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Capítulo primero El veinticinco de septiembre de mil doscientos sesenta y cuatro, bien tempranito, el Duque d’Auge trepó a la cima del torreón de su castillo para considerar desde allí, aunque más no fuera por un ratito, la situación histórica. La encontró desvaída. Restos del pasado se arrastraban por todas partes, desordenadamente. A orillas del arroyo lindero acampaban dos Hunos; un poco más allá un Galo, tal vez Edueno, templaba audazmente los pies en el agua corriente y fresca. En el horizonte se dibujaban las blandas

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Capítulo primero

El veinticinco de septiembre de mil

doscientos sesenta y cuatro, bien

tempranito, el Duque d’Auge trepó a la

cima del torreón de su castillo para

considerar desde allí, aunque más no

fuera por un ratito, la situación

histórica. La encontró desvaída. Restos

del pasado se arrastraban por todas

partes, desordenadamente. A orillas del

arroyo lindero acampaban dos Hunos;

un poco más allá un Galo, tal vez

Edueno, templaba audazmente los pies

en el agua corriente y fresca. En el

horizonte se dibujaban las blandas

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siluetas de unos agotados Romanos;

Francos viejos, Alanos de caza. Los

Normandos tomaban calvadòs.

El Duque d’Auge suspiró sin

abandonar el atento examen de

aquellos consumados fenómenos.

Los hunos preparaban bifes con salsa

tártara, un Galois se fumaba un Gitane,

los Romanos dibujaban grecas, los

Sarracenos bajaban la persiana, los

Francos tocaban la lira. Los Normandos

tomaban calvadòs.

– Tanta historia, – dijo el Duque d’Auge

al Duque d’Auge, – Tanta historia y

sólo por algunos retruécanos y

algunos anacronismos. Me parece

algo miserable. ¿Es que nunca nos

vamos a liberar?

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Fascinado, continuó algunas horas

controlando aquella escoria que se

resistía a desmigajarse; luego, sin razón

aparente, dejó su puesto de vigilancia y

mientras se dirigía a la planta baja del

castillo, desahogaba de paso su humor,

es decir esas ganas que tenía de golpear

a alguno.

No golpeó a su mujer porque había

tenido la precaución de morir a tiempo,

pero golpeó a sus hijas, que eran tres;

sacudió a los servidores, sacudió siervos,

sacudió alfombras, batió al enemigo,

batió hierro candente, batió moneda,

batió todos los records, y por último, se

abatió. Hecho esto, le vinieron ganas de

emprender un viaje, y decidió dirigirse,

con poco arreo, a la ciudad capital,

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acompañado sólo por su paje

Mouscaillot.

Eligió entre sus palafrenes su

percherón preferido, llamado

Demóstenes porque podía hablar,

incluso con el freno entre los dientes.

– Ah, mi buen Demó, – dijo el Duque

d’Auge con voz lastimera, – ¡aquí me

tienes, triste y mierdancólico!

– ¿Siempre la historia? – preguntó Sten.

– Quebranta en mí cualquier gozo, –

respondió el Duque.

– ¡Coraje, vuesa señoría! ¡Coraje!

¡Monte, que nos vamos a pasear!

– Precisamente esa era mi intención,

aunque no sólo esa.

– ¿Y entonces cuál sería?

– Irme por algunos días.

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– ¡Eso sí que me gusta! ¿Dónde quiere

que lo lleve, vuesa señoría?

– ¡Lejos! ¡Lejos! Aquí el barro está

hecho con nuestras flores.

– ... azules, lo sé. ¿Y entonces?

– Elegí vos.

El Duque d’Auge montó sobre la

grupa de Sten quien hizo la siguiente

propuesta:

– ¿Qué me diría si fuéramos a ver a qué

punto están los trabajos de la iglesia

de Notre–Dame?

– ¡Cómo! – exclamó el Duque, –

¿todavía no la terminaron?

– Eso es lo que vamos a ver.

– Si siguen dándole largas terminarán

levantando una mahomería.

– ¿Por qué no un budisterio? ¿o un

confucional?¿o un san-lao-ts-uario?

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¡No es necesario ver todo tan negro,

vuesa señoría! ¡En marcha! Podemos

aprovechar la ocasión para presentar

nuestro feudal respeto al santo Rey

Luis, noveno de su nombre.

