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1 ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA 9.0 DEMOCRACIA, TOLERANCIA Y PLURALISMO “La intolerancia puede definirse como la indignación de los hombres que no tienen nada que opinar.” G.K. Chesterton Este capítulo se propone esclarecer la naturaleza de la democracia moderna y su relación con los derechos humanos. Asimismo, se busca ofrecer una visión lo más completa posible de la tolerancia, la pluralidad cultural, los tipos de consenso y el carácter incluyente de las sociedades democráticas. Nos ocupamos, además, de examinar los enemigos abiertos y velados de la democracia y las formas declaradas y encubiertas del autoritarismo; prevenimos contra las actitudes negativas que deterioran la vida democrática y valoramos, finalmente, la relevancia de la educación en las sociedades modernas. 9.1 La democracia y los derechos humanos La democracia es el gobierno que se dan a sí mismos los miembros de una sociedad. Esto quiere decir, en principio, que en ella las funciones de gobierno son realizadas por personas elegidas libremente entre los miembros de la colectividad nacional y/o local. Los agentes de la democracia han de ser individuos con el juicio suficiente y con pleno uso de razón. Los ciudadanos deben ser capaces de elegir a quienes los gobiernen y también de ser electos y designados para las funciones de gobierno. La democracia es, en suma, un gobierno de iguales, para seres humanos que se reconocen como iguales, más allá de sus diferencias de edad, sexo, raza, nivel de instrucción o idiosincrasia cultural. La democracia se distingue de –y hasta se opone a– formas de gobierno instrumentadas por seres humanos que creen tener autoridad sobre personas supuestamente incapaces de gobernarse a sí mismas, y por lo tanto, incapaces de decidir quiénes y cómo deberían

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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA

9.0 DEMOCRACIA, TOLERANCIA Y PLURALISMO

“La intolerancia puede definirse como la indignación de los hombres

que no tienen nada que opinar.” G.K. Chesterton

Este capítulo se propone esclarecer la naturaleza de la democracia moderna y su relación

con los derechos humanos. Asimismo, se busca ofrecer una visión lo más completa posible

de la tolerancia, la pluralidad cultural, los tipos de consenso y el carácter incluyente de las

sociedades democráticas. Nos ocupamos, además, de examinar los enemigos abiertos y

velados de la democracia y las formas declaradas y encubiertas del autoritarismo;

prevenimos contra las actitudes negativas que deterioran la vida democrática y valoramos,

finalmente, la relevancia de la educación en las sociedades modernas.

9.1 La democracia y los derechos humanos

La democracia es el gobierno que se dan a sí mismos los miembros de una sociedad. Esto

quiere decir, en principio, que en ella las funciones de gobierno son realizadas por personas

elegidas libremente entre los miembros de la colectividad nacional y/o local. Los agentes

de la democracia han de ser individuos con el juicio suficiente y con pleno uso de razón.

Los ciudadanos deben ser capaces de elegir a quienes los gobiernen y también de ser

electos y designados para las funciones de gobierno. La democracia es, en suma, un

gobierno de iguales, para seres humanos que se reconocen como iguales, más allá de sus

diferencias de edad, sexo, raza, nivel de instrucción o idiosincrasia cultural.

La democracia se distingue de –y hasta se opone a– formas de gobierno instrumentadas por

seres humanos que creen tener autoridad sobre personas supuestamente incapaces de

gobernarse a sí mismas, y por lo tanto, incapaces de decidir quiénes y cómo deberían

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gobernar a la sociedad. Estas formas de gobierno no democráticas son, en general, las

autocracias, principalmente de carácter caciquil o monárquico dictatorial–cuando es una la

persona que gobierna sobre sus supuestos inferiores o súbditos,– o de tipo oligárquico –

cuando unos cuantos, presuntamente superiores, buscan gobernar sobre el resto de las

personas, a quienes consideran incapaces o inferiores. La base de la democracia es el

ciudadano que se estima a sí mismo igual a otros ciudadanos. La de los gobiernos

autocráticos serían los súbditos de presuntos soberanos. En las democracias modernas, la

soberanía radica cabalmente en el pueblo y se concreta a través de sus representantes o de

los funcionarios electos.

Las democracias no deciden únicamente acerca de quiénes deben gobernar. También

deciden cómo funcionará la sociedad o sobre la base de qué reglas específicas de

operación. En las democracias cabales del mundo actual, los ciudadanos se procuran a sí

mismos sus leyes mediante un proceso racional de discusión y elaboración que llevan a

efecto los representantes legislativos de dichos ciudadanos, los llamados diputados,

senadores o representantes populares en general. Con la debida información y preparación,

todo ciudadano puede participar eficazmente en la labor legislativa, bien sea eligiendo a

sus representantes o fungiendo como uno de ellos. Y es que al ciudadano se le concibe

como un ser juicioso y pensante al que le es factible acordar con sus conciudadanos los

modos de organización y funcionamiento de la colectividad nacional o local. El estado de

derecho es el conjunto de dichas normas eficaces de funcionamiento. Éstas son válidas

para todos y se persigue que todos los ciudadanos las respeten, con vistas a concretar el

bien de la sociedad en su conjunto.

En una democracia las normas del estado de derecho y la designación de las autoridades se

deciden mediante el principio de mayoría. De acuerdo con este principio, las autoridades y

las leyes proceden de la voluntad de los ciudadanos, expresada a través de una mayoría de

votos. Prevalecen, por tanto, las propuestas que para ocupar los cargos y para adoptar

medidas legislativas, convenzan al mayor número de ciudadanos. Esto no significa, sin

embargo, que en las democracias las llamadas minorías no sean tomadas en cuenta y deban

plegarse con resignación a los deseos de la mayoría de ciudadanos. En rigor, las mayorías

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democráticas se conforman siempre a partir de una opinión singular o una propuesta

minoritaria, sustentada por unos cuantos ciudadanos o hasta por uno solo de ellos, la cual

tendría el mérito de convencer a otras minorías de ciudadanos y producir, finalmente, una

mayoría de votos o de adherentes.

