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EL PAPEL ESENCIAL DE ESPAÑA Y PORTUGAL EN LA CIENCIA DE LA EDAD MODERNA ANTONIO SÁNCHEZ HENRIQUE LEITÃO MAURICIO NIETO WILLIAM EAMON WINSTON CHURCHILL Y LA INTEGRACIÓN EUROPEA DAVID RAMIRO TROITIÑO MARÍA DE LA PAZ PANDO ENTREVISTA A MARIA BLASCO JAVIER REDONDO JORDÁN Viñeta: Ana Barriga Junio 2017 N. o 433/ 8 euros

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EL PAPEL ESENCIAL DE ESPAÑA Y PORTUGAL

EN LA CIENCIA DE LA EDAD MODERNAANTONIO SÁNCHEZ HENRIQUE LEITÃO

MAURICIO NIETO WILLIAM EAMON

WINSTON CHURCHILL

Y LA INTEGRACIÓN EUROPEADAVID RAMIRO TROITIÑO MARÍA DE LA PAZ PANDO

ENTREVISTA A MARIA BLASCOJAVIER REDONDO JORDÁN

Viñeta: Ana Barriga

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Junio 2017 N.o 433/ 8 euros

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La ciencia ibérica: ¿aparte o parte de la ciencia moderna?Antonio Sánchez y Henrique Leitão 5

La conquista ibérica del mar y el comienzo de una ciencia global.Mauricio Nieto Olarte 19

La Revolución Científica y los ritmos de la vida cotidiana.William Eamon 37

El modelo de integración europea de Churchill.David Ramiro Troitiñoy María de la Paz Pando Ballesteros 57

La gran literatura húngara. Mercedes Monmany 72

ENTREVISTAMaria Blasco: «Envejecer no es nada natural».

Javier Redondo Jordán 96

CREACIÓN LITERARIATrenes. Manuel Quiroga Clérigo 125

ÓPERAÓpera y novela. Blas Matamoro 132

CINEArdiente, cruel, determinante. Iván Cerdán 137

LIBROSLa visión de España desde el exterior. Bernabé Sarabia 141Escribir Argentina en la distancia. Enrique Bacigalupo 144El ideario progresista-marxista y las claves culturales de la

España tardofranquista. José Manuel Macarro 152

SUMARIO

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La Revolución Científica y los ritmos de la vida cotidiana

William Eamon

La mayoría de los historiadores coinciden en que la Revolución Científica fue un hito en la historia de la civilización occiden-

tal. Sin embargo, no todos estarían de acuerdo en que hubo una Revolución Científica.

Esta peculiaridad de la erudición histórica moderna ha creado extrañas anomalías, como la del historiador que identifica la cien-cia con el principal motor de la modernidad y al mismo tiempo re-chaza el acontecimiento central de la historia de la modernidad: la Revolución Científica de los siglos XV y XVII. La paradójica frase con la que Steven Shapin abría su libro, La Revolución Científica, es un ejemplo de ello: «La Revolución Científica nunca existió, y este libro trata de ella». Han pasado varias décadas desde que el his-toriador inglés Herbert Butterfield situó en el surgimiento de la ciencia moderna el «verdadero origen tanto del mundo moderno como de la mentalidad moderna». No obstante, que el término «Re-volución Científica» describa o no este acontecimiento ya no pa-

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rece generar mucho entusiasmo. Al igual que el Renacimiento, el concepto ha sido troceado, debatido y dejado completamente in-sulso por la erudición más crítica, y ya no es un tema de investiga-ción urgente.

La narrativa clásica de la Revolución Científica comienza con la innovación astronómica de Copérnico y acaba con la emergen-cia de la «Nueva Filosofía» del siglo XVII. Esto retrata el desarrollo de la ciencia moderna como una sucesión de rupturas intelectuales –o, como Thomas Kuhn los denominó, cambios de paradigma– transformaciones teóricas radicales que cambiaron la forma en que la gente pensaba sobre el cosmos y sobre cualquier cosa relacio-nada con él. Esa historia, contada de forma elocuente por historia-dores como Kuhn y Alexandre Koyré, era una historia escrita de modo épico, una lucha heroica de la verdad para liberarse de la esclavitud de la ignorancia y la superstición. La historia épica de la ciencia incluye héroes trágicos que lucharon contra insupera-bles probabilidades con el fin de obtener la verdad, algunos de los cuales fueron martirizados por sus convicciones. Giordano Bruno en la hoguera y Galileo ante la Inquisición han proporcionado dos de las imágenes más perdurables de lo trágico en la historia de la ciencia. La historia también tiene sus villanos, como los intrigantes aristotélicos que se escondían detrás de túnicas sacerdotales conspirando siniestramente para poner a Galileo de rodillas; y el rey Felipe de España, el consagrado hombre del saco que era, su-puestamente, el archi-enemigo de la modernidad.

