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Secretaría de Educación NÚCLEO DE DESARROLLO San Juan Girón A mí me insultó García Márquez GABO ..y los editorialistas A mí me insultó García Márquez EL TIEMPO: FERNANDO GAITÁN. http://www.eltiempo.com/cultura/libros/muerte-gabriel-garcia-marquez-a-mi-me-insulto-garcia- marquez Ese es el epitafio que quiero para mi tumba, le dije a Rocío Arias, una maravillosa periodista española, que por aquellos días estaba haciendo un artículo ligero y divertido sobre qué escrito deseaban algunas celebridades que figurara en su lápida. El mío, para sorpresa de ella, lo tenía tan claro como jamás había tenido algo claro en la vida. Ella ignoraba que la llamada la estaba recibiendo en mi cama, donde había quedado tirado y sin ganas de vivir, durante las dos últimas semanas luego de recibir una llamada de García Márquez desde Cuba, y con mucha razón, me propinó un regañó magistral que me dejó agonizando como escritor. Era el final de un sueño que se había iniciado años atrás, en 1993, cuando yo me encontraba escribiendo Café con aroma de mujer. Estaba en mi oficina del canal, colgado como siempre en la

A mi regaño

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A mí me insultó García Márquez

EL TIEMPO: FERNANDO GAITÁN. http://www.eltiempo.com/cultura/libros/muerte-gabriel-garcia-marquez-a-mi-me-insulto-garcia-

marquez

Ese es el epitafio que quiero para mi tumba, le

dije a Rocío Arias, una maravillosa periodista

española, que por aquellos días estaba haciendo

un artículo ligero y divertido sobre qué escrito

deseaban algunas celebridades que figurara en

su lápida.

El mío, para sorpresa de ella, lo tenía tan claro

como jamás había tenido algo claro en la vida.

Ella ignoraba que la llamada la estaba recibiendo

en mi cama, donde había quedado tirado y sin

ganas de vivir, durante las dos últimas semanas

luego de recibir una llamada de García Márquez

desde Cuba, y con mucha razón, me propinó un

regañó magistral que me dejó agonizando como

escritor.

Era el final de un sueño que se había iniciado

años atrás, en 1993, cuando yo me encontraba

escribiendo Café con aroma de mujer. Estaba en

mi oficina del canal, colgado como siempre en la

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entrega de los guiones, cuando una asistente me

dijo que Gabriel García Márquez estaba al

teléfono y quería hablar conmigo.

Yo me quedé petrificado. Conocía

perfectamente su obra, como la de ningún otro

escritor, y más que un lector asiduo suyo era un

devoto incondicional. Lo había leído desde la

niñez cuando muchos de sus libros eran textos

forzados en los colegios, pero sus obras no me

generaban ningún esfuerzo sino una enorme

pasión, y lo seguí leyendo por cuenta propia sin

saber que sería de una gran influencia en mi vida

de escritor, en lo que me convertí años después.

Antes de los 18 años había devorado todos sus

libros y Cien años de soledad fue mi mayor

revelación, el que me dejó con las ganas

definitivas de ser escritor.

Luego, cuando me inicié como periodista a los 20

años en este periódico, García Márquez siguió

dándole luces a mi vida. Su obra periodística era

monumental, un camino a seguir, una mezcla

deliciosa de realidad y literatura, y esa fue la

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alquimia que desde entonces empecé a buscar

en mi trabajo.

Fui defensor abierto y aguerrido de su obra entre

mis amigos intelectuales del momento, un gabista

apasionado, y más en las épocas en que a este

país, especialmente después del Nobel de

Literatura, le dio por demoler la imagen del

colombiano más importante en toda su historia.

Sí, García Márquez era y es y será mi escritor

predilecto y el árbol de donde me he nutrido, y

no me importa que sea un lugar común decir que

soy gabista y que sea una coincidencia que

ambos seamos colombianos, y que yo haya

tenido la suerte de haber nacido en su tiempo y

prácticamente en su espacio.

Sin embargo, hasta ese momento jamás había

hablado con él, ni había tenido la suerte de

cruzármelo en algún momento de la vida, tal

como lo desee y lo soñé tantas veces.

