Hoskins,dijeron, les había hablado de un«leucocito que tenía un núcleofosforescente». Ellos habían mirado laplaca, pero sin conseguir encontrarlo.Somers me advirtió muy seriamente deque Hoskins debía examinarse la vista.Bartano dijo cáusticamente que sehabría sentido igual de sorprendido alver algo semejante como de observar

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una sirena en miniatura nadando encírculos dentro de una arteria. Al oíraquellas observaciones, comprendí enseguida lo prudente de mi silencio.

Las esperadas alteraciones en laexpresión facial no ocurrieron. El horrory el desagrado persistieron, «inusuales»,en palabras de Bartano y Somers.Ambos coincidían en afirmar que aquelestado debía haber sido causado porcualquier tipo de lesión cerebral. Nocreían que hubiera ninguna evidencia deinfección microbiana, ni de drogas niveneno. Después de convenir que setrataba de un caso muy interesante y derogarme que los mantuviera informadosde su evolución y desenlace, se

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marcharon.Al principio de la cuarta hora hubo

un cambio en la expresión del rostro,pero no el que había estado esperando.En los ojos de Walters, en su rostro,sólo había asco. En una ocasión mepareció ver sobre su rostro unrelámpago fugaz de diabólicadelectación. Si así fue, quedó reprimidoal instante. Aproximadamente a mitad dela cuarta hora, vi que la conscienciavolvía de nuevo a sus ojos. Tambiénhubo una perceptible recuperación de sudesfallecido corazón. Sentí una intensaconcentración de energía nerviosa.

Y entonces, sus párpadoscomenzaron a abrirse y cerrarse,

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lentamente, como sujetos a un tremendoesfuerzo, en intervalos mesurados yobedeciendo a un fin preciso. Los abrióy cerró cuatro veces seguidas; hubo unapausa; Después se abrieron y cerraronnueve veces; de nuevo la pausa, ydespués los abrió y cerró una vez más.Todo aquello lo repitió en dosocasiones.

—Está intentando decirnos algo —susurró Braile—, ¿Pero qué?

De nuevo las largas pestañassubieron y bajaron: cuatro veces, pausa,nueve veces, pausa, una.

—Se nos va —musitó Braile.Me arrodillé, con el estetoscopio

puesto y oí latir su corazón más lento

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más lento mucho más lento hasta que sedetuvo.

—¡Se fue! —dije, y me levanté. Nosinclinamos sobre ella, en esfera de aquelrepulsivo espasmo, convulsión o lo quefuera.

Pero no se produjo, Sobre su rostrohabía quedado impresa la impresión dedesagrado, sólo eso. Nada de la alegríadiabólica. De sus labios muertos nosalía ningún sonido. Bajo mi mano sentíque la carne de su blanco brazocomenzaba a ponerse rígida.

La muerte desconocida habíadestruido a la enfermera Walters, de esono había duda. Pero de alguna maneraoscura, yo sentía que no la había

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domeñado.A su cuerpo sí. ¡Pero no a su

voluntad!

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CAPÍTULO 4

La cosa en el coche de Ricori

compañado de Braile, volví a casa,profundamente deprimido. No es fácildescribir el efecto que, desde principioa fin y aún después del fin, había tenidosobre mi mente la sucesión de losacontecimientos que estoy refiriendo.Me parecía como si caminase casiconstantemente en la sombra de unmundo ajeno, con los nervios

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cosquilleándome como si me hallasevigilado por cosas invisibles que nofueran de este mundo, como si losubconsciente se empeñase a su pesar enllegar al umbral de lo consciente yllamara a la puerta que lo separa de él,avisando a gritos que no bajara laguardia, que no la bajara en ningúnmomento. Extrañas palabras para unpracticante ortodoxo de la medicina,¿no? Pero sigamos.

Braile estaba tan conmovido quedaba pena. Tanto que me pregunté si nohabría habido algo más que interésprofesional entre él y la joven muerta. Siasí fue, no me lo confesó.

Eran cerca de las cuatro cuando

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llegamos a mi casa. Insistí en que sequedara conmigo. Llamé al hospitalantes de retirarme, pero no teníanninguna noticia de la enfermera Robbins.Dormí unas pocas horas, bastantemalamente.

Poco después de las nueve, Robbinsme llamó por teléfono. Estaba mediohistérica de pena. Insistí en que viniera averme y, cuando llegó, Braile y yo lehicimos algunas preguntas.

—Hace unas tres semanas —dijo—,Harriet trajo a casa una muñeca muybonita. La niña estaba que no cabía en síde gozo. Pregunté a Harriet de dónde lahabía sacado y ella dijo que de unapequeña tienda muy rara en las afueras

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de la ciudad.»—Job —dijo, pues mi nombre es

Jobina—, en esa tienda hay una mujermuy rara. Tanto que me da miedo, Job.

»Yo no le presté mucha atención.Además, Harriet no era muycomunicativa. Me dio la impresión deque lamentaba un poco el habermecontado que había estado allí.

»Pero ahora que lo pienso, despuésde aquello Harriet se comportó de unamanera más bien extraña. Estaba alegrey momentos después, bueno, demasiadopensativa. Unos diez días más tardellegó a casa con una venda alrededor delpie. ¿El derecho? Sí. Dijo que habíasido tomando té con la mujer a la que

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había comprado la muñeca de Diana. Latetera se había volcado y el té caliente lehabía caído en el pie. La mujer le habíapuesto un ungüento en él y ya no le dolíaprácticamente nada.

»—Pero creo que voy a aplicarmealgún remedio que conozco —dijo.Entonces se quitó la media y comenzó adesojarse de la venda. Como me habíaido a la cocina, ella me llamó para quefuese a verle el pie.

»—Qué raro —dijo—. Tenía unaescaldadura malísima, Job. Ya estáprácticamente curada. Y no he tenido eseungüento más de una hora.

»Miré su pie. Tenía una gran señalroja en el empeine. Pero no le dolía, por

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lo que le comenté que el té no podíahaber estado muy caliente.

»—Pero de veras que me escaldé,Job —dijo—. Quiero decir que me hiceuna ampolla.

»Estuvo mirando, sentada, la venday su pie durante un largo instante. Elungüento era azulado y tenía un brilloextraño. Jamás había visto nadaparecido. No pude detectar que oliera anada. Harriet se inclinó y recogió lavenda, mientras decía:

»—Job, tírala al fuego.»Arrojé la venda al fuego. Recuerdo

que hizo una especie de destelloextraño. Como si no ardiera. Destelló yfue como si ya no estuviera. Harriet lo

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vio y se volvió pálida de repente.Después volvió a mirarse el pie.

»—Job —dijo—. Jamás vi nada quecurase con tanta rapidez. ¡Esa mujertiene que ser una bruja!

»—¿De qué diablos estás hablando,Harriet? —le pregunté.

»—¡Oh, de nada! —dijo—. Sólo quehubiera deseado tener el valor paraabrirme la herida del pie ¡y verter enella un antídoto contra la mordedura deserpiente!

»Después se echó a reír, y yo penséque bromeaba. Pero se dio tintura deyodo en la herida y se la vendó, despuésde añadir un antiséptico. A la mañanasiguiente me despertó y me dijo:

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»—Mira ahora mi pie. Ayer me loescaldó una tetera completamente llenade té hirviendo. Y ahora ya no estádolorido. Ni siquiera en carne viva. Job,¡cuánto le agradecería al Señor que nohubiera sido así!

»Y eso es todo, doctor Lowell. Ellano volvió a hablar del asunto, ni yotampoco. E incluso pareció olvidarlo.Sí. Le pregunté dónde estaba la tienda yquién era aquella mujer, pero no me lodijo. No sé por qué.

»Y después de aquello, estuvo másalegre y despreocupada que nunca.Feliz, contenta por todo. ¡Oh, no sé porqué tuvo que morir! ¡No lo sé! ¡No lo sé!

Braile preguntó:

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—¿Los números 4, 9 y 1 significanalgo para usted, Robbins? ¿Los asociacon alguna dirección que Harrietconociera?

Ella reflexionó y después negó conla cabeza. Entonces le hablé de lorítmico del abrir y cerrar de ojos deWalters.

—Es evidente que estaba intentandocomunicarnos un mensaje dondefiguraban esos números. Siga pensando.

De repente, se puso rígida ycomenzó a contar con los dedos.Asintió.

—¿No habría estado intentandodeletrear algo? Si se hubiera tratado deletras, entonces serían la d, la i y la a.

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Son las tres primeras letras de Diana.Bueno, desde luego que ésa parecía

la explicación más simple. Bien pudierahaber estado intentando avisarnos deque cuidáramos de la niña. Se lo sugería Braile. Él negó con la cabeza.

—Ella sabía que yo lo haría —dijo—. No, debía ser otra cosa.

Poco después de que Robbins sehubiera ido, llamó Ricori. Yo le habléde la muerte de Walters. Se conmoviómuchísimo. Y después llegó el asuntotan triste de la autopsia. Los resultadosfueron, precisamente, los mismos que enel caso de Peters. No hubo nada queexplicara por qué había muerto la joven.

A eso de las cuatro del día siguiente,

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Ricori volvió a llamarme por teléfono:—¿Estará en casa entre seis y nueve,

doctor Lowell? —había una ansiedadreprimida en su voz.

—Desde luego, si es importante —contesté, después de consultar mi agenda—. ¿Ha encontrado algo, Ricori?

—No lo sé, es posible que sí —pareció dudar.

—Se refiere —ni siquiera intentéocultar mi propia ansiedad—, ¿serefiere al lugar hipotético del queestuvimos discutiendo?

—Quizá. Lo sabré más tarde. Ahorame voy a donde puede estar.

—Dígame, Ricori ¿qué esperaencontrar?

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—¡Muñecas! —contestó.Y como para evitar ulteriores

preguntas, colgó antes de que yo pudierahablar.

¡Muñecas!Me puse a pensar. Walters había

comprado una muñeca. Y en aquel lugardesconocido donde la había comprado,había sufrido la quemadura que tanto lahabía preocupado o quizá debiera decircuya evolución fuera de loacostumbrado tanto la habíapreocupado. No albergaba duda en mimente, después de oír la historia deRobbins, de que ella había atribuido sudolencia a aquella quemadura, y que poreso había intentado decírnoslo. No nos

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habíamos confundido en nuestra primerainterpretación de aquel desesperadoesfuerzo de voluntad que he descrito.Por supuesto que ella hubiera podidoconfundirse. La escaldadura o, mejor, elungüento, quizá no habían tenido nadaque ver con su estado. Pero Waltershabía estado profundamente interesadaen una niña. Y los niños eran el punto deinterés común de todos aquellos quehabían muerto igual que ella. Y,ciertamente, el único interés común delos niños son las muñecas. ¿Qué habríadescubierto Ricori?

Llamé a Braile, pero no pudelocalizarle. Llamé a Robbins y le dijeque me trajera inmediatamente la

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muñeca, lo que hizo.La muñeca era una cosa

peculiarmente bonita. Había sido talladaen madera, y después cubierta con yeso.Curiosamente, parecía viva. Era comoun bebé de muñeca, con un pequeñorostro élfico. Su vellido estabaexquisitamente bordado, era el trajepopular de algún país que no pudeprecisar. Me pareció que debía ser unapieza de museo, cuyo preciodifícilmente hubiera podido pagar laenfermera Walters. No llevaba ningunamarca gracias a la cual hubiera podidoidentificarse su fabricante o vendedor.Después de examinarla minuciosamente,la dejé en un cajón, y esperé

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pacientemente las noticias de Ricori.A las siete en punto sonó un

perentorio y prolongado timbrazo en lapuerta. Al abrir la puerta de mi estudio,oí a la entrada la voz de McCann y lellamé. Al primer vistazo vi que algo ibamal. El curtido rostro de apretadoslabios estaba cetrino y amarillento, y susojos miraban con aturdimiento. Casi sindespegar los labios, dijo:

—Baje hasta el coche. Creo que eljefe está muerto.

—¡Muerto! —exclamé, y bajé lasescaleras y llegué hasta el coche en unsuspiro. El chófer estaba de pie junto ala puerta. La abrí y vi a Ricori hecho unovillo en un rincón del asiento trasero.

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No pude sentir su pulso, y cuandolevanté los párpados de sus ojos, éstosme miraron sin verme. Pero no estabafrío.

—Tráiganlo —ordenó.McCann y el chófer lo subieron a

casa y lo depositaron en la mesa dereconocimiento de mi estudio. Desnudésu pecho y le apliqué el estetoscopio.No pude detectar ninguna señal defuncionamiento de su corazón. Nitampoco, al parecer, signos derespiración. Efectué otras pruebasrápidas. Según todas las apariencias,Ricori estaba completamente muerto.Pero yo no me di por vencido. Hice loacostumbrado en los casos dudosos,

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pero sin resultado.McCann y el chófer habían

permanecido muy cerca de mí. Leían elveredicto en mi rostro. Vi cómo sepasaban el uno al otro una miradaextraña; era obvio que ambos habíansentido pánico, el chófer de manera másmarcada que McCann. Este últimopreguntó, con voz igual y monocorde:

—¿Ha podido ser veneno?—Sí, es posible —y me callé.¡Veneno! ¡Y la visita misteriosa de la

que me había hablado por teléfono! ¡Y laposibilidad de un envenenamiento en losotros casos! Pero aquella muerte —y denuevo sentí dudas— no había sido comolas otras.

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—McCann —dije—, ¿cuándo ydónde se dio usted cuenta de que algoiba mal?

Sin abandonar su monocorde tono devoz, dijo:

—Seis manzanas más abajo, en lacalle. El jefe estaba sentado a mi lado.De repente dijo: «Gesú!1», como situviera miedo, y se llevó las manos alpecho. Lanzó una especie de gemido yse quedó rígido. Yo le dije: «¿Quéocurre, jefe? ¿Le duele algo?», pero nome contestó. Entonces se echó sobre míy vi que tenía los ojos muy abiertos. Mepareció que estaba muerto. Por eso ledije a gritos a Paul que detuviera elcoche, y entre los dos le estuvimos

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mirando. Entonces salimos disparadoshacia aquí a toda máquina.

Me fui hacia un armario y les servíunas generosas dosis de brandy. Lasnecesitaban. Cubrí a Ricori con unasábana.

—Siéntense —dije—, y usted,McCann, cuénteme exactamente lo queocurrió desde el momento en quesalieron con el señor Ricori adondequiera que él quisiera ir. No omitani el más mínimo detalle.

—A eso de las dos —dijo— el jefefue a ver a Mollie, ya sabe, la hermanade Peters, y estuvo con ella una hora; sefue, volvió a su casa y dijo a Paul queestuviera de vuelta a las cuatro y media.

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Pero como estuvo haciendo un montónde llamadas telefónicas no pudimosirnos hasta las cinco. Le dice a Paul adónde quiere ir, un lugar en una callejamás abajo de Battery Park. Le dice aPaul que no llegue hasta la calle, sinoque aparque el coche antes del parque.Y me dice: «McCann, voy a ir solo a esesitio. No quiero que sepan que no estoysolo». Y añadió: «Tengo mis razones.Tú te quedas dando vueltas y echas unvistazo de vez en cuando, pero no entresa menos que te llame». Yo le dije: «Jefe,¿cree usted que es prudente?». Y él dijo:«Sé lo que estoy haciendo, y tú haz loque te digo». Después de eso, ya nohabía nada que discutir.

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»Nos fuimos a ese sitio y Paul hacelo que él dice, y el jefe echa a andarcalle arriba y se detiene en una pequeñatienda que tiene un montón de muñecasen el escaparate. Observa el sitiomientras yo paso. No hay mucha luz peroveo otro montón de muñecas dentro yuna chica delgada en la caja. A mí meparece tan blanca como el vientre de unpescado, y Después de que el jefe se hadetenido ante el escaparate un minuto odos, entra, y yo me acerco lentamentepara mirar de nuevo a la chica, porquees mucho más blanca que cualquierchica que jamás haya visto caminarsobre dos piernas. El jefe está hablandocon la chica, que le está enseñando

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algunas muñecas. La siguiente vez quepaso, dentro hay una mujer. Es tanvoluminosa que me quedo en elescaparate durante un minuto, porquejamás he visto a nadie que se le parezca.Es oscura de cara y me recuerda uncaballo, y tiene un poco de bigote yverrugas, y tiene una pinta tan rara comola chica blanca que parece un pescado.Grande y gorda. Pero echo un vistazo asus ojos ¡Caramba, vaya ojos! Grandes,negros y brillantes, y, sin saber por qué,me desagradan tanto como el resto de supersona. La siguiente vez que paso, eljefe está en un rincón con la señoragorda. Tiene en la mano un fajo debilletes y yo veo que la joven está

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mirando, como asustada. Cuando pasode nuevo ya no veo ni al jefe ni a lamujer.

»Así que sigo mirando por laventana, porque no me gusta que el jefehaya desaparecido de mi vista enaquella tienda. Y lo que veo la vezsiguiente es al jefe saliendo pollinapuerta que hay en la trastienda. Parecemás rabioso que el infierno y lleva algo,y la mujer está detrás de él y sus ojosechan fuego. El jefe está mascullandoalgo, pero yo no puedo oír lo que dice, yla señora también está farfullando y haceunos pases muy raros hacia él. ¿Pasesraros? Sí, movimientos raros con lasmanos. Pero el jefe se agacha para pasar

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por la puerta y cuando sale por ella veoque se guarda bajo el abrigo lo que se hallevado y que se lo abotona.

»Es una muñeca. Veo sus piernasbailoteando antes de que las meta bajoel abrigo. Y también es muy grande,porque abulta mucho.

Hizo una pausa, comenzómaquinalmente a enrollar un cigarrillo,después miró al cuerpo tapado y tiró elcigarrillo. Entonces prosiguió:

—Jamás había visto al jefe tanenloquecido. Hablaba por lo bajo enitaliano y repetía una y otra vez unapalabra que sonaba como «strayga». Vique no era tiempo de hablar, por lo queme limité a caminar a su lado. En un

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momento dado me dijo, aunque máscomo si hablara consigo mismo queconmigo, si comprende lo que quierodecir bueno, pues comentó: «La Bibliadice: “No sufrirás que viva unabruja[13]”». Entonces volvió a rezongar ysiguió apretando con uno de sus brazosla muñeca que guardaba bajo el abrigo.

»Llegamos al coche y él le pide aPaul que salga pitando hacia su casa, yal diablo con los atascos, ¿fue así, noPaul? Sí. Cuando subimos al coche sedetuvo, murmurando, y se quedósentado, tranquilo, sin decirme nada máshasta que le oí decir: “Gesú!”, como yale conté. Y eso fue todo, ¿no Paul?

El chófer no contestó. Siguió

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mirando a McCann con una especie desúplica en su mirada. Pude verclaramente cómo McCann negaba con lacabeza. El chófer dijo, con unmarcadísimo acento italiano:

—Yo no vi la tienda, pero todo lodemás que ha dicho McCann es cierto.

Me levanté y fui hacia el cuerpo deRicori. Iba a levantar la sábana cuandoalgo captó mi mirada. Una mancha rojade un tamaño como el de una moneda dediez centavos, una mancha de sangre.Manteniéndola en su sitio con un dedo,levanté cuidadosamente el borde de lasábana. La mancha de sangre estabaexactamente encima del corazón deRicori.

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Tomé una de mis lentes más potentesy una de mis sondas más finas. Al otrolado de la lente pude ver unaperforación minúscula sobre el pecho deRicori, no mayor que la hecha por unaaguja hipodérmica. Con muchaprecaución, inserté la sonda. Se deslizófácilmente en su interior hasta tocar lapared del corazón. No fui más lejos.

¡Algún instrumento extremadamentefino, apuntado como una aguja, habíasido introducido a través del pecho deRicori, derecho hasta su corazón!

Le miré, lleno de dudas; no habíarazón para que una picadura tanminúscula tuviera que causarle lamuerte. A menos, desde luego, que el

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arma que la había causado estuvieraemponzoñada, o que hubiera sufrido otroviolento shock que reforzara el propiode la herida. Pero ese tipo de shock o deshocks hubieran podido llevar con todaseguridad a una persona del peculiartemperamento de Ricori a alguna extrañasituación mental con la perfectaapariencia de la muerte. Había oídohablar de casos parecidos.

No, a pesar de mis exámenes, noestaba seguro de que Ricori estuvieramuerto. Vivo o muerto, había un hechosiniestro que McCann tendría queexplicar. Me volví hacia la pareja, queme había estado vigilandoestrechamente.

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—¿Afirman que sólo estaban los tresen el automóvil?

Nuevamente vi cómo seintercambiaban una mirada.

—También estaba la muñeca —contestó McCann, medio desafiante.Impaciente, deseché aquellacontestación.

—Repito: ¿sólo estaban los tres enel automóvil?

—Los tres, sí.—Entonces —dije, severo— ustedes

dos tendrán muchas cosas que explicar.Ricori fue apuñalado. Voy a llamar a laPolicía.

McCann se levantó y se acercó alcuerpo. Cogió la lente y miró a través de

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ella el minúsculo pinchazo. Miró alchófer y dijo:

—¡Paul, ya te dije que lo habíahecho la muñeca!

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CAPÍTULO 5

La cosa en el coche de Ricori(continuación)

cCann, ¿no esperará usted que me creaeso? —dije, incrédulo.

No contestó y enrolló otro cigarrilloque en aquella ocasión no tiró. El chóferse acercó titubeante al cuerpo de Ricori;se puso de rodillas y comenzó a alternaroraciones con súplicas. Cosa extraña,McCann había vuelto a ser el mismo.

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Era como si desaparecida laincertidumbre de lo que había causadola muerte de Ricori hubiera recuperadosu sangre fría de siempre. Encendió elcigarrillo y dijo, casi con alegría:

—Estaba intentando que lo creyera.Me dirigí hacia el teléfono. McCann

fue hacia mí y se detuvo, cubriendo consu espalda el aparato.

—Espere un minuto, Doc. Si yofuera el tipo de rata capaz de hundir uncuchillo en el corazón del hombre que leha contratado para protegerle ¿no seencontraría usted en una situación pocosaludable? ¿Qué nos hubiera impedido aPaul y a mí liquidarle y largarnos?

Francamente, aquello no se me había

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ocurrido. En aquel momento comprendíalo verdaderamente apurada de lasituación en que me encontraba. Miré alchófer. Se había levantado y mirabaatentamente a McCann.

—Veo que me ha comprendido —dijo McCann, sonriendo sin alegría. Fuehasta el italiano—. Pásame tus pipas,Paul.

Sin decir palabra, el chófer hundiólas manos en sus bolsillos y extrajo unpar de automáticas. McCann las dejóencima de mi mesa de escritorio. Hurgóbajo su axila izquierda y colocó otrapistola al lado de las anteriores; fue auno de sus bolsillos y sacó otra más.

—Siéntese ahí, Doc —dijo, y señaló

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la silla de mi escritorio—. Ésa es todanuestra artillería. Guárdela al alcance desu mano. Si hacemos algo sospechoso,dispare. Todo lo que le pido es que nohaga ninguna llamada hasta no habernosescuchado.

Me senté, acerqué las automáticashasta mí y las examiné para ver siestaban cargadas. Lo estaban.

—Doc —dijo McCann—, hay trescosas que quiero que considere.Primero: si yo tuviera algo que ver conla muerte del jefe, ¿le habría dado unaoportunidad como ésta? Segundo: yoestaba sentado a su derecha. Él llevabaun abrigo grueso. ¿Cómo hubiera podidoalcanzarle en marcha con una cosa tan

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delgada como lo que le ha matado através de su abrigo, de la muñeca, de susropas y de su pecho sin que él no sedefendiese como un diablo, dado queRicori era un hombre corpulento? Paulnos hubiera visto.

—¿Qué hubiera importado eso —leinterrumpí— si Paul hubiese sido sucómplice?

—Tiene razón —reconoció—, asíes. Paul está tan metido en el fangocomo yo. ¿No es así Paul? —miró conperspicacia al chófer, quien asintió—.De acuerdo. Podemos dejarlo con unpunto de interrogación. Vamos al tercerpunto: si yo hubiera matado al jefe, delmodo que fuese, y Paul estuviese

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compinchado conmigo, ¿le hubiéramosllevado al único hombre quesuponíamos que hubiese sabido cómohabía muerto? Y cuando usted lo hubieradescubierto, como era de esperar,¿hubiésemos preparado una coartadacomo ésta? ¡Por Cristo, Doc, no estoytan loco[14] para hacer algo así! —surostro se crispó—. ¿Por qué iba a querermatarle? Hubiera atravesado el infiernopara traerle de vuelta. Y lo mismohubiese hecho Paul.

Sentí la fuerza de sus argumentos. Enlo más profundo de mí, era conscientede la invencible convicción de queMcCann estaba diciendo la verdad o, almenos, la verdad que había visto. Él no

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había apuñalado a Ricori. Pero atribuirel acto a una muñeca era demasiadofantástico. Y en el coche sólo seencontraban los tres hombres. McCannhabía estado leyendo mis pensamientoscon una precisión fuera de lo corrientes.

—Quizá pudiera haber sido una deesas muñecas mecánicas —dijo—.Preparada para apuñalar.

—McCann, baje y súbamela —dije,sin más, pues él acababa de dar unaexplicación racional.

—No está —dijo, hizo una mueca ysonrió nuevamente de manera forzada—.¡Salió de un salto!

—Es ridículo —comencé a decir.Pero el chófer me interrumpió:

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—Es cierto. Algo salió de un salto.Cuando abrí la puerta. Pensé que era ungato, o quizá un perro. Y dije: «¿Quédiablos?». Entonces lo vi. Corría comotodos los diablos. Se agachó y se metióen la oscuridad. Lo vi como unaexhalación y después nada. Le dije aMcCann: «¿Qué diablos?». McCannexaminó la parte trasera del coche, ydijo: «Es la muñeca. ¡Ha matado aljefe!». Yo dije: «¿La muñeca? ¿A qué terefieres con eso de “muñeca”?». Él melo contó. Yo no había oído nada demuñecas con anterioridad. Veo que eljefe lleva algo bajo el abrigo, si2. Y nosé qué es. Pero veo una maldita cosa queno se parece a un perro, ni a un gato. Da

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un salto y sale del coche, entre mispiernas, ¡sí!

Dije con ironía:—¿Piensa usted, McCann, que esa

muñeca mecánica no sólo estabapreparada para apuñalar sino para salircorriendo?

Se ruborizó, pero contestó calmado:—No he dicho que fuera una muñeca

mecánica, pero cualquier otra cosa seríauna locura mayor, ¿no?

—McCann —pregunté conbrusquedad—, ¿qué quiere que haga?

—Doc, cuando yo estaba abajo, enArizona, murió un ranchero[15]. Muriósúbitamente. Había allí un tipo que teníapinta de tener algo que ver. El marshal

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dijo: «Hombre[16], yo no creo que tú lohicieras pero yo soy el único en eljurado que lo piensa. ¿Qué opinas?». Yel hombre dijo: «Marshal, deme dossemanas, y si no vengo con el tipo que lohizo, cuélgueme». El marshal dijo:«Está bien. El diagnóstico provisionales muerte por shock[17]». Y tenía razónen lo del shock, porque era de bala. Ytodo salió bien, porque antes de dossemanas, el tipo volvió con el criminalatado a su silla.

—He cogido su idea, McCann. Peroesto no es Arizona.

—Ya lo sé. Pero ¿no podríacertificar usted fallo cardíaco?¿Provisionalmente? ¿Y darme una

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semana? Y después, si no he vuelto,contarlo todo. No me escaparé. Es laúnica forma de hacer las cosas, Doc. Sise lo cuenta a los polis es lo mismo quesi ahora cogiera una de esas pistolas ynos disparase a Paul y a mí hastamatarnos. Si les cuenta a los polis lo dela muñeca, se reirán entre ellos hastaponerse enfermos y a nosotros nosfreirán en Sing Sing[18]. Si no se locontamos nos freirán de cualquier modo.Si, por un milagro, los polis nos sueltan,entonces los de la banda del jefepondrán un rápido remedio. Se lo digo,Doc, estaría usted matando a doshombres inocentes. Y lo que es peor,jamás averiguaría quién mató al jefe,

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porque ellos jamás llegarían más lejosque nosotros. ¿Por qué lo iban a hacer?

Una sombra de sospecha opacó miconvicción de que ambos eran inocentes.La proposición, aunque parecieraingenua, era sutil. Si asentía, el pistoleroy el chófer tendrían una semana enterapara escapar, si es que ése era el plan.Si McCann no volvía y yo contaba todala verdad del asunto, entonces meconvertía en su cómplice, de hechocómplice de asesinato. Si yo pretendíaque mis sospechas sólo acababan desuscitarse, por lo menos era sospechosode ignorancia. Si ellos eran capturados ydescubrían nuestro acuerdo, nuevamenteyo sería inculpado de complicidad. Se

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me ocurrió que el hecho de que McCannentregase las pistolas era algoextraordinariamente astuto. Yo no podríadecir que mi consentimiento había sidodebido a una amenaza. Pero, asimismo,sólo podía haberse tratado de un gestosagazmente concebido para ganarse miconfianza, para debilitar mi resistencia aayudarlos. ¿Cómo podía yo saber queesa pareja no tenía más armas dispuestaspara ser usadas si me negaba?

Pugnando para encontrar un modo desalir de la trampa, me dirigí haciaRicori. Al pasar, tomé la precaución deguardarme las automáticas en losbolsillos. Me incliné sobre Ricori. Sucarne estaba fría, pero sin la peculiar

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frialdad de la muerte. Le examiné unavez más, minuciosamente. Y entoncespude detectar en su corazón el más tenuede los latidos. Una burbuja comenzaba aformarse en la comisura de sus labios¡Ricori estaba vivo!

Seguí inclinado sobre él, pensandomás deprisa que nunca. Sí, Ricori estabavivo. Pero aquello no me sacaba delapuro. Al contrario, me metía aún másen él. Pues si McCann había apuñaladoa Ricori, si la pareja había estado encomplicidad, y se enteraban de que nohabían tenido éxito, ¿no acabarían lo quehabían dado por terminado? Con Ricorivivo, Ricori capaz de hablar y deacusarlos, una muerte más cierta que la

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del proceso legal les esperaba. Lamuerte por orden de Ricori a manos desus secuaces. Y al acabar con Ricori, almismo tiempo ellos se verían obligadosa matarme.

Todavía agachado, deslicé una manoen el bolsillo, empuñé una automática ydespués me volví como un torbellinohacia ellos, con el arma levantada.

—¡Manos arriba! ¡Los dos! —dije.La sorpresa relampagueó sobre el

rostro de McCann, la consternaciónsobre la del chófer. Pero levantaron lasmanos.

—No hay necesidad de ese pequeñoarreglo tan bien apañado, McCann —dije—. Ricori no ha muerto Cuando

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pueda hablar nos dirá qué le sucedió.No estaba preparado para el efecto

de aquella declaración. Si McCann noera sincero, entonces era un actorextraordinario. Su cuerpo desgarbado setambaleó. En pocas ocasiones habíavisto tal expresión de consuelo y alegríacomo la que se estampó en su rostro. Laslágrimas resbalaron sobre sus curtidasmejillas. El chófer cayó de rodillas,sollozando y rezando. Mis sospechasdesaparecieron al instante. No podíacreer que todo aquello fuera fingido. Encierta medida sentí vergüenza de mímismo.

—Puede bajar las manos, McCann—dije, y deslicé nuevamente la

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automática en mi bolsillo.—¿Vivirá? —preguntó con voz

ronca.—Creo que tiene todas las

posibilidades. Si no hay infección. Estoyseguro —contesté.

—¡Gracias a Dios! —susurróMcCann una y otra vez—. ¡Gracias aDios!

Justo entonces, entró Braile y se nosquedó mirando, muy sorprendido.

—Ricori ha sido apuñalado.Después le contaré toda la historia —dije—. Una pequeña perforación sobreel corazón que posiblemente llegó hastaél. Ha sufrido mucho del shock. Ahoraestá volviendo en sí. Lléveselo al Anexo

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y ocúpese de él hasta que yo llegue.Repasé brevemente lo que yo había

hecho y sugerí el tratamiento a seguir. Ycuando se llevaron a Ricori, volví conlos pistoleros.

—McCann —dije—. No voy aentretenerme en explicaciones. Ahorano. Pero aquí tiene sus pistolas, y las dePaul. Les estoy dando su oportunidad.

Cogió las automáticas y me miró conun curioso brillo en los ojos.

—No diré que no me gustaría saberlo que le conmovió, Doc —dijo—. Perotodo lo que usted haga, para mí estarábien hecho. Sólo si pudiera sacar de ahíal jefe…

—Es indudable que habrá que

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notificar a algunas personas su estado —repliqué—. Se lo encargo a usted. Todolo que sé es que venía a verme en sucoche cuando ha sufrido un ataque alcorazón. Ustedes me lo han traído. Yahora estoy tratándole del ataque alcorazón. Si muriera bueno, McCann, esosería otro cantar.

—Yo me encargo de contarlo —contestó—. Sólo tengo que ver a dospersonas. Después voy a ir a esatienducha y a arrancarle la verdad a esabruja.

Sus ojos eran como rendijas, lomismo que su boca.

—No —dije con firmeza—. Aún no.Vigile el lugar. Si la mujer sale,

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descubra a dónde va. Vigile a la jovenigual de estrechamente. Si parece quecualquiera de ellas o ambas se van, ohuyen, déjelas. Pero sígalas. No quieroque sean molestadas, ni mucho menosalarmadas, hasta que Ricori puedacontar qué le sucedió.

—De acuerdo —dijo, aunque aregañadientes.

—Su historia de la muñeca —lerecordé, sardónicamente— no leresultaría tan convincente a la Policíacomo a mi mente un tanto crédula. Notendría ninguna oportunidad si losmetiéramos a ellos en el asunto.Mientras Ricori siga vivo no haynecesidad alguna de que se entrometan

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—hice un aparte y le pregunté—: ¿Estáseguro de que el chófer no hablará?

—Paul es de fiar —dijo.—Bien, por la seguridad de ambos,

mejor que sea así —advertí.Cuando se fueron, volví a la

habitación de Ricori. Su corazón latíacon mayor fuerza, su respiración aún eradébil pero se iba animando. Sutemperatura, aunque seguía estandopeligrosamente por debajo de lo normal,se había mejorado. Como antes dijera aMcCann, si no había infección, nitampoco veneno ni droga en el arma conque le habían apuñalado, Ricorivivirían.

Aquella noche, más tarde, dos

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caballeros muy educados fueron averme, oyeron mi explicación del estadode Ricori, preguntaron si podrían verle yse marcharon. Me aseguraron que«ganara o perdiera» nada debía temerrespecto a mis honorarios, ni debía tenerningún reparo en acudir a losespecialistas más caros. A cambio, yoles aseguré que creía que Ricori teníauna magnífica posibilidad derecuperarse. Me rogaron que nopermitiera que nadie le viera, exceptoellos y McCann. Pensaban que meevitaría problemas si pudiera disponerde un par de hombres enviados por ellossentados en la puerta de la habitación,fuera, desde luego, en el pasillo. Les

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contesté que me encantaría.En un tiempo sorprendentemente

corto, dos tranquilos vigilantesmontaban guardia ante la puerta deRicori, igual que habían hecho conPeters.

En mis sueños de aquella noche, lasmuñecas bailaban a mi alrededor, meperseguían, me amenazaban. Mi sueñono fue agradable.

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CAPÍTULO 6

La extraña experiencia deloficial Shevlin

a mañana siguiente trajo consigo unamarcada mejoría del estado de Ricori.El coma profundo no había cambiado,pero su temperatura era casi normal; larespiración y actividad cardíacacompletamente satisfactorias. Braile yyo nos repartimos el trabajo para queuno de nosotros estuviera en contado

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con las enfermeras. Después deldesayuno, los hombres de guardia fueronrelevados por otros dos. Uno de mistranquilos visitantes de la noche anteriorhizo su aparición, miró a Ricori yrecibió con gratitud sincera misinformes esperanzadores.

En el momento de irme a la cama seme ocurrió la idea obvia de que quizáRicori hubiera estado preparando algúnmemorando concerniente a suinvestigación; sin embargo, habíasentido cierta indisposición a buscar ensus bolsillos. En aquel momento se mepresentaba la ocasión de saber si lohabía preparado o no. Sugerí a mivisitante que quizá deseara examinar

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cualquier documento que Ricori llevaseencima, añadiendo que ambos habíamosestado interesados en cierta cuestión queiba a discutir conmigo cuando habíasufrido la crisis, por lo que hubierapodido llevar consigo algunas notas deinterés para mí. Mi visitante estuvo deacuerdo; hice traer el abrigo y el traje deRicori y ambos los registramos. Habíaunos cuantos papeles, pero nada quetuviera que ver con nuestrainvestigación.

En el bolsillo superior izquierdo desu abrigo, sin embargo, había un objetocurioso, un trozo de cuerda delgada deunas ocho pulgadas de longitud, en laque se habían hecho nueve nudos,

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espaciados a intervalos regulares.Aquellos nudos eran extraños, porque nose parecían a ninguno que pudierarecordar. Estudié la cuerda con unaindescriptible, pero clara, sensación dedesagrado. Eché una mirada a mivisitante y vi en sus ojos una mirada deaturdimiento. Entonces recordé lasuperstición de Ricori y supuse que lacuerda anudada era, probablemente, untalismán o encantamiento de algún tipo.Volví a guardarla en el bolsillo.

Cuando estuve nuevamente solo, lacogí y la examiné más minuciosamente.La cuerda era de cabellos humanos,trenzados con mucha fuerza; el cabello,de un peculiar tono ceniza pálido,

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incuestionablemente era de mujer.Entonces pude ver que cada uno de losnudos estaba trenzado de maneradiferente a los demás. Su estructura eracompleja. Las diferencias entre ellos, ysu espaciamiento irregular, daban lavaga impresión de formar una palabra, ouna frase. Y, al estudiar los nudos, tuvela misma sensación de encontrarme anteuna puerta desconocida, que para mí eramuy importante abrir, que cuando habíaestado velando a Peters, antes de morir.Obedeciendo a algún oscuro impulso, nodevolví la cuerda al bolsillo, sino que laarrojé al cajón que contenía la muñecaque la enfermera Robbins me habíatraído.

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Poco después de las tres, McCannme telefoneó. Sentí gran alegría al oírle.A plena luz del día, su historia de losucedido en el coche de Ricori se habíaconvertido en algo increíblementefantástico, y todas mis dudas habíanvuelto. Otra vez comenzaba a pasarrevista a lo poco envidiable que seríami posición si él desaparecía. Algo detodo aquello debió de traslucirse en lacordialidad de mi saludo, porque se rió.

—¿Pensaba que había desaparecidodel mapa, eh, Doc?

No podría obligarme a irme aunquequisiera. Espere a ver lo que tengo.