En la narrativa tradicional la Revolución Copernicana des-plazó a la humanidad de su morada central en el cosmos y creó un universo infinito de gran espacio vacío, causando una ansiedad generalizada. Según algunos estudiosos, representó incluso «la me-lancolía del día». Como prueba, los historiadores citan habitualmenteal poeta inglés John Donne lamentándose, «La nueva filosofía llama a todos a la duda, ... «Está todo en pedazos, toda coherencia

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se ha ido» («The new Philosophy calls all into doubt,... Tis all in pieces, all coherence gone»). Sin embargo, en una inspección más cercana la historia carece de credibilidad. Es más que desconcer-tante darse cuenta de que la Revolución Copernicana declaró muy pocos conversos. Una de las principales autoridades en el tema ha podido identificar sólo diez copernicanos declarados en el si-glo XVI. Una revolución que alega sólo diez conversos difícilmente se puede equiparar a otros eventos que clasificamos como revolu-cionarios, caso de la Revolución Francesa, que tuvo un impacto dramático e inmediato en la vida cotidiana.

Los historiadores han invertido una gran cantidad de capital intelectual y profesional en este relato. Muchos han construido una exitosa carrera enseñando y escribiendo sobre ello. No es de extrañar entonces que, al igual que John Donne, bastantes histo-riadores de la ciencia se hayan inquietado por la pérdida de cohe-rencia en su disciplina como resultado de nuevos desafíos a la narrativa estándar. El historiador estadounidense Richard Wes-tfall advirtió que sin la Revolución Científica «nuestra disciplina perderá su coherencia». Otro respetado historiador protestó re-cientemente afirmando que derribar la Revolución Científica sería robar a la profesión «una de sus razones de ser más importantes» y pondría en peligro «creencias tan básicas para el pensamiento oc-cidental como el valor del desarrollo tecnológico, la industria, la libertad humana, el estado de derecho y la posibilidad de pro-greso».

La urgencia con la que los historiadores de la ciencia han de-fendido hoy en día el concepto de Revolución Científica parece un poco pintoresca. Esto hace que uno se pregunte: ¿Tiene que ver más nuestro apego a la gran narrativa de la revolución con las ne-cesidades profesionales de los historiadores que con una auténtica convicción del valor descriptivo de la narrativa? Los historiadores de la ciencia han dependido durante mucho tiempo de la conocida

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historia de la Revolución Científica para la identidad de la disci-plina. Es una historia emocionante que a los historiadores les en-canta contar. El problema es que cada vez creen menos en ella.

¿Pueden los historiadores dar nueva vida al concepto enfermo de Revolución Científica? ¿O deben abandonarlo por completo? Una forma con la que podríamos resucitar a nuestro enfermizo paciente –y salvar lo que queda de nuestra convicción de que la ciencia es sinónimo de modernidad– es mirar las cosas desde un ángulo diferente. ¿Qué sería de la Revolución Científica si la vié-semos no desde el punto de vista de la historia de las teorías, ideas y genios individuales, sino desde los ritmos de la vida cotidiana? Escribir tal historia requeriría dar la vuelta a ideas largamente arraigadas sobre quién contribuyó a qué, y sobre los ganadores y los perdedores. Sin embargo, el esfuerzo vale la pena. ¿Qué tipo de revolución tiene poco o ningún impacto en la vida cotidiana? ¿Puede tal «revolución» ser llamada en realidad una revolución?

Enmarcar la Revolución Científica de esta manera obliga a in-vestigar temas que no suelen ser incluidos en las discusiones de la Revolución Científica, y dejar a un lado las suposiciones que son cruciales para la narrativa actual. Por ejemplo, la Revolución Co-pernicana no parece ser un punto clave prometedor para una his-toria de la Revolución Científica, vista desde la perspectiva de la cultura cotidiana. Los debates sobre la nueva cosmología se limita-ron a pequeños círculos de matemáticos y astrónomos. Tampoco la nueva cosmología ofrece ventajas a los astrólogos, que trajeron la ciencia de la astronomía a la tierra en forma de pronósticos y belenes. Los astrólogos se adaptaron fácilmente a la nueva cosmo-logía, intercambiaron cómodamente un cosmos por otro. Para ellos, la certeza cosmológica era menos importante que la predic-ción exacta. Siempre y cuando la gente pudiera comprar sus alma-naques, ¿qué importaba si los astrólogos utilizaban las matemáticas de Ptolomeo o las de Copérnico para hacer sus cálculos?