Sin esperar respuesta de su patrón,

Sten se puso a trotar hacia el puente

levadizo que bajó funcionalmente.

Mouscaillot, que no profería palabra por

miedo a ligarse un guanteletazo en la

jeta, los seguía montado sobre

Stéphane, llamado así porque era de

pocas palabras. Dado que el Duque

rumiaba su amargura y que Mouscaillot,

siguiendo su prudente política,

perseveraba en el silencio, sólo Sten

seguía charlando alegremente y lanzaba

divertidas invectivas contra los que lo

miraban pasar: los Celtas con aire

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galicano, los Romanos con aire cesáreo,

los Sarracenos con aire cerealícola, los

Hunos con aire unívoco, los Francos con

aire hipócrita y los Vándalos con aire

urbano. Los Normandos tomaban

calvadòs.

Al inclinarse al paso de su bienamado

señor feudal, los villanos mascullaban

terribles amenazas, aunque, sabiendo

que no tendrían efecto, no se

arriesgaban a lanzarlas más allá de sus

bigotes, quienes bigotes tenían.

Por el camino principal, Sten iba con

buen paso y guardaba silencio: no había

tráfico y ya no encontraba

interlocutores; no quería importunar a

su caballero, pues sentía que

cabeceaba; dado que Stef y Mouscaillot

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compartían un mismo silencio, el Duque

d’Auge acabó por dormirse.

Habitaba en una barcaza amarrada

en las cercanías de una gran ciudad y se

llamaba Cidrolin. Le servían a la mesa

una langosta no demasiado fresca con

una mayonesa glauca. Mientras quitaba

con el cascanueces la corteza a las patas

de la bestia, Cidrolin dijo a Cidrolin:

– Nunca entrará en la historia del arte

culinario; nunca va a aprender a

cocinar, esta Lamelia.

Agregó, dirigiéndose siempre a sí

mismo:

– ¿A dónde diablos iba sobre aquel

caballo? Ya no me acuerdo. Además,

ves cómo son los sueños: en mi vida

monté a caballo. Tampoco en

bicicleta: en mi vida monté en

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bicicleta, pero en sueños, nunca voy

en bicicleta, en cambio, a caballo sí.

Sin lugar a dudas debe haber una

explicación. Cierto que esta langosta

es un asco, y esta mayonesa también,

y ¿si aprendiera a andar a caballo? En

el Bois, por ejemplo. ¿Y si aprendiera

a andar en bicicleta?

– Ni siquiera necesitarías licencia, – le

observan.

– Deja.

Le traen el queso.

Yeso.

La fruta.

Agusanada.

Cidrolin se limpia la boca y murmura:

– Ésta también la tengo en el que te

jedi.

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– No te impedirá dormir la siesta, – le

dicen.

No responde; la reposera lo espera

sobre el puente. Se cubre la cara con un

pañuelo y helo aquí frente a los muros

de la capital, no importa cuántas

jornadas le haya tomado.

– ¡Cáspita! – Exclamó Sten, – ya

estamos.

El Duque d’Auge se estaba

despertando con la impresión de haber

comido mal. Fue entonces que Stef, que

no había dicho nada desde que habían

partido, sintió la necesidad de tomar la

palabra en estos términos:

– Alma e ínclita ciudad...

– ¡Silencio! –dijo Sten. – Si nos oyeran

hablar, nuestro buen patrón sería

acusado de brujería.

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– Brr, – hizo el Duque.

– Y su paje, idem.

– Brr, – hizo Mouscaillot.

Y para mostrar cuál era la forma

conveniente de expresión de un caballo,

Sten relinchó.

El Duque de Auge bajó a la Sirena

Chueca, que le había recomendado un

trovador que andaba de paso.

– ¿Apellido, nombre, títulos? – preguntó

Martin, el hospedero.

– Duque d’Auge, – respondió el Duque

d’Auge, – Joachim de nombre. Vengo

acompañado por mi devoto paje

Mouscaillot, hijo del Conde

d’Empoigne. Mi caballo lleva el

nombre de Sten y el otro se llama

Stef.

– ¿Domicilio?

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– Larch, junto al puente.

– ... archicatólico, parece, – dijo Martin.

– Así espero, – dijo el Duque, – porque

con tus preguntas ya me estás

rompiendo las petunias.