Por aquellos días estaba la moda de algunos

imitadores de la radio de hacer llamadas

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haciéndose pasar por gente famosa y yo podía

ser una de esas víctimas favoritas debido al éxito

de la telenovela.

Así que pasé al teléfono y lo escuché saludarme,

y felicitarme por mi trabajo. Y a pesar de que era

la misma voz que yo había escuchado desde las

épocas del colegio cuando en clase de literatura

nos ponían las grabaciones de los escritores

narrando con sus voces sus propios relatos, yo le

contesté con una enorme prevención y con una

frialdad tan ofensiva que se molestó y tuve que

pedirle disculpas y confesarle que tenía el temor

de que no fuera él.

“Ese Garzón me tiene jodido. Anota el teléfono de

mi casa y llámame”. Se refería a Jaime Garzón,

que lo imitaba perfectamente y ya le había

hecho varias travesuras.

A los dos días de esa llamada, llegué a su

apartamento de Bogotá. Quería que nos

tomáramos un café y que le contara cómo era

eso de ser escritor de telenovela.

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Para nadie era un secreto que García Márquez, a

pesar de pertenecer al Olimpo de los dioses de la

literatura de todos los tiempos, sentía una enorme

atracción por la cultura popular.

Siempre fue claro en advertir que su obra nació

allí cuando admitía que sus relatos provenían de

las narraciones que escuchaba en su casa y en su

pueblo, y de ahí su veneración por el vallenato,

por Escalona y Leandro Díaz.

También por aquella época estaba empecinado

en escribir boleros y había hablado con Armando

Manzanero y con Rubén Blades para que lo

socorrieran en su anhelo.

Y por supuesto, la telenovela hacía parte de esa

cultura popular que lo obsesionaba por entonces.

Ya había tenido algunas experiencias con la

televisión colombiana.

En 1975, y con su bendición, Bernardo Romero

hizo una adaptación en seis episodios de La mala

hora, para RTI. En 1.982, RTI hizo Tiempo de morir,

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un especial de dos horas con guion de cine suyo

y dirigida por Jorge Alí Triana.

A García Márquez le gustó tanto esta producción

que volvieron a rodarla, en 1985, esta vez para

cine, con el mismo elenco de la versión televisiva.

En 1991, Audiovisuales produjo Crónicas de una

generación trágica, un proyecto diseñado por

García Márquez, y que consistía en un conjunto

de seis episodios independientes, que narraban la

historia previa a la Independencia de Colombia,

en el siglo XIX, y que se iniciaba con la

insurrección de los Comuneros hasta la aparición

del pacificador Murillo. Una gran producción, sin

embargo era más un proyecto cinematográfico

que televisivo.

En 1991 finalmente se puso el overol de libretista

de televisión y adaptó María, de Jorge Isaacs,

para RCN, en diez episodios. La serie tuvo algunos

cuestionamientos pues algunos decían que era

más una obra literaria que televisiva: por un lado

se apoyó en una voz en off que narraba en

ocasiones las escenas que se veían en la

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pantalla, y era como escuchar la María de Jorge

Isaacs pero escrita por García Márquez.

Y por otro lado, usó la técnica estructural del flash

back cuando la novela original es un relato lineal.

De cualquier manera, la María de García

Márquez está considerada como una de las más

grandes y bellas producciones de la televisión

colombiana y sus libretos tienen esa enorme

facultad de ser guiones de televisión pero

también una gran obra literaria.

De todas estas experiencias suyas hablamos

aquella tarde, sin embargo, toda su experiencia

estaba en formatos cortos, de pocos capítulos.

Cuando me preguntó cuántas páginas había que

escribir para una telenovela y le dije que

alrededor de cinco mil, soltó una estruendosa

carcajada.

“Con todos los años que llevo escribiendo jamás

llegaré a cinco mil páginas”, me dijo divertido y

abrumado por el número, y yo tuve que

responderle: “Maestro, es que usted es un escritor,

yo soy un escribidor”.

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Tuve que explicarle algo que él ya intuía, pero

que era importante dejar en claro: cinco mil

páginas en guion jamás se pueden comparar con

cinco mil páginas literarias, y menos páginas

como las suyas.