En las genuinas democracias cuentan todas las voces, sean ellas la de un individuo aislado

o la de un grupo mayor o menor de ciudadanos. Los pareceres que gocen del favor de la

mayoría, provendrán necesariamente de alguna voz individual o minoritaria. Si a alguien se

le priva de su derecho a hablar, a expresarse o a proponer, entonces la democracia se

invalida a sí misma y tiende a convertirse en un régimen autoritario. La democracia está

mejor asegurada mientras más se garanticen en ella las opiniones individuales y

minoritarias. De ahí la gran importancia del voto secreto, universal y directo. En las

asambleas públicas, sucede lo contrario. En ellas se le pide a las personas que voten

levantando la mano, a la vista de todas las demás. En cambio, las casillas electorales

modernas garantizan que todos y cada uno de los votos sean emitidos en una forma

estrictamente individual y libre. El voto secreto, universal y directo permite una auténtica

mayoría democrática, que difícilmente alcanza la unanimidad.

El derecho de cualquiera a pensar y a juzgar, así como a expresarse y a opinar, no es, desde

luego, el único que promueven las democracias del mundo. Todos los derechos humanos

están íntimamente relacionados con capacidades y posibilidades que tenemos los seres

humanos: podemos expresarnos, manifestarnos o asociarnos libremente. Todo individuo es

capaz de aprender y por consiguiente, posee derecho a ser instruido. Los seres humanos

podemos vivir un buen número de años y llevar una vida saludable, por lo que tenemos

derecho a la atención médica y a los servicios indispensables de salud. Todos somos

capaces de poner en práctica nuestras capacidades físicas e intelectuales, por lo tanto

tenemos derecho a ejercer un trabajo justamente remunerado o retribuido. Cualquier

persona contribuye cotidianamente, en principio, al bienestar y la prosperidad de su

colectividad nacional y local, por lo que tiene derecho a una vivienda digna.

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Los niños representan un inmenso potencial además de ser el futuro de la humanidad, por

lo que poseen derecho a ser atendidos, protegidos y educados. También tienen derecho a

jugar y a que los mayores les procuremos un entorno adecuado para su crecimiento. Las

mujeres, por su parte, son tan capaces o más que los varones para efectuar una vasta serie

de actividades intelectuales y físicas, por lo que deben gozar de los mismos derechos

laborales, culturales y políticos que ellos. Los ancianos tienen derecho a ser tratados con

justicia, amabilidad y respeto, sencillamente por su enorme caudal de experiencia y por

haber efectuado aportaciones en todos los aspectos de la vida social.

Claro está que habría derechos que se tienen por el simple hecho de ser un miembro de la

especie humana –por ejemplo, los derechos humanos antes mencionados– y derechos que,

propiamente, deben adquirirse o ganarse por las personas –por ejemplo, el derecho a

recibir un título universitario, una medalla olímpica o un premio Nobel. Claro está también

que habría derechos fáciles de reivindicar en la práctica –por ejemplo, el derecho de toda

persona a que sea reconocida su nacionalidad– y derechos muy difíciles de cumplir por las

sociedades –por ejemplo, el derecho a una vivienda digna. Sin embargo, si acaso existe una

forma de gobierno que promueva mejor que otras a las diferentes clases de derechos

humanos, ella es la democracia. Ésta es justamente el régimen político más atento a las

capacidades y facultades humanas en general.

9.2 Tolerancia y heterogeneidad, consenso coincidente y pluralismo

La tolerancia es la capacidad de coexistir con personas que viven y piensan de un modo

distinto al de nosotros. Es la disposición para convivir con lo que no nos gusta de otros.

Supone cierta aceptación que todos podemos desarrollar para con otros individuos o

grupos, porque es la facultad de admitir diferentes formas humanas y culturales de vida y

de pensamiento. Se le llama tolerancia porque así como esos individuos o grupos poseen

sus formas de vivir y de pensar, nosotros mismos, y en general las personas de diversas

épocas y culturas, contamos con nuestras propias formas de vida. Éstas podrían ser muy

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distintas entre unos y otros, pero debemos aprender a reconocer en los demás el mismo

derecho que tenemos nosotros a defender nuestra identidad.

La base de la tolerancia es la diversidad o heterogeneidad de los seres humanos. El hecho

es que todas las personas pensamos más o menos distinto. Opinamos diferente, en primer

lugar, porque somos individuos de una misma especie con amplias capacidades racionales

y lingüísticas: algunos pueden intuir, argumentar o discurrir en torno a situaciones que

otros no hemos podido y tal vez no podremos apreciar, explicar o entender de un modo

semejante. En segundo lugar, los humanos somos heterogéneos porque algunos disponen

de ciertos tipos de inteligencia, memoria, sensibilidad, etcétera, que los demás no tenemos;

algo que, finalmente, determinaría que no todos pensemos, creamos o sintamos

exactamente de la misma manera.

En tercer término, los seres humanos somos heterogéneos porque ocupamos diferentes

posiciones o lugares y desempeñamos distintas funciones dentro de la colectividad. Esto

significa que nuestros puntos de vista en torno a los variados asuntos de esa colectividad

son necesariamente divergentes. No sólo nos referimos a la jerarquía o al lugar más o

menos privilegiado que ocupan en la escala social todos los individuos –si bien este factor

revelaría con mucha claridad los diferentes puntos de vista que nos hacen heterogéneos a

los ciudadanos de una misma sociedad. Proponemos, simplemente, que no son idénticas las

perspectivas de los profesionistas, los comerciantes o los industriales, como tampoco las de

los campesinos, los empleados estatales o los obreros más o menos calificados, tanto al

interior de sus respectivos grupos como comparados entre sí. Hace mucho tiempo que las

sociedades humanas dejaron de exhibir opiniones absolutamente unitarias y uniformes

entre sus miembros, si es que alguna vez tuvo lugar algo así.