– Que su señoría me perdone, es por

orden del Rey.

– ¿Y ahora no me vas a venir con que

qué vengo a hacer a la capital?

– ¡No es necesario! Su señoría viene a

visitar nuestras furcias que son las

más lindas de toda la cristiandad.

Nuestro santo Rey no las soporta;

pero participan con entusiasmo en la

financiación de la próxima cruzada.

– Mal supones hospedero, vengo a ver a

qué punto hemos llegado con los

trabajos de la iglesia de Notre–Dame.

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– La torre sud está muy adelantada y

ahora comienza la nord y la galería

que las une. Están renovando las

partes altas para dar más luz.

– ¡Basta! – gritó el Duque. – Si me

contás todo, ya no tendrá sentido

que siga mi viaje y voy a tener que

volverme a casa, cosa que no me

atrae.

– Tampoco a mí me atre en lo más

mínimo, entonces, traigo

inmediatamente la cena.

El Duque comió copiosamente, se fue

a dormir, durmió con buen apetito.

Todavía no había terminado la siesta

cuando lo despertaron dos nómades

interpelándolo desde lo alto de la orilla.

Cidrolin respondió con señas, pero no

debían entender ese lenguaje, ya que

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bajaron la escarpada hasta la pasarela y

subieron a bordo de la barcaza. Eran un

campista hombre y un campista mujer.

– Skiuz euss, – dijo el campista hombre,

– wi sind lost.

– Empezamos bien, – replicó Cidrolin.

– Capito? Egarrados... Lostados.

– Triste destino.

– Campin? Lontano? Euss... smarriti.

– Hablar habla, – murmuró Cidrolin, –

pero, ¿hablará en europeo

vernacular o en neo-babélico?

– Ah, ah, – dijo el otro, con evidentes

signos de satisfacción. – ¿Usted

ferstea el iurópico?

– Un peu, – respondió Cidrolin, pero

dejen las mochilas, nobles

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extranjeros, y beban un drink

conmigo antes de que se vayan.

– Ah, ah, capito: drink.

Radiante, el hombre extranjero dejó

la mochila, luego, despreciando el

mobiliario destinado a tal uso, se puso

en cuclillas sobre el piso, cruzando

ágilmente las piernas debajo de sí. La

señorita que lo acompañaba lo imitó.

– ¿Serán japoneses? – se preguntó

Cidrolin en voz baja. – Pero tienen

pelo rubio. ¿Serán ainós?

Y volviéndose al joven:

– ¿Por casualidad, no será Usted un

ainó?

– I? No. Yo: pequeño amigo de todo el

mundo.

– Ya veo: ¿pacifista?

– Iawohl. ¿Y el drink?

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– ¡Oh europeo, trata de mantener el

norte!

Cidrolin golpeó las manos y llamó:

– ¡Lamelia! ¡Lamelia!

Apareció.

– Lamelia, algo de beber para estos

nobles extranjeros.

– ¿De beber? ¿qué?

– Esencia de hinojo y agua natural.

Se eclipsó.

Cidrolin se volvió hacia los nómades.

– Entonces, ¿los mocosos están

egarridos?

– Desextraviados, – dijo la muchacha. –

Complètement paumés.

– Ay, cariño, ¿no serás acaso francesa?

– Casi: canadiense.

– ¿Y este drink? – preguntó el

encuclillado. – ¡Schnell, trinquemos!

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– Un poco rompepelotas, – dijo Cidrolin.

– Oh, no lo hace de malo.

– Y naturalmente ustedes dos están

yendo al campo de campin para

campistas.

– Lo estamos buscando.

– Ya casi llegaron. Está siguiendo el río, a

menos de trescientos metros desde

aquí, río arriba.

– Wi sind arrivati! – exclamó el joven

poniéndose en pie con un solo

movimiento. – Trua son maîtres?

Andiamo!

Se puso nuevamente la mochila al

hombro, una mochila que debía pesar

una tonelada.

– Estamos esperando la esencia de

hinojo, – dijo la muchacha sin

moverse.

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– Uell, uell.

Volvió a bajar la tonelada de

cachivaches y a sentarse sobre el piso

con la misma naturalidad que sobre una

flor de loto.