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La cultura cotidiana estuvo casi completamente aislada de los cambios revolucionarios que tuvieron lugar en la física y la astro-nomía. El saber acerca de los cometas estaba arraigado, por ejem-plo, en la creencia popular y sobrevivió al nacimiento de la cosmología newtoniana prácticamente intacto. El propio Newton, a quien a menudo se le atribuye apartar la «superstición» y la sabi-duría popular sobre los cometas, creía que éstos eran presagios de eventos catastróficos. La idea de que los cometas eran presagios de calamidades futuras estaba firmemente arraigada en las altas y bajas culturas. La revolución cosmológica dejó esa convicción in-tacta.

O bien, tomar la magia, cuyos poderes invisibles fueron tejidos en la tela de la vida cotidiana. En el siglo XVII su poder fue dismi-nuyendo y, finalmente, perdió su credibilidad. De acuerdo con la narrativa tradicional de la Revolución Científica, la creencia en la brujería, la magia y otras formas «irracionales» de creencia se derrumbaron frente al avance del racionalismo científico. Tal ar-gumento sería difícil de sostener a la luz de las recientes investiga-ciones. La creencia en la magia persistió incluso entre los estudiosos e intelectuales hasta bien entrado el siglo XVIII. La noción tradicio-nal de que las viejas supersticiones fueron arrasadas por el «sur-gimiento de la ciencia» ya no es creíble. Las causas del declive de la magia se pueden rastrear de forma más convincente en el cre-cimiento de la confianza en sí mismo, impulsada por la avalancha de manuales de autoayuda que salieron a raudales de las prensas europeas del siglo XVI. Incluso si esos libros de secretos solamente crearon la ilusión de levantar el velo del misterio de una artesanía tradicionalmente cerrada, era una ilusión que dio a la gente la con-fianza de que la condición humana podría ser mejorada no por arte de magia, astucia o la gracia de Dios, sino simplemente sabiendocómo hacerlo. La Revolución Científica clásica tenía poco que ver con este cambio.

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Nuevos mundos en la tierra

Por otro lado, una historia de la Revolución Científica cons-truida desde la perspectiva de la vida cotidiana otorgaría un papel central a la expansión geográfica de Europa. Para la mayoría de las personas que vivían en el siglo XVI la verdadera revolución científica no fue la revelación de una nueva disposición de los cie-los, sino el descubrimiento de nuevos mundos en la tierra. La vida cotidiana fue transformada por los descubrimientos geográficos ibéricos de los siglos XV y XVI.

A pesar de este hecho evidente los principales motores de la revolución geográfica, España y Portugal, se han quedado habi-tualmente fuera de la narrativa acerca del nacimiento de la ciencia en Occidente. Los descubrimientos geográficos y los descubri-mientos biológicos no encajan cómodamente en el modelo están-dar. Una historia de la Revolución Científica desde la perspectiva de la vida cotidiana parecería completamente diferente; sus princi-pales jugadores también serían diferentes. Con la maquinaria creada para gobernar sus imperios globales, los españoles y los portugueses recogieron el mayor conjunto de hechos de historia natural jamás reunido, hicieron descubrimientos científicos y ma-rítimos que alteraron radicalmente los ritmos de la vida cotidiana, y llevaron a cabo el proyecto etnológico más ambicioso de la tem-prana Edad Moderna.

En el nivel más básico de la vida diaria –lo que las personas comen– la introducción de nuevos alimentos procedentes de luga-res lejanos transformaron las dietas. Muchas de las plantas comes-tibles más importantes del mundo –maíz, patatas, calabazas, batatas, tomates, cacahuetes y cacao– producidas en el Nuevo Mundo eran completamente nuevas para los europeos. Es difícil imaginar una cocina mediterránea sin tomates y pimientos, o la cocina del norte de Europa sin patatas o un mundo sin chocolate.

