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El barón rampante El barón rampante El barón rampante Italo Calvino Italo Calvino Italo Calvino Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura Boletín del Club de Lectura EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO EL GRITO Temporada 7 / FEBRERO 2010. Número 103 http://clubelgrito.blogspot.com http://red.clubelgrito.com http://www.bibliopolis.org/resenas/rese0074.htm Juan Manuel Santiago El azar siempre juega un papel determinante a la hora de prefigurar cuáles son los libros (o pelícu- las, o canciones) favoritos de uno. Con indepen- dencia de que un libro sea una obra maestra, hay momentos de la vida en que su lectura puede mar- carte para siempre. Hay que leer Fundación con quince años (la edad en que uno se engancha a la cf; de lo contrario, parece la chorradita que tal vez sea) y no es conveniente adentrarse en Cien años de soledad antes de la veintena (so pena de perder- te casi todas sus implicaciones literarias y temáti- cas). Por eso me sentí absolutamente subyugado con la lectura de El barón rampante, porque lo leí con dieciséis años, la edad en la que uno tiene que ser rebelde (yo no lo fui, pero ésa es otra historia) pero tiene que aprender a canalizar esa rebeldía en la dirección adecuada, la edad en que uno tiene que leer El guardián en el centeno o El Señor de los Anillos (otros dos libros que muy bien podrían haber figurado en esta Odisea sentimental). Tiem- po después de leerlo, me vi envuelto durante tres años en una situación parecida a la que narra Italo Calvino: la de un familiar cercano que, al igual que Cosimo Piovasco di Rondò, ejerció a su manera el derecho a la discrepancia y casi fue capaz de lle- varlo hasta sus últimas consecuencias. Por eso la reciente relectura de El barón rampante me ha re- sultado, si cabe, más enriquecedora aún que la pri- mera vez que me topé con este librito. La historia, supongo, será por todos conocida. Co- simo Piovasco di Rondò, a sus doce años, es el heredero de la baronía de Rondò, un territorio si- tuado en la frondosa Liguria del siglo XVIII. Co- mo actitud rebelde ante el mundo de los mayores, se niega a comer caracoles (en realidad, se niega a compartir mesa y mantel con los mayores) y deja a su familia con tres palmos de narices: su hermana mayor, una auténtica freakie avant-la-lettre; su hermano pequeño, cronista "imparcial" en primera persona de esta historia; su padre, un sinsustancia eclipsado por su señora esposa, una prusiana de modales prusianos; su tío, un abogado e inventor que residió en el Imperio otomano y que siempre viste a la turca... Contra este estado de cosas clama Cosimo encaramándose a un árbol y adoptando la decisión de no bajarse jamás... Lo cual cumple es- crupulosamente. Nuestro Tarzán de los Alpes se erige en amo y señor de los bosques de la zona, y queda marcado por un temprano amor platónico (más tarde, carnal, muy carnal), la rubita Viola Ondariva, que le hace reafirmarse en su idea de permanecer por siempre jamás en lo alto de los árboles. Sin embargo, lo realmente memorable de esta pa- rábola es que, a diferencia del Buen Salvaje rous- seauniano o del Tarzán de Burroughs, Cosimo per- manece completamente integrado en su sociedad, en su comunidad. La población aprende a aceptar las excentricidades del joven barón, que no deja de ser el mismo que organiza un servicio de extinción de incendios, que salva a sus súbditos (bien es ver- dad que de una manera tan involuntaria como có- mica) de un temible bandido, que repele una inva- sión pirata y, en fin, que introduce en la región los saberes enciclopédicos y la francmasonería. Desde lo alto de los árboles, Cosimo se asea, caza, ama, lee, diserta: es uno más. Esta es la gran aportación de la novela, que crea un arquetipo nuevo en una época en la que ya todos los arquetipos parecían estar creados: la del rebelde activo, que desde su supuesto aislamiento lucha por la mejora de sus

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boletín del club de lectura el grito febrero 2010

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http://www.bibliopolis.org/resenas/rese0074.htm