Adicionalmente, cabe apuntar que no existen, en principio, puntos de vista más adecuados

que otros para percibir cuanto objetivamente ocurra en una sociedad. Sin embargo, en

algunos asuntos es posible lograr un acuerdo más o menos generalizado. Por ejemplo, la

mayoría de las personas queremos vivir en una sociedad justa, aun cuando no

compartamos ideologías políticas o credos religiosos.

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Todos los actores sociales se ubican necesariamente en determinada parte del sistema. Esto

favorece que distingan con propiedad ciertos acontecimientos al interior del mismo, y

dificulta que hablen con objetividad sobre otros. Para observar un bosque entero hace falta

cierta distancia. En cambio, si queremos apreciar las distintas especies vegetales que hay

en él, conviene estar más cerca. De la misma manera nadie, ni siquiera el científico social,

tiene un punto de vista omniabarcante. Siempre habrá que reconocer los diversos aportes

cognoscitivos y prácticos que hagan las personas desde sus respectivos lugares y roles en

el sistema social. Nadie tiene el monopolio de la verdad integral en los asuntos

concernientes a una sociedad.

En cuarto lugar, la pluralidad humana es inevitable porque en las distintas épocas y

contextos culturales, las personas hemos desarrollado formas divergentes de pensar y de

vivir: diferentes creencias religiosas, ideologías políticas y económicas, y modismos

culturales. No es posible homologar la mentalidad de un egipcio de tiempos faraónicos y la

de un inglés de la época de la Revolución Industrial; o bien la de un habitante de la España

medieval musulmana, con la de un norteamericano promedio de principios del siglo XX, o

inclusive las de un mexicano urbano del siglo XIX y otro del siglo XXI. Asombra la

diversidad cultural de los seres humanos a lo largo de la Historia.

En quinto y último lugar, las personas somos también heterogéneas porque pertenecemos a

identidades de distinto orden religioso, político, cultural, etcétera, situadas en una misma

colectividad nacional y local. La diversidad histórico-cultural se manifiesta hoy en el

interior de las numerosas sociedades del mundo globalizado. Esta diversidad nos lleva a

vivir en sociedades plurales y multiculturales. Hoy debemos habituarnos a compartir un

mismo espacio y tiempo con diferentes identidades culturales, con grupos de muy diversas

creencias o formas de vivir y de pensar.

Dada la diversidad o heterogeneidad y la pluralidad de los seres humanos, se hace

indispensable la tolerancia. Si ésta no tiene lugar, la posibilidad del conflicto y de la

violencia son extremadamente amplias. Un claro ideal democrático consiste en la

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actualidad en que cada individuo y cada grupo sean capaces de vivir y dejar vivir, de

pensar como lo crean conveniente y dejar pensar a otros tal y como ellos lo decidan. No se

debe imponer explícita o veladamente la propia visión del mundo ni negar otras formas de

vida y de pensamiento.

La tolerancia democrática moderna busca llevarnos hasta un consenso. No un consenso

que estribe en cierto acuerdo absoluto y unánime entre todas las concepciones del mundo.

Tampoco puede imponerse una visión individual o grupal del mundo, mucho menos si se

instaura de modo beligerante sobre las restantes. Es mucho más razonable optar por un

consenso en el que coincidan, en la medida de lo posible, las diferentes visiones o

concepciones culturales. Desde luego que no hay consenso en todos los puntos, pero puede

haberlo en aquellos que contribuyan a la convivencia pacífica.

Se trata de un consenso que admita y favorezca la coexistencia constructiva a partir de

propuestas fundamentales que aceptamos todos por sentido común. Por ejemplo, la

propuesta que afirma que existen derechos humanos válidos para todos los miembros de

nuestra especie, o el principio enunciado inmejorablemente en México durante el siglo

XIX por el presidente Benito Juárez, según el cual “entre los individuos, como entre las

naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”.

Si la multiculturalidad es una característica de las actuales sociedades, podría llamársele

multiculturalismo a la polémica propuesta que alienta las diferencias entre las distintas

identidades culturales que existen en una sociedad. Por ejemplo, la identidad de cada grupo

indígena, la de los miembros de una religión, la de los integrantes de un grupo político o de

un sector generacional, etcétera. Esta posición proclama el hecho de que algunas

identidades o grupos deben respetar absolutamente a otros. Esto es acertado, siempre y

cuando el multiculturalismo no se relativice ni se malentienda. Así sucede cuando algunos

grupos exigen respeto sin ofrecerlo a los demás, en detrimento de los acuerdos de sentido

común tan necesarios para la prosperidad y la coexistencia pacífica y constructiva.

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El multiculturalismo relativista es, hoy por hoy, un fenómeno humana y socialmente

comprensible, pero de ninguna manera aceptable ni justificable. En realidad debe ser

suplantado por el pluralismo o por un multiculturalismo responsable. Éste destaca que las

sociedades actuales son eminentemente plurales –multiculturales–, y que en ellas es

preciso impulsar el consenso, a través del cultivo de la tolerancia y del reconocimiento de

la heterogeneidad de las personas.

9.3 El estado de derecho

Como ya se sugirió antes –inciso 9.1–, el estado de derecho consiste en un universo de

normas racionalmente conformado y establecido, el cual es respetado efectivamente por

todos y cada uno de los integrantes de la sociedad, desde las autoridades electas por los

ciudadanos, hasta los menores al cuidado de esos mismos ciudadanos. El estado de derecho

no se reduce, entonces, a un simple cuerpo más o menos completo y coherente de leyes.