Esperé su regreso con impaciencia.Cuando llegó lo hizo acompañado de un

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hombre recio y coloradote que llevabauna gran bolsa de papel de las de laropa. Le reconocí como un policía quehabía visto en varias ocasiones por elpaseo, aunque jamás le había visto antessin uniforme. Les indiqué a ambos quese sentaran, lo que el oficial hizo en elborde de una silla, manteniendoprecavidamente la bolsa sobre suspiernas. Miré a McCann con aire deinterrogación.

—Shevlin —agitó la mano hacia eloficial— dijo que le conocía a usted,Doc. Pero yo le hubiera traído de todosmodos.

—Si yo no hubiera conocido aldoctor Lowell, no estaría ahora aquí,

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amigo McCann —dijo Shevlin,malhumorado—. Pero lo que el doctortiene en la cabeza es un cerebro, y nouna patata cocida como ese malditoteniente.

—Bueno, Tim —dijo McCann,maliciosamente—, por lo menos eldoctor te dará una receta.

—Ya te he dicho que no voybuscando una receta —dijo Shevlin, conun bramido—. Yo lo he visto con mispropios ojos, ya te lo he dicho. Y si eldoctor Lowell me dice que debía estarborracho o chillado, le diré lo mismoque le dije al teniente, que se vaya alinfierno. Y también te lo digo a ti,McCann.

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Yo escuché todo aquello con estuporcreciente.

—Vamos, Tim, vamos, Tim —intentóapaciguarle McCann—. Te creo. Nosabes hasta qué punto quiero creerte nipor qué.

Me lanzó una rápida mirada desoslayo y entonces supe que, cualquieraque hubiera sido la razón que habíallevado al policía a verme, él no lehabía hablado de Ricori.

—Verá, Doc, cuando le hablé deaquella muñeca que se había levantado,saltando del coche, usted pensó que yoestaba loco[19]. De acuerdo, me dije,quizá no haya ido muy lejos. Quizá fuerauna de esas muñecas mecánicas

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perfeccionadas, pero aunque así fuera,antes o después tendrá que pararse. Asíque me pongo a buscar a alguien que lahaya visto. Y esta mañana me encuentrocon Shevlin. Y él me lo cuenta todo.Venga, Tim, cuéntale al doctor lo que mecontaste a mí.

Shevlin parpadeó, dejó conprecaución la bolsa a un lado y comenzóa hablar. Tenía ese aire tenaz de quien harepetido su historia una y otra vez. Yante audiencias antipáticas, puesmientras hablaba me miraba con airedesafiante, o levantaba beligerantementela voz.

—Era la una de esta mañana. Yohacía mi ronda cuando oí a alguien

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gritando desesperadamente algo asícomo: «¡Socorro!». Y también: «¡Queme matan! ¡Quitádmelo de encima!». Voycorriendo y allí, junto a un banco, meencuentro a un tipo vestido de frac, conla chistera calada hasta las orejas, quese mueve de un lado para otro, agitandode aquí para allá su bastón, como sibailase, y que resulta ser el que chilla.

»Llego hasta él y le doy un golpecitoen la espinilla con mi porra de noche[20]

y él mira para abajo y entonces sederrumba en mis brazos. Me echaencima una vaharada de su aliento yentonces pienso que ya sé muy bien loque le ocurre. Consigo que se ponga depie y digo:

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»—Vamos, el rosa se le irá enseguida a los elefantes —y añado—: Esel licor ilegal, que le hace ver las cosasasí —y sigo—: Dígame dónde vive y lemeteré en un taxi, a menos que quiera ira un hospital.

»Él sigue allí, sin soltarme ytemblando, y dice:

»—¿Piensa usted que estoyborracho?

»Y yo comienzo a decirle:»—¿Y cómo no?»Pero al mirarle veo que no lo está,

que quizá estuvo borracho, pero que yano lo está. Y, de repente, se deja caersobre el banco, se remanga lospantalones, se quita los calcetines y

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entonces veo la sangre que mana de unadocena de pequeños agujeros. Y dice:

»—Quizá usted pueda decirme si loselefantes rosa hacen este tipo de cosas.

»Miro los pinchazos, los palpo ycompruebo que es verdad, que eso essangre, como si alguien hubiera estadopinchándole con un alfiler de sombrero.

Sin quererlo, miré a McCann. Él nome miró y siguió enrollando,imperturbable, un cigarrillo.

—Y yo pregunté —proseguía elpolicía—: ¿Quién diablos lo hizo?

»Y él me contestó:»—¡Fue la muñeca!Un leve escalofrío me recorrió la

espalda, y volví a

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mirar al pistolero. Enaquella ocasión melanzó una mirada deadvertencia. Shevlinme miraba airado.

—¡La muñeca lohizo! —comentó Shevlin—. Él me dijoque lo había hecho la muñeca.

McCann ahogó una risa, y Shevlindesvió el enojo que sentía por mí haciaél. Me apresuré a decir:

—Lo comprendo, oficial. Él le dijoque la muñeca le había hecho aquellasheridas. Ciertamente es una declaraciónmuy extraña.

—¿Quiere decir que no se lo hacreído? —preguntó Shevlin, furioso.

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—Sí me creo que él le dijo eso —contesté—. Pero siga.

—De acuerdo. Pues iba usted adecir que también yo estaba bebido, porhabérmelo creído, ¿no? Pues eso es loque ese teniente de cerebro de patatadijo.

—No, no —le aseguré rápidamente.Shevlin se calmó y prosiguió:

—¿Cómo se llama ella? —lepregunté al borracho.

»—¿Que cómo se llama? —contestó.»—La muñeca —dije, y añadí—:

Creo que era una muñeca rubia, es parabuscar su foto en los tableros desospechosos. Las morenas no usanalfileres. Prefieren el cuchillo.

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»—Oficial —me dijo de modosolemne— era una muñeca. Pero conformas de hombre. Y cuando digomuñeca quiero decir muñeca. Yo estabapaseando —añadió—, tomando elfresco. No negaré que había bebido unpoco, pero nada que no pudieraaguantar. Hacía silbar a mi bastón,dándole vueltas, y se me soltó de lamano, cayendo por unos arbustos de porahí —y señaló con la mano—. Entoncesveo una muñeca. Es muy grande y estáhecha un ovillo, acurrucada, como sialguien la hubiera dejado caer. Estiro lamano para cogerla. En cuanto la toco, lamuñeca salta como si yo acabase deliberar un resorte. Y salta justamente por

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encima de mi cabeza. Yo me quedosorprendido —dice— y muy aturdido; ymientras sigo agachado allí, siento undolor infernal en la pantorrilla, como sime estuvieran apuñalando. Me levantode un salto y veo que aquella muñecatiene un alfiler muy grande en la mano yse dispone a pincharme de nuevo.

»—¿Es posible —le digo alborracho—, es posible que haya visto unenano?

»—¡Y un cuerno de enano! —exclamó—. ¡Era una muñeca! ¡Y meestaba pinchando con un alfiler desombrero! Tenía cerca de dos pies dealtura —explicó— y ojos azules. Memiraba con una mueca que me heló la

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sangre. Y mientras seguía allí,paralizado, me pinchó más veces. Yosalté al banco y di vueltas y más vueltasa su alrededor, y eso saltó hacia mí y mepinchó. Pensé que quería matarme yentonces chillé como un condenado —prosiguió el borracho—. ¿Y quién no lohubiera hecho? —me preguntó—.Entonces llegó usted y la muñeca seescondió en esas malezas de ahí. ¡Por elamor de Dios, oficial, quédese conmigohasta que encuentre un taxi que me llevea casa —dijo—, pues no sé cómodecirle que tengo tanto miedo que voy avomitar!

»Así que cojo al borracho del brazo,mientras me digo: “¡Pobre muchacho, lo

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que te hace ver esa borrachera dealcohol de garrafón!”, pero sin poderolvidar los agujeros que tenía en laspiernas. Salimos al paseo. El borrachosigue temblando, y mientras yo intentoavisar a un taxi, lanza un súbito chillido:

»—¡Por ahí va! ¡Mire, va por ahí!»Sigo la dirección de su dedo, y, en

efecto, estoy seguro de haber visto algoque se escabulle por la acera y atraviesael paseo. La iluminación no esdemasiado buena, y pienso que ha de serun gato o, quizá, un perro. Después veoun pequeño cupé detenido en la acera deenfrente. El gato o perro, o lo que sea,parece dirigirse hacia él. El borrachosigue gritando y yo sigo intentando ver

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qué pueda ser, cuando paseo abajo, tandisparado como el Demonio, aparece uncoche grande. Choca contra aquella cosacon mucha fuerza y no se detiene. Meparece ver a esa cosa retorcerse y sigopensando que se trata de un gato o de unperro. “Pondré fin a tu miseria”, me digoy me dirijo hacia ella con el revólverlisto. Mientras lo hago, el cupé queestaba esperando arranca como si lollevasen todos los diablos. Llegó hastalo que el otro coche ha atropellado y almirarlo…

Apartó de sus rodillas la bolsa, ladejó en el suelo y la abrió.

Del interior sacó una muñeca, o loque quedaba de ella. El automóvil le

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había pasado por encima, aplastándola.Había perdido una pierna; la otracolgaba de un hilo. Sus ropas estabandestrozadas y manchadas por lasuciedad de la carretera. Era unamuñeca, pero la impresión irreal quedaba es que se trataba de un pigmeomutilado. La cabeza oscilaba flojamentesobre su pecho.

McCann se acercó y levantó lacabeza de la muñeca.

La miré fijamente mientras se meerizaba el cuero cabelludo y mi pulso sedetenía.

¡Pues el rostro que me miraba consus enfurecidos ojos azules era el dePeters!

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¡Y sobre él, como el más tenue delos velos, podía ver la sombra deaquella demoníaca alegría que habíavisto difundirse sobre el rostro de Petersdespués de que la muerte hubieradetenido los latidos de su corazón!

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CAPÍTULO 7

La muñeca Peters

hevlin me observó mientras miraba lamuñeca. Estaba satisfecho por el efectoque me había causado.

—Algo diabólico de ver, ¿no? —comentó—. El doctor lo comprende,McCann. ¡Ya te dije que tenía cerebro!

Colocó la muñeca sobre sus rodillasy se sentó como un ventrílocuo de rostrocolorado que manejase un muñeco

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peculiarmente malévolo. Ciertamente nome hubiera sorprendido oír la risademoníaca salir de su boca vagamenteburlona.

—Ahora, doctor Lowell —proseguía Shevlin—, continuaré con mihistoria. Me quedo mirando a estamuñeca y la recojo.

»“Aquí hay más de lo que parece,Tim Shevlin”, me digo y echo un vistazopara ver qué ha sido del borracho. Élsigue allí donde yo le dejé. Me acercó aél, y él dice:

»—¿No era una muñeca como yo lehabía dicho? ¡Ja! ¡Le dije que era unamuñeca! ¡Ja! ¡Es ella! —dice, echandouna mirada a lo que llevo. Y yo le digo:

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»—Joven amigo, aquí hay algo queno va. Tiene que acompañarme aJefatura para contarle al teniente lo queme contó a mí, y enseñarle las piernas ylo que haga falta.

»Y el borracho dice:»—De acuerdo, pero mantenga esa

cosa lejos de mí.»Y así llegamos a la Jefatura.»Allí están el teniente, el sargento y

un par de pies planos[21]. Me adelanto ydejo la muñeca encima de la mesa,delante del teniente.

»—¿Qué es eso? —dice, con sorna—. ¿Otro niño secuestrado?

»—Enséñele las piernas —le digo alborracho.

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»—Eh, sólo si son más bonitas quelas del Follies —dice con una muecaese mono de cerebro apatatado.

»El borracho no le hace caso, sesube las perneras de los pantalones y sebaja los calcetines, enseñándoselas.

»—Pero ¿quién diablos le ha hechoeso? —dice el teniente, levantándose.

»—La muñeca —dice el borracho.El teniente le mira y se vuelve a

sentar, parpadeando. Y yo le cuentocomo acudí a los gritos del borracho, ylo que él me contó y lo que vi. Elsargento se ríe, lo mismo que los piesplanos, pero al teniente se le comienza aponer la cara roja, y dice:

»—¿Estás intentando tomarme el

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pelo, Shevlin?»Y yo digo:»—Le estoy contando lo que él me

contó y que yo vi Después. Ahí tiene lamuñeca.

»Y él dice:»—El licor de contrabando es

fuerte, pero hasta ahora no supe quefuera contagioso —y me señala con eldedo y añade—: Acércate. Quiero olertu aliento.

»Y entonces me doy cuenta de quetodo se ha fastidiado, porque, a decirverdad, el borracho llevaba encima unapetaca y yo le eché un trago paraacompañarle. Pero se me notaba en elaliento. Y el teniente dijo:

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»—Lo que pensaba. ¡Fuera!»Y entonces comenzó a chillarle al

borracho.»—Usted, con su frac y su chistera,

debería hacer honor a su ciudad. ¡Portodos los diablos! ¿Acaso cree quepuede hacer lo que ha hecho: corrompera un buen oficial y tomarme el pelo? Siconsiguió lo primero no podrá hacer losegundo —eso lo dijo chillando—.¡Metedlo en el talego! —volvió a chillar—. ¡Ah, y con esa condenada muñeca, aver si le hace compañía!

»A1 oír aquello, el borracho lanzóun chillido y se desplomó en el suelo,completamente desvanecido. Y elteniente dijo:

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»—¡Pobre necio! ¡Por Dios, pero siel muy desgraciado se toma en serio susmentiras! ¡Desertadlo y que se vaya! —yentonces dijo, dirigiéndose a mí—: Sino fueras un buen hombre, Tim, te lasharía pasar canutas por esto. Coge tudepravada muñeca y vete a casa.Enviaré a alguien para que haga turonda. Tómate libre el día de mañanapara que se te pase la borrachera —medijo por último. Y yo le contesté:

»—De acuerdo, pero yo he visto loque he visto. ¡Idos todos al infierno! —exclamé, dirigiéndome a los pies planos.Y como todos se rieron comencé a salir.Pero antes dije al teniente—: Poco meimporta que me cese, ¡váyase también al

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infierno! —y los dejé riéndose.Hizo una pausa.—Me llevé la muñeca a casa y se lo

conté todo a Maggie, mi mujer. ¿Y quées lo que se le ocurre decirme? Puessólo esto:

»—Pensaba que llevabas muchotiempo sin beber licores fuertes, y ahora,¡fíjate! Toda esa cháchara de puñaladas,muñecas y de insultar al teniente, quequizá acabe llevándote a Staten Island.¡Y Jenny que acaba de entrar en laSecundaria! Vete a la cama —dice— yduerme, y arroja la muñeca a la basura.

»Pero en ese momento estoy de muymal humor y no la tiro a la basura, sinoque me quedo con ella. Y poco Después

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me encuentro a McCann, y él tiene todala pinta de saber algo. Se lo cuento y élme hace venir aquí. Pero sin saber paraqué.

—¿Quiere que hable con el teniente?—le pregunté.

—¿Qué podría usted decirle? —replicó, con cierto sentido—. Si lecuenta que el borracho tenía razón y queyo también la tenía y que vi correr a lamuñeca, ¿qué pensará él? Pues pensaráque usted está tan chiflado como yo. Y sile explica que quizá durante un minutoperdí un tornillo me enviará alpsiquiátrico. No, doctor. Le quedoreconocido, pero lo único que puedohacer es no decir nada y guardar la

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dignidad; y, quizá, arrearles unoscuantos directos si se ponen demasiadopesados. Le agradezco muchísimo lagentileza que ha tenido al escucharme.Me ha hecho sentirme mejor —selevantó, suspirando profundamente, ypreguntó, algo nervioso—: ¿Y usted quépiensa? Me refiero a lo que el borrachodijo que había visto y a lo que yo vi.

—No puedo hablar por el ebrio —contesté de modo precavido—. Y en loque se refiere a usted bueno, yo diríaque la muñeca pudo estar en la calzada yque un gato o un perro corrió hacia ellajusto cuando pasaba el automóvil. Elperro, o el gato, escapó, pero elincidente atrajo su atención hacia la

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muñeca y usted pensó…Me interrumpió agitando una mano.—De acuerdo, de acuerdo, ya vale.

Me limitaré a dejarle la muñeca comopago a su diagnóstico, señor.

Con una dignidad considerable y elrostro perceptiblemente subido de color,Shevlin salió de la habitación. McCannse agitaba con una risa silenciosa. Cogíla muñeca y la dejé encima de mi mesa.Miré su carita sutilmente malvada y seme quitaron las ganas de reír.

Por alguna oscura razón, saqué lamuñeca de Walters fuera del cajón y lacoloqué al lado de la otra, así como lacuerda extrañamente anudada, que dejéentre ambas. McCann estaba cerca de mí

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y miraba. Pude oír como emitía unsilbido apagado.

—¿De dónde sacó eso, Doc? —yseñaló la cuerda. Yo se lo dije y élvolvió a silbar—. El jefe jamás supoque llevaba eso encima, estoy seguro —comentó—. Me pregunto quién se lometió en el bolsillo. La vieja, desdeluego. Pero ¿cómo?

—¿De qué está hablando? —pregunté.

—¿Cómo que de qué? De «la escalade la bruja» —y señaló la cuerda—. Asíes como llaman a eso en México. Esmala medicina. La bruja lo pone encimade ti sin que te enteres y entonces puedecontrolarte —se inclinó sobre la cuerda

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—. ¡Sí, es «la escala de la bruja»… losnueve nudos y cabello de mujer y en elbolsillo del jefe!

Se quedó mirando la cuerda.Observé que no se atrevía a cogerla.

—Cójala y mírela más de cerca,McCann —dije.

—¡Yo no! —y dio un paso atrás—.Ya le digo que es mala medicina, Doc.

Me había estado sintiendo más y másirritado contra la niebla de supersticiónque cada vez me envolvía másestrechamente, y en aquel momentoacabe por perder la paciencia.

—Veamos, McCann —dije, de malhumor—, ¿no estará usted, por usar laexpresión de Shevlin, intentando

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tomarme el pelo? Cada vez que le veotengo que enfrentarme cara a cara conalgún nuevo ultraje a la credibilidad.Primero fue la muñeca en el coche.Después Shevlin. Y ahora su «escala debruja». ¿Qué pretende?

Me miró entornando los ojos, con unleve arrebol tiñéndole sus elevadospómulos.

—Lo único que pretendo —arrastrólas palabras más lentamente que lo usual— es ver levantado al jefe. Y coger alque lo hizo. En lo que se refiere aShevlin, ¿no pensará que intentabaengañarle a usted?

—No —contenté—. Pero acabo derecordar que usted estaba en el coche al

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lado de Ricori cuando fue apuñalado. Ytodavía no dejo de preguntarme cómofue que hoy descubrió a Shevlin contanta rapidez.

—¿Qué quiere decir con eso?—Quiero decir —contesté— que su

hombre ebrio ha desaparecido. Quierodecir que bien hubiera podido ser uncompinche suyo. Quiero decir que elepisodio que tan tremendamenteimpresionó al pobre Shevlin bien pudoser un astuto montaje, y la muñeca en lacalzada y el automóvil oportunamentelanzado a toda velocidad una maniobracuidadosamente planeada para conseguirexactamente el resultado obtenido.Después de todo, sólo tengo su palabra y

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la del chófer de que la muñeca no estabaen el coche todo el tiempo que ustedestuvo aquí la pasada noche. Quierodecir…

Me callé, dándome cuenta de que,esencialmente, sólo estaba descargandocontra él el mal humor que habíasuscitado mi perplejidad.

—Yo lo terminaré por usted —dijo—. Quiere decir que yo soy el único queestá detrás de todo el asunto.

Su rostro estaba pálido, y susmúsculos en tensión.

—Es bueno para usted que me caigabien, Doc —prosiguió—. Y aún mejorque yo sepa que usted se entiende con eljefe. Pero lo mejor de todo es que usted

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sea el único que puede ayudarle a él sies que alguien puede ayudarle. Eso estodo.

—McCann —dije—. Lo siento, losiento profundamente. No por lo quedije, sino por haber tenido que decirlo.Después de todo, la duda persiste. Y esuna duda razonable. Debe admitirlo.Mejor es sacarla fuera antes quemantenerla encubierta.

—¿Cuál podría ser mi motivo?—Ricori tiene enemigos poderosos.

También tiene amigos poderosos. Cuánconveniente sería para sus amigos quepudiera ser liquidado sin sospecha, yque un médico de gran reputación eincuestionable integridad acabase dando

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un pulcro certificado de muerte natural.Se trata de mi orgullo profesional, no demi egoísmo personal, porque yo soy esemédico, McCann.

Asintió. La expresión de su rostro seendulzó y vi cómo se relajaba supeligrosa tensión.

—No voy a discutir, Doc. Ni de esoni de ninguna otra cosa que usted hayadicho. Pero le agradezco la alta opiniónque tiene de mi inteligencia. Ciertamentehace falta ser un individuo bastanteastuto para montar todo ese tinglado.Como uno de esos dibujos animados queenseñan setenta y cinco formasdiferentes de tirarle a uno una teja en lacabeza exactamente a las dos horas,

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veinte minutos y dieciséis segundos dela tarde. ¡Sí, realmente debo ser muyastuto!

Hice una mueca de desagrado anteaquel sarcasmo un tanto grosero, pero norespondí. McCann cogió la muñeca dePeters y comenzó a examinarla. Yo fui alteléfono para preguntar por el estado deRicori. Me detuvo una exclamación delpistolero. Me indicó que me aproximara,y pasándome la muñeca señaló el cuellode su vestido. Lo palpé. Mis dedostocaron lo que parecía la cabezaredonda de un largo alfiler. Tiré de ellay, como de la vaina de una daga, extrajeuna delgada pieza de metal de nuevepulgadas de largo. Era más delgada que

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un alfiler normal de sombrero, rígida ytan apuntada como una aguja.

¡Instantáneamente supe que estabamirando el instrumento que habíafracasado el corazón de Ricori!

—¡Otro ultraje! —dijo McCann,arrastrando la voz—. ¡Quizá yo lo puseahí, Doc!

—Podría haberlo puesto, McCann.Se rió. Estudié la extraña hoja, pues

ciertamente era una hoja. Parecía ser defino acero, aunque no estaba seguro desi era de metal. Su rigidez no se parecíaa nada conocido. El pequeñoabultamiento de su cabeza tenía mediapulgada de diámetro y se parecía menosa la de un alfiler que a la empuñadura de

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un puñal. Bajo la lente de aumentomostraba pequeñas ranuras como paraasegurar la prensión de una mano, deuna mano de muñeca. ¡Era un puñal demuñeca! En la hoja había unas manchas.

Moví la cabeza con impaciencia, ydejé aquella cosa a un lado, decidiendodejar para más tarde lascomprobaciones de aquellas manchas.Eran manchas de sangre, lo sabía, perotenía que estar seguro. Si lo eran,tampoco supondrían una prueba segurade lo increíble que era que la mano deuna muñeca había usado aquella cosamortal.

Cogí la muñeca de Peters y comencéa estudiarla minuciosamente. No pude

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determinar de qué estaba hecha. Desdeluego no era de madera, como la otramuñeca. Más que nada, el materialparecía una mezcla de goma y cera. Noconocía ninguna substancia semejante.Le quité el vestido. La parte intacta de lamuñeca era anatómicamente perfecta. Elcabello era humano, cuidadosamenteimplantado en el cuero cabelludo. Losojos eran de algún tipo de cristal azul.El vestido mostraba la misma habilidaden su confección que el de la muñeca deDianas.

En aquel momento veía que la piernaque colgaba no estaba sujeta por un hilo,sino por un alambre. Era evidente que lamuñeca había sido moldeada sobre un

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armazón de cables metálicos. Fui alarmario del instrumental y cogí unasierra quirúrgica y unos escalpelos.

—Espere un minuto, Doc —McCannhabía estado siguiendo mis movimientos—. ¿Va a abrir esa cosa?

Asentí. Metió la mano en un bolsilloy sacó un pesado cuchillo de caza. Antesde que pudiera detenerle había abatidosu hoja como un hacha sobre el cuellode la muñeca de Peters, cortándololimpiamente. Entonces cogió la cabeza yla retorció. Saltó un cable. Dejó lacabeza sobre la mesa y me lanzó elcuerpo. La cabeza rodó. Quedó enreposo junto a la cuerda a la que antesaludiera como la escala de la bruja.

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La cabeza pareció girar paramirarnos. Me pareció que, por uninstante, los ojos se encendían con unafuria roja, que sus rasgos se deformaban,que su malignidad se intensificaba comoen el rostro vivo de Peters. Me repuse,encolerizado conmigo mismo. Unailusión óptica, por supuesto, Me volvíhacia McCann y exclamé:

—¿Por qué hizo eso?—Para el jefe usted es mucho más

valioso que yo —dijo crípticamente.No respondí. Abrí el cuerpo

decapitado de la muñeca. Comosospechara, había sido construido apartir de un armazón de cables de acero.Al cortar el material que lo revestía,

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descubrí que se trataba de un únicocable de acero, de un simple alambre,trabajado con la misma perfección queel cuerpo de la muñeca, al punto quehabía sido retorcido hasta adoptar laforma del esqueleto humano.

Desde luego, no con fidelidadminuciosa, pero sí con una sorprendenteprecisión: no tenía articulaciones; lasubstancia de que estaba hecha lamuñeca era extrañamente dúctil; lasmanecitas, flexibles; me parecía estardiseccionando un maniquí vivo antesque una muñeca. Era algo espantoso.

Miré la cabeza cortada…McCann estaba inclinado sobre ella,

mirándole fijamente a los ojos, con los

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suyos a no más de unas pocas pulgadasde los resplandecientes cristales azules.Sus manos se aferraban al borde de lamesa y comprobé que estaban crispadasy en tensión, como si estuvieranhaciendo un esfuerzo violento paraapartarse de ella. Cuando había arrojadola cabeza sobre la mesa, se habíadetenido junto a la cuerda de nudos,¡pero en aquel momento veía que lacuerda estaba enrollada alrededor delcuello cortado de la muñeca y alrededorde su frente, como si fuera una pequeñaserpiente!

Y, con toda claridad, vi que el rostrode McCann se iba acercando cada vezmás a aquel otro más pequeño, como si

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hubiera algo en él que le arrastraba, uncúmulo concentrado de maldad. Y elrostro de McCann era una máscara dehorror.

—¡McCann! —exclamé, y pasé unbrazo por debajo de su barbilla,echando hacia atrás su cabeza. Ymientras lo hacía, hubiera jurado que losojos de la muñeca se volvían hacia mí yque sus labios se retorcían.

McCann retrocedió. Me miródurante un momento y después saltóhacia la mesa, cogió la cabeza de lamuñeca, la lanzó contra el piso y laaplastó una y otra vez, como si intentaraacabar con la vida de una arañavenenosa. Antes de que acabara, la

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cabeza era un revoltijo informe, dondetoda apariencia de humanidad o decualquier otra cosa había desaparecido,pero en su interior, aquellos doscristales azules que habían sido sus ojosaún relucían, y la cuerda de nudos de laescala de la bruja aún seguía enrollada.

—¡Dios! Me estaba arrastrandohacia ella…

McCann encendió un cigarrillo conuna mano tambaleante y arrojó la cerilla,que cayó encima de lo que había sido lacabeza de la muñeca.

A ello siguió, simultáneamente, unbrillante fogonazo, el desconcertantesonido de un sollozo y una ola deintenso calor. Donde había estado la

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cabeza aplastada sólo se encontraba unamancha en el piso de parqué,irregularmente calcinada. Dentro de ellaseguían los cristales azules que habíansido los ojos de la muñeca, mates yrenegridos. La cuerda de nudos habíadesaparecido.

Lo mismo que el cuerpo de lamuñeca. Sobre la mesa yacía unnauseabundo charco de cerúleo líquidonegro, del que emergían las costillas delesqueleto de alambre.

Sonó un timbrazo del teléfono delAnexo; lo cogí mecánicamente.

—Sí —dije—. ¿Qué hay?—El señor Ricori, doctor. Acaba de

salir del coma. ¡Está desierto!

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Me volví hacia McCann.—¡Ricori ha vuelto en sí!Me cogió de los hombros y

retrocedió un paso, con un asomo derespeto sobre su rostro.

—¿Sí? —susurró—. ¡Claro, volvióen el momento en que los nudosardieron! ¡Eso le liberó! ¡Ahora seremosusted y yo quienes tendremos que vigilarnuestros pasos!

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CAPÍTULO 8

El Diaño de la enfermeraWalters

uando me acerqué al lecho de Ricori,llevé conmigo a McCann. Laconfrontación con su jefe sería la pruebasuprema, eso pensé, que resolviera deuno u otro modo todas mis dudasrespecto a su sinceridad. Pues, casiinmediatamente, acababa de comprenderque, por extraños que hubieran sido los

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sucesos que acabo de narrar, todos ycada uno de ellos podían formar partedel elaborado tinglado del que habíaintentado culpar al pistolero. Ladecapitación de la muñeca podía habersido un gesto dramático destinado aimpresionarme. Él era quien habíallamado mi atención respecto a lasiniestra reputación de la cuerda denudos. Era McCann quien habíaencontrado el alfiler. Su fascinación porla cabeza cortada podía haber sidofingida. Y la cerilla encendida que habíaarrojado, una acción premeditadadestinada a destruir la prueba. Pero nome parecía que debiera concedervalidez a mis peculiares puntos de vista.

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Además era difícil pensar queMcCann fuera un actor tan consumado,un conspirador tan sutil. ¡Ah, pero podíaestar siguiendo las instrucciones de otramente capaz de tales sutilezas! Yo queríaconfiar en McCann. Esperaba quepasara la prueba. Lo esperaba muysinceramente.

La prueba estaba destinada alfracaso. Ricori estaba completamenteconsciente, completamente despierto,posiblemente, tan alerta y sano de mentecomo siempre. Pero las líneas decomunicación seguían cortadas. Sumente había sido liberada, pero no sucuerpo. La parálisis persistía,impidiendo cualquier movimiento

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muscular excepto los reflejosprofundamente asentados en elsubconsciente, esenciales para elmantenimiento de la vida. Sus ojos meobservaron, brillantes e inteligentes,pero desde un rostro inexpresivo quecontempló a McCann con la mismamirada fija.

—¿Puede oír? —susurró McCann—.Creo que sí, pero no tiene modo dedecírnoslo.

El pistolero se arrodilló al lado dela cama, tomó las manos de Ricori entrelas suyas y dijo, claramente:

—Todo va bien, jefe. Todos estamostrabajando.

Ése no era el comportamiento ni el

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comentario de un hombre culpable, peroyo acababa de contarle que Ricori nopodría contestarle. Dije a Ricori:

—Se está recuperando ustedespléndidamente. Sufrió un grave shockcuya causa conozco. Prefiero que siga eneste estado un día más antes de podermoverse. Tengo una buena razón deíndole médica para ello. No sepreocupe, no se agite, intente no pensaren cosas desagradables. Relaje sumente. Voy a darle un sedante. No seresista. Abandónese al sueño.

Le administré una inyección yobservé con satisfacción su rápidoefecto. Eso me convenció de que mehabía oído.

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Regresé a mi estudio con McCann.Seguía dándole vueltas a las cosas. Nohabía modo de saber durante cuántotiempo Ricori seguiría inmovilizado porla parálisis. Podía despertarse dentro deuna hora, completamente restablecido, opodía seguir así durante días. Mientrastanto, había tres cosas por hacer. Laprimera, montar guardia en el lugardonde Ricori había cogido la muñeca.La segunda, hacer todo lo posible paralocalizar a las dos mujeres que me habíadescrito McCann. La tercera, saber quéhabía ido Ricori a hacer allí. Estabadecidido a aceptar la versión delpistolero de lo ocurrido en la tiendacomo cierta, al menos por el momento.

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Pero, al mismo tiempo, no queríacontarle más de lo que fuera necesario.

—McCann —opté por decir—, ¿hapuesto usted la tienda de muñecas bajovigilancia constante, como acordamos lapasada noche?

—Desde luego. Una pulga no podríadar un salto dentro sin que lo notáramos.

—¿Alguna noticia?—Los muchachos rodearon la tienda

cerca de la medianoche. La fachadaestaba completamente a oscuras. Habíaun edificio por detrás, pero dejando unespacio. Tiene una ventana con lapersiana bajada, pero debajo de ella seaprecia una línea de luz. A eso de lasdos, la chica tan blanca como el pescado

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llegó de la calle y se metió dentro. Losmuchachos que estaban detrás oyeron unchillido espantoso y se apagó la luz.Esta mañana, la chica abrió la tienda.Poco después, la vieja se dejó ver. Estánvigiladas, todo va bien.

—¿Qué ha descubierto respecto aellas?

—La vieja se hace llamar MadamaMandilip. La chica es su sobrina. O esodice ella. Llegaron hace ocho meses.Nadie sabe de dónde. Paganregularmente sus facturas. Parecen estarforradas de dinero. La sobrina hace todala compra. La vieja no sale nunca. Vivenencerradas como dos almejas. No tienenninguna relación con los vecinos. La

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vieja tiene un puñado de compradoresespeciales, muchos de ellos gente conpinta de ricos. A lo que parece, debevender dos tipos de muñecas: muñecascorrientes, y lo que se relaciona conellas, y muñecas especiales, de las que,según dicen, hacen maravillas. A losvecinos no les gustan nada. Algunosdicen que deben de traficar con drogas.Y eso es todo por ahora.

¿Muñecas especiales? ¿Gente rica?¿Gente rica como la solterona

Bannister o el banquero Marshall?¿Muñecas corrientes para gente

como el acróbata o el albañil? Perotambién éstas habían debido de ser«especiales», aunque McCann no

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supiera por qué.— Está el almacén —proseguía—.

Por la parte de detrás hay dos o treshabitaciones. Escaleras arriba, unahabitación tan grande como un local.Alquilaron toda la casa. La vieja y lachica viven en las habitaciones de arribadel almacén.

—¡Buen trabajo! —celebré, yaventuré—: McCann, ¿la muñeca lerecordó a alguien?

Me estudió con ojos entornados.—Dígamelo usted —acabó por

decir, molesto.—Bueno, pensé que se parecía a

Peters.—¡Pensó que se le parecía! —

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explotó—. ¡Que se le parecía!¡Condenación! ¡Si era el vivo retrato dePeters!

—No me dijo nada entonces. ¿Porqué? —pregunté, con aire de sospecha.

—Veamos, que me cuelguen —comenzó a decir, pero se reprimió—.Sabía que usted lo había visto. Penséque se callaba por Shevlin e hice lomismo. Después me ha tenido tanentretenido que no he tenido ningunaoportunidad.

—Quienquiera que hizo esa muñecadebía conocer bastante bien a Peters,había pasado eso por alto. Peters debióde posar para la muñeca como se hacepara un artista o un escultor. ¿Por qué lo

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hizo? ¿Cuándo lo hizo? ¿Poiqué ibaalguien a desear hacer una muñeca comoél?

—Deje que me trabaje a la viejadurante una hora y se lo diré —contestó,con aire siniestro.

—No —negué con la cabeza—.Nada de eso hasta que Ricori puedahablar. Pero quizá podamos arrojar algode luz sobre otro aspecto. Ricori teníaalgún propósito al ir a esa tienda. Sé quelo tenía. Pero no sé lo que atrajo suatención hacia la tienda. Tengo razonespara creer que se trataba de informaciónconseguida de la hermana de Peters. ¿Laconoce usted lo suficiente para visitarlay enterarse de lo que le dijo ayer a

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Ricori? De una manera accidental, contacto, sin hablarle de la dolencia deRicori.

—No sin que me de algunaindicación más —dijo con franqueza—.Mollie no es tonta.

—De acuerdo. No sé si Ricori se lodijo, pero la Darnley ha muerto.Pensamos que hay una conexión entre sumuerte y la de Peters. Creemos que tienealgo que ver con el afecto de ambos porla pequeña de Mollie. La Darnley murióexactamente del mismo modo quePeters.

—Quiere decir ¿en las mismascircunstancias? —dijo, con un susurro.

—Sí. Tenemos motivos para pensar

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que ambos pudieron haber contraído laenfermedad en el mismo sitio. Ricorisupuso que quizá Mollie podría saberalgo que identificara el lugar encuestión. Un lugar adonde ambos podíanhaber ido, no necesariamente al mismotiempo, y haber estado expuestos a lainfección. Quizá incluso a algunainfección deliberada por parte de algunapersona malintencionada. Es totalmenteevidente que lo que Ricori supo porparte de Mollie le hizo ir a ver a lasMandilip. Sin embargo, aún queda undetalle curioso. A menos que Ricori selo dijera ayer, ella no debe de saber quesu hermano ha muerto.

—Tiene razón —asintió—. Él dio

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órdenes al respecto.—Entonces, si él no se lo dijo, no se

lo vaya a contar usted.—Se está guardando un montón de

cosas para usted solo, ¿eh, Doc? —dijo,levantándose para irse.

—Sí —dije, con franqueza—. Peroya le he contado bastantes.

—¿Sí? Bueno, quizá —me mirósombríamente—. De cualquier maneraen seguida me enteraré si el jefe le hacontado la noticia a Mollie. Si lo hizo,la conversación será muy natural. Si no,bueno, le llamaré después de haberhablado con ella. ¡Hasta luego!

Tras esa despedida medio burlona sefue. Yo me acerqué hasta los restos de la

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muñeca que estaban sobre la mesa. Elrepugnante charco se había endurecido.Al hacerlo había adoptado vagamente elaspecto de un cuerpo humano aplanado.Tenía una apariencia peculiarmentedesagradable, con sus costillas enminiatura y el retorcido hilo de acero desu columna vertebral que brillabaencima de ellas. Estaba venciendo mirenuencia a tocar aquel revoltijo paraanalizarlo, cuando llegó Braile. Yoestaba tan concentrado en larecuperación de Ricori y de lo que habíaocurrido que pasó algún tiempo antes deque fuera consciente de su palidez yseriedad. Me detuve en seco en mediode todas mis dudas que tenían que ver

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con McCann y le pregunté qué ocurría.—Me desperté esta mañana

pensando en Harriet —dijo—. Sabíaque el código de 4-9-1, si es que lo era,no podía significar «Diana». De repentese me ocurrió que podría querer decir«Diario». La idea comenzó aobsesionarme. En cuanto tuve unaoportunidad, me fui con Robbins alapartamento. Buscamos y encontramosel diario de Harriet. Aquí está —metendió un pequeño libro encuadernadoen rojo, y añadió—: Lo he leído de caboa rabo.

Abrí el libro. Lo que sigue son laspartes que guardan relación con lamateria que nos ocupan.

