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Crítica de la educación formal Félix García Moriyón Contenido El nacimiento de la educación formal.....................1 Los supuestos fundamentales de la escolarización contemporánea..................................................4 Reprimir y liberar.......................................7 Riqueza y meritocracia..................................10 Una reformulación de los objetivos educativos...........16 Referencias Bibliográficas..............................21 El nacimiento de la educación formal La larga historia de los seres humanos pone en evidencia un rasgo que establece una nítida diferencia con otros seres vivos, incluidos claro está los más próximos en la escala evolutiva: nuestra infancia dura mucho tiempo. Los etólogos señalan el hecho de que este período de la vida humana es más largo que en las otras especies. A ello hay que añadir que los seres humanos mantienen durante toda su vida algunas características de la infancia, en especial la curiosidad y el interés por aprender, rasgo que se denomina neotenia. La duración de la infancia se

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Crítica de la educación formal

Félix García Moriyón

ContenidoEl nacimiento de la educación formal..............................................................................1

Los supuestos fundamentales de la escolarización contemporánea...............................4

Reprimir y liberar.............................................................................................................7

Riqueza y meritocracia..................................................................................................10

Una reformulación de los objetivos educativos.............................................................16

Referencias Bibliográficas..............................................................................................21

El nacimiento de la educación formal

La larga historia de los seres humanos pone en evidencia un rasgo que establece una

nítida diferencia con otros seres vivos, incluidos claro está los más próximos en la escala

evolutiva: nuestra infancia dura mucho tiempo. Los etólogos señalan el hecho de que este

período de la vida humana es más largo que en las otras especies. A ello hay que añadir que los

seres humanos mantienen durante toda su vida algunas características de la infancia, en

especial la curiosidad y el interés por aprender, rasgo que se denomina neotenia. La duración

de la infancia se vincula a la necesidad de aprender las pautas complejas de comportamiento

de las sociedades humanas. El proceso educativo es, por tanto, muy largo, y así lo ha sido

durante toda la historia de la humanidad.

Esta larga duración genera importantes problemas pues exige un gran y costoso

esfuerzo colectivo de protección y mantenimiento de los niños, en el que tiene que implicarse

toda la sociedad. Por otra parte, la educación refuerza la versatilidad y variabilidad de la

especie humana, cuyas manifestaciones culturales la convierten en especialmente capaz de

adaptarse al medio ambiente modificándolo según sus necesidades. La especie humana

cambia más rápidamente que cualquier otra especie animal, y eso plantea una dificultad

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específica: por un lado, educar consiste en integrar a los niños en las pautas de

comportamiento de la especie humana, con las variantes propias de cada sistema socio-

cultural; por otro lado, hay que preparar también para que los niños, llegados a adultos,

puedan resolver los problemas nuevos que se les presenten, que no son necesariamente los

que tuvieron que resolver quienes les educan. Entre la adaptación conservadora y la

innovación crítica no es fácil encontrar el punto de equilibrio. Modificando un viejo proverbio

aymara, al terminar el periodo educativo durante el cual a los niños se les enseñan todas las

respuestas, pueden encontrarse con que han cambiado radicalmente las preguntas. Esto

puede ayudarnos a entender algo destacado por Judith Harris (Harris, 2000 ): los niños y

adolescentes aprenden sobre todo de sus iguales, no de los adultos, pues implícitamente

saben que el mundo al que tendrán que enfrentarse como adultos lo compartirán con sus

iguales y es junto con ellos como deben ir reelaborando lo que los adultos intentan transmitir.

A partir del neolítico y más especialmente a partir de la aparición de la escritura, las

exigencias educativas se incrementan. Ya no es suficiente la educación informal que recibían

de la propia familia o de la tribu de pertenencia; fue necesario dedicar expresa atención a la

enseñanza de la escritura, y también de las técnicas específicas vinculadas a los oficios cada

vez más complejos que tenían que aprender para satisfacer las necesidades humanas en

sociedades agrícolas y en las aglomeraciones urbanas. Por eso empezaron a surgir formas

diversas de educación institucionalizada que atendían estas exigencias. En el ámbito de la

cultura europea, a partir del renacimiento cultural del siglo XI, se dio un crecimiento de esas

instituciones educativas con un sentido ya más próximo a lo que hoy entendemos por

educación formal (Bowen, 1992). Desde el Renacimiento en el siglo XV, esta tendencia se

incrementa notablemente, aunque todavía es pequeño el porcentaje de la población que se

beneficia de este tipo de educación.

El gran cambio cualitativo se da a finales del siglo XVIII en Europa y en zonas del

mundo controlados por los países europeos, en especial en todo el continente americano:

empieza entonces el proceso de escolarización universal obligatoria, implantada en todos los

países a partir de las grandes revoluciones que inician la edad contemporánea. Comenzó en

Europa y en los países de América, para extenderse a continuación a los demás países del

mundo. Es en esa época cuando los gobiernos, de uno y otro signo político, inician el

establecimiento de un sistema escolar obligatorio y universal guiados por los ideales

ilustrados. El proceso de implantación sigue ritmos diferentes en los distintos países, pero en

todos plantea un mismo objetivo: lograr que todos los niños y todas las niñas reciban una

escolarización obligatoria desde los 6 años hasta los 14, más adelante hasta los 16 e incluso los

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18. A comienzos del siglo XXI, el proceso está completamente realizado en una gran parte de

los países, aunque siguen existiendo lagunas importantes como quedan recogidas en el Índice

de Desarrollo Humano y en los desafíos del milenio (García Moriyón, 2007).

La aparición de la escolarización universal y obligatoria es, por tanto, un hecho bien

reciente en la historia de la humanidad que en algunos países ni siquiera tiene cien años de

existencia. Ha exigido y sigue exigiendo un enorme esfuerzo social, concretado en ingentes

sumas de dinero para financiar un buen sistema educativo. Atender las necesidades educativas

de la población demanda un elevado número de personas dedicadas a enseñar, el profesorado

de los distintos niveles y especialidades cuya formación es costosa. Además, esta

escolarización puede ser interpretada como una inversión económica básica que busca

generar lo que podemos llamar capital humano, utilizando la terminología de la economía de

la educación. Es más, en las últimas décadas, sobre todo en los países con un nivel de riqueza

económica más elevada, la educación, tanto la formal como la no formal, empieza a parecerse

mucho a otros bienes de consumo: la gente demanda educación como si de otro bien de

consumo se tratara y una elevada inversión en educación realizada por las personas puede ser

interpretada también como mostración pública de un estatus social elevado.