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Los sistemas alimenticios están profundamente incrustados en el ritmo de la vida cotidiana y resisten tenazmente al cambio. Mientras que los europeos aceptaron fácilmente los pimientos, las batatas y el chocolate, no fue hasta 1747 cuando la primera receta de salsa de tomate apareció en un libro de cocina española. Una vez que los alimentos del Nuevo Mundo se convirtieron en parte de la dieta europea los resultados fueron espectaculares. Culti-vos del Nuevo Mundo como el maíz y la patata se adaptaron rápi-damente a los duros climas europeos y produjeron más calorías por acre que los cultivos del Viejo Mundo. Los alimentos america-nos fueron el recurso crítico que permitió el aumento de la pobla-ción, la riqueza y el poder que afianzó el ascenso de Europa para el dominio del mundo durante los siglos XVIII y XIX.

Las dietas americanas también fueron transformadas por el intercambio Atlántico. El trigo sustituyó al maíz como un impor-tante cultivo alimenticio; se introdujeron incontables especies nuevas de flora y fauna, como las naranjas, las coles, los higos, los caballos, el ganado y los cerdos, cambiando estilos de vida y eco-sistemas. Los plátanos, originarios de Asia e introducidos en Es-paña por los musulmanes, no pudieron dar sus frutos en Europa, pero los produjeron de forma abundante cuando los españoles los trasplantaron en las Antillas.

Además de los nuevos alimentos, nuevas modas, como el con-sumo de chocolate y el tabaco de fumar despegaron a la fama, alte-rando radicalmente los estilos de vida europeos –y, tal vez, cambiando incluso su visión del mundo. La historiadora Marcy Norton sostiene que la introducción del tabaco y el chocolate ayudó a secularizar la cultura europea al trasladar los debates so-bre sus poderosos efectos de las agencias sagradas y demoníacas hacia explicaciones científicas y racionales. Explicar los efectos adictivos del tabaco a través de argumentos médicos desmitificaba las cosas, extrayéndolas de sus asociaciones «demoníacas».

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Otro producto americano, un humilde insecto, transportó la imaginación europea a alturas que incluso la innovación de Copér-nico no podía alcanzar. Fue la cochinilla (Dactylopius coccus), un in-secto gris ceroso que se alimenta de cactus nopal y que cuando se aplasta libera un color rojo brillante. Sujeto al apropiado trata-miento químico a través del mordiente, la cochinilla produce un profundo tinte rojo que durará siglos. Los aztecas habían cultivado la cochinilla en las tierras altas del sur de México desde el siglo X, y cuando los españoles encontraron por primera vez ese rojo deslum-brante en textiles y libros pintados lo enviaron de inmediato a Es-paña desde el Nuevo Mundo. Rico, intenso y luminoso, nochetzli,como se llamaba la cochinilla en nahuatl, el idioma que se hablaba en México, era como ningún otro rojo conocido por los europeos.

Casi cincuenta años después de su introducción en Europa, en la década de 1520, la cochinilla mexicana había suplantado por completo a los antiguos tintes mediterráneos kermes en el mori-bundo textil escarlata. Enviada a Europa a través del puerto de Sevilla, la cochinilla fue comercializada en el norte de Europa, donde fue utilizada en la próspera industria de la tapicería de los Países Bajos y Francia. En el este, la cochinilla coloreó los famo-sos terciopelos y sedas rojas venecianas que se comercializaron en todo el mundo. La cochinilla americana se cargaba en los galeones de Manila que viajaban entre México y las Filipinas, y a continua-ción a lo largo de las rutas marítimas hacia China, donde se utili-zaba para teñir la seda. En 1614, el rey Felipe III envió cinco barriles de colorante al Shah de Irán. Los ingleses lo usaron in-cluso para teñir los uniformes de los llamados «casacas rojas». En comparación con la introducción de la cochinilla en el comercio mundial, la revolución copernicana apenas hizo mella en la cultura cotidiana, por no hablar de la economía global. A excepción de unos pocos matemáticos preocupados por el copernicanismo, todo el mundo ansiaba el «rojo perfecto».

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La cochinilla y las plantas alimenticias eran casi los únicos pro-ductos globales que cambiaron el curso de la historia mundial. Decenas de nuevos medicamentos procedentes de América y Asia se introdujeron en Europa como consecuencia de la expansión ibérica, transformando la farmacopea europea. En cuanto a la gran cantidad de nuevos medicamentos introducidos en el mer-cado, el temprano período moderno no fue superado proba-blemente hasta el siglo XX, con el crecimiento de la industria farmacéutica química.