El guión de televisión, por lo general, no se escribe

de lado a lado de la página, hay que dejar un

espacio para las acotaciones de producción; el

diálogo ocupa un gran espacio y no la prosa, y

sobre todo está escrito a una velocidad

vertiginosa, con un productor apuntándole a uno

con un revólver en la cabeza; el escritor se

mantiene encerrado 24 horas angustiosas, y no

existe la posibilidad de que se bloquée, ni que

padezca el famoso mal de la página en blanco;

y si se le muere a uno la madre durante la

escritura, no hay forma de llorarla ni de asistir a su

funeral. “Una telenovela es un carcelazo de dos

años bien pagos”, le dije.

No había forma de comparar la vida de un

escritor de televisión con la de un literato. En esa

época, las telenovelas se escribían mientras se

producían y se emitían. Los guionistas se

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levantaban tras una noche de pesadilla a mirar el

comportamiento de las audiencias y escribir el

capítulo del día tomándole el pulso al espectador

para satisfacerlo, y el tiempo era una ruleta rusa.

Durante el ejercicio de la escritura, el literato es un

esclavo de su obra y de un libro que aún no ha

dado a luz; el escritor de televisión es esclavo de

su obra y de un público que lo espera ansioso

todas las noches.

A pesar de mi insistencia en plantearle la

diferencia entre literatura y guion, y decirle que la

telenovela es una hija bastarda de la literatura, y

que para mí la literatura era el género mayor y

del respeto que me merecía, él quería rescatar

algo de la telenovela que lo impactaba.

Sabía que Café con aroma de mujer movilizaba

frenéticamente al público en Colombia y en

muchas partes donde se emitía, que la gente se

encerraba en sus casas a verla, que el tráfico

disminuía, que los cines se quedaban vacíos, los

restaurantes sin comensales y que los aeropuertos

sufrían retrasos en sus vuelos pues los viajeros se

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quedaban viendo la telenovela en las salas y no

abordaban hasta no terminar el capítulo.

Le expliqué que eso no era una virtud exclusiva

de mi historia, sino de muchas telenovelas. En la

Unión Soviética, le conté, emitían Los ricos

también lloran de 7 a 8 de la noche, y generó un

problema monumental pues la gente llegaba a

las 6.30 p. m. a preparar la comida, lo que

generaba una sobrecarga en las centrales

termoeléctricas en todo el país; luego veían la

novela mientras cenaban, y las 8 lavaban los

platos, lo que a su vez generaba atascamientos

en los desagües de las ciudades.

En ese punto dijo: “Bueno, que un país se paralice

por un desastre natural, o por un golpe de estado,

o un estado de sitio, es una cosa, pero que eso lo

genere una historia, es un puesto de honor que le

corresponde a la literatura”.

Nuestro siguiente encuentro fue convocado por

el director Sergio Cabrera. García Márquez quería

llevar al cine uno de sus cuentos: La siesta del

martes. La historia de una madre y su hija que van

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a visitar en un pueblo lejano la tumba de su hijo y

hermano, que había sido boxeador, y que

terminó robando para mantener a su familia.

García Márquez quería que yo lo convirtiera en

un guion de cine. Por supuesto conocía el cuento

de cuatro páginas y lo amaba, pero nunca me

cupo en la cabeza cómo convertirlo en un guion

de 90 minutos. Había que alargar el relato, y

confieso que me dio terror.

Eso era como si un pintor tomase el Guernica de

Picasso y le pintara más cosas a su alrededor. Y a

pesar de que estaba autorizado para cometer el

sacrilegio, preferí confesarle que no me atrevía a

tocar su obra y le dije que pensaba con todo

respeto que habían cosas que le pertenecían

exclusivamente a la literatura y que eran

sagradas. Y me quedé con la frustración, pues

siempre quise adaptar obras suyas, incluso,

confieso ya sin pudor, Cien años de soledad.

No supe si mi decisión lo había molestado, pero

años más tarde me llamó a invitarme a participar

en un taller suyo en San Antonio de los Baños, en

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Cuba, una facultad de cine y medios

audiovisuales creada por él y el gobierno

cubano.

Para horror mío, no tenía tiempo. Le expliqué, “la

maldita vida del guionista de televisión. No puedo

abandonar mi puesto de combate”.