Esta relevancia social de la educación se basa en unos supuestos fundamentales que

dan lugar a nuevas maneras de manifestarse esas tensiones contradictorias propias de la

educación que ya están presentes desde los orígenes de la humanidad. Eso sí, con variaciones

acordes con las características de las sociedades actuales. Como siempre ha ocurrido, la

institución educativa tiene como objetivo prioritario mantener la estabilidad social,

transmitiendo a las nuevas generaciones los usos y costumbres que regulan el funcionamiento

de la sociedad. Al mismo tiempo, debe inculcar en los niños la apertura mental y la capacidad

de innovación que les van a hacer falta para afrontar los cambios sociales cuyo ritmo ha

crecido en las últimas décadas, convirtiendo en más necesario este objetivo. Hay algo más que

convierte la tarea en especialmente difícil. La escolarización universal está vinculada a las

aspiraciones democráticas de las sociedades contemporáneas, y eso parece ir sobre todo

vinculado a la innovación creativa y a la libertad individual. Pero también está estrechamente

vinculada al desarrollo del capitalismo, y las relaciones sociales que lo caracterizan plantean

algunas exigencias que se dan de bruces con las exigencias democráticas. No está claro que sea

posible encontrar una forma de superar estas tensiones, por más que sea importante hacerlo.

De esas tensiones entre objetivos que pueden llegar a ser contradictorios y de posibles

soluciones a las mismas es lo que vamos a abordar en los apartados siguientes.

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Los supuestos fundamentales de la escolarización contemporánea

En el caso de España, lo dice expresamente la Constitución de 1812 en su Art. 366: «En

todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se

enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que

comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles». En esa misma

constitución se aclara igualmente que saber escribir y leer será un requisito necesario para

poder votar: «Desde el año de 1830 deberán saber leer y escribir los que de nuevo entren en el

ejercicio de los derechos de ciudadano» (Art. 25, 6º). En las Cortes de Cádiz están presentes

diputados procedentes de los territorios de ultramar que participan activamente en la

redacción del texto constitucional. Cuando pocos años después inician la ruptura con la

monarquía hispana y van alcanzando la independencia política, mantienen con formulaciones

diversas los mismos objetivos educativos que quedaba recogido en la constitución de Cádiz.

Este texto es interesante pues de manera bastante explícita mantiene que el sistema

educativo debe cumplir dos funciones, coherentes con sociedades que aspiran a ser

democráticas en el sentido contemporáneo de la democracia. Por una parte, es necesario

enseñar las destrezas básicas instrumentales (lo que hoy día llamamos lengua y matemáticas,

a las que se pueden añadir las ciencias y más recientemente las nuevas tecnologías de la

comunicación) y por otro lado hay que inculcar los valores morales y sociales fundamentales

para la cohesión social. Desde el primer momento, por tanto, una función va dedicada a la

formación de aquellas destrezas o competencias que van a permitir a las personas convertirse

en auténticos ciudadanos, capaces de leer, escribir y contar, lo que son condiciones necesarias

para ejercer un pensamiento autónomo. Es una manera de aplicar lo que pedían autores como

Kant (1981) o Condorcet (2001) a la futura sociedad ilustrada: la formación de personas

autónomas capaces de pensar por sí mismas de manera crítica. Ahora bien, es igualmente una

manera de inculcar unas competencias que resultan imprescindibles para el funcionamiento

de la economía y la producción de riqueza. Por otra parte, este artículo de la Constitución

propone también una tarea que está a medio camino entre la pura socialización y la formación

moral y política; esto es, busca la integración de los niños en la sociedad, considerando que

para eso ya no es suficiente, o no es conveniente, confiar solo en la familia y en la Iglesia. Es el

propio Estado quien debe asumir el control y la organización de la educación que pasa a ser

una institución fundamental del nuevo orden social y político que poco a poco va arraigando

en estos países.

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El primer objetivo guarda una estrecha relación con la democracia, cuya existencia

depende precisamente de que las personas bien formadas dejen de ser súbditas de un

monarca protector y benefactor y pasen a ser agentes de la vida política, directamente o por

mediación de representantes libremente elegidos. Como bien decían los anarquistas, quienes

apostaron radicalmente por la democracia, la ignorancia es el alimento de la esclavitud, por lo

que la alfabetización es liberadora y condición necesaria de la democracia. El segundo objetivo

tiene una clara función socializadora: hay que garantizar que los niños reciban una formación

moral y ciudadana acorde con las virtudes republicanas o democráticas. Es cierto que eso

puede escorarse hacia una pura y directa institución de control y sometimiento, y eso lo

muestran la proliferación de Catecismos políticos publicados en las primeras décadas del siglo

XIX en Francia y España (García Moriyón, 2011, p. 46, 242) destinados a que los niños

interiorizaran unos principios morales básicos, fueran estos religiosos o políticos. Pero también

es cierto que en su más coherente formulación, la apuesta es clara a favor de los valores

democráticos, énfasis que no ha dejado de acentuarse, al menos en las declaraciones formales

y en los grandes textos legislativos, desde la década de los sesenta del pasado siglo. Hay que

formar ciudadanos virtuosos, en ningún caso súbditos obedientes y sumisos y por eso la

educación para y en la democracia es un tema recurrente en las disposiciones que orientan la

organización de la educación.

Dicho lo anterior, la implantación y el posterior crecimiento de la escolarización

universal va unida a la consolidación de las revoluciones burguesas y del capitalismo como

modo de producción y de las relaciones sociales de producción que le caracterizan, por lo cual

adquiere especial importancia la escuela como institución encargada de transmitir los valores

propios de esas especificas relaciones sociales. El capitalismo está regido por la propiedad

privada de los medios de producción y por la búsqueda del beneficio económico, entendido

como creación de riqueza que cristaliza especialmente en el valor de cambio, esto es, en el

dinero. La escolarización forma parte de ese modelo social y trasmite explícita e

implícitamente esos valores. Las virtudes cívicas que adquieren especial importancia son las

que corresponden a los buenos trabajadores: la obediencia, el control del tiempo, la

separación drástica entre el tiempo y espacio del trabajo y los del ocio, son objetivos

fundamentales de la educación que se imparte en las escuelas. En cierto sentido, como apunta

Richad Brossio (1984), el capitalismo plantea al sistema educativo objetivos que son

contradictorios con los que plantea la exigencia democrática (Cuesta Fernández, 2005).