Algunos de los nuevos medicamentos eran utilizados para nuevas enfermedades como la sífilis. Aunque los contemporáneos conocían la enfermedad como el mal francés, en realidad era una enfermedad americana que los navegantes del primer viaje de Colón trajeron del Nuevo Mundo. La experiencia de la enferme-dad fue uno de los ritos de paso que marcaron las etapas de la vida cotidiana, como los bautizos, los matrimonios y los funera-les. Sin embargo, el impacto de la nueva enfermedad fue mucho más allá del sufrimiento que causó a sus víctimas. La viruela dejó beneficios en comerciantes y médicos, vidas arruinadas, familias devastadas y suscitó acalorados debates médicos. La repentina aparición de una enfermedad horrible y virulenta que no en-cajaba en el modelo tradicional galénico planteó cuestiones in-quietantes sobre la medicina tradicional. La sífilis puso a prueba los límites del conocimiento clásico, demostrando que los anti-guos no tenían todas las respuestas. Más que ningún otro aconte-cimiento de la historia moderna, la epidemia de la sífilis desafió el paradigma tradicional acerca de la naturaleza y la relación causal de la enfermedad.

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Iberia en la vanguardia

Gracias a la imprenta los descubrimientos ibéricos fueron noti-cia por toda Europa, generando un animado discurso público que se hizo eco en tabernas, plazas, mercados y farmacias. Uno de los primeros libros que describen la naturaleza del Nuevo Mundo fue la Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occiden-tales, publicado en 1567, del médico de Sevilla Nicolás Monardes. Aunque Monardes nunca pisó América, como residente de Sevilla, el centro peninsular del imperio español, estaba muy bien situado para aprender acerca de las plantas americanas de los viajeros que regresaban del Nuevo Mundo. Su libro, reeditado en 1582, junto al tratado del naturalista portugués Garcia da Orta sobre las plan-tas de la India, Coloquios dos simples e drogas he cousas mediçinais da India, dio a los europeos su más completa antología del mundo biológico de la era de los descubrimientos.

La mayoría de los europeos no aprendieron de la historia natu-ral y de los pueblos nativos del Nuevo Mundo de Monardes, sino de un tomo pesado y piadoso del misionero jesuita español José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, publicado en 1589. Acosta había pasado diecisiete años haciendo misiones en Perú y aprendiendo sobre la naturaleza y las culturas del Nuevo Mundo. Su tratado, traducido a varios idiomas, encontró su público en las ciudades más avanzadas del norte de Europa, desde Londres y Ámsterdam hasta Frankfurt y Florencia.

La simpática explicación de Acosta sobre la cultura amerindia influyó profundamente en las opiniones de los europeos acerca de los nativos americanos. No obstante, el jesuita era más que un et-nólogo. Acosta estaba muy interesado en la geografía y la historia natural, y su feroz independencia de la antigua autoridad es el rasgo que engancha a los lectores. Cruzando el ecuador por la re-gión que los antiguos llamaron la «Zona Tórrida», él tembló de frío

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y se mofó de «los Philosophos y Poetas» por creer estúpidamente que las regiones ecuatoriales eran demasiado calientes para la vida humana. La declaración de independencia de Acosta de las anti-guas autoridades hizo de su libro uno de los favoritos entre los lectores modernos por excelencia, como era el caso de Francis Bacon.

Acosta sostuvo que la filosofía natural tuvo que aceptar las maravillas del Nuevo Mundo, por lo que nunca más serían mara-villas. Demoliendo la brecha epistemológica entre el Nuevo Mundo y Europa, mantuvo un argumento convincente en el que la natura-leza americana es parte de una naturaleza universal y donde los americanos son parte de la raza humana. Acosta anunció su revo-lucionario proyecto –de incorporar la naturaleza americana al mapa intelectual europeo– en su prefacio a los lectores:

Del Nuevo Mundo y Indias Occidentales han escripto muchos Autores diversos libros, y relaciones en que dan noticia de las cosas nuevas y estrañas, que en aquellas partes se han descu-bierto. Mas hasta agora no he visto Autor, que trate de declarar las causes y razon de tales novedades y estrañezas de naturaleza, ni que haga discurso, é inquisicion en esta parte: ni tampoco he topado libro, cuyo argumento sea los hechos y historia de los mismos Indios antiquos y naturales habitadores del Nuevo orbe: A la verdad ambas cosas tienen dificultad no pequeña.

La actitud escéptica e independiente de confianza caracterís-tica de los marinos, navegantes y misioneros españoles y portugue-ses convenció al experimentado navegante João de Castro para proclamar que las opiniones erróneas de los antiguos han sido co-rregidas por «a muita experiencia dos modernos, e principalmente a muita navegação de Portugal» (la mucha experiencia de los mo-dernos, y principalmente la mucha navegación de Portugal). Aquellos que habían visto nuevos mundos gozaban viendo cómo

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su propia experiencia refutaba la autoridad «infalible» de los anti-guos. La temprana edad moderna fue la época de lo nuevo, e Iberia estaba a la vanguardia.