Juan Manuel Santiago

El azar siempre juega un papel determinante a la hora de prefigurar cuáles son los libros (o pelícu-las, o canciones) favoritos de uno. Con indepen-dencia de que un libro sea una obra maestra, hay momentos de la vida en que su lectura puede mar-carte para siempre. Hay que leer Fundación con quince años (la edad en que uno se engancha a la cf; de lo contrario, parece la chorradita que tal vez sea) y no es conveniente adentrarse en Cien años de soledad antes de la veintena (so pena de perder-te casi todas sus implicaciones literarias y temáti-cas). Por eso me sentí absolutamente subyugado con la lectura de El barón rampante, porque lo leí con dieciséis años, la edad en la que uno tiene que ser rebelde (yo no lo fui, pero ésa es otra historia) pero tiene que aprender a canalizar esa rebeldía en la dirección adecuada, la edad en que uno tiene que leer El guardián en el centeno o El Señor de los Anillos (otros dos libros que muy bien podrían haber figurado en esta Odisea sentimental). Tiem-po después de leerlo, me vi envuelto durante tres años en una situación parecida a la que narra Italo Calvino: la de un familiar cercano que, al igual que Cosimo Piovasco di Rondò, ejerció a su manera el derecho a la discrepancia y casi fue capaz de lle-varlo hasta sus últimas consecuencias. Por eso la reciente relectura de El barón rampante me ha re-sultado, si cabe, más enriquecedora aún que la pri-mera vez que me topé con este librito.

La historia, supongo, será por todos conocida. Co-simo Piovasco di Rondò, a sus doce años, es el heredero de la baronía de Rondò, un territorio si-tuado en la frondosa Liguria del siglo XVIII. Co-mo actitud rebelde ante el mundo de los mayores, se niega a comer caracoles (en realidad, se niega a compartir mesa y mantel con los mayores) y deja a su familia con tres palmos de narices: su hermana mayor, una auténtica freakie avant-la-lettre; su hermano pequeño, cronista "imparcial" en primera persona de esta historia; su padre, un sinsustancia eclipsado por su señora esposa, una prusiana de modales prusianos; su tío, un abogado e inventor que residió en el Imperio otomano y que siempre viste a la turca... Contra este estado de cosas clama Cosimo encaramándose a un árbol y adoptando la decisión de no bajarse jamás... Lo cual cumple es-crupulosamente. Nuestro Tarzán de los Alpes se erige en amo y señor de los bosques de la zona, y

queda marcado por un temprano amor platónico (más tarde, carnal, muy carnal), la rubita Viola Ondariva, que le hace reafirmarse en su idea de permanecer por siempre jamás en lo alto de los árboles.

Sin embargo, lo realmente memorable de esta pa-rábola es que, a diferencia del Buen Salvaje rous-seauniano o del Tarzán de Burroughs, Cosimo per-manece completamente integrado en su sociedad, en su comunidad. La población aprende a aceptar las excentricidades del joven barón, que no deja de ser el mismo que organiza un servicio de extinción de incendios, que salva a sus súbditos (bien es ver-dad que de una manera tan involuntaria como có-mica) de un temible bandido, que repele una inva-sión pirata y, en fin, que introduce en la región los saberes enciclopédicos y la francmasonería. Desde lo alto de los árboles, Cosimo se asea, caza, ama, lee, diserta: es uno más. Esta es la gran aportación de la novela, que crea un arquetipo nuevo en una época en la que ya todos los arquetipos parecían estar creados: la del rebelde activo, que desde su supuesto aislamiento lucha por la mejora de sus

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Página 2 semejantes. Un verdadero trasunto de las ideas políticas de Calvino, muy implicado con el PCI durante el período (1956) en que se escribió esta hermosa historia.