Más bien hace referencia a la plena obediencia a estas leyes por parte de los ciudadanos. Es

un modo de vida. Se refiere, pues, al hecho de que las innumerables actividades que

ocurren en una colectividad nacional o local se hagan respetando siempre el derecho

formalmente establecido. Se trata de que el derecho no sea “letra muerta” –es decir, que no

se cumpla–, sino que sea como un organismo viviente que se concreta habitualmente en la

práctica y se transforma de manera continua y permanente, de acuerdo con los

procedimientos previstos por las propias leyes.

El gran enemigo del estado de derecho son los intereses particulares –individuales o

grupales, justificados o no por cualquier causa, inclusive de las llamadas “nobles”– a

quienes no conviene que dicho estado exista y prospere. Tales intereses particulares están

siempre en busca de excepciones al estado de derecho. Persiguen fines igualmente

particulares; por tanto, debilitan al estado de derecho en perjuicio de lo que más conviene a

la mayoría democrática, es decir, al interés general.

Supongamos, por ejemplo, a un individuo que “se mete” en una fila de personas que

requieren hacer un trámite burocrático. Ese individuo pretendería una excepción a la regla:

para hacer su trámite las personas deben formarse en una sola fila, según vayan llegando.

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La excepción podría servirle al individuo inobservante para despachar más rápido su

asunto. Seguramente puede esgrimir motivos: lleva prisa, el trámite urge. Pero su acción

perjudica a todos los demás, especialmente a quienes quedan detrás de él. También quienes

están situados por delante son afectados, pues el infractor destruye el orden gracias al cual

ellos están a punto de despachar su asunto. Si todas las personas siguen y respetan

adecuadamente la fila, sin intentar faltar a la regla, el beneficio será para todas ellas;

prevalece el estado de derecho. Incluso, dicho estado de derecho pudiera perfeccionarse si

admite que tan sólo “se metan” en la fila personas ancianas o enfermas, quienes estarían en

una situación por la que no quieren pasar todos los integrantes de la fila.

Este sencillo ejemplo destacaría un asunto que aparece miles y miles de veces y de

muchísimas formas en la actividad social. En innumerables circunstancias, el estado de

derecho resulta amenazado por diversos intereses particulares de diferentes clases; desde

las más perversas (como el caso del funcionario que roba al erario público), hasta algunas

causas comprensibles y quizá justas. Éste último sería el caso de un abogado quien

convencido de la inocencia de su cliente, lo defendiera por cauces ilegales. La intención es

noble; su realización es cuestionable.

Un estado de derecho protegido contra excepciones que lo invaliden, y que se constituya y

establezca racionalmente, incorporando las voces de todos los ciudadanos que quieran

enriquecerlo será, con toda propiedad, un resultado de la pluralista y tolerante democracia

moderna; una consecuencia que retroalimentará dicha democracia.

9.4 Pluralidad y consenso: el camino del diálogo racional

Las sociedades multiculturales o plurales del mundo actual enfrentan, desde luego,

problemas que ameritan planteamientos y diagnósticos lo más acertados posibles, y que

requieren de soluciones que también se busca que sean las más adecuadas. Las sociedades

del presente necesitan averiguar muy bien la naturaleza de los problemas que las aquejan,

así como tomar decisiones que se instrumenten en las instancias de gobierno más eficaces

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para resolver dichos problemas. Tales procesos de planteamiento y diagnóstico de

problemas y de toma de decisiones, deben desplegarse en una sociedad democrática

mediante el diálogo racional. Esta alternativa presupone la libre expresión de todos los

argumentos posibles, así como su ponderación y comparación en aquellos ámbitos

institucionales diseñados especialmente para ello. Por ejemplo, las cámaras legislativas o

los foros de análisis, gubernamentales o no.

En las sociedades no democráticas, los procesos de diagnóstico y resolución de problemas

se efectúan de un modo poco incluyente, que no necesariamente implica el diálogo racional

entre personas. No es que en tales sociedades jamás ocurra ese diálogo, pero es menos

vasto de lo que puede serlo en las sociedades democráticas, y con facilidad llega a

sustituirse por evaluaciones y decisiones autocráticas, capaces de invalidar completamente

cualquier intento de diálogo.

Por lo general se dice que, sin diálogo racional, la única opción es la violencia o la fuerza.

Éstas se dan tanto en las sociedades democráticas, como en las no democráticas. Pero en

las primeras son menos frecuentes y cuando llegan a ocurrir, están comúnmente precedidas

por un diálogo racional cuya conclusión es el uso de la fuerza. Por desgracia, el diálogo no

es siempre eficaz: a veces algunos de sus interlocutores o partes se excluyen del consenso

mínimo que requiere el diálogo racional. Efectivamente, éste se fundamenta en acuerdos

mínimos de sentido común. Este modo de proceder es el ideal de las sociedades

democráticas, tolerantes y pluralistas.

De lo que se trata es que todos los ciudadanos acepten pacíficamente y del mejor grado

posible las decisiones de gobierno, incluso las más adversas para algunos de ellos, o las

menos comprensibles para otros. Todos necesitan estar convencidos de que dichas

decisiones fueron examinadas y adoptadas mediante procedimientos que reflejan a plenitud

la voz de la mayoría democrática, que muy bien puede equivocarse –puesto que no es

infalible–, pero que sobre todo, puede corregir sus resoluciones y hallar en cualquier

momento otras mejores.

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9.5 La búsqueda de la inclusión

El origen principal de los problemas que enfrentan las democracias es la exclusión.

Históricamente, todas las sociedades humanas fueron más o menos excluyentes, hasta el

advenimiento y la concreción, más o menos aceptable, de la democracia moderna, la cual

ha comenzado a superar esta situación. Las sociedades que no estaban asentadas sobre la

esclavitud, por ejemplo, lo hicieron sobre la servidumbre opresiva de los productores

directos; o bien sobre un proletariado urbano y rural, al que no solamente se le privaba de

la propiedad de los medios de producción, sino que era excluido de las instancias de

decisión. Por tanto, era incapaz de escapar a la explotación económica y a las diferentes

formas de opresión política y social a las que estaba injustamente sometido.