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3 NOV. Extraña experiencia la dehoy. Bajé a Batten Park para ver losnuevos peces del Acuario. Tenía cercade una hora y la pasé merodeando porlas callejuelas viejas, buscando algopara llevarle a Diana. Encontré la másinsólita de las tiendas. Se veía rara yantigua, pero tenía en el escaparatealgunas de las muñecas y también delos vestidos de muñecas más bonitosque jamás había visto. Me quedémirándola y me puse a fisgar la tiendaa través del cristal. Había una chica enla tienda. Me daba la espalda. Sevolvió rápidamente y me miró. Me dioun susto de lo más espantoso. Tenía la

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cara blanca, sin color alguno, y losojos abiertos como platos, comoasustada. Tenía una gran mata decabellos, todos rubio ceniza,amontonados en la cabeza. Me parecióque era la chica más rara que jamáshubiese visto. Se quedó mirándomedurante un minuto, y yo a ella. Despuéssacudió violentamente la cabeza ymovió las manos para que me fuera. Yoestaba tan extrañada que apenas podíadar crédito a mis ojos. Cuando estabaa punto de entrar y preguntarle quédiablos le sucedía, miré al reloj y vique tenía el tiempo justo de volver alhospital. Volví a mirar a la tienda y vique por la parte de atrás una puerta

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comenzaba a abrirse lentamente. Lachica hizo un gesto final y, por lo queme pareció, casi desesperado. Allíhabía algo que, de repente, me dioganas de echar a correr. Pero no lohice. Creo que me fui caminandonormalmente. Todo el día he estadodándole vueltas a la cosa. Por eso,además de sentir curiosidad, estoy unpoco enfadada. Las muñecas y losvestidos son muy bonitos. ¿Acaso hayalgo que no marcha? Tengo quedescubrirlo.

5 NOV. Esta tarde he vuelto a latienda de muñecas. El misterio se hacemás profundo. ¡Si no pensara que se

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trata de un misterio! Creo que todo elasunto es un tanto disparatado. No meparé a mirar el escaparate, sino que mefui directamente hacia la puerta. Lachica pálida estaba ante un pequeñomostrador al fondo. Cuando me vio, sumirada pareció más alucinada quenunca, y pude ver cómo temblaba. Meacerqué a ella y susurró:

—¡Oh! ¿Por qué ha regresado? ¡Ledije que se fuera!

Yo reí, no pude impedirlo, y dije:—Usted es la dependienta más rara

que jamás haya visto. ¿No quiere que lagente compre sus cosas?

Y ella dijo, en voz baja y muyrápidamente:

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—¡Es demasiado tarde! ¡Ahora yano puede irse! Pero no toque nada. Notoque nada de lo que ella le dé. Notoque nada de lo que ella le enseñe —ydespués, de la manera más banal, dijocon voz muy clara—: ¿Hay algo quepueda hacer por usted? Tenemos todopara muñecas.

La transición había sido tanabrupta que me resultó insólita.Entonces vi que en la trastienda sehabía abierto una puerta, la mismapuerta que había visto abriéndose eldía anterior, y que una mujer, delantede ella, me miraba.

Al verla me quedé sin habla, no sépor cuánto tiempo. Era realmente fuera

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de lo común. Por lo menos medía seispies y era grande, con unos pechosenormes. No gruesa. Corpulenta. Sucara era larga, y su piel morena. Se lenotaba claramente el bigote y teníaunas greñas de color gris acero. Eransus ojos lo que me mantenía hechizada.¡Eran simplemente enormes! ¡Negros, ytan llenos de vida! Debía de tener unavitalidad tremenda. O quizá era elcontraste con la chica pálida a la queparecía que le hubiesen sorbido lavida. No, estoy segura de que tiene unavitalidad de lo más inusual. Mientrasme miraba, sentí un escalofríotremendo. Pensé una tontería:

«—Abuelita, ¡qué ojos más grandes

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tienes!—Querida, ¡son para verte mejor!—Abuelita, ¡qué dientes más

grandes tienes!—Querida, ¡son para comerte

mejor!».(No estoy segura de si pensé eso,

pero sí que se trataba de tonterías).Desde luego que ella tenía unos dientesmuy grandes, fuertes y amarillos. Yodije, de un modo bastante estúpido:

—¿Qué tal está usted?Ella sonrió y me tocó con una

mano, y entonces yo sentí otroescalofrío. Sus manos eran las máshermosas que jamás hubiese visto. Tanhermosas que eran inquietantes.

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Largas, de dedos afilados y tanblancas. Como las manos que El Grecoo Botticelli pintan en sus mujeres.Supongo que eso fue lo que me chocó.No parecían pertenecer en absoluto aaquel cuerpo tan inmenso y tosco. Nitampoco sus ojos. Las manos y los ojosvan juntos. Sí, eso es.

Sonrió y dijo:—Usted ama las cosas hermosas.Su voz iba con sus manos y sus

ojos. La calidez profunda de una voz decontralto. Pude sentirla a través de mícomo los acordes de un órgano. Asentí.Ella dijo:

—Entonces tiene que verla,querida. Venga.

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No dedicó ninguna atención a lajoven. Se volvió hacia la puerta y yo laseguí. Mientras entraba por la puertavolví la mirada hacia la joven. Parecíamás asustada que nunca y pude verclaramente sus labios pronunciar lapalabra: «Recuerde».

La habitación adonde me condujoera, bueno, no puedo describirla. Eracomo sus ojos, sus manos y su voz.Cuando entré en ella tuve la extrañasensación de no encontrarme ya enNueva York. Ni en América. Ni enningún lugar de la Tierra, para serexactos. Había tenido la sensación deque el único lugar real que existía eraaquella habitación. Eso era espantoso.

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La habitación era mayor de lo queparecía, a juzgar por el tamaño delalmacén. Quizá fuera la luz laresponsable de que lo pareciera. Unaluz crepuscular, suavemente tamizada.Estaba exquisitamente cubierta deartesonados hasta el techo. En una desus paredes no había nada más queaquellos primorosos artesonadosantiguos, cubiertos de auténticosbajorrelieves. Se veía una chimenea, yun fuego ardía en ella. Hacía un calorfuera de lo corriente, que, sin embargo,no era opresivo. Había una Ieve y sutilfragancia, posiblemente de la maderaque ardía. Los muebles eran viejos ytambién exquisitos, aunque no me

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resultaran familiares. Veía algunastapicerías, evidentemente antiguas. Escurioso, pero no me es fácil recordarcon claridad lo que había en aquellahabitación. De lo único que estoysegura es de su singular belleza.Recuerdo claramente una mesainmensa, y que pensé que era una“mesa señorial”. También me acuerdovívidamente del espejo circular y nodeseo recordarlo.

Soy consciente de que le estoycontando todo de mí y de Diana, y decómo a ella le gustan las cosashermosas. Ella escucha y dice, con esavoz profunda y dulce:

—Ella tendrá una cosa hermosa,

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querida.Se va hacia un armario y vuelve

con la muñeca más preciosa que jamáshaya visto. Me quedo sin habla cuandopienso lo que le gustará a Di. Unamuñeca pequeñita, pero tan exquisitaque parece viva.

—¿Le gustará ésta? —pregunta.Y yo digo:—Jamás podría pagarle semejante

tesoro. Sou pobre.Ella rió y dijo:—Pero yo no. Será suya cuando

haya acabado de vestirla.Me resultaba violento, pero no pude

abstenerme de decir:—Usted debe ser rica, muy rica,

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para tener tantas cosas preciosas.Y ella rió nuevamente y dijo:—Lo justo para conocer a personas

tan agradables como usted, querida.Entonces fue cuando tuve la

peculiar experiencia con el espejo. Eracircular y yo lo había mirado una yotra vez porque me parecía, esopensaba, la mitad de un inmensoglóbulo de agua cristalina. Su marcoera de madera oscura, profusamentetrabajada, y tanto entonces comoahora, el reflejo de lo esculpidoparecía bailotear en el espejo como lavegetación al borde de una poza enmedio del bosque, agitada por la brisa.Yo había estado intentando mirar en su

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interior, y en todo momento aqueldeseo había sido irresistible. Meacerqué al espejo. Podía ver toda lahabitación reflejada en él, pero nocomo si estuviese mirando su imagen omi propia imagen, sino otra habitaciónsimilar, con otra como yo mirandohacia fuera. Entonces sólo pude vermea mí, y me pareció que me iba haciendopequeña, cada vez más, hasta que noera mayor que una muñeca grande.Acerqué más mi cara y el pequeñorostro se echó hacia delante. Moví lacabeza y sonreí, y la imagen hizo lomismo. Era mi reflejo, ¡pero muypequeño! Entonces me sentírepentinamente asustada y cerré con

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fuerza los ojos. Cuando volví a miraren el espejo todo estaba como antes.

Miré mi reloj y me quedéestupefacta, porque se había hecho muytarde. Me levanté para irme, con lasensación de pánico todavía en elcorazón. Ella dijo:

—Venga mañana a visítame denuevo, querida. Tendré la muñeca listapara usted.

Le di las gracias y dije que lo haríasi podía. Ella me acompañó hasta lapuerta de la tienda. La joven no memiró mientras la franqueaba.

Se llama Madame Mandilip. No iréa verla mañana ni nunca. Me fascinapero también me da miedo. No me gusta

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lo que sentí delante del espejo circular.Y la primera vez que miré en su interiory vi reflejada en él toda la habitación,¿por qué no vi la imagen de ella? ¡Nola vi! Y aunque la luz estuvierailuminada no puedo recordar habervisto ninguna ventana ni lámpara. ¡Yesa joven! Sin embargo, ¡a Di legustaría tanto la muñeca!

7 NOV. Qué extraño me resultamantener mi decisión de no volver aver a Madame Mandilip. ¡Es algo queme ha puesto muy nerviosa! La últimanoche tuve un sueño terrorífico. Creíque había vuelto a aquella habitación.Podía verla claramente. Y, de repente,

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comprendí que la veía de dentro afuera.Y que estaba dentro del espejo. Supeque era pequeña. Como una muñeca.Estaba aterrorizada y lo golpeé comouna mariposa hace contra el cristal deuna ventana. Entonces vi dos hermosasy largas manos blancas que iban haciamí. Abrían el espejo y me cogían, y yome debatía, peleaba e intentabaescaparme. Me desperté con el corazónlatiéndome tan deprisa que estuve apunto de ahogarme. Di me contó que yogritaba, una y otra vez:

—¡No! ¡No! ¡No quiero! ¡No, noquiero!

Ella me lanzó una almohada ysupongo que eso fue lo que me

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despertó.Hoy he salido del hospital a las

cuatro, con intención de irme derecha acasa. No sé en qué debía de estarpensando, pero fuera lo que fuese debíade preocuparme mucho. Cuando fuiconsciente de mí misma estaba en laestación del Metro, a punto de tornaruno de los trenes de la línea deBowling Green. Eso me hubiera llevadohasta Battery Park. Entoncescomprendí que, sin haber sido antesconsciente de ello, me dirigía a ver aMadame Mandilip. Aquello me dio talvuelco en el corazón que casi salícorriendo de la estación y subí a lacalle. Creo que estoy actuando muy

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estúpidamente. Siempre me habíaenorgullecido de mi sentido común.Creo que debo consultárselo al doctorBraile y comprobar si me estoyvolviendo neurótica. No hay ningunarazón humana para que no tenga que ira ver a Madame Mandilip. Ella es de lomás interesante y, ciertamente, ha dadoa entender que yo le agrado. Fue muyamable de su parte ofrecerme aquellamuñeca preciosa. Debe pensar de míque soy desagradecida y vulgar. Y legustaría tanto a Di. Cuando recuerdolo que sentí al mirar el espejo, meparece que soy tan infantil como elpersonaje de Alicia en el País de lasMaravillas, o, mejor, en A través del

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espejo[22]. Los espejos y otrassuperficies reflectantes a veces lehacen ver a uno cosas extrañas.Probablemente, el calor y el olor aperfume tuvieran que ver con todo ello.Realmente no puedo afirmar queMadame Mandilip no se reflejara enellos. Yo estaba demasiado concentradaen mirarme. Es demasiado absurdosalir corriendo y ocultarse como unniño haría con una bruja. Pero eso es,precisamente, lo que estoy haciendo. Sino fuera por esa chica ¡pero seguro quees una neurótica! Quiero ir, y no veopor qué tenga que comportarme de unamanera estúpida.

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10 NOV. Vaya, me alegro de nohaber persistido en esa idea ridícula.Madame Mandilip es maravillosa.Desde luego que hay algunas cosasraras en ella que no comprendo, peroeso es debido a que es muy diferente decualquier otra persona que yo hayaconocido, y porque cuando entro en suhabitación, la vida se hace muydiferente. Cuando me voy es como sisaliera de algún castillo encantadohacia el más prosaico de los mundos.Ayer por la tarde me decidí a irmedirectamente a verla después de salirdel hospital. En el momento en que seme ocurrió, sentí como si una nube se

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apartara de mí. Estoy más alegre y felizde lo que haya estado en una semana.Cuando llegué a la tienda, la chicapálida —se llama Laschna— se mequedó mirando como si fuera a llorar. Ydijo con una voz de lo más apagada:

—¡Recuerde que intenté salvarla!Aquello me pareció tan divertido

que me eché a reír. Entonces MadameMandilip abrió la puerta, y cuandomiré a sus ojos y escuché su voz supepor qué sentía el corazón tan ligero.Era como regresar a casa después desufrir la crisis de nostalgia másespantosa. La adorable habitación meacogía. Realmente hacía eso. Sólopuedo describirlo de esta manera.

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Tengo la extraña sensación de que lahabitación está tan viva como MadameMandilip. Que es parte de ella, o mejor,una parte de la parte de ella formadapor sus ojos, sus manos y su voz. No mepreguntó por qué no había ido. Llevabala muñeca. Es más maravillosa de loque me había imaginado. Todavía teníaque trabajar en ella. Nos sentamos yhablamos, y entonces ella dijo:

—Me gustaría hacer una muñecade usted, querida.

Éstas fueron sus palabras exactas,y durante un instante sentí unescalofrío, porque recordé el sueño yme vi debatiéndome dentro del espejo,intentando salir de él. Entonces

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comprendí que era, precisamente, sumanera de hablar, y que lo que queríadecir era que quería hacer una muñecaque fuera como yo. Por eso reí y dije:

—Claro que puede hacer unamuñeca de mí, Madame Mandilip.

Me pregunto de qué nacionalidadserá.

Ella rió conmigo, y sus ojos eranmayores que nunca y más brillantes.Sacó un poco de cera y comenzó amodelar mi cabeza. Aquellos hermososdedos largos trabajaban rápidamente,como si cada uno de ellos fuera unpequeño artista de por sí. Loscontemplé, fascinada. Comencé asentirme soñolienta, cada vez más

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soñolienta. Ella dijo:—Querida, deseo que se quite usted

la ropa y me deje modelar todo sucuerpo. No se altere. Sólo soy unamujer mayor.

No pensé en nada y dije,adormilada:

—Por supuesto, claro que le dejoque lo haga.

Me subí encima de un pequeñotaburete y observé cómo la cera ibatomando forma bajo aquellos pequeñosdedos blancos hasta que se convirtió enuna pequeña y perfectísima copia demí. Sabía que era perfecta, aunqueestuviera tan adormilada que apenaspodía verla. Tenía

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tanto sueño queMadame Mandiliptuvo que ayudarme avestirme, y despuésdebí de quedarmedormida, porque medesperté sobresaltada mientras medaba unas palmadas en las manos y medecía:

—Lamento haberla cansado,pequeña. Quédese si lo desea. Pero sitiene que irse se está haciendo tarde.

Miré mi reloj y estaba tan dormidaque casi no lo vi, pero supe que eraespantosamente tarde. EntoncesMadame Mandilip pasó sus manos porencima de mis ojos y, repentinamente,

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me despejé. Ella dijo:—Venga mañana a llevarse la

muñeca.—Le pagaré, al menos, lo que

pueda —dije.—Ya me ha pagado lo suficiente,

querida —replicó— al dejarme haceruna muñeca de usted.

Entonces ambas reímos y yo salí atoda prisa. La chica pálida estabavendiendo algo a alguien, pero yo lasaludé con un: «Au revoir![23]».Probablemente no me oyó, porque nome contestó.

11 NOV. ¡Tengo la muñeca, y Dianaestá loca por ella! ¡Cómo me alegro de

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no haberme rendido a esa estúpidaaprensión mórbida! Di jamás habíatenido nada que le causara tantoplacer. ¡La adora! Esta tarde volví asentarme para que Madame Mandilipdiese los últimos toques a mi propiamuñeca. Es un genio. ¡De veras que esun genio! Me pregunto, ahora más quenunca, por qué se contenta con llevaruna pequeña tienda. No hay duda deque debería estar al lado de losgrandes artistas. La muñeca,literalmente, soy yo. Me preguntó sipodría cortarme unos cuantos cabellospara hacerle la cabeza y, naturalmente,asentí. Me dijo que aquella muñeca noera la auténtica muñeca que me estaba

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haciendo. Ésa sería mucho mayor. Setrataba del modelo a partir del cualtrabajaría. Le conté que aquélla meparecía perfecta, a lo que ella añadióque la otra sería de un material menosperecedero. Quizá me entregue éstadespués de que ya no le sirva. Estabatan ansiosa de llevar a casa la muñecapequeña para Di, que no me quedémucho tiempo. Sonreí y me despedí deLaschna al irme, a lo que ellarespondió, aunque no muycordialmente. Me pregunto si estarácelosa.

13 NOV. Es la primera vez que hetenido ganas de escribir desde el

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espantoso caso del señor Peters,acaecido la mañana del 10 de loscorrientes. Acababa precisamente deescribir lo de la muñeca de Di cuandome llamaron del hospital para decirmeque me necesitaban en el turno denoche. Les dije que, desde luego, iría.¡Oh, pero me hubiera gustado no haberido! Jamás olvidaré aquella muerteespantosa. ¡Jamás! No quiero escribirni pensar sobre ello. Cuando llegué acasa esta mañana no podía dormir, y nohice más que dar vueltas en la camaintentando borrar su rostro de mimente. Pensaba haberme endurecido losuficiente para que no me afectaraningún paciente. Pero ahí había algo.

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Entonces pensé que si alguien podíaayudarme a olvidar, era MadameMandilip. Así que a eso de las dos fui averla. Ella estaba en la tienda conLaschna, y pareció sorprendida deverme tan pronto. Y no tan contentacomo de ordinario, o eso pensé; aunquequizá fuera mi nerviosismo. En elmomento en que entré en aquellapreciosa habitación comencé asentirme mejor. Ella había estadohaciendo algo encima de la mesa conun cable metálico, pero no pude ver dequé se trataba porque me obligó asentarme en un gran sillón confortable,mientras decía:

—Parece cansada, pequeña.

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Siéntese aquí y descanse hasta que yohaya terminado. Aquí tengo un viejolibro iluminado que la mantendráentretenida.

Y me dio un libro antiguo y muyraro, largo y estrecho, y debía ser muyantiguo porque era de pergamino oalgo parecido, y sus dibujos y coloreseran como los de los libros de la EdadMedia que pintaban los antiguosmonjes. Todas eran escenas en bosqueso jardines, pero las flores y los árboleseran ¡de lo más raro! No se veía anadie en ellas, pero se tenía la extrañasensación de que con una vista másaguda se podría descubrir gente uotras cosas debajo. Quiero decir que

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me parecía que había gente escondidadetrás de los árboles y de las flores, oentre ellos, que me espiaba. No sédurante cuánto tiempo estudié aquellosdibujos, intentando ver una y otra vez ala gente escondida, hasta que,finalmente, Madame me llamó. Meacerqué a la mesa con el libro todavíaen la mano.

—Eso es para la muñeca que estoyhaciendo de usted —dijo—. Cójalo yobserve lo esmeradamente bien queestá hecha —y señaló algo hecho dehilo metálico que estaba encima de lamesa. Lo cogí para darle la vuelta yentonces vi súbitamente que era unesqueleto. Era pequeño, como el

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esqueleto de un niño. En ese momento,el rosto del señor Peters relampagueóen mi mente y entonces grité, en unmomento de locura total y abrí lasmanos. El libro abandonó mi mano ycayó sobre el pequeño esqueleto de hilometálico, con un tañido agudo, ypareció que el esqueleto saltaba. Merecobré inmediatamente y vi que elextremo del hilo se había soltado yhabía per forado la encuademación dellibro, donde aún seguía clavado.Durante un momento, MadameMandilip estuvo espantosamenteenfadada. Me cogió del brazo y loapretó hasta hacerme daño, y sus ojosmostraron furia mientras decía con una

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voz extrañísima:—¿Por qué lo hizo? Contésteme.

¿Por qué? Y comenzó a zarandearme.Ahorra no se lo reprocho, aunqueentonces me asustó de verdad, porquedebió de pensar que yo lo había hechoadrede. Entonces vio cómo temblabayo, y sus ojos y su voz se endulzaron, ydijo:

—Algo le preocupa, querida.Cuéntemelo y quizá yo pueda ayudarla.

Hizo que me sentara sobre un divány ella se sentó a mi lado y me acariciólos cabellos y la frente; entonces,aunque jamás discuto nuestros casoscon terceros, descubrí que le estabacontando lo de Peters. Ella me

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preguntó quién era el hombre que lehabía llevado al hospital y yo le dijeque el doctor Lowell le había llamado:«Ricori», y que suponía que era elnotorio gángster. Sus manos mehicieron sentirme tranquila, a gusto ysoñolienta, y entonces le hablé deldoctor Lowell y de lo buen médico quees, y de cómo estoy enamorada ensecreto del doctor B. Lo siento, perocreo que le conté todos los detalles delcaso. Jamás había hecho una cosaparecida. Pero estaba tan agitada queuna vez que comencé, me pareció quetenía que contárselo todo. Todo estabatan distorsionado en mi mente quecuando levanté los ojos para mirarla,

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me pareció que se relamía. ¡Eso indicalo poco que estaba en mis cabales!Cuando terminé de contárselo me dijoque siguiera echada y que durmiera,que ella me despertaría cuando yo se lodijera. Le dije que me tenía que ir a lascuatro. Dormí de un tirón y medesperté descansada y en forma.Cuando salía, el pequeño esqueleto y ellibro aún seguían sobre la mesa, yentonces le dije que sentía lo del libro.

—Mejor que fuera el libro que sumano, querida —dijo—. El alambrepodría haberse soltado al manipularloy haberle hecho un feo corte.

Quiere que lleve mi uniforme deenfermera para hacer uno pequeño

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para la nueva muñeca.

14 NOV. Hubiera deseado no haberido nunca a ver a Madame Mandilip.Así no me habría escaldado el pie. Peroésa no es la auténtica razón de que losienta. No puedo explicarlo conpalabras, por más que lo intente. Perome gustaría no haber ido. Esta tarde lehe llevado mi uniforme de enfermera.En seguida sacó de él un modelo enminiatura. Estaba contenta y me cantóalgunas de sus obsesivas cancioncillas.No pude comprender sus letras. Ella serió cuando yo le pregunté qué lenguajeera ése, y ella dijo:

—El lenguaje de la gente que le

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espiaba a usted desde los dibujos dellibro, querida.

Se trataba de una contestaciónextraña. ¿Cómo podía saber ella que yopensaba que había gente escondida enlos dibujos? Me hubiera gustado nohaber ido nunca. Calentó un poco de téy lo sirvió en dos tazas. Entonces,mientras me ofrecía la mía, uno de suscodos chocó con la tetera, volcándola,y el té caliente se vertió sobre mi piederecho. Dolía espantosamente. Mequitó el zapato y la media y aplicóalgún tipo de ungüento sobre laescaldadura. Dijo que quitaría el dolory que la curaría inmediatamente.Detuvo el dolor, y cuando llegué a casa

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apenas pude dar crédito a mis ojos. Jobno pudo creer que realmente mehubiera escaldado. Madame Mandilipse había sentido terriblemente molestapor ello. O eso me pareció. Mepregunto por qué no me acompañóhasta la punta como de costumbre.Pero no lo hizo. Ella se quedó en lahabitación. La joven pálida, Laschna,estaba cerca de la puerta cuando yosalí de la tienda. Miró la venda de mipie y yo le dije que me lo habíaescaldado, pero que Madame Mandiliplo había vendado. Ni siquiera me dijoque lo sentía. Cuando me iba la miré ydije, un poco enfadada:

—¡Adiós!

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Sus ojos se llenaron de lágrimas yme miró de un modo muy extraño,movió la cabeza y dijo:

—Au revoir!La miré nuevamente mientras

cerraba la puerta y vi que las lágrimascaían por sus mejillas. Me preguntopor qué (¡¡¡Desearía no haber idonunca a ver a Madame Mandilip!!!).

15 NOV. El pie curado del todo. Notengo el menor deseo de volver a ver aMadame Mandilip. Jamás volveré. Megustaría destruir la muñeca que me diopara Di. Pero le rompería a la niña elcorazón.

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20 NOV. Sigo sin ganas de verla.Descubro que me estoy olvidando deella. Sólo pienso en ella cuando veo lamuñeca de Di. Estoy tan contenta quetengo ganas de cantar y de bailar.Jamás volveré a verla.

¡Pero Dios sabe cómo me gustaríano haberla visto jamás! Y aún sigo sinsaber por qué.

Aquélla era la última referencia aMadame Mandilip en el diario de laenfermera Walters. Ella murió durante lamañana del 25 de noviembre.

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CAPÍTULO 9

El fin de la muñeca Peters

raile me había estado observando decerca. Fui al encuentro de su miradainterrogadora e intenté ocultar laagitación que el diario había suscitadoen mí.

—Jamás hubiera creído que Walterstuviera una mente tan imaginativa —dije.

—¿Piensa que se lo ha inventado?

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—pregunto malhumorado,ruborizándose.

—No del todo. Observar una seriede sucesos ordinarios a través delencanto de una imaginación activa seríael mejor modo de definirlo.

—¿Todavía no se ha dado cuenta deque lo que ha escrito en su Diario es unauténtico, aunque, creo que inconsciente,caso de hipnotismo? —dijo, incrédulo.

—Se me ocurrió esa posibilidad —contesté, molesto—. Pero ahora no veoninguna evidencia que la apoye. Sinembargo, percibo que Walters no estabatan bien equilibrada como yo habíasupuesto. Acabo de tener la prueba deque era sorprendentemente emocional y

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que, al menos en una de sus visitas aMadame Mandilip, estaba sencillamenteabrumada por el estrés y en un estadoextremo de inestabilidad nerviosa. Merefiero a la gran indiscreción cometidaal discutir el caso Peters, después de seradvertida por mí, como usted bienrecordará, de no contar nada de él anadie, pasara lo que pasase.

—Lo recuerdo tan bien —dijo— quecuando llegué a esa parte del Diario yano tuve duda del hipnotismo. Sinembargo, prosiga.

—Al considerar dos causas posiblespara cualquier acción, es preferibleadmitir la más razonable —dijesecamente—. Braile, considere los

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hechos reales. Walters hace énfasissobre la rara conducta y advertencias dela chica. Admite que ésta es unaneurótica. Bueno, la conducta quedescribe de ella es, precisamente, la quecabría esperar de una neurótica. Waltersse siente atraída por las muñecas y entrapara enterarse de su precio, como habríahecho cualquiera. No está actuando bajoninguna compulsión. Encuentra a unamujer cuyas características físicasestimulan su imaginación y suscitan suemotividad. Se confía a ella. A estamujer, evidentemente también del tipoemocional, ella le agrada, por lo que leregala una muñeca. La mujer es unaartista, ve en Walters una modelo que le

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interesa. Le pide que pose para ella —no se trata de una compulsión, sino deuna petición natural—, y Waltersaccede. La mujer tiene su técnica, aligual que todos los artistas, y parte deella consiste en construir un esqueletocomo parte del soporte de sus muñecas.Un procedimiento natural e inteligente.La contemplación del esqueleto lesugiere a Walters la muerte, y lasugestión de la muerte suscita en ella laimagen de Peters que había quedadofuertemente grabada en su imaginación.Momentáneamente, se vuelve histérica:otra prueba más de su condición deestrés. Toma el té con la constructora demuñecas y se escalda por accidente.

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Naturalmente, esto suscita los cuidadosde su anfitriona, quien cura laescaldadura con cierto ungüento en cuyaeficacia confía. Y eso es todo. En todaesta secuencia de hechos corrientes,¿dónde hay prueba alguna de queWalters haya sido hipnotizada?Finalmente, suponiendo que lo hubierasido, ¿qué motivo podría aducirse paraello?

—Ella misma lo indicó —dijo—:«Hacer una muñeca de usted, querida».

Yo casi había llegado aautoconvencerme de mi argumento, yaquella observación me exasperó.

—Supongo —dije— que quierehacerme creer que una vez atraída a la

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tienda, Walters fue impelida medianteartes ocultas a regresar más veces hastaque el diabólico propósito de MadameMandilip fue cumplido. Que lacompadecida chica de la tienda intentósalvarla de lo que los viejosmelodramas llamaban «un destino peorque la muerte»; que la muñeca que iba aentregarle para su sobrina fue el señuelopara que la bruja le echase el lazo; queera necesario que se escaldara para quela bruja le aplicara su emplasto; que erael emplasto lo que le produjo la muertedesconocida; que al fallar la primeratrampa, el accidente de la tetera tuvieraque reemplazarla con éxito. Y que ahorael alma de Walters se debate dentro del

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espejo de la bruja, exactamente comoella lo había soñado ¡Todo esto, queridoBraile, no es más que superstición de lomás infamante!

—¡Ah! —exclamó, mirándome desoslayo—. Después de todo, ¿qué otrasposibilidades se le ocurren? Hace unosinstantes su mente no estaba tanfosilizada como suponía.

Aquello me hizo exasperarme aúnmás.

—Según su teoría, a partir delmomento en que Walters entró en latienda, ¿todos los sucesos narradosestaban destinados a que MadameMandilip tomara posesión de su alma,un designio que quedó consumado a la

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muerte de Walters?Dudó y entonces dijo:—En esencia sí.—¡Un alma! —comenté, en tono

hiriente—. Pero yo nunca he visto unalma. No conozco a nadie que puedahacerme creer con su testimonio de queha visto un alma. ¿Qué es un alma? Si esque existe. ¿Se puede pesar? ¿Esmaterial? Si su teoría es correctadebiera serlo. ¿Cómo podría alguientomar posesión de algo que, al mismotiempo, es imponderable y no material?¿Cómo podría llegar a saberse quetenemos una si ni puede ser vista nipesada, ni sentida ni medida, ni oída? Sino es material, ¿cómo puede ser

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constreñida, dirigida, encerrada? Puesesto es lo que usted sugiere que hizo conel alma de Walters quien construyó sumuñeca. Si es material, entonces ¿en quéparte del cuerpo reside? ¿Dentro delcerebro? Los he operado a cientos yjamás llegué a ninguna cámara secretaque albergase ese misterioso ocupante.Pequeñas células, mucho máscomplicadas en su funcionamiento quecualquier maquinaria jamás ideada, yque cambian el humor, el raciocinio, laemoción, la personalidad, la mentalidadde su poseedor, según que funcionenbien o mal, ésas sí que las he visto,Braile. Pero jamás un alma. Loscirujanos han explorado a fondo el resto

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del organismo. Tampoco ellos hanencontrado un templo secreto en suinterior. Muéstreme un alma, Braile, yentonces creeré en Madame Mandilip.

Me estudió en silencio durante uninstante y Después asintió.

—Ahora comprendo. También eso leha afectado a usted, ¿no? También ustedse está debatiendo un poco contra elespejo, ¿o no? Bueno, yo he tenido queluchar para dejar a un lado lo que meenseñaron que era la realidad y admitirque puede haber, que puede existir algomás, que es igual de real. Esta cuestión,Lowell, se halla fuera de la medicina yde la ciencia que conocemos. A menosque lo admitamos no iremos a ningún

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sitio. Pero aún hay dos puntos que megustaría resaltar. Peters y la Darnleymueren de la misma forma. Ricoridescubre que ambos han tenido que vercon una tal Madame Mandilip o esopodemos suponer. Va a visitarla yescapa por los pelos de la muerte.Harriet va a visitarla y muere del mismomodo que Darnley y Peters. ¿No eslógico suponer que todo apunta aMadame Mandilip como posible fuentedel mal que cayó sobre los cuatro?

—Ciertamente —contesté.—Entonces proseguiré, diciendo que

ha tenido que haber una causa real parael miedo y los presentimientos deHarriet. Que podría existir una causa

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diferente a la de su emotividad y excesode imaginación incluso si Harriet nofuera consciente de esas circunstancias.

Demasiado tarde comprendía yo eldilema en el que me había sumido eladmitir su supuesto, pero sólo pudecontestarle con un sí.

—El segundo punto es lo poco quele apetecía volver a la casa de laconstructora de muñecas después delincidente de la tetera. ¿No le parececurioso?

—No. Si ella era emocionalmenteinestable, el shock habría funcionadoautomáticamente como una inhibición,una barrera subconsciente. A menos quesean masoquistas, a ese tipo de gente no

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le gusta volver a la escena de unaexperiencia tan desagradable.

—¿Notó su observación respecto aque después de la escaldadura la mujerno la acompañó hasta la puerta delalmacén, y que era la primera vez que nolo hacía?

—No especialmente. ¿Por qué?—Porque si la aplicación del

emplasto constituía el acto final, ydespués la muerte era inevitable, podríaser altamente embarazoso para MadameMandilip tener a su víctima yendo yviniendo por el almacén mientras elveneno la iba matando. El desenlacebien hubiera podido suceder allí mismoy dar pie a preguntas peligrosas. Lo más

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astuto, por tanto, era dar a entender a lavíctima, que nada sospechaba de todoeso, que ya había perdido todo interésen ella; de hecho, hacer que sintiera unaespecie de repulsión hacia ella o,incluso, que quizá la olvidara. Esto pudoser fácilmente realizado mediante unasugestión poshipnótica. Y MadameMandilip tuvo muchas oportunidades dehacerlo. ¿No podría todo esto explicarla repugnancia de Harriet, además de,lógicamente, su imaginación yemotividad?

—Sí —admití.—Y de esa forma —dijo—

habríamos explicado por qué la mujerno acompañó aquel día a Harriet hasta

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la puerta. Su plan había tenido éxito.Todo había terminado. Y ella habíainculcado sus sugestiones. Ya no eranecesario ningún otro contacto conHarriet. La dejó que se fuera, sinacompañarla. ¡Significante simbolismodel final! —y se quedó pensativo—. Nonecesitaba volver a ver a Harriet —añadió, como en su susurro— ¡hasta queno hubiese muerto!

—¿A qué se refiere? —pregunté,sobresaltado.

Se dirigió hacia la mancha que elfuego había dejado sobre el piso yrecogió los cristales deformados por elcalor. Su tamaño era, aproximadamente,el doble que el de las aceitunas y, al

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parecer, habían sido hechos con algúntipo de compuesto. Se fue a la mesa ymiró la grotesca figura de esqueléticascostillas.

—Supongamos que el calor lo hayafundido —comentó, e intentó levantarcon una mano el esqueleto. Éste seresistió y Braile sufrió una levesacudida. Se produjo un tañido agudo, yél lo soltó con un juramento apagado. Lacosa cayó al piso. Se retorció mientrasel único hilo de acero de que estabaformada comenzaba a desenrollarse.

Al desenrollarse, se deslizó sobre elpiso como una serpiente, hasta que sedetuvo, sin dejar de estremecerse.

Nuestras miradas lo abandonaron

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para volver a la mesa.La substancia que nos pareciera un

cuerpo decapitado, aplastado yextendido había desaparecido. En sulugar encontramos una película de finopolvo gris que giró en volutas y searremolinó durante un momento bajoalguna imperceptible corriente para,después, desaparecer.

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CAPÍTULO 10

La cofia de enfermera y la«escala de la bruja»

lla sabe cómo hacer desaparecer lasevidencias! —exclamó Braile, riendopero en su risa no había alegría.

Yo no dije nada. Era el mismopensamiento que había tenido, aunquereferido a McCann, cuando habíadesaparecido la cabeza de la muñeca.Pero en aquella ocasión McCann no

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podía ser sospechoso. Eludiendocualquier discusión posterior respecto ala cuestión, fui al Anexo, a ver a Ricori.

Había dos nuevos guardianesvigilando su puerta. Se levantaroneducadamente y se dirigieron a nosotroscon amabilidad. Entramos sin hacerruido. Ricori había pasado de losefectos de la droga a un sueño natural.Respiraba con facilidad, tranquilamentesumido en un sueño reparador.

Su habitación era tranquila, situadaen la fachada de atrás, y daba a unpequeño jardín interior. Mis dos casasson de estilo antiguo y remiten a unaNueva York mucho más tranquila; unasparras salvajes de Virginia rampan por

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ellas a lo largo de sus fachadas norte ysur. Advertí a la enfermera quemantuviera la tranquilidad máscompleta, regulando la luz para queapenas arrojase una tenue iluminaciónsobre Ricori. Al salir, previne de unmodo parecido a los hombres quemontaban guardia, diciéndoles que larápida recuperación de su jefe dependíade su silencio.

Ya eran más de las seis. Le pedí aBraile que se quedara a cenar, y despuésque fuera a visitar en mi lugar a mispacientes del hospital y que metelefoneara si alguno de ellos habíaempeorado. Quería quedarme en casa yesperar hasta que Ricori despertase, si

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es que despertaba.Casi habíamos acabado de cenar

cuando sonó el teléfono. Braile lo cogió.—McCann —dijo. Y me puse al

aparato.—Hola, McCann. Soy el doctor

Lowell.—¿Cómo anda el jefe?—Mejor. Estoy esperando que

despierte en cualquier momento y puedahablar —contesté, muy atento paracaptar cualquier reacción suya a estasnoticias.

—¡Eso es formidable, Doc! —enaquellas palabras sólo pude detectar unaprofunda satisfacción—. Oiga, Doc,hablé con Mollie y tengo algunas

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novedades. Me fui derecho a verladespués de dejarle a usted. Encontré aGilmore —es su marido— en casa, loque fue un golpe de suerte. Le dije quehabía ido a preguntarle a ella si leapetecería dar una vuelta en coche.Como la idea le encantó, dejamos a Gilen casa con la cría.

—¿Todavía no sabe lo de la muertede Peters? —le interrumpí.

—No. Y yo no se lo he dicho. Ahoraatienda. Ya le conté que Horty. ¿Qué? Laseñorita Darnley, la amiga de JimMartin[24]. Sí. ¿Me deja que se locuente? Ya le conté cómo Horty estabachiflada por la cría de Mollie. A finalesdel mes pasado, Horty se presentó con

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una muñeca estupenda para la chavala.También se queja de una herida en lamano que dice que se ha hecho en elmismo lugar donde consiguió la muñeca.Se la hizo al cogerle a la mujer lamuñeca, eso le dice a Mollie. ¿Qué? No,ella le dio la muñeca, no le hizo laherida. ¿Qué dice, Doc? ¿Que no habloclaro? Sí, ella se la dio y entonces sehirió al coger la muñeca. Eso es lo queyo he dicho. La mujer la cura. Y le da lamuñeca gratis. Horty le cuenta a Mollieque porque ella le parecía bonita yporque quería que posara para ella. Sí,posar para ella, hacer una estatua de ellao no sé qué. Y eso le había encantado aHorty, porque eso la halagaba y porque

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pensaba que la mujer de las muñecas esformidable. ¡Sí, formidable, bárbara! Sí.