Por otra parte, las competencias son importantes no tanto para lograr ciudadanos

críticos y participativos, cuanto para generar riqueza, identificada como generación de

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beneficios valorados en dinero. De hecho, todavía se sigue resaltando la importancia de la

educación vinculada el crecimiento económico, y este a su vez se mide utilizando como

baremo exclusivamente el incremento del PIB. El mismo Adam Smith apunta hacia esa

vinculación entre educación y riqueza en su obra fundamental pues compara la persona

formada con una máquina y señala que la formación inicial en educación es una inversión que

se podrá recuperar en el futuro con salarios mejores (Smith, 1776, p. 88). La educación es

generadora de riqueza tanto para el individuo como para la sociedad. La última Ley Orgánica

de Educación en España, elaborada por el gobierno socialista en 2006, es muy clara al

respecto, pues en el preámbulo dice: «las sociedades actuales conceden gran importancia a la

educación que reciben sus jóvenes, en la convicción de que de ella dependen tanto el

bienestar individual como el colectivo. […] Además, la educación es el medio más adecuado

para garantizar el ejercicio de la ciudadanía democrática, responsable, libre y crítica… Por ese

motivo, una buena educación es la mayor riqueza y el principal recurso de un país y de sus

ciudadanos». Y textos muy similares podemos encontrarlos en las disposiciones oficiales de

todos los países y de los organismos internacionales.

Tanto si nos centramos en el objetivo de las competencias más instrumentales como en los

valores morales, el sistema educativo se encuentra así sometido a otra tensión que procede

también de dos demandas divergentes (Coq, 2000) y que se solapa con las tensiones que

acabamos de mencionar; por un lado busca la cohesión y uniformidad sociales —lo que implica

políticas de inclusión social— garantizando que todos los estudiantes reciban una formación

homogénea; por otra parte, tiene una lógica elitista —lo que implica el riesgo de fomentar

políticas de exclusión social—, encaminada a poner en práctica, y legitimar, la selección de los

mejores para ascender en la escala social. La lógica igualitaria lleva a la escuela a ofrecer una

enseñanza unificadora, a retrasar la diferenciación entre las personas; eso impone un

predomino de lo pedagógico, tomando a los niños como centro de su actividad, y se plasma

sobre todo en el modelo de educación comprensiva que se ha impuesto en muchos países.

Aquí se ponen en acto los ideales democráticos de la liberación por el saber, de la realización

de la justicia en la sociedad mediante una democratización del aparato escolar. Pero también,

como ya propusiera Platón en la Atenas democrática, es el lugar donde se selecciona a los

mejores, en parte presionada por las capas sociales privilegiadas y por el propio estado para

que realice esa selección precozmente, de forma diferenciada y jerarquizada. Busca la

excelencia y legitima la división social.

El problema consiste en que las democracias exigen mantener ambas lógicas. El exceso de

igualitarismo conduce a la mediocridad, pero asume el punto de vista de la globalidad, de la

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transmisión de lo que es necesario para todos. La segunda pretende hacerse cargo de las

diferencias entre los niños, entre sus talentos y sus motivaciones, y atender a la diversidad de

oficios y posiciones sociales. Debe legitimar esas diferencias. Si nos dejamos llevar solo por la

lógica igualitaria, el elitismo se cuela por la puerta falsa e incurrimos en la demagogia. Si

abandonamos la exigencia igualitaria, la escuela termina convirtiéndose en un instrumento de

reproducción social y de legitimación de las desigualdades previas.

No debe extrañarnos, por tanto, que teniendo en cuenta estas tensiones, el Estado haya

exigido desde el principio que la educación fuera obligatoria. La educación es sin duda un

derecho de todos los ciudadanos puesto que forma parte de su condición de ciudadanos

democráticos y hace posible la movilidad social, pero es también un deber, por lo que las

familias están obligadas a conseguir que sus hijos asistan a clase, donde recibirán la formación

exigida por la sociedad. A lo largo del siglo XIX, en muchas zonas del mundo occidental, hubo

fuertes resistencias a la escolarización de los niños por parte de las familias, que no veían

claros los posibles beneficios y comprobaban que los hijos que acudían la escuela

abandonaban las tareas productivas de los entornos agrícolas y ganaderos. En las últimas

décadas ha crecido algo la exigencia de no escolarizar a los niños, rompiendo con el principio

de obligatoriedad, aunque en estos momentos las causas de la desescolarización son distintas,

asociadas más bien a una percepción negativa de la influencia del sistema escolar en el

crecimiento moral e intelectual de los niños.

Reprimir y liberar

Como acabamos de ver en el apartado anterior, la escolarización universal y obligatoria

se encuentra sometida desde sus orígenes a tensiones casi contradictorias provocadas por

exigencias que no son fácilmente compatibles. Una de ellas es precisamente la que viene de su

supuesta vocación democrática. Por un lado, tenemos la tensión causada por tener al mismo

tiempo que socializar, es decir, integrar a los niños en la sociedad y la cultura a la que

pertenecen, procurando que interioricen las normas, los usos y las costumbres que son propias

de la sociedad. Esto supone una cierta tarea de control e imposición. Por otro lado, la escuela

es una institución de una sociedad que aspira a ser democrática, y potenciar en ellos la

capacidad de un desarrollo personal diferenciado, atento a las peculiaridades de cada

individuo concreto. Esto supone una obvia intención de fomentar la libertad individual entre

los niños para que puedan llegar a ser ciudadanos democráticos.

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Carlos Lerena describía esta contradicción con dos palabras que dan título a una obra

importante que describe la genealogía del sistema educativo: reprimir y liberar (Lerena, 2005).

La educación cristiana que se institucionaliza en la Baja Edad Media, tras siglos de tanteos

diversos, considera que el ser humano debe aprender a controlarse y reprimirse, evitando

todo aquello que la aleja de Dios y del prójimo y rechazando la fuerte tendencia a actuar

regidos por la falta de amor y el exceso de egoísmo. Ese duro esfuerzo ascético da paso a la

auténtica liberación, aquella que nos libra del mal y del pecado y nos aproxima a Dios. La

modernidad recoge esa orientación pero la seculariza, por lo que entiende la represión como

el largo esfuerzo civilizador que se basa en inculcar las normas de urbanidad, propias de las

personas de la urbe frente a las personas del campo. Este proceso, bien descrito por Norbert

Elias (1987), va a contribuir a consolidar la libertad social propia de las personas bien

educadas. En cierto sentido, encontramos algo parecido en todas las sociedades, lo que

permitió a Freud en su momento hablar del malestar en la cultura, como destino inevitable de

los seres humanos. Lo nuevo en la edad contemporánea es el papel protagonista adjudicado a

la escolarización en este control social: es en la escuela donde los niños interiorizan el principio

de realidad, renunciando al principio de placer.