Hoy por hoy, las sociedades más prósperas son en general las incluyentes, de carácter

democrático, pluralista y tolerante. Son aquéllas que han podido garantizar mejor una

inclusión de todos sus miembros en los beneficios de un desarrollo material

satisfactoriamente alcanzado, y en los mecanismos para gobernar y regir a la sociedad.

Mientras las sociedades fueron básicamente excluyentes, operaron y cundieron en ellas las

formas autocráticas de conducción política. Monarcas, emperadores, caciques, caudillos,

oligarcas, dictadores, etcétera, han gobernado a lo largo de la historia a sociedades

excluyentes que hacían de los gobernados súbditos, y les negaban su derecho a la

participación política y social. Desde luego, las sociedades democráticas modernas están

muy lejos de haber terminado con todas las diferencias de clase o con las graves injusticias

sociales, pero cuando menos, se sitúan en la ruta de la inclusión. Ésta es capaz de producir

a la larga una democratización de las instancias del poder, y niveles de vida más

equitativos.

La búsqueda de la inclusión es, con absoluto rigor, un objetivo y un fruto de la democracia

moderna. Si antes tal inclusión llegó a buscarse por regímenes autocráticos que pretendían

ser benignos y justos –acaso los hubo–, ésta se lograría únicamente de un modo tan fugaz

como incompleto. Una de las grandes lecciones de la historia universal hasta el momento,

es que ningún sistema socio-económico –particularmente el capitalismo o el socialismo–

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remontará la reprobable desigualdad material si no está vinculado al régimen político de la

democracia moderna.

El mecanismo específico por el cual las democracias del mundo intentan realizar la

inclusión de los ciudadanos es la política partidaria, esto es, la existencia y

funcionamiento de los partidos políticos. Los partidos representan grandes corrientes de

opinión más o menos organizadas. En ellos se expresan y se insertan puntos de vista

minoritarios que logran, a través de los partidos mismos, dar a conocer sus concepciones

de gobierno, sus proyectos de sociedad y sus iniciativas específicas. La finalidad de los

partidos políticos es convencer a la ciudadanía y hacer valer sus concepciones, proyectos e

iniciativas, una vez que los ha respaldado la mayoría democrática.

Los partidos políticos son cabalmente partidos cuando compiten pacíficamente entre sí

para ganarse el voto ciudadano; cuando operan, además, en un contexto dentro del cual los

ciudadanos pueden efectivamente elegir y conferirle el poder a determinado partido.

Desde que las sociedades humanas comenzaron a hacer evidente su pluralidad, empezó a

haber partidos políticos. Por ejemplo, los güelfos y los gibelinos de la Italia medieval de

Dante; o los Tories y los Whigs de la Inglaterra del siglo XVII; o los liberales y

conservadores de la América Latina del siglo XIX. Sin embargo, los partidos sólo deben

ser llamados propiamente tales cuando es posible optar con libertad y eficacia entre alguno

de ellos, proceso que los conduce a adquirir un grado elevado de organización

institucional.

Los regímenes de “partido único” imponen una corriente unánime de opinión, la única

supuestamente “elegible”, sin que haya condiciones reales de competencia partidaria. Un

ejemplo son los regímenes socialistas del siglo XX. Estos partidos muy difícilmente

merecen el apelativo de democráticos.

9.6 Los enemigos de la democracia

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Hay dos grandes clases de enemigos de la democracia. La primera y más destacable, es la

de quienes reniegan de ella y buscan suplantarla con formas autocráticas de gobierno. La

segunda es la de quienes supuestamente buscan la democracia, pero la obstaculizan en los

hechos con sus prácticas y modos de pensar.

En el primer grupo de enemigos es factible ubicar a las figuras gobernantes de todos los

regímenes políticos predemocráticos y a los partidos históricos que apoyaron tales figuras.

Nos referimos aquí, básicamente, a los monarcas y caciques tradicionales y a los partidos

monarquistas en todas sus modalidades históricas. Especialmente en el siglo XIX y todavía

durante el XX, abundaron estos singulares enemigos de la democracia moderna. Algunos

de ellos fueron capaces de replantear y remontar sus creencias antidemocráticas y pugnar

por una adaptación de las instituciones monárquicas en el contexto de la avasallante

democracia. Convirtieron sus instituciones en símbolos nacionales y dejaron de concebirlas

como instancias eficaces de gobierno. Tal es el caso de la realeza inglesa y la española.

Los “hombres fuertes” y caudillos carismáticos también se ubican en esta primera clase de

enemigos de la democracia. Muchos de ellos corresponden a épocas ya rebasadas, por

ejemplo, la de las primeras décadas de las naciones-estado latinoamericanas en el siglo

XIX.

El típico enemigo de la democracia es la dictadura. Ésta se puede dividir en dos especies

principales. La primera sería la autoridad gubernamental que expresamente niega una

democracia que ha comenzado a existir, y que impide precisamente, a través del llamado

dictador, que los ciudadanos se gobiernen a sí mismos. Éstas son las dictaduras que

terminan abruptamente con una democracia en formación o que enfrentan problemas

extremadamente serios. Por ejemplo, las dictaduras latinoamericanas de la segunda mitad

del siglo XX.