»Más o menos una semana después,Tom, o sea, Peters, llega cuando Hortyestá allí y ve la muñeca. Torn está unapizca celoso de la cría y le pregunta dedónde la ha sacado. Ella le dice que deuna tal Madame Mandilip y le indicadonde vive. Tom le dice que la muñecaes chica y que necesita compañía, asíque va a salir a traerle una muñeca quesea chico. Una semana después, esteTom vuelve con una muñeca-chico, muyparecida a la de Horty. Mollie lepregunta si le ha costado tanto como aHorty. Ellas no le habían contado nadade que Horty no había tenido que pagar

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nada por ella, ni de lo de posar. Molliedice que Torn parece embarazado, perotodo lo que cuenta es que no se haarruinado. Ella se dispone a gastarle unabroma al preguntarle si la mujer de lasmuñecas no pensó que él era tan guapoque le hubiera gustado que posara paraella, pero la cría grita de alegría al verla muñeca y se le olvida. Tom no se dejaver otra vez hasta primeros de mes.Lleva una venda en la mano, y Mollie,bromeando, le pregunta si se la hizo alcoger la muñeca. Él parece sorprendidoy dice: “Sí, ¿pero cómo demonios losabías?”. “Sí, sí”, eso es lo que elladice cuando él se lo cuenta. ¿Que qué lecuenta? ¿Que si la Mandilip le puso la

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venda? ¿Cómo diablos? No lo sé.Supongo que sí. Mollie no me lo dijo yyo no se lo pregunté. Escuche, Doc, yale dije que Mollie no era idiota. Lo quele estoy contando tardé dos horas ensacárselo. Hablando de esto, hablandode aquello, volviendo como quien noquiere la cosa, para intentar sacarletodo. No me atrevía a hacerledemasiadas preguntas. ¿Qué? Oh, deacuerdo, Doc. No le ofendo. Sí, creoque me resultó divertido. Pero, como ledecía, no me atreví a ir demasiado lejos.Mollie es demasiado lista.

»Bueno, cuando Ricori fue a verlaayer, empleó la misma táctica que yo,supongo. En cualquier caso, elogia las

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muñecas y le pregunta dónde lascompró, si le costaron mucho y cosaspor el estilo. Recuerde que yo le dijeque había estado dentro del coche, y nocon él, mientras él estaba con ella.Después de aquello volvió a su casa,telefoneó y salió disparado hacia la casade la bruja de la Mandilip. Sí, eso estodo. ¿Tiene algún sentido? Entonces,mejor.

Quedó en silencio durante unosmomentos, pero yo no oí el click delreceptor, así que pregunté:

—¿Sigue ahí, McCann?—Sí. Es que estaba pensando —su

voz tenía una nota de melancolía—. Megustaría estar con usted cuando se

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despierte el jefe. Pero creo que serámejor que vaya a ver qué tal se lastienen los chicos con esas dos tipas, laMandilip y la otra. Quizá le llame si noes demasiado tarde. Hasta luego.

Volví lentamente junto a Braile,intentando poner en orden mispensamientos diversos. Le repetíexactamente el final de la conversaciónmantenida con McCann. Él no meinterrumpió. Cuando hube acabado, dijotranquilamente:

—Hortense Darnley va a ver a la talMandilip, ella le entrega una muñeca, lepide que pose, se hiere, es curada allí. Ymuere. Peters va a ver a la Mandilip,coge una muñeca, se hiere y,

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presumiblemente, allí es curado. Ymuere como Hortense. Usted ve unamuñeca para la que, al parecer, haposado. Harriet sigue el mismoesquema. Y muere como Hortense yPeters. ¿Y ahora qué?

De repente, me sentí muy viejo ycansado. No era, precisamente,estimulante, ver desmoronarse lo quedurante tanto tiempo uno ha creído queestaba bien organizado, el mundo delaceptado juego de causa y efecto. Y dijecansado:

—No lo sé.Se levantó y me dio una palmada en

el hombro.—Duerma un poco. La enfermera le

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llamará si Ricori se despierta. Prontollegaremos al fondo de este asunto.

—Aunque sea cayéndonos en él —dije, y sonreí.

—Aunque tengamos que tirarnos enél —repitió, pero sin sonreír.

Después de que Braile se fuera, mequedé sentado largo tiempo,reflexionando. Luego, decidido aexpulsar mis preocupaciones, intentéleer. Estaba demasiado inquieto y prontolo dejé. Al igual que la habitación dondeRicori descansaba, mi estudio estaba enla fachada trasera y daba al jardincillointerior. Me acerqué a la ventana y miréfuera, sin ver nada. Aquella sensaciónde encontrarme ante una puerta cerrada

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que debía abrir, pues era muyimportante, era más vivida que nunca.Regresé al estudio y me sorprendiócomprobar que eran cerca de las diez.Ajusté la iluminación para que fuesetenue y me eché sobre el confortablesofá. Me dormí casi inmediatamente.

Me desperté de aquel sueño con unsobresalto, como si alguien me hubieradicho algo al oído. Me incorporé,escuchando. Me rodeaba un completosilencio. De repente me di cuenta de queera un silencio extraño,desacostumbrado y opresivo. Un densosilencio de muerte que llenaba el estudioy a través del cual ningún sonido defuera podía penetrar. Me puse en pie, de

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un salto, y encendí todas las luces. Elsilencio se retiró, pareció salir de lahabitación como si fuera algo tangible.Pero lentamente. En aquel momentopodía escuchar el tictac de mi reloj depared, estruendoso, como si acabaran dequitarle la cubierta que lo insonorizaba.Agité impaciente la cabeza y miré por laventana. Me incliné para respirar el fríoaire de la noche. Me incliné aún más, demodo que pude ver la ventana de lahabitación de Ricori y apoyé una manoen el tronco del emparrado. Pero sentíun temblor que lo recorría, como sialguien lo sacudiera suavemente o comosi algún pequeño animal subiera por él.

La ventana de la habitación de

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Ricori estalló en un cuadrado de luz. Ami espalda oí el timbre de la alarma delAnexo, lo que significaba que tenía quedarme prisa. Salí corriendo del estudioy subí las escaleras.

Mientras corría por el pasillo vi quelos hombres de guardia no estabandelante de la puerta. La puerta estabaabierta. Me detuve de golpe ante suumbral, incrédulo.

Uno de los hombres estaba agachadoal lado de la ventana, automática enmano. El otro yacía de rodillas en elpiso, cerca de un cuerpo, y me apuntabacon su pistola. La enfermera estabasentada en su mesa, con la cabeza sobreel pecho inconsciente o dormida. El

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lecho estaba vacío. ¡El cuerpo en el pisoera el de Ricori!

El hombre bajó la pistola. Meincliné sobre Ricori. Yacía boca abajo,a sólo unos pocos pasos de la cama. Ledi la vuelta. Su rostro tenía la palidez dela muerte, pero su corazón latía.

—Ayúdeme a llevarle a la cama —dije al guardaespaldas—. Despuéscierre esa puerta.

Así lo hizo, en silencio. El hombrede la ventana preguntó, desde una de lascomisuras de su boca, sin bajar laguardia:

—¿Ha muerto el jefe?—Aún no —contesté, y después

lancé unos juramentos, algo que no suelo

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hacer de ordinario—: ¿Pero qué diablode vigilantes son ustedes?

El hombre que había cerrado lapuerta hizo una mueca desprovista dealegría.

—Eso es más fácil de preguntar quede decir, Doc.

Eché un vistazo a la enfermera. Aúnseguía desmadejada, en la actitud propiade los cuerpos inconscientes oprofundamente dormidos. Despojé aRicori de su pijama y examiné sucuerpo. Pedí adrenalina, le administréuna inyección y me volví hacia laenfermera, a la que zarandeé. No sedespertó. Levanté sus párpados. Teníalas pupilas contraídas. Desplacé una luz

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cerca de ellas, sin respuesta. Su pulso yrespiración eran lentos, pero no hasta elpunto de suponer un peligro. La dejé porel momento y me volví hacia losguardianes.

—¿Qué sucedió?Se miraron el uno al otro,

incómodos. El de la ventana movió lamano, como pidiéndole al otro quehablara. Éste último dijo:

—Estábamos sentados fuera. Derepente, toda la casa quedó en silencio.Le dije a Jack: «Suena como si lehubieran puesto un silenciador a todo elmundo». Y él dijo: «Sí». Nos quedamosescuchando. Entonces oímos dentro unruido sordo. Como de alguien cayéndose

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de la cama. Tiramos la puerta abajo. Yahí estaba el jefe, en el piso, como ustedlo encontró. La enfermera estabadormida, como acaba de verla.Buscamos el timbre y lo pulsamos.Entonces esperamos hasta que llegaraalguien. Eso es todo, ¿no, Jack?

—Sí —contestó el guardián de laventana, poco convencido—. Sí, diríaque eso fue todo.

Le miré con sospecha.—¿Usted diría que eso es todo? ¿A

qué se refiere con lo de «diría»?De nuevo volvieron a mirarse entre

sí.—Es mejor decirlo claramente, Bill

—dijo el que vigilaba la ventana.

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—¡Diablos, no se lo creerá! —dijoel otro.

—Ni él, ni nadie. De cualquiermodo, cuéntaselo.

—Cuando echamos la puerta abajo—dijo el que respondía al nombre deBill— vimos algo parecido a una parejade gatos que se peleaban cerca de laventana. El jefe estaba tendido en elsuelo. Nosotros llevábamos pistolas,pero teníamos miedo de disparar por loque usted nos había dicho. Entoncesoímos un ruido extraño que venía defuera, como alguien tocando una flauta.Las dos cosas se separaron, saltaronsobre el alféizar de la ventana y sefueron. Y nosotros no vimos nada más.

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—Cuando vieron esas cosas encimade la ventana, ¿a qué hubieran dicho quese parecían?

—Díselo tú, Jack.—¡A muñecas!Un escalofrío me recorrió la

espalda. Era la respuesta que habíaesperado y temido. ¡Habían saltado porla ventana! ¡Recordé el temblor de laparra cuando la toqué! Elguardaespaldas que había cerrado lapuerta me miró y vi que se habíaquedado boquiabierto.

—¡Jesús, Jack! —dijo, medioahogado—. ¡Se lo ha creído!

Tuve que hacer fuerza parapreguntar:

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—¿Qué tipo de muñecas?El guardián de la ventana contestó,

ya más confiado:—Una no la pudimos ver bien. ¡La

otra era como una de sus enfermeras a laque hubieran encogido hasta medir dospies!

Una de mis enfermeras. Walters.Sentí una ola de debilidad y me senté enuno de los lados de la cama de Ricori.

Algo blanco sobre el piso, cerca dela cabecera de la cama, me llamó laatención. Me quedé mirándolo como unidiota; luego me agaché y lo recogí.

Era una cofia de enfermera, unareproducción diminuta de la que llevanmis enfermeras. Lo suficientemente

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grande para cubrir la cabeza de unamuñeca de dos pies.

Había algo más en el lugar dondehabía estado. Lo recogí.

Era una cuerda anudada de cabellos,de cabellos rubio ceniza con nueveextraños nudos espaciados a intervalosregulares en ella.

El guardaespaldas llamado Bill sequedó mirándome ansiosamente. Ypreguntó:

—¿Quiere que llame a más de losnuestros, Doc?

—Intente dar con McCann —le pedí;después dije al otro hombre—: Cierrelas ventanas, asegúrelas y eche lascortinas. Después cierre la puerta.

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Bill comenzó a telefonear. Guardé enuno de mis bolsillos la cofia y la cuerdade nudos y fui hacia la enfermera. Sehabía recuperado rápidamente, y en unoo dos minutos estuvo completamentedesierta. Al principio, sus ojos memiraron con asombro: al observar lahabitación iluminada y los dos hombres,el asombro se mudó en alarma. Se pusoen pie de un salto.

—¡No le he visto entrar! He debidoquedarme dormida. ¿Qué ha ocurrido?—se llevó una mano a la garganta.

—Esperaba que usted pudieradecírnoslo —dije, con mucha calma.

Me miró sin comprender nada. Ydijo, muy confusa:

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—No lo sé; todo se quedóterriblemente silencioso. Me pareció veralgo moviéndose en la ventana, despuéshubo una extraña fragancia y entonces vique usted se inclinaba sobre mí.

—¿Puede recordar algo de lo quevio en la ventana? —pregunté—. ¿Elmás mínimo detalle, cualquierimpresión? Por favor, inténtelo.

Ella contestó, insegura:—Había algo de color blanco, pensé

que alguien, algo, me vigilaba; entoncesllegó aquel aroma, como de flores. Esoes todo.

—Todo va bien, Doc. Estánbuscando a McCann. ¿Y ahora? —dijoBill, que acababa de colgar el teléfono.

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—Señorita Butler —me volví haciala enfermera—, voy a relevarla por estanoche. Váyase a la cama. E intentedormir. Le recetaré algo —y le prescribíun fármaco.

—¿No estará enfadado? ¿No pensaráque me he descuidado?

—Ninguna de las dos cosas —sonreíy le di una palmada en el hombro—. Elcaso ha tomado un giro insospechado,eso es todo. Nada de preguntas —laacompañé hasta la puerta, que abrí—.Haga exactamente lo que le he dicho.

Cerré la puerta y le eché la llavedespués de que ella saliera.

Me senté al lado de Ricori. El shockque había sufrido —cualquiera que

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hubiera sido— podía curarle, perotambién matarle, me dije, un tantosiniestramente. Mientras le vigilaba, untemblor sacudió su cuerpo. Lentamente,uno de sus brazos se levantó, con elpuño cerrado. Sus labios se movieron.Habló, en italiano y tan deprisa que nopude captar ninguna palabra. Su brazocayó. Me aparté de la cama. La parálisisse había ido. Podía moverse y hablar.Pero ¿podría hacerlo cuando hubieserecobrado completamente laconsciencia? Pospuse la contestación aesa pregunta para las horas siguientes,ya que no podía hacer otra cosa.

—Ahora escúchenme atentamente —dije a los dos guardaespaldas—. No

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importa lo extraño que les parezca loque ahora voy a decirles, debenobedecerme hasta en el menor detalle, lavida de Ricori depende de que así lohagan. Quiero que uno de ustedes sesiente a mi lado, aquí en la mesa. Quieroque el otro se siente al lado de Ricori,en la cabecera de la cama y entre él yyo. Si me he quedado dormido y él sedespierta, despiértenme. Si vencualquier cambio en su estado,despiértenme de inmediato. ¿Está claro?

—Okay[25] —contestaron al unísono.—Muy bien. Pues ahora viene lo

más importante de todo. A mí debenvigilarme mucho más de cerca. El que seencuentre más cerca de mí de ustedes

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dos no tendrá que quitarme los ojos deencima. Si tengo que acercarme hasta sujefe, sólo será para hacer una de estastres cosas: comprobar su pulso yrespiración, levantarle los párpados otomarle la temperatura. Quiero decir,por supuesto, si sigue como hasta ahora.Si les parece que me despierto y medispongo a hacer cualquier otra cosa queno sean las tres que acabo de contarles,deténganme. Si me resisto, déjenmeindefenso, átenme y amordácenme, no,no me amordacen, escúchenme yrecuerden lo que les he dicho. Despuéstelefoneen al doctor Braile, éste es suteléfono —lo escribí y se lo pasé—. Nome hagan mucho daño si pueden evitarlo

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—y sonreí.Ellos se miraron el uno al otro,

visiblemente desconcertados.—Si eso es lo que usted quiere,

Doc… —comenzó a decir el que sellamaba Bill, no muy convencido.

—Eso es, precisamente, lo quequiero. No tengan miedo. Si algo salemal no se lo tendré en cuenta.

—El doctor sabe lo que se hace, Bill—dijo el guardaespaldas Jack.

—Entonces okay —dijo Bill.Apagué todas las luces excepto la de

la encima de la mesa de la enfermera.Me acomodé en su sillón y ajusté la luzpara que mi rostro fuera perfectamentevisible. Aquella pequeña cofia que

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había recogido del suelo me habíaafectado tremendamente. La saqué y ladejé en un cajón. El guardaespaldas Jackse situó al lado de Ricori. Bill acercóuna silla y se sentó enfrente de mí.Hundí mi mano en un bolsillo y agarré lacuerda de nudos, cerré los ojos, vaciémi mente de todo pensamiento, y merelajé. Al abandonar, al menostemporalmente, mi concepción de ununiverso cuerdo había decidido ofreceral de Madame Mandilip todas lasposibilidades para operar.

Vagamente oí dar la una en algúnreloj y me quedé dormido.

En algún lugar rugía un viento

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tremendo. Daba vueltas y más vueltas yse abatía sobre mí. Me arrastraba. Supeque no tenía cuerpo, y que, además, notenía forma. Pero era. Una concienciainforme que se arremolinaba bajo aquelviento enorme. Me llevaba hasta unadistancia infinita. Incorpóreo eintangible como yo mismo me sentía, ysin embargo vertiendo en mí unavitalidad que no era terrenal. Rugía conel viento, con inhumano júbilo. Elenorme viento me rodeó y me trajo devuelta desde el inconmensurableespacio.

Me pareció que me despertaba, conel impulso de aquel extraño júbilosiempre en mí ¡Ah! Ahí estaba lo que

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debía destruir, ahí, en la cama, debíamatarlo para que esa pulsión de júbilono cesara, debía matarlo para que aqueltremendo viento me zarandease una yotra vez y me alimentase con su vida.Pero, atención, atención, ahí, ahí en lagarganta, justo debajo de la oreja, ahí esdonde debo clavarlo, y después me irécon el viento Allí donde late su pulso.¿Qué me lo impide? Cuidado, cuidado.Vory a tomarle la temperatura, eso es.Cuidado. Voy a tomarle la temperatura.Ahora un gesto rápido, y en la garganta,donde late su pulso. ¡No, no haga eso!¿Quién ha dicho eso? No me dejan:rabia, devoradora e implacable, negruray el sonido de un viento espantoso,

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rugiendo más y más.

Oí una voz:—Sacúdele otra vez, Bill, pero no

tan fuerte. Está volviendo en sí.Sentí el escozor de una bofetada

sobre mi rostro. Las brumas quedanzaban se apartaron de mis ojos.Estaba a mitad de camino entre la mesade la enfermera y la cama de Ricori.Jack, el guardaespaldas, mantenía misbrazos pegados al cuerpo. La mano deBill, su compañero, seguía levantada.Yo apretaba algo con fuerza en una demis manos. Miré hacia abajo. ¡Era unsólido escalpelo, tan cortante como unanavaja!

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Solté el escalpelo, y dije,tranquilamente:

—Ahora todo va bien, ya puedensoltarme.

Bill, el guardaespaldas, no dijonada. Su camarada no aflojó su presa.Volví mi cuello y vi que los rostros deambos estaban tan blancos como elpapel. Dije:

—Eso era lo que esperaba. Por esoles di las instrucciones. Puedendispararme con sus pistolas si no mecreen.

El que me tenía cogido soltó misbrazos. Me toqué la mejilla con gestohosco, y dije en voz baja:

—Tenía que haberme pegado más

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fuerte, Bill.—Si hubiera podido verse la cara,

Doc, no se preguntaría por qué no se lahe partido.

Asentí, claramente consciente en esemomento de la cualidad demoníaca demi rabia; y pregunté:

—¿Qué hice?—Se despertó y estuvo mirando

fijamente al jefe durante un minuto —contestó Bill—. Después cogió algo deese cajón y se levantó. Dijo que iba atomarle la temperatura. Estaba a mediocamino de su cama antes de que yo vieralo que llevaba. Entonces grité: «¡No, nohaga eso!». Y Jack le cogió. Luego ustedse volvió loco. Y yo tuve que zumbarle.

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Eso es todo.Asentí de nuevo. Saqué de mi

bolsillo la cuerda de nudos hecha depálidos cabellos de mujer, la dejéencima de una placa y le acerqué unacerilla. Comenzó a arder, retorciéndosecomo una diminuta serpiente, mientraslos complicados nudos se deshacían amedida que la llama los tocaba. Dejécaer la última pulgada de cabellos en laplaca y no dejé de mirar hasta que seconvirtieron en cenizas.

—Creo que esta noche no tendremosmás contratiempos —dije—. Pero sigancon su guardia como hasta ahora.

Me dejé caer en el sillón y cerré losojos.

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Bueno, Braile no me había enseñadoun alma, pero yo creía en MadameMandilip.

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CAPÍTULO 11

La muñeca que mata

l resto de la noche dormíprofundamente y sin soñar. Me despertéa mi hora acostumbrada, las siete. Losguardaespaldas estaban alerta. Lespregunté si habían tenido alguna noticiade McCann y contestaron que no.Aquello me extrañó un poco, pero ellosno parecieron darle importancia. Comosu relevo no tardaría en llegar, les

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previne de que no hablaran con nadieque no fuese McCann de lo sucedidodurante la noche, recordándoles que eramuy probable que nadie los creyera.Ellos me aseguraron formalmente queguardarían silencio. Yo les dije quequería que sus compañeros que estabanpor llegar permanecieran dentro de lahabitación todo el tiempo que fueranecesario.

Al reconocer a Ricori, constaté quedormía profundamente y de modonatural. Su estado era muy satisfactorioen todos los aspectos. Deduje que, comosuele pasar en ocasiones, el segundoshock había anulado los efectosresiduales del primero. Cuando

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despertara, sería capaz de hablar y demoverse. Comuniqué tan esperanzadorasnoticias a los guardaespaldas. Constatéque ardían en deseos de hacer preguntas,pero no les animé a que me las hicieran.

A las ocho, la enfermera de díaasignada a Ricori apareció,visiblemente sorprendida de encontrarsecon que Butler se había ido a dormir yyo ocupaba su sitio. Sin darle ningunaexplicación, le dije, simplemente, que, apartir de aquel mismo momento, losguardaespaldas se iban a situar dentrode la habitación, en lugar de fuera.

A las ocho y media, llegó Brailepara desayunar conmigo e informarme.Le dejé terminar antes de contarle lo

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sucedido. No dije nada, sin embargo, dela pequeña cofia de enfermera ni de mipropia experiencia.

Decidí comportarme con tantareticencia por varios motivos bienpensados. Primero: Braile aceptaríacompletamente la espantosa implicacióna que conducía la presencia de la cofia.Sospechaba profundamente que habíaestado enamorado de Walters, por lo queno podría impedirle que fuera a ver a laconstructora de muñecas. Aunque deordinario era poco sentimental, en estamateria resultaría demasiadosugestionable. Sería peligroso para él, ysus observaciones no tendrían valorpara mí. Segundo: si conocía la

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experiencia por la que yo acababa depasar, se negaría, sin duda, a no tenermevigilado. Tercero: cualquiera de estasconsideraciones arruinaría mi intenciónde entrevistarme, completamente asolas, con Madame Mandilip,exceptuando a McCann que se habríaquedado vigilando fuera de la tienda.

No podía prever lo que resultaría deaquel encuentro. Pero, obviamente, erala única forma de conservar mi propiaestimación. Admitir que lo ocurrido sedebía a la brujería, a la hechicería, a losobrenatural, era rendirse a lasuperstición. Nada podía sersobrenatural. Cualquier cosa que existadebe obedecer a las leyes naturales. Los

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cuerpos materiales deben obedecer a lasleyes materiales. Podemos desconoceresas leyes, pero, sin embargo, existen.Si Madame Mandilip poseía el saber dealguna ciencia desconocida, meincumbía, como representante de laciencia conocida, descubrir de ella todolo que pudiese. Sobre todo porque yohabía respondido a ella. Al adivinar sutécnica —si es que había sido eso, y nouna ilusión autoinducida— me daba unaplacentera sensación de confianza. Teníaque encontrarla a cualquier precio.

Como sucedía que aquél era uno demis días de consulta, no podría irmeantes de las dos. Le pedí a Braile quemás tarde, durante unas horas, se hiciera

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cargo de mis asuntos.Cerca de las diez, la enfermera

telefoneó para decirme que Ricori sehabía despertado, que podía hablar yque preguntaba por mí.

Me sonrió al entrar en la habitación.Cuando me incliné sobre él para tomarleel pulso, dijo:

—¡Creo que ha salvado algo másque mi vida, doctor Lowell! Ricori le dalas gracias. ¡Y jamás lo olvidará!

Un ápice florido, pero cuadraba consu forma de ser. Eso me demostraba quesu mente estaba funcionandonormalmente. Me sentí más tranquilo.

—Vamos a dejarle a punto en unsantiamén —le di un golpecito en la

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mano.—¿Ha habido más muertes? —

murmuró.Me había estado preguntando si no

recordaría algo de lo sucedido durantela noche.

—No —contesté—. Pero usted haperdido mucha vitalidad desde queMcCann le trajo aquí. No quiero que hoyhable demasiado —y añadí, como porcasualidad—: No, no ha sucedido nada.Oh, sí, esta madrugada se cayó de lacama. ¿No lo recuerda?

Miró a los guardianes y después amí, y dijo:

—Me siento débil. Muy débil. Tieneusted que conseguir que me recupere

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rápidamente.—Haremos que pueda levantarse

dentro de dos días, Ricori.—Tengo que levantarme e irme antes

de dos días. Hay algo que debo hacer.No puedo esperar.

No quise soliviantarle. Abandonélas intenciones que tenía de preguntarlelo sucedido en el coche. Y dije,incisivo:

—Eso dependerá enteramente deusted. No debe excitarse. Tiene quehacer lo que yo le diga. Ahora le voy adejar, para prescribirle lo que tiene quetomar. También advertiré a sus hombresque permanezcan dentro de lahabitación.

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—Y aún sigue diciendo que no hasucedido nada —dijo.

—Lo que quiero es que no sucedanada —me incliné sobre él y dije en vozbaja—: McCann ha aportado guardiaspara vigilar a la Mandilip. No podráescaparse.

—¡Pero sus servidores son máseficientes que los míos, doctor Lowell!

Le miré con mucha agudeza. Susojos eran inescrutables. Regresé a midespacho, sumido en mis pensamientos.¿Qué sabía él?

A las once, McCann me llamó porteléfono. Estaba tan contento de oírleque no pude reprimir mi malhumor.

—¿Dónde diablos se había metido?

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—comencé a decir.—Escuche, Doc. Estoy en casa de

Mollie, la hermana de Peters —se quedócallado durante un instante—. Vengaaquí inmediatamente.

Aquella petición tan apremianteaumentó mi irritación.

—Ahora no —contesté—. Son horasde consulta. No estaré libre hasta lasdos.

—¿No puede dejarlo? Ha sucedidoalgo. ¡No sé qué hacer! —habíadesesperación en su voz.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.—No se lo puedo decir después de

—su voz se tranquilizó y se hizo másdulce. Oí que decía—: Tranquilízate,

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Mollie. ¡Eso no te hará bien! —ydespués, dirigiéndose a mí—: Bueno,venga tan pronto como pueda, Doc. Leesperaré. Apunte la dirección —ydespués de habérmela dado, oí quevolvía a hablar a alguien—: ¡Calma,Mollie! No voy a dejarte sola —ycolgó, sin más.

Yo volví a mi sillón, preocupado.No me había preguntado por Ricori.Algo que en sí era inquietante. ¿Mollie?¡Claro, la hermana de Peters! ¿Acaso sehabía enterado de la muerte de suhermano y había sufrido un colapso?Recordé que McCann había dicho queno tardaría en ser otra vez madre. No,presentí que el pánico de McCann era

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debido a algo más que eso. Fuisintiéndome cada vez más a disgusto.Repasé mis citas. No eran importantes.Habiendo tomado una súbitadeterminación, dije a mi secretaria quetelefoneara y que las retrasara. Ordenéque me trajeran el coche y partí hacia ladirección que McCann me había dado.

Él mismo salió a abrir la puerta delapartamento. Tenía el rostrodescompuesto y la mirada perdida. Mehizo pasar sin una palabra y me condujoa través del pasillo. Pasé delante de unapuerta abierta y vislumbré una mujer conuna niña que sollozaba en sus brazos.Me llevó hasta un dormitorio y señalóhacia la cama.

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En ella yacía un hombre, la colchasubida hasta la barbilla. Fui hasta él, meincliné y le toqué. Estaba muerto.Llevaba varias horas muerto. McCanndijo:

—El marido de Mollie.Reconózcalo como hizo con el jefe.

Tuve la sensación, curiosamentedesagradable, de encontrarme dandovueltas en un torno de alfarero manejadopor alguna mano inexorable: de Peters aWalters, de Walters a Ricori, de Ricorial cadáver que se hallaba delante de mí,¿se detendría ahí el torno?

Desnudé al muerto. Extraje de mimaletín una lente de aumento y unassondas. Recorrí el cuerpo pulgada a

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pulgada, comenzando por la región delcorazón. Nada por aquí, nada por allí,volví boca abajo el cadáver.

De repente, en la base del cráneo viuna minúscula perforación.

Cogí una sonda fina y la introduje enella. La sonda —y de nuevo tuve aquellasensación cíe una repetición infinita—se deslizó en la perforación. Lamanipulé con suavidad.

Algo parecido a una aguja larga yfina había sido introducido en aquellaregión vital donde la espina dorsal seune con el cerebro. Por accidente, oquizá porque la aguja había sidomanipulada salvajemente para cortar losnervios, se había producido una

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parálisis respiratoria y, casiinstantáneamente, la muerte.

Extraje la sonda y me volví haciaMcCann.

—Este hombre ha sido asesinado —dije—. Muerto por el mismo tipo dearma con la que Ricori fue atacado. Peroen esta ocasión han hecho mejor eltrabajo. Jamás podrá volver a la vidacomo Ricori.

—¿Sí? —dijo lentamente McCann—. Paul y yo éramos los únicos queestábamos con Ricori cuando sucedió.¡Y los únicos que estaban con estehombre, Doc, eran su mujer y su hija!¿Qué va a hacer ahora con todo esteasunto? ¿Decirles a esas dos que ellas lo

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han hecho como pensaba que nosotroshicimos con el jefe?

—¿Qué sabe de todo esto, McCann?—pregunté—. ¿Y cómo llegó aquí tanoportunamente?

—Yo no estaba presente cuandomurió —contestó, con voz paciente—, sise refiere a eso. Si quiere saber la hora,fue a las dos. Mollie me llamó porteléfono hace una hora y vinerápidamente.

—Ella ha tenido mejor suerte que yo—dije, molesto—. La gente de Ricorilleva intentando hablar con usted desdela una de anoche.

—Lo sé. Pero sólo lo he sabidojusto antes de que Mollie me llamara.

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Me dirigía a verle a usted. Y si quieresaber qué estuve haciendo toda la nochese lo diré. Estaba resolviendo losasuntos del jefe, y los suyos. Pues una delas cosas que estaba intentandoaveriguar era dónde escondía su cupéesa infernal gatita de sobrina de laMandilip. Lo encontré demasiado tarde.

—Pero los hombres que se suponíaque estaban vigilando…

—Escuche, Doc, ¿no querría hablarahora con Mollie? —dijo,interrumpiéndome—. Tengo miedo porella. Si ha resistido hasta ahora ha sidopor lo que le he contado de usted y quevenía.

—Tráigamela —dije, casi no

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dejándole hablar—.Volvimos a la habitación donde antes

había visto a la mujer y a la niña quesollozaba. La mujer no tenía más deveintisiete o veintiocho años, o eso mepareció, y en circunstancias normaleshubiera sido inusualmente atractiva.Pero en aquellos momentos su rostroestaba desencajado y pálido, sus ojosllenos de horror. El miedo que sentía lasituaba al borde mismo de la locura. Seme quedó mirando, sin verme. Nodejaba de frotarse los labios con lasyemas de los dedos, mientras me mirabacon unos ojos que sólo reflejaban unamente vacía de todo lo que no fueramiedo y dolor. La pequeña, una niña de

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cuatro años, no dejaba de sollozar.McCann tomó a la mujer del codo.

—Tranquilízate, Mollie —dijo conmodales rudos, pero cariñosos—. Aquíestá el doctor.

De repente, la mujer reparó en mí.Durante unos breves instantes me mirócon atención y después preguntó, menoscomo una pregunta que como una últimay tenue esperanza que no queríaabandonar:

—¿Está muerto?Leyó la respuesta en mi rostro y

exclamó:—¡Oh, Johnnie, mi niño Johnnie!

¡Muerto!Cogió a la niña entre sus brazos y,

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dirigiéndose a ella, va calmada, dijo:—Johnnie se ha ido, cariño. Papaíto

se ha tenido que ir. ¡No llores, pequeña,en seguida le veremos!

Hubiera preferido que ella sederrumbase y comenzara a llorar; peroaquel profundo miedo que jamásabandonaba sus ojos era demasiadofuerte y bloqueaba todos los caucesnormales del dolor. Comprendí que sumente no podría resistir mucho tiempoaquella tensión.

—McCann —susurré—, diga algo,hágale algo que la detiene. Consiga quese enfade violentamente, o haga quellore. No importa, cualquier cosa.

Asintió. Le arrancó la niña de los

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brazos y la dejó detrás de él. Se inclinó,acercó su rostro al de la mujer y dijo,con brutalidad:

—¡Confiesa, Mollie! ¿Por quémataste a John?

Durante un momento, la mujer sequedó inmóvil, sin comprender. Luegofue dominada por un temblor. El miedodesapareció de sus ojos, y la furia ocupósu lugar. Se lanzó sobre McCann,golpeándole en el rostro con sus puños.Él la cogió e inmovilizó sus puños. Laniña gritó.

Una vez relajado su cuerpo, susbrazos cayeron a ambos costados. Sederrumbó sobre el piso, con la cabezaapoyada sobre las rodillas. Y entonces

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comenzó a llorar. McCann hubieraquerido levantarla y consolarla. Yo ledetuve.

—Deje que llore. Es lo mejor paraella.

Después de unos breves instantes,ella miró a McCann y dijo,entrecortándose:

—¿No creerás eso, Dan?—No, no creo que lo hicieras,

Mollie —dijo él—. Pero ahora tienesque hablar con el doctor. Aún quedamucho por hacer.

—¿Qué quiere preguntarme, doctor?—dijo, ya casi bien del todo—. ¿O,simplemente, quiere que le cuente loocurrido?

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—Dile lo que me dijiste a mí.Comienza con la muñeca —dijoMcCann.

—Tiene razón. Cuénteme su versiónde los hechos —expliqué—. Si tengoque hacerle preguntas, esperaré a queacabe.

—Ayer por la tarde —comenzó ahablar— vino Dan y me llevó a dar unavuelta. Por lo general, John no llegaba acasa hasta las seis. Pero ayer estabapreocupado por mí y llegó pronto, a esode las tres. Le gusta, le gustaba Dan, yme animó a que me fuera. Yo volví pocodespués de las seis.

»—Han traído un regalo para la niñamientras estabas Riera, Mollie —dijo

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—. Es otra muñeca. Yo diría que la haenviado Tom —Tom es mi hermano.

»Había una caja grande encima de lamesa y yo la abrí. Era la muñeca máspreciosa que uno pueda imaginarse. Unacosa perfecta. Una muñeca que parecíauna chica pequeña. No un bebé sino unachica de diez o doce años. Vestida comouna escolar, con sólo una altura de unpie, pero perfecta. El rostro de lo másdulce, ¡como el de un ángel pequeñito!

»—Iba dirigida a ti, Mollie —dijoTom—, pero como pensé que conteníaflores la abrí. Parece como si sólo lefaltara hablar, ¿verdad? Debe de ser esoque llaman una muñeca retrato. Algunacría debió posar para ella, estoy seguro.

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»Entonces tuve la certeza de queTom la había enviado, porque ya anteshabía regalado otra a la pequeña Mollie,lo mismo que otra amiga mía que ahora,que ahora está muerta, también le regalóotra hecha en el mismo sitio, y me contóque la mujer que hace las muñecas lepidió que posara para hacerle una. Alsumar todo eso, supe que Tom había idoa la tienda para que le enviaran otra a lapequeña Mollie. Sin embargo, lepregunté a John:

»—¿No había dentro ninguna nota nitarjeta?

»—No, oh, sí —contestó—, habíauna cosa muy rara. ¿Dónde está? ¡Ah!He debido de guardármela en el

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bolsillo.»Rebuscó en sus bolsillos y sacó una

cuerda. Tenía nudos y daba la impresiónde estar hecha de cabellos.

»—Me pregunto qué ocurrencia tuvoTom al meter eso dentro —recuerdo quedije.

»John volvió a guardársela en elbolsillo y ya no volví ni a acordarme deella.

»La pequeña Mollie se habíaquedado dormida. Le dejamos lamuñeca al lado para que pudiera verlacuando se despertara. Cuando sedespertó se volvió loca de alegría.Cenamos y Mollie estuvo jugando con lamuñeca. Después de que la lleváramos a

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la cama, intenté cogérsela. Pero ellalloró tanto que tuvimos que dejárselapara que durmiera con ella. Estuvimosjugando a las cartas hasta las once, yentonces nos dispusimos a acostarnos.

»Mollie tiene tendencia a moversemucho y todavía duerme en una camabaja para no caerse. La cama está ennuestro dormitorio, en el rincón, cercade una de las dos ventanas. Entre las dosventanas está mi tocador, y nuestra camatiene la cabecera apoyada en la pared deenfrente de las ventanas. Ambos fuimosa ver a Mollie, como siempre. Estabaprofundamente dormida, con la muñecafuertemente agarrada con una mano y lacabeza de ella sobre uno de sus

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hombros.»—¡Señor! ¡Fíjate, Mollie —dijo

John—, la muñeca parece tan viva comola niña! No me sorprendería si selevantara y echase a andar. Quienquieraque posara para ella tuvo que ser unachica muy dulce.

»Y tenía razón. Pues su rostro eramuy dulce y muy gentil y, oh, doctorLowel, eso era lo que la hace tanespantosa, tan tremendamente espantosa.

Vi que el miedo comenzaba a volvera sus ojos.

—¡Valor, Mollie! —exclamóMcCann.

—Intenté coger la muñeca. Era tanpreciosa que tuve miedo de que la niña

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la aplastara o la estropease del modoque fuese —de nuevo volvía a recobrarla calma—, pero ella la cogió con tantafuerza que no quise despertarla. Así quese la dejé. Al desvestirnos, Tom se sacódel bolsillo la cuerda de nudos.

»—Maldito montón de nudos —dijo—. Cuando sepas de Tom, pregúntale aqué viene esto —tiró la cuerda sobre lamesilla de su lado. No tardó mucho endormirse. Luego yo también me quedédormida.

»Entonces me desperté o eso mepareció, pues no sé si estaba despierta osoñando. Debí de estar soñando y luego,¡oh, Dios, John estaba muerto y yo le oímorir!