Además, el mundo contemporáneo exige la constitución de sociedades democráticas

en las que la educación debe enseñar a los niños a ser buenos ciudadanos, esto es, personas

dotadas de unas virtudes públicas entre las que destaca la libertad de pensamiento y la

capacidad de pensar por uno mismo en diálogo con los conciudadanos. Nadie es ya esclavo de

nadie, ni siquiera en la versión suave de la sociedad estamental. La libertad de los modernos,

como bien señalara Benjamin Constant, ha sustituido a la libertad de los antiguos, exaltando

esa libertad de pura elección sin coacciones externas en especial en todo lo que se refiere a la

vida privada y a las concepciones personales sobre la felicidad y el bien, pero sin dejar de lado

la necesidad de controlar para lograr la ya mencionada libertad social. La educación escolar,

como productora de un nuevo tipo de persona, mantiene ese enfoque esquizoide, pero con

una nueva forma de ver la paradoja puesta de manifiesto por Rousseau: parece contradictorio

obligar a la gente a ser libres, a pensar por si mismos y, además a hacerlo de forma crítica y

creativa. En la práctica, la contradicción no lo es tanto: la escuela mantiene como prioritaria la

reproducción social, insistiendo sobre todo en la exigencia de troquelar la conciencia de los

niños en las aulas, logrando que lleguen a ser buenos ciudadanos, lo que al fin y a la postre se

reduce al cumplimiento de sus deberes, a la obediencia a las leyes y al respeto a la autoridad

del profesor (García Moriyón, 2011). Sólo marginalmente se dedica tiempo suficiente a

estimular la capacidad creativa y crítica de los niños, a los que se relega permanentemente a

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una posición subordinada y dependiente. La educación moral queda más bien reducida a

moralina y los niños deben por encima de todo interiorizar y convertir en propias las normas

morales que les transmiten sus profesores.

Por eso, aunque se plantean ambos objetivos de integrar socialmente y potenciar la

libertad individual, y los dos pueden ser defendidos desde el punto de vista de la filosofía social

y política, no está claro que los dos se consigan de igual manera. Son frecuentes los estudios

que avalan el predominio del papel de control social sobre el de formación democrática, y

podemos recordar las reflexiones de Foucault o de los partidarios de la desescolarización. El

sistema educativo es, sobre todo según esos críticos, una poderosa máquina de control que

impone una determinada ideología al mismo tiempo que imbuye en la mente de los niños los

valores fundamentales de la sociedad, incluidos claro está los que fundamentan y legitiman las

actuales relaciones sociales de producción y la desigual distribución del poder. Foucault tenía

claro que había un cierto paralelismo en la creación de tres instituciones bien distintas, la

cárcel, el manicomio y la escuela (Foucault, 2000). Ese paralelismo o analogía funcional es

consecuencia precisamente de su contribución a la normalización y control social.

Incrementada la libertad individual y rechazada la jerarquización de la sociedad estamental,

era necesario articular nuevas propuestas encaminadas a lograr la suficiente homogeneidad

social sin la cual la estabilidad —esto es, el orden establecido— era puesta en serio peligro.

Para eso estaba la escuela.

Los partidarios de la des-escolarización ponen de manifiesto ese lado oscuro de la

institución escolar y recomiendan encarecidamente romper con ella como único medio de

recuperar una genuina educación que establezca un equilibrio entre los diferentes objetivos

educativos. La tarea urgente es, según ellos, desaprender lo aprendido en la escuela como

único camino para una genuina educación liberadora y creativa, en la que los niños puedan

desarrollar su personalidad genuina y su creatividad crítica. Su aportación aparece en los años

sesenta, cuando se está produciendo una revolución cultural generalizada y buscan abrir las

puertas de las escuelas demasiado escoradas, según ellos, a generar individuos uniformizados

en sus ideas y pautas de comportamiento. Años después, va cuajando un movimiento de

familias que logran que sus hijos no sean escolarizados, rompiendo de ese modo con un pilar

de las sociedades contemporáneas. Este abandono de la escuela como institución educativa es

todavía minoritario pero ha ganado el reconocimiento ya en diversos países de nuestro

entorno cultural más inmediato. El actual movimiento contra la escolarización pone de

manifiesto esta contradicción de la que estamos hablando. Una importante corriente, sobre

todo en Estados Unidos, lo que denuncia es una escuela estatal excesivamente democrática en

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la que se enseña la libertad y el espíritu crítico, se practica la inclusión social y se transmiten

contenidos impropios como la teoría de la evolución. Otra importante corriente hunde sus

raíces más bien en la teoría educativa libertaria y objeta escolarmente porque no quieren que

sus hijos sean adoctrinados y anulados en su creatividad individual.

Riqueza y meritocracia

Hemos destacado la importancia «económica» de la educación en un doble sentido. En

primer lugar, la educación contribuye a incrementar la riqueza de la nación en sentido general,

de manera especial en sociedades que cada vez dedican menos esfuerzo al sector primario y

más a los otros dos, el secundario o industria y el terciario o servicios. En segundo lugar, la

educación contribuye a la riqueza personal, de tal modo que dedicar años a la educación

supone incrementar las expectativas de riqueza de las personas individuales. Y ese incremento

de riqueza se suele medir en incremente del Producto Interior Bruto, esto es, en términos

monetarios. Este es otro de los supuestos fundamentales de los procesos de escolarización

contemporáneos que, como expondremos con algo de detalle a continuación, provoca

también una contradicción difícil de solucionar. El hecho de que, como ya es un lugar común,

hayamos entrado en la sociedad del conocimiento, parece haber incrementado el peso de las

finalidades económicas de la educación: un buen sistema educativo es clave para el desarrollo

económico de la sociedad y de las personas particulares. Los legisladores ponen buen cuidado

en garantizar que la educación cumpla este objetivo ligado al desarrollo económico.

Ahora bien, la generación de riqueza solo será legítima en las sociedades democráticas

contemporáneas en la medida en que sea compatible con los ideales democráticos, tarea que

en principio, no parece entrañar especial dificultad. Es compatible en primera instancia

porque, como ocurría también en el Antiguo Régimen, incrementar la riqueza de la sociedad es

incrementar el bienestar de los ciudadanos, que tendrán acceso a mejores condiciones

materiales de existencia. Pero lo es sobre todo porque se supone que rompe con algo que era

propio de la sociedad estamental de los antiguos, pero totalmente inadecuado en las

sociedades democráticas de los modernos. En estas sociedades impera el individualismo, con

la consiguiente exaltación de la libertad individual. La posición social de las personas no puede

estar en ningún caso vinculada a su origen, a su nacimiento o la clase en la que nació, como

ocurría en las sociedades estamentales. Cada uno debe llegar hasta donde lo permitan sus

propias capacidades y méritos. Se postula de este modo una genuina meritocracia que va a

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permitir que, independientemente de su origen, una persona pueda llegar a las posiciones más

elevadas dentro de una sociedad.