En segundo término, estarían las dictaduras que también niegan de un modo contundente la

democracia, pero que buscan hacerse pasar por ella adoptando la apariencia de un régimen

democrático. En este caso el dictador rehusa llamarse así, aunque actúe como un verdadero

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cacique y, desde luego, no como un presidente democráticamente electo. La historia de

México ofrece un ejemplo inmejorable de esta segunda especie de dictadura en la persona

de Porfirio Díaz, cuyo dominio se extendió de 1876 a 1910. Por encima de los logros o

excesos del régimen porfirista, es indiscutible que no es conveniente permanecer en el

poder por tantos años obstaculizando el progreso democrático.

Una variante especial de la primera clase de enemigos de la democracia son los regímenes

socio-políticos socialistas. Éstos comenzaron a promoverse a mediados del siglo XIX en

Europa, de modo célebre por Karl Marx y Friedrich Engels. Las realizaciones concretas de

ese proyecto político se dieron en algunas naciones como Cuba, China y gran parte de Asia

y Europa del Este.

Los regímenes socialistas consideran a la democracia moderna un engaño, una mera

“ilusión ideológica” –democracia “burguesa”, la llamaron. En principio, se reconocía que

la totalidad de los miembros de una sociedad pueden gobernarse a sí mismos. Pero de facto

se descalifican e ignoran los medios para lograr este objetivo. En los hechos, la mayoría,

carente de derechos y libertades elementales, depende de unos pocos con la posibilidad de

decidir por todos y gobernar y regular la sociedad. Se gobierna en nombre de todos, pero

ejerciendo un poder antidemocrático más propio de caciques, “hombres fuertes”, caudillos

o dictadores, que de autoridades democráticas.

En rigor, los regímenes políticos socialistas merecen ubicarse entre los predemocráticos.

Éstos conformaron en la historia una tradición antidemocrática: fueron poco tolerantes y

negaron la heterogeneidad personal y la pluralidad social. Se trata de un sistema político

discutible que la democracia moderna ha intentado remontar.

También pueden considerarse enemigos de la democracia a quienes, deseándola y

aspirando a ella, la socavan con sus creencias y actitudes. En la actualidad es casi

imposible eludir el modo de pensar que suscribe los derechos humanos y las libertades

fundamentales. Además, la humanidad vive situaciones de terrible desigualdad económica

y social. Es común escuchar que en muchos ámbitos: “padecemos la falta de

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oportunidades”. Aunque la democracia moderna ha ganado una aceptación casi universal,

también se ha visto acosada por maneras desesperadas de pensar que la entienden

erróneamente.

Estos malentendidos han derivado en tres modos de expresión, quizá bienintencionada,

pero que en los hechos ha obstaculizado la democracia. Éstos son el democratismo, la

guerrilla armada y el terrorismo.

Por democratismo se entiende aquellos movimientos socio-políticos “justicieros” y

reivindicativos que persiguen una solución de problemas específicos de un grupo más o

menos mayoritario de la sociedad. Por ejemplo, algún sector de campesinos, algunos

grupos de estudiantes, algunos colonos de zonas urbanas, etcétera. Ellos utilizan métodos

que, bien vistas las cosas, atentan contra el estado de derecho y exigen excepciones al

mismo. Los movimientos democratistas reclaman derechos y libertades afectando siempre

los derechos y libertades de terceros. Adoptan como rehenes de sus causas a otros

individuos y grupos y chantajean a las autoridades.

En el México reciente, por ejemplo, la acción de estos movimientos democratistas puede

ilustrarse en los “bloqueos” de carreteras, avenidas y calles, en los “secuestros” del

transporte público durante marchas masivas, en la retención forzada de funcionarios

estatales o en la toma arbitraria de instalaciones gubernamentales. Empero, el resultado de

acciones como las anteriores es por lo general una simple satisfacción de intereses

particulares, en detrimento del interés general.

Otro obstáculo de la democracia es la guerrilla armada. No es inusual que en la

construcción de las democracias se atraviese por procesos difíciles, asociados a la difícil

resolución de problemas socio-económicos en amplios sectores de la ciudadanía,

problemas que aparentemente pudieran justificar insurrecciones armadas planteadas con la

expectativa de fundar y concretar, “ahora sí”, un auténtico régimen democrático. Estas

insurrecciones cobran, en el mundo de hoy, la forma de movimientos guerrilleros

promovidos en nombre de pueblos explotados, etnias marginadas o nacionalidades

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sojuzgadas. Se trata de movimientos violentos que dan por descartadas e inviables las

soluciones racionales y pacíficas a los problemas sociales. Habitualmente generan en la

sociedad “espirales de violencia”.

Los movimientos guerrilleros rara vez han significado el inicio de verdaderas democracias.

Ellos mismos operan al margen de la tolerancia, el pluralismo y el diálogo racional. A

pesar de todo, algunas de sus reivindicaciones son justas y en ciertos casos se vieron

orillados a opciones poco democráticas por la ineficacia de los cauces legales. No hay que

olvidar este punto. Lo más conveniente es evitar la violencia y que las demandas de los

diferentes sectores pueden ser canalizadas por vías democráticas.

El tercer malentendido de la democracia es el terrorismo. Éste representa un ataque con

medios que se proclaman como los genuinamente democráticos. El terrorista reivindica

una causa que intenta hacer valer aterrorizando a sus interlocutores y evadiendo, por

consiguiente, todo diálogo racional. En el proceso, ataca sin miramientos los derechos de

otros, y si es el derecho a la vida, mejor.

Un elemento que llama la atención en los terroristas es su asombroso dogmatismo, su ciega

fe en las supuestas verdades que alientan su credo político y en los medios violentos para

llevarlo a la práctica. El terrorismo no duda en matar y morir por una causa que, en el

contexto democrático de la multiculturalidad y del diálogo racional, jamás podría ganar

fuerza suficiente como para decidir con arbitrariedad la muerte de otros que no tienen por

qué compartir dicho credo. El terrorista hace algo equivalente a la absurda acción del

aficionado a un equipo nacional de futbol que, afectado de un modo irracional por la

derrota de su equipo, ataca sin consideraciones a cualquier connacional del equipo

contrario, sin importar si a la víctima le es indiferente el futbol.