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De nuevo, durante un instante, laslágrimas brotaron. Después prosiguió:

—Si estaba despierta, debió serporque me despertó el silencio. Y eso eslo que me hace pensar que debía deestar soñando, porque no puede haber unsilencio semejante, excepto en sueños.Estamos en el segundo piso y siemprellega algún ruido de la calle. Peroentonces no había el menor ruido. Eracomo si como si todo el mundo sehubiera quedado repentinamente mudo.Creo que me incorporé para escuchar,para escuchar con una gran avidez elmás pequeño de los ruidos. Ni siquierapodía oír la respiración de John. Estabaasustada, pues había algo terrible en

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aquel silencio. ¡Algo vivo! ¡Algomaligno! Intenté inclinarme sobre John,intenté tocarle, despertarle.

»¡No pude moverme! ¡No podíamover ni un dedo! ¡Intenté hablar, gritar!¡No podía!

»Las persianas de la ventana estabanparcialmente subidas. Una débilclaridad se filtraba de la calle pordebajo y a ambos lados. De repente,desapareció. La habitación estaba aoscuras, completamente a oscuras.

»Y entonces comenzó la claridadverde.

Al principio era como un brilloapagado. No venía de fuera. Seencontraba en la propia habitación. Se

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encendía y se apagaba, una y otra vez.Pero después de apagarse, cada vez eramás brillante. Era verde como la luz deuna luciérnaga. O como la luz de la lunaal caer sobre un agua verde y clara. Alfinal, la claridad verde se quedó fija.Era como una luz, pero no lo era. No erabrillante. Era, justamente, una claridad.Y estaba en todas partes, bajo eltocador, bajo las sillas, quiero decir queno arrojaba sombra. Podía verse encualquier lugar del dormitorio. Podíaver a la niña dormida en su cama, con lacabeza de la muñeca sobre su hombro.

»¡La muñeca se movió!»Movió la cabeza, y me pareció que

escuchaba la respiración de la pequeña.

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Puso sus menudas manos encima delbrazo de la niña. El brazo la apartó.

»¡Y la muñeca se sentó!»Ahora estoy segura de que debí

soñarlo, el extraño silencio, el extrañoresplandor verde y eso.

»La muñeca saltó por encima de unode los lados de la cama de la niña ycayó al suelo. Se dirigió dando saltitoshacia nuestra cama, como una chica,balanceando sus libros escolares atadosa una cuerda. Mientras se acercaba,volvía la cabeza a uno y otro lado,mirando toda la habitación como unaniña curiosa. Al ver el tocador se detuvoante él, para mirarse en el espejo. Sesubió a la silla que estaba enfrente del

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tocador. Saltó desde la silla al tocador,dejó sus libros y comenzó a mirarse enel espejo.

»Se atildaba. Se daba la vuelta y secontemplaba, mirándose por encima deun hombro y después por encima deotro. Recuerdo que pensé:

»“¡Vaya un sueño más fantástico ymás extraño!”. «Acercó su rostro alespejo y se arregló y peinó el cabello.Entonces pensé:

»“¡Qué muñequita tan presumida!”.»Y también:»“Estoy soñando todo esto porque

John dijo que la muñeca parecía tan vivaque sólo le faltaba echar a andar”. Y medije:

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»“Pero no puedo estar soñándolo,porque entonces no estaría intentandoexplicarme por qué lo estoy soñando”. Yentonces me pareció tan absurdo que mereí. Supe que yo no había hecho ningúnsonido, que no podía, que mi risa erainterior. Pero fue como si la muñeca mehubiese oído. Porque se volvió y memiró fijamente.

»Fue como si el corazón se meparase. Yo había tenido pesadillas,doctor Lowell, pero jamás en la peor deellas sentí lo que entonces, cuando losojos de la muñeca se encontraron conlos míos.

»¡Eran los ojos de un demonio!»Refulgían con un color rojo. Quiero

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decir que eran brillantes como los ojosde un animal en medio de la oscuridad.Pero lo que de infernal había en ellosme ponía el corazón en un puño.Aquellos ojos infernales en un rostrocomo el de los propios ángeles de Dios.

»No sé cuánto tiempo estuvo así,mirándome. Pero, finalmente, bajó y sesentó al borde del tocador, columpiandolas piernas como una niña y sin dejar demirarme a los ojos. Luego, lenta ydeliberadamente, levantó su bracitomenudo y lo llevó hasta detrás de sucuello. Entonces, igual de lentamente, lollevó a la posición de antes. En la manotenía un alfiler largo como un puñal.

»Desde el tocador, se dejó caer al

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suelo. Echó a correr hacia mí y quedóoculta por la parte baja de la cama. Uninstante y, sin dejar de mirarme conaquellos ojos rojos, ya estaba subida enla cama, a los pies de John.

»Intenté gritar, moverme, despertar aJohn. Rogué:

»“¡Oh, Dios, despiértale! ¡Diosquerido, que se despierte!"

»La muñeca dejó de mirarme. Sequedó quieta y miró a John. Comenzó arampar sobre su cuerpo, hacia sucabeza. Intenté mover mi mano, paraseguirla. No pude. La muñeca quedófuera de mi vista.

»Escuché un gemido atroz yespantoso. Sentí a John estremecerse,

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estirarse y retorcerse; después le oísuspirar.

»En lo hondo en lo más hondo supeque John se estaba muriendo y yo nopodía hacer nada en medio del silenciode aquel resplandor verde.

»Oí algo parecido a la nota de unaflauta que llegaba de la calle, al otrolado de las ventanas. Después, pequeñospasos apresurados. Vi a la muñecacorretear a través del piso y saltar alalféizar de la ventana. Allí se quedó uninstante, arrodillada, mirando fuera, a lacalle. Llevaba algo en la mano. Entoncesvi que era la cuerda de nudos que Johnhabía tirado encima de su mesilla.

»Nuevamente oí las notas de la

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flauta. La muñeca se deslizó fuera de laventana, aún pude ver sus ojos rojos ysus pequeñas manos agarrándose alalféizar y luego desapareció.

»La claridad verde parpadeó ydesapareció. La luz de la calle volvió afiltrarse por las cortinas. Fue comocomo si el silencio hubiese sidoaspirado.

»Entonces, algo parecido a una olade tinieblas cayó sobre mí y me arrolló.Pero antes pude oír cómo un reloj dabalas dos.

»Cuando fui nuevamente conscienteo salí de mi desvanecimiento o, si esque aquello había sido un sueño, cuandodesperté, me volví hacia John. Yacía a

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mi lado ¡tan silencioso! Le toqué, estabafrío, ¡tan frío!

»¡Entonces supe que estaba muerto!»Doctor Lowel, dígame, ¿qué fue

sueño y qué fue realidad? ¡Sé queninguna muñeca podría haber matado aJohn!

»¿Intentó comunicarse conmigocuando se estaba muriendo, y por esotuve ese sueño? ¿O es que yo en sueñosle maté?

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CAPÍTULO 12

La técnica de MadameMandilip

ra tal la agonía que veía en sus ojosque me fue imposible decirle la verdad.Por eso le mentí:

—Al menos puedo asegurarle unacosa: que su marido murió de causasenteramente naturales, de un coágulo desangre en el cerebro. Mi reconocimientono deja ninguna duda al respecto. En

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cuanto a la muñeca, usted tuvo un sueñomuy real y fuera de lo corriente, eso estodo.

Me miró como alguien dispuesto aentregar su alma con tal de creer. Y dijo:

—¡Pero yo le oí morir!—Es perfectamente posible —y me

sumí en una explicación un tanto técnica,que bien sabía que ella no comprenderíadel todo, pero que, quizá, sirviera paraconvencerla—. Usted ha podido estarmedio dormida en lo que nosotrosllamamos el umbral de la conscienciadespierta. Casi con toda seguridad, todoel sueño fue sugerido por lo que oyó. Susubconsciente intentó explicar lossonidos y concibió todo el episodio

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fantástico tal y como usted me hacontado. Lo que en su sueño a usted lepareció durar minutos pasó por su menteen una fracción de segundo, elsubconsciente tiene su propio tiempo. Esuna experiencia corriente. Una puertagolpea el marco, o hay otro sonidosúbito y violento. Eso despierta aldurmiente. Cuando está completamentedespierto, tiene el recuerdo de algúnsueño singularmente vivido que terminacon un fuerte ruido. En realidad, susueño comienza con el ruido. A él le hapodido parecer que el sueño durabahoras. Pero, de hecho, ha sido casiinstantáneo, y ha ocurrido en el brevemomento que hay entre ruido y

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despertar.Ella respiró profundamente; sus ojos

perdieron algo de su agonía. Yoaproveché mi ventaja.

—Y además hay otra cosa que debetener en cuenta: su estado. Hace amuchas mujeres peculiarmente proclivesa sueños realistas, usualmente decarácter desagradable. En ocasionesincluso a alucinaciones.

—Es cierto —murmuró ella—.Cuando la pequeña Mollie estaba apunto de llegar tuve unos sueños de lomás espantosos —dudó, y yo vi unanube de duda cubrir su rostro—. Pero lamuñeca ¡ya no está! —concluyó.

Me maldije porque aquello me cogía

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desprevenido, sin ninguna contestaciónque darle. Pero McCann sí tenía una,pues, con toda naturalidad, dijo:

—Claro que no está, Mollie. Yomismo la tiré a la basura. Después de loque me contaste pensé que sería mejorpara ti no volver a verla nunca más.

—¿Dónde la encontraste? La estuvebuscando —le preguntó ella, punzante.

—Me parece que no estabas encondiciones de buscar bien —contestó—. La encontré al pie de la cama de lacría, arrebujada entre la colcha. Estabarota, como si la niña la hubieseaplastado mientras dormía.

—Quizá se echó encima de ella —dijo, como dudando—. Creo que no

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miré allí.—No debió usted de hacer eso,

McCann —apunté, con voz muy seria,para que ella no fuera a sospechar queMcCann y yo estábamos de acuerdo—.Si le hubiera enseñado la muñeca, laseñora Gilmore habría comprendidoinstantáneamente que había estadosoñando y eso le hubiera ahorradomucho dolor.

—Bueno, no soy médico —dijo, convoz malhumorada—. Hice lo mejor quepude.

—Baje a ver si puede encontrarla —ordené, cortante. Me echó una miradaaguda. Yo asentí y esperé que mehubiera comprendido. Volvió al poco

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tiempo.—Acaban de recoger la basura hace

sólo quince minutos —informó, con vozlúgubre—. La muñeca estaba dentro. Sinembargo, he encontrado esto.

Mostraba una pequeña correa de laque colgaba media docena de libros enminiatura. Y preguntó:

—¿Era esto lo que en tu sueño lamuñeca dejaba sobre el tocador,Mollie?

Ella la miró fijamente y retrocedió.—Sí —musitó—. Por favor, aparta

eso, Dan. No quiero verlo.Él me miró, con aire triunfal.—Creo que acerté cuando me

deshice de la muñeca, Doc.

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—De cualquier modo, ahora que laseñora Gilmore está segura de que todofue un sueño, eso ya no importa. Y ahora—tomé las frías manos de ella entre lasmías— voy a prescribirle algo. Noquiero que esté más tiempo en este lugardel que pueda resistir. Quiero que hagalas maletas con todo lo que usted y lapequeña Mollie puedan necesitar parauna semana, más o menos, y que sevayan de inmediato. Estoy pensando ensu estado y en la pequeña vida que estáa punto de llegar. Yo me ocuparé detodas las formalidades necesarias. Ustedpuede instruir a McCann en los demásdetalles. Pero quiero que se vayan. ¿Loharán?

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Para mi tranquilidad, ella asintiórápidamente. Fue muy penoso cuandoella y la niña se decidieron delfallecido. Pero pocos minutos Después,McCann las conducía a casa de unosfamiliares. La niña había querido coger«las muñecas del chico y de la chica»,pero yo no se lo permití, incluso ariesgo de suscitar de nuevo lassospechas de la madre. No quería quenada de Madame Mandilip lasacompañara a su nuevo refugio. McCannme secundó y las muñecas quedaronatrás.

Llamé al empleado de una funerariaal que conocía e hice un últimoreconocimiento al cadáver. La diminuta

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perforación no sería descubierta, estabaseguro. No había peligro de autopsia, yaque mi certificado de fallecimiento nosería puesto en entredicho. Cuando llegóel de la funeraria, le expliqué laausencia de la viuda: maternidadinminente y partida prescrita por mí.Indiqué como causa de la muerte unatrombosis, aunque no sin ciertaamargura, al recordar el diagnósticosimilar del médico del banquero, y loque yo había pensado entonces.

Después de que se llevaran elcadáver y de que me sentara a esperar elregreso de McCann, intenté adecuarme aaquel modo de pensar fantasmagórico através del cual, así me lo parecía, había

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estado moviéndome durante un tiempointerminable. Intenté apartar mi mente detodo prejuicio, de toda ideapreconcebida de lo que podía ser o noser. Comencé por concederme que la talMadame Mandilip pudiera conoceralgún saber ignorado por la cienciamoderna. Me negué a llamarlo brujería ohechicería. Las palabras no significannada, desde el momento en que han sidoaplicadas a lo largo de las edades afenómenos completamente naturalescuyas causas no eran conocidas pollosprofanos. No hace mucho, por ejemplo,el encender una cerilla era «brujería»para muchas tribus salvajes.

No, Madame Mandilip no era una

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«bruja», como pensaba Ricori. Era ladetentadora de alguna cienciadesconocida, eso era todo.

Y siendo una ciencia, debía sergobernada por leyes definidas aunquepara mí fueran desconocidas. Si lasactividades de la constructora demuñecas desafiaban causa y efecto, tal ycomo yo los concebía, aún debían actuarsegún las leyes de causa y efecto que lesfueran propias. No había nadasobrenatural en ellas, sólo que yo, comolos salvajes, no conocía lo que hacíaarder la cerilla. Pero algo en aquellasleyes, algo en la técnica de la mujer —por usar la palabra que dabasignificado, desde el punto de vista

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colectivo, de la realización mecánica decualquier arte—, sí que me parecíapercibir. La cuerda de nudos, «la escalade la bruja», era, al parecer, esencial enla animación de las muñecas. Una deellas había sido deslizada en el interiordel bolsillo de Ricori antes de que leatacaran por primera vez. Yo habíaencontrado otra junto a su lecho Despuésde los inquietantes sucesos de lavíspera. Me había dormido agarrado auna de ellas ¡y había intentado asesinar ami paciente! Una tercera cuerda habíaacompañado a la muñeca que habíamatado a John Gilmore.

Por tanto, era evidente que la cuerdaformaba parte de la fórmula que

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permitía manejar y dirigir los muñecos.A esto se oponía el hecho de que el

noctámbulo intoxicado de alcohol nopodía llevar encima ninguna «escala»cuando fue atacado por la muñecaPeters.

Sin embargo, podía ser que lacuerda sólo tuviera que ver con laactividad inicial de los muñecos; unavez activados, podía continuar duranteun período indefinido.

Todo indicaba que en laconstrucción de las muñecas se seguíanunas pautas determinadas. Primera: alparecer, la aquiescencia de la víctima aservir como modelo, que debía serconseguida sin coacción; segunda: una

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herida que diera lugar a la aplicacióndel emplasto que causaba la muertedesconocida; tercera: la muñeca debíaser una fidelísima réplica de la víctima.Que la causa de la muerte fuera lamisma en todos los casos era evidentepor la similitud de los síntomas.

Pero ¿aquellas muertes teníanrealmente algo que ver con la movilidadde las muñecas? ¿Constituían éstas unelemento necesario de la operación?

La constructora de muñecas parecíacreerlo; de hecho, indudablemente, locreía.

Pero yo no.Que la muñeca que había apuñalado

a Ricori hubiera sido hecha a semejanza

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de Peters; que la «muñeca enfermera»que los guardaespaldas habían vistosobre el alféizar de mi ventana hubierasido aquélla para la que había posadoWalters; que la muñeca que habíaclavado el alfiler en el cerebro deGilmore fuera, quizá, la réplica de lapequeña Anita, la estudiante de onceaños… yo admitía todo esto.

Pero que parte de Peters, parte deWalters, parte de Anita hubiera animadoa esas muñecas, que, al morir, algo de suvitalidad, de sus mentes, de sus «almas»hubiera sido absorbida, transmutada enuna esencia del mal, y aprisionada enesas muñecas de esqueleto de hilo deacero… mi razón se revolvía contra

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todo esto. No podía obligar a mi mente aque aceptase, siquiera, esa posibilidad.

Mi análisis fue interrumpido por elregreso de McCann.

—Bueno, lo conseguimos —dijo,lacónico.

—McCann, por casualidad, ¿noestaría diciendo la verdad cuando dijoque había encontrado la muñeca? —pregunté.

—No, Doc. La muñeca habíadesaparecido de veras.

—Pero ¿de dónde cogió los librosen miniatura?

—Justo de donde Mollie dijo quelos había dejado la muñeca, de sutocador. Me hice con ellos después de

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que ella me contara lo sucedido. Nohabía reparado en ellos. Fue unpresentimiento. Y no malo, ¿eh?

—No, me dejó perplejo —repliqué—. No sé qué hubiéramos podido decirsi nos llega a preguntar por la cuerda denudos.

—La cuerda no parece haberlehecho mucha impresión —mostróinseguridad—. Pero debe significar unmontón de cosas, Doc. Creo que si nome hubiera llevado a Mollie fuera, yJohn no hubiera estado en casa, y Molliehubiera abierto la caja en lugar de él,creo que hubiéramos encontrado muertaa Mollie.

—Quiere decir…

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—Quiero decir que las muñecas vancontra el que tiene la cuerda —explicó,sombrío.

Y bien, aquello se parecía mucho alo mismo que yo había estado pensando.

—Pero ¿por qué iba a querer alguienmatar a Mollie? —pregunté.

—Quizá alguien pensara que sabíademasiado. Y eso me recuerda lo que heestado intentando decirle a usted. ¡Labruja de la Mandilip sabe que estásiendo vigilada!

—Bueno, sus vigilantes son mejoresque los nuestros —dije, remedando aRicori, y le conté a McCann el segundoatentado que había sufrido por la nochey de por qué le había estado buscando.

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—Y eso prueba —dijo, cuando yohube terminado— que la bruja de laMandilip sabe quién anda detrás dequienes la vigilan, y por eso intentaliquidar al mismo tiempo al jefe y aMollie. Ella va a por nosotros, Doc.

—Alguien acompaña a las muñecas—comenté—. La nota musical es unallamada. No pueden esfumarse.Contestan a la nota y se van del modoque sea hacia el que toca la nota.Alguien tiene que sacar las muñecas dela tienda. Por eso una de las dos mujerestiene que llevarlas consigo. ¿Cómoconsiguen burlar a sus vigilantes?

—No lo sé —el rostro enjutoparecía apesadumbrado—. Debe de

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hacerlo esa chica tan blanca como elpescado. Déjeme que le cuente lo que hedescubierto, Doc. Después que le dejarala pasada noche, bajé a ver qué teníanque decirme los muchachos. Teníanmucho. Me dijeron que a eso de lascuatro la chica se va a la trastienda y lamujer mayor se sienta en una de lassillas del almacén. Nada de eso lesparece importante. Pero a las siete, ¿aquién ven venir de la calle y entrar en latienda de las muñecas? Pues a la chica.Y ponen a escurrir a los muchachos queestaban en la trastienda. Pero comoéstos no la han visto salir, devuelven lapelota a los de la fachada principal.

»Después, a eso de las once, uno de

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los compañeros del relevo llega conmalas noticias. Dice que cuando andabacerca de Broadway, un cupé dobló laesquina y que quien lo conducía era lachica. No puede estar confundidoporque la había visto en la tienda. Ellatira por Broadway a toda pastilla. Él veque nadie la sigue y mira a su alrededor,buscando un taxi. Por supuesto que nohay ninguno a la vista ni siquiera uncoche aparcarlo que pueda coger. Asíque vuelve al grupo para preguntar quédiablos puede significar todo aquello. Y,una vez más, nadie ha visto salir a lachica.

»Cojo a dos de los muchachos ycomenzamos a peinar las cercanías para

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descubrir dónde están las cocheras y elcupé. No tenemos suerte hasta lascuatro, cuando uno que iba detrás de mí,que también estaba buscando, se meacerca y me dice que a eso de las tres havisto a la chica, al menos le pareció queera ella, paseando por la calle que estájusto en una de las esquinas de la tienda.Llevaba un par de maletas grandes, peroque no parecían pesar mucho. Caminabadeprisa. Pero alejándose de la tienda.Entonces, él se acerca para verla mejory, de repente, ya no está. Husmeaalrededor del lugar donde la ha visto.No hay ni rastro de ella. Está muyoscuro, y él prueba con portales y pasosinferiores, pero las puertas están

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cerradas y en los pasos inferiores no haynadie. Por eso lo deja y va a buscarme.

»Me dirijo al lugar. Estáaproximadamente en la tercera parte delbloque de casas cerca de cuya esquinacae la tienda. La tienda de muñecas estáa ocho portales de la esquina. Por logeneral son tiendas que encima tienen unalmacén. Allí no debe de vivir muchagente. Todas las casas son antiguas. Sinembargo, no veo cómo puede salir lachica de la tienda de muñecas. Más bienpienso que el muchacho se ha debidoconfundir. Ha visto algo o, justamente,ha supuesto que lo ha visto. Peroinspeccionamos muy de cerca y, pocodespués, encontramos un lugar que nos

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parece que podría ser una cochera. Nonos lleva mucho tiempo abrir suspuertas. Y, como habíamos pensado,dentro está un cupé con el motor aúncaliente. No lleva mucho tiempo allí. Ytambién es del mismo tipo de cupé queel compañero vio que conducía la chica.

»Dejo las puertas cerradas comoeraban y vuelvo con los muchachos. Mequedo con ellos a esperar lo que quedade noche. Ni una luz en la tienda demuñecas. Ya cerca de las ocho, la chicaaparece dentro de la tienda y la abre.

—Pero —dije en aquel punto—usted no tiene ninguna prueba real deque saliera. A fin de cuentas, la chicaque vio su hombre pudo no haber sido

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ella.Me miró como compadeciéndome.—Salió por la tarde sin que la

viéramos, ¿no? ¿Qué le impedía hacer lomismo de noche? ¿Acaso no la vio unode los muchachos conduciendo su cupé?¿Y no encontramos un cupé como el suyocerca de donde esa chica desapareció dela vista?

Me puse a pensar. No había razónpara no creer a McCann. Y había unacoincidencia siniestra en las horas enque la chica había sido vista. Entredientes, dije:

—La hora en que ella salió por latarde coincide con la hora en quedejaron la muñeca a los Gilmore. Y la

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hora en que salió por la noche coincidecon la del ataque a Ricori y la muerte deJohn Gilmore.

—¡Ha acertado de lleno! —dijoMcCann—. Ella sale y deja la muñecaen casa de Mollie y regresa. Vuelve asalir y deja las muñecas al patrón.Espera a que salgan. Entonces se va yrecoge la que dejó donde Mollie. Luegosale pitando para su casa. Están en lasmaletas que lleva consigo.

No pude resistir el enfado que meinvadía, producido por aquellainvencible mixtificación.

—Y supongo que usted debió pensarque ella salió de la casa por lachimenea, montada en una escoba —

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dije, sarcástico.—No —contentó, serio—. No, no lo

creo, Doc. Pero esas casas son viejas, ysupongo que quizá haya una gatera o unpasadizo o algo por donde ella entra ysale. De cualquier modo, los muchachosvigilan ahora la calle y el garaje delcupé, por lo que ella no volverá ahacérnosla de nuevo —y añadió,malhumorado—: Pero no quiero decircon todo esto que ella no pueda cabalgarsobre un palo de escoba si quiere.

—McCann —dije con brusquedad—, me voy a ver a la tal MadameMandilip. Quiero que usted vengaconmigo.

—Claro que sí, Doc. Iré a su lado —

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dijo—. Con los dedos en los gatillos.—No, la veré a solas. Pero quiero

que usted vigile estrechamente desdefuera.

Aquello no le gustó; discutió y,finalmente, accedió.

Llamé a mi despacho. Hablé conBraile y me enteré de que Ricori seestaba recuperando con una rapidezpasmosa. Pedí a Braile que atendieramis asuntos en lo que quedaba de día,inventándose una consulta si alguienpreguntaba por mí. Yo mismo me pusecon la habitación de Ricori. Dije a laenfermera que le informara de queMcCann estaba conmigo, que estábamossiguiendo un nuevo curso en la

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investigación, de cuyos resultados yo leinformaría a mi regreso y que, a menosque Ricori pusiera alguna objeción,quería que McCann estuviera conmigo elresto del día.

Ricori me mandó decir que McCannseguiría mis órdenes como si fueran lassuyas propias. Quería hablar conmigo,lo que yo no deseaba. Aduciendo laurgencia del caso, colgué.

Comí un excelente y copiosoalmuerzo. Supuse que me ayudaría a asircon más fuerza la realidad —o lo que yotenía por tal— cuando me enfrentase aaquella supuesta detentadora deilusiones. McCann estaba extrañamentesilencioso y preocupado.

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El reloj daba las tres cuando marchéal encuentro de Madame Mandilip.

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CAPÍTULO 13

Madame Mandilip

e detuve ante la ventana, dominandouna tenaz repugnancia a entrar. Sabíaque McCann estaba prevenido. Sabíaque los hombres de Ricori vigilabandesde las casas de enfrente, que otros semovían entre los transeúntes. A pesardel estruendoso rugido del suburbano ensu trayecto al aire libre, de lo animadodel tráfico a lo largo del Battery Park,

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de la aparente normalidad de la vida dela calle, la tienda de la constructora demuñecas era una fortaleza sitiada. Medetuve ante su entrada, estremeciéndomecomo si me hallara ante la puerta de unmundo desconocido.

Sólo había unas cuantas muñecasexpuestas en el escaparate, aunque lobastante singulares para llamar laatención de un niño o de un adulto.Aunque no eran tan bonitas como la quele entregaran a Walters, ni como las dosque había visto en casa de los Gilmore,no dejaban de ser unos señuelosadmirables. La luz dentro de la tiendaera difusa. Pude ver a una joven delgadacerca de un mostrador. La sobrina de

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Madame Mandilip, sin duda. Desdeluego que las dimensiones de la tiendano presagiaban ninguna cámaraprincipesca en la trastienda como ladescrita por Walters en su Diario. Sinembargo, las casas eran muy antiguas yla trastienda podía sobrepasar loslímites de la propia tienda.

Presa de impaciencia, detuve mispensamientos y abrí la puerta.

La joven se volvió hacia mí encuanto entré. Me observó mientras medirigía al mostrador. No dijo nada. Yo laestudié rápidamente. Obviamente, eradel tipo de mujer histérica; uno de losmás evidentes que jamás hubiera visto.Tomé nota de los ojos azules y

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prominentes, de mirada imprecisa ypupilas dilatadas; del cuello largo ydelgado y de los rasgos ligeramenteredondeados; de la palidez y de lalongitud y delgadez de sus dedos. Habíajuntado las manos y yo podía ver queeran inusualmente elásticas, lo queañadía el punto final al síndrome deLaignel-Lavastine descrito para loshistéricos. En otro momento y en otrascircunstancias, habría podido ser unasacerdotisa que vociferaba oráculos, ouna santa.

El miedo la poseía. De eso no habíaninguna duda. Igual que también estabaseguro de que yo no era quien se loinspiraba. Más bien se trataba de algún

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miedo profundo y ajeno, enroscado enlas raíces de su ser, que absorbía suvitalidad de un miedo psíquico. Mirésus cabellos. Eran de color rubio ceniza,del color, ¡del color de los cabellos delas cuerdas de nudos!

Cuando vio que miraba sus cabellos,la vaguedad de la mirada de sus pálidosojos disminuyó y fue reemplazada porotra que estaba alerta. En aquelmomento pareció reparar en mipresencia. Entonces dije, como si setratara de la mayor de las casualidades:

—Me he sentido atraído por lasmuñecas de su escaparate. Tengo unanietecita a quien supongo que le gustaríatener una.

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—Las muñecas están a la venta. Sialguna de ellas le gusta, puede cogerla.Todas llevan el precio.

Hablaba en voz muy baja, casi ensusurros, con indiferencia. Pero mepareció que la intencionalidad de sumirada se hacía más aguda.

—Supongo —contesté, fingiendoalgo de irritación— que esto lo puedehacer cualquier comprador. Pero sucedeque esa pequeña es mi favorita y quequiero para ella todo lo mejor. ¿Lecausaría mucho problema mostrarmeotras muñecas que usted pueda tener,quizá mejores que éstas?

Parpadeó durante unos instantes. Medio la impresión de que estaba

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escuchando algún sonido que yo nopodía oír. De repente, su actitud perdiósu indiferencia y se llenó de gracia. Y enaquel preciso momento sentí otros ojosencima de mí, que me estudiaban, queme investigaban. Tan fuerte fue aquellaimpresión que, involuntariamente, mevolví y recorrí con la mirada el interiorde la tienda. Allí no había nadie exceptola joven y yo. Vi una puerta al extremodel mostrador, pero estabacompletamente cerrada. Eché un vistazoa la ventana para ver si McCannvigilaba desde fuera. No había nadie.

Luego, tan rápida como el disparodel obturador de una cámara de fotos, lamirada invisible desapareció. Me volví

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hacia la joven. Había desparramadomedia docena de cajas encima delmostrador y las estaba abriendo. Memiró con ingenuidad, casi con dulzura, ydijo:

—Por supuesto que puede ver todolo que tenemos. Lamento que hayapensado que no prestaba la debidaatención a sus deseos. Mi tía, que esquien hace las muñecas, adora a losniños. Ella no permitiría que alguien quetambién los quiere se marchara de aquídecepcionado.

Aquel parlamento era un tantocurioso, insólitamente hinchado,enunciado como si lo estuvieradeclamando al dictado. Pero no fue

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aquello lo que suscitó mi interés, sino elsutil cambio operado en la propia joven.Su voz ya no era lánguida. Poseía unavibrante vitalidad. Ya no era la personaapagada y apática de antes, estaba viva,incluso animada con un toque devivacidad: el color se le había subido alrostro y toda la opacidad de sus ojoshabía desaparecido; en ellos brillabauna chispa de burla, más que de malicia.

Examiné las muñecas.—Son preciosas —acabé por decir

—. ¿Pero éstas son las mejores quetiene? Francamente, se trata de unaocasión muy especial, el séptimoaniversario de mi nietecita. El precio noes algo que me preocupe, claro, siempre

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que esté justificado.La oí suspirar. La miré. Los ojos

pálidos habían vuelto a recobrar sumirada asustada, todo asomo de burlahabía desaparecido. El color habíaabandonado sus rostro. Y,repentinamente, volví a sentir sobre míla mirada invisible, más poderosa queantes. Y, una vez más, sentí cómo sedesvanecía.

La puerta que estaba junto almostrador se abrió.

Aunque me había preparado para loextraordinario, debido a la descripciónque Walters hiciera de la constructora demuñecas, su aparición me hizo unaimpresión diferente. Su estatura, su

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corpulencia, se veían magnificadas porla proximidad de las muñecas y por lamenuda silueta de la joven. Quien memiraba desde el umbral era una giganta,una giganta cuya abultada faz, de altospómulos, labio superior poblado debigote y boca carnosa, producía unasugerencia de masculinidad quecontrastaba grotescamente con suinmenso busto.

La miré a los ojos y olvidé todo logrotesco de su rostro y de su figura. Losojos eran enormes, de un negro brillante,claros, desconcertantemente vivos.Como si fueran espíritus gemelos devida, independientes del cuerpo, penséentonces. Y de ellos brotaba una marea

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de vitalidad que enviaba a lo largo demis nervios una cálida emoción que notenía nada de siniestro o, al menos,entonces, no lo tenía.

Aparté con dificultad mis ojos de lossuyos. Miré sus manos. Estaba vestidatoda de negro, y ocultaba sus manos enlos pliegues de su amplio vestido. Mimirada volvió a sus ojos, y vi en ellosuna chispa del desdén burlón que habíacontemplado en los de la joven. Habló,y supe que la vibrante vitalidad quehabía escuchado en la voz de la joven noera sino un eco de aquellos tonosprofundos, sonoramente dulces.

—¿No le gusta lo que le ha enseñadomi sobrina?

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—Todo era precioso —dije,poniendo toda mi atención—. Madame,Madame…

—Mandilip —dijo, con voz serena—. Madame Mandilip. ¿No conocía esteapellido, eh?

—Jamás tuve esa fortuna —contesté,de modo ambiguo—. Tengo una nieta,una pequeña. Busco algo peculiarmentebonito para su séptimo cumpleaños.Todo lo que me han mostrado era muybonito, pero me estaba preguntando si nohabría algo.

—Algo peculiarmente —su voz sedetuvo en esta palabra— más bonito.Bueno, quizá lo haya. Pero cuandofavorezco peculiarmente a los

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compradores —entonces estuve segurode que ponía énfasis en aquella palabra— debo saber con quién estoy tratando.Pensará que como comerciante soy unatanto extraña, ¿o no?

Rió y yo me maravillé de lafrescura, la juventud, la curiosa dulzuraargentina de aquella voz.

Tuve que hacerme cierta fuerza a mímismo para volver a la realidad yponerme en guardia. Extraje una tarjetade visita de mi cartera. No deseaba queme reconociera, como habría hecho si lehubiera dado una de las mías. Tampocodeseaba canalizar su atención sobrealguien a quien pudiera hacer daño. Poreso me había anticipado y cogido la

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tarjeta de visita de un médico fallecidohacía ya varios años. Le echó un vistazo.

—¡Ah! —dijo—. Tiene unaprofesión liberal, es médico. Bien,ahora que ya nos conocemos, vengaconmigo y le enseñaré lo mejor de loque tengo.

Me hizo pasar por la puerta y mecondujo por un amplio y sombríocorredor. Me tocó la mano y nuevamentesentí aquella emoción extraña y vital. Sedetuvo ante otra puerta y se volvió haciamí.

—Aquí es —dijo— donde guardo lomejor. ¡Lo que es peculiarmente mejor!

Rió una vez más y abrió la puerta deun golpe.

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Crucé el umbral y me detuve,mirando rápidamente toda la habitacióncon una sensación de malestar. Pues allíno había nada de la espaciosa cámaraencantada que Walters había descrito. Adecir verdad, era bastante más grande delo que hubiera esperado. Pero ¿dóndeestaban la exquisitez de los relieves, lostapices antiguos, el espejo mágico queera como «la mitad de un inmensoglóbulo de agua cristalina», y todas lasdemás cosas que a ella le habíanrecordado el Paraíso?

La luz provenía de la persiana mediocorrida que daba a un pequeño patiocerrado y vacío. Las paredes y el techoeran de simple madera pintada. Una

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pared estaba totalmente cubierta depequeños armarios con puertas demadera. Había un espejo en la pared yera redondo, pero ahí acababa cualquiersimilitud con la descripción de Walters.

Había una chimenea, del tipo de lasque uno suele encontrar, por lo general,en las casas antiguas de Nueva York.Sobre las paredes había algunasestampas. La «mesa grandiosa» era delo más corriente y estaba llena devestidos de muñecas en diferentesestadios de terminación.

Mi inquietud creció. Si Waltershabía estado fantaseando respecto aaquella habitación, ¿qué habría podidoinventar en el resto de su Diario? ¿No

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sería, acaso, como había sospechado alleerlo, el producto de una imaginacióndemasiado activa?

Pero ella no había estadofantaseando a propósito de los ojos dela constructora de muñecas ni de su voz;y tampoco había exagerado la aparienciade la constructora de muñecas ni laspeculiaridades de su sobrina. La mujerhabló, haciéndome volver a la realidade interrumpiendo mis pensamientos.

—¿Le interesa mi habitación?Habló con mucha suavidad y, pensé,

con cierta sorna encubierta.—Cualquier habitación donde los

auténticos artistas creen, me interesa. Yusted es una auténtica artista, Madame

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Mandilip.—Vaya, ¿y usted cómo lo sabe? —

preguntó, como distraída.Acababa de cometer un desliz. Por

eso dije, rápidamente:—Soy aficionado al arte. He visto

algunas de sus muñecas. No hace faltaver una galería de las pinturas deRafael, por ejemplo, para comprenderque era un maestro. Con una basta.

Sonrió, de un modo muy amistoso.Cerró la puerta tras de mí y señaló unsillón que estaba junto a la mesa.

—¿No le importará esperar unosminutos antes de que le muestre mismuñecas? Tengo que acabar un vestido.He dado mi palabra, y la pequeña a

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quien se lo he prometido no tardará enllegar. No me llevará mucho tiempo.

—Claro que no —contesté, y medejé caer en el sillón.

—Se está tranquilo aquí, ¿eh? —dijo, con voz suave—. Y usted parececansado. Ha estado trabajando duro,¿eh?

Y usted está cansado.Me hundí en el sillón. De repente

comprendía lo cansado que realmenteestaba. Durante un momento mi guardiase relajó y cerré los ojos. Los abrí paradescubrir que la constructora demuñecas se había sentado a la mesa.

Entonces vi sus manos. Eran largas,delicadas y blancas, y entonces supe que

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eran las más hermosas que jamáshubiera visto. Igual que sus ojos,parecían tener vida propia, de suerte queaquellas manos parecían seres vivos,independientes del cuerpo al quepertenecían. Las apoyó en la mesa yvolvió a hablar, con voz acariciante.

—Es bueno estar de vez en cuandoen un lugar tranquilo, en un lugar dondereina la paz. Ocurre que uno se vasintiendo tan cansado, tan cansado. Tanfatigado, realmente tan fatigado.

Cogió un vestidito de la mesa y sepuso a coserlo. Los largos dedos hacíancorrer la aguja mientras la otra manodaba vueltas y movía el pequeño atavío.¡Cuán maravilloso era ver moverse

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aquellas manos, largas y blancas,rítmicamente, como una canción sinparar!

—Ah, sí, nada penetra aquí delmundo de fuera —dijo ella, en voz baja,cargada de dulces entonaciones—. Aquítodo es paz y tranquilidad, tranquilidad.

Aparté mis ojos con renuencia de lalenta danza de aquellas manos, delondular de aquellos dedos largos ydelicados que se movían con tanto ritmo.Con tanta tranquilidad. Los ojos de laconstructora de muñecas me miraban,tiernos y gentiles, llenos de aquella pazde la que ella había estado hablando.

No me vendría mal relajarme unpoco, recuperar fuerzas para la batalla

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que debía venir. Y yo estaba cansado.¡No me había imaginado cuánto! Mimirada volvió a sus manos. Unas manosextrañas que ya no pertenecían a aquelcuerpo enorme, lo mismo que los ojos yla voz.

¡Quizá no le pertenecieran deverdad! Quizá aquel cuerpo enorme nofuera sino un manto, algo que cubría elverdadero cuerpo al que pertenecían losojos, las manos y la voz. Aquello se meocurrió al ver el lento ritmo de lasmanos. ¿Cómo sería el cuerpo del queformaban parte? ¿Sería tan hermosocomo las manos, los ojos y la voz?