Es cierto que la libertad individual en un orden económico capitalista, puede provocar

consecuencias incompatibles con los ideales básicos de la democracia, sobre todo con la

igualdad, puesto que esa libertad individual, en sociedades regidas por la búsqueda de la

riqueza, contribuye a que algunas personas terminen acaparando más riqueza de la que sería

admisible en una sociedad que cuidara realmente la igualdad. La actual crisis económica

parece ser una prueba sólida de estas consecuencias negativas; existe cierta conciencia de que

está bien fomentar la iniciativa individual y apoyar que asciendan socialmente quienes estén

más preparados para ejercer funciones de alto nivel de complejidad, pero al mismo tiempo

somos conscientes de que la desigualdad sin control es un auténtico cáncer social que termina

acabando con la democracia y generando mayor infelicidad colectiva (Wilkinson y Picket,

2009).

Es importante destacar que en ningún momento se cuestiona la desigualdad social que

va unida al modelo de sociedad que se está implantando desde el siglo XVIII; sólo se cuestiona

la desigualdad excesiva, y no todos los grupos políticos la condenan del mismo modo, puesto

que en las corrientes de corte neoliberal resulta muy contraproducente poner límites a las

ambiciones personales de enriquecimiento y promoción. Es más, los liberales más radicales

llegan a afirmar con contundencia que las desigualdades no tienen nada que ver con la

pobreza e incluso son el genuino estímulo para incrementar la riqueza colectiva y, aun

admitiendo que puedan ser malas, es peor luchar contra ellas. Según estos pensadores y los

políticos que siguen sus propuestas, lo que hace falta es aceptar que existen desigualdades,

admitiendo además que consiguen globalmente unos bienes para la sociedad mayores que los

males ocasionados (Friedman, 2008). A pesar de esta posición, que goza de más predicamento

en muchos gobiernos que el que se merece, hay una clara conciencia de los problemas que

puede generar hacer compatibles la igualdad y la libertad. Un camino para conseguir ese

equilibrio se encuentra en prestar especial atención al tercer valor básico de la democracia

contemporánea, la fraternidad, tomando los tres valores de la Revolución Francesa —libertad,

igualdad y fraternidad— como una síntesis bastante afortunada de lo que se está buscando

con la nueva ordenación política. Rawls lo tiene en cuenta al proponer lo que el llama el

principio de la diferencia, según el cual las personas con mayor talento deben desarrollar

cuanto quieran esos talentos, pero teniendo siempre en cuenta el beneficio para la mayoría

(Rawls, 2012, cap. 2º, 15).

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Para evitar las consecuencias más negativas de la meritocracia y reforzar el carácter

legitimador de la misma, se introdujo más adelante el objetivo de lograr la igualdad de

oportunidades, cuya función básica era compensar las posibles desigualdades de origen. En

gran parte podemos entender este concepto como una adaptación de la exigencia más radical

planteada por los movimientos sociales y políticos de izquierdas que buscaban sobre todo la

igualdad de resultados. El principio de igualdad de oportunidades busca sólo un nivel de

justicia social que garantice de algún modo la movilidad social y preserve el principio de que

todos los seres humanos, independientemente de su origen social o su pertenencia a una

determinada clase social puedan aspirar a las metas más elevadas dentro de una sociedad,

siempre de acuerdo con su capacidad y mérito. Aquí juega la educación un papel crucial y por

eso tiene tanta importancia en una sociedad democrática: es la escuela la que permitirá, como

ya proponía Platón hace más de dos milenios, seleccionar a los estudiantes más dotados

quienes a lo largo de su vida académica irían obteniendo las acreditaciones que avalarían su

competencia para ocupar determinados puestos en la sociedad. En este sentido, la escuela no

combate la diferencia, sino que la tiene en cuenta. A las personas menos dotadas les

proporciona ayuda extra para que alcancen los mínimos imprescindibles. A las más dotadas les

ofrece la posibilidad, independientemente de su origen social, de ir ascendiendo en la carrera

educativa hasta conseguir las más altas titulaciones que le abrirán todas las puertas. De este

modo, avalar la selección y formación de las élites es uno de los objetivos centrales de la

escolarización. Las escuelas seleccionan y certifican o acreditan como legítima, esto es, basada

en la capacidad y el mérito, la desigualdad o jerarquía social.

El problema es que son muchas las evidencias que indica que no está ocurriendo eso.

No llegan a los puestos de mando quienes hacen méritos en el sistema educativo, sino que son

sobre todo la inteligencia innata y la pertenencia a un determinado estatus socio-cultural (más

que económico) los factores que mejor predicen quién va a llegar lejos en la sociedad. En

algunos períodos de cambios sociales acelerados, el sistema escolar ha servido para reclutar

personas procedentes de diferentes clases sociales para acceder a los títulos universitarios

(por ejemplo, España en los años sesenta y setenta del pasado siglo), pero la escuela no ha

dejado de desempeñar un papel puramente instrumental en la movilidad social ascendente

que deja de cumplir cuando cambian las circunstancias sociales y económicas. Ni la

meritocracia ni la igualdad de oportunidades se cumplen. Por un lado, la meritocracia es un

puro mito (McNamee y Miller, 2004) que solo sirve para convertir en legítimas las

desigualdades preexistentes, traicionando claramente las expectativas democráticas (Lasch,

1995).

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Por otra parte, como ha elaborado sucesivos autores desde los años sesenta (Baudelot

y Establet, 1976; Bowles y Gintis, 1976), la escuela es sobre todo y por encima de todo un lugar

de reproducción social. Es decir, todos los datos tienden a indicar que el sistema educativo

mantiene y confirma las desigualdades sociales de partida, reduciendo el alcance de su

contribución a la movilidad social. Los factores que mejor predicen el éxito académico de los

estudiantes son las capacidades cognitivas, el nivel socio-cultural de la familia y el nivel de

estudios de la madre, y eso sigue siendo así en las sociedades actuales en las que se ha logrado

una plena escolarización en parecidas condiciones de calidad (Calero, 2007). En definitiva,

incapaz el modelo realmente existente de llevar a cabo una genuina igualdad de

oportunidades, lo que hace es sancionar la desigualdad de partida, atribuyendo además a los

estudiantes la responsabilidad de un fracaso que se ha jugado en un campo ajeno y previo a la

escuela. El discurso constante actual a favor de la excelencia no hace sino reforzar una

dualización del sistema educativo con centros que van a seguir formando a quienes ya vienen

preparados para ascender en la escala social, y otros centros que cumplen una pura tarea de

formación rudimentaria y socialización controladora a la espera de generar mano de obra poco

cualificada que pueda desempeñar los puestos de trabajo peor remunerados. En todo caso, el

mito meritocrático sigue teniendo aceptación social y las personas siguen confiando en que el

sistema educativo puede ayudar a ascender socialmente sólo por el propio mérito y esfuerzo,

sin que la clase social cuente mucho. Por eso se mantiene con rigor la función selectiva de la

escolarización.