La fascinación de Europa por la geografía y la historia natural del Nuevo Mundo dio lugar a una nueva idea de lo que es la cien-cia: una cacería de los secretos de la naturaleza. La búsqueda de secretos en regiones desconocidas de la naturaleza es un tema que aparece en la literatura renacentista con monótona regularidad. Aún en la década de 1660 el virtuoso inglés Joseph Glanvill toda-vía preveía la apertura de una «América de secretos y una natura-leza de Perú desconocida». Al igual que el Nuevo Mundo, la naturaleza se puso delante de los investigadores como un territo-rio desconocido. En una historia de la Revolución Científica es-crita desde la perspectiva de la cultura cotidiana la imagen de la ciencia como una cacería ocuparía el centro de la escena.

Así sería, también, la idea del descubrimiento, ya fuera de nue-vas tierras, nuevos pueblos o nuevas cosas para comprar y vender. Una de las imágenes más impactantes de la época de los descubri-mientos fue un grabado que aparece en la portada de la obra filo-sófica más importante de Francis Bacon, Instauratio Magna (1620). La imagen representa un barco que navega más allá de las Colum-nas de Hércules, el límite legendario de las aguas navegables. La imagen representa el viaje de descubrimiento científico en el que los europeos se habían embarcado tan pronto dejaron atrás la au-toridad de los textos antiguos, supuestamente infalibles. Debajo del grabado hay una cita del libro de Daniel, «Multi pertransibunt & augebitur scientia» (Muchos pasarán de aquí para allá y aumen-tará la ciencia). En la era de los descubrimientos la reverencia por la novedad reemplazó a la reverencia por la antigüedad y el descu-brimiento se convirtió en el objetivo y la finalidad de la ciencia.

Bacon no inventó el motivo. Él lo tomó de un libro del cosmó-grafo español del siglo XVI Andrés García de Céspedes, Regimiento

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de navegación (1606). No es de extrañar que Bacon tratara de emu-lar a García de Céspedes. Como un prolífico autor de tratados so-bre astronomía y cosmología (incluyendo un tratado perdido sobre la teoría de Copérnico), García de Céspedes fue un exigente y pragmático visionario científico. Entre sus muchos proyectos es-taba una propuesta para construir un observatorio astronómico en El Escorial para calcular las posiciones celestes utilizadas en la fabricación de cartas náuticas. En la versión del motivo de García de Céspedes, el Non plus ultra («No ir más allá») inscrito en las Columnas de Hércules expresando los límites del conocimiento, fue reemplazado por la audacia moderna «Plus Ultra» (aún más allá), que expresa confianza en la expansión ilimitada del conoci-miento. Como demostró el historiador español José Antonio Mara-vall hace unos cincuenta años, esta idea esencialmente moderna nació en la Península Ibérica durante la era de los descubrimientos.

Humanistas, filósofos, comerciantes y científicos

Gran parte de lo que interesaba a los filósofos naturales era igualmente importante para los comerciantes, los consumidores y los administradores coloniales. La nueva filosofía no era sólo com-prar y vender, sino que los comerciantes y los científicos estaban de acuerdo en la importancia del viaje, el encanto de la novedad y en ver las cosas de nuevo. Entender la idea de descubrimiento científico requerirá necesariamente escuchar los ritmos de la vida cotidiana que palpitaban en los ruidosos espacios donde se com-pran y venden mercancías.

La vida cotidiana y la vida intelectual apenas estaban apar-tadas. Los humanistas y filósofos eran también consumidores y estaban tan atentos a los intercambios comerciales y los descubri-mientos geográficos como los comerciantes –como muestra clara-

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mente la recepción renacentista del antiguo científico Ptolomeo. Si tuviéramos que juzgar por los libros de texto, la influencia de Pto-lomeo en el Renacimiento tuvo lugar a través de su gran tratado astronómico, el Almagesto. Esta conclusión no es más que un arte-facto de la costumbre de elevar las matemáticas y la cosmología a la categoría de motores de la innovación científica. Sin embargo, si se mira desde la perspectiva del Renacimiento aflora un panorama diferente. La mayoría de los intelectuales conocían a Ptolomeo como geógrafo y no como un astrónomo; las ediciones de su Geo-graphia superaron con creces a las del Almagesto. Este hecho bas-tante aleccionador sugiere que, de alguna manera, hemos obtenido una imagen equivocada de la Revolución Científica. Medido por su impacto en la vida cotidiana, el descubrimiento del Nuevo Mundo superó el diseño de un nuevo cosmos.