Ella estaba tarareando un aireextraño. Era una melodía que

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adormilaba como una nana. Reptó a lolargo de mis agotados nervios hasta mimente cansada, destilando sueño, sueño.Del mismo modo que las manos estabantejiendo sueño. Al igual que los ojos meinundaban de sueño.

¡Sueño!Algo en mi interior rabió

furiosamente ¡ordenándome que medespertara, que me librara de aquelletargo!

Por el esfuerzo desgarrador que mehizo subir, medio ahogado, a lasuperficie de la consciencia, supe quedebía de llevar caminando largo trechoen aquel extraño sueño. Y durante uninstante, en el umbral del despertar total,

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vi la habitación que Walters había visto.Vasta, llena de una luz melada, las

tapicerías antiguas, los artesonados, losbiombos esculpidos que ocultabanformas agazapadas que se reían, se reíande mí. Y en la pared, el espejo, ¡y eracomo la mitad de un inmenso glóbulo deagua cristalina en cuyo interior lasimágenes de las esculturas que rodeabansu bastidor ondeaban como los reflejosde la vegetación alrededor de una pozade agua clara en medio del bosque!

La inmensa habitación parecióoscilar y desapareció.

Yo seguía en el sillón, volcado enmedio de aquella habitación adonde mehabía conducido la constructora de

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muñecas. Y la constructora de muñecasestaba a mi lado, cerca de mí. Memiraba con una curiosa perplejidad y,así me pareció, un asomo de disgusto.De repente se me ocurrió que daba laimpresión de haber sido interrumpidainesperadamente.

¿Interrumpida? ¿Cuándo se habíalevantado de su silla? ¿Cuánto tiempohabía estado yo dormido? ¿Qué mehabía hecho ella mientras yo estabadurmiendo? ¿Qué era aquel tremendoesfuerzo de voluntad mediante el cualme había sustraído a su telaraña,impidiendo que la terminara?

Intenté hablar y no pude. Permanecícon la lengua atada, furioso, humillado.

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Comprendí que había sido atrapadocomo el último de los novatos Yo, quedebiera haber estado completamentealerta, sospechando cualquier jugada.Atrapado por una voz, unos ojos y elondular de unas manos, por la reiteradasugestión de que me encontraba cansado,muy cansado y de que allí había paz ysueño, sueño.

¿Qué me había hecho mientrasdormía? ¿Por qué no podía moverme?Era como si hubiera empleado toda mienergía en aquel tremendo esfuerzo parasalir de la telaraña de su sueño. Estabainmóvil, silencioso, agotado. Ningúnmúsculo obedecía los dictados de mivoluntad. Las debilitadas manos de mi

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voluntad llegaban hasta ellos ydesfallecían.

La constructora de muñecas se rió.Se dirigió a los armarios de la paredmás alejada. Mis ojos la siguieron, sinpoder hacer nada. No había el más levesíntoma de mejoría en la parálisis queme inmovilizaba. Tiró de un resorte y lapuerta de uno de los armarios se abrió.

En el interior había una muñeca deniña. Una muchachita de rostro dulce ysonriente. La miré y sentí una opresiónen el corazón. En sus pequeñas manos,que tenía juntas, llevaba uno de losalfileres-daga. Por eso supe que setrataba de la muñeca que había cobradovida en los brazos de la pequeña de los

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Gilmore, que había bajado de la camade la niña y que había correteado hastala cama y clavado…

—¡Ésta es una de mis muñecaspeculiarmente mejores! —los ojos de laconstructora de muñecas estaban sobremí, llenos de cruel sorna—. ¡Una buenamuñeca! Quizá un poquito descuidada enocasiones. Se olvida de traerse loslibros de la escuela cuando va de visita.¡Pero tan obediente! ¿Le gustaría para sunietecita?

Rió nuevamente con esa risa jovial,turbadora, diabólica. Y, súbitamente,supe que Ricori había tenido razón y quehabía que matar a aquella mujer. Hiceacopio de toda mi voluntad para saltar

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hacia ella. No pude mover ni un dedo.Las largas manos blancas palparon

el siguiente armario y tocaron su resorteoculto. El entumecimiento de mi corazónse convirtió en la opresión de una manode hielo. Mirándome fijamente desde elfondo de aquel armario estaba Walters.

¡Y había sido crucificada!Tan perfecta, tan viva era la muñeca

que era como ver a la misma joven através de una lente reductora. No meimaginaba estar viendo una muñeca, sinouna mujer joven. Estaba vestida con suuniforme de enfermera. No tenía cofia, yel cabello negro le caía en desordensobre el rostro. Sus brazos estabanextendidos y en cada una de las palmas

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de sus manos había un clavo, que lassujetaba a la pared del fondo delarmario. Llevaba los pies descalzos, unopuesto encima del otro, y a través de losempeines había sido hundido otro clavo.Para completar aquella sugerenciablasfema y espantosa, encima de lacabeza podía verse un pequeño rótulo.Decía así:

«La mártir castigada».

La constructora de muñecasmurmuró con una voz como la miel quese cosecha de las flores del infierno:

—Esta muñeca no se comportó bien.

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Ha sido desobediente. Yo castigo a mismuñecas cuando no se comportan bien.Pero veo que usted está apenado. Bueno,ya ha sido suficientemente castigada porel momento.

Las largas manos blancas sedeslizaron en el armario y retiraron losclavos de manos y pies. La muñecaquedó de pie, apoyada en la pared delfondo. La mujer se volvió hacia mí.

—¿Le gustaría, quizá, para su nieta?¡Lástima! No está a la venta. Tiene queaprender las lecciones antes de quesalga nuevamente de aquí.

Su voz cambió, perdió su diabólicadulzura y se cargó de amenaza:

—¡Ahora escúcheme doctor Lowell!

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¿Qué creía, que no sabía quién erausted? Le conocí en cuanto le vi.¡También usted necesita una lección! —sus ojos llamearon sobre mi cabeza—.¡Y la tendrá! ¡Necio! Usted, quepretende curar la mente y no conocenada, nada le digo, de lo que es lamente. Usted, que sólo concibe la mentecomo parte de una máquina de carne yhueso, sangre y nervios, y no conocenada de lo que alberga. Usted, que noadmite la existencia de nada a menosque pueda medirlo en sus tubos deensayo u observarlo en su microscopio.Usted, que define la vida como unfermento químico, y la conciencia comoun producto de las células. ¡Necio! ¡Y,

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sin embargo, usted y ese salvaje deRicori se han atrevido a molestarme, ainterferir con lo que hago, a rodearme deespías! ¡Atraverse a amenazarme a mí, aMí, que poseo el saber antiguo a cuyolado su ciencia es como el mayor de losdespropósitos[26]! ¡Yo sé quiénes son losmoradores de la mente, y los poderesque se manifiestan a través de ella, yquienes moran al otro lado de ella!Todos acuden a mi llamada. ¡Y ustedpiensa que puede oponer su mezquinoconocimiento al mío! ¡Necio! ¿Me hacomprendido? ¡Hable!

Me apuntó con un dedo. Sentí que migarganta se distendía, y supe que denuevo podía hablar.

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—¡Bruja del infierno! —exclamé,con un rugido—. ¡Maldita asesina! ¡Irása la silla eléctrica cuando haya acabadocontigo!

Se volvió hacia mí, riendo.—¿Me entregará usted a la Ley? ¿Y

quién iba a creerle? ¡Nadie! Laignorancia que su ciencia ha cobijado esmi escudo. La oscuridad de suincredulidad es mi fortalezainconquistable. ¡Váyase a jugar con susmáquinas, necio! ¡Juegue con susmáquinas! ¡Pero no se mezcle másconmigo!

Su voz fue haciéndose mortal mentetranquila.

—Le diré esto: Si quiere vivir, si

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quiere que vivan aquellos que le sonqueridos, llévese a sus espías. Ricori nopuede salvarle. Es mío. Pero usted novuelva a acordarse de mí. No seentrometa más en mis asuntos. No temo asus espías, pero me ofenden. Lléveselos.Ahora mismo. Si al anochecer todavíasiguen vigilando…

Me cogió del hombro con una presadolorosa y me empujó hacia la puerta.

—¡Váyase!Me esforcé en recobrar mi voluntad,

en levantar los brazos. Si hubierapodido hacerlo la hubiera abatido comoa una bestia rabiosa. Pero no pudemoverlos. Caminé a través de lahabitación como un autómata mientras

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me dirigía a la puerta. La constructorade muñecas la abrió.

Hubo un ruido extraño, como uncrujido, en los armarios. Con muchadificultad, moví la cabeza.

La muñeca de Walters se había caídohacia delante. Asomaba medio cuerpopor fuera. Balanceaba los brazos, comoimplorando que me la llevara. Pude veren las palmas de sus manos las marcasde los clavos con que la habíancrucificado. Sus ojos estaban fijos enlos míos.

—¡Váyase! —dijo la constructora demuñecas—. ¡Y no lo olvide!

Con el mismo paso desmayadocaminé a través del corredor y entré en

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la tienda. La joven me miró con ojos demirada perdida y llenos de terror. Comosi tras de mí se hallara una mano que meempujaba inexorablemente, atravesé latienda y salí por su puerta a la calle.

¡Y me pareció oír, sí oír, la risaburlona y diabólicamente dulce de laconstructora de muñecas!

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CAPÍTULO 14

La constructora de muñecasataca

n el momento en que salí a la calle,voluntad y movimiento volvieron a mí.En un súbito acceso de ira, me volvípara entrar de nuevo en la tienda. A unpie de ella choqué una vez más contra unmuro invisible. No podía avanzar ni unpaso, ni levantar las manos para tocar lapuerta. Era como si, en aquel punto, mi

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voluntad se negase a funcionar o, másbien, como si mis brazos y piernas senegasen a obedecer a mi voluntad.Supuse que debía tratarse de unasugestión poshipnótica de un tipoextraordinario, que formaba parte delmismo fenómeno que me había dejadoparalizado delante de la constructora demuñecas y que me había hecho salir desu madriguera como un robot. Vi aMcCann que se dirigía hacia mí, ydurante un instante tuve la disparatadaidea de ordenarle que entrara y liquidaraa Madame Mandilip con una bala. Elsentido común me dijo rápidamente queno podría dar una explicación racionalpara aquel asesinato y que,

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probablemente, deberíamos expiarloante el mismo instrumento de ejecucióncon que yo le había amenazado a ella.

—Ya comenzaba a preocuparme,Doc —dijo McCann—. He estado apunto de entrar a por usted.

—Vámonos, McCann —comenté—.Quiero volver en seguida a casa.

Me miró a la cara y lanzó un silbido.—Parece como si acabara de salir

de una batalla, Doc.—En efecto —contesté—. Y todos

los honores le corresponden a MadameMandilip por ahora.

—Pero salió muy tranquilo. Y nocomo el jefe, con esa bruja escupiéndoleinjurias a la cara. ¿Qué ocurrió?

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—Ya se lo contaré más tarde.Déjeme un instante tranquilo. Quieropensar.

Lo que realmente quería erarecuperar mi autodominio. Mi mente,que parecía entumecida, intentabacogerse a algo tangible. Era como siestuviese atrapado entre telarañas decaracterísticas extremadamentedesagradables y que, después delibrarme de ellas, aún se adhirieran a mimente algunas de sus hilachas. Entramosen el coche y recorrimos algunosminutos en silencio. Después, lacuriosidad de McCann pudo con él.

—De cualquier modo, ¿qué lepareció? —preguntó.

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Para entonces yo ya había tomadouna determinación. Jamás había sentidola aversión, el frío odio, la implacablenecesidad de matar, que aquella mujerhabía suscitado en mí. No se trataba deque mi orgullo hubiera sufrido, aunquese hallaba bastante mancillado. No, erala convicción de que en la habitación dela trastienda moraba el más negro de losmales. Un mal tan inhumano y ajenocomo si la constructora de muñecasacabara de salir derecha de aquelinfierno en el que creía Ricori. No podíallegarse a ningún compromiso con aquelmal. Ni con la mujer en la que semanifestaba.

—McCann —dije—, en todo el

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mundo no hay nada tan maligno comoesa mujer. No deje que la joven se leescurra de nuevo entre los dedos. ¿Creeque sabe que ustedes la vieron anoche?

—No lo sé. Pero no lo creo.—Aumente el número de vigilantes

delante y detrás de la casa, a un mismotiempo. Y hágalo abiertamente, para quelas mujeres no vayan a sospechar nada.Lo único que pensarán, a menos que lajoven fuera consciente de ser observada,es que aún desconocemos la otra salida.Pensarán que nosotros creemos que ellaintentará deslizarse, sin ser vista, o bienpor delante o bien por detrás. Tenga uncoche a punto en cada uno de losextremos de la calle donde guarda el

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cupé. Pero tenga cuidado para nolevantar sospechas. Si la joven aparece,sígala —y en ese punto, no supe quédecir.

—¿Y entonces, qué? —preguntóMcCann.

—Quiero que la cojan, que la rapten,que la secuestren, como ustedes lollamen. Tiene que ser hecho en el máscompleto silencio. Se lo dejo a usted.Sabe cómo hay que hacer esas cosasmucho mejor que yo. Háganlorápidamente y en silencio. Pero nodemasiado cerca de la tienda de lasmuñecas sino lo más lejos que puedan.Amordacen a la joven, átenla si esnecesario. Pero cójanla. Después,

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registren a fondo su coche. Lleven a lajoven a mi casa junto con lo que hayanencontrado. ¿Me ha comprendido?

—Si aparece —dijo—, lacogeremos. ¿Le va a aplicar usted eltercer grado?

—Eso y algo más. Quiero ver lareacción de la constructora de muñecas.Eso puede impulsarla a realizar algunaacción que nos permita ponerle lasmanos encima legítimamente. Ponerla alalcance de la Ley. No sé si tendrá o noalgún tipo de sirvientes invisibles, peromi intención es privarla del visible. Estopodría dar lugar a que los otros semanifestasen. Por lo menos, laincomodará.

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—Le ha debido de zurrar fuerte, Doc—dijo, mirándome con curiosidad.

—En efecto —me limité a contestar.Él pareció dudar.

—¿Se lo va a contar al jefe? —preguntó, finalmente.

—Puede que se lo cuente esta nocheo no. Depende de cómo se encuentre.¿Por qué?

—Bueno, si vamos a llevar a caboalgo parecido a un secuestro, creo que éldebiera saberlo.

—McCann —dije, cortante—, creohaberle dicho que el mensaje de Ricoriera que usted obedecería mis órdenescomo si procedieran de él. Ya le hedado sus órdenes. Acepto toda la

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responsabilidad.—Okay —contestó, pero pude ver

que aún le quedaba algo de duda.En aquellos momentos, suponiendo

que Ricori se hubiera recuperado losuficiente, no había motivo real para queno le contara a él lo sucedido durante miencuentro con Madame Mandilip. ConBraile era diferente. Como ya comenté,siendo más que sospechosa la relaciónentre él y Walters, no le conté lo de lamuñeca crucificada ya que ni entonces nidespués pensé que fuera una muñecacrucificada, sino la propia Walterscrucificada. Si se lo contaba, sabía queno habría ninguna manera de impedirleque fuese a atacar inmediatamente a la

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constructora de muñecas. Y yo no queríaeso.

Pero era consciente de unarepugnancia casi invencible en loreferente a contarle a Ricori los motivosde mi visita. Lo mismo me pasaba conBraile en las demás cuestiones, apartede lo de la muñeca Walters. ¿Y por quésentía lo mismo respecto a McCann?Acabé achacándolo a la vanidad herida.

Nos detuvimos ante mi casa. Erancerca de las seis. Antes de salir delcoche repetí mis instrucciones. McCannasintió.

—Okay, Doc. Si sale, la cogeremos.Entré en casa y encontré una nota de

Braile que decía que no iría a verme

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hasta después de la cena. Aquello meagradó. Temía enfrentarme a suspreguntas. Supe que Ricori estabadormido y que recuperaba sus fuerzascon una rapidez sorprendente. Instruí ala enfermera para que le dijera, sidespertaba, que iría a hacerle una visitadespués de cenar. Decidí echarme eintentar descabezar un ligero sueño antesde comer algo.

No pude dormir, el rostro de laconstructora de muñecas se me aparecíaen cuanto comenzaba a relajarme,suscitando en mí una intensa sensaciónde alerta.

Me levanté a las siete y tomé unacopiosa y excelente cena, que

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acompañé, deliberadamente, del doblede la dosis de vino que suelo permitirmede ordinario, terminando con cafécargado. Cuando me levanté de la mesame sentí indiscutiblemente mejor,mentalmente en alerta y dueño de mímismo una vez más, o eso creía. Habíadecidido informar a Ricori de lasinstrucciones que había dado a McCannreferentes al rapto de la joven.Comprendí que aquello implicaba quetendría que aleccionarle durante unminuto en lo concerniente a mi visita ala tienda de muñecas, pero ya habíapensado en la historia que iba acontarle.

¡Con un claro sobresalto comprendí

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que aquella historia era la única quepodía contarle! Vi claramente que nopodía comunicar a los demás losdetalles que había omitido de ella,incluso si lo deseaba. Y que aquellodebía obedecer a una orden de laconstructora de muñecas, ¡una sugestiónposhipnótica que formaba parte de lasdemás inhibiciones que ella debía dehaber impuesto a mi voluntad; esasmismas inhibiciones que habían anuladomis facultades delante de ella, que mehabían hecho salir de su tienda como unrobot y me habían tenido alejado de supuerta cuando intentaba entrarnuevamente!

Durante aquel breve trance

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hipnótico, ella me había dicho: «Esto yesto otro no tienes que contarlo. Esto yesto otro tienes que hacerlo».

No podía hablar de la muñeca de laniña, de rostro angelical y armada con elalfiler-daga, que había quebrado el vasode la vida de Gilmore. No podía hablarde la muñeca de Walters ni de sucrucifixión. No podía hablar de la tácitaadmisión de la constructora de muñecasde que ella había sido responsable delas muertes que nos habían conducido aella desde un principio.

Sin embargo, ser consciente deaquello me hizo sentir mejor. Al menossuponía algo comprensible: la pruebapalpable que me había molestado en

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buscar; algo que en sí nada tenía dehechicería ni de poderes oscuros; algoque pertenecía por entero al dominio demi propia ciencia. En muchas ocasioneshabía hecho lo mismo a mis pacientes,trayendo sus mentes de vuelta a lanormalidad mediante aquellassugestiones poshipnóticas.

También había un medio paraexpulsar de mi propia mente lassugestiones, de la constructora demuñecas, si quería. ¿Debía ponerlo enpráctica? Con cierta testarudez, decidíque no. Hubiera sido admitir que teníamiedo de Madame Mandilip. La odiaba,sí, pero no la temía. Ahora que conocíasu técnica habría sido un desatino no

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observar sus resultados en mí mismo,como si realizara un experimento delaboratorio. Me dije que había recorridola gama de todas las sugestiones, quecualquier otra cosa que hubiese estadopensando implantar dentro de mi mentehabía resultado infructuosa por miinesperado despertar.

¡Ah, pero la constructora demuñecas había estado en lo cierto alllamarme necio!

Cuando apareció Braile, ya estabaen condiciones de recibirle conserenidad. Apenas le había saludadocuando la enfermera que atendía aRicori me llamó para decirme que supaciente acababa de despertarse y que

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estaba ansioso de verme.—Es una suerte. Venga conmigo y

así me libraré de tener que contar dosveces la misma historia —dije a Braile.

—¿Qué historia? —preguntó.—La de mi entrevista con Madame

Mandilip.—¡La ha visto! —dijo, incrédulo.—Pasé la tarde con ella. Es de lo

más interesante. Venga y se lo contare.Me lo llevé a toda prisa hasta el

Anexo, sordo a sus preguntas. Ricori sehabía incorporado en su lecho. Le hiceun rápido reconocimiento. Aunquetodavía estaba un poco débil, podíadejar de considerarlo un paciente. Lefelicité por lo que era una auténtica

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recuperación fuera de lo corriente. Y ledije, bajando la voz:

—He visto a su bruja y hablado conella. Tengo mucho que contar. Ordene asu gente que se sitúe en el pasillo. Voy aprescindir cierto tiempo de laenfermera.

Cuando los guardaespaldas y laenfermera se hubieron ido, me lancé acontarles los sucesos del día,comenzando con la llamada urgente deMcCann para que fuera al apartamentode los Gilmore. Ricori escuchó, conrostro sombrío, mi repetición de lahistoria de Mollie. Y dijo:

—¡Primero su hermano y después sumarido! ¡Pobre, pobre Mollie! ¡Pero

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será vengada! Si[27]! ¡Con creces! ¡Sí!Di mi grosera e incompleta versión

de mi encuentro con Madame Mandilip.También conté a Ricori lo que le habíaordenado hacer a McCann.

—De esta manera, al menos estanoche podremos dormir en paz —dije—. Pues si la joven sale fuera con lasmuñecas, McCann la cogerá. Y si nosale, entonces no pasará nada. Estoycompletamente seguro de que sin ella laconstructora de muñecas no puedeatacar. Espero que usted lo apruebe,Ricori.

Me estudió intensamente durante unmomento.

—Lo apruebo, doctor Lowell. Lo

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apruebo con mucho gusto. Ha hecho loque yo si hubiera estado en su lugar.Pero no creo que nos haya contado todolo que sucedió entre usted y la bruja.

—Ni yo —dijo Braile.Me levantó.—De cualquier modo, les he

contado lo esencial. Estoy muerto decansancio. Voy a darme un baño e irme ala cama. Ahora son las nueve y media.Si sale la joven, no estará aquí antes delas once, posiblemente después. Me voya dormir hasta que McCann la traiga. Sino la trae, dormiré toda la noche de untirón. Está decidido. Guárdense suspreguntas para mañana.

La mirada interrogante de Ricori no

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me había dejado.—¿Por qué no se queda a dormir

aquí? ¿No sería más prudente parausted?

Me dominó una oleada de intensairritación. Mi orgullo estaba demasiadovapuleado por mi comportamiento conla constructora de muñecas y por lamanera en que se había burlado de mí. Yla sugerencia de que me ocultara de ellatras las pistolas de sus hombres abrió laherida aún fresca.

—No soy un niño —contesté,enfadado—. Soy lo suficientementecapaz de cuidar de mí mismo. No tengoque vivir detrás de un biombo depistoleros.

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Me callé en seco, lamentando haberdicho aquello. Pero Ricori no pareciómolesto. Asintió y se acomodó en susalmohadas.

—Acaba de decirme lo que queríasaber. Veo que lo pasó muy mal con labruja, doctor Lowell. Y no nos hacontado todos los detalles esenciales.

—¡Lo siento, Ricori! —dije.—No se preocupe —sonrió por

primera vez—. Lo comprendoperfectamente. Yo también tengo algo depsicólogo. Pero le diré esto: pocoimporta que McCann nos traiga o no a lachica esta noche. Mañana la bruja va amorir y la chica con ella.

No contesté. Volví a llamar a la

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enfermera y a situar a losguardaespaldas dentro de la habitación.A pesar de lo confiado o no que pudierasentirme, no quería correr ningún riesgoen lo referente a la seguridad de Ricori.No le había hablado de la amenazadirecta que la bruja había proferidocontra él, pero yo no la había olvidado.

Braile me acompañó hasta miestudio y dijo, en tono de excusa:

—Ya sé que debe de estarcondenadamente cansado, Lowell, y noquiero importunarle. Pero ¿no medejaría que me quedara en su habitacióncon usted mientras duerme?

—¡Por el amor de Dios, Braile! —exclamé, con la misma irritabilidad

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insólita de antes—. ¿No ha oído lo quele dije a Ricori? Le estoy muyagradecido a usted y todo lo demás,pero eso se aplica también a usted.

—Me quedaré al menos en elestudio, completamente despierto, hastaque llegue McCann, o la aurora. Si oigocualquier ruido en su habitación entraréen ella. Cada vez que quiera echarle unvistazo para ver si todo va bien, entraré.No cierre la puerta con llave, porque silo hace la echaré abajo. ¿Ha quedadotodo claro?

Mi furia creció. Él dijo:—Entonces, de acuerdo.—Muy bien. Se ha salido con su

santa voluntad.

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Me fui a mi dormitorio y di unportazo después de entrar. Pero no echéla llave.

Estaba cansado, de eso no habíaduda. Incluso sólo una hora de sueñosupondría algo para mí. Decidí nomolestarme en bañarme y comencé adesvestirme. Cuando me estaba quitandola camisa, noté un minúsculo alfilerencima del lado izquierdo del corazón.Me desabroché la camisa y miré pordentro. ¡En ella habían prendido unacuerda de nudos!

Di un paso hacia la puerta, con laboca abierta para llamar a Braile. Perome paré en seco. No quería enseñárselaa Braile, porque eso supondría una serie

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de interminables preguntas. Y yo queríadormir.

¡Dios! ¡Cómo quería dormir!Mejor sería quemar la cuerda.

Busqué una cerilla para quemarla, oí lospasos de Braile en la puerta y me laguardé rápidamente en el bolsillo delpantalón.

—¿Qué quiere? —pregunté.—Sólo ver que usted se mete en la

cama de una vez.Abrió la puerta, pero sólo una

rendija. Por supuesto que lo que queríaver era si la había cerrado o no conllave. Yo no dije nada y seguíquitándome la ropa.

Mi dormitorio es una gran habitación

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de techo alto, situada en el segundo pisode mi casa. Está en la parte de detrás,junto al estudio. Tiene dos ventanas quedan al jardincillo, ambas enmarcadaspor la enredadera. La habitación tieneuna de esas lámparas de araña, una cosaenorme, de estilo antiguo, cubierta deprismas —lustres creo que se llaman—,y largos colgantes de vidrio tallado,dispuestos en seis círculos de donde selevantan los soportes de las velas. Esuna pequeña réplica de una de esasprimorosas arañas de la Sala de laIndependencia de Filadelfia, y cuandocompré la casa no quise que la quitaran,ni que montaran en ella bombillas. Micama está en el extremo de la

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habitación, y cuando me vuelvo hacia laizquierda puedo ver las ventanasenmarcadas por débiles reflejos. Losmismos reflejos inciden en los prismas,de suerte que la araña se convierte enuna pequeña nube que titila como unanebulosa. Tranquiliza e induce al sueño.En el jardín hay un antiguo peral, elúltimo superviviente de un huerto deárboles frutales que en la época de laNueva York tranquila alzaban al sol susramas floridas en primavera. La arañaestá justo más allá del pie de la cama. Elinterruptor de la luz está en la cabecera.En una de las paredes puede verse unaantigua chimenea esculpida en mármol,con una amplia repisa en la parte

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superior, Para visualizar lo que sigue, esnecesario tener estos detalles in mente.

Para cuando ya me había desvestido,Braile, claramente convencido de midocilidad, había cerrado la puerta yregresado al estudio. Yo cogí la cuerdade nudos, «la escala de la bruja», y laarrojé con deprecio encima de la mesa.Supongo que en aquel gesto había algode bravata; quizá, si no hubiera estadotan seguro de McCann, hubierapersistido en mi intención original dequemarla. Me preparé un sedante,apagué las luces y me metí en la camapara dormir. El sedante hizo efectorápidamente.

Me hundí profundamente, cada vez

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más hondo, en un mar de sueño,profundamente, hondamente.

Me desperté.Miré a mi alrededor, ¿cómo había

llegado a aquel lugar tan extraño?Estaba de pie dentro de un pozo circularpoco profundo, cubierto de hierba. Elborde del pozo sólo me llegaba a lasrodillas. El pozo se encontraba en mediode un prado circular y llano, de quizá uncuarto de milla de diámetro. Tambiénéste se hallaba cubierto de hierba: unahierba extraña, de flores púrpura.Alrededor del círculo de hierba seinclinaban unos árboles poco familiares,árboles cubiertos de escamas verdeesmeralda y escarlata, árboles de ramas

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colgantes cubiertas de hojas como las delos helechos y enmarañadas de viñasque eran como serpientes. Los árbolesrodeaban la pradera, vigilantes, alertas,vigilándome, esperando a que memoviera.

¡No, no eran los árboles los quevigilaban! Eran unas cosas ocultas entrelos árboles acechando, unas cosasmalignas, unas cosas diabólicas ¡Y esoera lo que me vigilaba, esperando a queme moviera!

Pero ¿cómo había ido yo a pararallí? Miré mis piernas, estiré los brazos.Estaba vestido con el pijama azul con elque me había ido a la cama, pero mehabía ido a la cama en mi casa de Nueva

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York. ¿Cómo había llegado hasta allí?Aquello no parecía un sueño.

Acababa de descubrir que se podíasalir por tres senderos de aquel pozopoco profundo. Después de franquear elborde se dirigían siguiendo direccionesdiferentes hacia los bosques. De repentesupe que debía tomar uno de aquellossenderos, y que era de importancia vitalque escogiera el correcto, el único quepodría seguir a salvo, ya que los otrosharían que cayese en manos de aquellascosas al acecho.

El pozo comenzó a encogerse. Sentíque su fondo se elevaba bajo mis pies.¡El pozo me expulsaba! Salté hacia elsendero que había a mi derecha y

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comencé a caminar lentamente por él.Luego, sin desearlo, eché a correr porél, cada vez más deprisa, hacia losbosques. Mientras me acercaba, vi queel sendero atravesaba los bosques, tanderecho como el vuelo de una flecha,que tenía una anchura de unos tres pies,que se hallaba bordeado estrechamentede árboles, y que se desvanecía en ladistancia de aquella penumbra verde.Seguí corriendo, cada vez más deprisa.Acababa de entrar en el bosque, y lascosas invisibles se agazapaban entre losárboles que bordeaban el sendero,apiñándose en sus márgenes, acudiendosilenciosamente de todo el bosque. Notenía ni idea de qué eran esas cosas, ni

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de lo que me harían si me cogían. Sólosabía que ninguna agonía que yo pudieraimaginar podría igualar lo que sentiría sime atrapaban.

Y seguí corriendo a través delbosque, y cada paso era una pesadilla.Sentí manos que se estiraban paraatraparme, oí susurros penetrantes.Sudando, temblando, dejé atrás elbosque y eché a correr hacia una vastallanura que se extendía, sin árboles,hasta el distante horizonte. La llanuracarecía de rastros y de senderos, yestaba cubierta de una hierba pardusca yseca. Era, así me vino a la imaginación,como el brezal agitado por el viento delas tres brujas en Macbeth. Poco

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importaba, era mucho mejor que elbosque embrujado. Hice un alto y mevolví hacia los árboles. Desde ellos mellegó la mirada de miríadas de ojosdiabólicos.

Les di la espalda y eché a corrersobre la reseca llanura. Levanté la vistahacia el cielo. El cielo era una brumaverde. Muy en lo alto, dos orbesanublados comenzaron a relucir comosoles negros. No, no eran soles: eranojos.

¡Los ojos de la constructora demuñecas!

Me miraban fijamente desde elbrumoso cielo verde.

Sobre el horizonte de aquel extraño

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mundo, dos manos gigantescascomenzaron a levantarse, comenzaron adeslizarse hacia mí para capturarme yarrojarme de nuevo al bosque, unasmanos blancas de largos dedos y cadauno de aquellos largos dedos blancosera un ser vivo.

¡Las manos de la constructora demuñecas!

Los ojos fueron acercándose, aligual que las crispadas manos.

Del ciclo llegaron risotadas, unastras otras.

¡La risa de la constructora demuñecas!

Mientras aquella risa aún resonabaen mis oídos, me desperté o me pareció

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que me despertaba. Estaba en mihabitación, incorporado en la cama.Estaba empapado en sudor, y mi corazónlatía tan fuerte que me temblaba elcuerpo. A la luz que entraba por lasventanas podía ver la araña titilandocomo una pequeña nebulosa. Podía verel tenue contorno de las ventanas; todoestaba muy en silencio.

Hubo un movimiento en una de lasventanas. Intenté salir de la cama y verqué era.

¡Y no pude moverme!Un débil resplandor verde comenzó

a inundar la habitación. Al principiopensé que era como la parpadeantefosforescencia que uno observa sobre

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los troncos en descomposición. Crecía yse desvanecía, subía y bajaba, peroaumentando siempre de intensidad. Mihabitación pareció plana. La arañarelucía como una esmeralda endescomposición.

¡Vi una carita en la ventana! ¡Elrostro de una muñeca! El corazón me dioun salto, luego se heló de desesperación.Y pensé:

«¡McCann ha fallado! ¡Esto es elfin!».

La muñeca me miró con una mueca.Su rostro, recién afeitado, era el de unhombre que rozaba la cuarentena. Lanariz era larga, la boca grande y delabios delgados. Los ojos estaban

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entornados bajo unas cejas pobladas.Resplandecían, rojos como rubíes.

La muñeca reptó por encima delalféizar. Se deslizó, de cabeza, en lahabitación. Estuvo un instante apoyadasobre su cabeza, agitando sus piernas.Dio un doble salto y se puso de pie,llevándose a los labios una de susmanitas y fijando sus rojos ojos en losmíos, aguardando. ¡Como si esperase unaplauso! Estaba vestida con la malla y eljubón de un acróbata de circo. Me hizouna reverencia. Después, con un gestorebuscado, señaló la ventana.

Desde allí estaba fisgando otracarita. Era austera, fría, la cara de unhombre de sesenta años. Llevaba unas

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pequeñas patillas. Me miró con laexpresión que, según supuse, debe deadoptar un banquero cuando alguien aquien odia se dirige a él para pedirle unpréstamo. Aquel pensamiento mepareció enrevesadamente divertido.Pero, de repente, dejó de parecérmelo.

¡Una muñeca banquero! ¡Una muñecaacróbata!

¡Las muñecas de dos de quieneshabían sufrido la «muerte desconocida»!

La muñeca del banquero bajódignamente de la ventana. Llevaba untraje de tarde, pajarita, cuello duro todoimpecable. Se volvió y con la mismadignidad tendió una mano hacia elalféizar. Allí estaba otra muñeca, la

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muñeca de una mujer de la misma edadque el banquero, ataviada como él conun correcto traje de tarde.

¡La solterona!Con muchos remilgos, la muñeca de

la solterona cogió la mano que leofrecían. Saltó ágilmente al piso.

Una cuarta muñeca apareció en laventana, cubierta con una malla delentejuelas de pies a cabeza. Saltó comosi volara y fue a parar al lado de lamuñeca acróbata. Me miró con un rostroque era pura mueca y me hizo unareverencia.

Las cuatro muñecas echaron a andarhacia mí, los acróbatas al frente y, trasellos, con pasos lentos y mesurados, la

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muñeca solterona y la muñeca banquerocogidas del brazo.

Grotescas, fantásticas, eso eran,pero en absoluto divertidas. ¡Dios, no! Ysi en ellas había algo de humor, debía deser de ése que sólo hace reír a losdemonios.

«¡Braile está justamente al otro ladode la puerta! ¡Si solamente pudierahacer algún ruido!», pensé, condesesperación.

Las cuatro muñecas se detuvieron,como si deliberasen. Los acróbatashicieron una pirueta y se llevaron lamano a la espalda. De sus ocultas vainassacaron sus alfileres-daga. En las manosde la muñeca banquero y de la muñeca

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solterona aparecieron unas armassimilares. Me apuntaron con ellas, comosi fueran espadas.

Las cuatro prosiguieron su marchahacia mi cama.

Los ojos rojos de la segunda muñecaacróbata —supe que se trataba deltrapecista— no se habían apartado de laaraña. Se detuvo a estudiarla.Apuntando hacia ella, volvió a envainarel alfiler-daga y dobló las rodillas,juntando las manos en estribo pordelante. La primera muñeca asintió,luego se detuvo, calculando sin lugar adudas la altura de la araña respecto alpiso y el mejor modo de llegar hastaella. La segunda muñeca señaló hacia la

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repisa de la chimenea y ambas treparonhasta la amplia plataforma. La parejamayor las observó, al parecer conmucho interés. No habían envainado susalfileres-daga.

La muñeca acróbata se agachó y lamuñeca trapecista posó un diminuto pieen sus manos en estribo. La primeramuñeca se irguió, y la segunda muñecacruzó la distancia que separaba la repisade la araña, se cogió a uno de loscírculos de colgantes y ahí se quedó. Acontinuación, la otra muñeca dio unsalto, se agarró a la araña y se quedócolgada al lado de su camarada cubiertode lentejuelas.

Vi cómo la pesada y antigua lámpara

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temblaba y oscilaba. Una docena deprismas cayeron al suelo, aplastándose.En el silencio de muerte, aquello eracomo una explosión.

Oí a Braile llegar corriendo hasta lapuerta. La abrió de un golpe. Se detuvoen el umbral. Podía verle claramente enla luminiscencia verde, que yo sabía queél no podía ver, pues para él lahabitación estaba en tinieblas. Exclamó:

—¡Lowell! ¿Se encuentra bien? ¡Déla luz!

Intenté gritar. Avisarle. ¡En vano!Avanzó a tientas, rodeando los pies

de la cama, hacia el interruptor de la luz.Entonces pensé que había visto lasmuñecas. Se detuvo en seco,

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exactamente debajo de la araña, mirandohacia arriba.

Y mientras lo hacía, la muñeca quequedaba encima de él, cogida de lalámpara por una mano, sacó el alfiler-daga de su vaina y se dejó caer sobrelos hombros de Braile ¡apuñalándolecon saña en la garganta!

Braile lanzó un grito agudo. Elchillido se mudó en un espantosoborborigmo.

Entonces vi que la araña oscilaba yse agitaba. Se soltó de sus antiguosanclajes. Con un estruendo que sacudiótoda la casa, cayó encima de Braile y dela diabólica muñeca que destrozaba sugarganta.

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Repentinamente, el resplandor verdedesapareció. Por la habitación hubo unacarrera precipitada como de grandesratas.

La parálisis me abandonó. Alarguéla mano hacia el interruptor y di la luz,

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mientras saltaba de la cama.Unas pequeñas figuras escalaban la

ventana para salir por ella. Hubo cuatrodetonaciones apagadas, como deescopeta de juguete. Vi a Ricori en lapuerta, con un guardaespaldas a cadalado que disparaban su automáticaprovista de silenciador contra laventana. Me incliné sobre Braile. Estabacompletamente muerto. La araña, lehabía caído encima de la cabeza,aplastándole el cráneo. Pero Braileestaba muerto antes de que cayera laaraña, con la garganta acribillada, lacarótida cortada.

¡La muñeca que le había asesinadohabía desaparecido!

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CAPÍTULO 15

La bruja joven

e levanté y dije, con amargura:—Usted tenía razón, Ricori, los

servidores de ella son mejores que lossuyos.

No contestó y bajó la vista haciaBraile, con el rostro lleno de pena.

—Si todos sus hombres cumplen suspromesas como McCann —comenté—,que usted aún siga vivo es un gran

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milagro.—En lo que concierne a McCann —

volvió su rostro hacia mí, sombrío—, éles inteligente y leal. No le condenaré sinantes oírle. Le diré, doctor Lowell, quesi usted hubiera sido más francoconmigo esta noche el doctor Braile nohabría muerto.