La meritocracia y la selección de las élites van unidas —en el imaginario social que

legitima moralmente cómo funciona nuestra sociedad— al papel que desempeña la educación

en la generación de riqueza, tanto para el individuo como para la sociedad. Como ya hemos

visto, constituye un pilar fundamental de la implantación y crecimiento del sistema educativo

el convencimiento de que permite el enriquecimiento de la persona y de la sociedad. Por lo

que se refiere a la riqueza individual se repite hasta la saciedad, con mucha frecuencia avalado

por datos y estudios más o menos solventes, que el nivel de estudios alcanzado correlaciona

poderosamente con el nivel de ingresos que posteriormente alcanza un individuo en la

sociedad. El paro y los trabajos mal remunerados se ceban en aquellas personas que no

lograron terminar el nivel escolar obligatorio con un dominio suficiente de las competencias

básicas, del mismo modo que se incrementan las perspectivas de empleo y de buenos salarios

conforme se sube en la escala educativa.

Otro tanto se dice respecto a la economía del país en general. La riqueza de las

naciones está profundamente asociada al nivel de conocimientos alcanzados por los

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ciudadanos del país. A mayor nivel educativo, mayor es la riqueza social. Lo primero suele

medirse con el número de personas que logran una titulación secundaria o universitaria y así

se hace, por ejemplo en el índice de desarrollo humano elaborado con bastante rigor por el

PNUD de las Naciones Unidas. Lo segundo se mide al final con el dato del incremento del

Producto Interior Bruto. Son discutibles probablemente esos dos indicadores, pero no cabe la

menor duda de que son manejados con mucha frecuencia para apuntalar la validez de la tesis

que establece esa relación entre nivel educativo y riqueza. Es más, esta tesis ha tomado más

fuerza al socaire de la llamada sociedad del conocimiento: parece ser que avanzamos hacia

una sociedad en la que solo harán falta puestos de trabajo de alta cualificación. En el específico

caso de España se suele insistir en la baja cualificación educativa de nuestra población para

explicar los problemas de excesivo paro y de incapacidad de articular una economía solvente.

Sigue siendo, por tanto, dominante el grupo de quienes defienden las bondades del

sistema educativo para la riqueza del país y de las personas. Aunque ya hemos comentado que

esto es compatible con el otro gran objetivo de la educación, se corre el riesgo de que se

termine dejando en segundo plano su posible compromiso, nunca del todo cumplido, a favor

de la formación de ciudadanos críticos y participativos. El objetivo de la inclusión social y de la

creación de un sólido capital social basado en el apoyo mutuo y el trabajo cooperativo regido

por virtudes cívicas fundamentales, pierde importancia frente a la exigencia de preparar y

seleccionar a los mejores para la economía del país. Existen duras presiones para que el

sistema educativo consolide una educación cuyos objetivos básicos sean la adaptación al

mercado de trabajo con formación de personas de mayor cualificación y proceso

verdaderamente selectivo de las élites, lo que es más importante que el principio de igualdad

de oportunidades. Es más, mantienen la comparación de la educación con la empresa que

busca la obtención de beneficios y se guía por principios de eficacia económica: los individuos

y el país invierten en educación porque confían en la obtención de un rédito económico

traducido en mejores empleos y en un sistema económico más competitivo.

Este giro queda claro a partir del informe Delors, plasmado en un importante libro

titulado La educación encierra un tesoro (Delors, 1999). Como continuación de este informe, la

OCDE encargó posteriormente un estudio sobre las competencias exigidas para la educación

en la actualidad, el informe DeSeCo (Rychen y Hersh, 2002) que ha tenido un impacto en el

mundo educativo llegando a convertirse en el eje fundamental de las reformas educativas que

se están acometiendo en todo el mundo. Los sucesivos informes PISA de evaluación de los

sistemas educativos ofrecen el instrumento teórico y la metodología de investigación

educativa adecuada para verificar en qué medida los sistemas educativos están cumpliendo los

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objetivos que se les asignan. El concepto de competencia debe mucho al mundo de la empresa

y la economía y, con las debidas adaptaciones, es trasladado al mundo de la educación; el

alumnado pasa a ser considerado al mismo tiempo como capital humano y como futuro

ciudadano de sociedades democráticas complejas, lo que pone de manifiesto la actual

configuración de esas tensiones que podemos atribuir al sistema educativo que se propone

metas difícilmente compatibles (Gimeno Sacristán, 2008).

No obstante, hay algunos datos que cuestionan esta correlación entre riqueza y

educación. Cierto es que hay una correlación potente entre exclusión social y fracaso escolar,

pero más bien en el sentido de que aquella genera este, que a su vez, en un proceso de

retroalimentación, refuerza la exclusión. Como decía antes, es la clase socio-cultural la variable

que, junto a la inteligencia, más incide en el éxito académico. Esa es la segunda cuestión

importante. No parece cierto que el modelo de producción actual demande multitud de

trabajadores bien cualificados. Siguen siendo legión los puestos de trabajo que exigen poca

cualificación, para los que se asignan salarios exiguos que son compatibles con la caída en la

zona de la pobreza; esto es, salarios de miseria que apenas permiten la subsistencia básica de

los trabajadores y su familia, en el caso de que tengan una. La única competencia que se

necesita es la básica: saber contar, leer y escribir y, sobre todo, saber ser disciplinado y

obediente. La escasa formación profesional necesaria en esos puestos de trabajo podrá ser

adquirida en el puesto de trabajo, impartida por la empresa que, además, irá adaptándola a las

cambiantes necesidades del sector o a las innovaciones tecnológicas.

Por otra parte, España, por ejemplo, es un país que cuenta con un exceso de personas

con titulación superior, que el mercado laboral no puede absorber. Su destino termina siendo

la emigración o un trabajo para el que tienen sobretitulación, lo que no deja de ser un serio

problema para empleador y para empleado. De hecho son frecuentes los casos en los que las

personas ocultan parte de su currículo para poder encontrar un trabajo de lo que sea. Otros

países, como Estados Unidos o el Reino Unido hacen frente a un problema peculiar. Las tasas

universitarias son allí muy caras, por lo que los estudiantes tienen que pedir cuantiosos

créditos que les permitan cursar los estudios, confiando en poder pagar al final, cuando

encuentren un trabajo. La evolución real del mercado laboral está poniendo difícil que

encuentren esos puestos de trabajo bien remunerados, por lo que algunos expertos hablan ya

de una burbuja educativa que puede estallar en cualquier momento con un crecimiento

enorme de la morosidad en la devolución de la deuda contraída.