Las monarquías ibéricas crearon las primeras instituciones científicas de Europa patrocinadas por el Estado, organismos dise-ñados para recoger y organizar el conjunto masivo de conoci-miento científico que inundó Europa. La Casa da India en Lisboa y la Casa de la Contratación de Sevilla –esencialmente juntas de comercio encargadas de regular las importaciones procedentes de América y Asia– adquirieron necesariamente funciones científi-cas. Bajo Felipe II, el Consejo de Indias, una de las agencias de la monarquía creadas para gobernar sus posesiones del Nuevo Mundo, se convirtió en una máquina bien engrasada de recolec-ción de hechos. En la década de 1570 el Consejo distribuyó cues-tionarios a los oficiales de la Corona en el Nuevo Mundo solicitando información sobre historia natural, geografía, demografía, condicio-nes climáticas, animales domésticos y salvajes y comercio, así como sobre las costumbres, ritos y creencias de los indígenas. La Relacio-nes Geográficas, como se llamaron los informes, también recogían información astronómica y de navegación, incluyendo observacio-nes de los eclipses lunares y las descripciones de los puertos.

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En 1570, Felipe II inauguró su proyecto científico más ambi-cioso, ordenando a su médico de corte Francisco Hernández viajar a México y Perú para «tomar relación generalmente de ellos [In-dios] de todas las yerbas, árboles y plantas medicinales que ho-biere en la provincia donde os halláredes». Hernández pasó siete años en Nueva España, compilando una antología masiva de plan-tas del Nuevo Mundo. Su obra, Tesoro Mexicano, supuso una brusca ruptura con el pasado. El antiguo botánico Dioscórides, cuyo De materia medica fue considerado el libro de texto botánico más respetado del Renacimiento, conocía alrededor de 600 espe-cies de plantas; Hernández identificó más de 3.000 plantas del Nuevo Mundo. Dado que todas eran completamente nuevas para los europeos, Hernández las nombró con palabras náhuatl. Her-nández también describió cómo los nativos utilizaban las plantas, dando a su trabajo un innovador significado etnológico. Según le explicó al rey Felipe:

A pesar de que me ha encomendado dedicarme sólo a la historia de asuntos naturales y terrenales, sin embargo, es mi opinión que las costumbres y ritos de las personas no están tan lejos de este tipo de historia.

En el debate sobre el significado del encuentro, los intelectua-les ibéricos crearon una nueva ciencia, la etnología comparada. Como coleccionistas de montañas de información etnográfica, los españoles y los portugueses fueron los primeros europeos en en-frentarse a la inextricable cuestión acerca de si la naturaleza hu-mana era una o muchas. Como consecuencia de la experiencia ibérica, los europeos comenzaron a entender la naturaleza humana desde una perspectiva antropológica, como una característica que es inconstante e impredecible en lugar de un rasgo que es cons-tante y uniforme en el tiempo y el espacio. Esta idea esencialmente moderna, más que cualquier otra, define los tiempos en que ahora

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vivimos. Desde la perspectiva de la modernidad y la historia del descubrimiento científico, el Renacimiento podría ser mejor des-crito como la edad de Vasco de Gama en lugar de la edad de Co-pérnico y Galileo –o, mejor aún, la edad de Gaspar da Cruz, el misionero portugués en Asia que escribió el primer libro sobre China publicado en Europa.

Los historiadores de la Revolución Científica consideran gene-ralmente la Península Ibérica –si acaso la mencionan–, como un lugar marginal en la Revolución Científica; en el mejor de los casos un receptor pasivo de los avances científicos realizados en el norte de Europa; y en el peor, un lugar hostil a todos ellos. La preocupa-ción de la monarquía española por la etnología y la biología –mate-rias esenciales para su proyecto imperial– explica parcialmente su supuesta falta de interés en los temas que dominan la narrativa canónica de la Revolución Científica. A largo plazo, desde el punto de vista de la modernidad, ¿cuál de las dos preocupaciones fue la más importante: la naturaleza de los cielos o la naturaleza de la humanidad? Podríamos imaginar una historia de la Revolución Científica en la que la biología y la antropología, no las matemáti-cas y la cosmología, ocuparon el centro del escenario. ¿Cómo sería tal historia? Podría comenzar con la frase: la Revolución Científica comenzó en la Península Ibérica.