Me estremecí al oír aquello, puesera muy cierto. Me sentía torturado porel pesar, la pena y una rabia impotente.Si no me hubiera dejado llevar por mimaldito orgullo, si les hubiera contadotodo lo que me era permitido de miencuentro con la constructora demuñecas, si les hubiera explicado porqué había detalles que no podía contar,

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si me hubiera puesto en manos de Brailepara una sesión de contrahipnosis, sihubiera aceptado la protección deRicori, o la de Braile, de vigilarmemientras dormía, eso no habríasucedido.

Eché un vistazo al estudio y vi en éla la enfermera encargada de Ricori. Alotro lado de las puertas del estudio pudeoír cuchicheos de los asistentes ypersonal del Anexo, atraídos por elruido de la araña al caer.Completamente calmado, dije a laenfermera:

—La araña se cayó cuando el doctorBraile hablaba conmigo desde los piesde la cama, y le mató. Pero no se lo

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cuente a los demás. Dígales sólo que laaraña se ha caído y que ha herido aldoctor Braile. Que todos se vuelvan a lacama y dígales que ahora mismo vamosa llevarle al hospital. Luego vuelva conPorter y limpien todo lo que puedan dela sangre. Dejen la araña como está.

Cuando se fue, me dirigí a lospistoleros de Ricori.

—¿Qué vieron al disparar?—A mí me parecieron monos —dijo

uno de ellos.—O enanitos —dijo el otro.Miré a Ricori, y leí en su rostro lo

que él había visto. Quité de la cama suliviana colcha.

—Ricori —dije—, que sus hombres

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levanten a Braile y lo tapen con esto.Que luego lo lleven a la salita que estáal lado del estudio y lo dejen en eldiván.

Les hizo un gesto con la cabeza, yellos levantaron a Braile de entre losrestos de cristal roto y metal doblado.Presentaba cortes en rostro y cuello,debido a los prismas rotos, y por suerte,una de estas heridas estaba muy cercadel lugar en donde se había clavado elalfiler-daga de la muñeca. Era profunday, probablemente, le había causado unsegundo corte a la arteria carótida.Acompañado de Ricori, seguí a losguardaespaldas hasta la salita.Colocaron el cadáver sobre el diván, y

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Ricori les ordenó que volvieran aldormitorio y vigilaran mientras lasenfermeras estuvieran en él. Cerró lapuerta de la salita al salir ellos y sevolvió hacia mí.

—¿Qué va a hacer, doctor Lowell?Lo que yo tenía ganas de hacer era

llorar, pero contesté:—Es evidente que el caso concierne

al juez de primera instancia. Tengo queinformar rápidamente a la Policía.

—¿Qué va a decirles?—¿Qué vio usted en la ventana,

Ricori?—Vi ¡las muñecas!—Lo mismo que yo. ¿Puedo decir a

la Policía qué mató a Braile antes de

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que se cayera la araña? Bien sabe queno. No, les diré que mientras estábamoshablando, la lámpara se le cayósúbitamente encima. Las esquirlas devidrio de los colgantes le taladraron lagarganta. ¿Qué más puedo decir? Y ellosse lo creerán con más facilidad que siles contara la verdad.

Ya no supe qué decir y abandonétodas mis reservas; por primera vez enmuchos años, me eché a llorar.

—Tenía usted razón Ricori. De estono hay que echarle la culpa a McCann,sino a mí, a la vanidad de un hombremaduro; si hubiera hablado claramente,sin ocultar nada, aún estaría vivo, perono lo hice, no pude Yo soy su asesino.

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Me confortó con la mismadelicadeza que si se dirigiera a unamujer.

—No fue culpa suya. No podía hacerotra cosa siendo como es, pensandocomo siempre. Si en su incredulidad, ensu incredulidad completamente natural,la bruja encontró una oportunidad, esono fue culpa suya. Pero ahora no tendrámás oportunidades. Su copa está llena arebosar.

Puso sus manos sobre mis hombros.—No avise a la Policía durante un

tiempo, no hasta que hayamos oído aMcCann. Ya son cerca de las doce y éltiene que telefonear, aunque no piensevenir. Voy a mi habitación para vestirme.

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Pues cuando haya oído a McCann tendréque irme.

—¿Qué intenta hacer, Ricori?—Matar a la bruja —contestó

tranquilamente—. Matarla a ella y a lachica. Antes de que sea de día. Ya heesperado demasiado. No esperaré más.Ya no matará a nadie más.

Me recorrió una oleada dedebilidad. Me dejé caer sobre una silla.Veía borroso. Ricori me dio un vaso deagua que bebí con avidez. A través delos zumbidos de mis oídos, oí quellamaban a la puerta y la voz de uno delos hombres de Ricori que decía:

—Ha llegado McCann.—Que entre —dijo Ricori.

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La puerta se abrió y McCann seabalanzó en la habitación.

—La tengo.Se paró en seco y nos miró

fijamente. Sus ojos se detuvieron en elcadáver cubierto de encima del diván ysu rostro se convirtió en una mueca.

—¿Qué ha pasado?—Las muñecas mataron al doctor

Braile —contestó Ricori—. Capturastea la chica demasiado tarde, McCann.¿Por qué?

—¿Braile muerto? ¡Las muñecas!¡Dios! —la voz de McCann seestranguló como si una mano hubieseatenazado su cuello.

—¿Dónde está la chica, McCann? —

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preguntó Ricori.—Abajo, en el coche, atada y

amordazada —contestó, con vozapagada.

—¿Cuándo la capturaste? ¿Ydónde? —prosiguió Ricori.

Al mirar a McCann, sentí de repenteuna gran lástima y simpatía por él.Surgían de mi remordimiento y mivergüenza. Dije:

—Siéntese, McCann. Posiblementeyo sea mucho más culpable de losucedido que usted.

—Déjeme a mí juzgar lo sucedido—dijo Ricori, con frialdad—. McCann,¿situaste coches en ambos extremos dela calle, como te indicó el doctor

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Lovell?—Sí.—Entonces, cuéntanos tu historia a

partir de ahí.—Ella sale a la calle —dijo

McCann—. Son cerca de las once. Yoestoy en el extremo este y Paul en eloeste. Le digo a Tony: «¡Tenemos a lachica en el bolsillo!». Ella lleva dosmaletas. Mira alrededor y echa untrotecillo hacia donde hemos localizadosu coche. Abre la puerta. Cuandoarranca el coche va en dirección oeste,donde está Paul. Yo le he contado a Paullo que el doctor me dijo, que no la cojademasiado cerca de la tienda demuñecas. Veo que Paul la sigue. Yo

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enfilo la calle y sigo a Paul.»El cupé gira en West Broadway. La

suerte la acompaña hasta allí, porque eltransbordador de Staten Island acaba dellegar y la calle está atestada de coches.Un Ford se lanza hacia la izquierda,intentando pasar a otro. Paul adelanta alFord y gira en uno de los pilares deltramo aéreo del Metro. Se organiza unatasco. Tardo uno o dos minutos en salirdel atolladero. Cuando lo consigo, elcupé ha volado.

»Salto del coche y telefoneo a Rod.Le digo que agarre a la chica cuandoaparezca, incluso aunque tenga quecazarla con lazo en las escaleras de latienda de muñecas. Y que cuando la

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tenga se la traiga hasta aquí de un tirón.»Me vengo para acá. Se me ocurre

pensar que quizá ella venga de aquí. Asíque voy despacio y entonces echo unvistazo al parque, porque me digo que,si la bruja de las muñecas ha tenidotodas las oportunidades hasta entonces,ha llegado el momento de que me toqueuna a mí. Y me toca. Veo el cupéaparcado debajo de unos árboles.Cogemos a la chica. No se defiende nise resiste. Pero la amordazamos y lametemos en el coche. Tony se lleva elcupé aparte y lo registra. No hay nada enél, pero las dos maletas están vacías.Traemos a la chica hasta aquí.

—¿Qué tiempo han tardado en llegar

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desde que cogieron a la joven? —preguntó.

—Diez, quince minutos, quizá. Tonycasi ha despiezado el cupé. Y eso llevatiempo.

Miré a Ricori. McCann debió dehaber caído sobre la joven en el precisomomento en que Braile moría. Élasintió.

—EsEaba esmerando a las muñecas,desde luego.

—¿Qué quiere que haga con ella? —preguntó McCann.

Había mirado a Ricori, no a mí.Ricori no dijo nada, y se quedó mirandoa McCann con una mirada extrañamentesostenida. Pero vi que cerraba el puño

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de la mano izquierda y después lo abría,extendiendo los dedos. McCann dijo:

—Okay, jefe.Y se fue hacia la puerta. No había

que ser demasiado agudo para saber queacababa de recibir órdenes, ni paraignorar su significado.

—¡Alto! —me situé ante él,poniéndome de espaldas a la puerta—.Escúcheme, Ricori, tengo algo que deciral respecto. El doctor Braile era taníntimo mío como Peters suyo.Cualquiera que sea la responsabilidadde Madame Mandilip, esta joven nopuede hacer otra cosa que lo que ella leordena. Su voluntad está absolutamentebajo el control de la constructora de

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muñecas. Sospecho profundamente quebuena parte del tiempo se halla bajocompleto control hipnótico. No puedoolvidar que ella intentó salvar a Walters.No quiero verla asesinada.

—Si usted está en lo cierto —dijoRicori—, razón de más para que seaeliminada rápidamente. Así la bruja nopodrá utilizarla antes de que laeliminemos.

—No estoy de acuerdo, Ricori.Además hay otra razón. Quierointerrogarla. Puedo descubrir cómo haceesas cosas Madame Mandilip: elsecreto de las muñecas, los ingredientesdel emplasto, si hay más gente quecomparta su conocimiento. Y todo esto y

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aún más, la joven puede saberlo. Y si nolo sabe, yo puedo hacer que me lo diga.

—¿Sí? —dijo con cinismo McCann.—¿Cómo? —preguntó Ricori.—Utilizando la misma trampa con la

que me cazó la constructora de muñecas—contesté, sombrío.

Durante un minuto largo, Ricori meestuvo mirando muy serio.

—Doctor Lowell —dijo—, es laúltima vez que en este asunto renuncio ami juicio a favor del suyo. Creo que estáconfundido. Supe que me habíaconfundido cuando no maté a la bruja elmismo día que la conocí. Creo que cadaminuto que permitimos que esta chicasiga viviendo es un minuto lleno de

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peligro para todos nosotros. Sinembargo, renuncio por última vez.

—McCann —dije—, lleve a lajoven a mi estudio. Aguarde a que mehaya desembarazado de cualquiera quepueda bajar por las escaleras.

Bajé por ellas, con McCann y Ricoridetrás de mí. No había nadie. Instalésobre mi escritorio una versiónmejorada del espejo de Luys, un aparatoutilizado por vez primera en laSalpêtrière de París para inducir elsueño hipnótico. Consiste en dosalineamientos paralelos de pequeñosespejos reflejantes que giran en sentidosopuestos. Sobre ellos cae un rayo de luzde manera que sus superficies brillan y

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se oscurecen alternadamente. Un aparatomuy útil, ante el que yo suponía que lajoven, sensibilizada desde hacía muchoa la sugestión hipnótica, sucumbiríarápidamente. Coloqué una sillaconfortable en el ángulo adecuado yatenué las luces para que no pudierancompetir con el espejo hipnótico.

Apenas había terminado aquellospreparativos cuando McCann y otro delos secuaces de Ricori trajeron a lajoven. La sentaron en la silla indicada, yyo quité de encima de sus labios lamordaza que la había mantenido ensilencio.

—Tony, vuelve al coche. McCann,quédate —dijo Ricori.

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CAPÍTULO 16

El fin de la bruja joven

a joven no ofreció ninguna resistencia.Parecía enteramente recogida en símisma, mientras levantaba la vista paramirarme con la misma mirada perdidaque había observado durante mi visita ala tienda de muñecas. La tomé de lasmanos. Las dejó, con pasividad, entrelas mías. Estaban muy frías.

—Pequeña, nadie va a hacerle daño

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—dije, en un tono suave y tranquilizador—. Descanse y relájese. Acomódese enla silla. Sólo quiero ayudarla. Duérmasesi quiere. Duérmase.

No parecía escucharme, pues nodejaba de mirarme con aquella miradaperdida. Solté sus manos. Me senté enmi silla, enfrente de ella, y eché a andarlos pequeños espejos. Instantáneamente,sus ojos se volvieron, fascinados, hacialos míos, y no se apartaron de ellos. Vicómo se relajaba su cuerpo; se acomodóen su silla. Los párpados comenzaron acerrársele.

—Duerma —dije, en voz muy baja—. Nadie puede molestarla aquí.Mientras usted duerme nadie puede

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molestarla. Duerma, duérmase.Cerró los ojos; suspiró.—Está dormida —proseguí—. No

se despertará a menos que yo se loordene.

Ella repitió, con una vocecitainfantil que parecía un murmullo:

—Estoy dormida. No puedo desertara menos que usted me lo ordene.

Paré los espejos que giraban y dije:—Voy a hacerle algunas preguntas.

Usted me escuchará y me responderásinceramente. No puede contestarme conuna mentira. Ya lo sabes.

Ella repitió como un eco, conaquella vocecita infantil:

—Debo contestarle sinceramente. Ya

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lo sé.No pude reprimirme de echar una

mirada de triunfo a Ricori y a McCann.Ricori se estaba persignando, mientrasme miraba fijamente con unos ojos muyabiertos donde podía leerse duda ytemor. Comprendí que pensaba que yotambién sabía brujería. McCann estabasentado y masticaba chicle, nervioso,mirando fijamente a la joven.

Comencé con las preguntas,eligiendo primero las que menospudieran perturbarla.

—¿Realmente es usted sobrina deMadame Mandilip?

—No.—Entonces, ¿quién es usted?

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—No lo sé.—¿Cuándo se unió a ella, y por qué?—Hace veinte años. Yo estaba en

una crèche[28], un asilo de niñosabandonados de Viena. Ella me sacó deallí. Y me enseñó a llamarla «tía». Perono lo es.

—¿Dónde ha vivido usted desdeentonces?

—En Berlín, en París, Después enLondres, en Praga y en Varsovia.

—¿Construyó Madame Mandilip susmuñecas en cada uno de esos lugares?

No contestó; se estremeció; suspárpados comenzaron a temblar.

—¡Duérmase! ¡Recuerde que nopuede despertarse a menos que yo se lo

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ordene! ¡Duérmase! Contésteme.—Sí —susurró.—¿Y mataban en cada una de esas

ciudades?—Sí.—Duerma. Esté tranquila. Nada

puede hacerle daño —su inquietudvolvía a ser muy acusada, y tuve quedesviarme, por el momento, de loconcerniente a los muñecos—. ¿Dóndenació Madame Mandilip?

—No lo sé.—¿Cuántos años tiene?—No lo sé. Cuando se lo pregunté,

se rió y dijo que el tiempo nosignificaba nada para ella. Yo teníacinco años cuando me llevó consigo.

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Entonces parecía tener los mismos queahora tiene.

—¿Dispone ella de otros cómplices?Quiero decir que si tiene otras personasque le hagan las muñecas.

—Una. Ella le enseñó. Fue suamante en Praga.

—¡Su amante! —exclamé, incrédulo.La imagen de aquel cuerpoinmensamente grueso, de los enormessenos y del rostro pesado y caballuno dela constructora de muñecas surgió antemis ojos.

—Ya sé lo que está pensando —dijola joven—. Pero ella tiene otro cuerpo.Se lo pone cuando le apetece. Es uncuerpo muy bonito, que va con sus ojos,

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sus manos, su voz. Cuando lleva esecuerpo, es hermosa. Es terroríficamentehermosa. Se lo he visto puesto enmuchas ocasiones.

¡Otro cuerpo! Desde luego, unailusión. Como la habitación encantadadescrita por Walters que yo sólo habíavislumbrado cuando rompí la telarañahipnótica adonde ella me había atraído,una imagen dibujada por la mente de laconstructora de muñecas en la mente dela joven. Dejé aquella cuestión a un ladoy me dirigí al corazón del misterio.

—Ella mata de dos modosdiferentes, con el ungüento y lasmuñecas, ¿no?

—Sí, con el ungüento y las muñecas.

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—¿A cuántos ha matado en NuevaYork con el ungüento?

—Desde que estamos aquí ha hechocatorce muñecas —fue su modoindirecto de contestar.

¡Así que había más casos que no mehabían comunicado! Volví a preguntar:

—¿Y a cuántos han matado lasmuñecas?

—A veinte.Escuché la maldición de Ricori, y le

fulminé con una mirada de advertencia.Estaba inclinado hacia delante, pálido yen tensión; McCann había dejado demasticar su chicle.

—¿Cómo hace las muñecas?—No lo sé.

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—¿Sabe cómo prepara el ungüento?—No. Lo prepara en secreto.—¿Qué activa las muñecas?—¿Quiere decir lo que hace que

vivan?—Sí.—¡Algo que proviene de los

muertos!De nuevo oí a Ricori maldecir en

voz baja, y proseguí:—Si no sabe cómo son construidas

las muñecas, quizá sepa lo que senecesita para que vivan. ¿Qué es?

No contestó.—Debe contestarme. Tiene que

obedecerme. ¡Hable!—Su pregunta no es clara. Ya le he

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dicho que algo de los muertos es lo quelas hace vivir. ¿Qué más quiere saber?

—Comience desde el momento enque el que posa para que le hagan unamuñeca se encuentra por primera vezcon Madame Mandilip, y siga hasta elmomento en que su muñeca —comousted dice— comienza a vivir.

—Ella dice que hay que acudir aella por propia voluntad —explicó,como en un sueño—. La persona debeconsentir por su propia voluntad, sin serobligada, que ella le haga una muñeca.Que no sepa para qué va a ser no tieneimportancia. Ella tiene que comenzar enseguida el primer modelo. Antes de quecomplete el segundo, la muñeca que

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cobrará vida, tiene que encontrar elmomento de aplicar el ungüento. Medijo que el ungüento libera a uno de losque moran en la mente, y que ha deacudir a ella y entrar en la muñeca. Dijoque no era el único inquilino de lamente, pero que los demás no leinteresan. Y que tampoco coge a todoslos que van a verla. Cómo conoce aaquéllos con los que puede tratar, o quéhay en ellos que hace que sean elegidos,es algo que no sé. Ella hace la segundamuñeca. Y en el instante en que la haterminado, quien ha posado para ellacomienza a morir. Cuando muere lamuñeca vive. Y la obedece como todaslas demás la obedecen —hizo una pausa

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y prosiguió, pensativa— todas exceptouna.

—¿Cuál?—La que fue su enfermera. No la

obedece. Mi tía la atormenta, la castigapero no puede dominarla. La últimanoche traje hasta aquí a la pequeñaenfermera, junto con otra muñeca, paramatar al hombre a quien mi tía hamaldecido. La enfermera vino, peroluchó contra la otra muñeca y salvó alhombre. Es algo que mi tía no puedecomprender, que la deja perpleja y que amí me da ¡esperanza!

Su voz pareció perderse. Luego,repentinamente, con mucha energía, dijo:

—Debe darse prisa: ya debiera

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haber vuelto con las muñecas. No va atardar en buscarme. Debo irme o ellavendrá por mí, y entonces, si meencuentra aquí, me matará.

—¿Trajo usted las muñecas paramatarme? —pregunte.

—Por supuesto.—¿Dónde están ahora?—Regresaban a donde yo estaba.

Sus hombres me capturaron antes de quellegaran. Se irán a casa. Las muñecasviajan deprisa cuando deben. Es másdifícil sin mí, eso es todo, peroregresarán hasta ella.

—¿Por qué matan las muñecas?—Para agradarle a ella.—Y la cuerda de nudos ¿qué parte

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juega en todo esto? —pregunté.—No lo sé —contestó—, pero ella

dice… —entonces, de repente, con ladesesperación de un niño asustado,susurró—: ¡Me está buscando! ¡Sus ojosme están mirando, sus manos me estáncogiendo, me ve! ¡Escóndame! ¡Oh,ocúlteme de ella, deprisa!

—¡Duerma más profundamente!¡Más profundamente, mucho mucho másprofundamente en su sueño! ¡Ahora ellano puede encontrarla! ¡Ahora se haescondido de ella!

—Estoy dormida mucho másprofundamente. Me ha perdido. Estoyescondida. Pero se cierne sobre mí,sigue buscándome.

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Ricori y McCann habían dejado sussillas y estaban a mi lado.

—¿Usted cree que la bruja va trasella? —preguntó Ricori.

—No —contesté—. Pero esto notiene nada de extraordinario. La joven

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ha estado tanto tiempo bajo el control deesa mujer que la reacción es natural.Puede ser el resultado de una sugestióno quizá un razonamiento de su propiosubconsciente Ella ha desobedecido lasórdenes, ella ha sido amenazada con elcastigo si lo hacía.

—¡Me ve! ¡Me ha encontrado! ¡Susmanos están a punto de alcanzarme! —exclamó la joven, angustiada.

—¡Duerma! ¡Duerma másprofundamente! Ella no puede hacerleningún daño. ¡Acaba de perderla una vezmás!

La joven no contestó, pero de lasprofundidades de su garganta se elevóun débil gemido, claramente audible.

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—¡Cristo! ¿No puede ayudarla? —exclamó McCann, con voz ronca.

—¡Déjela morir! ¡Nos ahorrarámolestias! —dijo Ricori, con ojosextrañamente brillantes en un rostroblanco como la tiza.

—Escúcheme y obedezca —dije a lajoven, con voz imperiosa—. Voy acontar hasta cinco. Cuando llegue alcinco ¡se desertará! ¡Saldrá del sueñotan deprisa que ella no podrá cogerla!¡Obedezca!

Conté lentamente, pues si la hubieradespertado bruscamente, con todaseguridad la hubiera conducido a lamuerte que, según su mentedistorsionada, le había sido anunciada

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por la constructora de muñecas.—Uno, dos, tres.Un grito espeluznante brotó de los

labios de la joven. Y luego:—¡Me ha cogido! Sus manos

rodean mi corazón. ¡Ah-h-h!Su cuerpo se arqueó; un espasmo la

recorrió. Su cuerpo se relajó y sehundió, desmadejado, en la silla. Susojos, abiertos, se quedaron en blanco; sumandíbula se aflojó.

Rasgué su vestido y coloqué miestetoscopio sobre su corazón. No latía.

Y entonces, de la garganta muertabrotó una voz con la tonalidad delórgano, dulce, pero cargada de amenazay desprecio:

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—¡Necios!La voz de Madame Mandilip.

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CAPÍTULO 17

¡Arde, bruja, arde!

uriosamente, Ricori era el menosafectado de los tres. Yo tenía la carne degallina. McCann, aunque nunca habíaoído la voz de la constructora demuñecas, se encontraba tremendamenteconmovido. Fue Ricori quien rompió elsilencio.

—¿Está seguro de que la chica hamuerto?

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—No hay duda posible de ello,Ricori.

—Bájala al coche —dijo, mirando aMcCann.

—¿Qué van a hacer? —pregunté.—Matar a la bruja —respondió, y

añadió, con pomposidad irónica—: Noserán separadas en la muerte —paraconcluir, con apasionamiento—: ¡Y en elinfierno ambas arderán eternamente! —luego me miró, de un modo incisivo—.¿No lo aprueba, doctor Lowell?

—No lo sé, Ricori honestamente, nolo sé. Hoy mismo la habría matado conmis propias manos pero ahora mi rabiase ha agotado. Lo que usted pretendehacer va contra todos mis instintos,

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todos mis hábitos de pensamiento, todasmis convicciones de cómo ha de seradministrada la justicia. Eso me parece¡asesinato!

—Ya oyó a la chica —dijo—. Sóloveinte personas en esta ciudad fueronasesinadas por las muñecas. Por catorcemuñecas. ¡Veinte personas que murierondel mismo modo que Peters!

—Pero, Ricori, ningún tribunaladmitiría como evidencia unos alegatosobtenidos bajo hipnosis. Podrían serverdaderos, pero también falsos. Lajoven era una anormal. Ella podríahabernos contado simples imaginacionessuyas. Sin ninguna prueba que lasapoyase, ninguna corte de la Tierra

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aceptaría su declaración como punto departida de cualquier acción.

—No ningún tribunal terrenal —mecogió de los hombros y me preguntó—:¿Cree usted que decía la verdad?

No pude contestarle, porque en mifuero interno presentía que la decía.

—¡No hace falta, doctor Lowell! Yame ha respondido. Lo mismo que yo,sabe que la chica decía la verdad. Y, lomismo que yo, que nuestras leyes nocastigan la brujería. Por eso debomatarla. Al hacerlo, yo, Ricori, no soyun criminal. ¡No, soy un ejecutor deDios!

Aguardó a que yo le contestase. Peroyo seguía sin poder hacerlo.

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—McCann —y señaló hacia lamuchacha—, haz lo que te he dicho. Yluego vuelve.

Y cuando McCann se hubo ido conel endeble cuerpo en brazos, Ricoridijo:

—Doctor Lowell, tiene que venirconmigo para presenciar esta ejecución.

Al oír aquello retrocedí, y repliqué:—No puedo, Ricori. Estoy

completamente agotado en cuerpo ymente. Hoy he pasado por mil pruebas.Estoy roto de pena.

—Tiene que venir —me interrumpió—, aunque tengamos que llevarle atadoy amordazado como a la chica. Le dirépor qué. Usted está en guerra consigo

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mismo. A solas, es muy posible que susdudas científicas vencieran y que ustedintentara detenerme antes de que hubieraconseguido hacer lo que he jurado porCristo, Su Santa Madre y todos losSantos. Usted podría ceder ante elagotamiento y dejar todo el asunto enmanos de la Policía. No quiero correrese riesgo. Siento afecto por usted,doctor Lowell, un profundo afecto. Perodebo decirle que si mi propia madreintentara detenerme, la apartaría a unlado con la misma rudeza que emplearécon usted.

—Le acompañaré —dije.—Entonces, diga a su enfermera que

me traiga la ropa. Hasta que no acabe

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todo esto, permaneceremos juntos. Noquiero correr más riesgos.

Cogí el teléfono y di las órdenesnecesarias. McCann regresó, y Ricori ledijo:

—Cuando me haya vestido iremos ala tienda de muñecas. ¿Quiénes están enel coche con Tony?

—Larson y Cartello.—Bien. Es posible que la bruja sepa

que vamos a verla. Ha podido enterarsesi ha estado oyendo por los oídos de lachica muerta, ya que fue capaz de hablarpor su garganta. No importa.Supondremos que no se ha enterado. ¿Supuerta tiene cerrojos?

—Jefe, yo no he estado en la tienda

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—dijo McCann—. No lo sé. Tiene unaportilla de vidrio. Así que si haycerrojos, podremos abrirla fácilmente.Tony irá a recoger sus herramientasmientras usted se viste.

—Doctor Lowell —Ricori se volvióhacia mí—, ¿quiere darme su palabra deque no cambiará de parecer respecto alo de venir conmigo? ¿Ni intentarinterferir con lo que voy a hacer?

—Le doy mi palabra, Ricori.—McCann, no es necesario que

vuelvas. Espéranos en el coche.Ricori se vistió rápidamente.

Mientras salía en su compañía de micasa, algún reloj dio la una. Recordéque aquella extraña aventura había

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comenzado, semanas atrás, a la mismahora.

Me senté con Ricori en los asientostraseros del coche. La joven muerta ibaentre nosotros. En los asientos delmedio iban Larson, un sueco macizo, yCartello, un italiano menudo y enjuto. Elhombre llamado Tony conducía, conMcCann a su lado. Giramos al final dela avenida y en cosa de media horaestuvimos en la parte baja de Broadway.A medida que nos acercamos a la callede la constructora de muñecas fuimosmás despacio. El cielo estaba cubierto yun viento frío llegaba de la bahía. Meestremecí, pero no de frío.

Habíamos llegado a la esquina de la

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calle de la constructora de muñecas.A lo largo de varios bloques ni

vimos ni encontramos a nadie. Era comosi recorriéramos una ciudad de muertos.La calle de la constructora de muñecasestaba igual de desierta.

—Detente enfrente de la tienda demuñecas —dijo Ricori a Tony—.Cuando hayamos bajado vete a laesquina. Espéranos allí.

El corazón me latíadesacompasadamente. Había ciertacualidad de negrura en la noche queparecía engullir el resplandor delalumbrado de la calle. No había luces enla tienda de la constructora de muñecas,y en el portal de factura antigua, al

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mismo nivel que la calle, las sombras seespesaban. El viento gemía, y yo podíaoír el golpear de las olas contra el murodel Battery. Me pregunté si conseguiríafranquear aquel portal, o si la inhibiciónque la constructora de muñecas habíadejado en mí aún me lo impediría.

McCann se deslizó fuera del coche,llevándose el cuerpo de la joven. Laapoyó, dejándola sentada, en el marcodel portal cubierto de sombras. Ricori yyo, Larson y Cartello le seguimos. Elcoche se alejó. Nuevamente tuve esasensación de irrealidad y pesadilla queme había aferrado con tanta frecuenciadesde que mis pies siguieron porprimera vez los extraños caminos de la

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constructora de muñecas.El menudo italiano estaba

manchando el vidrio de la puerta conuna especie de material plástico. En elcentro fijó una pequeña ventosa decaucho. Sacó una herramienta de uno desus bolsillos y con ella trazó sobre elvidrio una circunferencia de un pie dediámetro. La punta de aquellaherramienta cortó el vidrio como sihubiera sido cera. Con la ventosa decaucho en una mano, golpeó ligeramenteel vidrio con un martillo de cabeza decaucho que llevaba en la otra. El círculode vidrio se desprendió y quedóadherido a la ventosa. Todo aquello fuerealizado sin el más mínimo ruido.

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Introdujo la mano por el agujero ymanipuló durante algunos momentos encompleto silencio. Hubo un débilcrujido. La puerta se abrió.

McCann recogió a la joven muerta.Silenciosos como fantasmas, entramosen la tienda de muñecas. El pequeñoitaliano volvió a colocar en su lugar elcírculo de vidrio. Pude ver vagamente lapuerta que daba al corredor por el quese llegaba a la diabólica habitación dela trastienda. El pequeño italianoempuñó el picaporte. La puerta estabacerrada con llave. Se entretuvo con elladurante unos segundos y consiguióabrirla. Con Ricori a la cabeza, queguiaba a McCann, cargado con el cuerpo

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de la joven, pasamos como sombras porel corredor y nos detuvimos ante lapuerta del fondo.

La puerta se abrió antes de que elmenudo italiano llegara a tocarla.

¡Y oímos la voz de la constructorade muñecas!

—Entren, caballeros. ¡Quéamabilidad la suya al traer a mi queridasobrina! ¡Hubiera deseado recibirles enla puerta de la calle pero soy una mujeranciana, mucho, y tímida!

—¡A un lado, jefe! —musitóMcCann.

Se pasó el cadáver de la joven albrazo izquierdo, y cogiéndolo como unescudo, con la pistola empuñada,

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comenzó a acercarse a Ricori. Éste lerechazó. Con su propia automáticalevantada, cruzó el umbral. Yo seguí aMcCann, con los otros dos pistoleros ami espalda.

Eché un rápido vistazo a lahabitación. La constructora de muñecascataba sentada ante su mesa, cosiendo.Aparecía serena y tranquila. Sus largosdedos blancos bailaban al ritmo de suspuntadas. No levantó su mirada hacianosotros. El carbón ardía en lachimenea. La habitación estaba muycaliente, y en ella había un fuerte oloraromático que no me era familiar. Miréa los armarios de las muñecas.

Todos estaban abiertos. Las muñecas

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estaban en su interior, alineadas,mirándonos desde lo alto con sus ojosverdes y azules, grises y negros, tanvivas como si fueran enanitos exhibidosen cualquier espectáculo grotesco. Lasdebía de haber a cientos. Algunasestaban vestidas a la americana, comonosotros; otras, como los alemanes;otras, a la española, a la francesa o a lainglesa; otras llevaban vertidos que noreconocí. Una bailarina y un herrero conel martillo levantado, un caballerofrancés y un estudiante alemán, sable enmano, el rostro surcado de lívidascicatrices, un apache que empuñaba uncuchillo, con la locura de la droga sobresu rostro amarillento, y junto a él una

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mujer de la calle, de boca contraída porel vicio, que estaba al lado de unyóquey.

¡El botín de la constructora demuñecas traído de una docena de países!

Las muñecas parecían a punto desaltar. De arrojarse sobre nosotros. Dearrollarnos.

Reuní mis pensamientos dispersos.Intenté pensar que aquella batería devivientes ojos de muñecas sólo eran losde muñecas desprovistas de vida. Habíaun armario vacío, otro y otro más, cincoarmarios sin muñeca. Las cuatromuñecas que había visto avanzar haciamí en la parálisis del resplandor verdeno estaban allí, ni tampoco Walters.

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Aparté mi mirada de las hileras demuñecas al acecho. Volví a mirar a laconstructora de muñecas, que seguíacosiendo plácidamente como siestuviese sola, como si no fueraconsciente de nuestra presencia, como sila pistola de Ricori no estuvieraapuntando a su corazón, cosiendo ycantando por lo bajo.

¡La muñeca de Walters estabaencima de la mesa, delante de ella!

Estaba tumbada de espaldas. Susdiminutas manos estaban atadas por lasmuñecas con varias cuerdas trenzadasdel cabello rubio ceniza. ¡Con vueltas ymás vueltas, pero las manos atadasagarraban la empuñadura de un alfiler-

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daga!Aunque haya sido largo de contar,

pude ver aquello en unos pocossegundos.

La concentración de la constructorade muñecas en el coser, su completaindiferencia a nuestra aparición, elsilencio, todo formaba una barrera entreella y nosotros, que, aunque invisible, seiba haciendo cada vez más espesa. Lapunzante fragancia de aquel aroma sehizo más fuerte.

McCann dejó caer el cadáver de lajoven sobre el piso. Una, dos veces,intentó hablar; a la tercera lo consiguió.Y dijo a Ricori, con voz ronca yestrangulada:

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—Mátela o lo haré yo.Ricori no se movió. Estaba rígido,

apuntando automáticamente al corazónde la constructora de muñecas, con losojos fijos en sus manos que danzaban.No parecía oír a McCann, y, si le habíaoído, no le hizo caso. El cántico de laconstructora de muñecas prosiguió. Eracomo un zumbido de abejas, un ronroneodulce que producía sueño, de la mismamanera que las abejas producen miel,sueño.

Ricori cogió su pistola de otramanera. Saltó hacia delante. Abatió laculata de su pistola sobre una de lasmuñecas de la mujer.

La mano cayó, los dedos se

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retorcieron, los largos dedos blancos seretorcieron y encogieron de un modohorripilante, como serpientes a las quese corta la cola.

Ricori levantó la mano para golpearpor segunda vez. Antes de llegar a caer,la constructora de muñecas se habíapuesto de pie, volcando su silla. Unmurmullo voló sobre los armarios comoun sutil velo de sonido. Las muñecasparecieron inclinarse en una reverenciahacia delante.

Los ojos de la constructora demuñecas estaban ahora sobre nosotros.Parecían escrutarnos al tiempo a todos ya cada uno de nosotros. Y eran comollameantes soles negros en los que

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danzasen diminutas llamas carmesíes.Su voluntad nos sumergió y nos

arrolló. Era como una ola, tangible. Lasentí golpearme como si fuera algomaterial. Un entumecimiento comenzó areptar por mí. Vi que la mano de Ricorique tenía la pistola se crispaba y sevolvía blanca. Supe que el mismoentumecimiento se apoderaba de él lomismo que de McCann y los demás.

¡Una vez más la constructora demuñecas nos había atrapado!

—¡No la mire, Ricori no la mire alos ojos! —susurró.

Con un esfuerzo desgarrador,sustraje mi mirada de la de aquellosllameantes ojos negros. Y fue a parar a

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la muñeca de Walters. Con un gestorígido, alargué una mano para cogerla,el porqué no lo sé. La constructora demuñecas fue más rápida que yo. Con sumano sana me arrebató la muñeca y se lallevó al corazón. Y con una voz devibrante dulzura que le recorría a unolos nervios, aumentando su rampanteletargo, exclamó:

—¿No quieren mirarme? ¡Noquieren mirarme! ¡Necios! ¡Si no puedenhacer nada más!

Y entonces comenzó aquel episodioextraño, tan tremendamente extraño, quesupuso el comienzo del fin.

La aromática fragancia pareciópalpitar, latir, hacerse más intensa. Algo

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parecido a una bruma rutilante brotócomo un torbellino de la nada y cubrió ala constructora de muñecas, velando surostro equino, su tremendo cuerpo. Sólosus ojos relucieron a través de aquellabruma.

La bruma se disipó. Ante nosotrosapareció una mujer tan bella que quitabael aliento, alta, delgada y exquisita.Desnuda, su cabello, negro y con lafinura de la seda, casi la vestía hasta lasrodillas. A través de él, su piel, de tonosdorados, resplandecía. Sólo los ojos, lasmanos, la muñeca que aún manteníaestrechada sobre uno de sus redondos yfirmes pechos, revelaban quién era.

A Ricori se le cayó la automática de

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la mano. Oí cómo las armas de losdemás caían al piso. Supe que estabantan rígidos como yo, atónitos por aquellaincreíble transformación, e inermes,presas de la energía que fluía de laconstructora de muñecas.

Ella señaló a Ricori y dijo, riendo:—¡Usted me quería matar a mí!

Recoja su arma, Ricori, ¡e inténtelo!El cuerpo de Ricori se inclinó

lentamente, muy lentamente. Sólo pudeverle con el rabillo del ojo, pues losmíos no podían abandonar los ojos de lamujer y supe que los de él tampocopodrían resistirse. Sentí, más que verlo,que su mano vacilante había tocado supistola, que estaba intentando levantarla.

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Le oí gemir. La constructora de muñecasrió otra vez.

—¡Ya basta, Ricori, usted no puede!El cuerpo de Ricori se irguió de un

salto, como si una mano le hubieracogido del cuello y le hubiese levantadode repente.

A mi espaIda sonó un roce, elpataleo de unos pies minúsculos, elapresurarse de cuerpecillos que pasabana mi lado.

Y a los pies de la mujer seencontraron cuatro muñecas, las cuatroque se habían dirigido hacia mí en elresplandor verde, la muñeca banquero,la muñeca solterona, el acróbata y eltrapecista.

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Allí estaban los cuatro, alineadosfrente a ella, contemplándonos. Cadauno llevaba en la mano un alfiler-daga,con los que nos apuntaban como si setratasen de diminutas espadas. Y una vezmás, la risa de la mujer llenó laestancia. Con voz acariciante, dijo:

—No, no, mis pequeños. ¡No osnecesito!