Historia, sí. Se me olvidaba. Al mismo tiempo que una hermosísima narración con momentos rayanos en el realismo mágico (la colonia de españoles que viven encaramados en los árboles de un municipio cercano, a la espera de un indulto real que les per-mita poner los pies sobre suelo de la Corona) y una trepidante novela de aventuras (hay duelos con espada en la copa de los árboles que uno pue-de imaginar casi como las peleas de Tigre y dra-gón), El barón rampante ofrece una visión simple-mente perfecta de la historia de la aún inexistente (como nación) Italia desde mediados del siglo XVIII hasta la década de 1820, un compendio de la formación de su espíritu nacional utilizando co-mo hilo conductor al personaje de Cosimo. Incluso se permite el lujo de crear un fabuloso encuentro (alarde de "efecto Connery") entre Cosimo y Na-poleón Bonaparte, clara parodia del encuentro en-tre Diógenes y Alejandro Magno.

Y el ritmo. El barón rampante es un pequeño mi-lagro narrativo, una novela en la que nada sobra ni falta, menos escueta que las otras dos novelas cor-tas que integran la trilogía Nuestros antepasados (El vizconde demediado y El caballero inexisten-te), y que tiene un final apoteósico, a la par que coherente, del que sólo puedo suponer que bebió Eduardo Mendoza para concluir otra de mis nove-las favoritas: La ciudad de los prodigios.

No sé cuál pueda ser el defecto de El barón ram-pante, si es que tiene alguno. Tal vez, que ya nun-ca podré volver a leerlo por primera vez, sentir esa sensación de que, al igual que Cosimo allá en lo alto de los árboles, cada hoja es un mundo por des-cubrir, un terreno sin vuelta posible en el largo e intrincado camino hacia la madurez. Una novela de juventud e iniciación, y una extraordinaria rei-vindicación de la utopía, la rebeldía, la imagina-ción y el inconformismo como verdaderos motores del mundo. Un libro de cabecera, de los que uno puede redescubrir una y otra vez a lo largo de la vida, porque siempre ofrecerá algo nuevo al lector.

MITOS DE NUESTRO TIEMPO / ITALO CALVINO

http://www.elmundo.es/papel/2006/08/20/uve/2013471_impresora.html

El implacable editor de Einaudi. Por Raúl Rivero Italo Calvino pensó siempre que el sitio ideal para vivir era aquél en el que se pudiera sentir extranje-

ro. Por eso, a este italiano editor y escritor de cuentos, novelas y guiones de cine no le molestó que sus padres lo trajeran a nuestro valle de lágri-mas en Santiago de las Vegas, una población que bosteza al sur de La Habana, como él mismo bos-tezaba en 1923, cuando nació.

Creo que no le molestó porque regresó en 1964 para visitar la casa natal y reencontrarse con la atmósfera de su llegada al mundo, con la banda sonora de la campiña antillana, sus pájaros leves y afinados. Para imaginarse a sus padres, Mario, el agrónomo, y Evelina, especialista en ciencias natu-rales, en aquellos parajes de tierra roja, atareados en arreglarlo todo -los grandes baúles de metal con los recuerdos- para el viaje de regreso a San Remo con su niño de dos años.

Calvino, que en 1956, después de la entrada impe-tuosa, inconsulta y violenta de los tanques soviéti-cos en Budapest, había devuelto su carné de mili-tante comunista, se otorgó una licencia emocional y afectiva en ese mismo viaje a La Habana y se entrevistó con Ernesto Guevara, el argentino que acompañó a Fidel Castro en la campaña de la Sie-rra Maestra para sustituir al dictador Fulgencio Batista y Zaldívar. Una vez en ese ambiente tropi-cal de sus orígenes, aprovechó también para prota-gonizar otro acto definitivo en el mismo sitio don-de había nacido. En Cuba, formalizó su matrimo-nio con la señora argentina Esther Judit Singer y con ella volvió a Italia y se instaló en Roma.

Se había formado en un hogar de personas de alto nivel que se consideraban librepensadoras, en un clima laico. Después de sus estudios elementales y secundarios se propuso hacerse agrónomo en la Universidad de Turín, donde su padre impartía

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cursos de agricultura en el trópico.