Se puede, por tanto, cuestionar el modelo meritocrático por no cumplir sus objetivos,

al estar trucado el proceso selectivo desde el principio. Igualmente se puede cuestionar la

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igualdad de oportunidades, invalidada por el indiscutible hecho de que el mundo del trabajo es

un mundo profundamente jerarquizado, en cuya cúspide de excelentes condiciones laborales

solo puede estar una reducida minoría, siendo muy amplia la base de la pirámide para la que

se necesitan trabajadores poco cualificados. La tesis de la correlación estrecha entre nivel

educativo y riqueza no parece tan sólida como algunos pretenden; se trata más bien de una

creencia irracional que sirve para encubrir el hecho más claro de que el sistema educativo

refuerza la formación de una sociedad claramente clasista y fuertemente jerarquizada (García

Moriyón, 2012).

Y es posible dar un paso más cuestionando la importancia conferida al objetivo

económico o al menos a la manera de entender ese objetivo económico. Quizá sea sensato

llegar a la conclusión de que la enorme inversión en educación que se está realizando en estos

momentos tanto a nivel individual como a nivel social no queda justificada por su rentabilidad:

ni la correlación con la riqueza social es tan clara, salvo que entendamos la educación como un

bien de consumo más que crece excesivamente en la sociedad del consumo excesivo, ni la

igualdad de oportunidades y la meritocracia avalan las expectativas que las personas ponen en

la educación. Sin abandonar del todo esa finalidad económica de la educación, pues es

importante, parece necesario realizar una profunda revisión de lo que entendemos por riqueza

empleando otros parámetros para medirla y no solo el crecimiento del producto interior bruto.

(Taibo, 2009). O salvo que entendamos la riqueza desde otros parámetros (Max Neef, 1999), lo

que nos llevaría a un enfoque diferente, muy diferente, de la articulación de los grandes

objetivos que orientan la educación, en concreto la educación formal y la no formal.

Una reformulación de los objetivos educativos

Parece que afrontamos una difícil situación quienes nos dedicamos a la educación,

pues se están planteando de forma acuciante algunas contradicciones que son inherentes al

sistema educativo desde sus orígenes, pero quizá no debamos agobiarnos tanto y lo que

necesitemos es más bien explorar orientaciones del trabajo educativo que permitan dar

respuesta a las exigencias actuales. Es decir, hay que seguir manteniendo entre las finalidades

básicas de la educación las que estaban en un principio, siendo fundamental reclamar el

cumplimento efectivo del derecho a la educación, entendido ahora como algo más rico en

contenido que la pura y simple escolarización. Ese es el interesante planteamiento que ha

realizado Katarina Tomasevski (2004), a partir de un informa realizado como relatora para la

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Comisión de Derechos Humanos en el año 2004, informe que está recogido en la página WEB

del Right to Education Project, donde se resumen las 4A:

«Asequibilidad: que la enseñanza es gratuita y está financiada por el

Estado y que existe una infraestructura adecuada y docentes formados

capaces de sostener la prestación de educación.

Accesibilidad: que el sistema es no discriminatorio y accesible a todos, y

que se adoptan medidas positivas para incluir a los más marginados.

Aceptabilidad: que el contenido de la enseñanza es relevante, no

discriminatorio y culturalmente apropiado, y de calidad, que la escuela en sí es

segura y que los docentes son profesionales.

Adaptabilidad: que la educación puede evolucionar a medida que

cambian las necesidades de la sociedad y puede contribuir a superar las

desigualdades, como la discriminación de género, y que puede adaptarse

localmente para adecuarse a contextos específicos.» (Right to Education

Project, 2012)

Como todos los programas de las Naciones Unidas, puede quedarse corto en su

realización práctica, pero señala bien el camino que se debe seguir y, como viendo siendo

habitual desde hace tiempo en este tipo de documentos, señala indicadores que pueden servir

para verificar la realización efectiva de esas exigencias. Un ejemplo interesante lo tenemos en

los estudios que se incluyen en esa página Web para indicar los logros y los fracasos o

incumplimientos, como también son interesantes los estudios que, siguiendo esos indicadores

se han realizado para evaluar la situación de países como Colombia (Salazar, 2005). Y en la

misma línea están los informes de la OCDE sobre la necesidad de aplicar políticas que logren

superar las desigualdades en la educación (OCDE, 2012), evaluando la situación de diversos

países, España entre ellos. Ahora bien, como la misma Tomasevski nos indica en un capítulo

del informe sobre Colombia, debemos tener cuidado con las informes y las declaraciones

relativas a la exigencia del Derecho a la Educación o a cualquier otro derecho humano pues

tienden a partir de un mundo ideal de respeto a esos derechos que no existe y que ni siquiera

parece que sea un objetivo prioritario para muchos gobiernos.

Del mismo modo es necesario mantener la exigencia de una educación vinculada

completa y totalmente a la democracia. Como señalaban los iniciadores de la escolarización en

el mundo contemporáneo, la democracia necesita ciudadanos capaces de pensar por sí

mismos de una manera crítica y creativa, y además en diálogo con sus conciudadanos para

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intentar resolver los conflictos siempre que sea posible sin recurrir a la violencia o la

imposición. Lamentablemente, en gran parte de las escuelas realmente existentes, a lo más

que se llega es a una educación para le democracia que, como ya hemos visto corre el riesgo

de quedarse en puro adoctrinamiento. Aunque los valores dominantes en sociedades no

democráticas han sido sustituidos por valores acordes con las exigencias de sociedades que

pretenden ser democráticas, no parece que se articulen estrategias educativas que logren

seriamente que los niños y jóvenes incorporen esos valores a su modo de entender la sociedad

en la que viven y, lo que es más importante, a su modo de vivir. Como indican casi todas las

orientaciones educativas elaboradas desde organismo no gubernamentales preocupados por

mejorar la calidad democrática de la educación, y también desde organismos oficiales sobre

todo internacionales, lo importante es educar en la democracia, no quedarse solo en una

educación para la democracia (García Moriyón, 2011b).

Esto no es en absoluto una quimera, sino que puede ser logrado en las escuelas

formales. Es posible transformar las aulas en genuinas comunidades de investigación, regidas

por normas de funcionamiento democráticas y por un esfuerzo compartido para alcanzar la

verdad y el sentido. Es también posible, aunque sin duda algo más difícil, convertir los centros

educativos en comunidades democráticas, como lo demuestra el amplio movimiento de las

escuelas democráticas que está presente en todo el mundo. Logradas estas dos cosas, los

niños y adolescentes encontrarían en la vida escolar el ambiente democrático que pasaría a

formar parte de su manera de pensar y vivir. Y sería posible, pero todavía más difícil conseguir

que las políticas educativas oficiales estuvieran imbuidas por principios democráticos.