Los terroristas tienen derecho a creer en cuanto creen, pero no lo tienen para aprovecharse

de marcos democráticos de libertades que hacen factible que ellos obliguen, de modo

brutal, a que los demás piensen exactamente como ellos... o no piensen en lo absoluto.

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9.7 Cacicazgo, dictadura y totalitarismo

Al principio de este capítulo —en el inciso 9.1— se dijo que la democracia es contraria a

las autocracias de la historia, que en general pudieran ser monárquicas dictatoriales u

oligárquicas. Esta declaración inicial puede profundizarse, pues no todas las autocracias

tienen un mismo carácter. No es idéntica la dominación predemocrática de un cacique, un

caudillo carismático o un monarca, por ejemplo, a la autoridad de un dictador

antidemocrático o un dictador propiamente totalitario. Por tanto, es preciso deslindar con

mayor claridad ciertos rasgos típicos del cacicazgo –donde cabe la monarquía tradicional–

, la dictadura, y el totalitarismo moderno –que es, por cierto, el polo justamente opuesto a

la democracia moderna.

Es posible llamar cacicazgo a toda forma de dominación cuya legitimidad descanse en la

tradición que califica al cacique a ejercer su autoridad. Esa tradición dice que el cacique

tiene derecho a mandar, y sus súbditos, el deber de obedecer. Estrictamente hablando,

serían caciques tanto los reyes de la Europa medieval, como los emperadores aztecas, los

faraones egipcios o los sultanes del medio oriente. Desde luego, han existido caciques

locales, por ejemplo, los de las etnias latinoamericanas prehispánicas o los “hombres

fuertes” de regiones o de organizaciones políticas en el México de los siglos XIX y XX. Al

lado del cacique tradicional —monarca, jefe o emperador— debe colocarse al líder

carismático. Ésta autoridad obtiene su legitimidad –es decir, su derecho a mandar–

directamente de su carisma –de sus cualidades asumidas como extraordinarias por sus

seguidores, que lo califican para gobernar.

El liderazgo carismático representa una dominación de carácter predemocrático, y no

necesariamente va contra el interés y el bienestar generales de una sociedad políticamente

constituida. Las dominaciones tradicional y carismática contrastan con el régimen

democrático-racional y hasta pueden oponérsele, pero en sí mismos no conforman

amenazas al mismo.

La dictadura, como recién se ha dicho –inciso 9.6–, se opone efectiva y directamente a la

democracia porque pretende clausurarla o invalidarla. El dictador dicta, atenido a su sola

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gracia personal, lo que cree conveniente para la sociedad en su conjunto, en lugar de

“mandar obedeciendo” a determinado orden legal e institucional que han decidido los

propios ciudadanos. Pero ni siquiera la dictadura equivale al reverso exacto de la

democracia moderna. Este reverso o contrario es, propiamente, el totalitarismo. No todos

los dictadores son totalitarios –aunque bastantes dictadores del siglo XX lo hayan sido–, y

quizás hasta pudiera hablarse de totalitarismos que prescindan de la figura del dictador, a

pesar de que esta circunstancia no haya ocurrido en la historia.

El totalitarismo consiste en un gobierno que niega absolutamente los derechos humanos y

las libertades esenciales de los seres humanos. Rechaza la heterogeneidad de las personas y

la pluralidad de la sociedad, establece la intolerancia como rasgo habitual de la

convivencia social y de la conducta del gobierno mismo. Arroja como resultado una

subordinación completa del ciudadano hacia el aparato estatal. Para el totalitarismo la

persona no cuenta. Vale únicamente el Estado que representa una mayoría unánime y

aplastante, la cual desprecia las minorías y más aún, a los ciudadanos con sus derechos,

capacidades y libertades. En última instancia, el totalitarismo arrebata al individuo su

condición humana, que lo hace titular de derechos inalienables.

Los proyectos de sociedad ideal que esgrimen los totalitarismos pueden ser muy diversos.

Por ejemplo, en el siglo XX se habló con profusión de un totalitarismo mal llamado “de

derecha” y otro denominado de “izquierda” –pues, en realidad, es imposible que haya algo

más “reaccionario” y menos progresista que un régimen totalitario–, representados por la

Alemania nazi (1933-1945) y por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que

gobernara José Stalin (1924-1953). El mundo actual ofrece visos de totalitarismo en varias

sociedades que aspiran, con mayores o menores probabilidades de éxito, a concretar una

democracia pluralista y tolerante, capaz de fundarse en un consenso coincidente de

acuerdos básicos de sentido común, que les permita prosperar en medio de su más o menos

amplia diversidad.

Desde luego, a los totalitarismos y las dictaduras se les puede acusar de autoritarismo. Éste

sería, sencillamente, el “abuso de autoridad” o esa autoridad que se despliega sin una

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legitimidad razonable y apoyada en la fuerza o la coacción física. Hay autoritarismo

cuando se ejerce la autoridad sin tener derecho a ella y sin que los sometidos a tal

autoridad reconozcan de un modo razonable el deber de obedecerla. También hay

autoritarismo cuando la autoridad se ejerce más allá de los límites permitidos por una

razonable legitimidad. Un usurpador, por ejemplo, es siempre autoritario porque carece del

mínimo derecho a mandar –si lo hace es únicamente apoyado en la fuerza. Un dictador es

autoritario porque manda desbordando o ignorando los contenidos de las leyes

racionalmente estatuidas por la sociedad –ocasionalmente hace esto mismo la autoridad de

algún régimen democrático, y entonces se le puede calificar de autoritaria.