Hace tan sólo unos años, una afirmación tan descabellada ha-bría parecido impensable. Los estudios recientes, sin embargo, han hecho que la afirmación sea plausible. Una nueva generación de historiadores de la ciencia, muchos de ellos latinoamericanos, ha propuesto una reorganización radical de los orígenes de la Revolu-ción Científica. Antonio Barrera, por ejemplo, describe en detalle el esfuerzo altamente organizado de los españoles para catalogar la historia natural y las culturas del Nuevo Mundo, lo que demuestra que en la ciencia la experiencia triunfa sobre la teoría. Las fuentes antiguas fueron de poca utilidad para los españoles en su intento

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de entender y vivir en el Nuevo Mundo. Las prácticas científicas que surgieron de la experiencia imperial de España se convirtieron en modelos para toda la ciencia moderna. «La Revolución Cientí-fica no comenzó con Copérnico y sus ideas heliocéntricas», afirma Barrera. «Comenzó en la década de 1520, en España, cuando los comerciantes, los artesanos y oficiales reales se enfrentaron a nue-vas entidades procedentes del Nuevo Mundo y tuvieron que dise-ñar sus propios métodos para recopilar información sobre esas tierras». Otros historiadores, incluyendo Jorge Cañizares-Esgue-rra y Henrique Leitão, han hecho declaraciones similares sobre la novedad y la originalidad de la tradición científica ibérica.

Durante mucho tiempo, los historiadores han visto la historia de la ciencia como una carrera de caballos. Algunos historiadores todavía lo ven de esa manera. Para estos historiadores la pregunta, «¿Quién llegó allí en primer lugar?» es la pregunta principal que impulsa la indagación –teniendo en cuenta que «allí» es la ciencia moderna y, por extensión, la modernidad. Según estos historiado-res, los ganadores de la carrera fueron los europeos del norte. La Península Ibérica llegó en un lejano segundo o tercer lugar.

El problema con esta pregunta es que remite, de alguna manera, a la famosa pregunta del distinguido sinólogo Joseph Needham sobre China: «¿Por qué no tuvo lugar la Revolución Científica en China?» Una versión paralela de la pregunta de Needham surgió en 1792, cuando el gran erudito francés Nicolas Masson de Mor-villiers planteó una pregunta que, para bien o para mal, enmarcó la historiografía de la ciencia española durante casi dos siglos. «¿Qué le debemos a España?» preguntó Masson con una voz llena de sarcasmo y desprecio. «En dos siglos, en cuatro, o incluso en diez, ¿qué ha hecho España por Europa?» El problema con este tipo de preguntas es que arbitrariamente privilegian algunas característi-cas de la ciencia moderna sobre otras. Los historiadores general-mente asumen que la Revolución Científica es lo que todo el

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mundo debería haber tenido; no cualquier revolución científica, sino sólo aquella descrita por el estándar, la narrativa del norte de Europa.

Hoy en día, casi ningún historiador se hace jamás la pregunta: «¿Por qué la Revolución Científica no tuvo lugar en X o Y?» Sin embargo, la pregunta de Masson persiste como una reliquia roe-dora de la Leyenda Negra. ¿Cómo podemos explicar el largo silen-cio de la comunidad histórica sobre el lugar que ocupó la Península Ibérica en la Revolución Científica? España y Portugal han sido omitidos en casi todos los recientes libros de texto en inglés sobre la historia de la Revolución Científica, incluido el de Steven Sha-pin. Afortunadamente, esta situación está cambiando y el cambio está obligado a producir una nueva versión de la Revolución Cien-tífica. Escribir una nueva historia de la Revolución Científica plantea una pregunta fundamental: ¿Es válido un relato sobre la Revolución Científica y los orígenes de la modernidad que omita a la Península Ibérica? Para las vidas de los europeos y americanos de la temprana edad moderna había poca diferencia entre si el Sol estaba o no en el centro del universo o si el mundo estaba confor-mado de átomos. Por otro lado, los paisajes, los estilos de vida, las modas, las visiones del mundo y los hábitos alimenticios en cuatro continentes, desde las Américas hasta Asia, fueron transformados por los descubrimientos científicos de la Península Ibérica.

Independientemente de si España y Portugal tuvieron o no una Revolución Científica o cuál fue su nivel de participación en ella lo cierto es que la Península Ibérica cambió el curso de la historia –la historia del hombre común– recalibrando los ritmos de la vida co-tidiana. ¿No es esto una Revolución Científica?

W. E.

Traducción: Antonio Sánchez

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