Ciertamente hay motivos serios para poner en duda que los gobiernos se tomen en serio la

democracia y estén dispuestos a avanzar hacia una democracia real, participativa y

deliberativa, no solo representativa. En todo caso, al menos en las declaraciones oficiales están

obligados a mantener esos principios lo que facilita la tarea de los profesionales de la

educación para exigir su adecuado cumplimiento.

Más complejo resulta el esfuerzo para superar las limitaciones y el sesgo que está

actualmente presente en los objetivos económicos del sistema educativo. La limitación de

fondo viene del hecho de que todo el sistema económico actual es completamente ajeno a las

exigencias democráticas. El mundo de la empresa es, casi en su totalidad, un mundo jerárquico

articulado en torno a la completa asimetría entre los propietarios de los medios de producción

y los altos gestores de los mismos, y regido por el primado de la ganancia económica, mientras

que la riqueza de la sociedad, entendida como satisfacción de las necesidades reales de los

seres humanos, es tan solo un subproducto de la ganancia econólmica. Cambiar ese modelo

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productivo es una tarea que desborda completamente al sistema educativo, pero al menos

resulta posible realizar una «deconstrucción» de la total influencia que la economía ejerce

sobre el sistema educativo, en especial sobre la obsesión con la creación de capital humano

como pilar de la riqueza social y la insistencia en la meritocracia como mecanismo para la

selección de las personas que acceden a las posiciones dominantes en la sociedad (García

Moriyón, 2012).

Es necesario, por tanto, dar un vuelco radical al modelo del capital humano,

retomando las críticas del mismo que se hicieron en sus inicios. Sus parte más débil, aparte de

la meritocracia ya comentada, es centrarse en el rendimiento reducido a incremento salarial o

crecimiento del producto interior bruto. Necesitamos un paradigma del crecimiento distinto,

que vaya más allá del desarrollo sostenible. El Programa de las Naciones Unidas para el

Desarrollo lleva ya años trabajando en un conjunto de variables para medir el desarrollo

humano que se van alejando progresivamente del producto interior bruto. No es una tarea

sencilla, pero están en ella y van consiguiendo importantes avances. Mucho más clara está esa

comprensión alternativa del crecimiento y del desarrollo que sale a relucir cuando se analizan

con cierto cuidado las consecuencias que tiene incrementar la escolarización de las niñas. La

educación es fundamental para el empoderamiento de las mujeres y eso se traduce en

incuestionable riqueza social y personal. Y sobre todo está clara la superación de ese modelo

empobrecedor del desarrollo si nos acercamos a las teorías del decrecimiento o del desarrollo

sostenible que ya hemos mencionado (Taibo, 2011; Max Neef, 1999).

Del mismo modo, parece necesario enmarcar la teoría del capital humano en una

teoría más amplia como en su momento planteó James Coleman (1988), precisamente

haciendo ver el papel que el capital social desempeñaba en la formación del capital humano.

Este enfoque debilita, por una parte, todo el planteamiento de la meritocracia, pero sobre

todo pone de relieve que lo importante es tener en cuenta la dimensión social de la creación

de la riqueza, dimensión que fortalece la solidaridad necesaria para la vida democrática.

Robert Putman (1993) estableció la estrecha vinculación entre la democracia y el capital social,

pues es éste el que termina haciendo funcionar aquella ; en una obra posterior, su reflexión

sobre las prácticas sociales en los Estados Unidos, se muestra menos optimista, precisamente

porque detecta que el capital social está debilitándose, acosado por unos poderes fácticos

económicos que más bien soplan en la dirección contraria, en la exaltación del beneficio

económico individual. Una versión menos prometedora, pero también útil para modificar el

marco de referencia es la responsabilidad social empresarial, a la que algunos prestan especial

atención, pero cuyo destino puede ser muy similar al de la igualdad de oportunidades, y algo

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parecido se puede decir de los análisis de la economía relacional o de la economía de la

comunidad. Son aproximaciones valiosas, pero impotentes para modificar claramente el

modelo económico vigente; aproximaciones que guardan estrecha relación con todo el ámbito

de la economía social y los movimientos cooperativos.

El cambio de paradigma en la concepción del crecimiento supondría minimizar la

importancia de la meritocracia. Las reflexiones de Michel Sandel (Sandel, 2009), que sigue en

este punto a Rawls, pueden ayudarnos a entender mejor hasta qué punto es discutible la

meritocracia. El crecimiento no se identifica exclusiva y reductivamente con el incremento

salarial personal, sino con el enriquecimiento personal global. Hay que combatir una educación

excesivamente contaminada por el afán de lucro, como bien denuncia Martha Nussbaum

(2010). Desde esa nueva perspectiva, el principio orientador deja de ser la igualdad de

oportunidades y pasa a ser más bien ofrecer a los estudiantes la oportunidad de ser iguales,

potenciando al mismo tiempo, incluso por delante, el sentido cooperativo del apoyo mutuo,

perfectamente compatible con el afán se superación personal. Cierto es que la escuela debiera

ser más sensible a las diferencias entre los alumnos, evitando convertirse en el lecho de

Procusto en el que en aras de una igualdad mal entendida terminamos provocando la

mediocridad y el uniformismo. Pero tampoco debe ser la cuna de la competitividad insolidaria.

Por eso, más que obsesionarse por la búsqueda de la excelencia, intentando optimizar el

rendimiento educativo de los estudiantes con altas capacidades, modelo al uso con fuerte

arraigo social, conviene buscar un aprovechamiento del talento que, sin dejar de cultivarlo y

estimularlo, lo ponga al servicio de los demás (Torrego Seijo, 2011). Conviene centrarse más en

dar a cada uno según sus necesidades y exigir de cada uno según sus capacidades. Y eso

consiste en este caso en llevar adelante proyectos de trabajo cooperativo en las aulas en los

que los alumnos con altas capacidades desarrollen estas ayudando a los que no están tan bien

dotados a alcanzar las metas educativas consideradas necesarias para el ejercicio de la

ciudadanía.

Son estos enfoques los que permitirán mantener los objetivos educativos centrales de

las sociedades que pretenden ser democráticas. Si los asumimos, superando de este modo los

actualmente vigentes, o para ser más exactos, superando el funcionamiento real de las

escuelas que está lejos de cumplir esos los objetivos que son proclamados como deseables,

avanzaremos lentamente hacia sociedades más democráticas, por lo tanto más inclusivas. Eso

sí, sin olvidar nunca que la aportación que la educación puede hacer a la democracia y a la

inclusión social no es demasiado elevada; ese tipo de grandes objetivos deben ser perseguidos

en todas las áreas de la vida social y personal de los seres humanos.

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