Pero le di la solución de inmediato. Le hablé de

una gran escritora, de Mónica Agudelo, que

venía de hacer Sangre de lobos y La madre, con

Bernardo Romero y tenía tiempo para asistir.

García Márquez no conocía su trabajo, y tuve

que poner sin duda las manos en el fuego por

ella: “Mónica es mil veces mejor que yo”. Los puse

en contacto y García Márquez le puso una

prueba sencilla y contundente para medirle sus

niveles. “Cuéntame un chiste corto”, le dijo, y la

tomó por sorpresa.

Mónica no tenía memoria para los chistes y

menos de uno que hiciera reír a un Nobel de

literatura. Sin embargo, en medio de la angustia,

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rescató uno de la memoria que lo hizo reír y se la

llevó para Cuba sin pensarlo más.

Desde entonces, Mónica fue su guionista

colombiana predilecta. La quería, y Mónica

empezó a tocar el cielo con las manos cuando a

García Márquez le encantó una historia de ella

que especulaba sobre la presencia de Hitler en

Popayán, después de terminada La Segunda

Guerra Mundial.

Mónica empezó a trabajar en el guion sacándole

el tiempo a su trabajo en televisión, que era su

sustento de vida.

Al año siguiente, volvió a invitarme a San Antonio

y tampoco pude. Volvió a llevarse a Mónica esta

vez con otro libretista colombiano, Mauricio

Miranda. Pero le juré por mi vida que iría al año

siguiente.

La suerte no estaba de mi lado, y cuando me

llegó de nuevo la invitación a través de un correo

electrónico, tuve que desistir pues me encontraba

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en una batalla campal en la escritura de Guajira,

otra telenovela mía.

No sé que diablos pasó con la excusa que envié,

lo cierto es que pocos días después estaba en mi

oficina, y me dijeron que Gabriel García Márquez

estaba al teléfono. Yo pasé de inmediato pero

esta vez no era la voz amable de la primera vez.

Era un Nobel disgustado porque lo había dejado

plantado en San Antonio de los Baños. Yo le

expliqué que había enviado un correo

excusándome, y que no entendía que había

ocurrido. Lo cierto es que la excusa jamás llegó a

sus manos ni a la de nadie de la Escuela, pero eso

no me salvó del regaño.

No voy a trascribirlo aquí literalmente por varias

razones. La primera porque entré en pánico, y la

otra porque cometería un sacrilegio y sería una

irresponsabilidad de mi parte al tratar de escribir

su prosa: lo que si recuerdo perfectamente es que

era un regaño magistral, de unos 20 minutos, de

frases impecables y contundentes.

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En pocas palabras, me dijo que la televisión era

un gran medio pero que ni yo, ni Mónica, ni los

libretistas en general, podíamos quedarnos toda

la vida en ella, que teníamos que lograr otros

niveles, pero que nuestro apego y devoción por

la televisión nos iba dejar sumergidos en esa

maldición de la que tantas veces le hablé y que

ahora se había convertido en mi mayor

justificación de vida como artista, que ya eran

demasiadas las concesiones que le hacía, y que

era lamentable mi actitud. Yo solo pude decirle

un “lo siento maestro” antes de que me colgara.

En ese momento, sufrí mi primera muerte en vida.

Mi aspecto de cadáver llamó la atención de

todos los que estaban allí, y me preguntaron qué

había pasado con el gran maestro: “García

Márquez acaba de insultarme”.

Por supuesto no pude volver a escribir. ¿Qué

escritor puede crear una frase después de que un

Nobel lo regaña? Y más cuando se trata de su

escritor del alma. Literalmente caí en cama, las

frases brillantes contra mí no se me iban de la

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cabeza, y si dormí no hice más que soñar con él y

su regaño.

Como dejé de escribir, se corrió el rumor entre los

escritores. “Gaitán está en cama, García Márquez

lo insultó”. Y se inició una procesión en mi casa

como si visitaran a un moribundo y todos creían

tener la medicina para volverme a la vida, a

pesar de que todos sabían que era

irremediablemente mortal lo que me estaba

pasando.

“Llámalo, mándale una carta, envíale un mensaje

con alguien”. Pero yo no tenía nada qué decirle.