Cidrolin sonrió a la muchacha y le dijo

con aire de cumplido:

– ¡Amaestrado!

– ¿Amaestrado? No entendido.

– Y sí, basta mover un dedo y obedece.

La muchacha alzó los hombros.

– Ponga en movimiento las meninges, –

dijo. Se queda porque es libre, no

porque esté amaestrado. Si estuviera

amaestrado, iría derechito derechito

al campo de campin para campistas.

Se queda porque es libre.

– Mirá cuántos pensamientos dentro de

una cabeza tan chiquita, – murmuró

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Cidrolin mirando con más atención a

la canadiense que dejaba ver el vello

rubio de las piernas y la suela del

zapato. – Y, sí, cuántos...

Estando en esas, fue servida la

esencia de hinojo y el agua natural.

Bebieron.

– ¿Y cómo es que andan nomadeando?

– preguntó Cidrolin. – ¿A pie, a

caballo, en auto? ¿en bici, moto,

colectivo, helicóptero?

– En stop, – respondió la muchacha.

– ¿Autostop?

– Claro, en autostop.

– Yo hago autostop sólo con los taxis. Es

menos barato.

– La plata me importa un pito.

– De acuerdo. ¿Y mi esencia de hinojo?

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– No está mal. Yo preferimos el agua

pura.

– Aquí nunca es pura. El río es una

cloaca y la canilla, cloro.

– ¿Quiere que mi amigo le cante algo?

– ¿Para qué?

– Como agradecimiento.

– ¿Por la esencia de hinojo?

– Por habernos recibido.

– Muy gentil. Gracias.

La muchacha miró al joven y le dijo:

– Canta.

El joven escarbó en su mochila,

extrajo un banjo de pequeñísimas

dimensiones y empezó a rascar las

cuerdas. Después de algunos acordes

preliminares, abrió la boca y se

escucharon estas palabras:

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– J’aime Paimpol y sa falaise, son

clocher et son vieux pardon...

– ¿Dónde la aprendió? – preguntó

Cidrolin cuando hubo terminado y

después de haber agradecido al

virtuoso.

– A Paimpol, naturalmente, – respondió

la canadiense.

– ¡Qué animal, – dijo Cidrolin

golpeándose la frente. – No lo había

pensado.

El minibanjo fue devuelto al rucksack.

El joven volvió a la posición erecta y

tendió la mano a Cidrolin.

– Zanx, – dijo, – à rivederchi.

Y a la muchacha:

– ¡Schnell! Nosvamos o

nonosvamosmás?

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La muchacha se alza con gracia y se

carga la carga.

– Amaestrada, – dice Cidrolin en voz

baja.

El nómade protestó:

– Nein! Nein! No maestrada: lípera. Sie

iz lípera. Anda to the campus bicós

sie iz lípera de andare to the

campum.

– Pero sí, dale.

– Ciao, – dijo la muchacha tendidendo la

mano a Cidrolin. – Gracias de nuevo y

quizás volvamos a verlo, si tenemos

tiempo.

– Muy bien, – dijo Cidrolin.

Los miró mientras trepaban por la

escarpada con todo su equipaje.

– Hay que tener espalda para ese

trabajo, – murmuró.

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– ¿Volverán? – preguntó Lamelia.

– Creo que no. No, no van a volver.

¿Qué me importa? Se acaban de ir y

ya casi ni me acuerdo de ellos. Y sin

embargo, existen, merecen existir,

sin lugar a duda. No se van a volver a

perder en el laberinto de mi

memoria. Fue un incidente sin

importancia. Hay sueños que parecen

estar hechos de incidentes sin

importancia, cosas que en la vida

insomne no dejarían el más mínimo

recuerdo, y sin embargo, a la

mañana, cuando las agarrás

empujándose desordenadamente

contra la puerta de los párpados,

entonces sí te despiertan interés.

¿Habré soñado?

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Lamelia no tenía que decirle ni que sí

ni que no; y además ni siquera había

escuchado el final de su discurso.

Cidrolin consultó el reloj de la cabina

constató no sin satisfacción que el

episodio de los nómades sólo había sido

un interludio muy breve en el tiempo

que le concedía a la siesta, y que esa

siesta aún podía prolongarse

dignamente por algunos minutos. Se

extendió entonces sobre la reposera y

logró recuperar el sueño.