La II Guerra Mundial lo sacó a empujones de esos sueños porque la República Social de Italia lo lla-mó a las filas de su Ejército. En estos momentos, se dejó llevar por la corriente y la pasión y se ins-cribió en las Juventudes Fascistas de Mussolini. Poco después, Calvino desertó, cruzó las líneas de trincheras y militó en las Brigadas de Partisanos Garibaldi hasta que se acabó el conflicto. En l944 se afilió al Partido Comunista y permaneció en sus filas hasta 1956, después de la invasión a Hungría.

De regreso a Turín, decidió estudiar letras y co-menzó a colaborar en revistas y periódicos. Escri-bió su tesis universitaria sobre la obra de Joseph Conrad y se hizo amigo de los jóvenes Cesare Pa-vese y Elio Vittorini, que lo llevaron a trabajar a la editorial Einaudi.

Calvino quiso entonces contar su experiencia en la guerra, sus aventuras en la guerrilla antifascista y escribió, en 1947, El sendero de los nidos de araña, su primera novela. El libro, que es como una fábu-la, y una colección de cuentos que dio a conocer dos años más tarde, valieron para que la crítica lo zambullera sin contemplaciones en la estética neo-rrealista.

En los años 50, el escritor dejó a un lado el tono realista y plano de sus historias y se dispuso a es-cribir una trilogía en la que habita lo más trascen-dente de su trabajo. En ella, Calvino propone va-rias lecturas, diversos acercamientos mediante re-latos fantásticos, muy diferentes a sus textos ini-ciales. Hay una voluntad, un afán de ruptura, de experimentación y búsqueda que puede vincularse, hacia finales de esa década, con la renuncia de Calvino a sus compromisos políticos.

La trilogía Nuestros antepasados, está integrada por tres libros: Las dos mitades del vizconde, El barón rampante y El caballero inexistente.

La obra de Calvino adquirió una dimensión univer-sal después de los años 60 por su permanente cu-riosidad, su inteligencia y su interés por todas las aventuras lingüísticas y científicas. Él, como escri-tor, ensayista, conferenciante, pensador y observa-dor del mundo y de la vida, se instala en la historia de la literatura del siglo XX con holgura de gran señor y con carácter definitivo en Europa y Améri-ca. Hay, sin embargo, un Italo Calvino que le im-portaba mucho a Italo Calvino. Un hombre oscuro, un corresponsal inclemente, taciturno y reservado que leía y revisaba originales y se dedicaba a editar libros. Alguien fuera del visor de los críticos que desempeñó un papel clave en el desarrollo de las letras italianas de posguerra.

Su labor como empleado de la editorial Einaudi entre 1947 y 1981 es una zona de la vida de Calvi-no a la que dedica tanto tiempo, esfuerzo, talento y energía como a su trabajo solitario y minucioso de narrador de historias. Comenzó en la editorial co-mo vendedor de libros a crédito, siguió como re-dactor de mesa y terminó en la cima, en el equipo de coordinación y dirección. No le gustaba que se le llamara editor, pero lo era. De la forma más ran-cia y ortodoxa. Su correspondencia con autores desconocidos o con otros integrantes del equipo rector de la casa editorial demuestran el entusias-mo y el ardor con que se dio a ese compromiso.

En 1954 le escribió a Elio Vittorini, el mismo indi-viduo que lo ayudó a lanzar sus primeros libros: «Debemos adoptar un criterio de selección más severo. Si cierta indulgencia es admisible en la primera experiencia, en la segunda debemos ser más exigentes».

Como le sugiere esa severidad a su compañero, él es más riguroso que nadie. Se presenta como un guardián a sueldo del edén de los autores con esta combinación de crueldad, ironía y saña a un aspi-rante a escritor: «El mundo está lleno de gente que quiere escribir, y, tal vez, incluso escribe, y, tal vez, incluso publica; pero son cosas hechas sólo a fuerza de voluntad y no quedará nada de ellas».

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Decía que, en sus empeños en la editorial, sólo alcan-zaba raros y fugaces momentos de entusiasmo cuando encontraba la inteligencia integrada. El oficio solía dejar más antipatías que simpatías.Calvino el editor era un trabajador no sólo celoso, sino amargado.Sus compañeros de todos los días lo veían como una sombra que a veces se dig-naba a levantar un hombro en señal de saludo. «Me abandono», confiesa, «a una misantropía total que corresponde plenamente a mi verdadera naturaleza».