Todo lo que me había dicho era irrefutable. Era

mejor que me dejaran morir ahí. No tenía alma ni

cara para seguir adelante como escritor.

Mónica Agudelo, que podía ser el medio para

llevarle algún mensaje de piedad, también

estaba en la lista de los sindicados porque no

había podido terminar el guion que prometió, por

lo mismo, por la bendita televisión, y tenía una

angustia descomunal, pues García Márquez la

había citado en diferentes partes del mundo para

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hablar de su historia, que podía ser producida por

Robert Redford, según le dijo el maestro.

Incluso, en una de esas citas, Mónica Agudelo

llegó a un apartamento de García Márquez en

algún punto de Europa (que ahora no recuerdo

exactamente y Mónica ya no está en este mundo para

verificarlo) y escuchó una voz poderosa que

cantaba desde la cocina y luego descubrió que

era Francis Ford Coppola que estaba cocinando.

García Márquez le contó con entusiasmo la

historia de Hitler en Popayán y le dijo que Mónica

pronto tendría el guion.

Así que Mónica estaba metida en el mismo

infierno mío, pero no la habían regañado como a

mí. Me dijo que no me angustiara tanto que

estaba segura que por este desplante, García

Márquez no iba a hablar contra mí ni acabarme

como escritor.

Yo también estaba seguro de eso. Pero era algo

de dignidad, y sabía que la soga me la estaba

colgando yo solo. Pasé muchas noches y días,

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tumbado en la cama, con la voz de mi maestro

recriminándome y no encontraba la salida.

Días más tarde, la encontré, y llamé a Mónica a

consultársela. Como ella lo conocía mejor que yo,

le pregunté si sabía a cuanta gente García

Márquez había insultado. Ella me dijo que a muy

pocos, que ambos sabíamos que era un hombre

superior a las contrariedades de la vida, así que le

dije que entonces yo era uno de esos pocos

privilegiados.

Y eso empezó a animarme. Pocos mortales en

este planeta tenían el privilegio de ser regañados

por él, pocos le habían generado la iniciativa de

tomar un teléfono desde Cuba y dedicarle 20

minutos para regañarlo con muy buena literatura.

Y yo era uno de esos honrados, y tenía que

convertir ese infierno en una bendición.

Así que, cuando me llamó Rocío Arias a

preguntarme mi epitafio, estaba claro que en mi

tumba debe decir lo que hasta ese momento, y

aún todavía, ha sido mi mayor logro: “A mí me

insultó García Márquez”.

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Sin embargo, Mónica y todos mis amigos

escritores, sabían que era un paño de agua tibia

para poder seguir adelante con mi vida, que el

suceso me seguía carcomiendo como una

enfermedad letal. Alguna vez me encontré con

un colombiano que estaba metido en la parte

académica en la Escuela de San Antonio, y me

preguntó si jamás iba a dictar un curso allá. Le

dije que por supuesto, que tenía una deuda

grande, y que no podía morirme sin saldarla.

Contra viento y marea, pues ya estaba

empezando a diseñar Betty la fea, viajé a Cuba,

pero él no estaba allí, sino en México. Igual,

cumplí mi promesa, con la ilusión de que mi

maestro supiera que a pesar de nuestro

desencuentro, yo había cumplido.

Nunca supe si se lo dijeron o no en Cuba, lo cierto

es que Mónica, a riesgo de ser regañada pues

seguía sin culminar el guión, le contó que yo

había cumplido la penitencia, le habló de mi

epitafio y le suplicó piedad por mi.

Años después, fui invitado a la primera versión del

Hay Festival en Cartagena, y García Márquez era

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el anfitrión. En la tarde de la inauguración, estaba

parado frente a la puerta de entrada de la Casa

de Huéspedes Ilustres, y para mi, mientras hacia la

fila, era como estar a las puertas del cielo, la hora

de la verdad después de tantos años de agonía,

y García Márquez era quien podía impedírmela.

Cuando estuve frente a él, me miró y me

reconoció. Y le dije, “sí, maestro, soy yo, el maldito

libretista de televisión”. Sonrío y solo me dijo: “Ni te

atrevas a dejarme crucificado en tu lápida”. Me

dio una palmada suave de absolución en la

espalda, y finalmente pude ingresar al cielo.