Entonces me señaló con el dedo.—Usted sabe que este cuerpo mío es

ilusión, ¿o no? ¡Hable!—Sí.—Y éstos que hay a mis pies, mis

pequeñines, ¿también son ilusiones?—Eso no lo sé —dijo.—Usted sabe demasiado, y al

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tiempo muy poco. Por eso debe morir,mi demasiado sabio y demasiado neciodoctor —los grandes ojos se posaronsobre mí con lástima burlona, eladorable rostro pareció maliciosamentecompadecido—. Y Ricori también debemorir porque también sabe demasiado.Y los demás también deben morir. Perono a manos de mi diminuta gente. Noaquí. ¡No! En sus hogares, mi buendoctor. Ustedes saldrán de aquí ensilencio, sin hablar entre ustedes ni connadie mientras se hallen de camino. Ycuando hayan llegado se volverán unoscontra otros y se matarán entre sí comosi se hubieran convertido en lobos, así.

Retrocedió un paso y titubeó.

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Entonces vi —o me pareció ver—revolverse a la muñeca de Walters. Ytan rápida en su ataque como laserpiente, levantó sus manos atadas yhundió el alfiler-daga en la garganta dela constructora de muñecas,retorciéndolo salvajemente, y volvió ahundirlo una y otra vez ¡apuñalando ladorada garganta de la mujerprecisamente donde otra muñeca habíaapuñalado a Braile!

Y lo mismo que Braile había gritadoasí gritó la constructora de muñecas,espantosamente, agónicamente.

Se arrancó la muñeca del pecho. Laarrojó lejos de sí con violencia. Lamuñeca voló hacia la chimenea, rodó y

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tocó los carbones incandescentes.Hubo un relámpago de brillante

llamarada, una ola de aquel intensocalor que yo había sentido cuando lacerilla de McCann destruyó la muñecade Peters. E instantáneamente, alcontacto de aquel calor, las muñecas queestaban a los pies de la mujer sevolatilizaron. Del lugar donde habíanestado brotó rápidamente una columnade aquella misma llama brillante. Seretorció y, de pies a cabeza, rodeó a laconstructora de muñecas.

Vi fundirse aquella forma de belleza.En su lugar se encontró el rostrocaballuno, el inmenso cuerpo deMadame Mandilip, sus ojos abrasados y

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ciegos, las largas manos blancas que seaferraban a la destrozada garganta, ya noblancas, sino escarlata por su sangren.

Y así permaneció un instante, antesde precipitarse al suelo.

Y en el instante de su caída, elhechizo que nos había lanzado serompió. Ricori se inclinó hacia elconfuso despojo que había sido laconstructora de muñecas, escupióencima de él, y gritó, exultante:

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—¡Arde, bruja, arde!Me empujó hacia la puerta,

señalando las filas de las expectantesmuñecas que, extrañamente, en aquelmomento parecían ¡sin vida! ¡Sólomuñecas!

El fuego saltaba ya hacia ellas desdecolgaduras y cortinajes. ¡El fuegosaltaba hacia ellas como si friera algúnespíritu vengador de llama purificadora!

Nos apresuramos a franquear lapuerta y el corredor, para entrar en latienda. A través del corredor y de latienda, las llamas se lanzaron trasnosotros. Salimos corriendo a la calle.

—¡Deprisa! ¡Al coche! —exclamóRicori.

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De repente, la calle enrojeció con laluz de las llamas. Oí ventanasabriéndose, y gritos de alerta y dealarma.

Entramos en el coche que nosaguardaba y que arrancó rápidamente.

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CAPÍTULO 18

El saber oscuro

icieron efigies comparables a miimagen, similares a mi forma, ellos, queme arrebataron el aliento, que mearrancaron el cabello, que desgarraronmis vestidos, que, mediante polvo,impidieron que mis pies se movieran;que me frotaron con un ungüento dehierbas malignas; que me condujeron ala muerte. ¡Oh, Dios del Fuego,

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destrúyelos!».

Habían pasado tres semanas desdela muerte de la constructora de muñecas.Ricori y yo estábamos cenando en micasa. El silencio se había hecho entrenosotros. Yo lo había roto con la curiosainvocación que abre este capítulo y queconcluye mi narración, apenasconsciente de estar hablando en voz alta.Pero Ricori levantó una aguda mirada.

—¿Citaba a alguien? ¿A quién?—Era una tablilla de arcilla,

grabada por algún caldeo del tiempo deAsurnasirpal, hace tres mil años —contenté.

—¡Y en esas pocas palabras ha

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contado nuestra historia!—En efecto, Ricori. Ahí está todo:

las muñecas, el ungüento, lospadecimientos, la muerte, y la llamapurificadora.

—Qué extraño —murmuró—. Hacetres mil años y entonces ya conocían elmal y su remedio: «Efigies similares ami forma que me arrebataron elaliento… un ungüento de hierbasmalignas… que me condujeron a lamuerte ¡Oh, Dios del Fuegodestrúyelos!». Si[29], es exactamentenuestra historia, doctor Lowell.

—Las muñecas maléficas sonantiguas —dije—, mucho más antiguasque Ur de Caldea. Más viejas que la

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historia. He seguido su pista a través delas eras desde la noche en que mataron aBraile. Y, Ricori, es una larga pista, muylarga. Han sido halladas enterradas muyprofundamente en las cenizas de loshogares del hombre de Cro-Magnon, quese apagaron hace veinte mil años. Ytambién fueron halladas bajo los hogaresaún más fríos de pueblos mucho másantiguos. Muñecas de pedernal, muñecasde piedra, muñecas esculpidas en loscolmillos del mamut, en los huesos deloso de las cavernas, en los colmillos deltigre de dientes de sable; Inclusoentonces, Ricori, ya se conocía el saberoscuro.

—En una ocasión —dijo, asintiendo

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—, tuve conmigo a un hombre que mecaía muy bien. Era de Transilvania. Undía le pregunté por qué había venido aAmérica. Me contó una historia extraña.Dijo que en su aldea había una jovencuya madre, según decían entre dientes,sabía cosas que los cristianos no debensaber. Lo contaba en voz muy baja ysantiguándose. La joven era bonita,deseable aunque él no pudiera amarla.Al parecer, ella le amaba o quizá fue suindiferencia lo que la empujó hacia él.Una tarde, al volver a casa después decazar, pasó por la cabaña de ella. Lajoven le llamó. Él tenía sed y bebió elvino que le ofreció. Era un buen vino. Lepuso alegre pero no le incitó a amarla.

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»Sin embargo, entró con ella en lacabaña y bebió más vino. Entre risas,dejó que ella le cortara el cabello, learreglara las uñas, tomara unas gotas desangre de una de sus muñecas y un pocode saliva de su boca. Riendo, se lopermitió, y después volvió a su casa y sedurmió. Cuando despertó, ya era por latarde, y sólo recordaba que había estadobebiendo vino con la joven, y nada más.

»Algo le hizo ir a la iglesia. Así quese dirigió a ella. Y cuando searrodillaba para rezar, recordórepentinamente más cosas: recordó quela joven le había cogido cabellos, trozosde uñas, saliva y sangre. Y sintió unagran necesidad de ir a ver a esa joven y

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saber qué había hecho con sus cabellos,sus trozos de uñas, su saliva y su sangre.Según me contó, supuso que el santoante el que se había arrodillado se loordenaba.

»Así que volvió a escondidas a lacabaña de la joven, deslizándose por elbosque, arrastrándose hasta su ventana.Miró dentro. Ella estaba sentada ante lachimenea, moldeando una masa como sifuera a hacer pan. Cuando él comenzabaa sentirse avergonzado por habersearrastrado hasta allí con talespensamientos, vio que metía en la masael cabello que le había cortado, losrecortes de uñas, la sangre y la saliva.Entonces los mezcló con la masa.

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Mientras vigilaba, vio que le daba laforma de un hombrecillo. Y que rociabasu cabeza con unas gotas de agua,bautizándole con su nombre, entrepalabras extrañas que no pudocomprender.

»Aquel hombre estaba asustado.Pero también sentía mucha rabia.Además tenía mucho valor. Esperó hastaque ella hubo terminado. Vio queenvolvía la muñeca en su delantal ysalía a la puerta, para despuésalejarse… La siguió, había sido leñadory sabía caminar sin hacer ruido. Por eso,ella no supo que la seguía y llegó hastauna encrucijada. Había una radiante lunanueva y ella le dedicó algún rezo.

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Después excavó un agujero y colocódentro de él la muñeca de masa.Entonces se ensució en ella, y dijo:

»—¡Zaru! —así se llamaba aquelhombre—. ¡Zaru! ¡Zaru! Te amo. Cuandoesta imagen tuya se pudra, volverás a mícomo el perro a su hembra. Eres mío,Zaru, en alma y cuerpo. Mientras laimagen se pudra, serás mío. Y cuando sehaya podrido del todo, serás totalmentemío. ¡Para siempre, para siempre, parasiempre!

»Cubrió la imagen con tierra. Él seabalanzó sobre ella y la estranguló.Hubiera querido desenterrar la imagen,pero oyó voces, se asustó y echó acorrer. No volvió a la aldea. Se vino a

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América.»Me contó que durante el viaje, un

día que había salido al puente, sintió queunas manos le agarraban de los riñonesy tiraban de él hacia la barandilla, haciael mar. Hacia la aldea, hacia la joven.Por eso supo que no la había matado.Luchó contra aquellas manos, Noche trasnoche luchó contra ellas. No se atrevía adormir, porque cuando dormía soñabaque estaba allí, en la encrucijada, con lajoven a su lado. En tres ocasiones sehabía desertado a tiempo de evitararrojarse por la borda.

»Después, la tuerza de aquellasmanos comenzó a debilitarse. Y al final,pero no hasta Después de muchos meses,

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dejó de sentirla. Pero siempre vivióasustado hasta el día en que tuvonoticias de la aldea. Había estado en locierto, no la había matado. Pero despuésalguien lo había hecho. Aquella joventenía lo que usted acaba de llamar “elsaber oscuro”. Si! Quizá al final sevolvió contra sí misma como al final sevolvió contra la bruja que conocemos.

—Es curioso que usted diga eso,Ricori —apunté—. Es extraño que habledel saber oscuro que se vuelve contraquien lo ejerce, pero de eso hablaré mástarde. Amor, odio y poder, tres pasiones,han sido siempre, por lo que parece, lostres soportes del trípode donde arde lallama oscura; los soportes del escenario

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desde el que saltaban las muñecasletales.

»Ricori, ¿sabe usted quién fue elprimer Constructor de Muñecas del quese tiene constancia? Bueno, pues fue undios. Se llamaba Khnum. Era diosmucho antes del Yavé de los judíos, quetambién hacía muñecas, si lo recuerda,cuando modeló dos de ellas en el Jardíndel Edén, dándoles vida, pero, también,sólo dos derechos inalienables: elderecho a sufrir y el derecho a morir.Khnum era un dios muchísimo másmisericordioso: no negaba el derecho amorir pero no creía que las muñecastuvieran que sufrir; le agradaba verlascontentas en el breve espacio de tiempo

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de sus vidas. Khnum era tan viejo quehabía gobernado en Egipto muchas erasantes de que fueran concebidas lasPirámides o la Esfinge. Tenía unhermano, otro dios con cabeza deescarabajo, llamado Kepher. FueKepher quien tuvo un pensamiento que,como una brisa, produjo unasondulaciones en la superficie del Caos.Aquel pensamiento fecundó el Caos, dedonde nació el Mundo.

»¡Y sólo fueron unas ondulacionesen la superficie, Ricori! Si hubieratraspasado la superficie del Caos openetrado más hondo hasta su núcleo,¿cómo sería ahora la humanidad? Sinembargo, al crear sólo unas arrugas en

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su superficie, aquel pensamiento diolugar a ese ser superficial que es elhombre. A partir de entonces, la obra deKhnum iba a proseguirse en el seno delas mujeres, al dar forma al niño quellevan dentro. Le llamaron el DiosAlfarero. Fue él quien, por orden deAmen, el más poderoso de los diosesjóvenes, dio forma al cuerpo de la granHatsepsut, engendrada por Amen, alyacer con su madre después de adoptarla apariencia del faraón, su marido. Oeso dijeron los sacerdotes de aqueltiempo.

»Pero mil años antes, hubo unpríncipe a quien Isis y Osiris amaronmuchísimo a causa de su belleza, de su

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valor y de su fortaleza. Pensaban que enningún lugar del mundo habría una mujerdigna de él. Por eso llamaron a Khnum,el Dios Alfarero, para que hiciera una.Él vino, con sus largas manos como lasde Madame Mandilip de dedos quetenían vida propia. Y de la arcillamoldeó una mujer tan hermosa queincluso la diosa Isis sintió un poco deenvidia. Como esos dioses del antiguoEgipto eran muy prácticos, sumieron alpríncipe en un sueño, colocaron a sulado a la mujer, y los compararon —lapalabra del antiguo papiro dice“ajustaron”—. Pero ¡ay! Elladesentonaba. Era demasiado pequeña.Entonces Khnum hizo otra muñeca. Pero

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era demasiado grande. Y hasta que nollegó a la sexta, después de destruir lasanteriores, no alcanzó la auténticaarmonía. Satisfechos ya los dioses, elafortunado príncipe tuvo su mujerperfecta, que había sido una muñeca.

»Eras después, por el tiempo deRamsés III, sucedió que hubo un hombreque buscó, y encontró, el secreto deKhnum, el Dios Alfarero. En elloempleó toda su vida. Era viejo,achacoso y seco; pero el deseo por lamujer aún era fuerte en él. Sólo empleóel secreto de Khnum para satisfaceraquel deseo. Pero sintió la necesidad deun modelo. Mas ¿quiénes eran lasmujeres más bellas que podrían servirle

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de modelo? Las esposas del Faraón,desde luego. Por tanto, aquel hombrehizo algunas muñecas a imagen ysemejanza de los que acompañaban alFaraón cuando éste iba a visitar a susesposas. También hizo una muñeca, asemejanza del mismísimo Faraón, y seintrodujo en ella, dándole vida. Susmuñecas le llevaron hasta el harén real,pasando ante los guardias que creyeronque eran las esposas del Faraón y que élera el mismísimo monarca. Y ellas leacogieron como tal.

»Pero, cuando se marchaba, entró elauténtico Faraón. ¡Imagínese lasituación, Ricori! De repente, como sifuera un milagro, ¡había dos faraones!

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Entonces Khnum, viendo lo que sucedía,alargó una mano desde el Cielo y tocólas muñecas, quitándoles la vida. Ellascayeron al suelo y se quedaron en lo queeran, sólo muñecas.

»Y donde había estado uno de losfaraones hubo otra muñeca ¡y a su lado,acurrucado y tembloroso, un viejoarrugado!

»Podrá encontrar la historia contodo lujo de detalles y una descripcióndel juicio que siguió en un papiro de laépoca; creo que ahora se encuentra en elMuseo de Turín. Y también un catálogode las torturas que sufrió ese mago antesde ser quemado. No hay duda alguna deque se trata de acusaciones y de que, en

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efecto, hubo un juicio, pues el papiro esauténtico. Pero ¿qué había detrás detodo eso? Realmente, ocurrió algo,¿pero qué? Esta historia es otra pruebamás de superstición, ¿o tiene que vercon los frutos del saber oscuro?

—Usted mismo ha presenciado losfrutos del saber oscuro. ¿Todavía siguesin convencerse de su realidad? —dijoRicori.

Yo no le contesté, sino que proseguí.—La cuerda de nudos, «la escala de

la bruja», también es muy antigua. Eldocumento más antiguo de la legislaciónde los francos, la Ley Sálica, fijada enforma escrita hace unos mil quinientosaños, anunciaba las penas más severas

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para quienes practicasen lo que seconocía con el nombre de «el Nudo dela Bruja».

—La ghirlanda della strega[30] —dijo—. En mi tierra conocemos muybien esa cosa maldita ¡para gran dolornuestro!

Entonces me fijé, alarmado, en lopálido de su rostro y en lo crispado desus dedos y añadí, a toda prisa:

—Ricori, supongo que comprenderáque todo esto a lo que me he referido esleyenda. Folklore. Sin bases probadasque lo definan científicamente.

Echó su silla hacia atrás, de modoviolento, se levantó y me miró,incrédulo. Habló como si le costara

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trabajo:—¿Todavía sostiene que los hechos

diabólicos que presenciamos pueden serexplicados mediante la ciencia que ustedconoce?

Me removí, incómodo.—No he dicho eso, Ricori. Lo único

que digo es que Madame Mandilip eratan extraordinaria hipnotizadora comoasesina, una maestra de la ilusión.

Me interrumpió, crispando lasmanos en el borde de la mesa.

—¿Piensa que las muñecas fueronilusiones?

Le contesté de manera indirecta:—Usted sabe lo real que es la

ilusión de un cuerpo hermoso. Aunque

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ambos vimos cómo se desvanecía antela auténtica realidad de las llamas.Parecía tan real como las muñecas,Ricori.

Volvió a interrumpirme:—La puñalada que recibí en el

corazón, la muñeca que mató a Gilmore,la muñeca que asesinó a Braile, labendita muñeca que acabó con la bruja,¿usted llama a todo eso ilusiones?

—Es perfectamente posible —contesté, un tanto molesto, como si laincredulidad de antaño cobrasenuevamente fuerza en mi interior— que,obedeciendo a una orden poshipnóticade la constructora de muñecas, usted, sí,usted mismo, hundiera el alfiler-daga en

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su propio corazón. Es posible queobedeciendo a una orden similar, dadaen un lugar y momento que desconozco,la propia hermana de Peters matara a sumarido. La araña cayó encima de Brailecuando yo me encontraba, admitámoslo,bajo el efecto de aquellas sugestionesposhipnóticas y es posible que fuera unaesquirla de vidrio lo que le cortara lacarótida. Y en lo referente a la propiamuerte de la constructora de muñecas, alparecer, a manos de la muñeca Walters,bueno, también es posible que la menteanormal de Madame Mandilip fuera, enocasiones, víctima de las mismasilusiones que inducía en las mentes delos demás. La constructora de muñecas

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tenía la genialidad del loco, y estabadominada por una mórbida compulsión arodearse de las efigies de aquéllos aquienes había matado con su ungüento.Margarita de Valois, reina de Navarra,llevaba constantemente consigo loscorazones embalsamados de la docenalarga de amantes que habían muerto porella. Ella no los había matado perosabía que había sido tan responsable desus muertes como si los hubieraestrangulado con sus propias manos. Elprincipio psicológico subyacente en lacolección de corazones de la reinaMargarita y en la colección de muñecasde Madame Mandilip es el mismo.

Ricori no se había vuelto a sentar, y

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con la misma voz cansada, no dejaba derepetir:

—Le he preguntado si usted diríaque la ejecución de la bruja fue unailusión.

—Hace que me sienta mal, Ricori —dije—, al mirarme fijamente de esamanera, estoy contestando a su pregunta.Le repito que es posible que en supropia imaginación ella fuera, enocasiones, víctima de las mismasilusiones que inducía en las mentes delos demás. Que en ocasiones, ella mismapensara que las muñecas estaban vivas.Que en su extraña mente haya concebidoodio por la muñeca de Walters. Y que,finalmente, bajo el enfado provocado

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por nuestra incursión, esos pensamientoshayan reaccionado contra ella. Esomismo estaba pensando yo hace unmomento, cuando le dije que era curiosoque mencionara lo del saber oscuro quese vuelve contra quien lo posee. Comoatormentó a la muñeca, esperó que lamuñeca se vengaría de ella en cuantotuviera oportunidad. Tan fuerte era esepensamiento, o suposición, que, cuandose presentó el momento favorable, ellalo hizo realidad. ¡Su pensamiento seconvirtió en acción! ¡La constructora demuñecas, lo mismo que usted, pudo muybien clavarse el alfiler-daga en lagarganta!

—¡Necio!

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Las palabras habían salido de laboca de Ricori pero eran las mismas quelas de Madame Mandilip en su cuartoencantado y que las que habíapronunciado por mediación de losmuertos labios de Laschna. Por eso meeché hacia atrás, en la silla,escalofriado.

Ricori se apoyaba en la mesa. Susojos negros estaban vacíos einexpresivos.

—¡Ricori, despierte! —exclamé sinperder tiempo, presa del pánico.

La espantosa falta de expresión desus ojos desapareció; su mirada se hizomás aguda y se posó en mí. Habló denuevo, con su voz de siempre:

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—Estoy despierto, ¡tanto que nopienso escucharle más!

En cambio escúcheme, doctorLowell. ¡Le diré que al diablo con suciencia! Le diré esto, que más allá delvelo de lo material ante el que sedetiene su visión hay fuerzas y energíasque nos odian, a las que Dios, en suinescrutable sabiduría, permite el ser. Ledigo que esas potencias puedenalcanzarnos a través del velo de lamateria y manifestarse en criaturas comola constructora de muñecas. ¡Y así es!Brujas y hechiceras, mano a mano con elMal ¡Y así es! ¡Y hay potencias que nosson favorables y que se manifiestan enaquéllos a quienes eligen!

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»¡Le diré que Madame Mandilip erauna maldita bruja! ¡Un instrumento delas potencias diabólicas! ¡Una ramera deSatanás! Ardió como debe arder unabruja. ¡Arderá en el infierno parasiempre! Y también le diré que lapequeña enfermera era un instrumento delas potencias del Bien. ¡Y que hoy esfeliz en el Paraíso y que lo seráeternamente!

Quedó en silencio, temblando por supropio fervor. Tocó uno de mis hombros.

—Dígame, doctor Lowell, dígame,con la misma franqueza que tendríacomo si se hallara ante el trono de Dios,ya que cree en Él tanto como yo: ¿Esasexplicaciones científicas de usted le

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satisfacen verdaderamente?Le contesté con mucho aplomo:—No, Ricori.Y era cierto.

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APÉNDICE

Prefacio y capítulo finaldiferentes

según la edición de FamousFantastic Mysteries,

junio 1942

[Escrito por Abraham Merritt encolaboración con el Dr. Lowell]

Prefacio

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(incorporado al capítulo 1 de la edicióncitada)

Soy médico, especialista enneurología y en trastornos cerebrales.Mi campo preferido es lapsicopatología, y en ese campo soyconsiderado un experto. Me halloestrechamente relacionado con dos delos principales hospitales de NuevaYork. He recibido muchos honores, tantoen este país como en el extranjero, y unode mis libros sobre los esquizoides —esto es, los individuos con lapersonalidad no integrada o, por decirlopobremente, con múltiples

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personalidades— es un conocidísimolibro de referencia para quienes estudianeste fenómeno.

Lowell no es mi apellido auténtico;es necesario que en esta narración debaaparecer bajo seudónimo. El porqué seirá haciendo cada vez más evidente amedida que progrese la narración. Sillamo la atención sobre mi posiciónprofesional es sólo porque deseomostrar que fui completamentecompetente para observar, y soycompletamente competente para realizar,el claro juicio científico de losacontecimientos que van a ser relatados.La misma necesidad que me obliga aencubrir mi apellido me fuerza a

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encubrir el del hospital donde algunosde ellos sucedieron.

Sin embargo, tengo la profundaconvicción de que los hechos que en misarchivos se hallan agrupados bajo laentrada: Las muñecas de MadameMandilip, deberían ser clasificados,ordenados en la secuencia debida ydados a conocer. Yo podría hacerlo,desde luego, como un informe dirigido auna cualquiera de las sociedadesmédicas a las que pertenezco. Tambiénconozco, y demasiado bien, la manera enque sería recibido por mis colegas, ycon qué desaprobadora sospecha memirarían; pues tanto contrarían esasobservaciones a las representaciones

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mentales aceptadas de causa y efecto.Pero ¿no podría haber otras causas

diferentes a las que ahora aceptamos?¿No podría haber un saber, una ciencia,inconmensurablemente antiguo, ahoraperdido excepto para unos pocos; unconocimiento secreto arrastrado a travésde la eras; que no puede ser juzgado nimedido por los patrones de nuestrascreencias del presente?

Pero basta de preámbulo.Comenzaré por el momento en que elsaber oscuro, si es que lo era, arrojó suprimera sombra sobre mí.

El reloj dio la una mientras subía lospeldaños […].

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Capítulo final

(en la edición citada figura comocapítulo 20, «¿Quién era ella?»)

Habían pasado tres semanas desdelos sucesos que acabo de narrar. Mesentaba con Ricori en un agradableparaje campestre. Yo había estado muyenfermo: la continua tensión, el shock dela muerte de Braile, la cualidaddesusadamente destructora de tantas delas experiencias por las que habíapasado, se habían combinado paraocasionarme un colapso. Pero mientras

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permanecía en aquel tranquilo yresguardado lugar adonde Ricori mehabía llevado para mi convalecencia,los elementos más perturbadoresparecían haberse retirado al otro ladodel borde del mundo. La depresión depesadilla y la ansiedad se habíandesvanecido. Aquel día, por primeravez, podía repasar completa ydesapasionadamente todo el caso,poniendo a Ricori en el conocimiento deestadios que antes no conocía. Me habíasentido muy aliviado al actuar así.

Ricori habló, rompiendo un largosilencio:

—Ahora, después de este lapso detiempo, que puede mirar hacia atrás,

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hacia todas esas cosas y verlas enperspectiva ¿qué supone que eraMadame Mandilip?

—Una asesina —respondí—. De esono hay duda. Su ungüento mataba.Además era una extraordinariahipnotizadora, una maestra de la ilusión,quizá la más grande que jamás hayaexistido.

—¿Y nada más? —preguntó.—Excepto las muertes por ungüento

—contesté, no sin dudar—, mucho de loque vimos fue de carácter alucinatorio.Como lo que se ve en el delirio, ya seaproducido por la fiebre, la bebida o ladroga. O lo que se ve en sueños.Ocurrió, o pareció ocurrir, tras el

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contacto con la mujer, ya fuera uncontacto con ella en persona o con esepeculiar artefacto, pues creo que lacuerda de cabellos anudados era unartefacto. Por tanto, es probable quemuchas de las cosas que presenciamosfueran ilusiones producidas por ella.

—¿No piensa que las muñecasfueron reales?

—Las muñecas fueron bastantereales —dije—. La ilusión pudo estarquizá en lo que nosotros les vimoshacer.

—¡Quizá! —me remedó, irónico.—Es posible —dije— que la mujer

hubiera descubierto leyes físicas queaún son desconocidas para nosotros. Si

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las muñecas hicieron lo que nos parecióque hicieron, entonces tuvo que sergracias a esas leyes. Y la mujer lasobedecía igualmente. Leyesdesconocidas, sí, pero leyes naturales alas que ella y las muñecas debíanobedecer.

—Pero si lo que hicieron lasmuñecas no fue real, si fue una ilusión,una alucinación, ¿por qué nosotros, dospersonas y no una, lo vimos,precisamente, al mismo tiempo, yprecisamente, lo mismo?

—Usted sabe lo real que es lailusión de un cuerpo hermoso. Aunquenosotros sabemos que no lo era. Vimoscómo se desvanecía en las llamas.

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Parecía tan real como lo que hacían lasmuñecas. Era hipnotismo de masas,Ricori, las mismas sugestiones impresassimultáneamente en una pluralidad dementes. Es bien sabido que algunosadeptos del este de la India puedenrealizarlo. También es bien sabido queen el Tibet ha alcanzado un alto grado dedesarrollo. En eso no hay ni brujería nihechicería, Ricori.

—Usted dice que, si fueron ilusiones—replicó—, el contado personal con lamujer, o con la cuerda de nudos tuvo queser esencial para producirlas.

—Eso creo.—Entonces explíqueme el ataque al

caballero demasiado alegre del parque.

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No sabía nada de Madame Mandilip, nile habían dado ninguna cuerda. Pasarépor alto a Shevlin, ya que, después detodo, no vio la muñeca hasta que noquedó aplastada por el coche.

—He admitido —dije— laposibilidad de leyes físicasdesconocidas para nosotros. Y, portanto, sólo tenemos la palabra de aquelvividor de que las heridas de suspiernas habían sido hechas por lamuñeca. Nadie, como usted bien dijo,presenció el ataque.

Me miró pensativamente.—¿Piensa usted que el que

apareciera aquella muñeca, de la queese hombre habló en su historia tan

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particular, tan cerca del lugar donde otramuñeca, recuérdelo, acababa deatacarme, fue una simple coincidencia?

—No he dicho eso —me removí,incómodo—. Lo que he dicho es que notenemos pruebas reales de que no fuerauna coincidencia. Y en lo que se refiereal ataque que usted sufrió, Ricori,bueno, es perfectamente posible que nolo fuera. Perfectamente posible queobedeciendo a una orden poshipnóticade la constructora de muñecas, impresaen usted mientras estaba en la tienda,usted, sí, usted mismo, cogiera la manode la muñeca y hundiera el alfiler-dagaen su propio pecho.

—Mi querido doctor —murmuró—,

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su explicación me parece tan increíblecomo a usted la que yo acabo de darle.

—Mi explicación entracompletamente en los límites de losfenómenos hipnóticos —respondí, algoacalorado.

—¿Ha querido decir —preguntó conuna sonrisa— que las muñecas,suponiendo que hicieran lo que nospareció que hicieron, tuvieron queobedecer a una inquebrantable leynatural que también obligaba a laconstructora de muñecas?

—Sí. Tuvo que ser eso, o unailusión. No puede haber otraexplicación. Nada de alma, mente, nicualquier esencia intangible similar de

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la que estuvieran hechas pudo darlesvida. Las muñecas eran materiales. Poreso sólo podían obedecer a leyesmateriales. Lo inmaterial no puedegobernar a las leyes materiales. Y portanto no puede afectarnos, ya que somosmateriales. Cualquier esencia espiritualque poseamos no puede ser material,Ricori. Si lo fuera, hubiera sido aisladay analizada desde hace tiempo. Si lasacciones de las muñecas eran reales, suactivación sólo podía provenir de laconstructora de muñecas.

—Entonces, ¿cómo explicar lasacciones de la pequeña enfermera? —dijo, suavemente—. ¿Por qué noobedeció ella a esa ley desconocida ni,

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tampoco, por tanto, la constructora demuñecas? La pequeña enfermera noobedeció y nos salvó a todos. La jovendijo que no obedecía. La mujer le dijo austed lo mismo. Y, al final, la pequeñaenfermera mató a la bruja. ¿O es queusted piensa que la bruja se mató a símisma?

Por aquel entonces, yo ya habíapensado mucho en todo aquello, y lecontesté como si me contestara a mímismo:

—¡Precisamente! Y en lo que serefiere a la desobediencia de la muñecasólo contamos con lo que dijeron lajoven y la mujer. La joven estabaclaramente bajo el control absoluto de

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Madame Mandilip, y obedecía suvoluntad y pensaba como MadameMandilip quería que pensase.

»Es probable que en su extrañamente, ella Riera, en ocasiones, víctimade las mismas ilusiones que inducía enlos demás. Que, en ocasiones, ellamisma pensara que las muñecas estabanvivas. Es probable que en su extrañamente haya concebido odio por lamuñeca de Walters. Y que, finalmente,debido a la estimulación provocada pornuestra entrada, esos pensamientoshayan reaccionado contra ella. Pensóque la muñeca estaba viva; la odió; laatormentó; esperó que la muñeca sevengaría de ella en cuanto tuviera

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oportunidad.»Tan fuerte era esta suposición que,

cuando se presentó el momentofavorable, ella la convirtió en acción.Madame Mandilip, quizá como usted,manipuló inconscientemente la muñeca yse clavó el alfiler-daga en la garganta. Ytan fuerte era la alucinaciónautoinducida de la muñeca vengadoraque nosotros, forzados por ella a unahipnosis parcial, vimos lo que ellaestaba viendo. Vimos a la muñecamoverse y retorcerse hacia arriba, parataladrar la garganta de la constructora demuñecas. Es la única explicaciónrazonable. Y entra dentro de lasposibilidades.

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—¿Y Braile?—Una esquirla de vidrio de la

araña. Cuando regresé no estaba encondiciones de hacer un reconocimiento.Conozco bien ese tipo de casos.

—¿Y Gilmore?—Asesinado por su mujer bajo el

influjo de la cuerda. No olvide que yointenté matarle a usted bajo el influjo deotra cuerda.

Se levantó, impaciente, y me miró defrente.

—Doctor Lowell, pertenezco a unavieja raza que aún conserva muchascreencias antiguas. La creencia enbuenos y malos espíritus; la creencia enfuerzas y poderes que pueden, y lo hacen

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en ocasiones, manifestarse; en fuerzasconscientes que pueden, y lo hacen,construir o destruir; la creencia en unmundo inmaterial, o si lo prefiere,espiritual, lleno de entidades tan vivascomo las criaturas de este mundomaterial. Puede decirme que todas lascosas materiales han de obedecer aleyes materiales. Y que si existen seresinmateriales no pueden afectarnos anosotros ni en lo bueno ni en lo malo,porque nosotros, siendo materiales, sólopodemos responder a las leyes de lamateria que ellos, siendo inmateriales,no pueden gobernar.

»Le diré que más allá de este velode lo material ante el que se detiene su

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visión hay fuerzas hostiles a nosotros alas que Dios, en su inescrutablesabiduría, permite el ser. Que estaspotencias pueden, y lo hacen enocasiones, alcanzarnos a través del velode la materia, y manifestarse en criaturascomo la constructora de muñecas. Y asíes. ¡Brujas y hechiceras, mano a manocon el Mal! Y así es. Y hay potenciasque nos son favorables y que semanifiestan en aquéllos a quienes eligen.

»¡Le diré que Madame Mandilip erauna maldita bruja! ¡Un instrumento deesas potencias diabólicas! ¡Unaconcubina de Satanás! Ardió como debearder una bruja. ¡Arderá en el infiernopara siempre! ¡Y también le diré que la

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pequeña enfermera era un instrumento delas potencias del Bien! ¡Y que hoy esfeliz en el Paraíso y que lo seráeternamente!

Quedó en silencio, temblando por supropio fervor. Tocó uno de mis hombros.

—Dígame, doctor Lowell, dígame,con la misma franqueza que tendríacomo si se hallara ante el trono de Dios,ya que cree en Él tanto como yo: ¿Esasexplicaciones científicas de usted lesatisfacen verdaderamente?

Le contesté, con mucho aplomo:—No, Ricori.Y era cierto.

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Abraham Merritt (Beverly, New Jersey,20 de enero de 1884 - Indian RockKeys, Florida, 21 de agosto de 1943)fue un escritor estadounidenseespecializado en literatura fantástica yde ciencia-ficción.

A los diez años su familia se muda al sur

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de Filadelfia. Comienza a estudiarDerecho en la Universidad dePennsilvania, pero se ve obligado aabandonar la carrera por problemaseconómicos.

En 1903 comienza a trabajar deperiodista en el periódico ThePhiladelphia Inquirer. Debido a esteempleo, toma contacto con profesores einvestigadores, a raíz de lo cual sefamiliariza con el método científico. Sinembargo, hay que tener en cuenta quebuena parte de la «ciencia» deprincipios del siglo XX no seríaconsiderada tal hoy en día. Así seexplica que en su biblioteca se

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encontraran libros de ocultismo y quecultivara en su jardín plantasrelacionadas con la brujería.

A causa de un oscuro asunto conimplicaciones políticas, es «invitado» aabandonar el país, oportunidad queaprovecha para realizar trabajosarqueológicos en Yucatán. Este trabajotendrá influencias en su obra, dotándolade un cierto «toque arqueológico».

En 1905 regresa al PhiladelphiaInquirer y es ascendido a redactor jefe.Posteriormente trabaja comocorresponsal del suplemento dominicaldel grupo Hearst, trabajo que abandonaen 1912 para ir a Nueva York, donde le

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han ofrecido un puesto en el AmericanWeekly.

En noviembre de 1917 publica suprimera historia, Through the DragonGlass, en el All-Story Weekly.

Durante los años 1920 y 1930 escribiríaun buen número de historias, siendo unescritor de éxito notable. Conoció a H.P. Lovecraft y, aunque éste no lo nombraen El horror en la literatura, Merritt lerinde homenaje en varios pasajes deDwellers in the Mirage (1932), con elpersonaje de Khalk’ru el Kraken deldesierto del Gobi, clara referencia aCthulhu.

Los nueve últimos años antes de morir

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no escribiría historias nuevas,dedicándose a reescribir y modificar lashistorias que había escrito conanterioridad.

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Notas

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[1] «Abnormal psychology» en el texto.<<

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[2] Posible juego de palabras: «Man ofmedicine» en el texto, que significa«médico», pero que recuerda al«brujo»: «Medicine-man» en inglés, enun contexto de sociedad primitiva. <<

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[3] He preferido esta expresión a la queaparece en el texto: «Prohibition Law»(«Ley de la prohibición»), por ilustrarmejor el momento a que se refiere: elcomienzo de los años treinta. <<

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[4] «Bien». (En italiano en el original).<<

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[5] En lo sucesivo, Doc, el diminutivo de«Doctor», será el tratamiento que, porlo general, los hampones reservarán aldoctor Lowell. <<

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[6] En slang, «Carnicero» Martins. <<

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[7] Vanities y Follies, teatros de music-hall de Nueva York. <<

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[8] Diminutivo de Hortenses. <<

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[9] «¡La bruja!» (En italiano en eloriginal). <<

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[10] «¡La maldita bruja!» (En italiano enel original). <<

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[11] «I shot an arrow into the air/It fell toearth I know not where». <<

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[12] «Gaelic» en el original, que hacereferencia al gaélico, la lengua habladapor los celtas de Irlanda y Escocia, porlo que hemos preferido en la traducciónuna denominación éfricas. <<

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[13] Éx, 22, 17. <<

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[14] En castellano en el original. <<

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[15] En castellano en el original. <<

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[16] En castellano en el original. <<

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[17] El término inglés «shock», que hapasado inalterado a la terminologíamédica de todos los idiomas, no se hatraducido en la presente novela,supuestamente escrita por unespecialista. Su significado es«choque». <<

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[18] Célebre penitenciaría de la época.<<

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[19] En castellano en el original. <<

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[20] Textualmente «night-club». Es unjuego de palabras entre «porra denoche», la porra («club») del policíaque hace servicio nocturno, y «clubnocturno», de donde parece que hayasalido al noctámbulo que gritan. <<

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[21] «Flatties» en el texto, que se refierea agentes de Policía. <<

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[22] Editadas conjuntamente en lacolección «Laurín» de este fondoeditorial. <<

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[23] «¡Hasta la vista!» (En francés en eloriginal). <<

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[24] Merritt utiliza el apellido Wilson.Como todo parece indicar que se tratade Jim Martin, de quien se hablóanteriormente, rectificamos lo queparece una errata en la edición original.<<

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[25] Como es sabido, esta expresión, depor sí intraducible, significa: “Deacuerdo”. <<

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[26] Uno de los sentidos figurados de laexpresión inglesa del original:«Crackling of thorns under an emptypost» («un arañar de espinas bajo unpuchero vacío»). <<

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[27] En italiano en el original. <<

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[28] En francés en el original. <<

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[29] En italiano en el original. <<

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[30] «La guirnalda de la bruja» (Enitaliano en el original.) <<