No podía esperar piedad ni comprensión el ingenuo escritor que cayera bajo los ojos del editor Italo Calvino en días como aquél en el que escribió esto: «Vivimos en una época oscura, no hay nada que ande absolutamente bien y el único consuelo es la brevedad de la vida».

Quienes alcanzaban a es-capar de esos baches de melancolía, a lo mejor, colocaban un libro en los idealizados anaqueles de Einaudi. Era difícil salir indemne de la mirada de Cal-vino, el editor armado, el implacable. Algunos escri-tores que alcanzaban su aprobación se llevaban tam-bién su trallazo. Le dice a un aspirante ya aprobado: «¿Por qué escribes 'la aldea era un rebaño de casas que tocaba el cielo'? ¿Por qué escribes que la chica tenía 'un perfume selvático'? ¿Todavía crees en estas cosas? ¡Por Dios, si me dan ganas de romperte la ca-ra!».

Muy pocos editores del rango de Italo Calvino se to-maron tan en serio, con tanto amor (o con tanto odio) su tarea. Él consideraba que un libro tenía que tener lenguaje, estructura y algo que mostrar, Si es posible, algo nuevo.

Volveremos a leer al escritor que se murió en 1985 en Siena, Italia, muy lejos de su natal Santiago de las Vegas, recostado a La Habana. Admiraremos sus ca-pacidades de invención y el mundo de la palabra que sustituyó al real. Yo voy a releer con terceras inten-ciones a cada rato las cartas de hiel que despachó des-de su mesa de editor de Einaudi porque contienen otro magisterio.

Aquí dejo esta pequeña antología:

«Le devuelvo su manuscrito y lo espero dentro de algunos años de lectura, de reflexión y buen trabajo».

«Tú sigues esperando una decisión sobre tus poesías, pero debo decirte que no creo que te convenga publi-carlas».

«Veo que relacionas tus di-fíciles relaciones económi-cas con la publicación del libro. Te aconsejo que te acostumbres a no vincular nunca y de ninguna manera estas dos preocupaciones». Italo Calvino escribió estas notas a la edad de 27 años.

GALARÍA DE ES-PECTROS: EL BA-RÓN RAMPANTE

http://www.elboomeran.com/blog-post/2/5628/rafael-argullol/galeria-de-espectros-el-baron-rampante/#

Rafael Argullol: Hoy en mi galería de espectros he visto el espectro que salta de rama en

rama del Barón Rampante. Me refiero a uno de los personajes a los que tengo más simpatía de la literatura contemporánea. Una invención genial de Calvino, aunque sólo sea por el hecho de imagi-nar que vivir encima de los árboles -como era un persona-je que en un momento determinado, en la adolescencia o primera juventud, se rebela contra el mundo que transcu-rre a ras de tierra, y se refugia en lo alto de los árboles -es precisamente imaginar algo de nosotros mismos, algo que forma parte de nosotros mismos. Esa rebeldía del Barón Rampante le lleva de alguna manera a no compartir nin-guna de las leyes, de las intrigas pesadas que se dan en el mundo que transcurre a ras de tierra. Por decirlo en tér-minos zoológicos el Barón Rampante, gracias a su perse-verancia en las ramas, evita los pensamientos y las con-vicciones de reptil, de los que se arrastran por el suelo, y al mismo tiempo a lo largo de toda su vida sigue defen-diendo toda una serie de ideales y purezas que segura-mente, si hubiera descendido a tierra, hubiera sido muy difícil que hubiera mantenido. Es verdad que hay un uto-pismo, una clara característica utópica de esa posición, pero creo que a través del Barón Rampante Calvino nos venía a decir que si la presencia constante del aliciente del deseo, de la utopía, la vida en la tierra sería una servi-dumbre insoportable.

[Publicado el 15/12/2008 a las 09:00]