Los regímenes totalitarios son plenamente autoritarios porque sus mandatos contradicen

sistemáticamente las libertades fundamentales. Abunda, por lo tanto, un autoritarismo

ostensible que se presenta en las múltiples formas de la dominación política

predemocrática y hasta democrática, pero que sobre todo, es patente en las dictaduras y los

totalitarismos contrarios a la democracia.

9.8 Las formas encubiertas del autoritarismo

Los autoritarismos predemocráticos, “democráticos” y particularmente antidemocráticos

no son los únicos que existen. También habría formas encubiertas del autoritarismo

relacionadas, en especial, con ejercicios de autoridad sustentados en una legitimidad no

razonable.

Una madre que ordena ciertas cosas a su hijo pequeño, incapaz de razonar por su cuenta –

como ponerse alguna prenda de vestir o terminarse la sopa–, no es autoritaria. Sus

mandatos cuentan con una legitimidad razonable que el pequeño reconoce plenamente y

que nadie se atrevería a cuestionar. En cambio, si esa misma madre maltrata físicamente a

su hijo para imponer todos y cada uno de sus mandatos, entonces ella sí actúa de un modo

autoritario, al igual que el padre que ejerza la autoridad sobre su hija adolescente como si

ésta tuviese el desarrollo mental de una niña de cinco años de edad. Innumerables

ejercicios de autoridad cuentan, en consecuencia, con una legitimidad que no deben tener,

por ser ésta última irrazonable, y esto los hace autoritarios.

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Son expresiones encubiertas de autoritarismo, por ejemplo, la de un presidente republicano

que da órdenes más propias de un monarca de viejo cuño que de un mandatario

democrático; o bien la del líder político que obtiene el voto de sus clientelas al

conseguirles beneficios tan pequeños como una despensa de productos básicos, o tan

grandes como un permiso de trabajo en determinada actividad; o la del joven que obtiene

de sus hermanas o de su madre la prerrogativa de no colaborar con las tareas domésticas; o

la del estudiante adolescente bravucón que extorsiona a sus compañeros más débiles para,

supuestamente, “venderles protección”; etcétera.

Las formas encubiertas del autoritarismo ponen en evidencia que la democracia moderna

es algo que “empieza en casa” y que no solamente tiene que ver con los grandes asuntos

públicos, sino además con la existencia cotidiana y privada de los ciudadanos que la

componen. Si esto es así, se puede apreciar la enorme importancia de la educación en la

conformación de las democracias pluralistas y tolerantes. La lucha contra el totalitarismo

exige un cambio de mentalidad personal. Las verdaderas democracias se constituyen, por

tanto, a partir de valores y virtudes personales.

9.9 Pobreza y educación

Es natural pensar que la pobreza puede ser un obstáculo para la democracia. Hoy las

sociedades más ricas y con más altos niveles de vida para sus poblaciones son

democráticas. Ello llevaría a suponer que el régimen democrático sólo pudo desarrollarse

en sociedades opulentas y capaces de explotar económicamente a otras más pobres,

imposibilitadas para acceder a la democracia. Esta afirmación, sin embargo, da por

supuesto dos cosas: la primera, que la producción de satisfactores y de riqueza es un

“proceso de suma-cero”, en donde lo que unos ganan equivale necesaria y exactamente a lo

que otros pierden; la segunda, que las sociedades actualmente más ricas lo fueron siempre

y que la humanidad jamás vivió bajo duras condiciones de supervivencia de las que sólo

escaparían –y de un modo relativo– unos cuantos que justificaban su situación privilegiada

apelando, precisamente, a la desigualdad natural entre los seres humanos.

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La democracia surgió, sin embargo, de naciones que fueron pobres y que paulatinamente y

con muchos esfuerzos han dejado de serlo. Ella parte, ante todo, de la igualdad natural

entre los seres humanos, que sienta las bases para que el bienestar y la prosperidad puedan

alcanzarlos a todos. Se cuestiona el supuesto de una economía global “de suma-cero”,

porque todas las sociedades humanas están en posibilidades de ser prósperas, de lograr el

bienestar para la totalidad de sus miembros. Estos fines se alcanzan si las sociedades hacen

lo conducente para gobernarse a sí mismas respetando los derechos humanos, asumiendo

los deberes y responsabilidades asociados a esos derechos, y encauzando y regulando las

capacidades y las libertades de los ciudadanos.

Hoy se reconoce que las sociedades únicamente podrán prosperar o alcanzar una mejor

calidad de vida impulsando la educación. Se considera que a mejor educación de los

ciudadanos, mayores posibilidades de evitar su marginación, es decir, su exclusión del

desarrollo económico. Pero la educación no es una simple instrucción o una mera

capacitación, aunque también sea ambas cosas. Los seres humanos se instruyen cuando

reciben ciertos conocimientos más o menos elementales o elaborados, y se capacitan

cuando son preparados para desempeñar adecuada y hasta competitivamente una actividad

laboral o profesional.

La educación va más allá. Es propiamente un cultivo del valor humano, es la formación de

personas como seres racionales y razonables, creadores y reivindicadores de valores,

responsables y libres. Educar es colaborar con los individuos para que puedan apreciar

cuanto es bueno, bello y justo; es ayudarlos a acceder hasta la verdad y superar el error. Es

la formación de ciudadanos conscientes de los derechos humanos y preocupados por

alcanzar con el pensamiento y la acción una formulación más clara de esos derechos. Una

cabal educación no es tan sólo la mejor arma de las democracias para consolidarse, sino

que ellas mismas han sido el producto histórico del proceso educativo. Educar es una labor

continua: si aspiramos a una democracia efectiva, la educación es la mejor estrategia.

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Bibliografía recomendada

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4. Office of the High Commisioner for the Human Rights, Declaración Universal de los

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5. Rawls, J.: Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1979.

6. Rawls, J.: El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996.

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Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, México, 1988.

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12. Vázquez, R.: Liberalismo, estado de derecho y minorías. Paidós - Facultad de Filosofía

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